SUEÑOS (Michael Marshall Smith)
Publicado en
abril 07, 2013
Por fin Hap Thompson, ex delincuente abandonado por su mujer, ha sentado cabeza. Después de años de chapotear en las ciénagas del delito, ha encontrado un buen trabajo. Y legal, más o menos: por primera vez en su vida Hap está ganando mucho dinero. Pero, no conforme - la ambición a veces es una mala consejera -, acepta otro trabajo, no sólo más peligroso, sino decididamente ilegal: hacerse cargo de recuerdos, por ejemplo, de gente que no quiere que éstos surjan en alguna prueba policial. En una ocasión en que él se ha hecho cargo de un recuerdo especialmente intenso, el cliente desaparece. No es para menos: al final de su recuerdo hay un crimen. Para Hap es vital encontrar a su cliente y devolverle su recuerdo; una búsqueda en la que descubrirá que no está solo, que el episodio del asesinato congrega fuerzas muy poderosas: fenómenos paranormales, ovnis…, incluso seres que son depositarios de una nueva visión del más allá. Y Hap es el único que puede resolver el enigma. Si vive para contarlo.
Título original: One of Us
© Michael Marshal Smith, 1998
© de la traducción: José María Pomares, 1998
© 1998, de la presente edición: Grijalbo
ISBN: 978-84-253-3284-5
Agradecimientos
Gracias a…
Nick Royle, que ha estado ahí desde el principio, con su amistad, apoyo y extraños chirridos; a mis agentes: Ralph Vícinanza, Nick Marston, Bob Bookman, Caradoc Ktng, Linda Shaughnessy y Lisa Eveleigh, por las diversas buenas obras hechas en mi nombre; a Jane Johnson, Jim Richards, Stuart Proffit, Kate Miciak, Nita Taublib y Dave Hinchburger; a Alistaír Giles, Susan Corcoran, Jacks Thomas, Fiona Mclntosh y Beat-Wax; a David Baddiel; a Ariel, a los muchachos de Deansgate y al BFS; a Ellen Datlow y Ed Bryant; a Colin Wilson por una inspiración a largo plazo y a Eric Bazilian por una canción; a Tim y Suzy, y no sólo por atender al gato; a Howard por haber destruido gradualmente nuestra casa; a Sarah, Randy, Pete, Dena, Chris y Lorraine… y a los sospechosos habituales de Londres; a Adam Simón por ver lo invisible con mayor claridad que la mayoría, y a Steve Jones por sus ocasionales controles de mi cordura; a Don Johnson y Cheech Marin por habernos ayudado a pasar las prolongadas y oscuras noches de una primavera londinense, y a Paula, como siempre, por ser mi verdadera vida; y a mis padres con amor.
Lo invisible es la cara secreta de lo visible.
M. Merleau-Ponty
Prólogo
Noche. Un cruce de calles, en alguna parte de una zona muerta de Los Ángeles. No conozco la zona, pero no es ningún sitio donde uno quisiera estar. Sólo dos calles, anchas y llanas, que se extienden hacia los cuatro costados del mundo: forcejeos cuesta arriba hacia lugares que no son mucho mejores, pasando por otros lugares que probablemente son peores.
Edificios muertos y achaparrados empañados por la neblina en cada esquina, llenos de sueño y quietud. Parece como si se inclinaran por encima de nosotros, como sí pertenecieran a un maligno pueblo de dibujos animados, pero no puede ser así. Los edificios de dos pisos, hechos de cemento, no pueden parecer tan amenazantes. No es propio de su naturaleza. Se percibe la ciudad como una entrecruzada maraña de vacío, como si las estructuras que hemos introducido en ella se hubieran visto empequeñecidas por los espacios que han permanecido incólumes, como si lo que no está allí fuera mucho más real que lo que vemos.
Un perro se sacude mientras tanto, al impulso de los últimos estertores de su vida, arrimado a la puerta de una licorería abierta las veinticuatro horas del día. La luz del interior es tan amarillenta que parece como si la vieja dormida tras el mostrador flotara en una suspensión de formaldehído. De joven, la mujer habría hecho algo por ayudar al perro. Ahora se siente incapaz de preocuparse. La emoción es ya demasiado vieja, está enterrada demasiado profundamente y el perro se va a morir de todos modos.
No sé cuánto tiempo esperamos, de pie en el portal envuelto en las sombras, ocultos profundamente en su caro abrigo. Ella consume medio paquete de Kims, pero fuma con rapidez y no lleva reloj. Parece toda una eternidad, como si esta esquina en medio del desierto fuera todo lo que he conocido o lo que llegaré a ver, como si el tiempo se hubiera detenido y no tuviera ninguna razón convincente para empezar a fluir de nuevo.
Finalmente, el sonido de un coche brota desde el distante rumor de fondo y penetra en este pequeño mundo. Ella levanta la mirada y ve el movimiento de los focos que sube por la calle, escucha el crujido de las ruedas sobre el asfalto, el zumbido de un motor feliz con su trabajo. El corazón le late un poco más despacio mientras observa cómo se aproxima el coche, con su mente fría y densa. Ni siquiera es odio lo que siente, no esta noche y, en realidad, ya nunca más. Cuando el cáncer de la miseria alcanza una masa mayor que el cuerpo que habita, lo que se escucha continuamente es la voz del tumor. Ahora, ya ha dejado de luchar. Lo único que desea encontrar es algo de paz.
El coche avanza unos treinta metros por la calle, a lo largo de una dirección que a ella le costó dos meses encontrar, y que terminó encontrando gracias a un mercenario al que tuvo que pagar. El motor se apaga y, por primera vez, ella ve el rostro del hombre, a través del sucio parabrisas. Rasgos sombreados, enfrascado en su propio mundo, reducido por ahora a apagar las cosas y quitarse el cinturón de seguridad. El hecho de verlo no supone ninguna alteración en ella, se manifiesta sin ningún retumbar de tambores. Sólo hace que nos sintamos cansados y viejos.
Él tarda mucho en salir del coche; se inclina hacia el otro lado para tomar un paquete de cigarrillos del tablero. No estoy seguro de saber qué está haciendo, pero eso es lo que ella cree que hace. Parece ser algo importante para ella, y lo que siente por este hombre es demasiado complejo como para que yo pueda interpretarlo. Ella se mantiene en calma y su mente gira en círculos tan pequeños que en realidad no puede uno verlos, pero su corazón late ahora con algo más de rapidez y cuando él abre finalmente la puerta y baja del coche, empezamos a caminar hacia él.
Al principio, él no se da cuenta, jugueteando todavía con las llaves. Ella se detiene a pocos metros del coche y él levanta la mirada, de ojos legañosos. Bebido, quizá, aunque ella no lo cree así. El siempre se ha controlado mucho. Probablemente, sólo está cansado y deja que eso se note cuando no hay nadie cerca para verlo. Está más viejo y canoso de lo que ella esperaba, pero conserva los mismos ojos de mirada delictiva. Parece tener poco más de cincuenta años, va arreglado y parece un poco triste. Él no la reconoce, pero le sonríe de todos modos. Es una buena sonrisa y en otro tiempo pudo haber sido algo, pero ahora ya no acaba de llegar a sus ojos.
Es aproximadamente entonces cuando aparece el otro coche, bajando por la otra calle. No lo observé la primera vez y ella no llega a darse cuenta. Se limita a mirar al hombre, fijamente, a la espera. Una sonrisa genérica no es suficiente. Queremos que él sepa quiénes somos. El vínculo funciona en dos direcciones. Ella no puede romperlo por sí sola.
—¿Puedo ayudarla? —pregunta él finalmente, mirándola.
Está de pie junto al coche, con la espalda muy recta. No está asustado, no ve necesidad alguna de estarlo, pero empieza a darse cuenta de que éste no es un encuentro normal. Lo único que ve es una mujer huesuda, que lleva un buen abrigo, como un factor de confianza, utilizado con demasiada frecuencia como un elemento tras el que ocultarse. Pero hay en nosotros algo que lo perturba, que le recuerda a alguien que él solía ser.
