Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.
Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.
Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.
FUNCIONAMIENTO
Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.
Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.
Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.
Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.
Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.
Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.
Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.
Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.
Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.
Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.
Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.
Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.
La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .
La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.
La sección POST, es donde está situada la publicación.
Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.
Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".
Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.
Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
MÁS COLORES
Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.
Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.
Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".
FUNCIONAMIENTO
En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".
En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.
Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.
ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO
Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.
ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS
Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.
COPIAR UN COLOR
Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.
COLOR MANUAL
Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.
GUARDAR COLORES
Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.
El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".
Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.
Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.
A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.
ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS
Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".
Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.
Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.
No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.
Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.
Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".
Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.
Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.
No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.
Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.
SETS PREDEFINIDOS DE COLORES
Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".
SETS PERSONAL DE COLORES
Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.
Tip
Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.
Nota
- No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
- Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.
OBSERVACIONES
- En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.
- En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.
- Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".
- Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.
- No permite copiar de un estilo o usuario a otro.
- El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.
- Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
ERUCTOS BOVINOS La Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos dio 500,000 dólares a la Universidad Estatal de Utah para equipar a unas vacas con aparatos que miden la cantidad de metano que los animales expelen al eructar. La subvención también permitirá a la universidad ampliar un estudio similar, financiado con 300,000 dólares de la agencia, cuyo propósito es averiguar si los eructos de las vacas contribuyen al calentamiento del planeta. —AP
El juez Comyn se acomodó en el asiento del rincón del compartimiento de primera clase, desplegó el Irish Times del día, miró los titulares y lo dejó sobre su regazo.
Ya tendría tiempo de leerlo durante el largo viaje de cuatro horas hasta Tralee. Observó perezosamente a través de la ventanilla el bullicio de la estación de Kingsbridge en los minutos que precedían a la salida del tren de Dublin a Tralee, que le llevaría descansadamente a su destino en la ciudad principal de Country Kerry. Confió vagamente en que tendría el compartimiento para él solo y podría dedicarse a repasar sus papeles.
Pero no fue así. Apenas había cruzado esta idea por su cabeza cuando se abrió la puerta del compartimiento y alguien entró en el mismo. El juez se abstuvo de mirar. La puerta se cerró y el recién llegado arrojó una maleta sobre la rejilla. Después, el hombre se sentó frente al juez, al otro lado de la lustrosa mesita de nogal.
El juez Comyn le echó una mirada. Su compañero era un hombre bajito, insignificante, de cabellos rubios erizados y revueltos y con los ojos castaños más tímidos y tristes que pudiera imaginarse. Llevaba un traje grueso y peludo, con chaleco haciendo juego y corbata de punto. El juez pensó que debía tener algo que ver con los caballos, aunque quizá no fuera más que un oficinista, y volvió a mirar por la ventanilla.
Oyó la llamada del empleado de la estación al conductor de la vieja locomotora que resoplaba en algún lugar, sobre la vía, y después el estridente ruido de su silbato. Pero, cuando la máquina bufó con fuerza y el vagón empezó a moverse hacia delante, un hombre gordo y enteramente vestido de negro pasó corriendo por delante de la ventanilla. El juez oyó el crujido de la puerta del vagón al abrirse a pocos pasos de distancia, y el ruido de un cuerpo al saltar sobre el pasillo. Segundos después, con gran acompañamiento de jadeos y bufidos, el negro personaje apareció en la puerta del compartimiento y se dejó caer, aliviado, sobre el asiento del rincón más lejano.
El juez Comyn miró de nuevo. El recién llegado era un cura de rostro colorado. El juez volvió a mirar por la ventanilla; habiendo sido educado en Inglaterra, no deseaba entablar conversación.
—¡Por todos los santos! Lo ha pillado por los pelos, padre -oyó que decía el pequeñajo.
Hubo más resoplidos por parte del de la sotana.
—Me llevé un buen susto, hijo mío -respondió el cura.
Por fortuna, guardaron silencio después de esto. El juez Comyn observó cómo se perdía de vista la estación y era sustituida por las desagradables hileras de casas tiznadas de humo que, en aquellos tiempos, constituían los suburbios occidentales de Dublín. La locomotora de la «Great Southern Railway Company» adquirió velocidad, y se aceleró el compás del golpeteo de las ruedas sobre los raíles. El juez Comyn levantó su periódico. El titular y el artículo de fondo se referían al Primer Ministro, Eamon de Valera, que el día anterior había prestado pleno apoyo a su ministro de Agricultura en la cuestión del precio de las patatas. Al pie de la página, una breve noticia daba cuenta de que un tal señor Hitler se había apoderado de Austria. El director, pensó el juez Comyn, tenía un concepto definido de las prioridades. Poco más había de interés en el periódico y, al cabo de cinco minutos, lo dobló, sacó un fajo de documentos legales de su cartera y empezó a hojearlos. Los verdes campos de Kildare desfilaron al otro lado de las ventanillas al alejarse el tren de la ciudad de Dublín.
—Señor -dijo una voz tímida delante de él.
«¡Vaya! — pensó-, ahora tiene ganas de hablar.» Su mirada se encontró con los ojos perrunos y suplicantes del hombre que tenía enfrente.
—¿Le importaría que usase una parte de la mesa? — preguntó el hombre. —En absoluto -dijo el juez. —Gracias, señor -contestó el hombre, con perceptible acento del sur del país.
El juez volvió al estudio de los papeles relativos a un complicado pleito civil que tenía que fallar en Dublín a su regreso de Tralee. Confiaba en que la visita a Kerry, que realizaba para presidir, como juez transeúnte, las vistas trimestrales, no ofrecería tantas complicaciones. Sabía, por experiencia, que los pleitos rurales eran muy simples, aunque los jurados locales dictaban casi siempre unos veredictos asombrosamente faltos de lógica.
