NO TE BUSCABA (Corín Tellado)
Publicado en
noviembre 03, 2013
Argumento:
Ella formaba parte de esa legión de mujeres resueltas que jamás creyeron que el matrimonio fuese una meta… hasta que el azar —o el capricho— la situó ante una decisiva encrucijada.
Capítulo 1
Hombre de treinta y cuatro años. Buena presencia, buena salud económicamente bien situado, culto, con ideales humanos definidos, dispuesto a la comprensión y a una buena y honesta amistad, con vistas a un futuro amoroso matrimonial, busca amiga culta, bien parecida, sana, educada y comprensiva, que esté dispuesta a dar cuanto reciba, entre los veintiocho y los treinta años. Escribir al apartado...
Es curioso —comentó Marta, doblando d periódico—, nunca acabaré de entender esta sección periodística. Ni comprenderé jamás qué tipo de hombre con todas las virtudes que enumera busque esposa por mediación de esos anuncios.
María Silva dejó de manipular en la tetera para mirar a su amiga.
—No creas, a veces, ocurren cosas sorprendentes. Matrimonios felicísimos unidos así, tan estúpidamente, como tú dices. Hombres solitarios, hombres tímidos, hombres de negocios. Hombres, en fin, que carecen de tiempo para buscar una mujer o se han acordado tarde y prefieren dar la cara con la verdad, que buscar esposa en esta barahúnda humana que es el comercio de carne de la mujer actual.
—No exageras tú nada.
María servía el té a su amiga.
—Dos terrones, ¿no?
—Como siempre —dijo Marta y removió el azúcar en la tacita de porcelana—. Gracias, María —y sin transición—: No estoy tan de acuerdo. Para un hombre tímido, siempre existe un día propicio durante el cual encuentra a la mujer de su vida. No concibo un matrimonio que se lleve a cabo por medio de estos anuncios absurdos.
—Pues yo te diré —dijo María, divertida— que me gustaría estar soltera, por una sola semana, y escribirle a este fulano.
—Estás loca.
Llevó la laza de té a los labios.
Eran jóvenes ambas, no más de veintisiete años, aunque a Marta bien podrían calculársele cinco menos. María en cambio, ya tenía dos hijos de nueve y siete años, un marido que no era precisamente un dechado de perfecciones y una vida trabajosa, con la cual bregaba María con toda la firmeza de que era capaz. Y María era capaz de mucho.
Marta echó el periódico a un lado, dejó la taza vacía en el plato y encendió un cigarrillo, del que fumó con fruición.
Luego fue hacia un mueble y recogiendo un cenicero, volvió a sentarse en frente de su amiga.
—Olvidando un poco este asunto que, en realidad, nada nos concierne, tengo que decirte que tu hijo Alvarito es un desastre. No avanza. Suspendió cinco asignaturas en la última evaluación. No sé qué cosa voy a hacer con él. ¿Sabes lo que piensa con respecto a tu hijo mayor? Sería conveniente que lo enviaras a un internado. Es indisciplinado, listo; pero vago. Distraído, demasiado infantil para sus nueve años, pero sólo infantil cuando le conviene. Yo en tu lugar, te repito, tomaría medidas. Los estudios no están ahora para tomárselos a broma.
—Dile todo eso a Juan. Tú sabes bien que aunque aparento que mando en mi hogar, el que rompe y raja es mi marido. Y no creo que un tipo como Juan sea capaz de sacrificarse por sus hijos. Sabes, asimismo, que él me entrega una cantidad al mes y ahí se queda todo. Lo que yo haga con ella le tiene muy sin cuidado, aunque jamás me permite que no me alcance. Él tiene sus cotos de caza y pesca. Él va todos los días al club a jugar la partida. Él viste y vive como un pachá, pero en casa yo me multiplico para administrar lo poco que me entrega, dado el coste de vida actual. Juan piensa que yo me arreglo hoy con la misma cantidad que me arreglaba hace seis años y tú sabes que eso es imposible. Pero vete y díselo a Juan. En seguida me llama mala administradora —suspiró—. Mira, Marta, ¿sabes lo que te digo? El amor es muy bonito, tal como lo escriben los novelistas y los poetas. Mueve montañas, según ellos: endereza bosques de pinos torcidos. Todo, con que les dé la gana, pero a veces, como en mi caso, es un desastre.
Marta miró el reloj. Tenía dos clases a aquella hora y, luego, la clase nocturna para los hombres del pueblo que nunca pudieron cursar estudios y que algunos se empeñaban, casi después de viejos, en adquirir el título de graduado escolar.
—Otro día seguiremos hablando de esto —dijo, riendo—. Mañana volveré a merendar contigo. Pero de todos modos ya te adelanto que no me interesa Germán para marido.
Ernesto Ruiz aún no había dejado de reír. Tenía las dos manos sujetando el vientre y apoyado contra la vitrina del instrumental, estaba a punto de derribarla. En cambio, David Escalante miraba a su cuñado con expresión muy seria. Se diría que la risa de Ernesto le empezaba a sacar de quicio:
—¿Quieres decir que el anuncio es tuyo?
—¡Deja de reír, que me crispas! —gritó David, exasperado—. Es mío y no me interesa negarlo y nadie me obligó a venírtelo a decir.
Ernesto dejó de reír y volvió a leer el anuncio y vio bajo el brazo de David el montón de cartas recibidas.
—¿Las has leído todas? —preguntó Ernesto, guasón.
—O lo tomas en serio o dejamos de hablar de ello. Vengo a ti a desahogarme y resulta que me tomas a risa.
—¿Y cómo no he de tomarte, hombre? Conoces a montones de mujeres, todas bien situadas, hermosas, jóvenes, y vienes a poner un anuncio en el periódico…
—Es distinto —dijo David, enojado—. Muy distinto. Las mujeres que conozco no me van. No me casaría con ninguna de ellas por nada del mundo. Recuerda aquella vez que estuve a punto de casarme, y un día descubrí que se entendía con mi mejor amigo. Recuerda aquella otra vez que, cuando ya disponía mi matrimonio, viene tu mujer, mi hermana, y me dice qué hacía yo esquiando con mi novia cuando jamás me había puesto un esquí. Yo no era. Entonces, mi novia también me engañaba. Tengo mala suerte, Ernesto. Con casi todas las novias que tuve, me acosté a la semana de conocerlas.
—Bueno, ¿y qué? Mejor, así las conocías en su intimidad, que no creas, es peliagudo casarse y no saber si la mujer que has elegido te va sexualmente.
—No seas bestia. Yo estoy chapado a la antigua.
Ernesto soltó la carcajada.
—¿Estás chapado a la antigua y pones un anuncio de ese tipo en el periódico?
—Habrá montones de mujeres que como yo buscan una verdad sin florituras. Las hay y por esa razón yo las busco así. Tengo conocimientos de grafología. Por los rasgos, yo conozco algo de ellas. Alguna existirá que me vaya a mi temperamento. ¿Entiendes?
—No. Nunca he creído en la grafología. Y por otra parte, encuentro extraño que un hombre mundano, casi perfecto como tú eres, busques ese método para casarte.
—Nadie dijo que me fuera a casar, sin conocerla. Primero leeré estas cartas, después las seleccionaré y. más tarde, me entrevistaré con alguna candidata. Después vendrá lo demás. Te digo que en el mundo hay montones de mujeres honestas que nadie ha conocido aún. Sin ir más lejos, Miguel Sanata se casó así, por medio de un anuncio y todos los días me dice que es inmensamente feliz y es verdad que lo es.
Ernesto miró a su cuñado de una forma pensativa. Después se quitó la bata blanca y dijo:
—Mi consulta, por hoy ha terminado. Si quieres, presto estoy a ayudarte a leer toda esa montaña de correspondencia. ¿Te mandan fotografías?
—No las he solicitado, pero en alguno de estos sobres sí que creo que viene una foto grafía. Agradezco que me ayudes.
Juntos, uno al lado del otro se fueron a una salita contigua y se sentaron en torno a una mesa de centro, sobre la cual David depositó sus cartas.
—Entretanto —dijo Ernesto, aparentando una seriedad que no sentía—, tomaremos un whisky. Tú lo quieres sin agua.
—Con hielo, nada más —dijo.
Y empezó a abrir sobres.
Al cabo de una hora habían sido leídas, por ambos, más de tres docenas de cartas. Algunas fotografías de mujeres, saltaban sobre la mesa, bajo la mirada analítica, maliciosa y burlona de Ernesto y bajo la expresión seria, madura de David.
—Bueno, descansemos un rato. ¿Has sacado alguna conclusión. David? Mira esta monería de muchacha. Joven, linda, con ojos vivaces…
David la apartó de un manotazo.
—No me va. Es vanidosa, inculta y presumida. Y, además, demasiado joven. Esa se ha acostado ya con dos docenas de hombres y a cada uno les ha dicho que era una inocentita.
Ernesto abrió la boca de un palmo.
—¿Te lo dice ella? —preguntó, asombrado.
—No es preciso. Lo veo ya mira esta otra.
Mostró la carta y la fotografía adjunta.
—Un bombón.
—Es una embustera.
—Pero, David…
—Sólo tengo tres cartas seleccionadas de las tres docenas que he leído. Mira esta joven. Es una lindeza y, sin embargo, es tan inculta, que ni siquiera sabe quién fue Colón.
—No irás a decirme que todo eso lo sabes por la grafología.
David se echó a reír de buena gana. Era un hombre de estatura más bien corriente. Moreno, los ojos oscuros, entre marrones y negros. Las cejas algo juntas, la boca algo relajada. Ancho, fuerte. Un tipo que no llama en la calle la atención de una mujer, pero, en el fondo, todo un hombre, todo un tipo, con los sentidos en su verdadero sitio, pese a aquella nueva modalidad, si se quiere un poco infantil, de buscar esposa por medio de un anuncio.
—Y por sus faltas de ortografía, que no son pocas.
Ernesto le miró fijamente.
—Una pregunta. David —dijo, a media voz—. Me pica una tremenda curiosidad. Dime, ¿nunca te has enamorado de veras? Siempre fuiste un hombre con los sentidos aquí —señaló su propia frente—, de modo que no te dejaste llevar jamás por las emociones naturales de un hombre de tu edad.
David no respondió en seguida. Poco a poco, y como distraído, iba rompiendo las cartas y los sobres e incluso las fotografías, e iba tirándolas a un cesto que hacía las veces de papelera, colocado a sus pies.
—Una vez —dijo al rato, de una forma algo ronca—. Una vez y de verdad. No era ninguna belleza, tenía diecisiete años, ella, se entiende; yo veinticuatro. De eso hace, por lo menos, diez años, contando desde que nos conocimos. El padre de ella era maestro del pueblo y el mío era el médico… —se alzó de hombros, como si desistiese de meterse en honduras, en recuerdos pasados—. ¡Qué sé yo! Transcurrió mucho tiempo desde entonces. Las veces que intenté casarme, después de aquello, fue debido a mi soledad, para paliarla, pero no para vivir enamorado. Debo de ser un tipo bastante particular. Algo muy complejo… en fin —se levantaba—. He elegido tres cartas y tres fotografías… De momento, voy a empezar. Estoy seguro de que mañana recibiré otras cuantas docenas. ¿Sabes? —se echó a reír, cachazudo—. Nunca pensé que hubiera en España tantas mujeres solteras, con ganas de pillar un marido. Gracias por tu ayuda. Ernesto.
—Oye, oye…
—Voy a pensar en esto —dijo y tranquilamente, mostró las cartas.
Capítulo 2
María Silva pensó que podía comentar todo aquello con su marido, pero sabía, asimismo que Juan hubiera dado la vuelta en el lecho, hubiera bostezado y la hubiera mandado a paseo sin demasiadas consideraciones.
Juan no era un sentimental. Juan no era un compañero con el cual se pudiera departir una hora seguida. Juan cumplía sus funciones de marido, hacia el acto sexual y se ponía a roncar, como si en la vida existiera cosa mejor. Y para él, dado su modo de ser egoísta y práctico, seguramente no existía.
Pero María era más sensible y después del acto sexual, que la mayoría de las veces ni le satisfacía, se ponía a pensar mientras su marido roncaba.
La verdad es que casi siempre pensaba en sus hijos, en el egoísmo de Juan, en sí misma, en su mala suerte, pero como era muy comprensiva, al final de tanto pensar, se decía si no sería ella algo responsable de aquella egoísta actitud de Juan.
Así era María.
Así de honesta, para sí y para los demás.
Pero aquella noche no pensaba María en sus hijos, ni en su vida llena de sobresaltos, ni en el acto sexual que la había dejado como estaba antes, ni en su propio marido.
La verdad es que pensaba en su fiel amiga, Marta Fernández Gordon, aquella chica maestra de escuela que conoció cinco años antes, cuando por primera vez llevó a la escuela a su hijo Alvarito. Nunca sabría decir María por qué se hicieron tan amigas, pero el caso es que existía aquella sincera y profunda amistad.
Marta era una chica completa, profunda. De amplios horizontes. Se hallaba de maestra en el pueblo, pero siempre decía que a la primera oportunidad, solicitaría escuela en Madrid o en Barcelona o en cualquier capital donde fuese algo más que la «señora maestra». Fuese, al menos, una mujer. Ella no sabía muchas cosas de Marta. La verdad es que María era bastante comunicativa, pero de sí misma no hablaba nunca.
En el pueblo todo el mundo sabía que Germán, el hijo del boticario, seguía los pasos de la maestra como los suyos propios, pero nadie ignoraba que Germán jamás se casaría, ni con la maestra ni con ninguna otra mujer, porque todos sabían que una vez muerto su padre, que era el farmacéutico. Germán se vería obligado a renunciar a la farmacia y apenas si le quedaría dinero para vivir y menos para mantener un hogar, porque, la verdad sea dicha. Germán jamás pasó de un Bachillerato superior o unas oposiciones a la Hacienda Pública, que jamás consiguió.
Dicho lo cual, quedaba bien claro que en el pueblo no había más hombre soltero que Germán y, la verdad, no era ningún mirlo blanco como marido, salvo que se limitara la esposa a mantenerlo, y a María le constaba que Marta jamás mantendría a su marido.
De lo que Marta había hecho antes de adquirir en propiedad titular la escuela de aquel pueblo, María no sabía nada. Marta nunca hablaba de su pasado y hasta María había llegado a creer que sería tan simple, que por esa razón no lo mencionaba.
Es por esa razón que decidió que hablaría con Marta, al día siguiente, cuando fuese a hablarle de Alvarito y aprovecharía el recreo de los niños para abordar con ella aquel asunto.
Les unía una amistad suficiente como para abordar el asunto sin ambages. Al fin y al cabo, ella le contaba toda su vida. Incluso le contaba la mayor intimidad con su marido y cuando hablaba de aquella intimidad. Marta le decía alguna vez: «Es que tú serás una frígida y entonces Juan tal vez no se sienta satisfecho en su matrimonio.»
A lo cual ella respondía que, de frigidez nada; que lo que ocurría, era que Juan era un soberano egoísta y que no la entendía. Sobre este tema, la polémica a veces llegaba a acalorarlas, y María pensaba que confianza tenía ella para hablarle a Marta de sus desengaños amorosos y secuelas, tanta tendría o debía tener Marta, para contarle a ella algún pasaje de su vida pasada.
Porque dicho en verdad, y pese a la vulgaridad existente en su matrimonio en el fondo María era una casamentera y tenía un alto concepto del matrimonio, separándolo, desde luego, de un tipo tan egoísta como su propio marido, porque sabía que existían otros maridos, esposos de sus amigas, que eran verdaderos cielos.
A través de todo esto que pensaba. María llegó a la conclusión de que Marta estaría mejor casada, y en aquel pueblo, por más que ella buscaba, no encontraba un marido apropiado para su amiga y, en cambio, le rumiaba en la cabeza, desde el punto y hora en que le oyó a Marta leer el anuncio, escribir al desconocido que pedía esposa culta, bien parecida y llena de comprensión.
Ya sabía que era una barbaridad, y que Marta se iba a enfadar mucho, pero… Bueno, antes tendría que conocer algún pasaje de la vida de Marta antes que ésta llegara como maestra titular a aquel pueblo, a unos cien kilómetros de la capital de España.
Se durmió tarde y hasta no le molestó demasiado el ronquido de su marido. En el fondo ella vivía con Juan por las mismas causas que muchas mujeres viven con los suyos, pero maldito lo que le amaba.
Y bien sabe Dios que cuando se casó con él le amaba más que a su vida. Pero… ella no creía tener toda la culpa de su íntimo desastre matrimonial.
Se levantó temprano, hizo el desayuno para sus hijos y para su esposo, llamó a unos y otros y envió a los niños a la escuela y a Juan a su oficina de seguros. A las once en punto se vistió, y se fue camino de la escuela.
Juntos, los niños jugaban en el jardín y Marta no aparecía por allí. Sus dos hijos corrieron hacia ella al verla y Alvarito le dijo que la «señorita maestra» estaba dentro de la escuela, a lo cual María, dio dos besos a sus dos hijos, les pidió que siguieran jugando y se deslizó hacia el interior del local.
Marta se hallaba sentada ante su mesa de trabajo, sobre cuyo tablero había más de veinticinco cuadernos pendientes de ser corregidos. Al ver a su amiga se apresuró a ponerse en pie.
—¿Tú por aquí a estas horas, María? —preguntó, asombrada—. ¿Te ocurre algo especial?
—No, nada importante —dijo María.
—¿No? ¡Ven, ven! —se apresuró a rogar—. Siéntate y cuéntame.
—Vengo a hablar de ti.
Marta dio un respingo.
—¿Y de… Germán?
María hizo un gesto vago.
—Dios me libre. Sé que Germán no es marido para ti y si un día decides casarte con él es porque no tienes más esperanza en la vida. ¿Me equivoco?
—Verás, algo de eso existe. Pero es que debemos empezar por decir que mi meta en la vida no es precisamente el matrimonio. Es decir, no lo considero indispensable para continuar viviendo y ser feliz. Yo, con viajar por el mundo en mis vacaciones, con disponer de mi auto, de mis libros, de mi hogar y de mis aficiones musicales y demás…, lleno mi vida.
A lodo esto. María se había sentado y sacaba un cigarrillo de la caja que Marta tenía sobre la mesa.
—Dame lumbre —dijo, riendo—. Dirás que soy idiota al venir a verte para hablarte de ti, precisamente.
Marta le ofreció el mechero encendido, al tiempo de exclamar asombrada:
—¿De mí? ¿Qué vienes a hablar de mí?
—Pues sí. ¿Qué cosa sé yo de tu vida pasada?
Marta le miró asombradísima.
—¿Es que por fuerza tienes que saberlo?
María se echó a reír.
Marta, cuando oía a María contarle sus penas, y sus desengaños, y sus fracasos sexuales, se preguntaba cómo era posible que una persona como ella, como María, pudiera pasar por la vida de un hombre sin pena ni gloria. Y lo peor de todo es que María pasa por la vida de Juan como una sombra que no mancha nunca, pero que tampoco produce satisfacción tocar.
María era una muchacha preciosa resignada, femenina, capaz de despertar una pasión sincera y verdadera y lo que es mejor, perdurable, lo cual, y visto su fracaso que palpaba casi todos los días, llegaba al convencimiento del por qué muchas mujeres engañan a sus maridos y se prostituyen…
—Bueno —rió, algo nerviosa, dejando de pensar—, yo no tengo pasado ni historia alguna. María. Soy como un pueblo feliz.
María meneó la cabeza de un lado a otro, denegando.
—No hay mujer sin historia, así que no me vengas con ese tópico de los pueblos felices sin historia. Tú no eres un pueblo. Tú eres un ser humano sensible.
—¿A qué viene todo esto?
—Verás. Es bien simple. Ayer noche no dormí. Juan se comportó como tantas y tantas veces, y eso me pone los nervios de punta. Al fin y al cabo, y aun después de diez años de casada, creo que sigo siendo una mujer sensible. De modo que como no podía dormir, empecé a pensar y me viniste tú a la mente. No pensé, hasta esta noche, en que yo te contaba toda mi vida y tú nunca tenías nada que contar y como hace sólo cinco años que llegaste aquí, pensé que antes de venir habrías tenido tus problemas.
—¿Y quién no los tiene?
—Por eso, porque como todo el mundo los tiene, unos que se sepan y otros que se ignoren, pero existen siempre, es por eso que picada por una súbita curiosidad, estoy aquí.
Marta, automáticamente, abrió uno de aquellos cuadernos que se amontonaban sobre la mesa. Los ojeó distraída y, de repente dijo:
—No me gusta hablar de mi misma y tú lo sabes.
—Claro que lo sé.
