TE PREFIERO A TI (Corín Tellado)
Publicado en
noviembre 24, 2013
Argumento:
Dos hermanos gemelos, uno bueno el otro no tanto. ¿De cual estaba enamorada ella? ¿Del que parecía bueno o del que no?
Ella una señorita de su casa y los gemelos unos sinvergüenzas con las mujeres, ¿Qué podía resultar de eso?
Capítulo 1
No te olvides, Iñaque. Hoy no estoy citado con ella, pero creo que será mejor que tú procures verla. No tengo tiempo ni para poner una nota. Le dices la verdad: que tuve que salir de Madrid a escape. Asuntos de negocios. ¿Me oyes o no me oyes, Iñaque?
—Claro que si. Te vas de viaje. A México, esta misma tarde, dentro de un cuarto de hora todo lo más. ¿No es así? Y pretendes que yo vea a tu novia y se lo diga.
—Eso es.
—Se lo diré.
—Con suavidad, ¿eh, Iñaque? No seas bruto. Tú, a veces, haces las cosas a lo bestia.
Iñaque distendió los labios en una sutil sonrisa sarcástica.
Era alto y delgado, de anchas espaldas, muy negro el cabello peinado hacia atrás con la mayor sencillez. Los ojos tan negros como el cabello y los labios relajados en una mueca indefinible.
Ernesto cerró el maletín y se volvió en redondo. Era exactamente como su hermano, con la única diferencia de que Iñaque llevaba el cabello más largo. Nadie, viéndolos separados, era capaz de diferenciarlos. Juntos sólo se distinguían por el cabello. Ernesto, el sesudo de los gemelos, era de continente más bien grave, ocultando su mala intención (porque siempre la tenía) bajo una sonrisa convencional. Era el hombre nocturno. El que tenía fama de gran persona y engañaba a su propio hermano, si en ello iban faldas o cosa que pudiera interesarle.
Iñaque, en cambio, era el hombre frívolo que nunca tomaba nada en serio, que tenía docenas de novias a la vez y a todas daba palabra de casamiento, y cuando se le descubría el juego, se quedaba tan fresco.
Pero no ocultaba una doble vida. Él era así porque lo era y no tenía por qué disimularlo.
Ernesto no estaba bien seguro de que Iñaque hiciera bien su encargo.
Se sentó a su lado y lo asió por el brazo.
—Escucha, muchacho. Escúchame bien. No me agrada en absoluto quedar como un cochino. Ya sé que tú piensas que lo soy.
—Lo pienso —admitió Iñaque muy serio.
—Bueno; eso no tiene mucha importancia. Lo esencial es que ella no lo piense así.
Iñaque empequeñeció los ojos.
—¿De veras te interesa esa chica? —preguntó de modo raro.
Ernesto hizo uno de sus lentos movimientos de protesta. Metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó un cigarrillo. Lo encendió y fumó precipitadamente.
—Puede que me interese mucho Beba Quintana. No lo sé, demonio, no lo sé. Es mi novia, ¿no? Y yo nunca he tenido novia. ¿No es así? Si nunca la he tenido y ya cumplí los veintisiete años, y la tengo ahora, es de suponer que me interese, ¿no?
—Yo tengo en este instante seis novias, y la verdad, confieso que no pienso casarme con ninguna de ellas.
—¿Sabes lo que te digo?
—Sé.
Ernesto dio un respingo.
—¿Sabes? ¿Cómo lo sabes si no lo he dicho aún?
—Supongo que pensabas decir que somos dos sinvergüenzas.
—¡Hum, hum!… ¡Tanto como eso! —fumó más aprisa—: Oye, muchacho, gemelo querido, yo te digo.
—No seas cursi, Ernesto. Cuando me llamas muchacho querido es que piensas pedirme un favor. Te he quitado del medio ya varias novias. No, no. Esta vez pienso jugar limpio. Yo te quito las novias y quedo como un canalla; tú me das un cheque por el trabajito y te quedas como un pachá… —se puso en pie—. Esta vez no me interesa marcharme con Beba Quintana.
Ernesto se le quedó mirando desolado.
—Y yo que alguna vez tuve el presentimiento de que te gustaba Beba.
Iñaque, que se hallaba de espaldas a su hermano gemelo, no se movió. Pero en la rigidez de su rostro hubo como un sobresalto.
De espaldas, como estaba, gritó exasperado:
—¿Esa pavita?
Ernesto se puso en pie y dio la vuelta en torno a su gemelo.
—Oye, muchacho, perdóname que haya pensado tal disparate. Ya sé que soy un tonto. Escúchame. Préstame un poco de atención.
—Empieza ya, si eso te consuela.
—No sé si Beba me interesa mucho. Nunca me pregunto esas cosas cuando salgo con una chica. Hace sólo dos meses que es mi novia. Si, si, no me mires con ese sarcasmo. Fue aquel día que os encontré bailando en Lido. Tú me la presentaste. Me pareció que estabas interesado por ella…
—Y me la quitaste. Suponte que, en efecto, estuviera interesado por ella.
Ernesto se echó a reír con aquella mueca suya indefinible.
—Es una manía que no puedo remediar —gruñó—. Cuando veo a uno de mis amigos con una chica guapa, voy y se la quito. No soy capaz de dominar esa tentación…
—Pero yo soy tu hermano y además gemelo.
Ernesto volvió a reír.
—Fue más interesante aún. Ella se quedó asombrada cuando nos vio juntos. Dijo: "¿Cuál de los dos es Iñaque?". Tú dijiste: "Yo". Yo empecé a reír y ella debió de pensar que era más interesante que tú, pese a nuestro terrible parecido.
—Déjate de bobadas, Ernesto. Se te hace tarde. No conviene que pierdas el avión. Vas a México con una comisión importante. Una cosa es que tú y yo seamos unos sinvergüenzas en cuestiones de faldas y otra nuestro negocio de exportación. Tienes aquí, cursado anteayer en Valencia, el telegrama de papá: "Sal inmediatamente para México. Me reuniré allí contigo en nuestras oficinas, dentro de seis días". Sabes muy bien que papá no se anda con chiquitas. El asunto debe ser peliagudo cuando te envía a ti.
—Eso es verdad. ¿Por qué no me llevas a Barajas y continuamos en el auto nuestra conversación?
—Si es para que yo quite a Beba de en medio pierdes el tiempo.
—Si me gusta Beba Quintana como no me gustó jamás otra mujer —gritó Ernesto furioso—. Pero tú sabes que detesto el matrimonio y que Beba no es chica con la que se juegue a unas interminables relaciones.
—Te llevo a Barajas —cortó Iñaque—. Vamos. Yo le llevo el maletín. Tú agarra la maleta.
Y uniendo la acción a la palabra se dirigió a la puerta con el maletín asido de la mano.
Minutos después ambos aparecían en la calle, donde el lujoso "Mercedes" de Iñaque les esperaba. Subieron ambos y dejaron lejos la avenida del Generalísimo.
—Beba Quintana es una chica vulgar —decía Ernesto con ardor—. Tú lo sabes, Iñaque. Era tu amiga cuando yo la conocí. Siempre me pregunté dónde la conociste tú, Iñaque.
—Tienes muy mala intención —gruñó Iñaque sin mirarlo, sólo atento a la dirección, bastante intrincada en aquel momento—. Y quiero que sepas que si me quitaste a Beba no fue porque yo no pudiera conquistarla, sino porque, como tú, tengo fobia al matrimonio y me interesaba más seguir con mis seis o siete novias a la vez que con una sola.
—Lo sé, lo sé, gemelo.
—No me llames gemelo.
—Está bien, Iñaque. Voy a llegar al aeropuerto y aún vas a continuar gruñendo sin que yo haya dicho lo que pretendo.
—Que vaya a ver a Beba y le diga que has tenido que salir de viaje y que no sabes cuándo volverás, y como eres tan perezoso, no le escribirás una sola carta. Añadiré, si te parece, que las mexicanas son magníficas.
—Eres un bestia —gritó Ernesto malhumorado—. ¿Qué tienes que decir tú de las mexicanas? Pretendo que Beba me espere. Sí, no me mires con esa expresión feroz. Me gusta. De todas las chicas que traté fue la única que no me permitió que la besase.
Iñaque apretó los dedos en el volante.
—No…, no la besaste… ¿nunca?
Ernesto suspiró.
—Jamás, y eso es como una espinita que llevo dentro.
—De modo que tú, el conquistador oculto, el ave nocturna, el que se las sabe todas con las chicas, el que tiene fama de excelente persona y es un canallita con traje de etiqueta, no fue capaz de besar a su novia.
Ernesto se mordió los labios.
—No fui capaz de tocarla, ¿entendido? Es mi primer fracaso y eso no lo asimilo yo muy bien. Tú conoces muy bien a don Félix Quintana.
—Seguro, y a tía Pepa también.
—No conozco a la tal tía Pepa ni me interesa.
—Es una solterona formidable.
—Iñaque.
—¿Qué pasa?
—Te estoy hablando en serio. No hagas una de las tuyas. Te pido que vayas a casa de Beba. Ya sé que su padre es un catedrático serio, sesudo y exageradamente moral. Pero yo te pido que vayas a ver a su hija y le digas que he tenido que salir de viaje y que espero que a mi regreso ella siga pensando en mí.
Iñaque estuvo a punto de desnucarlo de un puñetazo, pero sólo se limitó a decir:
—Si quieres algo más de mí…
—¿Vas a ir a su casa?
—¿Qué trabajo me cuesta pasar por la calle del General Sanjurjo? Tocar el timbre en el piso de Beba, pedir ver a ésta y decirle tu recado… Claro que lo haré.
—Sin añadir cositas de tu cosecha.
—Eres un sinvergüenza, Ernesto. Yo lo soy y no trato de ocultarlo. Ninguna chica decente sale conmigo dos veces seguidas. Ya saben que no me voy a casar, porque es lo primero que yo les digo, en evitación de equívocos lamentables, pero tú…, tú…, que todo el mundo te considera un dechado de perfecciones…
Ernesto fumó aprisa. Muy aprisa.
—Me costó conseguir un puesto lucido en la sociedad —gruñó—. Una vez conseguido diré el refrán. Coge buena fama y échate a dormir.
El auto se detenía ante el aeropuerto de Barajas.
—Tu avión está a punto de salir —gritó Iñaque—. Sal disparado. Si pierdes este avión perderás la confianza que papá tiene depositada en ti.
—En modo alguno —saltó del auto, y asiendo el maletín y maleta echó a correr, diciendo al mismo tiempo—: No te olvides… Dile que yo no escribo nunca. Dile que espero que a mi regreso… Dile…
La voz se perdía ya a lo lejos.
Iñaque, que no se había movido del auto, esperó allí sentado ante el volante a que el avión despegara.
Después… ya haría y diría lo que le diera la gana.
Capitulo 2
La vida no es un juego, Beba. Tú debes saberlo. Siempre te lo dije así y traté de demostrarte que no estaba equivocado.
Beba guardó silencio. Escuchaba. Era una buena cualidad suya. Siempre escuchaba a su padre, aunque al final no hiciera nada de cuanto él decía.
—No es conveniente perder el tiempo. No es que tú seas mayor. Sólo tienes veinte años, pero yo estimo que lo peor que puede hacer una muchacha es dejarse cortejar por un hombre que no se va a casar con ella.
—El que no se casa es el gemelo, Félix —intervino tía Pepa—, Ernesto es un hombre serio.
—No me fío de los hombres que manejan el dinero como yo la historia y la literatura.
—Siempre te empeñas en no ver personas buenas y con excelentes condiciones en torno a ti —gruñó la solterona.
—Tú no sabes de esas cosas, Pepa —se exaltó el elegante caballero—. No te has casado nunca.
Tía Pepa no se alteró en absoluto.
Pero dijo cortante:
—He tenido novios y sé lo que son los hombres. A una mujer no le hace falta llegar al matrimonio para saber ciertas cosas.
—No os enfadéis —pidió la preciosidad que era Beba Quintana—. No hay motivos. Ernesto es un hombre estupendo. No estoy enamorada de él aún, pero creo que llegaré a estarlo.
—Pues es lo que yo pretendo evitar —adujo el padre severísimo—. Cuando una mujer se enamora, ya no sabe lo que hace. Lo conveniente es enamorar sin enamorarse uno y entonces el triunfo es seguro.
—Papá…
—Ya sé que no es un consejo muy edificante —se ruborizó el sesudo catedrático—, pero eres mi hija y sólo te tengo a ti.
—Gracias.
—Pepa, por favor, que tú te defiendes sola —gruñó el caballero—. Beba no sabe aún lo que le conviene.
Tía Pepa —alta, desgarbada, con los cabellos blancos y los ojillos pequeños, muy bondadosos— se quedó inmutable. Miró con adoración a su sobrina.
—No debes olvidar —adujo al rato— que Beba carece de todo. Tú, con eso de la historia y la literatura, te consideras millonario en sabiduría, pero eso hoy no da de comer.
—¡Pepa!
—Lo dicho. Si tu hija puede pillar un millonario, no tiene por qué casarse con un muerto de hambre como tú.
—¡Pepa!
—¡Tía!
—Es la verdad, hijita. Y tú, hermano, no mires con ese furor. Estoy diciendo una verdad como un templo. Con lo guapa que eres, con lo inteligente que eres, con lo joven que eres y lo culta, porque eso si, hay que decirlo todo, de eso te dotó tu padre en abundancia, no estaría bien que después de casada te preocuparas de contar los garbanzos y el arroz, como hacemos en casa.
—¡Pepa!
—Te oigo bien, Félix. No es preciso que me chilles tanto. Además, un señor tan elegante y comedido como tú, gritando así. ¿Qué dirá Felisa?
—Eres una metomentodo, Pepa —se enojó muchísimo el caballero—. Nunca debí sacarte del pueblo.
Tía Pepa continuó inmutable.
Dijo riendo:
—Si me dejas en el pueblo, ¿quién se hubiera ocupado de criar a tu hija? No nos engañemos, Félix. Yo sé muy bien que eres un historiador magnífico. Que sabes cuándo murió aquel literato y cuándo nació el otro, y lo que hicieron y por qué se distinguieron, pero también sé que en el fondo eres un egoísta como todos los hombres.
—Tía Pepa.
—Déjala —gritó el padre—. Siempre tiene que decir cuanto piensa, y así resulta tan vulgar. Como te decía, hijita…, no me gusta que salgas con ese chico llamado Ernesto Roldán. Repito que tiene mucho dinero, y aun cuando su reputación es excelente, yo siempre opino que un hombre cargado de millones, que vive en un apartamento en la avenida del Generalísimo, no es capaz de casarse con una chica sin dote.
—¿Y si al fin se casa?
—Antes hay que pasar por el purgatorio, pensando si lo hará o no lo hará, y yo soy de los que pienso que más vale pájaro en mano que seis volando.
—Los sentimientos, papá…
—¿Los sentimientos? Tú misma has dicho que aún no estás enamorada dé él.
—Aún no, pero me gusta más que ningún otro chico.
—No hace ni cinco meses que salías con el otro hermano. Ese tarambana sinvergüenza que tiene siete novias a la vez y que no piensa casarse con ninguna.
Beba bebió el café y no parpadeó.
Don Félix se puso en pie, dando por finalizada la comida.
—Ten cuidado. Beba —dijo al despedirse, besándola en la frente—. No me agrada que salgas con un Roldán.
—Ernesto es hombre serio —adujo la joven.
—Lo será, no lo discuto; pero yo te digo que tiene demasiado dinero y hace una vida desordenada. Viven solos en ese piso de la avenida del Generalísimo y luego viajan por toda Hispanoamérica cuando les apetece. Su padre está en Valencia, casado en segundas nupcias, y sólo se preocupa de sus hijos gemelos con el fin de que lleven el negocio desde aquí. Te digo, repito, que no me agradan esas relaciones. Un catedrático, un abogado, un ingeniero…
—Y a morirse de hambre.
—¡Pepa!
—¿No es así? ¿Qué sacamos nosotros con que tú seas uno de los más antiguos profesores de la Facultad? Di, ¿qué? Contar las perras hasta el céntimo. Cuando a Beba se le compra un modelo hay que dejar en blanco los cojines del salón, que están desgastados por el uso. Cuando hay que llamar por teléfono, se cuentan las llamadas para que la factura del mes no supere lo previsto. Hay que ir apagando todas luces y hay que andar con el agua restringida.
—Pepa, te dije muchas veces que no te metas en esto. Vivimos con honor y dignidad, y eso es lo más importante.
Y salió sin esperar respuesta.
En aquel mismo instante, Felisa, la criada para todo, apareció en el umbral.
—Señorita Beba —dijo con voz gangosa—, la llaman por teléfono.
—¿Quién?
—Creo que dijo don Ernesto Roldán.
—Voy…, voy en seguida —pero antes de salir se volvió hacia su tía—. No debes ser tan dura con papá, tía Pepa.
—Ji, ji… Tu padre vive con veinte años de retraso. Si lo sabré yo.
Beba salió corriendo.
Tenían dos teléfonos en casa. En el despacho de su padre, donde en aquel momento se hallaba él, y en el living, una especie de salita de estar donde ella recibía a sus amigas y charlaban muchas veces con la buenaza de tía Pepa.
A este último lugar se dirigió.
Se dejó caer en un ancho sillón y asió el auricular.
—Dígame.
—¡Hola!
—¡Ah, eres tú!…
—¿No piensas salir hoy?
—Sí —admitió un tanto asombrada—; pero aún son las seis de la tarde. Nunca me llamas a estas horas.
—¿Qué te parece si hoy fuéramos a bailar por ahí?
—¿A bailar? Pero ¿desde cuándo te gusta a ti bailar?
Iñaque, en el apartamento de la avenida del Generalísimo, tapó el auricular y miró desolado a su criado.
—He metido la pata, Matías.
—Ya lo decía yo, señor.
—¿Decir?
—Lo pensé, señor.
—¡Hum! —destapó el auricular—. Siendo contigo, Beba, me gusta hasta una indigestión.
Beba se alteró un poco.
—Te encuentro raro, Ernesto. ¿Has bebido?
—Claro que no.
—Dices cosas que nunca me has dicho.
—Es que uno empieza a decir tonterías de vez en cuando y luego no puede dominarse. La culpa no la tengo yo, Beba; la tiene tu belleza.
—Ernesto —se impacientó—. Por lo visto me desconoces.
—¿Por qué?
—Porque no soy de las que desean que se les digan cosas bellas a cada instante y además sin sentirlas.
—¿Quieres decir que yo no las siento?
—Cuando se dicen casi nunca se sienten. Se prefieren las que uno se calla.
—Pero es que, si lo callo, tú no puedes saber lo que pienso.
—Voy conociéndote.
—De acuerdo. Perdona mi estupidez. ¿A qué hora voy a buscarte? —preguntó sin transición.
Beba volvió a impacientarse.
—Creo que sabes muy bien que ayer quedamos en algo concreto.
Iñaque tapó de nuevo el auricular y miró a Matías con desesperación.
—¿Sabes tú dónde quedó en verse con ella?
—Yo creo, señor, que esto es un disparate.
—Bien merecido se lo tiene Ernesto. Que no deje a las novias tiradas como si fueran colillas. Dime, dime, ¿sabes tú dónde quedó en verse con ella?
—Va siempre a buscarla, a las siete en punto, a su casa, señor.
—Gracias. Eres mi guía, Matías. Mi guía y mi orientación.
—¿No es la misma cosa, señor?
—¿Sí? ¿Tú crees? —destapó el auricular—, ¿A las siete entonces?
—¿Por qué esas largas pausas, Ernesto?
—¿Qué pausas?
—No sé. Te aseguro que te encuentro raro.
—A las siete en punto junto a tu casa. No tardes en bajar. Ya sabes que no puedo tocar el claxon.
—A las siete. Y te repito que hoy te encuentro raro.
—Es que cada día vas a encontrarme más —dijo Iñaque en su papel de Ernesto—. ¿Sabes por qué?
—No.
—Porque cada día que pasa te amo mas.
Era la primera vez que Ernesto se lo decía.
Beba abrió mucho los ojos.
—Hablaremos por la tarde. Hasta la siete.
—Adiós, amor mío.
Colgó.
Entretanto tenía lugar esta conversación, en el apartamento de la avenida del Generalísimo Iñaque sometía su cabeza a los exudados de Matías, su criado.
—Yo no sé, señor, si esto estará bien.
—Si yo te lo pido, tú te callas y no sabes nada.
—Pero el señor cuando vuelva…
—Que se cuide la novia. Cuando uno tiene novia no la deja como si fuera un trapo. Además, Matías, tú sabes muy bien que a mi me interesaba profundamente esta chica, como ninguna me interesó hasta ahora. Y resulta que un buen día, a poco de conocerla, cuando casi estaba a punto de declararme, llega Ernesto, me la quita y a otra cosa. Y yo tuve que aguantarme porque Ernesto es un carota y no era tan villano yo como para luchar.
—Es más villano lo que hace ahora, señor.
—Tú córtame el pelo al estilo de Ernesto y asunto concluido. ¿No eres tu quien le corta siempre el cabello?
—Sí, señor.
—Pues manos a la obra.