No se molestó en mirar cuando el hombrecillo sacó una baraja de naipes no demasiado limpios y dispuso algunos de ellos en columnas para hacer un solitario. Sólo un poco después le llamó la atención una especie de cloqueo. Levantó de nuevo la mirada.
El hombrecillo se mordía la lengua, como sumido en honda concentración -y esto era lo que había producido aquel ruido-, y contemplaba fijamente las cartas descubiertas al pie de cada columna. El juez Comyn observó en seguida que un nueve rojo no había sido colocado sobre un diez negro, a pesar de que ambas cartas estaban a la vista. El hombrecillo, que no había advertido la coincidencia, sacó tres cartas más. El juez Comyn contuvo su irritación y volvió a sus papeles. No cuentes conmigo, dijo para sus adentros.
Pero hay algo hipnótico en los solitarios, sobre todo cuando el que los hace juega mal. Al cabo de cinco minutos, el juez había perdido todo su interés por el pleito civil y miraba fijamente las cartas descubiertas. Por último, no pudo aguantarse más. Había una columna vacía a la derecha y, en la columna tercera, un rey descubierto que hubiese debido pasar al espacio libre. Tosió. El hombrecillo le miró, alarmado.
—El rey -dijo amablemente el juez-. Debería ponerlo en el espacio libre.
El jugador de cartas bajó la mirada, vio la oportunidad y movió el rey. La carta que volvió después resultó ser una reina, y la puso sobre el rey. Antes de terminar, había hecho siete movimientos. La columna que había empezado con el rey terminaba ahora con un diez.
—Y el nueve rojo -dijo el juez-. Puede ponerlo encima.
El nueve rojo y sus seis cartas siguientes pasaron sobre el diez. Ahora podía descubrirse otra carta; salió un as, que fue colocado en su sitio.
—Me parece que lo va a sacar -dijo el juez. —Oh, no, señor -repuso el hombrecillo, sacudiendo la cabeza de ojos tristes de sabueso-. Todavía no he sacado uno en mi vida. —Siga jugando, siga jugando -dijo el juez Comyn con creciente interés.
Y, con su ayuda, el hombrecillo sacó el juego y se quedó mirando con asombro el problema solucionado.
—Ya lo ve; lo ha sacado -dijo el juez. —Gracias a la ayuda de Su Señoría -contestó el hombre de ojos tristes-. Es usted muy hábil con las cartas, señor.
El juez Comyn se preguntó si el hombre de los naipes podía saber que él era juez, pero en seguida pensó que sólo había usado un tratamiento común en aquellos tiempos en Irlanda, cuando alguien se dirigía a una persona merecedora de cierto respeto.
Incluso el sacerdote había dejado a un lado su libro de sermones del difunto y gran cardenal Newman, y estaba mirando las cartas.
—¡Oh! — exclamó el juez, que jugaba un poco al bridge y al póquer con sus compañeros del «Kildare Street Club»-. No soy buen jugador.
En su fuero interno, sostenía la teoría de que teniendo una buena mentalidad jurídica, con dotes de observación y deducción, y buena memoria, siempre se podía jugar bien a las cartas.
El hombrecillo dejó de jugar y repartió distraídamente manos de cinco cartas, las cuales examinó antes de recogerlas. Por último, dejó la baraja y suspiró.
—Es un largo viaje hasta Tralee -dijo, reflexivamente.
Más tarde, el juez Comyn no pudo recordar quién había pronunciado exactamente la palabra póquer, pero sospechaba que había sido él mismo. Sea como fuere, tomó la baraja y se dio unas cuantas manos, advirtiendo, con satisfacción, que una de ellas era un ful de sotas y dieces.
Con una media sonrisa, como asombrado de su propio atrevimiento, el hombrecillo se dio cinco cartas y las sostuvo delante de él.
—Le apuesto, señor, un penique imaginario a que no coge usted una mano mejor que ésta. —De acuerdo -dijo el juez, tomando cinco cartas y mirándolas.
No era un ful, sino una pareja de nueves.
—Veámoslo -dijo el juez Comyn. El hombrecillo asintió con la cabeza. Descubrieron las cartas. El hombrecillo tenía tres cincos. —¡Ah! — exclamó el juez-. Pero yo no he pedido cartas, como podía haber hecho. Probemos otra vez, amigo.
Volvieron a dar. Esta vez, el hombrecillo pidió tres cartas, y el juez, dos. Ganó el juez.
—He recobrado mi penique imaginario -dijo. —En efecto, señor -convino el otro-. Tenía un buen juego. Tiene usted buena mano para los naipes, cosa que no puedo decir de mí. Lo vi en seguida. —Sólo se trata de razonar un poco y de calcular el riesgo -le corrigió el juez.
Llegados a este punto, se presentaron, declarando sólo el apellido, como solía hacerse en aquellos tiempos. El juez omitió su título, presentándose sólo como Comyn, y el otro dijo que se llamaba O'Connor. Cinco minutos más tarde, entre Sallins y Kildare, iniciaron un póquer amistoso. Cinco cartas cubiertas parecía el sistema más adecuado, y así se acordó tácitamente. Desde luego, no jugaban con dinero.
—Lo malo es -dijo O'Connor después de la tercera mano- que nunca recuerdo lo que ha apostado cada cual. Su Señoría tiene buena memoria. —Ya sé lo que vamos a hacer -dijo el juez, sacando de la cartera de mano una caja grande de cerillas.
Le gustaba fumar un cigarro después del desayuno y otro después de comer, y por nada del mundo habría usado un encendedor de gasolina para un cigarro habano de cuatro peniques.
—Una magnífica idea -dijo O'Connor, maravillado, mientras el juez repartía veinte cerillas para cada uno.