—Entonces…
—Si tanto te molesta…
—No, no. María, no es eso. He vivido mi vida. Me enamoré a los diecisiete años. Después todo rodó así, a lo tonto. Él se fue de aquella ciudad… Yo estudiaba, él me escribió durante algún tiempo… Después ya no supe nada más de él. Todo empezó y acabó así.
—¿Y así empezó y acabó tu vida sentimental?
—No. ¡Qué disparate! He tenido amigos, otros novios…
—¿Quieres decir que nunca olvidaste aquel amor?
—No fue así precisamente. Nos cortejamos durante tres años.
María casi dio un salto.
—¿Tres años? Dado tu carácter si te ha cortejado tres años, es porque tú le amabas.
—¿Te he dicho que no?
—No. por supuesto. Pero… estoy entendiendo o mucho me equivoco, que le amaste mucho más de lo que él supo jamás.
María abrió otro cuaderno.
No le gustaba hablar de aquello.
Había pasado.
Había dolido.
Pero ya no quedaba nada. Absolutamente nada.
—Le he querido —dijo, evasiva—. Tenía veinte años cuando me dejó.
—¿Sin explicaciones?
—Sí. A lo tonto. Destinaron a su padre a otra ciudad. Él se fue con su familia. Él quedaba allí, en la capital… Unas cartas, que se fueron espaciando y después, nada. Eso es todo —se echó a reír—. Pero no creas que eso me traumatizó al principio, sí. Después enseguida terminé la carrera y empecé a recorrer pueblos casi ignotos. Creo que sólo veo la civilización cuando disfruto mis vacaciones y me lanzo al extranjero.
—Marta —se agitó María—, ¿No te gustaría amar de nuevo y casarte?
—No lo sé. A veces pienso que sí y otras prefiero mi libertad… —y riendo—, María lo siento, pero ya pasó la hora del recreo. Mañana iré a merendar contigo. Yo vivo feliz como vivo. Tengo una visión de la existencia más amplia que tú.
María salió de allí con una idea obsesiva en el cerebro. ¿Por qué no? Que luego Marta le llamara absurda. Tal vez el destino estaba jugando a Marta, y a aquel hombre, una buena baza favorable.
Sí… ¿por qué no?
Y cuando llegó a casa, ni corta ni perezosa se puso a escribir al hombre de aquel anuncio.
Capítulo 3
La enfermera le dijo: «El último cliente de la tarde está en consulta. Si quiere usted esperar, señor Escalante…»
Él estaba allí, esperando. Era curioso que una cosa así le pusiera nervioso. Perdido en el sillón, desplegó de nuevo la carta y la leyó por décima vez: «Sólo dos letras respondiendo a su anuncio… Soy maestra y estoy destinada en un pueblo… Me gustaría conocerle. Creo responder a los «requisitos» que solicita en el mencionado anuncio. Aquí va mi número de teléfono, advirtiéndole que aun cuando interne averiguar quién soy a través de él le será difícil, porque estoy dándole el de una amiga. Y también le doy una hora concreta para que me llame, pues de no ser a esa hora, no me hallaré a su disposición telefónica. Debo advertirle, también, que no estoy segura de que me agrade usted… Un saludo.»
Nervioso, David cerró la carta en el puño Ni siquiera le daba opción a conocerla un poco, puesto que la carta había sido escrita máquina. ¿Alguien que pretendía tomarle el pelo?
Fue en aquel preciso momento que apareció Ernesto, aún enfundado en la bata blanca.
—¿Qué pasa? —entró, preguntando—. La enfermera me ha dicho que esperabas muy nervioso. ¿Elegiste ya definitivamente, la media naranja?
David pasó, maquinalmente los dedos por el pelo. Él no era un tipo nervioso ni se excitaba con facilidad. Era, por el contrario, más bien cachazudo, y si buscaba por aquel medio esposa, era precisamente para evitarse líos.
Le había llegado la hora de casarse. Andaba siempre de la Ceca a la Meca. Carecía de hogar y vivía en un apartamento alquilado, amueblado, porque pensaba que no le merecía la pena comprar un piso para vivir solo. Comía la mayoría de los días que se hallaba en la capital, en casa de su hermana Elvira cuyo marido era Ernesto, y él siempre fue un buen amigo de aquel galeno que, además de ser cuñado, era un excelente amigo, aunque en aquellos días se burlaba de su forma de buscar mujer.
Pero, pese a todo lo antes dicho, en aquel momento David daba muestras de un indescriptible nerviosismo, lo cual no dejó de parecerle muy extraño a Ernesto, dado que conocía perfectamente el cachazudo carácter de su cuñado.
—Toma —dijo—. Lee.
Ernesto se echó a reír.
—¿Más cartas? ¿Cuántas, desde el día que apareció el anuncio?
David, que se había puesto en pie se derrumbó de nuevo en el sillón y murmuró, desalentado:
—Mil doscientas justamente y ésta, la más curiosa, la que más me intriga, hace el número mil doscientas una.
—¡Ajajá! Dame, dame —y se caló los lentes. Pero nada más ver la carta, levantó los ojos y miró burlonamente a su cuñado—. ¡Caramba, chico!, ésta viene escrita a máquina. Curioso, ¿no? —y fijando los ojos en el escrito, lo leyó de un tirón.
Permaneció silencioso, mirando a David, cuya figura parecía enterrarse, más y más, en el muelle sofá.
—¿Qué dices? —preguntó, roncamente, ante el silencio de Ernesto.
—Curioso. Digo eso: Curioso en verdad. La chica 110 parece tonta. Y, por supuesto, dice que antes, debe asegurarse si tú le gustas a ella. ¿Alguna otra te dice cosas parecidas?
—Ninguna —sudó David.
—Entonces, la llamarás por teléfono.
David se levantó de un salto y empezó a pasear el saloncito de parte a parte.
Ernesto le seguía con los ojos. Unas veces pensativamente, otras burlonamente, las más con creciente curiosidad.
—¿Quieres un consejo, David?
No lo quería.
—Te lo daré —continuó Ernesto, siguiendo con los ojos los precipitados pasos de su cuñado—. Deja esto. Olvida esto. Busca esposa si tanto deseas casarte. Búscala como se debe. Entre tus amigas. Entre las amigas de tu hermana. Entre tantas mujeres hermosas y jóvenes que andan por Madrid. Pero no sigas con este juego absurdo.
—No tengo tiempo de conocer, a fondo, a una mujer. Es decir, quiero conocerla sin que ellas sepan de qué vivo, quién soy, lo que hago…
—Tú estás acomplejado.
—No sé lo qué estoy. Te digo que la pienso encontrar así y ésta —agitó la carta escrita a máquina—, por lo que sea, me ha impresionado. No me preguntes por qué. No lo sé. Ni pienso detenerme a averiguarlo. Pero si sé que a la hora en punto, la hora que ella cita, hoy, ¡hoy mismo!, pienso llamarla por teléfono. Al fin y al cabo, es maestra de escuela. No necesita mi dinero para vivir. No sabe a qué me dedico y yo sé, en cambio, a qué se dedica ella, que ya es algo.
—¡Ji!
David detuvo sus precipitados pasos.
Miró a Ernesto con expresión furiosa.
—¿De qué te ríes ahora?
—Me pregunto qué cosa harás, si cuando la conozcas compruebas que tiene los dientes postizos, nariz de águila y cuarenta años. Y además le sudan los pies y tiene un tic nervioso en un ojo y legañas.
—¡¡Ernesto!!
—¿No puede ocurrir?
Podía.
Clara Muchas cosas podían ocurrir y no siempre ocurrían.
—¿Por qué has venido a verme? —preguntó Ernesto sin guasa—. Si has venido es para que te de mi parecer ¿Te lo digo?
—No me ofendas —bramó David—. Pienso buscar mujer por este medio y es inútil cuanto digas.
—La persona que escribió la carta —murmuró Ernesto pensativo, con más madurez —pretendía excitarte, impresionarte y lo ha logrado. Llama, pues, y ya me dirás que ocurre. ¿Quieres llamar desde aquí?
—No —salió, furioso—. Sigues pensando que estoy loco. Pues no lo estoy. ¿Entendido? No lo estoy. Ni soy un joven inmaduro. Tengo treinta y cuatro años y estoy harto de encontrarme con pendones. Al menos, si me caso con un pendón, que yo no lo sepa, y ojalá encuentre una mujer lo bastante hábil para no hacérmelo saber.
Salió dando un portazo.
Media hora después. Ernesto comentaba con su hermana Elvira:
—Yo creo que tu hermano se ha infantilizado de poco tiempo acá.
—Lo dices por lo del anuncio.
—¿Y te parece poco?
Elvira se alzó de hombros.
Era una mujer de unos treinta y pocos años. Bien parecida, seria, de grave continente. No se asombraba por poca cosa. Estaba de vuelta de todo y vio en la vida demasiadas cosas raras para asombrarse por aquella tan pequeña, aunque no habitual en un hombre serio y formalote como su hermano.
—Me alegro de tener dos hijas, en vez de dos hijos varones —dijo, con lentitud—. Recuerdo a mi madre decir: «¡Qué pobre mujeres a la hora de escoger marido.» Yo digo ahora lo contrario: ¡Pobres hombres, a la hora de elegir mujer. No te extrañe que David esté algo escamado. Siempre dije que debió casarse con la primera novia que tuvo. ¿Sabes lo que pienso de mi hermano? Que toda su vida buscó en las mujeres aquella primera novia.
—Pero la dejó él. ¿No?
—Ni la dejó ni la retuvo —sonrió Elvira, con indiferencia—. La vida, el destino, como quieras llamarle, les separó. En aquella época. David tenía veinticuatro años, y a los veintiuno aún no había iniciado una carrera. A los veinticuatro seguía pensando qué cosa estudiaría y cuando se dio cuenta, no pasó del Bachillerato Superior. ¿Qué podía ofrecer a una mujer?
—A eso le llamo yo comodidad.
—Nadie lo apuraba —sonrió Elvira, indulgente—. Papá se ocupaba de todo. Pienso que la culpa de que David no llegara a nada, la tuvo él. Decía que si bien le fascinaba su profesión, era tremendamente ingrata. Y en ese ambiente fue creciendo David. ¿Si quiso a aquella novia? ¡Cualquiera lo sabe! Yo entiendo que no. Que era su novia como podía ser su mascota. A los veintiséis años, cuando falleció papá. David miró en torno desolado. ¿Qué hacer? No sabía hacer nada, y gracias a unos amigos de papá, consiguió una representación farmacéutica. Ya ves como acertó. No creas que es fácil acertar siempre, cuando se vive en una desorientación así. De aquel laboratorio pasó a otro y después a otro, y hoy es un representante que, si bien gana mucho dinero, no visita a nadie, porque las concesiones en exclusiva las tiene él y dispone de visitadores propios, los cuales ganan y trabajan para él. Yo no digo que David no trabaje, pues tú sabes lo mucho que trabaja, pero es un trabajo cómodo que le hace ganar un capital sin apenas romperse la cabeza. Ahora me pregunto: ¿Realmente quiso David a su primera novia? Pues no lo sé. Pero esta noche, cuando venga a comer, si lo deseas, le preguntaremos.
—O sea, que tú ves bien lo que ha hecho.
—¿El anuncio? Sí, ¿por qué no? Allá él. ¿Nos molestó alguna vez? No. ¿No es un buen amigo tuyo? ¿No es un buen tío para nuestras hijas? ¿No es un buen hermano? Su vida le pertenece. Que haga con ella lo que le dé la santa gana. Si me dice que se casa con la hija del portero, yo tranquila. David sabe lo que se hace. ¿Si decide casarse con Rosina la del tercero que hace números por él. Yo también tranquila, aunque pensaría que David es tonto de remate cargando con una mujer tan caprichosa como Rosina. Por otra parte, aún recuerdo cuando le confundí aquella vez, en la nieve. ¿Tú crees que una mujer que se va a casar, tiene derecho a engañar así a su novio? No. Pues no me extraña que David esté harto de mujeres conocidas.
—Si continúas, vas a convencerme.
—No lo pretendo, ni es ésa mi intención. Tú me dices una cosa y yo te contesto lo que creo más lógico, no en defensa de la actitud de David, sino en defensa de cualquier persona que ventile su vida a su manera, importándole un rábano la opinión de los demás. Cuando tú decidiste solicitar la titularidad de un pueblo, ¿pediste consejo? No. Dijiste que era lo mejor para ti. Que deseabas tranquilidad y allá nos fuimos contigo. Luego decidiste regresar a la capital. Creo que has tenido toda la razón, pero si no la tuvieras, y así lo consideraba yo, jamás me hubiera inmiscuido en lo que tú habías decidido. Es por esa razón, que tampoco considero ahora que David esté equivocado. Si ha decidido casarse así, pues que se case; lo esencial es que encuentre lo que busca, y, ya ves, eso sí que lo dudo.
—¿Por qué lo dudas?
—Porque no estoy segura de que las mujeres que merecen la pena de ser tenidas en cuenta, estén a la orilla de un periódico esperando que aparezca un señor que se ofrezca para casarse.
—Yo también lo creí así, pero hoy pienso que al fin apareció una que medio convenció a tu hermano.
Elvira prestó suma atención.
—¿Quién es?
—¡Quién sabe! Sé únicamente que es maestra de escuela y que da el teléfono de unos amigos y que además, dice en su carta, escrita a máquina, que tiene que saber primero si el hombre que se ofrece le gusta también a ella.
—¡Ah!
—¿Tan raro te parece?
—Curioso.
—Eso es lo que yo he dicho.
—David siempre fue un poco particular y algo raro. Quiera Dios que por medio de ese vulgar anuncio encuentre una mujer que no sea tan vulgar como el anuncio mismo. ¡Una maestra! —sonrió, apenas—. Es posible que el hecho de que sea maestra le empuje, aun sin darse cuenta él mismo, a conocer a la candidata por razones de afinidad.
Ernesto elevó una ceja.
—¿Afinidad?
—La primera novia que tuvo David, que le duró desde los veintiuno hasta los veinticuatro años, estudiaba Magisterio.
Capítulo 4
María estaba algo inquieta. La verdad es que no sabía si lo que había hecho era un disparate o una sensatez, pero se inclinaba a creer que era una soberana insensatez.
No obstante allí estaba, en espera de que llegase su amiga Marta y en espera, a la vez, de que sonara el teléfono. Y fue esto lo primero que ocurrió.
María dio un salto, y se colgó materialmente del auricular.
—Diga.
Un silencio.
Después, María, insistiendo con voz chillona:
—¡Diga, diga…!
Al otro lado hubo como un carraspeo y, después, una voz masculina algo vacilante. ¿Algo? Pues, no. Muy vacilante.
—Verá…, he recibido una carta… Yo… Usted dice… Bueno, quiero decir…
«Es un tímido», pensó María, desilusionada.
No servirá para Marta. Un tipo tímido no va con la personalidad de Marta. Estuvo a punto de colgar, pero prefirió oír de nuevo su voz.
—Sí, sí —se apresuró a decir—, usted es el hombre del anuncio.
—Eso… eso es… ¿Y usted es la… bueno, la chica, la señora…?
—No —cortó María, sofocada—. Yo no soy la señora ni la chica. Yo soy amiga de mi amiga.
—¿Cómo dice?
El hombre parecía menos tímido.
Tenía una voz potente.
Una voz que se impacientaba.
—Dice usted que no es la maestra…
—Yo soy amiga de la maestra.
—Pues yo le ruego que me ponga en comunicación con ella.
María casi dio un salto de gozo. El hombre tenía voz autoritaria. Una voz muy varonil. Como la tenía Juan, cuando era novio de ella. Después. Juan dejó de tener aquella voz y de tener otras muchas cosas. Pero ella no debía pensar en Juan en aquel momento, sino en Marta, sólo en Marta.
—Mire usted, señor, el caso es que la señora maestra…
—¿Señora? —gritó el hombre, con voz tonante—. Oiga…
—Aguarde. La maestra viene aquí. Y eso de señora es un decir. No, no. la maestra es soltera, y señorita por la edad. Sólo tiene veintisiete años.
—Dice usted que…
María veía avanzar a Marta a través del pequeño jardín. Con su aire de muchacha moderna, desenvuelta de caminar elástico, sin miedo. Con sus cabellos castaños claro, sus ojos entre verdosos o azules, su piel mate, su boca sensitiva…
Su falda, de un tono marrón liso, altas botas y una chaquetita corta…, sobre su blusa verde… linda en verdad. Madura, con una mirada expresiva, su boca sonriente…
Esbelta…
—Aguarde un segundo. Le pondré en contacto con ella. Es decir, le diré que le llama usted por teléfono.
—Gracias —dijo el hombre, algo impaciente.
María no pensó que estaba cometiendo un disparate soberano. María sólo pensó que Marta era demasiado joven, demasiado atractiva y demasiado femenina y si no la forzaban un poco, como no tenía una meta en el matrimonio, igual se quedaba soltera esperando, que Germán enriqueciese de repente. Y lo peor de todo es que a ella le constaba que ni siquiera amaba a Germán.
Nerviosa, asustada ante sí misma por lo que estaba haciendo, pero tratando de envalentonarse, salió al encuentro de Marta.
—¡Corre! —le dijo—. Te llaman al teléfono.
Marta enarcó una ceja.
—¿A mí? —preguntó, asombrada—. Si nadie sabe que vengo a tu casa…
—Aun así. Un señor quiere hablar contigo. Pregunta por la maestra y aquí no hay más maestra que tú.
—Pero…
—Anda, anda, que la conferencia es desde Madrid y corren los minutos.
—¿Estás segura de que es para mí?
—Seguro, seguro.
Marta miró el auricular con las cejas algo fruncidas. Después lo acercó al oído, preguntando:
—¿Quién es?
—¡Hola! —dijo el hombre—. Soy el del anuncio.
—¿El de… qué? —Marta abría los ojos como platos.
—Recibí su carta.
—¿Cómo dice?
María iba y venía entretanto con las manos tan pronto bajo la barbilla, como tras la espalda, como crispándolas.
La cosa no iba a salir bien. Marta iba a enfadarse.
Marta no le perdonaría…
La voz alteradísima de Marta produjo en María un soberbio sobresaltó.
—¡Óigame! No entiendo nada. ¡Nada! Yo no he escrito ningún anuncio.
—No, no, señorita. El anuncio lo escribí yo. Salió en el periódico del domingo. Usted me envió el recorte y el número de teléfono. Es por eso que quisiera hablar con usted.
Marta separó el auricular del oído como si fuese un aparato fantasma y lo miró y remiró, en menos de dos segundos. Después miraba a María, interrogante y luego acercó de nuevo el auricular al oído.
—Óigame, aquí debe de haber una confusión. No he escrito ninguna carta, no cité ningún teléfono. ¿A qué anuncio se refiere usted?
El hombre, al otro lado, parecía sofocado. Jadeaba.
—Verá —decía el hombre, aún jadeante—. Yo puse un anuncio en el periódico del domingo (hoy estamos a viernes) solicitando una amistad con vistas al matrimonio.
Marta dio un salto.
Miró a María.
María se iba hacia el jardín.
Marta gritó fuera de sí:
—¡¡María!!
—No soy mujer —decía el hombre, al otro lado—. Le estoy diciendo que soy un hombre.
Marta separó el auricular y gritó nuevamente:
—¡María, ven inmediatamente! ¡¡María!!
—Señorita —decía el hombre—. ¿Se ha vuelto loca?
Marta frenó su ímpetu, su ira, su rabia. Su… vergüenza. La vergüenza que debía y tenía que sentir María, por meterse a redentora. Porque la cosa estaba clara, si no ¿por qué se iba y andaba por el jardín como si la persiguiera el mismísimo demonio?
—Oiga, señor —se tranquilizó Marta, de repente—, me parece que aquí hay un equívoco.
El hombre la atajó.
Tenía una voz varonil, algo ronca. Marta creyó estar oyendo otra voz. Después de tanto tiempo aún creía oírla muchas veces. ¡Tonterías!
—Es usted la maestra de escuela de ese pueblo.
—Si —dijo Marta, ya apaciguada—. ¿Qué tiene eso que ver?
—Mire usted, no puede existir equívoco. Tengo ante mis ojos una carta suya, escrita a máquina. Me da ese teléfono.
—Señor… —dijo María, observando cómo María al otro lado del jardín, daba con la cabeza en la verja—. Es posible que haya recibido una carta, pero ésa no la he escrito yo.
Hubo un silencio larguísimo.
Marta ya iba a colgar, pero sentía el jadeo del hombre al otro lado del aparato telefónico y no quería colgar sin aclarar antes aquel asunto tan absurdo.