—Hola, Ray —dice ella y luego no añade nada más, a la espera de que él recuerde.
Quizá sea algo en el rostro de la mujer lo que le hace acordarse, lo que sitúa su mente en una sonrisa burlona de hace mucho tiempo. Sus ojos se abren todavía más y recupera una cierta seguridad en sí mismo, mientras su rostro se relaja un poco. Una imagen de fiabilidad. Se miran el uno al otro durante un rato, pero ahora yo ya tengo puesta toda la atención en el sonido del coche. Sé que se acerca, grande, plateado y rápido.
—Eres Laura, ¿verdad? —pregunta finalmente Ray. Su nombre está todavía ahí, cerca de la superficie de su mente. Quizá siempre lo ha estado, como ha estado el de él en la mente de ella—. Sí, eres tú. —Emite una breve y desconcertada risita y se lleva un cigarrillo a la boca.
Nunca se me olvida un rostro.
El párpado izquierdo le cae lentamente, con un poco de incertidumbre. Hace girar la ruedecilla del encendedor y empieza a acercárselo a la cara.
El guiño es como regresar a un terreno de juegos de la infancia y encontrar un columpio todavía en movimiento, como si uno acabara de bajarse de él. Es suficiente.
El primer disparo le atraviesa directamente el ojo izquierdo, haciendo explotar una pelota de masa encefálica por la parte posterior del cráneo. Todavía intenta retroceder un paso cuando la segunda bala le desgarra la entrepierna y una más le destroza la mayor parte de la garganta. Pero para entonces ya está en el suelo, moviendo las piernas espasmódicamente; es cuando nosotros nos adelantamos para situarnos sobre él.
El perro lo observa todo desde su lugar junto a la pared, pero tiene sus propios problemas y Ray va a morir de todos modos.
Ella no deja de disparar hasta que vacía el cargador. Para entonces, el cuerpo ha quedado inmóvil y, por encima del cuello, no le queda nada que valga la pena nombrar. Únicamente el cigarrillo ha permanecido casi intacto, apretado entre unos labios que parecen haber sido extraídos del cubo de la basura de una sala de autopsias. Ella decide dejarlo de ese modo.
Yo meto la mano en su bolsillo y extraigo otro cargador. A ella le tiemblan mucho las manos y creo que ya sabe que ha fracasado. Mientras todavía realiza esfuerzos por recargar el arma, se da cuenta finalmente del sonido de un coche que se precipita hacia ella. Levanta la cabeza con un movimiento violento.
Sé inmediatamente que no son los policías y que ya he visto el coche antes, en alguna parte. Laura, en cambio, no. Ella no sabe qué pensar. Su mente está demasiado vacía y fracturada como para tomar una decisión, y es su cuerpo el que la toma por ella.
Retrocedemos, tambaleantes sobre nuestros pies, y dejamos caer el arma. Luego, nos damos media vuelta y echamos a correr, a la espera de morir, preguntándonos únicamente por qué hemos tardado tanto tiempo.
Miramos un instante hacia atrás y vemos que el coche se ha detenido en medio del cruce. Se han abierto las portezuelas y dos figuras están de pie sobre los restos de Ray. Los hombres tienen idéntica altura, llevan trajes grises claros de similar hechura y tienen ojos que no miran a la cara.
Uno toma el arma; el otro grita: «¡Mierda, mierda, mierda!», con un tono de voz tan profundo y fuerte que, por un momento, me pregunto cómo es posible que todavía permanezcan en pie los edificios que nos rodean. El hombre se vuelve lentamente hacia nosotros, con la luz de una farola, que le da directamente por detrás de la cabeza, arrojando una mancha de luz amarillenta.
Desaparecemos al girar la esquina, antes de que él pueda vernos y echamos a correr hasta desvanecernos, fundidos en la oscuridad.
PRIMERA PARTE
REMtemp
1
Estaba en un bar en Ensenada, tomando con rapidez una cerveza tibia, tratando de recordar que no había asesinado a nadie cuando, de repente, el pequeño bastardo del reloj despertador me sobresaltó.
El bar de Housson estaba lleno hasta la bandera y había un ruido de mil demonios, no sólo porque todo el mundo hablaba en voz demasiado alta. Dos potentados locales de la alfalfa habían entrado para celebrar un negocio entre ellos, quizá la fusión de sus dinastías relacionadas por las cosechas, y un mariachi de ocho músicos se les había pegado alegremente, dispuestos a pasarse así toda la noche. El resto del bar era color local, a lo Jackson Pollock: ávidos fotógrafos tratando de cobrar las fotos a los turistas, expatriados de rostros curtidos que se asomaban como búhos enojados, y mexicanos dispuestos a emborracharse con una encomiable seriedad. El bar ofrecía el mismo aspecto que cuarenta años atrás, cuando había sido redecorado por última vez por alguien que pensaba en el fin más funcional del salvaje Oeste: suelos de polvorientas tablas, paredes pintadas con el humo del tabaco de segunda mano, sillas robadas de alguna iglesia. El único atisbo de decoración eran los evanescentes dibujos de los antiguos camareros, de alcohólicos famosos y de personajes locales igualmente distinguidos que decoraban las paredes. Uno de ellos ya se había caído estruendosamente al suelo, víctima de una botella arrojada por un borracho gruñón y, en conjunto, el ambiente estaba apenas a un paso del caos más completo.
Yo me sentía cansado y me dolía la cabeza; para empezar, no debería estar allí. Debería estar en las calles, o visitando varios bares o incluso de regreso a Los Ángeles. En cualquier sitio, menos aquí. A ella no la encontraba por ninguna parte, y puesto que no había tenido tiempo de acudir a un comerciante en coincidencias, antes de partir de Los Ángeles, tampoco esperaba ahora que ella apareciese por el bar. Todavía seguía bastante convencido de que la pista encontrada en Chicago era deliberadamente falsa, pero no tenía ninguna razón en particular para creer que ella hubiera escapado a Ensenada. Yo sólo estaba allí para tomar una cerveza y olvidar el problema.
El más viejo de los dos hombres de negocios daba la impresión de consumir personalmente buena parte de la alfalfa que producía, pero evidentemente había cantado algo en el pasado y ahora se dedicaba a repasar firmemente su repertorio, para satisfacción de sus secuaces y subordinados. Uno de ellos, un zalamero y pequeño granuja, que imaginé debía de ser el contable y yerno de uno de los jefes, no apartaba la vista de un grupo de jóvenes mujeres locales que palmoteaban alegremente en la mesa de al lado. Mientras yo le observaba, vi que le hacía una discreta señal al potentado que no cantaba, que se volvió a mirar a las jóvenes. Su sonrisa se amplió, con una impudicia que haría parecer tímido y hasta encantador a un hombre lobo, y le hizo señas al jefe del mariachi para que se le acercara, sosteniendo ya más dinero en la mano.
Yo estaba sentado en un lado de una mesa atestada de turistas, el único asiento que había encontrado cuando entré, unas dos horas antes. Las mujeres tenían el rostro arrebolado por el sol del día, y su actitud era efervescente, llenas con la fanfarronería producida por los cócteles Margarita; los chicos que las acompañaban tomaban sus Pacíficos, malhumorados y no dejaban de mirar a su alrededor, tratando de averiguar, probablemente, quién de los locales acudiría primero para tratar de robarles a sus chicas. Podría haberles dicho que, muy probablemente, habría sido otro estadounidense, quizá una de las turbulentas ratas fraternales que habían acudido la ciudad con motivo de alguna condenada carrera de motos, pero como no los conocía, no podía meterme. En realidad, me estaban poniendo los nervios de punta. Las chicas bailaban en sus asientos de esa forma que hace la gente cuando logra liberarse momentáneamente de una trailla muy corta, y la más cercana a mí no dejaba de golpearme el brazo, lo que hacía derramar cerveza y ceniza de cigarrillo sobre los vaqueros, que ya no estaban muy limpios cuando me los puse, dos días antes.
