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febrero 23, 2014
LA EXPLOSIÓN HIZO AÑICOS LAS VENTANAS a cientos de metros de distancia, pero no provocó ningún incendio. Más tarde descubrí que había sido detectada por un sismógrafo de la universidad de Macquarie, que fijó la hora con precisión: 3:52 a.m. Los vecinos despertados por la explosión llamaron a emergencias en cuestión de minutos y nuestro operador del turno de noche me telefoneó justo después de las cuatro, pero no tenía sentido que me diera prisa por llegar a la escena porque sólo conseguiría estorbar. Me senté delante de la terminal de mi estudio durante casi una hora, recopilando información, siguiendo el tráfico de radio con los auriculares, bebiendo café y tratando de no hacer demasiado ruido al teclear.
Para cuando llegué los contratistas del servicio local de bomberos ya se habían ido, luego de certificar que no había riesgo de que hubiera más explosiones, pero nuestro personal forense seguía estudiando las ruinas minuciosamente, el zumbido eléctrico de sus equipos casi ahogado por el canto de los pájaros. Lane Cove era un barrio tranquilo y arbolado a las afueras, una mezcla de zona residencial y polígono de alta tecnología; la exuberante vegetación de los espacios abiertos corporativos se integraba casi a la perfección con el parque nacional adyacente que se extendía a ambos lados del río Lane Cove. El mapa de la zona de la terminal de mi coche indicaba que en el polígono había proveedores de reactivos de laboratorio y productos farmacéuticos, fabricantes de instrumentos de precisión para aplicaciones científicas y aeroespaciales, y no menos de veintisiete empresas de biotecnología. Entre estas últimas se encontraba Life Enhancement International, cuyo otrora imponente edificio de hormigón se veía ahora reducido a una colección de bloques blancos y polvorientos que se apiñaban en torno a barras de refuerzo retorcidas. Las primeras luces del día hacían centellear el acero que había quedado expuesto, tan prístino que resultaba desconcertante. El edificio tenía sólo tres años. Ahora veía por qué el equipo forense había descartado un accidente al primer vistazo: unos cuantos bidones de disolvente orgánico no podían ni de lejos haber hecho algo parecido. Nada almacenado legalmente en un área residencial podía reducir a escombros un edificio moderno en cuestión de segundos.
Vi a Janet Lansing nada más bajarme del coche. Examinaba las ruinas con una expresión de estoicismo en la cara, pero se abrazaba a sí misma. Es probable que estuviera algo conmocionada. No había otra explicación para que tuviera frío; había hecho un calor asfixiante toda la noche y la temperatura ya estaba subiendo. Lansing era la directora del complejo de Lane Cove: cuarenta y tres años, doctorada en biología molecular por Cambridge y con un máster en gestión de empresas de una universidad virtual japonesa igualmente prestigiosa. Antes de salir de casa le había pedido a mi buscador que extrajera sus referencias y su foto de diferentes bases de datos.
Me acerqué a ella y le dije:
—James Glass, Investigaciones Nexus.
Frunció el ceño al ver mi tarjeta, pero la aceptó, y luego miró a los técnicos que arrastraban sus cromatógrafos de gases y sus equipos holográficos por el perímetro de las ruinas.
—Son suyos, supongo.
—Sí. Llevan aquí desde las cuatro.
Esbozó una sonrisita de suficiencia.
— ¿Qué pasa si le doy el trabajo a otros y los denuncio a todos por allanamiento?
—Si contrata a otra empresa, con mucho gusto les entregaremos todas las muestras y la información que hemos reunido.
Asintió como distraída.
—Los contrato a ustedes, por supuesto. ¿Desde las cuatro? Estoy impresionada. Han llegado incluso antes que los del seguro.
Lo cierto era que «los del seguro» de LEI eran dueños del 49% de Investigaciones Nexus, y se quedarían al margen hasta que hubiésemos terminado, pero no vi motivo para mencionarlo. Con amargura, Lansing añadió:
—Nuestra supuesta empresa de seguridad sólo se ha atrevido a llamarme hace media hora. Es evidente que han saboteado una caja de conexión de fibra óptica, dejando desconectada a toda la zona. Se supone que tienen que mandar una patrulla en caso de que haya problemas con el equipo, pero al parecer no se han molestado.
Hice una mueca de comprensión.
— ¿Qué era exactamente lo que hacían aquí?
— ¿Lo que hacíamos? Nada. No hacíamos fabricación; esto era I+D puro y duro.
De hecho ya había establecido que todas las fábricas de LEI estaban en Tailandia e Indonesia, que la oficina central estaba en Mónaco y que las instalaciones de investigación estaban diseminadas por todo el mundo. Sin embargo, entre exasperar al cliente y demostrarle que uno conoce los hechos existe una línea muy delgada. Un perfecto extraño tiene que despistarse al menos una vez haciendo una suposición trivial, tiene que hacer al menos una pregunta equivocada. Yo siempre lo hago.
— ¿Y qué es lo que investigaban y desarrollaban?
—Eso es información comercial delicada.
Me saqué la agenda del bolsillo de la camisa y le enseñé un contrato estándar con las cláusulas de confidencialidad habituales. Ella le echó un vistazo y luego hizo que su propio ordenador escrutara el documento. Conversando en infrarrojos modulados, las máquinas negociaron prontamente la letra pequeña. Mi agenda firmó el contrato electrónicamente en mi nombre, y lo mismo hizo la de Lansing; a continuación ambas emitieron felizmente y al unísono un pitido para comunicarnos que se había llegado a un acuerdo.
—Nuestro principal proyecto consistía en diseñar células sincitiotrofoblásticas mejoradas —dijo Lansing. Sonreí con paciencia y me lo tradujo—: Fortalecer la barrera entre los suministros sanguíneos de la madre y el feto. La madre y el feto no comparten la sangre directamente, pero intercambian nutrientes y hormonas por medio de la barrera placentaria. El problema es que también pueden colarse todo tipo de virus, toxinas, fármacos y drogas. Las células de la barrera natural no han evolucionado para lidiar con el VIH, el síndrome alcohólico fetal, los bebés que nacen con adicción a la cocaína o un desastre como el de la talidomida. Nuestro objetivo es introducir un vector que modifique los genes. Para ello bastará una sola inyección intravenosa que activará la formación de una capa de células adicional en las estructuras de la placenta adecuadas, células diseñadas específicamente para proteger el suministro de sangre del feto de los contaminantes presentes en la sangre materna.
— ¿Una barrera más gruesa?
—Más lista. Más selectiva. Más exigente con lo que tiene que dejar pasar. Sabemos exactamente lo que el feto en desarrollo necesita de la sangre materna. Estas células manipuladas genéticamente contendrían canales específicos para transportar cada una de esas sustancias. No dejarían pasar nada más.
—Impresionante.
Una crisálida que envuelve al bebé nonato y lo protege de todos los venenos de la sociedad moderna. Exactamente el tipo de tecnología beneficiosa que cabría esperar de una empresa que se llamaba Life Enhancement: mejorando la vida desde el arbolado barrio de Lane Cove. Lo cierto era que hasta un lego en la materia podía ver unas cuantas lagunas en el planteamiento. A mi entender los niños normalmente se infectaban con el VIH durante el parto, no durante el embarazo, pero supongo que había otros virus que pasaban por la barrera placentaria con más frecuencia. La verdad es que no sabía si las madres con riesgo de dar a luz niños con deficiencias provocadas por el alcohol o a niños adictos a la cocaína iban a agolparse delante de los hospitales para colocarse las barreras fetales modificadas. En cambio sí podía imaginarme una fuerte demanda por parte de la gente que vivía aterrorizada por los aditivos alimentarios, los pesticidas y los agentes contaminantes. A la larga, si el sistema funcionaba de verdad y su precio no era prohibitivo, podría incluso llegar a formar parte de la atención prenatal de rutina.
Una tecnología beneficiosa y lucrativa.
En todo caso, hubiera o no factores biológicos, económicos y sociales que fueran a impedir el éxito sin paliativos de la tecnología, costaba imaginarse que alguien pudiera ponerle pegas a la idea en sí.
— ¿Trabajaban con animales? —dije.
Lansing frunció el ceño.
—Sólo utilizábamos embriones de ternero y úteros bovinos vacíos cuyos tejidos se mantenían artificialmente. Si ha sido un grupo pro defensa de los derechos de los animales, les habría traído más cuenta poner una bomba en un matadero.
—Mmm.
En los últimos años, la sucursal de Sídney de Igualdad para los Animales (el único grupo conocido por utilizar métodos tan extremos) se había concentrado en los laboratorios que investigaban con primates. Podían haber cambiado de estrategia, o les podían haber informado mal, pero aun así LEI me parecía un objetivo raro. Seguía habiendo montones de laboratorios que utilizaban ratas y conejos vivos como si fueran tubos de ensayo desechables, y todo el mundo estaba al corriente. Muchos de ellos quedaban bastante cerca.
— ¿Y alguien de la competencia?
—Por lo que sé no hay nadie más que esté desarrollando este tipo de producto. No es una competición. Ya hemos obtenido las patentes individuales de todos los principales componentes: los conductos de la membrana, las moléculas transportadoras. En cualquier caso los posibles competidores tendrían que pagarnos los derechos de licencia.
— ¿Y si ha sido alguien que sólo quería perjudicarles financieramente?
—Entones tendrían que haber puesto la bomba en una de las fábricas. Cortar nuestra fuente de ingresos habría sido la mejor manera de hacernos daño. Con este laboratorio no se ganaba ni un céntimo.
—Aun así el precio de sus acciones bajará en picado, ¿no? No hay nada que ponga más nervioso a un inversor que el terrorismo.
Lansing me dio la razón de mala gana.
—Pero entonces quien se aprovechara de ello para lanzar una OPA hostil también se vería afectado. No voy a negar que en este sector hay sabotajes comerciales de vez en cuando, pero no algo tan burdo como esto. La ingeniería genética es un negocio sutil. Las bombas son para los fanáticos.
