ENJAMBRE (Bruce Sterling)
Publicado en
mayo 26, 2013
ECHARÉ DE MENOS SU CONVERSACIÓN durante el resto del viaje —dijo el alienígena.
El doctor capitán Simón Afriel cruzó sus enjoyadas manos sobre su chaleco repujado de oro.
—Yo también lo lamento, alférez —dijo en el seseante idioma del alienígena—. Nuestras charlas conjuntas me han sido muy útiles. Habría pagado por aprender tanto, pero usted me lo ha ofrecido gratis.
—Pero si no fue más que información —respondió el alienígena. Cubrió con gruesas membranas nictitantes sus ojos brillantes como canicas—. Los inversores tratamos con energía y con metales preciosos. Valorar y perseguir simple conocimiento es una tendencia racial inmadura. —El alienígena alzó la larga corona irregular tras sus orejas diminutas.
—Sin duda tiene razón —dijo Afriel, sin hacerle caso—. Sin embargo, los humanos somos como niños a las otras razas, así que cierta inmadurez parece natural en nosotros. —Se quitó las gafas de sol para frotarse el puente de la nariz. La cabina de la astronave estaba inundada de ardiente luz azul, densamente ultravioleta. Era la luz que preferían los inversores, y no estaban dispuestos a cambiarla por un simple pasajero humano.
—No lo han hecho mal —dijo el alienígena, magnánimo—. Son el tipo de raza con la que nos gusta hacer negocios: jóvenes, ansiosos, plásticos, dispuestos a una amplia gama de productos y experiencias. Podríamos haber contactado con ustedes mucho antes, pero su tecnología era aún demasiado débil para producirnos beneficios.
—Las cosas son diferentes ahora. Les haremos ricos.
—Ciertamente —dijo el inversor. La corona tras su cabeza escamosa se agitó rápidamente, un signo de regocijo—. Dentro de doscientos años serán lo suficientemente ricos como para comprarnos el secreto de nuestro vuelo espacial. O tal vez su facción mecanicista descubra el secreto a través de sus investigaciones.
Afriel se molestó. Como miembro de la facción reformada, no apreciaba la referencia a los rivales mecanicistas.
—No confíe demasiado en la mera pericia técnica —dijo—. Considere la aptitud para los lenguajes que tenemos los formadores, lo cual convierte a nuestra facción en un cliente mucho mejor. Para los mecanicistas, todos los inversores son iguales.
El alienígena vaciló. Afriel sonrió. Había apelado a la ambición personal del alienígena con su última afirmación, y la insinuación había sido recogida. Ahí era donde siempre fallaban los mecanicistas. Intentaban tratar a todos los inversores por igual, usando las mismas rutinas programadas cada vez. Carecían de imaginación.
Afriel pensó que habría que hacer algo con los mecanicistas. Algo más permanente que las pequeñas pero mortales confrontaciones entre naves aisladas en el Cinturón de Asteroides y los Anillos de Saturno ricos en hielo. Ambas facciones maniobraban constantemente, buscando un golpe decisivo, anulando los mejores talentos de cada uno, practicando emboscadas, asesinatos y espionaje industrial.
El doctor capitán Simón Afriel había sido todo un maestro en estas actividades. Por eso la facción reformada había pagado los millones de kilovatios necesarios para comprar su pasaje. Afriel tenía doctorados en bioquímica y lingüística alienígena, y un master en ingeniería de armas magnéticas. Tenía treinta y ocho años y había sido reformado según las tendencias de la moda en el momento de su concepción. Su equilibrio hormonal había sido alterado levemente para compensar los largos períodos pasados en caída libre. No tenía apéndice. La estructura de su corazón había sido rediseñada para conseguir mayor eficiencia, y su intestino grueso había sido alterado para producir las vitaminas elaboradas normalmente por las bacterias intestinales. La ingeniería genética y un riguroso entrenamiento en la infancia le habían dado un cociente intelectual de ciento ochenta. No era uno de los agentes más brillantes del Consejo Anillo, pero sí uno de los más estables mentalmente y el más digno de confianza.
—Me parece una lástima que un humano de sus cualidades tenga que pudrirse durante dos años en ese lugar miserable y sin beneficios —dijo el alienígena.
—Los años no serán en vano —respondió Afriel.
—Pero, ¿por qué ha elegido estudiar el Enjambre? No pueden enseñarle nada, pues no hablan. No tienen ningún deseo de comerciar, no tienen herramientas ni tecnología. Son la única raza que surca el espacio que carece esencialmente de inteligencia.
—Sólo eso los hace dignos de estudio.
— ¿Pretenden imitarlos, entonces? Se convertirán en monstruos. —El alférez vaciló otra vez—. Tal vez puedan hacerlo. No obstante, será malo para los negocios.
Se produjo un estallido de música alienígena en los altavoces de la nave, y luego un chirriante fragmento de idioma inversor. La mayor parte del mensaje era demasiado agudo para que los oídos de Afriel lo captaran. El alienígena se incorporó, y su enjoyada falda rozó las puntas de sus pies, similares a garras de pájaro.
—El simbionte del Enjambre ha llegado —dijo.
—Gracias —respondió Afriel. Cuando el alférez abrió la puerta de la cabina, Afriel pudo oler al representante del Enjambre: el cálido olor a levadura de la criatura se había esparcido rápidamente por todo el aire reciclado de la nave.
Afriel comprobó rápidamente su aspecto en un espejo de bolsillo. Se espolvoreó la cara y enderezó el sombrero de terciopelo redondo sobre los cabellos dorado—rojizos que le llegaban hasta los hombros. Los lóbulos de sus orejas resplandecían con rojos rubíes—impacto, gruesos como sus pulgares y extraídos del Cinturón de Asteroides. Su chaquetón hasta la rodilla y su chaleco eran de brocado de oro; la camisa era deslumbrantemente fina, tejida con hilo de oro rojo. Se había vestido para impresionar a los inversores, que esperaban y apreciaban un aspecto próspero en sus clientes. ¿Cómo podía impresionar a este nuevo alienígena? El olor, tal vez. Volvió a aplicarse perfume.
El simbionte del Enjambre chirriaba junto a la cámara de presión secundaria de la nave con la comandante, una inversora vieja y adormilada que tenía el doble de tamaño que la mayoría de los miembros de su tripulación. Su enorme cabeza estaba incrustada en un casco enjoyado. Desde el interior del casco, sus ojos nublados resplandecían como cámaras.
El simbionte se alzó sobre sus seis patas posteriores e hizo débiles gestos con sus cuatro antebrazos rematados por garras. La gravedad artificial de la nave, un tercio de la de la Tierra, parecía molestarle. Sus rudimentarios ojos, que colgaban de tallos, estaban fuertemente cerrados contra el resplandor. Afriel pensó que debía estar habituado a la oscuridad.
La comandante respondió a la criatura en su propio idioma. Afriel hizo una mueca, pues esperaba que hablara inversor. Ahora tendría que aprender otro lenguaje, un lenguaje diseñado para un ser sin lengua.
Tras otro breve intercambio, la comandante se volvió hacia Afriel.
—El simbionte no está complacido con su llegada —le dijo en el idioma inversor—. Al parecer, ha habido algún problema con los humanos en el pasado reciente. Sin embargo, he conseguido que le admita al Nido. El episodio ha sido grabado. El pago por mis servicios diplomáticos se acordará con su facción cuando regrese a su sistema estelar nativo.
