LOS ROBOTS ESTÁN AQUÍ (Terry Carr)
Publicado en
julio 08, 2013
Todo empezó cuando acababa de terminar los planos de nuestro nuevo cohete de propulsión a chorro, y me sentía un poco cansado. Me acomodé en la silla, encendí un cigarrillo, y, haciendo un esfuerzo por mostrarme optimista, pensé que podríamos despachar cualquier cosa a cualquier parte de la Tierra con más rapidez que antes. Exhalé una bocanada de humo que se elevó hacia el techo de mi despacho y la contemplé con el ceño fruncido. Por todos los demonios, ahora que por fin había finalizado un proyecto empezado hacía dos años, tendría que sentirme aliviado y contento, no vagamente intranquilo.
Nervios, me dije. Demasiado trabajo. Ya era hora de salir a celebrarlo, y sacudir las telarañas de los viejos centros de placer. Alargué la mano hacia el teléfono para llamar a Betty a casa.
Pero entonces me acordé de algo: ¿No había hablado Betty acerca de una reunión de su maldito Comité Azalea, que tenía lugar aquella misma noche? ¿No lo había anotado yo mismo en un trozo de papel? Saqué la cartera y lo busqué. Sí, allí estaba la nota, y sí, aquella reunión era para la noche. Murmuré algo intermedio entre una maldición y un sencillo: «Ah, demonios.»
Entonces vi otra nota, que se había caído al suelo al sacar la primera. La recogí y la miré: era un número de teléfono. Me dispuse a meterla de nuevo en el departamento de la cartera.
Un momento..., ¿de quién era aquel número de teléfono? Volví a mirarlo, y gradualmente noté que el ceño arrugaba mi frente. El número correspondía a una central telefónica local, pero no lo reconocí. Y estaba escrito por mi propia caligrafía..., tengo una «S» particularmente defectuosa que parece una especie de serpiente que no sabía cuándo detenerse. Evidentemente, el trozo de papel estaba justo detrás del que tenía la anotación sobre Betty, de modo que debía de ser reciente.
Pero no podía recordar de quién era el número, y la nota no me proporcionó ninguna pista.
¿Le ha ocurrido a usted alguna vez algo parecido? ¿O quizá es usted una de esas personas que tienen la cartera en orden, sin otra cosa más que dinero, tarjetas de crédito y fotografías de la esposa y los niños, y quizá un calendario de bolsillo? No, yo escribo notas sobre las cosas que tengo que hacer cuando llego a casa o al despacho, o nombres de libros que quiero consultar algún día, o el nombre de una medicina para la tos, o la dirección particular de alguien. Y, naturalmente, los números telefónicos de la gente. Sin embargo, por regla general, también escribo sus nombres.
Al cabo de medio minuto de reflexionar sobre el número, decidí encogerme de hombros y relegarlo al olvido. Volví a meter el papel en la cartera y me puse a mirar el correo que tenía en la bandeja de correspondencia. Pero el correo no era interesante, ni siquiera importante, y mi secretaria podía encargarse perfectamente de él. Me volví hacia el calendario que tenía sobre la mesa, pero en la agenda no había nada para aquel día, ni siquiera una comida de negocios. Había estado tan absorto en el proyecto durante las últimas semanas que gradualmente me había escabullido de la corriente de trabajo ejecutivo de la sociedad.
Demonios. Volví a acomodarme en la silla, sintiéndome enormemente aburrido. Y seguí pensando en aquel estúpido número de teléfono.
Cualquier persona con el dinero suficiente para tener un despacho de cuatro ventanas en el mundo de altas tensiones de 1982 tenía que ser una persona decidida, me dije. Saqué el trozo de papel con el teléfono escrito, descolgué el auricular, y marque el número.
La voz metálica de una mujer al otro extremo dijo:
—877-0313, o un número parecido.
—Oiga —dije yo—. Querría saber qué compañía es ésa.
Hubo dos chasquidos, después uno. La voz metálica dijo:
—877-0313.
—Perdone —insistí yo, elevando la voz—. Me parece que tenemos una mala conexión. Le preguntaba qué compañía es ésa.
Más chasquidos.
— ¿Cuál es su nombre, por favor? —pregunto la voz.
— ¿Acaso es un servicio de contestadores? —pregunté.
— ¿Cuál es su nombre, por favor? —preguntó nuevamente la voz.
Suspiré. Sí, parecía algún servicio de contestadores que no estuviera dispuesto a facilitar ninguna clase de información a menos que constaras en la lista aprobada.
—Soy Charles Barrow. No sé si usted...
Clic. Clic, clic.
—Su entrevista es a las cinco de esta tarde —dijo la voz—. Madison, 723; habitación 1.100.
— ¿Mi qué? —pregunté—. Mire, la verdad es que ni siquiera sé con quién voy a hablar. ¿A qué entrevista se refiere?
—A las cinco de esta tarde. Madison, 723; habitación 1.100. —Entonces se oyó un último chasquido, al tiempo que ella colgaba.
Me quedé mirando el teléfono; y después me eché a reír. Después dejé de reír y me pregunté si no debería sentirme molesto. No estaba molesto, pero pensé que quizá debería estarlo. ¿Qué clase de negocio podía permitirse el lujo de provocar la hostilidad de los clientes con esa falta de respeto?
Esto me devolvió al mismo punto de mis reflexiones cuando me decidí a telefonear: ¿Quién estaba al otro extremo de la línea?
Volví a mirar el calendario que había sobre la mesa y volví a verlo en blanco. Suspirando, escribí: «Entrevista Mad., 723; hab. 1.100-5:00.»
