REBELIÓN (Arthur C. Clarke)
Publicado en
junio 16, 2013
A fínales del siglo XXIV había empezado a refluir por fin la gran marea de la ciencia. Estaba tocando a su fin la larga serie de inventos que habían dado forma y moldeado el mundo durante casi mil años. Todo había sido descubierto. Los grandes sueños del pasado se habían convertido en realidad.
La civilización estaba completamente mecanizada aunque la maquinaria casi había desaparecido. Ocultas en los muros de las ciudades, o enterradas, las máquinas perfectas llevaban la carga del mundo. En silencio, discretamente, los robots satisfacían las necesidades de sus dueños y trabajaban con tanta eficacia que su presencia parecía tan natural como la aurora. Todavía había mucho que aprender en el reino de la ciencia pura, y los astrónomos; ahora que ya no estaban ligados a la Tierra, tenían trabajo para los próximos mil años. Pero las ciencias físicas y las artes alimentadas por ellas habían dejado de ser la principal preocupación de la raza. En el año 2600, las mentes humanas más privilegiadas ya no se encontrarían en los laboratorios.
Los hombres que todo el mundo consideraba más importantes eran los artistas, los filósofos, los legisladores y los estadistas.
Los ingenieros y los grandes inventores pertenecían al pasado. Los hombres que antaño habían curado unas enfermedades desaparecidas desde hacía tiempo, habían hecho tan bien su trabajo que ya no eran necesarios.
Tendrían que pasar quinientos años antes de que el péndulo oscilase de nuevo hacia atrás.
La vista desde el estudio era asombrosa porque la larga y curvada habitación estaba a más de tres kilómetros de la base de la Torre Central. Los otros cinco gigantescos edificios de la ciudad se apiñaban abajo, con sus paredes metálicas resplandeciendo con todos los colores del espectro al recibir los rayos del sol de la mañana.
A un nivel todavía más bajo, los campos escaqueados de las explotaciones agrícolas automáticas se extendían hasta perderse en la niebla del horizonte. Pero esta vez, Richard Peyton II no reparaba en la belleza del escenario mientras paseaba irritado entre los grandes bloques de mármol sintético que eran la materia prima de su arte.
Las grandes masas de piedra artificial y de varios colores dominaban completamente el estudio. La mayoría eran cubos toscamente tallados, pero algunas adquirían formas de animales, seres humanos y cuerpos abstractos a los que ningún geómetra se habría atrevido a dar nombre.
Incómodamente sentado sobre un bloque de diez toneladas de diamante (el más grande que se había sintetizado), el hijo del artista observaba a su famoso padre con expresión hostil.
—No creo que me importase tanto —observó malhumorado Richard Peyton II— si te contentases con no hacer nada, con tal de que lo hicieses con gracia. Algunas personas destacan en esto, y en general hacen que el mundo sea más interesante. Pero que quieras estudiar ingeniería para toda la vida es algo que no puedo ni imaginar.
»Sí, sé que te dejamos estudiar tecnología como asignatura principal, pero nunca pensamos que la tomases tan en serio. Cuando yo tenía tu edad, me apasionaba la botánica, pero nunca la convertí en el principal interés de mi vida. ¿Te ha estado dando ideas el profesor Chandras Ling?
Richard Peyton III se puso colorado.
—¿Por qué no había de hacerlo? Yo sé cuál es mi vocación y él está de acuerdo conmigo. ¿Has leído su informe?
El artista agitó varias hojas de papel en el aire, sujetándolas entre el índice y el pulgar como un insecto repugnante.
—Lo he leído —dijo fríamente—. «Muestra una extraordinaria habilidad mecánica. Ha hecho un trabajo original en investigación subelectrónica», etcétera, etcétera. ¡Yo creía que hacía siglos que la raza humana había superado esos juguetes! ¿Quieres ser un gran mecánico y andar por ahí reparando robots averiados? Este no es trabajo para un hijo mío, por no decir para el nieto de un Consejero Mundial.
—Me gustaría que no metieses al abuelo en esto —replicó Richard Peyton III, con creciente irritación—. El hecho de que él fuese un hombre de Estado no impidió que tú te hicieses artista. Entonces, ¿por qué habías de esperar que yo fuese una de las dos cosas?
La espectacular barba dorada del padre empezó a erizarse amenazadoramente.
No me importa lo que hagas con tal que sea algo de lo que nos podamos enorgullecer. Pero ¿por qué esta locura por los artilugios? Tenemos todas las máquinas que necesitamos. El robot fue perfeccionado hace quinientos años; las naves espaciales no han cambiado, al menos en estos cinco siglos; creo que nuestro actual sistema de comunicaciones tiene casi ochocientos años de antigüedad. Entonces, ¿por qué cambiar lo que ya es perfecto?
—¡Esto es un alegato inadmisible! —replicó el joven—. ¡Un artista diciendo que algo es perfecto! ¡Me avergüenzo de ti, padre!
