LOS ADIVINOS (Juan G. Atienza)
Publicado en
diciembre 15, 2013
Seis años habían tardado, pero allí estaba.
Seis años de prisas frenéticas, de continuos cálculos, de pruebas sin fin; seis años de agotamiento. Y todo aquello, ¿para qué? El ingeniero Pragüe se limpió el sudor que le bañaba el rostro, después de la noche pasada en vela ajustando las últimas series de transistores en el nuevo computador. Levantó los ojos cansados hacia su ayudante, que verificaba las pruebas finales y dejaba vagar la mirada mortecina de unas luces a otras, de las cintas magnéticas a las memorias, a los circuitos de transistores, a los termostatos.
—¿Todo en orden? —le preguntó.
—Eso parece, al menos.
—¿Ha telefoneado?
—¿Quién, el profesor? —sonrió Dugall a través de su sueño invencible—. Hace apenas diez minutos. Estaba nervioso.
Pragüe se encogió de hombros. Ya estaba acostumbrado. Desde la primera visita al profesor, seis años atrás, el nerviosismo constante había sido la tónica que había distinguido al viejo catedrático. Tal vez a causa de ese nerviosismo le habrían hecho caso en los organismos gubernamentales cuando había exigido perentoriamente que le fuera facilitada una máquina computadora especial y que ésta fuera instalada en los sótanos del Instituto de Historiografía.
El Gobierno había hablado con la Casa. Y la Casa había designado a Pragüe para que fuera a entrevistarse con el profesor Granz.
¡Nervioso!... ¡Si lo sabría él!...
—¿Sólo nervioso? —preguntó.
—Bueno, quiero decir... Mucho más que de ordinario. Parecía que le iba a faltar tiempo, no sé... Dijo, que estaría aquí a las nueve en punto, pero que si podía venir antes...
—Le dirías que no, claro.
—¡Por supuesto!
Tenían media hora. Media hora durante la cual no serían molestados absolutamente por nadie. Porque a aquel sótano del Instituto de Historiografía únicamente tenían acceso cuatro personas: él y su ayudante, el profesor Granz y el mismísimo Ministro de Defensa.
Pragüe se había preguntado muchas veces por qué. Tuvo seis años por delante para preguntárselo y, a lo largo de esos años, encontró centenares de soluciones posibles y aun probables. Pero, con la mano en el corazón, ninguna de ellas llegaba a convencerle. Eran demasiado inútiles, demasiado infantiles, demasiado faltas de ese interés táctico que suponía el hecho de que el propio ministro de la Defensa tuviera acceso —él y no otra persona— a los sótanos del Instituto. En realidad, Pragüe tenía motivos para estar desolado porque, al cabo de seis años de trabajar constantemente en la construcción de la más poderosa computadora electrónica existente hasta el momento, no sabía de ella más de lo que supo el primer día, cuando fue a ver al profesor Granz a su destartalado despacho de la Universidad Autónoma, donde actuaba como una especie de dictador. En la Casa le habían advertido:
—Lleva cuidado con él. Tiene más agallas que un pez. Y nos ha venido muy recomendado. No hagas una de las tuyas.
Pragüe estaba considerado en la Casa como el ingeniero más capaz entre los que trabajaban allí. Y eso significaba que era también uno de los ingenieros más capaces del país, porque la Casa pagaba sueldos lo suficientemente importantes para proporcionarse las cabezas más privilegiadas. Pero todo el mundo sabe cómo la mente de un ingeniero y la de un historiador son casi tan dispares como la de dos habitantes de polos opuestos en la Tierra. Por eso el Jefe, aun confiando plenamente en la capacidad de Pragüe, se permitió el lujo de hacerle unas advertencias que, al principio, le parecieron inútiles al propio ingeniero.
—No le contradigas, ni te esfuerces en demostrarle que no sabe nada de computadoras. Probablemente tendrás razón, pero nos estamos jugando algo que creo que va a ser bastante importante. Y no olvides que, a pesar de todo, la competencia aún no ha desaparecido.
Con esas recomendaciones, Pragüe había llegado un poco cohibido al despacho del profesor Granz. Por supuesto, los pasillos inhóspitos y la falta de luz contribuyeron a bajar su ánimo a la altura de los talones, mientras se acercaba al lugar donde los ujieres la indicaron que se encontraban los dominios del Viejo. Prague se preguntaba por qué las facultades de historia seguirían aferradas a los viejos edificios que las habían albergado cien años antes. Era como si la historia necesitase de polvo y miasmas para subsistir o para tener todavía una vigencia en medio de una sociedad que había evolucionado hasta el punto de volver el calcetín de las costumbres del revés. Las palabras ampulosas de antaño se habían olvidado y las antiguas guerras eran apenas un capítulo intrascendente en las historietas animadas que presentaba la televisión para esparcimiento de los chicos los domingos por la tarde.
Delante de Pragüe se levantaba una puerta enorme, de cedro. Un ujier que debía de tener pasada la edad de la jubilación se le acercó de puntillas.
—¿El profesor Granz? —preguntó Pragüe, e inmediatamente se dio cuenta de que había hablado demasiado alto, que en aquel antro había que hablar en un susurro. El ujier abrió los ojos como asustado y murmuró en voz baja:
—¿Le espera?...
—Creo que sí —bajó la voz hasta hacerla casi inaudible y le entregó su tarjeta.
El ujier desapareció tras una cortina, moviendo lentamente la cabeza y pasó un largo instante antes de que se abriera el portón de cedro y apareciese de nuevo su rostro asustado por el respeto y una mano cuyo índice le hacía señas para que pasase al interior.
Pragüe entró en el sancta sanctorum. Al principio no vio más que libros y polvo por todas partes. En aquel lugar no había entrado un aspirador desde épocas remotas. ¡Qué diferencia con la Casa, donde los ventanales comían el espacio a las paredes y donde no se filtraba ni un átomo de suciedad!
Cuando los ojos de Pragüe se acostumbraron a la falta de luz, distinguió una mesa al fondo y, sentado detrás de ella, al profesor Granz, encaramado casi en su sillón y haciéndole señas nerviosas con los brazos, mientras casi le gritaba:
—¡Vamos, pase, no se quede ahí asustado!...
Pragüe hizo un esfuerzo y se acercó con la mano tendida al profesor. Pero Granz no pareció verla. Acercaba sus ojillos miopes a la tarjeta y, con la otra mano, le hacía señas perentorias para que tomase asiento en la silla desvencijada que estaba al otro lado de la mesa. Pragüe, convencido de que se hallaba ante un perfecto grosero, tomó asiento y esperó. Granz levantó la cabeza de pelos desordenados y fijó por fin su mirada en él, como si quisiera traspasarle:
—Ingeniero Pragüe, ¿no?...
—Sí, profesor. Me envían...
—¡Ya sé, ya sé!... —Interrumpió Granz. Pragüe decidió callar hasta que le preguntaran. Tuvo que soportar aún un momento la mirada escrutadora de Granz, que terminó sonriendo con una sonrisa que a Pragüe le pareció aún más grosera que la inspección ocular que la había precedido. Decidió contener sus deseos de salir corriendo de allí, pero no pudo evitar removerse inquieto en la silla. Granz pareció adivinar sus pensamientos:
—Respira usted mal aquí, ¿eh?...
—No...
—Y, además, miente... —le interrumpió de nuevo. Pragüe dio un salto en su asiento, poniéndose de pies.
—Profesor, he venido aquí porque me han rogado en la Casa que lo hiciera. Pero soportar sus...