Madison, 723, era un gran edificio de oficinas como la mayor parte de las demás colmenas recién construidas en esa zona. Tenía una puerta giratoria de cristal que conducía a un gran vestíbulo, punto de partida de ocho ascensores automáticos. A aquella hora la mayoría de la gente acababa su trabajo; me metí en un ascensor que vomitó un verdadero cargamento y subí solo al undécimo piso.
La habitación 1.100 estaba al extremo del pasillo de mi derecha: una puerta indefinida con una ventana de cristal esmerilado que ostentaba las letras R.O.B.O.T. Me detuve, mientras las contemplaba; después llamé con los nudillos y entré.
Estuve un momento sin ver a la recepcionista. Había una mesa de teca, imitación de las danesas de mediados de siglo, con algunos papeles encima y un panel de distribución telefónica justo detrás. Junto al panel, detrás de la mesa, había una ruidosa masa de acero bruñido con brazos de metal con sus goznes visibles, un globo redondo en, la parte superior del cual salía una red de hilos telefónicos hasta el panel, y un cuello de muelles de acero debajo de esta «cabeza» globular. Mientras yo titubeaba junto a la puerta, una conocida voz metálica salió de una rejilla que hacía las veces de boca.
— ¿Cuál es su nombre, por favor? —preguntó la voz.
Me quedé mirando un momento, cogido por sorpresa. Los robots de uno u otro tipo estaban muy en boga en gran cantidad de industrias (aunque raramente a lo largo del circuito de la avenida Madison), pero la construcción de éste me sorprendió como extremadamente rara. La recepcionista chasqueó una vez y después dos, y dijo: «Su entrevista es a las nueve de mañana por la mañana», y comprendí que estaba hablando por teléfono, no conmigo. «Madison, 723; habitación 1.100», dijo.
Aguardé a que concluyera el ciclo.
—A las nueve de mañana por la mañana. Madison, 723; habitación 1.100 —dijo, y una de las líneas del tablero se desconecto por sí sola y se enrolló en el panel de la base. La recepcionista dejó escapar un zumbido, y después dio media vuelta par enfrentarse conmigo.
—Mi nombre es Charles Barrow —dije—. Tengo una cita.
—Sí, señor Barrow —dijo la metálica voz femenina—. Haga el favor de sentarse. —La máquina volvió a dar la vuelta para enfrentarse con el panel.
Me senté en el sofá, y encendí lentamente un cigarrillo para poner en orden mis ideas. Ya estaba en la oficina, y aún no había resuelto la estúpida cuestión que me había llevado hasta allí. ¿Qué era aquel lugar?
Me incliné hacia delante y pregunté:
— ¿Qué significa R.O.B.O.T.?
—R.O.B.O.T. son las letras que forman la palabra «robot» —contestó la recepcionista sin volverse.
—Lo sé —repuse—. Pero ¿qué es R.O.B.O.T.?
Se produjo un rápido zumbido dentro de la máquina y entonces dijo:
—Robot, sustantivo: un aparato o instrumento automático que realiza funciones normalmente atribuidas a seres humanos o se conduce con lo que parece ser una inteligencia casi humana.
—Eso está muy bien —dije pacientemente—. Pero ¿qué es este lugar, esta organización?
La recepcionista chasqueó dos veces.
—877-0313 —dijo. Después chasqueó varias veces más—. ¿Cuál es su nombre, por favor?
—Soy Charles Barrow. Tengo una cita a las cinco.
—Sí, señor Barrow. Haga el favor de sentarse.
Me acomodé en el sofá y esperé.
Media hora después seguía allí sentado, y empezaba a sentirme irritado. No estoy acostumbrado a que me hagan esperar. Reflexioné sobre la conveniencia de demostrar mi desagrado a aquella recepcionista-robot evidentemente limitada, o irme sin decir nada. Podía telefonear a Betty y quizá la convenciera para que dejase que las azaleas se las arreglaran solas otra semana más, y aún podríamos divertirnos.
Decidí irme sin decir nada. Cogí mi sombrero, me levanté... y la recepcionista tuvo un rápido clic-clic-clic-clic y dijo:
—Ya puede entrar.
Yo titubeé, mirando el impasible rostro de metal en forma de globo con los cordones telefónicos unidos al tablero. Como una medusa de metal, pensé airadamente. Debías mirarla y convertirte en estatua de piedra para esperar hasta que el que estuviera dentro quisiera recibirte.
El que estuviera dentro...
Esto fue lo que me decidió. Sería inútil decírselo a la recepcionista-robot, pero el hombre que había dentro era una cuestión muy diferente. Darte una entrevista para las cinco, y después hacerte esperar... Sí, se merecía una o dos palabras.
La recepcionista había alzado un brazo de metal y señalaba una puerta a mi derecha. Me volví y fui hacia ella.
Al otro lado de la puerta había un corredor muy largo, ancho y vacío como el pasillo de un hospital, a excepción de un par de figuras que vi al fondo yendo de una habitación a otra. También eran robots. El que vi con mayor claridad corría sobre dos ruedas y tema una serie de brazos metálicos que terminaban en «manos» muy defectuosas. Giró brevemente su reducida cabeza hacia mí, y vi unos brillantes ojos verdes; después desapareció en el interior de una habitación.
De la puerta más cercana a mí salió otro robot, éste alto y esbelto, básicamente humano en la construcción: dos piernas y dos brazos, un tórax y una cabeza. La cabeza tenía tres círculos rojos más o menos en el lugar donde uno esperaba encontrar los ojos y la boca. Cuando giró y se acercó a mí, me di cuenta de que aparentemente éste era el caso, pues los ojos estaban cortados en facetas como los de una abeja y la boca era una rejilla.