—Señor, yo…
—Matías, que te despido.
—Si, señor. Pero yo sigo pensando que hacemos mal.
—Tú no haces nada. Soy yo quien le lo hace.
—Yo me embarco en la misma aventura, señor.
—Tú eres un barbero. Corta.
Y Matías con mano temblorosa empezó a cortar. Cuando terminó dijo ahogadamente:
—Mírese al espejo, señor.
El señor se miro y lanzó una exclamación como un gruñido.
—No me gusta nada, Matías; pero nadie dudará en pensar que se fue Iñaque y se quedo Ernesto.
Eran tan iguales que procedió a vestirse bajo la mirada censora de su criado.
Capitulo 3
Ernesto siempre usaba una loción peculiar. Muy masculina. Muy francesa.
El auto olía a Ernesto. A Beba, que entraba en aquel momento en el «Mercedes», no se le ocurrió pensar que aquel hombre que se sentaba ante el volante y le sonreía podía ser el gemelo de su pretendiente.
—¡Hola! – saludo acomodándose a su lado.
—¡Hola!
Él la miro con sus enormes ojazos.
Iñaque era menos sesudo que su gemelo. Mientras este sabía dominarse y minar el camino hacia una feliz solución victoriosa, Iñaque era fogoso, apasionado, dicharachero y temperamental.
—Estas guapísima.
—¿Eh?
—Te digo que estás guapísima.
—¿Sabes que hoy te encuentro muy vivo?
—¿Vivo?
—Muy parlanchín.
Iñaque en su papel de Ernesto, sonrió con suficiencia.
—Uno no puede resistir y tiene que decir a su novia lo que le parece está. Estás guapísima. Ese abrigo celeste te sienta como un guante.
—Pues me lo hizo mi tía —dijo Beba con la mayor sencillez—. Ya ves tú que vulgaridad.
Lo era, pero para Iñaque que estaba acostumbrado a comprarlo todo en los mejores almacenes y por docenas, aquella sencillez de Beba lo enterneció.
—«Mi hermano es un canalla —pensó—. Un cerdo canalla que no sabe lo que tiene.»
Él era un tipo frívolo. Le encantaba pasarlo bien con las mujeres y estas desgraciadamente eran su mayor debilidad; pero tenía una cierta conciencia y sabía apreciar lo bueno. Beba era de lo mejor y él nunca quiso hacerle daño.
Pero en aquel instante no podía evitar el pasar por su hermano y que después, al regreso de aquel, le degollara si quería.
—Te lo hiciera tu tía o lo compraras en Rodríguez, el abrigo es una maravilla y no me atrevo a decir lo que me parece quien lo lleva.
—Te has levantado muy dicharachero.
—¿No lo soy siempre?
—Nunca.
Era una faceta que él desconocía en Ernesto Si era más bien silencioso ¿Qué arte empleaba para conquistar a las chicas?
Decidió callarse todo lo que Beba Quintana le parecía.
—¿Qué te parece si fuéramos a bailar?
—Pero si no sabes.
«Además, embustero.»
—Pero quiero aprender —dijo en alta voz—. No voy a pasarme la vida viendo bailar a los demás.
—Siempre creí que no te interesaba aprender.
Era una monada. ¿Qué diría Ernesto de su desfachatez cuando regresara y supiera que Beba desconoció la ausencia de su novio?
A Ernesto no le interesaba Beba; de ser lo contrario la advertiría personalmente de su marcha y además no se iría, porque tenía en su mano enviarlo a él a México tras advertir a su padre que él estaba muy ocupado en Madrid.
—No voy a sacrificarte toda la vida a ver cómo bailan los demás —y sin transición—: ¿Al Biombo Chino?
—Bueno.
Torció hacia la izquierda y el auto se encaminó a las inmediaciones de la Gran Vía. Había mucho tráfico por aquella parte y el joven hubo de hacer verdaderos milagros para aparcar. Cuando lo hizo saltó al suelo y dio la vuelta al auto.
Cuando abrió la portezuela ya Beba se disponía a bajar. La asió por el brazo, cerró el auto y la condujo hacia el lujoso local.
Era pleno invierno (mediaba diciembre). Hacia mucho frío y las parejas se arrebujaban en la entrada, pretendiendo hacerlo todos a la vez.
Iñaque pasó un brazo por los hombros de Beba, pero ésta le miró severa.
—Sabes —dijo un poco sofocada— que no me gusta que me toques.
Era otra cosa que ignoraba.
¿Cómo podía Ernesto, el tocón por excelencia, pasar sin tocar a aquella monada?
Se resignó.
Atravesó junto a ella todo el local. De repente pensó que si alguien lo veía podía conocerlo mejor que Beba y llamarlo por su nombre, y lo curioso era que a él lo conocía toda la juventud madrileña. Pero se tranquilizó. Nadie sería capaz de distinguirlo si Beba no lo había hecho ya y estaba claro que no era así.
—Aquí —dijo.
Alguien gritó tras él:
—Iñaque.
Se volvió.
Era una linda chica rubia muy peripuesta, muy moderna, con una minifalda encantadora.
—Iñaque, cielo mió, ayer te estuve esperando y no llegaste. Eres un fresco.
—Lo siento —dijo Iñaque, dando a su voz una gravedad al estilo de su hermano—. Te has confundido Yo soy su gemelo.
—¡Oh, es verdad! El cabello de Iñaque. Perdona, chico.
Y se fue bamboleando su bien formada cadera.
«Lástima —pensó Iñaque—. Es una hermosa chica y con esa minifalda está fascinante»
Se volvió hacia Beba Quintana, que escuchaba sin parpadear.
—Lo siento —dijo riendo—, Iñaque tiene amigas en todas partes. Siempre me confunden con él, hasta que se percatan de que yo llevo el cabello corto.
—Tu hermano es un desastre.
—Perdido. Te lo digo yo, que lo conozco como nadie. En este momento tiene siete novias a la vez —sin transición, llegando a la mesa junto a la pista—: Siéntate. ¿No te quitas el abrigo? ¿Quieres que te lo lleve al guardarropía?
—Prefiero dejarlo en el respaldo.
Se lo quitó, rehuyendo delicadamente su ayuda. Quedó enfundada en un modelo azul marino muy bonito, recto, modelando sus túrgidas formas. Tenía una garganta suave y unos senos menudos y palpitantes.
Era una monada.
Iñaque mojó los labios con la lengua y pensó que él era un fresco, mucho más fresco de lo que imaginaba la chica de la minifalda.
—Si sabes bailar —dijo ella un tanto asombrada.
—Bueno, eres muy indulgente conmigo.
—No se trata de eso.
—Parece que lo dices un poco enojada.
—A mí me gusta bailar —dijo ella con su sinceridad habitual— y tú nunca has querido venir a una sala de fiestas conmigo.
«Claro, el muy tunante temía encontrarse aquí con sus amantes y que le desenmascararan»
En alta voz dijo sonriente:
—Es que me emociono mucho bailando. Beba, comprende. Y tú eres una chica especial.
—¿Cómo especial?
Iñaque trataba por todos los medios de atraerla hacia si, pero el codo de Beba se lo impedía.
—¿Lo ves?
—¿Qué veo?
—Que no me dejas abrazarte.
—Eres un fresco. Nunca lo intentaste. Hoy estás distinto.
«Pues no seré capaz de ser correcto —pensó—. Maldita sea, no. Esta chica cala hondo, con esos ojazos, y ese pelo, y esa boca y ese cuerpo… Y uno no es capaz de contenerse.»
—Cuando un hombre siente afecto o simpatía hacia una mujer no le inquieta esa mujer. Pero cuando se enamora de ella…
—Ernesto…, prefiero volver a la mesa.
—¿Eres tonta?
—No soy de las que bailan ofreciendo un espectáculo.
No la soltó. Le quitó el codo y la apretó contra si. La sintió temblar.
—Beba…, muchachita…
—No…, no…
—¿No, qué? —susurró—. ¿Puede uno evitar sentir adoración por una mujer cuando baila con ella?
—Te digo… O me sueltas o te dejo plantado.
—Prueba a soltarte.
—Ernesto…, detesto las incorrecciones.
—Un hombre enamorado, aunque no quiera, alguna vez resulta incorrecto.
—Suéltame. Baila como las personas.
Él metió la cabeza en su garganta. Así, casi pegado a ella, sintiéndola temblar en su propio cuerpo, dijo bajísimo:
—Mira en torno a ti. Fíjate bien. Bajo esa tenue luz azulosa y rojiza, todas las parejas se abrazan. Vienen aquí a eso. Nadie se mete con ellas y pueden abrazarle públicamente.
Ella no era de ésas.
Lo dijo con fuerza, un poco temblona su voz.
—No quiero ser como la generalidad. Y no es presunción. Es que me repugna ese tipo de abrazo. Es más bien sexual.
—¿Y no somos sexuales los seres humanos?
—Con alguna diferencia.
—Beba, cuando nos casemos.
Ella elevó los ojos. Los tenía límpidos. No había fingimiento en ellos, ni siquiera coquetería.
Iñaque se sintió un poco mezquino, pero no la soltó. La dobló un poco más contra sí. Habló en su oído:
—¿Qué pasa? Me has mirado de una forma rara.
Ella, súbitamente, se desprendió. Llevó la mano al pelo. Era una mano fina y suavemente cuidada. Le temblaban un poco los dedos. Parecía que su sensibilidad se recopilaba allí sin remedio.
—Beba…
—Perdona —dijo ahogadamente—. No puedo continuar bailando.
Y seguidamente se dirigió a la mesa.
Se sentó y, mientras él continuaba de pie, mirándola pensativamente, ella llevó el vaso a los labios y bebió despacio, un poco sofocada.
Iñaque se sentó.
—¿Qué clase de mujer eres? Tu físico es moderno, yo diría que ultramoderno. Estás a punto, diría yo, por tu físico, de usar la minifalda. Y, en cambio, te asusta y te abruma la forma de ser del hombre actual.
—No soy capaz de asimilar lo que él ve con toda naturalidad.
—¿Que te oprima bailando?
—Que me turbes así.
—¡Beba!
—No lo puedo remediar.
—Soy tu novio.
—Pero aún no eres mi marido —rotunda.
Él rió. Tenía una risa distinta a la de Ernesto; pero Beba, en aquel instante, no se percató de la diferencia.
«De modo —pensó Iñaque— que ella iba a la caza. A la caza de Ernesto, se entiende»
—No me dirás —apuntó al tiempo de extender las manos por encima de la mesa, tratando de buscar los dedos femeninos— que no vas a consentir que te bese mientras no sea tu marido.
—Eso es exactamente.
—Lo cual me hará pensar que estás dispuesta a cazarme.
Se ofendió.
Lo vio en sus ojos al elevarlos hacia él. Era una mirada fría y distante. Diferente, sobresaltándole.
—¿Quieres dejarlo en este mismo instante? —preguntó con helado acento.
Iñaque no fue capaz de asir sus dedos. Ella los metió bajo la mesa, los cruzó en su regazo.
—Bueno, bueno —trató de apaciguarla—, no nos digamos disparates. ¿Cómo voy a disipar esa nubecilla?
—No me agrada jugar con las palabras. No me agrada en absoluto, ¿me entiendes? Ni que se juegue con mis sentimientos. Ya sé que tienes más dinero que yo —sonrió a medias, sarcástica—. En realidad, yo no tengo un céntimo. Pero no me deslumbra el dinero. Jamás me deslumbrará. ¿Queda eso bien claro?
Capitulo 4
Dejaban el local.
La calle seguía atestada de tráfico. Iñaque, como pudo, la condujo hasta el estacionamiento y abrió la portezuela.
Aunque parezca imposible, algo se había roto entre ambos. No por él, por ella, que parecía poner una barrera entre los dos.
Iñaque cerró la portezuela y dio la vuelta al auto, acomodándose ante el volante.
—Estás rara —dijo malhumorado—. No soy capaz de entenderte.
—Es lo extraño. Que no me entiendas hoy y me entendieras antes. Esta conversación la tuvimos a los pocos días de salir juntos. Quedó bien sentado mi modo de ser y mi concepto del amor y de los hombres. Tú estuviste de acuerdo o, al menos con tu silencio así lo diste a entender y de repente vuelves con tus fogosidades.
«El muy canallita estaba minando el camino a lo zorro»
En alta voz manifestó:
—No se puede vivir a tu lado, saber que eres la novia de uno y dejarte pasar sin rozarte.
—Esa es la condición.
—¿Qué condición?
—La de salir conmigo. La de ser novios.
—Yo no soy capaz de ser un novio blanco hasta que sea un marido. Te lo digo ahora para que lo sepas y no nos equivoquemos los dos.
—Lo siento.
—¿Qué sientes? —se exaltó él.
—Que tengamos que dejarlo así.
—¿Te refieres a nuestras relaciones?
—A eso me refiero.
—Beba —dijo casi exasperado—. Una cosa es abusar del noviazgo y otra manifestarnos uno a otro que existe algo en común, unos sentimientos, unas relaciones con vista al matrimonio.
—No estoy de acuerdo. Los sentimientos se doblegan y en cuanto al matrimonio a largo plazo puede romperse en cualquier momento. No soy mujer que lleve sobre si el lastre de unas familiaridades intimas con un hombre y se case luego con otro.
—Por lo visto, tú lo que deseas es que yo me case mañana mismo.
El auto se detenía ante la casa de la calle del General Sanjurjo.
Beba Quintana, dentro de su delicada fascinación, asió la manilla de la portezuela. Con sequedad dijo:
—No voy a tu casa. Pero tampoco pienso intimar contigo en el sentido que tú lo deseas. Si no estás de acuerdo…
Iba a descender.
El, rabioso, pues no era tan diplomático como Ernesto, la agarró por un brazo.
—Aguarda.
—¿Para qué? Ya está todo claro. Si tú piensas que voy a tu caza y yo no estoy de acuerdo en que lo pienses, lo mejor es que nos separemos en este instante y para siempre.
Por toda respuesta, Iñaque, que no estaba acostumbrado a salir un día con una chica sin besarla, tiró del brazo femenino. Ella quedó ladeada en su hombro. Lo miró. Sus ojos parecían tener fuego.
—Si me tocas…
Tenía que tocarla.
Fue a besarla con todas sus fuerzas, pero ella puso la mano en medio de la boca de los dos y dijo bajo, intensamente:
—No te lo perdonaría jamás.
—Lo necesito.
—Como si no. Yo sé pasar.
—¿Puedes?
—Puedo.
—¿Sabes por qué? Porque no me amas. Porque estás dispuesta a cazarme, sea como sea.
Se escurrió de sus brazos y descendió. Se quedó de pie, linda e incitante, ante la portezuela abierta.
—Toma —dijo, tirándole algo a la mano—. Toma. Es el anillo que me regalaste el día que me pediste relaciones.
«Anillo y todo. Ernesto hacia las cosas o no las hacía, y luego, cuando se cansaba del juego, buscaba un pretexto que casi siempre condenaba a la mujer, y la dejaba plantada.»
El muy canalla.
—Quédate con él, Ernesto. Esto… se ha terminado.
Y dando la vuelta, gentilísima, decidida, se perdió en el ancho e iluminado portal.
Iñaque tardó unos momentos en poner el auto en marcha. Cuando lo hizo tenía como una extraña luz en sus ojos y un rictus raro en los labios.
* * *
—Siéntate, Matías.
—Si, señor.
Pero no se sentó.
—Matías, te he dicho que te sientes —gritó Iñaque exasperado.
Matías lo hizo como si fuera plomo y cayera de repente en un pozo sin fondo.
—Matías —empezó Iñaque con los dientes casi apretados—. Tú conoces a mi hermano mejor que yo.
—Puede ser, señor.
—Puede, no; es.
—Si el señor lo dice…
—Matías, déjate de enseñorearme tanto y sé más sincero.
—Lo estoy siendo, señor.
—No me desesperes. ¿Qué intenciones tenía mi hermano con respecto a Beba Quintana?
—Soy honrado, señor.
—¿Cómo? ¿Qué significo yo aquí? ¿No soy tan señor y tan superior tuyo como él?
—Pero yo nunca diré al señor Ernesto lo que piensa y dice el señor Iñaque.
—Matías, que estás acabando con mi paciencia. Me estoy jugando el rostro en esto y algo más. Y no estoy dispuesto a jugar con barajas prestadas. Son las mismas y quiero conocerlas.
—Sí, señor.
—Sí, señor, no, ¡maldita sea! Habla claro. Mi hermano tiene la mala costumbre de hablar en alta voz cuando se cree solo, y tú tienes la maldita costumbre de escucharlo todo.
—Señor, me ofende usted.
—Matías, que con esa cara de bobo sabes tú más que Sócrates.
—¿El gato, señor?
—¡Qué gato ni qué narices! Me refiero al filósofo, no a nuestro gato. Dime, Matías, ¿qué te estaba preguntando?
—Decía el señor que yo sabía mucho, señor.
—Lárgate de aquí, Matías.
—¿Cenamos, señor?
—¿Cenamos? ¿Qué manía es esa de hablar en plural?
—Perdone el señor… Creo que…, que va siendo hora de que nos alimentemos.
—Matías, que sea la última vez que me asocias a tu apetito. ¿Está claro? Y ahora, puesto que no quieres decir lo que piensa mi gemelo de su novia…
—¿De la de él, señor, o de la de usted?
—Matías, eres fiel a nuestro lema.
—Sí, señor.
—Pues si lo eres, en este instante yo estoy solo en este piso y tengo una novia. El pasado…, no cuenta con mi gemelo. O, mejor dicho, el presente.
—Sí, señor.
—Largando.
Matías se apresuró a desaparecer para reaparecer casi inmediatamente.
Se quedó plantado en la puerta, como cohibido. Al menos ésa era su expresión, pero Iñaque lo conocía lo suficiente para saber que jamás se cohibía aquel tunante.
—La cena está servida, señor.
—Voy —pero inmediatamente lo llamó—. Ven un momento, Matías.
El criado, flaco y desgarbado, avanzó sin prisas. Con ese respeto que se aparenta, aunque no se siente.
—Usted dirá, señor.
—¿Estuviste alguna vez enamorado?
—Nunca, señor.
—¿Jamás?
Matías puso expresión desolada.
—Jamás, señor.
—Bien: pues yo lo estoy. De la novia de mi gemelo, hace más de seis meses. ¿Te enteras bien? Y no me mires con esa expresión incrédula. Esta vez es en serio. Ya sé que me enamoro más veces que tú te cambias de camisa, pero uno no tiene la culpa —se derrumbó en una butaca y estiró la pierna en el brazo de la misma—. Uno tiene sensibilidad y es sentimental y todo eso. ¿Qué de particular tiene que me haya enamorado? ¿Y qué culpa tengo yo, vamos a ver, de que mi gemelo se vaya de viaje al extranjero y me encargue que le despida de su novia? ¿Y qué culpa tengo yo también de que a Ernesto no le guste escribir cartas?
—Pero supóngase el señor que le da por escribir una a su novia.
Diantre, era verdad.
—Matías —gritó poniéndose en pie—. Pon inmediatamente un cable.
—¿Un… qué?
—Un cable, y le dirás a mi hermano que la señorita Beba Quintana ha salido de viaje con su padre en dirección… adonde te parezca. Muy lejos. Así no cabe la posibilidad de que le escriba.
—¿Debo añadir algo especial, señor?
El rostro impasible del criado crispó los nervios de Iñaque.
Se puso en pie de un salto y gritó enfurecido:
—¿Sabes una cosa, Matías? Eres tan cerdo como mi hermano. No, no, nada especial. Simplemente lo que te he dicho, y cúrsale el cable ahora mismo.
—¿No reflexionamos un poco, señor?
—¿Cómo? ¿Qué? ¿Otra vez el plural?
—Perdone el señor.
Iñaque se resignó. Puso esa expresión bonachona del muchacho bonachón que pretende sonsacar al débil criado.
Se acercó a él muy despacio. Lo miró a los ojos. Matías sostuvo valientemente la mirada.
—Matías, eres mi amigo.
—Y su criado, señor.
—Pero es que en este instante yo necesito que seas más mi amigo que mi criado.
—Sí, señor.
—Está bien, pues como eres mi amigo yo te pregunto, Matías querido, qué es lo que piensa mi hermano con relación a su novia. ¿Va en serio? ¿Piensa casarse con ella? ¿Está enamorado?
—No me ha referido sus secretos, señor.
—Matías, que nos conocemos. Que mi gemelo tiene la cochina costumbre de hablar alto y tú la cochina manía de escuchar detrás de las puertas.
—El señor me ofende mucho.
Iñaque ya no podía más.
Estaba inquieto y malhumorado. Y aquel silencio y cerradura del criado le sacaban de quicio.
Abrió la puerta y de un tirón empujó a Matías de tal modo que éste hubo de salir tambaleándose.
—La cena está servida, señor —iba diciendo atragantado.
—Cena tú y tu pariente más próximo —gritó Iñaque dirigiéndose a la puerta. Y saliendo por ella dio un formidable portazo.
Se vio en plena calle mirando a lo alto. No sabía adónde ir. Quisiera poder oír la voz de Beba, aunque fuera para despreciarlo.
