CÁSATE LAS VECES QUE QUIERAS
Publicado en
diciembre 22, 2013
Mi tía Eulogia no tenía alma de infiel, pero cuando conoció al viudo Antonio Ramírez, se enamoró de él y le pidió el divorcio a Roberto...
Por Elizabeth Subercaseaux.
En la vida de un hombre hay dos horas temidas: la de la muerte y la hora en que su mujer se enamore de otro. Roberto vivió la mitad de su vida pensando que él, pese a todo, era bastante privilegiado. En su caso solo temía la hora de la muerte. Eulogia nunca se enamoraría de otro, se decía, mirándose al espejo y viéndose bastante más atractivo de lo que en realidad era. "Un marido como yo no se lanza por la borda así, no más. La flaca dice que soy estupendo".
—¿No es cierto, Eulo, que no me dejarías por otro?—le preguntaba.
Y mi tía, siempre pensando en otra cosa, le aseguraba que no.
—Cómo se te ocurre. El matrimonio es uno solo. Y para encontrarme con un segundo Roberto a los pocos años, más vale quedarme con el que ya conozco.
Pero nunca se sabe por donde va a saltar la liebre.
Una de esas tardes de verano, cuando la ciudad parece otra, sin autos, sin gente y solo las moscas aburridas vuelan por las piezas llenas de calor, mi tía estaba sola en su terraza. Mirando pasar el tiempo. Pero en vez del tiempo pasó un hombre de unos 40 y tantos años, que andaba agachado mirando al suelo. Obviamente buscaba algo.
—¿Se le ha perdido alguna cosa? —le preguntó mi tía.
—Efectivamente —dijo el hombre—acabo de perder un anillo que es muy importante para mí.
—¿Quiere que le ayude a buscarlo?
—Si es tan amable.
Mi tía y el desconocido estuvieron 10 minutos, a gatas, buscando el anillo, hasta que ella lo encontró tras un rosal.
—Pero este anillo es demasiado pequeño para ser suyo —le dijo.
—No es mío. Era de mi mujer.
Mi tía lo miró interrogante.
—Murió hace seis meses...
—Cuánto lo siento.
—Fue terrible, en realidad, murió de cáncer en el pecho.
—Cuánto lo siento —repitió mi tía—. ¿No quiere pasar a mi casa a tomar algún refresco?
Estuvieron charlando amigablemente hasta las seis de la tarde.
—Ahora debo marcharme. Mi hijo ya va a volver del colegio y me gusta estar en la casa a su regreso. (Qué amoroso, pensó mi tía Eulogia). Además, hoy me toca cocinar; nos turnamos, ¿sabe? Un día cocina mi hijo, al día siguiente lo hago yo. (Qué encanto, pensó mi tía). Voy a comprar unos tomates y un par de berenjenas para hacerle una terrina de verdura. Es algo que a mi hijo le encanta. (Qué tierno, pensó mi tía).
—Bueno, ha sido un gusto conocerlo. ¿Cómo se llama? No me ha dicho su nombre.
—Antonio. Antonio Ramírez para servirle.
—Yo me llamo Eulogia —dijo mi tía, estirándole la mano—. Ha sido un placer.
—Qué nombre tan bonito. ¿Vive aquí? —le preguntó Antonio.
Al día siguiente (continuaba el verano, continuaba el calor, continuaban las moscas y la tranquilidad), mi tía salió a la terraza y grande fue su sorpresa cuando se topó, casi a boca de jarro, con Antonio que venía llegando.
—Le traje estas flores.
—¿Por qué?
—Bueno, por su ayuda de ayer.
Y así empezó todo. Primero fueron las flores. Después la invitó a dar un paseo por la cuadra. Luego le presentó al niño. Un día le llevó una caja de chocolates. Otro día le mostró las fotos de su difunta mujer.
Mi tía Eulogia no tenía alma de infiel. Para nada. Sin embargo, a poco andar se dio cuenta de que se estaba enamorando de él. Un día, tarde ya (Roberto andaba en un viaje de negocios), mi tía salió a la terraza y se encontró con que Antonio estaba esperándola.
Se perdieron en la noche.
Cuando Roberto regresó de su viaje se encontró con que uno de esos temores, con el cual jamás había soñado, se había hecho realidad. Mi tía estaba esperándolo en el aeropuerto.
—Tengo que hablar contigo —le dijo y a él se le erizaron los pelos.
Eulogia nunca iba a esperarlo. Tenía que haber pasado algo grave. Muy grave.