—Gracias, Su Autoridad —dijo Afriel—. Por favor, comunique al simbionte mis mejores deseos personales, y lo inofensivo y humilde de mis intenciones... —Se interrumpió bruscamente cuando el simbionte saltó hacia él y le mordió salvajemente en la pantorrilla izquierda. Afriel dio un salto hacia atrás en la pesada gravedad artificial y adoptó una postura defensiva. El simbionte le había arrancado un trozo de pantalón; ahora estaba agachado, comiéndoselo tranquilamente.
—Así transferirá su olor y composición a sus compañeros de nido —dijo la comandante—. Es necesario. De otro modo, sería clasificado como invasor y la casta de guerreros del Enjambre le mataría de inmediato.
Afriel se relajó rápidamente y se apretó la herida con la mano para detener la hemorragia. Esperaba que los inversores no hubieran advertido su gesto reflejo. No encajaría bien con su historia de ser un inofensivo investigador.
—Reabriremos pronto la escotilla —dijo flemáticamente la comandante, apoyándose en su gruesa cola reptilesca. El simbionte continuó masticando el trozo de tela. Afriel estudió la cabeza segmentada y sin cuello de la criatura. Tenía boca y orificios para respirar; tenía ojos bulbosos y atrofiados montados sobre tallos; había rendijas articuladas que podrían ser receptores de radio, y dos grupos paralelos de antenas retorcidas que brotaban entre tres placas quitinosas. Su función le resultó desconocida.
La cámara se abrió. Una bocanada de olor denso y humeante entró en la cabina. Pareció molestar a la media docena de inversores, pues se marcharon rápidamente.
—Regresaremos dentro de seiscientos doce de sus días, como acordamos —dijo la comandante.
—Gracias, Su Autoridad —contestó Afriel.
—Buena suerte —dijo la comandante en inglés. Afriel sonrió.
El simbionte, con un sinuoso movimiento de su cuerpo segmentado, se arrastró hasta la cámara de presión. Afriel le siguió. La puerta se cerró tras ellos. La criatura no le dijo nada, pero siguió masticando ruidosamente. La segunda puerta se abrió, y el simbionte la atravesó para salir a un amplio y redondo túnel de piedra. Desapareció de inmediato en la penumbra.
Afriel se metió las gafas de sol en un bolsillo de su chaquetón y sacó un par de lentes infrarrojas. Las sujetó a su cabeza y salió de la cámara de presión. La gravedad artificial desapareció y fue reemplazada por la gravedad casi imperceptible del nido asteroidal del Enjambre. Afriel sonrió, cómodo por primera vez en semanas. Había pasado la mayor parte de su vida adulta en caída libre, en las colonias de los formadores en los Anillos de Saturno.
Agazapado en una oscura cavidad en el costado del túnel había un animal velludo, con la cabeza en forma de disco y del tamaño de un elefante. Era claramente visible a la luz infrarroja de su propio calor corporal. Afriel pudo oírlo respirar. Esperó pacientemente hasta que Afriel pasó a su lado, internándose más en el túnel. Entonces ocupó su lugar en el extremo del túnel, llenándose de aire hasta que su hinchada cabeza obturó la salida. Sus múltiples patas se hundieron firmemente en los huecos de las paredes.
La nave inversora se había marchado. Afriel se encontraba dentro de uno de los millones de planetoides que circundaban la estrella gigante Betelgeuse en un anillo casi cinco veces superior a la masa de Júpiter. Como fuente potencial de beneficios, hacía insignificante a todo el Sistema Solar, y pertenecía, más o menos, al Enjambre. Al menos, ninguna otra raza los había desafiado por su posesión desde que los inversores podían recordar.
Afriel contempló el pasadizo. Parecía desierto y, sin otros cuerpos que produjeran calor infrarrojo, no podía ver mucho. Se impulsó dando una patada a la pared y flotó vacilante pasillo abajo.
Oyó una voz humana:
— ¡Doctor Afriel!
— ¡Doctora Mirny! —exclamó—. ¡Por aquí!
Vio a un par de jóvenes simbiontes que se dirigían hacia él, sin tocar apenas las paredes con las garras de sus patas. Tras ellos llegó una mujer que usaba unas gafas como las suyas. Era joven, y atractiva a la manera anónima y estilizada de los reformados genéticamente.
La mujer emitió un chirrido, comunicando algo a los simbiontes en su propio lenguaje, y éstos se detuvieron, esperando. Avanzó, y Afriel la cogió del brazo, deteniendo expertamente su impulso.
— ¿No ha traído equipaje? —preguntó ella ansiosamente.
Afriel negó con la cabeza.
—Recibimos su advertencia antes de que me enviaran. Sólo llevo lo puesto y unos cuantos artículos en los bolsillos.
Ella le miró críticamente.
— ¿Así viste la gente en los Anillos últimamente? Las cosas han cambiado más de lo que pensaba.
Afriel miró su chaquetón de brocado y se echó a reír.
—Es cuestión de táctica. Los inversores están siempre dispuestos a hablar con los humanos que parecen preparados para hacer negocios a gran escala. Todos los representantes de los formadores visten así hoy día. Nos hemos adelantado a los mecanicistas, que aún usan esos horribles monos.
Vaciló, pues no quería ofenderla. El nivel de inteligencia de Galina Mirny se calculaba en casi doscientos. Las personas tan brillantes eran a veces veleidosas e inestables, dispuestas a retirarse a mundos fantásticos privados o sumergirse en extrañas e impenetrables telarañas de planes y racionalizaciones. La inteligencia superior era la estrategia que los formadores habían elegido en la lucha por el dominio cultural, y estaban obligados a ceñirse a ella, a pesar de sus desventajas ocasionales. Habían intentado crear la raza de los Superbrillantes, gente con un cociente intelectual superior a doscientos, pero tantos habían desertado de las colinas de los formadores que la facción había dejado de producirlos.
—Le extrañan mis ropas —dijo Mimy.
—Desde luego, tienen el atractivo de la novedad —contestó Afriel con una sonrisa.
—Fueron tejidas con las fibras de la crisálida de una ninfa —dijo—. Mi vestuario original fue devorado por un simbionte carroñero durante los disturbios del año pasado. Normalmente voy desnuda, pero no quería ofenderle mostrando demasiada intimidad.
Afriel se encogió de hombros.
—Yo también suelo ir desnudo, la única ventaja que tiene la ropa son los bolsillos. Llevo unas cuantas herramientas encima, pero la mayoría carecen de importancia. Somos formadores, nuestras herramientas están aquí —se palpó la cabeza—. Si puede mostrarme un lugar seguro donde poner mis ropas...
Ella sacudió la cabeza. Era imposible ver sus ojos con las gafas, que dificultaban poder interpretar su expresión.
—Ha cometido su primer error, doctor. Aquí no hay lugares propios. Fue el mismo error que cometieron los agentes mecanicistas, el mismo que casi estuvo a punto de matarme. Aquí no hay concepto de privacidad o propiedad. Esto es el Nido. Si escoge cualquier parte de él para usted (para almacenar equipo, para dormir, lo que sea), entonces se convertirá en un intruso, un enemigo. Los dos mecanicistas, un hombre y una mujer, trataron de asegurar una cámara vacía para su laboratorio informático. Los guerreros derribaron la puerta y los devoraron. Los carroñeros se comieron su equipo, vidrio, metal, todo.
Afriel sonrió fríamente.
—Debió costarles una fortuna traer todo ese material.
Mirny se encogió de hombros.
—Son más ricos que nosotros. Sus máquinas, su minería... Creo que pretendían matarme. Subrepticiamente, para que los guerreros no se alteraran por un estallido de violencia. Tenían un ordenador que aprendía el lenguaje de los colas elásticas mucho más rápidamente que yo.