Tal vez. Pero, ¿quién sería tan fanático como para oponerse a la idea de proteger embriones humanos de virus y venenos? Varias sectas religiosas se oponían de plano a cualquier tipo de modificación de la biología humana, pero las que empleaban la violencia le habrían puesto una bomba a un fabricante de fármacos abortivos, no a un laboratorio dedicado a la tarea de salvaguardar el feto.
Se nos acercó Elaine Chang, la jefa del equipo forense. Se la presenté a Lansing.
—Fue un trabajo muy profesional —dijo Elaine—. Si hubiesen contratado a expertos en demoliciones lo habrían hecho exactamente igual. Pero claro, es muy probable que utilizaran el mismo software para calcular los tiempos y la colocación de las cargas.
Cogió su agenda y nos mostró una estilizada reconstrucción del edificio que indicaba las ubicaciones hipotéticas de las cargas explosivas. Pulsó un botón y la simulación se derrumbó hasta parecerse al desastre real que teníamos a nuestras espaldas.
—Hoy en día la mayoría de los fabricantes serios marcan cada partida de explosivos con elementos traza que permanecen en el residuo —continuó diciendo—. Hemos vinculado las cargas que se utilizaron aquí con un lote robado de un almacén de Singapur hace cinco años.
—Lo que puede que no sea de gran ayuda, me temo —añadí yo—. Después de cinco años en el mercado negro podrían haber cambiado de manos unas cuantas veces.
Elaine volvió a ocuparse de sus equipos. Lansing empezaba a parecer un poco mareada.
—Me gustaría volver a hablar con usted en otro momento, pero voy a necesitar una lista de sus empleados, pasados y presentes, tan pronto como sea posible.
Asintió y pulsó unas cuantas teclas en su agenda para transferirme la lista a la mía.
—En realidad no se ha perdido nada —dijo—. Teníamos copias de seguridad de todos los datos administrativos y científicos en otro sitio. Y tenemos muestras congeladas de casi todas las líneas celulares en las que estábamos trabajando. Están en una cámara acorazada en Milson's Point.
Las copias de seguridad de los datos comerciales serian prácticamente intocables, los registros estarían almacenados en al menos una docena de sitios repartidos por todo el mundo, y obviamente estarían cifrados en extremo. Las líneas celulares parecían más vulnerables.
—No estaría de más que informara a los operadores de la cámara acorazada de lo que ha pasado aquí.
—Ya lo he hecho; los llamé de camino a aquí. —Le echó un vistazo a las ruinas—. La compañía de seguros pagará la reconstrucción. En seis meses volveremos a ser operativos. Los que hicieron esto han perdido el tiempo. El trabajo no se va a parar.
— ¿Y quién habrá querido pararlo? —dije.
La sonrisita de Lansing volvió a dibujarse en su cara y estuve a punto de preguntarle qué le hacía tanta gracia. Pero a veces la gente actúa de forma incoherente ante los desastres, sean grandes o pequeños. No había muerto nadie, no estaba ni mucho menos histérica, pero me extrañaría que un contratiempo de este tipo no la hubiera descolocado un poco.
—Dígamelo usted —dijo—. Ése es su trabajo, ¿no?
Cuando llegué a casa esa noche, Martin estaba en el salón trabajando en su disfraz para el Carnaval. No podía imaginarme cómo quedaría una vez acabado, pero estaba claro que iba a tener plumas. Plumas azules. Hice lo que pude por guardar la compostura, pero por su expresión supe que había percibido un gesto involuntario de disgusto en mi cara. Igualmente nos besamos y no mencionamos el tema.
Pero mientras cenábamos no pudo contenerse.
—Este año es el cuadragésimo aniversario, James. Seguro que va a ser el mejor de todos. Por lo menos podrías venir a ver.
Sus ojos centellearon; le encantaba pincharme. Teníamos la misma discusión desde hacía cinco años y estaba a punto de convertirse en un ritual tan absurdo como el propio desfile.
— ¿Qué te hace pensar que quiero ir a ver cómo diez mil drag queens recorren Oxford Street y le tiran besos a los turistas? —dije con rotundidad.
—No exageres. Sólo habrá unos mil hombres travestidos, como mucho.
—Sí, el resto llevará suspensorios de lentejuelas.
—Si te tomaras la molestia de venir a verlo, descubrirías que la imaginación de la mayoría de la gente ha evolucionado mucho.
Negué con la cabeza, perplejo.
—Si la imaginación de la gente hubiese evolucionado, no habría ningún Carnaval de Gays y Lesbianas. Es un circo para los que quieren vivir en un gueto cultural. Hace cuarenta años puede que fuera... provocativo. Puede que entonces sirviera para algo. Pero, ¿ahora? ¿Qué sentido tiene? Ya no hay que cambiar ninguna ley, ya no hay que pedirle nada a los políticos. Este tipo de cosas lo único que hacen es reciclar los mismos estereotipos estúpidos año tras año.
—Es una reafirmación pública del derecho a la diversidad sexual —dijo Martin con tranquilidad—. El hecho de que ya no sea una marcha de protesta y sólo sea una celebración no significa que no importe. Y quejarse de los estereotipos es como... quejarse de los personajes de una alegoría medieval. Los disfraces son un código, taquigrafía. El sucio populacho heterosexual no es tan tonto como te crees. No ven el desfile y llegan a la conclusión de que el homosexual medio se pasa todo el día enfundado en un tutú de lamé dorado. La gente no es tan literal. Todos han aprendido semiótica en la guardería, saben cómo descodificar el mensaje.
—De eso no me cabe duda. Pero sigue siendo el mensaje equivocado: convierte en exótico lo que debería ser mundano. Vale, la gente tiene derecho a vestirse como le dé la gana y pasearse por Oxford Street... pero para mí no significa absolutamente nada.
—No te estoy pidiendo que participes en el desfile...
—Muy hábil por tu parte.
—... pero si cien mil heteros pueden ir a mostrar su apoyo a la comunidad gay, ¿por qué no puedes ir tú?
—Porque cada vez que oigo la palabra «comunidad» —dije cansado—, sé que me están manipulando. Si existe algo que se llama «la comunidad gay», estoy seguro de que no pertenezco a ella. Resulta que no quiero pasarme la vida viendo canales de televisión para gays y lesbianas, informándome con noticias para gays y lesbianas... o yendo a desfiles de gays y lesbianas. Es como si todo fuera... una marca. Es como si hubiera una multinacional que tiene los derechos de franquicia de la homosexualidad. Y si no vendes el producto a su manera, eres una especie de marica de segunda, un marica inferior, pirata, no autorizado.
Martin se partió de risa. Cuando por fin pudo controlarse, dijo:
—Sigue. Estoy esperando a que llegues a la parte en que dices que no estás más orgulloso de ser gay que de tener los ojos marrones, o el pelo negro, o una marca de nacimiento en la rodilla izquierda.
—Eso es verdad —protesté—. ¿Por qué debería estar «orgulloso» de algo con lo que he nacido? Ni estoy orgulloso ni me avergüenzo. Simplemente lo acepto. Y no tengo que ir a ningún desfile para demostrarlo.
— ¿Entonces preferirías que siguiéramos siendo invisibles?
— ¡Invisibles! Tú mismo me dijiste que el año pasado que el porcentaje de representación en el cine y la televisión se acercaba a los datos demográficos reales. Si apenas nos llama la atención que un político abiertamente gay o una lesbiana ganen unas elecciones, es porque ha dejado de ser un problema. Para la mayoría de la gente, ahora mismo, tiene tanta importancia como... ser zurdo o ser diestro.
A Martin esta observación le pareció surrealista.
— ¿Estás intentando decirme que ya no es un problema, que está todo bien? ¿Que ahora los habitantes de este planeta son completamente imparciales en lo que respecta a las preferencias sexuales? Tu fe me conmueve, pero...
Hizo un gesto de incredulidad.
—Ante la ley somos igual que cualquier pareja heterosexual, ¿verdad? —dije—. ¿Y cuándo fue la última vez que le dijiste a alguien que eras gay y se inmutó lo más mínimo? Y sí, lo sé, en algunos países todavía es ilegal, tan ilegal como unirse al partido político o a la religión equivocados. Ningún desfile en Oxford Street va cambiar eso.
—En esta misma ciudad se nos sigue pegando. Se nos sigue discriminando.
—Sí, claro. También matan a tiros a la gente por poner en el estéreo del coche la música equivocada en medio de un atasco, y hay gente que no puede optar a un puesto de trabajo porque vive en el barrio equivocado. No estoy hablando de la perfección de la naturaleza humana. Sólo te pido que reconozcas una pequeña victoria: aparte de unos cuantos psicóticos y algunos fanáticos fundamentalistas, a la mayoría de la gente no le importa.
—Ojalá fuera cierto —dijo Martin con pesar.
La discusión se prolongó durante más de una hora y terminó en tablas, como de costumbre. Por supuesto, ninguno esperaba en serio cambiar la opinión del otro.
Sin embargo, más tarde me sorprendí preguntándome si realmente me creía mi propia retórica optimista. « ¿Tanta importancia como ser zurdo o ser diestro?» Sin duda ésa era la frase que en el mundo occidental adoptaban casi todos los políticos, casi todos los académicos, los ensayistas, los presentadores de programas de entrevistas, los guionistas de culebrones y los líderes de las principales religiones. Pero esa misma gente, durante décadas, había suscrito principios de igualdad racial igualmente loables y la realidad seguía dejando bastante que desear. En mi caso apenas sufrí discriminación. Para cuando llegué al instituto la tolerancia estaba de moda y desde entonces he sido testigo de una serie de mejoras constantes... ¿Pero cómo podía llegar a saber cuántos prejuicios ocultos quedaban? ¿Interrogando a mis amigos heterosexuales? ¿Leyendo las últimas encuestas de los sociólogos? La gente siempre dice lo que piensa que quieres oír.