—¡Bah, bah, bah!... Vamos, siéntese y no siga diciendo tonterías. Si vamos a trabajar juntos, mejor será que aprenda a soportarme.Pragüe se dejó caer de nuevo en la silla, asombrado.
—¿Trabajar juntos?
—No se lo imaginaba usted, ¿verdad?...
—Pues, la verdad, yo...
—No creía usted que fuera posible que un profesor de historia y un ingeniero electrónico pudieran colaborar. ¡Bien! Pues vaya haciéndose a la idea. Y no me hable en términos técnicos de los que emplean ustedes, porque me obligará a emplear términos de los míos y no llegaríamos a entendernos nunca.
El ingeniero se reclinó todo lo que su silla le permitía, dispuesto a todo y ya riéndose para sus adentros.
—Usted dirá entonces, profesor.
—Muy bien. Vamos a ver, ustedes construyen cerebros electrónicos, ¿no es eso?
—Sí, señor. Sólo que los llamamos computadoras.
—Cerebros. ¿Y cómo funcionan?
Pragüe estuvo a punto de saltar nuevamente en su silla. ¡Un profesor de historia pretendía saber cómo funcionaba una computadora! Aquello era...
—Le parece a usted absurda la pregunta, ¿verdad?... No, no pretendo que me cuente usted ningún secreto. Sólo quiero saber, a ojo de buen cubero, su fundamento. —Se detuvo y, al ver dudar todavía a Pragüe, sus manos se movieron nerviosas sobre la mesa llena hasta rebosar de papeles polvorientos—. ¡Se lo aclararé! No crea que soy tan ignorante... en la materia que usted domina. Esos cerebros almacenan datos, ¿no es así?
—En cierto sentido, sí...
—¿Las almacenan, sí o no? —casi gritó Granz.
—Bien... Sí, los almacenan.
—¿Cuántos?
—Depende de su potencia, de su memoria.
—Los más potentes.
—Unos treinta mil.
El profesor apartó su mirada del ingeniero y la fijó ante sí, en la mesa, pensativo durante un instante. Luego, más para él mismo que dirigiéndose a su interlocutor, murmuró:
—Me lo figuraba... —E inmediatamente volvió los ojos hacia Pragüe de nuevo, para añadir, con una seguridad temeraria: —Habrá que construir otro mucho más potente...Pragüe estaba decidido a no dejarse asustar por nada. Y así reaccionó ante las nerviosas palabras del viejo profesor con una pregunta tajante:
—¿Cuántos más?
—Unos cinco millones.
Aquello era demasiado, incluso para una conciencia como la de Pragüe, que se había preparado a escucharlo todo sin pestañear.
—¡Eso es imposible!
—Ah, de modo que ustedes también tienen límites —sonrió el viejo Granz.
—Profesor... —Pragüe respiró tres veces antes de continuar hablando—. Si una calculadora con capacidad para cinco millones de datos fuera necesaria, nosotros la habríamos construido. Pero eso...
—¿Cómo dijo?... ¿Que la habrían construido si fuera necesaria?... ¡Pues por eso precisamente está usted aquí!... Porque ahora es necesaria. ¡Y mucho!
—¿Para qué? —preguntó Pragüe, sin comprender.
—Para meter en ella toda la Historia. Día a día. Desde aproximadamente el año diez mil antes de Jesucristo. Exactamente... exactamente... —se puso a revolver entre los papeles, levantando volutas de polvo que se fijaban al rayo de sol que entraba por la ventana que había tras él. Finalmente sacó una hoja llena de números y leyó: —Exactamente cuatro millones, trescientos setenta y cuatro mil, doscientos setenta y seis días, que son los que en el Instituto de Historiografía hemos llegado a clasificar.
—¿Día a día?
—Y casi hora a hora, señor ingeniero.
Pragüe tragó saliva. De pronto saltaron por su imaginación las horas inútiles pasadas por los historiadores para hacer aquella labor de chinos, tan minuciosa como innecesaria. ¡Y ahora querían que todo aquello fuera registrado por la memoria de una computadora que ni siquiera existía, que costaría millones, decenas de millones y el esfuerzo de días y meses continuos de un trabajo que podría ser empleado en cosas realmente útiles! Y todo...
—¿Para qué?
Granz sonrió nervioso detrás de sus gafas, apartó el papel que aún sostenía entre sus dedos temblorosos y susurró:
—Señor ingeniero Pragüe... ¿Le he preguntado yo acaso cómo funcionan sus cerebros electrónicos? ¿He tratado de meterme en el terreno de ustedes? Yo sólo le he preguntado si eso es posible. No se preocupe de lo que cueste ni de su utilidad. El presupuesto es cosa del Gobierno. Su utilidad es cosa mía.
De modo que en aquello intervenía el Gobierno. Pragüe comenzó a sufrir los días de mayor confusión mental de toda su vida. Pasaba por la locura de que todo un equipo de historiadores hubieran desempolvado archivos y manuscritos hasta saber lo que ocurrió día a día desde doce mil años antes. Pasaba por la locura de que, luego, hubieran tenido la humorada de meter todo aquel material en una computadora. Pasaba incluso por la idea de que los historiadores considerasen su labor como digna de la mayor atención. ¡Pero que el propio Gobierno les respaldase con un presupuesto cien veces superior a lo que nunca habían gastado en sus cálculos comerciales, en sus estadísticas y en sus presupuestos de defensa!... Sinceramente, todo aquello estaba muy por encima de su capacidad de comprensión.
—Sin embargo, esa es la realidad y tendrás que plegarte a ella —le dijo el Jefe—. Ya han estado aquí los secretarios del ministerio de Defensa y nos han dado carta blanca. La máquina ha de ser construida. ¿Cuánto tardarás en diseñarla?
Pragüe no se había formulado esa pregunta. Pensó que todo quedaría en nada después de su entrevista con el profesor Granz y había dejado que el tiempo borrase las locuras del viejo. Pero ahora, apenas tres días después de su visita a la Universidad Autónoma, la realidad estaba allí, con su magnitud de locura que —lo estaba comprobando— se había convertido en una demencia colectiva en la que incluso el Gobierno estaba implicado. Y el Jefe, al que precisamente ahora tenía que contestar.
—Bien... Por lo menos diez meses.
—¿Y en construirla? Piensa que solamente vas a tener un ayudante.
—¿Por qué?
—Ordenes del Gobierno.
—¡Jefe, esto es demasiado! Yo no...
—Déjate, Pragüe, no hay lugar a discusión. Esas son las órdenes y hay que plegarse a ellas.
Decías que diez meses para diseñarla... ¿Y para construirla e instalarla?
Pragüe se sintió súbitamente vencido.
—Por lo menos... cuatro años.
—Está bien. Comienza a contar el tiempo a partir de este momento. Y acórtalo todo lo posible.
—¿Acortarlo? Eso es pedir peras al olmo. Vamos a quemar etapas, ¿no te das cuenta?... Vamos a construir una máquina que, de haber estado en nuestros cálculos, no nos habría sido necesaria hasta dentro de un centenar de años. Y ahora ¡hay que hacerla... de la nada!
—Mira, Pragüe —dijo el Jefe, con toda su paciencia—. El Gobierno paga, ¿no es eso?... Y el que paga exige.
—Pero cuando quien exige es un loco de atar...
—Te refieres a ese Granz, claro...
—¿Y a quién si no?
—Granz será tan loco como tú dices, pero te aseguro que nunca he oído hablar de nadie con tanto respeto como de él en boca de los delegados del ministerio.
***
—¡Dugall!...
