NOCHE DE ESPANTO (Anton Chejov)
Publicado en
mayo 12, 2013
Iván Ivonovitch Panihidin palideció y, con voz emocionada, empezó a contar su historia
Una densa niebla se extendía por encima del pueblo, cuando en la víspera de año nuevo, regresaba yo a casa después de haber pasado la velada en la de un amigo. Una buena parte de dicha velada había sido dedicada al espiritismo. Las callejuelas que tenía que atravesar no estaban alumbradas y había que andar casi a tientas. A la sazón vivía yo en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos, pesados; la angustia oprimía mi corazón...
Tu existencia declina...; arrepiéntete... me había dicho el espíritu de Espinosa, que habíamos consultado.
Le pedí que me dijera algo más, y entonces no solamente repitió la misma sentencia, sino que añadió "Esta noche".
Yo no creo en el espiritismo. Pero las ideas y las alusiones a la muerte me dejan abatido.
La muerte es imprescindible e inminente. Pero, a pesar de todo, una idea que la naturaleza repele...
Ahora, en medio de las tinieblas, mientras la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimero; mientras alrededor no se veía ni un ser vivo ni se oía una voz humana, mi alma era presa de temor incomprensible. Yo, un hombre libre de prejuicios, corría de prisa temiendo mirar atrás. Tenía la impresión de que si volvía la cara, la muerte se me apareceria bajo la forma de un fantasma.
Lanzó un suspiro, bebió un trago de agua y siguió. Este miedo irrazonable, pero comprensible, no me abandona. Subí los cuatro pisos de mi casa y abría lo puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba obscura. El viento ululaba en la chimenea, como si se quejara de que lo hubiesen dejado puertas afuera.
Si hay que creer en las palabras de Espinosa, mi muerte llegará misma noche, acompañada de ese ulular... ¡Brrr...! ¡Qué terror! Encendía un fósoforo. La fuerza del viento aumentó y el gemido se convirtió en un aullido furioso. Los postigos temblaban como si alguien tirase de ellos.
Desgraciados los que carecen de hogar en una noche como esta, pensé . . .
No tuve tiempo de seguir mis pensamientos, porque cuando la llama del fósforo alumbró el cuarto, un espectáculo inverosímil y pavoroso se ofrecio a mi vista . . .
Lastima que una ráfaga de viento no apagase mi fósforo. De ser así, hubiéramos evitado ver lo que me erizó los cabellos ... Grite, di un paso hacia la puerta y, lleno de terror, de espanto y desesperación, cerré los ojos.
En medio del cuarto había un ataúd.
La llama del fósforo ardió poco tiempo. Sin embargo, el aspecto ataúd quedó grabado en mis pupilas. Era de brocado rosa, con cruz de galón dorado en la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce, proclamaban que el difunto había sido rico. El tamaño y el color del ataúd indicaban que el muerto era un joven alta estatura.
Sin detenerme a reflexionar, salí y, como un loco, me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era obscuridad. pies se me enredaban en el abrigo. No comprendo cómo no caí y me rompi los huesos.
Al verme en la calle me apoyé en un farol y troté de tronquilizarme. Mi corazón latía dolorosamente; tenía la garganta seca . .
No me hubiera asombrodo si hubiese encontrado en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio... No me hubiera asombrado si el techo se hubiese hundido, si el piso se hubiese desplomado... Todo esto es natural y concebible. Pero ¿cómo vino a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd lujoso, hecho evidentemente para un joven rico . . . ¿Cómo había ido a parar a la pobre morada de un insignificante empleado? ¿Estará vacío o habrá un cadáver dentro? ¿Y quién puede ser esa desgraciada que me hizo tan terrible visita?
Si no es un milagro, será un crimen, pensé.
Mi espíritu se perdía en un laberinto de suposiciones. En mi ausencia la puerta estaba siempre cerrada, y el sitio donde escondía la llave solamente lo sabían mis mejores amigos.
Pero ellos no iban a ponerme un ataúd en mi cuarto. Se podía suponer que el fabricante la trajo alli por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin haber cobrado su importe, o, por lo menos, un anticipo.
Los espíritus que me habion profetizado la muerte, ¿me habrían provisto también de un ataúd?
Yo no creia, y sigo no creyendo, en el espiritismo. Pero hay que convenir que una coincidencia semejante desconcierta a cualquiera.
Es imposible —pensaba—. Soy un cobarde, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan impresionodo por la sesión de espiritismo, que los nervios me hicieron ver lo que no existía. ¡Es claro! ¿Qué otra cosa puede ser?
La lluvia me empapaba. El viento me echaba al suelo el gorro y me levantaba el abrigo... Estaba chorreando... No podía quedarme allá, pero ¿adónde ir? ¿Regresar a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podia ni pensarlo; hubiera enloquecido al volver a ver aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Decidi ir a pasor la noche en casa de un amigo.
