EL PADRINO DE MI HERMANO (Corín Tellado)
Publicado en
julio 08, 2013
Argumento:
Clara Santelmo, una jovencita de 17 años muy inocente, vive su vida con gran pasión e ingenuidad, sus padres muy afligidos porque ella no aprueba los exámenes del colegio deciden internarla en un colegio por 2 años hasta que apruebe.
Juan, vecino y padrino del hermano de Clara, ve crecer a su pequeña vecina a la cual quiere como una hermanita. Juan es un hombre al cual le gusta salir y divertirse con sus “amiguitas” sin compromiso alguno.
A su regreso Clara, ya es toda una mujer, con convicciones muy rectas.
Cuando Juan y Clara se encuentran, hay una cierta afinidad entre ellos, que no quieren reconocer… Él por no aceptar un compromiso y ella porque desaprueba el proceder de Juan con su amiga Paula.
Capítulo 1
Clara Santelmo (rubia, frágil, dinámica, ojos azules y diecisiete años) salió del Instituto con la cartera de los libro bajo el brazo y riendo a carcajadas. A su lado, su amiga Paula sonreía tímidamente, un poco asustada de la exuberante alegría de su compañera.
Clara era la más mala estudiante del último curso de Bachiller, pero la más simpática v despreocupada de todas y los chicos la rodeaban a cada instante y Clara contaba chistes y los muchachos se los reían. Para ella no había diferencia de sexos. Los muchachos eran tan camaradas como las amigas y departía con ellos sin malicia alguna y jamás pensaba, como sus compañeras, en hallar un posible novio entre ellos.
«Esta hija nuestra es un caso», Serafín. «Para ella la vida es una comedia o una parodia, todo menos vida».
«¿Y ello te asusta?», aducía el marido. «Déjala Mientras piense así será una joven feliz. El día que empiece con problemas sentimentales será una chica como todas».
Y era cierto. Clara no sufría. No había sufrido jamás. Estudiaba a regañadientes, le importaba un ardite todo cuanto decían los libros, y si no fuera porque en el Instituto se pasaba muy bien, haría mucho tiempo que lo hubiera dejado. Y aún menos mal que tenía a Juan que le hacia los deberes, pues el día que él se negara sus notas trimestrales se convertirían en un sin fin de ceros.
—¿Por qué te ríes de ese modo? —le preguntó.
Y miraba a un lado y a otro, temiendo llamar la atención. A Clara, por el contrario, le tenía muy sin cuidado llamar la atención o no. Cierto es que Paula se pintaba los labios, lucía un ridículo rabito en los ojos e iba a la peluquería dos veces por semana y además amaba platónicamente al profesor de Filosofía, ella, por el contrario, no se pintaba jamás. No iba a la peluquería y nunca se le había ocurrido amar a un profesor tan pesado como el filósofo.
—De eso.
—¿Y qué es eso?
—Todo —explicó breve, alzando los hombros—. Todo me causa risa: la mañana, que es espléndida; la brisa que acaricia mis cabellos, el bullicio de la calle, concluida gracias a Dios, y tu cara de pasmo.
Paula se agitó.
—Por lo visto, para ti todo es motivo de risa.
—Por supuesto. El día que deje de reír me muero.
Un grupo de chicos acudió hacia ellas. Paula se esponjó haciendo pinitos coquetuelos, dispuesta a acaparar a uno o dos de aquellos chicos. Clara no se preocupó de semejante cosa, pero empezó a hablar y Paula quedó relegada a un segundo término. Todos los días ocurría igual. Y, no obstante, Paula era más bella que Clara y se pintaba y tenía aspecto de mujer moderna. Clara, por el contrario, no se pintaba, parecía una chica traviesa únicamente y no sabía coquetear. Pero su simpatía era tan arrolladora que acaparaba todas las voluntades de aquellos chicos sencillos, estudiantes de último curso. Asi un día y otro. Todas las chicas, compañeras de estudios de Clara, habían ido dejándola a un lado por esta misma razón. Les acaparaba a todos los muchachos y a su lado se consideraban vejadas, humilladas en su amor propio. Paula se mantenía en la brecha. Le gustaban los chicos y les agradaba enormemente coquetear con ellos, pero también apreciaba a Clara, y su aprecio era sincero, tan sincero que prefería sufrir ciertas humillaciones a perder la amistad de su fiel amiga. Porque, sí, Clara era amiga fiel, y si acaparaba a los chicos, no lo hacia adrede, era algo innato en ella; algo que Dios le concedió como un don del cielo y ella no se daba ni cuenta.
Tenía unos ojos azules reidores, una boca provocadora que ella aún no sabía mover como Paula, y un tipo esbelto y dinámico que por sí solo valía un mundo. Pero Clara rara vez se miraba al espejo y en cuanto a las perfecciones físicas que la naturaleza le concedió, le eran tan indiferentes como las matemáticas y la literatura.
—Hemos pensado —dijo uno de los chicos—, hacer una excursión a la montaña el domingo.
—Estupendo —se entusiasmó Clara.
—Pero no tenemos chicas.
—¿No? Yo seré una. Y Paula otra. ¿Verdad, Paula?
—Sí —asintió la aludida, moviendo sabiamente los rabitos oscuros de sus ojos.
Los chicos no se fijaron en aquel detalle.
—¿No os bastamos?, —preguntó Clara, divertida.
—Sois dos chicas.
—Claro que sí.
—Pero nosotros somos doce chicos.
—¡Extraordinario! —exclamó Clara con la mayor sencillez—. Seis chicos para cada una de nosotras. Lo pasaremos muy bien.
Se separaron con esta convicción, pero cuando Paula los vio alejarse, dijo a su amiga:
—Cuando tu familia y la mía se enteren de que vamos solas con doce chicos, no nos darán su consentimiento.
Clara abrió los ojos de un palmo.
—¿Y por qué no?
—Porque no está bien, porque no es correcto…
—Creo que exageras. Mi padre nunca me ha negado nada y esto es una cosa normal.
—¿Normal doce chicos para dos chicas?
—Naturalmente. Lo peor sería que fuéramos doce chicas con dos chicos. ¿Qué íbamos a hacer?
—Bueno —dijo Paula, alzando los hombros—. Pregunta en casa y yo haré otro tanto en la mía. Te llamo por teléfono por lo que sea.
—Está bien.
Cuando Clara llegó a casa, lo dijo inmediatamente. Su padre no estaba. No había regresado de su despacho. Era un abogado de renombre y tenía fama de hombre severo, si bien aún no había considerado necesario hacer uso de su severidad ante su hija.
—No —dijo la madre rotundamente.
Clara no se inmutó. Estaba habituada a los «no» de su madre. Pero luego llegaba don Serafín, la hija le hacía unas carantoñas, lo besaba en la punta de la nariz y… ¡hala!, todo salía como deseaba la benjamina. Con ésta esperanza. Clara no hizo objeciones. A las dos llegaron su padre y su hermano. Ricardo tenía quince años y estudiaba quinto de Bachiller, y al regreso del Instituto iba por el despacho de su padre y regresaban juntos a casa. Don Serafín había decidido que su hijo se hiciera abogado y ocupara algún día su puesto. Ricardo estaba entusiasmado con la decisión de su padre y había hecho de él su más fiel camarada.
Tan pronto el padre se despojó del sombrero, Clara corrió hacia él y se estrechó entre sus brazos. Elvira sonrió sarcástica, pensando que aquella vez Clara se iba a llevar un susto tremendo ante la negativa paterna. Pero el susto se lo llevó ella cuando oyó a su marido dar su consentimiento con la mayor tranquilidad, y cuando la joven, tras comer apuradamente, salió de la casa, la esposa se enfrentó con el tranquilo marido:
—¿Te has dado cuenta de lo que te pidió tu hija?
El caballero levantó los ojos del periódico y miró a su mujer, interrogante.
—Te he preguntado —repitió ésta con irritación irreprimible—, si supiste lo que hacías.
—Naturalmente.
—Pues es una insensatez por tu parte. Clara ya no es una niña y sólo irán ella y Paula, eso suponiendo que a ésta se lo permitan, a esa excursión con doce muchachos. Lo encuentro absurdo y, lo que es peor, peligroso.
El marido dobló la Prensa y la puso de visera para ver mejor a su mujer. El sol entraba por el ventanal y de lleno en sus ojos.
—No permitiría esa excursión —habló tranquilamente—, si Clara me dijera que iba con un muchacho. Pero con doce… —se echó a reír—. No tengo motivo en qué apoyar una negativa.
—Serafín…
—Dime, querida.
—¿Te das cuenta de lo que dices?
—Pues claro. Una mujer y un hombre solos son un peligro. Doce hombres con dos mujeres, ninguno, y yo tengo una hija que no posee una gota de malicia y no pienso despertársela. El don más preciado de la mujer es la inocencia, y mi hija, gracias a Dios, disfruta de ella plenamente. Tengo bastante entendimiento y conozco lo suficiente a la pequeña para no saber cuándo tengo que frenarla. Hasta la fecha… no me dio motivos. Déjala que siga viviendo en las nubes. El día que caiga yo lo veré. No es Clara de las que pueden disimular una caída.
—No te comprendo, no te comprendo.
—Yo me comprendo perfectamente —y con ironía—: ¿Puedo leer tranquilamente el periódico?
La dama rezongó algo entre dientes y se alejó en dirección al comedor, donde la fámula recogía el servicio.
En aquella avenida se alineaban una veintena de chalets de construcción moderna y cómoda. Eran viviendas particulares y todos pertenecían, no a personas opulentas, pero si a familias acomodadas. Ingenieros, militares, abogados, jueces y médicos. El que pertenecía a los Santelmo se llamaba Villa Clara, y el que se hallaba al lado, Villa Sofía. Era ésta una solterona simpática, con un sobrino, abogado, que trabajaba en el despacho de don Serafín. Las dos familias se llevaban muy bien, hasta el extremo que cuando nació Ricardo, Juan, el sobrino de doña Sofía, apadrinó al recién nacido desde entonces la amistad se afianzó aún más en los transcurridos muchos años desde entonces.
Sofía y Elvira se pasaban las tardes cosiendo en el jardín, bien en el de una, bien en el de la otra. Y Clara entraba en aquella casa, como en la suya propia. Aquella tarde llegó, saltando de gozo. Sofía, al verla, pensó que ya no era tan joven para entusiasmarse como una niña, pero, al igual que don Serafín, creía más conveniente que continuara así.
—¿No sabes, tía Sofía? —gritó feliz—. El domingo voy de excursión a la montaña.
La solterona la besó en la mejilla y le dio dos palmaditas en los hombros. Le agradaba que la joven la llamara tía Sofía, igual que Juan, su auténtico sobrino, y que Ricardo, el hermano de Clara. De ese modo se consideraba más en este mundo, más humana, y su soltería no le parecía tan horrible.
Juan, que se hallaba tendido bajo la sombra de un árbol, abrió un ojo y después los dos.
—¿Con quién vas? —preguntó.
Clara volvióse en redondo y corrió a su lado. Se sentó junto a él y le tiró de una oreja. Era el saludo de todos los días, y a él ya no le llamaba la atención. Tenía veintisiete años, y cuando nació Clara, él la acunó; y cuando luego dio los primeros pasos, él reía, entusiasmado, de los primeros balbuceos. Ahora era una mocita y para Juan seguía siendo una niñita. Le hacía los deberes, la regañaba y hasta en alguna ocasión le propinó un azote.
—Voy con los compañeros. ¿Sabes cuántos son? Doce.
—Hum. Buen número. ¿Y vosotras?
—Dos, Paula y yo.
Juan arrugó el ceño. Era moreno tenía los ojos oscuros y no muy elevado de estatura. En apariencia era un hombre vulgar, pero don Serafín siempre decía de él que llegaría a ser un gran abogado y que de vulgar no tenía nada.
—¿Dos chicas para doce chicos?
—Sí. ¿No te parece estupendo?
Juan alzó los ojos y miró a su tía. Sofía encogió los hombros como diciendo:
«No lo comprendo».
Clara, ajena a los pensamientos de sus vecinos, se puso en pie y con su volubilidad habitual se despidió, diciendo que iba a ver a Paula.
Juan se puso en pie y fue a sentarse en el borde de un gran macetero.
—La planta, Juan…
—¡Hum!
—Te has sentado sobre ella.
Juan no se movió. Miraba hacia la plaza por la cual se perdía la esbelta adolescente.
—No eres su padre —adujo Sofía, como si penetrara en sus pensamientos.
—Es cierto. Pero me extraña que don Serafín… Bueno —alzó los hombros—, ¿y a mi qué me importa?
—Eso digo yo.
—Pero es absurdo que le permitan ir con doce muchachos —y, pensativo, añadió—: Los muchachos de hoy no son como los de ayer. Tienen más malicia y Clara es una chiquilla deliciosa. La van a estropear, ¿sabes?
—No exageres.
—Y yo te digo a ti que no disimules. Piensas como yo, exactamente igual, ¿no es cierto?
—Pues… me extraña de Elvira.
—Doña Elvira ni pincha ni corta aquí. Es cosa de su marido. Don Serafín cree que su hija va a seguir eternamente siendo niña y es un gran error.
—Yo en tu lugar no me preocuparía.
—Es cierto. Allá ella y sus padres y los doce gamberritos que la acompañarán el domingo.
Se fue al trabajo y dejó de pensar en aquel asunto; pero cuando llegó, al anochecer, a casa, se encontró con una Clara desolada.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Juan, intrigado.
—No habrá excursión.
A Juan le supieron gratas aquellas frases, sin saber por qué.
—¿Y eso?
—A Paula no le dan permiso.
—Estupendo.
—¿Qué dices?
—Que… en fin. ¿Y por qué no se lo dan?
—¡Qué sé yo! Manías de los padres.
Juan le puso una mano en el pelo y le dijo cariñoso:
—No le apures. Yo te llevaré a la montaña en mi coche y pescaremos truchas.
Clara resplandeció de gozo.
—¿Lo harás?
—Naturalmente.
—Voy corriendo a decírselo a papá.
Y salió disparada.
Don Serafín la oyó en silencio. Dobló la Prensa de la tarde y dijo estas escuetas palabras:
—¡No irás!
—¿Qué? ¿Cómo?
—Que no irás.
Capítulo 2
Era la primera vez que su padre le negaba algo y Clara, más que dolida, se sintió perpleja. No osó replicar ni una sola palabra, ni el padre parecía dispuesto a continuar hablando. Caló los lentes y se dedicó de nuevo a su periódico mientras Clara, dando la vuelta, salió de la salita del chalet.
Elvira, tanto o más perpleja que su hija, cuando ésta marchó, fue a sentarse frente a su esposo y se le quedó mirando, interrogante, sin decir palabra. Transcurrieron varios segundos y de súbito don Serafín levantó los ojos del periódico, miró a su mujer y dijo desabrido:
—¿Qué pasa?
—Eso me pregunto yo.
—Esta mañana te dije que prefiero ver a mi hija con doce muchachos que junto a uno solo. Asi pues, huelgan más explicaciones.
—Pero es que Juan no es un muchacho.
—Por eso mismo: es un hombre.
—Un hombre que profesa a nuestra hija el afecto de un hermano.
—¡Ya!
—¿Qué es lo que piensas, Serafín?
—Nada determinado.
—A Juan le parecerá muy mal tu negativa.
—Pues que venga a hablar conmigo y le daré explicación. ¿Puedo continuar leyendo el periódico?
Elvira se puso en pie.
—Te aseguro, Serafín, que te comprendo aún menos que esta mañana.
El abogado no respondió, dedicándose nuevamente a su periódico.
Entretanto, pensativa y mohína, Clara atravesó el jardín y salió de éste, yendo hacia el de sus vecinos. En la pequeña terraza. Juan fumaba un cigarrillo y tomaba los últimos rayos de sol, tendido en una extensible. No lejos de él, doña Sofía regaba las plantas. Clara ascendió despacio y se dejó caer en el último escalón con un prolongado suspiro. Tía y sobrino la contemplaron, interrogantes.
—¿Qué te ocurre, niña? —preguntó Juan.
—¿Ocurrirme? Ejem, casi nada. Mi padre no me da permiso para ir contigo el domingo.
—¡Ajá!
Clara se engalló.
—¿No te enfadas?
—¿Por qué he de enfadarme? Lo que deciden los padres no deben discutirlo los hijos.
—No lo discutí —saltó la joven malhumorada—, pero me pareció muy mal.
—Pues a mí me parece muy razonable.
La muchacha miró a Sofía.
—¿Qué piensas tú, tía Sofía?
—Pues… no sé. La negativa me parece en principio algo absurdo, si, como dices, estaba dispuesto a dejarte ir con la pandilla de estudiantes. Pero como en realidad ya no debiera dejarte ir con ellos, bien está que no te permita ir con Juan.
—Yo no lo comprendo —rezongó Clara, levantándose y bajando de nuevo las escaleras.
Tía y sobrino la siguieron con los ojos. Era gentilísima, y cuando pasaran unos años y se convirtiera en mujer, traería de cabeza a todos los chicos del barrio.
Juan fumó aprisa y esparció las volutas con precipitación. Doña Sofía, que seguía con atención todos sus movimientos, dejó la regadera sobre una maceta, fue a sentarse frente a él en otra extensible.
—¿Te parece mal? —preguntó.
—No me parece muy bien.
—Es una determinación razonable.
—Yo diría que absurda.
—De todos modos, eres un hombre.
Juan la miró, enfadado.
—¿Qué hombre ni qué…? —rezongó—. ¿Cree don Serafín que le voy a comer a su retoño? ¡Estaría bueno! No soy devorador de niñas ingenuas, tía Sofía. Y, además, siempre me descompuso perder el tiempo en tardes blancas. Si invité a Clara fue por no verla tan triste. Y el padre me hace pensar en cosas que nunca, hasta hoy, pasaron por mi imaginación.
—Un padre ha de velar por sus hijos —razonó la dama, sin mucha convicción.
Juan se engalló. Él ya no era un niño. Tenía veintisiete años y muchas horas de vuelo, y la vecinita le resultaba simpática, pero jamás se le ocurrió asociarla al núcleo femenil del cual se servía para divertirse.
—Considero razonable que los padres velen por sus hijos —observó pensativamente—. Pero esta mañana le había dado permiso para ir a la montaña con doce gamberros.
—Doce siempre son menos peligrosos que uno.
Juan se enfadó de veras.
—¿Es que yo también soy un gamberro?
—Eres un hombre. Y dice el refrán que la mujer es estopa y el viento…
—¡Bobadas! Nunca se me ocurrirá imaginar a Clara de otro modo de como es. Bueno —alzó los hombros—, después de todo, mejor para mí.
—¿Vas a decirle algo a don Serafín?
—Claro que no. Seria demostrar que me siento ofendido.
—Y te sientes.
—Por lo que en si lleva de absurdo. Sólo por eso.
Se puso en pie, aplastó el cigarrillo bajo el pie y pisó el escalón.
—Voy a jugar una partida al club —dijo.
—No tardes. Ya sabes que me gusta comer temprano.
—A las nueve y media estaré de regreso.
Se marchó, y doña Sofía lo siguió, pensativa, con los ojos, hasta que se perdió tras la cancela de hierro.