El ayudante apareció con ojos soñolientos por detrás del cuerpo principal de la monstruosa calculadora. Pragüe agitaba su reloj de pulsera, que se había detenido durante la noche. Desde donde estaba no alcanzaba a ver el cronógrafo electrónico.
—¿Qué hora es? Este maldito se me ha...
—Las nueve menos veinte. Aún tenemos un rato de tranquilidad hasta que aparezca el abuelo. Sí, un rato de tranquilidad todavía hasta las nueve. El profesor Granz no se retrasaría. Imposible que se retrasase. No lo había hecho nunca y no iba a hacerlo hoy, precisamente el día en que la computadora estaba a punto, después de seis años de trabajo.
—Debiste decirle que no estaría listo hasta mañana. ..
—Si usted me hubiera advertido...
—Claro...
No lo había advertido, desde luego. Y había hecho mal, muy mal. Porque el profesor Granz llegaría puntual y habría que ponerse inmediatamente al trabajo. ¿A qué trabajo? Pragüe no lo sabía, aun después de haber estado trabajando durante seis años en aquel monstruo que se había convertido en la pesadilla de su existencia.
Pero hoy... ¡precisamente hoy!... Tenía que ver a Kunner en el bar de Las Columnas, a las diez.
Estaba prevista la reunión y, si Granz quería comenzar con el trabajo inmeditamente, no habría modo de llegar a tiempo. No, no llegaría y tenía que llegar, ¡como fuera ! Porque hoy, Kunner había citado a todos para algo tan importante que la falta de uno solo de ellos podría llevar al fracaso de todos los planes que habían ido forjando con tanta paciencia.
La existencia de Kunner en la vida de Pragüe iba ligada a la lenta construcción de la computadora. De hecho, tal vez Kunner no habría significado nada sin aquel trabajo, sin aquella continua dedicación a lo inútil durante seis años.
Kunner había surgido de la nada. Había aparecido como una consecuencia lógica del vacío mental que se originó poco a poco en Prague desde que tuvo que aceptar, sin posibilidad de restricciones, el encargo de diseñar y construir el ordenador.
Eran ya meses y meses de cálculos incesantes. Meses enteros de estar casi a término y de volver a empezar, gracias a los “profundos” conocimientos matemáticos de Granz. Meses de conversaciones telúricas con el historiador, que parecía cambiar de opinión a cada día que transcurría. Porque, lo que en un principio se había planteado como una calculadora con una memoria de unos cinco millones de datos, luego tuvo que ser ampliado a más de diez millones, a medida que Granz especificaba qué era lo que quería meter en la memoria electrónica.
—Sí, señor Pragüe, naturalmente, cada día... ¡y lo que sucedió cada uno de esos días!... ¡Y dónde sucedió! ¿Pero no se da cuenta? Es lógico, me parece a mí. Un día, en sí, como tal fecha, no significa nada. Pero un día en que ocurre una cosa en un lugar determinado de la tierra... ¡ese día tiene una importancia fundamental, llámese anteayer o el veintiuno de octubre de 1563!...
Fueron diez meses durante los cuales Pragüe estuvo a punto de volverse loco. Diez meses de hacer y deshacer. Y todo a marchas forzadas, trabajando veinte horas al día y con la conciencia fija en la total inutilidad de aquel trabajo de titanes.
Pragüe comenzó a abandonar a su familia. Pasaba los días y las noches junto a las calculadoras, buscando datos y cifras con las que construir el nuevo monstruo que iba a salir de sus manos, cambiando continuamente de ayudantes, porque ninguno rendía lo bastante como para servirle de colaborador único, aquel colaborador único que tendría que estar con él a partir del momento en que cada uno de aquellos números, de aquellas medidas, tuviera que convertirse en un objeto: en una cinta magnética, en un circuito de transistores, en un elemento de la colosal memoria electrónica que habría de instalarse en un lugar que, por el momento, permanecía aún para él en el más absoluto secreto.
El secreto: eso era lo más horrible, lo más endemoniadamente enloquecedor. Porque en los días que siguieron a la conversación primera con Granz, fue la entrevista con el mismo ministro de Defensa, que le llamó a su despacho y le habló. Sí, le habló, porque él, Pragüe, no había tenido ocasión de decir nada ante el imponente ministro.
—Supongo que se da usted cuenta, señor Pragüe... Este trabajo exige el más riguroso secreto por parte de usted... —¿por qué, por qué riguroso secreto en torno a la más monumental locura de la Humanidad? —Todos sus cálculos deberán estar hechos sin copia... cada día, al término de su trabajo, tendrá usted a su disposición una caja acorazada donde guardará hasta el día siguiente toda la labor, ¿me entiende?
¡Naturalmente que le entendía!... Del mismo modo que entendía que estaba sumergido en un universo de locos integrales, como si la locura de un profesor aquejado de demencia senil se hubiera contagiado hasta las más altas esferas del Gobierno. Pero él, por lo visto, no era nadie, aunque en su fuero interno tuviese la convicción absoluta de que, en realidad, era el único cuerdo entre todos cuantos estaban constantemente a su alrededor.
Luego —y esto constituyó la parte peor y más absurda de toda aquella sucesión de incoherencias —vino la seguridad absoluta de ser vigilado. Cada mañana, al entrar en su estudio de trabajo, encontraba gente nueva en la antesala. Gente que fingía trabajar y que, en realidad, estaba allí para controlarle cada paso, cada mirada, cada movimiento que hacía. Por las calles, su automóvil era seguido siempre por otro, cada vez distinto. Poco a poco, supo que sus ayudantes, los ayudantes que había ido desechando por ineficaces, eran detenidos. Uno fue encontrado borracho a altas horas de la madrugada. Anteriormente, había sido un muchacho absolutamente abstemio. Otro fue acusado de proxenetismo, y Pragüe creía recordar haberle conocido siempre rodeado de las muchachas más bonitas de la Casa. A un tercero, precisamente el que entró a trabajar con él con las máximas garantías de honradez, parece ser que le descubrieron robando en un apartamento. Lo cierto es que todos, a medida que Pragüe los iba desechando por ineficaces, desaparecían de la circulación como si la tierra los hubiera tragado. Dándose cuenta de que aquellas detenciones eran intencionadas, Pragüe decidió conservar a toda costa a Dugall, el último ayudante que le había sido encomendado, aunque se daba cuenta de que no iba a ser tan eficaz como habría sido necesario en aquel trabajo.
Una mañana, Dugall —estaban entonces por su sexto mes de trabajo y el muchacho colaboraba con él desde unas tres semanas atrás— llegó un poco tarde al estudio. Venía pálido y asustado.
—Perdóneme, señor Pragüe —le dijo con voz entrecortada—, pero no me han soltado hasta ahora.
—¿Soltado? ¿Quién?
—No lo sé. Del Ministerio de Justicia, por lo visto. Vinieron anoche a buscarme a casa. Me han preguntado... todo.
—¿Todo?...
— ¡Sí, todo!... Algo así como si hubieran sido siquiatras, no sé... O como si yo fuera un criminal sospechoso. Luego, al soltarme, me han recomendado que no dijera nada, pero yo creo que, a usted al menos...
Otro día, al regresar a su casa casi de madrugada, después de haber estado trabajando durante todo el día, Ida, su esposa, le confirmó que habían estado allí también.
—Fueron muy correctos, eso sí —le dijo ella, aún atemorizada—. Pero lo han querido ver todo, hasta tu agenda con las direcciones de nuestros amigos. Han tomado nota de todo cuanto les dije... y han fotografiado cada papel de tu escritorio.