Con todo, no parecía tener mayor importancia. Por mi parte podía pasarme sin la aprobación profunda y sincera de todos y cada uno de los miembros de la humanidad. Martin y yo teníamos la suerte de haber nacido en una época y en un lugar en el que, a casi todos los efectos, nos trataban como a iguales.
¿Qué más se podía esperar?
Esa noche en la cama hicimos el amor muy despacio; al principio sólo nos besamos y nos acariciamos durante lo que parecieron horas. Ninguno de los dos habló, y en el portentoso ardor de la pasión perdí toda noción de pertenecer a cualquier otro momento, a cualquier otra realidad. No había nada que se interpusiera entre nosotros; el resto del mundo, el resto de mi vida, se desvaneció dando vueltas en la oscuridad.
La investigación avanzaba despacio. Entrevisté a todos los miembros de la plantilla actual de LEI y luego me puse con la larga lista de antiguos empleados. Seguía pensando que el sabotaje comercial era la explicación más plausible para un trabajo tan profesional, pero volar por los aires a la competencia es una medida un tanto desesperada. Por lo general primero se prueba con algo más civilizado, como por ejemplo el espionaje. Tenía la esperanza de que tiempo atrás alguien se hubiese puesto en contacto con algún antiguo empleado de LEI para ofrecerle dinero a cambio de información privilegiada. Si era capaz de encontrar a un solo empleado que hubiese rechazado un soborno, su contacto con el supuesto rival podría aportarme una información muy útil.
Aunque las instalaciones de Lane Cove se construyeron hacía sólo tres años, LEI había operado en Sídney durante doce años desde la división de investigación en North Ryde, no muy lejos de la nueva ubicación. Muchos de los antiguos empleados de esa época se habían mudado a otro estado o al extranjero. Algunos habían sido transferidos a las secciones de LEI en otros países. Sin embargo, casi ninguno había cambiado su número de teléfono personal, por lo que fue bastante fácil dar con ellos.
La excepción fue una bioquímica llamada Catherine Mendelsohn. El número que aparecía junto a su nombre en los archivos de personal de LEI había sido cancelado. En la guía telefónica nacional había diecisiete personas con el mismo apellido y las mismas iniciales. Ninguna admitió ser Catherine Alison Mendelsohn y ninguna se parecía en nada a la foto de empresa que tenía.
La dirección de Mendelsohn que aparecía en el censo electoral, un piso en Newton, coincidía con la de los archivos de LEI, pero en la guía telefónica (y en el censo electoral) la misma dirección correspondía a Stanley Goh, un joven que me dijo que no conocía a Mendelsohn. Vivía de alquiler en el piso desde hacía dieciocho meses.
Las bases de datos de historial crediticio daban la misma dirección anticuada. Sin una orden judicial no podía acceder ni a los datos fiscales ni a los datos bancarios, ni tampoco al registro de servicios públicos. Escudriñé las necrológicas con el buscador, pero no encontré nada.
Mendelsohn había trabajado para LEI hasta más o menos un año antes de que se mudaran a Lane Cove. Formaba parte de un equipo que trabajaba en un sistema que adaptaba los genes para aliviar los efectos secundarios de la menstruación, y aunque la sección de Sídney siempre se había especializado en la investigación ginecológica, por alguna razón el proyecto estaba a punto de trasladarse a Texas. Le eché un vistazo a las publicaciones del sector. Al parecer, en ese momento LEI había reestructurado todas sus operaciones, aglutinando proyectos repartidos por todo el mundo en nuevas configuraciones multidisciplinares, siguiendo las últimas teorías que estaban de moda sobre la dinámica de la investigación. Mendelsohn no aceptó el traslado y la despidieron.
Investigué un poco más. Según los registros de personal, dos días antes de su despido los guardias de seguridad habían interrogado a Mendelsohn después de encontrársela en el local de North Ryde a altas horas de la noche. En un campo como la biotecnología no faltan los adictos al trabajo, pero empezar la jornada a las dos de la mañana demuestra una dedicación especial, sobre todo cuando la empresa acaba de intentar despacharte a Armadillo, Texas. Habiendo rechazado el traslado, Mendelsohn debía de estar al corriente de lo que le esperaba.
Sin embargo el incidente no tuvo consecuencias. Aunque Mendelsohn hubiera estado tramando algún acto de sabotaje menor, no se podía establecer una conexión directa con un atentado perpetrado cuatro años más tarde. Podía haber estado lo bastante furiosa como para filtrar información confidencial a alguno de los rivales de LEI, pero los que habían puesto las bombas en el laboratorio de Lañe Cove habrían estado más interesados en alguien que trabajara directamente en el proyecto de la barrera: un proyecto que había nacido un año después de que echaran a Mendelsohn.
Seguí adelante con la lista. Entrevistar a los antiguos empleados era frustrante. Casi todos seguían trabajando en el sector biotecnológico y habrían sido un grupo ideal para contestar a la pregunta de «quién saldría más beneficiado» de la fatalidad de LEI, pero el acuerdo de confidencialidad que había firmado suponía que no podía revelar nada acerca de la investigación en cuestión; ni siquiera a la gente que trabajaba en otros departamentos de LEI.
Lo único de lo que sí podía hablar resultó ser un chasco: si había habido sobornos, nadie abría la boca al respecto, y ningún juez iba a firmarme una orden que me permitiera arramblar con los registros fiscales de ciento diecisiete personas a ver si pescaba algo.
El examen forense de las ruinas y de la caja de fibra óptica dio como resultado el típico catálogo de minucias que pasado un tiempo podrían resultar inestimables, pero nada de eso iba a hacer que apareciera un sospechoso como por arte de magia.
Cuatro días después del atentado, justo cuando empezaba a desesperarme por darle un nuevo enfoque al caso, recibí una llamada de Janet Lansing.
Habían destruido las muestras de seguridad del proyecto. Todas las líneas celulares genéticamente modificadas.
Resultó que la cámara acorazada de Milson's Point se encontraba justo debajo de una sección del puente del puerto de Sídney; estaba construida en los cimientos de la orilla norte. Lansing no había llegado todavía, pero el jefe de seguridad de la empresa de almacenaje, un hombre mayor llamado David Asher, me enseñó las instalaciones. En el interior apenas se oía el tráfico, pero la vibración que llegaba a través del suelo se notaba como un terremoto leve y constante. El sitio era cavernoso, seco y frío. Había al menos cien congeladores criogénicos dispuestos en filas; entre ellos serpenteaban unos tubos fuertemente revestidos que servían para abastecerlos de nitrógeno líquido.
Asher se mostró comprensiblemente taciturno pero dispuesto. Me explicó que antes de que todo se hiciera en digital en este sitio se archivaban películas en celuloide. Los dueños de ahora se especializaban en materiales biológicos. Las instalaciones no tenían asignados guardias de seguridad, pero las cámaras de vigilancia y los sistemas de alarma parecían imponentes y la propia estructura del recinto daba la impresión de ser prácticamente impenetrable.
La misma mañana del atentado Lansing llamó a Biofile, la empresa de almacenaje. Asher confirmó que había mandado a alguien desde la oficina de Sídney norte para que comprobara el congelador en cuestión. No faltaba nada, pero había prometido que iba a aumentar las medidas de seguridad inmediatamente. Puesto que se suponía que los congeladores eran a prueba de manipulaciones y tenían cierres individuales, lo normal era permitir que los clientes accedieran a la cámara en cualquier momento, con la única supervisión de las cámaras de vigilancia. Asher le había prometido a Lansing que en lo sucesivo nadie entraría en el edificio sin que lo acompañara un miembro de su equipo; y afirmaba que, de todos modos, nadie había entrado desde el día del atentado.
Cuando esa mañana se presentaron dos técnicos de LEI para hacer un inventario, se encontraron el número de matraces de cultivo previsto, todos ellos bien sellados y con sus correspondientes etiquetas de código de barras, pero algo en el aspecto del contenido no cuadraba. El coloide traslúcido congelado era más opalescente que turbio; un ojo inexperto nunca se habría dado cuenta, pero al parecer era más que obvio para los entendidos.
Los técnicos se llevaron unos cuantos matraces para analizarlos. LEI operaba desde un local provisional, un rincón subalquilado en un laboratorio de control de calidad de un fabricante de pintura. Lansing me había prometido que tendría los resultados de las pruebas preliminares para cuando nos viéramos.
Lansing llegó y abrió el congelador. Con una mano enguantada extrajo un matraz del remolino de vaho y lo levantó para que lo inspeccionara.
—Sólo hemos descongelado tres muestras —dijo—, pero todas tienen el mismo aspecto. Las células han sido destruidas.
— ¿Cómo?
La condensación que cubría el matraz era tan densa que no podría haber dicho si estaba lleno o vacío, y mucho menos si el contenido era turbio u opalescente.
—Parecen daños provocados por radiación.
Se me puso la carne de gallina. Examiné el interior del congelador; lo único que pude distinguir fueron las tapas de varias filas de matraces idénticos. Pero si habían introducido un radioisótopo en uno de ellos...
Lansing frunció el ceño.
—Tranquilo.
Le dio unos golpecitos a una placa identificativa electrónica que llevaba sujeta a la bata de laboratorio, de superficie gris y apagada como la de una célula fotoeléctrica: un dosímetro de radiación.
—Si estuviéramos expuestos a una cantidad de radiación considerable esto estaría pitando como loco. Fuera cual fuese el origen de la radiación, ya no está aquí; y las paredes no están resplandeciendo. Su futura prole está a salvo.
Dejé pasar el comentario.
— ¿Cree que todas las muestras estarán estropeadas? ¿Que no podrán salvar nada?
Lansing se mostró tan estoica como siempre.
—Eso parece. Existen técnicas sofisticadas que podríamos utilizar para intentar reparar el ADN, pero probablemente sea más fácil empezar de cero, sintetizar ADN nuevo y reintroducirlo en las líneas celulares placentarias bovinas que aún no se han manipulado. Todavía tenemos todos los datos de las secuencias, que a fin de cuentas es lo que importa.