Apresuró el paso. Necesitaba aturdirse aquella noche. Olvidarse de la fidelidad de Matías, de la marcha de su hermano, de la inquietud contagiosa de Beba…
Capitulo 5
No era posible soportar a Eugenia, ni a Leonor, ni a cuantas le rodeaban en aquel instante. Se hallaba en un cabaret y maldita la gana que tenía de divertirse.
«Qué diablos me pasa? —se preguntó malhumorado—. Es la primera vez en mi vida que no me divierto.»
¿Beba Quintana? Si; posiblemente tenía toda la culpa Beba Quintana, aquella chiquilla diferente que se negaba a ser besada por su novio…
—Estás muy calladito hoy, amor mío —susurró a su lado una linda muchacha.
La miró hastiado.
Sí; de súbito sentía hastío. Como si durante años estuviera comiendo pastel y de repente le entrara una indigestión.
Le rodeaba un grupo de bellas mujeres. Corría el champán. Uno de los encargados de la sala miraba complacido el cuadro formado por el frívolo millonario y las mujeres dedicadas en el local a hacer pagar los gastos de los hombres.
Estaba tan harto y tan hastiado que en aquel momento hubiera jurado no volver allí si no se conociera lo suficiente y supiera de antemano que al día siguiente se olvidaría del hastío actual.
No obstante, en aquel momento decidió salir de allí, tomar el aire, pensar, si podía, y olvidarse de toda aquella podredumbre.
Subió al auto, desoyendo a las chicas que lo llamaban, y lo puso en marcha. Rodó por todas las calles de Madrid como un desorientado, y a las cuatro de la mañana entraba en su lujoso apartamento de la avenida del Generalísimo.
Matías, en el vestíbulo, dormitaba sobre la misma alfombra. Iñaque cerró la puerta y contempló burlonamente al criado. Tenía una silla muy cerca y dedujo, a juzgar por la postura poco cómoda del criado, acurrucado en el suelo, que se fue escurriendo de ella, hasta caer sobre la alfombra.
Se quitó el gabán y se acercó a Matías. Le tocó en el hombro.
El criado levantó despavorido la cabeza.
—¡Eh, ah!… ¿Qué pasa? —miró en torno—, ¿Dónde estoy?
De súbito, al verse en el suelo, se levantó de un salto, alisó el traje negro, carraspeó y se puso firme.
—Perdone el señor. Creo que… —carraspeó—. Creo que me he dormido.
Iñaque cruzó los brazos en el pecho. Contempló al criado con expresión entre tierna y burlona.
—Te he dicho muchas veces, Matías, que no me debes esperar.
—El señor se…, se equivoca. Yo… no estoy esperando al señor.
Iñaque le pasó un brazo por los hombros.
—No creas, Matías —confesó bajo, con rara entonación, caminando junto al criado en dirección al salón—, A veces un hombre hecho y derecho, con veintisiete años, se siente enternecido ante una demostración de cariño. Una simple demostración, como es la espera de un criado a las cuatro de la madrugada. ¿Sabes, Matías? No creas que estoy borracho. Creo que no he bebido más de dos copas de champán. Pero he pensado. De repente uno siente deseos de pensar, y piensa sin remedio y se ve a sí mismo y se siente —, ¿cómo te diré? Como un ser desvalido en medio de un fragor infernal de pasiones, de deseos, de falsedades —se echó a reír sarcástico—. Al verte ahí, acurrucado en la alfombra, quisiera haberte quitado los pantalones, Matías, y la barba y el bigote. Ya ves cómo son las cosas. Hubiera querido ponerte a cambio una falda, unos cabellos largos y una sonrisa de mujer. Novias, no, Matías. La sonrisa de una madre. Ya ves tú… Soy idiota, ¿no?
Matías tenía un nudo en la garganta.
El señorito Iñaque era así. A veces decía unas cosas que llegaban al alma. Era distinto a Ernesto. Era su gemelo, pero íntimamente no se parecían en nada. El señorito Ernesto era frío y calculador, sabía hacer las cosas y lastimaba con su mundana sonrisa. En cambio Iñaque era amable y a veces enternecedor, y alguna vez, como aquella noche, sentimental y noblote.
—No he conocido a mi madre —decía Iñaque como si reflexionara en alta voz, entrando en el salón casi en penumbra y buscando un sofá, donde se derrumbó como un fardo—. No he sentido su ternura, ni su mirada, ni su voz… Eso duele, aunque uno trate de ocultarlo. Duele aquí, y algo se desgarra… —se echó a reír con una risa espasmódica que no engañó al criado, quien, firme ante él, lo miraba entre enternecido y asombrado—. Soy un majadero, ¿no? ¿Qué piensas tú de mí, Matías? Yo te voy a decir una cosa que nunca dije a nadie. No hay cosa peor que poseerlo todo. Que tener dinero con que comprarlo todo. Desde la honra de una mujer hasta los puros habanos, las mentiras del prójimo y todas sus falsedades. Todo se compra, Matías. ¿Tú lo sabías?
—Tenía… media idea, señor.
—Sí, todo se compra. Es lo terrible cuando se llega a esa conclusión. Tienes asco y te da rabia hasta ser humano. Yo debo estar muy enamorado, Matías. Te juro que ella me gustaba como ninguna mujer. Te lo juro, Matías. Las demás me servían de entretenimiento; ella, de estímulo. Empezaba a creer en las cosas bellas, en las que se ganan con tesón y con ternura y no se venden. Pero un día apareció Ernesto y me la quitó. Así, como suena.
—Señor…, es muy tarde. Creo que está amaneciendo.
Iñaque ni siquiera le oyó. Se hallaba tendido cuan largo era en el diván, con las manos bajo la nuca, inmóvil, mirando al frente como si estuviera solo y le oyera su otro «yo».
—Me dolió. Allí, en el fondo de mi ser, como una desgarradura. Era la primera vez en mi vida que alguien me quitaba una cosa que yo quería de verdad. Bueno —rió espasmódicamente—; era la segunda vez que me quitaban algo, pero el dolor era… muy parecido. Un día, siendo yo demasiado pequeño, un criado me dijo: «Tu madre ha subido al cielo». Yo tenía una idea confusa de aquel cielo, pero si sabía que quien se iba a él jamás volvía. Y la noticia me desgarró de cuajo. Sé que pasé noches enteras llorando y mi gemelo me consolaba. Él no quería llorar… Apretaba la boca y me daba consejos en voz que sonaba muy rara. A los dos años, cuando ya ambos sabíamos más cosas de la vida y teníamos una idea menos confusa del cielo, otra mujer apareció en la casa.
Miró a Matías como si despertara.
—¿No te canso, Matías?
—No…, me emociona mucho el señor.
—¡Ji! —emitió una risita—. ¡Ji! Pero aquella mujer, Matías, ya no subía a darnos besos por las noches. Ni nos llamaba «vidas suyas», ni nos vestía ni nos bañaba Y además… acaparaba a papá. Un día el secretario de mi padre nos dijo: «Mañana os llevo a un colegio». Nos llevaron… Nos quedamos allí. Ernesto reía feliz. Yo me sentía muerto… —de repente saltó del diván gritando como un loco—, ¿Por qué te cuento esto? ¿Qué te importa a ti cuanto yo pienso o siento? Largo, largo de aquí.
—Perdón, señor. Yo…, yo…
Huía hacia la puerta.
Iñaque volvió a derrumbarse en el sillón y cerró los ojos:
Tía Pepa se hallaba sola en el saloncito.
Oía el trajín de Felisa en la cocina y su canturreo un poco asmático.
Félix se había ido a la Facultad momentos antes y Beba aún no había regresado de misa. Beba era muy católica. No pasaba un día sin que oyera misa. Y después, por la tarde, iba al ropero de caridad y por las noches la obligaba a ella a acompañarla en su rosario.
Ella le decía muchas veces: Parece que tienes vocación de monja.
Beba sonreía tan sólo. Después, al rato, comentaba:
—Una cosa no tiene que ver con la otra.
Y nunca daba muchas más explicaciones, y eso que con ella tenía absoluta confianza.
En aquel instante, deteniendo los pensamientos de la solterona, sonó el timbre del teléfono.
Tía Pepa sólo tuvo que alargar la mano y asir el receptor.
—Dígame.
—Buenos días, tía Pepa.
La solterona casi dio un respingo.
—¿Quién es usted?
—Ernesto.
—¡Oh!…
—¿No se recuerda de mí?
—Claro —exclamó la solterona tras un momento de reflexión—. Te vi con Beba no hace ni un mes. Al salir yo de casa, estabais los dos en el portal.
—Eso es.
—Lo recuerdo perfectamente.
Surgió una pausa.
—De momento creí que eras Iñaque. Tenéis la voz parecida.
—A él… le conoce un poco más que a mí, ¿no es eso?
Tía Pepa sonrió abiertamente.
—Pues, sí. Tuve ocasión de hablar con él casi una tarde entera. El día que Beba lo conoció —dijo con naturalidad—, fue en casa de los Samaniego. Una puesta de largo, ¿sabes? Yo acompañé a Beba y allí nos presentaron. A partir de entonces lo encontré en algún sitio…
—Tía Pepa…
—Dime, hijo, dime.
—¿No está… Beba?
—Ha ido a misa.
—¿Cerca? —preguntó rápidamente.
—Aquí mismo, a dos calles.
—Entonces iré a buscarla. Estamos un poco enfadados.
—Claro. Ya me lo pareció. Ayer noche yo juraría que estaba malhumorada. Varias veces salió y volvió a entrar en la salita. Me pareció inquieta.
—Estoy loco por ella, tía Pepa.
La dama sintió una sensación extraña. Dijo, atropelladamente:
—¡Muchacho, qué raro! Realmente me pareció tu gemelo.
—¡Oh!
—Bueno; eran figuraciones mías, ¿no?
—Y tanto. Mi hermano no es tan sincero.
—Mira cómo son las cosas —rió la dama divertida—. A mí tu gemelo me resulta muy simpático.
—Es usted un sol, tía Pepa.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Nada. Que voy a buscar a Beba.
Y colgó.
En aquel instante entró Beba.
—Acaba de hablar Ernesto —dijo tía Pepa con naturalidad.
Los ojos de Beba relucieron. Pero su voz sonó displicente.
—¡Bah!
—¿Estáis enfadados? Dijo que iba a esperarte a la salida del templo.
—Pues ya estoy aquí.
—Ya te veo —gruñó la dama—. ¿Qué os pasa?
—No lo sé ni yo misma —se derrumbó en una butaca—. A ti puedo decírtelo, tía Pepa. Me ocurre una cosa rarísima. Me da la sensación de que acabo de conocer a Ernesto y eso me contraria. Llevamos dos meses o más saliendo juntos todos los días, somos novios y supongo que algún día nos casaremos… Y de súbito… Ernesto resulta para mí desconocido.
—¿Si?
—Te ríes de mí —reprochó la joven.
—En modo alguno, querida. Si quieres un consejo.
—Lo necesito.
—Tú estás enamorada de él. Muy enamorada.
Beba pasó los dedos por el pelo. Lo alisó maquinalmente. Se quitó la mantilla y nerviosamente procedió a doblarla.
—No lo sé. Supongo que esta inquietud se debe a eso. Delante de papá no puedo decir nada. Ya sabes la opinión que tiene él del amor y los hombres ricos…
—Olvídate de que es rico. Él está profundamente interesado por ti.
—¿Lo crees de veras?
Y estuvo a punto de añadir: «Sólo para besarme y tocarme». Pero no pudo decirlo. ¿Qué sabía su tía de todo aquello si era soltera?
Tía Pepa, de saber lo que pensaba su sobrina, hubiera protestado gritando: «Pero niña, ¿qué te has creído, que soy boba, que nunca fui joven, que no tuve novios?» Y hubiese añadido: «Ya me besaron, para que le enteres. Me besaron, sí, y no me casé porque no me dio la gana. Sé muy bien lo que es un hombre y unos besos».
Pero no fue preciso, porque en aquel instante volvió a sonar el teléfono y tía Pepa, muy discretamente, se puso en pie y dejó el saloncito.
—¿Adónde vas, tía Pepa? —se sofocó la joven—. Contesta tú al teléfono.
—Eso sí que no —rió la dama trasponiendo el umbral—, Es Ernesto. Arréglatelas como puedas.
Capitulo 6
Diga.
—¡Hola!
Un silencio.
Después…
—¡Hola!
—Fui a buscarte a la salida del templo. No rezaban ya la misa.
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Estoy en casa.
—Claro. Ya te oigo. ¿Puedes salir?
Un titubeo.
—¿Para qué? En dos meses de relaciones es la segunda vez que usas el teléfono.
—¿Y eso qué tiene que ver? Si no tuve necesidad de usarlo más veces… Además, ahora es distinto. Estás enfadada.
—Yo…, no —rotunda—. Fuiste tú con tus impertinencias quien me enfadó.
—Discúlpame. Nunca estuve así.
—¿Así? ¿Cómo?
—Como estoy por una chica. Puedes tener la plena certidumbre de que jamás me enamoré de veras hasta ahora.
—Ernesto…
—Dime.
—No soporto tus…
—Dilo. Apuesto a que estás ruborizada. ¿Por qué eres tan tonta? ¿Tan tímida y mojigata? Ibas a decir tus fogosidades y te da vergüenza.
—Pues eso.
—Si soy tu novio.
—Sabes muy bien que he impuesto una condición. Nada de familiarismos.
—Eso es imposible —casi gritó Iñaque al otro lado, maldiciendo in mente al sinvergüenza de su hermano, que prometía muy seriamente lo que nunca iba a cumplir. Pero no usaba careta. Lo decía como lo sentía—. Beba, muchachita… ¿no podemos salir por la mañana?
—¿Ahora?
—Dentro de una hora, por ejemplo. Tomamos junios el vermut, comemos por ahí…
—¡No! —rotunda—. En primer lugar, yo no soy una potentada. Vivo en una esfera social, obligada por la profesión de mi padre, que no va de acuerdo con nuestra economía. No tenemos más que una criada y he de ayudar a tía Pepa a hacer las cosas y la limpieza para que Felisa pueda cocinar tranquilamente. Papá es muy exigente para las comidas. Prefiere una criada que sepa servir la mesa y confeccionar una comida, a dos criadas para la limpieza.
—Beba…
—Si.
—¿Ya no estás enfadada?
—Ya conoces la condición.
—No puedo —gritó—. ¡No puedo!
—Ernesto…
—¡Que lo parta un rayo!
—¿Qué dices?
—¡Oh!, perdona, Beba. Decía… que, que me parta un rayo por ser tan terco y tan apasionado. Está bien. ¿A qué hora voy a buscarte?
—A la de siempre. Las siete.
—¿Sin verte hasta las siete? ¿Con el frió que hace? Oye, Beba, muchachita, escucha…
—Dime.
—Te has quedado muy calladita.
—Es que…, que… —Iñaque apreció el temblor casi imperceptible de su voz—. Es que…, que te desconozco.
—Algún día tenía que quitarme la careta. Ya no puedo más.
—Ven a buscarme a las seis, pero por favor…, no seas atropellador. No abuses de mis sentimientos.
Iñaque exclamó ardientemente:
—Estoy loco por ti. Loco. ¿Te enteras? Cada día más… Cada día más, si.
Y colgó.
Beba aún quedó un rato con el auricular entre los dedos.
Colgó despacio y se quedó mirando al frente con hipnotismo. Había como un temblor en sus labios y un precipitado parpadeo en los ojos.
Así la encontró tía Pepa cuando entró y buscó su silueta acurrucada en una esquina del diván.
—Querida —susurró, yendo a su lado y sentándose Junto a ella—. Querida mía… ¿estás llorando?
—No…, no…
Pero era cierto. Lloraba. Silenciosamente, cayéndole las lágrimas mudamente sobre los dedos cruzados en la falda.
—Beba, querida mía… No debieras ser tan sensible. Para vivir en esta vida, en la de hoy…, hay que estar más endurecido… ¿Qué te ocurre?
Tenía que decirlo.
¿A su padre? No, nunca la comprendería.
Tía Pepa, sí… Sí… ella era mujer y quizá algún día se habría enamorado.
—No puedo saber, Beba querida…
—No sé qué me pasa, tía Pepa —gimió Beba entre suspiros—. Te juro que no lo sé. De repente me parece que estoy tratando de nuevo a Iñaque.
—¿Cómo?
—Sí, sí, no me mires con ese horror. Te aseguro que esta mañana, hace sólo un instante, me lo pareció. Ya sé que es una tontería, pero yo me pregunto si los dos gemelos no serán iguales moralmente. Tú sabes la fama que tiene Iñaque. A mí…, a mí…
—Sí; no es preciso que me lo digas. Yo lo supe desde el primer instante. Iñaque te gustaba. Te gustaba demasiado. Era tu ideal de hombre. Más que Ernesto. Pero todos sabemos que Iñaque nunca se casará. En cambio, Ernesto es más formal. En realidad, es formal totalmente. Nadie ignora su gravedad, su seriedad.
—Si.
—Pero tú siempre añoraste un poco a Iñaque.
—Tía Pepa…
—A mí puedes decírmelo. Iñaque es hombre alegre, optimista, junto al cual una mujer olvida sus penas si las tiene, y se siente ardiente aunque no lo sea. Con Ernesto una vida, una existencia seria, sin alteraciones emocionales, pero segura de un final, si no feliz, si duradero. Ernesto no tiene novia en cualquier esquina. Iñaque, en todas. Son sus novias sus secretarias, las camareras del hotel donde se hospede, las chicas del guardarropía de los cabarets, las camareras de los hoteles y las esposas de sus amigos, si los amigos se descuidan y la esposas son propicias. Es el hombre que atrae, Beba querida, pero no el que garantiza una felicidad duradera. Además, ten bien presente que Iñaque no es de los que se casan; en cambio Ernesto es el hombre sesudo, pensador, formal, que no tiene amante ni novias ocultas y termina en la Vicaría.
—Pero es que ahora Ernesto… se parece a Iñaque.
—No creas; eso me parecía a mí antes, cuando hablé con él.
—Pero… ¿por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué de repente se parece tanto a su hermano?
—Porque son gemelos, ¿no? Quizá Ernesto, por consideración a tu juventud, se doblegaba. Y ahora que ya te consideraba su futura esposa…, rompe la discreción que contenía sus sentimientos.
—Me asusta.
La dama rió.
Le acarició de nuevo el cabello. Le secó las dos lágrimas que quedaban en los verdosos ojos.
—Anda, deja de preocuparte. Has logrado desterrar a Iñaque de tu corazón. Sé que te costó, pero tu buen juicio lo ha logrado. Estás enamorada de Ernesto y éste no te defraudará.
Ella titubeó.
Parecía deseosa de decir algo.
—Dilo —susurró la dama como penetrando en sus deseos—. Dilo, Beba querida. No has conocido a tu madre y tu padre tuvo la buena ocurrencia de no volverse a casar. Aún es joven y quizá nos salga algún día con una de esas pataditas que tanto duelen. Pero no lo creo. Al menos tengo esa esperanza. Te decía esto porque yo… al venir a vivir con vosotros, sentía la necesidad de considerarte como hija mía. Dime lo que sea. Tú sabes que siempre estoy dispuesta a ayudarte.
—No te has casado nunca.
—Ocurren cosas que una mujer no prevé.
—¿Por qué no te has casado, tía Pepa?
—Algún día te lo diré.
—He tenido yo la culpa… ¿verdad? No has querido abandonarme.
—No…, no…
Pero era así.
Cuando su hermano la llamó, ella estaba a punto de contraer matrimonio con un maestro de escuela. Quiso correr junto a su hermano viudo. El novio se opuso.
«Si me amas de veras…, me esperarás. Un mes, dos, no mucho más»
El maestro se negó en redondo.
«O yo o tu hermano y su hija.»
«Sólo por unos meses. Están solos, me necesitan. Soy la única persona que puedo ayudarles, y Beba, la chiquilla de mi hermano, sólo tiene dos años.»
Fue inútil.
Ella consideró aquella cerradura del maestro nacional como un signo de amor escaso. Se fue. Y cuando tres meses después regresó al pueblo, a su escuela, encontró al maestro de relaciones con la suplente que ella dejó.
Fue un desengaño demasiado hondo y terrible para olvidarlo.
Dejó la escuela definitivamente y corrió de nuevo al lado de los seres que tanto la necesitaban. Ni siquiera Félix, su hermano, supo jamás que ella se casaba el mismo mes en que recibió su telegrama llamándola.
Seis meses después supo que la maestra plantaba al maestro y se casaba con el hijo del médico titular. Era mejor partido. Ingeniero, joven, apuesto.
El maestro corrió a ella, ansioso de arreglar aquel desaguisado; pero Pepa Quintana era demasiada Pepa Quintana para caer dos veces en el mismo desengaño.
Nunca jamás quiso otro novio ni pensó nuevamente en casarse.
—Tía Pepa.
—Sí —rió, bajando de las nubes, huyendo de aquellos recuerdos ya idos, que no despertaban ni siquiera rencor.
—Algún día me contarás tu vida. La ocultas como si en ella guardaras recuerdos recopilados, intensísimos.