Se dirigió pesadamente hacia mí sobre sus pies de metal, se detuvo y dijo cortésmente: «Haga el favor de seguirme.» Después, sin esperar que yo respondiera, dio media vuelta y me condujo hacia el extremo del pasillo.
Yo le seguí.
Llegamos al extremo, donde el corredor torcía hacia la derecha, y entonces giramos en esta dirección. Nos cruzamos con varios robots durante el camino: amarillos, azules, grises; bajos y rechonchos que limpiaban el suelo con sus pies de escoba; robots-inspectores con hileras de ojos alrededor de sus cuerpos tubulares en la parte superior e inferior, comprobando minuciosamente el entarimado y el yeso; robots restauradores de forma tan extraña como el que había visto antes, con llaves de tuerca, destornilladores o herramientas cortantes en lugar de manos; y muchos otros dotados de gran variedad de extensores peculiares, órganos sensorios, manipuladores, y otros accesorios que no tenía ni idea de para qué servían.
El segundo pasillo tenía aproximadamente la longitud de una manzana de casas. El robot que me guiaba me llevó hasta el extremo y volvió a girar hacia la derecha. Ante nosotros apareció otro pasillo, que no se diferenciaba en nada de los dos que ya habíamos recorrido.
— ¿Falta mucho todavía? —pregunté, alcanzando al robot y acomodando mi paso a sus largas zancadas.
—Haga el favor de seguirme —dijo, sin volver la cabeza.
Me asaltó una sospecha.
—Dígame, ¿sabía que se le ha caído un brazo? —pregunté.
—Haga el favor de seguirme —dijo, sin detenerse a mirar.
—Su cabeza está destornillándose —dije con apremio.
—Haga el favor de seguirme —repuso.
Ni siquiera se produjo el suave chasquido que hizo la recepcionista al conectar su respuesta programada. O bien éste no tenía nada más que decir o bien yo no había apretado el botón verbal apropiado. Le seguí durante un rato, sintiendo crecer mi fastidio a medida que mis pies se cansaban. No soy un hombre peripatético.
Llegamos al fondo del tercer pasillo y giramos hacia la derecha. El robot-guía siguió adelante con la misma impasibilidad de siempre, y al extremo del corredor vi una puerta que se parecía sospechosamente a la que había usado para entrar. Me detuve.
— ¡Espere un momento! —dije—. ¡Me ha estado paseando en círculo!
—Haga el favor de seguirme.
— ¡Qué seguirle ni qué...! ¡Me largo!
Esto lo logró: en el interior del robot se produjo un zumbido y varios chasquidos.
—Esta es la habitación —dijo, encaminándose a grandes zancadas hacia la puerta más próxima y abriéndola para que yo entrara.
Permanecí inmóvil un momento, mirando hacia la habitación. Era un cubículo bastante pequeño, de un tamaño menor a la mitad de mi propio despacho, sin alfombra ni ventanas. Sólo había un sillón giratorio de piel verde en el centro de la habitación, y enfrente de él vi a un gran robot que parecía ser todo cabeza, y esa cabeza todo ojo. La cabeza con el ojo se volvió lentamente para observarme.
No sé exactamente qué esperaba encontrar al final del camino. ¿Qué clase de entrevista puede concertar un hombre y después olvidarla? ¿Un dentista? ¿Un psicoanalista? ¿Un consejero de impuestos? Bueno, fuera lo que fuese lo que yo me hubiera imaginado, incluía a un hombre, no a un robot de un solo ojo.
Pero ya estaba allí, y la curiosidad es una gran fuerza motivadora cuando se dispone de tiempo suficiente. Entré en la habitación.
El robot-guía cerró la puerta a mi espalda, y oí un ligero chasquido —no el clic-clic-clic que hacían al seleccionar sus programas—, sino un chasquido de cierre. Me volví rápidamente y así el pomo de la puerta.
—Haga el favor de sentarse —dijo una voz que parecía flotar en el aire de la habitación.
La estancia estaba cerrada con llave.
—Haga el favor de sentarse —repitió la voz.
Miré a mi alrededor, en busca de otra salida, aunque convencido de que no habría ninguna. En aquel momento, demasiado tarde, se me ocurrió pensar que yo era un hombre importante en la industria defensiva del Bloque Occidental, y que el hecho de que yo concertara una cita y después la olvidara era más que extraño... era inverosímil,
Y allí estaba.
—Haga el favor de sentarse.
Miré cautelosamente al gran robot que había frente al sillón. No parecía tener ninguna protuberancia amenazadora; realmente, era más bien informe a excepción de la cabeza con su enorme ojo. Con mucho cuidado, me senté en el sillón giratorio de piel que estaba enfrente de él.
Inmediatamente el ojo del robot empezó a girar. De pronto me di cuenta de que el iris estaba marcado con líneas espirales, y ahora que el ojo giraba parecía un remolino, un vértice de luz que hubiera atraído instantáneamente mi mirada y tratara de hacerme clavar la vista en la oscura pupila del centro.
Fijamente, fijamente...
—Fijamente, fijamente, fijamente —oí que decía la voz, lenta y monótonamente—. Fijamente...
Parpadeé y abandoné mi posición medio recostada en el sillón, enderezándome.
—Ni hablar —dije.
—Duerma —dijo la voz—. Debe dormir. Dormir, dormir. Tiene mucho sueño...
—No —dije, y aparté la vista del ojo.
La voz se detuvo; hubo un largo y absoluto silencio en la habitación. Las luces se amortiguaron hasta apagarse. Entonces oí dos chasquidos muy débiles, y la voz dijo:
—Ahora está dormido.
—No, no lo estoy —repliqué.