Pensé en el sistema de cierre del congelador, en las cámaras de vigilancia.
— ¿Está segura de que la fuente de la radiación estaba dentro del congelador? ¿Es posible que dañaran las muestras sin necesidad de forzarlo, directamente a través de las paredes?
Lo pensó.
—Quizá. Estas cosas no tienen mucho metal, casi todo es poliestireno. Pero no soy física de radiación: seguramente los forenses de su equipo puedan darle una mejor explicación de lo que pasó cuando hayan examinado el congelador. Si los polímeros de la espuma están dañados se podrían utilizar para reconstruir la geometría del campo de radiación.
Un equipo forense estaba de camino.
— ¿Cómo lo harían? —dije—. Pasaron por aquí tranquilamente y...
—Lo dudo. Una fuente capaz de hacer esto de una sola vez habría sido incontrolable. Es mucho más probable que hayan tardado semanas, o meses, utilizando niveles de radiación bajos.
— ¿Entonces tuvieron que introducir alguna clase de dispositivo en su propio congelador y luego orientarlo hacia el de ustedes? Pero en ese caso... podríamos seguir el rastro de los efectos hasta la fuente, ¿no? ¿Cómo esperaban salirse con la suya?
—Es mucho más simple —dijo Lansing—. Hablamos de una modesta cantidad de un isótopo emisor de rayos gamma, no de un arma que dispara haces de partículas y que vale miles de millones de dólares. El alcance efectivo sería de un par de metros, como mucho. Si lo hicieron desde fuera su lista de sospechosos se reduce a dos.
Le dio un golpe al congelador que estaba a la izquierda del de LEI, luego hizo lo mismo con el de la derecha y dijo:
—Ajá.
— ¿Qué?
Volvió a golpear los dos congeladores. El segundo sonó a hueco.
— ¿No tiene nitrógeno líquido? ¿No lo están usando?
Lansing asintió. Alargó la mano hacia el tirador del congelador.
—No creo que... —dijo Asher.
El congelador no estaba cerrado, la tapa se abrió con facilidad. La placa de Lansing empezó a pitar, y lo que era peor, dentro había algo con baterías y cables...
No sé qué fue lo que me impidió darle un empujón, pero Lansing, sin inmutarse, levantó la tapa del todo.
—No se alarme. Esta dosis no es nada. Casi no es detectable.
A primera vista lo que había en el interior parecía una bomba casera, pero las baterías y el chip temporizador que alcancé a ver estaban conectados a un solenoide de uso industrial, que era parte de un complejo mecanismo obturador colocado en un lado de una gran caja metálica de color gris.
—Lo más probable es que sean piezas recicladas de equipos médicos —dijo Lansing—. ¿Sabe que estas cosas a veces aparecen en los vertederos? —Se quitó la placa y la acercó a la caja; el pitido de la alarma aumentó, pero sólo un poco—. El revestimiento parece estar intacto.
—Esta gente tiene acceso a potentes explosivos —dije con la mayor calma que pude—. No tiene ni idea de qué coño puede haber ahí, o a qué está conectado. Ahora mismo vamos a salir tranquilamente de aquí y vamos a dejar que se encarguen los robots artificieros.
Pareció que iba a protestar, pero luego se arrepintió y asintió. Los tres salimos a la calle y Asher llamó a la empresa de servicios antiterroristas. De pronto me di cuenta de que tendrían que desviar todo el tráfico del puente. El atentado de Lane Cove había aparecido de pasada en algunos medios, pero esto abriría las noticias de la noche.
Me llevé a Lansing aparte.
—Han destruido su laboratorio. Han acabado con sus líneas celulares. Es prácticamente imposible que puedan encontrar y dañar sus datos, de manera que el siguiente objetivo lógico es usted y sus empleados. Nexus no ofrece servicios de protección, pero puedo recomendarle una buena empresa.
Le di el número de teléfono y lo aceptó con la solemnidad que requería la ocasión.
— ¿Entonces por fin me cree? —dijo—. Esta gente no son saboteadores comerciales. Son fanáticos peligrosos.
Me estaba empezando a hartar de sus vagas referencias a los «fanáticos».
— ¿En quién está pensando en concreto?
—Estamos manipulando ciertos... procesos naturales —dijo en tono enigmático—. Puede sacar sus propias conclusiones, ¿no?
No tenía ninguna lógica. Lo más probable era que grupos como Imagen de Dios estuvieran a favor de obligar a usar la crisálida a todas las mujeres embarazadas que estuvieran infectadas con el VIH o que fueran drogadictas. No iban a intentar cargarse la tecnología a bombazos. A los Soldados de Gaia les preocupaba más la manipulación genética de cultivos y bacterias que cualquier modificación trivial que pudiera introducirse en una especie tan insignificante como la humana, y no habrían usado radioisótopos aunque el destino del planeta dependiera de ello. Lansing empezaba a sonar como una auténtica paranoica, aunque dadas las circunstancias tampoco podía culparla.
—No saco ninguna conclusión —dije—. Sólo le aconsejo que sea prudente y tome precauciones, porque no sabemos hasta dónde puede llegar esto. Pero... Biofile debe alquilarle congeladores a toda la competencia de LEI. A un rival comercial le habría resultado mil veces más fácil colarse en la cámara acorazada y plantar esa cosa que a cualquier supuesto miembro de una secta.
Una furgoneta blindada de color gris se paró delante de nosotros con un chirrido. La puerta trasera se abrió de golpe, se deslizaron unas rampas y descendió un robot rechoncho de múltiples extremidades que se desplazaba sobre orugas. Levanté la mano para saludar y el robot hizo lo mismo. El operador era amigo mío.
—Puede que tenga razón —dijo Lansing—. De todas formas nada impide que un terrorista trabaje en el sector de la biotecnología, ¿verdad?
Al final el dispositivo no era una bomba trampa. Estaba programado para rociar las valiosas células de LEI con rayos gamma. Lo hacía en intervalos de seis horas, empezando cada noche a las doce. Incluso en el poco probable caso de que alguien hubiese entrado en la cámara acorazada de madrugada y se hubiese metido en el estrecho espacio que quedaba entre los congeladores, la dosis recibida no habría sido gran cosa. Como había sugerido Lansing, era el efecto acumulado durante meses lo que había destruido las líneas celulares. El radioisótopo de la caja era cobalto 60 y lo más seguro es que procediera de un equipo médico retirado de servicio que habría sido robado de un local de «enfriamiento». Estaría demasiado gastado para cumplir su función original, pero se mantenía lo bastante activo como para deshacerse de él. No se había denunciado ningún robo parecido, pero los ayudantes de Elaine Chang estaban llamando a los hospitales, intentando convencerlos para que volvieran a hacer inventario en sus bunkers de hormigón.
El cobalto 60 era un material peligroso, pero cincuenta miligramos en un recipiente bien aislado no eran exactamente lo que se dice un arma nuclear estratégica. Aun así, los sistemas de noticias se volvieron locos: ¡TERRORISTAS ATÓMICOS ATENTAN CONTRA EL PUENTE DEL PUERTO! Etcétera. Si los enemigos de LEI eran activistas que pretendían plantear al pueblo algún tipo de «causa moral», estaba claro que tenían los peores asesores de relaciones públicas del mercado. La posibilidad de ganarse la menor simpatía se esfumó en cuanto las primeras noticias mencionaron la palabra «radiación».
Mi software secretario publicó amables declaraciones de «Sin comentarios» en mi nombre, pero los equipos de camarógrafos empezaron a rondar la puerta de mi casa, así que tuve que ceder y soltarles unas cuantas frases con gancho mediático que venían a decir lo mismo. A Martin todo esto le parecía la mar de divertido. Después fui yo el que se divirtió viendo por la tele la conferencia de prensa que Janet Lansing ofreció desde la misma puerta de su casa. Me quedé de piedra.
—Está claro que esta gente no tiene escrúpulos. La vida de las personas, el medio ambiente, la contaminación radiactiva: para ellos no significan nada.
— ¿Tiene idea de quién puede ser el responsable de esta atrocidad, doctora Lansing?
—No puedo revelarlo todavía. Por ahora lo único que puedo revelar es que nuestra investigación está a la vanguardia de la medicina preventiva, y no me sorprende nada que haya poderosos intereses creados que trabajan en nuestra contra.
« ¿Poderosos intereses creados?» Si eso no era una alusión en clave a la empresa biotecnológica rival cuya implicación ella seguía negando, no sé lo que era. Estaba claro que Lansing quería aprovechar las ventajas publicitarias de ser la víctima de TERRORISTAS ATÓMICOS, pero en mi opinión estaba malgastando saliva. En un par de años o un poco más, cuando el producto saliera finalmente al mercado, nadie se acordaría de la noticia.
Después de arduas negociaciones legales, Asher por fin me envió seis meses de archivos de las grabaciones de vigilancia de la cámara acorazada: todo lo que tenían. El congelador en cuestión no se había utilizado en casi dos años. El último usuario autorizado había sido una pequeña clínica de fertilización in vitro que había ido a la quiebra. En la actualidad sólo estaba alquilado más o menos un 60% de los congeladores, así que no era tan raro que LEI tuviera un vecino oportunamente vacío.
Pasé los archivos por un software de procesamiento de imágenes con la esperanza de que las cámaras hubieran captado a alguien abriendo el congelador en desuso. La búsqueda tardó casi una hora de superordenador y no obtuvo ningún resultado, cero. Unos minutos más tarde, Elaine Chang asomó la cabeza por mi oficina para decirme que había terminado el análisis de los daños de las paredes del congelador: la irradiación nocturna se había prolongado durante ocho o nueve meses.
Sin inmutarme, volví a examinar los archivos y esta vez le di instrucciones al software para que recopilara una galería con todos los individuos que aparecieran en la cámara acorazada.