Al notar la mano que me tocó en el hombro me volví con irritación, esperando casi ver al camarero que atendía esa parte del salón. Me gusta el servicio atento tanto como a cualquiera, pero, santo Dios, la rapidez con la que un hombre puede beber también tiene un límite. En mí caso, ese límite es bastante elevado, a pesar de lo cual el tipo no dejaba de presionarme bastante antes de que hubiera terminado cada cerveza. Era una suerte para mí que allí hubiera camarero, porque la única forma de acercarme a la barra hubiera sido montado en una escalera mecánica. No obstante, tenía la impresión de que el tipo necesitaba calmarse un poco. Me debatía entre decirle que se largara con viento fresco o que lo hiciera al menos después de traerme otra cerveza, cuando me di cuenta de que no se trataba de él, sino de un grueso estadounidense que parecía como si hubiera matado a una oveja sucia y se hubiera pegado el vellón en la barbilla.
—Ese tipo pregunta por ti —me gritó.
—Dile que se vaya al carajo —repliqué.
Ya no conocía a nadie en Ensenada y tampoco experimentaba el menor deseo de empezar a hacer nuevas amistades.
—Parece bastante insistente —me dijo el tipo, que echó el pulgar hacia atrás, en dirección a la barra. Miré en la dirección que me indicaba, pero había demasiada gente cruzada en mi camino—. Es ese pequeño negro.
En estos territorios eso podía significar que el tipo era realmente negro o que se trataba de un indígena mexicano. En realidad, no suponía una gran diferencia. Seguía sin querer hablar con él, pero me sorprendió que mi compatriota no se sintiera con agallas para decirle que se fuera al carajo. El tipo de la barba no parecía de los que suelen hacer recados para miembros de las mayorías étnicas.
—Pues entonces díselo amablemente —le espeté en un momento de relativa tranquilidad y me volví hacía los mariachis.
La banda se embarcó inmediata y ruidosamente en otra canción, que a mí me pareció extrañamente idéntica a todas las anteriores. No podía serlo, sin embargo, porque fue incluso más alegre y ruidosa de lo habitual, y el hombre de negocios que cantaba se subió a una silla para dar el do de pecho. Tomé un trago de cerveza, y deseé esta vez que acudiera el camarero para volver a presionarme, a la espera, con cruel anticipación, de que el rey de la alfalfa se acercara a la mesa de las chicas. Tenía la sensación de que valdría la pena verlo.
Fue entonces cuando cobré conciencia de un sonido. Sonó tranquilo, y apenas audible por debajo de las voces estentóreas y del ladrido de las trompetas, pero empezó a hacerse más fuerte.
—Se lo dije —retumbó el estadounidense por detrás de mí—. Y no se lo tomó muy a bien.
Era un sonido repiqueteante. Casi como…
Cerré los ojos.
—¡Hap Thompson! —crujió de repente una diminuta voz, que pareció cortar sin el menor esfuerzo el ruido reinante en el bar.
Luego volvió a repiquetear, haciéndose más y más fuerte, antes de anunciar nuevamente mi nombre, como una sirena. Traté de no hacer caso, pero aquello no iba a desaparecer. Nunca sucedía así.
Al cabo de unos instantes el repiqueteo era tan estridente que hasta los componentes del mariachi empezaron a mirar hacía donde estaba yo. Poco a poco, dejaron de tocar, y el sonido de los instrumentos se fue desvaneciendo uno tras otro, como sí a sus intérpretes los estuvieran arrojando uno tras otro por un acantilado. Lancé un juramento por lo bajo y aplasté el cigarrillo en el desbordado cenicero. Las cabezas se giraron y un intenso silencio se fue extendiendo por todo el bar. El último en callar fue el hombre de negocios que cantaba. En ese momento, habría podido parecer todo un cantante de ópera si su rostro no hiciera pensar más bien en un boxeador de pesos medios que hubiera participado ya en demasiados combates.
Respiré profundamente y me giré en redondo.
Por detrás de mí se había despejado un pasillo entre la multitud, y ahora podía mirar directamente hasta la barra. Allí, cuidadosamente erguido para evitar los charcos de cerveza derramada, estaba mi despertador.
—Ah, hola —dijo en el silencio—. Creía que no me habías oído.
—¿Qué coño quieres ahora?
—Es hora de levantarse, Hap.
—Ya estoy levantado —repliqué—. Estoy en un bar.
—Oh —dijo el reloj, que miró a su alrededor—. ¿De veras? —Hizo una breve pausa, antes de continuar—. Pero sigue siendo hora de levantarse. Puedes apagarme una vez más si quieres, pero sabes que deberías estar listo y salir hacia las nueve y media.
—Mira, pequeño bastardo —le dije—. Ya estoy levantado. Son las nueve y cuarto de la noche. —No, no lo son.
—Sí, sí lo son. Ya hemos pasado otras veces por lo mismo.
—Ahora son exactamente las nueve y diecisiete de la mañana. El reloj se ladeó formando un ángulo para que yo, y todos los demás, pudiéramos verlo con claridad.
—Siempre tienes la hora de la mañana —le grité, señalándolo—. Y eso es porque estás roto. No eres más que un inútil trozo de chatarra.
—Vamos, hombre —intervino uno de los turistas sentados a mi mesa—. El pequeño sólo trata de hacer su trabajo. No tiene necesidad de tratarlo de esa manera.
Desde las cercanas mesas llegó hasta mí un bajo murmullo de aprobación.
—Así es —asintió el reloj, cinco centímetros cuadrados de inocencia ofendida y dos largas y delgadas patas—. Sólo trato de hacer mi trabajo, eso es todo. ¿Te gustaría que no te despertara, eh? Sabemos muy bien lo que ocurre entonces, ¿verdad?
—¿Qué ocurre? —preguntó una mujer desde el otro lado del salón, con ojos apenados—. ¿Te maltrata? —Con la mandíbula firmemente apretada, tomé los cigarrillos y el encendedor de encima de la mesa y miré ferozmente a la mujer. Ella me devolvió la mirada, valerosa, y exclamó con desprecio—: Parece un tipo capaz de hacerlo.
—Me pega, Y hasta me tira por la ventana. —Eso levantó murmullos de protesta desde algunos rincones, así que decidí que había llegado el momento de largarse de allí—… Sobre los coches que pasan.
La gente se agitó, enojada. Por un momento, consideré la alternativa de decirles que tener roto el indicador AM/PM no era el único de los muchos problemas del reloj, que también mostraba una caprichosa tendencia a despertarme a intervalos regulares a horas intempestivas, haciéndome perder una noche de trabajo, pero finalmente decidí que no valía la pena. Como no podía ser de otro modo, el pequeño bastardo me había encontrado en el único bar del mundo donde, por ¡o visto, a la gente aún le preocupaba el bienestar de los cacharros defectuosos. Me puse la chaqueta y empecé a abrirme paso por entre la gente que me rodeaba. Se fue abriendo un pasillo, bordeado por rostros hoscos, y avancé cabizbajo hacia la puerta, sintiéndome increíblemente azorado.
—¡Eh, espera, Hap! ¡Espérame!
Al escuchar el sonido de las pequeñas patas del reloj que hacían contacto con el suelo, apresuré el paso y salí precipitadamente, pasando junto al par de policías armados que hacían guardia en el corto pasillo del exterior. Al llegar al final, crucé las puertas batientes, con la esperanza de que, al retroceder, golpearan a la máquina y la catapultaran de regreso a la barra, y salí de estampida a la calle.
Pero no funcionó. El reloj me alcanzó y corrió a mi lado por la calle, emitiendo pequeños sonidos jadeantes a causa del esfuerzo. Yo estaba convencido de que eran fingidos, como pequeñas mentiras habituales. Si había logrado seguirme hasta aquí desde donde había caído después de arrojarlo por la ventana (por última vez), en San Diego, correr un rato no sería suficiente para librarme de él.
—Gracias —le espeté—. Ahora resulta que todo el mundo de ese maldito bar donde estaba conoce mi nombre.