—Señorita… tengo una carta ante mí. Le aseguro que no soy tonto. Ni soy infantil. He escrito ese anuncio solicitando una amistad sincera con vistas al matrimonio, porque lo considero así mejor para mi futuro.
—He leído su anuncio —cortó Marta, con toda la delicadeza de que era capaz, pero furiosísima con su amiga María—, entre otros muchos. Despiertan mi curiosidad. Es más, lo comenté con mi amiga, pero sepa usted que yo jamás hubiera pensado en responder a él. Ni creo que el matrimonio sea una meta, ni me interesa buscar marido. Lo siento, señor. Pero seguramente mi amiga tendrá respuesta para sus interrogantes. Con ella le dejo.
—Pero… Aguarde. Un segundo tan sólo. ¿Su amiga también es maestra?
—No —replicó Marta, secamente—. Es esposa de un señor respetable y madre de dos niños. Pero seguramente pensó que yo, su amiga, necesitaba un marido y si yo le hiciera caso hace más de cuatro años que me hubiera casado sin necesidad de responder a un anuncio tan…
—Dígalo.
—Pues sí, se lo digo. Tan absurdo como el suyo. Tenemos en España casi dos docenas de mujeres por cada hombre, y es ridículo que un hombre recurra a un anuncio para buscar mujer.
Dicho lo cual gritó, sin escuchar la respuesta del desconocido:
—¡María, atiende el teléfono, que la llamada es para ti!
María, que no sabía ni dónde posar los ojos, ni dónde meter las manos.
La voz dura de Marta, dijo:
—María, si un día deseo casarme, te aseguro que no necesito escribir a ningún anunciante. Discúlpate con ese señor, que al fin y al cabo, no tiene culpa de nada.
—Marta —oyó David, que decía María—: Marta, perdóname. Me parecía a mí que estabas demasiado sola.
—¿Y no lo estás tú teniendo tanta compañía?
—Marta… te aseguro…
—No me agrada esta broma. María. No te la voy a disculpar. Jamás se me hubiera ocurrido responder a un anuncio así. Es ridículo. Toma el aparato —pero rápidamente lo acercó al oído, añadiendo—: Señor… quienquiera que sea usted, disculpe todo esto. No le he escrito ninguna carta ni tengo, creo, necesidad de decirle que disculpe a mi amiga porque, por encima de sus bromas, por supuesto que sigue siendo mi amiga.
Sin esperar respuesta entregó el auricular a la pobrecita María que temblaba como si hubiese cometido un asesinato.
—Señor —balbuceó, atragantada—. Señor, yo…
—No tiene importancia. Pero dígame, por favor…, ¿cómo se llama su amiga?
María parpadeó.
—No se lo puedo decir.
—¿Y por qué no puede decir, si abogó por ella?
—Pensé que ella… lo tomaría más filosóficamente. Se ha enojado. Lo siento, señor. Tiene razón mi amiga. Estoy casada y tengo dos hijos y la verdad, es que no me explico por qué tengo tanto interés en que se casen mis amigas, si yo no soy lo que dice verdaderamente feliz.
—Lo siento por usted. Pero yo estoy convencido que si la gente quiere, puede y debe ser feliz.
—Eso es cuando dos están de acuerdo, ¿no?
—Desde luego. Dígame, por favor, ¿dónde puedo hablar yo con su amiga?
—¡Hum…! Lo veo difícil. Se va. ¿Sabe? Está subiendo a su auto y se va. No sé si volverá a hablarme en toda su vida. Pero como es tan buena persona, seguro que me perdona uno de estos días.
A David le interesaban un pepino los problemas de aquella mujer. Pero si empezaba a interesarle la maestra y aprovechó la oportunidad que sin proponérselo, le brindaba aquella buena señora que tenía al otro lado del teléfono.
—¿No quiere usted ver contenta y feliz a su amiga?
—Qué sé yo lo que daría —decía María, embobada.
—Pues dígame su nombre.
—Eso sí que no.
—¿Por qué tiene usted tanto interés en casarla?
—Porque es maestra, porque sale de vacaciones y se va por esos mundos. Porque está sola y porque es buena y bonita y muy femenina y muy sensible, y porque hay aquí, en el pueblo, un tipo que no sabe hacer nada y un día cualquiera pilla el punto flaco de Marta y la convence para que se case con él.
—¿Se llama Marta?
—¡Oh…!
—Si ya lo ha dicho usted antes.
—¿Si?
—Gracias, de todos modos. Por el número del teléfono sé dónde queda el pueblo. Me parece que iré a por Marta.
—¡Dios mío!, creo que he perdido su amistad para siempre. Si sabe esto mi marido, me mata. ¿Quién me manda a mí meterme a redentora?
—Gracias de todos modos.
—De nada, Señor.
Colgó. Quedó temblando, pensando en que había perdido, para siempre, la amistad de Marta.
Capítulo 5
David, boquiabierto, tenía toda la información ante él.
Miraba al detective privado y se preguntaba una vez más qué jugarreta le estaba jugando el destino.
Preguntó al informador cuánto le debía, le pagó y con todos los papeles en el bolsillo de su loden verde, se fue a casa de su hermana.
Esta vez no le interesaba hablar con Ernesto sino, a solas, con Elvira.
Elvira no estaba visible a aquella hora y la criada le dijo que tuviera la bondad de esperar, que la señora bajaba en seguida. En efecto, al rato. Elvira bajó.
—¿Qué te ocurre?
—Una cosa peregrina —dijo David, derrumbándose en un butacón del salón—. Ten peregrina y sorprendente, que no sé aún por dónde aferraría.
—¿Quieres explicarte?
—¿Te acuerdas de Marta Fernández Gordon?
—Anda —rió Elvira—. Claro. Tu primera novia.
Y se lo refirió todo, desde el principio. Desde que recibió la carta de una amiga de Marta haciéndose pasar por ella, es decir, por Marta, hasta el momento de haberla llamado por teléfono y luego, todo lo averiguado por mediación del detective privado.
—Y resultó ser María Fernández. Es curioso. David, ¿qué vas a hacer?
—No es que yo sea amigo de pedir consejos, porque si bien los pido alguna vez, termino por hacer lo que me da la gana. Pero esta vez, te pregunto, ¿qué hago?
—Chico, ¿y me lo preguntas a mí? Tú sabes cómo terminó aquello tuyo con Marta. Además, ¿sabe ella que el hombre del anuncio y su antiguo novio, son la misma persona?
—Desde luego que no.
—Entonces…, no sé. David. ¿Es que te interesa, como posible esposa?
—Sí. Lo digo como lo siento. Me doy cuenta ahora de que fue la mujer que siempre busqué.
—¿Que tú buscaste a Marta?
David se impacientó:
—A Marta, no. por supuesto, pero a una chica como ella, desde luego que sí.
—No pensarás que la Marta de aquella época es la misma en relación a ésta, ¿eh?
—¿En qué puede existir la diferencia?
—¿Eres tú el mismo?
Quedó cortado.
—Elvira, iré a ese pueblo.
—Y te vas a presentar como el hombre del anuncio.
—No.
—¿Entonces…?
—Es que no sé aún lo qué haré ni cómo lo haré.
—Hay una cosa que tienes a tu favor, según este informe privado. Marta sigue soltera. Es maestra. Tiene un galán que puede casarse con ella el día que Marta lo desee. Y puedes empujar tú ese deseo.
—¡Quizá!
—¿Cómo dices?
—Que no. Escucha lo que dice aquí. El chico, se llama Germán, es hijo del boticario, pero no es farmacéutico. El boticario corre sus buenas juergas, lo cual quiere decir, a su vez, que no existe fortuna privada. Que el muchacho, que ya no es un muchacho, puesto que ha cumplido sus buenos treinta años, le salen callos si trabaja y que no está dispuesto a dar golpe y que la maestra, dada su dignidad, que según parece mucha, creo que la de siempre, porque jamás me escribió si no era en respuesta a mis cartas, por eso las relaciones se cortaron, porque ella nunca me buscó, no es como para mantener a un vago. ¿Está claro, Elvira?
—Me pregunto —dijo Elvira, riendo—, por qué hoy me buscas a mí para contarme tus penas y no a mi marido.
—Porque tu marido, a fuerza de diagnosticar enfermedades mortales, tiene de humanidad lo que yo tengo de don Juan. ¿Está claro? Díselo tú cuando venga a casa, porque lo que es yo, me marcho al pueblo.
Se iba.
Elvira le retuvo con un…
—David, ¿y qué vas a buscar tú al pueblo? ¿Qué pretexto buscarás?
—Soy representante de farmacia, ¿no?
—No. Eres concesionario.
—Pero allí no lo saben. ¡Chao, Elvira! Deséame suerte.
Era la tercera vez que María iba a la escuela a la hora del recreo y la tercera, asimismo que trataba por todos los medios ablandar la ira de Marta.
Aquella tercera vez. María no se sentía ni medianamente feliz. Sus cosas con Juan iban peor. No es que empeoraran, pues casi siempre iban «peor» de por sí, pero aquellos días, al faltarle su confidente, que era Marta, le parecía a ella que Juan se había convertido en un egoísta por partida doble.
Los niños jugaban en el pequeño patio, y María, después de besar a sus dos hijos, que al verla corrieron hacia ella, se deslizó hacia el interior de la clase.
Como todos los días. Marta, serena, apacible, indiferente y casi ausente, se hallaba sentada tras su mesa de trabajo.
—Marta —llamó María.
La maestra elevó los ojos.
A María le parecieron más azules que otras veces, o más verdes. Nunca eran del mismo color. Era según movía la cabeza. Tenía una melena semilarga, de un castaño claro y una piel tostada, tal vez por estarse al sol algunos minutos todas las mañanas, diariamente.
—¡Hola, María! Ya ves —con la misma sonrisa de siempre, apacible, serena—, tengo mucho trabajo pendiente.
—No me has perdonado, Marta.
La maestra elevó una ceja.
¿Perdonado?
Pues sí.
Había sido un episodio tonto. Ella bien conocía a María.
Por supuesto que de haber sido otra persona jamás la disculparía.
Pero María, le constaba a Marta, estaba llena de buena voluntad.
—Claro que no lo he olvidado. María. No digas tonterías.
María casi lloraba.
Y en el fondo de su ser lloraba a mares.
—Pero no has vuelto por casa. ¿Sabes lo que eso supone para mí? Mira —se afanaba, animada por la mirada apacible de su amiga— yo lo hice guiada por un buen deseo hacia ti. Me pareces estar sola. ¡Si, si, ya me lo has dicho el otro día! No debiste decírmelo. Me dolió. Marta. Que yo estoy acompañada y, sin embargo, más sola que un palillo. Lo sé, lo sé. Pero yo tengo la vida trazada así y tengo que apechugar con ella. De nada serviría que me rebelara. ¿No ves dónde vivimos? En un pueblo y, además, en España. Una se casa y se caga y lista. Aquí no hay alternativa. Tenemos unos principios, unos prejuicios, y estamos ligados a ellos, como otros están ligados a la propia vida. ¿No lo entiendes? ¿No comprendes? Yo quería echarle a ti de este grupo absurdo que somos el montón de mujeres que hemos caído en la trampa. Ya sé que yo debiera tener valor y dejar a Juan, si no tuviera hijos, yo dejaba a Juan, pero tengo dos hijos y carezco de valor. Eres joven aún. Marta. Divinamente joven. Pero un día verás en tu pelo la primera cana, y seguramente, te dará mucho miedo, y pensarás en el futuro de tu soledad o en la soledad de tu futuro e igual te da por casarte con ese vago de Germán y le mantienes toda su vida y te sientes más pobre que una mendiga y tu arrepentimiento llegará demasiado tarde. Lo entiendes, ¿verdad? Por eso le escribí. Te aseguro que no hubo en mi mala intención. Tú me conoces…
Claro que la conocía.
Por eso eran amigas.
Marta agitó la mano en el aire y dijo, al mismo tiempo:
—Olvida eso, María.
María respiró profundamente.
—¿Lo has olvidado tú?
—Te aseguro que lo estoy intentando de verdad. De modo que procura no mencionarlo más.
—Pero… nuestra amistad, ¿seguirá como antes?
—Espero que sí.
María juntó las dos manos.
Las metió nerviosamente bajo la barbilla mirando a su amiga.
—Lo esperas nada más —murmuró desalentada—. ¿Qué hago yo sin ti, Marta? ¿No lo entiendes? Yo todo lo hice por tu bien. ¿Qué culpa tengo yo si soy así de ingenua? Yo, que podría asegurar que el matrimonio es una mierda, me empeño en buscar marido para mis amigas. ¿Te das cuenta del contraste?
Marta se puso en pie y dio la vuelta a la mesa.
—Olvídalo todo María. Ya sé qué intención te guió y sé también, que tantas ganas tienes de ser feliz en tu hogar, que no crees que en todos haya el desbarajuste que existe en el tuyo. En efecto, debe y tiene que ser así. Pero a ti te tocó la peor parte, y en muchos otros también hay lo suyo, aunque se lo callen. Yo he llegado al convencimiento de que el que dijo «matrimonio» dijo fatiga y desilusión. No es que no me case por falta de un hombre que me siga. María, eso es lo que tú no has entendido aún. Cada vez que salgo de este pueblo y tomo un avión o un barco, encuentro media docena de hombres dispuestos, unos a casarse de inmediato, y otros a conquistarme, y algunos me piden que me acueste con ellos sin demasiados preámbulos. Hay de todo. María. Pero yo me hice egoísta.
Hizo una pausa y siguió:
—A mí me aterra la atadura: el arrepentirme después, y no tener oportunidad de dar un giro a mi vida. Un giro de noventa grados, ¿comprendes? No me voy a casar con Germán, pierde cuidado. De momento, el hecho de que salga con él alguna vez no quiere decir, en modo alguno, que esté dispuesta a casarme con él. Ya ves, a veces pienso que tú casada, y yo soltera, te doy veinte vueltas en experiencia. Tú sigues con tu ingenuidad pensando y esperando que ocurra un milagro: yo sé que los milagros no existen. ¿Ves tú la diferencia?
—Entonces —decía María, casi a punto de llorar—, ¿vendrás a tomar el té conmigo esta tarde?
Sin pensarlo.
—Iré. Estoy preparando el pasaje para irme estas vacaciones de Navidad. Me voy a Roma y tengo que pasar por la agencia, pero después iré a tomar el té contigo.
—Gracias. Gracias, Marta.
Capítulo 6
Marta la vio alejarse y pensó muchas cosas a la vez. Pensó en la infelicidad de María. Pensó que ni Juan era su hombre adecuado, ni María la mujer adecuada para Juan.
Con ella no le hubiera servido a Juan ser así, porque lo primero que haría sería no darle de comer, ni acostarse en su cama.
Pero cada uno es como es, y María ya no tenía arreglo y no decía nada de Juan, porque ése, por lo visto nunca lo tuvo.
A las seis despidió a los niños y luego se quedó en clase un rato, dispuesta a corregir los cuadernos de lengua.
Fue cuando vio que un auto color mostaza se detenía ante el edificio de la escuela. Miró con curiosidad.
Un hombre no muy alto, fuerte y ancho de espaldas, enfundado en un loden verde, tipo austríaco, descendía del auto y caminaba mirando a un lado y otro.
Marta pensó que aquella figura, algo maciza le era familiar, pero dejó de pensar en ello y empezó a recoger los cuadernos. Anochecía ya y hubo de encender la luz para ponerse el abrigo y recoger su cartera de piel, en el interior de la cual llevaba algunos cuadernos que pensaba corregir en casa.
El hombre, con gran asombro de Marta, avanzaba por el patio, lo cual le indicó que, o la buscaba a ella, o venia equivocado y buscaba a alguien que no encontraba.
El hombre se recostó en la puerta y dijo:
—Buenas tardes.
Tenía una voz potente.
Marta elevó los ojos, rápidamente, y los fijó en el semblante del desconocido.
Casi dio un salto.
¿No era David González Escalante, su antiguo novio?
—¡Hola! —dijo él.
—¡Hola! —dijo Marta, cortada—. Pero…
—¡Dios! —rió David, como si acabara de encontrarse con un fantasma—. Pero si eres… Marta Fernández.
—Y tú… David González.
—El mismo que viste y calza.
Y riendo, con una risa nerviosa que Marta no percató, fue hacia ella con la mano extendida.
—¡Qué casualidad! —exclamó él—. ¿Qué haces aquí?
Y miraba en su torno con creciente curiosidad. Al menos, eso pensó Marta.
—Soy la maestra de este pueblo —dijo, dominando su nerviosismo—. ¿Y tú? ¿Qué haces tú aquí?
—He venido por la carretera general y me detuve a dos pasos de la escuela. Busco farmacias. Ya sabes…
Se detuvo de pronto, como si realmente se aturdiera.
—Bueno —añadió sin que Marta dijera nada—. ¡Qué vas a saber tú si nos separamos cuando yo no daba ni golpe! Ya sabes, algo hay que hacer. Falleció mi padre y me puse a trabajar.
—¡Ah!
—¿Y el tuyo?
Marta abrió mucho los ojos.
—¿Mi padre?
—Claro.
—Ha muerto también. Casi en seguida…
—En seguida de haberte dejado yo, ¿no?
Marta apretó la cartera bajo el brazo.
No es que le molestase ver de nuevo a David.
Pero sentía una cosa.
Como si aquella cosa despertara otras mil cosas dentro de sí.
Recuerdos. Rencores. Añoranzas. Iras. Vergüenza…
En aquel instante le hubiera gustado estar casada, podérselo decir a David. E incluso, presentarle un hijo o dos.
Fue el único momento de su vida que deseó estar casada.
—Sí, claro —dijo tan sólo.
David se alzó de hombros, murmurando:
—Bueno, yo no te dejé, Marta. Fue la vida.
—¿Y qué importa eso ya?
—Es verdad. Yo vengo extraviado. Entro en un pueblo desconocido y ¡hala!, busco a una persona que me guie y resulta que me encuentro con mi antigua novia. Es curioso, ¿verdad?
—Un poco. Casualidades. Claro que eso de novios…, hace mucho tiempo. ¿Lo fuimos realmente?
—Me alegro que no me guardes rencor —dijo David, satisfecho.
Se lo guardaba.
Y mucho.
Creyó en él.
Recibió de él los primeros besos, los primeros contactos amorosos, los primeros pecados…
La culpa de su soledad la tenía él, pero no iba a decírselo, por supuesto.
—¿Y por qué iba a guardártelo?
—Gracias, Marta —miró en torno, después la miró de nuevo a ella—. Estás guapísima.
Marta ni se ruborizó.
—Estoy como siempre, con unos diez años más, que no es poco.
—Mírame a mí —rió David, cachazudo—. ¿Qué dices? Antes era delgado y esbelto. Ahora, luego me sale panza. Uno envejece quiera o no. De nada servirá que cometiera la idiotez de quitarme media docena de años. Además, yo no parezco joven.
Si esperaba el halago femenino, se equivocó. Marta apagó la luz y dijo tan solamente:
—Ya salgo. Estoy invitada con una amiga a tomar el té. Si quieres, de paso para el centro te dejo ante la farmacia.
—¿Conoces al farmacéutico? —y nervioso o aparentando que lo estaba—. Ya sabes, uno no puede introducir sus productos si el farmacéutico se niega en redondo a ver los prospectos. Uno vive de eso.
—Lo conozco, pero supongo que en esa farmacia, y aquí no hay más que una, tengan ya sus propios proveedores. Ya sabes cómo marcha ese mecanismo.
—Así se nos para a nosotros en nuestras funciones. —Y de súbito le espetó—: ¿Te has casado?
Era la pregunta que Marta esperaba y la que hubiera querido responder de otra manera. Pero respondió serena y apaciblemente:
—No.
—¡Qué raro!
—¿Por qué? ¿Te has casado tú?
—No, no… Yo no me he casado… Pero tú… es diferente. Eres muy guapa.
—Y crees que sólo se casan las guapas. ¿También tú me sales con esos tópicos?
—Me alegro de que no me guardes rencor.
—Pues…
Parecía cortado.
Lo estaba un poco.
Él esperaba encontrarse con una chica como aquella que dejó, algo vacilante, algo confusa. Algo pavita. Pero hete aquí que se encontraba con una mujer completa, personal, hermosa y altiva. ¿Altiva?
No. No era eso. Estaba a la defensiva. Eso sí era.
Decidió que sería su mujer.
Aquélla era.
Y no otra.
Quitaría el anuncio del periódico y conquistaría de nuevo a Marta.
No era fácil.
Estaba viendo que no lo iba a ser. Pero quedaba un pasado y alguna raíz tendría y él estaría prendido de alguna de aquellas raíces por débiles que fueran…
—Podemos ir en mi auto —decía David, abriendo la portezuela.
