Publicado en
enero 19, 2014
Roberto sentía que algo andaba muy mal en su vida... con Eulogia, la flaca de la esquina y ¡hasta con la Domitila! Y un amigo le recomendó ir a la consulta del doctor Mentesana... un médico especialista en "maridos torturados".
Por Elizabeth Subercaseaux.
Roberto no podía dormir. Algo andaba mal en su vida. Muy mal. Y no sabía qué era. "¿No será que tienes mucho trabajo, viejo?", le preguntó un amigo. Pero, no, no era eso. Tenía que ver con su casa, con su situación familiar, con esta Eulogia que no lo dejaba en paz, con la Domitila que lo espiaba por las rendijas de las puertas como si fuera un criminal, con la flaca de la esquina asediándolo. Que él era un amante mediocre, que la buscaba cuando le convenía, que nunca le regalaba nada, que una amiga suya tenía un amante regio; le había comprado un apartamento, un auto y una joya, le reclamaba la flaca.
"¡Pero si no tengo un peso!", gritaba Roberto. Y la flaca dale que dale con la insistencia. Y en la casa no se le presentaban mucho mejor las cosas. A Eulogia le había dado con que estaba envejeciendo antes de tiempo por su culpa, que él le había matado la ilusión, las ganas de hacer dieta y la alegría de vivir.
De pronto tuvo la sensación de estar solo en el mundo y esas tres mujeres se le presentaban como unas brujas preparando un complot en su contra. ¿Con quién podría comentarlo?
—¿Por qué no pides un turno con el doctor Mentesana? —le recomendó su amigo.
—¿Quién es?
—¿Nunca has oído hablar de él? ¡Pero si es un genio, hombre! Sale en el diario día por medio. Se ha especializado en maridos torturados por la esposa. Dicen que es el médico de Antonio Banderas, y en su momento atendió al príncipe Carlos de Inglaterra, a Richard Burton y a Ferdinand Marcos. Lo único malo es que tiene la consulta tan llena, que hay que pedir el turno con varios meses de anticipación. Pero mi cuñado que lo conoce mucho te puede hacer el contacto.
Después de varios tiras y aflojas, el doctor Mentesana aceptó ver a Roberto en materia de urgencia. Cuando este entró en su consulta casi sale arrancando. Estaba atestada de hombres, todos de edades entre 40 y 60 años de edad, con la desesperación y el suicidio pintados en la cara. Lo bueno fue que el doctor, distinto de sus pacientes, se veía tan radiante, feliz de la vida y sano, pese a que fumaba como chimenea, que Roberto se entregó en sus manos con toda confianza.
—¿Qué problemas tenemos hoy por aquí? —preguntó Mentesana encendiendo un cigarrillo.
—Varios problemas —dijo Roberto—. No puedo dormir, mi mujer me presiona todo el día, me cela, me espía, me ahoga con sus quejas, me llama cuatro veces al día a la oficina, registra los bolsillos de mi chaqueta, me huele el cuello cuando entro en la casa... La flaca quiere que le compre un auto o un apartamento o una joya, y la Domitila me espía por las cerraduras de las puertas, no sé para qué, doctor, pero me enerva.
—Mmmm —murmuró el doctor dándole tres, cuatro chupadas rápidas al cigarrillo—. Síndrome del marido perseguido —dijo enseguida, hablando como para sí mismo.
—¿Y eso qué es?
—Nada grave, nada que no tenga solución. Vamos a hacer una terapia familiar. ¿Quiénes conforman su familia?
—Mi mujer, Eulogia, la Domitila que es la empleada, la flaca de la esquina que es mi amante.
—¿Y esa flaca de la esquina vive con ustedes? —quiso saber el doctor.
—¡No! Cómo se le ocurre. Además, hace bastante tiempo que no salimos. Se ha puesto insoportable últimamente. ¿No le digo que está pedigüeña y quiere que le regale cosas que no podría comprar ni aun cuando me ascendieran a gerente?
Después de hablar una media hora, el doctor Mentesana decidió que la terapia familiar se haría en la casa de Roberto, al día siguiente. Antes de la cena. El llevaría el vino.
—¿Vino? ¿Vamos a tomar vino? —le preguntó Roberto, sorprendido.
—Por supuesto —dijo el doctor, él no hacía terapias familiares sin vino. El vino prestaba un excelente apoyo a la terapia, un muy buen servicio, pues así los pacientes se relajaban y hablaban con su médico con entera libertad.