Pragüe estalló. Pasaba por todo, aun a riesgos de que le tomasen por tan loco como aquellos para quienes estaba trabajando. Por todo, menos por ser objeto de la constante vigilancia y la sospecha. Renunciaría, ¡vaya si lo iba a hacer! No estaba dispuesto a sentirse prisionero de una locura y consentir además que los locos le gobernasen a él e hicieran de él cuanto quisieran.
Al día siguiente, en lugar de dirigirse a su trabajo, se encaminó —siempre perseguido por otro automóvil— a la Universidad Autónoma. Atravesó los pasillos sin darse cuenta de que otros pasos le seguían, y entró en el despacho de Granz sin dar tiempo al ujier para anunciarle. El viejo profesor pareció sorprendido al verle.
—Caramba, el ingeniero Pragüe... No esperaba su visita, de veras... ¿Alguna dificultad?
—Ninguna, profesor. Salvo que renuncio.
Granz no pareció comprender. Se le quedó mirando con su sempiterna sonrisa nerviosa.
—¿Por qué?
—Porque no estoy dispuesto a ser tratado como un sospechoso, profesor. Porque además estoy totalmente convencido de la inutilidad de este encargo, ¿me entiende? y porque no sé a dónde quieren ir ustedes a parar.
Granz pareció calmarse súbitamente.
—¡Ah, era eso!... Oiga, Pragüe... ¿Saben sus manos por qué hacen lo que su cerebro les ordena? No, ¿verdad?... Lo hacen porque tienen que hacerlo, sin preguntarse el porqué...
—Pero yo no soy unas manos en este caso.
—No se ofenda, era un símil.
—Un sofisma. Ustedes aún los emplean, por lo visto, pero, para mí, ya no sirven. No quiero seguir en esto. Notifíquelo usted a quien...
—No será necesario —se oyó una voz a espaldas de Pragüe.
El ingeniero se volvió precipitadamente. Junto a la puerta había dos hombres embutidos en impermeables negros. Donde ellos estaban, la luz llegaba muy difusa y era casi imposible distinguir los rasgos de sus rostros, pero Pragüe habría jurado que a uno de ellos, por lo menos, lo había visto anteriormente fingiendo trabajar en la antesala de su estudio. Fue el otro, el que aparentemente era más fornido, quien avanzó unos pasos hasta que la luz tamizada del ventanal polvoriento hizo aparecer su rostro aceitunado.
—¿Quién es usted? —preguntó el ingeniero.
—No se preocupe... Formo parte... del Gobierno, si es eso lo que le intriga... Y puedo tomar nota de su decisión, si quiere... Aunque, de todas formas, me parece algo tarde...
—¿Por qué?
—Porque sabe usted demasiado, señor Pragüe... Y no conviene que este proyecto trascienda...
—¿Que sé demasiado?... ¿Quiere usted decirme qué es lo que sé?... Aparte, claro, de la convicción de estar trabajando en una locura insensata...
El hombre de rostro oliváceo sonrió, pero más que sonrisa era una mueca de mal agüero. Pragüe se sintió más indignado por ella que por su mismo encontrarse metido en una trampa sin salida. Apeló a su raciocinio:
—Vivimos en una democracia, ¿no es eso?... Cada hombre es libre de elegir su trabajo y su ocio...
—Y usted está colaborando a que eso sea posible, si es eso lo que le interesa saber.
—¡No, no y no!... Eso no son más que palabras, y ya no me sirven. —Se acercó al hombre del impermeable negro. El hombre dio un paso atrás—. Escúcheme usted bien, amigo... Yo puedo continuar, pero con una condición.
—No se admiten condiciones, señor Pragüe... Ha de ser su colaboración, o...
—O la cárcel, ¿no es eso?
—Llámelo así, si prefiere...
Pragüe no era valiente. Nunca lo había sido ni tenía por qué mostrar ahora un valor que no sentía. Ante aquel hombre supo que tenía que claudicar, que no le facilitaría ni un átomo de posibilidades por escapar a todo aquello. Sin embargo, hizo un último esfuerzo.
—Admítanme un trato, entonces...
—Hable.
—Su confianza, a cambio de mi trabajo.
—Nunca hemos desconfiado de usted, señor Pragüe.
—Entonces, demuéstrenmelo. Dejen de perseguirme como a un sospechoso. Dejen en paz a mis colaboradores. Y a mi mujer. Pragüe se calló. El hombre del impermeable negro volvió a sonreír.
—¿Nada más, señor Pragüe?
—Nada más.
—Puedo anticiparle que está concedido.
Fue como una liberación. Como desprenderse de un peso terrible. Dejar de ver rostros escrutadores a su alrededor, no sentirse ya perseguido, observado, olisqueado, escuchado. Porque era cierto que ellos habían cumplido.
Aquella tarde, Pragüe abandonó pronto su trabajo. Antes de la puesta del sol. Sentía deseos de abandonar su estudio y estar solo. Deseos de recorrer los parques, de mezclarse con la gente y olvidarse de números y fórmulas. De todos modos, las luces de la ciudad ya estaban encendidas cuando salió del estudio, cansado, ardiéndole los ojos por haber tenido la vista constantemente fija en las cuartillas y en el papel mi—limetrado. Había dejado el encargo a Dugall para que revisase algunas fórmulas que habían quedado incompletas.
Se mezcló primero con la gente del parque que estaba situado frente a la Casa. Jugaban los últimos niños y se escuchaban los gritos de las madres para recuperarlos y regresar a casa. Hacía fresco. Un constante rumor de automóviles llegaba hasta Pragüe, desde el otro lado del parque, por donde se extendía la arteria principal de aquel sector de la ciudad. Podría haber atravesado el parque en línea recta, pero prefirió rodearlo por los senderos semioscurecidos, por donde a aquellas horas ya sólo deambulaban algunas parejas de enamorados. Pragüe sintió a la vista de las parejas cómo había estado perdiendo el tiempo durante gran parte de su vida. Posiblemente, apenas recordaba uno o dos paseos por el parque hechos como aquellos muchachos. Incluso su matrimonio con Ida había sido casi un contrato, uno de tantos contratos que había tenido que firmar en su vida. Un matrimonio alternado con fórmulas y proyectos. Hasta el punto de que su hija, Bessy, le parecía un proyecto más, un proyecto que se convertiría un día en la realidad de una mujer. Las amaba a las dos, de eso no tenía duda. Pero su amor estaba condicionado por su vida junto a las computadoras y ese amor, como cada reacción sensitiva o vital, venía prácticamente convertida en una fórmula.
“No la he hallado, pero existe. Existe esa fórmula matemática del amor, como existe la del odio, la de las calorías y la de las proteínas. Una fórmula para la vida y una fórmula para la muerte. Todo fórmulas o ecuaciones. Nuestra sociedad misma es una fórmula, tal vez una fórmula de locura, una fórmula para enloquecer despacio, una constante de enloquecimiento. Habría que hallar la ecuación de la locura. Tendría aplicación para Granz. Y para mí, dentro de unos meses. Y para el Gobierno, que ha enloquecido también. Debería callarme, debería dejar de pensar en todo eso, pero no puedo. Si ellos quieren enloquecer y pagan, ¡que enloquezcan, qué importa! Vivimos en un país libre, ¿no es eso? ¡Libre! Cada uno es libre de enloquecer como le guste. A eso se llama democracia.”