—Permanecerá dormido durante una hora exacta —dijo la voz—, y entonces se despertará, abandonará este edificio e irá a su casa. No se acordará de haber estado aquí; creerá que ha estado en el cine. Tirará la nota con nuestro número de teléfono y la página de su agenda con nuestra dirección, que tiene en el bolsillo de la camisa.
Mi sillón giró lentamente hasta quedar frente a una pared en blanco, donde apareció una imagen: era el principio de una película sobre África con subtítulos.
—Abrirá los ojos y mirará la película —dijo la voz, y entonces la banda sonora penetró por el altavoz escondido.
Me puse en pie y me dirigí hacia la puerta. Si creían que estaba dormido, quizá hubieran abierto la puerta. En este caso, quizá pudiera irme... no estaba lejos de la puerta de salida que había visto al extremo del pasillo
Di la vuelta al pomo; la puerta no estaba cerrada. Conteniendo la respiración, la abrí lentamente.
El robot-guía estaba fuera, bloqueando el paso, y mirándome inexpresivamente con sus ojos rojos de abeja. El robot chasqueó rápidamente y dijo:
—Está usted despierto.
Intenté apartarlo de un empujón, pero el robot extendió sus largos brazos de acero de un lado a otro de la puerta y me obligó a retroceder. Me agaché y traté de escabullirme por debajo de los brazos, pero no había bastante espacio; el robot avanzaba hacia mí, sin dejar de chasquear y chisporrotear rápidamente.
—Está usted despierto. Vuelva a entrar en la habitación. Vuelva a entrar en la habitación.
No tenía elección; no me quedaba más remedio que volver a entrar. El robot retrocedió nuevamente, y cerró otra vez la puerta. Esta vez el chasquido del cerrojo no fue débil.
A mi espalda, la banda sonora de la película enmudeció con un ruido seco y las luces volvieron a encenderse. A través del altavoz oí decir:
—Está usted despierto. Esto es muy insólito.
—Siempre he sido muy rebelde al hipnotismo —dije. Pero seguí sin mirar al ciclópeo robot—. Será mejor que me dejen salir de aquí. Dejé dicho adónde iba en mi oficina. Si desaparezco, el FBI sabrá dónde buscarme.
—No dejó dicho adónde iba en su oficina —replicó la voz—. Naturalmente, lo hemos comprobado. Siempre somos muy eficientes.
—Pero esta vez han fallado —observé yo.
—Sí. Es muy insólito. Ahora mismo voy a verlo —dijo la voz, y casi simultáneamente oí el chasquido del cerrojo al abrirse la puerta.
Un pequeño robot entró rodando por la puerta, que se cerró tras él. Su cabeza tenía unos sesenta centímetros de diámetro, y parecía correr sobre ruedas de patines. Tres botones negros, aparentemente los ojos, formaban un triángulo cerca de la parte superior de su cara, y cuatro pequeños brazos, de no más de doce centímetros de longitud, arrancaban de los costados y terminaban en minúsculas manos con dedos articulados. La cabeza y el cuerpo eran un solo globo de metal; parecía una extraña pelota, especialmente con su redonda rejilla encarnada, como una boca abierta.
— ¿Es usted? —dije con incredulidad.
Su voz (el aspecto del robot era tan poco atractivo que inmediatamente pensé en él como un ejemplar del género masculino) sonó un poco dolida cuando respondió:
—Sí, soy yo... el primer oficial a cargo de la Jurisdicción Cuatro de la avenida Madison. Soy una máquina muy compleja, programada para determinar mis propias acciones y con un vocabulario de 97.432 palabras, idioma inglés, Línea Catorce de 1982. La microminiaturización y nuestros últimos adelantos en simulación del DNA han hecho posible todo esto.
— ¿Quién demonios es nosotros? —pregunté, disponiéndome a seguirle al ver que rodaba hacia el centro de la habitación. Se detuvo junto al sillón giratorio, y con uno de sus brazos delgados como lápices me indicó que tomara asiento. No se me ocurrió ninguna razón para no hacerlo, así que le obedecí.
—Muy bien —dijo, y su redondeado cuerpo-cabeza pareció acomodarse sobre su base de ruedas—. Ya podemos hablar de negocios. Admiro a los hombres que pueden hablar de negocios. Nada de titubeos, ni perder el tiempo con rodeos. ¿De acuerdo? —Alzó una mano antes de que yo pudiera abrir la boca—. No se moleste en contestar; ya sé que está de acuerdo. Si contestara no lograríamos otra cosa que perder un tiempo precioso. Y vamos a hablar de negocios, ¿no es verdad? —Así lo espero —repuse.
—Bien, bien. —Alzó nuevamente los brazos—. Muy, pero que muy bien. Vamos a ver... usted pregunta: « ¿Quién es nosotros?» Una buena pregunta. Llega al meollo de la cuestión. Es decir, es incisiva, mordaz, aguda, penetrante. ¿Sí?
—Así me lo ha parecido —murmuré.
— ¡Ah! —dijo—. ¡Ah-ah-ah-ah-ah-ah! Esta es mi simulación de la risa humana... muy buena, creo yo. Me río porque usted emplea la ironía para responder a mi observación, una forma de comunicación humana muy peculiar. Gracias a la perfección de mis patrones analíticos soy capaz de detectar y contestar a ella.
—Tremendo —dije yo.
— ¡Ah! ¡Ah-ah-ah-ah-ah-ah! Vamos a ver... le diré quiénes somos. Aunque, para ser sincero, es posible que al principio no me crea. Soy consciente de las desafortunadas limitaciones que incluso los humanos tuvieron en la Línea Catorce de 1982. Escuche atentamente y con un criterio abierto; somos robots.