Juan no era guapo, pero todas las chicas del barrio hubieran deseado pescarlo para marido. Era un hombre de este mundo, real y consciente. Ni era un soñador ni pensaba en imposibles. Doña Sofía nunca le conoció una novia determinada. Salía con todas, se divertía y la dama sabía muy bien que le gustaban las mujeres como a su loro los terrones de azúcar, pero Juan no era un perdido sensualista. Era un hombre simplemente con los sentidos bien despiertos, y el día que decidiera formar un hogar haría muy feliz a su esposa. Ella hubiera deseado que Juan se casara. Ya tenía edad para ello, pero el joven siempre decía que no lo haría hasta tanto no tuviera un despacho de su propiedad y clientela propia.
Doña Sofía creyó que Ángel, su cuñado, iba a quedarse a vivir con ellos, pero Ángel era un trotamundos y se dedicó a viajar. Cuando pensaba volver, le atacó una enfermedad y se murió. Desde entonces, ella se dedicó al sobrino y nunca pensó en un hombre, un marido, que pudiera darle un hijo propio. Cuando se dio cuenta, el sol había cruzado su puerta y la juventud había tomado las de Villadiego. Se resignó. Doña Sofía era una dama resignada y sabía perder con dignidad. Tenía una pequeña renta y con ésta y lo que el padre de Juan dejó a su muerte, reunió lo suficiente para dar carrera al muchacho. Ahora sólo faltaba que Juan encontrara una mujer que le hiciera feliz, y después la cadena continuaría, porque ella, considerándose abuela de los hijos del hombre, se dedicaría a criarlos.
No era, pues, una vida de soñadora la suya. Era una vida simple como hay miles de ellas. Pero doña Sofía estaba contenta y esperaba que la bola siguiera rodando y rodando hasta que se detuviera a su lado y le dijera: «Llegó tu hora». Y la hora para doña Sofía, al igual que para todo el mundo, era la muerte.
El domingo por la mañana, Clara, a su regreso de misa, cogió el traje de baño y se dirigió a la playa. Paula iba a su lado. Las dos, mohínas y disgustadas, comentaban la absurda negativa de sus padres.
—Lo que no comprendo es por qué no me dejó ir con Juan y en cambio me dejaba ir con los compañeros de clase.
Paula tenía los mismos años de Clara, pero era más maliciosa.
Con naturalidad, dijo:
—Juan es un hombre.
—¿Y qué?
—Mujer… está claro.
La hija de don Serafín alzó una ceja, interrogativa. Era la primera vez que se sentía sin humor.
—No veo la claridad por ninguna parte.
—Juan es un hombre muy atractivo.
—¿Cómo?
—Quiero decir que es un hombre muy… que gusta a las chicas, vaya.
—¿Y eso qué?
—Tú eres una niña como él que dice. Imagínate que te enamoras de Juan.
Ahora Clara si soltó la carcajada.
—¿Enamorarme yo de Juan? No seas tonta, Juan es como un hermano.
—Pero no es tu hermano.
—Pero es el padrino de aquél.
—Para el caso, como si fuera un extraño.
—No lo comprendo. Sigo ciega como antes.
—Pues ve al oculista —dijo Paula, enojada.
Clara volvió a la carga:
—Que Juan sea un hombre atractivo como dices y guste a las chicas, no es motivo para que mí padre me negara el permiso.
—¿Otra vez?
—Y siempre.
—Pues eres tonta. Yo veo las cosas bien claras. Con los doce compañeros te dejaba ir. Era lo normal, aunque a mí me negaron el permiso. No había cuidado que te enamoraras de los doce. Pero sólo con Juan… una tarde entera… Ya sabes…
—No sé nada. Nunca se me ocurrirá ver a Juan como lo ven las demás chicas. ¿A ti te gusta?
Paula engulló saliva.
—Mucho —dijo—. Es el joven del barrio más interesante; pero… como si no me gustara. Para Juan no cuentan las niñas. Le gustan las mujeres hechas y derechas como Purita Ruiz y Sarita Escudero…
—¿Esas tan viejas?
Para Clara, toda mujer que sobrepasara los veinte era vieja. Así era de ingenua aquella muchacha, y Paula, que no lo era tanto, exclamó:
—¿Tan viejas? Pero si se presentaron en sociedad hace dos años.
—Juan es un chico joven.
—No hay quien te entienda. Juan es joven y tiene veintisiete años por lo menos, y Sarita y Purita…
—¡Bah! —cortó—. ¿Nos bañamos?
Lo hicieron. La playa no era grande y en ella se conocían todos. El edificio del club se alzaba sobre columnas al otro extremo de la playa, y en él estaba Juan y su pandilla de amigos. Las jóvenes no tenían acceso allí por ser demasiado niñas. Cuando se presentaran en sociedad, sería otra cosa. A Clara no le importaba, pero Paula, cuando veía a sus hermanas bailando en la terraza, se ponía de mal humor.
—Ya verán ésas cuando yo me presente en sociedad… Las anulo a todas.
Clara rió. Era su risa tan luminosa que resplandecía todo en su bonita cara.
—A mí no me interesa —dijo con la mayor tranquilidad—. Tengo tiempo de sobra…
—Pues lo pasan muy bien.
—¿Es que tú no lo pasas bien?
—¡Bah! A medias nada más.
—Yo disfruto mejor en la playa que en la piscina.
—No puedes saberlo porque nunca estuviste allí —razonó Paula, burlona.
—¿Y eso qué? ¿Para qué tengo la imaginación?
Paula alzóse de hombros. Cada día comprendía menos a su amiga. Esta, indiferente, corrió hacia la orilla y pronto se le reunieron un grupo de chicos. Eran todos estudiantes de su edad, y a Clara le divertían horrores. Paula se aproximó y trató de acaparar la atención de uno o dos. Ya se contorneaba, pero ni eso logró. Clara hablaba por los codos en aquel instante y todos estaban pendientes de ella. Juan pasó cerca del grupo y se quedó un momento mirando a la joven bañista y a sus acompañantes. Moviendo la cabeza de modo extraño, siguió su camino. Tendría que decirle a Clara que no era de buen gusto hablar con los chicos tan desenfadadamente. Y se rió pensando en que don Serafín prefería que estuviera junto a doce chicos, a su lado. ¡Absurdo!
Capítulo 3
Al atardecer de aquel mismo domingo, Juan salía de casa cuando Clara cruzaba el jardín.
—¿Marchas? —preguntó.
—Sí. Y tú llegas. Tía Sofía te atenderá.
—No pienso darle mucho la lata. Luego vendrá Paula a buscarme para ir al cine. Ponen una tolerada cerca de aquí.
—Pues que te diviertas, queridita —le dijo, como si se tratara de una niña.
Clara se le quedó mirando detenidamente y Juan preguntó:
—¿Por qué me miras asi?
—No sé. Tal vez es por lo que me dijo Paula esta mañana.
—¿Y qué es ello?
—Dijo que eres un hombre muy atractivo. Y que le gustaban las chicas hechas y derechas, como, por ejemplo, Sarita y Purita… ¿Es verdad? —Juan se quedó desconcertado—. ¿Es verdad, Juan?
—Tal vez.
—¡Qué mal gusto!
—¿Mal gusto?
—Pues claro. Sarita es una vieja.
Juan alzó una ceja.
—¿Vieja?
—Casi.
—¿A quién, entonces, me elegirías por novia?
Clara se quedó pensando. Estaba muy linda bajo la luz crepuscular. Tenía unos ojos azules extraordinariamente vivos y una boca que, transcurrido algún tiempo, sería maravillosa, y unos dientes y un cuerpo y un todo que…
—Nunca he pensado en ello, pero lo haré.
—Cuando me la hayas encontrado me lo dices, niña.
—Claro que te lo diré.
—Hasta mañana, bonita Clara.
—¿Con quién sales hoy?
—Con Sarita precisamente.
—¡Puaf!
Y se dirigió a la terraza, donde descansaba doña Sofía. Clara llegó a su lado, la besó en la frente y luego se dejó caer con un suspiro en la extensible, frente a la dama.
—¡Qué bien lo hubiera pasado en la montaña! —exclamó—. Pero, bueno, tampoco pienso pasarlo mal en el cine. Ponen una de Sissi.
Doña Sofía la miraba, embobada. Era una lástima que la vida y la malicia destrozaran aquella alma de niña inmaculada. Algún día, Clara perdería su encanto más preciado, como antes lo perdieron otras. Sería una verdadera lástima.
—¿Tus padres no han salido hoy?
—Papá hubo de hacer un viaje y mamá dijo que luego vendría a pasar un rato contigo.
—Y, entretanto, tú te vas al cine.
—Sí.
—¿Con quién?
—Con Paula.
Ésta ya llamaba desde el otro lado de la cancela. Clara besó a la dama precipitadamente y salió disparada.
Se encontró con Juan cuando regresaba de clase. Tenía el Instituto por las mañanas y por las tardes dos clases particulares, si bien poco adelantaba en ninguna de ellas.
Juan se disponía a entrar en una cafetería y Clara atravesó la calle y le tocó en el brazo.
El muchacho se volvió.
—¡Caramba! ¿De dónde sales?
—De clase.
—¿Quieres tomar algo conmigo?
—¡Ay, sí! Un helado.
—Vamos pues.
Entraron juntos. No llamaron la atención. En la pequeña ciudad, todos se conocían y nadie ignoraba la amistad de las dos familias. Por otra parte, a Clara se la consideraba una niña y Juan un hombre serio y formal, que no jugaba a engañar a niñas ingenuas.
Se sentaron en altos taburetes ante la barra.
Clara, entusiasmada, exclamó:
—Es la primera vez que entro en una cafetería tan elegante.
—Y ello te divierte.
—Mucho. Cuando termine el Bachiller y me presenten en sociedad, podré entrar en todas partes sin que papá me llame la atención. Será estupendo, ¿no te parece Juan?
—De todo se cansa uno —dijo Juan, sin dejar de contemplarla.
—Eso dice mamá. Yo, hasta la fecha, no me cansé de nada, excepto de las matemáticas. ¿Por qué serán tan pesadas?
Juan hubo de reír.
Acudió un camarero y pidió un helado y una cerveza. Hacía un calor sofocante y la gente caminaba por la calle buscando la sombra bajo las marquesinas de los edificios.
Clara atacó el helado y siguió hablando con su volubilidad habitual:
—Tendrás que ayudarme a preparar los exámenes, Juan, que no lo sepa papá, ¿eh?
—Cuando hagas la reválida te vas a ver en un lío. Y como supongo que tu padre te obligará a…
—Si tú me ayudas, saldré bien de todo.
—Eres una mala estudiante. Esperemos —añadió—, que en la vida seas más aplicada.
—¿Qué quieres decir?
Y sus grandes ojos azules se abrían deliciosamente.
Juan, como su tía, pensó que sería una lástima que aquella ingenua y bonita joven se convirtiera un día en una muchacha más, haciendo de la vida un solo objetivo: casarse.
—Quiero decir que la vida es más seria que un libro. Y hay que tomarla tal como es.
—¿Tú cómo las tomas?
—Hasta ahora —rió—, un poco en broma —y tirándole por una oreja, añadió—: Tú aún no sabes nada de eso y es mejor así. No existe época más deliciosa en la vida de una muchacha que es la que tú recorres.
—¿Y después?
Abría los ojos interrogantes, curiosos, y Juan apartó un poco los suyos. Aquella niña, en su ingenuidad, era infinitamente más peligrosa que Sarita con su mundología.
—La vida, por sí sola, te irá enseñando el después —dijo evasivo, y añadió—: Es muy tarde. Tu padre te reñirá. Termina el helado.
—Papá nunca se enfada conmigo. Cuando tardo, me pregunta dónde estuve. Si la compañía no le agrada, me dice: «Que no vuelva a ocurrir». Y no ocurre.
—¿Hasta cuándo vas a obedecer?
—Hasta siempre.
—Ya veremos.
La asió del brazo y la ayudó a bajar de la banqueta.
Anduvieron juntos la calle, no tomaron el trolebús. Uno al lado del otro, atravesaron la avenida y buscaron el camino más corto para llegar a casa.
Clara dijo de pronto:
—Paula dio la razón a papá porque se negó a dejarme ir contigo a la montaña.
—¿Sí? ¿Y por qué?
Otra se callaría. Clara tenía que decirlo todo. Ignoraba aun el significado de este todo, y era lógico que obrara asi. Allí radicaba su mayor encanto, pero cuando el tiempo la hiciera una mujer… Juan lamentó que los años corrieran para Clara.
—Dijo que eras muy atractivo. Que yo podía enamorarme de ti.
Juan se sobresaltó.
—¿Y tú qué contestaste? —preguntó, por decir algo.
—Yo me reí.
—¿Por qué?
—¿No es gracioso? Enamorarme de ti… Me parece muy divertido. ¿Estaré enamorada y no lo sabré, Juan?
Ahora el hombre se desconcertó.
—No —se apresuró a decir—. Esas son tonterías de Paula.
Clara pareció pensativa, de súbito, alzó los ojos y los fijó en el semblante serio de Juan.
—¿Cómo es el amor, Juan? ¿Qué se siente? ¿Qué se hace cuando una está enamorada?
—No lo sé —saltó, evasivo—. Nunca estuve enamorado.
—¡No! ¿Entonces, por qué sales con Sarita y las otras? ¿No las quieres?
—Las aprecio, son mis amigas.
—¿Y eso no es amor?
—Claro que no.
—Pues no lo comprendo.
—Ni es preciso que lo comprendas. Tienes tiempo para todo. La vida, por sí sola, te lo irá enseñando.
—Ya tarda.
—¿Que es lo que tarda?
—Que la vida enseñe esas cosas.
Llegaron ante los dos chalets.
Clara agitó la mano, y, con su volubilidad acostumbrada, gritó:
—Hasta la noche, Juan. Iré a tu casa a que me ayudes a hacer los deberes.
Y se perdió tras la cancela. Juan se dirigió a su casa, pensativo y, en cierto modo, malhumorado.
A Clara le suspendieron el sexto año y don Serafín se enojó tanto, que la hija, que jamás le había visto así, se asustó. El debate entre los dos esposos tuvo lugar delante de Clara, y la madre, que siempre condenó las cosas de la hija, salía en aquel momento en su defensa, lo cual extrañó a la joven.
—Te digo que esto no puede continuar así —bramó el abogado—. Estamos perdiendo el tiempo y no tengo deseo alguno de que a mi hija le pongan orejas.
—¡Serafín!
—Lo dicho —cortó el caballero—. Un internado durante dos años le vendría muy bien.
Clara era tan inconsciente que le regocijaba ir a un pensionado, pero la madre no pensaba como ella, a juzgar por su expresión desolada y las frases persuasivas que trataban de convencer al marido.
—A los diecisiete años no es normal que una joven vaya al colegio. Serafín. Que Clara te prometa aprobar para setiembre y…
La hija cortó las frases de la madre:
—No te preocupes, mamá. Me gusta ir a un pensionado.
Era lo que faltaba para que don Serafín hiciera hincapié en su decisión:
—Eso es, hijita. Eres más sensata que tu madre.
Fueron inútiles cuantos argumentos sacó doña Elvira para convencer a su esposo. Se dispuso el viaje de Clara y se decidió que la llevarían a Madrid a un colegio elegante.
—Asi se pulirá —adujo el esposo—. Hace mucho tiempo que debí hacerlo así. Las muchachas que estudian en los Institutos terminan no sabiendo nada.
—Es lo contrario, Serafín.
—¿Aún seguimos así? Clara irá a un colegio, y la llevaré yo mismo, y en vez de pasarse las horas muertas en la playa, estará todo el verano estudiando, que falta le hace.
Doña Sofía y Juan no sabían nada, y fue la misma Clara quien les dio la noticia, sin un átomo de pesar.
Llegó a casa de su vecina una soleada mañana de julio. Se sentó tranquilamente sobre el brazo de una butaca y exclamó:
—¿No sabéis? Me llevan mañana a Madrid.
Juan, que leía el periódico, alzó rápidamente sus oscuros ojos.
—¿A Madrid? ¿Y qué vas a hacer tú en Madrid con este calor?
—Estudiar. Voy a un colegio de monjas. Papá dice que necesito pulirme. Es gracioso, ¿no?
—Yo no le encuentro la gracia por ningún lado —adujo Juan—. Te vas a asar y, lo que es peor, allí no tendrás quien te haga los deberes.
—Por eso mismo. Tendré que estudiar de firme.
Se acercó doña Sofía.
—Y eso parece que te agrada —comentó.
Clara alzóse de hombros. La novedad era mucha y ella nunca había salido de la ciudad de provincia. Madrid era para ella una meta deliciosa. ¿Que tendría que estudiar? Bueno, otras estudiaban, y ella no se consideraba menos que las demás.
—Claro que me agrada —saltó, impulsiva—. Es estupendo.
—Pero es absurdo que te encierren entre cuatro paredes durante los meses de verano —dijo Juan.
Clara volvió a alzarse de hombros.
La despedida al día siguiente fue alegre por parte de Clara. Su madre lloraba, y su padre, que la acompañaba hasta Madrid, estaba muy serio. Paula, que también estaba presente en el andén, no cesaba de limpiarse los ojos.
Doña Sofía y Juan se mantenían inmóviles y serios. La única que parecía encantada de la vida era Clara.
—Despídete de tu madre seriamente —dijo don Serafín—, porque no volverás hasta que termines tus estudios.
—¿Dos años? —se maravilló, con su inconsciencia habitual.
—Eso suponiendo que todo salga bien.
Los besó a todos con entusiasmo. Cuando llegó a su madre, se colgó de su cuello y le dijo al oído:
«Yo voy contenta. No llores».
Al fin, el tren se perdió a lo lejos, y Clara estuvo diciendo adiós con el pañuelo hasta que dejó de ver el andén.
Seis días después regresó don Serafín, y dijo que su hija había quedado feliz y encantada de la vida.
—Creo, Elvira —confesó aquella noche a su esposa—, que debí determinarlo así hace algunos años. De todos modos, le harán mucho bien estos dos años de recluimiento.
—Es como enterrarla en vida —gimió la esposa.
—En modo alguno. Las monjitas son encantadoras, y Clara se hizo amiga de todas al instante. Ya sabes que nuestra hija es feliz en cualquier parte.
—¿Hasta cuándo?
—¿Hasta cuándo, qué?
—Me pregunto hasta cuándo será feliz.
—Mujer, hasta que la vida no le proporcione amarguras personales. Y las amarguras personales de una muchacha son los hombres y el amor, y mientras esté en el colegio, continuará siendo una niña.
—Dicen que en los pensionados unas compañeras despiertan a las otras.
—¡Majaderías!
Las cartas que semanalmente se recibían de Clara seguían siendo tan ingenuas y desconcertantes como la joven misma. Y a medida que pasaba el tiempo, doña Elvira se tranquilizaba. En setiembre de aquel año, Clara escribió una carta diciendo con su volubilidad habitual que había suspendido de nuevo, pero que confiaba aprobar para junio siguiente. Don Serafín se llevó un tremendo disgusto, pero se conformó al fin y escribió una carta a la superiora, rogándole que fuera muy severa con su hija.
Con gran alarma por parte del abogado y gran disgusto para doña Elvira, en junio siguiente, a Clara la volvieron a suspender, y la superiora escribió una carta diciendo que no se extrañaran, porque Clara estaba muy atrasada y todo lo que sabía a su llegada al colegio lo tenía en el cerebro como prendido con alfileres. Don Serafín pensaba ir a Madrid con su esposa, pero, tras leer la carta de la superiora, decidió quedarse en la ciudad.