Jugaron una docena de manos, bastante interesantes, y quedaron más o menos empatados. Pero es aburrido jugar al póquer entre dos, pues, si uno tiene una mano pobre y quiere «pasar», el otro no puede hacer nada. Justo al salir de Kildare, O'Connor preguntó al cura:
—Padre, ¿no quiere usted jugar con nosotros? —¡Oh, no! — respondió, riendo, el rubicundo sacerdote-. Soy muy malo para las cartas. Aunque -añadió-, he jugado un poco al whist con los muchachos, en el seminario. —Es el mismo principio, padre -dijo el juez-. Una vez aprendido, ya no se olvida. Cada cual recibe una mano de cinco cartas; si no le satisfacen las que tiene, puede pedir otras nuevas hasta cinco. Entonces, hace su apuesta, según la calidad de sus naipes. Si tiene un buen juego, puede aumentar la apuesta de los otros; si no, puede pasar y tirar las cartas. —No me gusta apostar -dijo, vacilando, el cura. —Sólo son cerillas, padre -repuso O'Connor. —¿Y hay que hacer bazas?-preguntó el sacerdote.
O'Connor arqueó las cejas. El juez Comyn sonrió, con aire protector:
—No se recogen bazas -dijo-. La mano que usted tiene se aprecia según una escala fija de valores. Mire...
Hurgó en su cartera y sacó una hoja de papel en blanco. Después sacó del bolsillo interior un lápiz de oro y con muelle. Empezó a escribir en la hoja. El cura se endino para mirar.
—Lo más valioso es la escalera real -explicó el juez-. Esto quiere decir tener cinco cartas seguidas del mismo palo y encabezadas por el as. Como deben ser seguidas, esto significa que las otras cartas deben ser el rey, la dama, la sota y el diez. —Sí, claro -dijo cansadamente el cura. —Después viene el póquer, o sea, cuatro cartas del mismo valor -dijo el juez, escribiendo la palabra debajo de la escalera real-. Esto quiere decir cuatro ases, cuatro reyes, cuatro damas, cuatro sotas y así sucesivamente hasta cuatro doces. La quinta carta no importa. Y, desde luego, cuatro ases son mejores que cuatro reyes y que cualquier otro cuarteto. ¿Entendido?
El cura asintió con la cabeza.
—Entonces viene el ful -dijo O'Connor. —No exactamente -le corrigió el juez Comyn-. Entonces viene la escalera de color, amigo mío.
O'Connor se golpeó la frente, como reconociendo su propia estupidez.
—Es verdad -dijo-. Mire, padre, la escalera de color es como la real, salvo que no está encabezada por el as. Pero las cinco cartas deben ser del mismo palo y seguidas.
El juez anotó la descripción bajo la palabra «póquer».
—Ahora viene el ful que decía Mr. O'Connor. Se compone de tres cartas del mismo valor, y dos de otro valor, o sea cinco en total. Si hay tres dieces y dos damas, se llama ful de dieces y damas.
El sacerdote asintió de nuevo.
El juez continuó la lista, explicando cada combinación: «color», «escalera», «trío», «doble pareja», «pareja«o el «as» como carta más alta.
—Ahora bien -dijo, cuando hubo terminado-, es evidente que una pareja o sólo un as, o una mano de cartas que no liguen entre sí, son juegos tan pobres que no hay que apostar con ellos.
El padre miró la lista.
—¿Puedo guiarme por esto? — preguntó. —Desde luego -dijo el juez Comyn-. Guárdese la lista, padre. —Bueno, ya que sólo jugamos con cerillas... -dijo al sacerdote, preparándose a jugar.
A fin de cuentas, los juegos de azar amistosos no son pecado. Sobre todo, jugando con cerillas. Repartieron éstas en tres montoncitos iguales y empezó el Juego.
En las dos primeras manos, el cura pasó en seguida y observó las puestas de los otros. El juez ganó cuatro cerillas. En la tercera mano, el semblante del cura se iluminó.
—Esto es bueno, ¿verdad? — preguntó, mostrando su mano a los otros dos.
Y era bueno: un ful de sotas y reyes. El juez tiró sus cartas con disgusto.
—Sí, es un juego muy bueno, padre -dijo pacientemente O'Connor-, pero no debe mostrarlo, ¿sabe? Pues, si sabemos lo que usted tiene, no apostaremos nada con una mano de menos valor que la suya. El juego debe ser..., bueno, como el confesionario.
El cura comprendió.
—Como el confesionario -repitió-. Sí, ya lo entiendo. No hay que decir una palabra a nadie, ¿no es así?
Se disculpó, y empezaron de nuevo. Durante sesenta minutos, hasta llegar a Thurles, jugaron quince manos, y el montón de cerillas del juez fue subiendo. El sacerdote estaba casi en las últimas, y al triste O'Connor sólo le quedaba la mitad del montón. Cometía demasiados errores; el buen padre parecía completamente despistado; sólo el juez jugaba un póquer reflexivo, calculando las probabilidades y los riesgos con su adiestrada mente de jurista. El juego era una demostración de su teoría de que la inteligencia vence a la suerte. Poco después de Thurles, O'Connor pareció distraído. El juez tuvo que llamarle la atención en dos ocasiones.