—Pero usted sobrevivió —recalcó Aniel—. Y sus cintas e informes, especialmente los primeros, cuando aún tenía la mayor parte de su equipo, resultaron de tremendo interés. El Consejo la apoya en todo. Durante su ausencia, se ha convertido en toda una celebridad en los Anillos.
—Sí, eso esperaba.
Afriel se quedó perplejo.
—Si encontré alguna deficiencia en ellos —dijo cuidadosamente— fue en mi propio campo, la lingüística alienígena. —Señaló vagamente a los dos simbiontes que la acompañaban—. Supongo que ha hecho usted grandes progresos comunicándose con los simbiontes, ya que parecen los encargados de hablar en nombre del Nido.
Ella le miró con expresión ilegible y se encogió de hombros.
—Hay al menos quince clases diferentes de simbiontes. Los que me acompañan se llaman colas elásticas, y sólo hablan por sí mismos. Son salvajes, doctor, y recibieron atención de los inversores solamente porque aún pueden hablar. Descubrieron el Nido y fueron absorbidos, se convirtieron en parásitos
—palmeó a uno de ellos en la cabeza—. Domé a estos dos porque aprendí a robar y mendigar comida mejor que ellos. Ahora me acompañan y me protegen de los más grandes. Son celosos. Sólo llevan con el Nido unos diez mil años y no están seguros de su posición. Aún piensan, y a veces reflexionan. Después de diez mil años, todavía les queda un poco de eso.
—Salvajes —dijo Afriel—. Ya lo creo. Uno de ellos me mordió mientras estaba a bordo de la nave. Como embajador, dejaba mucho que desear.
—Sí, le advertí de su llegada —dijo Mirny—. No le gustó la idea, pero pude sobornarle con comida... Espero que no le hiciera mucho daño.
—Un arañazo. Supongo que no hay riesgo de infección.
—Lo dudo mucho. A menos que haya traído usted sus propias bacterias consigo.
—Muy improbable —dijo Afriel, ofendido—. No tengo ninguna bacteria. Y, de todas formas, no habría traído microorganismos a una cultura alienígena.
Mirny apartó la mirada.
—Pensé que podría tener algunos de esos microorganismos especiales alterados genéticamente... Creo que ya podemos irnos. El cola elástica habrá esparcido su olor tocando la boca de los demás en la siguiente cámara. En unas cuantas horas se extenderá por todo el Nido. Cuando llegue a la Reina, se expandirá muy rápidamente.
Se impulsó con los pies sobre la dura concha de uno de los jóvenes colas elásticas y se lanzó pasillo abajo. Afriel la siguió. El aire era caliente y notó que empezaba a sudar bajo sus elaboradas ropas, pero su sudor antiséptico era inodoro.
Salieron a una enorme cámara excavada en la roca. Era abovedada y oblonga, de ochenta metros de largo por unos veinte de diámetro. Rebosaba de miembros del Nido.
Había cientos de ellos. La mayoría eran obreros, velludos y con ocho patas, del tamaño de grandes perros daneses. Acá y allá había miembros de la casta guerrera, monstruos peludos del tamaño de un caballo con colmillos como sillas.
A unos pocos metros más allá, dos obreros transportaban a un miembro de la casta sensora, un ser cuya inmensa cabeza aplastada estaba unida a un cuerpo atrofiado consistente principalmente de pulmones. El sensor tenía grandes ojos en forma de plato, y de su caparazón velludo brotaban antenas enroscadas que se retorcían débilmente mientras los obreros lo arrastraban. Los obreros se aferraban a la roca hueca de la cámara con patas ganchudas y ventosas.
Un monstruo de miembros aplanados y cabeza sin pelo y sin rasgos los adelantó, remando a través del aire cálido y hediondo. La parte frontal de su cabeza era una pesadilla de mandíbulas afiladas y picos acorazados.
—Un zapador —dijo Mirny—. Puede adentrarnos en las profundidades del Nido. Venga conmigo.
Se abalanzó hacia él y se agarró a su velluda y segmentada espalda. Afriel la siguió, junto con los dos inmaduros colas elásticas, que se aferraron con sus miembros delanteros a los cuartos traseros de la criatura. Afriel reprimió un escalofrío al contacto grasiento de la húmeda y apestosa piel. La criatura siguió recorriendo el aire, agitando sus ocho patas aplanadas como si fueran alas.
—Debe de haber miles —dijo Afriel.
—En mi último informe dije que cien mil, pero eso fue mucho antes de que explorara completamente el Nido. Incluso ahora, hay largos tramos que aún no he visto. Su número debe de acercarse al cuarto de millón. Este asteroide tiene aproximadamente el tamaño de la base mayor de los mecanicistas, Ceres. Aún contiene ricas vetas de material carbónico. Falta mucho para que se agote.
Afriel cerró los ojos. Si perdiera las gafas, tendría que abrirse camino a ciegas a través de estos miles de criaturas pululantes y retorcidas.
— ¿La población todavía sigue en aumento?
—Definitivamente —dijo ella—. De hecho, la colonia producirá pronto un nuevo enjambre. Hay tres docenas de alados masculinos y femeninos en las cámaras cercanas a la Reina. Cuando sean liberados, se aparearán y crearán nuevos Nidos. Le llevaré a verlos ahora mismo. —Vaciló—. Ahora vamos a entrar en uno de los jardines de hongos.
Uno de los jóvenes colas elásticas se cambió silenciosamente de posición. Agarrándose a la piel del zapador con sus miembros delanteros, empezó a roer los pantalones de Afriel. El formador le dio una patada y el simbionte retrocedió, contrayendo sus ojos.
Cuando Afriel volvió a mirar, vio que habían entrado en una segunda cámara, mucho más grande que la primera. Las paredes que los rodeaban por todas partes estaban enterradas bajo una explosiva profusión de hongos. Los tipos más comunes eran cúpulas hinchadas parecidas a barriles, matojos con muchas ramas entrelazadas y protuberancias parecidas a espaguetis que se movían levemente en la brisa tenue y olorosa. Algunos de los barriles estaban rodeados por brumas de esporas exhaladas.
— ¿Ve esas protuberancias bajo los hongos, en el crecimiento medio? —dijo Mirny.
—Sí.
—No estoy segura de si es una planta o sólo una especie de complejo sedimento bioquímico. Crece a la luz del sol, fuera del asteroide. ¡Una fuente alimenticia que crece en el espacio desnudo! Imagine lo que valdría en los Anillos.
—No hay palabras para expresar su valor —admitió Afriel,
—Pero es incomestible —dijo ella—. Una vez traté de engullir un... trocito muy pequeño. Fue como intentar comer plástico.
— ¿Ha comido bien, en líneas generales?
—Sí. Nuestra bioquímica es bastante similar a la del Enjambre. Los hongos son perfectamente comestibles. Sin embargo, lo regurgitado es más nutritivo. La fermentación interna en el intestino de los obreros se añade a su valor alimenticio.
Afriel puso mala cara.
—Se acostumbrará —dijo Mirny—. Más tarde le enseñaré cómo solicitar comida a los obreros. Es una simple cuestión de actos reflejos..., no es controlado por las feromonas, como la mayor parte de su conducta. —Se apartó un largo mechón de sucio pelo de la cara—. Espero que las muestras feromonales que envié merecieran el coste del transporte.
—Oh, sí. Su química fue fascinante. Conseguimos sintetizar la mayoría de los componentes. Yo mismo formé parte del equipo de investigación. —Vaciló. ¿Hasta qué punto podía fiarse de ella? No había sido informada del experimento que sus superiores y él planeaban. Por lo que Mirny sabía, Afriel era un simple y pacífico investigador, como ella misma. La comunidad científica formadora recelaba de la minoría dedicada al trabajo militar y al espionaje.