—Puedes ir tú —dijo ella—. Pero yo tengo que pasar por mi casa.
—¿Vives lejos?
Marta rió.
Y David vio su dentadura blanca y perfecta.
La de siempre. No tenía ni una caries, de eso estaba seguro.
Lo más hermoso de Marta era su risa, pues la risa había crecido con los años en belleza y perfección.
David sintió un montón de cosas.
Algunas diáfanas.
Otras pecadoras.
Recordó cuando empezó a salir con ella. Se aburría. Marta no era habladora. Apenas si contestaba sí o no. Después fue abriéndose un poco y al cabo de seis meses (¡qué tiempos aquellos. Señor!) le dio el primer beso.
Un beso largo y tímido.
Después fueron más largos y menos tímidos.
—Aquí no hay distancias —dijo Marta, deteniendo los pensamientos de David.
Es más, David casi dio un salto como si no esperara oír la voz de Marta.
—No me daba cuenta de que estoy en un pueblo —dijo, evasivo—. De todos modos, te llevo hasta tu casa y por si me quedo en este pueblo unos días…
Le saltó en seguida.
Por lo visto no quería tenerle cerca.
—¿Y por qué vas a quedarte, si no hay más que una farmacia?
—¡Sube! —invitó David y cuando Marta estuvo acomodada, él se sentó al volante diciendo—: Pero hay otros pueblos cercanos y si encuentro un hotel adecuado, me quedo y, desde aquí, recorro los pueblos del contorno.
—No veo negocio aquí para ti.
—A veces ocurre que donde no se ve, existe. Yo vivo de eso. Ya te he dicho que como no llegué a médico ni a abogado, me quedé en representante de farmacia. Y tengo que vivir —y de súbito—. Me alegro haberte encontrado, Marta —la miró un segundo—. Lo hemos pasado bien juntos, ¿no? Después yo me fui cuando trasladaron a mi padre. Te escribí bastantes cartas y tú las contestaste todas, pero un día dejé de escribirte, no sé aún por qué y a ti… ni se te ocurrió preguntarme si tenía anginas.
—No creo que las anginas te privaran de escribir.
—Eso es verdad. Las cosas —se alzó de hombros—, las quiere uno con toda el alma y, sin olvidarlas, las abandona… ¡Yo qué sé! ¡La vida es una puñeta, Marta! Juega cada pasada que te deja cojo cuando menos lo esperas. ¿Sabes? Elvira se casó con un médico. Viven en Madrid. Yo también vivo en Madrid. Elvira tiene dos hijas.
—¿Ah, sí? Me alegro.
Pero maldito lo que le interesaban todas aquellas historias.
Y le molestaba haberse encontrado con él.
Prefería marginarlo de su vida. Haberlo olvidado ya.
Por supuesto. No pensaba hacerle ningún reproche. Si eso esperaba David, equivocado estaba.
Pero era molesto oírle decir «Lo pasamos bien juntos.» Eran cosas que ella hubiera querido tener olvidadas. No las tenía, y eso era lo que más la humillaba.
—Pues seguro que me quedo aquí algún tiempo. Una o dos semanas —soltó la mano del volante y fue a asir los dedos femeninos, pero no los encontró—. Perdona. Da gusto encontrarse con gente que te hace recordar cosas.
—Vivo aquí —dijo Marta—. Esta es la casa de la maestra.
Era una casita pequeña, especie de chalecito, con una verja, una valla y un jardín diminuto.
—¿Vives… sola?
—¿Y con quién voy a vivir? Tengo a Martina.
—¿La vieja Martina.
—Sí, la vieja Martina.
—Oye, ya me dejarás pasar a saludarla, ¿no?
—En este momento seguro que está en el rosario. Ven otro día.
—Marta, tal se diría que estás enfadada conmigo.
O era un cínico, o un fresco. Y cualquiera de las dos cosas que fuera, lo era.
—¿Y por qué iba a estarlo? Buenas tardes. David.
—¿No nos vamos a ver en el resto del día?
—Claro que no —descendía—. No pensaras que esto es Madrid. Aunque quieras invitarme a cenar, aquí no hay ni una mala posada. Hay un hotel y casi siempre está vacío, y por supuesto, no dan comidas más que a los huéspedes. Buenas tardes. David, y gracias por haberme traído en el coche.
Capítulo 7
¡Oh. oh, oh! —exclamó María, mirando a su amiga Marta, la cual, dicho en verdad, refería lo ocurrido sin una gota, al menos aparentemente, de resquemor o añoranza—. Lo cuentas como si estuvieras diciendo que está lloviendo, Marta —María se exaltaba—. ¿Quieres decirme, que te encontraste con tu novio de hace siete años, y te quedas tan fresca? No lo concibo —continuaba María, obviamente alterada—. No lo comprendo. O eres de hierro o nunca has querido a David.
Lo había querido.
Y por supuesto no era de hierro.
Pero el encuentro sorprendente, casual, sin duda la había sepultado en un pasmo total.
La había menguado y a la vez, la había dejado lasa o perdida en sí misma, o tal vez humillada porque, por primera vez en su vida, hubiera deseado estar casada, ser feliz y poderle presentar a David a su marido e incluso una recua de hijos.
—No tiene demasiada importancia —comentó al tiempo de azucarar su té con una gota de leche—. Te aseguro que David siempre fue muy inconsciente y el hecho de que volviera a encontrarlo así, tan de repente, ni a él le emocionó, ni a mí me intranquilizó en absoluto.
—¿Cómo lo has encontrado?
Marta pensó un segundo.
No para responder sinceramente a María. Sino para responderse a sí misma. Más maduro. Es decir, maduro totalmente. Algo más grueso, por supuesto, pero siempre interesante.
—Con siete años más. Pero yo digo diez, porque desde que empezamos a ser novios hasta hoy, han transcurrido diez años, justamente.
—¿Y qué dice él de esa separación? ¿Cómo se ha disculpado ante ti?
—¿Y por qué tenía que disculparse? A fin y al cabo, tampoco a mí me interesó si vivía o moría. Dejó de escribirme y se acabó. Nunca se me ocurrió averiguar las causas —se ponía en pie—. Son cosas que pasan, María. Pasan y se olvidan…
—Pero tú sigues soltera —decía María, medio en serio medio en broma— precisamente porque aunque no parezcas dispuesta a confesarla en el fondo algo te traumatizó.
Marta se ponía el abrigo con mucha calma.
Estaba nerviosa.
—Tenía diecisiete años —dijo pensativa, sin dejar por ello de sonreír—. A esa edad se cree en muchas cosas que luego te causan risa. Si me remonto ahora a mis diecisiete años, por supuesto que me produce una pequeña pena, pero ya tengo veintisiete, María, y estoy de vuelta de muchas cosas.
—Y si él se queda aquí —preguntó María, asombrada—, y desea verle am frecuencia o intenta reanudar las relaciones, ¿qué vas a hacer?
—No sé —dijo, sin que María dijese palabra—. No sé. Nada. ¿Queda algo que deba hacer?
—Puede despertar amor en ti.
Marta sonrió.
Mostró las dos hileras de perfectos dientes.
—El amor es un condimento que te alimenta y te agrada a los diecisiete años. Con diez más encima, es todo completamente diferente.
—No te entiendo, Marta.
Lo sabía.
María no podía entenderla. En modo alguno.
Si no se entendía ella misma, que era inteligente, más que María, ¿cómo iba a entenderla su amiga?
—Me marcho —dijo—. Ya seguiremos hablando de esto.
—¿Cuándo?
—Mañana, pasado. ¡Qué sé yo!
Se fue.
Entró en su casa empujando, apenas, la verja. Como si pretendiera que aquélla no cediese y a la vez la mantuviera en la oscuridad, firme, con el cerebro lejos de allí, en alguna parte, junto a un David juvenil que, de hecho, con mentiras o verdades llenaba toda su vida.
Pero la verja cedió y ella se deslizó hacia su casita y entró en ella deteniéndose en el vestíbulo, colgando el abrigo en el perchero y llamando a la vez:
—Martina, ¿estás ahí?
Martina, de pelo blanco, menuda, sana, pero con muchos años sobre si, apareció ante sus ojos con un plato en una mano y un paño en otra.
—Ya pensé que no venias —dijo—. Te tengo la cena lista. ¿Es que hoy no vas a la escuela, a dar tu clase nocturna?
—¡Claro!
—Pues a la mesa —la anciana giraba sobre sí—. Fui al rosario y me entretuve en la rectoría, con el señor cura. ¿Sabes lo que quiere, ahora?
—¿Que digas tú la misa?
Martina la miró severamente.
—No seas sacrílega, Marta. A veces, hasta parece que no crees en Dios. Lo que me ha dicho el señor cura es que ahora ni enseñáis siquiera catecismo a los niños, en la escuela.
Marta sonrió, apenas.
—Enseñamos lo que nos mandan y te aseguro que el catecismo de antes se queda pequeño ante los libros de religión y moral de ahora. Dile al cura que vaya aprendiendo, que está muy anticuado.
Martina no se quedó muy convencida.
Fue al rato, cuando comían, una sentada enfrente de la otra, cuando Marta lo dijo. Lo dijo como al descuido:
—He visto a David. ¿Te acuerdas de David Fernández Escalante?
Martina tenía sus años y sus muchas arrugas, pero tenía, también, una memoria prodigiosa. Y, sobre todo, tratándose de algo relacionado con la vida intima de Marta. Por eso levantó vivamente la cabeza. Miraba a la joven con expresión tan asombrada que provocó la risa, falsa, de Marta.
—Me miras como si acabara de anunciarte una catástrofe.
Martina elevó el vaso y bebió un sorbo de agua.
Después tosió.
Luego, sin dejar de mirar a Marta fija mente, murmuró, interrogante:
—¿Y no lo es?
Marta esbozó una sonrisa. Una débil y cuajada sonrisa.
—No creo que lo sea No tiene por qué serlo. No debe serlo, ¿verdad?
—¿Me lo preguntas a mí…?
No.
Se lo preguntaba a sí misma.
Era obvio que el súbito encuentro con David producía íntimas inquietudes, pero eso no tenía por qué saberlo Martina.
Como Marta no dijera nada en alta voz, Martina insistió, con voz algo trémula:
—Querida…, ¿cómo ha sido? ¿Dónde ha sido? ¿Cuándo?
Marta, a media voz, sin temblor, pero sintiendo que si bien el encuentro, al pronto, la había dejado como inmunizada, de repente todo se estremecía dentro de sí. Refirió el encuentro y casi todo lo que hablaron durante él.
Después concluyó con un dejo algo vibrante:
—Lo tendrás por ahí, en cualquier momento. Al decirle que vivías conmigo, ya en aquel mismo instante pidió que le permitiera saludarte…
—Marta —la voz de Martina tenía, también una cierta vibración extraña—, ¿no se ha disculpado por su comportamiento? ¿No te ha dicho las causas que motivaron su silencio?
Marta manipuló el cubierto, con cierta precipitación. Mas, sin embargo, su voz era apacible al responder.
—No interesa eso. Ya… no interesa en absoluto —agitó la cabeza, algunos cabellos se le fueron hacia los ojos—. Tengo que irme. Martina.
La mujer le miraba fijamente.
—Marta…, estás inquieta.
Era lo peor.
Que Martina la conocía demasiado. Que para sus viejos ojos, ella fuera como un cristal transparente.
—No es tan fácil mirar ante una… —dijo—. Miras, y parece que la vista se extravía. Pero tampoco eso tiene mucha importancia.
Se ponía en pie.
Martina también.
—Marta… ¿qué le digo si viene a verme? ¿No puedo hacerle, yo un reproche?
La joven se volvió en redondo. Había un color azuloso en sus mejillas, después rojo, luego pálido.
—No —con arranque, casi con ímpetu—. No. Eso pasó. No debemos mirar hacia atrás. Martina. El tiempo pasado no debe moverse; el presente se vive sin más. y el futuro no nos pertenece. Eso es todo.
Marta entró en el baño. Sonó el timbre de la puerta.
Martina casi dio un salto y Marta quedó envarada.
Martina reaccionó rápidamente y fue hacia la puerta. Abrió y se topó con David Fernández Escalante.
—Martina —dijo él, y su voz tenía un dejo raro, de emoción, de inquietud, y a la vez, podía ser de alegría simplemente.
Marta, desde el baño, sintió una sensación rara.
Oída la voz de David desde lejos, le daba la sensación de haberla oído pocos días antes.
No sabía dónde ni cuándo.
Pero sacudió la cabeza. Era una tontería. ¿Imaginación?
¿El secreto deseo de haberla oído todos los días?
Eso. No otra cosa.
Martina preguntaba por Elvira, por el padre muerto, por el esposo de Elvira a quien no conocía.
David respondía un poco precipitadamente.
No preguntaba por ella.
Pero de repente, la voz de David murmuró algo roncamente:
—¿Y Marta? ¿No está?
—¡Claro! —decía Martina—. Claro. Está en el baño. Ya sabes, tiene escuela.
—¿Escuela?
—Nocturna.
—¡Ah…! No lo sabía.
—Es lógico.
—Dirás que fui un ingrato, ¿verdad, Martina?
—Yo no soy nadie para juzgar tus actos. David. Pero eras tanto de la casa del maestro… Tanto eras para Marta, en aquella época. Tanto para todos nosotros… No sé, tú sabes tus cosas. Todo el mundo sabe las suyas, ¿no? —Marta, desde su encierro, notaba como Martina se evadía; pese a sus años sabía responder—. Pero el tiempo ha pasado y nunca pasó así por las buenas, sin notarse que pasa —y sin transición—: ¿No te sientas un rato?
En aquel momento. Marta decidió salir del baño.
Lo hizo sin apresuramiento.
—¡Hola, David! —saludó.
Y nadie diría que la presencia de David en su casa, le inquietaba o entorpecía.
David se volvió en redondo. Entretanto, Marta, como quien obra automáticamente, se ponía el abrigo que había descolgado del perchero.
—Tengo que irme —decía Marta a media voz—. Ya te veré otro día, David.
Capítulo 8
Emparejaron juntos, camino de la escuela. La calle era lisa, recta y asfaltada.
Había casitas a ambos lados. Jardines con flores.
El cielo azul, cuajado de estrellas, y allá lejos, como perdida, como escondiéndose en una esquina, la media cara de la luna.
—Entonces, tú crees que es distinto —murmuró David, como si en aquel momento respondiera al comentario de Marta—. Crees que nada puede ser como antes.
—No me digas que lo crees tú.
—¿Por qué no? Estamos más maduros, los dos. Somos distintos, de acuerdo, pero sólo aparentemente. Yo entiendo que jamás podemos dejar de ser los mismos.
—El tiempo nunca transcurre en vano, David. ¿Nunca te has dicho eso? Es un tópico pero es la pura verdad.
Caminaban, y se miraban de vez en cuando para hablarse.
David parecía perdido dentro de su loden. Ella parecía segura de sí misma, y la verdad es que era, de los dos la más insegura.
La que más a ciegas estaba. Porque, si bien David sabía lo que buscaba y por qué lo buscaba. Marta no sabía si buscaba algo o si deseaba, realmente, encontrar algo concreto en todo aquel encuentro que consideraba casual.
—O puedo ser sincero, ¿verdad, Marta?
Ella se detuvo ante la pregunta que consideraba desorbitada o absurda.
—¿A qué fin viene eso David?
—Perdona. A ti no te habrá inquietado el encuentro. A mi sí. Fue como si diera marcha atrás y no pasaran siete años. Puedes reírte. Mofarte de mí. Mira. Marta, ya no soy un niño. Sigo soltero. ¿Por qué? No lo sé. Pero es obvio que esperaba algo de la vida. Algo que había dejado hace mucho tiempo. Fue como si me detuviera muy cansado y me durmiese y tardara siete años en despertar. Puede, digo, parecerte de risa. Pues no lo es. Tú sigues soltera. No creo que aquel amor juvenil, en el cual mientras lo vivimos los dos creíamos, nos separe ahora por rencor, por un mal entendido. ¿Qué puedo decirte yo de mi silencio? Nada. Sería todo una farsa.
—¿Adónde vas a parar?
—Muy fácil. El encuentro contigo ha despertado en mi antiguas y dormidas ansiedades. ¿Pasiones locas? No. Pasiones olvidadas únicamente. Deseos de convivir, de formar un hogar…
—¡Alta David! Seria de tontos pensar que yo te estaba esperando.
—Pues no sería ninguna cosa rara, porque al fin y al cabo, al verte de nuevo, noté en mí que sin darme cuenta, subconscientemente, te buscaba. ¿Por qué tú, subconscientemente no podías estar esperándome?
—Eres un vanidoso. En eso no te pareces en nada al simple David, inconsciente, de antes. Antes pensabas que si te amaban, te conformabas. Te bastaba eso, sin más. Ni mirabas hacia atrás ni hacia adelante. Pero ahora los años, te hicieron vanidoso.
—No acabo de comprenderte, Marta. Es la verdad. Ya ves, no te pregunto qué has hecho, en qué ocupaste tus días en estos siete años ni si has tenido amores, hombres.
Marta se detuvo casi al pie de la escuela.
Miró a David como si aquél fuera un animal de rara especie y de súbito se echó a reír de buena gana.
—Sería el colmo, David. Seria sencillamente el colmo, que después de tanto tiempo y sólo porque el destino nos ha juntado de nuevo, frente a frente, quieras saber, o creas tener derecho a saber, qué he hecho yo con mi vida en este tiempo.
David se mordió los labios.
Creyó que la cosa iba a ser más fácil.
No es que sintiera un loco amor por Marta. En modo alguno. Buscaba mujer, y Marta era la media naranja ideal: lo demás eran tontas pamplinas.
Creyó, además, que era más fácil conquistar a una mujer. Él en cuestiones amorosas o sexuales, más sexuales que amorosas, nunca encontró obstáculo y de repente, al ver a Marta tan tiesa, tan indiferente, sintió que, de súbito, la añoraba como era antes. Dócil, suavecita, obediente…
La evocó, sin querer, en aquellos prados de la ribera.
En aquellas llanuras, bajo su cuerpo, agitada, bonita, dócil…
Pasional. Era apasionada.
Él conocía bien a Marta.
En aquella época era una chica emocional, vehemente, sensible.
—Marta —dijo de modo raro—. Ha habido otros hombres, ¿verdad?
—Y sigues pensando que tienes derecho a preguntarlo.
—No. No lo tengo. Sé que no debo tenerlo —era sincero—, pero de repente siento, y lo siento profundamente, que deseo saber, ti como si sintiera dentro de mí una mordedura —miraba al frente como si hablase solo; como si ella no le estuviera escuchando—. Sentía que la vida te hubiese azotado. Te hubiese enseñado lo que no sabías.
—Me ha enseñado —dijo Marta secamente—. Pero tú el primero y después… poco me quedaba que aprender.
—O sea que he sido un desalmado.
—No tanto. Pero, para mí, tal vez en aquel instante fuiste un criminal. Pero aquello pasó —señaló la escuela—. Montones de hombres ignorantes hubieran sido más considerados que tú, que no eras ningún ignorante. Cuando te conocí, no sabía ni lo que era la vida ni lo que era el hombre ni lo que era un goce físico. Después, de súbito, lo supe todo a la vez y sentí pena.
—Marta, eso es un reproche.
—No lo sé. Si tú al verme a mí sentiste que renacía tu ilusión, yo al verte a ti, siento que renace mi pena. ¿Qué más quieres? ¿Puedo evitar yo eso? ¿Puede evitarlo alguien? Lo siento. David. Tengo que dejarte. Mi deber me espera ahí y ahí sí que hay hombres ignorantes que en su afán de cultivarse acuden a la escuela después del trabajo de todo un día.
Los dedos de David, súbitamente, aferra ron los dedos femeninos.
Estaban fríos.
Helados.
—Marta —apretó aquellos dedos, hasta hacerle daño—, de repente siento que despierta en mí una rabia loca, hacia mí mismo, hacia ese vacío de siete años, hacia esa laguna que no sé cómo has llenado tú.
—Como tú seguro —y rescató sus dedos—. No soy una prostituta, por supuesto. No practico el amor sólo por deseo físico. Pero si una persona me gusta y siento afecto hacia ella y esa persona me demuestra sentirlo hacia mí…
—¡Marta!
—Lo siento, David. ¿No quieres saber? ¿No me has adiestrado en una vida que desconocía? ¿No te has ido, y has escrito unas cartas que no decían nada para un futuro en común? ¿No has dejado de enviar esas cartas? No pensarás que el mundo se acabó para mí en el momento que tú dejaste de usar la pluma para dirigirte a mí. ¿Quién eres para hacerme reproches?