—Creo que no es muy interesante jugar con cerillas -confesó, después de la segunda advertencia-. ¿No será mejor que lo dejemos? —¡Oh!, confieso que me estaba divirtiendo -dijo el juez, porque los que ganan suelen divertirse. —O podríamos hacerlo más interesante -sugirió O'Connor, en tono de disculpa-. Por naturaleza, no soy jugador; pero unos pocos chelines no perjudican a nadie. —Como usted quiera -dijo el juez-, aunque observo que ha perdido bastantes cerillas. —¡Ah, señor! Puede que mi suerte esté a punto de cambiar -repuso O'Connor, con su sonrisa de enanito. —Entonces, yo debo retirarme -dijo rotundamente el cura-. Pues temo que sólo llevo tres libras en mi bolsa, y tienen que durarme para todas las vacaciones con mi madre en Dingle. —Pero, padre -dijo O'Connor-, sin usted no podemos jugar. Y unos pocos chelines... —Incluso unos pocos chelines son mucho para mí, hijo mío -dijo el cura-. La Santa Madre Iglesia no es lugar adecuado para los hombres que blasonan de llevar mucho dinero en el bolsillo. —Espere -dijo el juez-. Tengo una idea. Usted y yo, O'Connor, nos repartiremos las cerillas por partes iguales. Entonces, cada uno de los dos prestará al padre una cantidad igual de cerillas, que ahora tendrán un valor. Si él pierde, no le reclamaremos la deuda. Si gana, nos devolverá las cerillas que le prestamos y se quedará la diferencia. —Es usted un genio, señor -dijo O'Connor, con asombro. —Pero yo no puedo jugar por dinero -protestó el sacerdote.
Reinó un triste silencio durante un rato.
—¿Y si sus ganancias las destinase a una obra caritativa de la Iglesia? — sugirió O'Connor-. Seguro que el Señor no se lo reprocharía. —Pero me lo reprocharía el obispo -replicó el cura-, y es probable que me encuentre antes con éste que con Aquél. Sin embargo..., está el orfanato de Dingle. Mi madre prepara allí las comidas, y los pobres asilados pasan mucho frío en invierno, con el precio a que se ha puesto el combustible... —¡Un donativo! — exclamó el juez, con aire triunfal. Se volvió a sus pasmados compañeros-. Todo lo que gane el padre, por encima de la cantidad que le prestemos, lo donaremos los dos al orfanato. ¿Qué les parece? —Supongo que ni siquiera nuestro obispo podría rechazar un donativo al orfanato... -dijo el cura. —Y el donativo será un obsequio nuestro, a cambio de su colaboración en una partida de cartas -dijo O'Connor-. Es perfecto.
El sacerdote accedió y empezaron de nuevo. El juez y O'Connor dividieron las cerillas en dos montones. O'Connor señaló que, con menos de cincuenta cerillas, alguien podría acabarlas pronto. El juez Comyn resolvió también este problema. Partieron las cerillas por la mitad; las mitades con la cabeza de azufre valdrían el doble de las otras.
O'Connor declaró que llevaba encima algo más de 30 libras, para sus días de fiesta, y sólo jugaría hasta ese límite. En cuanto a Comyn, los dos aceptarían un cheque si perdía; saltaba a la vista que era un caballero.
Entonces prestaron al cura diez cerillas con cabeza y cuatro sin ella, por mitad entre los dos.
—Y ahora -dijo el juez Comyn, barajando las cartas-, ¿en cuánto fijamos la puesta? O'Connor levantó media cerilla sin cabeza. —¿Diez chelines? — sugirió.
Esto impresionó un poco al juez. Las cuarenta cerillas que había sacado de la caja se habían convertido en ochenta mitades y representaba 60 libras esterlinas, cantidad apreciable en 1938. El cura tenía, pues, 12 libras delante de él, y los otros, 24 libras cada uno. Oyó que el cura suspiraba.
—Quien juega un penique, juega una libra. Y que el Señor me ayude -dijo el sacerdote. El juez asintió bruscamente con la cabeza. No hubiese debido preocuparse. Ganó las dos primeras manos y, con ellas, casi 10 libras. En la tercera mano, O'Connor pasó en seguida, perdiendo su puesta de 10 chelines. El juez Comyn miró sus cartas; tenía ful de sotas y sietes. Tenía que envidar. Al cura sólo le quedaban 7 libras. —Veo sus cuatro libras, padre -dijo, empujando las cerillas hacia el centro-, y subo cinco más. —¡Oh! — exclamó el cura-. Estoy casi arruinado. ¿Qué puedo hacer? —Sólo una cosa -dijo O'Connor-, si no quiere que Mr. Comyn suba de nuevo a una cantidad que usted no puede igualar. Poner cinco libras y pedir que se vean las cartas. —Veré las cartas -dijo el cura, como recitando un ritual, mientras empujaba cinco cerillas con cabeza hasta el centro de la mesa.
El juez mostró su ful y esperó. El cura tenía cuatro dieces. Recobró sus 9 libras, más las 9 del juez y los 30 chelines de las apuestas iniciales. Con las 2 libras que le quedaban, tenía ahora veintiuna y diez chelines.
De esta manera llegaron al empalme de Limerick, que, como es de rigor en el sistema ferroviario irlandés, no estaba cerca de Limerick, sino muy próximo a Tipperary. El tren dejó atrás el andén principal y después retrocedió, porque no podía arrimarse a él en la dirección que llevaba. Unas cuantas personas bajaron o subieron, pero nadie interrumpió la partida ni entró en el compartimiento de nuestros hombres.
En Charleville, el cura le había ganado 10 libras a O'Connor, el cual parecía preocupado, y el juego se hizo más lento. O'Connor tendía ahora a pasar, y muchas manos terminaron con otro jugador pasando igualmente. Poco antes de llegar a Mallow, y por mutuo acuerdo, eliminaron todos los naipes pequeños, conservando de los sietes para arriba, con lo que la baraja sólo tuvo treinta y dos cartas. Entonces, e! juego volvió a animarse.
En Headford, el pobre O'Connor había perdido 12 libras, y el juez, 20, en beneficio del cura.
—¿No sería una buena idea que les devolviese ahora las doce libras con que empecé? — preguntó el sacerdote.
Los otros dos convinieron en ello y recobraron sus 6 libras cada uno. Al cura le quedaban todavía 32 para seguir jugando. O'Connor continuó jugando con precaución, y sólo una vez envidó fuerte y recuperó 10 libras con un ful que ganó. a una doble pareja y a un color. Los lagos de Killamey desfilaron más allá de la ventanilla, sin que nadie tos admirase.