—Serafín, es nuestra hija.
El marido se enojó.
—¿Y quién lo duda? —bramó, descompuesto—. Pero es una hija sin gota de sentido común y vamos a darle un escarmiento. Mientras no apruebe el sexto no volverá a casa. Otro verano asándose en Madrid.
Clara no protestó. Escribió una carta sensata y diferente. Doña Elvira se echó a llorar y su marido salió de casa para no verla, pero no por eso se ablandó.
—Nunca pensé que fuera tan duro con su única hija —se lamentaba Elvira junto a su amiga Sofía.
—Mujer, tienes que hacerte cargo.
—¿Cargo de qué? ¡Es mi hija y hace un año que no la veo!
—Mira, Elvira, las madres tienen que hacer muchos sacrificios por los hijos. Yo nunca he sido madre, pero soy tía y sé el lastre que sobre sí trae un muchacho. Clara es una mala estudiante. Bien está que aprenda a disciplinarse.
—Pero soy yo la que sufro.
—Es tu deber aguantar. Escribe a tu hija, dile lo mucho que la echas de menos y pídele que estudie para que la separación se acorte.
Así lo hizo, pero la inconsciente contestó diciendo que lo pasaba bárbaro en el colegio, que hacía deporte todos los días, que pintaba, cosa que le encantaba, y que estudiaba mucho. Pero no parecía darse cuenta del dolor de su madre.
—La he criado mal —decía la dama ante su amiga—. ¿Te das cuenta? Para ella no hay problemas. Es como si se hiciera para ella sola, y sola la estuviera disfrutando.
—En tu lugar, yo me maravillaría de que fuera así. Mientras no se dé cuenta de que la vida es vida y trae consigo problemas y decepciones, no sufrirá.
—Eso es cierto; pero…
—Vive tranquila y espera.
Elvira no se resignaba en el fondo, pero, aparentemente, siguió el consejo de su amiga.
Esta se lo explicaba a Juan una noche:
—Nunca dejará de ser una chica inconsciente e ingenua.
—Es una virtud.
—Elvira desea verla convertida en una mujer sesuda.
—Un mal deseo.
—Pero ¿no te parece que debiera aprobar?
—No le interesan los estudios. Los considera una diversión, y no se reconcentra en ellos. Será una deliciosa esposa, pero nunca una buena estudiante.
—Pero ahora es estudiante.
—Si bien eso tiene muy sin cuidado a Clara. Tanto han de hacer todos hasta que le quiten el encanto personal.
—Tú, por lo que veo consideras que, cuando se convierta en esa mujer sesuda que Elvira desea, la joven perderá el encanto.
—Como mujer, si.
—Y lo dices rotundamente.
—Como lo veo.
En setiembre. Clara volvió a suspender, y esta vez don Serafín tomó el tren y llegó a Madrid con ganas de matar a todo el mundo, si bien no mató a nadie. Clara le recibió sonriente, se colgó de su cuello, le dio una docena de apretados besos y le dijo con la mayor naturalidad:
—Los estudios son una pesadez.
Y el abogado, que iba dispuesto a darle dos bofetadas no pudo más que sonreír embobado. La niña había dejado de serlo, al menos aparentemente. Se había convertido en una linda y moderna mujercita y sus ademanes más pausados y conscientes, tenían tal encanto que don Serafín regresó a la ciudad aún embelesado.
—¿Te ha prometido aprobar en junio? —preguntó la esposa.
—¿Qué? ¿Qué dices?
—Te he preguntado si te ha prometido aprobar en junio.
—¡Ah!
—¿Te has quedado tonto, Serafín?
—¿Cómo?
—Te han alelado en Madrid, querido mío.
El abogado volvió a sonreír. ¿Si había hablado con su hija de estudios? No lo recordaba. Sólo sabía, y para él, que era padre, lo consideraba suficiente, que había salido de paseo con Clara, que se gastó un dineral en vestidos y zapatos y chucherías, y que se sintió orgulloso llevándola del brazo y demostrando a todos que aquella monada de muchacha era su hija. Lo demás no contaba.
—Serafín, ¿aprobará en junio o no?
—Aprobará —dijo, sin convicción.
Y se reconcentró en sí mismo para pensar en la monada de hija que Dios le concedió como don del cielo.
Capítulo 4
A los dos años justos de ingresar en el pensionado madrileño, don Serafín recibió un telegrama en el cual su hija le notificaba su aprobado. Don Serafín respiró y se lo enseñó, triunfal, a su esposa.
Esta empezó a llorar, emocionada, y preguntó cuándo iba a buscarla.
—Pasado mañana.
—¿Y se quedará con nosotros?
—Naturalmente. No volverá a coger un libro en toda su vida. Al menos, yo no se lo impondré.
—¿Y a qué se va a dedicar Clara en lo sucesivo?
El padre alzóse de hombros como diciendo:
«¡Qué pregunta más absurda!».
—A vivir, Elvira. A disfrutar de la existencia y a buscar marido, que es, en realidad, la verdadera carrera de la mujer.
—No me explico, entonces, por qué la has sacrificado tanto tiempo.
—Para que no sea una ignorante, mujer. Para que sepa hablar y conducirse.
Doña Elvira, cuando su marido marchó a Madrid a buscar a Clara, habló con doña Solía:
—Estoy emocionada.
—No me extraña. Dos años en la vida de una muchacha son muy importantes. Vendrá cambiada.
—¿Tú crees?
—Estoy segura de ello. Habrá cambiado física y moralmente.
—Yo preferiría —dijo Elvira, ingenuamente—, que Clara continuara siendo niña.
—Si bien nunca pasará de ser un deseo tuyo bastante absurdo.
—Ya lo sé. Pero ¿te imaginas los problemas que acarrea una joven con pretensiones a casarse? Serafín dice que la verdadera carrera de la mujer es el matrimonio, y asegura que en adelante no obligará a Clara a tomar un libro.
—Tu marido tiene mucha razón.
Elvira suspiró y dijo:
—Mira, Sofía. Cuando yo tenía diecisiete años, era una joven feliz. Nada me afectaba porque vivía como inconsciente. Pero luego, al cumplir los diecinueve, me convertí en una mujer v todo fueron problemas y pesares.
—Eso les ocurre a todas las mujeres, ¿no?
—Si bien yo desearía que no le ocurriera a mi hija.
—Una pretensión que lleva en si mucha fantasía, querida amiga. A la par que sufre, goza. ¿No lo sabías? ¿No te sucedió a ti así?
—Pero el sufrimiento no compensa el goce.
—Es ley de vida. No podrás tú torcer el destino de las criaturas sólo porque tengas una hija y quieras apartarla de ese núcleo humano que nos rodea.
—Por lo visto —dijo Elvira, con oculta amargura—, no tengo argumentos que exponer.
—De esa índole, no.
Por la noche, Sofía hablaba de lo mismo con Juan. Y éste, con gran asombro de su tía dio la razón a Elvira.
—Reconoce —dijo pensativo—, que doña Elvira ya sabe que no podrá torcer el mundo y el destino de las criaturas. perro no te extrañe que desee para su hija un mundo diferente.
—Pero es absurdo, cuando sabemos que no podrá alcanzarse.
—Estoy de acuerdo en lo de no poder alcanzarse, pero no en lo de absurdo. Toda madre desea, y máxime siendo una madre como doña Elvira, que sus hijos se detengan en cierta época de la vida. Ya sabemos que es imposible, pero yo, como ella, pienso que la existencia, los hombres, los amores y la experiencia, despojarán a Clara de su mejor encanto.
—Pero es así para todos.
—De acuerdo. Si bien no deja de ser penoso.
—¿Y tú crees que Clara habrá cambiado?
—A juzgar por las cartas que escribe, considero que no ha cambiado mucho. Pero al salir del colegio y ver la vida cara a cara, sin tapujos, tal como es, cambiará. Y si, como tú dices, no volverá a estudiar y se dedicará a vivir, todo lo que no aprendió en diecinueve años, que son los que tiene ahora, lo aprenderá en un solo día. Y a mí, como a su madre, me dará mucha pena. Además, tía Sofía, yo lo lamento más que doña Elvira, porque conozco la vida tal como es y veo las miserias, las mezquindades que encierra el ser humano. La mujer sólo tiene un objetivo en la vida: encontrar marido. Que éste sea bueno o malo, poco importa. Al principio, lo pidieren rico, con coche y negocio propio.
—En muy pobre concepto tienes a la mujer.
Juan añadió, haciendo caso omiso de la interrupción:
—Estos deseos se afianzan en la mujer cuando cuenta de veinte años para bajo. Cuando tiene veinticinco anos, se conforma con el hombre rico, sin coche y sin negocio. Al llegar a los treinta, se conforma con un hombre simplemente y se casa si puede. ¿El amor? Es un mito estúpido, fruto únicamente de la imaginación de un novelista. Antes la mujer era un ser sentimental, ahora es un ser positivo. Y lamento que Clara vaya a engrosar ese núcleo femenil que tantas desgracias le acarrea al hombre.
—Me asombras.
—¿Nunca te hablé así?
—Es la primera vez, y me dejas consternada.
—Te advierto, tía Sofía —dijo suavemente—, que no tengo yo la culpa de pensar así. Hace año y medio, cuando era un simple pasante en el despacho de un abogado de renombre, yo era un hombre joven, divertido. Ni Sarita, ni Purita, ni Fulanita, ni Menganita deseaban cazarme para marido. Era, como dije ya, un hombre divertido con el cual lo pasaban bien. Hoy tengo bufete propio, me voy abriendo paso en la abogacía y poseo un despacho que me pertenece por entero, y pasantes a mi servicio; pues bien, ahora ya soy un marido codiciable, y ello me asquea.
—Si miras la vida desde ese prisma, nunca te casarás.
—Y lo lamentaré, porque un hombre soltero es como un andarín en pleno desierto. Mas no por ello me casaré a lo loco.
—No obstante, ya tienes veintinueve años.
—Sí —admitió pensativo—, veintinueve años, durante los cuales las mismas mujeres me enseñaron a pensar así. Cuando me case, si es que lo hago algún día, será con una mujer que me quiera de veras. No podría soportar a mi lado el egoísmo humano de una hija de Eva, y, como te dije antes, la vida y las mujeres me han demostrado que vivimos únicamente de egoísmos.
Terminó la comida y se puso en pie.
—¿Sales?
—No. Leeré un rato y luego me iré a la cama.
—Ricardito me ha dicho que sales mucho con Paula. Desde que la presentaron en sociedad eres su paladín. ¿Acaso esa muchacha es mejor que las demás?
Juan rió de buena gana.
—Por lo visto, mi ahijado —comentó, sin dejar de reír—, es una gacetilla.
—Yo le pregunto, y él, que es tan inocente como Clara…
—Como era Clara, tía Sofía —apuntó—. Ignoramos cómo es ahora.
—Mientras la vida no la azote, seguirá siendo igual, ¿no crees?
—Ya veremos.
—¿Y qué hay de Paula?
—Una más con la diferencia de que tiene cierta inteligencia para engañar a los hombres.
—¿A ti no?
—No —dijo sin jactancia—. A mí, no.
Y cogiendo el periódico de la tarde, se hundió en un sillón y se dispuso a leer.
Don Serafín y Clara llegaron a la ciudad tres días después, un claro anochecer de junio. Doña Elvira se quedó mirando a su hija como si ésta fuera una extraña. Pero Clara se hundió en sus brazos, cubrió de besos el rostro de su madre y ésta empezó a llorar como una Magdalena.
—¡Si no pareces la misma!
—Pues, lo soy, mamita. Soy tu Clara.
Lo era. Pero había cambiado. Ya no tenía aquella expresión ingenua en los azules ojos ni aquel pliegue de perplejidad en la boca. Era una mujer. Una mujer elegantemente vestida, elegantemente calzada y elegantemente peinada. Y era una verdadera monada.
Ricardo la miraba embobado y don Serafín parecía muy satisfecho. En cuanto a la madre, daba vueltas en torno a su hermosa hija, como si ésta le fuera totalmente desconocida.
Y lo era. De la niña de diecisiete años no quedaba nada, al menos en apariencia. Se había formado por completo y su esbeltez daba a su persona un aire moderno y desenvuelto que antes no tenía. Pero empezó a hablar y tanto el padre como la madre se dieron cuenta de que continuaba siendo la niña ingenua y pura que llevaba una interrogante en la punta de la lengua. Esto complació a Elvira de tal modo que, sin poder contenerse, se acercó a ella, la abrazó y la besó y susurró, emocionada:
—Hija, hijita mía.
Comieron los cuatro reunidos. Hablaron de muchas cosas, entre ellas de aquellos dos años que pasaron para Clara como un soplo. De lo que Clara haría en adelante, de las amigas que había dejado, de Paula…
—¿No sabes? —dijo Ricardo, que siempre lo sabía todo—. Paula sale con Juan.
Clara se asombró.
—¿Con Juan? ¿Tu padrino?
—¡Qué gracia!
Y recordando:
—Es cierto, aún no fui a verlos. Si me dais vuestro permiso, iré un rato a saludar a doña Sofía.
—Juan no está en casa —dijo Ricardo—. Lo vi salir hace cosa de una hora.
—No importa.
Se puso en pie. Calzaba zapatos de altos tacones y vestía un modelo que le costó a don Serafín sus buenas pesetas en Madrid. Además de aquel lindo vestido que hacía de Clara una figura moderna y preciosa, había adquirido para su hija todo cuanto ésta deseó, pero de eso no podía enterarse su mujer. A Elvira, todo lo que fuera gastar para trapos y zapatos, collares y bolsos, era un despilfarro. En el fondo, don Serafín le daba la razón; pero estaba orgulloso de su hija y deseaba verla siempre bien vestida y bien calzada, y echaba al olvido el dinero que en ella gastaba.
—Volveré en seguida, mamá, y seguiré contándote cosas.
Salió despacio. Ya no corría como antes, ni hablaba a gritos. Sus modales eran pausados, su risa breve y sus frases cortas y precisas. En eso y en su físico, sí había cambiado Clara.
Salió a la terraza, descendió siempre sin prisas y atravesó el pequeño jardín, yendo directamente al chalet paralelo al suyo.
Doña Sofía se hallaba descansando en una silla de lona de color vivo. Al ver a la joven a contraluz, le costó reconocerla. Pero cuando lo hizo, dio un salto y exclamó, emocionada:
—Clara, muchacha, no te conocía.
La joven llegó a su lado y la besó por dos veces.
—Querida tía Sofía.
Y le temblaba un poco la voz, como cuando, momentos antes, besó a su madre.
—Huy, huy, qué desconocida estás. Has crecido, te has hecho una mujer. Siéntate. Juan no tardará en llegar. Se alegrará mucho de verte.
La muchacha se sentó y miró a un lado y a otro con entusiasmo.
—Me encontraba bien en el pensionado —dijo—. Pero ya sentía nostalgia de todo esto.
—¿No volverás?
—Claro que no. Papá dice que ahora me dedicaré a ser mujer…
—¿Y te agrada?
Alzóse de hombros como antes. En aquello no había cambiado. Era un gesto natural, innato, que la favorecía, y demostraba que, pese a su cambio físico, continuaba siendo la niña sin ambiciones psicológicas.
—¿Ser mujer?
—Si. No me interesa. Me gusta ser niña, pero es imposible.
—Se puede ser niña y mujer a la vez.
—Algo paradójico, pero que no deja de tener sentido. ¿Qué tal durante estos dos años, tía Sofía?
—Muy bien, querida. Te echamos mucho de menos.
—Y yo a vosotros. Ya me dijo papá que Juan se estableció por su cuenta y que le va muy bien.
—No puede quejarse. La ciudad está falta de abogados. Hubo un tiempo en que la mayoría de los hombres estudiaban esa carrera. Ahora hubo una tregua, y los que hay se aprovechaban. Creo que Juan tiene buen porvenir aquí.
—¿No tiene novia?
—No, dice que no tiene prisa.
—¡Siempre lo mismo! Ricardo me contó que se paseaba continuamente con mi amiga Paula. Es raro que Paula nada me haya dicho por carta, y nos escribimos con frecuencia.
—¡Bah! Es un pasatiempo.
—¿Pasatiempo? Es lo que no acabo de asimilar bien. También mis amigas del pensionado llamaban pasatiempo a salir con un muchacho durante un mes o dos. ¡Qué raro!
—Porque tú no piensas así…
—Claro que no. Considero que una semana es más que suficiente para que un hombre y una mujer sepan si se gustan y si se comprenden.
—¿Y bien?
—Después, el noviazgo, y más tarde, la boda.
—¡No corres tú nada! —rió una voz tras ella.
Dio un salto. Juan reía y la contemplaba. Clara alargó la mano y dijo suavemente:
—¿Cómo estás Juan?
Este estrechó fuertemente aquella linda manita de mujer y con galantería besó los finos dedos.
—Tú estás mucho mejor —rió irónico—. ¿Qué te han dado por allá para que hayas cambiado asi?
—¿Cambié?
—Sí. Y muy favorablemente. ¿Nos sentamos?
Lo hicieron frente a la dama, en dos sillitas extensibles de lona. Juan sacó la pitillera y le dio a Clara, pero está rechazó con una sonrisa.
—¿No fumas?
—No.
—Eso lo enseñan en el pensionado.
—No hagas caso. Allí fuman muchas chicas a escondidas, pero yo, que probé a imitarlas, nunca hallé placer en ello.
—De modo que, según tú, un hombre y una mujer no necesitan más que una semana para comprenderse y amarse…
—Quizá es poco tiempo una semana, pero a la mujer, y hablo por mí sin mucha experiencia, le es suficiente un día o dos para saber si el hombre que la acompaña le agrada o no.
—Eres muy rápida.
—No lo creas. Me gustan poco las falsas situaciones.
—O sea, que tú sólo saldrás con un chico cuando éste te agrade.
—Exactamente.
—Hum, hum… —y rió.
Clara se puso en pie con gracioso ademán.
—He de dejaros. Estoy cansada y me voy a la cama. Mañana será otro día y seguiremos esta conversación, Juan. Hay mucho que decir sobre ello.
Besó a la dama, agitó los dedos delante de las narices de Juan y, después, descendió las escalinatas y atravesó el jardín.
Tía y sobrino la siguieron con la mirada.
—¿Qué me dices, Juan?
—Hum…
—¿Sólo eso?
Juan rió.
—Extraordinariamente guapa.
—¿Nada más?
—Con gustos personales que agradan al hombre. Ha cambiado y no ha cambiado —añadió, pensativamente—. Sigue siendo pura y cerebralmente honrada. Eso esta bien.
Capítulo 5
Le extrañó que Paula no acudiera a verla. Era lo correcto y lo normal, pero, por lo visto, su amiga ya no era correcta ni normal. Pensar que Paula ignoraba su arribo a la ciudad, era absurdo. La ciudad era pequeña, se conocían todos y las noticias corrían rápidamente, y, por otra parte, si Juan salía con ella, como decía su hermano Ricardo, Paula tenía que saber que había regresado.