Le lancé una patada, pero la esquivó con facilidad, haciendo una finta hacia un lado; luego se volvió a mirarme.
—Pero eso es agradable —dijo el reloj—. Quizá conozcas a unos amigos nuevos. No sólo soy un reloj útil, sino que también puedo ayudarte a lograr tus objetivos de relaciones con los demás, y a salvar el vacío entre las almas que existe en este mundo nuestro en el que todo está patas arriba. Te ruego que dejes de tirarme. ¡Puedo ayudarte!
—No, no puedes —le dije, deteniéndome con un aspaviento.
La noche era oscura, la calle sólo estaba iluminada por balbuceantes farolas amarillas en el exterior de los diversos bares, comedores y destartalados moteles de Ensenada, y me sentí repentinamente solo y nostálgico de mi hogar. Me encontraba en la parte errónea de la ciudad equivocada, y ni siquiera sabía por qué diantres estaba allí, si por la culpabilidad de alguna otra persona, por mi propia paranoia o sólo porque era el lugar al que solía escapar. Quizá fuera por las tres cosas, aunque eso, en realidad, no importaba. Tenía que encontrar a Laura Reynolds, que quizá ni siquiera estuviese aquí, antes de que me culparan por algo que no había hecho, pero que recordaba haber hecho. Traten de explicarle eso a un reloj.
—Apenas si has explorado mis funciones como organizador —repiqueteó el reloj, indiferente.
—Ya tengo un organizador.
—¡Pero yo soy mejor! Sólo tienes que decirme tus citas y te las recordaré con cualquiera de mis veinticinco encantadoras alarmas. ¡Nunca olvidarías un aniversario! ¡Nunca llegarías tarde a esa reunión importante! Nunca…
Esta vez, la patada le alcanzó de lleno y el reloj salió despedido limpiamente, con un grito que se fue desvaneciendo poco a poco, por encima de una hilera de tiendas que vendían filas idénticas de bustos de ET, hechos de trapo barato y plástico. Cuando había avanzado cincuenta metros calle abajo, el mariachi reanudó su interpretación tras de mí; la voz del hombre de negocios resonaba clara y potente por encima de todo, como la voz de un hombre que sabía quién era, dónde vivía y para qué iba a regresar a su hogar.
Había llegado a México a últimas horas de la noche anterior. Entonces fue al menos cuando me desperté en un coche que no conocía, aparcado junto a una carretela en mal estado, pero con el motor todavía en marcha. Apagué el motor y bajé cautelosamente, sintiéndome como si alguien me hubiera martilleado clavos muy fríos en la sien izquierda, formando un dibujo misterioso. Miré a mi alrededor, en la oscuridad, tratando de averiguar dónde estaba.
La respuesta pronto se hizo patente por sí misma, en forma de la geografía claramente definida que me rodeaba. Un escarpado farallón rocoso se levantaba por detrás del coche y la montaña desaparecía abruptamente al otro lado de la carretera; la única vegetación eran arbustos y grisáceos árboles nudosos que parecían empeñados en dejar bien clara la dura existencia que llevaban. El aire era cálido y olía a polvo y, al no haber ningún resplandor urbano, las estrellas eran brillantes en la negrura del cielo.
Me encontraba en la vieja carretera interior que desciende por Baja California desde Tijuana hasta Ensenada, retorciéndose entre el paisaje oscuro, a lo largo de las montañas. Hubo un tiempo en el que era la única carretera de esta parte, pero ahora no está iluminada, se encuentra en mal estado y nadie en su sano juicio la recorre.
Ahora que había salido del coche, pude reconocerlo como mío, y recordar débilmente que había subido a él en Los Ángeles, varias horas antes. Pero esa toma de conciencia aparecía y desaparecía de mi mente, como una señal emitida desde una emisora de televisión que no dispusiera de una fuente de energía fiable. Otros recuerdos la desplazaban a un lado, exigiendo su momento de gloria bajo la luz de los focos. Eran artificialmente nítidos e intensos, lo cual trataban de ocultar al mezclarse con mis propios recuerdos, pero no podían porque no eran míos y no disponían de verdaderos hogares a los que ir. Lo único que podían hacer era superponerse a lo que ya había allí, como una doble exposición que a veces aparece delante y otras veces simplemente hormiguea como una palabra que tienes en la punta de la lengua, sin acabar de salir.
Regresé al coche y registré la guantera, con la esperanza de encontrar algo más que pudiera reconocer como mío. Descubrí inmediatamente muchos paquetes de cigarrillos, incluido uno de ellos abierto, pero no eran de mi marca. Yo fumo Camel Lights. Siempre ha sido mi marca. Estos, en cambio, eran Kim. A pesar de todo, lo más probable es que yo mismo los hubiera comprado, porque el paquete abierto todavía tenía el papel de celofán alrededor de la mitad inferior. Tengo la costumbre de dejarlo así, lo que ha permitido a Deck, mi mejor amigo, divertirse muchas veces quitando el celofán y volviendo a introducir el paquete al revés mientras yo voy al lavabo. El recuerdo de esa broma hizo brotar en mi mente la imagen de uno de aquellos incidentes en los que tironeaba y farfullaba, forcejeando con un paquete, lo que me permitió recordar por un momento quién era yo.
Cerré los ojos con fuerza y, cuando los volví a abrir, me sentí un poco mejor.
El asiento del acompañante aparecía cubierto con arrugado papel de aluminio y una serie de frascos agrietados, no tardé mucho en imaginar por qué. Hacía mucho tiempo, en una vida pasada, había traficado con una droga llamada Fresh. El Fresh elimina el tedio procedente del hábito y la familiaridad y te lo presenta todo, cada vista, emoción y experiencia, como si estuviera sucediendo por primera vez. Eso lo hace, en parte, enmascarando los recuerdos, para impedirles que se apoderen de la nueva experiencia y la conviertan precisamente en la misma y vieja situación de siempre. Evidentemente, había intentado replicar este efecto mediante un cóctel de otros productos farmacéuticos recreativos y había terminado por perder el conocimiento en medio de aquella carretera de montaña a oscuras, en México y en plena noche.
Menuda forma de hacer las cosas.
Pero estaba claro que había funcionado porque, por el momento, estaba de regreso. Puse el coche en marcha y lo situé de nuevo en la carretera, después de haber hecho una rápida comprobación para estar seguro de que iba en la dirección correcta. Luego, le arranqué el filtro a un Kim, lo encendí y me dirigí hacia el sur.
A lo largo del camino sólo me encontré con otro coche, lo que estuvo bien, pues eso me permitió conducir por el centro de la carretera, alejándome todo lo posible de los precipicios que bordean la mitad de la ruta. Eso también me liberó la atención suficiente como para efectuar una especie de inventario interno, en lugar de dejarme arrastrar por el pánico. Faltaban de mí mente la mayor parte de las últimas seis horas, junto con una serie de palabras y hechos. Recordaba, por ejemplo, dónde vivía, en el décimo piso del Falkland, uno de los más animados bloques de apartamentos de Griffith, pero no recordaba el número de la habitación. Simplemente, no podía acceder a ese dato. Presumiblemente, lo recordaría en cuanto lo viera. Así lo esperaba al menos, porque allí guardaba todas mis cosas, incluido todo lo que tengo que ponerme.
Recordaba el nombre de Laura Reynolds y lo que me había hecho. Evidentemente, ella me había acompañado durante parte del trayecto hacia el sur, al menos espiritualmente: tuvo que haber sido ella la que compró los cigarrillos, aunque fuera yo el que abriera el paquete. No sabía realmente qué aspecto tendría ella, sino sólo cómo se veía a sí misma, y no tenía ni la menor idea de dónde podía estar. Probablemente, debía de tener alguna buena razón para dirigirme a Ensenada, o al menos algún tipo de razón, suponiendo, claro está, que hubiera sido yo quien tomara la decisión. En cualquier caso, ahora estaba aquí y me parecía que bien valía la pena continuar.