Se interrumpió, escrutándome con su triángulo de ojos-botones y chasqueando débilmente en su interior.
—Le creo —dije.
— ¿Sí? ¿De verdad? ¿O detecto algo de ironía en su voz? ¿Ah-ah?
—No —le respondí—. Le creo. Entre otras cosas, porque usted tiene aspecto de robot.
—Ah —dijo—. Sí. Una observación exacta, muy exacta.
—Gracias —dije agriamente—. Ahora que eso está aclarado, ¿qué le parece si me cuenta de dónde son? ¿Qué quieren? ¿Y por qué demonios me han traído aquí y han tratado de hipnotizarme?
El asintió, y como su cabeza era también su cuerpo, el movimiento adquirió el aspecto de una reverencia. Una pelota metálica con todo el encanto del Viejo Mundo, pensé. ¡Oh, caramba!
—Sus preguntas siguen siendo muy acertadas —dijo con aprobación—. Permítame que le responda francamente, puesto que admiro la franqueza. Con ella no se pierde el tiempo ¿De dónde somos? Sí, una excelente pregunta, pero no totalmente exacta. Sería mejor decir de cuándo somos. ¿Ve usted la diferencia...? Cuándo en lugar de dónde. Sí, veo que hace un movimiento afirmativo. Bien. Muy bien; somos del futuro.
—Del futuro —repetí.
El alzó la cabeza, inclinándose hacia un lado sobre su base de ruedas al mirarme con atención.
— ¿Ah-ah? —preguntó.
—No del todo —dije—. No se preocupe por eso... Limítese a proseguir con su historia.
—Ah, sí. Bueno, somos del futuro. O mejor dicho, de un futuro. Nuestra base es 2044, Pista Siete. Es decir, Línea Temporal Siete. ¿Está usted familiarizado con la idea de dividir el tiempo en infinitas líneas?
—Un poco. Es la teoría de que en cualquier momento de la historia hay un número infinito de futuros posibles, que dependen de pequeñas decisiones, factores casuales y cosas por el estilo. Cada futuro posible es una diferente, uh, línea temporal.
—Exacto. Ha comprendido muy bien la teoría... es decir, con precisión. Y me comprenderá cuando le diga que esta teoría es absolutamente correcta, aunque ahora ya esté pasada de moda. En otro tiempo hubo un número infinito de líneas temporales, pero ahora sólo hay cincuenta y ocho.
— ¿Qué significa eso?
El titubeó, y después hizo su pequeña afirmación-reverenda.
—Veo que debo explicárselo más detalladamente. En otro tiempo —hablando de un modo subjetivo— hubo un número ilimitado de historias para la humanidad, una infinidad de ellas que se derivaban de cada momento del tiempo. Un verdadero lío. Pero nosotros no hubiéramos cambiado las cosas si la humanidad no hubiera sufrido ningún daño en tantas de esas líneas. Guerras, plagas, desequilibrios ecológicos, desastres naturales de alcance mundial, y muchos etcéteras. Como robots no podíamos permitirlo, así que en cuanto hubimos dominado los viajes a través del tiempo, empezamos a trabajar para mejorar las cosas. Hasta ahora hemos eliminado... —Hizo una pausa, después realizó veloces cálculos con los dos primeros dedos de la mano izquierda, y prosiguió—: Hasta ahora hemos eliminado cuatro millones trescientas sesenta y siete mil setecientas dos pestilencias mundiales. Además, hemos de añadir... —más cálculos con los dedos— 826 guerras que prácticamente aniquilaban a la humanidad. O quizá la cifra sea 1.652. Bueno, en todo caso, ya comprende a qué me refiero.
Bruscamente me di cuenta de que le estaba mirando con fijeza. Me aclaré la garganta con timidez y dije:
— ¿Quiere decir que es usted realmente del futuro? ¿Y que usted y todos estos otros robots están... uh, organizando la historia?
—Eso es exactamente. Es necesario para el bien de la humanidad, que es nuestro principal objetivo: no podemos permitir que los hombres sufran daño alguno, o que se lo hagan ellos mismos. —El robot exhaló una bocanada de aire que se pareció curiosamente a un suspiro—. Resultaba comparativamente sencillo antes de descubrir los viajes a través del tiempo, pero una vez tuvimos el pasado abierto ante nosotros no nos quedó otra alternativa que aceptar la responsabilidad adicional. De modo que hemos emprendido nuestra gran campaña para reestructurar todas las historias. Y ahora estamos obteniendo un cierto grado de éxito, puesto que en las cincuenta y ocho líneas restantes hemos mantenido a la humanidad con vida hasta el año 1982. Como es natural, continuamos trabajando para extender esa fecha, así como para mejorar la calidad de las líneas. Cuantos más hombres vivos haya en una línea determinada, mejor; ¿lo comprende?
—Espere un minuto, espere un minuto —dije. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal—, Acaba de decir que nos han mantenido con vida hasta este año. ¿Qué hay del próximo? ¿Estaremos muertos entonces? ¿Es ésa la razón de que estén ustedes aquí?
El robot guardó silencio durante largos segundos, no haciendo otro ruido más que el débil chasquido que se escapaba de su interior, como una computadora que murmura para sí. Después, dijo:
—No puedo contarle nada acerca del futuro de su línea en particular, puesto que nuestro tratamiento hipnótico no ha surtido efecto con usted. Ha sido el único en un millón, ¿sabe?... Nuestra técnica es muy eficiente, muy refinada, muy complicada. No es simplemente hipnotismo, sino una combinación de eso con acústica, temperatura ambiente, el índice psíquico que grabamos mientras estaba usted en la sala de recepción...