Al día siguiente cogió el traje de baño y se fue a la playa. Iba sola. A Clara le gustaba la soledad y sus pensamientos, en los cuales no deseaba intrusos. Durante el trayecto la saludaron unos estudiantes. Fue afable y cortés con ellos y éstos la invitaron para un guateque que tendría lugar en casa de una amiga aquella tarde. Al hacer la invitación la miraban embobados. Clara estaba infinitamente más bonita que dos años antes, si bien no parecía hablar tanto ni interesarle su compañía. Con gran alarma por parte de los ex compañeros de estudios, la joven se había convertido en una mujer, y lo peor es que ellos quedaban estacionados. Una muchacha de diecisiete años puede ser amiga de un joven de la misma edad, pero una mujer de diecinueve se convierte en un ser adulto, y ellos seguían siendo imberbes muchachos.
—¿Irás?
—No —dijo con sencillez—. No podré.
—¡Oh!
—Llegué ayer noche y tengo que organizarme.
—Bueno.
Se despidieron y Clara siguió su camino. Vestía una falda blanca de gabardina y un jersey de rojo vivo. Calzaba zapatos bajos, llevaba gafas y, colgada al hombro, la bolsa de baño. Al cruzar ante un café, los hombres la miraron.
«Es la hija de Serafín Santelmo. Bonita muchacha», dijo uno.
Los otros asintieron. Clara, ajena a las miradas masculinas, siguió su camino. Caminaba sin contoneos, sin presunciones, y esto lejos de restarle encanto, se los aumentaba.
Cuando llegó a la playa, miró a un lado y a otro. Había mucha gente, y a Clara le costó reconocer a algunas muchachas que dos años antes eran sus compañeras. Saludó de lejos y vio venir a Paula, sola, y con la bolsa de baño colgada al hombro. Esperó. Paula se detuvo a su lado, se inclinó y la besó convencionalmente. Clara se sintió desilusionada. Paula fue siempre su mejor amiga, y ella le profesaba afecto. En cambio, la recién llegada parecía ajena, indiferente, como si el encuentro no le interesara en absoluto.
—Me sentaré un rato a tu lado —dijo, dejándose caer sobre la arena—. ¿Qué tal durante estos dos años de internado?
—Bien. ¿Y tú?
—¡Bah! Ya puedes imaginarte.
Clara esperaba que, como todos, Paula le dijera que había cambiado, pero no se lo dijo. Empezaba a hablar de sí misma, de los amigos, de las amigas, de sus hermanas, de su presentación en sociedad, que tuviera lugar un año antes en el salón del Náutico, con una fiesta deslumbradora. Pero no mencionó a Juan, y a Clara le extrañó, y como ella aún no tenía malicia, abordó el tema con la mayor naturalidad:
—¿Cuándo te casas?
—¿Yo? —se extrañó Paula—, Ay, qué risa. ¿Quién ha pensado en casarse, criatura?
—Ricardito me dijo que salías con Juan.
—Es Juan el que sale conmigo —rectificó con cierta sequedad.
Clara, que era tan franca como su nombre, alzóse de hombros y comentó con naturalidad:
—Salís juntos, que es lo que quise decir. A decir verdad, no me fijo en esos detalles. Siempre es el hombre el que sale con la mujer, para eso la Naturaleza le concedió la iniciativa. Lo que depende de la mujer es que siga saliendo o no.
Paula no respondió. Sacó una lujosa pitillera y la ofreció, mostrándosela a Clara.
—Gracias —dijo ésta—. No fumo.
—Qué anticuada eres.
—¿Anticuada por no fumar?
—Siempre serás la misma.
Clara pensó:
«No soy la misma, y Paula tiene que observarlo. ¿Por qué me dice lo contrario?». No hizo objeciones y cambió el giro de la conversación:
—Entonces, ¿no piensas casarte?
—Aún no hablamos sobre eso.
—Pero sois novios.
—¡Bah!
Otra vez se asombró. Paula ya no tenía punto de afinidad con ella. Y se preguntó quién de las dos había cambiado más, ella o Paula. La miró detenidamente, con cierta curiosidad. Paula fumaba y expelía el humo elegantemente. Estaba pintada con exageración y sus cabellos habían dejado de ser castaños y eran alarmantemente negros. Sus ropas eran tan exageradas como su rostro, cuyos rasgos, realzados y desfigurados por la pintura, no guardaban armonía alguna con su juventud. Era joven y parecía una mujer madura. No había cambiado gran cosa, pues cuando tenía diecisiete años aparentaba veinte, y ahora que tenía diecinueve parecía una mujer de veinticinco.
—¿Seguirás estudiando?
—No.
—¿Cuándo te presentarás en sociedad?
—No lo sé. Dependerá de papá.
—Mientras no te presenten, no irás al Náutico.
Clara alzóse de hombros.
—No tengo ninguna prisa —dijo con naturalidad—. Hay tiempo para todo.
—Sigues siendo tan despreocupada. Pues, chica, hay muchos hombres este verano… Algo serio, te lo aseguro.
—No me interesa.
—¿Qué es lo que te interesa a ti?
—Por ahora, nada determinado.
—No comprendo tu indiferencia —dijo, poniéndose en pie.
—¿Te marchas?
—Claro. Hay en las terrazas del club unos bailes estupendos todos los días. ¿De veras no vienes?
—No. Que te diviertas.
—Gracias —y con volubilidad—: Adiós, chica. Ya nos volveremos a ver.
La vio alejarse contoneándose en dirección al club. A su paso, los bañistas la piropeaban, pero Clara sonrió desdeñosa. Ella no desearía por nada del mundo aquellos piropos que, en cambio, a Paula parecían encantarle.
Suspiró. «Siempre fuimos diferentes», se dijo. «Pero siempre amigas. Ahora seguimos siendo diferentes, pero creo que la amistad se la llevó el viento. Tanto mejor».
Y abriendo un libro se dedicó a leer. El sol empezó a calentar exageradamente y Clara decidió ponerse el traje de baño. Entró en la caseta y salió minutos después enfundada en un maillot negro. Se ruborizó. Estaba demasiado blanca y llamaba la atención. Un descarado dijo, desde lo alto del malecón:
—Ponte al sol niña, que estás como la leche.
Clara no hizo caso.
En maillot, su cuerpo se dibujaba perfecto, erguido y esbelto como el de una sirena. Vestida era una joven de aire distinguido, muy esbelta. En traje de baño resultaba aún infinitamente más codiciable. No era alta ni una moza extraordinaria, pero tenía sello, algo puro y verdadero que la diferenciaba de muchas otras bañistas. Quizás tan hermosas o más que ella.
Untó el cuerpo con crema. Y se tumbó al sol boca abajo, con un libro abierto ante los ojos. Se olvidó de todo. Le gustaba leer y no obritas de dos al tres, sino obras buenas, que le enseñaran algo. Dos años antes estudiaba y leía por hacer algo, tal vez por obligación. Ahora no. Leía porque lo necesitaba su espíritu y éste asimilaba bien cuanto leía.
—Hola.
Levantó un poco la cara. Era Juan. Traía el traje de baño y la toalla bajo el brazo. Vestía pantalón de dril y camisa blanca por fuera del pantalón y abierta un poco en los lados.
—Hola, Juan.
—¿Cómo tan sola?
—¿Sola? —se extrañó—. ¿Y quién quieres que me acompañe?
—Los amigos. Hace dos años, nunca estabas sola.
—¡Bah! —rió—. Antes era antes y ahora es ahora.
Juan la contemplaba de modo raro. Clara no se dio cuenta de que era fijamente observada.
—¿Puedo sentarme a tu lado?
—Claro que puedes, pero…
—¿Pero?
—Hace cosa de una hora pasó Paula hacia el Náutico.
Juan se limitó a reír y dijo:
—¿Permites que entre en tu caseta a cambiarme de ropa?
—Naturalmente.
Lo hizo así. Cuando reapareció se dejó caer a su lado. Estaba negro como el carbón y sus músculos fuertes se acentuaban. Era velludo y viril, y Clara, bajo la mirada fija de Juan, se agitó sin saber por qué.
—Paula pensará que te he retenido yo y no quisiera… —indicó un poco cohibida.
—Paula ya sabe que no tengo ningún compromiso concertado con ella.
Se asombró.
—¿No sois novios?
—Claro que no. ¿Por qué habíamos de serlo?
Se quedó más asombrada. No concebía aquellas cosas, No las asimilaba.
Y lo dijo con su habitual sencillez:
—Es extraño.
—¿Qué es lo que te parece extraño?
Clara se sentó en la arena y hundió sus finos dedos entre los granos diminutos.
—El que paseéis juntos y no seáis novios.
—Ayer a la noche dejamos esa conversación en suspenso. Tú decías que una mujer necesita poco tiempo para saber si el hombre le agrada.
—Dije eso y pienso así.
—Pero tienes que reconocer que todas las chicas no piensan igual. Paula, por ejemplo…
—Paula estuvo a mi lado unos minutos hace un rato. Le pregunté cuándo se casaba y me dijo que aún no lo había pensado o algo parecido. Le hablé de ti y no me dijo que no fuerais novios.
—Pues no lo somos. Al menos, no la considero como tal. Cuando yo le pida a una mujer relaciones, no será para perder tiempo, sino para casarme con ella.
—¿Y no puedes pedírselas a Paula?
—No —dijo rotundo.
Clara abrió los ojos desmesuradamente.
—Entonces, ¿por qué sales con ella?
—Por pasar el tiempo. Porque antes salí con otras, aún saldré con muchas más. El hombre, rara vez busca al hombre para divertirse. Busca a la mujer: que ésta sea una u otra poco importa.
Clara le miraba, censora.
—Me decepcionas —dijo.
Juan empezó a reír. Su risa era grata y jovial, y a Clara le gustó. Pero no le gustó tanto lo que decía el hombre, y así lo hizo saber.
—No concibo lo que dices. No lo comprendo.
—Dime, tú, cuando te llegue la hora de enamorarte, ¿lo harás del primero que se te acerque a ti?
—¡Qué sé yo. Puede ser y puede no ser.
—Pero tendrás que tratarlo antes para saber si te gusta.
—En efecto. Puedo tratarlo antes, pero no salir asiduamente con él.
—¿Nos bañamos?
—Prefiero que sigas tu camino —sonrió deliciosamente—. No quiero que Paula piense que te acaparé.
—Escucha, Clara, y ten esto bien presente en el futuro. Paula sabe que no me voy a casar con ella. Se lo he dicho, ¿me comprendes?
—¿Que se lo has dicho?
—Si.
—Dios santo, yo prefería quedar en el pensionado. No me mires con esa interrogante en los ojos. Veo cosas que no asimilo ni asimilaré jamás. No me gusta tu modo de proceder ni el de Paula.
—Somos jóvenes, Clara, y humanos. No quieras hacer de nosotros seres virtuosos.
—La virtud no está reñida con lo razonable.
—Es que lo que a ti tal vez te parezca razonable, a nosotros no nos parecerá asi.
—Eso es verdad. Pero yo tengo mis puntos de vista, y no me desviaré jamás de ellos, y el que quiera tomarme, tendrá que hacerlo tal como soy.
—¿Dejamos esto y nos bañamos? Tenemos tiempo de seguir disertando sobre lo mismo.
—Prefiero no volver sobre ello. No coincidimos.
—¡Qué sabes tú! ¿Vienes o no vienes al agua?
—Voy.
Se zambulleron a la vez. Nadaron de un lado a otro sin volver a cruzar una palabra. A Clara le gustaba el deporte y nadaba como un pez. A Juan le encantaba el agua y nadaba de igual modo. Cuando salieron estaban bajo las terrazas del Náutico. Paula, recostada en la baranda, les miraba. Y era su mirada fría y censora de tal modo que Clara se sobresaltó.
Salió del agua y cruzo la playa hacia su caseta, sin mirar si Juan la seguía. Por eso cuando se envolvía en la felpa, al oír la voz del hombre, se sobresaltó.
—¿Por qué has corrido tanto?
—Tenía ganas de secarme. Y otra cosa. Juan. Ya sabes cómo soy. Me gustan las cosas claras.
—Como tu nombre —atajó, sonriente.
—Eso es, como mi nombre, Paula nos ha visto, miró con fea expresión, y yo no tengo deseo alguno de enemistarme con mis amigas.
—¿Y qué culpa tengo yo?
—Tienes mucha. Paula te considera algo suyo.
—¿Y tú?
—¿Yo? —se asombró—. Por supuesto que no —dijo, rotunda—. Paula no sabe comprender el alcance de una amistad. Yo, sí. Es un farol que me tiro en beneficio propio, pero, como te dije, me gusta ser sincera para mi eres un excelente amigo, pero Paula también lo es.
—Está bien, fierecilla. Ya me voy.
Entró en la caseta, se vistió y salió fumando un cigarrillo.
—Hasta la noche, amiguita. Voy a bailar un poco al Náutico. ¿No te animas?
—No.
—Hasta luego, pues.
Le vio alejarse, y sin saber por qué se sintió muy sola y decepcionada.
* * *
Juan le decía aquel mediodía a su tía Sofía:
—Es una chiquilla encantadora nuestra bonita Clara. Era una ingenua cuando se fue. Ahora es… firme en sus conceptos, recta, honrada… Un raro ejemplar de la especie en este mundo de hoy, lleno de mezquindades y deseos.
—Ten cuidado.
—¿Cuidado?
—Claro. Por lo que dices, es la mujer que buscas para ti.
—¡Bah! Ella es como una hermana.
Pero se quedó pensativo.
Capítulo 6
Don Serafín lo habló en la mesa aquella noche:
—Estás pasando unos días muy aburridos, Clara. He pensado presentarte en sociedad.
—No tengo ninguna prisa, papá.
—¿No tienes ambiciones? —preguntó, maravillado.
—¿Qué clase de ambiciones?
—Amistades, novio, marido…
Clara se echó a reír.
—Por supuesto que no tengo ninguna de esas ambiciones.
—Es lo normal en una joven de tu edad.
—Serafín —intervino la madre, asustada—, qué cosas le dices a tu hija.
—¿Acaso no es la verdad?
—Sí, la es, papá, pero yo aún no pensé en eso.
—Ni pienses —saltó la dama—. Tienes tiempo para todo, cuanto antes pienses y ambiciones, antes empezaras a sufrir.
—Ahora soy yo quien pienso que no son cosas para decir a la chica.
—¿No es verdad? La mujer se divierte, es feliz. Empieza a amar y empieza a sufrir.
—Es ley de vida. Y lo curioso del caso es que ninguna joven desea pasar por la vida sin ese sufrimiento —se volvió a su hija—: Un amigo mío, Clara, dará una fiesta para la semana próxima. Tiene una hija llamada Purita. Supongo que la conocerás.
—Pura Mendizábal.
—Si. Esa. Se presenta en sociedad en esa fiesta. Y hemos acordado que tú lo hagas también.
—Como tú quieras, papá.
—Mañana por la tarde regresaré temprano de la oficina e iremos tu madre y yo contigo a comprar el traje.
—Eres muy bueno, papá.
—Soy padre, querida mía.
Cuando Clara se retiró a su aposento, pensó en aquella fiesta. La ilusionaba, por supuesto, pues dejaría de ser mujer si no ocurriera así, pero al mismo tiempo, como decía su madre, tenía miedo. Un miedo que no sabía explicarse, pero que salía de lo hondo y hacía daño.
Quizás la culpa la tenían Juan y Paula. Si todos los hombres pensaban como Juan y todas las mujeres como Paula, ella se sentía decepcionada. Es más, ya no profesaba tanta simpatía a Juan. Le parecía un hombre depravado, sin sentimientos honrados. Uno más de la especie humana masculina, llena de defectos y vicios.
Se alzó de hombros y pensó:
«Después de todo, ¿a mí que me importa? Cada uno es cada uno, y ese uno paga por sí mismo, no por el vecino».
Con esta convicción se quedó dormida. Al día siguiente fue de compras con sus padres y estuvo entretenida de tal modo que pasaron dos días sin ir a casa de doña Sofía. Cuando al cuarto día se presentó allí, estaba sola la dama. Y le dijo con pesar:
—¡Cómo te olvidas de nosotros, queridita!
—Perdona, tía Sofía. La semana próxima me presento en sociedad y estoy haciendo los preparativos.
Se sentó en el brazo de un sillón y balanceó un pie.
La dama la contemplaba, embobada. Era muy bonita la hija de Elvira y tenía una dulzura en sus azules ojos que por sí solos valían un mundo. Y como Juan, pensó: «Es una lástima que un día esos ojos tengan que sufrir».
—Estarás ilusionada con esa fiesta…
—Si.
—¿Mucho?
—¡Bah! No creas que me muero de ganas.
—Otra, en tu lugar, no cabria en si de gozo.
—Pues es lo que me extraña —dijo Clara, pensativamente—, que no me agita la ansiedad.
—Porque eres pacífica por naturaleza. Una persona nace como ha de ser que se pula más o menos después, que se haga a sí misma o pretenda hacerse, puede ocurrir, pero en el fondo sigue siendo como cuando nació. A ti te ocurre eso.
—¿Y qué quieres decir con ello?
—Que naciste pura y morirás pura. Es una virtud que no tiene todo el mundo.
—Me halagas, tía Sofía.
—Sigue siendo así, querida. Te admirarán mucho.
—No soy así para que me admiren, tía Solía.
—Lo sé, pequeña. Eres así porque lo eres y nada más.
Hablaron aún un buen rato, y cuando atravesaba el pequeño jardín, iba pensativa, con la cabeza inclinada hacia el suelo. Le daban demasiadas virtudes. Ella no era tan virtuosa como creían sus padres y tía Sofía. Era una joven más, con sus deseos y sus pasiones. Si bien se mantenía firme porque era recta, y le gustaban las cosas francas, sin subterfugios ni dobleces.
—¿En qué piensas?
Alzó vivamente la cabeza. A contraluz vio a Juan a su lado. El farol caía lejos y de rechazo su luz iluminaba las facciones varoniles. No era Juan un hombre guapo, pero gustaba a las chicas y a Clara también…
—No pensaba en nada determinado —dijo, deteniéndose—. ¿Ya regresas?
—Sí. ¿Y tú te vas?
—Sí.
—¿Nos sentamos un poco en este banco? Casi no te veo. Parece que te ocultas.
—¿Ocultarme? Claro que no. Estoy atareada. Me presento en sociedad para la próxima semana.
—¿En el Náutico?
—En una fiesta particular que dan los Mendizábal. El señor Mendizábal es amigo de papá, ¿sabes?
—Comprendo. ¿No te sientas un rato? Es temprano y en tu casa no coméis hasta las diez.
Obedeció. Estaba muy linda. Vestía una falda blanca, modelando sus caderas, y una chaqueta de punto negro abotonada hasta el cuello y asomando por este un pañuelo de seda natural de un color indefinible. Calzaba zapatos de altos tacones, y resultaba, dentro de su infantilidad, encantadoramente adulta. Y sintió que en medio de su seriedad, Clara fuera tan reservada. No era fácil entrar en el santuario espiritual de aquella joven, y Juan, que se tenía por un buen psicólogo, se encontró a ciegas respecto a ella.
—Supongo que irás a la fiesta —dijo ella de pronto.
—Si me invitas, por supuesto.
—Pienso invitar a todos mis amigos.
—Yo… uno más.
Le miró.
—Claro.
—¿No puedo ser más amigo que los otros?
—Lo eres, sin duda. Con ningún otro me sentaría a tomar el fresco.
—Tanto peca lo mucho como lo poco, Clara. ¿No te ves a ti misma demasiado extremista?
—¿Por qué?