—No, querida —rió tristemente—. Todo en mi vida es vulgar. Por eso no quiero que la tuya sea igual. Dime, lo que ibas a decirme.
—Es que… no me atrevo.
—¿Tan poca confianza tienes en mí?
—No, no… Dime…, tía Pepa… ¿Es mucho pecado que un hombre…, tu novio—, te bese?
—¡Oh!
—¿Lo es? Di, ¿lo es? —y apasionadamente, desconocida para tía Pepa, que la consideraba más bien fría, asía las manos de ésta con ansiedad—. Di, tía Pepa, ¿es tanto pecado?
—¿Tú… lo deseas con amor?
—Yo… tengo miedo.
—¿Miedo?
—De este hombre nuevo que aparece ante mi. Este hombre apasionado, vehemente, impetuoso, que…, que —enrojeció— ansia besarme…
Tía Pepa volvió a traerla hacia si.
—Hay besos y besos, querida Beba. Los pecadores y los necesarios, como manifestaciones necesarias de lo que se siente y se anhela. Los verdaderos, los que deben cambiarse dos personas que se aman, han de ser puros Los otros… no deben darse ni consentirse.
—Y… ¿cómo se diferencian?
—Eres demasiado pura e inocente, querida mía. Tú misma los distinguirás… cuando los recibas. Pero procura huir de ellos cuanto puedas. Los besos son la invitación a algo mucho más intenso que siempre causa dolor.
Capitulo 7
Por aquí —dijo, y la empujaba blandamente, en aquella tarde fría, ya casi anocheciendo, entre la muchedumbre que entraba casi corriendo en el cinematógrafo.
—No le dije a papá que iba al cine.
—Olvídate de papá —gruñó Iñaque empujándola.
Ella se dejó ir.
Necesitaba ir. Estar a su lado. Olvidarse de todas sus inquietudes.
—Es aquí —dijo él, en una esquina opuesta del pasillo—, Quítate el abrigo.
Y uniendo la acción a la palabra, la ayudó él.
Lo hizo con delicadeza. Como jamás hizo con ninguna otra mujer, excepto con ella, antes de ser la novia de su hermano gemelo.
Fue con ella al cine dos veces. Y también le quitó el abrigo y rozó como al descuido sus hombros, y le costó, como en aquel instante, bajar la mano.
Ella le miró en la oscuridad. Buscó sus ojos.
—Deja —susurró—. No me…, no me toques…
Iñaque bajó la mano; la apretó rudo en el bolsillo de la americana.
Pero después, inmediatamente, la ayudó a sentarse.
—Quita.
—¿Eres tonta? ¿Ni siquiera puedo asirte del brazo para ayudarte?
Se sentó a su lado.
Se inclinó mucho hacia ella. Buscó sus ojos, y para hacerlo metió la cabeza bajo la de ella.
—Deja —susurró aturdida.
—Es que no puedo.
—Te pido…
Iñaque buscaba sus dedos enguantados. Le quitó el guante de una mano.
—Te digo que…, que…
—Te tiembla la voz.
Se estremeció de pies a cabeza.
—Deja te digo.
¿Podía él huir de aquellos dedos perfumados, suaves, que temblaban bajo sus labios?
—Beba…
—No…, no hables —susurró ella con un hilo de voz—. Nos van a pedir que salgamos.
—Pues no hablo.
—Pero deja mis… mis… manos.
—Eso tampoco puedo.
—Por favor…
—Cuando me pides algo así… por favor, me entra un no sé qué… —le dijo en el mismo oído—. Es como si tú y yo… estuviéramos presos en algo común.
—Calla.
—Si no puedo callar ni parar.
—Para —pidió ella, ajena a sus pensamientos—. Deja… mis dedos.
No podía.
Los suyos se deslizaban por el brazo femenino y se perdían bajo la manga. Ella se agitó, trató de empujarlo, pero Iñaque susurró bajísimo, suplicante:
—Déjame tocarte. De este modo pensaré que estás junto a mí.
—Lo…, lo estoy.
—Yo necesito cerciorarme. Me parece mentira.
—¡Qué extraño eres!
—¿Por esto?
—Por todo. Eres distinto…
—¿A quién? ¿A qué?
—No sé. A veces., me asalta como un temor. Es algo complejo. Nunca sabría explicarte las causas.
—¿De qué?
—De la sensación que siento a cada instante que hablas o me tocas.
—Soy tu novio. Tengo derecho a tocarte, a mirarte, a decirte cosas.
—Calla, calla. Eres tan distinto…
—¿Otra vez?
—A como te comportabas estos días de atrás.
—¿Cuál te gusta más?
Ella estuvo a punto de decir: «Ahora te pareces a Iñaque, el fogoso, el tocón, el impetuoso».
Pero se mordió los labios, sin responder.
La película, ya iniciada cuando llegaron, finalizaba en aquel instante. Ambos se pusieron en pie.
Él le ayudó a ponerse el abrigo. Lo hacía delicadamente, como si de pronto tuviera miedo a ofenderla con sus dos manos. Ella, cuando tuvo el abrigo puesto, giró un poco la cabeza.
Sus verdosos ojos lo miraron largamente.
—No me mires así —pidió él calladamente—. No sé de lo que seré capaz.
Mudamente, a su lado, sin rehuir el brazo que se enlazaba con el suyo, ambos salieron a la calle.
Sabía que iba a ocurrir.
Por eso, cuando llegó al portal trató de huir con un precipitado…
—Hasta mañana.
Iñaque la retuvo por un dedo. Ella trataba de alejarse.
—Ven a buscarme mañana a la misma hora.
—Aguarda.
—Es… es tarde.
La portera no estaba en la garita. Casi nunca estaba a aquella hora, las diez y cuarto de la noche.
—Papá va a enfadarse… Me tiene prohibido llegar tarde.
—Tu padre vive con veinte años de retraso, y perdona que te lo diga.
—Te ruego…
No era posible. Hablaba y a la vez la arrinconaba hacia una esquina del portal, en la penumbra. Ella, que retrocedía, quedó de súbito inmóvil, pegada a la pared. Fue allí donde él, buscando sus ojos como un avaricioso, le metió las manos bajo el abrigo y la atrajo hacia si.
—No, no… —susurró Beba débilmente.
Sabía que no podría evitar aquel instante. En un día amaba más a Ernesto que en aquellos dos meses de hacerse preguntas al respecto, a si misma. Era todo muy extraño, pero no sabía o no podía detenerse en aquel instante a pensar.
Iñaque la apretaba hacia si, con esa habilidad del hombre que sabe cómo conquistar a una chica. No hubiera podido hacerlo en su papel que las personas formaban unas de otras, en su papel de Ernesto, si qua podía hacerlo.
Buscó sus labios.
Ella, aturdida, trató de huir, pero Iñaque la pegó a su pecho y fue inclinando la cabeza, buscando sus labios con los suyos. Los encontró al fin. Inexpertos, temblorosos, cohibidos.
—Beba…
—Deja, deja —pidió ella sofocada—. Deja…
Pero no podía huir de él. Era como si una fuerza superior la retuviera allí, doblada en su pecho, con los labios de Iñaque perdidos en los suyos.
—Te quiero, ¿sabes? —dijo él roncamente—. No lo voy a poder remediar Es la primera vez que me ocurre.
Hablaba en su boca.
Ella sentía como si el suelo fuera a deslizarse bajo sus pies. Como si algo indefinible la retuviera allí, y sus labios cerrados se negaran sutilmente a admitirlo.
Él dijo bajísimo:
—No seas tonta. Somos novios… nos necesitamos.
—Pero… pero.
—Sí, ya sé. Cállate, anda, cállate.
Su vos era tenue y sus besos cálidos, hondos, sin pecado.
—No sabes besar.
Era como un halago. Ella se estremeció y quiso huir de sus brazos.
—Basta —susurró sofocada—. Basta. Por favor…
—Aguarda.
—No… no Me da vergüenza.
Lo enajenaba aquella timidez, aquella penumbra, en la cual la ingrávida figura parecía desdibujarse y aparecer de nuevo nítida y palpitante.
Pero cuando ella escapó por debajo de sus brazos, se quedó como solo, como desamparado.
—Beba…
Ella se perdía en el ascensor. Decía quedamente, temblando:
—No… no…
Y él quedó allí, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, el dulzor de los labios femeninos en los suyos.
Capitulo 8
«Siempre la quise. Antes de conocerla contaba las novias a docenas. No sentía ni un remordimiento de conciencia. Pero después…, no sentí en mí deseo alguno de cortejar a otra mujer. Para probarme más, ayer, tras dejarla a ella, me fui a un cabaret. Siempre me entretuvo este puerco espectáculo. Ayer noche sentí asco. El asco de un hombre moral que acaba de besar los labios puros de una mujer, la mujer que desea para esposa. Eso es lo que siento, pese a mi maldita frivolidad. Debí quererla ya entonces, cuando era sólo su amigo y tú la conociste aquella tarde. Yo te la presenté. Me la llevastes. Sabes muy bien que no me hubieras llevado a una mujer que me interesara profundamente. Soy más conquistador que tú con las mujeres. De ti esperan el matrimonio. Yo se que no te casaras aún, o quizá nunca. Pero ellas son tan tontonas que no ven bajo tu máscara grave la mentira de tu vida. Tú haces tu papelón y eso es lo que las obliga a seguirte. Yo soy más claro, y así como soy me presento y no me consideran un buen partido. Creen que me río de ellas. Me río, sí, me reí hasta ahora. Pero no me reía cuando tú me la llevaste. Y conste que no me la llevaste en contra de mi deseo. Es que estaba interesándome por ella y tuve miedo, como todos los frívolos cobardes, a caer en la tentación del matrimonio Tenemos demasiadas cosas tú y yo.»
«Todo cuanto se puede comprar con dinero desgraciadamente, no hay nada que no se compre con el vil metal, y nosotros dos no carecerías metal. Después, cuando supe que era me dolió. Si, no te rías. Me dolió como si mil demonios me desgarraran Pero no era yo hombre que retrocediera después de dar un paso. Lo había dado hacia atrás, considerando que metiéndote tú por medio me hacías un favor. Y no podía rectificar ni siquiera conmigo mismo. Yo sabía que nunca te casarías con ella. Que para ti era una más. Una de las inocentes muchachitas que conquistabas con esta zorrería tuya, sin pedirles nada, pero sabiendo que al final, y cuando más creyeran en ti, mayor y más seguro sería el triunfo Sé de muchas muchachas que has conquistado así y las dejaste luego. A unas les regalaste bisutería, a otras alhajas escandalosas, e incluso temiendo que te causaran un problema, les regalaste un piso y jamás te molestaron. Pero las habías destruido ya. Sé también de una que huyó y no volvió por Madrid y te tiró a la cara el abrigo de visón que pretendías regalarle en pago a sus digamos bondades. ¿La has olvidado? ¿Has podido olvidar a aquella muchacha inocente que se: llamaba Isabel Echegaray, que era tu secretaria? Recuerdo que durante un tiempo la sacaste de paseo ibas con ella al cine y después empezaste a cenar fuera con ella Isabel vivía en una pensión para señoritas residentes. No tenía familia aquí Creo que sus padres estaban en un Pueblo de Castilla. ¿Has podido olvidarla? Era linda y joven y te la recomendó Fonseca, el notario, nuestro notario Recuerdo bien que un día Fonseca te preguntó por ella y tú, con tu cinismo oculto, le dijiste que había encontrado otra colocación mejor. No tienes corazón. Ernesto. Yo me pregunto cómo es posible que seamos hermanos gemelos, que no haya nadie capaz de diferenciarnos físicamente y seamos tan distintos al mismo tiempo.»
«Te escribo todo esto porque estoy a punto de referirle a Beba Quintana la verdad Me estoy portando como un cochino y no quiero ser como tú pero temía perderla y prefiero confesarte a ti mi superchería ¿Hice mal? Con respecto a ella si Estoy resultando tan sinvergüenza y embustero como tu. Ante ti, no. Estoy bien seguro de que no la amas. Un hombre que ama a una mujer no se marcha cuatro o cinco meses sin despedirse de su novia. No la deja ahí, como una colilla, para vivir como un pachá entre otras mujeres, a las que harás tus amantes con tus habituales promesas mentirosas. Yo no soy un santo pero tengo la disculpa de que jamás me enamoré Tú en cambio, te enamoraste varias veces y jamás te quedaste con un solo amor. Ya sé que yo tuve docenas de novias a la vez, pero nunca engañé a una mujer siendo inocente. Preferí pasar un día con la esposa de un conocido, si ella estaba de acuerdo. Y no creas, Ernesto, que no pensé que era un canalla.»
«Te decía al iniciar este sincero escrito que me dolió que me quitaras a Beba Quintana. Sabes cuando me di cuenta? Cuando ya no tenía remedio. Cuando ella ya sabía qué clase de hombre era yo y la buena clase de hombre que eras tú. Me dolió cuando la perdí, cuando supe que la perdía. Y ahora es nuevamente mía. Me ama. No ama al Ernesto grave embaucador de máscara bondadosa, bajo la cual oculta sus liviandades. Ama al hombre que soy yo, y cuando tu vuelvas, no serás capas de conquistarla otra vez. Ya no. No será posible…»
—Señor…
Iñaque levantó la pluma.
Miro al criado, de pie en la puerta, como si fuera un fantasma.
—¿Qué es lo que ocurre, Matías?
—La cena del señor está servida.
—… eh luego, voy a leer lo que acabo de escribir. ¿Sabes? Estoy sincerándome con mi gemelo.
Matías hizo un gesto como diciendo: «No merece la pena»
—Iré luego a reunirme contigo, Matías —dijo Iñaque sin percatarse—. Te digo que voy a leer la carta.
—Si, señor.
Desapareció de nuevo. Iñaque leyó la carta sin parpadear… Pero cuando terminó, sus dedos se arrugaron en el papel y poco a poco, como si no se diera cuenta, la hizo un ovillo.
No puedo —susurró—. No soy capaz de decirle a mi gemelo todo esto. Cuando vuelva. Cuando vuelva se lo diré de palabra, y aunque me rompa la crisma, seguiré diciéndoselo…
Rompió la carta en miles de pedazos y la tiró al cesto de los papeles.
Después, como si le pesara todo el cuerpo, se puso en pie y se encaminó al comedor.
Sonó el claxon.
Beba, que se hallaba de pie ante el ventanal vistiendo un bonito modelo a cuadros, príncipe de Gales chaqueta y falda, se apartó, buscando afanosamente la gabardina que tenía por alguna parte.
Tía Pepa debió de adivinar lo que buscaba, porque se apresuró a decir:
—La dejaste en el vestíbulo.
—¡Ah, es verdad! —miró a su padre, que leía la Prensa repantigado en una butaca—. ¡Adiós, papá!
—No vuelvas tan tarde como ayer. No me agrada. Además, tengo que hablarte a tu regreso.
—Sí, sí.
—Estás nerviosa, Beba —adujo el caballero gravemente—, y eso no es conveniente.
—Te aseguro, papá…
—Márchate —intervino tía Pepa—. Si hay algo que discutir, yo lo haré con tu padre.
—Tú y yo no tenemos nada que decirnos —saltó el caballero enojadísimo—, Y no te metas en mis asuntos.
—Claro que tenemos que hablar. Lo haremos tan pronto se vaya Beba.
Beba no podía detenerse a pensar en lo que se decían su padre y tía Pepa. Los besó, primero al uno y después a otro. Encontró calor en el rostro de su tía y frío en el de su padre. Le extrañó un poco, pero ni en eso pudo detenerse a pensar demasiado.
—Volveré a las diez —dijo presurosa.
Y desapareció.
Hubo un silencio embarazoso en el salón.
Tía Pepa, con su habitual desparpajo, se sentó frente a su hermano. Cosa extraña: don Félix —cuarenta y cinco años, bien parecido, de continente grave— pareció inquieto y dispuesto a salir del salón.
Pero tía Pepa dijo algo que lo detuvo en seco.
—Tengo media idea de lo que piensas decirle a tu hija.
El catedrático, que iba a levantarse, se sentó de golpe.
—Tú… sabes…
—Yo sé muchas cosas. Sé que bajo tu capa de hombre sabihondo, filósofo y todo eso, se oculta un hombre como los demás. Hace sólo un mes te ponías furioso cuando alguien te hablaba de que tu hija podía casarse. Ahora estarías dispuesto a dar tu consentimiento mañana mismo. ¿Sabes lo que yo pienso de eso?
—Te prohíbo que te inmiscuyas en mi vida.
—Lo siento, pero tendré que hacerlo. Tú me has inmiscuido. ¿Sabes cuándo? Hace dieciocho años, cuantío te quedaste solo muy joven, con una hija de dos años. Entonces era el momento de buscar otra mujer y formar un nuevo hogar. Si la esposa que eligieras fuera buena, sin duda hubiera amado a tu hija como si fuera suya. Y yo… —hizo un gesto vago, de impotencia, casi patético, aunque su hermano no lo vio así— hubiera organizado mi vida de otro modo. Pero no pienses que si hoy te hablo de la forma que lo estoy haciendo es por mi. Es únicamente por tu hija de veinte años. No es el momento propicio para que tú te cases.
—Óyeme…
—Lo sé. Sé muchas cosas más. Sé que andas liado con una mujer. No tengo nada que decir de ella. No será buena, pero tampoco sé si es mala. Es una mujer que piensas meter en este hogar, con lo cual Beba y yo tendremos que salir de él.
—Óyeme tú… ¿qué te has creído? ¿Que voy a renunciar a la felicidad por ti?
Podría hacerlo. En otra ocasión, ella renunció a la suya por él.
Pero Pepa Quintana era mucha Pepa para manifestar lo que sentía y lo que pudiera herir a su hermano, aunque a éste no le importara herirla a ella.
—Ya te he dicho —murmuró alto— que no pensé en ti, sino en tu hija. No es éste el momento. Espera, si es que tienes intención de volverte a casar, a que tu hija lo haga.
—No pienso esperar ni dos meses.
—¿Y vas a decírselo a tu hija… esta noche?
—Es mi deber.
—No la amas. Félix, y perdona que te lo diga. Tú sabes que Beba nunca vivirá en esta casa con tu esposa. No es una niña. Es ya una mujer. Y a las mujeres nos cuesta asimilar la idea, a los veinte años, de que nuestro padre se case.
—De lodos modos pienso hacerlo. Soy demasiado joven para dejar que pase el tiempo. Y luego sé que me pesará.
—Aguarda a que tu hija lo haga. Ese es tu deber.
El catedrático se puso en pie. Aplastó el cigarrillo contra el cenicero e inició el paso con precipitación.
Salió del salón, dejando a tía Pepa muda y absorta, mirando ante sí con suma tristeza. Tanto como ella dio por ellos, tanto como ella sacrificó por estar a su lado.
—No seas así. No seas así…
—Pero, si es que no puedo.
—Nos están mirando…
Y, sofocada, buscaba con los ojos otros ojos que creía la observaban.
—Cada uno va a lo suyo —dijo Iñaque bajo, en su mismo oído—. Hace dos días que no te abrazo y ahora puedo hacerlo. ¿No comprendes? Te me escurres unas veces en el portal y otras… están los ojos de la portera mirando. No tengo ocasión de tomarte en mis brazos…
—Pero yo te ruego…
Él reía bajo. Con esa risa íntima del hombre que está seguro de sí mismo y de la complacencia de su pareja.
Bailaban en Villa Romana.
Eran las nueve de la noche. La pista, atestada, bajo ana luz azulosa y rojiza. Apenas si se movían. La llevaba sujeta por la espalda y su mano tan pronto estaba en la nuca femenina como en su cintura, aturdiéndola y enervándola.
No podía separarse de él. Quisiera tener voluntad para hacerlo, pero ya no podía. Le daba vergüenza. No era capaz de remediar el rubor que subía a sus mejillas cada vez que él la oprimía contra sí, la fundía en su cuerpo y le hablaba al oído:
—Cuando nos casemos…
—Calla, calla.
—¿No quieres?
—No sé.
—¿No?
—Baila. Estamos parados.
Así por lo menos dos horas. El tiempo que emplearon en salir del centro y perderse en la lujosa sala de fiestas.
De repente, Iñaque hizo una pregunta:
—¿Nunca te besó mi hermano?
Ella pareció sobresaltarse.
Se separó un poco. Echó la cabeza hacia atrás.
—¿Tu… hermano?
—Iñaque.
—¡Ah!
—¿Te besó?
—No, claro que no. ¿Cómo piensas eso? Iñaque fue un amigo casual. Nunca me puse en relaciones serias con él.
—¿Por qué?
—Tú sabes muy bien la fama que tiene.
—Lo que dice la gente. No pienses que las cosas son como se cuentan. A veces nos equivocamos.
—Si tiene una novia cada hora.
Iñaque rió, un poco fuerte, un poco nerviosamente.
No tenía más novia que ella. A todas las fue olvidando. No se podía salir con aquella frágil y femenina muchacha y tener más novias. En él no cabía semejante cosa.
—Me… me oprimes mucho. Además, debe ser muy tarde. Entre que llegamos a casa…
—¿Me dejarás besarte después, cuando yo quiero y necesito?
