Publicado en
mayo 05, 2013
Nunca tuvo mucho dinero, ni disfrutó de grandes honores. Antes bien, conoció la adversidad y la lucha. Entonces, ¿por qué era tan feliz?
Por Ralph Kinney Bennett.
UN AUTO se detuvo frente a nuestra vieja casa, en Rector, Pensilvania. Salió de él un hombre, sombrero en mano, y subió al porche. Venía de Pittsburgh, a 96 kilómetros de allí.
—¿Está George? —preguntó.
Mi tío George se hallaba en el granero haciendo algunos arreglos a su automóvil. Acudió al frente de la casa y estrechó la mano del recién llegado. Ambos comenzaron a hablar con gran seriedad. El visitante extendió sobre la carrocería del auto unos pliegos con dibujos, que los dos hombres recorrieron una y otra vez con la yema de los dedos. Acabaron por sentarse a tomar limonada en la banca de columpio del porche. Desde la ventana de mi alcoba los oí hasta bien entrada la noche. Al cabo, el viajero le dio expresivamente las gracias a mi tío, y partió.
Tal parecía que todo el mundo pedía consejo a George McDonald. Él era la cabeza de nuestra familia y mi padre sustituto; mi verdadero padre abandonó a mamá antes de que yo naciera. George fue un gran apoyo para mi abuela y para mi madre, que se quedó sola con Richard, mi hermano mayor, Roger, mi gemelo, y yo.
Algunos de mis primeros recuerdos son sólo voces: "Vamos a hablar de esto con George"; "A ver qué opina George". Él era dibujante de planos de ingeniería. Estudió en una escuela nocturna durante la depresión económica de los años treintas. Pero en realidad era mucho más que eso. Como me lo dijo una vez su buen amigo Red Fiorina: "Tu tío es un hombre con sentido común".
Si en la fábrica instalaban una máquina nueva, le pedían a mi tío que supervisara la operación. Él, después de echar un vistazo a un plano impecable, comentaba:
—Quizá deban cambiar esto, porque el tornero va a necesitar más espacio aquí atrás.
Los ingenieros se quedaban admirados y modificaban el plano. George era capaz de prever situaciones como esta porque solía pasarse ratos en el área de producción para ver el funcionamiento de la fábrica.
George era calvo, de cara grande, y sonrisa a flor de labios. Tenía una visión penetrante del fondo de las cosas, que lograba contagiar a los demás. "¡Imagínense todo lo que intervino en la creación de eso!", exclamaba, señalando una máquina, una herramienta o algún objeto tan cotidiano como el sujetapapeles. Además, sabía comunicar su sabiduría práctica sin hacerse pesado.
Recuerdo que en cierta ocasión hojeaba yo un libro de texto de mi hermano Richard, y tropecé con la palabra cultura. Cuando mi tío regresó de su trabajo por la noche, en su auto azul, Roger y yo lo estábamos esperando afuera de la casa. Como de costumbre, lo recibimos con saltos y gritos: "¡Georgie, Georgie!" Y cuando se apeó le pregunté sin rodeos:
—¿Qué es cultura?
El se rió, y los tres atravesamos el jardín, bajo los manzanos.
Ya en la casa, se acomodó en su vieja poltrona, suspiró ruidosamente y declaró con una sonrisita:
—¡Esto es cultura! ¡De veras! Por eso no estoy sentado en una roca ni en un tronco: por los miles de años que hay detrás de este sillón.
Yo me quedé mirando aquel mueble. No había entendido ni jota.
George nos explicó que la inclinación del respaldo, la altura de los brazos, la suavidad de los cojines, el tapiz y los clavos eran resultado de miles de años de ideas y transacciones en torno de algo tan simple como el acto de sentarse. "Cuando la gente puede pensar en sillones en vez de preocuparse por buscar alimento o abrigo, eso se llama cultura. Y sabemos que hay cultura cuando hay tiempo para pensar en el arte y en la forma de convivir con los demás; cuando hay tiempo incluso para pensar en lo que significa pensar".