Pensó en sus ingresos, en su vida acomodada, si pudiera disfrutar de ella. En su conciencia que iba convirtiéndose poco a poco en una conciencia cibernética, como las propias calculadoras que diseñaba. Un hombre para cada cosa y todo cosas para el consumo humano. La calculadora era una cosa, ni más ni menos, para el consumo particular de Granz, que había logrado convencer — ¿cómo podría ser posible?— a un Gobierno entero, para que le facilitase su capricho demente. Si un Gobierno era capaz de llegar a eso, el siguiente paso sería el caos.
El caos, se repitió a sí mismo. Había llegado al otro lado del parque y ante él desfilaba la procesión interminable de automóviles, un constante rumor de motores, de frenos, de pitos, de timbres, de voces, de músicas, como la savia sonora de la ciudad.
—Será el caos —oyó que decían junto a él. Y aquella voz que sonaba, de pronto, distinta del rumor total le hizo volverse hacia su izquierda. Junto al bordillo de la acera, a su lado, un hombre esperaba el cambio de luz del semáforo para cruzar la calle. Prague le sobrepasaba casi la cabeza. Y, sin embargo, el hombrecillo volvió sus ojos hacia él y Pragüe sintió como si de ellos emanase una fuerza especial. Mucho tiempo después sabría el nombre de esa fuerza: una fuerza mesiánica. Sólo que, en aquel instante, no podía darse cuenta aún de lo que significaría en su vida. Sólo se dio cuenta del extraño magnetismo que parecía envolverle al sentir sobre él la mirada del desconocido. Tuvo que sonreírle.
—Probablemente.
—¿También usted lo ha notado?
—Sí... Pensaba precisamente en eso...
—Ya lo sabía. Bien... quiero decir, casi lo sabía.
—¿Por qué?
El hombrecillo soltó una carcajada.
—¡Es lógico!... Cualquiera pensaría lo mismo —y señalaba ampliamente la calle barrida por los automóviles.— El caos, ¿no lo está usted viendo?... —Luego cambió súbitamente de expresión y se tornó serio, al tiempo que extendía su mano para estrechar la de Prague—. Me llamo Kunner. Y por un azar de mi existencia, en este instante no tengo nada que hacer y tomaría a gusto un café, si usted me permite invitarle.
Prague sintió su mano húmeda y pegajosa, pero aceptó la invitación. En realidad, habría aceptado cualquier cosa que le hiciera olvidar fórmulas y ecuaciones. Le dejó hablar cuanto quiso. Y Kunner se explayó. A veces, entre sorbo y sorbo de café, Prague creía sentirse como flotando en una nube sonora de charla. Y era que casi ni atendía a las palabras de Kunner, que únicamente oía el murmullo de su voz chillona, que parecía exaltarse y aquietarse como el flujo y el reflujo de un océano. Apenas nada de todo cuanto decía el hombrecillo se le quedó en la mente. Sólo retazos:
—Democracia, así la llaman. Y no es más que dar paso a la escoria, a los inferiores, a los locos, a los semitas... Cualquier ideal del mundo carecerá de fuerza para la vida de la tierra hasta que no se haga de sus principios la base de un movimiento combativo, ¿me entiende?... —Prague no creía entender nada, pero, de pronto, sentía placer escuchando a alguien que parecía rebelarse contra lo establecido, contra la comodidad, contra la vida demasiado fácil.
Y Kunner continuaba:
—Hasta que no se haga desaparecer de la faz de la tierra a toda esa escoria, nunca habrá orden... ¿Y sabe por qué? Porque el mundo no es de todos, ¡porque lo ocupa demasiada gente que debería haber desaparecido hace siglos, como desaparece la podredumbre al llegar la primavera !...
Prague, lentamente, levantó los ojos hacia aquel exaltado.
—¿Pero usted, realmente, cree en eso?
—¿Y por qué otra cosa se puede creer? ¿No está usted viendo los resultados de eso que llaman libertad? ¡Nada más que eso: desorden y caos! ¡Caos!... ¿Desde cuándo siguen las guerras parciales? Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Y seguirán, ¿entiende? ¡Seguirán!... Al menos, hasta que el mundo comprenda que hay que administrar la libertad a dosis homeopáticas... ¡Sí, homeopáticas! Un centésimo del centésimo del centésimo del centésimo... Una vez al día y basta. Sólo así llegaría a comprender el hombre alguna vez —los hombres que queden, la raza que sobreviva— lo que significa un centésimo de opinión propia...
Fue una tarde que Pragüe recordó luego como una pesadilla. Las palabras de Kunner o, al menos, las palabras que se le habían quedado grabadas en la mente, eran palabras horrendas. Ideas monstruosas que atacaban directamente los conceptos que le enseñaron del hombre, de los valores del hombre, de la libertad del hombre. Y, sin embargo, ¿acaso él mismo, en su fuero interno, no estaba atacando esa misma libertad desde que había comenzado a trabajar en el monstruoso proyecto de aquella calculadora? ¿Acaso no había renegado él mismo de todo cuanto significaba el régimen en el que estaba viviendo, que permitía que él, un ingeniero electrónico, tuviera que estar a las órdenes directas de un profesor de historia chiflado? ¡Por dinero! Por el dinero y por el miedo a una cárcel que no se sentía de ningún modo dispuesto a soportar, como ahora tendrían que soportarla sus ayudantes, a los que había rechazado por ineptos y que habían caído inmediatamente bajo la férula de un Gobierno que no perdonaba que otros conocieran impunemente las locuras que permitía hacer.
Ahora, en su mente bailaban los conceptos que había expresado Kunner y que no eran, al fin y al cabo, más que la materialización de sus propias ideas confusas. Eso creyó, al menos...
¿Pero es que él, Pragüe, efectivamente pensaba eso? No lo sabía. Ni realmente lo supo en mucho tienpo, a pesar de que, a lo largo de años enteros, siguió viendo a Kunner regularmente, le siguió paso a paso en la materialización de sus ideas mesiánicas y hasta llegó a formar parte de la organización secreta que casi llegó a crear con él.
Primero fueron las palabras. Pero las palabras de Kunner exigían hechos para tener un sentido. No eran una filosofía, eran una acción velada e interna que tenía que exteriorizarse, de un momento a otro. Era, tal vez, otro tipo de locura, pero una locura que arrastraba aun sin quererlo. Igual que Pragüe se dejó arrastrar por él, sin comprenderle realmente, sólo electrizado por sus palabras, hubo otros. Les fue conociendo poco a poco. Comenzaron siendo tres, luego diez y, al cabo de un año, eran cerca de cincuenta los que se reunían en torno a Kunner para escucharle. Algunos eran incluso hombres clave en la administración; terratenientes —de los pocos que aún quedaban— o funcionarios. Todos de un modo u otro descontentos del actual estado de cosas, como Pragüe mismo, o descontentos de los que creían que su talento tendría que haberles proporcionado posibilidades que no habían logrado alcanzar. La mayor parte eran de estos últimos: hombres que se creían mucho más valiosos de lo que realmente eran y, por lo tanto, hombres aptos para que la palabra fácil de Kunner les diera un valor y una esperanza que, de otro modo, nunca habrían alcanzado. Porque Kunner hablaba siempre. Y nunca hablaba de entelequias, sino de posibilidades reales, aunque más o menos remotas. Hablaba de exterminio de dirigentes y de razas inferiores, pero esta palabra —exterminio —nunca aparecía más que envuelta en otras que, para todos, tenían más importancia: poder, destino, escala de valores y límite de humanidad. Kunner les convencía fácilmente. Ellos, los que le rodeaban, eran elegidos, elegidos por una circunstancia que en ningún caso podía ser casual. Tenían un destino trazado y había que cumplirlo. Por la fuerza, si era necesario.
