EL ANTROPÓLOGO Y LA VERDAD
Publicado en
marzo 02, 2014
Indígenas de la Amazonía. (1945)
Correspondiente a la edición de Marzo de 1994
Por Mario Bunge.
Los yanomames (o yanomamos) son amerindios muy primitivos que viven en la Amazonía venezolana. Se sustentan con la caza, la pesca y el cultivo del banano. Entre sus platos favoritos figuran el mono, la piraña, ciertos gusanos y los frutos de ciertas palmeras. Viven en común, en aldeas de alrededor de cien individuos, congregados en torno a una casa comunal. Comparten todo lo que consiguen, no tienen Estado, tribunales, policía ni religión. Ni siquiera tienen normas explícitas.
El primero en describir este pueblo extraordinario fue el antropólogo norteamericano Napoleon Chagnon. (¿Por qué son casi siempre los gringos los mejores conocedores de los amerindios y a veces incluso de la historia de nuestro continente, en tanto que nuestros intelectuales suelen conocer detalles de la revolución francesa?). En su libro "El pueblo feroz" (1968), Chagnon describió a los yanomames como seres violentos, en perpetua guerra intestina y externa, ignorantes del amor y de la cooperación. Este libro fue y sigue siendo un best-seller de lectura obligatoria por decenas de miles de estudiantes norteamericanos.
El eminente antropólogo Marvin Harris no visitó a los yanomames ni puso en duda las descripciones de Chagnon. Pero rechazó la hipótesis de que los yanomames son naturalmente violentos. En su libro "Caníbales y reyes" (1977), Harris utiliza el testimonio del propio Chagnon, de que no todas las tribus yanomames son guerreras: sólo lo serían las que viven en regiones particularmente pobres en proteínas. Harris sostuvo que, cuando los yanomames practican el infanticidio, dividen en dos sus aldeas, o parten en son de guerra, lo hacen para mantener una baja densidad de población, que les permita sobrevivir. Según Chagnon, la escasez de mujeres y el complejo de superioridad masculina son causas de violencia. Según Harris, la escasez de mujeres y la violencia son efectos de la miseria.
Kenneth Good, alumno de tesis doctoral de Chagnon, se enteró de la tesis de Harris y se propuso averiguar quién decía la verdad. Para ello se fue a vivir con los yanomames, con quienes se quedó una decena de años. Los indios terminaron por aceptarlo como a un propio, al punto que le ofrecieron casarse con Yarima, una venus diminuta, de piel bronceada y afectuosa, que se había hecho amiga de Good desde niña. El gringo y la india se casaron a la manera indígena, sin ceremonia, y tuvieron dos hijos. Eventualmente, Ken, Yarima y sus hijos fueron a vivir a los EE.UU. Allí Good escribió su informe novelado, "Into the Heart" (1991), que promete ser otro best-seller.
La historia que cuenta Good es muy diferente de la que cuenta su ex-maestro. Los yanomames con quienes convivió son, aunque muy primitivos, pacíficos, generosos, esencialmente monógamos y padres ejemplares. Pese a las estrecheces, enfermedades e incursiones enemigas, estos indígenas viven bastante felices en una sociedad armoniosa.
Según Good, a diferencia de los civilizados, los yanomames no son vanidosos ni están obsesionados por el sexo. Los hombres no son "machos" ni compiten incesantemente entre sí. No son calculadores, traicioneros ni deliberadamente crueles. En resumen, son más pacíficos y "civilizados" que los habitantes de los ghettos norteamericanos. La violencia es esporádica y sólo ocurre en respuesta a exigencias de la supervivencia. Lo primero en que piensa un yanomame al despertarse no es cómo robar o vengarse de alguien, sino qué habrá de comer ese día y cómo se las ingeniará para obtenerlo.
En resolución, Good confirmó la hipótesis de Harris y con ello refutó la de su maestro Chagnon. Según Good, esta rebelión casi le costó la vida, porque en una emergencia Chagnon se vengó, negándose a darle suero antiofídico y quinina contra la malaria, y rehusándole fondos para proseguir su investigación.
Aquí tenemos, pues, dos versiones rivales de los mismos hechos, a semejanza de la famosa película japonesa "Rashomon".
¿Cuál de las dos versiones hemos de creer? Un subjetivista, relativista o constructivista sostendría que no hay por qué elegir, porque no hay hecho en sí ni, por consiguiente, verdades objetivas: todo sería según el color del cristal con que se mira. Pero el científico auténtico es objetivo y realista, no subjetivista. Sabe que el pan alimenta al veraz y al mentiroso, que la pobreza degrada al blanco y al negro, que la tierra gira en torno al sol y no al revés, etc. Sabe, en suma, que hay verdades objetivas y transculturales.
¿Qué hacer con las dos versiones acerca de la presunta ferocidad de los yanomame y, posiblemente, del hombre primitivo en general? Obviamente, hay que repetir las observaciones.