Avancé a buen ritmo y sólo tuve que detenerme en una ocasión, mientras un rebaño de cafeteras cruzaban la carretera, por delante de mí. Había leído en alguna parte que a menudo encontraban la forma de bajar a México. No comprendo por qué debía ser así pero el caso es que había un buen montón de ellas. Descendieron de la montaña en silencio, cruzaron la carretera formando un grupo protector y siguieron bajando por la otra vertiendo en una fila ordenada, buscando un hogar, o alimento, o quizá sólo unos pocos granos de café.
Llegué a Ensenada justo después de medianoche y dormí en el coche, en las afueras de la ciudad. Soñé con un sedán plateado y con hombres que llevaban luces por detrás de sus cabezas, pero el mensaje era confuso y frenético, y el temor bailoteaba a través de un paisaje interno bordeado de puertas que no se abrían.
Al despertar, una buena parte de mi cabeza volvía a estar en su lugar y lo recopilé todo para ponerme en contacto con Stratten, haciendo pasar la llamada a través de mi red informática pirata para que pareciese como si procediera de Los Ángeles. Le dije que tenía una fuerte migraña y que no podría trabajar durante un par de días. Me parece que no me creyó, pero tampoco me llamó para comprobarlo. Pasé el resto del día buscando infructuosamente entre los tenderetes de venta de tacos y hoteles destartalados, o conduciendo sin rumbo fijo por calles malolientes. Al caer la noche, todo me había conducido a una conclusión ineludible.
Ella no estaba aquí.
Desde el bar de Housson me dirigí directamente hacia la calle donde había dejado el coche. A últimas horas de la tarde, esta zona en concreto, situada por detrás de la más visitada por los turistas, me había parecido encantadoramente auténtica. A media noche, en cambio, me pareció más bien un vapuleado emporium del hágalo usted mismo. Grupos de tipos locales, de aspecto alarmante, me miraban fijamente al pasar, con los pies húmedos por los charcos de cerveza, orina o sangre, que rezumaban de cada uno de los bares, pero conseguí retroceder hasta el coche en una sola pieza. Estaba aparcado en un callejón sin salida, lejos de las miradas curiosas y sólo cuando saqué las llaves del bolsillo me di cuenta de las sombras que se movían en el otro lado de la calle. La luz era demasiado débil como para saber quién podía ser, pero de todos modos no quería encontrarme con ellos. Soy así. No muy sociable.
No tardé en distinguir a tres hombres, que se dirigían hacia donde yo estaba. No parecían tener prisa, aunque eso tampoco resultaba nada tranquilizador, sobre todo cuando el brillo de un botón brillante me confirmó lo que ya había sospechado. Policías, o el equivalente local, lo que era todavía peor. Quizá estuvieran por allí sólo para llenarse las carteras, desplumando a los bares; pero quizá habían detectado a un turista y querían desplumarme a mí.
También podía ser que sus colegas, apostados fuera del Housson, les hubieran informado de que alguien sospechoso había sido arrojado del bar por un reloj lunático, alguien cuyo nombre había sido claramente articulado. No había razón alguna para que aquel nombre significara nada para nadie, a menos que en Los Ángeles hubiera sucedido algo que yo no supiera. En cualquier caso, no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Abrí tranquilamente la puerta del coche y esperé de pie, escuchando el sonido de sus botas que se arrastraban sobre la desigual superficie asfaltada.
—Hola —saludé con voz firme—. ¿Qué puedo hacer por vosotros, muchachos?
No me contestaron, sino que se limitaron a mirarme de arriba abajo, como suelen hacer los de su ralea. El tercero permanecía un poco rezagado, y echó un vistazo a la matricula del coche.
—Es mío —le dije—. Tengo los documentos en la guantera. Demasiado tarde recordé lo que había ¡unto a los documentos y bajo un mapa. Un revólver. Era mío, tenía permiso y era legal, con número de serie y todos los datos en regla, pero no por ello dejaba de ser un fastidio que ellos lo descubrieran. La península de la Baja California no es un territorio de bandidos, pero da la impresión de que va camino de serlo. Veinte años atrás había parecido como si el dinero que huía de Hong Kong fuera a echar sus garras aquí, rodeado de respetabilidad, pero el dinero había seguido su camino y la parte oscura del país volvía a apoderarse de la zona, descendiendo desde las montañas y haciendo muy reservada a la gente, A los policías les importa mucho ser ellos los que apuntan con sus armas a los demás, y no al revés.
—¿Señor Thompson? —dijo el policía del medio.
—Sí —contesté, sujetando la portezuela con más fuerza. No servía de nada mentir. Cualquier parte de mi cuerpo lo tenía grabado allí, en aminoácidos—. ¿Cómo lo ha adivinado? ¿Acaso doy la impresión de ser un Thompson, o qué?
—Alguien parecido a usted tuvo un pequeño problema en el bar de Housson —dijo con algo que no fue en realidad una sonrisa moviéndose sobre sus labios—. Con un reloj.
—Bueno, ya sabe usted cómo son esas cosas —le dije, encogiéndome de hombros—. A veces le sacan a uno de quicio.
—Yo no podría permitirme nada igual —dijo el policía del medio—. El mío sigue funcionando con baterías.
—En ese caso, lo más probable es que funcione bien —le comenté, tratando de mantener una actitud de camaradería—. Y tampoco tiene que alimentarlo.
—¿Qué está haciendo en Ensenada? —preguntó abruptamente el segundo policía.
—De vacaciones —contesté—. Unos pocos días sin trabajo.
—¿Qué clase de trabajo?
—Trabajo en un bar.
Antes hubiera sido cierto. He hecho la mayoría de cosas en uno u otro momento de mi vida. Si querían ponerme a prueba sirviendo cerveza y entregando el cambio, serían bienvenidos.
Los tres asintieron, casi al unísono, con gestos leves, desinteresados. El hecho de que toda la situación se desarrollara tan afablemente debería haberme permitido relajarme. Pero no fue así. Eso no hizo sino ponerme más tenso aún. Nadie me había pedido dinero. Nadie me había pedido la documentación. Nadie registraba los escondrijos de mi coche en busca de drogas.
Entonces ¿qué demonios estaban haciendo? Después de todo, yo no había hecho nada. En realidad, no había hecho nada.
Entonces lo escuché. Muy débilmente al principio, pero era el sonido de un coche que se acercaba por otra calle. Claro que no había nada de excepcional en eso. Estoy familiarizado con el motor de combustión interna y el papel que juega en la sociedad contemporánea. Sin embargo, no pude evitar darme cuenta de que el policía del medio, el que parecía dirigir el grupo, echaba un vistazo hacia el extremo del bloque. Seguí la dirección de sus ojos.
Inicialmente, no hubo nada que ver, excepto parejas de turistas que pasaban por el cruce, cogidos de la mano, gritando con voces confusas por el alcohol mientras se señalaban unos a otros los regalos turísticos que veían en los escaparates de las tiendas. Por un momento, cruzó por mí mente el fugaz recuerdo de la primera vez que estuve en Ensenada, hacía ya muchos años. Recordé haberme dado cuenta de que cada brazalete y cada alfombra, cada imitación y viñeta del Día de los Muertos había sido grabado en una fábrica, y que aquí nadie vendía nada que fuera singular o genuino. Me había dado cuenta de eso y no me preocupó lo más mínimo. Me pasé los días dedicado a comer tacos de pescado, a dos por dólar, cargados con aderezos y chile, junto al mercado de pescado donde los pelícanos más infames del mundo se disputaban las sobras, entre una agitación de plumas amarronadas. Cruzaba la zona a últimas horas de la tarde, con música country en el estéreo del coche, niños indios en cada esquina, vendiendo chicles, subcontratados para mantener los hábitos de sus madres. Y noches de sombras y gritos distantes, manchas de luz sobre el agua y hogueras de leña en chalets desvencijados; brisas frescas sobre las rocas, junto al mar, y el calor de alguien que me amaba.
Por eso tenía la costumbre de regresar aquí. Para recordar aquellos tiempos y la persona que era yo cuando sucedía todo eso.