La fuerza vino, poco a poco. Fue llegando despacio, a lo largo de años, trascendiendo las reuniones periódicas de los mesiánicos —como ya se llamaban a sí mismos— mientras Kunner, de un modo que nadie se habría explicado, reclutaba adeptos que ocupaban, tal vez sin saberlo, puntos importantes en lugares fundamentales para sus intereses
Gentes como Darían, director de un periódico de escasa tirada que, de pronto, vio incrementado su capital hasta poderlo convertir en el segundo rotativo del país. Gentes como Rumig, redactor jefe de una de las emisoras más importantes; como Gadarz, subdirector del Banco de Crédito Económico. Todos ellos hombres que no habían llegado a la cumbre de su profesión pero cuya ambición les podía conducir a no reparar en los medios de conseguirlo. De todos ellos se aprovechó Kunner para incorporarlos a su movimiento, haciéndoles concebir la esperanza del día en que el poder pudiera pasar a sus manos por los medios que fuera.
Las reuniones periódicas de los mesiánicos hicieron que Pragüe pudiera soportar mejor el trabajo lento y agotador del montaje de la monstruosa calculadora. Tal vez sin darse él mismo perfecta cuenta, aquel trabajo, con toda su minuciosidad y las horas que tenía que dedicarle diariamente, pasó a ser un elemento secundario en su vida. Lo importante venía luego, cuando encontraba a Kunner y a los compañeros y, juntos, daban forma a ese mundo que Kunner les había convencido de que sería mejor para todos. Más justo, más cruel también, tal vez, pero con un conocimiento común y ciego de que las cosas y los hombres deberían ocupar el lugar que les correspondía en su orden preestablecido de valores. Unos valores que, además —y esto es lo que atraía más a Pragüe y a muchos de los otros, sin saberlo— no estaban designados por un azar de la técnica, sino siguiendo una escala esotérica, casi mágica. Unos —ellos— eran los elegidos, los que serían poderosos, los que gobernarían. Los otros —la gran masa— los que serían gobernados, los que no tendrían posibilidad de elegir, porque los mesiánicos habrían ya elegido por ellos. Y, por último, los que quedarían automáticamente borrados de la sociedad, los seres inferiores, los amarillos, los negros, los semitas, los gitanos, los enfermos, a los que la estructura de ese mundo futuro con que soñaban les tenía reservada la lenta desaparición. Kunner lo había dicho claramente: — Quedan aún en el mundo grandes extensiones de terreno baldío... Las convertiremos en reservas, para que la escoria se autoaniquile en ellas, sin posibilidades de reproducción...
***
El ordenador comenzó a instalarse en los sótanos del Instituto de Historiografía. Tardaron mucho tiempo en encontrar el lugar idóneo para su emplazamiento. Tenía que ser una sala enorme, porque las dimensiones de la máquina serían muy superiores a las de todas las computadoras que se habían construido hasta entonces. Necesitaba igualmente unas condiciones constantes de temperatura y humedad, cuya mínima variación podría alterar la eficacia de los millones de circuitos. Por último, por las exigencias conjuntas del Gobierno y del profesor Granz, la máquina debía instalarse en un lugar cuyo acceso permaneciera vedado a todos aquellos que no formasen parte de su estructura. Naturalmente, todos aquellos factores eran dificilísimos de conjuntar y, cuando finalmente se eligió aquella sala de los sótanos del instituto de Historiografía, hubo que adaptarla aislando totalmente los muros e instalando en las cercanías varios termostatos que mantendrían la gran sala en condiciones constantes de temperatura y humedad.
Pragüe y Dugall trabajaron en aquella sala durante seis años. La monstruosa estructura del computador exigió que cada elemento fuera construido por separado, porque todo él constituyó un diseño totalmente distinto a cuantas calculadoras se habían construido hasta la fecha. Las mismas cintas magnéticas tuvieron que hacerse de un tamaño fuera del standard, para que pudieran albergar con comodidad y en el mínimo espacio la cantidad ingente de datos que constituiría la memoria electrónica de la máquina. Millones de circuitos de transistores repartirían los datos de la memoria en doce cajas metálicas, cada una de las cuales albergaría toda la información correspondiente a un milenio. Estas cajas metálicas tardaron, cada una, cuatro meses en ser instaladas a lo largo de la pared frontal del sótano del Instituto. Y, cuando la estructura de la memoria estuvo colocada, Pragüe y Dugall tardaron aún un año más en conectar todos sus circuitos a la gran central distribuidora de la memoria.
Cada cierto tiempo, siempre corto y siempre molesto, Granz o algún alto miembro del Ministerio de Defensa aparecían por el sótano —siempre guardado por fuerzas de la Seguridad del Gobierno, ante las que cada vez se tenían que exhibir los documentos— y esas visitas suponían para Pragüe un alto en el trabajo y una molestia, por la costumbre de fisgonear que, pasado el tiempo, se iba haciendo constante, sobre todo en el viejo historiador, que no veía el momento en que su Obra — como la llamaba ya, adjudicándose casi su construcción —se viera terminada. Las preguntas impertinentes de Granz eran siempre las mismas y Pragüe aprendió a lo largo de años que era mejor contestarlas que perder la paciencia con aquel hombre que, ya de por sí, aparecía como el más impaciente de cuantos, con relación a la máquina, se mantenían en contacto más o menos constante con el ingeniero.
—¿Cuánto falta?
—No estará listo antes de dos años, profesor...
—Debería usted quemar etapas...
—No quedan etapas por quemar...
Y siempre la salida del profesor era una salida preocupada, como si temiera no llegar a tiempo de algo de suma importancia para él.
—¿Pero por qué esa impaciencia? —preguntó Dugall.
Pragüe había tenido tiempo de formar su composición de lugar. Para él, ahora, después de haber cambiado impresiones con Kunner sobre aquel misterio que envolvía la construcción del computador electrónico, las cosas estaban claras.
—Es una medida propagandística del Gobierno. Se trata de dar un elemento colosal de cultura y se trata, al mismo tiempo, de no mostrar la tremenda cantidad de dinero que va a costar. Manteniendo el secreto de su construcción, se le dará publicidad cuando esté en funcionamiento y entonces, nadie preguntará cuánto tiempo y dinero costó la computadora. La computadora estará ahí, al servicio de lo que ellos llaman cultura y el Gobierno habrá ganado una baza inmensa ante sus electores...
Dugall se encogió de hombros.
—Pero el profesor Granz... ¡Es él el verdadero dueño de esto!...
—El lo disfrutará, ciertamente. Y, a su muerte, lo disfrutarán otros. Su impaciencia viene precisamente de esto. El viejo Granz teme no llegar a tiempo de gozar de su juguete...
Y Pragüe paseó la mirada por la alucinante red de colores que llenaban el piso y el techo, esperando el momento de entrar en los cubiles de las cajas. Habría querido tener su pequeña venganza en aquello, precisamente: en que el profesor Granz hubiera muerto antes de que la mastodóntica computadora estuviera terminada. Pero la salud del viejo parecía estar tan fuera de dudas como la inexorable realidad de que la computadora, lentamente, iba tomando forma. Y, con ella, tomaba forma igualmente el odio de Pragüe hacia una forma de gobierno que permitía aquel gasto de tiempo y dinero en cantidades astronómicas para servir a una ciencia tan caduca como la historia.