—No, no…
—Me restringes los besos como antes se restringía el agua.
—Vámonos, anda —y se separaba de él.
Iñaque volvió a atraerla hacia si.
—Un poco más.
—Cómo eres, Ernesto.
Cada vez que le llamaba Ernesto le hería. Sí, profundamente.
Por eso no insistió.
Junto al guardarropa le puso la gabardina por los hombros, y, pasándole un brazo por ellos, se dirigió a la calle.
Un grupo que entraba les gritó:
—Adiós, Iñaque.
—Es Ernesto —dijo ella sin poderse contener.
Iñaque se echó a reír, siguiendo su camino junto a Beba.
Ya en el auto dijo ésta bajo:
—No me has dicho que Iñaque estuviera en México.
—Se marchó hace un mes aproximadamente. Va por asuntos de exportación.
—No me lo has dicho.
—No creí que te interesara.
Iba a poner el auto en marcha, pero de pronto, allí en la oscuridad del estacionamiento, alargó una mano y asió los dedos femeninos. Después, el brazo, y después, el busto.
—¿Qué haces?
—No… no te he besado.
—Ernesto.
—Cállate.
—Es que no… no quiero.
Pero cedía a la presión. Quedó con el rostro un poco alzado bajo el de él. Iñaque buscó sus labios. Lo hizo despacio, sin herir. Como sabía que ella tenía que ser besada. Larga, hondamente, sin impetuosidad. Pero debió de besarla como un loco porque ella sintió que todo daba vueltas y no pudo evitar que sus manos se alzaran y le rodearan el cuello.
—Beba…
—No… no. quiero.
—Y me dejas.
—Es que…
—Sé lo que es.
—Ernesto, yo… yo…
Le temblaban los labios. Él volvió a besarla. Mucho tiempo. Como si en ello le fuera la vida. Con los labios abiertos, dando todo su ser en aquel beso.
—Basta, basta.
Y, sofocada, tímida, huyó de sus brazos y se acurrucó en una esquina del auto, doblando el abrigo sobre el pecho.
Iñaque dijo bajísimo, al tiempo de poner el auto en marcha:
—¿Cuándo dejarás de avergonzarte?
—Nunca… nunca… No lo puedo remediar.
Por eso él la quería. Por eso y porque era una mujercita moral, a quien pesaba cada beso que daba, aunque lo deseara y lo sintiera con todas las fibras de su ser.
Capitulo 9
Notó una extraña crispación en el rostro, siempre bondadoso y apacible, de tía Pepa.
Beba, sensible como era, henchida de amor cuando llegaba, en el secreto de aquellos besos en su ser, creyó que la rigidez de aquel rostro se debía a su tardanza.
—Sólo son las diez, tía Pepa —susurró inclinándose hacia ella hasta besarla en la frente.
—No, no, querida… No es eso.
—¿Ocurre algo?
—Tu padre desea hablarte. Está, esperándote en el despacho.
La joven se estremeció.
—No me digas que papá considera que llego tarde —se alarmó, mirándola suplicante.
Tía Pepa dudó un segundo, pero luego le pasó un brazo por los hombros, la atrajo hacia sí y la besó en el pelo con infinita ternura.
—Va a dolerte lo que tiene que decirte, Beba querida. Va a dolerte mucho. No se trata de ti. Hay momentos en los cuales los padres son tan egoístas que se olvidan de sus hijos y de las horas en las cuales éstos regresan a casa.
—No te entiendo.
—No se si yo debo ponerte en antecedentes de lo que él va a decirte. No sé en realidad cuál es mi deber.
—Beba —llamó una voz ronca desde el umbral.
La joven se puso en pie. Tía Pepa quedó con el brazo solo, extendido sobre el respaldo.
—Papá.
—Ven a mi despacho. He de hablarte.
Lo hizo así, aún perpleja. Ni la más leve idea de lo que su padre tenía que decirle cruzó por su mente.
—Pasa y cierra —pidió el catedrático, yendo a sentarse tras la ancha mesa de su despacho—. Hemos de hablar un poco con calma.
—Me asustas, papá —exclamó la joven, francamente alarmada—, ¿Hice algo? ¿Tienes algo que censurarme?
—No se trata de ti —cortó él, todo lo amable que pudo—. Es de mí de quien voy a hablarte.
¿De él? ¿Qué le ocurría?
Se dejó caer al otro lado de la mesa y jugó distraída con un pisapapeles de cristal tallado.
—Creí que tu tía te diría lo que yo pretendo decirte.
—No tuvo tiempo —sonrió Beba encantadoramente—. Tú apareciste en el momento en que ella se disponía a decirme algo.
—Beba —empezó el caballero tras una pausa embarazosa—, Tienes veinte años y ya sabes muchas cosas. Hice de ti una mujer culta y comprensiva. Eres inteligente y no creo que sea preciso que yo emplee un sinfín de frases para hacerte comprender lo que pretendo.
—Por supuesto, papá. Quizá sea mejor que me lo digas pronto y sin muchas frases.
—Supongo que un día te casarás con ese novio que tienes.
—Creo que sí.
—Él tiene mucho dinero…
—Papá.
—No, no, si no te voy a reprochar que lo tenga. Mejor para ti. Ahora creo que estoy convencido de que te ama de veras. Un hombre de su talla y de su fortuna no pierde el tiempo paseando con una muchacha durante varios meses para plantarla luego.
—Me quiere.
—Eso espero, hija. Eso espero. Como te decía, un día te casarás. Es seguro que el día que lo hagas te llevarás a tu tía.
—¿A tía Pepa? —se asombró la joven sin comprender—, Por supuesto, si ella lo desea. Pero no voy a dejarte a ti solo.
El catedrático carraspeó. Encendió un cigarrillo y fumó muy aprisa.
—De eso se trata precisamente —murmuró al rato—. Es posible que tú pretendas dejarla conmigo, pero también es muy posible que ella se niegue a quedarse.
—Papá, si es tu hermana y te quiere mucho, y renunció a su juventud por nosotros…
—Bueno —rió el padre nerviosamente—. Eso es lo que ella dice.
—Al contrario, papá. Tía Pepa nunca dice eso. Pero hay que ser ciega para no verlo y tonto para no comprender que fue así.
—Olvidemos ese asunto. Al fin y al cabo, yo estimo que nadie renuncia a nada por nadie. Decir sí se dice, pero la realidad es distinta.
—Papá… resultas cruel al considerar a tía Pepa, que es tu hermana.
—No, no, Beba. No trato de ser cruel, sino real. Además, no te he citado aquí para hablarte de mi hermana ni siquiera de ti, pese a preocuparme mucho. Esta vez soy un poco más egoísta. Pretendo, ya creo habértelo dicho, hablar de mí. Me quedaré muy solo cuando tú te cases.
—Si no voy a casarme mañana, papá.
Félix Quintana ya lo sabía. Pero de alguna forma había que enfocar aquel asunto. Y cuan más negro pusiera su futuro, más motivos tendría para hacer lo que pensaba hacer.
—Por supuesto, querida. Ya sé que no será mañana, pero quizá sea dentro de unos años y yo haya envejecido más.
—No te comprendo.
—He decidido rehacer mi vida, Beba.
Así. Como si dijera que al día siguiente era domingo y pensaba ir a misa.
La joven recibió el impacto inesperado con sobresalto. Fue poniéndose en pie poco a poco, muy pálida, casi lívida.
La voz de Félix Quintana sonó ronca, casi ahogada.
—Siéntate otra vez. Por favor, trata de comprenderme.
La voz de Beba tenía un matiz extraño, profundísimo, como si sus palabras salieran de lo más recóndito de su ser:
—¿Comprender, papá? ¿Qué debo comprender? ¿Que te vas a casar?
—Pues… pues —nervioso frotaba las manos una contra otra incesantemente—. Pues, sí. Eso… eso es.
—¡Papá!
—No te… alteres, ¿eh? A mi edad… uno debe pensar un poco en sí mismo. Mi profesión, mi sociabilidad. Mi vida totalmente. Comprende, hija. Ya eres una mujer.
—No tengo nada en contra de la mujer que has elegido. No la conozco. Pero me duele, papá Me duele mucho.
Iba a llorar.
—Ten un poco de calma, Beba. Analiza el asunto. Piensa que, una vez tú te cases, yo quedaré muy solo. Es triste la soledad, tú bien lo sabes, porque has vivido siempre con el vacío que dejó tu madre.
—No la nombres, papá.
—¿Cómo? —se alteró de súbito—. ¿Es que no tengo derecho a nombrar a una mujer a la que guardé respeto y ausencia durante dieciocho años?
—No es eso, papá —exclamó Beba súbitamente abatida—. Es que me parece que tú no le guardaste ni ausencia ni respeto porque te lo hayas propuesto así o sentido así. Es que no encontraste, durante estos dieciocho años pasados, la mujer que te interesaba de veras.
—No te comprendo.
—¿Qué más da? —y bajo, con amargura—: ¿Cuándo… cuándo… has decidido casarte?
—Dentro de tres meses justos.
—Y la traerás aquí —dijo sin preguntar.
—No. Iré yo a vivir a su casa. Mientras tú no te cases irás a vivir con nosotros. Tú y tía Pepa.
—¡No!
Aquella negación salió de sus labios como un disparo.
—Beba… ¿por qué no? Soy tu padre. Debiera alegrarte el hecho de que haya encontrado la felicidad.
—No voy a discutir eso. Cierto que no tengo ningún derecho a oponerme, pero no menos cierto que nunca iré a vivir con vosotros. ¿Sabes, papá? Voy a trabajar.
—¿Trabajar? ¿No tienes un novio rico? Adelantar la fecha de la boda.
Lo miró largamente.
—Eres de repente —dijo bajo—, muy egoísta. No te das cuenta de que un hombre no se casa cuando una quiere y tampoco comprendes, en tu terrible y doloroso egoísmo de que una mujer no puede ni debe instar al novio al matrimonio si él no está dispuesto a casarse por sí mismo.
—Nada hay que impida tu boda.
—Hay una razón. Muy poderosa, creo yo. Que Ernesto no ha dicho aún cuándo piensa casarse y no seré yo quien mencione ese asunto. Pero tú cásate —añadió valientemente— si ése es tu deseo. Si lo necesitas así, debes hacerlo e irte con tu mujer. Yo trabajaré para tía Pepa y para mí.
—Tu tía —dijo de nuevo, demostrando su egoísmo— es maestra nacional. Puede ayudarte.
Beba distendió los labios en una tenue sonrisa. Era el dolor profundo que aquellas palabras de su padre ocasionaban. Ya no sólo estaba dispuesto a admitir que ella trabajara, sino que además… indicaba sin ningún rubor que podía hacerlo su hermana.
Beba nunca creyó que el egoísmo de un hombre resultara tan cruel. Pero no lo manifestó en alta voz.
Dio un paso atrás. Dijo tan sólo:
—Tía Pepa tiene demasiados años para reanudar unas clases que dejó hace dieciocho años. Pero no te preocupes, papá. Me has preparado para hacer frente a la vida, y si hasta ahora no trabajé no fue porque yo huyera de esa obligación, sino porque tú no has querido que lo hiciera.
Don Félix Quintana se revolvió inquieto en el butacón, pero no fue capaz de pedirle disculpas.
—Lo siento, Beba —dijo roncamente—. Créeme que lo siento.
La joven giró sobre si y, despacio, se encaminó de nuevo al saloncito. Pero cuando iba a traspasar el umbral pensó que no tenía por qué inquietar a su tía. Estaba llorando y prefería que su tía Pepa, cuando la viera, no supiera jamás el gran dolor que para ella suponía la boda de su padre.
Por esta razón fue directamente a su cuarto.
Capítulo 10
Un lejano reloj tocaba las doce cuando oyó los pasos de tía Pepa a través del pasillo y, en seguida, su voz suave y cariñosa.
—¿Duermes, Beba?
Hizo un esfuerzo. Tenía los ojos secos y la mirada brillante; los labios se plegaban en una sonrisa que pretendía ser valiente.
—Pasa, tía Pepa.
La solterona pasó.
Le pareció a Beba más desgarbada y desolada que nunca. Siempre creyó que aquella mujer llevaba dentro de si un dolor o un profundo pesar. Como una renuncia involuntaria que dañaba aún a través de los años.
La evocó por un instante cuando ella tenía seis o siete años. Tía Pepa no era la mujer desgarbada, alta y flaca. Era, por el contrario, una mujer bella, sin arrugas, mórbida su silueta. Elegante su andar, airosa su cabeza.
Tía Pepa, ajena a los pensamientos de la joven, cerró la puerta y avanzó. Se sentó silenciosamente en el borde del lecho.
—Tu padre no ha vuelto aún.
—Ya.
—Te lo dijo —susurró sin preguntar.
Beba asintió con un leve movimiento de cabeza.
Un silencio.
Los dedos rugosos de tía Pepa se escurrieron por la sobrecama y fueron a buscar la manita temblorosa da la joven. La oprimió cálida y tiernamente.
—Quizá… sea mejor así. Beba.
¿Qué ocurría? ¿Es que pensaban ambas engañarse mutuamente?
Era mejor. Si, mucho mejor para ambas, engañarse. No censurar a su padre. Quizá en el fondo, como decía tía Pepa, era lo mejor que podía ocurrir.
—He pensado trabajar —dijo Beba al rato en voz muy baja.
—¿Trabajar? ¿Tú, que nunca lo has hecho? En ese caso seré yo quien lo haga. Ya lo hice una vez. Tenía una escuela en propiedad. La reclamaré. Además tengo el sueldo…
—Calla, calla.
—¿Qué pasa? ¿Crees que me he olvidado de los métodos a emplear? Siguen siendo los mismos, Beba…
—No hablemos de eso. Y escucha, tía Pepa. Por favor, escucha esto. Hazlo por mí. Si habla Ernesto contigo, preguntándote por mí en cualquier momento, no le digas nada de cuanto ocurre ni de mi intención de trabajar.
—Pero niña…
—Te lo suplico. Si él se entera de que pienso trabajar, quizá se vea obligado a pedirme que me case con él, y eso no podría soportarlo. Si algún día Ernesto me habla seriamente de matrimonio, no será presionado por razón de un deber que él crea suyo. ¿Me comprendes?
—Pero…
—Es el único favor que te pido. En cuanto a que papá se case —añadió haciéndose la valiente— tiene pleno derecho a hacerlo. Es joven, y, efectivamente, el día que yo me case, si llego a casarme, se quedará muy solo porque… yo te llevaré conmigo.
—Beba…
—Si, si, no me mires con ese asombro. Me parece muy bien que papá se case. Que forme su propio hogar. Quizá sea demasiado egoísmo por mi parte, pero sigo pensando que es lo mejor que puede hacer.
—Me asombras. Creía que te encontraría llorando y resulta que estás de parte de tu padre.
—Totalmente —mintió—. Soy humana y tengo un razonamiento sensato. Tengo, además, la plena convicción de que papá no eligió una esposa vulgar. Papá no lo es.
—Si no te ha dicho de quién se trata…, yo puedo decírtelo. Antes de que él me hablara, yo ya sabía… Todo se sabe. Tú no lo sabías porque vives demasiado para tu amor.
—Soy egoísta, aunque no quiera.
—Es una compañera. Catedrático como él. Una persona importante, tiene dinero y es joven. Creo que treinta años escasos. Muy bella, muy de su casa, pese a su profesión.
—¡Ah!
—Se llama Alicia Fonseca. Es hija de un famoso notario.
—¡Ah!
—Pero eso no impide que yo siga pensando que comete un disparate. Pronto cumplirá cuarenta y seis años.
—Es joven.
—No es joven. Beba. No nos engañemos tú y yo…
—De todos modos, tiene derecho a su parte de felicidad. Y ha tenido muy poca.
Y en aquel instante, de súbito, decía lo que sentía. ¿Qué derecho tenía ella a rechazar, ni siquiera con el pensamiento, que su padre tratara de buscar un poco de la felicidad que tan joven le fue negada? ¿No vivió consagrado a ella hasta que fue una mujer?
Se sentó en el lecho.
—Mañana mismo buscaré trabajo —dijo resueltamente—. Debo hacerlo así y hasta me complace que me obliguen las circunstancias.
—¿Y Ernesto?
—No le diré nada.
—Pero… ¿es ése tu deber?
—Yo lo considero así, y si Ernesto no está de acuerdo…
—Le amas. Le amas más que a tu vida.
—Si él me ama del mismo modo, admitirá que debo vivir y para ello trabajar. No puedo seguir siendo una carga para papá. Ni quiero serlo, porque él me dio la ilustración suficiente para valerme por mí misma. Domino dos idiomas. Sé que papá pasó sin un traje durante seis años o más para costearme los estudios, en Inglaterra primero y luego en Francia. Hay cosas que no se deben olvidar, tía Pepa.
Sí, la solterona ya lo sabía.
—Está bien —decidió—. Sólo te pido que me tengas al corriente.
La besó en la frente y, tras un titubeo, le acarició el pelo.
—Esperaba que reaccionaras así —susurró—. Pero tenía miedo. Tenemos que dejar el camino libre a tu padre. Si, Beba, creo que es nuestro deber. Yo, desde mañana, empezaré a dar clases en casa. Voy a poner un anuncio en el periódico.
—Eso, no.
—Eso, sí. Ganaremos para la renta. Yo, para eso y para sostener a Felisa. Tú, para comer.
—Tía Pepa…
—Estaremos más unidas que nunca y cuando te cases, si lo haces… me iré contigo porque sé que vas a necesitarme.
—Mañana, si yo no veo a papá —dijo de súbito—, dile que me gustaría conocer a su prometida…
Tía Pepa dio un respingo.
—¿Conocerla…? ¿Es que tienes interés? ¿Verdadero, Beba?
Si, lo tenía. De repente entraba en ella no sé qué. La consideración que siempre debió a su padre ¿Por qué tenía ella que mostrarse dura e intransigente con algo que era tan humano?
—Si, tía, sí. Quiero conocer a Alicia Fonseca. Quizá sea una mujer magnifica. No creo yo que mi padre se haya enamorado de una mujer sin valores físicos y morales después de permanecer dieciocho años tan solo.
—Está bien —admitió tía Pepa, pues todo lo que hiciera o dijera Beba lo consideraba razonable—. Mañana se lo diré.
Besó a la joven repetidas veces, murmurando:
—Eres digna de ser adorada. Si, hija, si. Tú si que tienes valores.
A la mañana siguiente, Félix Quintana entró en el salón, hosco y frió, ocultando en el fondo de su ser, bajo su máscara impenetrable, el temor a una escena.
Pero no ocurrió así.
En el comedor se hallaba tía Pepa, como siempre, sonriente y animosa, sirviendo el desayuno para su hermano.
—Buenos días —saludó Félix fríamente.
—Buenos días, Félix. Tengo que decirte algo.
—No —saltó él—. No quiero saber nada. Supongo que Beba te pondría al corriente y te diría ya que no piensa vivir conmigo y con mi futura esposa.
—¿Y te extraña? La chica pretende ser independiente. Yo no la censuro. Pero no temas por ella. Me quedaré a su lado y la ayudaré en lo que pueda.
¿Qué ocurría allí? ¿Es que Beba no manifestó a su tía todo el dolor y la decepción que sentía?
La solterona siguió diciendo animosa:
—Me dijo que te advirtiera que tiene gran interés en conocer a tu prometida. ¿Por qué no la traes a merendar hoy?
—¿Cómo? ¿Qué? ¿Es que Beba…?
—Hemos pensado las dos en ello, Félix. No vamos a ponernos tontas. Después de todo, quizá sea mejor que te cases…
—Yo… yo…
El catedrático, tan sesudo, tan personal, tan sabio, se sentía profundamente emocionado. Hasta tuvo la impetuosidad de extender la mano por encima de la mesa y asir los dedos de su hermana.
Pepa tú… no estás enfadada conmigo.
—Si no lo está tu hija —opinó sorbiendo las lágrimas—, ¿por qué he de estarlo yo?
—Pero es que ella… no lo esta?
—No Quiere conocer a Alicia Fonseca. Tráela a merendar A las cinco. ¿Te parece bien? Es una hora un poco temprana, pero como ya sabes. Beba a las siete sale con su novio.
—Si… si, Pepa. La traeré. Y gracias. Gracias por vuestra comprensión.
«Si seré tonta —pensó la sentimental solterona—. Si sigue tan emocionado, voy a llorar»
Pero Félix Quintana marcho sin manifestar de nuevo su honda emoción.
Capítulo 11
Cruzaba la calle de Alcalá a paso ligero, aprovechando el semáforo abierto, cuando sintió una voz inconfundible.
—Beba.
Miro atrás.
En su suntuoso «Mercedes» iba Ernesto. Estaba allí, a dos pasos, detenido ante el semáforo.
—Ven —llamó él—. Ven.
Ella fue.
Tenía que ir. Eran las doce del día y regresaba de una casa publicitaria, para la cual una amiga le dio una tarjeta. Iba a trabajar. Empezarla al día siguiente como intérprete en dicha oficina. Le pagaban un sueldo espléndido y sus penurias económicas, si es que iban a existir debido a la boda de su padre, ya no existirían. Pero no pensaba decirle nada a Ernesto.