Como inversión de futuro, los formadores habían enviado investigadores a cada una de las diecinueve razas alienígenas que les habían sido descritas por los inversores. Esto había costado a la economía formadora muchos gigavatios de preciosa energía y toneladas de raros metales e isótopos. En la mayoría de los casos, sólo pudieron enviarse dos o tres investigadores; en siete de ellos, solamente uno. Para el Enjambre había sido elegida Galina Mirny.
Ella había ido pacíficamente, confiando en su inteligencia y sus buenas intenciones para conservar la vida y la cordura. Los que la habían enviado no sabían si sus hallazgos serían de alguna utilidad o importancia. Sólo sabían que era imperativo que la enviaran, incluso sola, incluso mal equipada, antes de que alguna otra facción enviara a su propia gente y posiblemente descubriera alguna técnica o hecho de abrumadora importancia. Y la doctora Mirny ya había descubierto una situación así. Su misión se había convertido en una cuestión de seguridad para el Anillo. Por eso había venido Afriel.
— ¿Sintetizaron los compuestos? —dijo ella—. ¿Por qué?
Afriel sonrió tranquilamente.
—Sólo para demostrarnos a nosotros mismos que podíamos hacerlo, tal vez.
Ella agitó la cabeza.
—Nada de juegos mentales, doctor Afriel, por favor. Vine hasta tan lejos en parte para escapar de esas cosas. Dígame la verdad.
Afriel la miró, lamentando no poder ver sus ojos por culpa de las gafas.
—Muy bien —aceptó—. Entonces, debe de saber que he sido enviado por orden del Consejo Anillo para llevar a cabo un experimento que puede poner en peligro nuestras vidas.
Mirny guardó silencio un momento.
— ¿Es usted miembro de Seguridad, entonces?
—Mi rango es el de capitán.
—Lo sabía..., lo supe cuando llegaron esos dos mecanicistas. Eran tan amables, y tan recelosos..., creo que me habrían matado de inmediato si no esperaran sobornarme o torturarme para arrancarme algún secreto. Me asustaron de muerte, capitán Afriel... Y usted también me asusta.
—Vivimos en un mundo aterrador, doctora. Es cuestión de seguridad en las facciones.
—Con ustedes, todo es cuestión de seguridad. No debería de llevarle más lejos ni enseñarle nada más. Este Nido, estas criaturas..., no son inteligentes, capitán. No pueden pensar, no pueden aprender. Son inocentes, primordialmente inocentes. No tienen ningún conocimiento del bien y del mal. Lo último que necesitan es convertirse en peones en una lucha por el poder dentro de otra raza a años luz de distancia.
El zapador se había dirigido a una salida y se internaba lentamente en la cálida oscuridad. Un grupo de criaturas parecidas a pelotas de baloncesto, grises y aplastadas, pasó flotando en la otra dirección. Una de ellas se posó sobre la manga de Afriel, agarrándose con frágiles tentáculos como látigos. Afriel la apartó amablemente, y la criatura se soltó, emitiendo hediondas gotitas de vapor rojo.
—Naturalmente, en principio estoy de acuerdo con usted, doctora —dijo Afriel suavemente—. Pero considere a esos mecanicistas. Algunas de sus facciones extremas son ya algo más que medio máquinas. ¿Espera de ellos motivos humanitarios? Son fríos, doctora..., criaturas frías y sin alma que pueden cortar a rodajas a un hombre o una mujer sin sentir el menor remordimiento. La mayoría de las otras facciones nos odian. Nos consideran superhombres racistas. ¿Preferiría que uno de esos cultos hiciera lo que nosotros debemos hacer, y usara los resultados contra nosotros?
—Eso es pura verborrea. —Ella apartó la mirada. A su alrededor, los obreros cargadas de hongos, con las mandíbulas llenas y las tripas repletas, se esparcían por todo el Nido, pasando junto a ellos o desapareciendo en los túneles que se extendían en todas direcciones, incluyendo arriba y abajo. Afriel vio a una criatura parecida a un obrero, pero con sólo seis patas, pasar en dirección opuesta, por encima. Era un parásito mímico. ¿Cuánto tiempo tardaba una criatura en evolucionar hasta tener aquel aspecto?
—No es extraño que tengamos tantos desertores en los Anillos —dijo ella tristemente—. Si la humanidad es tan estúpida como para arrinconarse de la forma en que lo describe usted, entonces es mejor no tener nada que ver con ella. Mejor vivir solo. Mejor no ayudar a que la locura se extienda.
—Ese tipo de charla sólo conseguirá que nos maten—dijo Afriel—. Debemos obediencia a la facción que nos produjo.
—Sea sincero conmigo, capitán. ¿No ha sentido nunca la tentación de dejarlo todo y a todos..., sus deberes y obligaciones, para marcharse a otro lugar? Se nos entrena con tanta dureza desde la infancia, y se exige tanto de nosotros... ¿No cree que de algún modo nos ha hecho perder de vista nuestro objetivo?
—Vivimos en el espacio —dijo Afriel llanamente—. El espacio es un entorno innatural, y hace falta un esfuerzo innatural por parte de gente innatural para prosperar en él. Nuestras mentes son nuestras herramientas, y la filosofía tiene que venir en segundo lugar. Naturalmente que he sentido esas tentaciones que menciona. Sólo son otra amenaza contra la que hay que protegerse. Creo en una sociedad ordenada. La tecnología ha liberado fuerzas tremendas que están destrozando la sociedad. Una facción debe alzarse por encima de la batalla e integrar las cosas. Los formadores tenemos la sabiduría y la limitación necesarias para hacerlo de una forma humana. Por eso hago este trabajo. —Vaciló—. No espero ver el día de nuestro triunfo. Espero morir en alguna emboscada, o asesinado. Ya es suficiente con que pueda prever ese día.
— ¿Y la arrogancia, capitán? —dijo ella súbitamente—. ¿La arrogancia de su pequeña vida y su pequeño sacrificio? Considere al Enjambre, si realmente quiere su orden perfecto y humano. ¡Aquí está! Donde siempre hace calor y está oscuro, y huele bien, y la comida es fácil de conseguir, y todo es reciclado interminable y perfectamente. Las únicas fuentes que se pierden son los cuerpos de los enjambres apareadores, y un poco de aire. Un Nido como éste podría durar sin ningún cambio cientos de miles de años. Cientos... de miles... de años. ¿Quién, o qué, nos recordará a nosotros y nuestra estúpida facción dentro de mil años siquiera?
Afriel sacudió la cabeza.
—Esa comparación no es válida. No hay visión a tan largo plazo para nosotros. Dentro de mil años seremos máquinas, o dioses. —Se palpó la cabeza; su gorra de terciopelo había desaparecido. Sin duda, algo se la estaría comiendo ahora.
El zapador les condujo a las profundidades del laberinto asteroidal. Vieron las cámaras de las crisálidas, donde las pálidas larvas se retorcían en sus capullos de seda; los jardines de hongos; los pozos cementerio donde los obreros alados trabajaban incesantemente en el aire cargado, febrilmente caliente por el calor de la descomposición. Negros hongos corrosivos devoraban los cuerpos de los muertos con su polvo negro, transportados por obreros también ennegrecidos y ya casi muertos.
Más tarde, abandonaron al zapador y flotaron por su cuenta. La mujer se movía con la facilidad de una larga práctica; Afriel la siguió, chocando de vez en cuando con los chirriantes obreros. Había miles de ellos, aferrados al techo, y al suelo, cubriendo cada ángulo imaginable.