Surgieron sesenta y dos caras. Les puse a todas el nombre de la empresa a la que pertenecían, haciendo coincidir la hora en que aparecían con los registros de uso de la llave electrónica de cada cliente de Biofile. No pude apreciar ninguna inconsistencia clara; dentro no había habido nadie que no tuviera una llave autorizada para entrar, y las mismas personas había usado las mismas llaves, una y otra vez.
Las caras de la galería pasaban ante mis ojos y me preguntaba cuál debería ser mi siguiente paso. ¿Buscar a todo el que mirara con disimulo hacia el congelador radiactivo? El software podía hacerlo, pero yo no estaba dispuesto a complicarme tanto la vida.
Llegué a una cara que me pareció familiar: una mujer rubia de unos treinta y cinco años que había utilizado en tres ocasiones la llave que pertenecía a la Unidad de Investigación Oncológica del hospital Centenario de la Federación. Estaba seguro de que la conocía, pero no podía recordar dónde la había visto antes. No importaba. No tardé más de unos segundos en encontrar una imagen nítida de la placa identificativa sujeta a su bata de laboratorio. Sólo tenía que agrandar la imagen.
La identificación decía: C. MENDELSOHN.
Alguien llamó a mi puerta abierta. Aparté la vista de la pantalla. Elaine había vuelto y se la veía muy contenta.
—Por fin hemos encontrado un sitio que admite haber perdido algo de cobalto 60 —dijo—. Y eso no es todo, la actividad de nuestra fuente coincide exactamente con la curva de decaimiento del artículo perdido.
— ¿Y de dónde lo robaron?
—Del hospital Centenario.
Llamé a la Unidad de Investigación Oncológica. Sí, Catherine Mendelsohn trabajaba allí —lo había hecho durante casi cuatro años—, pero no pudieron ponerme con ella; había estado de baja por enfermedad toda la semana. Me dieron el mismo número de teléfono cancelado que me había dado LEI, pero la dirección era distinta: un apartamento en Petersham. La dirección no aparecía en la guía telefónica. Tendría que ir en persona.
Un equipo de investigación sobre el cáncer no tendría motivos para querer perjudicar a LEI, pero un adversario comercial (con o sin su propia llave de acceso a la cámara acorazada) podía haberle pagado a Mendelsohn para que les hiciera el trabajo. Por mucho que le ofrecieran, me parecía un trato malísimo. Si la condenaban, rastrearían y confiscarían hasta el último centavo. Pero puede que el enfado por el despido le nublara el juicio.
Tal vez. O tal vez mis elucubraciones estaban siendo demasiado simplistas.
Volví a pasar las instantáneas de Mendelsohn captadas por las cámaras de vigilancia. No hacía nada fuera de lo común, nada sospechoso. Iba directamente al congelador de la UIO, metía las muestras que había traído y se marchaba. Y no desviaba la mirada con disimulo hacia ningún lado.
Que estuviera dentro de la cámara acorazada —legítimamente— no probaba nada. Que robaran el cobalto 60 del hospital en el que ella trabajaba podía ser pura coincidencia.
Y todo el mundo tenía derecho a cancelar su línea de teléfono.
Me imaginé las barras de refuerzo de acero del laboratorio de Lane Cove resplandeciendo al sol.
Al salir me pasé de mala gana por el sótano. Me senté delante de una consola mientras la caja de seguridad para armas comprobaba mis huellas dactilares, tomaba muestras de mi aliento, me hacía un espectrograma de la sangre de la retina, me sometía a una serie de pruebas que medían el tiempo de respuesta entre percepción y reacción y por último me interrogaba sobre el caso durante cinco minutos. Una vez satisfecha con mis reflejos, mis motivaciones y mi estado mental me entregó una pistola de nueve milímetros y una pistolera de hombro.
El bloque de apartamentos de Mendelsohn era una caja de cemento de la década de 1960. La entrada principal daba a unos largos balcones compartidos que no contaban con ningún tipo de seguridad. Llegué justo después de las siete, el olor de las cocinas y el sonido de los aplausos de los concursos televisivos me llegaban desde un centenar de ventanas abiertas. El cemento aún relucía con el calor acumulado durante el día; tres tramos de escaleras me dejaron empapado en sudor. En el apartamento de Mendelsohn no se oía nada, pero las luces estaban encendidas.
Ella misma abrió la puerta. Me presenté y le enseñé mi identificación. Parecía nerviosa pero no estaba sorprendida.
—Todavía me mortifica tener que tratar con gente como usted —dijo.
— ¿Gente como...?
—Estaba en contra de la privatización de la policía. Ayudé a organizar algunas de las manifestaciones.
Por entonces debía tener catorce años: una activista política precoz.
Me dejó pasar a regañadientes. Los muebles del salón eran modestos, en un rincón había una terminal sobre un escritorio.
—Estoy investigando el atentado contra Life Enhancement International —dije—. Usted trabajó para ellos hasta hace unos cuatro años. ¿Es eso correcto?
—Sí.
— ¿Puede decirme porqué se fue?
Ella repitió lo que yo ya sabía sobre el traslado de su proyecto a la sección de Armadillo. Contestó a cada pregunta directamente, mirándome a los ojos. Seguía nerviosa, pero parecía muy atenta a mi manera de proceder, como si de ella pudiera extraer algún dato de vital importancia. ¿Se estaría preguntando si ya sabía de dónde procedía el cobalto?
— ¿Qué hacía en las instalaciones de North Ryde a las dos de la mañana, dos días antes de que la echaran?
—Quería descubrir los planes de LEI para el nuevo edificio —dijo—. Quería saber por qué no querían que me quedara.
—Su trabajo se trasladaba a Texas.
—El trabajo no era tan especializado —dijo con soma—. Podría haber intercambiado el puesto con alguien que quisiera viajar a los Estado Unidos. Habría sido la solución perfecta y habría habido un montón de gente más que dispuesta a ocupar mi lugar. Pero no, eso no estaba permitido.
—Y... ¿encontró la respuesta?
—Esa noche no. Pero más tarde, sí.
—Entonces ¿sabía lo que LEI estaba haciendo en Lane Cove? —dije con cautela.
—Sí.
— ¿Cómo lo descubrió?
—Me mantuve al corriente. Ninguno de los que se quedaron me lo iba a contar directamente, pero la cosa acabó filtrándose. Hace como un año.
— ¿Tres años después de su marcha? ¿Por qué seguía interesada? ¿Pensaba que podría vender la información?
—Ponga su agenda en el lavabo del baño y abra el grifo. Dudé un instante y luego hice lo que me dijo. Cuando volví al salón se cubría la cara con las manos. Levantó la vista y me miró muy seria.
— ¿Por qué seguía interesada? Porque quería saber por qué estaban transfiriendo a otras secciones todos los proyectos que tenían lesbianas o gays en sus equipos. Quería saber si era pura coincidencia. O no. De repente sentí un escalofrío en la boca del estómago.
—Si tenía algún problema de discriminación, existen vías que podía haber...
Impaciente, Mendelsohn negó con la cabeza.
—LEI nunca discriminó a nadie abiertamente. No despidió a nadie que estuviera dispuesto a mudarse, y siempre transfería a todo el equipo. No hizo nada tan burdo como seleccionar a la gente por su preferencia sexual. Tenía una explicación para todo: los proyectos se estaban reagrupando en secciones para facilitar «la polinización cruzada sinérgica». Si eso le suena a chorrada pretenciosa, eso es exactamente lo que era: pero era una chorrada pretenciosa plausible. Otras corporaciones adoptaron ideas todavía más ridículas con total sinceridad.
—Pero si no era una cuestión de discriminación... ¿Qué motivos tenía LEI para obligar a la gente a dejar una sección determinada...?
Antes de terminar de pronunciar la pregunta yo mismo creí adivinar la respuesta, pero tenía que escucharla de su boca para acabar de creérmela.
Estaba claro que Mendelsohn había estado ensayando su versión para legos en bioquímica; se la sabía al dedillo.
—Cuando la gente sufre estrés (ya sea físico o emocional) aumentan los niveles de ciertas sustancias en el flujo sanguíneo. Principalmente el cortisol y la adrenalina. La adrenalina tiene un efecto rápido y limitado en el sistema nervioso. El cortisol opera a más largo plazo, modulando todo tipo de procesos corporales, adaptándolos para los momentos difíciles: heridas, cansancio, lo que sea. Si el estrés se prolonga, el cortisol de una persona puede permanecer elevado durante días, o semanas, o meses.
»En el caso de una mujer embarazada, cuando los niveles de cortisol en el flujo sanguíneo son lo bastante elevados, éste puede cruzar la barrera placentaria e interactuar con el sistema hormonal del feto en desarrollo. Durante la gestación, ciertas partes del cerebro pueden desarrollarse de dos maneras distintas dependiendo de las hormonas segregadas por los testículos o por los ovarios del feto. Se trata de las partes del cerebro que controlan la imagen corporal y las partes que controlan la preferencia sexual. En general los embriones femeninos desarrollan un cerebro cuya imagen de sí mismo es la de un cuerpo femenino y cuyo factor de atracción sexual es más fuerte hacia los hombres. Los embriones masculinos, al revés. Son las hormonas sexuales presentes en el flujo sanguíneo del feto las que permiten que las neuronas en crecimiento sepan el género del embrión y el modelo que tienen que adoptar.
»E1 cortisol puede interferir en este proceso. Las interacciones concretas son complejas, pero el efecto final depende del momento en que se produzcan. Las distintas partes del cerebro se van concretando en versiones específicas de uno u otro sexo en las distintas fases del embarazo. De modo que el estrés en diferentes momentos del embarazo conduce a diferentes modelos de preferencia sexual y de imagen corporal del niño: homosexual, bisexual, transexual.