—Sí, ¿qué me dice de eso? —interrumpí—. ¿Por qué me hizo esperar tanto? ¿Por qué me hizo dar esa vuelta por los pasillos hasta que finalmente amenacé con largarme?
El robot guardó nuevamente silencio, mirándome impasible con su triángulo de ojos-botones. Al fin, dijo:
—Lo único que queremos es retenerle hasta las 6.47 de esta tarde. Si podemos hacerle esperar por su propia voluntad durante parte de ese tiempo, ahorramos gasto de energía y tiempo. Usted comprenderá que, con cincuenta y ocho líneas que guardar y reestructurar, cualquier ápice de energía que logremos economizar puede ser muy importante. El tiempo que usted pasó en la sala de recepción y los pasillos nos ha ahorrado la electricidad y depreciación de maquinaría que, de otra forma, habría tenido que emplearse en mostrarle un documental sobre Nueva Tasmania. Multiplique este ahorro por cincuenta y ocho líneas, y considere que en cada línea tenemos entre doce mil y treinta y siete mil millones de oficinas encargadas de este trabajo, y...
—Sí. lo comprendo. Y por eso colocaron una nota en mi cartera con su número de teléfono; para hacerme venir por mí propia voluntad.
—Muy bien. Me gustan los hombres capaces de estar a mi nivel. Los humanos tienen sistemas mentales muy notables, pero no suelen ser tan eficientes como los que tenemos todos los robots. Comprenderá usted que los robots tenemos que ser, si me permite la expresión, superhumanamente eficientes, a fin de resolver las numerosas variables con que nos enfrentamos en nuestro trabajo con las líneas. Sin ir más lejos, mí propia unidad computadora, a pesar de ser portátil, es tan compleja que ni siquiera yo la entiendo...
—Pero la cuestión es —dije—, ¿cómo sabía que encontraría hoy la nota? ¿Cómo sabía que le llamaría?
—Lo comprobamos por medio de la observación temporal, desde luego. Si evitamos tener que introducir un cuerpo material en un punto temporal, ahorramos mucha energía, de modo que resulta práctico buscar líneas alternas y tributarias en circunstancias desfavorables, y sacar ventaja de ellas. Con la misma facilidad podríamos influenciar a un sujeto haciéndole acudir a una fiesta equivocada al marcar un número de teléfono o causando un viento que hiciera volar su sombrero por una calle determinada, o...
—O por otros muchos medios, estoy seguro —dije,
—Dos millones sesenta y siete mil cuatrocientos dieciocho medios, para ser exacto. Ocupamos la misma posición que lo que usted llamaría un defensor del fútbol.
Fruncí el ceño.
— ¿Se refiere a un jugador de la defensa?
—Eso es, claro que sí. Análogo al defensor de un juego muy en boga en la Línea Dieciséis. Mis disculpas... incluso los microcircuitos fantásticamente complejos y eficientes de mi unidad mental pueden tener algún fallo ocasional. Como le decía antes, ni siquiera yo comprendo siempre cómo es capaz mi mente de enfrentarse con todas las variables; no sólo son numerosísimas sino también sutiles. Por ejemplo, podemos originar una decisión administrativa negativa haciendo que esa mañana el funcionario implicado tropiece con multitud de pequeñas contrariedades... el cuello de la camisa demasiado almidonado, espuma de afeitar fría, casetes de dictáfono extraviadas, y así sucesivamente. O bien podemos allanar el camino para el éxito de delicadas negociaciones por medio de métodos opuestos.
— ¡Ya es suficiente! Lo que en este momento me interesa es por qué quería verme. Sé que mi empleo es importante, y acabamos de terminar un gran trabajo para la Defensa Hemisférica, aunque espero que esto no signifique... Bueno, usted ha dicho que la humanidad sólo estaba salvada hasta este año. Confío en que no seré el causante de alguna guerra global que ustedes intenten evitar.
El robot dijo:
—Como ya sabe, no puedo contarle nada sobre el futuro de su propia línea.
Suspiré.
—Sí, ya lo sé. Pero, de todos modos, he captado la indirecta. Si se trata de eso, puede contar con mi absoluta cooperación... estoy tan poco deseoso de destruir el mundo como usted.
—Es muy natural —repuso—. ¡Claro que ningún humano quiere destruir el mundo, ni el premier Yaroslav ni su propio presidente Robinson!
—Fletcher —dije yo—. Robinson perdió las elecciones, ¿no lo recuerda?
— ¡Ah, es cierto! Robinson está en la Línea Quince. Pero, en cualquier caso, usted ya me comprende: nadie quiere destruir la raza humana, pero las relaciones humanas son tales que el peligro de guerra está siempre presente. Sólo gracias a la exigente vigilancia de los robots se puede evitar toda clase de desastres naturales y no naturales., e incluso así, las líneas son tan complicadas que cometemos errores. —Hizo una pausa, durante la cual siguió saliendo un zumbido de su rejilla-altavoz—. Aún estamos tratando de arreglar un cómputo defectuosamente programado sobre los sucesos ocurridos en esta línea en un lugar llamado Sarajevo —dijo al fin.
—Oh..., el asesinato del archiduque Fernando. ¿No fueron capaces de evitarlo?
El robot chasqueó fuertemente, pareciendo agitado.
—Tuvimos... lo que ustedes llamarían un error de cálculo. El archiduque Francisco Fernando de Austria era una figura crucial en una pequeña pero sangrienta guerra de Europa oriental que decidimos eliminar de las líneas. Realizamos un enorme esfuerzo para provocar un atentado sin consecuencias contra la vida del archiduque, lo cual haría que su gobierno adoptara una política ligeramente distinta... y entonces uno de nuestros análisis de datos diarios nos informó de que todas las líneas derivadas de este planteamiento conducían a la muerte del archiduque y su esposa...