Luego visitaron la cámara de los príncipes y princesas alados, una bóveda redonda y resonante donde las criaturas, de cuarenta metros de largo, colgaban en mitad del aire. Sus cuerpos eran segmentados y metálicos, con nódulos orgánicos para cohetes en el tórax, donde deberían haber estado sus alas. Plegadas a lo largo de sus bruñidas espaldas había antenas de radar sobre largas cadenas ondulantes. Parecían más sondas interplanetarias en construcción que seres biológicos. Los obreros los alimentaban incesantemente. Sus protuberantes abdómenes estaban llenos de oxígeno comprimido.
Mirny arrancó un gran puñado de hongos a un obrero que pasaba, tras golpear diestramente sus antenas y provocar un acto reflejo. Tendió la mayor parte del alimento a los dos colas elásticas, que lo devoraron ansiosamente y se quedaron esperando más.
Afriel asumió la posición del loto y empezó a masticar con determinación los hongos. El alimento era duro pero sabía bien, como a carne ahumada... una delicia que sólo había probado una vez. El olor a humo implicaba desastre en una colonia formadora.
Mirny mantuvo un silencio pétreo.
—La comida no es problema —dijo Afriel—. ¿Dónde dormimos?
Ella se encogió de hombros.
—En cualquier parte..., hay nichos sin usar y túneles acá y allá. Supongo que ahora querrá ver la cámara de la Reina.
—Por supuesto.
—Tendré que conseguir más hongos. Los soldados están de guardia y hay que sobornarlos con comida.
Cogió un puñado de hongos de otro obrero del interminable flujo, y siguieron avanzando. Afriel, totalmente perdido ya, se confundió aún más en el laberinto de cámaras y túneles. Por fin salieron a una inmensa caverna sin luz, brillante con el calor infrarrojo del monstruoso cuerpo de la Reina. Era la fábrica central de la colonia. El hecho de que estuviera hecha de cálida y pulposa carne no ocultaba su naturaleza esencialmente industrial. Toneladas de papilla predigerida entraban por un extremo en las mandíbulas ciegas. Las redondas oleadas de suave carne la digerían y la procesaban, rebulléndose, sorbiendo y ondulando, con agudos chirridos y gorgoteos como de máquina. Por el otro lado brotaba un interminable burbujeo de huevos, cada uno cubierto por una densa pasta de lubricación hormonal. Los obreros limpiaban rápidamente los huevos y los llevaban a sus nidos. Cada huevo tenía el tamaño del torso de un hombre.
El proceso continuaba interminablemente. En el centro sin luz del asteroide no había ni día ni noche. No había ningún resto de ritmo diurno en los genes de estas criaturas. El flujo de producción era tan constante y regular como el funcionamiento de una mina automatizada.
—Por eso estoy aquí —murmuró Afriel, asombrado—. Eche un vistazo, doctora. Los mecanicistas tienen aparatos de minería cibernética varias generaciones por delante de nosotros. Pero aquí..., en las entrañas de este mundo remoto, hay una tecnología genética; que se alimenta a sí misma, se mantiene, se dirige, de una forma eficiente e interminable. Es la herramienta orgánica perfecta. La facción que use a estos trabajadores incansables podría convertirse en un titán industrial. Y nuestro conocimiento de bioquímica es insuperable. Somos los formadores los que lo conseguiremos.
— ¿Cómo pretende hacerlo? —preguntó Mirny, con claro escepticismo—. Tendría que enviar una reina fertilizada al Sistema Solar. Apenas podríamos permitírnoslo, contando con que los inversores lo aceptaran, cosa que no harán.
—No necesito un Nido entero —dijo Afriel pacientemente—. Sólo me hace falta la información genética de un huevo. Nuestros laboratorios en los Anillos podrían clonar un número infinito de obreros.
—Pero los obreros son inútiles sin las feromonas del Nido. Necesitan estímulos químicos que impulsen sus pautas de conducta.
—Exacto —dijo Afriel—. Y da la casualidad de que dispongo de las feromonas, sintetizadas y concentradas. Lo que debo hacer ahora es probarlas. He de demostrar que puedo utilizarlas para que los obreros hagan lo que yo quiera. Cuando eso quede demostrado, estoy autorizado a contrabandear la información genética necesaria a los Anillos. Los inversores no lo aprobarán. Naturalmente, hay cuestiones morales implicadas, y los inversores no están avanzados genéticamente. Pero podemos conseguir su aprobación a través de los beneficios que conseguiremos. Mejor aún, podremos derrotar a los mecanicistas en su propio juego.
— ¿Ha traído esas feromonas? —preguntó Mirny—. ¿No sospecharon nada los inversores cuando las encontraron?
—Ahora es usted quien comete el error —dijo Afriel tranquilamente—. Supone que los inversores son infalibles. Se equivoca. Una raza sin curiosidad nunca explora todas las posibilidades de la forma en que lo hacemos los formadores. —Afriel se arremangó el pantalón y extendió la pierna derecha—. Observe esta variz que corre por mi espinilla. Problemas circulatorios de este tipo son comunes entre los que pasamos mucho tiempo en caída libre. Sin embargo, esta vena ha sido bloqueada artificialmente y tratada para reducir la osmosis. Dentro de la vena hay diez colonias separadas de bacterias alteradas genéticamente, cada una creada especialmente para producir una feromona diferente del Enjambre.
Sonrió,
—Los inversores me registraron a conciencia, incluyendo rayos—X.
—Pero la vena aparece normal a los rayos—X, y las bacterias están atrapadas dentro de compartimientos. Son indetectables. Tengo un pequeño equipo médico conmigo. Incluye una jeringuilla. Podemos usarla para extraer las feromonas y probarlas. Cuando las pruebas estén finalizadas, y estoy seguro de que serán un éxito, pues de hecho he arriesgado mi carrera en ello, podremos vaciar la vena y todos sus compartimentos. Las bacterias morirán en contacto con el aire. Podremos rellenar la vena con la yema de un embrión en desarrollo. Puede que las células sobrevivan al viaje de regreso, pero, aunque no sea así, no pueden pudrirse dentro de mi cuerpo. Nunca se pondrán en contacto con ningún agente deteriorador. De vuelta a los Anillos, podremos aprender a activar y suprimir genes diferentes para producir las castas diferentes, como hace la naturaleza. Tendremos millones de obreros, ejércitos de soldados si hace falta, quizás incluso naves—coñete orgánicas, todo ello crecido a partir de alados alterados. Si esto funciona, ¿quién cree que me recordará entonces? ¿A mí y a mi vida insignificante y a mi arrogante y pequeño sacrificio?
Ella se le quedó mirando. Ni siquiera las protuberantes gafas pudieron ocultar su nuevo respeto, su temor.
—Entonces, pretende hacerlo realmente.
—Sacrifiqué mi tiempo y mi energía. Espero resultados, doctora.
—Pero eso es secuestro. Está hablando de crear una raza de esclavos.
Afriel se encogió de hombros, con desdén.
—Está retorciendo las palabras, doctora. No causaré ningún daño a esta colonia. Puede que robe un poco de trabajo a sus obreros mientras obedecen mis órdenes químicas, pero ese pequeño hurto no será echado en falta. Admito el asesinato de un huevo, pero no será un crimen peor que un aborto humano. ¿Puede ser considerado «secuestro» el robo de una hebra de material genético? Creo que no. Y, en cuanto a la escandalosa idea de la raza de esclavos..., la rechazo de plano. Estas criaturas son robots genéticos. No serán más esclavos que una perforadora láser o un contenedor. Como mucho, serán nuestros animales domésticos.