Pero el coche que se situó lentamente en posición no era un destartalado viejo Ford, y en él no había nadie que yo conociera. Era un coche patrulla y eso era precisamente lo que habían estado esperando los policías que me rodeaban. Era una trampa, bien porque supieran quién era yo o porque no tenían nada mejor que hacer y les venía en gana. En cualquier caso, había llegado el momento de largarse.
Apoyé las manos contra la portezuela del coche y lancé rápidamente los pies hacia delante, alcanzando a dos de ellos en el estómago, haciéndolos retroceder doloridos. El que quedaba bajó la mano hacia la pistolera, pero le propiné una patada en la mano, aplastándole la muñeca y haciendo que el arma saliera despedida para terminar cayendo sobre el asfalto. Había sido una noche estupenda para lanzar patadas. Afortunadamente, me mantenía en forma.
Los policías que ocupaban el coche situado en el extremo del callejón vieron lo que sucedía y el vehículo avanzó rápidamente por la calle, hacia mí. Introduje la llave en la puesta en marcha y empecé a mover mi propio coche antes de cerrar la puerta. Escuché los gritos de los policías, mientras hacía girar el coche en una curva cerrada, despidiendo suciedad con las ruedas, como una hilera de fuego de ametralladora; después me dirigí directamente contra el coche de policía.
Mantuve con firmeza la dirección del coche, hundiendo el acelerador a fondo, pero ya entonces sabía que sería yo el que terminaría por desviarme. No se juega al cobardica con la policía mexicana. Están preparados para ganar. Capté a los turistas que observaban la escena, mientras yo descendía por la calle, con las bocas abiertas, al darse cuenta de que había colorido local en perspectiva y de que, probablemente, el color terminaría por ser rojo.
Por delante, los rostros de los dos policías me miraban fijamente a través de su parabrisas, a medida que se acercaban más y más. El pasajero parecía un poco nervioso, pero una mirada al conductor me bastó para comprender lo que ya sabía. Sí en esta confrontación iba a haber alguien que se rajara, seguro que no iba a ser el.
En el último momento, di un volantazo a la derecha y me precipité por una calle lateral, evitando por muy poco estrellarme contra un escaparate. La gente se diseminó en todas direcciones mientras yo maldecía mi suerte y trataba de decidir qué hacer a continuación. Por detrás de mí escuché el rechinar de ruedas cuando los policías efectuaron un inexacto giro en forma de U, arañando a unos pocos coches aparcados. Confiaba en que todo el mundo tuviera en regla los papeles del seguro. Es un falso ahorro no tenerlo, y a unos cincuenta metros de la frontera hay un lugar donde casi puede creer uno que aquello que se le vende vale lo que se paga. He olvidad» el nombre, pero pueden comprobarlo.
No me quedaban muchas más opciones, ya que sólo se puede salir de Ensenada subiendo o bajando por la costa. Pensé que sería mejor subir, aunque debía tratar de convencer a los policías de que me dirigía en la otra dirección. Efectué una serie de giros bruscos hacia el extremo sur de la ciudad, saltándome los semáforos, gritando por encima del ruido del tráfico a ciento diez por hora y, en general, demostrando muy poca preocupación por los aspectos más razonables de la seguridad vial. Un par de coches terminaron girados sobre la calzada, con sus conductores gritándome antes de que pudieran detenerse. Comprendí que tenían toda la razón, pero tampoco me detuve para discutirlo con ellos.
Después de unos pocos minutos frenéticos no vi por el espejo retrovisor a nadie que me siguiera, así que giré bruscamente a la izquierda y aminoré la velocidad, aparcando finalmente entre un bar de deteriorados camiones, junto a la acera. Avancé lo bastante como para poder visualizar el cruce, y apagué el motor. Esperé con el corazón latiéndome con fuerza.
Funcionó. La gente no espera que a uno se le ocurra aparcar en plena persecución. Suele imaginar que uno seguirá conduciendo. Pocos segundos más tarde, vi el coche de la policía que pasaba a toda velocidad por el cruce, pero yo me quedé quieto un rato más, limpiándome en los vaqueros el sudor de las palmas de las manos.
Luego salí tranquilamente del lugar donde había aparcado, giré en redondo y me alejé calle arriba.
De regreso hacia la frontera, traté de llamar a un amigo mío por la red, un tipo llamado Quat, pero no obtuve respuesta. Le dejé un mensaje para que se pusiera en contacto conmigo tan pronto como le fuera posible y luego me concentré en conducir sin meterme en el mar. Para entonces ya me sentía bastante tranquilo, convencido de que los policías mexicanos sólo habían salido de pesca, en busca de algún estadounidense que les llamara la atención, para sacarle unas pocas monedas.
En las afueras de Tijuana me detuve a poner gasolina en una desvencijada gasolinera, junto a la carretera. Podría haber esperado hasta llegar al otro lado de la frontera, pero aquella gasolinera me causó la impresión de necesitar un poco de negocio. Mientras el tipo me llenaba regocijado el depósito aproveché la oportunidad para echar a la basura los restantes paquetes de Kim y conseguir verdaderos cigarrillos, a precios de contrabando.
También preferí utilizar los lavabos, lo que fue una decisión de dudoso valor. La gasolinera afirmaba hallarse bajo una nueva dirección, pero era evidente que los lavabos aún permanecían bajo la dirección antigua, o más probablemente se hallaban bajo una organización anterior al concepto mismo de dirección. Posiblemente sería la Inquisición española. El olor era de los que le echan a uno para atrás, por decir lo mínimo. Los dos urinarios habían sido aplastados y uno de los retretes parecía estar donde acudían los caballos cuando necesitaban vaciar sus traseros. De ser así, alguien necesitaba hacerles comprender la utilidad del papel higiénico y explicarles dónde debían sentarse exactamente.
El otro retrete apenas si era soportable, así que me encerré en él y me dediqué a pensar en lo que tenía que hacer. MÍ mente estaba ocupada en otras cosas, como qué diablos iba a hacer cuando regresara a casa, cuando escuché que alguien llamaba a la puerta.
—Salgo en un momento —le dije, subiéndome la cremallera.
Quizá al tipo le preocupaba que no le fuera a pagar.
No hubo respuesta. Trataba de recordar cómo se decía esa frase en mi mal español cuando, de repente, me di cuenta de que no podía tratarse del mozo de la gasolinera, puesto que se había quedado con las llaves de mí coche. No podía ir a ninguna parte sin ellas.
El golpe en la puerta sonó de nuevo, está vez más fuerte.
Miré rápidamente a mi alrededor, pero no había forma de salir del cubículo excepto, naturalmente, por la puerta. Nunca hay escapatoria.
Créalo, si alguna vez huye de alguien, un retrete no es el mejor lugar del mundo donde ocultarse. Están diseñados con muy poca flexibilidad funcional.
—¿Quién es? —pregunté.
Pero no hubo respuesta.
Llevaba conmigo el revólver, pero eso tampoco era una respuesta adecuada. Me gustaría pensar que he crecido, pero más bien podría suceder que me he hecho más temeroso. Nunca me destaqué por el uso de las armas de fuego, y la clase de situaciones en las que uno puede ver su cabeza aplastada contra las paredes tienen menos atractivo del que solían tener. El revólver no es más que un recuerdo de otros tiempos y no lo he disparado enojado desde hace por lo menos cuatro años. Lo he disparado por aburrimiento, como atestiguaría mi viejo reproductor de CD, pero eso no es suficiente. Para disparar bien hay que mantener en vigor una cierta medida de violencia sin sentido, ya que de otro modo se te olvida hasta apuntar.
Mostrar la mayor de las amabilidades sería la única actitud sensata a tomar.
Así que extraje el arma, abrí la puerta de golpe y lancé un grito ordenando a quien estuviera allí que se echara al suelo.
Los lavabos estaban vacíos. Sólo paredes sucias y el sonido de tres grifos goteando al unísono.
Parpadeé y giré la cabeza a ambos lados. Seguía sin ver a nadie. Los ojos me escocían y picaban.