—No hiles tan fino. Sabes perfectamente lo que quiero decir. Nuestros antepasados diseñaron máquinas que nos dan todo lo que necesitamos. Algunas podrían ser un poco más eficaces, qué duda cabe. Pero ¿por qué preocuparnos? ¿Puedes mencionar un solo invento importante de que hoy carezca el mundo?
—Escucha, padre —dijo pacientemente Richard Peyton III—. He estudiado tanta historia como ingeniería. Hace doce siglos había gente que afirmaba que todo había sido inventado... y esto antes del advenimiento de la electricidad, por no hablar de la astronáutica. Y es que no miraban hacia delante; sus mentes estaban atrapadas en el presente.
»Hoy ocurre lo mismo. Durante quinientos años, el mundo ha estado viviendo gracias a los cerebros del pasado. Estoy dispuesto a reconocer que algunas vías de desarrollo han llegado a su fin, pero hay docenas que todavía no han empezado.
«Técnicamente, el mundo se ha estancado. La nuestra no es una época oscura, porque no hemos olvidado nada. Pero no avanzamos. Fíjate en los viajes espaciales. Hace novecientos años que llegamos a Plutón, ¿y dónde estamos ahora¿ ¡En Plutón todavía! ¿Cuándo vamos a cruzar el espacio interestelar?
—¿Y quién quiere ir a las estrellas?
El muchacho lanzó una exclamación de enojo y saltó del bloque de diamante.
—¡Vaya una pregunta, en esta era! Hace mil años, la gente decía: «¿Quién quiere ir a la Luna?» Sí, ya sé que es increíble pero así lo indican los viejos libros. Hoy la Luna está a sólo cuarenta y cinco minutos de aquí, y personas como Harn Jansen trabajan en la Tierra y viven en Plato City.
»El viaje interplanetario es cosa hecha. Un día se dirá lo mismo del verdadero viaje espacial. Podría mencionar docenas de cuestiones que están estancadas simplemente porque la gente piensa como tú y se contenta con lo que tiene.
—¿Y por qué no?
Peyton agitó un brazo, examinando el estudio.
—No bromees, padre. ¿Te has sentido satisfecho alguna vez de lo que has hecho? Sólo los animales están contentos.
El artista se echó a reír.
—Tal vez tengas razón. Pero esto no invalida mi argumento. Creo que malgastarás tu vida, y el abuelo también lo cree. —Pareció un poco confuso—. En realidad va a bajar a la Tierra sobre todo para verte.
Peyton pareció alarmado.
—Escucha, padre, ya te he dicho lo que pienso: No quiero tener que repetirlo. Porque ni el abuelo ni todo el Consejo Mundial me hará cambiar de idea.
Era una declaración jactanciosa y Peyton se preguntó si hablaba realmente en serio. Su padre iba a replicar cuando una grave nota musical vibró en el estudio. Un segundo más tarde, una voz mecánica informó desde el aire:
—Su padre viene a verle, señor Peyton.
Este miró a su hijo con aire triunfal.
—Hubiese debido añadir —dijo—. que el abuelo venía ahora. Pero conozco tu costumbre de desaparecer cuando se te necesita.
El muchacho no respondió. Observó que su padre se dirigía a la puerta. Entonces se dibujó una sonrisa en sus labios.
La vidriera del estudio estaba abierta, y el joven salió al balcón. Tres kilómetros más abajo la gran pista de hormigón resplandecía blanca bajo el sol, salvo donde estaba salpicada por las sombras diminutas de naves aparcadas. Peyton miró hacia atrás, en la habitación. Estaba vacía, aunque podía oír la voz de su padre a través de la puerta. No esperó más. Colocó una mano sobre la barandilla y saltó al espacio.
Treinta segundos más tarde entraron dos personajes en el estudio y miraron sorprendidos a su alrededor. Richard Peyton sin número de orden, era un hombre que aparentaba sesenta años, pero esta edad era sólo un tercio de la que en realidad tenía.
Vestía el traje púrpura que sólo llevaban veinte hombres en la Tierra y menos de cien en todo el si; tema solar. Parecía irradiar autoridad; en comparación con él, incluso su famoso hijo, seguro de sí mismo, parecía inquieto y superficial.
—Bueno, ¿dónde está?
—¡Maldito sea! Se ha ido por el balcón. Al m< nos aún podemos decirle lo que pensamos de él.
Richard Peyton II levantó una mano y marcó u número de ocho cifras en su comunicador persona La respuesta llegó casi al instante. Una voz clan automática y de tono impersonal, repitió:
—Mi señor está durmiendo. Por favor, no le molesten. Mi señor está durmiendo. Por favor no le molesten...
Richard Peyton II lanzó una maldición, apagó el aparato y se volvió a su padre.
—Bueno, piensa de prisa —dijo el viejo, con una sonrisa—. Nos ha vencido. No podemos agarrar: hasta que le dé la gana de apretar el botón de comunicación. A mi edad no pretendo perseguirlo, desde luego.
Se produjo un silencio mientras los dos hombres se miraban con expresiones distintas. Después, casi simultáneamente, se echaron a reír.
Fin