George mostraba tal entusiasmo por el trabajo y los intereses de los demás, que la gente deseaba confiarle sus sueños y sus problemas. Todavía me parece verlo platicando con Hughie Friedline una fría mañana. Ambos estaban sentados en la defensa delantera del camión en el que Hughie transportaba carbón. Tenían los brazos cruzados sobre el pecho, y de sus bocas salían volutas de vaho. Lo recuerdo también en medio de nuestro maizal, charlando con Harry McDowell y dándole palmadas en el pescuezo a uno de los caballos del arado, y con Red Fiorina en una oficina del Hotel Commercial, dibujando los planos para remozar el restaurante.
Casi todos sus contemporáneos tenían algo que contar sobre los tiempos de la Depresión. George, empero, siempre guardó silencio al respecto. Mucho después me enteré de que había pasado estrecheces, y tenía sueños frustrados. Siendo muy niño aún perdió a su padre. Vivía la familia en North Braddock, humoso pueblo dedicado a la producción de acero. Casi desde el día en que se quedó huérfano, George trabajó duro para sostener su casa. Con todo, siempre se refirió a su niñez en los términos más alegres. Sólo cuando mi tío compartió mi júbilo el día en que me admitieron en la universidad, comprendí cuánto habría apreciado él una oportunidad así.
George nunca tuvo mucho dinero, ni disfrutó de honores, por decirlo así. Pero era un hombre verdaderamente feliz. Cuando pienso en él, las imágenes que acuden a mi memoria son ordinarias e incidentales: George y Sport Campbell, un amigo suyo que vivía calle abajo, charlando en nuestra cocina algún sábado veraniego por la noche, mientras preparaban una sopa de ostiones; George leyendo la Biblia en su alcoba, a la luz de una lámpara de cuello flexible, y levantando la vista para decirme: "Este es el libro más práctico del mundo". A un joven, como yo en aquel entonces, habrían podido resultarle indiferentes esos momentos; no obstante, los recuerdo con claridad, como algo muy gratificante. Y a la sazón no tenía la menor idea del porqué.
Cierta noche despejada de verano, George instaló en el jardín un telescopio muy grande que le prestó un compañero de trabajo: Allí, sentados en las sillas de la cocina y provistos con una jarra de refresco, escudriñamos a Marte, a Venus y una rebanadita de la Luna, mientras oíamos el canto de los grillos. En la oscuridad brilló de pronto la luz oscilante de una linterna, que avanzó hacia nosotros. Era Sport Campbell, que venía desde su casa a participar en la reunión. Recuerdo que George comentó cuando todos contemplábamos la infinitud de la Vía Láctea:
—¡Mira, Sport, qué gran don! ¡Tenemos la oportunidad de ser eternos, y ya desde ahora Él nos da todo esto!
George murió repentinamente, cuando estábamos a punto de salir a la iglesia, dos semanas después de que terminé la enseñanza media. Ese día, por la noche, fui al granero. Me puse a mirar su viejo auto, y las herramientas con las que sus manos habían trabajado. Al verme solo, sin testigos, elevé una plegaria deshilvanada y lloré. Mientras las lágrimas me corrían por las mejillas, experimenté un gran alivio; una maravillosa paz por el destino de mi tío.
Al día siguiente entré en la recámara de George. Sobre la mesa que le había servido de escritorio encontré su reloj de bolsillo, un compás, una regla T, un manual de ingeniería y su Biblia, que tenía muchas hojas dobladas en la esquina y muchos subrayados a lápiz. El separador era un pedazo de papel en el que mi tío escribió, también a lápiz, una cita de San Pablo, tomada de la Epístola a los Filipenses 4:11: "... he aprendido a contentarme con lo que tengo".
Entonces comprendí el secreto de George; el que lo hizo tan feliz. Es el secreto de un corazón agradecido.