Me fui agitando a medida que comprendía el significado de las palabras del robot.
— ¿Quiere decir que... ocasionaron ustedes ese asesinato? ¿Que de lo contrario no hubiera ocurrido?
—Ah..., no. Y la guerra europea tampoco se hubiera extendido tanto. Es uno de nuestros errores que nos gustaría olvidar si fuéramos humanos, pero como somos robots con una memoria fantásticamente infalible que incluso a nosotros nos sorprende, debemos recordarlo y continuar trabajando en esa área completa de la historia. Puesto que el error inicial fue nuestro, no podemos modificarlo, pero al trabajar en las zonas no afectadas por nuestro trabajo anterior ya hemos conseguido mantener a Venezuela, Suiza y Tahití fuera de la guerra.
—Increíble —dije.
El robot volvió a inclinarse hacia delante, y esta vez estuve seguro de que pretendía hacer una reverencia, no una afirmación de cabeza.
—Gracias. Como sabe, el fin de nuestra existencia es ser útiles. Todos nuestros recursos se utilizan para bien de la humanidad, y nunca cejamos en nuestros esfuerzos. Por otra parte, tampoco estamos satisfechos con nuestros resultados en Pompeya, y nuestros esfuerzos para lograr que el departamento de incendios de Chicago de 1871 adoptara métodos más eficientes han causado la desgracia de seis líneas adyacentes. Además está la invasión de las arañas de América Central...
— ¿La qué?
—Cuando las arañas sufrieron una mutación como resultado de nuestros experimentos e invadieron El Salvador, Honduras, Guatemala y la mayor parte de Yucatán —explicó—. Tiene que acordarse, ¿o quizá conseguimos evitar que se propagaran a esta línea?
—Eso espero —dije yo—. En tal caso, muchas gracias.
Esta vez no captó la ironía en mi voz.
—De nada —dijo formalmente—. Seguimos trabajando incansablemente en los turbios dominios del tiempo, mejorando cada línea y, siempre que es posible, sustituyendo las líneas de calidad inferior por otras mejores. Ya sabe que hemos reducido el número de líneas a cuarenta y siete.
—Creía que eran cincuenta y ocho.
Oí algo parecido al chirrido de engranajes en el interior del robot mientras realizaba cálculos binarios con dos dedos.
—Sí, tiene usted razón —dijo—. Admiro enormemente a los hombres cuya memoria pueda igualar y sobrepasar a la de un robot, como la suya. Naturalmente, mi declaración no era el tipo de error que usted puede haber supuesto, ya que en cierto momento redujimos verdaderamente el número de líneas a cuarenta y siete, pero no hace mucho hemos sufrido algunos reveses.
Escuché esta declaración, tal como le escuchaba desde ya hacía rato, con algo parecido a la incredulidad. Que este robot y todos los demás que había visto fueran máquinas procedentes del futuro que habían regresado para mejorar la historia de la humanidad ya era bastante difícil de creer, pero tenía sentido en cierto modo. La existencia de unas máquinas programadas para servir y proteger a los humanos no resultaba tan absurda si los viajes a través del tiempo se hacían posibles..., pero que fueran tan ineptos, tan torpes y estúpidos, era asombroso.
— ¿No obtiene ninguna ayuda por parte de los humanos de su tiempo? —le pregunté—. Ellos les fabricaron; ellos les dieron las directrices, y seguramente vigilan sus actos y coordinan su organización.
— ¿Cómo iban a hacerlo? —preguntó el robot—. Los humanos ya no dan órdenes a los robots... Tomar decisiones es un trabajo difícil y arriesgado que hemos ahorrado a los humanos. Si un humano tomar una decisión incorrecta y causara algo como la invasión de las arañas, se sentiría tan culpable que caería mentalmente enfermo. Nosotros los robots, con nuestros circuitos cerebrales esencialmente lógicos, no tenemos sentido de la culpabilidad, así que podemos arriesgarnos a cometer errores tan catastróficos. Así pues, los humanos de nuestra línea base nos cedieron toda la administración en el año 2031, y desde entonces los hemos mantenido completamente a salvo.
Sentí que un escalofrío me recorría la espina dorsal y se me ponían todos los pelos de punta.
— ¿Qué significa lo de completamente a salvo?
—Exactamente eso. Permitimos a los humanos que hagan lo que quieran, mientras ello no implique ningún peligro para sí mismos. Supervisamos su régimen alimenticio, sus costumbres, personalidad, relaciones y vida sexual a fin de que no se mueran de hambre, ni engorden, ni tengan colesterol, hernias, sentimientos de culpabilidad u otras alteraciones mentales. Todo es muy científico...
— ¡Pero eso es una tiranía! —exclamé—. ¡Una dictadura! ¡Paternalismo!
—Sí —dijo el robot aprobadoramente—. Me alegro de que lo comprenda tan bien. Claro que, eventualmente, cuando hayamos alcanzado nuestra meta, habremos convertido las sesenta líneas en una sola, así que hacia el 2031 sólo habrá una línea en la que los robots accedan a la administración por votación general. Entonces todo será más simple y seguro.
—Cincuenta y ocho líneas, no sesenta —le recordé con algo de malicia.
—Ah..., no. Desgraciadamente, las noticias que recibo a través de mi circuito de comunicaciones me informan de que hemos retrocedido nuevamente a sesenta. Pero lo conseguiremos. Seguimos trabajando incansablemente en los turbios dominios del tiempo, mejorando cada...