»Obviamente, esto depende en gran parte de la bioquímica de la madre. El embarazo en sí mismo es estresante, pero no todas las mujeres reaccionan igual. La primera vez que se vio que el cortisol podía influir de algún modo fue en unos estudios realizados en 1980. Los estudios se realizaron en los hijos de madres alemanas que habían estado embarazadas durante los bombardeos más intensos de la Segunda Guerra Mundial, cuando el estrés fue tan grande que el efecto se notaba en todas ellas a pesar de las diferencias individuales. En los noventa, los investigadores pensaron que habían encontrado un gen que determinaba la homosexualidad masculina, pero siempre se heredaba de la madre; resultó que más que afectar directamente al niño, influía en la respuesta al estrés de la madre.
»Si se impidiera que el cortisol materno y otras hormonas del estrés llegaran al feto, entonces el género del cerebro siempre coincidiría con el género del cuerpo en todos los sentidos. Se eliminarían todas las variantes actuales.
Estaba desconcertado, pero no creo que se me notara. Todo lo que dijo sonaba convincente; no ponía en duda ni una palabra. Siempre había sabido que la preferencia sexual se decidía antes del nacimiento. Yo supe que era gay a los siete años. Pero nunca me había molestado en buscar los engorrosos detalles biológicos, porque nunca pensé que pudiera llegar a importarme la tediosa mecánica del proceso. Lo que me heló la sangre no fue el hecho de entender al fin la neuroembriología del deseo. La conmoción vino de descubrir que LEI planeaba meterse en el útero y controlarla.
Seguí con las preguntas en una especie de trance, poniendo mis propias impresiones en animación suspendida.
—La barrera de LEI es para filtrar virus y toxinas —dije—. Usted habla de una sustancia natural que ha estado presente durante millones de años...
—La barrera de LEI no dejará pasar nada que no consideren esencial. El feto no necesita el cortisol materno para sobrevivir. Si LEI no incluye explícitamente transportadores para él, no pasará. Le daré una oportunidad para que adivine cuáles son sus planes.
—No sea paranoica —dije—. ¿Piensa que LEI invertiría millones de dólares sólo para participar en una conspiración para librar al mundo de los homosexuales?
Mendelsohn me miró con lástima.
—No se trata de una conspiración. Es una oportunidad de mercado. A LEI no le importa una mierda la política sexual. Podrían poner los transportadores de cortisol y vender la barrera como un filtro antiviral, antidroga, o anticontaminación. O podrían no incluirlos y venderla como todo lo anterior y además como un método para garantizar un niño heterosexual. ¿Con cuál cree que ganarían más dinero?
La pregunta me llegó al alma. Le dije enfadado:
— ¿Y tenía tan poca fe en la capacidad de elección de la gente que puso una bomba en el laboratorio para que nadie tuviera la opción?
La expresión de Mendelsohn se volvió glacial.
—Yo no puse la bomba en LEI. Ni irradié su congelador.
— ¿No? El cobalto 60 provenía del hospital Centenario.
Por un momento pareció sorprendida, luego dijo:
—Felicidades. No sé si sabe que allí trabajan otras seis mil personas. Obviamente no soy la única que ha descubierto lo que está tramando LEI.
—Usted es la única con acceso a la cámara acorazada de Biofile. ¿Qué espera que me crea? ¿Que habiendo descubierto el proyecto se iba a quedar cruzada de brazos?
— ¡Claro que no! Y sigo pensando hacer público lo que están haciendo. Que la gente sepa las consecuencias que puede tener. Intentaré que el asunto se debata antes de que el producto se presente en medio de un gran despliegue de desinformación.
—Ha dicho que está al corriente del proyecto desde hace un año.
—Sí. Y me he pasado la mayor parte de ese tiempo intentando cerciorarme de todos los hechos antes de abrir mi bocaza. Nada habría sido más estúpido que hacerlo público con rumores mal concebidos. Hasta el momento sólo se lo he contado a unas diez personas, pero íbamos a lanzar una gran campaña publicitaria coincidiendo con el Carnaval de este año. Aunque ahora, con lo del atentado, todo es mucho más complicado. —Abrió los brazos en un gesto de impotencia—. Aun así tenemos que hacer lo que podamos para intentar evitar que suceda lo peor.
— ¿Lo peor?
—El separatismo. La paranoia. La homosexualidad redefinida como patológica. Las lesbianas y las mujeres heterosexuales que estén en contra de la barrera buscarán sus propios medios tecnológicos para garantizar la supervivencia de la cultura... mientras la extrema derecha religiosa intenta procesarlas por envenenar a sus bebés... con una sustancia con la que Dios ha estado «envenenando» felizmente a los bebés durante miles de años. Los turistas sexuales viajarán desde los países ricos donde se utilice la tecnología a los países más pobres donde no exista.
El panorama que estaba pintando me ponía enfermo, pero insistí.
— ¿Esos diez amigos suyos...?
—Váyase a la mierda —dijo Mendelsohn fríamente—. No tengo nada más que decirle. Le he contado la verdad. No soy ninguna criminal. Y creo que lo mejor es que se marche.
Fui al cuarto de baño y recogí mi agenda.
—Si no es una criminal —le dije desde la puerta—, ¿por qué es tan difícil dar con usted?
Sin decir palabra, con desprecio, se levantó la camisa y me enseñó unos cardenales que tenía por debajo del tórax; estaban desapareciendo, pero aún daba grima verlos. No sabía quién se los había hecho — ¿una ex amante?—, pero difícilmente podía culparla por hacer todo lo posible por evitar que se repitiera.
En las escaleras pulsé el botón de reproducción de la agenda. El software calculó el espectro de frecuencias del ruido del agua, lo sustrajo de la grabación y luego amplió y limpió lo que quedaba. Todas y cada una de las palabras de nuestra conversación se oían claras como el agua.
Desde el coche llamé a una empresa de vigilancia y les pedí que observaran a Mendelsohn las veinticuatro horas.
A medio camino de vuelta a casa me paré en una bocacalle y me quedé sentado detrás del volante durante diez minutos. No podía pensar, no podía moverme.
Esa noche, en la cama, le pregunté a Martin:
—Tú eres zurdo. ¿Cómo te sentirías si ya no nacieran más zurdos en el mundo?
—No me importaría lo más mínimo. ¿Por qué?
— ¿No te parecería una especie de... genocidio?
—No lo creo. ¿A qué viene todo esto?
—No es nada. Olvídalo.
—Estás temblando.
—Tengo frío.
—No te noto frío.
Mientras hacíamos el amor —con ternura al principio y luego con fogosidad—, pensé: «Éste es nuestro idioma, éste es nuestro dialecto. Ha habido guerras por cosas menos importantes, y si este idioma acaba desapareciendo, con él desaparecerá un pueblo de la faz de la Tierra».
Sabía que tenía que dejar el caso. Si Mendelsohn era culpable, alguien más podría demostrarlo. Si seguía trabajando para LEI acabaría afectándome.
Sin embargo, más tarde, mis propias reflexiones me parecieron chorradas sentimentales. No pertenecía a ninguna tribu. Cada ser humano tenía su propia sexualidad y cuando él o ella morían, su sexualidad moría con ellos. El que nadie volviera a nacer gay no significaba nada para mí.
Y si dejaba el caso porque era gay estaría echando por tierra todas mis convicciones sobre mi idea de la igualdad, sobre mi propia identidad... por no hablar de que le brindaría a LEI la oportunidad de decir: «Sí, claro que contratamos a un detective sin tener en cuenta la preferencia sexual, pero al parecer fue un error».
Con la mirada clavada en la oscuridad, dije en voz alta: —Cada vez que oigo la palabra «comunidad», echo mano de mi revólver.
No hubo respuesta; Martin se había quedado dormido enseguida. Quería despertarlo, quería hablarlo todo con él, aquí y ahora, pero había firmado un contrato: no podía contarle nada.
Así que me quedé mirando cómo dormía e intenté convencerme de que cuando la verdad saliera a la luz sería comprensivo.
Llamé a Janet Lansing, la puse al corriente de lo de Mendelsohn y le dije con frialdad:
— ¿Por qué era tan evasiva? ¿«Fanáticos»? ¿«Poderosos intereses creados»? ¿Le resulta difícil pronunciar algunas palabras?
Estaba claro que se había preparado para este momento.
—No quería plantar mis propias ideas en su cabeza. Más adelante alguien lo podría haber malinterpretado.
— ¿Quién? Si puede saberse.
Era una pregunta retórica: los medios, por supuesto. Al guardar silencio sobre el asunto había minimizado el riesgo de que la señalaran como la que había lanzado una caza de brujas. Decirme que saliera a buscar «terroristas homosexuales» habría puesto a LEI en una posición poco favorable, en cambio, si era yo el que descubría a Mendelsohn por mi cuenta, por otros motivos, sin ser consciente, se percibiría como una prueba de que la investigación se había realizado sin prejuicios.
—Usted tenía sus sospechas y debería habérmelas contado —dije—. Como mínimo debería haberme contado para qué servía la barrera.
—La barrera —dijo ella— es una protección contra virus y toxinas. Pero cualquier cosa que se le hace al cuerpo tiene efectos secundarios. No es mi cometido juzgar si esos efectos secundarios son o no aceptables. Las autoridades reguladoras insistirán en que publiquemos las consecuencias de utilizar el producto, todas. Después serán los consumidores los que decidan.
Un plan perfecto: el gobierno les apretaría las tuercas, les «obligaría» a hacer público el mayor atractivo comercial del producto.
— ¿Y qué le dicen sus estudios de mercado?
—Eso es estrictamente confidencial.
Estuve a punto de preguntarle: « ¿Cuándo exactamente supo que era gay? ¿Antes o después de contratarme?». En la mañana del atentado, mientras yo recopilaba un dossier sobre Janet Lansing, ¿había estado ella recopilando dossiers de toda la gente que podía optar a la investigación? ¿Y no había podido resistirse ante una baza mediática tan tentadora, ante el sello de imparcialidad definitivo que yo representaba?
No se lo pregunté. Seguía queriendo creer que no importaba: ella me había contratado y yo resolvería el caso como cualquier otro, y todo lo demás daba lo mismo.