—Porque tu severidad no concuerda con tu edad. Lo lógico es que una chica hable con un hombre, que este hombre se siente en un banco a la luz de la luna, o en el taburete de una cafetería, poco importa, ¿no? Estimo que no vas a pasarte la vida entre novelas, paredes y charlas de veteranos.
—Me gusta como vivo.
—¿Hasta cuándo?
Ella alzó los hombros.
—¡Qué sé yo! Hasta que me enamore, si es que la vida me tiene reservado un amor.
—Eres precisamente la mujer hecha para el amor —adujo Juan pensativamente—. La vida te tendrá reservado no un simple amor, sino un gran amor.
Clara sonrió y se puso en pie.
—¿Ya te vas?
Miró el reloj.
—No me gusta que esperen por mí.
—¿Para todo eres así?
—Para todo.
Y agitando la mano se alejó, sonriente.
Juan se quedó allí, aspirando el perfume tan personal de la joven. Giró en redondo con cierta brusquedad. Y, por primera vez, pensó que era demasiado recta aquella niña, que cada día transcurrido le resultaba más codiciable, más perfecta.
Paula y Juan estaban juntos en un ángulo del salón cuando entraron los señores Santelmo con su bella hija. Clara parecía una aparición vestida de blanco, descotada, con un chal tirado como al descuido por sus hombros morenos de carne prieta y joven.
—Bella en verdad —ponderó Juan, casi sin darse cuenta.
Paula arrugó la nariz.
—Ese día todas las chicas están bellas. Recuerda cuando yo me presenté en sociedad hace un año. Desde entonces eres mi asiduo acompañante.
Juan la miró como ausente. Era cierto. Estaba muy bella, pero… en seguida se dio cuenta de que por dentro no era la mitad de bella que por fuera, y de ahí su desilusión.
—¿Bailamos, Juan? —preguntó melosa.
Juan la enlazó por el talle y bailaron. Él parecía ausente. Miraba a Clara. La miraba de tal modo que la joven se volvió hacia él como si la empujara una fuerza magnética. Juan la saludó y ella correspondió al saludo con una deliciosa sonrisa. Al terminar aquella pieza, propuso a Paula ir a felicitar a Clara, y fueron los dos. Clara estaba rodeada de jóvenes y sonreía, y su sonrisa era como una velada promesa, si bien Juan sabía que aquella promesa sólo se cumpliría para un hombre, y se preguntó, agitado, quién sería y dónde estaría aquel hombre que el destino le tenía reservado a Clara.
La muchacha correspondió a las felicitaciones de Juan y Paula con una gentil sonrisa.
Juan le dijo:
—Me reservarás un baile, ¿verdad?
—Si. El que tú digas.
—Vendré luego a reclamarlo.
Y asiendo a Paula por un brazo se alejó de ella.
—No es tan virtuosa como quiere hacer ver —comentó Paula, despechada.
Juan no respondió. Bailaba automáticamente y veía a Clara pasar de unos brazos a otros; y esto, sin saber por qué, le contrarió.
Súbitamente, se hizo una pregunta que le dejó como paralizado:
«¿Me estoy enamorando de ella o es que lo estuve siempre?».
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Paula.
—¿A mí?
—Sí, a ti. Eres el tipo sereno por excelencia y de pronto pierdes la serenidad y hasta el dominio en el baile.
—Son figuraciones tuyas. ¿Lo dejamos? Puedes encontrar por ahí mejor pareja.
—Eres un desconsiderado.
—Ya sabes cómo soy, Paula.
—Si, para desgracia mía, ya lo sé.
Dejaron de bailar. Paula estaba enfadada. Juan, indiferente.
—Cada día te comprendo menos, Juan —le dijo con reproche.
—¿Y qué quieres que haga?
—Ser más claro.
—Soy absolutamente claro, tal vez aplastantemente claro. Tú lo sabes muy bien.
Paula se mordió los labios, y entonces Juan dijo:
—En este momento, Clara está libre. Permíteme que vaya a cumplir con mi palabra.
—Si vas… me iré con otro.
Juan rió. Sí, era desconsiderado y burlón, y Paula le odió en aquel instante, como lo odiaba en muchos otros.
Juan hizo una reverencia y atravesó el salón para buscar a Clara, pero antes de llegar, otro se la había llevado.
Se mordió los labios, y como inconscientemente miró hacia Paula, ésta reía triunfal, y Juan sintió asco, rabia y pesar. Se quedó junto a una columna, fumando un cigarrillo. Esperó que Clara quedara libre, pero transcurrieron los minutos y la joven fue de unos brazos a otros que al parecer le había prometido.
«Me veo a mí mismo como un muñeco», se dijo malhumorado, y en un arranque de los que tenía muchos, salió del salón y luego a la calle.
El fresco del amanecer acarició sus sienes. Se sintió reconfortado. Vagó de un lado a otro y, al final, se vio ante su casa.
«Me acostaré», se dijo en voz alta. «Al demonio todo».
Cuando a las dos regresaba de la oficina al día siguiente, Clara estaba sentada en la terraza con su tía.
Saludó con indiferencia y Clara se echó a reír.
—¿A qué hora te fuiste del baile, ayer a la noche? —preguntó con naturalidad.
A Juan le enfureció que ella le diera tan poca importancia. Y pensó:
«De pronto me estoy convirtiendo en un niño. Y toda la culpa la tiene esta joven», se dejó caer en una extensible y estiró las piernas.
—A las tres de la mañana me sentí cansado y me vine a casa. Como ves, ya va uno haciéndose viejo.
—Parece mentira que el primer día que me presento en público, tu no hayas bailado conmigo.
—Lo siento. Clara.
—Y yo también. Debo tomarlo como un desaire.
—En modo alguno.
—¿Cómo debo tomarlo entonces?
—Pues… Ya te he dicho que me sentí cansado.
—No te comprendo.
Y él estuvo a punto de decir: «Ni yo tampoco», pero no dijo nada y se limitó a encoger los hombros, fumó aprisa y con ganas. No podía exteriorizar su mal humor, pero estaba muy enojado con ella y consigo mismo y con todo el mundo, hasta con el cigarrillo que fumaba, al cual apretaba sin piedad.
—Lo pasé muy bien —dijo Clara de pronto, como siguiendo el curso de sus pensamientos—. Ha sido una noche feliz.
—Como tendrás tantas —apuntó tía Sofía.
—¿Tú crees, tía Sofía?
—Claro, criatura. Es lo normal.
—He conocido a chicos muy simpáticos.
—¿Lo ves?
—¿Qué he de ver? —preguntó, mirando a Juan.
—Pronto te veré paseando con un chico.
—¿Es eso lo que he de ver?
—Eso y más. Pasearás con uno y no te gustará y luego pasearás con otro, y así, como una cadena interminable.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que llegues al altar.
—No corres tú nada.
—Como la vida.
—¿Y para ti no corre la vida?
—Como para todos, si bien tengo la voluntad suficiente para detenerla a mi antojo.
—¿Eres excepcional o te crees?
—Ni lo soy ni me creo.
Tía Sofía alzó una ceja.
—¿Estáis regañando? —preguntó.
Clara se echó a reír, pero Juan se mantuvo muy serio.
—Juan está hoy de mal humor, tía Sofía.
—¿Es cierto, querido?
—Majaderías de niña.
Las dos se quedaron perplejas.
Juan, con brusquedad, se puso en pie y se alejó hacia la baranda. Clara le miró con insistencia.
—¿Tengo yo la culpa de tu enfado, Juan?
—¿Qué enfado ni qué nariz, niña? —exclamó.
Y salió a paso ligero.
La dama y la joven se lo quedaron mirando hasta que desapareció. La primera dijo:
—No lo comprendo. Qué raro en Juan, él tan cortés. ¿Notaste algo ayer en el baile?
—No, nada.
—Pues su enfado es real.
Clara no respondió. Iba a despedirse cuando Juan reapareció. Le miró con curiosidad. Ya no era el amigo entrañable a quien se le podía contar todo. Y se preguntó, desconcertada, qué daño le había hecho ella para que se comportara de modo tan inexplicable.
—¿Ya te marchas? —preguntó Juan, con naturalidad, como si momentos antes no estuviera enfadado.
Clara alzó una ceja. Y, perpleja, dijo:
—Sí, ya me voy. Espero que cuando vuelva a verte estés menos enfadado.
A Juan le dio rabia que ella pensara así. Sonrió desdeñoso y dijo:
—¿Enfadado yo, niña?
—Si, enfadado. No me dirás que estás contento. Y siento que yo, sin darme cuenta, te haya hecho enojar de este modo.
—No te creas tan poderosa. Al menos, yo… no te doy tanta importancia.
Clara le miró un instante con asombro. Luego con desconcierto y después con pesar. Giró en redondo, y sin decir adiós, se deslizó escalera abajo.
Capítulo 7
La dama, quo estuvo presente durante el extraño debate, no dijo nada a Juan. Lo vio alejarse en dirección al interior de la casa y cuando descendió para irse a la oficina, se limitó a recibir su beso. Pero pensó mucho en la rara actitud de su sobrino para con una amiguita que sólo consideración y admiración merecía.
Esperó que Clara volviera a visitarlos, pero transcurrió aquel día y otro y una semana más y la muchacha pasaba de largo frente al chalet de sus vecinos, saludaba con la cabeza y continuaba su camino indiferentemente.
Veía a Juan taciturno y malhumorado y hablaba más bien con gruñidos que con palabras.
Una noche, ocho después de lo ocurrido, tía Sofía no pudo más y, hallándose los dos en la terraza tomando el fresco después de la cena, abordó el tema con naturalidad:
—Juan, hace muchos días que me acucia el deseo de decirte algo y si no le lo dije antes fue porque apenas si paras en casa.
Juan alzó la cabeza y la miró. Tenía un cigarrillo prendido en la boca y fumaba sin quitarlo de ésta, expeliendo el humo por la nariz.
—¿Tan grave es?
—No lo sé. Es lo que me intriga. Tú juzgarás.
—Dilo, pues.
—¿Qué te hizo Clara?
Juan todo lo esperaba menos aquella pregunta hecha con cierta oculta irritación. Hizo un gesto ambiguo con los hombros y replicó:
—A mi, nada.
—¿Puedes decirme entonces por qué le dijiste aquellas cosas tan feas?
—¿Feas?
—Le dijiste que no le dabas importancia.
Juan sonrió, desdeñoso, como si bajo aquella sonrisa que era un simple parapeto y no engañaba a la dama, quisiera o pretendiera ocultar su verdadero sentir.
—¿Y por qué he de dársela?
—Aunque no se la des, es de mal gusto tu comportamiento. Estimo que Clara es demasiado de nuestra intimidad para que la insultes de ese modo.
—Vamos, tía Sofía, no extralimites las cosas. Clara, al fin y a la postre, no deja de ser una joven como otra cualquiera y no tengo por qué, al dirigirme a ella, medir mis palabras.
—Aparte de que un caballero las mide siempre, considero que con Clara, por tu calidad de vecino y amigo, has de medirlas más. A menos que…
—¿Qué? —apremió.
—Tenga para ti más importancia de la que pretendes insinuar.
—Tía Sofía, no hagas una novela romántica de algo muy natural.
—Si persistes en tu actitud agresiva con respecto a la joven, tendré que hacerla.
—Con lo cual sólo lograrás entorpecer tu imaginación —se puso en pie—. ¿Algo más, tía?
—Sí, mucho más. Pero ya veo que tienes prisa.
—En modo alguno —dijo convencionalmente—. Estoy a tu entera disposición, aunque considero descabelladas tus suposiciones.
—Lamento que Clara no haya vuelto por aquí. Y toda la culpa la tienes tú.
—No te preocupes por ello. Tan pronto la vea, me disculparé.
—No me agradan los hombres que se disculpan, Juan. Ellos procuran los momentos vividos como momentos pendientes. Como en actos de los cuales puedan arrepentirse.
—¿Crees que soy un ser invulnerable en toda una vida? Pues no podrá ser, mi querida tía, tengo muchas flaquezas como muchas debilidades como muchos de nosotros. Tú me has formado de mí.
—Tienes respuestas para todo como que eres abogado.
—No, respondo buscando afinidad con lo que hablamos en este instante.
—De todos modos tienes la inteligencia bien despierta y yo, en cambio, soy una pobre y palurdona mujer.
—Te admiro mucho —rió Juan, galante—. De todas las mujeres que he conocido, eres la que más admiro.
—Eres, además, un adulador.
Juan la besó y se fue silbando. Al dejar atrás la cancela, la luna que iluminaba su rostro nos hubiera dicho, si tuviera la virtud de hablar, que las facciones de Juan se atirantaron, que dejó de silbar y una profunda arruga surcó su frente.
Atravesó la calle, desorientado. No pensaba ir al club ni a un cabaret. Estaba harto de todo y de todos. Por primera vez en su vida, estaba desorientado y furioso consigo mismo. Tenía razón su tía: se había portado mal con Clara y la prueba la tenía en que la joven se consideraba ofendida.
Miró en la avenida y sin darse cuenta de la ruta que seguía se vio ante un cine. Entraría para pasar las horas y no pensaría qué era precisamente lo que deseaba. No pensar. Embotarse el cerebro mantenerlo quieto, lo cual no era nada fácil.
¿Se había enamorado de Clara? No era posible, él no era de los que se enamorara fácilmente; pero si no era amor aquello que sentía, ¿que era pues? ¿Por qué odiaba con toda el alma cuanto lo separaban de la joven? Y el muy imbécil se ensañaba con ella como si Clara tuviera la culpa. Si, sí, tenía razón su tía.
Entró en el cine. La película no había comenzado y lo primero que vio fue a Clara, bonita, joven, luminosa, sentada junto a sus padres. Pensó retroceder, pero no lo hizo. Se vio a sí mismo como un niño imberbe, y él era un hombre hecho y derecho, con sus aventuras en su haber. Muchas y muy diversas aventuras.
El primero que lo vio fue don Serafín y lo saludó afablemente.
Él se acercó. No miró a Clara. Pero sintió en su rostro los ojos de la joven. Los saludó a todos a la vez y dijo:
—Pasaba por aquí y me entraron deseos de ver esto. Seguramente es un tostón.
—Quizá —rió don Serafín—. Pero el salón está refrigerado y en casa no hay quien pare de calor a estas horas. ¿No te sientas? ¿O tienes compromiso por ahí?
—Ninguno.
—Pues siéntate. Ahí junto a Clara tienes una butaca. Están sin numerar y puedes elegir el asiento a tu gusto.
Se sentó. Sintió el perfume de la joven, aquel perfume tenue, suave, puro como ella. La miró de refilón.
—Hola —dijo.
—Hola —replicó ella, quedamente.
Se apagaron las luces y empezó el nodo. Juan se agitó. Se sentía intranquilo, desasosegado, y era raro en él, que siempre fue ecuánime y sereno. Sin poder contenerse, se inclinó hacia ella y dijo bajísimo:
—Hace mucho que no te veo. ¿Qué es de ti?
—Lo mismo que de ti.
—Lo mismo, no. Yo tengo mis ocupaciones.
—Yo tengo las mías.
Sus voces eran quedas, casi imperceptibles.
—Clara.
Ella no contestó. Juan la miró fijamente. A través de la oscuridad veía el puro perfil de la joven. A tientas buscó su mano. Era un acto natural, pero que llevaba en si mucho de audaz. Cuando rozó los dedos femeninos ella los retiró presto y se volvió hacia él con expresión interrogante en los bellos y grandes ojos. Juan hundió las manos en los bolsillos del pantalón y se quedo quieto, mudo, lejano.
La película era bonita, pero a él le resultó larga y pesada, y cuando se vio en la calle junto a ellos se sentía avergonzado.
—Hasta mañana —saludó.
—¿No das un paseo con nosotros?
No lo deseaba. Que le perdonara don Serafín, pero seguir un minuto más junto a Clara, una Clara muda y tal vez interrogante, lo sacaba de quicio. Era la primera vez que se sentía cortado junto a una chica Y aquella chica era Clara, una muchacha a quien conoció desde niña, y le parecía que no la había conocido nunca hasta aquel instante. Los saludó en general, sin detenerse a mirar a la joven y se alejó calle abajo.
—Cada día comprendo menos a este chico —comentó don Serafín, echando a andar, entre su esposa y su hija—. ¿Lo comprendéis vosotras?
—Nunca me he detenido a eso —dijo su esposa.
Clara no respondió.
—¿Y tú, hija?
—Tengo poco trato con él.
—¿No eráis muy amigos? —y con naturalidad, añadió—: Yo pensé que algún día os casaríais.
—¡Serafín!
—Qué cosas tienes, papá —dijo Clara, estremeciéndose imperceptiblemente.
—Pues… —siguió don Serafín con su habitual sinceridad—. He pensado muchas veces, Juan es un muchacho excelente, formal, serio, trabajador… Esos son los buenos maridos —riendo y mirando a su hija prosiguió jocoso—: Es de los hombres que no se les deja escapar.
—Se casará con Paula —dijo doña Elvira.
Don Serafín se echó a reír.
—¿Con Paula? No seas ingenua, Elvira. Paula es una chica muy mona, con la cual se pasa bien.
—¿Qué dices, Serafín?
—Lo que oigo a mis pasantes —rezongó—. ¿O es que soy sordo? Es una chica divertida y joven, pero no de las que los hombres serios buscan para esposas.
—Los hombres sois unos chismosos —observó la esposa.
—Chismosos porque decimos las verdades —miró a su hija que continuaba silenciosa—. Si puedes pescar a Juan, hija mía, no lo dejes escapar. Es hombre que tiene madera de buen marido.
—Serafín, qué consejos das a tu hija.
—¿Qué quieres que le diga? ¿Que ande por ahí coqueteando con todos? Le digo la verdad. Le doy un consejo de padre. Supongo que tú, como madre, no vas a desear que tu hija ande con nosotros de cine en cine y de café en café.
—Tiene amigas.
—¿Las amigas? ¡Bah! No sirven más que para quitarle el novio.
—¡Serafín!
Este rió a lo zorro.
—¿Recuerdas cuando empecé contigo, Elvira?
—Sí, sí, y cállate ya.
—En modo alguno. Ahora emprendí la marcha v tengo que hablar y sobre todo explicar a Clara por qué no me interesa que tenga amigas.
—Si te callaras.
—No, no, papá. Sigue. Todo lo que dices me agrada.
—Pero, niña…
—Déjalo, mamá.
—¿Sabes por qué tu madre no desea que hable?
—¡Serafín!
Este rió burlonamente.
—Porque cuando yo la conocí era amiga de mi novia.
Clara hubo de reír, olvidada ya de las cosas que su padre dijo de Juan. Elvira se sofocó.
—Qué gana tienes de broma, Serafín.
—No son bromas, Elvira, y tú lo sabes muy bien —miró a su hija, que sonreía regocijada ante el debate de sus padres—. Yo tenía una novia. Se llamaba Rita. Era morena y tenía unos ojazos tremendos. Un día apareció tu madre, que era amiga de Rita y yo no lo sabía. No me gustó nada aquella amiga de mi novia…
—¡Serafín!
—Nada, Elvira —rió feliz—. Pero tú empezaste a coquetear conmigo por detrás de Rita…
—No le hagas caso, Clara.
—Es la pura verdad y pongo —rió burlón—, a las estrellas del firmamento por testigos de mi sinceridad. Yo, al fin, me di cuenta de que Elvira era más atractiva que Rita y como mi compromiso con esta última era como los compromisos que tiene Juan con Paula, Purita y etc., un día la invité al cine y Elvira aceptó.