Logró librarse de la tenaza que la sujetaba y con sonrisa atenta, afable, se despidió ante la muda y estática figura de David.
—Eres muy dura.
—No lo soy sólo para ti, David. También lo soy para mí misma.
Y desapareció.
—Pero… —susurró Martina, algo cortada ante la muda figura de David en la puerta de la casa—, tú has vuelto. ¿Dónde ha quedado Marta?
David, como un autómata, entró en la casa sin que Martina le invitara. Puso los dedos en la cara rugosa de la anciana y después, automáticamente, se quitó el loden y lo colgó en el perchero.
—Está en la escuela —dijo—. Yo sentí… sentí… —sacudió la cabeza—. Te voy a parecer un tonto, Martina.
—¿Si? —preguntó la anciana yendo tras él hacia el saloncito—. ¿Por qué me puedes parecer tonto?
—No lo sé exactamente, Martina. De repente, siento la ansiedad de una sonrisa amiga. De una persona que me disculpe. Yo sé que… Estoy desorientado. A mí mismo me parezco absurdo.
—Siéntate. Si quieres tomar algo… ¿Te preparo café?
—¿A qué hora sale Marta de esas clases nocturnas?
—A las once en punto.
David cayó sentado en un sillón, se hundió en él como si se perdiera en un muelle asiento.
—Volveré después a buscarla.
—Marta siempre viene sola.
—Ya sé que Marta es valiente, ya sé que no se pierde —dijo, impaciente—, pero yo iré. Tengo con ella una conversación pendiente —alzó la cabeza y miró fijamente a la anciana—. ¿Sabes, Martina? Me llegó la hora de casarme y siento que me gustaría desposar a Marta. Es una tontería, ¿verdad?
—Yo no soy Marta, David. No lo sé.
—Pero la conoces.
—No siempre —rió Martina, aturdida—. Unas veces creo conocerla y, otras veces, creo que no la conozco en absoluto.
—Era distinta.
Lo dijo de una forma rara.
Algo cortante.
Martina inclinó su débil figura hacia él.
—David, no pensarás que los años pasan en vano; que no dejan huella al pasar. Que la gente se estaciona física y moralmente, ¿verdad?
—A ti te lo puedo decir —murmuró David con cierto dejo amargo—. No me di cuenta del daño que había hecho, hasta encontrarme con Marta de nuevo. Puede parecer tonto o considerárseme un inconsciente. Creo que tengo de ambas cosas. De súbito, al ver a Marta, todo despierta, todo se recrudece, y me doy cuenta de que he sido absurdo. Y también puedo decirle sinceramente que no recordé a Marta más que a ratos y eso, al principio de haberle dejado de escribir. Después no. Si existía, era en mi subconsciente y ahora irte doy cuenta de que siempre la tuve prendida ahí. Que no me satisfacía ninguna mujer, porque sin darme cuenta yo buscaba la reproducción de Marta. ¿Entiendes eso?
—No.
—Yo tampoco —miró el reloj—. Dime, Martina, ¿viaja mucho Marta?
—En vacaciones.
—¿Te lleva?
—No.
—¿Va sola?
—¿Adónde vas a parar, David?
No lo sabía.
Era como si, dentro de sí le mordiera un gusano venenoso.
Como si el deseo de saber fuera más fuerte que su cordura de ignorarlo.
—¿Y ese Germán?
Marina dio un salto.
—¿Te habló Marta de él?
David se mordió los labios.
—No… Claro que no. Lo oí…, por ahí.
—¿Por ahí?
David, nervioso, se puso en pie.
—Iré a buscar a Marta.
—David…, ¿qué cosa te dijeron por… «ahí»?
—Nada. No tiene importancia. Pero dime, dime tú… ¿ama Marta a ese Germán?
—No lo sé. Yo nunca sé lo que siente Marta por un hombre. David. Sé lo que siente por ti. Sé las veces que oculté a su padre sus escapadas contigo. No sé hasta dónde llegó vuestro amor y vuestra forma de manifestároslo mutuamente, pero me temo que… ha llegado lejos, hondo, caló de verdad. Tu pecado fue peor aún. David, ¿o es que nunca has pensado en ello, hasta ahora? ¿Qué clase de mujer creíste tú que era Marta cuando la amabas o decías amarla?
—Calla. Martina.
—¿Verdad que acierta David? No preguntes —dijo la mujer con dura voz—. No trates de indagar. Marta fue y es lo que quiso y quiere ser. Tú puedes hacer otro tanto. ¿Quieres un consejo, David? Márchate por dónde has venido. Si has venido por casualidad olvídate de esa jugarreta que te jugó el destino. Y si has venido sabiendo a lo que venias, gira sobre tus pasos porque creo que nada de lo que buscabas está aquí.
Capítulo 9
Tuvo miedo de encontrarse con Marta, de nuevo.
Había que evitarlo y si pretendía defender y amparar su tranquilidad, lo mejor era poner tierra por medio. Por eso regresó a Madrid.
Y por eso estaba allí, al día siguiente, bien de mañana, antes de que su cuñado Ernesto abriera su consulta. La enfermera le miró asombrada.
—¿Viene en calidad de enfermo, don David?
—No —rió David, algo aturdido—. Pero pretendo hablar con mi cuñado antes de que empiece a recibir a sus clientes.
—Ahora mismo, el doctor está en la Seguridad Social. No vendrá en media hora. Si aun así desea esperarle…
—Lo esperaré.
Y se perdió hacia el despacho de su cuñado.
No había ido a ver a Elvira.
Había cosas que Elvira nunca entendería. Al fin y al cabo, era mujer y, por otra parte, seria duro oírle decir lo que él sentía en aquellos momentos. En cambio Ernesto si podía oírle e incluso aconsejarle.
Nunca pensó que el anuncio puesto en el periódico trajera para él tanta cola, tanta añoranza…
Sabía que había puesto una laguna por medio, pero una laguna corta, de horas, de días. Sabría que pronto tendría que volver a aquel pueblo y ver a Marta y añorarla con ansiedad, tal como era antes y no porque ahora le pareciera peor. Al contrario, le parecía mejor, más madura, más completa, más capaz de corresponder a una pasión fuerte como él sentía.
—¡Caramba, tú aquí…!
Dejó de pensar y se puso en pie.
—Ya pensé que te quedabas en la Seguridad Social.
—Tengo aquí mis propios clientes —y riendo, mirándolo de arriba abajo—. Oye, ¿qué tal te fue por ese pueblo? Elvira me contó lo que te pasaba.
—Vaya casualidad, ¿eh? —se rió de sí mismo.
—Mucha, sí. La vida suele jugar esas malas pasadas. Dime… ¡pero siéntate, hombre! Me gusta lodo lo que te pasa, me da risa y me da pena. Dime, dime, ¿ha accedido Marta al matrimonio?
—Si lo tomas a burla, me largo.
—Te digo que te sientes —Ernesto se ponía serio—. No me burlo. Es que me produce una serie de curiosidades algo malsanas. ¿Cómo la has encontrado? ¿La has visto siquiera?
Le refirió todo lo ocurrido.
Ernesto parecía aún más grave.
Miraba a David y luego juntaba las cejas.
—O sea que es la misma chica de antes, sólo que con siete años más.
—Muchos más que siete. Pero sigue hermosa. Es más, puedo asegurarte que infinitamente más hermosa que antes. Desenvuelta, arrogante… —pasó los dedos por el pelo—. Ernesto, me ocurre algo terrible.
—Que ya ha dejado de ser un juego, ¿no?
—Lo ha dejado de ser. Es… una necesidad ferviente. ¿Puede eso ocurrir?
—¿A quién se lo preguntas? ¿Al médico o al amigo?
—¡Mierda!, a los dos, claro está. No me tomes el pelo.
—No suelo jugar con los sentimientos de los demás. Dime, ¿qué más cosas?
—Si te parecen pocas… Volveré allí. He venido… No sé si para hablar contigo, o si para saber de qué forma necesito a Marta.
—David, ¿me dejas hurgar en tu pasado? ¿En vuestro pasado?
David sintió que, a su pesar, se le coloreaban las mejillas. Y recordó la frase de Marta: «Has sido como un criminal.»
Lo había sido, sí.
Pero…, ¿tuvo él toda la culpa?
—David, te hice una pregunta.
—No me la has hecho aún. Puedes hacerla.
—¿Hasta qué punto entraste tú en la vida intima de Marta?
—Tanto como tú pudiste entrar en la de Elvira.
Ernesto se tensó.
—Y eras su primer amor —dijo roncamente.
David asintió.
—Y lo has olvidado así…, ¿qué fuiste? ¿Un inconsciente, un loco o un malvado?
—Eso es lo que me pregunto, ahora. Pero… ¿qué pasó en la vida de Marta, después de dejarla yo?
Ernesto se inclinó hacia adelante.
Miró a David sin pestañear.
Después dijo, bajo, de una forma acusadora:
—No soy nadie para hacer reproches, pero si yo fuese Marta…, haría lo que me diera la gana de hacer, lo que tuviera gana de hacer, ¿entiendes, David? Si te vas a hacer esas preguntas, más vale que dejes de ver a Marta… Es un ser humano, ¿no? No pensarás que has hecho tuya una piedra Y al fin y al cabo, tú sabrás mejor que nadie si lo era.
—No lo era —dijo David a punto de estallar.
—Pues entonces, si quieres a Marta de veras, mira hacia adelante y olvídate de la laguna de esos siete años.
—¿Estás loco?
—No, a mí me parece que lo estás tú. O sea, que tú te olvidas de ella y, después de siete años, pretendes hurgar en su vida y verla inmaculada. Pero si tú ya le habías hecho perder la inocencia, si tú le abriste un camino, si tú…, te olvidaste de su edad, de su ingenuidad. ¿Qué cacho de hombre eres tú, David?
—¿Le perdonarías tú a Elvira?
—¿Quieres callarte? Yo fui más honesto que tú. Para tener a Elvira me casé con ella. ¿Está claro? ¿Ves la diferencia?
—¿O sea que yo soy lo que Marta ha dicho, un criminal?
—No sé lo que ella habrá dicho que fuiste, pero todo lo que te haya dicho, a mi modo de ver, es poco.
—He venido a buscar un consuelo, un buen consejo —dijo David, desalentado—, y te encuentro hecho una furia.
—Una furia humana, con una humana furia. Lógico, ¿no? Ya veo que yo he sido un hombre honrado David. ¿Quién crees que tiene la culpa de que muchas mujeres dejen de ser honestas? Nosotros, los hombres. No le des más vuelta de hoja. Tratamos a las mujeres como objetos, y no pensamos que son seres humanos, emotivos, sensibles, débiles…
David no respondió en seguida.
Se diría, viéndolo allí apoltronado, como perdido en el sofá, que más que un ser humano era una cosa.
—¿Te quieres callar de una vez? —gritó, al fin.
—Es que si me callo, no te digo todo lo que pienso. Es decir, tú haces de Marta tu novia amante. Disfrutas de ella. La conoces cuando es una niña y ahora, después de haberla dejado, te inquieta, te encela te descompone pensar que otros hombres tocaron lo que tú tocaste y besaron la boca que tú enseñaste a besar, David, que no estamos en la Edad de Piedra, que no somos seres incivilizados. ¿O es que tú sigues viviendo en el año catapúm?
—¿Quieres callarte de una puñetera vez, Ernesto?
—Si no puedo, hombre: si yo tengo hoy la tensión más alta que mis clientes. Si es que me sacas de quicio. Yo puedo pedir a mi mujer honestidad y fidelidad. Pero… ¿cómo te atreves ni siquiera a nombrarla tú?
—Bueno —cortó David, poniéndose en píe—. Empieza con tu trabajo y olvida este asunto. No volveré a ver a Marta, y aquí se acabó todo.
Ernesto se plantó delante de él.
—La volverás a ver. Ya no eres el niño de ames y le roe las entrañas saber que ella te haya olvidado, para cambiarte por otro. David, amigo mío, querido cuñado, has encontrado la horma de tu zapato. Has escupido al cielo y el escupitajo te cayó a ti en plena cara. Has jugado a buscar mujer, como si en vez de convertirse un día en madre de tus hijos, fuera un florero. Pues, ¡hala, hala!, a buscar el florero sin el cual, me parece, ya no vas a poder vivir… ¿No te das cuenta? Antes cuando pensabas que querías a Marta, sólo la hacías tuya. De súbito pasan los años y tú sin darte cuenta, buscabas a la misma mujer en todas las mujeres, buscabas a la chiquilla inocentita que creía en tus mentiras…
—¿Qué más cosas quieres decirme?
—¿Decirte? ¡Dios santo, muchacho!, muchas podría añadir. Pero se me antoja que tienes bastante con el bárbaro deseo que te inspira Marta, una chica que puede ser de media docena de hombres, antes que darte a ti el placer de ser tuya una sola vez. ¿Qué tal?
—¡Vete al carajo!
—Una salida estúpida y de mal gusto, querido David. ¡Chao, muchacho! Cuando hayas echado de ti el trauma, me lo dices, y si quieres visitar a un psicoanalista, yo te acompañaré.
—O sea, que para ti yo soy un loco.
—Aún no. La verdad es que en este momento te considero más cuerdo que nunca.
Pero existe esa ansiedad, esa duda y ese temor… ¿No es todo consecuencia de lo que tú has dejado atrás como un lastre inservible? Yo no soy un sinvergüenza. David, ni un sádico, ni un progre pero soy un ser humano y me gusta juzgar las cosas con toda la humanidad posible. Hasta ahora Marta fue para ti un pasado, un pasado en el cual has pensado sólo de tarde en tarde y sin ningún arrepentimiento. Pero todo aquello se viene ahora contra ti. Y tú ya has aprendido mucho. Ya no eres el hijo vago del médico. Sólo eres un hombre y como hombre sientes.
Te vas a hacer más pequeño ante ti mismo. Hombres como tú. hay muchos, pero la mayoría tienen la suerte de olvidar. Tú no debes de ser tan ruin, porque afloraste a la primera mujer que tal vez has tenido y la única que de verdad has querido.
—No era la primera —gritó David, furioso.
—Pero si era la mejor, ¿qué más da?
—O sea, que crees que voy a volver a ella. Que no soy capaz de olvidar lo que recordé en un día y tuve olvidado siete años.
Ernesto se echó a reír.
—Te digo que no la vuelvo a ver —aseguró David.
—Ya me lo repetirás mañana.
David salió de allí, dando un portazo. La enfermera enarcó una ceja y nunca supo por qué encontró al doctor riendo aún.
Capítulo 10
Se fue a su oficina y se enfrentó con sus empleados. Riñó con todos, puso cosas en orden y, cuando menos lo esperaba él mismo, se encontró diciendo:
—Atienda bien esto. Manolo, que me voy de viaje ý no sé cuándo volveré.
Y así sin darse cuenta, se encontró metido en su auto camino del pueblo donde vivía Marta.
¿Era absurdo?
¿Tanto había calado en él lo dicho por su cuñado?
Claro que no.
Necesitaba ir, eso era todo.
Lo necesitaba como la vida. Ernesto sabía más de la vida humana, de los deseos de la vida, de las necesidades y los dolores que cualquier otro hombre profano en la materia de la medicina y del alma.
Para Ernesto todo iba unido.
El alma y el cuerpo.
Ernesto era un hombre honrado. Un médico cabal. Todo un hombre, sano de espíritu y de cuerpo.
El, en cambio… ¿El, qué? Nunca se consideró malo ni ruin ni malvado.
Él era un tipo tranquilo.
Vivió la vida y nunca se detuvo a pensar en las consecuencias.
Y allí estaba, quisiera o no, en mitad de la carretera que, salvo el primer día que fue y el regreso del día anterior, no había recorrido nunca.
Al atardecer llegó al pueblo y se fue a la fonda donde había dormido el día anterior. No visitó al farmacéutico, que dicho de paso era un botarate, y su hijo un inútil, y aún no comprendía por qué las gentes del pueblo no estaban muertas con sus potingues, porque, lo que es de farmacia, el pobre boticario sabía ya poco.
No necesitaba buscar pretextos para estarse en el pueblo. Su objetivo era Marta y nada más. Y no era preciso engañarse a sí mismo para considerarlo así y saberlo así y admitirlo así.
Por eso una vez aseado, se fue directamente a la escuela. Suponía que Marta aún no habría salido y, que a pie, hacia mejor el camino hasta la escuela, porque al regreso acompañaría a Marta y le sería más fácil abordar el tema.
Pero… ¿qué tema? ¿Acaso tenía algún tema objetivo?
Al llegar junto a la escuela vio que los niños salían corriendo. El sol se metía ya, y unas nubes oscuras parecían dar al césped un color ceniciento.
David giró hacia un lado para que la avalancha de niños no lo derribara, así salían de eufóricos, gritando.
Fue cuando vio al hijo del boticario.
Estaba sentado en el primer escalón, que, del patio, conducía al interior de la escuela. Tenía las piernas algo separadas y entre las rodillas un bastoncito de avellano. Daba golpecitos en el cemento y parecía esperar pacientemente.
Era un tipo aún joven. David le calculó unos treinta años, si llegaba a ellos. Rubio, de pelo algo crespo, ojos azules, largo y delgado.
Vestía una camisa a cuadros bajo una cazadora de piel marrón y unos pantalones vaqueros sin más.
Retrocedió hacia unos arbustos y esperó, apostado como un ladrón. Se miró a sí mismo. Y se preguntó si seguía siendo el David desocupado que burlaba la vigilancia del maestro para perderse con su hija, por picos y prados. O era un hombre con todas las de la ley, una situación económica estable, una personalidad definida, o un pobre ente jugando a jovenzuelo.
Sintió rabia de no ser nada de aquello. De ser un hombre y comportarse como un niño. Y se preguntó si Marta podía significar tanto en su vida como para inquietarlo así. Y se preguntó también, por qué no regresaba a Madrid y se casaba, de una maldita vez, con cualquiera de las amigas de su hermana.
Pero seguía allí.
Desde allí vio salir a Marta y reunirse con el macaco del hijo del boticario, el cual, al asomar Marta, se puso en pie, recogió con sus manos la cartera de piel que ella portaba y los dos tranquila y sencillamente, después de cerrar Marta la puerta de la escuela, se fueron camino del pueblo.
Para él aquella visión le produjo como una mordedura en las entrañas.
¿Qué relación tenía aquel hombre con la vida intima de Marta?
¿Alguna? ¿Ninguna?
Imaginó a Marta en los brazos de Germán. Un Germán con mil caras diferentes, y le produjo tal trauma que hubo de asirse a los arbustos.
Cuando se dio cuenta, caminaba por el sendero que conducta al pueblo con el puñado de hierbas de espinos entre los dedos.
¿Qué le pasaba a él?
¿Cómo podía ser él tan débil que estaba de nuevo allí?
¿Qué buscaba? ¿Acaso la redención de sus muchos pecados o una pureza que ya no iba a existir, ni en él, ni en Marta?
Cuando quiso darse cuenta, se hallaba ante el chalecito de la maestra y no dudó en empujar la verja y deslizarse por el pequeño jardín.
Iba a pulsar el timbre, cuando apareció Martina ante la puerta.
—Te vi llegar —dijo—. Pasa, pasa. Pensé que te habías ido. Le pregunté a Marta por ti esta mañana y me dijo que ni te había visto a ti, ni a tu auto, ante la fonda.
—Es que fui a Madrid.
—¿Y ya estás de vuelta? Pasa, no te quedes ahí parado.
Cruzó el umbral y maquinalmente se quitó el loden verde. Él mismo lo colgó en el perchero. Quedó enfundado en el clásico traje gris y la camisa blanca con corbata. In mente se comparó a Germán y se pareció un hombre pasado de moda.
Sin darse cuenta, él no había avanzado en indumentaria y tal vez por eso. también se estacionó su cerebro y si bien vivía el ambiente no había entrado de lleno en él.
—Pareces alelado, David. ¿Te ocurre algo?
—No. no —sacudió la cabeza y avanzó por el pasillo hacia el saloncito—. ¿Y María? ¿No ha… vuelto aún de la escuela?
—Como hoy no tiene clase nocturna, tal vez se haya ido al cine.
A espaldas de Martina, David cerró los ojos. Imaginó a Marta en la oscuridad del cine. La mano de Germán tocándola.
Fue como si le propinaran un puñetazo.
—¿Suele ir? —se encontró preguntando.
Martina en vez de responder, dio la vuelta en torno a él.
Le miró a los ojos.
—David, parece que te pasa algo. ¿Puedo ayudarte?
—¿Me ayudarías, Martina?