Al salir de Farranfore, el juez vio que al fin tenía la mano que había estado esperando. Después de pedir tres cartas, observó, entusiasmado, que tenía cuatro damas y el siete de tréboles. O'Connor debió pensar que tenía también buen juego, pues siguió cuando el juez cubrió las 5 libras del cura y subió 5 más. Pero, cuando el cura cubrió las 5 libras y subió otras 10, O'Connor se rajó y tiró las cartas. De nuevo estaba perdiendo 12 libras.
El juez se mordió el dedo pulgar. Después, aumentó en 10 libras la puesta del cura.
—Cinco minutos para Tralee -dijo el revisor, asomando la cabeza en la puerta del compartimiento.
El sacerdote observó el montón de cerillas en el centro de la mesa y su propio montoncito, equivalente a 12 libras.
—No sé -dijo-. ¡Oh, Dios mío! No sé qué tengo que hacer. —Padre -dijo O'Connor-, no puede subir más; tendrá que cubrir la apuesta y ver las cartas. —Supongo que sí -dijo el cura, empujando 10 libras en cerillas hasta el centro de la mesa y quedándose sólo con 2-. Con lo bien que me iba. Hubiese tenido que guardar las treinta y dos libras para el orfanato cuando aún las tenía. Ahora sólo podré darles dos. —Yo las completaré hasta cinco, padre -dijo el juez Comyn-. Mire. Tengo cuatro damas.
O'Connor silbó. El cura miró las cartas extendidas y, después, su propio juego.
—¿No valen más los reyes que las damas? — preguntó, confuso. —Así es, si tiene usted cuatro -dijo el juez. El sacerdote volvió las cartas sobre la mesa. —Pues los tengo -dijo. Y era verdad-. ¡Válgame Dios! — jadeó-. Me imaginaba que había perdido. Suponía que debía usted tener esa escalera real.
Recogieron los naipes y las cerillas al entrar en Tralee. O'Connor se guardó las cartas. El juez tiró las cerillas rotas en el cenicero. O'Connor contó doce billetes de una libra y los dio al cura.
—Que Dios se lo pague, hijo mío -dijo el sacerdote.
El juez Comyn sacó a regañadientes su talonario de cheques.
—Creo que son cincuenta libras exactas, padre -dijo. —Lo que usted diga -respondió el sacerdote-. Yo no recuerdo siquiera con qué cantidad empecé. —Le aseguro que debo cincuenta libras al orfanato -dijo el juez. Se dispuso a escribir-. ¿Dijo usted el Orfanato de Dingle? ¿Debo poner este nombre?
El sacerdote pareció perplejo.
—No creo que tengan cuenta en el Banco, ¿sabe? Es una institución tan modesta... -explicó e) padre. —Entonces lo extenderé a su favor -dijo el juez, esperando que le diese su nombre. —Yo tampoco tengo cuenta en el Banco -dijo, aturrullado, el cura-. Nunca manejo dinero. —No se preocupe por esto -dijo cortésmente el juez. Escribió rápidamente, arrancó el talón y lo dio al sacerdote-. Lo he extendido al portador. El Banco de Irlanda en Tralee se lo hará efectivo, y llegará con tiempo justo. Cierran dentro de media hora. —¿Quiere decir que, con esto, me darán el dinero en el Banco? — preguntó el cura, sosteniendo cuidadosamente el talón. —Desde luego -dijo el juez-. Pero no lo pierda. Es pagadero al portador, y cualquiera que lo encontrase podría cobrarlo. Bueno, O'Connor, padre, ha sido un viaje interesante, aunque un poco caro para mí. Les deseo buenos días. —Y para mí -dijo tristemente O'Connor-. El Señor debió darle las cartas, padre. Nunca había visto tanta suerte. Pero habrá sido una buena lección. Nunca volveré a jugar a las cartas en el tren, y menos con la Iglesia. —Cuidaré de que el dinero esté en el orfanato, que bien lo merece, antes de ponerse el sol -dijo el sacerdote.
Se despidieron en el andén de la estación de Tralee, y el juez Comyn se dirigió a su hotel. Deseaba acostarse temprano, teniendo en cuenta los juicios de mañana.
Los dos primeros juicios de la mañana fueron muy sencillos, pues los acusados de delitos menos graves se declararon culpables, y les impuso una multa en ambos casos. Los miembros del jurado de Tralee permanecían sentados, en forzosa ociosidad.
El juez Comyn tenía la cabeza inclinada sobre sus papeles cuando llamaron al tercer acusado. Los asistentes sólo podían ver la parte de arriba de la peluca del juez.
—Hagan pasar a Ronan Quirk O'Connor -tronó el secretario del tribunal.
Hubo un ruido de pisadas. El juez siguió escribiendo.
—¿Es usted Ronan Quirk O'Connor? — preguntó el secretario al acusado. —Sí -dijo una voz. —Roñan Quirk O'Connor -dijo el secretario-, se le acusa de hacer trampas en el juego, incurriendo en el delito previsto en la sección 17 de la Ley sobre el Juego de 1845. Según la acusación, usted. Ronan Quirk O'Connor, el día 13 de mayo de este año, se apropió en su propio beneficio de una cantidad de dinero de Mr. Lurgan Keane, en el Condado de Kerry, haciendo trampas en el juego o empleando una baraja marcada. Con lo que defraudó al susodicho Lurgan Keane. ¿Se declara usted culpable, o inocente?
Durante esta perorata, el juez Comyn dejó su pluma con desacostumbrado cuidado, contempló fijamente sus papeles, como deseando continuar el juicio de este modo, y por fin levantó los ojos.
El hombrecillo de ojos perrunos le miró con aturdido asombro. El juez Comyn miró al acusado con igual espanto.
—Inocente -murmuró O'Connor. —Un momento -dijo el juez.