—Hola, Hap —dijo entonces una voz, desde más bajo de donde hubiera esperado.
Ladeé lentamente la cabeza hacia el lugar de donde provenía la voz, al tiempo que el revólver seguía esa misma dirección.
El reloj despertador me saludó. Parecía cansado y estaba salpicado de barro.
Creía haberlo perdido.
—Está bien, jodido —le grité histéricamente—. Ya está bien. Ahora sí que voy a volarte por los aires, en pedazos.
—Hap, no querrás hacer eso.
—Sí, sí quiero hacerlo.
El reloj retrocedió rápidamente hacia la puerta.
—No, no quieres. Realmente, no quieres hacerlo.
—Dame una buena razón para no hacerlo —le grité metiendo una bala en la recámara, convencido de que nada que se le ocurriera a la máquina sería suficiente.
Para entonces ya habíamos salido de los lavabos y me di cuenta de la presencia del tipo de la gasolinera, que estaba de pie junto al coche, mirándonos con la boca abierta, con una sonrisa gélida en la cara. Quizá no fuera justo echarle la culpa de la situación a un reloj, pero no me importó. Era la única víctima potencial que había por allí, aparte de yo mismo, y yo era más grande. También me estaba consumiendo a lo grande. Notaba las sienes como si estuvieran llenas de hielo y un fragmento de mi visión del ojo derecho se estaba volviendo gris.
El reloj sabía que se le acababa el tiempo, así que habló muy rápidamente.
—Trataba de decirte algo en ese lugar tan oloroso. Algo realmente importante.
Apunté directamente a su indicador AM/PM,
—¿Como por ejemplo… qué? ¿Que tengo reserva en la peluquería a las cuatro?
—Que soy bueno en algunas cosas. Como por ejemplo para encontrar a gente. Te he encontrado a ti, ¿no es así?
Con el dedo sobre el gatillo, a un simple gesto de enviar al reloj al mundo del olvido, vacilé un instante.
—¿De veras? ¿Qué estás diciendo?
—Que sé dónde está ella.
2
Supongo que caí en ello de la misma forma que la mayoría de la gente: por accidente.
Sucedió hace año y medio. Yo pasaba la noche en Jacksonville, sobre todo porque no tenía ningún otro sitio donde pasar la noche. En aquella época parecía que cuando no lograba encontrar una carretera que me llevara a ningún sitio nuevo, terminaba en esa ciudad, como un yo-yo que rebotara hacia la mano que lo había arrojado. Tenía la intención de abandonar Florida al día siguiente y después de bajarme del coche que me había llevado, me dirigí hacia las manzanas situadas alrededor de la estación de autobuses, donde todo cuesta menos. Habían transcurrido ya dos semanas desde la última vez que había trabajado, en un bar cerca de Cresota Beach, donde había crecido. No les gustaba mí forma de hablarles a los clientes. A mí no me importaba la actitud que adoptaran con respecto al sueldo y las condiciones de trabajo. Por lo tanto, había sido una relación muy breve.
Deambulé por las calles hasta que encontré un lugar que ostentaba el inspirador y lírico nombre de «Habitaciones de Pete». El tipo que estaba tras el mostrador llevaba una de las peores camisetas que he visto jamás, como el cuadro de un accidente de tráfico hecho por alguien que no tuviera talento pero sí mucha pintura que utilizar. No le pregunté sí era Pete, aunque me pareció una suposición bastante acertada. Al menos, se parecía a Pete. El precio eran quince dólares la noche, con acceso a la red en cada habitación. Muy razonable, a pesar de lo cual la camiseta, por poco atractiva que fuese, parecía haber sido hecha así a propósito. Quizá debería haber pensado en ello, pero ya era tarde y no podía andarme ahora con estupideces.
Mi habitación estaba en el cuarto piso, era pequeña y el aire olía como si hubiera permanecido estancado allí desde que llegué al mundo. Saqué algo de beber de la bolsa y arrastré la única silla medio desbaratada hasta la ventana. En el exterior había una escalera de incendios que probablemente tendrían miedo de utilizar hasta las ratas, y por debajo sólo luces amarillentas y ruido.
Me incliné hacia la noche húmeda y me quedé observando a la gente que subía y bajaba por la calle. Puedes verlos en toda gran ciudad, como perros sarnosos que husmean una pista que su instinto les dice que debe empezar por aquí, en alguna parte. Algunas personas creen en Dios o en los ovnis; otras están convencidas de que a la vuelta de la esquina se encuentra el primer paso por un camino que conduce hacia el dinero, las drogas o el Santo Grial para el que cada uno haya sido programado. Les deseaba el bien, pero no con mucha esperanza o entusiasmo, esa es la verdad. Para entonces ya había probado la mayoría de métodos para «¡Gane mucho rápidamente!», y no me habían llevado a ninguna parte. Los caminos que empiezan a la vuelta de la esquina tienen tendencia a llevarte de vuelta precisamente al mismo punto en el que empezaste.
A pesar de haberme criado en Florida, me había pasado la mayor parte de la década anterior en la costa Oeste, y ahora la echaba de menos. Por el momento, no podía regresar, lo que me dejaba sin ningún sitio concreto al que ir. Tenía la impresión de que todo se había detenido, como si se necesitara algo realmente colosal para que mi vida empezara a funcionar de nuevo. Quizá la reencarnación. Eso era algo que ya había sentido con anterioridad, aunque no de un modo tan brutal. Era la clase de situación capaz de aplastarle a uno.
Así que me tumbé en la cama y me puse a dormir.
Me desperté a primeras horas de la mañana siguiente, sintiéndome extraño. Espacioso, con el estómago vacío, y como sí alguien me hubiera colocado pequeñas bolas de papel arrugado dentro de los ojos. Mi reloj me indicó que eran las siete de la mañana, lo que no tenía sentido para mí. La única vez que había visto esa hora en el reloj era cuando permanecía despierto toda la noche.
Entonces me di cuenta de que se había disparado una alarma y observé que en la consola situada junto a la cama parpadeaba un aviso que decía: «Mensaje». Apreté los ojos con fuerza y miré de nuevo. La palabra seguía siendo «Mensaje». Apreté el botón de recepción. La pantalla se quedó en blanco por un momento y luego mostró un texto.
«Anoche podría haber ganado usted 367,77 dólares —decía—. Para más detalles, acuda hoy al 135 de Highwater. Cite la referencia PR/43.»
Luego escupió un mapa. Lo estudié, con los ojos entrecerrados.
Después de todo, 367,77 dólares suponen muchas noches de trabajo en un bar.
Me cambié de camisa y salí del hotel.
Para cuando llegué a Highwater, ya había empezado a perder interés. Sentía la cabeza mareada y seca, como si me hubiera pasado la noche haciendo cuentas en sueños. Una gran parte de mí sólo deseaba desayunar en alguna parte y sentarme en un autobús, para contemplar cómo el sol relucía sobre el panel de una ventanilla hasta que me encontrara en alguna otra parte.
Pero no lo hice así. Una vez que empiezo algo, mantengo un cierto impulso de arrastre. Seguí las calles indicadas en el mapa, sorprendido de encontrarme cada vez más cerca del barrio comercial. Generalmente, la clase de gente que se comunica con los ordenadores de los hoteles baratos es la que trabaja desde oficinas virtuales, pero Highwater era una calle moderna, con altos edificios a cada lado. El 135 era una montaña de planchas de cristal negro, con una puerta giratoria a la entrada. A diferencia de muchos otros edificios por los que había pasado, no tenía videopantallas exteriores que mostraran con cansina meticulosidad las virtudes y los éxitos de la gente que pasaba por delante. Yo estaba simplemente allí, sin haber renunciado a nada. Así que entré, aunque sólo fuera para encontrar un poco de sombra.
El vestíbulo era igualmente poco comunicativo y estaba decorado igualmente de negro. Era como si hubieran adquirido mucho material de ese mismo color y lo hubiesen utilizado con avidez por todas partes. Cruce el suelo de mármol y me acerqué a un mostrador situado al final, taconeando en el frío silencio. Allí había una mujer envuelta en una luz amarilla, que me miraba con una ceja enarcada.