Mi tía se lo dijo. Con todas sus letras.
—Me caso.
—Me ¿qué?
—Me caso.
—Pero si ya estás casada.
—Sí, pero vamos a divorciarnos, porque me he enamorado de Antonio Ramírez y me caso con él.
No es necesario explicar la cara que puso Roberto. Ni lo que sintió en su alma. Ni el horror que le apretó la garganta.
—¿Estás loca?
—No —le dijo mi tía, seca, firme, decidida como Roberto no la había visto nunca— no estoy loca. Estoy enamorada.
La familia entró en un verdadero estado de ebullición. Mi abuela se puso furiosa con la noticia.
—Eso está mal, Eulogia, que el perejiliento de tu marido eche unas canitas al aire, con la flaca o con quien sea, no te autoriza a enamorarte de otro hombre y romper tu matrimonio. El matrimonio es uno solo. Mírame a mí. Si yo hubiera dejado al adefesio de tu papá, las mil y una veces que he estado a punto de hacerlo, esta familia se habría ido al diablo.
—¿Y dónde está su feminismo, mamá?
—¡Qué feminismo ni qué ocho cuartos! —gritó mi abuela—. Esta no es la teoría. Esta es la realidad. Al marido no se le abandona. Punto.
A la Domitila tampoco le gustó la idea de que mi tía se divorciara.
—Es inútil, señora Eulogia. Ahora cree que don Antonio es mejor que don Roberto, pero al poco tiempo va a querer deshacer lo hecho. ¿Y la flaca de la esquina? Usted me ha dicho que sin la flaca no le gusta vivir, que la necesita para justificar su infelicidad. ¿Va a presentársela a don Antonio?
—No digas sandeces.
—¡ Ay, señora! ¿Cómo hacer para convencerla? El matrimonio es uno solo. No crea que cambiándole la cara al marido va a cambiar la institución.
Pero no hemos dicho nada de Roberto, que llegó a la casa con el corazón apretado. Se encerró en la pieza y lloró como un niño toda la noche. Al día siguiente fue incapaz de levantarse. Por la tarde se encerró en el escritorio. Copió un poema y lo dejó a mi tía sobre la almohada.
Emerge tu recuerdo de la
noche en que estoy.
El río anuda al mar su
lamento obstinado.
Abandonado como los muelles del alba. A la hora de partir, ¡oh, abandonado!
Hay que decir que mi tía lo leyó y quedó impresionada. Muy impresionada. ¿Qué le había pasado a Roberto? ¿No era esto lo que tantas veces había soñado? ¿No era su libertad lo que más quería?
—Ahora puedes casarte con la flaca —le dijo una noche.
—¡Nunca he pedido casarme con la flaca! —gritó él.
—¿Y con la crespa de la oficina
—Menos. Es idiota.
—¿Y la rubia de la farmacia?
—No sigas. Es a ti a quien quiero —le dijo sollozando.
Mi tía se sentía perdida.
—Pero si tú nunca me has querido. —¿De dónde sacaste eso?
—De los 20 años que llevamos juntos.
Roberto puso su mejor cara de perejiliento y le preguntó:
—¿Han sido tan malos?
Lo cierto es que mi tía Eulogia no estaba bromeando. Se había enamorado en serio. Se sentía joven, diferente, bonita. Antonio la quería, la respetaba, se reía a gritos de sus ocurrencias.
Mi tía Eulogia habló con la Domitila. Le explicó que estas cosas pasaban en las parejas. Nadie abandonaba al marido por gusto o por hacerle un daño. Para ella también era difícil, pero estaba decidida a dar el paso.
Esa tarde, la Domi tomó una decisión: hablaría con don Roberto.
—Hasta aquí no más le llegó el vuelo, don Rober. Ahora se fregó. La señora anda en la luna con su nuevo amor. Y esto le pasa por ser pájaro de aventuras. Por abusar de su libertad. Por no darse cuenta de la mujer que tenía al lado. Por mentiroso. Bien merecido se lo tiene.
Roberto se tragó una lágrima.
Un mes más tarde ocurrió lo que nunca nadie hubiera imaginado. Ni yo misma. Mi tía Eulogia se divorció de Roberto y se casó con Antonio Ramírez. Y el día de la boda, al llegar al hotel, por la noche, la mucama le entregó una canastilla de flores. Era de Roberto. Venía con una tarjetita.
"Mi querida Eulogia: Cásate las veces que quieras, pero por favor, que yo sea tu único amante".
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, SEPTIEMBRE 03 DEL 2002