Toda la sala guardó silencio, mirándole fijamente, mientras él seguía sentado, impasible, detrás de su mesa. Ocultos tras la máscara de su semblante, sus pensamientos giraban en torbellino. Hubiese podido suspender la vista, alegando que conocía al acusado.
Después se le ocurrió pensar que esto significaría un nuevo juicio, con mayores gastos para el contribuyente. Todo se reducía, se dijo, a una cuestión. ¿Podría celebrar el juicio honradamente y bien, e instruir lealmente al jurado? Resolvió que podía hacerlo.
—Que el jurado preste juramento, por favor -dijo.
El secretario tomó juramento al jurado y, después, preguntó a O'Connor si tenía abogado que le defendiese. O'Connor dijo que no, y que deseaba defenderse él mismo. El juez Comyn maldijo para sus adentros. La justicia exigía que se pusiese de parte del acusado contra las alegaciones del fiscal.
Éste se levantó para exponer los hechos, que, a su decir, eran muy sencillos. El 13 de mayo último, un abacero de Tralee, llamado Lurgan Keane, había tomado el tren de Dublín a Tralee para volver a casa. Se daba la circunstancia de que llevaba encima una cantidad de dinero importante, unas 71 libras.
Durante el viaje, y para pasar el rato, había jugado a las cartas con el acusado y otra persona, empleando una baraja que sacó el propio acusado. Sus pérdidas habían sido tan considerables que empezó a sospechar. En Faranford, la estación antes de Tralee, se apeó del tren con una excusa, se dirigió a un empleado de la compañía del ferrocarril y le pidió que requiriese la presencia de la Policía de Tralee en el andén de esta población.
El primer testigo fue un sargento de Policía de Tralee, hombre alto y vigoroso, que explicó la detención. Declaró, bajo juramento, que, debido a una información recibida, se presentó en la estación de Tralee el 13 de mayo último, a la llegada del tren de Dublín. Allí se le había acercado un hombre, que más tarde supo que era Mr. Lurgan Keane, el cual le había señalado al acusado.
Había pedido al acusado que le acompañase a la comisaría de Policía de Tralee, y así lo había hecho el hombre. Allí le pidieron que vaciara sus bolsillos. Entre su contenido, había una baraja de naipes que Mr. Keane identificó como la que había sido empleada en la partida de póquer en el tren.
Las cartas, dijo, habían sido enviadas a Dublín para su examen y, una vez recibido el dictamen, O'Connor había sido acusado del delito.
Hasta ahora, la cosa estaba clara. El siguiente testigo era miembro de la brigada de fraudes de la Garda de Dublín. «Sin duda estaba ayer en el tren -pensó el juez-, aunque en tercera clase.»
El detective declaró que, después de un examen minucioso, se había establecido que los naipes estaban marcados. El fiscal le mostró una baraja, y el detective las identificó por las señales que en ellas había puesto. Entonces, el fiscal le preguntó cómo se marcaban las cartas.
—Dé dos maneras, señor -explicó el detective, dirigiéndose al juez-. Por «sombreado» y por «recorte». Cada uno de los cuatro palos se indica en el reverso de los naipes recortando los bordes en diferentes sitios, pero en ambos extremos, de manera que no importa que la carta esté colocada hacia arriba o hacia abajo. El recorte hace que la franja blanca entre el borde del dibujo y el borde del naipe varíe en anchura. Esta diferencia, aunque muy ligera, puede observarse desde el otro lado de la mesa, indicando así al estafador los palos que tiene su adversario. ¿Está claro? —Muy ingenioso -dijo el juez Comyn, mirando fijamente a O'Connor. —Las cartas altas, desde el as hasta el diez, se distinguen entre sí por un sombreado, el cual se consigue empleando un preparado químico que oscurece o aclara ciertas zonas del dibujo del reverso de las cartas. Las zonas así alteradas son sumamente pequeñas, a veces no mayores que la punta de una espira del dibujo. Pero es suficiente para que el fullero lo distinga desde el otro lado de la mesa, porque éste sabe exactamente lo que busca. —¿Es también necesario que el fullero haga trampa al repartir las cartas? — preguntó el fiscal.
Se daba cuenta de la atención del jurado. Esto era muy diferente del robo de caballos.
—Puede hacerse trampa al dar las cartas -reconoció el detective-, pero no es absolutamente necesario. —¿Puede ganarse contra un jugador de esta clase? — preguntó el fiscal. —Es completamente imposible, señor -respondió el testigo, mirando al juez-. El fullero se limita a no apostar cuando sabe que su oponente tiene una mano mejor, y a jugar fuerte cuando sabe que es mejor la suya. —No tengo más que preguntar -dijo el fiscal. Por segunda vez, O'Connor se abstuvo de repreguntar al testigo. —Tiene derecho a hacer al testigo las preguntas que desee, con referencia a su declaración -dijo el juez Comyn al acusado. —Gracias, señor -dijo O'Connor, pero siguió en su actitud.
El tercer y último testigo de la acusación era el abacero de Tralee, Lurgan Keane, el cual entró en el compartimiento de los testigos como un toro en la plaza, y miró a O'Connor echando chispas por los ojos.
A preguntas del fiscal, refirió su historia. Había realizado un negocio en Dublín aquel día, y esto explicaba la cantidad de dinero que llevaba encima. En el tren, había sido engatusado a jugar una partida de póquer, juego en el que se considera experto, y, antes de llegar a Farranfore, le habían birlado 62 libras. Había recelado, porque, por muy prometedora que fuese su mano, siempre había otra mejor y acababa perdiendo.
En Farranfore, se había apeado del tren, convencido de que le habían estafado, y había pedido la intervención de la Policía de Tralee.
—Y no me equivoqué -gritó, dirigiéndose al jurado-. Ese hombre jugaba con cartas marcadas.