—¿Qué culpa tuve yo de que Rita no supiera retenerte?
Llegaban a casa. Don Serafín abrió la puerta y pasaron su mujer y su hija. Después cerró tras sí y en medio del vestíbulo iluminado, dijo, dichoso:
—Nunca me arrepentí de haberla elegido a ella, hijita.
Elvira se emocionó como una niña y Clara se sintió enternecida.
—Pero sigo pensando —añadió don Serafín—, que las amigas no sirven más que para quitarles el novio a las ídem.
Besó a su hija y le dijo bajo:
—No imites a Paula ni a ninguna de sus amigas. Busca un hombre que te agrade, sea Juan o Pedro y pórtate formalmente. Es lo que hizo tu madre.
—Gracias, papá.
—Ahora a dormir. Son las tres de la madrugada. Menos mal que mañana es domingo.
Clara besó a su madre y se retiró a su aposento. Se desvistió lentamente. Las ventanas estaban abiertas y hacía un calor sofocante. No entraba corriente por ningún lado. La joven se metió en el baño y se duchó. Luego, envuelta en la felpa, se acercó a la ventana.
Parecía pensativa o disgustada, Juan le había pretendido coger una mano. ¿Por qué? ¿Y qué quiso decirle con su mirada? ¿Y por qué su padre le decía aquellas cosas en las cuales ella no había pensado jamás?
Desasosegada, se retiró de la ventara y se tendió en la cama. Cerró los ojos. No, quería pensar. Deseaba dormir…
Cuando se levantó a la mañana siguiente, se asomó a la ventana. En la terraza del chalet contiguo estaba Juan en batín. Tenía un cigarrillo entre los labios y fumaba sin quitarlo de la boca. Miraba al frente y de súbito levantó los ojos y los fijó en ella. Clara parpadeó recordando las frases de su padre… ¿Por qué le diría nada? Ahora, siempre que viese a Juan, pensaría en ello, y se sentía molesta.
Juan la saludó con la mano y ella correspondió al saludo con cierta sequedad. No podía olvidar fácilmente lo que le dijo aquella vez. Desde entonces no había vuelto a su casa ni pensaba volver.
Se retiró de la ventana y bajó al comedor, una vez vestida y lista para ir a misa. Su padre se había ido muy de mañana a una cacería con unos amigos. En el comedor estaban su madre y Ricardito.
—Me voy a la playa, Clara. ¿No te animas? —le preguntó el hermano.
—Voy a misa y luego iré a buscar a Purita para dar un paseo v tomar el vermut.
—¡Qué aburrimiento!
—Cada uno se entretiene como le parece, Ricardito —dijo la madre—. A ti te gusta la playa más que a Clara.
—A mi también me gusta —saltó Clara—. Pero hoy no voy.
Capítulo 8
Salía de casa con el devocionario en la mano y el tul en la cabeza cuando se tropezó con Juan. Ella pensó seguir, pero la detuvo con un ademán.
—¿Adónde vas?
—A misa.
—¡Qué casualidad! Yo también voy. ¿Podemos ir juntos?
La joven encogió los hombros. Tal indiferencia dejó a Juan desconcertado.
—Si te estorbo o tienes un compromiso, no.
—Ni lo uno ni lo otro.
Caminaron juntos.
De súbito, dijo Juan:
—Lamento que mis palabras de aquella vez… te hayan molestado tanto.
—¿Molestado?
—Eso parece. Y mi tía no tiene culpa de nada.
—No te comprendo.
—Admiré siempre tu sinceridad —dijo Juan, desabrido—. ¿Es que vas a cambiar tan bruscamente?
—Sigo sin comprenderte.
—Lo lamento.
Y quedó serio, firme, como molesto, pero no dejó de caminar a su lado.
De pronto, Clara dijo:
—Si no me das importancia, no me explico por qué te preocupa el que me hayas molestado.
—¡Ah! ¿Me comprendes al fin?
—En ese sentido, sí.
—Te pido mis disculpas.
—Las acepto.
—¿Volverás al chalet?
—Clara —saltó él de súbito—. ¿Qué nos ocurre?
—¿Ocurrirnos?
—Si, sí. Algo no marcha bien entre los dos. Hemos sido siempre buenos amigos, ¿no? Si, por supuesto. Excelentes amigos, y de pronto no sólo dejamos de serlo, sino que además nos miramos con animosidad.
—Por mi parte, no.
—Vuelvo a apelar a tu sinceridad.
—Te hablo con franqueza, Juan. Yo no tengo nada contra ti. Nunca lo he tenido. Me molestaste un poco aquella vez. Si no me dabas importancia alguna, ¿podía reprochártelo? No; pero me dolió.
Llegaban a la iglesia. Entraron juntos. Juan le ofreció el agua bendita y, al rozarse sus dedos, ambos sintieron algo raro, desusado, como una sacudida electrizante.
Juan lo disimuló y ella se ruborizó un poco.
—A la salida te espero, ¿eh? —susurró Juan.
Ella asintió sin palabras. Se separaron, cada uno se dirigió a un lugar distinto. Clara se arrodilló en su reclinatorio y antes de abrir el devocionario, alzó los ojos y miró a la imagen.
Con devoción, pidió:
—Da claridad a mis ideas, Virgen María. Y sobre todo hazme ver en Juan. No lo comprendo. Hasta ahora lo comprendí. Ahora, no. Es como si dejara de ser mi amigo, ¿pero por qué? Me siento desorientada.
Juntó las manos y rezó con fervor.
Paula, no lejos de ella, los había visto entrar y se propuso fastidiarle a Clara la mañana. Ella salió mucho tiempo con Juan y creía que éste nunca se casaría con ella, pero de eso a que lo hiciera con Clara había un abismo, y su antigua amiga era, por su ingenuidad y falta de experiencia masculina, una muchacha crédula y fácil de engañar. Sin palabras le haría ver que Juan le pertenecía. ¿Por qué no? Ella aún no había desistido de ser su esposa.
La misa terminó y la gente se atropelló a la salida, cuando Clara abordó el patio del templo, vio, al final de este cómo Paula se prendía del brazo de Juan y lo miraba con arrobo. No se dio cuenta de que él la miraba a su vez, pero asombrado, como si no comprendiera la actitud de Paula.
Molesta sin saber por qué, giró en redondo y se alejó calle abajo, sola y pensativa.
«Te espero a la salida». Y pese a haberlo dicho así, estaba junto a Paula y la miraba, y ella se colgaba de su brazo. Apresuró el paso.
Mientras ella se dirigía presurosa a su casa, Juan junto a Paula, levantaba vivamente la cabeza v buscaba algo afanosamente con la mirada.
—¿Qué esperas? —le preguntó Paula.
—A Clara —dijo él con sequedad.
Paula se echó a reír.
—Se ha ido.
—¿Cómo?
—Que se ha ido solita. Ya estará llegando a casa.
La miró ceñudo.
—Siento tener que dejarte, Paula —dijo con su habitual indiferencia.
La joven se sintió humillada y con despecho dijo:
—Te has enamorado de ella, pero me parece que has perdido el tiempo.
Juan la contempló en suspenso. ¿Enamorarse él de Clara? No, no lo creía posible. Encogió los hombros y agitando la mano se alejó. Paula mordióse los labios con saña. Odiaba a Clara. Siendo estudiante le quitó a los compañeros. Ahora que era una mujer, al hombre que deseaba. ¿Qué podía tener aquella criatura para conquistar a los hombres, casi sin palabras?
Resueltamente, se dirigió a la calle. Caminó presurosa, cimbreando el cuerpo con el tul en la cabeza y el devocionario en la mano. Atravesó varias calles v cuando se vio ante el chalet de los Santelmo, divisó a Clara sola en el jardín contemplando pensativamente algo que Paula consideró que no veía. ¿También Clara estaba enamorada de Juan?
—¡Clara! —llamó alegremente.
Esta se volvió en redondo. Al ver a Paula, una leve extrañeza apareció en sus ojos.
Paula, con la mayor desenvoltura, empujó la cancela y se dirigió hacia su amiga.
—Juan y yo estuvimos buscándote —dijo indiferente—, y no te vimos.
—Tenía prisa…
—Ya. ¿No sales?
—No.
—¿Vamos juntas a tomar el vermut?
—Lo siento, Paula, pero mamá está sola y he de ayudarle. Papá se ha ido de cacería y una hermana de la sirvienta se puso enferma y Petronila fue a cuidarla. Prefiero ayudar a mamá.
—Chica, qué poco te dejas ver. ¿Nunca vas al club?
—No me apetece.
—¿No tienes plan para esta tarde?
—Saldré con mamá.
—Puaf, qué madura te has vuelto —rió—. Yo iré con Juan a una fiesta.
Clara no respondió. Paula siguió diciendo con su volubilidad habitual, pero sabedora de que causaba daño:
—Juan es un tipo de hombre raro. Tan pronto me deja y se va solo, como me reprocha el que yo vaya con otros chicos. El día que me case, no sé si podré soportarle. ¡Es tan celoso!
Clara los odió a los dos. A Paula por decírselo y a Juan por ocultárselo. Paula, comprendiendo el daño que hacía, prosiguió:
—A Juan hay que amarlo mucho para soportarlo. Pero yo le amo, ¿sabes?
Clara asintió sin palabras.
—Bueno, chica, ya que no vienes me voy.
—Que lo pases bien, Paula.
—Antes eras más animada. Te han apagado la euforia en el pensionado.
—Aplacaron un poco mi temperamento. Es lo normal.
—Pues te quitaron tu mayor encanto. Adiós, chica.
—Adiós.
La vio alejarse y se adentró en la casa.
—¿Eres tú, Clara?
—Si, mamá. ¿Me necesitas?
—No, no. Puedes salir un rato si lo deseas —dijo la madre, apareciendo en el umbral de la cocina—. ¿Por qué no vas a ver a Sofía? Ayer a la noche se quejaba de tu abandono.
—Iré otro día, tal vez por la tarde.
—¿Es que no vas a salir por la larde?
—No sé, ya veremos.
—Oye… ¿estás pálida? ¿Te ocurre algo?
Clara dominó su deseo de llorar. Con voz que pretendió ser natural, dijo:
—No me pasa nada, mamá. Voy a leer un rato.
—Ve, hija, ve; pero me parece que estás diferente esta mañana.
Escapó de su observación. Al llegar a su alcoba se derrumbó en un diván y se quedó muy quieta mirando hacia adelante. ¿Amaba a Juan? ¿Y si no lo amaba por qué aquella congoja, aquel aniquilamiento? Ocultó la cara entre las manos. Lo amaba, sí. Quizá ya lo amaba antes de irse al pensionado. O empezó a amarlo aquella noche cuando su padre le dijo aquellas cosas.
Era preciso que nadie penetrara en su secreto. Su santuario espiritual debía pertenecerle por entero. Ni sus padres, ni Paula y menos que nadie Juan… ¡Nunca!
Aquello tenía que morir con ella, y moriría.
* * *
Tomaba el fresco en la terraza después de almorzar. Su madre aún se agitaba en la cocina. Ricardito leía en el salón. De pronto, asomó la cabeza por la ventana y dijo:
—Te llama Juan por teléfono, Clara.
—Dile que no estoy.
Ricardito abrió los ojos como platos.
—¿Que le diga que no estás?
—Si —dijo nerviosamente—. Eso he dicho.
—Pero…
—Díselo así.
—Yo, no. Ven a decírselo tú.
Fue tan rotunda la negativa de su hermano que Clara no tuvo más remedio que levantarse y entrar en el salón.
Asió el receptor con mano segura. Ya iba tranquila. Estaba resuelta a dejar bien sentado que Juan le era indiferente. Que se fuera con Paula, que cumpliera con su deber. ¿O es que deseaba jugar con dos cartas a la vez? Ella nunca sería de segunda mesa para ningún hombre, aunque este hombre fuera Juan.
—Dime, Juan —preguntó serenamente, y ella misma se extrañó de su serenidad.
—Esta mañana escapaste como si te persiguieran.
—Tenía prisa.
—Ya. Oye… ¿damos un paseo?
—No.
—¿No?
—Tengo un compromiso —mintió con aplomo y se dio cuenta de que era la primera vez que mentía—. Siento no poder salir contigo.
Hubo una vacilación al otro lado. Después:
—¿Compromiso masculino?
—Eres muy preguntón Juan.
—Perdona. Es cierto.
—Créeme que lo siento, Juan.
—Ya.
Sintió un chasquido y ella colgó despacio. Al dar la vuelta se encontró con la mirada desconcertante de su hermano.
—Diré como papá, que me aspen si lo entiendo.
—No tienes nada que entender.
—Pues te advierto que si agudizo mi cerebro voy a comprenderlo. Lo que ocurre es que no deseo perder el tiempo.
Clara alzóse de hombros y se dirigió a la salida.
Ricardito comentó, guasón:
—¡Compromiso! ¿Quién es tu compromiso, mamá o yo? Mamá no sale de casa en toda la tarde y yo no admito compromisos de hermana. ¿Que diablo te hizo Juan?
—¿Y a ti qué te importa?
—Eres una chica muy bien educada.
Clara salió y se hundió de nuevo en la extensible. Ricardito salió tras ella y se sentó enfrente.
—Me gustaría saber qué harías si yo fuera a ver a Juan y le dijera que no tenías compromiso alguno.
—Tú te callas.
—Si quiero.
—Aunque no quieras.
—¿No puedo saber qué te ocurre con Juan?
—Nada en absoluto.
—Pues no te comprendo. Juan se interesa por ti, eso lo ve un gato, cuanto más las personas conscientes.
—He dicho que te calles.
Ricardito hizo un gesto indiferente y dijo:
—Allá tú. Desde luego, no hay quien comprenda a las mujeres.
Y se marchó silbando. Clara se tendió en la extensible cara al sol y se quedó muy quieta. Entrecerró los ojos y permaneció asi largo rato. ¿Por qué Juan la llamaba, si era novio de Paula? ¿Estaba ella enamorada de Juan?
Suspiró.
Sintió que crujía la extensible contigua y se incorporó vivamente. Era tía Sofía, con sus ojos bondadosos, su sonrisa alentadora.
—¡Tía Sofía! —exclamó.
La dama la besó en la frente y volvió a sentarse.
—Diré el viejo refrán —rió—. «Como la montaña no va a Mahoma, va éste a la montaña».
—Te aseguro, tía Sofía…
—No me asegures nada, querida mía. No has ido, tus motivos tendrías.
—Motivos determinados no he tenido ninguno. Mis ocupaciones… Ya sabes —y se ruborizó.
La dama sonrió beatíficamente.
—No sabes mentir, querida. Pero déjalo. Conmigo no necesitas disculpas.
Clara estuvo a punto de echarse a llorar, pero la llegada de su madre le evitó aquella violencia.
—Querida Sofía… —exclamó Elvira, feliz—, precisamente iba a pasar la tarde contigo. Me alegro de que hayas venido. Merendaremos juntas, ¿eh? Y charlaremos de nuestras cosas —miró a su hija—. ¿Tú no sales, querida?
—Sí, luego. Voy a vestirme.
Se puso en pie y, silenciosa, se perdió en la puerta encristalada. Las dos damas la siguieron con los ojos. La primera en hablar fue su madre:
—No sé qué le ocurre a esta criatura. De un tiempo a esta parte está como alelada.
—¡Es tan suave!
—Sí, sí; pero no va a pasarse la vida encerrada entre cuatro paredes. Me tiene muy preocupada, Sofía.
—Ya le pasará. Te advierto que por una crisis así pasan todas las jóvenes. Tu hija no ha de ser menos que las demás.
Continuaron hablando hasta la hora de merendar, sin que Clara bajara. Sofía lo notó, pero nada dijo. Consideró más conveniente mantenerse al margen en su discreción. Ambas merendaron y, de súbito, exclamó Elvira:
—¿Ha bajado Clara?
—No la he visto.
—¡Qué criatura! Es capaz de estarse leyendo toda la tarde. Para ella los domingos son como otro día cualquiera. ¿Comprendes eso?
—Antes de ir al pensionado no paraba en casa. Era alegre y divertida. ¿Ves cómo no siempre es conveniente torcer los gustos y las aficiones de una chiquilla?
—Por mí nunca la hubiera enviado al pensionado; pero Serafín se empeñó… En fin voy a llamarla.
—Déjala. Ya bajará cuando quiera.
—Pero es que está sola en su alcoba.
—Aun así. Yo en tu lugar no la llamaba.
Elvira no la llamó.
Capítulo 9
Juan llegó tarde a casa, pero tía Sofía no se había retirado aún a su aposento. Leía un libro en la salita, bajo la tenue luz de una lámpara portátil. Al sentir a Juan, levantó los ojos y el sobrino fue hacia ella, la besó y se hundió en una butaca, lanzando un suspiro:
—He cenado con unos amigos, tía. Por eso no vine.
—Me lo supuse. Yo estuve con Elvira hasta las nueve.
Notó que Juan se agitaba. ¿Qué ocurría entre él y Clara? ¿Tenía Juan la culpa del retraimiento de la hija de su amiga? Intentó averiguarlo, pero el joven se fue en evasivas y sonrisas desconcertantes, no obstante, cuando ella dijo que Clara se había pasado la tarde encerrada en su alcoba, el hombre salió de su modorra y preguntó:
—¿Estás segura que Clara no ha salido?
—A menos que saliera por la ventana…
—¡Qué raro!
—¿Por qué?
—No sé; me parece raro simplemente —y sin transición añadió, al tiempo de ponerse en pie—: Me voy a la cama.
—¿Tan cansado estás?
—No mucho, pero tengo sueño.
La besó y se fue.
Tía Solía cerró el libro y las luces y se fue tras él, pensando que algo ocurría allí, entre Juan y Clara, que ella no acaba de ver claro.
A la mañana siguiente, cuando Juan salió de la cocina, cogió, como todas las mañanas, el traje de baño v la toalla y se fue a la playa a darse un baño antes de comer. Pensó ir por el Muro hacia el club, pero luego lo pensó mejor y atravesó la playa mirando a un lado y a otro. En seguida vio lo que deseaba. Estaba sola. Morena y hermosa, confundida con los granos tostados de la arena. Se dirigió hacia ella directamente. Y sin saludar se sentó a su lado.
Clara miró.
—¡Ah! —dijo—. Eres tú.
—Eso creo.
—¿Te vas a bañar?
—Luego. Cuando tú, si me lo permites.
—¡Bah!
Juan se puso en pie y fue a cambiarse de ropa a la caseta de ella. Salió y se tendió boca abajo junto a la ¡oven, que parecía sumida en sus reflexiones, sin dar mucha importancia al hombre que la contemplaba fijamente.
—¿Qué ves en mi cara? —preguntó, retadora.
Juan esbozó una sonrisa.
—Veo lo que no he visto nunca: hipocresía.
—¿Qué?
—Eso. Siempre has sido sencilla de comprender y sobre todo clara como tu nombre en todas las manifestaciones de tu vida.
—¿Y no sigo siendo igual?
—Ni mucho menos.
—Para mi sigo siendo la misma, pero aunque asi no luzca, atribuyámoslo a los años que no corren en vano. No querrás que siga siendo la niña tonta.
—Nunca te consideré una niña tonta. Sino una niña lista y buena.
—¿Y ahora no lo soy?
