LOS DOMINGOS EN EL HOSPICIO (Jorge Edwards)
Publicado en
septiembre 15, 2013
De Las máscaras, 1967
En el fondo del jardín había una casa donde vivía el jardinero, un viejo medio loco (se había contagiado); la casa tenía una pieza desocupada, una especie de bodega o de garaje sin uso, donde nos juntábamos todos los domingos en la tarde. Ahora no sé cómo empezamos con esas cosas; no me acuerdo. La más desvergonzada de todo el grupo era Griselda, que se paseaba con las polleras levantadas, sin nada debajo, moviendo el traste como una bataclana. Eduardito, el niño de la pensión vecina, aullaba como un piel roja y corría alrededor de una fogata, pegándose agarrones en cierta parte. Pero la más desvergonzada era Griselda, que inventaba verdaderas representaciones de teatro: el hijo del jefe piel roja enamorado de la prisionera blanca; la prisionera blanca amarrada contra un poste, desnuda (trató de hacer muchas veces que me desnudara yo, pero no quise), retorciéndose de dolor, hasta que el hijo del jefe piel roja acudía a salvarla; la muchacha blanca exhibida en una jaula, desnuda, en un mercado de esclavos, torturada y humillada por carceleros monstruosos (una vez quiso traer a un hospiciano para que actuara de carcelero, pero nosotros nos opusimos, ¡qué ocurrencia!), hasta que el príncipe árabe la adquiría, la cubría de perfumes y brazaletes, la ungía favorita de su harén Cada domingo llegaba con ideas nuevas; ella se reservaba el papel principal (excepto cuando había que desnudarse, porque prefería que lo hicieran otras), y distribuía los roles secundarios. Después corregía nuestra actuación; a los menos ocurrentes nos azuzaba a gritos, hasta que sacábamos nuestro personaje. Era una verdadera artista de teatro, en esa época. Más tarde se puso rara, esquiva; y empezó a guardar secretos para todo y a decir siempre una cosa por otra.
Era Griselda la que me obligaba a actuar en pareja con Antonio, no sé por qué. “Tú eres la esclava de Antonio”, decretaba, por ejemplo, y Antonio me amarraba las manos a la espalda y me azotaba con la correa del cinturón, despacio, y después me toqueteaba, me daba agarrones a toda fuerza, por donde se le ocurría, y yo no podía alegar, podía lamentarme suavemente, como una esclava, pero no podía protestar.
Una vez, no me acuerdo cómo, me quedé dormida. De repente desperté y Antonio me estaba tocando, y todo el grupo nos hacía rueda, muerto de la risa, con Griselda en el medio. Detrás del grupo se alcanzaba a ver el jardín porque la puerta del galpón se hallaba entreabierta, y había dos cabezas peladas al rape, sin dientes, dos hospicianos muertos de la risa, igual que el grupo; felices.
—¡Ahora vamos a representar un matrimonio! —dijo Griselda, levantando los brazos para imponer orden, y todos gritaron “¡el matrimonio!, ¡el matrimonio! “, y aplaudieron. Los hospicianos abrieron un poco más la puerta del galpón y también aplaudieron, entusiasmados, riendo a mandíbula batiente.
—Pero antes cierren bien la puerta —ordenó Griselda.
Los hospicianos, con expresión de súplica, pidieron que los dejaran quedarse adentro. Prometían mantenerse tranquilos en un rincón, sin molestar a nadie. —Bueno —dijo Griselda—. Servirán de testigos. Pero siempre que prometan no contarle a nadie. Los hospicianos prometieron con enfáticos movimientos de cabeza, mientras retrocedían a un rincón.
Eduardito hizo de cura. Griselda fue mi madrina y me dio toda clase de consejos, advertencias, revisó mi vestido de novia, le quitó una pelusa, que no fuera a pisarle el ruedo en el momento de bajar del auto, el arreglo de flores de la iglesia, la música, los preparativos del buffet, esos sandwiches son muy ordinarios, no me los traiga Resolvió que la luna de miel sería en Bariloche.
—Ahora tienen que darse un beso —indicó, cuando la ceremonia hubo terminado.
—No —dijo después—. Tiene que ser un beso en la boca. Acuérdense que ya están casados, para siempre.
Obedeciendo a Griselda, Antonio me besó en la boca, y todos gritaron “¡Viva los novios! “, y aplaudieron.
—Aquí está el buffet —dijo Griselda, indicando un lado del galpón—. Acérquense.
Todos nos acercamos y comenzamos a escoger sandwiches, pedazos de torta, jaleas, bebidas, a conversar con la boca llena. Los hospicianos, autorizados por Griselda, también se acercaron, y escogían un sandwich detrás de otro, felices.
A cada rato se rascaban y lanzaban carcajadas. Nunca en su vida habían estado más felices. Era la época en que uno de los doctores del hospicio, amigo de mi padre, nos había cedido una pieza. Mi padre estaba en el hospital, muy enfermo. Habían tenido que hacerle dos operaciones, que no dieron ningún resultado. Mi madre trabajaba toda la semana y pasaba los sábados y domingos en el hospital acompañando a mi padre.