Los doce miembros del jurado asintieron solemnemente con la cabeza.
Esta vez, O'Connor se levantó, pareciendo más triste que nunca y tan inofensivo como un corderillo, para repreguntar al testigo. Mr. Keane le dirigió una mirada furibunda.
—¿Ha dicho usted que yo saqué la baraja? — preguntó, como excusándose. —Sí, y lo hizo -dijo Keane. —¿Cómo? — preguntó O'Connor. Keane pareció desorientado. —La sacó del bolsillo -respondió. —Sí, del bolsillo -convino O'Connor-. Pero, ¿qué hice con las cartas? Keane pensó un momento. —Empezó a hacer solitarios -dijo.
El juez Comyn, que casi había empezado a creer en una ley de coincidencias notables, experimentó de nuevo este turbador sentimiento.
—¿Fui yo el primero en hablarle -preguntó el acusado- o fue usted quien me habló primero? El corpulento abacero pareció alicaído. —Yo le hablé -dijo, y, volviéndose al jurado, añadió-: pero el acusado jugaba tan mal que no pude evitarlo. Tenía cartas rojas que podía poner sobre las negras, o negras que podía poner sobre las rojas, y no lo veía. Por esto le hice un par de indicaciones. —Pero, pasando a lo del póquer -insistió O'Connor-, ¿fui yo o fue usted quien sugirió una partida amistosa? —Fue usted -dijo acaloradamente Keane-, y también fue usted quien sugirió que lo hiciésemos más interesante jugando un poco de dinero. Pero sesenta y dos libras son mucho dinero.
Los del jurado volvieron a asentir con la cabeza. Desde luego, era mucho dinero. Casi lo bastante para que un obrero pudiese subsistir durante un año.
—Yo afirmo -dijo O'Connor a Keane- que fue usted quien sugirió el póquer, y que fue usted quien propuso jugar con dinero. ¿No es verdad que empezamos jugando con cerillas?
El abacero pensó profundamente. La honradez se reflejaba en su semblante. Algo rebulló en su memoria. No mentiría.
—Es posible que fuese yo -admitió, pero se le ocurrió otra cosa y se volvió al jurado-. Pero en esto consiste su habilidad. ¿No es esto lo que hacen los fulleros? Engatusan a su víctima para que juegue.
Por lo visto le gustaba la palabra «engatusar», que no figuraba en el vocabulario del juez. Los miembros del jurado asintieron con la cabeza. Era evidente que tampoco a ellos les gustaba que les engatusaran.
—Una última cuestión -dijo tristemente O'Connor-. Cuando pasamos las cuentas, ¿cuánto dinero me pagó? —Sesenta y dos libras -respondió furiosamente Keane-. ¡Con lo que me había costado ganarlas! —No -dijo O'Connor desde el banquillo-. ¿Cuánto me pagó, personalmente, a mí?
El abacero de Tralee pensó furiosamente. Después, palideció.
—A usted no le pagué nada -dijo-. Fue aquel granjero quien ganó. —¿Y le gané algo a él? — preguntó O'Connor, que parecía a punto de llorar. —No -contestó el testigo-. Usted perdió unas ocho libras. —No haré más preguntas -dijo O'Connor. Mr. Keane se disponía a bajar del estrado cuando le detuvo la voz del juez. —Un momento, Mr. Keane. Ha dicho usted que había ganado «aquel granjero». ¿Quién era exactamente este granjero? —El otro hombre que viajaba en el compartimiento, señor. Era un granjero de Wexford. No jugaba bien, pero tenía la suerte de cara. —¿Consiguió averiguar su nombre? — preguntó el juez Comyn.
Mr. Keane pareció perplejo.
—No lo intenté -dijo-. Era el acusado quien tenía las cartas. En todo caso, trataba de estafarme.
Terminadas las pruebas de la acusación, O'Connor subió al estrado para declarar en su propio interés. El secretario le tomó juramento. Su declaración fue tan sencilla como quejumbrosa. Se ganaba la vida comprando y vendiendo caballos, lo cual no era un delito. Le gustaba jugar a las cartas con los amigos, aunque era bastante torpe con ellas. Una semana antes de su viaje en tren del 13 de mayo, estaba tomando una cerveza en un pub de Dublín cuando sintió un bulto en el banco de madera, debajo de su muslo.
Era una baraja, sin duda abandonada por un anterior ocupante del banco, y, ciertamente, no era nueva. Pensó en entregarla al hombre del bar, pero se dio cuenta de que una baraja tan usada no tenía ningún valor. Por esto la guardó, para distraerse haciendo solitarios en sus largos viajes en busca de un potro o una yegua para sus clientes.
Si las cartas estaban marcadas, él lo ignoraba en absoluto. No sabía nada de los sombreados y de los recortes de que había hablado el detective. Ni siquiera habría sabido qué buscar en el reverso de unos naipes encontrados en un banco de un pub.
En cuanto a hacer trampas, ¿no ganaban los tramposos?, preguntó al jurado. Él había perdido 8 libras y 10 chelines durante aquel viaje, en beneficio de un desconocido. Se había portado como un imbécil, pues el desconocido tenía la suerte de cara. Si Mr. Keane había apostado y perdido más que él, quizá se debió a que Mr. Keane era aún más atrevido que él. Negaba en absoluto haber hecho trampa, o no habría perdido un dinero ganado a costa de muchos sudores.
Al interrogarle, el fiscal trató de destruir su historia. Pero el hombrecillo se aferró a ella con cortés y modesta tenacidad. Por último, el fiscal tuvo que sentarse sin obtener mayores resultados.
O'Connor volvió al banquillo y esperó. El juez Comyn le miró desde el estrado. «Eres un pobre diablo, O'Connor -pensó-. O lo que has dicho es verdad, en cuyo casi tienes mala suerte con las cartas: o no lo es, y en ese caso eres el fullero más incompetente del mundo. Sea como fuere, has perdido dos veces, con tus propias cartas, en provecho de dos viajeros desconocidos.»