Se secó la frente bañada de sudor frio, suspiró y siguió su relato:
—Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que se hallaba ausente. Busqué la llave detras de la viga, abril la puerta y entré. Quitándome rápidamente el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y cai desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento regia con más fuerza. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la claridad no me tranquilizó. Al contrario, lo que vi me llenó de horror. Vacilé unos segundos y hui como un loco de aquel lugar . . . En la habitación de mi amigo habia un ataúd... ¡de doble tamaño que el otro!
EI color marrón le daba un aspecto más lúgubre... ¿Por qué encontraba allí? No cabía la menor duda era una alucinacion... Era imposible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, dondequiera que fuese llevaria conmigo la terrible visión de muerte.
Sufria yo, por lo Visto, una enfermedad nerviosa, provocada aquella sesión espiritista y los palabras de Espinosa.
Me vuelvo loco— pensaba, aturdido, cogiéndome la cabeza—.
Dios mío! ¿Cómo remediar esto?"
La cabeza me daba vueltas. . . Mis piernas se me doblaban ...
Llovia a mares; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo . . . Imposible volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación y, sin embargo, el temor me atenazaba, mi rostro estaba inundado de sudor, los pelos se me erizaban . . .
Me volvía loco y exponiame a pillar una pulmonia. Afortunamente, recordé que en la misma calle vivia un médico conocido mio, que precisamente había asistido a la sesión espiritista. Me encaminé hacia su casa. Como en aquella época aún no se habia casado, tenía su cuarto en un quinto piso de una gran cosa.
Mis nervios tuvieron que soportar todavia otro choque... Al subir la escalera oí un gran ruido alguien bajaba corriendo, cerrando con fuerza las puertas y gritando "¡Socorro! ¡Socorro! portero!"
—Unos instantes después vi aparecer una figura obscura que bajaba rodando por los escaleras...
—Amigo mio —exclamé al reconocer a mi amigo el médico—. ¿Es usted? ¿Qué le ocurre?
El medico se detuvo y me agarró la mano convulsivamente.
Estaba lívido y respiraba con dificultad; su cuerpo temblaba; sus ojos giraban, desmesuradamente abiertos...
—¿Es usted, Panihidin?—me preguntó con voz ronca—. ¿Es verdaderamente usted? ¡Está más pálido que un muerto! ¡Dios mio! No es una alucinación? ¡Me infunde usted miedo!
—Pero ¿qué le pasa? ¿Qué ocurre?
—¡Amigo mío! ¡Qué suerte que sea usted verdaderamente! ¡Qué contento estoy de verlo! Esta maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios.
¿No sabe usted lo que se me ha aparecido en mi cuarto? ¡Un ataúd!
Incrédulo, le pedí que me lo repitiera.
—¡Un ataúd! ¡Un verdadero ataúd! —dijo el médico, deiandose caer extenuado, en la escalera—. No soy un hombre cobarde, pero el propio diablo se asustaría al verse frente a un ataúd en su cuarto, después de una sesión espiritista...
Entonces conté al médico, balbuciendo, lo de los ataúdes que había visto yo también. Por algunos momentos nos quedamos mudos de asombro, mirándonos. Luego, para convencernos de que todo aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos.
—A ambos nos duelen los pellizcos —dijo por fin el médico — Esto significa que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos ópticos, sino que existen de veras. ¿Qué haremos?
Pasó una hora en conjeturas y suposiciones. Estabamos helados y, por fin, decidimos dominar nuestro temor y entrar en el cuarto del médico. Prevenimos al portero, quien subió con nosotros. Al entrar encendimos una vela y vimos un ataúd de brocado blanco con flores y borlas dorodas. El portero se persignó devotamente
—Ahora nos enteraremos—dijo el médico, temblando— de si el ataúd está vacío... o habitado.
Después de muchos vacilaciones, el médico se acercó y, rechinando los dientes de miedo, levantó la tapa. Echamos una mirada y vimos que... el ataúd estaba vacío.
No había ningún cadáver dentro del ataúd, pero sí una carta que decía lo siguiente:
Querido amigo: Supongo que debes saber que los negocios de mi suegro van mal; tiene muchas deudas. Un día de estos vendran a embargarlo, lo cual podría significar nuestra ruina y deshonra. Hemos decidido esconder todo lo de mas valor, y como la fortuna de mi suegro consiste en ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), tuvimos que poner a salvo los mejores. Confío en que tú, como buen amigo, me ayudaros a defender nuestra honra y nuestra fortuna, y es en la seguridad de esto que te mando un ataúd, con el ruego de que lo guardes hasta que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me niegues este favor. El ataúd no permanecerá en tu cuarto mas de una semana. He mandado un mueble de ésos a cada uno de mis amigos, contando con su nobleza y generosidad. Tu amigo, Tchelustin.
Despues de aquella noche, estuve enfermo de los nervios durante tres meses. Nuestro amigo, el yerno del fabricante de ataudes, salvo su fortuna y su honra. En la actualidad tiene una funeraria y construye panteones. Pero como sus negocios no prosperan, cada noche, al volver a mi casa, temo hallar junto a mi cama, un catafalco o un panteon.
Fin