ANIANO, EL CORSARIO (Miguel Delibes)
Publicado en
agosto 19, 2013
El día que me largué, las Mellizas dormían juntas en la vieja cama de hierro y, al besarlas en la frente, la Clara, que sólo dormía con un ojo y me miraba con el otro, azul, patéticamente inmóvil, rebulló y los muelles chirriaron, como si también quisieran despedirme. A Padre no le dije nada, ni hice por verle, porque me había advertido: "Si te marchas, hazte la idea de que no me has conocido". Y yo me hice la idea desde el principio y amén. Y después de toparme con el Aniano, bajo el chopo del Elicio, tomé el camino de Pozal de la Culebra, con el hato al hombro y charlando con el Cosario de cosas insustanciales, porque en mi pueblo no se da demasiada importancia a las cosas y si uno se va, ya volverá; y si uno enferma, ya sanará; y si no sana, que se muera y que le entierren. Después de todo, el pueblo permanece y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos. En las ciudades se muere uno del todo; en los pueblos, no; y la carne y los huesos de uno se hacen tierra, y si los trigos y las cebadas, los cuervos y las urracas medran y se reproducen es porque uno les dio su sangre y su calor y nada más.
El Aniano y yo íbamos por el camino, y yo le dije al Aniano: "¿Tienes buena hora"? Y él miró para el sol, entrecerrando los ojos, y me dijo: "Aún no dio la media". Yo me irrité un poco: "Para llegar al coche no te fíes del sol" dije. Y él me dijo: "Si es por eso no te preocupes. Orestes sabe que voy y el coche no arranca sin el Aniano". Algo me pesaba dentro y dejé de hablar. Las alondras apeonaban entre los montones de estiércol, en la tierra del tío Tadeo, buscando los terrones más gruesos para encararme a ellos, y en el recodo volaron muy juntas dos codornices. El Aniano dijo: " Si las agarra el Antonio"; mas el Antonio no podía agarrarlas sino con red, en primavera, porque por una codorniz no malgastaba un cartucho, pero no dije nada porque algo me pesaba dentro y ya empezaba a comprender que ser de pueblo en Castilla era una cosa importante. Y así que llegamos al atajo de la Viuda, me volví y vi el llano y el camino polvoriento zigzagueando por él y, a la izquierda, los tres almendros del Ponciano y, a la derecha, los tres almendros del Olimpio, y detrás de los rastrojos amarillos, el pueblo, con la chata torre de la iglesia en medio y las casitas de adobe, como polluelos, en derredor. Eran cuatro casas mal contadas pero era un pueblo, y a mano derecha, según se mira, aún divisaba el chopo del Elicio y el palomar de la tía Zenona y el bando de palomas, muy nutrido, sobrevolando la última curva del camino. Tras el pueblo se iniciaban los tesos como moles de ceniza, y al pie del Cerro Fortuna, como protegiéndole del matacabras, se alzaba el soto de los Encapuchados donde por San Vito, cuando era niño y Madre vivía, merendábamos los cangrejos que Padre sacaba del arroyo y una tortilla de escabeche. Recuerdo que Padre en aquellas meriendas empinaba la bota más de la cuenta y Madre decía: "Deja la bota, Isidoro; te puede hacer mal". Y él se enfadaba. Padre siempre se enfadaba con Madre, menos el día que murió y la vio tendida en el suelo entre cuatro hachones. Aquel día se arrancó a llorar y decía: "No hubo mujer más buena que ella". Luego se abrazó a las Mellizas y las dijo: "Sólo pido al Señor que os parezcáis a la difunta". Y las Mellizas, que eran muy niñas, se reían por lo bajo como dos tontas y se decían: "Fíjate cuánta gente viene hoy por casa".
Sobre la piedra caliza del recodo se balanceaba una picaza y es lo último que vi del pueblo, porque Aniano, el Cosario, me voceó desde lo alto del teso: "¿Vienes o no vienes? Orestes aguarda, pero se cabrea si le retraso ".
Fin