El domingo que siguió al del matrimonio tuve que permanecer en cama, con un poco de fiebre, y Antonio subió a hacerme una visita. La Irene Salgado, una amiga de la familia, me hacía compañía. Poco antes de que Antonio golpeara a la puerta me había dicho, muy seria y en voz baja, que mi padre estaba en las últimas.
—Me gustaría verlo —le dije.
—Si mañana amaneces mejor vamos a llevarte a verlo. Tu madre pidió permiso para no trabajar mañana.
—¿Tú crees que se va a morir?
Irene levantó las cejas, eludiendo la respuesta, y en ese mismo instante golpeó a la puerta Antonio. Hablamos de una serie de cosas, contamos chistes, y la Irene, de repente, quizá por qué, propuso que cantáramos. Cantamos varias canciones, pero nadie sabía las letras completas, y me retaban a cada minuto por desafinada. Antonio, en cambio, era bastante entonado y yo le encontraba bonita voz. Al final nos cansamos de cantar canciones suaves y nos pusimos a cantar “Chiquita bacana de la Martinica”, más fuerte cada vez, hasta terminar a gritos, dando saltos en la cama y golpeando en un vaso, “Chiquita bacana de la Martinica”, en una caja de cartón, en la perilla de bronce del catre, todo lo que pillábamos a mano, repitiendo el comienzo cada vez más fuerte, “Chiquita bacana de la Martinica”, hasta ponernos roncos, y en ese momento se abrió la puerta y se asomó misiá Chepa, la mamá del doctor, y gritó con su voz de carabinero que no metiéramos tanta bulla.
—¿No podemos cantar? —le pregunté.
— ¡No en esa forma! —respondió misiá Chepa.
—En mi pieza podemos cantar como nos dé la gana. — ¡No! —respondió misiá Chepa—. ¡No! ¡Tienen que respetar a la demás gente! ¡Qué se han creído!
—Esa es mi pieza —le dije, furiosa—, y en mi pieza puedo hacer lo que quiero.
— ¡No! —gritó misiá Chepa—. ¡No puedes hacer lo que quieras! ¡Y no es tu pieza, tampoco! ¡Es una parte de nuestra casa! ¡De nuestra casa!
—Cantemos —le dije a Antonio.
—Cantemos —dijo Antonio, y empezamos otra vez, bastante fuerte, con “Chiquita bacana de la Martinica”.
— ¡Cállense! —gritó misiá Chepa, poniéndose las manos en los oídos.
—¿Por qué no se va de mi pieza? —le dije.
— ¡No es tu pieza! —gritó, y se sentó en el sillón de la esquina, colocando las manos y los antebrazos sobre los brazos del sillón, resuelta a quedarse.
— ¡Váyase! —le grité.
— ¡No! —gritó misiá Chepa—. ¡Mientras no se callen, no me voy!
— ¡Es mi pieza! —le grité, incorporándome en la cama, con la voz temblorosa. Noté que me temblaban todos los músculos. Misiá Chepa torció la cabeza, con un gesto de profundo desprecio.
—Antonio
Antonio se puso de pie, hipnotizado por mi voluntad de expulsar a misiá Chepa.
— ¡Sácala!
Antonio miró a la señora y la señora le devolvió la mirada, desdeñosa, segura de que no se iba a atrever.
Irene, entretanto, observaba con cara de susto y se reía nerviosamente.
— ¡Sácala! —le grité a Antonio—. O no te veo nunca más.
Con la cabeza agachada y un balanceo de robot, Antonio pasó detrás del sillón y lo levantó de los costados, poniéndose rojo de hacer tanta fuerza.
— ¡Suélteme! —chilló misiá Chepa, aterrorizada.
— ¡Eso! —grité yo, aplaudiendo y brincando de gusto—. ¡Bravo! ¡Sácala! ¡Sácala!
Antonio, que después de levantarla con sillón y todo había tenido un segundo de vacilación, se enderezó alentado por mis gritos, aferró bien su carga y la depositó al lado afuera de la puerta. En medio de los chillidos de la vieja y de mis aplausos, cerró la puerta con pestillo. Yo lancé un “¡bravo!” final, electrizada.
—Les va a llegar —dijo Irene, con susto—. Por mi parte prefiero irme.
—Andate —le dije—. No te preocupes.
Antonio la acompañó hasta la puerta; después de asomarse a la galería, volvió a cerrar el pestillo.
—No se divisa a nadie —dijo Antonio—. Parece que la vieja se comió el buey.
Se acercó despacio, mirándome a los ojos.
—Te portaste muy bien —le dije.
El sonrió con la comisura de los labios y se sentó en la cama, al lado mío.
—Estamos casados —dijo.