Hacia las ocho de la noche Mentesana llegó con una caja de vino francés, el mejor Merlot que había en el mercado, unas bolsas de papas fritas y un disco de Julio Iglesias. Acomodaron las botellas en la mesa de la cocina, y un poco más tarde llegaron los miembros de la "familia": la Domitila, la flaca y la tía Eulogia, las tres a regañadientes, pues ninguna de ellas estaba convencida de que aquello fuera necesario.
—El loco eres tú —le había dicho la tía Eulogia—. ¿Qué tenemos que hacer nosotras con ese doctor, por mucho que sea el médico de Antonio Banderas?
La flaca, por su parte, dijo que todo esto era una excusa para no comprarle la joya y que ella no iría. Y la Domitila salió con que el doctor tenía que ser bien perejiliento, si no había sido capaz de curar al príncipe Carlos; el Richard Burton se le había muerto tomando tragos, y el señor Marcos se las había emplumado para el otro mundo dejando a la señora a cargo de todo. ¿Qué clase de médico era ese, entonces?
La cosa es que Roberto las amenazó con abandonarlas para siempre si no lo ayudaban en la terapia, mal que mal terapia les serviría a todos, para eso eran una familia, etc. Y las convenció.
El doctor Mentesana tomó la palabra:
—Estamos aquí para ventilar nuestras diferencias; somos humanos y todos los humanos tienen diferencias entre sí, cosas que incomodan, gestos que molestan, palabras que estorban, miradas que podrían haberse evitado. La ventaja nuestra es que somos distintos de los perros o las culebras, y podemos conversar. Diremos con toda sinceridad qué nos molesta de uno y del otro, con franqueza pero con amor; y mientras lo decimos, vamos a tomarnos unas buenas copas de vino, vamos a relajarnos, vamos a bailar un poquito, pues meneando el esqueleto se sacuden mejor los problemas. ¿Les parece bien?
—Nos parece bien —dijeron los pacientes a coro.
Y empezó la sesión. La tía Eulogia tomó la palabra para decir que lo que más le molestaba de Roberto era que nunca, ni una sola vez, jamás en todos los años que llevaban casados, se había fijado cuando ella se ponía un vestido nuevo, o hacía dieta y perdía unos kilos.
—Muy bien, señora —dijo Mentesana—. Ahora tómese esta copa de vino... ¿Y usted? —le preguntó a la flaca.
Y la flaca dijo que lo que más le molestaba de Roberto era que siempre, desde que lo conocía, Eulogia estaba antes que ella; ella no era más que la segundona, la que venía después, para los ratos de ocio, para cuando no había nada más que hacer.
—¡ Bravo ! —dijo Mentesana y le llenó la copa—. ¿Y usted, señorita? —dijo dirigiéndose a la Domitila.
Y la Domi, sorprendiéndolos a todos, dijo que don Rober le parecía un perejiliento de marca mayor, pero muy buena persona. Ella, personalmente, lo compadecía con toda su alma.
—¡Bravísimo! —gritó el doctor y le sirvió dos copas de vino—. Y ahora, vamos a bailar —dijo sacando a bailar a la flaca.
Dos horas más tarde, la tía Eulogia, achispada con el vino, bailaba con Roberto, mejilla con mejilla; la flaca bailaba con Mentesana, mejilla con mejilla; la Domitila preparaba unos sándwiches para que no terminaran todos en el suelo, y la música de Julio Iglesias hacía tronar los vidrios.
—Este médico es una maravilla —musitaba la tía Eulogia al oído de Roberto. Me ha devuelto al marido.
—Nunca me fui a ninguna partemusitaba Roberto de vuelta.
—Sigo enamorada de ti y todo lo que dije antes es mentira —dijo la tía Eulogia.
—Yo también, Eulogia de mi vida —musitó Roberto, apretándola un poco más.
—Hasta podríamos tener otro niño —insinuó amorosa la tía Eulogia.
—En una de esas... —dijo Roberto.
Y más allá Mentesana se le declaraba a la flaca.
—Toda mi vida he buscado a una mujer como tú, flaca, y mira dónde nos hizo encontrarnos el destino.
—Yo también me he enamorado de ti a primera vista, mi doctor. Fue verte hace un rato y saber que vamos a ser amantes para toda la vida.
—¡Ay, flaca! Soy el hombre más feliz de la vida —musitaba Mentesana, con los ojos rojos de vino y el paso medio tambaleante.
"Esta gente está completamente loca", pensaba la Domitila, llenando de jamón los sándwiches.
A las 12 de la noche, Mentesana y la flaca partieron a un motel, la Domitila se fue a ver las últimas noticias de la tele, y la tía Eulogia y Roberto se durmieron abrazados en el sofá.
Todos soñaron que la guerra era mentira, que nunca había ocurrido nada, y que el mundo estaba en paz.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ABRIL 29 DEL 2003