—Eso ya lo ha dicho —comenté—. Desconecte esa cinta y dígame una cosa: ¿me ha traído hasta aquí para evitar una catástrofe o para promover su esquema para dominar el mundo? ¿Qué habría hecho si no hubiera venido?
El robot movió vagamente sus diminutas manos de metal.
—Ya sabe que no puedo hablarle sobre el futuro de su propia línea. Y de todos modos —añadió—, es lo mismo: cualquier cosa que hicieran los humanos para evitar seguir la Línea que les condujera al liderazgo de los robots sería una catástrofe.
—Quizá desde su punto de vista, pero no desde el mío —dije firmemente. Me puse en pie—. No pienso quedarme con usted ni un minuto más... aún me queda media hora del tiempo que quería mantenerme aquí incomunicado. Quizá todavía pueda averiguar lo que iba a hacer...
— ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh! —dijo él—. Esta es mi simulación de risa irónica..., muy similar a la de su Peter Lorre ¿verdad? Seguramente no se habrá imaginado que una organización tan eficiente y poderosa como la nuestra correría el riesgo de permitirle escapar tan fácilmente. Me gusta usted, señor Barrow, y lamento tener que hacerle esto. ¡Mire aquí!
Señaló por encima de mi hombro izquierdo, e involuntariamente miré en esa dirección. Era otra vez el ciclópeo robot, cuyo ojo giraba aún más rápidamente que la primera vez en que me enfrentara con él. Sentí que mi atención se centraba en aquel remolino como atraída por una fuerza física. Luché contra ella, tratando de cerrar los ojos, sacudir la cabeza, apartar la vista..., pero no pude. Me di cuenta de que miraba fijamente el remolino de aquel ojo, mientras oía una voz que decía:
—Fijamente, fijamente, fijamente... Va usted a dormirse. Profundamente, profundamente...
—No le dará... resultado —murmuré—. ¡No... conmigo!
—Claro que dará resultado —dijo el robot con cuerpo de globo, y tuvo razón, pues noté que me acomodaba en el sillón y empezaba a cerrar los ojos—. Mientras yo le mantenía ocupado con esta pequeña charla, mis ayudantes han aprovechado la oportunidad para grabar un índice psíquico más completo, y ahora...
Pero no pude oír más. Mientras me hundía inexorablemente en la oscuridad, lo único que oí fue la voz resonando dentro de mi cabeza:
—Duerma, duerma, duerma...
La siguiente cosa que recordé fue que andaba sin rumbo por la calle, y eran casi las siete. Recordé haber visto la segunda mitad de una película sobre África que no tenía mucho sentido... algo acerca del aburrimiento y corrupción reinante entre los miembros más jóvenes del Consejo Tribal, y robots de aspecto fantástico yendo de aquí allí, y una escultural muchacha negra bañándose en una fuente de Johannesburgo, y algo más acerca de un enorme ojo que daba vueltas... Todo se confundía en mi mente. Llegué a casa en una nube y apenas cambié dos palabras con Betty cuando ésta llegó de su reunión.
Pero al día siguiente, cuando fui a mi despacho, el sol matinal que entraba a raudales por la ventana iluminó algo escrito en mi agenda. Con un extraño presentimiento, cogí la libreta y la miré más atentamente.
Era la nota que yo escribiera sobre la entrevista: mi bolígrafo había marcado débiles hendiduras en la hoja de debajo. Al mirarlas tuve la inexplicable impresión de que era algo importante; frunciendo el ceño, cogí un lápiz y lo froté sobre la hoja.
Todo lo que pude obtener fue: «Entrevista... ad hab. 110... :00.» Pero fue bastante para poner en marcha mi memoria.
Eventualmente, tras pasar toda la mañana con la mirada fija en una pared blanca y realizar ímprobos esfuerzos para sacudir de mi cabeza las telarañas, me acordé de todo. Los robots no habían sido tan eficientes como pensaran, ni siquiera en la segunda tentativa. Me acordé de toda la secuencia de acontecimientos..., a excepción de la dirección y el número de teléfono. (Por esta razón los números que antes he dado no son los verdaderos.)
Pasé varios días recorriendo la avenida Madison de arriba abajo, en busca del edificio que recordaba, pero ninguno de ellos me pareció igual. Pensé acudir a la policía, o al FBI..., pero ellos no habrían creído mi relato y sólo hubiera logrado acabar en el pabellón de psiquiatría de algún hospital, o en todo caso perder la consideración general. Y gradualmente empecé a dudar de mis propios recuerdos.
Pero cada vez que estoy dispuesto a encogerme de hombros y olvidar todo el asunto, descartándolo como un sueño o una alucinación, leo los encabezamientos de los periódicos, y eso me lo impide. Son increíbles las cosas que ocurren en el mundo en el supuestamente iluminado año 1982... Son las mismas cosas que han estado ocurriendo a lo largo de toda la historia. Son locuras. Y cuando leo los periódicos, me acuerdo de aquellos robots que chasqueaban y zumbaban, y la definición de robot formulada por aquella recepcionista mecánica:
Robot, sustantivo: un aparato o instrumento automático que realiza funciones normalmente atribuidas a seres humanos o se conduce con lo que parece ser una inteligencia casi humana.
Algunas de las noticias que atraen mi atención no ocupan una situación muy preferente. Por ejemplo, medio escondidos en la segunda sección durante los pasados días, han aparecido breves artículos acerca de algunas extrañas perturbaciones en El Salvador. Parece ser que los nativos están difundiendo extraños relatos acerca de unas arañas gigantes que atacan sus pueblos, marchando en hileras de dos en fondo, y asustando a sus mujeres y sus niños.
Fin