No creía su deber decírselo. Ni de la boda de su padre ni cuánto había cambiado en el panorama futuro de su vida en un día.
Sus relaciones con Ernesto no eran lo que se dice unas relaciones totalmente formales. Existía por medio el amor que se profesaba uno a otro, pero no existía palabra alguna de casamiento.
Se vislumbraba éste a largo plazo quizá, y ella podía hacer de su vida privada lo que considerara conveniente, siempre que guardara la mayor moralidad. Y la moralidad era sinónimo de Beba Quintana y eso lo sabía muy bien Iñaque Roldán.
Se acomodó a su lado.
Sus dedos la buscaron y, cosa extraña, los de Beba no le rehuyeron. Se enredaron en los suyos con súbita ansiedad.
—¿Qué te pasa? —preguntó él bajo, al tiempo de poner el auto en marcha con una sola mano.
—Nada… nada…
—Estás de un sensible subido.
—Te… te lo parece a ti.
—Y parpadeas.
Ella rió.
Era una risa suave y tenue. La risa intima de una muchacha tímida que tiene muchas cosas que decir y no se decide a decir ninguna.
—Estás distinta.
—¿No… no te gusto?
—Beba.
—Perdona.
—Si estás coqueteando conmigo. Dime, dime, ¿adónde ibas? ¿O de dónde venías?
—De misa —mintió—. Preferí dar un paseo hasta casa. Me llaman la atención los escaparates… Iba contemplando su esplendor.
—Vamos a tomar algo por ahí los dos. Supongo que no tendrás prisa de regresar a casa.
—La tengo. Pero… voy contigo.
—Pensaba llamarte por teléfono hoy, a las dos o así. ¿Sabes? Tengo que ir a Valencia esta tarde. Mi padre regresó de México inopinadamente y me reclama. Dice que sólo me entretendrá un día. Creo que pasado mañana estaré de regreso. •
—¡Oh!
—Lo siento, mi vida. ¿Sabes lo que estuve pensando? Que nos casemos.
—¿Cómo?
—Eso es. Podemos hacerlo pronto. Dentro de un mes, de dos… ¿Qué te parece?
Ella cerró los ojos.
¿Parecerle? ¿Sería… sería maravilloso?
—Como tú digas.
—A mi regreso de Valencia tengo que decirte algo. Muchas cosas.
—Bueno —dijo, sin imaginarse siquiera lo que él iba a decirle.
—¿Vas a oírme con indulgencia?
Lo miró largamente. No supo por qué razón libró la mano de los dedos masculinos y ella misma, impetuosamente femenina, se colgó con las dos manos de su brazo.
—¿Cuándo no lo fui para ti? Pero ¿necesitas mi indulgencia de veras?
—La… la voy a necesitar.
—Tonto.
—Pero, ¿qué te pasa hoy, niña?
—No sé. Quizá tenía necesidad de encontrarte.
De repente el auto dio un viraje. Torció a la izquierda. Siguió una larga calle, salió a otra y se perdió por la carretera de La Coruña.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella sofocada.
—No sé. ¡Qué más da! Vamos a un lugar donde podamos estar solos diez minutos.
—No —se aturdió—. No.
—No seas tontita. Me gusta estar solo contigo y besarte y pensar que estás a mi lado y te toco.
—Ernesto.
—Ojala se muera.
—¿Qué dices?
—Nada… nada… Estaba pensando… ¿Qué pensaba yo? ¡Ah, si! Que de repente mi nombre no me gusta.
Y reía alegremente, de tal modo que ella no supo comprender lo que realmente le ocurría.
Él auto se detuvo diez minutos después en un borde de la carretera. Iñaque cruzó los brazos en el volante.
—¿Sabes? —susurró, atrayéndola hacia sí—. Voy a estar sin verte dos días. Me van a resultar insoportables. Estaba rabioso porque presentía que no podía verte hoy y de súbito apareciste ante mí junto al semáforo.
Ya la tenía apretada en su pecho. Ella alzaba el rostro. En aquel instante tenía tanta necesidad de él, de su comprensión, de su amor, de su impetuosidad, que era imposible huir.
—Ernesto…
—Sí.
—No sé.
—¿No sabes?
—Lo que me pasa cuando estoy a tu lado.
—Amor. Sientes amor…
Buscaba sus labios. De aquel modo en él inenarrable. Sin lastimar. Enervando, turbando, entonteciendo, volviéndola loca. Por primera vez en su vida ella no pudo escapar de aquella necesidad. Salió a su encuentro con los labios abiertos, tal como él la enseñó tantas veces en el transcurso de aquellos días.
—¡Beba! —gritó como enloquecido—. ¡Beba!…
Y ella, bajo sus labios, susurró tímidamente, roja como la grana, temblando como una criatura:
—Es que… que… te amo tanto…
Alicia Fonseca estaba allí, en la intimidad del saloncito, sentada junto a la figurita tímida que era la hija de su prometido.
Alicia era una mujer hermosa, joven aún, pues no sobrepasaba los treinta años. Rubia, de ojos azules, modales muy cuidadosos y sonrisa afable.
Vestía elegantemente y su exquisitez causó la admiración de Beba y su tía. También estaba allí Félix Quintana, atento, elegante, siempre en su papel de total gravedad.
—Me alegro mucho de conoceros —dijo Alicia—. Félix me habló mucho de vosotras —y después, mirando atentamente a la joven—. Temía que no supieras comprender… esto. Saber no es la palabra —añadió con una sonrisa—; querer, diré mejor. Que no quisieras comprender. Pero estando enamorada de un hombre, yo consideré que tu padre no tenía por qué ocultar por más tiempo lo que ocurría.
—Ahora estoy doblemente satisfecha, Alicia —dijo suavemente, asiendo sus dedos—. Yo también voy a casarme.
—¿Sí? —y Félix Quintana tuvo como una súbita manifestación de alegría.
—Sí, papá. Hoy hemos hablado de eso. Se ha ido a Valencia y no regresará hasta pasado mañana, pero ya hablaremos un poco de nuestro futuro en común.
En aquel instante Felisa apareció en el umbral de la puerta.
Tía Pepa, un poco aturdida por la súbita intromisión de la fámula, se puso en pie. Pero Felisa, con su poca delicadeza, dijo rápidamente, mostrando un hermoso ramo de flores.
—Es para usted, señorita. Acaban de traerlo.
Ernesto, seguro. Ernesto que le enviaba aquel mensaje antes de emprender viaje a Valencia.
Se puso en pie y atravesó el salón. Tomó las flores de sus brazos y las acercó a su rostro. Aún estaban húmedas y olían delicadamente.
Una tarjeta cayó al suelo. Alicia se levantó para recogerla.
—Toma…
—Gracias…, gracias… —y turbada—: Con vuestro permiso…
—Claro que sí —sonrió Alicia comprensiva—. Léela.
Decía únicamente:
Te amo. Contaré los días que faltan para verte de nuevo.
No firmaba.
—Es de Ernesto —dijo ruborizada.
—Tu padre nunca me dijo quién era tu novio. ¿Ernesto qué? Conozco a todo el mundo en Madrid.
—Ernesto Roldán.
—¡Ah!
Y se quedó pensativa.
En aquel instante tía Pepa se levantó y salió del saloncito con el fin de disponer la merienda.
Félix Quintana dijo sonriente:
—Os dejo solas. Quizá tengáis algo que hablar. Así os conoceréis mejor.
Alicia lo deseaba. Necesitaba saber muchas cosas de la hija de su futuro esposo.
—Siéntate junto a mí, Beba. Deja las rosas en un búcaro.
La joven lo hizo así, quedándose con una, a la que dio vueltas y vueltas entre los dedos.
Sentada junto a Alicia la miró de súbito con complacencia.
—¿Sabes? —exclamó sincera—. Tenía miedo conocerte, pero ahora presiento que vamos a ser buenas amigas.
—La amistad sincera daña a veces. Beba. ¿Qué te parece si yo te dañara mucho en este instante?
—¿Dañarme?
—Si —adujo Alicia Fonseca con pesar—. Mucho. Sería igual que si tú me dijeras ahora que tu padre es un indeseable.
—¡Alicia!…
—Perdona. Si no pensara casarme muy pronto con tu padre, nada te diría. No sería yo quién para inmiscuirme en tu vida privada. Pero… voy a ser como una segunda madre para ti. Ya sé que te llevo sólo diez años, pero son muchos años en una vida juvenil, aunque tú no lo creas.
—No soy capaz de entenderte.
—Conozco a los gemelos.
—¡Ah! —y con un grito ahogado—: No me digas que Ernesto… no es merecedor de que yo le quiera.
Alicia titubeó.
—Pues es eso precisamente lo que voy a decirte. Todo el mundo habla de él, considerándolo una gran persona. No lo es.
—¡Alicia!
—Hablo muy segura de lo que digo. Fíjate si lo estaré que mi padre es el notario de los Roldán.
—¡Oh, no, no, no! —gimió ella—. No me digas eso. Yo le conozco bien. Sé que me ama, que nos casaremos. Que… que…
—Cálmate. Sé que tu padre no vendrá hasta que yo vaya a buscarle. Es demasiado inteligente, y supo por mi expresión al mirarlo, cuando oí el nombre de Ernesto Roldán, que algo tenía que decirte. Esperemos que no regrese tía Pepa. Lo que debo decirte no me gustaría que lo oyera nadie más que tú. Es… como un secreto profesional de mi padre, pero que yo compartí por lo que de cruel y amargo tenía. Hace cosa de un año papá recomendó a Ernesto una chica llamada Isabel Echegaray. Era una muchachita tímida, oriunda de un pueblo de Castilla. La admitió a su lado como suplente de secretaria, y al cabo de unos meses, ocho o más, la chica desapareció inopinadamente. Mi padre, como es lógico, le preguntó a Ernesto. Yo estaba presente. Nunca olvidaré su cinismo para responder que se había ido porque había encontrado un trabajo mejor y más remunerado. Papá no se conformó con esa explicación y se personó en el pueblecito castellano. Allí lo supo.
—Saber… ¿qué?
—La verdad.
Capítulo 12
¿Qué… qué verdad?
—Eres una chica valerosa. Beba. A través de lo que tu padre me cuenta de ti me fui dando cuenta. Mereces que te ame un hombre, tal como crees que te ama Ernesto Roldán. Pero Ernesto es incapaz de amar a nadie, excepto a sí mismo. Ya ves, yo les conozco muy bien a los dos; pues pese a todo cuanto cuentan de Iñaque, prefiero a este último. Es frívolo y casquivano, pero tiene un gran fondo. Ernesto, no. Bajo su capa de hombre de mundo, grave, serio, sesudo, se oculta el sádico desalmado.
—¡Oh, no, no!
—No me llores, ¿eh? Eres joven y tienes tiempo de sobra para conocer a hombres mejores. Hombres que te consideren de veras, y sobre todo que te amen como mereces. ¿Sabes qué le ocurrió a Isabel Echegaray? No me llores, Beba. Tengo que decírtelo, porque si no lo hiciera… me odiarías después. Isabel tiene un hijo, y Ernesto jamás lo supo ni lo sabrá, porque Isabel no se lo participará aunque se muera.
—No… no me digas eso.
—Tengo que decírtelo. Deja ya de llorar. Enfréntate con la verdad, porque estás a tiempo aún. Podría referirte muchos otros casos parecidos. Hasta creo saber su forma de conquistar. Muy en su papel de hombre serio, incapaz de cometer una mala acción, es muy capaz de torturar hasta exprimir. Ya ves lo que son las cosas. Iñaque, con tener peor fama, es hombre considerado para las mujeres. No las engaña. Les dice lo que sienta, les promete matrimonio, y un día, cuando se cansa, se larga y no vuelve, pero no pierde a ninguna mujer.
—¡Oh, Dios mío, Dios mío…!
Alicia la atrajo hacia sí La besó en el pelo.
—Cálmate. Cuando vuelva de Valencia… —de repente se detuvo para exclamar seguidamente—: ¿Valencia? Pero… ¿no había ido a México? Si precisamente le oí decir a mi padre que regresaba uno de estos días. Fue por cinco meses, pero las cosas se arreglaron mejor de lo que esperaban y está próximo a volver.
—Fue Iñaque —dijo Beba entre sollozos—. Ernesto se quedó aquí.
—Bueno; eso no puedo asegurarlo. Tenía entendido lo contrario, pero ya te lo diré con más seguridad por la noche.
—No, no. Ya te lo digo yo desde ahora mismo. Fue Iñaque.
—Bien. Pero esto no cambia las cosas. ¿Qué piensas hacer?
¿Hacer?
¿Tenía ella algo que hacer?
Estaba medio loca, eso era lo que estaba. No era capaz de callar. Sollozaba como si en aquel instante muriera su madre. Y aún era peor. Su madre había muerto muchos años antes y sus ilusiones, todas, estaban muriendo en aquel mismo instante.
Se oyeron pasos y en seguida la figura de tía Pepa empujando la mesa de ruedas.
Al ver a su sobrina llorando, gritó:
—¿Qué te pasa, chiquilla? Di, ¿qué te pasa?
Beba limpió las lágrimas de un manotazo.
—Es… es… —hipó— la emoción de saber que papá… papá… va a casarse.
Alicia, por todo comentario, la acercó a su hombro y la besó en el pelo cariñosamente.
Matías engullía saliva y se agitaba inquieto.
Veía a Ernesto, el verdadero, ir de un lado a otro de la alcoba, disponiendo su ropa. De repente se detuvo.
—¿Qué haces ahí parado? —gritó furioso—. ¿No ves que acabo de llegar y tengo muchas cosas que hacer? ¿Dónde está mi gemelo? ¿Qué hace que no viene?
—Ha ido a Valencia, señor.
—Vaya. Bueno, es igual. Dispón el baño. Vengo rendido del viaje. No me esperabais, ¿eh?
—Pues… no, no—
—¿Qué tal la señorita Quintana? —preguntó burlón—. ¿Se consoló? ¿Regresó ya del viaje? ¿Y por qué me pusiste aquel cable, vamos a ver?
—Por si…, por si el señor le escribía.
—Yo nunca escribo —gritó Ernesto malhumorado—. ¿Escribir a una mujer? Ni que fuera un cadete. ¿Escribir a una mujer? —volvió a repetir. Se quitaba la chaqueta y la camisa al hablar. Andaba por la alcoba en pantalones, esperando el baño; pero el criado parecía desconcertado, sin saber qué hacer—, ¿Qué esperas? ¿No te estoy diciendo que me prepares el baño?
Matías, aturdido, sabiendo que iba a estallar la bomba tan pronto Ernesto viera a la Señorita Quintana, se dirigió al baño.
—¡Aja! —gritó Ernesto desde la alcoba—. Será mejor que llames a Beba Quintana y le digas que pienso ir a verla hoy a las siete.
—Sí… sí…
—¿Qué esperas?
—Señor…
—Vamos, vamos, ¿qué esperas?
—El baño, señor.
—Disponlo y luego llama a mi novia.
Matías hizo una pregunta un poco impertinente, a juicio de Ernesto.
—¿La ama mucho el señor?
Ernesto giró en redondo.
—¿Qué dices? Pero ¿cómo te atreves? ¿Quién eres tú para…? —se echó a reír de súbito—. Sí, la amo mucho. Debo amarla, porque la recordó bastante.
—¡Ah!
—¿Tienes alguna objeción que hacer?
—Pues… no, no, señor —soltó los grifos—. No, claro. Pero como antes de marchar el señor le oí decir que la señorita Quintana era un entretenimiento…
—Y sigue siéndolo. Pero… ¿qué? ¿Para qué vive uno?
—Eso digo yo, señor.
—¿Qué es lo que dices?
—Pues… —templó el agua. La perfumó—, nada, señor. Nunca digo nada.
—Mejor para ti.
—El baño está dispuesto, señor.
—Prepárame el traje gris claro. ¿Llueve? No, pero hace frío. Y el gabán azul y el sombrero del mismo color —se perdía ya en el baño—. Anda y no te olvides de llamar por teléfono a Beba Quintana. Le dices que a las siete iré a buscarla.
—Sí, señor.
—¡Hala!, anda ligero. Estás pasmado hoy. ¿Qué diablos te pasa?
Pero sin esperar respuesta se cerró en el baño.
El pobre Matías llevó los dedos al cabello. Los revolvió allí y aspiró muy hondo.
¿Qué hacer?
¿Llamar al gemelo a Valencia? No habría llegado aún. ¿Decirle…?
«Soy un criado. Y lo soy de los dos —se dijo para si. Cuidado, Matías. No metas la pata. Tú, a lo tuyo, a hacer lo que te mandan y a ser sordo, y mudo, y ciego. Que se las arreglen ellos.»
Como si le pesasen los pies, se acercó al teléfono. Fue a marcar, pero el dedo empezó a temblarle.
«¿Qué te importa a ti todo este lío, Matías? Tú no eres más que un criado y si te metes donde no te llaman vas a perder el empleo y no te conviene. Aquí fumas a escondidas, pero fumas buenos habanos; bebes whisky escocés y hasta alguna vez coqueteas con la chica de al lado, la doncellita de los Muntaner. Y además sacas tus buenas pesetitas al cabo del mes. A tener cuidado, Matías. Hay que ser prudente»
Marcó el número, pero antes de que sonara lo soltó.
«Matías, el que tú tengas simpatía por Iñaque no quiere decir que debas meterte en camisa de once varas. ¿Estamos? ¿Estamos, Matías?»
Volvió a marcar.
Le temblaba un poco la mano, pero esta vez esperó.
Contestó una voz gangosa.
«Tía Pepa, —pensó—. La simpática tía Pepa.»
—Diga. Diga.
Silencio.
—Diga.
Matías carraspeó:
—¿La señorita Quintana?
—No está para nadie —replicó enojada la voz de tía Pepa, diferente. Sí, señor, diferente.
Él volvió a carraspear:
—Es aquí, de casa del señor Roldán. A las siete irá a buscar a la señorita Beba.
—¿Cómo? ¿No estaba de viaje el señor Roldán?
—Pero ha vuelto —dijo. Y no mentía—. Irá a buscar a la señorita a las siete en punto.
Y colgó.
Al volverse se miró a sí mismo.
«Eres tan cochino como el gemelo Ernesto, Matías. Tan cochino, sí.»
Capítulo 13
Me asusta esta expresión tuya. Beba —se agitó la dama—. La verdad, hijita, me das mucho miedo.
Beba, sentada ante el borde del lecho, miraba ante si sin parpadear.
Tenía los dedos apoyados en las rodillas y la barbilla en las dos palmas abiertas y unidas casi junto a la boca.
—Beba… si lloras.
No. No iba a llorar.
¿Podía llorar una persona muerta?
Así estaba ella, como muerta, como si no le importara nada de este mundo.
—Hijita, no sé si Alicia hizo bien en decirte.
—Hizo —salto—. Hizo, sí.
—Un hombre puede ser muy ruin durante años y de repente… el amor de una mujer determinada hacerle bueno.
Beba alzó el rostro. Un poco tan sólo. Lo suficiente para que tía Pepa apreciara el dolor desgarrado de sus ojos.
—Te lo he contado todo, tía. Todo, sin omitir nada. Si tiene un hijo, si no ha tenido jamás escrúpulos con las mujeres, si ha hecho alarde de una dignidad masculina que nunca existió, ¿cómo pretendes que mi amor le haya cambiado? Nunca podría casarme con un hombre que ha perdido a una mujer. Ni seria capaz de creer en quien engañó a tantas chiquillas inocentes.
—Pero… estás dispuesta a recibirlo a las siete y falla sólo una hora.
—Sí —dijo—. Sí. Lo voy a recibir. Es decir, voy a salir con él. Lo que no me explico aún es… cómo ha vuelto, cuando no hace ni dos horas me envió un ramo de flores por su viaje hacia Valencia.
—Se le habrá olvidado algo y no saldrá hasta mañana.
—¡Qué más da!
—¿Qué le vas a decir?
—¿Decir? ¿Se sabe eso? ¿Se prevé nunca lo que se puede decir a un hombre a quien se ha querido tanto y a quien se desprecia indescriptiblemente?
—Pero tú… tú…, hijita mía, estás destrozada.
La joven bajó la cabeza. Miró al frente. La alfombra multicolor pareciole que bailaba ante sus ojos.
¿Qué iba a decirle a Ernesto? ¿Todo cuanto sabía por Alicia Fonseca? No. Sería humillante para ella. Sería destruir la poca dignidad que le quedaba.
Ocultó el rostro entre las manos.