Yo tragué saliva y no dije una palabra. El, entonces, me colocó una mano en el hombro. Poco a poco la fue bajando, hasta tocarme el pecho.
—¿Quieres que te enseñe una cosa? —me preguntó.
—¿Qué cosa?
—Pero tendría que meterme a tu cama
Otra vez tragué saliva. Miré el techo, el cielo. Imaginé a los hospicianos que paseaban, abajo, por el jardín, hacían señas, gesticulaban, canturreaban, se agachaban de repente para escuchar el paso de las lombrices, proferían súbitas maldiciones, cerrando los puños, contra un enemigo que estaba encima de ellos, en el aire.
—No —le dije a Antonio, que se sacaba la chaqueta para meterse a la cama—. Mejor que no.
—No te asustes —dijo Antonio—. Voy a enseñarte un juego. Es muy fácil.
—Mejor que no —le dije, poniéndole las manos en el pecho y tratando de rechazarlo.
—¿No estamos casados? —preguntó.
—Sí —le dije.
—¡Y entonces!
Después vino el grupo a visitarme en delegación, encabezado por Griselda, y Antonio tuvo que saltar de la cama y vestirse a toda carrera para ir a abrir el pestillo.
—¿Por qué estaban encerrados? —preguntó Griselda.
—Porque tuvimos una pelea con misiá Chepa y la echamos con sillón y todo. ¡La hubieras visto!
Griselda no pareció muy convencida con mi explicación. Miró la cama revuelta y en seguida miró a Antonio llena de suspicacia. Era ella la que nos había casado así que esa actitud, ahora, no me resultó muy comprensible. Yo me sentía rara, febril, un poco adolorida. Antonio, orgulloso, contaba cómo había sacado a misiá Chepa.
—¿Con sillón y todo? —preguntaban los del grupo, que necesitaban confirmar este detalle muchas veces para gozar plenamente del relato.
— ¡Con sillón y todo!
—¿Es cierto?
—Sí —respondí—. Es cierto.
— ¡Qué formidable!
Griselda, a todo esto, se había puesto a mirar por la ventana, con la frente pegada a los vidrios.
— ¡Ya! —dijo de pronto—. ¡Vamos! ¿Tú vienes con nosotros, Antonio?
Antonio se encogió de hombros; dudó unos segundos; acto seguido se despidió de mí y partió con ellos.
Esperé que estuvieran lejos y me levanté para ir al baño.
Estaba, la verdad, bastante adolorida, con mucha fiebre; me costaba caminar, incluso. En la mitad de la galería perdí el equilibrio y me golpeé muy fuerte contra el muro. Me cubría todo el cuerpo un sudor helado y una transpiración viscosa me bajaba por las piernas. En el cuarto de baño descubrí con gran sorpresa que no era transpiración sino sangre, un hilo de sangre que me bajaba por las piernas. Me lavé la sangre como puede, mareada por la fiebre, y volví a mi cuarto. Ya habían llamado a los hospicianos a comer; en el jardín no se veía un alma; sólo el gran espacio de tierra donde se pasean los hospicianos; las manchas ralas de pasto de los prados; las copas de las higueras; una carretilla de mano con tres o cuatro maceteros vacíos
Cuando llegó mi madre, como a las siete y media de la tarde, me había quedado dormida.
—¿Y la Irene?
—Se fue hace mucho rato.
—Y tú, ¿cómo te has sentido?
—Bien —le dije—. Con un poco de fiebre.
Me puso la mano en la frente, pero la fiebre, después de dormir, había desaparecido.
—Y mi papá, ¿cómo sigue?
Mi madre, con un gesto, dio a entender que no había esperanza.
—Mañana te voy a llevar a verlo —dijo.
Duró más de lo que pensaban los doctores, casi tres semanas, pero con dolores terribles. Cuando murió, todo el grupo, encabezado por Griselda y Antonio, llegó a darme el pésame. Entraron a nuestro cuarto muy compungidos, con cara de circunstancias. Poco después me quise incorporar de nuevo a los juegos del galpón, pero se habían terminado; les había dado por salir a la calle y Antonio, que recibía mesada de su padre, no se perdía domingo sin ir a la matiné. Dejé de verlo un tiempo y cuando lo volví a ver, a la vuelta de las vacaciones (nosotras no pudimos salir a ninguna parte, pero inventé un mes en Llolleo, ¿por qué va a pillar que es mentira?), había crecido, había dado un estirón, se le notaba la sombra de un bigote, y se había transformado en un extraño, no teníamos nada de que hablarnos; él habló de cosas muy generales, de la guerra, de los ingleses, de los pilotos suicidas japoneses; habló con voz ronca, pero se le escaparon dos o tres gallitos Griselda, que acababa de quedarse huérfana y de venirse a vivir con nosotros, dijo que se había desilusionado completamente de Antonio, que se había convertido en un pedante.
—¿Qué es eso?
—Una persona que cree que lo sabe todo.
— ¡Ah! —dije yo—. Tienes razón. Es un pedante.
Fin