Mirny consideró el tema. No tardó mucho.
—Es cierto. No será como si un trabajador común contemplara las estrellas, añorando su libertad. Sólo son seres neutros sin cerebro.
—Exactamente, doctora.
—No hacen más que trabajar. No habrá ninguna diferencia en que trabajen para nosotros o para el Enjambre.
—Veo que ha captado la belleza de la idea.
—Y, si funcionara... —dijo Mirny—, si funcionara, nuestra facción se beneficiaría astronómicamente.
Afriel sonrió de todo corazón, inconsciente del helado sarcasmo de su expresión.
—Y los beneficios personales, doctora..., la valiosa experiencia de ser los primeros en explotar la técnica. —Hablaba amablemente, en voz baja—. ¿Ha visto alguna vez una nevada de nitrógeno en Titán? Imagino una mansión allí: grande, mucho más grande que nada posible antes... Una verdadera ciudad, Galina, un lugar donde el hombre pueda arañar las reglas y la disciplina que le enloquecen...
—Ahora es usted quien habla de deserción, doctor capitán.
Afriel guardó silencio por un instante, luego sonrió con esfuerzo.
—Ya ha estropeado mi perfecto ensueño —dijo—. Además, lo que estaba describiendo era el retiro bien merecido de un hombre rico, no una reclusión autoindulgente..., hay una clara diferencia. —Vaciló—. En cualquier caso, ¿puedo concluir que está conmigo en este proyecto?
Ella se echó a reír y le tocó el brazo. Había algo increíble en el sonido de su risa, ahogado por el gran rumor orgánico de los monstruosos intestinos de la Reina.
— ¿Espera que resista sus argumentos durante dos largos años? Será mejor que ceda ahora y nos ahorre fricciones.
—Sí.
—Después de todo, no hará ningún daño al Nido. Nunca sabrán lo que ha pasado. Y, si su línea genética es reproducida con éxito en casa, nunca habrá ningún motivo para que la humanidad vuelva a molestarlos.
—Cierto —dijo Afríel, aunque en el fondo de su mente pensó instantáneamente en la fabulosa riqueza del sistema asteroidal de Betelgeuse. Inevitablemente llegaría el día en que la humanidad se trasladara a las estrellas en masa, de una vez por todas. Estaría bien conocer todas las particularidades de cada raza que pudiera convertirse en un rival.
—Le ayudaré lo mejor que pueda —dijo ella. Hubo un momento de silencio—. ¿Ha visto lo suficiente de esta zona?
—Sí.
Abandonaron la cámara de la Reina.
—Al principio no me cayó usted bien —dijo ella sinceramente—. Creo que ahora me agrada más. Parece tener un sentido del humor del que carecen la mayoría de los miembros de Seguridad.
—No es sentido del humor—dijo Afriel tristemente—. Es sentido de la ironía disfrazado como tal.
No hubo días en el interminable flujo de horas que siguieron. Sólo hubo períodos irregulares de sueño, separados primero, juntos después, mientras se sostenían mutuamente en caída libre. El ansia sexual de piel y cuerpo se convirtió en un ancla para su humanidad común, una humanidad dividida y enfrentada a tantos años luz de distancia que el concepto ya no tenía ningún significado. La vida en los cálidos y rebosantes túneles era el aquí y el ahora. Ellos dos eran cómo gérmenes en la corriente sanguínea, moviéndose incesantemente con el latente flujo y reflujo. Las horas se convirtieron en meses, y el tiempo careció de significado.
Los test feromónicos eran complejos, pero no imposibles. La primera de las diez feromonas era un simple estímulo grupal, que causaba que gran número de obreros se congregaran cuando el producto químico se extendía de palpo en palpo. A continuación, los obreros esperaban nuevas instrucciones; si no se producía ninguna, se dispersaban. Para funcionar efectivamente, las feromonas tenían que darse en una mezcla, o en serie, como los mandatos informáticos. La número uno, por ejemplo, la agrupación, junto con la tercera feromona, una orden de traslado, hacía que los obreros vaciaran cualquier cámara y pasaran sus efectos a otra. La novena feromona tenía las mejores posibilidades industriales; era una orden de construcción, que hacía que los obreros congregaran a zapadores y rastreadores y los pusieran a trabajar. Otras eran molestas: la décima feromona producía una conducta nupcial, y los velludos palpos de los obreros arrancaron los restos de las ropas de Afriel. La octava feromona enviaba a los obreros a cosechar material en la superficie del asteroide, y en su ansiedad por observar sus efectos los dos exploradores casi fueron atrapados y lanzados al espacio.
Dejaron de temer a la casta de los soldados. Sabían que una dosis de la sexta feromona los enviaba a defender rápidamente a los huevos, igual que enviaba a los obreros a atenderlos. Mirny y Afriel se aprovecharon de esto y construyeron sus propias cámaras, que excavaron obreros secuestrados químicamente y defendidos por un guardián compresor también obligado. Tenían sus propios jardines de hongos para reciclar el aire, lleno de los hongos que más les gustaban, y digeridos por un obrero al que mantenían drogado para así usar la comida. Debido a la alimentación constante y la falta de ejercicio, el obrero se había hinchado del todo y colgaba de una pared como una uva monstruosa.
Afriel estaba cansado. Había pasado mucho tiempo sin dormir, aunque no sabía cuánto exactamente. Sus ritmos corporales no se habían ajustado tan bien como los de Mirny, y tendía a ataques de depresión e irritabilidad que tenía que reprimir con esfuerzo.
—Los inversores regresarán algún día —dijo—. Pronto.
Mirny mostró indiferencia.
—Los inversores —dijo, y siguió la observación con algo en el lenguaje de los colas elásticas que Afriel no entendió. A pesar de su formación lingüística, Afriel nunca había igualado su habilidad en el uso de la jerga de los colas elásticas. Su formación era casi una desventaja: el lenguaje de los colas elásticas se había corrompido tanto que era una jerigonza, sin leyes ni regularidad. Sabía lo suficiente para darles órdenes, y con su control parcial de los soldados tenía el poder para mantenerlos a raya. Los colas elásticas le temían, y los dos retoños que Mirny había domado se habían convertido en tiranos gordos y crecidos que aterrorizaban libremente a sus mayores. Afriel se había visto demasiado ocupado para estudiar en serio a los colas elásticas o los otros simbiontes. Había demasiados asuntos prácticos que atender.
—Si vienen demasiado pronto, no podré terminar mis últimos estudios —dijo ella en inglés.
Afriel se quitó las gafas infrarrojas y se las anudó en torno al cuello.
—Hay un límite, Galina —dijo, bostezando—. Sin equipo, sólo podrás memorizar un número limitado de datos. Tendremos que esperar hasta que podamos volver. Espero que los inversores no se sorprendan cuando me vean. He perdido una fortuna en ropas.
—Todo ha sido tan aburrido desde que se produjo la nueva generación... Si no fuera por el nuevo crecimiento en las cámaras de los alados, me habría muerto de hartazgo. —Se apartó el grasiento pelo de la cara con ambas manos—. ¿Vas a dormir?
—Sí, si puedo.
— ¿No vendrás conmigo? Sigo diciéndote que ese nuevo desarrollo es importante. Creo que se trata de una casta nueva. Definitivamente, no es un alado. Tiene alas, pero se aferra a la pared.
—Entonces, probablemente no es un miembro del Enjambre —dijo Afriel, cansado, burlándose de ella—. Lo más seguro es que sea un parásito, un remedador alado. Ve a verlo, si quieres. Te esperaré aquí.