Fui al búnker donde habían almacenado el cobalto, en el límite de los terrenos del hospital Centenario de la Federación. La trampilla era sólida, pero la cerradura era una broma y no había ningún sistema de alarma; cualquier adolescente espabilado podía haber entrado. Cajas llenas de todo tipo de desechos radiactivos (de baja intensidad y corta duración) se apilaban hasta el techo, tapando casi toda la luz que provenía de una única bombilla. No me extrañaba que no hubieran detectado el robo antes. Había incluso telarañas, aunque no llegué a ver arácnidos mutantes.
Después de cinco minutos fisgoneando, escuchando cómo subía el nivel de exposición de la placa dosímetro que me habían prestado, me alegré de salir de allí, por mucho que una radiografía torácica me hubiese afectado diez veces más. ¿Acaso Mendelsohn no se había dado cuenta de eso: de lo irracional que es la gente cuando se trata de radiación, de cuánto daño le haría a su causa cuando se descubriera lo del cobalto? ¿O acaso el hecho de saber (con conocimiento de causa) que el riesgo era mínimo había distorsionado su percepción de la realidad?
Los equipos de vigilancia me mandaban informes diarios. El servicio era caro, pero lo pagaba LEI. Mendelsohn se reunía con sus amigos abiertamente, les contaba todo sobre la noche en que la interrogué y les avisaba en un tono indignado de que lo más probable era que les estuvieran vigilando. Hablaban de la barrera fetal, de las opciones de oponerse ella de forma legítima, de los problemas que el atentado les había causado. No podría haber dicho si se trataba de una puesta en escena que representaban para mí, o si Mendelsohn se estaba poniendo en contacto de forma deliberada sólo con aquellos amigos que realmente pensaban que ella no había tenido nada que ver con el atentado.
Me pasé la mayor parte del tiempo comprobando los antecedentes de la gente que se reunió con ella. No pude encontrar pruebas que los relacionaran con actos de violencia o sabotaje y tampoco nada que demostrara que tuvieran experiencia con explosivos potentes. Pero tampoco es que estuviera esperando que me condujeran directamente al terrorista.
Sólo tenía pruebas circunstanciales. Lo único que podía hacer era juntar un detalle tras otro y confiar en que la montaña de datos que estaba acumulando alcanzara por fin una masa crítica, o que Mendelsohn no aguantara la presión y tuviera un descuido.
Pasaron las semanas y Mendelsohn siguió descaradamente con sus actividades. Incluso hizo imprimir unos panfletos —a tiempo para distribuirlos en el Carnaval— que condenaban el atentado con tanta vehemencia como condenaban a LEI por su secretismo.
Por las noches empezó a hacer más calor. Mi estado de ánimo empeoró. No sé qué pensaba Martin que me estaba pasando, pero yo no tenía ni idea de cómo íbamos a superar las inminentes revelaciones. La prensa manipuladora conectaría a los TERRORISTAS ATÓMICOS con los GAYS ENVENENA-BEBÉS y el escándalo que se iba a armar traería cola. No podía ni imaginarme cómo lo íbamos a afrontar. Mendelsohn estaría en el centro de la noticia, ya fuera por su arresto o por la conferencia de prensa que pretendía dar avisando del peligro que suponía LEI y proclamando su propia inocencia. En cualquier caso la investigación se convertiría en un circo. Intenté no pensar en eso. Ya era demasiado tarde para cambiar nada, para dejar el caso, para contarle la verdad a Martin. Así que seguí trabajando y procuré mantener mi estrechez de miras.
Elaine registró el búnker de desechos radiactivos en busca de pruebas, pero después de varias semanas de análisis no hubo resultados. Interrogué a los guardias de Biofile. En teoría, si alguien había entrado en la cámara para colocar el cobalto, ellos tendrían que haberlo visto en los monitores. Pero nadie se acordaba de ningún cliente que se hubiera dirigido como si nada hacia un pasillo que no le correspondía cargando con un objeto demasiado grande y de forma rara.
Finalmente conseguí las órdenes que necesitaba para examinar el historial electrónico de Mendelsohn desde que nació. La habían arrestado sólo una vez, hacía veinte años, por darle una patada en la espinilla a un policía (aún sin privatizar) en una manifestación que probablemente el mismo policía habría aplaudido en privado. Los cargos se retiraron. Desde hacía dieciocho meses estaba en vigor una orden de alejamiento que prohibía a una antigua amante acercarse a menos de un kilómetro de su casa. (La mujer en cuestión era músico y tocaba en un grupo que se llamaba Navaja Tetánica. Tenía dos condenas por agresión.) No había pruebas de ingresos no declarados o de gastos fuera de lo común. No había mantenido contacto telefónico con traficantes de armas o explosivos (presuntos o conocidos), ni con sus presuntos o conocidos socios. Pero si lo tenía bien organizado, lo habría hecho todo desde teléfonos públicos y en efectivo.
Mientras la estuviera vigilando Mendelsohn no iba a meter la pata. Sin embargo, por muy metódica que fuera, ella sola no podía haber puesto las bombas. Tenía que encontrar a alguien venal o nervioso, alguien que tuviera tantos remordimientos de conciencia como para convertirse en un informante. Hice que se corriera la voz en los canales habituales: estaba dispuesto a pagar y a negociar.
Seis semanas después del atentado recibí un correo electrónico anónimo: «Vaya al Carnaval. Sin escuchas, sin armas. Yo le encontraré. 29.17.5.31.23.11».
Estuve dándole vueltas a los números más de una hora, intentando adivinar qué eran, hasta que finalmente se los enseñé a Elaine.
—Ten cuidado, James —me dijo.
— ¿Por?
—Son las proporciones de los seis elementos traza que encontramos en los residuos de la explosión.
Martin pasó el día del Carnaval con unos amigos que también estarían en el desfile. Me senté en mi oficina con aire acondicionado y puse la tele en un canal que mostraba los últimos preparativos, intercalando con corresponsales que narraban la historia del acontecimiento. En cuarenta años, el Carnaval de Gays y Lesbianas había pasado de ser una serie de enfrentamientos desagradables con la policía y las autoridades locales a ser un espectáculo que generaba dinero a espuertas y se publicitaba en los folletos turísticos de todo el mundo. Tenía la bendición de todos los escalafones del gobierno, lo encabezaban políticos y figuras del mundo de los negocios, ahora hasta la policía, como la mayoría de los gremios, tenía su propia carroza. Martin no era un travestí (o un fetichista del cuero hormonado, o cualquier otra clase de cliché andante). Disfrazarse con un traje llamativo una noche al año para él era tan falso y tan artificial como lo habría sido para la mayoría de los heterosexuales. Pero creo que entendía por qué lo hacía. Se sentía culpable porque con la ropa que llevaba todos los días, con su propia manera de hablar y comportarse podía «pasar por hetero». Nunca le había ocultado su sexualidad a nadie, pero no era algo aparente para quien no lo conociera. Participar en el Carnaval para él era un gesto solidario hacia los gays que sí eran obvios y visibles todo el año y que por eso mismo tenían que aguantar la intolerancia.
Al atardecer el público empezó a congregarse a lo largo del recorrido del desfile. Los helicópteros de todos los servicios de noticias sobrevolaban el lugar y se enfocaban unos a otros con las cámaras para que los televidentes tuvieran constancia de que se trataba de un acontecimiento con mayúsculas. Los agentes de la policía montada encargados de controlar a la multitud (vestidos con algo muy parecido al antiguo uniforme azul que había desaparecido cuando yo era un crio) dejaban sus caballos junto a los puestos de comida rápida y se dedicaban a fortalecerse para la larga noche que tenían por delante.
No podía entender cómo el terrorista esperaba encontrarme cuando me mezclara con las cien mil personas del desfile, así que después de salir del edificio de Nexus, por si acaso, di tres lentas vueltas a la manzana en el coche.
Para cuando me hube abierto paso hasta una posición desde la que podía ver algo, ya me había perdido el principio del desfile. Lo primero que vi fue una larga fila de cabezudos con las caras de maricas famosos e infames. (Al parecer, después de pasarse unos cuantos años denostada, la palabra «marica» volvía a estar de moda y una vez más se había vuelto a declarar como no peyorativa.) Todo era tan estilo Disney que casi me daban arcadas, y sí, estaba hasta Bernardette, la primera ratoncita lesbiana de dibujos animados del mundo. Sólo reconocí a tres de los humanos representados: Patrick White, a quien se le veía demacrado y oportunamente aturdido, Joe Orton, que lanzaba miradas lascivas con sarcasmo, y J. Edgar Hoover con una mueca de desprecio mefistofélica. Todos llevaban bandas con sus nombres, como si eso fuera a servir de algo. Un joven que estaba a mi lado le preguntó a su novia:
— ¿Quién demonios era Walt Whitman?
Ella negó con la cabeza.
—Ni idea. ¿Y Alan Turing?
—A mí que me registren.
En cualquier caso les hicieron fotos a los dos.
Me entraron ganas de gritarles a los que desfilaban: «Y a mí qué si algunos maricas son famosos. Y a mí qué si algunos famosos son maricas. ¡Menuda sorpresa! ¿Pensáis que por eso os pertenecen?».
No abrí la boca, claro. Mientras tanto, a mi alrededor todo el mundo vitoreaba y aplaudía. Me preguntaba lo cerca que estaría el terrorista, cuánto tiempo él o ella iba a dejarme en tensión. Panopticon (la empresa de vigilancia) aún seguía los pasos de Mendelsohn y de todos sus colegas conocidos, y casi todos ellos se encontraban en alguna parte del recorrido del desfile, repartiendo sus panfletos. Sin embargo, no parecía que nadie me hubiese seguido. Lo más seguro era que el terrorista no formara parte del círculo de amistades que habíamos descubierto.