—No sé lo que eres ahora —dijo pensativamente—. Me es difícil penetrar en tu santuario espiritual.
—No te permito la entrada.
—¿Por qué? ¿Me consideras un profano?
—O un intruso.
—No quisiera que me tuvieras en ese concepto. Me agradaría, por el contrario, que me consideraras un amigo.
—Así te considero.
—¿Íntimo, superficial, indiferente…?
—Un simple amigo. Como tengo tantos.
—No tienes ningún amigo íntimo.
Él se sentó en la arena y ella echó sus cabellos hacia atrás.
—No suelo entregar mi amistad a tantos y con tanta fe.
—En un tiempo yo fui tu mejor amigo.
Juan fumaba con fruición y con nerviosismo.
—Entonces yo era una niña y no sabía elegir mis amistades.
—Clara, ¿te das cuenta de lo que dices?
—Perdona si te ofendí.
—Me estás ofendiendo desde que llegué a tu lado, creo que desde que llegaste del pensionado.
Juan la miró buscando sus ojos. Clara se los hurtaba con afán, con tenacidad.
—¿Qué hiciste ayer por la tarde? —preguntó de súbito.
Ella lo miró breve para desviar los ojos rápidamente. No podía mentir de nuevo. No deseaba mentir.
—Estuve en casa.
Aquella sinceridad desconcertó a Juan.
—Tenías un compromiso, Clara.
—Me deshice de él.
—¿Por qué?
—¿También tengo que decirte eso?
Él estaba por responder con acritud, cuando la voz cálida de Paula sonó dulzona junto a ellos:
—Querida Clara, amadísimo Juan… ¿qué hacéis aquí como dos gallitos de pelea? —se acercó a Juan y le puso una mano en el hombro con familiaridad.
Juan estaba habituado a las familiaridades de Paula y no le dio importancia, pero ésta sabía que Clara se la daba, y antes de que ellos se dieran cuenta de lo que uno sentía por el otro, ya Paula, con su penetración maligna, había hurgado en los dos. Y no era Paula mujer que desperdiciara las ocasiones. Habíase propuesto destrozar al hilo la felicidad de aquellos dos, y lo haría aun a costa de su propia tranquilidad. Conocía a Juan y conocía a Clara, a ambos lo suficiente para atacarlos por el lado más débil. Usar de una familiaridad con Juan, a éste le daría igual. Estaba acostumbrado a ello con las mujeres, pero no ocurría igual con Clara, tan recta, tan en su papel de mujer pura y firme en sus conceptos.
Su ademán era suficiente para que Clara creyera más y más en unas relaciones íntimas entre los dos y era precisamente lo que Paula deseaba.
—Estuve esperando por ti, cariño —le dijo melosa, inclinándose hacia él.
Juan no le dio importancia alguna. Él había hablado claro con Paula y ésta sabía perfectamente que no se casaría con ella jamás. Pero, dada la frivolidad de la joven, aquellas frases y aquel ademán lo consideraba natural. No así Clara, quien, poniéndose en pie, dijo con estudiada indiferencia:
—Me voy a bañar.
Y antes de que Paula y Juan se dieran cuenta, ya corría en dirección al agua. Juan hizo intención de ponerse en pie para seguirla, pero Paula, deponiendo su «melosidad», dijo áspera:
—¿Desde cuándo don Juan va detrás de las jóvenes que, no lo desean?
—¿Qué?
—Eso. ¿No ves que Clara no te quiere?
—Paula… no eres buena.
—Soy justa.
—Pues déjame y no vuelvas a inmiscuirte en mi vida.
—Soy tu amiga.
—Si bien nunca te di atribuciones para que te tomes esas libertades.
—Mucho la amas.
—Sí —asintió con naturalidad—. Lo bastante para pedirle que se case conmigo.
—No te aceptará. Es Clara demasiado recta para tomar a un hombre como tú, que pasea a sus amigas sin comprometerse.
Juan la contempló fijamente.
—¿Te hice algún daño? —preguntó rudo—. No, ¿verdad? Te hice todo aquello que tú deseaste que te hiciera.
—Eres… despiadado.
—Soy como soy y nunca te engañé. Permíteme que me aleje.
Se fue sin esperar respuesta y Paula siguió su camino con rabia, pisando fuerte como si tuviera al propio Juan bajo la suela de sus zapatos.
Juan buscó a Clara entre los bañistas, sin poder hallarla. Se dio un baño y nadó hasta una roca cercana Cuando media hora después volvió a la caseta, ésta estaba cerrada, sus ropas sobre la arena y no quedaba rastro de su vecina. Juan se mordió los labios, recogió la ropa y rezongando se fue a la caseta pública.
Al atardecer se encontraron en la misma puerta de la casa. Juan regresaba de la oficina, ella salía.
—Hola —saludó Juan.
—Hola —replicó con sequedad.
—¿Puedo saber qué te hice? —preguntó Juan perdiendo un poco la paciencia.
Ella abrió los ojos y los entornó de nuevo. Iba muy bonita. Vestía un modelo de tarde, descolado, airoso, dando mayor esbeltez a su figura. Llevaba una pincelada en la boca, un rabito alargando el rasgado de sus bellos ojos. Juan se agitó. Siempre la quiso siendo una niña, cuando le hacía los deberes para el Instituto.
—¿Pues qué me has hecho? —preguntó serenamente.
—Eso es lo que me pregunto. No se le condena a un hombre sin darle una explicación, sin un motivo.
—No te doy tanta importancia como para condenarte.
Él sonrió con rabia.
—Repites mis propias palabras de una ocasión. Por lo visto, te dolieron de veras.
Clara no respondió. Iba a seguir su camino, pero Juan la asió por un brazo y dijo:
—Te acompaño.
—No le molestes.
—No es molestia. Nunca me molesto por las mujeres.
Y la empujó, caminando los dos a la par.
Ella hizo intención de deshacerse de la mano que apretaba su brazo, pero Juan no la soltó. Estaba firmemente dispuesto a hablar, a decir lo que sentía, tanto si Clara lo deseaba como si no.
—En ti he admirado a la mujer virtuosa —dijo Juan pensativamente—. Tanto es así que te aparté en mi pensamiento de todo el núcleo femenil que me rodea. Pero dicen y es verdad, que hay un término medio para todo. Los extremos siempre son peligrosos, ¿no es cierto? tú eres tan extremista que con frecuencia resultas desconcertante.
—¿Has terminado?
—No. Habría mucho que decir aún, si bien, dada tu poca disposición para oírme, me siento a tu lado como forzado.
—Pues no estés.
—Clara, dime la verdad. ¿Qué te hice? ¿De qué me acusas? Apelo a la amistad que nos unió en otro tiempo.
—No tengo nada que decirte, Juan. En absoluto.
—Es que no se puede condenar a un hombre con ese silencio agresivo.
—Lo siento.
—¿Qué es lo que sientes?
—Que te parezca agresivo mi silencio.
—Lo es.
—Repito que lo siento.
Juan se mordió los labios, pero no por ello dejo de caminar a su lado.
—Te invito al cine —dijo de pronto.
—Gracias.
—¿A cuál vamos?
—A ninguno.
—Pero, Clara…
—Voy a casa de una amiga.
—¿Paula?
Clara se echó a reír.
—No —dijo irónica—. Esa no es amiga mía.
Juan enarcó una ceja.
—¿No fue siempre tu amiga?
—Si, mientras no me di cuenta de que era falsa y maligna. A mi regreso del pensionado todo cambió para mí.
—Y para mí.
—¿Para ti?
—Si, y no me mires tan escrutadoramente. Cambió todo para mí. Yo era un hombre feliz, acompañaba a las chicas y no me comprometía con ninguna. Nunca sentí la necesidad de amar…
—Ahora estas comprometido y piensas casarte —cortó ella—, si, también cambiaron las cosas para ti.
Juan se detuvo en seco. Y como su mano apresaba el brazo femenino, hizo un movimiento y la joven quedó frente a él bajo la tenue luz de un farol callejero.
—¿Qué dices, Clara?
—Me miras como si fuera una visión —rió Clara forzada—. ¿He dicho alguna majadería?
Ella se soltó de su mano y caminó presurosa. Juan la siguió sin comprender que los celos silenciosos devoraban a su amiga, la siguió con precipitación y con brusquedad la agarró por un brazo, la volvió hacia él y dijo, airado:
—Has de escucharme.
—No quiero escucharte, Juan. ¿Me entiendes? —dijo Clara—. Debes seguir tu camino.
Juan depuso su irritación y dijo con pesar:
—Parece que hay un malentendido entre los dos y quisiera desvanecerlo.
—Por mí no te preocupes.
—Es por mí.
—Yo no tengo interés en escucharte.
—¿Es que me odias?
—No.
—¿Qué me censuras?
Ella estaba al cabo de sus fuerzas. Venia dominándose desde hacía mucho tiempo, desde que supo que amaba a Juan, su vecino. Pero por nada del mundo desearía que éste penetrara en su secreto. Servir de mofa a Paula era para Clara peor que morirse. Y ser compadecida por Juan era como fallecer lentamente. No, nunca. Ni él ni ella sabrían lo que le ocurría. No odiaba a Paula, pero le repugnaba. Ya no era su amiga ni lo sería jamás. Ni compartía sus puntos de vista ni era Paula digna de ser amiga sincera de una persona como ella, que todo lo juzgaba con rectitud.
—No te censuro nada. Déjame en paz.
—Es que yo, Clara —dijo él, bajo—, tengo algo muy intimo que decirte. Y me parece que si no te lo digo hoy, no volverá a presentarse la ocasión.
—No me lo digas.
—Escúchame…
—¡No quiero!
—Mira que será la última vez que intente hablarte de esto.
—No importa. Puedes seguir tu camino.
Juan la miró fijamente y ella sostuvo con valentía su mirada.
—Clara… ¿es de veras que no deseas oírme?
—Si.
—Está bien. Adiós.
Giró en redondo. Clara, por un instante, temió que se le escapara la única ocasión de su vida de recuperar la felicidad, pero, terca, no lo retuvo. Lo vio perderse en la alameda y ella siguió su camino lentamente como si un enorme peso gravitara sobre sus hombros.
Capítulo 10
En la mañana estuve con Juan, tomando el aperitivo —dijo don Serafín a la hora de comer.
Clara no levantó los ojos del plato. Ricardito siguió comiendo con apetito devorador. Sólo Elvira y su marido hablaban.
—Le veo un poco taciturno esta temporada —apuntó Elvira—. ¿Le ocurre algo? ¿No van las cosas, como él desearía?
—Si te refieres a su bufete, va todo normalmente. Si hay algo en Juan es personal. A mí también me pareció triste —miró a su hija sin malicia y preguntó con naturalidad—: ¿Conoces las causas por las cuales anda Juan como alma en pena, Clara?
—No, papá.
Y era sincera. Ella desconocía los sentimientos de Juan, y por lo tanto los motivos que originaban su desaliento.
—Es raro —murmuró, pensativo, el caballero—. Un hombre tan equilibrado como él… En fin ya se sabrá.
—¿Saber qué Serafín?
—Lo que le pasa. De buen grado se lo hubiera preguntado, pero no me atreví. Hablamos del porvenir. Yo le dije que debiera casarse y él me contestó que era lo que deseaba hacer.
—Lo hará con Paula —apuntó la dama.
Don Serafín se echó a reír. Clara se estremeció oyendo a su padre.
—De eso también hablamos.
Tuvo miedo que su padre no continuara y levantó los ojos. El abogado sonrió y dijo:
—Juan no se casará nunca con Paula. Yo se lo dije, y él se echó a reír con tristeza. Dijo que Paula sabía desde el primer momento que no se casaría con ella.
—Pues sus familiaridades no lo indican así —saltó Clara, sin poder contenerse.
—¿Familiaridades hoy en día, querida hija? No seas anticuada. Las tienen todas las parejas.
—Es lo que me descompone.
—¿Lo ves? Tú no has nacido para vivir en este siglo. Eres demasiado recta.
—Pues viendo todo eso, lo seré cada día más.
—No censurarás a Juan por ello, ¿verdad?
—Lo censuro —dijo rotunda.
Los esposos se la quedaron mirando, asombrados.
—Juan no tiene la culpa de que una coqueta muchacha desee cazarlo —apuntó el padre.
—Juan da pie para ello.
—¿Sabes que observo que le tienes poca simpatía a Juan?
—Y tan poca —saltó Ricardito, dejando por un instante de masticar la carne asada, que era su debilidad—. El otro día la llamó por teléfono para salir y Clara le dijo que tenía un compromiso.
Clara enrojeció. Los esposos se miraron, pensativos, entre sí.
—¿Es cierto eso, querida?
—Sí, papá.
—¿Y por qué?
—No me agrada la forma de comportarse de Juan.
—Pero, Clara… Juan es un hombre.
—Naturalmente.
—Y obra según su condición y sexo. ¿Qué virtudes deseas ver en él, que no tenga?
—No lo sé con exactitud.
—Clara, hay que ser más justa para juzgar a un hombre. Si quieres santos los tienes en los altares, pero no pidas al hombre, el eterno pecador, que sea también un santo. Me parece, hija —añadió—, que te hemos criado demasiado infantilmente. Y creo, asimismo, que no hice ninguna heroicidad enviándote a un pensionado donde te han infantilizado más.
—Estoy contenta de cómo soy, papá.
—Y yo. Pero… todos los extremos son peligrosos, y tú no entiendes de términos medios.
Eran las mismas frases de Juan. ¿Tendría razón su padre?
Sin responder, pidió permiso para retirarse y se lo concedieron. Ricardito también lo pidió para irse a la Universidad, y los esposos se quedaron solos mirándose interrogantes.
—¿Qué me dices, Serafín?
—Que Juan y Clara están enamorados y no se comprenden.
—¿Qué dices?
—Lo que oyes.
—¿Cuándo lo has descubierto?
Don Serafín dobló la servilleta y la puso al lado del plato vacío. Alzó los ojos y miró a su mujer. Había en sus ojos una tibia sonrisa.
—Elvira, déjame decirte que si me casé contigo fue porque eras una ingenua, como ahora lo es Clara. Y lo gracioso del caso es que tenemos dos hijos, una casadera, el otro adolescente, y tú —rió—, sigues siendo la eterna ingenua. ¿Es preciso, acaso, que Juan y Clara me digan que están enamorados? Lo están, se ve fácilmente. Juan no hizo ningún daño a Clara y, no obstante, ésta le reprocha sus familiaridades con Paula. ¿Reprocha a todos los hombres estas libertades? Por supuesto que no. Ahí tienes, pues, la respuesta.
—¡Ah! —exclamó la mujer.
—¿Te haces cargo?
—Creo que si. ¿Y qué debernos hacer tú y yo?
Don Serafín se puso en pie y consultó su reloj de pulsera. Se le hacía tarde. Si él no se hallaba en la oficina, los pasantes llegaban y se reunían en la antesala a hablar de cine y de mujeres.
—Me marcho, Elvira —y con suavidad—: No haremos nada. Tú te callaras lo que acabas de saber y yo te imitaré. Deja que ellos, por si solos, arreglen ese asunto.
La besó en la frente y se fue canturreando. Estaba contento. Siempre deseó para Clara un marido como Juan, y ambos terminarían casándose. ¿Que no se comprendían? Llegarían a comprenderse. Clara se daría cuenta un día de que Juan la amaba y aquel mismo amor los acercaría uno a otro. ¿Para qué preocuparse? Eran jóvenes y tenían tiempo para todo. Con esta convicción salió de casa y se adentró en la avenida, en dirección a su oficina.
Hacía mucho tiempo que Clara no iba a casa de tía Sofía y aquella mañana le acució un ferviente deseo de ver a la dama. No podía ir a la playa porque el cielo estaba nebuloso y amenazaba lluvia. Le apetecía sentarse en el saloncito íntimo de tía Sofía y oiría hablar, aunque, como siempre, no dijera nada en concreto.
A la dama, al verla llegar, se le iluminaron los ojos y le reprochó, besándola en la frente:
—Descastadona.
—Perdona, tía Sofía.
—Estás perdonada. ¿Qué remedio nos queda a los viejos que perdonar a la juventud? Ven, siéntate aquí conmigo. A decir verdad, me aburría mucho en este instante. Me aburro en muchos otros, ¿sabes? —sonrió beatíficamente—. Una solterona es como un estorbo. En todas partes cansa y a nadie entretiene.
—No digas eso.
—¿Acaso no es cierto? Juan apenas si se detiene en casa, tú no vienes a visitarme.
Clara no pudo por menos de inclinarse y rozar con sus dedos la mano temblorosa de la dama.
—Algún día —dijo bajo—, yo seré una solterona como tú.
—¿Qué dices?
—No sé por que te asustas así. Digo que seré una solterona, y como tú lamentaré quizá mi soledad.
—No te aconsejo que te quedes soltera. No es ninguna ventura. Al principio, mientras te consideras joven, ves pasar los días con agrado. Mas luego, empieza a encanecer tu cabeza y sientes las soledades aplastantes de tus días y tus noches, que pesan sobre una como una cadena interminable. Y después contemplas a los hijos de tus amigas… Es entonces cuando más notas tu soledad y lamentas los días que has dejado escapar uno tras otro sin darte cuenta.
—No me pongas nostálgica, tía Sofía.
—No me gustaría que me imitaras. Pensarás que soy una casamentera, pues a Juan siempre estoy diciéndole lo mismo.
Clara entornó los párpados para que la dama no notara el brillo de su mirada.
—Juan no se quedará soltero —dijo con estudiada indiferencia.
—No lo sé. Al paso que va, temo que sí. Pronto cumple treinta años.
—Tiene una novia que no le agradará quedar soltera.
La dama se extrañó.
—¿Novia? Juan no tiene novia.
—Me refiero a Paula.
—¡Oh, no! Te equivocas. Juan no se casará nunca con Paula. Que ella desee casarse con Juan es una cosa, pero que lo logre es otra muy distinta.
Clara no respondió. Habló luego de otros temas y a la una y media se despidió.
—Vuelve pronto por aquí, querida. No te olvides fácilmente de los ancianos amigos.
—Te lo prometo, tía Sofía.
Empezaba a llover. Abordó el pequeño parque y lo atravesó corriendo. Al abrir la cancela, sus dedos quedaron apresados bajo otros dedos y se vio bajo el paraguas, de Juan. Se quedaron mirándose mutuamente como si no se vieran jamás y se conocieran en aquel instante. Fue una mirada larga, honda, extraña. Los dedos de Clara seguían bajo los de Juan. Y ambos, bajo el paraguas, parecían dos raras estatuas.
—Vas a mojarte —dijo él muy bajito.
—El trayecto es corto…
—Te acompaño.
—No te molestes.
—Nunca es molestia para mí acompañarte.
Soltaba los frágiles dedos, pero la asía del brazo. Caminaron bajo la lluvia hacia el chalet vecino.
De pronto, Juan rompió el embarazoso silencio:
—Me gustaría invitarte al cine esta tarde.
Clara se mantuvo callada. Sentía los dedos de Juan en el brazo y le hacían daño, y al mismo tiempo le producían placer. Un raro placer hasta entonces desconocido.
—Vendré a recogerte a las siete, ¿quieres?
—Si —dijo con un hilo de voz.
—Seré puntual.
Soltaba su brazo. Llegaban junto a la cancela. Aún la miró hondo, hondo como si su razón de vivir radicara en los bellos ojos de Clara.