Confesó a Kunner el odio que iba acumulando y Kunner rió con aquella risa casi sádica que había enervado a Pragüe la primera vez que la escuchó:
—¡Pero Pragüe, camarada!... ¡No estás haciendo un trabajo inútil!... La computadora podrá tener otros empleos, ¿no es cierto?
—Podría emplearse en mil cosas más importantes que aquella a que la han destinado. Prácticamente, con la red de circuitos y la memoria que tendrá, podría regir sin fallos a todo el país.
—¡Magnífico! También nosotros emplearemos máquinas, ¿por qué no?... Emplearemos cualquier cosa que nos sea útil. Y tu computadora lo será, Pragüe... ¡lo será!
La extraña comunidad mesiánica de Kunner creció con la computadora de Pragüe y estuvo lista para entrar en acción al mismo tiempo que la máquina.
Faltaban diez minutos para las nueve. Y una hora y diez minutos para la cita con Kunner. La cita en la que tendría que decidirse si, en aquel mismo instante, se pasaba definitivamente a la acción directa que el mesiánico jefe había estado preconizando durante años y aplazado día a día, hasta que el momento propicio hubiera llegado.
Ahora, el momento era propicio, efectivamente. Tenían la seguridad de que, en media hora, podrían controlar los puntos clave de la capital. Y que, con un golpe de fuerza espectacular —una fuerza que habían ido reuniendo en el más absoluto secreto— caería el Gobierno y comenzaría una nueva vida que el mismo Pragüe no sabía exactamente en qué iba a consistir, pero que significaría, al menos, un cambio fundamental frente a lo que se había estado soportando hasta el momento. Habría muertes —nadie lo dudaba y el mismo Kunner lo había avisado con una especie de regocijo que a Pragüe le había revuelto el estómago—, pero esas muertes eran necesarias, como sería necesaria la violencia y el arrancar de raíz todo cuanto conectase eventualmente el mundo antiguo con el que ellos se proponían crear. En ese nuevo mundo no habría sitio para muchos, de eso no cabía duda. Habría que exterminar de un modo u otro a una parte considerable de la humanidad y a otra habría que aislarla para que su funesta influencia no se siguiera extendiendo entre la élite, o para que no constituyese élite por sí misma, como ahora constituía.
El momento era propicio, Pragüe se había dado perfecta cuenta de ello. El Gobierno, pasado aquel instante histérico en el que, aún no sabía por qué, había desencadenado la secreta ola de persecuciones en torno a la construcción de la computadora gigantesca que hoy estaba terminada, había vuelto a la molicie de la paz total, una vez asegurado el secreto por parte de los que intervenían en el proyecto y que, salvo las lucubraciones lógicas de Pragüe y de Dugall, no sabían de él más que su inmediata realidad, ignorando cuanto pudiera afectar a su futura aplicación. La vida y el trabajo cotidiano habían hecho que se convirtiera en una costumbre la presencia de la Policía de Seguridad que seguía guardando desde el exterior la sala donde se construía la computadora, las visitas periódicas de Granz acompañado de miembros del ministerio de Defensa, las preguntas siempre iguales... Habían sido seis años ininterrumpidos de trabajo, seis años a lo largo de los cuales los misterios se habían convertido en hábitos y la curiosidad se había adormecido. Seis años en los que el odio por un trabajo hecho a ciegas se había convertido en Pragüe en un convencimiento total e igualmente ciego de la necesidad del cambio que preconizaba Kunner y aceptaban los exaltados mesiánicos.
Dugall apareció por detrás de la distribuidora nuevamente. Sin duda, se había adormilado. Venía restregándose los ojos y murmurando entre un bostezo y otro;
—Son casi las nueve... No se retrasarán, supongo...
Pragüe sonrió, levantándose.
—¿Se han retrasado alguna vez?
—No, que yo recuerde...
—Y lo malo es que pretenderán ponerse hoy mismo en marcha, ¿no?...
—Tenlo por seguro...
—Pues con el sueño que tengo... —Dugall se interrumpió y se encogió de hombros—. Bueno, afortunadamente no podrán trabajar mucho, porque...
—¿Tú crees? —le interrumpió Pragüe—. Hace dos meses que los ayudantes de Granz están repartidos en todas las máquinas taladradoras de la Casa confeccionando las fichas de información.
—¡No!...
—Por desgracia, es cierto... Más de doce millones de tarjetas.
Dugall se encogió de hombros, calculando mentalmente.
—Bueno, eso es trabajo para una hora.
—Una hora para llenar la memoria. Luego...
—Claro, según le dé al viejo por preguntar, ¿no?...
Fue de una exactitud matemática. Mientras el reloj eléctrico que estaba instalado en la sala hacía sonar las nueve, se abrió la puerta acorazada y entró el profesor Granz, seguido por una extraña comitiva. Inmediatamente detrás de él venía el propio Ministro de Defensa, luego cinco ayudantes provistos de enormes carteras de cuero repletas, a continuación dos agentes de la Seguridad Internacional, que se apresuraron a instalar un equipo de radioteléfono, mientras los ayudantes del historiador iban colocando en orden, sobre la mesa vecina al Distribuidor, los millones de tarjetas perforadas en las que habían estado trabajando desde meses atrás. Los preparativos duraron un cuarto de hora y, durante él, apenas si se cambiaron las palabras más necesarias. El profesor Granz daba indudables muestras de excitación nerviosa. Miraba el computador, como si quisiera desentrañar el secreto de su funcionamiento, miraba a sus ayudantes, dándoles prisa con su impaciencia y miraba a los dos agentes que terminaban de instalar el radioteléfono. Las voces, siempre escasas, se dejaban oír tenuemente, como si los asistentes estuvieran concentrados en una operación casi religiosa. Pragüe observaba a unos y a otros y únicamente en Dugall encontraba respuesta al cúmulo de preguntas que se estaba haciendo. La respuesta muda de Dugall era un incontenible deseo de echarse a reír, ante la solemnidad inusitada que estaba tomando el acto.
Los ayudantes de Granz terminaron con su labor y se retiraron, cambiando un saludo en voz baja con el viejo catedrático. Por su parte, los dos agentes terminaron de instalar el radioteléfono y uno de ellos salió, quedándose el otro para hacerlo funcionar.
Quedaban cinco personas en la sala. La puerta acorazada se cerró, aislándoles del exterior, excepto por el tenue cable que estaba al mando del agente de la Seguridad. El profesor Granz cambió una mirada con el Ministro, una mirada en la que parecía pedir su gran oportunidad. El Ministro se sentó junto al agente de la Seguridad e hizo una seña con la cabeza. Entonces el profesor se volvió a Pragüe, al que no había mirado más que de reojo desde que entraron.
—Bien, señor Pragüe... ¿Podemos empezar?
—Cuando usted quiera, profesor...
—Primero... —señaló los montones ordenados de las tarjetas perforadas, repitiendo:— Primero habrá que meter todo eso en la memoria, me imagino...
—Eso es...
—Las tiene usted distribuidas por su orden: fechas y acontecimientos históricos, con precisión de su naturaleza y del lugar exacto en que ocurrieron.
Pragüe dio un respingo:
—¡Pero profesor Granz!... La máquina no puede... ¡no puede localizar el lugar, sin tener en la memoria el más exacto mapamundi!... Y no ha sido construida para eso...
El profesor negó nerviosamente con la cabeza, como si quisiera apartar las dificultades.
—¡No hace falta ningún mapa!... Están los lugares expresados por sus coordenadas geográficas ... ¡y eso son números, señor Pragüe!... He estado informándome sobre esto, no crea que me he dedicado a esperar durante estos seis años... Supongo que bastarán las coordenadas, ¿no es eso?...