La oyó marcharse. Sin las gafas infrarrojas, la oscuridad no era total, pues había una leve luminosidad procedente de los hongos de la otra cámara. El repleto obrero se movió ligeramente por la pared, rebulléndose. Afriel se quedó dormido.
Cuando despertó, Mirny no había regresado todavía. No se alarmó. Visitó primero el túnel aislante, donde los inversores le habían dejado. Era irracional (los inversores siempre cumplían sus contratos), pero temía que llegaran algún día, se impacientaran y se marcharan sin él. Los inversores tendrían que esperar, naturalmente. Mirny podría mantenerlos ocupados en el corto espacio de tiempo necesario para que él corriera a robar las células de un huevo en desarrollo. Era mejor que el huevo fuera lo más fresco posible.
Más tarde comió. Masticaba hongos en una de las cámaras anteriores cuando los dos colas elásticas de Mirny le encontraron.
— ¿Qué queréis? —les preguntó en su lenguaje.
—Da—comida no buena —chirrió el más grande, sacudiendo sus miembros delanteros con inconsciente agitación—. No trabajo, no sueño.
—No mueve—dijo el segundo. Y añadió, esperanzado—: ¿Comer, ahora?
Afriel le dio parte de su comida. Los colas elásticas la devoraron, al parecer más por hábito que por apetito, cosa que le alarmó.
—Llevadme con ella —les dijo.
Los dos colas elásticas se pusieron en marcha. Afriel les siguió con facilidad, esquivando habilidosamente las multitudes de obreros. Los colas elásticas le condujeron a través de varios kilómetros de túneles hasta las cámaras de los alados. Allí se detuvieron, confundidos.
—Ido —dijo el más grande.
La cámara estaba vacía. Afriel nunca la había visto así antes, y era muy extraño que el Enjambre malgastara tanto espacio. Sintió miedo.
—Seguid a la da—comida —dijo—. Seguid el olor.
Los colas elásticas se apretujaron contra una pared, sin mucho entusiasmo. Sabían que Afriel no tenía comida y no estaban dispuestos a hacer nada sin una recompensa inmediata. Por fin, uno de ellos localizó el olor, o fingió hacerlo, y lo siguió hasta el techo y la boca de un túnel.
A Afriel le costó trabajo ver algo en la cámara abandonada, pues no había suficiente calor infrarrojo. Saltó tras el cola elástica.
Oyó el rugido de un soldado y el ahogado chirrido del cola elástica. Éste salió de la boca del túnel, con un chorro de fluido grumoso manando de su rota cabeza. Giró sobre sí mismo hasta que chocó con un fláccido crunch con la pared opuesta. Ya estaba muerto.
El segundo cola elástica huyó de inmediato, chirriando de pena y terror. Afriel aterrizó en el borde del túnel, encogiéndose en una pelota mientras sus piernas acumulaban impulso. Pudo oler el hedor acre de la furia del soldado, una feromona tan densa que incluso un humano podía olería. Docenas de otros soldados se congregarían allí en minutos, o segundos. Tras el airado soldado pudo oír a obreros y zapadores cambiando y cementando roca.
Afriel podía controlar a un soldado enfurecido, pero nunca a dos, ni a veinte. Se soltó de la pared de la cámara y se dirigió a la salida.
Buscó al otro cola elástica (estaba seguro de que podría reconocerlo, ya que era mucho más grande que los demás), pero no pudo hacerlo. Con su agudo sentido del olor, el animal podía evitarlo fácilmente si quería.
Mirny no regresó. Pasaron incontables horas. Afriel volvió a dormir. Regresó a la cámara de los alados; había soldados de guardia, soldados que no estaban interesados en la comida y mostraban sus inmensos colmillos serrados cuando se acercaba. Parecían dispuestos a despedazarlo; el leve hedor de las feromonas agresivas gravitaba en el lugar como una niebla. No vio a ningún simbionte de ningún tipo en los cuerpos de los soldados. Había una especie, una cosa parecida a una gruesa garrapata, que sólo se colgaba de los soldados, pero incluso las garrapatas habían desaparecido.
Regresó a sus cámaras para esperar y pensar. El cuerpo de Mirny no estaba en los pozos de basura. Naturalmente, era posible que alguna otra criatura la hubiera devorado. ¿Debería extraer las feromonas restantes de los espacios de su vena y tratar de irrumpir en la cámara de los alados? Sospechaba que Mirny, o lo que quedara de ella, estaba en algún lugar del túnel donde había muerto el cola elástica. Él nunca había explorado aquella zona. Había miles de túneles que nunca había explorado.
Se sintió paralizado por la indecisión y el miedo. Si permanecía quieto, si no hacía nada, los inversores podrían llegar en cualquier momento. Podría contar al Consejo Anillo lo que quisiera sobre la muerte de Mirny; si tenía consigo la información genética, nadie objetaría nada. Afriel no la amaba; la respetaba, pero no lo suficiente como para perder la vida ni la inversión de su facción.
No había pensado en el Consejo Anillo en mucho tiempo, y la idea le serenó. Tendría que explicar su decisión...
Aún estaba sumido en sus pensamientos cuando oyó una ráfaga de aire mientras la compuerta viviente se desinflaba. Tres soldados habían venido a por él. No había en ellos hedor a furia. Avanzaron lenta y cuidadosamente. Afriel sabía que no debía intentar resistirse.
Uno de los soldados lo agarró amablemente con sus enormes mandíbulas y se lo llevó.
Lo transportó a la cámara de los alados y al túnel guardado. Había sido excavada una cámara grande y nueva al final del túnel. Estaba casi totalmente llena por una masa de carne blanca y salpicada de negro. En el centro de la suave masa moteada había una boca con dos ojos húmedos y brillantes colocados sobre tallos. Largos tentáculos como conductos colgaban, rebulléndose, de un amasijo irregular sobre los ojos. Los tentáculos terminaban en racimos rosados y carnosos, parecidos a espitas.
Uno de los tentáculos había atravesado el cráneo de Mirny. Su cuerpo colgaba en el aire, fláccido como la cera. Tenía los ojos abiertos, pero ciegos.
Otro tentáculo estaba conectado al cráneo de un obrero mutado. El obrero aún tenía el pálido tinte de una larva; estaba encogido y deformado, y su boca tenía el aspecto arrugado de una boca humana. Había un amasijo como una lengua en su boca, y placas blancas como dientes humanos. No tenía ojos.
Habló con la voz de Mirny.
—Doctor capitán Afriel...
—Galina...
—No me llamo así. Debes dirigirte a mí como Enjambre.
Afriel vomitó. La masa central era una inmensa cabeza. Su cerebro casi llenaba la sala.
Aquello esperó pacientemente hasta que Afriel terminó.
—Me hallo nuevamente despierto —dijo ensoñadoramente Enjambre—. Me complace ver que no hay ninguna emergencia importante que me preocupe. En cambio, ésta es una amenaza que se ha convertido casi en rutina. —Vaciló delicadamente. El cuerpo de Mirny se agitó un poco en el aire; su respiración era inhumanamente regular. Los ojos se abrieron y se cerraron—. Otra raza joven.
— ¿Qué eres?
—Soy el Enjambre. Es decir, soy una de sus castas. Soy una herramienta, una adaptación; mi especialidad es la inteligencia. No se me necesita a menudo. Es bueno volver a ser necesario.
— ¿Has estado aquí todo el tiempo? ¿Por qué no nos saludaste? Habríamos tratado contigo. No pretendíamos hacer ningún daño.
La boca húmeda al extremo de la espita emitió una risa.