—¿Tienes predilección por una película determinada?
—No.
—Bueno, pues la elegiremos juntos, ¿te parece?
—Sí.
Parecían dos críos ante la primera cita de amor. Juan, que tenía fama de faldero y su desenvoltura ante las mujeres era bien notoria, ante aquélla, la única que le interesaba de veras, se convertía en un cadete adolescente. Y ella se mostraba tímida, deliciosamente ruborizada, y Juan, buen conocedor de la mujer, se dio cuenta de que no le era indiferente a la joven.
—Hasta la tarde, pues, querida mía.
—Hasta la tarde.
Juan se alejó, tras envolverla en una acariciadora mirada y Clara subió, temblorosa, hacia la terraza. Allí se apoyó contra una columna y miró hacia el cielo plomizo que enviaba una lluvia menuda y pertinaz que ella no olvidaría nunca.
Y se preguntó: «¿Hice bien en aceptar su invitación? ¿Y por qué no, después de todo? Si él prefiere mi compañía a la de Paula, ¿qué debo hacer yo?».
—¿Sueñas? —se burló Ricardito tras ella.
Se volvió y le obsequió con una dura mirada.
—Siempre apareces en los momentos menos oportunos.
—Qué romántico, ¿verdad? —rió el hermano—. Mi padrino y mi hermana bajo el paraguas mirándose con arrobo.
—¿Te quieres callar?
—Claro que sí. ¿Cuándo os casáis?
Clara se agitó.
—Eres un memo.
—Qué lenguaje más pulido usa mi académica hermana.
La joven huyó de la mirada de su hermano, que, con ser mucho más joven que ella, ya sabía de lides amorosas más que ella.
A la hora de la comida, el padre dijo:
—Observo, Clara, que te pasas los días en casa. ¿Tampoco sales hoy?
—Saldré.
—¡Ah! ¿Con quién?
—Con… Juan. Me ha invitado al cine. Si tú no tienes inconveniente.
—¿Yo? Claro que no —rió el caballero, satisfecho, mirando significativamente a su esposa—. Nadie mejor que Juan para acompañarte.
—En muy alto concepto lo tienes.
—Sí. En el que se merece —dijo tajante.
Se retiró a su aposento. Todos lo apreciaban, todos tenían de él una elevada opinión. Sólo ella lo juzgaba mal y, no obstante, aceptaba sin titubeos su invitación.
Se pasó la tarde nerviosa, intranquila, como si los nervios no la dejaran vivir. Y era así en realidad. Juan suponía para ella la vida entera. ¿Cuándo empezó a amarlo? Nunca sabría decirlo. Tal vez marchó al pensionado madrileño pensando en Juan. Por eso nunca aceptó las invitaciones de otros hombres. Y por un instante se despojó de apasionamientos para juzgarlo. A Juan, no. No podía tolerar que Paula pusiera los dedos en su hombro con aquella familiaridad, y por eso le juzgaba mal. Porque le dolía que otra mujer hiciera lo que ella sola quisiera hacer.
«Soy demasiado egoísta. Pero todo ser que ama lo es».
A las siete de la tarde su madre la llamó:
—Clara, te espera Juan.
—Bajo en seguida.
Se miró al espejo por último vez. Se encontró bien. Vestía un modelo de tarde de un color indefinido. Sobre él, una gabardina, y calzaba zapatos bajos. Seguía lloviendo. A Clara le gustó el agua y hasta la fría brisa que entraba por la ventana abierta mezclada con las menudas gotas.
Juan la esperaba en el vestíbulo. No era un hombre hermoso como había muchos otros en la ciudad. Era corriente v vulgar, pero tenía algo que entraba en una como una llama y lo avasallaba todo, como todo lo entendía.
Vestía de oscuro y llevaba una gabardina anudada a la cintura y el paraguas colgado del brazo. É1 también la miró, y al encontrarse sus miradas los dos sonrieron.
—Vais a llegar tarde —apuntó Elvira.
Ni siquiera le contestaron. Seguían mirándose, a la vez que ella descendía. Cuando llegó junto a él, Juan reaccionó y dijo:
—Vamos, querida. Tiene razón tu madre. Llegaremos tarde.
La tomó del brazo con familiaridad. Como si fuera algo suyo, y Clara no se atrevió a protestar. Besó a su madre y se fue con Juan, como si su única razón de vivir fuera aquella mano que oprimía su brazo. Desde la ventana del salón Ricardito los miró burlón y soltó una carcajada:
—¡Ja, ja!
La hermana lo fulminó con la mirada, pero a Ricardito no le asustaban las miradas de Clara. Con ironía dijo:
—Hacéis una bella pareja. Cuando os caséis, la vecindad se apiñará para veros.
—Cállate, charlatán —rió Juan.
—Del segundo hijo seré el padrino, ¿no? Tengo derecho. También tú lo eres mío.
—Vamos, vamos —balbució Clara, roja hasta la raíz del cabello.
Los dos, bajo el paraguas, se perdieron en el parque y luego en la calle, Juan la llevaba apretada contra si, la miraba de vez en cuando. De súbito, dijo:
—Si, tiene razón Ricardo. ¿Cuándo nos casamos?
—Tu novia es Paula.
—Si tuvieras esa convicción nunca aceptarías salir conmigo. Por favor, no te engañes a ti misma.
—Cállate. Juan. Prefiero vivir así.
—Yo deseo algo positivo.
—Ya tienes mi compañía.
—Pero es sólo por un día, por un instante tal vez demasiado corto. La deseo para el resto de mi vida.
—Paula…
—Deja a Paula a un lado. ¡Somos tan distintos!
—Pero la has querido.
—¿Querer? No hagas caso. Sólo se quiere una vez en la vida. Los demás cariños son tapaderas, mentiras…
—Entonces tú eres un mentiroso.
—Como todos los hombres. El que no busca la verdad no la encuentra nunca. Yo he navegado de un lado a otro entre mujeres hasta encontrar la verdadera. Al hombre se le concede ese derecho. La mujer tiene el de elegir; el hombre, el de buscar.
Llegaban al cine. Sin esperar respuesta, Juan fue a la taquilla y sacó las entradas. Volvió a su lado y de nuevo la asió por el brazo. Se lo oprimió íntimamente e inclinándose hacia ella dijo:
—Eres lo único verdadero y deseado en mi vida.
Ella se estremeció, pero nada dijo.
Capítulo 11
La proyección había comenzado y el acomodador los llevó a su sitio.
La mano de Juan se deslizó silenciosa bajo su brazo y buscó sus dedos. Clara sintió la tibieza de aquella carne masculina, pero no pudo huir de su contacto. Se sentía sojuzgada, pero era aquel lazo un lazo maravilloso del que tal vez no podría escapar en toda su vida.
—Clara…
—Dime…
—Aún no me has contestado.
—Espera.
—¿Qué debo esperar?
—Sigamos así.
—Y viviré intranquilo, temiendo que otro te lleve.
—No soy voluble.
—Cállense —dijo una voz tras ellos—. Si desean hablar vayan a la calle.
Se callaron, pero sus ojos se buscaron en la oscuridad y se encontraron. Era delicioso sentir aquella sensación de fuerza, de verdad, de plenitud.
Los dedos de Juan cerraron los suyos con intensidad. Y luego se volvieron acariciadores y más tarde resbalaron por su mano y subieron hacia el brazo desnudo y ella se estremeció como si una descarga eléctrica la agitara de pies a cabeza. Aquello era el amor. Aquel loco palpitar del corazón y de los pulsos, y de las sienes, y de todo cuanto sensible había en ella.
—Clara.
—Cállate.
Se mantuvo callado, pero la mano acariciaba la suya. Y cuando la proyección concluyó y salieron a la calle, llovía con la misma tenacidad. Era una lluvia menuda que empapaba. Los dos, bajo el paraguas, iban muy juntos, como si ninguno se diera cuenta de aquella proximidad, pero de la cual disfrutaban calladamente.
—Clara —dijo él de pronto—, estoy enamorado de ti. Quiero casarme contigo.
La joven se agitó, pero nada dijo.
—¿Me has oído? ¿Qué me contestas?
—He de pensarlo.
—¿Pensarlo aún?
—Es un paso decisivo en la vida.
—Pero no por pensarlo más va a ser ese paso más o menos largo ni más ni menos venturoso. El matrimonio, Clara, es como una aventura. Unas veces sale mal y otras bien. ¿De quién depende? De los dos, pero ignoramos cómo hemos de reaccionar ambos una vez casados.
—Más a mi favor: Déjame pensar en ello. Quiero estar segura de mis sentimientos.
—Me amas.
—Sí.
—¿Entonces qué vamos a esperar?
—Quiero saber hasta qué punto te amo.
—Está bien, Clara —dijo resueltamente—, vamos a hacer un pacto. Saldremos juntos todos los días, nos comportaremos como dos novios durante un mes. Y luego tú decidirás. Por mi parte ya estoy decidido.
—De acuerdo.
Llegaban junto a la cancela. Se detuvieron. El paraguas continuaba haciendo de techumbre. Bruscamente. Juan soltó el brazo femenino y rodeó con su brazo la cintura de Clara. Fue tan inesperado su ademán que la joven, cogida desprevenida, no supo cómo reaccionar. Se vio bajo los llameantes ojos del hombre y parpadeó, deslumbrada. Ella era una joven espiritual, pero, en aquel instante, sintió cómo todo lo vivo de este mundo, lo terrenal, bullía en su ser, encendido por la centelleante mirada del hombre.
—Clara —dijo él roncamente—. ¿Qué crees que es el amor? No es nada milagroso ni extraordinario. Es, por el contrario, algo tremendamente vulgar, pero que vive en las criaturas como una llama que lo enciende todo. ¿Qué has de esperar? Conoces mis sentimientos, los has palpado por ti misma. Tú me amas también. ¿Hemos de hacernos viejos esperando que tú medites?
Clara se sentía como ahogada, presa en el brazo de Juan, que la apretaba como una tenaza; no se atrevía a respirar, ni casi mirarlo.
Él, bronco, añadió:
—Por el amor de Dios, deja ya de ser una niña. Piensa que somos seres conscientes, humanos, vivos; no peleles moribundos o seres sin sentido. Baja de tus alturas celestiales y mira las cosas con ojos humanos.
—Juan…
—Si, soy un hombre, no un muñeco. Y te quiero para mirarte, besarte y poseerte. ¿Te das cuenta? No es mi amor un sentimiento contemplativo, no soy de ésos. Y me gustaría que tú siguieras siendo ingenua, pero no una niña ingenua, sino una mujer ingenua.
—Nunca me hablaste así, Juan —susurró como un balbuceo—. Te desconozco.
—Es que hasta hoy te habló el padrino de tu hermano, el amigo, el vecino. Hoy te habla el hombre. Y los hombres, Clara, aman con el corazón y el espíritu, pero también con los sentidos.
—Cállate. Juan.
—Me callaría —dijo él, tiernamente—, si no te deseara para esposa y madre de mis hijos. Pero te deseo para eso y para que compartas mis penas y mis alegrías, mi pasión y mi ternura. La mujer, Clara, ha de ser amiga, esposa y amante de su marido. Ha de saber descender de las alturas de sus sueños y pisar tierra firme y saber endulzar las horas de su marido. Las espirituales y las materiales.
El agua arreciaba y Juan no se dio cuenta que el brazo que rodeaba la cintura de Clara se había empapado.
Tampoco Clara se percató de que el agua subía por sus zapatos y se mojaban sus pies y sus piernas.
—En casa te están esperando para cenar —dijo Juan—. Ven mañana y todos los días seguiremos esta conversación. Pero antes dime: ¿permites que te bese?
Sus rostros estaban muy juntos y Clara parpadeó varias veces consecutivas, sin saber qué responder. Ella nunca había sido besada por hombre alguno ni casi se atrevió a soñar con un beso. Ahora, y súbitamente, un loco y ardiente deseo temblaba en sus labios. Juan lo comprendió así y con suave ternura la atrajo más hacia él y la besó largamente en los labios. Clara se estremeció de pies a cabeza y sintió que el ardor de su boca se perdía diluido en la de Juan, en una entrega suave, tímida, que era, por si sola, una eterna entrega.
—Clara, pequeña…
Ella lo apartaba suavemente, y Juan sentía que le costaba apartarse de ella.
—Márchate, Juan —susurro.
—Antes dime si vas a pensar mucho en mí esta noche.
—Esta noche y todas las noches de mi vida.
—Dilo otra vez.
—Todas las noches de mi vida —balbució.
Y huyó hacia la casa.
Juan se miró a si mismo y luego dio la vuelta.
Cuando llegó a casa, tía Sofía se alarmó.
—Pero si vienes empapado, muchacho. Para coger una pulmonía. ¿Dónde has estado?
Juan se derrumbó en una butaca y se quedo mirando a su tía con expresión radiante.
—Vengo de las nubes, tía Sofía.
—¿De dónde?
—De las nubes, del amor, de…
La dama se sentó junto a él y terminó la frase de su sobrino:
—De Clara, ¿no es cierto?
Juan parpadeó.
—¿Cómo sabes?
—No voy a repetir la frase de amor que es ya muy manila en temas de esta índole, pero te diré que, sin haber amado nunca, poseo la penetración suficiente para comprender a dos jóvenes enamorados.
—Pues si, tía Sofía. Clara y yo nos vamos a casar. ¿Cuándo? Ella lo decidirá. Yo estoy dispuesto desde este instante —y como viera pesar en los ojos bondadosos de su tía, añadió con ternura—: No temas, no te dejaremos sola. Viviremos contigo y volverás a empezar tu cadena. Al igual que me has educado y me has hecho un hombre, así educarás a mis hijos.
Tía Sofía no pudo hablar. Ocultó la cara entre las temblorosas manos y empezó a llorar. Y Juan fue hacia ella, le levantó el rostro y dijo fervorosamente.
—Te debo cuanto tengo y soy. No llores, tía Sofía, que me partes el corazón.
—Soy tan feliz, querido mío.
—Por eso mismo. Ríete, alegra esa cara. La vida aún te tiene reservadas muchas venturas. Y no sería yo hombre digno, si no te las proporcionase.
Clara lo dijo durante la comida del día siguiente, aun sin haber vuelto a ver a Juan.
Había pasado la noche en vela; tendida en la cama con los ojos semicerrados, pensando en Juan, analizando sus sentimientos, sintiendo en su boca los deslumbradores besos que acariciaban todo su ser y ponían en su espíritu súbitas llamaradas de ternura.
—Juan y yo nos hemos hecho novios —dijo de sopetón—. Hemos decidido casarnos.
Ricardito se echó a reír. Elvira y Serafín se miraron.
—Jo, jo —rió Ricardito, como si estuviera al tanto de todo.
—Cállate —pidió el padre—. ¿De qué te ríes?
—De la cara de tonta que pone mi hermana para decir lo que todos sabemos.
Clara se agitó.
—¿Que lo sabéis? ¿Quién te lo dijo?
—Intuición que tiene uno.
—No le hagas caso, querida —susurró Elvira—. Nosotros, ni tu padre ni yo, sabíamos nada, pero… era de esperar.
—¿Por qué?
Contestó el padre:
—Porque habéis nacido el uno para el otro, y era de prever este desenlace.
—¿Lo apruebas, papá?
—Naturalmente, querida. Te lo dije en cierta ocasión: el mejor marido para ti, Juan.
—Gracias, papá.
—¿Dónde vais a vivir? —preguntó Elvira con tenue voz.
—No hablamos nada de eso, pero yo creo que no debemos dejar sola a tía Sofía.
—Me parece muy bien. Aun con vosotros allí, ha de sentirse sola esa excelente mujer —observó el abogado, cariñosamente—. Por nosotros no te preocupes. Te tenemos cerca. Y cuando Ricardo se case, ya tendremos aquí otra mujer.
—Tu comprensión me emociona, papá.
—Es la comprensión de un padre que ama y desea la felicidad de sus hijos.
Primero la besó Elvira, luego Serafín, cuando le llegó el turno a su hermano, éste le dijo con picardía, con una voz tenue que sólo ella oyó:
—Os vi ayer a la noche bajo el paraguas.
Clara sintió arder su cara y desvió los ojos del rostro de su hermano, pero éste rió en sus propias narices.
—Jo, jo.
—Mentecato.
—Ya. ¿Mentecato porque os vi?
—Mentecato porque lo dices.
Pasó la tarde sola. A las seis, una hora antes de reunirse con Juan, salió del chalet, atravesó la calle y fue directamente al de tía Sofía. Esta, que se hallaba en la terraza regando las flores, tan pronto la vio fue a su lado. La abrazó en silencio y susurró:
—Hoy es el día más feliz de mi vida, Clara.
—Para mi también, tía Sofía. ¿Y no sabes? Vamos a vivir contigo.
—Dios te lo pague, hija mía.
—Seremos muy dichosos los tres, ¿verdad?
—Desde luego Mira —dijo de pronto—, ahí llega Juan.
Clara miró. Juan subía de dos en dos las escalinatas, y, con ímpetu que Clara desconocía en él, las abrazó a las dos a la vez.
—Aquí están —dijo fervoroso—, las dos mujeres que más admiro en este mundo. Las más completas. Las más hermosas de espíritu. El complemento que el hombre necesita para ser feliz.
La dama escapó de sus brazos y se ocultó para que ellos no vieran sus lágrimas. Juan pasó un brazo por los hombros de su novia y dijo:
—Me parece, vida mía, que no necesito preguntarte si has pensado en nosotros…
—He pensado.
—¿Necesito saber la conclusión?
—No. Ya la sabes.
—Sí, la sé.
—No me mires así.
—¿Cómo te miro?
—De ese modo.
—¿Y de qué modo es?
—Así.
—Así he de mirarte siempre.
—¿Has mirado a Paula así alguna vez?
Juan rió. La llevaba prendida por la cintura, camino al parque. Al contrario del día anterior, la tarde era espléndida. Empezaba setiembre, con sus días volubles y templados. Y la brisa de aquel atardecer tenía una tenue tibieza, como el corazón de Clara.
Juan se detuvo junto a un árbol y apoyó en él a la joven. Puso sus dos manos en el tronco y Clara quedó menguada dentro del breve círculo.
—Escucha, Clara, y que esto se meta bien en tu linda cabeza. No he querido nunca a Paula. Ha sido un pasatiempo como tenemos muchos hombres.
—Ella me dijo…
—No me interesa lo que haya dicho. Conozco a Paula. Sé de lo que es capaz. Pero escucha —y sus labios rozaban la mejilla de la joven—. Para mi no hubo, ni hay, ni habrá, más mujer que tú.
Y sus labios resbalaron por la mejilla de Clara y se detenían ávidos, ardientes, en los labios juveniles, que con ingenuidad devolvían sus besos.
Se casaron. Y como en los cuentos blancos, ellos fueron felices y tuvieron dos hijos, a quienes tía Sofía confiaba hacer hombres.
Podríamos añadir muchas cosas, pero la imaginación humana es lo bastante viva para comprender que en este matrimonio, como en todos, hubo sus penas, sus alegrías, sus satisfacciones y sus contratiempos. Juan y Clara no podían escapar a este destino voluble y juguetón que está aquí para todos.
Fin
El padrino de mi hermano (1978)
Título Original: El padrino de mi hermano
Editorial: Bruguera
Sello / Colección: Coral 592
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Juan y Clara Santelmo