—Supongo que sí, si es que puedo.
—Haces más que yo.
—¿Qué dices? ¿Qué quieres decir?
—Nada… Hablaba solo. ¿Puedo sentarme, Martina?
—Claro, hombre. Te serviré un whisky.
—No te molestes. Martina.
Martina se sentó, de golpe. Retiró un poco el delantal blanco que rodeaba su vestido negro y miró de nuevo a David con cierta conmiseración.
—David —susurró—. Me parece que pierdes el tiempo. ¿Por qué no te vas? ¿Por qué no olvidas el camino de este pueblo?
No respondió, en seguida. Se diría que reflexionaba la respuesta. Pero no era así. Su respuesta estaba reflexionada. Y no por él sino por la fuerza en que «aquello», sus sentimientos por Marta, era ya superior a su propia voluntad.
—Eso es imposible —dijo. Su parquedad animó a Martina.
—Ella no tiene una meta en el matrimonio, David. Te lo digo porque la conozco. No creas que tuviste tú toda la culpa; mucha sí, pero no es hora de hacer reproches. Yo soy de las que digo, tal vez por mis años y mi experiencia, que las cosas son como son y es inútil perfeccionarlas o destruirlas. Se presentan así y así hay que tomarlas. Marta se habituó a su libertad. A su vida, a su modo de hacer. Da clases a los niños y en vacaciones, por pequeñas que sean, se va. Ya ves, ahora mismo tiene ya preparado en estas Navidades un viaje a Roma.
—¿Sola?
—David, ¿otra vez?
David se levantó.
Dio unos pasos nervioso por el saloncito. Tenía aún alguna hierba en las uñas. Las sacó con rabia.
—Dirás que soy imbécil.
—Yo no digo nada nunca, David, salvo si me preguntan.
—Yo te pregunto. ¿Me crees imbécil?
—No. Sólo que a tu edad las pasiones son más fuertes. Más tensas. Yo no sé si haces bien en quedarte. Creo que no. No es porque yo considere que Marta te odia. Ni te odia ni te ama, entiendo yo, y eso sí que es peor que si te odiara. ¿Entiendes la diferencia?
—¿Ama a otro? ¿A ese chico de la farmacia?
—Marta siempre prefirió la amistad masculina que la femenina. Siempre le he oído decir que el hombre ofrece una más leal amistad que la mujer. Eso es todo, David. Puede ser Germán, como puede ser cualquier otro hombre. A decir verdad sólo le he conocido una amiga desde que tú la dejaste.
—¿Cómo puede vivir Marta sin el amor de un hombre?
—¡Qué cosas tienes. David! ¿Cómo puede una monja vivir en un convento? No pensarás que, por fuerza, la mujer para subsistir necesita la compañía de un hombre.
—No es eso. Martina, ¡maldita sea!, no es eso. Yo digo que una mujer joven, hermosa, inteligente, culta, sin el amor de un hombre…, ¿por qué?
—¿Y qué sé yo si Marta vive, o no, sin amor?
—Es verdad, Martina, ¡qué sabes tú! —aliso los cabellos con ademán maquinal—. Yo quiero a Marta, ¿sabes? No me preguntes si nunca la olvidé. De eso hablamos tú y yo el otro día. Tus años te conceden el don de la respuesta, de escucharme, de saber si soy un idiota, un iluso o un farsante. Yo no sé lo que soy, Martina, te lo aseguro, no quisiera estar aquí —dio una patada en el suelo—, pero estoy. ¿Sabes por qué? Yo buscaba una esposa. La estaba buscando ahora. A mi edad, un hombre debe estar casado. Mi hermana Elvira tiene su vida. Sus hijas, su marido. Te recibe, claro que con la sonrisa en los labios, pero mil veces piensa que no tiene ganas de reír y que ríe para que tú, que la visitas, pienses que te complace su sonrisa. ¿Entiendes eso? Por eso buscaba esposa. Porque me había cansado de estar solo y de repente me encuentro con Marta. Yo no sé por qué te cuento esto. Será porque hace diez años nos ayudabas a escapar a escondidas del maestro. ¿Recuerdas?
—Lo recuerdo, David, y siento algo de miedo. Dime, ¿habré estado en mis cabales, al ocultarle al padre de Marta vuestras escapadas por el bosque? ¿No habré sido yo con mi inconsciencia y mi amor a los dos, quien fomentó un dolor para Marta? Porque Marta lloró cuando tú la dejaste, David. Yo la vi mil veces con la frente pegada al cristal, esperando al cartero, con su bicicleta, seguía camino adelante sin dejar nada en el buzón. ¿Entiendes, hijo? Después, poco a poco, la vi dejar de llorar y luego de sonreír y cuando falleció su padre y ella empezó en su peregrinar de escuela en escuela…, me dio mucha rabia de ti. Dime David, ahora que sabes que Marta recorrió tantas escuelas, ¿por qué no le dices, aunque sea mentira, que la buscaste mil veces?
Había un tremendo patetismo en los ojos de la anciana. Pero David, por primera vez en su vida consciente, empezaba a ser honesto consigo mismo.
—No puedo mentir —dijo, casi a gritos—. No puedo. Sería como arrancar de cuajo la verdad que ahora siento. ¿No comprendes tú, Martina?
—Entonces…, ¿por qué no te vas, David? Vete, hombre. Olvídate de esa carretera que conduce a este pueblo. Yo creo que le harás a Marta más bien, que si te quedas.
Se oyó un ruido en la puerta.
Y, en seguida, la voz suave de Marta preguntando:
—¿Estás ahí, Martina?
—Sí, sí —dijo Martina sin dejar de mirar a David—, estoy aquí. Marta.
Capítulo 11
No entró en seguida.
David la imaginó quitándose el abrigo. Y la imaginó con aquella expresión suya inmóvil. No había vivacidad en sus ojos, como antes. Eran, tal vez, unos ojos más bellos por la madurez que denotaban, pero no brillaban confiados como antes.
—Está aquí David —le oyó decir a Martina.
Fue cuando ella apareció.
Gentil. Esbelta.
Una mordedura en los labios. Una expresión quieta en los ojos. Una suave palpitación en los senos que se apreciaban bajo la blusa.
—¡Ah! —dijo—, estás aquí… —alargaba su fina mano. Su mano expresiva. Su mano tan humana, tan viva. David la oprimió entre las suyas: pero ella la rescató al instante, diciendo, a la vez, como al descuido—: Creí que te habías ido…
—He vuelto.
—¡Ah!
Sólo eso.
—¿Estarás aquí por mucho tiempo? —preguntó con la misma simplicidad.
—No lo sé —respondió David.
Martina les interrumpió diciendo:
—Prepararé la comida —y mirando a Marta, algo suplicante—: Si no te parece mal, invito a David.
Otra vez apoyando los encuentros.
Otra vez Martina cometiendo la insensatez de apoyar a un hombre que nunca lo mereció.
Pero no dijo lo que pensaba.
Ya no era la niña de entonces.
Sabía lo que quería.
Cuándo lo quería y cómo debía quererlo.
Ya nadie iba a engañarla.
—Puedes invitarle, si él lo desea.
David pensó que debía negarse.
Que debiera irse.
Pero se encontró diciendo:
—Acepto… vuestra invitación.
—La de Martina —rió Marta, divertida.
Pero la situación no le divertía nada.
En absoluto.
Martina, feliz, se fue hacia la cocina cerrando la puerta. Y ella miró a David desde su rincón de la chimenea.
—La pobre Martina piensa que todo vuelve atrás.
Lo dijo con cierto desdén.
David prefirió decir a su vez: —Fui a esperarte a la escuela.
Ella alzó una ceja.
—¿Si?
Su voz tenía un matiz sarcástico.
—Sí, sí, fui. Salías con Germán, el de la farmacia.
—¡Ah!
—Es tu novio.
No preguntaba.
Afirmaba más bien.
—Pues no. Es un amigo.
—Con el que te ves todos los días.
Lo miró entre severa y censora.
—Cuando quiero y como quiero, David.
El aludido se puso en pie.
Tenía, entre los dedos, el vaso vacio.
Lo dejó en la mesa y la miró fijamente.
—Sabes que eso duele.
—Ah…, ¿sí?
—Marta…, vengo a casarme contigo.
Marta sintió que un temblor la sacudía.
Pero nadie lo hubiera dicho.
—Marta, no te busqué. No quiero mentirle. Casi no te recordé en estos años, pero, sin duda, en cada mujer que hacía mía buscaba la comparación, la muchacha que tú habías sido para mí.
También María se levantó.
Tenía una mano caída a lo largo del cuerpo.
La otra se crispaba en el borde del sofá.
—Prefiero hablar de otra cosa —dijo—. ¡Lo prefiero!
Su voz tenía una vibración rara. Contenida.
David dio dos pasos al frente. Era más alto que ella. La dominaba. La miró así, casi cuerpo a cuerpo.
Pero ella no se retiró.
Sabía mucho más que siete años antes. Eso era obvio. Y por lo visto en aquel instante se gozaba en ver a David crispado, apasionado, tal vez sincero.
—David —dijo, y su aliento rozó el rostro masculino—, te digo que prefiero hablar de otra cosa.
Fue cuando David levantó una mano y la asió por un brazo.
La pegó a él.
Marta no se separó, pero su cara cayó un poco hacia atrás.
No había en su ademán, ni coquetería, ni deseo de incitación.
Pero sin darse cuerna coqueteaba, incitaba.
Y David no era de los que soportaban ciertas cosas.
Fue brusco, casi brutal.
Levantó el otro brazo.
Así la cerró en su cuerpo sintiéndola palpitar toda, entre sus músculos.
Le buscó la boca.
No con ira, entonces.
Ya no.
Con una ansiedad extraña. Como si quisiera tomar para si lo que tuvo abandonado en siete años.
Le abrió la boca con la suya.
Fue así todo.
Así de simple.
Así de extraño.
La besó mucho sin que ella se alejara.
Sintió aquellos labios cálidos, diluidos en los suyos y después, rabioso, imaginándola así en miles de brazos masculinos, la soltó. La miró despavorido.
—Cuántas veces lo habrás hecho —dijo.
Su voz era tan ronca como de ira tenía su mirada.
Marta alisó el cabello. Sus senos, bajo la blusa, oscilaban, pero no había en su semblante ni un reproche, ni calor, ni ansiedad.
Era la cara más inexpresiva del mundo.
—Así con todos —volvió a decir él.
—¿A qué vienes? ¿Si lo sabes, a qué vienes? ¿Por qué vuelves?
David dio una patada en el suelo.
Giró después sobre sí.
De espaldas a ella, que pasaba la mano por el cabello, maquinalmente la voz de David sonaba muy ronca.
Era como si algo se desgarrara dentro:
—No sé por qué vuelvo. O si, lo sé. ¡Pero qué más da! Vuelvo a recoger las migajas que yo dejé. Venía a buscar tu ternura la de antes. No tu pasión ni tu miseria. No tengo derecho a reprocharte nada. ¡Nada! Lo sé —volvía a mirarla. Su semblante se crispaba y su voz se apaciguaba con amargura—. Te necesito. Es doloroso llegar a estas conclusiones —y furioso consigo mismo y con ella—: Pero debo de tener algo de dignidad aún. Sin duda te hice daño, pero tú te cobras con creces el que yo te haya hecho.
—No te he buscado. David.
—Tu voz lasa, tu acento suave me saca de quicio. Marta. ¿Es que aún no lo has entendido? ¿Es que no sabes aún que te quiero? Que no deseo quererte y sin embargo te quiero y te necesito y te deseo y daría la mitad de mi vida por hacerte mía. Pero no esperaba encontrarme con lo que eres ahora…
Marta no contestó en seguida.
Se inclinó sobre la chimenea.
Removió, con las tenazas, las rojas cenizas.
Fue cuando él se acercó y se inclinó sobre la figura inclinada. El cabello dejaba al descubierto parte de la nuca. La besó allí.
Fue cuando Marta dio un salto.
Cuando la afinidad del pasado se convertía en presente.
Su punto flaco.
Él lo conocía.
Sabía cómo vencerla, cómo dominarla.
—¡No lo hagas más! —gritó Marta.
Y fue cuando se vio en ella una señal de vida, de vida de aquel pasado que sin querer, o queriendo, él había tentado para hacer presente.
La vio palpitar.
Oscilar sus senos.
Como si una indoblegable emoción la embargara. Por eso fue tras ella cuando se acercó a la puerta.
—Martina —le oyó decir con voz apaciguada—. ¿Vienes luego?
La voz de Martina respondió, desde la cocina:
—Unos segundos Marta. Estoy terminando.
—Si quieres que te ayude…
Él estaba tras ella. La asió por un brazo y sintió que Marta quedaba tensa. Inmóvil, pero sin volver la cara hacia él.
—No trates de huir de lo que está tan cerca de ti, Marta.
La respuesta de Marta fue muda.
Rescató su brazo, caminó unos pasos por el saloncito, buscó en una caja de cigarrillos y de espaldas aún, encendió uno.
—Supongo —dijo, como si todo lo ocurrido careciera de importancia—, que no vendrás mucho por estos pueblos. Casi todo el mundo pertenece a la Seguridad Social de la Agricultura y los pedidos vienen directamente de la capital.
De él.
Precisamente sus viajantes eran los que servían los pedidos.
Pero no era el momento para aclarar la cuestión.
—No me quejo —dijo, evasivo—. Dime, Marta, descubramos nuestra cara, nuestro espíritu, nuestra verdad que existe, tiene que existir.
—Yo no sé —le atajó ella—, qué cosa puede existir en ti. En mi, no cabe duda.
—¿Duda de qué?
—De que existen muchas cosas, pero ninguna ligada a ti. Un pasado… Ya sabes lo que pienso sobre el particular.
—Admito que fui un criminal en potencia. Marta.
—¿Es tu disculpa?
—Es la verdad para iniciar un futuro.
—¡Futuro! —rió Marta, desdeñosa—. No es preciso pensar en el futuro. David. Ese futuro llega, quieras o no. No es preciso ir a por él. Aparece solo.
—No me interesa tu filosofía.
—Ni a mi tu cariño tardío.
—Lo necesitas —dijo con fiereza—. Acabo de saber que… lo necesitas. Y acabo de saber, también, que ningún hombre te conoció lo bastante, ni tú has tenido confianza con él como para saber lo que te agrada y complace.
—¡Cállate!
—¿Lo ves? Meto el dedo en la llaga.
—David, o cambias de conversación, o te despido sin ninguna consideración. Estoy cansada. Me gusta la vida fácil, la vida tranquila. Sin complicaciones. Aprendí a vivirla así y así seguiré viviéndola.
—Buscando de ella lo que físicamente te agrade.
Le miró desafiadora.
—¿Puedes tú reprochármelo?
—No debiera. Pero me duele. Me rasca en las entrañas. ¿No te parece ridículo? ¿Qué tipo de hombre soy que me atrevo a pedirte cuentas de un pasado que yo mismo abandonó? Lo sé, todo lo sé. Pero dejaría de ser hombre si pensara o sintiera de otra manera.
—Te digo que calles.
—Las cosas se callan, pero nadie puede evitar que se piensen.
—David, te digo…
Martina entró en ese momento cargada con una bandeja.
—La cena —dijo.
Capítulo 12
Fue una comida casi silenciosa.
Martina hablaba al principio, pero luego dejó de hablar.
Se tomó el café. Martina fue recogiéndolo todo y ayudada por Marta, los restos de la comida fueron pasando a la cocina.
Cuando ella regresó, vio a David en el pasillo, poniéndose el abrigo.
—Adiós, David.
Él giró sobre sí.
—Volveré mañana.
—¿Un consejo, David?
—Dalo, si puedes.
—Puedo. No vuelvas. Puedes hacerte daño, y hacérmelo a mí. Olvídate de todo y márchate. Tu vida está en otro sitio.
—¿Me das un consejo porque te conviene a ti que lo escuche, o porque me conviene a mi?
—Por los dos. Hubo sentimientos. Existieron. Fuertes y arraigados. Está claro que fueron así, tanto para ti como para mí. No podemos hacer un drama de un pasado que ya está lejos. No podemos cimentar un futuro en un montón de dudas. Y así como yo no te pido cuentas de lo que hayas vivido en esa laguna de siete años, así considero que yo soy dueña de mi propia laguna. Y aun así, dado y empujado por tu pasión hacia mí, quisieras entender que la olvidas, yo sí que, en el fondo, sigues siendo un moro. Yo soy una progresista, tú eres un retrógrado… ¿Entiendes la diferencia actual entre tú y yo? Por eso te doy el consejo.
—¿Y si te aceptara, con laguna y todo?
—Te ahogarías en ella al día siguiente de nuestra boda y yo soy tan sincera, y quiero seguir siéndolo, que podría salvarte de ella. He vivido, y que nadie me pregunte cómo lo he hecho… Sólo así, David, podrías volver al pasado y esa forma de volver, a ti no te interesa porque aunque digas que te interesa yo sé que te engañas a ti mismo y eso a mí mi me convence.
Sin darse cuenta ninguno de los dos, ambos iban uno hacia el otro. Ella, sin dejar de hablar. David, sin dejar de escucharla. Los ojos parecían inmovilizárseles en las órbitas. La voz de Marta era cada vez más tenue, más apagada.
—Sería —añadía Marta, bajísimo, como si se diera una razón a sí misma—, tanto como darte lo mejor que aún queda en mi vida. Porque queda. David. Al margen de todo de lo vivido, de lo que haya apreciado o pudiera apreciar, en esa vida que he vivido, queda aún mucho de bueno y seria como ofrecerte un regalo que no te mereces. No sería capaz de hacerte feliz, en pago a la tremenda y bárbara infelicidad que yo he vivido durante tanto tiempo.
Los dedos de David, aun sin que él mismo se diera cuenta y sin que Marta casi se percatara, habían llegado al brazo de la joven. A través de la fina blusa verdosa, aquellos dedos más que apretar, acariciaban.
Tenían aquellos dedos como una ansiedad incontenible. Como si, de repente, tuvieran boca y hablasen, tuvieran sentimientos y palpitasen.
—Nunca supe que te hiciera tanto daño —susurró David a media voz—. Nunca, Marta, nunca lo imaginé… Y lo peor es que ahora me doy cuenta, asimismo, que todo el daño que te hice a ti me lo hice a mí mismo.
Fue cuando un dedo levantó la barbilla. Los ojos en los ojos. Las miradas Como paralizadas.
—Marta —dijo él, bajísimo—. Marta…
La muchacha vio aquellos labios cerca de los suyos.
Como antes.
Como cuando Martina hacia de alcahueta, como cuando papá preguntaba, después: «¿Dónde has estado…?»
Como cuando se apostaban detrás de la puerta y se apretaban uno contra otro y se robaban el aliento de los labios, y los besos casi lastimaban y, a la vez, producían un goce indescriptible.
Cerró los ojos.
Fue en aquel momento que quiso retroceder, huir, ocultarse en el rincón más abstruso de la casa.
Pero los dedos de David, acariciantes, temblorosos, le asían el mentón, lo acercaban a su rostro.
La besó así.
Plenamente.
Evocativamente.
Hurgó en sus labios. No supo el tiempo. Supo, tan sólo, que ella cerraba más y más los ojos y que los dedos de David se aferraban cálidamente a su barbilla y que la mano libre se deslizaba como antes, como cuando ella era una jovencita y él apenas sabía de amor: como ladrones buscando el placer del contacto.
Dio un paso atrás.
Quedó tensa, jadeante.
Femenina mil veces dentro de su última rebeldía. De su placer sofocante. De sus recuerdos.
—¡Márchate! —dijo.
Y su voz tenía una vibración honda.
Como si la vida le fuera en ello. Como si la voz representara la vida, la amargura toda de aquella vida.
David no dijo nada.
Sus ojos la miraban fija y quietamente. Tal se diría que pretendía grabarla en su retina.
—Todo es inútil, ¿verdad? —dijo después—. Lo es y no te das cuenta de lo mucho de destructivo que tiene para los dos este encuentro, este revivir otros momentos. Para mí, porque siento con más fuerza lo que sentía antes. Para ti, porque ya no eres la misma y sientes que odias el amor que me tienes.
—¿Te asombra? —la voz de Marta era casi un gemido—. Di, di, ¿te asombra?
—Me desquicia.
—Y aún tienes derecho a decir que te desquicia. ¿Te desquicia mi negación, o el recuerdo de lo que yo haya hecho durante estos años?
—Marta, te gozas en humillarme, ¿verdad?
Hubo otro silencio.
Era duro todo.