—Beba —susurró tía Pepa, cayendo de bruces junto a ella y tratando de quitarle las manos del rostro—. Escúchame, hijita. Por favor… escúchame. ¿Quieres que te cuente un pasaje de mi vida? Quizá no tenga demasiada similitud con el tuyo, pero te hará pensar un poco. Hay momentos en la vida en que una se cree morir. En que parece que el mundo se derrumba sobre una y la destruye. Cuando se muere un ser querido sientes la sensación de que la vida ya no tiene importancia para ti. Durante una enfermedad gravo de un padre, una madre, un hermano, alguno de esos seres que tan hondo calan en el corazón humano de un familiar o allegado, una se cree también enferma y le parece que no existe mayor dolor ni mayor desesperación. Y después, a medida que pasa el tiempo, las penas se alivian y una va pensando que no se va a morir y vive purgando y llorando. Las lágrimas también se desvanecen un día. Llega un tiempo en que en vez de derramar doce sólo se derrama una, y después sientes en ti aquel recuerdo doloroso, como algo que te hizo mucho daño, pero que no te mató… Y parece imposible que se haya estado medio muerta o una haya querido dormir totalmente. Esas son las penas. Penas que pasan, Beba querida —hizo una pausa—. Beba, hijita… ¿quieres que te cuente… ese pasaje de mi vida? ¿Quieres, Beba?
—Cuenta —susurró la joven con un hilo de voz—. Cuenta, tía. Nunca supe por qué te quedaste soltera.
—Porque me dio asco de la vida y de los hombres. Porque vi sus mentiras y sus falsedades. Porque aprecié el egoísmo humano y me resultó indescriptiblemente mezquino. ¿Sabes? Hubo un tiempo en que yo estaba a punto de casarme. Tengo un baúl en el cuarto de los trastos con mi equipo. Mis sábanas de hilo, mis mantelerías, mis encajes… Pañitos para las bandejas, pañitos para la cocina… Todo se hace con una ilusión inenarrable. Los dedos tiemblan y sueñas con la labor en la mano. Piensas en los hijos que has de tener algún día, en cuando le nazca el primer diente, cuando dé los primeros pasos, cuando balbucee tu nombre. En la satisfacción del padre cuando le llame «papá». En tu amor hacia los dos. En las cálidas noches de verano junto a la persona amada, que te hará pensar en lindos poemas. En las frías noches de invierno, refugiando tu inquietud, esa que las noches crudas del invierno ocasiona, en los brazos queridos. En oír su voz suave, en sus besos, en sus caricias.
—Tía…
—Yo pensé así. Hubo una época en mi vida —susurró, apretando a Beba contra si— en que fui una novia feliz. Y un día, cuando me faltaba muy poco para casarme, cuando me sentía la mujercita más feliz del mundo, cuando creí que iba a llenar el vacío de todas mis soledades, falleció la esposa de mi único hermano. Dejaba una niña de dos años, sólita, con un padre que tenía que salir todos los días, mañanas y tardes, a ganarse el pan. Mi deber era correr a su lado. Ayudarle en aquellos instantes tan dolorosos. Tu padre, como era de suponer, también pensó en mí. Se lo dije a mi novio, ¿sabes? Se lo dije así, como era, sin pensar ni por lo más remoto que aquel hombre carecía de comprensión y ternura hacia el prójimo. Sí, no me mires con ese asombro. Ni trates de agradecerme lo que en realidad tengo yo que agradeceros a vosotros. El se opuso, ¿sabes? Se opuso terminantemente a que yo pasara a vuestro lado ni quince días. No adujo una razón convincente. Sólo su desmedido egoísmo. No era su esposa. No podía dejar a mi hermano solo con una niña y con un bárbaro dolor porque mi novio fuera un egoísta.
—Quizá debiste quedarte.
—No, Beba. Vine a Madrid. Era mi deber de cristiana y mi deber filial. Era mi hermano y mi sobrina quienes me necesitaban, y mi novio, de haberme amado, así lo hubiera comprendido. A los tres meses regresé. Iba a casarme o, al menos, así lo creí yo. Ya sabes que tenía una escuela en propiedad. Dejé allí una suplente… Cuando volví, mi novio, que era el maestro del pueblo, estaba en relaciones formales con la suplente, y para mi… fue como si me desgarraran. Como tú te sientes ahora, me sentía yo entonces. Por eso te comprendo mejor. Por eso diré te comprendo totalmente. Regresé a Madrid, dejé la escuela v me instalé definitivamente con vosotros, considerando que me necesitabais verdaderamente. Al cabo de algún tiempo la suplente se casaba con el hijo del médico titular. Era tan egoísta como el maestro y prefería un marido ingeniero a un vulgar maestro de escuela. Este vino a mí, tratando de refugiar su rabia y su despecho.
—¿Y… tú?
—No. No le quise. Ya estaba curada. Ya había comprendido que no era hombre digno de mí. No quise casarme.
Un reloj dio las siete de la tarde. En alguna parte sonaron como mazas las siete campanadas.
—¿Qué haces?
Beba estaba de pie. Firme, mirando al frente, más bella que nunca, más decidida, con una luminaria en los verdosos ojos.
—Beba…
—Voy a recibirlo. No tardará en llamar. Es posible que hoy suba al piso Sí, es posible…
Pero, no. El claxon sonaba débilmente en la ancha calle.
Tía Pepa aún trató de asirla, de atraerla contra sí.
Beba la miró largamente.
—Siempre creí que tenía mucho que agradecerte, tía Pepa —susurró—; pero nunca que fuera tanto.
—No te conté esto… para que me lo agradezcas, sino para demostrarte que el dolor no mata, que te curas de su zarpazo y vuelves a ser feliz.
—Tú no lo has sido —dijo rotunda—. Pretendiste serlo…, pero no lo has sido. Las ilusiones se sienten un día y te destruyen. No te matan, pero cuánto mejor hubiera sido a veces que te mataran.
Y salió, sin que tía Pepa pudiera retenerla.
Nadie al ver la figurita delicada, envuelta en un abrigo de ante azul marino, bajo el cual se apreciaba un suéter de fina lana azul celeste, con los rojizos cabellos peinados hacia arriba, formando un moño, calzada con zapatos de altos tacones y un bolso haciendo juego, serena y bonita, hubiera imaginado que en la hondura de aquellos ojos aparentemente tranquilos se ocultaba el mayor dolor que puede soportar un corazón humano femenino.
Así apareció en la calle y así, serenamente, se dirigió al auto que la esperaba.
No era el «Mercedes» de todos los días. Era un «Jaguar» último modelo, brillante y acharolado, de línea aerodinámica. Se fijó en aquel detalle, pero no le dio mayor importancia, porque sabía que Ernesto Roldán poseía una gran fortuna y podía cambiar de auto como ella de abrigo.
Ernesto la esperaba de pie junto al auto. Al verla, avanzó hacia ella. Ya en la forma de andar le causó un sobresalto. Además… ¿dónde había tomado Ernesto el sol en unas horas? Lo vio aquella mañana y estaba más bien blanco, y de repente aparecía ante ella moreno, curtido, como de haber pasado montones de horas bajo los rayos candentes del sol.
—Beba —exclamó Ernesto afablemente, pero sin aquel apasionamiento que ella conocía y que tanto la turbaba—. Tanto tiempo sin verte.
¿Cómo? ¿Tanto tiempo?
Consideraba mucho tiempo unas pocas horas. ¿No es tuvieron los dos en la carretera de La Coruña aquella misma mañana? ¿No se besaron?
Aun así, pese a tantas interrogantes atropelladas y silenciosas, en alta voz dijo tan sólo, con su suavidad habitual, quizá un poquitín alterada:
—¿Cómo estás?
Él estrechó su mano. Lo hizo como si oprimiera los dedos de una amiga a quien se desea ver, pero que no perturba ningún sentido.
Ella se encontró desconcertada. ¿Qué pasaba allí? ¿Por qué aquella diferencia íntima en unas horas de un hombre a otro siendo el mismo?
De súbito se hizo una luz en su cerebro.
¿El mismo? Alicia dijo: «Ernesto no está en Madrid. Está…, está… en México. Precisamente está a punto de regresar».
No… no era posible.
Casi lanzó un alarido. Ella pensó que lo lanzaba, pero sus labios se cerraron con la misma premura con que se abrieron.
—Sube —dijo él amable—. Sube, mujer. Te he traído un regalo.
Claro. Ya no cabía duda alguna. El hombre que estuvo haciéndole el amor, el hombre que ella amaba, era Iñaque, no Ernesto.
Pudo decirlo. Gritar su rabia, su despecho, su humillación en aquel mismo momento. Pero era digna sobrina de su tía. Si tía Pepa era mucha tía Pepa; Beba Quintana era mucha Beba Quintana.
Subió al auto y se acomodó dentro. Sin un suspiro, sin una queja, sin un reproche. Ernesto, tranquilamente, pensando, eso si, que estaba más guapa que nunca, dio la vuelta al alto y se sentó ante el volante.
—¿Adónde? —preguntó con su amabilidad de siempre bajo la cual se ocultaba su sadismo.
—Un paseo.
—Te encuentro apática.
—He pensado. Tuve tiempo de hacerlo.
—Bueno —rió Ernesto poniendo el auto en marcha—. Ya te diría Iñaque que no pude despedirme de ti.
—Sí —admitió, comprendiendo totalmente y no haciendo mención del despecho y el dolor que sentía—. Me lo dijo.
—Ya vez, no creí que te lo dijera. Se negaba en redondo.
—¿Tú… no tuviste tiempo para advertirme de tu marcha?
Él volvió a reír.
—De veras que no —dijo falsamente—. Se me presentó el viaje de un momento para otro. Pero dejé a Iñaque encargado de todo.
—Lo hizo… muy bien.
La miró interesado.
—¿Verdad que si? Mi gemelo, cuando quiere, es encantador.
—Seguro.
—¿Qué dices?
—Nada. Decía que si, que es muy encantador. ¿Ya lo has visto?
—No, ¡qué va! Se ha ido a Valencia requerido por papá. Papá siempre hace así. Nos llama cuando menos lo esperamos. Y quizá no desee de él más que verlo. Está loco porque nos casemos. Dice que el verdadero estado del hombre es el matrimonio.
No respondió.
Nada tenía que responder.
—¿Qué me cuentas de tu vida? ¿Qué tal el viaje?
—¿Qué viaje?
—Yo nunca escribo, pero mi criado debió temer que lo hiciera, y cuando le fuiste de viaje con tu padre estas Navidades, me puso un cable a México advirtiéndome.
—¡Ah!
De modo que un viaje. Iñaque era tan canalla como su hermano. En menor escala quizá, pero igualmente ruin.
—He tenido tiempo para pensar, Ernesto.
—¿Sí? ¿Sobre qué?
—Sobre nosotros dos.
—¿Si?
—Vamos a dejarlo, ¿sabes? Yo no te amo.
Fue la única satisfacción que sintió desde hacía más de seis horas. Haber dicho aquello.
Ernesto no pareció inquietarse mucho.
—¿Y eso? ¿Por qué lo has descubierto?
—He tenido tiempo, ¿no crees?
—Mujer, lo nuestro era bello.
—No te quiero. Y yo, sin cariño, no admito unas relaciones —y sin transición—: ¿Quieres llevarme de nuevo a casa?
Ernesto la miró rápidamente.
—¿Qué te pasa?
—Nada. Sólo he acudido a tu cita para decírtelo.
—Que no me quieres —dijo sin preguntar.
—Exactamente.
—Yo pensé que… mi ausencia avivaría el fuego.
—Lo apagó totalmente.
—Pero, Beba…
—Lo siento, Ernesto. Créeme… Lo siento mucho.
—Es la primera vez que una chica me da calabazas.
—¿Sabes, Ernesto? Tengo algo que decirte. Algo que tú no sabes. Quizá me maldigas toda la vida por decírtelo, pero tengo que hacerlo. Mi conciencia me lo dicta así.
—Me asustas —exclamó él, haciendo girar el auto en dirección nuevamente a la calle del General Sanjurjo.
—Se trata de Isabel Echegaray.
Ernesto dio tal salto, que el auto empezó a oscilar. Consiguió enderezarlo.
—¿Qué? —murmuró roncamente—. ¿Cómo?
—Tiene un hijo.
—Un… hijo…
—Tuyo.
—No, no…
—Sí, sí… Está en un pueblo de Castilla. Es joven y bonita y tiene… eso.
—¡Dios!
—Déjame aquí —pidió ella, como si no tuviera nada más que decir.
Ernesto le pasó un brazo por delante y mantuvo la portezuela sujeta.
—Aguarda… —su rostro lívido quedó frente a Beba. Un rostro rígido, distinto, totalmente transfigurado—. ¿Quién…, quién te lo dijo?
—Papá se va a casar con Alicia Fonseca…
—La hija de…
—Sí.
—Y has salido sólo para decirme… eso.
—Sí, sólo para eso. Ahora déjame pasar. Si tienes co razón… ve a cumplir con tu deber.
—Un… hijo…
—Si, tuyo y de tus calaveradas, de tus desconsideraciones, de tus vilezas.
—Me desprecias mucho —dijo él bajo, con intensidad.
—Cumple con tu deber. Quizá después… te desprecie menos.
Y bajó sin esperar respuesta.
Al día siguiente Beba Quintana empezó a trabajar en la casa publicitaria.
Capítulo 14
No… no… No es posible que ese estúpido haya llegado y haya citado a Beba dos horas después de llegar.
—Lo siento, señor. Ha sido así.
—¿Y tú? ¿Qué hiciste tú, maldito estúpido? ¿Por qué no lo has impedido? Yo pensaba decírselo todo a Beba a mi regreso de Valencia. ¿Con qué cara me presento ahora a ella? Me creerá un bandido como Ernesto. ¿No te das cuenta?
—Me la doy, señor.
—Y estás ahí parado.
—¿Debo dar saltos señor?
—Matías, que me estás poniendo nervioso.
—Lo estaba ya antes, señor.
—Eres un memo. Un maldito memo. ¿Dónde está mi gemelo? —gritó mirando en tomo—. ¿Dónde? Necesito verlo. Decirle… decirle…
—Ha ido a un pueblecito de Castilla.
—¿A Castilla? ¿A qué? ¿A qué, vamos a ver?
—No lo sé, señor. Nunca pregunto cosas que no me incumben.
—Pero… ¿de qué estás hecho, Matías? ¿Qué hora es? ¿Las siete? Tengo que ver a Beba y decirle… Decirle, sí, que estoy loco por ella, que se lo he contado todo a mi padre y que vengo a casarme con ella, porque si no me caso, me mato o me muero.
—No tanto, señor —dijo el criado entre dientes.
—¿Qué dices? ¿Pero, qué dices tú a lo zorro, maldito estúpido?
—No decía nada serio.
—¡Oh, Dios… Dios…! ¿Quién deshace este enredo? Dime, Matías, ¿quién lo deshace? A estas hora Beba habrá descubierto todo el lío, me odiará, se casará con Ernesto, y yo… yo…
Iba de un lado para otro como fiera enjaulada. Lívido, los labios crispados. A Matías le dio pena, pero nada podía hacer por evitar aquel disgusto de su amo preferido.
—Matías —gimió Iñaque como un crío pequeño—. Matías… Déjame apoyar mí cabeza en tu hombro. Me estalla. Estoy desesperado, ¿qué le digo yo a Beba? ¿Por qué no habré hablado antes de marchar? Se lo quise decir primero a mi padre. Se lo conté todo, todo… ¡Oh, Cristo del cielo! ¿Qué hago yo ahora? Si Beba se casa con Ernesto.
—¿Y por qué, señor? Ella le ama a usted.
—Ama a Ernesto.
—Pero el Ernesto que ella ama, no es Ernesto.
—¿Y si no lo ha descubierto? ¿Y si mi gemelo llegó allí y la abrazó y…? ¿Y si—?
En aquel instante sonó el teléfono.
—Píllalo, Matías —gritó desesperado—. Sí es Beba dile…, dile que estoy muriendo. Dile…
Matías ya tenía el teléfono en la mano.
—Diga —pedía con su voz serena, siempre inalterable aunque estuviera peleándose la gente en torno a él.
—Es para usted, señor.
—¿Quién? ¿Quién?
—El señor gemelo.
—¡Oh!
Y como un loco se lanzó al teléfono. Asió el receptor con las dos manos y después gritó:
—Dime, dime…
—¿Qué te pasa, Iñaque? Estás hecho polvo.
—Estoy muerto.
—¿Cómo?
—Nada. Dime dónde estás. Sé que has llegado hace dos días, pero según Matías, desapareciste inmediatamente.
—Acabo de casarme.
Iñaque separó el aparato del oído, para volver a acercarlo con la misma prontitud.
—¿Cómo? ¿Qué? ¡Maldita sea! ¿Qué?
—Pero, gemelo, qué diablo te pasa. Acabo de casarme. Fui a ver a Beba.
—No me digas que te casaste con ella.
—Claro que no. La vi a las dos horas de llegar a Madrid. Me dijo que no me amaba.
—¡Oh!
—Que tuvo tiempo de reflexionar. Que no me quería ni una migaja.
—¡Ah! ¡Oh!
¿No le había dicho que él estuvo suplantándolo? No, claro. Era mucha Beba, pero para él… casi era peor, porque sin duda estaría odiándole. Porque sí, no le cabía la menor duda de que Beba estaba al corriente de toda aquella superchería.
—He venido a casarme con Isabel Echegaray. Oye, Iñaque, ¿estás ahí? ¿Te has quedado mudo?
Matías tenía el oído aplicado al auricular, cerca del de su amo. Iñaque le dio un empellón.
—Atrevido —gritó—. Atrevido.
—¿Qué dices, Iñaque? —gritó Ernesto al otro lado.
—¡Oh, nada. Me refería a Matías.
—Pues como te decía, acabo de casarme. Estoy en un hotel del Escorial. Me largo de viaje. Oye, cuando puedas, ve por Ponferrada y hazte cargo de mi hijo.
—¿Qué?
—Se llama como yo y tiene mi misma arrogancia y los ojos luminosos de Isabel.
—Ernesto —chilló Iñaque—. Que no te entiendo ni papa. ¿A qué hijo te refieres? ¿Te has vuelto loco?
—Claro que no. De repente comprendí que aquí estiba mi felicidad. Haz lo que te pido. ¡Ah!, y ya puedes ir desalojando el piso. No quiero hermanos conmigo.
—¿Cómo?
—Eso. Colgó.
Matías, que volvía a estar junto a su amo con el oído aplicado al auricular, dio un paso atrás, aturdido.
—Eres un asno, Matías.
—Sí, señor.
—Y un entrometido.
—Si, señor.
—¿Entiendes algo de eso?
—Nos hemos casado, señor, y por lo visto ya nació un bebé.
—Matías… yo no soy capaz de comprender nada, pero debo ser muy egoísta, porque no puedo asimilar todas esas noticias. Tengo bastante con lo mío. ¿Sabes una cosa, Matías? Por nada del mundo perderé a Beba. Si no se casa conmigo por las buenas… ¡Por Dios que la rapto!
—A ello, señor.
—¿Qué dices?
—Que bueno.
En aquel instante sonó el timbre de la puerta.
—Llaman, señor.
—No abras.
—Es que llaman.
—Te digo que no estoy para nadie.
—¿Se lo digo así a quien sea?
—Díselo en el idioma que te dé la gana, atravesando la estancia, se perdió en su cuarto, dando un formidable portazo.
Capítulo 15
Beba Quintana estaba muy nerviosa, pero nadie lo diría al verla, y mucho menos Matías, que con expresión de bobo la contemplaba en aquel instante.
—Buenas tardes —dijo ella, con voz que a Matías le pareció el cascabel de un anhelo.
«Matías se dijo sin abrir los labios—. No has visto a Beba Quintana, pero apuesto el puro que tengo para fumar esta noche, de sobremesa, a que es ésta. Cuidado, Matías, no resbales. Tú no sabes nada de nada. Eres tonto de nacimiento.»
Amablemente abrió la puerta de par en par.
—Quiere pasar la señorita?
—Deseo ver a Iñaque Roldán —dijo la mondada vestida de azul, que se hallaba de pie en el umbral.
—Sí, señorita. ¿Quiere pasar?
Beba titubeó, pero pasó al fin.
Salía de la oficina publicitaria en aquel instante. No podía pasar sin decirle a Iñaque todo cuanto pensaba de él y su vileza, y si Ernesto estaba presente… lo oiría también.
Matías, ajeno a sus pensamientos, pero intuyéndolos, dijo a lo idiota.
—El señor está muy conmovido. Figúrese usted que se ha casado don Ernesto.
—¡Ca… sa… do! —deletreó—. ¿Casado?
—Sí —admitió Matías en su papel de estúpido, de hombre no enterado de nada—. Se nos ha casado. Acabamos de saberlo. Y figúrese usted que ya tiene hijo.
—No me diga que se ha casado con Isabel Echegaray.
En alta voz, murmuró con la misma simplicidad:
—¿Conoce usted a la esposa del señor?
«Este criado es idiota», pensó Beba.
—No. Pero oí hablar de ella.
—Es muy linda.
—¡Ya!
—El señor acaba de hablar por teléfono y dice que está loco de contento —y sin transición, abriendo la puerta de un lujoso living—: ¿Quiere pasar, por favor? En seguida aviso al señor.
En vista de que no le preguntaba a quién anunciaba, ella dijo agriamente:
—Soy Beba Quintana.
«Claro —pensó Matías mirándola embobado—. ¿Quién podía ser si no?»
En alta voz murmuró servilmente:
—La anunciaré.
Y salió, irguiendo arrogantemente la cabeza.