—Como a ti mismo, me gusta la ironía —dijo—. Te has visto metido en una pequeña trampa, doctor capitán. Pretendías que el Enjambre trabajara para ti y tu raza. Pretendías criarnos y estudiamos y utilizarnos. Es un plan excelente, pero ya lo pensamos mucho antes de que tu raza evolucionara.
Asaltada por el pánico, la mente de Afriel se disparó frenéticamente.
—Eres un ser inteligente —dijo—. No hay motivo para que nos hagamos daño. Hablemos. Podemos ayudarte.
—Sí —accedió Enjambre—. Será una ayuda. Los recuerdos de tu compañera me dicen que éste es uno de esos incómodos períodos en que la inteligencia galáctica es abundante. La inteligencia es una gran molestia. Nos crea todo tipo de problemas.
— ¿Qué quieres decir?
—Vosotros sois una raza joven y dais mucha importancia a vuestra astucia —dijo Enjambre—, Como siempre, no veis que la inteligencia no es un rasgo de supervivencia.
Afriel se secó el sudor de la frente.
—Lo hemos hecho bien —dijo—. Vinimos a vosotros, y pacíficamente. Vosotros no vinisteis a nosotros.
—A eso exactamente me refiero —dijo educadamente Enjambre—. Esa urgencia por expandiros, por explorar, por desarrollaros, es lo que os extinguirá. Suponéis ingenuamente que podéis continuar aumentando indefinidamente vuestra curiosidad. Es una larga historia, ejecutada por incontables razas antes que vosotros. Dentro de un millar de años, tal vez un poco más, vuestra especie desaparecerá.
— ¿Intentáis destruimos, entonces? Os advierto que no será tarea fácil...
—Sigues sin comprender. ¡El conocimiento es poder! ¿Supones que esa ridícula forma vuestra, esas primitivas piernas, esos ridículos brazos y manos, ese diminuto cerebro apenas estriado, puede contener todo ese poder? ¡Desde luego que no! Vuestra raza se hace ya pedazos bajo el impacto de su propia experiencia. La forma humana original se vuelve obsoleta. Vuestros propios genes han sido alterados, y tú, doctor capitán Afriel, eres un burdo experimento. Dentro de cien años serás una reliquia. Dentro de mil, ni siquiera serás un recuerdo. Tu raza seguirá el mismo camino que otro millar de razas.
— ¿Y qué camino es ése?
—No lo sé. —La cosa al extremo del brazo de Enjambre emitió una risa—. Todas ellas están más allá de mi habilidad. Todas han descubierto algo, aprendido algo, que les ha hecho trascender mi comprensión. Puede que incluso trasciendan el ser. En cualquier caso, no siento su presencia en ninguna parte. No parecen hacer nada, no parecen interferirse en nada; para todos los propósitos, parecen estar muertas. Desaparecidas. Puede que se hayan vuelto dioses, o fantasmas. De todos modos, no tengo ningún deseo de unirme a ellas.
—Entonces..., entonces tienen...
—La inteligencia es una espada de dos filos, doctor capitán. Sólo es útil hasta cierto punto. Interfiere con el asunto de vivir. La vida y la inteligencia no se mezclan bien. No están tan estrechamente relacionadas como vosotros suponéis infantilmente.
—Pero entonces tú, un ser racional...
—Soy una herramienta, como dije. —El dispositivo mutado al extremo de su brazo emitió un suspiro—. Cuando comenzaron vuestros experimentos feromónicos, el desequilibrio químico se hizo evidente a la Reina. Disparó ciertas pautas genéticas dentro de su cuerpo, y así renací. El sabotaje químico es un problema que puede tratarse mejor con inteligencia. Soy un cerebro completo, diseñado especialmente para ser mucho más inteligente que ninguna raza joven. A los tres días fui plenamente consciente. A los cinco días descifré las marcas en mi cuerpo. Son la historia de mi raza, codificada genéticamente..., a los cinco días y tres horas reconocí el problema en cuestión y supe qué hacer. Lo estoy haciendo ahora. Tengo seis días.
— ¿Qué pretendes hacer?
—Tu raza es muy vigorosa. Espero que esté aquí, compitiendo con nosotros, dentro de quinientos años. Tal vez mucho antes. Será necesario hacer un estudio concienzudo de un rival semejante. Te invito a unirte a nuestra comunidad sobre una base permanente.
— ¿Qué quieres decir?
—Te invito a convertirte en un simbionte. Tengo aquí un macho y una hembra cuyos genes han sido alterados y por tanto carecen de defectos. Componéis una pareja perfecta. Me ahorrará muchos problemas con la clonación.
— ¿Crees que traicionaré a mi raza y entregaré una especie esclava en tus manos?
—Tu elección es simple, doctor capitán: continuar siendo un ser inteligente y vivo o convertirte en una marioneta sin cerebro, como tú compañera. Me he apoderado de todas las funciones de su sistema nervioso; puedo hacer lo mismo contigo.
—Puedo matarme.
—Eso sería problemático, porque me haría tener que recurrir al desarrollo de tecnología clónica. La tecnología, aunque estoy capacitado para ella, me resulta dolorosa. Soy un artefacto genético; hay salvaguardas en mí que me impiden apoderarme del Nido para mis propios fines. Eso significaría caer en la misma trampa de progreso que otras razas inteligentes. Por razones similares, mi lapso de vida es ilimitado. Sólo viviré mil años, hasta que el breve destello de energía de tu raza se extinga y la paz se reanude una vez más.
— ¿Sólo mil años? —Afriel se rio amargamente—. ¿Y entonces qué? Matarás a mis descendientes, supongo, al no tener ningún uso para ellos.
—No. No hemos matado a ninguna de las otras quince razas que hemos tomado para estudios defensivos. No ha sido necesario. Considera ese pequeño carroñero que flota sobre tu cabeza, doctor capitán, y se alimenta de tu vómito. Hace quinientos millones de años, sus antepasados hicieron temblar a toda la galaxia. Cuando nos atacaron, liberamos su propia especie sobre ellos. Naturalmente, alteramos nuestro bando, para que fueran más listos, más duros, y desde luego totalmente leales a nosotros. Nuestros Nidos eran el único mundo que conocían, y lucharon con un valor y una inventiva que nosotros nunca podríamos haber igualado... Si su raza llegara a explotarnos, haríamos lo mismo.
—Los humanos somos diferentes.
—Naturalmente.
—Un millar de años no nos cambiarán. Vosotros moriréis y nuestros descendientes se harán con este Nido. Pese a todo, estaremos dirigiéndolo todo en unas pocas generaciones. La oscuridad no supondrá ninguna diferencia.
—Desde luego que no. No necesitáis ojos aquí. No necesitáis nada.
— ¿Me permitirás seguir con vida? ¿Para enseñarles lo que quiera?
—Ciertamente, doctor capitán. En realidad, te estamos haciendo un favor. Dentro de mil años tus descendientes serán los únicos restos de la raza humana. Somos generosos con nuestra inmortalidad; la llevamos sobre nuestras espaldas para conservaros a vosotros.
—Te equivocas, Enjambre. Te equivocas en lo referente a la inteligencia, y en todo lo demás. Tal vez otras razas se reduzcan al parasitismo, pero los humanos somos diferentes.
—Ciertamente. ¿Lo harás, entonces?
—Sí. Acepto tu desafío. Y te derrotaré.
—Espléndido. Cuando regresen los inversores, los colas elásticas dirán que te han matado, y que no regresen nunca. No regresarán. Los humanos serán los siguientes en llegar.
—Sí yo no te derroto, ellos lo harán.
—Tal vez. —La cosa volvió a suspirar—. Me alegro de no tener que absorberte. Habría echado de menos tu conversación.
Fin