Para ella, porque volvía a ser presente. Porque tal le parecía que el pasado no existía y, sin embargo, estaba allí plasmado, fijo, como clavado en la figura menos esbelta de David, en sus diminutas arrugas, en el cansancio de los ojos, en aquel rictus amargo de sus labios que se crispaban en las comisuras.
Hasta los besos eran distintos y, sin embargo, ella los había vivido como si todo empezara en aquel instante.
Era ella que no le perdonaba a David, que fuera el mismo. No obstante, de hecho fuese diferente y su madurez produjera en ella la misma emoción de la antigua inocencia.
Dio un paso atrás y quedó con la espalda pegada a la pared.
—Vete. David —dijo—. Vete, por favor.
—Y aunque me vaya, me da la sensación de que quedo dentro de ti. dentro de tu vida, de tus sentimientos.
Marta fue hacia la puerta, silenciosamente. y la abrió de par en par.
—Una cosa le quiero decir. Marta, y per dona la crudeza de mis palabras. Los sentimientos nos unen, de eso no cabe duda. Hemos estado sin vernos siete años, pero al vernos ahora, es como si no transcurriera ni un minuto. Eso es terrible, porque la conclusión de que es así, produce en mi más desazón que miedo. Y una cosa quiero decirte, Marta, es posible que en efecto, me marche y que no vuelva o que vuelva mañana o pasado, ¡no sé! Y no sé tampoco si un día no te pediré que me ames, que me aceptes en tu intimidad. Pero sé, a la vez, que aunque me aceptes no tendría valor para tomarte. O es que mi madurez me ha purificado, o es que te amo tanto y te necesito tamo, que te tengo miedo.
—Eso es todo. Yo también estoy segura de que sería así. Pero hay algo que no sabes aún. No te aceptaría en mi intimidad aunque para mi, ser luya significara la redención de todos mis grandes o pequeños pecados. No te daría ese goce. David. Sería… como una revancha a todo lo que he sufrido. Como un recoger la venganza y recrearme en ella.
—Eres muy dura.
—No me culpes a mí de ello.
—Pero, sin embargo, mis besos le emocionan como si tuvieras diecisiete años.
—Eso es contra lo que yo lucho.
—¿Y lo confiesas?
—¿Y por qué no? ¿Acaso dejo de ser mujer por confesarlo?
—Marta —la voz de David tenía una rara vibración—, siento como si tu sinceridad me desgarrara. Eso es lo que más me duele. Que no puedo echarle de mí de mis sentimientos, de mis necesidades físicas y morales.
—No te has dado cuenta aún de que ésa y no otra es mi revancha.
Mostraba la pena.
—Es decir, que jamás serás mi mujer.
—No lo seré.
—¿Por miedo, Marta? ¿Por miedo a mis dudas o por una venganza, que si bien merezco, no…?
—Por las dos cosas —le atajó ella.
Y como David ya estaba en el umbral, cerró la puerta y quedó pegada a la madera.
Oyó sus pasos.
Lentos. Podía contarlos. Uno, dos, tres…
Se iba. Mejor.
Para los dos, siempre mejor.
—Marta —decía Martina a media voz, desde el otro extremo del pasillo—. No sé si has hecho bien.
Lo había hecho.
Era demasiado todo aquello.
Demasiado escarnio. Demasiado evocar lo que nunca volvería a ser como antes.
Demasiado para ella que necesitaba evadirse, vivir tranquila. Olvidarse de que un día estuvo a punto de pillar la felicidad entre los dedos.
—Marta… estás llorando.
No quería llorar.
Hacía años que no lloraba. ¿Cuántos? ¿Cinco, dos? ¿Un mes?
—Me voy a la cama —dijo con voz temblona.
—María, ¿puedo ayudarte en algo?
Nadie podía ayudarla.
Se fue a su cuarto y se tiró en el lecho.
Fue cuando sonó el timbre del teléfono que tenía sobre la mesita de noche.
¿El?
Sus dedos temblorosos asieron el auricular.
—Diga… —silencio al otro lado—. Diga… diga…
Capítulo 13
Oía aquella voz ahogada y sus dedos, en el auricular, se crispaban más y más.
—Diga… diga… diga…
No diría nada.
Si pronunciaba una sola palabra estaba seguro de que ella le asociaría inmediatamente al hombre del anuncio.
Sería como delatarse, como demostrarle una vez más, pero burlona y descarnadamente. que no la recordó ni a la hora de buscar mujer para casarse, puesto que solicitaba esposa a través de un absurdo anuncio en un periódico.
—Diga… diga…
David, sentado en el borde del lecho de aquella fonda, miraba al frente. Tenía el ceño fruncido, una arruga crispada en las comisuras de sus labios. Y en la mirada, el apagón súbito de todas sus ilusiones que había deseado, y que poco a poco se iban muriendo una tras otra.
—Diga…
Colgó.
Quedó laso. Él buscaba el amor, el placer, el goce de cada día. Y cuando, por fin, decidió casarse, no se le ocurrió buscarla a ella. Apareció en su vida por casualidad, por azar; jamás supo que estaba allí hasta que oyó su voz a través del teléfono. Luego, entonces sí, el recuerdo de Marta existió en él, no fue en su cerebro concretamente, sino tan sólo en su subconsciente…
De súbito recordó a la mujer, la amiga de Marta que escribió la carta. Aceleradamente buscó en los bolsillos de la americana el número de teléfono. La mujer no tenía por qué saber que él se hallaba en el pueblo. Los teléfonos eran automáticos. De donde quiera que llamara, podía decir que se hallaba donde le diera la gana.
No sabía aún por qué de aquel interés en hablar con la amiga de Marta. ¿Para saber lo que aquélla no le dijo?
Sería absurdo.
Sabía de Marta cuanto se puede saber.
Casi inconscientemente se puso a marcar el número.
En seguida oyó la voz.
La voz de la amiga.
Sí, era fácil conocer una voz por teléfono, desfigurarla, incluso, pero no para Marta, si él le hubiese hablado momentos antes.
—Diga…
—Soy el señor del anuncio.
—¡Oh! —oyó la exclamación de María—, ¡Oh…!
—¿Por qué se asusta? ¿O es que sólo se asombra?
—Pues… —notaba el titubeo femenino. La imaginó joven. Por ahí, como Marta—. Verá, señor. Lo que yo hice me costó un gran disgusto. Mi mejor amiga es Marta, ¿comprende? Y estuve a punto de perder su amistad.
—Pero usted abogó por ella.
—Indebidamente, señor.
—¿Indebidamente?
—Yo creí que Marta estaba muy sola. Y su anuncio me gustó. No sé. Lo discutimos las dos… En realidad, fue ella quien vio el anuncio, primero. Quien me lo leyó a mí. Se reía. Yo pensé que el hombre que pedía esposa, bien podía amar a Marta… Marta es una mujer joven, bella, culta, sensible. Muy sensible, señor.
¡Que se lo dijeran a él!
—Pero ella no quiso saber nada conmigo —dijo en alta voz—. Verá, señora… Yo creo ser también un hombre sensible. Busco mujer, una esposa honesta que sepa comprenderme. Ya sé que es una forma algo infantil o si quiere mejor, estúpida, de buscar esposa. Pero soy hombre de negocios. Tímido, poco habituado a tratar mujeres. ¿Me comprende?
—Sí, sí, creo que le comprendo.
—Por favor, háblele a Marta —no supo por qué pedía aquello—. Dígale que soy un hombre dispuesto a ser feliz, y hacer feliz a mi esposa. Dígale que mi situación económica es estable. Que…
María le atajó:
—Marta no busca situación económica, señor, Marta tiene la suya. Su independencia, su libertad. Estoy por asegurar que es lo que más estima de sí misma, de su existencia. Yo no pensaba así cuando le escribí la carta. Se lo aseguro. Pensaba que Marta estaba muy sola, que los años pasaban, que merecía ser muy amada. Pero luego ella me demostró que es feliz como vive.
—Quisiera conocer el concepto que su amiga tiene del matrimonio.
—No cree que sea fundamental para la felicidad femenina y masculina.
—Tendrá sus amigos…
Lo dejó caer con cuidado. Mansamente.
Pero María no le entendió.
—Ella es así, señor. Lo siento. De todos modos, mañana cuando venga a tomar el té conmigo, intentaré sondearla…
—¿La llamo mañana, a esta hora?
—Un poco antes, por favor. Tengo que acostar a los niños, cosas que hacer. Ya sabe. Un poco antes, a las nueve, por ejemplo, estoy totalmente desocupada.
—De acuerdo. Por favor, abogue por mí. Dígale que soy un hombre joven aún, que deseo fervientemente hacer feliz a una mujer.
Se encontró mirándose a sí mismo con expresión pasmada. ¿Por qué lo hacía? ¿Es que acaso tenía él la ridícula esperanza de que así podría llegar mejor a Marta? Y para ser sincero…, ¿deseaba de verdad llegar a Marta?
—Te llamé a la oficina —le dijo Elvira, al verlo—, y me contestó tu secretario que estabas de viaje. Luego comenté con Ernesto lo de tu viaje, y él se rió mucho. Por lo visto, estuviste a verlo.
—El «charrán» de Ernesto siempre diciéndolo todo —farfulló—. Estuve de viaje, si. De viaje a cien kilómetros escasos de aquí… He venido a cambiarme de ropa, y pienso regresar para estar en ese pueblo a las nueve de la noche.
—Pero… ¿no te has dado a conocer a Marta? Si Ernesto dice…
—Ya sé que Ernesto lo dice todo.
—Cómo yo se lo digo a Ernesto.
—Esa es la causa de que yo ande buscando mujer, ¿te enteras? Vuestra auténtica felicidad me hizo pensar seriamente en mi soledad y quise llenarla. Y. ¡hala!, la patada en plena boca, en pleno estómago.
Elvira se inclinó un poco hacia adelante. Lo miró asombrada.
—Marta no… quiere —dijo sin preguntar—. No te perdona.
David, que se hallaba sentado, se levantó de un salto y fue al mueble-bar. Se sirvió una copa. La bebió de un trago.
—Pero Elvira, ¿no comprendes? Yo nunca engañé a Marta. Yo nunca dije que la amaba, no siendo cierto. Yo la quería en aquella época. La quería con toda mi alma, y si nuestro padre se queda destinado allí, yo me caso con Marta, y en paz. ¿Pero qué era yo, entonces? ¿No lo entiendes, mujer? ¿Qué podía yo ofrecerle? Además, era un inconsciente. Me olvidé de ella. Pero no temas, si Marta pidió al cielo un castigo para mi, ahí lo tiene. La tomo como es, con todo lo que haya o no haya hecho.
—Cálmate, anda. Hazme el favor de reflexionar un poco. Dime concretamente, si Marta te ha rechazado. Lo demás, lo dejo para ti y para ella y para vuestra mutua comprensión.
—Me ha rechazado, sí. Decididamente rechazado. Abierta y contundentemente rechazado.
—Entonces, olvídate de eso. Márchate de viaje. Es hora de que dejes tus negocios y te des una vueltecita por esos mundos de Dios. Deja el pasado a un lado y dedícate al futuro.
—Habla tú con Marta.
Así.
De súbito.
Elvira le miró, desconcertada.
David, desesperado, se sentó de nuevo.
Metió las dos manos entre las rodillas y apretó éstas con fuerza.
Elvira dijo, bajo:
—David… ¿la quieres hasta ese extremo?
—La quiero así. Sí. Para alejar las dudas. Para tomarla como es. Para hacerla como antes… ¿Entiendes? Vuelvo a repetir, y esta repetición me tiene loco, porque me la hago a mí mismo todos los días, que no la recordé. Lúcidamente, no la recordé. Concretamente, nunca la recordé. Alguna vez de pasada, pero nunca pensando en ir a por ella, en ir a buscarla, ¿entiendes? Y de repente la veo o la oigo. Porque lo primero que hice fue recordarla, al oír su voz. La evoqué tal como la quise, como la tuve. Elvira, entiende esto. Es humano que ocurran cosas así. Mis sentidos se alteraron, todas mis pasiones dormidas se despertaron. Todos mis deseos, mis ternuras, mis sentimientos, en un globo tal que me destrozaron. Eso es lo que pasó.
—Me asustas tanto… —dijo Elvira, aún con voz ahogada—. ¡Cómo me asustas, David! Nunca te vi así. Sólo cuando te escapabas por los prados y por los riscos, asiendo en tus dedos los juveniles dedos de Marta. Nunca sospeché que vuestras relaciones fueran…, fueran como sé ahora que fueron.
—¡También ésas son cosas humanas! —gritó David, palidísimo—. Suceden. No las buscas. Llegan, y cuando llegan sientes que te hacen feliz y las repites. Eso fue todo. Pero había más hondura de lo que yo pensaba, y ahora ya sé por qué a mis treinta y cuatro años sigo soltero. Yo la buscaba y no lo sabía.
—¡Calla, calla. David! Le hablaré yo. No sé qué voy a decirle, pero creo que debo decirle lo mucho que la quieres.
—Eso no es nuevo. Ya se lo he dicho.
—¿Entonces qué quieres de mi? ¿Qué quieres tú que le diga?
—Dile si ha amado a algún hombre, después de amarme a mí. Dile si ha sentido la necesidad afectiva de ser de otro hombre. Dile…
—¡Estás loco. David! Yo no puedo meter me en las intimidades de la vida de otra mujer, aunque sea la que tú amas.
Capítulo 14
Acababa de regresar de la escuela.
Eran escasamente las seis de la tarde. Estaba allí, hundida en un sofá cuan larga era, ante la chimenea encendida. Sentía frío y sabía que no lo hacía. Era el frío de dentro, como si el alma se le fuera filtrando por los huesos.
Tenía un libro en la mano, pero no leía. Se miraba a sí misma. Por dentro, no su físico. Lo sabía de memoria, pero por dentro no era tan fácil conocerse, aunque se tratara de su propia persona.
Se había ido, estaba segura. Regresaría a Madrid y no volvería jamás. Era lo mejor. Para ella, para él.
—Marta…
Ojalá nunca volviera. Ojalá…
—¡Marta! —gritó Martina.
Marta la miró, como si se tratara de un fantasma.
—Marta, te estoy llamando y no me oyes.
—¡Oh, perdona…!
—Es que te llaman por teléfono.
Se sentó en el diván.
Miró a Martina, interrogante.
—¿Quién?
—No lo dijo. Es una voz femenina. Una voz fina…, delicada.
—¿María?
—No.
Se fue poniendo en pie. Caminó hacia su pequeño despacho y se sentó tras la mesa. Asió el auricular y apoyó el codo en el tablero de la mesa.
—Diga —preguntaba, en el mismo momento en que Martina cerraba la puerta—. Diga… diga.
—Marta. ¿Eres Marta?
—Sí, pero…
—Ya sé, no me conoces. Después de tanto tiempo… Soy Elvira Fernández Escalante.
—¡Oh…!
—Dirás que soy una impertinente al atreverme a llamarte.
—No…, no…
Estaba como aturdida. Como ida. Como si su voz no le perteneciera.
Reaccionó. Intentó por todos los medios serenarse.
—Dime, Elvira. Sí que ahora recuerdo tu voz… Era así de pastosa… Así de tenue. Ya sé que te has casado, ya sé que tienes dos hijas…
—Y tú, Marta…
—Yo sigo aquí… Es decir, he recorrido muchos pueblos. Ya sabrás que soy maestra de escuela. Para el próximo año tal vez me marche a Madrid. Es posible que pueda solicitar escuela ahí. A decir verdad estoy un poco cansada de los pueblos. Viajo mucho, ¿sabes?
—Marta… es inútil. Te voy a hablar igual de lo que he decidido hablarte.
Quedó cortada.
—Hace un rato que David salió de aquí. Regresaba al pueblo.
—No… no sabía que había vuelto a Madrid.
—Sólo ha venido a verme… Está desesperado. No acabo de entender cómo pudo estar siete años esperándote, y a la vez llevarte tan dentro. Pero el destino, como siempre, suele jugar malas pasadas… ¿Quién iba a decirle a él que un anuncio en el periódico diera tales resultados?
¿Un anuncio?
¿El hombre del anuncio… era él?
Por eso su voz le parecía familiar, como de haberla oído poco tiempo antes… Pero… pero…
—María, ¿te has caído?
—No, no —su voz tenía un temblor convulso—. No, Elvira. Es que me resbaló… el codo. Lo tenía apoyado en la mesa.
—Ya se lo decía yo a David. Lo que menos él imaginó es que tu amiga iba a pensar en ti para el hombre del anuncio. Imagínate la sorpresa de David… Fue algo tremendo. Sorprendente.
No le cabía en la cabeza.
No entendía bien.
Oh, no, no, lo entendía todo perfectamente. El hombre del anuncio y David, era la misma persona, y María… ¡Bendita María! ¿Bendita? ¿Estaba loca? ¿Qué cosas pensaba?
—Así que no te extrañe que haya corrido a conocer a la maestra. No sé por qué sospechó. Bueno, eso ya te lo explicarla él. Fue de gracia. Ernesto y yo casi lloramos de risa, de emoción, porque nos dimos cuenta de que David, sin saberlo él mismo, buscaba en cada mujer a la muchachita que había querido y que no creía recordar. Pero, sin duda, la recordaba.
Guardó silencio.
Marta no respondía. Estaba allí, como aplastada contra la mesa, aún paralizada. ¿Cambiaba las cosas aquello? ¿Las cambiaba?
No, y sin embargo… cedía la dureza en sus sentimientos. Sentía que cedía. Era absurdo, pero era así.
—Marta… no me dices nada.
—Luego vendrá David… ¡Si dices que está camino de aquí!
—Sí, por supuesto…
—Hablaré de nuevo con él, Elvira. Tal vez… No sé… No sé. Ya veremos. Te llamaré mañana. Si vuelve por ahí, no le digas que has hablado conmigo.
—Te doy mi palabra. Pero, por favor…, ayúdale a encontrarse a sí mismo. Piensa en olvidar el pasado. Reanúdalo únicamente y piensa en el futuro. Que él olvide y que tú te olvides…
—Lo intentaremos, Elvira. Gracias por llamarme.
Colgó.
Quedó tensa.
De repente se puso en pie. Tenía que contárselo a María. Le diría… No sabía aún cómo se lo diría.
Los dos niños andaban por el pequeño jardín. y al ver a la señorita maestra corrieron hacia ella.
María los asió por un brazo.
—Te brillan los ojos Marta —le dijo, y mirando á sus dos hijos ordenó—: Estaos quietos. ¡Qué niños más revoltosos sois! Oye, Marta, pasa. Tengo que contarte algo. Ya sé que vas a decir que soy ridícula, pero hasta casi me emocioné ayer noche.
Marta iba a contárselo, pero nunca sabría decir por qué razón guardó silencio, esperando que María le contara lo que la había emocionado.
¿Tal vez Juan, al fin, había conseguido destruir la frigidez de María?
Pero la voz suave de María la sacó de dudas.
—Ayer noche, antes de que llegara Juan, me llamó, por teléfono, el hombre del anuncio.
Marta se tensó.
Pensó mucho en pocos segundos.
Infinidad de cosas.
Y estuvo a punto de decir muchas otras, pero al fin de cuentas no dijo nada, y miraba a su amiga como si talmente fuese un fantasma.
—¡Marta! —exclamó María, asombrada—. ¡Cómo me miras…!
Marta sacudió la cabeza.
—Sigue, ¿qué te ha dicho?
—Me pidió que hablase contigo, que te convenciese. Yo ya le dije…, ¡qué sé yo lo que le dije!, pero él insistía e insistía…
—Y tú te ofreciste a convencerme —dijo, suavemente.
María enrojeció.
—No, no. Le dije que no tenías un buen concepto del matrimonio. Cosas así. Ya sabes. La verdad, al fin y al cabo.
—Él te preguntaría si yo había tenido otros amores, ¿no?
—Pues… oye, parece que no te enfadas.
Marta se alzó de hombros.
—Te escucho únicamente. Sigue. María. ¿Te preguntó eso?
—No, no. Sólo me dijo que estaba solo, que si situación económica era estable. Yo le dije que a ti eso no te importaba en absoluto. Que tú también la tenías, pero que no pensabas casarte. Es decir, la cosa discurrió por ahí. De todos modos insistió mucho en llamarme hoy, para saber lo que tú me respondías.
—Dile que… lo estoy pensando.
María, sorprendida, dio un salto en el sofá.
—¿De veras? —Tenía expresión feliz—. ¿De veras, Marta, que vas a pensarlo?
—En realidad, mi soledad… Ya sabes. Yo creo que él tiene un poco de razón. El amor para mí, es tabú. Yo no creo en los grandes amores, ni en los chicos. Yo creo más bien en que dos personas de distinto sexo se gustan, se comprenden y basta. Atraerse es importante, por supuesto. Si él me gusta físicamente, ¿por qué no? Siempre será algo más potable que Germán. Y no creas, la situación económica también es importante. Se debe tener en cuenta.