Atravesó el pasillo, llamó a una puerta y una voz ronca gritó:
—Que te parta un rayo, Matías. Déjame en paz.
Matías, muy mal educado, por cierto, empujo la puerta y cerró tras de sí. Se quedó plantado en mitad de ¡a estancia.
Iñaque estaba tendido en el lecho, vuelto hacia la pared, con zapatos y todo.
Matías pensó.
«Está poniendo perdida la sobrecama.»
—Señor…
—Te digo que me dejes en paz, Matías. ¿No me has oído? No estoy para nadie. Tengo que pensar. ¿Me oyes? Pensar, eso es.
—Sí, señor.
—Pues lárgate.
—Es que en el living hay una mujer joven.
—Mátala.
—Señor.
—Que la mates. Matías.
—Me da mucha pena, señor. ¡Es tan bonita!
—Échala fuera.
—Es que se trata de Beba Quintana, señor.
—Como si se tratara de… ¿Qué? —y del salto quedó sentado en el lecho.
—La sobrecama, señor.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué sobrecama? ¡Oh! —miró sus pies—. Eres un animal, Matías. Un maldito animal mencionando la sobrecama —ya estaba de pie en el suelo—, cuando una mujer llamada Beba Quintana está ahí, a dos pasos —apartó al criado, saliendo como un loco.
Ya iba a alcanzar la puerta cuando se detuvo en seco.
—Matías…
—Señor.
—¿Qué dijo? ¿Qué expresión es la suya?
—Le dije lo de la boda de nuestro gemelo, señor.
—De mi gemelo, Matías.
—Sí, señor, del nuestro.
—¡Matías!
—Perdone el señor. Se lo dije para allanarle a usted el camino.
—¿Qué camino?
—El de la explicación, señor.
—Eres un entrometido.
Pero no esperó más.
Salió corriendo. Al llegar al final del pasillo frenó su marcha.
«Calma, Iñaque. Mucha calma. Ella no viene aquí, no se arriesga a venir aquí, una mujer como ella, a echarse en tus brazos. Métete esto en la cabeza, Iñaque. Ella viene aquí a escupirte en la cara. A eso es a lo que viene. Un poco de calma, Iñaque. No te dejes arrebatar por la pasión…»
Y más sereno, pero no tanto como él pretendía, empujó la puerta y se quedó plantado ante la figurita vestida con un abrigo azul marino de ante.
Un silencio.
Largo, embarazoso para él. Penosísimo para Beba.
—Dirás —murmuró todo lo serena que pudo, y Beba Quintana podía mucho—, que soy una tonta viniendo a tu apartamento.
—No lo digo.
—Tenía que venir. Preferí hacerlo yo, a que fueras tú a esperarme a la puerta de mi casa a las siete de la tarde.
—Antes te hubiera llamado por teléfono.
—¿Para qué? Con la presencia de Ernesto anteayer en mi puerta, tengo más que suficiente. No es preciso que me des explicaciones. No voy a admitirlas. Sólo he venido a decirte…
—Por favor, déjame que te explique.
—Eso no. Ya está todo explicado. Amparándote en tu parecido con tu hermano, te has burlado de mí.
—Eso no —gritó Iñaque desesperadamente, hasta tal punto que Matías, que escuchaba al otro lado, dio un respingo—. Nunca traté de burlarme de algo que yo llevaba muy dentro.
—No he venido aquí a hacer unas protestas de amor, Iñaque. Ni a permitir que tú me las hagas a mí. He venido tan sólo a decirte que te he querido, y que tanto como te quise, te desprecio ahora. Ya sé… ya sé. No hables. No he terminado aún.
—Pero…
—Ya sé que no debí nunca acercarme a ti. Pero tenía que hacerlo. Tenía que escupirte a la cara todas tus mentiras y lo que de ellas pienso.
—Óyeme…
—No quería a tu hermano —dijo ella más alto, ahogando la voz masculina—. No, nunca le quise. Siempre quise a Iñaque. Mi tía me lo decía alguna vez y yo huía de esa verdad. Tenía mala fama. Una persona sensata como yo, no podía ni siquiera pasearse con un tipo como tú.
—¡Beba!
—Sabía qué clase de hombre eras, pero jamás imaginé que te atrevieras a suplantar la personalidad de otro, para engañar a una mujer.
—¡Beba!
—Sólo he venido a decirte que no te acerques jamás a mí.
—Me amas —gritó él descompuesto—. Me amas mucho. Me amas, sí. No me digas, no me mates negándomelo.
—Eres un comediante.
Iñaque ya estaba ante ella. Suplicante, desolado, arrebatado.
—Beba, por Dios vivo. Por todos los santos del cielo. Si no te quisiera como te quiero, jamás hubiera imaginado pasar por mi hermano. Él te dejaba. Así, como si fueras un fardo. Me pidió a mí que le despidiera de ti. ¿Te das cuenta? De una novia como tú se despedía tu novio por mediación de otro. No lo pude resistir y entonces pensé… pensé… No me mires así, Beba, que me voy a volver loco. Yo te amo. Te quiero de tal manera que si no te casas conmigo antes de quince días soy capaz de matarme. No me desprecies así. Por Dios te digo que si sigues mirándome con ese desprecio soy capaz de la mayor barbaridad.
—Ahorremos palabrerías —dijo ella, todo lo serena que pudo, negándose a admitir sus confesiones—. Acabemos cuanto antes con esta comedia absurda. Ya me voy. Ya te dije lo que pensaba de ti.
—¡Aguarda! —gritó como un agónico.
Ella ya iba junto a la puerta.
Matías, al otro lado, se retiró presto, pensando:
«Matías, es toda una tía. Una soberbia muchacha, sí, señor. Así se habla. Así se doblega al sinvergüenza de nuestro gemelo.»
—Beba, si me dejas así soy capaz de todo, ya te lo advertí. Si no te casas conmigo, si no me dejas que te bese…
—¿Besarme? —gritó ella calladamente.
Y Matías pensó que le temblaba un poco la voz.
—¿Besarme? ¿A mí? ¿Otra vez? Estaría loca yo, habría perdido el juicio hasta olvidarme de mi dignidad —y después bajo, con un matiz ahogado de voz que a Matías se le antojó deshecho por el dolor—: Te he querido. Nunca pensé que pudiera querer así, como te he querido a ti, Iñaque. ¿Lo mió con Ernesto? No. Aquello fue un comienzo sin sentido. No era yo capaz de enamorarme de tu hermano. No supe por qué hasta que el otro día lo vi ante mí y comprendí que no eras tú. Entonces me di cuenta de que siempre te quise a ti. Empezó todo aquella vez en casa de los Montenegro. Quizá para ti sólo sea un pasaje sin importancia Para mí fue el comienzo de todo…
—Beba, amor mío, escúchame.
—No. He venido 8 decirte esto. No podía pasar sin decírtelo. Porque de los dos te preferí a ti siempre, sin saberlo incluso. Y ya ves de lo que me sirvió. Te di toda mi vida. Creí en ti como en mi misma. Ahora ya… aunque me empeñara, no seria capaz de volver a creer.
—Aguarda, no te vayas. Escúchame. Dame opción a una explicación. Tengo derecho a ello. Recuerda que… el día que me fui a Valencia te advertí que a mi regreso te diría algo y te pedí indulgencia para escucharme.
—Hubiera sido el momento, Iñaque —dijo ella, ya desde el umbral—. Ahora, es demasiado tarde.
Salió.
Iñaque, como enloquecido, fue tras ella. Trató de alcanzarla. Matías estaba detrás de una cortina, conteniendo la respiración.
—Beba, Beba, escúchame. Por Dios, escúchame. Déjame que te explique…
—Adiós —dijo ella ahogadamente, abriendo la puerta del piso—. Adiós…
Y antes de que Iñaque pudiera impedirlo se perdió en el ascensor.
Matías salió de tras la cortina.
—No es posible convencerla por ahora, señor No nos cree.
Iñaque giró sobre sí, dio un manotazo en el aire y. por primera vez, no le molestó el plural de su criado.
—No, Matías —dijo, dando un traspiés—. No, no nos cree…
Capítulo 16
Durante un mes anduvo como un loco de un lado a otro, buscándola. La esperó a la salida del trabajo, cuando supo que trabajaba. Ella no quiso ni verlo ni escucharlo, ni dar un paso a su lado.
Visitó a tía Pepa en su ausencia. Casi lloró a su lado pero tía Pepa sólo pudo decirle:
—No depende de mi, muchacho. Sé que eres sincero, pero… no soy yo quien tiene que creerlo así. Es ella.
—Si no quiere, escucharme.
—Ya. Se parece a mí.
—¿Qué dice?
—Nada. Será mejor que la olvides.
—¿Olvidarla? ¿Cree usted que es posible olvidar a Beba?
—No —dijo con toda sinceridad la solterona—. No creo que sea posible, pero tú no vas a tener otro remedio.
Otro día fue a ver al mismo catedrático, ya casado éste y viviendo en casa de los Fonseca. Los recibió el matrimonio. Félix Quintana, siempre dentro de su corrección, ausente, afable, pero sin afecto.
—No se puede jugar con el amor y menos aún con las mujeres, Iñaque —dijo gravemente—. Yo bien quisiera que Beba se casara, fuera feliz y dejara de trabajar. Se ha empeñado en hacerlo. Quiere ser independiente. Ni Alicia ni yo logramos disuadirla con los argumentos que usamos. De igual modo no podemos convencerla de que tú eres sincero. Está demasiado herida.
—Voy a raptarla —gritó Iñaque desesperado.
Alicia se echó a reír.
—No seas loco. Lo mejor que puedes hacer es esperar que regrese tu hermano de viaje de novios y después el te ayude.
—¿Cómo? ¿Crees tú que puede Ernesto hacer nada por nadie estando casado con una mujer que le gusta? Que le gustó siempre y que si no se casó con ella fue por la fobia que le tenía al matrimonio. Ese es demasiado egoísta para pensar en mi problema. Además… ¿qué te crees? Vivo en un hotel como un pobre diablo desamparado. No me quiere en su apartamento. Y mientras no me case no quiero un hogar. Matías se quedó allí… Quería venir conmigo al hotel, pero yo estoy harto de criados.
—Insiste cerca de mi hija —dijo don Félix siguiendo el tuteo, porque aquel chico le agradaba—. Insiste hasta convencerla o cansarla. A las mujeres les gusta que los hombres insistan.
—Tu hija no es de ésas —opinó Alicia.
El marido la miró con ternura.
—Todas las mujeres, cuando aman, son parecidas, Alicia. No es mi hija distinta, te lo aseguro. Está dolida, eso sí; pero no ha dejado de amar a Iñaque. No es de las que cambian de sentimientos según el tiempo y el panorama.
En aquel instante, a lo lejos, se oyó un timbrazo. Seguidamente, una puerta al abrirse y, después, un suave taconeo de mujer.
—Es ella —murmuró Alicia alarmada—. Se conoce que al salir de la oficina recordó que hace dos días que no viene por aquí.
—¿Qué hago? —se atragantó Iñaque.
Como parecía dispuesto a levantarse, don Félix le empujó de nuevo hacia el sillón.
—Quédate donde estás. Creo que es lo mejor.
Beba hizo su aparición en aquel instante en el umbral.
—¡Hola! —saludó. Y de repente se quedó muda, con los ojos fijos en la silueta de Iñaque, erguida junto al sillón que segundos antes ocupaba.
—Pasa… Pasa —sonrió Alicia, haciéndose la desentendida y saliendo a su encuentro—. Pasa, querida. No te esperábamos hoy. Tenemos una visita… ya ves. Ella que ya había dejado de mirarlo, pasó los ojos sobre él sin rozarlo apenas con sus pupilas.
—¡Hola!
Iñaque susurró:
—¡Hola…, Beba!
La miraba embobado. No podía remediarlo. ¡Era tan linda! Iba maravillosamente vestida. Un traje de chaqueta de firma cara, de un tono más bien gris, a cuadros diminutos. No llevaba blusa debajo y por los hombros lucía un abrió sport haciendo juego. Calzaba zapatos de ante y bolso del mismo color. Un casquete sobre la cabeza y aquella galanura suya tan femenina.
Se quito el abrigo con suma gracia y lo dejó en el respaldo del sillón. Se sentó. Cruzó una pierna sobre otra.
Alicia le mostró la caja de cuero.
—¿Fumas?
—Sí, por supuesto —y haciéndose la indiferente con respecto al hombre que la miraba—. Hace un frío infernal. No sé cuándo va a pasar el invierno.
—Muy pronto —sonrió su padre, y después, sin transición—: ¿Qué tal en tu terquedad?
—¿Lo dices por mi empleo? Magnifico. Estoy encantada. Tengo amigos estupendos y compañeros admirables.
Iñaque parecía un tonto allí, sin decir palabra.
Decidió marcharse. No podía continuar junto a ellos. Se veía a sí mismo desairado.
—Lo siento —dijo de súbito—. Tengo que irme.
—¿Cómo? ¿Tan pronto, Iñaque?
—Así es. Otro día… volveré, Alicia. Félix… me alegro mucho de haber hablado con usted —se volvió hacia la figurilla inquieta, pese a no demostrarlo—. Hasta… otro día, Beba.
—Adiós.
Pero no le daba la mano.
Iñaque se mordió los labios y, tras estrechar la mano del matrimonio, se alejó acompañado de Félix.
—Haces mal —dijo Alicia al quedarse a solas—. Muy mal.
—Hago lo que debo.
—Él lo hizo por cariño.
—¿Por cariño? ¿Se engaña a una mujer por cariño? Di, ¿crees honradamente eso?
—Mujer…, el engaño no fue como para que tú lo tomes así. Quiso conquistarte. Ya te he dicho que Iñaque no es como Ernesto.
—Este se casó.
—Porque tú te atreviste a decirle lo que nadie le había dicho nunca.
—Dejemos eso.
—No podemos dejarlo. Estás enamorada.
—Sí —ahogadamente—, sí.
—Mucho.
—Muchísimo.
—Y te dominas, te doblegas. ¿Por qué?
La llegada de don Félix evitó una respuesta que no sabría dar.
Charlaron de todo. Ya no volvieron a mencionar a Iñaque. Don Félix lo prefería así. No deseaba presionar a su hija. Ella terminaría por reaccionar sola. La conocía bien. Por mucho que disimulara estaba al cabo de sus fuerzas.
A las nueve se puso en pie.
—Tengo que irme. Ahora dejo a tía Pepa demasiado sola todo el día. No he ido a comer. Lo hice en una cafetería.
—No debieras trabajar. No lo necesitas.
No dijo nada.
Ellos qué sabían. Lo necesitaba. Era… como un tubo de escape, como un desahogo a todas sus inquietudes, y éstas eran muchas.
Los besó a los dos con ternura. Le daba gusto que su padre fuera feliz y que Alicia le amara tanto y le comprendiera tan bien.
—Mañana volveré —dijo.
Pero no iba a volver.
Nunca supo si fue la noche o los recuerdos de otras noches como aquélla, caminando por las luminosas calles de su brazo, o que su rencor ya no era más que un pretexto salvaguardando su dignidad herida, o que aquella noche necesitaba paz. Lo cierto es que, cuando dejó el portal y lo vio en mitad de la calle, no se asombró.
Él se acercó. Con naturalidad. Demostrando ésta hasta desconcertarla.
—Te esperaba.
Ella ya lo veía.
No dijo nada. Iñaque la asió del brazo, con timidez primero, con decisión después al notar que ella no huía caminaron los dos así… asidos del brazo, rozándose, muy juntos uno del otro.
—¿A pie? —preguntó él, como si jamás entre ambos hubiera un mal entendido.
—Sí.
—Tengo el auto ahí cerca.
—¡Qué… más da!
Se mezclaron entre los transeúntes. Hacia mucho frío. Él dijo bajo, atrayéndola hacia sí:
—¿Cuándo?
Ella parpadeó.
—¿Cuándo… qué?
—Nos casamos.
Silencio.
—¿Dentro de una semana?
Silencio.
Los dedos masculinos se metieron bajo el guante femenino. Hurgaron allí. Sin soltarle el brazo le metió la mano en el bolsillo de su gabán.
—Para.
—Tienes… los dedos fríos —y después, bajísimo, inclinando su alta y arrogante talla hacia ella—: ¿Cuándo?…
Parpadeó otra vez.
Le temblaban un poco los labios.
Caminaba sin detenerse, sin responder; pero también sin rescatar los dedos que él acariciaba en su bolsillo.
Mucho rato así. Como si aquel silencio fuera una condición para llegar a la paz.
—Voy a subir contigo —dijo él al llegar al portal.
—¿Con…, conmigo?
—A… saludar a tía Pepa.
—¡Ah!
Los dos se perdieron en el ascensor.
Iñaque apretó el botón y, así como estaba, medio ladeado, la asió por el brazo y la metió entre su cuerpo y el mamparo.
—¿Qué haces?
—No sé.
Lo estaba haciendo. Apretándola suavemente, pero con intensidad al mismo tiempo. La metió en su cuerpo. Mucho, mucho, hasta que ella quedó allí inmóvil, pegada a él, sin protestar. Así como estaba la cerró con los dos brazos y metió la cabeza bajo la de ella.
—¿Qué haces? —volvió a susurrar la voz femenina, ahogadamente.
—No sé.
El ascensor se detenía y ella escapaba de sus brazos; pero Iñaque, como un loco desquiciado, la quería retener.
—Deja… deja…
Era una voz tenue, ahogada.
Salió tras ella del ascensor. Él mismo pulsó al timbre.
—Tengo llave —susurró ella bajo.
Felisa les abría ya.
Los dos se colaron dentro.
Tía Pepa cruzaba el pasillo en aquel instante. Al verlos se echó a reír.
—¡Hola, chicos! —dijo como si tal cosa.
Y los dos se lo agradecieron.
—¿Vas a cenar con nosotros? —preguntó después.
—Sí Tía dile a Felisa que ponga la mesa para tres.
Y dicho lo cual roja como la grana se perdió en el saloncito.
Iñaque fue tras ella. Cerró la puerta. Se quedaron así uno frente a otro, sin tocarse y. de súbito, los dos a la vez avanzaron. Fue ella la que se colgó de su cuello —No podía más —susurró ahogadamente—. No podía, te lo aseguro…
Y sus bocas, al encontrarse, parecían tener fuego.
Isabel Echegaray era una muchacha preciosa, jovencísima, moderna. Sólo tenía en el fondo de las pupilas como una sombra de melancolía, como de haber pasado una agonía que poco a poco podía irse disipando.
Despedía a la novia en aquel momento.
Ernesto estaba al otro lado más, junto a Iñaque y los demás invitados.
—Isabel…
—Se que fuiste tú —dijo la jovencita—. Si no, él se hubiera aguantado sin ir a buscarme.
—Pero te amaba. Él lo sabía.
—Pero detestaba el matrimonio.
Beba rió. Tenía una risa radiante.
—Todos los hombres detestan el matrimonio hasta que les llega la hora de casarse.
—Al auto gritó Iñaque a lo bestia, como hacía siempre—. Os dejamos, amigos.
Y asiendo el brazo de su esposa, se la llevó sin dejarla despedirse de nadie.
Todos rieron; pero todos, gracias a Dios, se quedaban allí.
El auto de Iñaque corría por las calles madrileñas con su mujer asida del brazo. El conducía con una sola mano y el brazo libre se lo apresaba ella.
—¿Adónde quieres ir? —preguntó él burlón.
—Contigo.
—Supongo que a alguna parte —rió él socarronamente.
—Supones bien —rió ella a su vez, pero muy aturdida.
—¿Sabes que eres ya mi mujer? ¿Lo sabes?
—Sí —susurró bajísimo—, sí…
—No… no lo sabes aún. Lo vas a saber en seguida…
Y el auto se detuvo ante un enorme edificio de la avenida del Generalísimo.
—¿Qué hacemos aquí?
—Es nuestro nuevo hogar. Me gusta este barrio. Tengo aquí un apartamento. Ya verás qué bonito. Tenemos piscina en la azotea, jardines… y un hogar.
—Pero…
—Seguiremos viaje mañana. Hoy ni hablar, ¿eh, mi vida? Tía Pepa ya tiene aviso de venir mañana para acá con Felisa. Y Matías vendrá dos días después. No he podido prescindir de él. He comprobado que me prefiere a mí a mi gemelo —ya estaban en el apartamento. Iñaque cerraba la puerta—. Hoy —dijo levantándola en vilo— estaremos solos. Solos, ¿sabes? ¿Te das cuenta de lo que eso significa?
Se la daba.
Tenía que dársela. Iñaque la estaba besando en plena boca y la depositaba en un diván y se quedaba a su lado. Ella alzó los brazos, le rodeó el cuello.
—Me… me da vergüenza.
A él, no. A él sólo le daba felicidad. Una loca felicidad aquella soledad de los dos.
En alguna parte del viejo Madrid, Matías, muy serio, decía a sus amigos en una tertulia de café:
—Nos hemos casado hoy…
Fin
Te prefiero a ti (1977)
Título Original: Te prefiero a ti (1977)
Editorial: Editorial Bruguera S. A.
Sello / Colección: Corinto Selección 583
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Iñaque Roldan y Beba Quintana