Necesitamos nuevos informes de observadores independientes. Pero esto tiene límites. No podemos enviar contingentes de antropólogos tan numerosos como los propios indígenas. Estos no los aceptarían y, si los aceptasen, cambiarían su estilo de vida. Los nuevos informes dirían quiza que los yanomames pasan el día mirando televisión, bebiendo Coca-Cola, comiendo papas fritas, ojeando Playboy, calculando cómo engañar al prójimo y baleándose con los vecinos.
Hay que pensar en métodos más sutiles. Uno de ellos es enviar antropólogos mejor entrenados y, en particular, alertas al modo en que nuestros prejuicios pueden torcer nuestras percepciones. Otro es ensayar el método experimental. Por ejemplo, podría estudiarse simultáneamente dos aldeas yanomames parecidas, introduciendo en una de ellas el cultivo de una planta, tal como el frijol, de elevado tenor proteínico. Se vería entonces si los indígenas, al alejarse el espectro de la hambruna, siguen recurriendo a la violencia. Esto ayudaría a averiguar quién tiene razón acerca de los sentimientos del hombre primitivo: Hobbes (o el mito del innoble salvaje), Róusseau (o el mito del noble salvaje). O tal vez ninguno de estos.
Acaso se objete que es imposible hacer experimentos antropológicos y, en general, en las ciencias del hombre. Pero esta afirmación ha sido refutada hace tiempo por la psicología, la sociología, la economía e incluso la arqueología experimentales.
Lo único cierto es que la experiméntación aún no es corriente en las ciencias sociales. Acaso esto se deba en parte al prejuicio filosófico contra la posibilidad de investigar científicamente al ser humano por poseer éste un alma inmaterial, inaccesible a la experimentación y la matematización.
(Esta fue, en efecto, la objeción de Kant contra la posibilidad de la psicología científica.) Afortunadamente este prejuicio filosófico pesa cada vez menos sobre los estudios sociales.
El problema de la experimentación en las ciencias del hombre tiene interés práctico tanto como teórico. En efecto, nos ahorraríamos muchos fracasos si experimentáramos más a menudo con organizaciones y políticas sociales. Por ejemplo, antes de reorganizar un conglomerado industrial o comercial, ensayaríamos las modificaciones propuestas en algunos de los componentes del sistema. Antes de aplicar una política social a nivel nacional, la ensayaríamos a nivel regional. Lo mismo haríamos con todo proyecto de ley. La evaluación de los resultados de semejantes experimentos nos permitiría perfeccionar o abandonar las propuestas en cuestión, ahorrándonos fracasos en gran escala. Pero volvamos al problema de la verdad en antropología.
La controversia sobre los Yanomames no acaba sino de empezar, y no sabemos cómo habrá de terminar. Mientras tanto, los antropólogos no podrán seguir sosteniendo confiadamente que la suya es una ciencia como las demás, capaz de darnos verdades objetivas. Sólo podrán defenderse alegando que aún no han recogido un número suficiente de observaciones.
Pero el metodólogo argüirá que las observaciones aisladas sobre la conducta humana no son confiables: que toda observación fructuosa es guiada por alguna hipótesis compatible con el grueso del conocimiento humano y, en particular, con una concepción del mundo que haya dado pruebas de fertilidad.
En el caso de la controversia entre Chagnon y Good, uno tiende a creerle al segundo porque su informe es compatible con la hipótesis de Harris acerca de la fuente bioeconómica (o ecológica) de la violencia, mientras que la tesis de Chagnon huele más a ideología que a ciencia. (Recuérdese que la tesis sombría sobre la maldad innata de todos los seres humanos fue enunciada por San Agustín y abrazada con argumentos diversos pero sin pruebas por Freud, Mussolini y Konrad Lorenzs).
La experiencia en numerosos campos ha refutado al nativismo o innatismo. Los domadores saben amansar fieras; los sargentos transforman a pacíficos campesinos en sangrientos guerreros; los maestros enseñan a amar o a odiar el conocimiénto; y los psicólogos experimentales saben cómo inducir tanto la violencia como la mansedumbre. En todo caso, puesto que la genética humana no ha descubierto el gen de la maldad, no puede afirmarse que el hombre nazca malvado (ni bondadoso).
En definitiva, la controversia acerca de la ferocidad de los yanomames queda abierta. La comunidad antropológica nos debe la verdad acerca de los sentimientos que inspira la conducta de los hombres primitivos. Necesitamos saber si éstos son realmente tan "salvajes". como nuestros torturadores, narcotraficantes y belicistas. Si resultase que no lo son, tendríamos que cambiar el impulso "¡Son salvajes!" por "¡Son civilizados!" Mientras tanto, será prudente abstenerse de usar el calificativo "salvaje" como despectivo.