«Sólo una barrera antiviral, antidrogas y anticontaminación; o una forma de garantizar un niño heterosexual. ¿Con cuál de las dos cree que ganarían más dinero?» Rodeado de espectadores entusiasmados, la mitad de ellos parejas de distintos sexos con niños, uno casi podía tomarse a risa los temores de Mendelsohn. ¿Quién de los aquí presentes iba a admitir que compraría una versión de la crisálida que permitiera erradicar lo que tanto les divertía? Pero aplaudir a este circo ambulante no equivalía a querer que tu propia sangre formara parte de él.
Después de una hora de desfile decidí alejarme de la zona más concurrida. Si el terrorista no podía llegar a mí a través del gentío, no tenía mucho sentido estar aquí. En formación de crucifijo, detrás de una pancarta que decía TORTILLERAS MOTERAS POR JESÚS, avanzaba una comitiva motorizada de alrededor de un centenar de mujeres embutidas en cuero (las motos eran eléctricas pero las habían trucado para hacer más ruido). Me acordé del pequeño grupo de fundamentalistas con el que me había cruzado antes, de espaldas al desfile, no fuera a ser que se convirtieran en pilares de sal, con velas en las manos y rezando para que lloviera.
Me abrí paso hasta uno de los puestos de comida y compré un perrito caliente frío y un zumo de naranja caliente, intentando no pensar en el olor a bosta de caballo. El sitio parecía un imán para las autoridades de todo tipo. Estaba comiendo cuando el mismísimo J. Edgar Hoover se acercó distraídamente con pinta de Humpty Dumpty malévolo.
Cuando pasó a mi lado dijo:
—Veintinueve. Diecisiete. Cinco.
Me terminé el perrito y lo seguí.
Se paró en una bocacalle desierta, detrás del aparcamiento de un supermercado. Cuando lo alcancé sacó un escáner magnético.
—Sin escuchas. Sin armas —le dije. Me pasó el aparato por encima. Le estaba diciendo la verdad—, ¿Puedes hablar con eso puesto?
—Sí. —La cabeza gigante hizo una extraña reverencia; no pude ver ningún agujero para los ojos, pero estaba claro que podía ver.
—Bien. ¿De dónde sacasteis los explosivos? Sabemos que venían de Singapur, pero, ¿quién era tu proveedor aquí? Hoover soltó una carcajada profunda y apagada.
—No voy a contártelo. No duraría ni una semana.
— ¿Entonces qué es lo que quieres contarme?
—Que yo sólo hice el trabajo sucio. Mendelsohn lo organizó todo.
—No jodas. ¿Qué tienes para demostrarlo? ¿Llamadas telefónicas? ¿Transacciones financieras?
Volvió a reírse. Estaba empezando a preguntarme cuánta gente del desfile sabría quién hacía de J. Edgar Hoover; aunque ahora no abriera el pico, tal vez podría localizarlo más tarde.
Fue entonces cuando me giré y vi a otros seis Hoovers idénticos doblando la esquina. Todos llevaban bates de béisbol.
Hice ademán de moverme. Hoover Número Uno sacó una pistola y me apuntó a la cara.
—Ponte de rodillas, despacio, las manos detrás de la cabeza —dijo.
Así lo hice. Él no dejaba de apuntarme con la pistola y yo no perdía de vista el gatillo, pero oí cómo llegaban los otros y me cercaban por detrás en un semicírculo.
— ¿No sabes lo que les pasa a los traidores? —dijo Hoover Número Uno—. ¿No sabes lo que te va a pasar?
Negué con la cabeza muy despacio. No se me ocurría nada que decir para calmarlo, así que le dije la verdad.
— ¿Cómo puedo ser un traidor? ¿A quién estoy traicionando? ¿A las Tortilleras Moteras por Jesús? ¿A los Bailarines de William S. Burroughs?
A mi espalda alguien me pegó con el bate en los riñones. No tan fuerte como cabría esperar; me tambaleé un poco hacia delante, pero mantuve el equilibrio.
— ¿Es que no sabes historia, señor Puerco, señor Polizei? —dijo Hoover Número Uno—. Los nazis nos metieron en sus campos de concentración. Los reaganianos intentaron que nos muriésemos todos de SIDA. Y aquí estás tú ahora, señor Puerco, trabajando para los hijos de puta que quieren eliminarnos de la faz de la Tierra. A mí eso me suena a traición.
Me quedé de rodillas, mirando la pistola, sin poder hablar. No me venían a la cabeza las palabras para justificarme. La verdad era demasiado complicada, demasiado gris, demasiado confusa. Me empezaron a castañetear los dientes. Nazis. SIDA. Genocidio. A lo mejor tenía razón. A lo mejor yo merecía morir.
Noté cómo las lágrimas me corrían por las mejillas. Hoover Número Uno se rio.
—Buá, buá, señor Puerco.
Alguien me golpeó con el bate en la espalda. Me caí de bruces, demasiado asustado para poner las manos y frenar la caída. Intenté incorporarme, pero una bota se apoyó en mi nuca.
Hoover Número Uno se inclinó y me puso la pistola en la cabeza.
— ¿Vas a cerrar el caso? —me susurró—. ¿Vas a perder las pruebas que implican a Catherine? Sabes que tu novio frecuenta algunos sitios peligrosos; no le van a sobrar los amigos.
Despegué la cara del asfalto lo suficiente para contestar:
—Sí.
—Bien hecho, señor Puerco.
Entonces oí el helicóptero.
Parpadeé para quitarme la gravilla de los ojos y vi el suelo, mucho más brillante de lo que debía; nos estaban enfocando con un reflector. Esperé a que sonara un megáfono. No pasó nada. Esperé a que mis agresores huyeran. Hoover Número Uno me quitó la bota del cuello.
Y entonces todos se abalanzaron sobre mí y se pusieron a pegarme con los bates de béisbol.
Debería haberme hecho un ovillo para protegerme la cabeza, pero pudo más la curiosidad; me di la vuelta y alcancé a ver el helicóptero. Era un equipo de las noticias, por supuesto, y se negaría a hacer nada que no fuera ético, como por ejemplo estropear una buena historia cuando empezaba a ponerse mediáticamente interesante. Hasta ahí todo tenía sentido.
Pero la panda de matones no tenía ningún sentido. ¿Por qué seguían aquí? ¿Sólo por darse el gustazo de pegarme durante unos cuantos segundos más?
Nadie era tan estúpido, ni tan insensible a la mala publicidad.
Tosí, escupí dos dientes y volví a protegerme la cara. Querían que se retransmitiera todo. Querían los titulares, la indignación, el escándalo. ¡TERRORISTAS ATÓMICOS! ¡ENVENENA-BEBÉS! ¡MATONES CRUELES!
Querían demonizar al enemigo que fingían ser. Por fin los Hoovers soltaron los bates y salieron corriendo. Me quedé tirado en el suelo, babeando sangre, demasiado débil para levantar la cabeza y ver lo que los había espantado.
Al cabo de un rato oí unos cascos de caballo. Alguien bajó del animal junto a mí y me tomó el pulso.
—No me duele nada —dije—. Estoy feliz. Estoy loco de contento.
Luego me desmayé.
En su segunda visita Martin vino al hospital acompañado de Catherine Mendelsohn. Me enseñaron una grabación de la conferencia de prensa ofrecida por LEI el día después de Carnaval, dos horas antes de la que tenía programada Mendelsohn.
—A la luz de los recientes acontecimientos —decía Lansing—, no nos queda más remedio que hacerlo público. Por razones comerciales hubiésemos preferido guardar la tecnología en secreto, pero está en juego la vida de personas inocentes. Y cuando la gente se vuelve contra su propia gente...
Se me saltaron los puntos de los labios de la risa. LEI había hecho estallar su propio laboratorio. Habían irradiado sus propias células. Y esperaban que yo encubriera a Mendelsohn, cuando las pruebas me llevaran hasta ella, por simpatía hacia su causa. Después habría bastado un soplo a uno o dos periodistas de investigación para revelar todo el tinglado.
El clima perfecto para el lanzamiento de su producto. Sin embargo, como yo había seguido con la investigación, tuvieron que sacarle partido a la situación: mandaron a los Hoovers, que afirmaban estar relacionados con Mendelsohn, para castigarme por mi diligencia.
—Todo lo que LEI filtró sobre mí —dijo Mendelsohn—, lo del cobalto, mi llave de acceso a la cámara acorazada, ya estaba explicado en los panfletos que hice imprimir, pero parece que a la prensa le da igual. Ahora soy la Terrorista de los Rayos Gamma del Puente del Puerto.
—Nunca presentarán cargos.
—Claro que no. Así nunca seré declarada inocente.
—Cuando salga —dije—, voy a ir a por ellos.
« ¿No querían imparcialidad? ¿Una investigación libre de prejuicios? Pues ahora van a tener justo lo que querían a cambio de su dinero. Menos la estrechez de miras.»
— ¿Quién te va a contratar para hacer eso? —dijo Martin en tono suave.
Sonreí, aunque me dolía.
—La compañía de seguros de LEI.
Cuando se fueron, me quedé dormido.
Me desperté de golpe de un sueño en el que me ahogaba.
Aunque acabara probando que todo había sido un ejercicio de marketing por parte de LEI... aunque la mitad de sus directivos acabaran en la cárcel, aunque la misma empresa acabara liquidándose... alguien seguiría siendo dueño la tecnología.
Y de una u otra forma, al final, la vendería.
Eso era lo que mi fanática neutralidad no me había dejado ver: que no se puede vender una cura sin una enfermedad. Así que aunque hubiese hecho lo correcto siendo neutral, aunque en el fondo no hubiera ninguna diferencia por la que luchar, ninguna diferencia que traicionar, ninguna diferencia que preservar, la mejor manera de vender la crisálida siempre sería inventarse una. Y aunque no supusiera ninguna tragedia que dentro de un siglo no hubiera más que heterosexualidad, el único camino que podía conducirnos a eso sería uno plagado de mentiras, humillación y desprecio.
¿Compraría la gente algo así, o no?
De repente tuve el presentimiento de que la respuesta era sí.
Fin