—Marta —murmuró María, desilusionada—. Has cambiado.
—Los años. Yo digo que los años obligan a una a reflexionar. Lo extraño es que siendo tú una mujer incomprendida por tu marido, intentes casar a la gente por amor.
—Nada tiene que ver uno con el otro. Tengo amigas que son felicísimas y otras que les ocurre lo que a mí, pero ya te he dicho que una vive pegada y obligada a sus deberes y el que acierta, ¡mira qué bien!, y el que no acierta, pues se aguanta. No tiene más remedio. La sociedad está montada así.
Marta miró el reloj.
Se puso en pie.
—Tengo que irme. Hoy ni siquiera tomo el té contigo.
—Oye, ¿entonces qué le digo?
—Dile eso, que bueno, que me gustaría conocerle. Que, al fin y al cabo, su situación económica es sólida y si no es demasiado viejo y es relativamente atractivo… —se alzó de hombros—. Pues sí, que intentaré aceptar su proposición.
—Marta, ¿estás segura de que quieres que se lo diga?
—No le quites ni le pongas nada. Puedes añadir que me estoy cansando de ser soltera y que he tenido hace ya años un novio, que ahora, de repente, ha aparecido en mi vida y me está molestando de continuo para que continuemos nuestras relaciones.
María tenía los ojos tan abiertos como si le fueran a sallar de las órbitas.
Marta rió.
—Marta, ¡estás tan desconocida!
—¿Tú crees?
—Opuesta. Tú tan delicada, tan así…, de repente no te importa nada o no parece importante.
Marta iba hacia la puerta con andar elástico. Como si jamás cusa alguna le importara un pito.
—Una termina cansándose de ser espiritual, chica. Tú le dices eso. ¿Eh? Lo del no vio se lo dices muy clarito. Si aun con el lastre de ese amor me acepta, que vaya a mi casa.
—Marta, Marta… ¡qué distinta estás hoy de otros días!
Claro. La cosa no era para menos… Diente por diente. La ley del Talión. Pero… ¿iba a servir de algo darle aquel golpe bajo a David?
Capítulo 15
Vio su auto color mostaza detenido ante su chalecito.
Y vio asimismo la ventana del saloncito iluminada. Imaginó a David perdido en un sillón, teniendo enfrente a Martina. ¡La buena y querida Martina!
¡Qué cosas más raras ocurrían! ¿Quién iba a decirle a David que la amiga, aquella solitaria maestra de escuela, era la chica de las coletas, la muchachita ingenua que creyó en él?
Absurdo.
Él no la buscaba, pero la encontró. Eso era lo más raro, lo más terrible y lo más sublime.
No apretó el paso.
Se diría que, al contrario, lo acortaba. No sabía qué iba a decirle a David. Por supuesto que sabía lo ocurrido, no.
Y se preguntó cómo fue tan ingenuo David que al hablarle a su hermana de ella, se olvidó de advertirle que ella, Marta, no lo relacionaba en absoluto con el hombre del anuncio. No lo concebía.
Entró en la casa y, como siempre, preguntó desde el perchero, al tiempo de colgar el abrigo:
—Martina, ¿estás ahí?
—Sí. Ha… llegado David.
—Ya vi su coche.
Y al tiempo de decirlo entraba en el saloncito.
—¡Hola, David! Pensé que te habías ido del pueblo.
—Fui y volví —dijo él, poniéndose en pie.
Marta le miró casi divertida.
—Has rejuvenecido —dijo—. ¿Y eso, David? ¿Dónde has dejado tus clásicos trajes grises, o marrones, o azules? Es la primera vez que te veo con un polo de cuello alto y con una zamarra de ante. Chico, estás más atractivo.
David notó que se burlaba de él. Que lo hacía sin saña, pero lo hacía. Incluso, oyéndola a ella, que al fin y al cabo no decía más que la verdad, sentía como se le coloreaban las mejillas.
—Hoy soy tu mono, ¿verdad, Marta?
—No, hombre. Es que me hace gracia —iba de un lado a otro del saloncito, bajo los pensativos ojos de Martina, ¿qué le pasaba a Marta? ¿Estaba distinta? ¿Mejor? ¿Peor? No lo sabía, pero distinta sí que lo estaba, y el pobre David estaba que casi no cabía en sí de ira y de humillación—. De repente te has dado cuenta de que tus trajes clásicos ya sólo se los ponen los políticos y los grandes hombres de negocios.
—Marta —reconvino Martina—, deja a David en paz.
—¡Oh!, es verdad que estás ahí, Martina. ¿Por qué no hacemos como el otro día y le ofreces a David la cena? Yo tengo apetito…
Martina giró sobre sí, diciendo:
—La dispongo en un instante. Siéntate, David, y no le hagas mucho caso. Hoy parece que tiene ganas de fastidiar a todo el mundo.
Dicho lo cual se perdió en la cocina y cerró la puerta.
Marta, entonces, miró a David.
—Perdona. No intento burlarme de ti —dijo, indiferente—. Es que me haces gracia.
—Pues ya ves, no soy gracioso. Nunca he sido demasiado gracioso. Oye. Marta, vengo a hablarte otra vez. Ayer noche, cuando me marché, te llamé por teléfono.
—Lo sé —dijo ella, y se puso de espaldas sirviendo el whisky—. ¿Quieres hielo? —preguntó como si antes no dijera nada.
—Así, solo. ¿Por qué lo sabes, si no pronuncié palabra?
Estaba tras ella. Marta manipulaba en el bar.
—Lo sé porque nadie me llama a esas horas.
—¿A otras, si?
—Puede.
Las dos manos de David cayeron en los hombros de Marta. Metió la cabeza en su cuello.
—Marta, podíamos hablar de nosotros. Podías permitirme que le dijese… todo lo que intentaba decirte ayer por teléfono y no pude decirte… No me atreví a decirte.
Marta sentía la sangre como si le diera saltos por todo el cuerpo.
La voz de David, la voz de antes, cuando al principio intentaba convencerla, la voz suave que luego prometía. La voz que le decía cosas. ¡Mil cosas!
—Marta, no me oyes.
Lo sentía y lo oía.
Lo sentía pegado a ella por la espalda, sus manos, arrugándose, oprimiéndole los hombros.
Sentía su aliento quemarle la mejilla. Sentía sus labios rodar por su cara.
—Para. David. Para, te digo…
Fue a girar sobre sí.
Los dos vasos se quedaron en alto. David la apretó por la cintura.
—David… deja.
Ojalá pudiera.
Le buscó la boca. Así. Sintió que ella abría la suya.
Fue de locura.
La besó como un loco. Se apoderó de sus labios y estuvo así…
—Marta.
Marta se deslizaba de sus brazos.
Tenía aún los dos vasos en las manos.
Le miraba. Le decía, como si no fuese casi poseía minutos antes.
—Tu whisky, David.
Este lo cogió entre sus manos y exclamó:
—¡Maldita sea! —gritó él—. ¡Maldita sea! ¿Qué tipo de mujer eres? ¿Por qué has cambiado tanto? ¿Por qué has de ser así de incitante y luego…, luego…?
Le arrebató un vaso de la mano y lo bebió de un golpe.
—¡Maldita sea! —murmuró otra vez—. ¡Maldita sea…!
Mana estaba al otro extremo del saloncito.
Parecía tan ausente y tan lejana y tan allí al mismo tiempo, que David sintió de súbito una exasperación indescriptible.
Furioso, fue hacia el bar y se sirvió de nuevo el dorado licor amargo.
Lo bebió de un trago.
Apretó los labios.
—O muy habituada estás a amar o mentir amor, o…
—Ya hablamos de eso en otra ocasión, David. Y no creo que ni a ti ni a mí nos haya dado gran resultado. A mí no me interesa nada de oír lo tengas que decirme referente a tu pasado con otras mujeres. Yo he vivido mi vida y puede que no lo creas, pero intenté enamorarme miles de veces sin conseguirlo. Tampoco creerás si te digo que si bien he sido amiga de muchos hombres, nunca he llegado a la intimidad con ellos. Y no te digo esto para tranquilizarte. Allá tú y lo que pienses.
—Has sido besada por muchos hombres —dijo él entre dientes.
—Mira. David, todo eso es ridículo. Pues claro que sí. Incluso estuve a punto de casarme con un inglés. Pero me resultaba tan rubio y tan pecoso, que un buen día me fui y le dejé plantado.
—Como yo a ti.
—Peor —dijo ella, con sequedad—. ¿Quieres hacer el favor de tirar de la punta de ese mantel? Gracias. Te digo peor, porque yo no había destruido la vida de aquel hombre. Ni él estaba tan seguro de amarme a mí, como para que mi huida le traumatizara. Él me deseaba, como me desean muchos otros, como me deseas tú mismo.
—Yo te amo.
—Y me deseas —le cortó ella.
—¿Qué es el amor sino deseo?
—Lo has dicho muy claro. Mira, viene Martina. Y no pongas esa expresión feroz. Me importa un pito. David. Ya no hay más explicaciones ni sobre mi pasado ni sobre mi futuro. Es más, posiblemente me case.
—¿Qué?
—Todo depende de que un hombre me guste lo bastante. El amor, para mí, ya es un cuento tártaro. Mi aparición, para ti fue una revelación del pasado. Para mí, fue enterrarlo. ¿Te das cuenta de la diferencia?
Martina, plantada en la puerta, dijo, enojada:
—¿Aún seguís discutiendo? Tengamos la fiesta en paz y sentaos a la mesa.
Los dos obedecieron.
Uno de cada lado de la mesa y Martina en medio, fue una comida tan silenciosa como aquella otra.
Casi en seguida de comer. David dijo que se iba.
—Acompáñalo a la puerta, Marta.
La aludida caminó delante de él.
Tan aturdido estaba que se iba sin ponerse el loden.
—Te dejas tu única prenda moderna, David —rió Marta, divertida.
—¡Oh!
—Aunque hoy —siguió la joven con acento jocoso— estés como un «ligón» de esos que se pasean por las calles, esperando la primera oportunidad.
David soltó el abrigo que ella le daba.
El loden cayó al suelo, y como un energúmeno, en aquella oscuridad, David la asió por un brazo, tiró de ella y antes de que la joven pudiera decir nada la prendió con los brazos contra todo su cuerpo.
La estrujaba con ira. Se diría que, a la par que se destrozaba él, pretendía destrozar la a ella.
Pero el cuerpo de Marta era blando y suave, se dejaba apretar. Él dijo algo entre dientes. Algo terrible.
Y después le tomó la boca en la suya.
No supo, eso sí, que Marta no le huía.
¿Qué tipo de mujer era Marta? ¿Qué tipo de pasiones sentía? ¿Y cómo las manifestaba? ¿Acaso era aquélla su venganza?
¿Darse, para luego negarse?
¿Incitarle para luego destruirle?
—Eres una…, una…
No pudo terminar.
La miraba a los ojos.
Al no hablar la mirada femenina, otra vez, como loco, prendió su boca en la de ella y sus dedos la apretaron y su cuerpo se perdió en el suyo hasta que de súbito, Marta le empujó:
—Eres un…
—¡Como tú! —gritó—. ¡Igual que tú…!
Se zaherían. Se destruían.
Y él no podía decir lo que pensaba ni lo que sentía.
No podía permitir convertirse en un muñeco endeble, por su culpa.
No era un «machista» ridículo, pero era un hombre y a su lado se sentía en contraste, más hombre que nunca, y es porque ella era una mujer de verdad. Una mujer lastimada que hería tanto más de la medida en que ella fue herida.
Por eso huyó.
Capítulo 16
Dígame.
—María. Soy el hombre del anuncio.
—¡Oh, sí! —se agitaba María, al otro lado—. He hablado con Marta. Sí, creo que acepta.
David dio un respingo.
¿Qué decía aquella mujer?
—Señor, ¿me oye? ¿Le ocurre algo?
¿Ocurrirle?
Todo.
¿Cómo podía aceptar Marta al hombre del anuncio, si minutos antes estuvo en sus brazos, perdida en ellos con goce, con placer, con ansiedad? ¿O qué pasaba allí? ¿Qué tipo de mujer había hecho él de aquella dulce y confiada Marta?
—¡Señor…! —exclamaba María, asustada—, ¡Señor…!
David se repuso.
Pasó los dedos por el pelo.
—Perdone, diga, diga…
—Verá. María me dijo que si usted tenía una posición económica sólida, que era cosa de pensar.
—¿Cómo?
—¿Le ocurre algo, señor?
—No. no. Perdone. Continúe…, por… por favor.
—Verá, es que dijo también que tenía aquí a su novio. Un novio que tuvo ella hace años y le aseguro que sobre esto insistió mucho. Dijo que no fuese luego a buscar usted cinco pies al gato o algo así. Es decir, que ese novio le está dando mucha lata y que a ella le cae gordo. ¿Dijo gordo? Sí, sí, pues dijo gordísimo. Esa fue la palabra. Luego dijo que no es porque fuese gordo, sino que a ella le cansaba. De modo que yo creo que éste es un buen momento, señor. Dijo que esperaba que fuese atractivo; que ella estaba un poco cansada de estar tanto tiempo sola y que el amor, como para ella no tenía demasiada importancia…
María tomó aliento.
Esperaba que él dijera algo. Pero como pasaban los minutos y David no sabía abrir la boca o la tenía ya del todo abierta, María insistió:
—Señor, ¿me ha oído bien?
—No. Es decir, si, si. Diga, diga.
—Es que creo que ya se lo he dicho todo, señor. Añadió Marta cuando ya se iba, que si estaba dispuesto a casarse, pues que pasara por su casa. Eso es todo lo que ha dicho.
—¿De verdad?
—Pues sí, señor.
—Gracias.
—¿Se casará con ella, señor?
—Desde luego.
—Ya le he dicho lo del novio, ¿eh? Marta insistió mucho en que se lo dijera.
—Y no le habló de otros novios.
—No, de otros no. Sólo de ése. Me pareció que le caía muy mal. Que la tenía muy cansada.
—Gracias.
Y cortó. Quedó mirando al frente.
Jadeante. Furioso. De modo que…
¡Ah, pues no! Claro que no.
¡Vaya plancha la de Marta cuando él llegara y le dijera que era el tipo del anuncio! Se morirla de vergüenza. Porque él iba en aquel momento. No fallaba más. En aquel mismísimo momento iba a poner a Marta colorada.
Que se riera después de él. Le diría:
«Mira rica, éste soy; el tipo del anuncio. ¿Qué te parece?» Y luego se iría.
Pero… ¿podría irse?
De modo que para ella el amor era una cesta de mimbre o algo parecido. ¿Entonces qué era? ¿Sólo una erótica repugnante?
Pues vería. Claro que vería.
Diente por diente… ¡Vaya que sí…!
—¿No te acuestas, Marta?
—No, Martina, pero tú si puedes irte a la cama.
—Es algo pronto, ¿no?
—Un poco, si. Pero yo espero visita de un momento a otro.
Martina abrió los ojos como platos.
—¿Visita?
—A David.
—¿Qué?
—Me voy a casar con él, Martina.
—Dios nos ampare. ¿De verdad, de verdad?
—De verdad. Pero ahora vete a la cama. O yo no conozco a David o está a punto de llegar y, si oyes que nos pegamos, te aguantas en tu cuarto.
—¿Qué? ¿Que os vais a pegar?
Marta rió.
Una risa diáfana.
Parecía la risa de la chiquilla de antes.
La que se iba por los riscos y los prados asida de la mano del gandul de David Fernández.
La chiquilla confiada, que aún esperaba sus cartas.
La que era aún, cuando las esperaba.
—Marta… ¿he entendido bien?
—Es un juego, Martina —dijo con voz tenue, profunda, emocionada—. Ya estuvo bien. Te digo que ya estuvo bien. Si para él soy necesaria, él, para mí, es la propia vida. ¿Lo entiendes, verdad? Pues eso. Pero vendrá peleón. Te digo que le di un golpe en el bajo vientre y vendrá dispuesto incluso a matarme.
Martina, asustada, sin comprender nada, se fue a su cuarto y sintió, de inmediato, el prolongado timbrazo. Era un timbrazo bestial. Sin duda tenía razón Marta. David llegaba peleón, dispuesto a comerse cruda a la gente.
Marta, en el saloncito, en aquel momento se ponía en pie.
Se iba hacia el pasillo.
Y abría la puerta.
Un huracán pareció entrar dentro.
Pero Marta hizo que no lo veía, y riendo dijo:
—Ah, vienes a por el loden. Es una prenda preciosa. Me gustan estas prendas masculinas. Te da un aire de cazador.
—Marta, tu amiga María —la voz de David parecía un trueno estallante—, me dijo que estabas dispuesta a casarte conmigo. Es que yo soy el hombre del anuncio.
Marta quedó tan fresca.
Le miraba entre sonriente y diáfana. Una diafanidad que a David se le antojó extraña. ¿Qué pasaba allí?
—Bueno, David, pues si eres el hombre del anuncio…, ¿qué quieres que te diga? ¿De modo que buscabas mujer así, por las buenas, de una forma tan… absurda?
Toda la ira de David se desplomó.
Se dio cuenta.
Ella lo sabía.
Pero… ¿quién podía habérselo dicho?
Se acercó despacio. La miraba muy fijamente.
—Te llamó Elvira.
—Sí —dijo Marta, con simplicidad.
—¡Qué burro soy! ¡Pero qué burro! No le advertí que tú no sabías…
Guardó silencio.
Marta tenía la expresión de niña.
De niña dulce, de niña ingenua. Pero era una mujer. Una mujer apasionante, vehemente, incitante.
Era una niña como entonces, con diez años más. Tres de experiencia, siete de soledad. Y era suya. Iba a ser su mujer. De eso no cabía duda.
La atrajo hacia sí. En silencio. Sin decir palabra. Ni uno ni otro sabían decir nada. ¡Nada! Se miraban.
—Marta…
No más. Eso sólo.
Marta se apretó contra él.
Le rodeó la espalda con los dos brazos, alzada la cabeza.
—Has ganado tú —dijo—. Has ganado. Por mucho que quise apartarte de mí, has ganado.
—Hemos…, hemos…
La besaba.
Plenamente. Largamente.
Como si la vida empezara allí, y acabara allí. Y todo se centrara en aquel instante.
Los labios se abrían, se entregaban. Se apasionaban. Se reconocían…
—Mar…
—¡Calla!
—Es que…
—No.
—No sabes lo que voy a decirte.
Lo sabía.
Sabía lo que él sentía.
Lo que sentía ella.
Como despertar de un letargo, y volver a vivir y volver a actualizar el pasado y desear ambos las mismas cosas, las mismas caricias, los mismos deseos, los mismos besos abiertos, hondos, calantes…
—¡Vete! Vuelve mañana. Nos casamos mañana.
—Hoy. Ahora.
—Mañana. David. Por…, por favor.
—¿Lo deseas?
Se apretó contra él.
Sólo un momento. Bastaba aquello. Él ya sabía.
Sabía ella.
Sabían los dos.
—David…, vete.
—¿Lo deseas?
—No, pero vete ahora. Mañana nos casamos.
—Hoy, ahora, te digo…
Le empujaba. Su voz, la de ella, sonaba suplicante.
—Si me lo pides, te quedas. Y no quiero. No he vivido nunca con ningún otro. Han pasado cosas. Esas cosas que pasan entre hombre y mujer. Lo tuyo y lo mío, sólo entre los dos. Pero ahora no… ¡No!
La dejaba.
Costaba, pero la dejaba.
Era la primera vez que ella se lo pedía casi sollozando, débil, deseando todo lo contrario.
Pero ahora eran un hombre y una mujer, y él se comportaba como hombre, y ella como mujer.
—Mañana. Nos casamos mañana. Te digo…
—Sí, sí.
Pero seguía hurgando en sus labios.
Allá arriba. Martina se preguntaba por qué había aquel silencio.
Después oyó un portazo.
Y luego asomó su blanca cabeza por la escalera.
Y respiró.
—Marta.
Marta estaba llorando y decía:
—Mañana nos casamos. Martina. ¡Mañana!
—Sí. Marta, si. Mañana. Dios es bueno. Marta. Dios es bueno.
Ella no decía nada. Estaba allí, pegada.
Fin
No te buscaba (1983)
Incluido en el dueto “No te buscaba / Mis pretendientes”
Título Original: No te buscaba (1983)
Editorial: Bruguerra S.A.
Sello / Colección: Corín Tellado 6
Género: Contemporáneo
Protagonistas: David Escalante y Marta Fernández Gordon