Sin embargo, al resumir el debate, no podía plantear aquel dilema. Señaló al jurado que el acusado sostenía que había encontrado la baraja en un pub de Dublín y que ignoraba que los naipes estuviesen marcados. Él jurado podía creerlo o no creerlo; pero lo cierto era que la acusación no había podido probar lo contrario y, según la ley irlandesa, la prueba incumbía a la acusación.
En segundo lugar, el acusado había dicho que había sido Mr. Keane, y no él, quien había sugerido la partida de póquer y jugar con dinero, y Mr. Keane había reconocido que esto podía ser verdad.
Pero, más importante aún, la acusación sostenía que el acusado había ganado dinero al testigo Lurgan Keane haciendo trampas en el juego. Tanto si hubo como si no hubo trampas, el testigo Keane había reconocido bajo juramento que el acusado no había recibido dinero alguno de él. Tanto el testigo como el acusado habían perdido, aunque en muy diferentes cantidades. Considerando esta cuestión, la acusación no podía prosperar. Su deber era recomendar al jurado que absolviese al inculpado. Y, como conocía a su gente, señaló también que sólo faltaban quince minutos para la hora del almuerzo.
Tiene que ser un caso muy grave para que un jurado de Kent retrase la hora del almuerzo; por consiguiente, los doce hombres buenos volvieron al cabo de diez minutos, con un veredicto de inocencia. O'Connor fue absuelto y se alejó del banquillo.
El juez Comyn se quitó la toga en el vestuario del tribunal, colgó la peluca en una percha y salió del edificio, en busca de su propio almuerzo. Sin toga y sin peluca, cruzó la acera de delante del tribunal sin que nadie le reconociese.
Y a punto estaba de cruzar la calzada, en dirección al principal hotel de la población, donde le esperaba un suculento salmón del «Shannon», cuando vio que salía del patio del hotel un hermoso y resplandeciente automóvil de buena marca. O'Connor iba al volante.
—¿Ve usted aquel hombre? — preguntó una voz asombrada junto a él.
El juez se volvió y se encontró con que el abacero de Tralee estaba a su lado.
—Sí -dijo.
El automóvil salió del patio del hotel. Sentado junto a O'Connor, había un pasajero vestido de negro.
—¿Y ve al que está sentado a su lado? — preguntó Keane, aún más asombrado.
El coche avanzó en su dirección. El clérigo protector de los huérfanos de Dingle sonrió con benevolencia a los dos hombres de la acera y levantó dos dedos rígidos. Después, el automóvil se alejó calle abajo.
—¿Ha sido una bendición clerical? — preguntó el abacero. —Puede que sí -dijo el juez Comyn-, aunque lo dudo. —¿Y por qué va vestido de esa manera? — preguntó Lurgan Keane. —Porque es un sacerdote católico -dijo el juez. —¡Qué va a ser! — exclamó acaloradamente el abacero-. Es un granjero de Wexford.
EL FECUNDO NOVELISTA y dramaturgo mexicano Vicente Leñero sabe dar su verdadero valor a las palabras. Las que aquí presentamos están tomadas de su obra. ¿Las conoce usted?
1. cintilar — (C): centellear. "En la penumbra, frente al vaso rojo del Santísimo, donde una veladora cintilaba como una esperanza..."
2. saciar — (C): referido a una necesidad o un deseo, satisfacerlos. "En ninguna fuente saciaba mi sed".
3. tronchar — (D): partir sin herramientas algo, en especial un tallo o una rama. "Apúrate, Jacinto, antes de que se tronche la lengua".
4. vapulear — (A): apalear; zarandear. "Vapuleaba al contrario como si en ello le fuera la vida".
5. pertrechado — (D): provisto de armas y otros instrumentos de guerra. "...más de quinientos hombres, bien pertrechados..."
6. estampida — (C): huida precipitada. "Apenas lo ha hecho, emprende la estampida".
7. fincar — (A): fundamentar. "...dar a luz a un hombre nuevo que finque su conciencia en un amor sin límites a la humanidad".
8. contorsionar — (B): retorcer el cuerpo, dando lugar a posturas forzadas. "...como si un tornillo gigante le contorsionara los adentros".
9. cromático — (A): coloreado; que presenta visos de colores diferentes. "Círculos y figuras cromáticas danzan en torno al Prior".
10. remilgoso — (D): melindroso; que muestra delicadeza exagerada o fingida. "No era chillón, ni remilgoso, ni pegado a su madre".
11. confabulación — (C): acuerdo entre varios para emprender algo, generalmente ilícito. "El ambiente es el de una típica confabulación".
12. dar abasto — (A): bastar. "A veces hasta hacían cola porque yo no me daba abasto para aconsejar a tanta gente".
13. prorrumpir — (B): emitir bruscamente sollozos, aplausos, gritos o cosas similares. "Apenas sale el ingeniero, los albañiles prorrumpen en comentarios".
14. premonición — (D): presentimiento. "Para Mónica, la premonición estaba clarísima".
15. percudido — (C): penetrado de suciedad. "Algunos sillones estaban cubiertos por sábanas percudidas".
16. sicomoro — (A): árbol de la familia de las moráceas, originario de Egipto. "El subió a un sicomoro".
17. misiva — (B): carta; comunicación escrita. "De eso estaban enterados gracias a un par de misivas".
18. obstinación — (D): terquedad. "Mi obstinación en encontrarte tendrá buenos resultados".
19. emboscado — (B): escondido para atacar por sorpresa. "...autor intelectual de la subversión y combatiente emboscado".
20. resquebrajarse — (C): rajarse, agrietarse. "Una carcajada hizo temblar la tierra y las tumbas se resquebrajaron".
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