Pragüe afirmó con la cabeza. El profesor indicó nuevamente las tarjetas, impaciente.
—Entonces...
Fue una hora de silencio en los cinco hombres que ocupaban la sala de la máquina. Una hora durante la cual sólo se escuchó el breve rumor de la impresora y del complejo aparato distribuidor de las tarjetas. Pragüe y Dugall fueron introduciéndolas una a una. Una hora de labor continua y monótona, casi convertidos los dos hombres en parte constitutiva de la enorme máquina. El profesor y el ministro permanecían mudos, sentados en los sillones que se habían apropiado. El agente encargado del radioteléfono observaba curioso el funcionamiento de aquella máquina extraña, seguía con los ojos el constante parpadeo de las lucecillas de colores que se encendían y apagaban en torno suyo, el movimiento mecánico de las cintas magnéticas acumulando información que luego transmitirían a las memorias electrónicas.
Mientras introducían en la Distribuidora las últimas tarjetas, Pragüe levantó la mirada hacia el reloj. Pasaban pocos minutos de las diez. Pensó que Kunner y los demás compañeros ya estarían reunidos en los sótanos de Las Columnas, esperando su llegada para tomar la decisión final. Tal vez aún podría llegar a tiempo... si el profesor se conformaba con un ensayo de las posibilidades del computador.
Las últimas tarjetas desaparecieron por un instante en la garganta de la máquina, para volver a aparecer un minuto después por los pequeños vomitorios que las devolvían, una vez memorizadas por la computadora. Pragüe desconectó los mandos y se volvió. A diez centímetros de su rostro estaban los ojos cansados y miopes del profesor Granz. Pragüe contuvo un sobresalto.
—Ya está, profesor...
Granz afirmó con la cabeza. Cambió una mirada rápida con el Ministro y nuevamente se volvió hacia Pragüe.
—Bien, señor Pragüe... Supongo que ya es hora de que conozca usted el destino de nuestra computadora... —hablaba con la voz agitada, como si sintiera que iba a faltarle tiempo para lo que deseaba hacer—. Esta máquina, contra lo que usted habrá podido suponer, no obedece a ningún capricho... Ni siquiera fui yo quien tuvo la idea de que se construyera... En el fondo, yo mismo tengo mis dudas respecto a su eficacia... pero espero que su trabajo habrá sido tan completo como he tenido ocasión de ir comprobando. La idea partió del mismo señor Ministro de Defensa, en combinación con la Dirección de la Seguridad Internacional... Usted ya conoce la máquina computadora que emplea nuestro cuerpo de policía...
—La construí yo mismo, profesor —dijo Pragüe, impaciente.
—Lo sabía. Por eso fue usted el encargado de construir esta. Recapitulemos: la máquina computadora del cuerpo de Policía ha ido reuniendo en su memoria todos los delitos que han tenido lugar en el país desde hace diez años. Y ha sido tan eficaz su labor, que hoy la policía puede prevenir los delitos que van a suceder. Se pensó, por lo tanto, en una máquina mucho más potente, con una finalidad mucho más amplia... y también infinitamente más importante para la Humanidad.
Se aclaró la garganta y señaló el computador.
—Aquí han sido introducidos con la máxima exactitud todos los acontecimientos históricos que, en uno u otro sentido, han marcado fechas de extrema violencia para la Humanidad. Con una exactitud absoluta en el tiempo y en el espacio han sido consignados en las tarjetas perforadas. Ahí, señor Pragüe, están las fechas exactas de las matanzas de semitas por los egipcios; los lugares exactos de los emplazamientos de los circos romanos en las fechas justas en que fueron martirizados los primeros cristianos; la fecha y el lugar del asesinato de Julio César; de Miguel Servet; el lugar donde se fraguó la Revolución Francesa y cada uno de los síntomas que llevaron a su explosión y al Terror; la fecha y el lugar del asesinato de Lincoln, de Kennedy; el lugar del emplazamiento de los campos de exterminio, de Auschwitz y de Buchenwald, la fecha de las matanzas de Katyn; las fechas y los lugares de todas las batallas de la Humanidad; el emplazamiento exacto de las matanzas de Sharpeville; el incendio del Reichstag; la revolución rusa; las fechas y la situación de todas las manifestaciones racistas de la Humanidad, desde la época sumeria hasta la White Defence League; las explosiones antinegras de los Estados Unidos del Sur, con determinación del día exacto y del lugar donde sucedieron...
El profesor se detuvo y señaló ampliamente las secciones de la computadora, ahora en silencio.
—Eso es todo, señor Pragüe.
Nuevamente cambió una mirada con el Ministro, el cual, a su vez, hizo una seña al agente de la Seguridad Internacional. El agente asintió y puso en contacto el radioteléfono. Pragüe, sin comprender aún, miró alternativamente al ministro y a Granz, que en este momento extraía de su bolsillo interior una nueva tarjeta. Su mano temblaba al tendérsela a Pragüe.
—Aquí, señor Pragüe, está la única pregunta que le haremos hoy a la computadora. Probablemente tardaremos mucho tiempo en poder comprobar la autenticidad de su respuesta, pero nos servirá de pauta para nuestro futuro trabajo. La pregunta es: ¿cuándo y dónde se manifestará el próximo estallido de violencia totalitaria en el mundo?... Plantee la pregunta, señor Pragüe.
Por un momento, la tarjeta vaciló en manos del ingeniero. No, no podía ser. La máquina no sería nunca capaz de ser adivina. El la había construido y lo sabía, ¡lo sabía con exactitud! Pero, en la fracción de un segundo, su mano había temblado. Sus ojos trataron de evitar en ese segundo los ojillos miopes de Granz, pero se repuso inmediatamente. La máquina nunca podría prevenir el curso de la Historia, a menos que la Historia fuera un encadenamiento de acontecimientos unidos por un destino inexorable.
Pragüe introdujo la tarjeta—pregunta en el ordenador. Conectó. Por un instante que a Pragüe se le hizo largo como una hora más, las luces de la computadora se encendieron y se apagaron, las cintas magnéticas buscaron el lugar exacto de la memoria que tenían que sacar a la luz. Y, en el interior los circuitos se pusieron en funcionamiento.
Los ojos de todos se volvieron insensiblemente hacia la máquina grabadora de las respuestas. Pragüe dio unos pasos hacia ella y su hombro tropezó con el hombro de Granz, que se estaba acercando en silencio.
De pronto, las teclas de la grabadora se movieron rápidamente, imprimiendo sobre el papel continuo primero una fecha: veintisiete de octubre de...
—¡Es hoy mismo... —gritó el profesor. El ministro se lanzó sobre la grabadora, mirando el siguiente dato que iba a ser impreso.
La grabadora marcó unas cifras: grados, minutos, segundos y décimas de segundo de longitud Norte. Grados, minutos, segundos de latitud Oeste.
E inmediatamente una hora: 10'45 a.m.
Pragüe sintió que las piernas le flojeaban, mientras el Ministro arrancaba violentamente el trozo de papel y se lanzaba hacia el agente gritando:
—¡Es aquí mismo, en la ciudad!... Rápido, comunique usted estas coordenadas y que se localice el lugar. Que esté preparada la fuerza de Seguridad: queda media hora escasa para...
Pragüe estaba junto a él y con su mano impidió que el agente descolgase aún el microteléfono. Tenía un nudo en la garganta al decir lentamente:
—No se molesten en buscar el lugar, yo se lo diré: los sótanos del bar Las Columnas, en la intersección de la calle veintiocho y la novena avenida...
Fin