—¿En qué puedo ayudarle? —me preguntó, con un tono que parecía dejar bien a las claras que dudaba de poderme ayudar mucho.
—Me dijeron que acudiera aquí y citara una referencia.
Hablo mejor de lo que sugeriría mí aspecto. El rostro de la mujer no es que se iluminara ni nada de eso, pero apretó un botón del teclado y volvió la mirada hacía la pantalla.
—¿Y qué referencia es? —Se la dije y ella revisó por un momento una lista—. Muy bien —dijo—. Le explicaré cómo son las cosas. Tiene dos opciones. La primera es que le entrego 171,39 dólares y se puede marchar sin haber contraído ninguna obligación. La segunda es que tome el ascensor de la derecha y suba el piso 34, donde se entrevistará con el señor Stratten.
—¿Y cómo llega exactamente a esa cifra de 171,39 dólares?
—Son sus ganancias potenciales, menos veinticinco dólares de inscripción, dividido por dos y redondeado al centavo más próximo.
—¿Cómo es que sólo recibo la mitad del dinero?
—Porque no tiene usted contrato. Suba y entrevístese con el señor Stratten. Quizá eso pueda cambiar.
—¿Y en ese caso recibiré los 367 dólares?
—Parece usted bastante despierto, ¿verdad? —replicó ella con un guiño.
El ascensor era muy agradable. Espejos sombreados, luces amortiguadas, silencioso y placentero. Aquello olía a dinero, a mucho dinero. No ocurrió gran cosa durante la ascensión.
Cuando se abrieron las puertas me encontré frente a un pasillo. Un gran cartel cromado en la pared decía: «REMtemps», con un tipo de letra adecuado para destruir el alma. Por debajo decía: «Realice su fantasía con un buen sueño al día». Seguí el camino indicado el cartel y terminé ante otro mostrador de recepción. La joven que lo atendía mostraba una tarjeta que indicaba que se llamaba Sabrina, y llevaba el pelo peinado de una forma harto compleja y diferente, indudablemente, el resultado de varias horas de atenciones por parte de algún necio estilista.
Creía que la mujer de abajo había sido un modelo de paternalismo, pero comparada con Sabrina era la servidumbre personificada. La actitud adoptada por Sabrina sugería que yo era como una especie de sabandija inferior, más baja que un roedor, para ser exactos, quizá a la par con una rata de cloaca particularmente repugnante, y después de haber permanecido apenas treinta segundos con ella tuve la sensación de que las bacterias de mi estómago empezaban a roer mi interior. Me indicó que me sentara, pero no lo hice, en parte por fastidiarla, pero sobre todo porque detesto sentarme en las salas de espera. Había leído en alguna parte que eso lo sitúa a uno en una posición subordinada justo desde el principio. Soy magnífico en el empleo de tácticas de precontratacíón; la pena es que todo eso se hace añicos después.
—Buenos días, señor Thompson. Soy Stratten.
Me volví para mirar al hombre que estaba detrás de mí, con la mano extendida. Tenía un rostro de aspecto fuerte, con cabello negro que empezaba a encanecer por las sienes. Igual que cualquier otro tipo alto, de edad mediana, con un traje sobrio, pero más acicalado, como si fuera la primera copia estándar de un humano, en lugar de las versiones beta con las que uno se encuentra normalmente. Su mano era firme y seca, lo mismo que su sonrisa.
Fui introducido en una pequeña habitación situada junto al pasillo principal. Stratten se sentó tras una mesa y yo me instalé en la única silla disponible.
—¿Cuál es entonces la oferta? —pregunté, procurando parecer relajado.
El tipo sentado frente a mí tenía algo que me ponía los nervios de punta. No lograba situar su acento. Probablemente era de alguna parte de ¡a costa Este, pero aplanado, estandarizado deliberadamente, como el de un actor que tratara de encubrir su pasado.
El hombre se inclinó hacia delante y giró la pantalla del ordenador que tenía sobre la mesa, volviéndola hacia mí.
—Vea si reconoce algo —me dijo y apretó una tecla.
La pantalla parpadeó por un momento y apareció una dirección email:« PR/43@18/5/2016».
La pantalla quedó en blanco y luego se encendió de nuevo para mostrar un pasillo. La cámara, si es que se trataba de eso, avanzó un poco a lo largo del pasillo. Unas paredes verdes se difuminaban en la distancia. A la izquierda había otro pasillo. La cámara se giró y mostró que era exactamente el mismo. Avanzando ahora con un poco más de rapidez, recorrió ese camino durante un trecho, antes de girar de nuevo por otro pasillo idéntico. Por lo visto, allí no había precisamente escasez de pasillos, o de pocos giros que hacer. Ocasionales desconchaduras en la pintura de las paredes aliviaban el monótono color oliváceo, pero aparte de eso, el trayecto continuaba, interminable.
Después de cinco minutos levanté la mirada y vi que Stratten me observaba. Sacudí la cabeza. Stratten tomó una nota en un bloc de papel y luego tecleó algo rápidamente en el teclado del ordenador.
—No es muy característico —dijo—, y no creo que el donante sea muy imaginativo. Se ha perdido mucho al tratar de captar lo visual. Pruebe con esto.
La imagen de la pantalla cambió y mostró un par de manos que sostenían una pieza de agua. Sé que el término «pieza de agua» no tiene mucho sentido, pero eso fue lo que me pareció. Las manos sostenían nerviosamente el líquido y por los altavoces del ordenador brotó una serena voz masculina. «Oh, no lo sé —dijo con un tono de duda—. ¿Unos cinco? ¿Quizá seis y medio?»
Las manos dejaron el agua en una estantería y tomaron otro trozo. Este agua era un poco más pequeña. La voz efectuó una pausa antes de volver a decir, con seguridad: «Definitivamente es un dos. Dos y un tercio como máximo».
Las manos dejaron esta segunda pieza sobre la primera. Los dos trozos de agua no se mezclaron, sino que siguieron siendo distintos. Una mano desapareció de la vista y se escuchó entonces un sonido diferente, un suave arañazo metálico. Fue entonces cuando experimenté mi primera contracción nerviosa.
Stratten se dio cuenta.
—¿Se va calentando?
—Quizá —le dije, inclinándome para echar un vistazo más atento al ordenador.
El ángulo de visión se había desplazado ligeramente para mostrar un destartalado archivador. Uno de los cajones estaba abierto, y las manos recogían cuidadosamente trozos de agua que, según me di cuenta ahora, estaban diseminados por todas partes en montones de diferentes tamaños, para dejarlos uno tras otro en diferentes carpetas. De vez en cuando, la voz juraba algo por lo bajo, sacaba una de las piezas de agua y la devolvía al montón, no necesariamente al mismo montón del que la había tomado. Las manos empezaron a moverse con más y más rapidez, introduciendo y sacando agua y, mientras tanto, no dejaba de escucharse el bajo ruido de fondo de la voz que recitaba diferentes números.
Miré fijamente la pantalla, perdida la conciencia del despacho en el que me encontraba, absorto. Olvidé incluso que Stratten estaba allí y finalmente fue sobre todo conmigo mismo con quien hablé.
—Cada uno de los trozos de agua tiene un valor diferente que no se basa en el tamaño. En alguna parte entre uno y veintisiete. Cada cajón del archivador tiene que llenarse con el mismo valor de agua, pero nadie le dijo cómo calcular cuánto vale cada trozo.
La pantalla se quedó en blanco y al volver la cabeza para mirar a Stratten, éste me estaba sonriendo.
—Usted recuerda —dijo.
—Era el sueño que tuve justo antes de despertarme. ¿Qué demonios está pasando aquí?
—Anoche nos tomamos una pequeña libertad —dijo—. El propietario del hotel donde usted se alojó tiene un acuerdo con nosotros. Subvencionamos el coste de sus habitaciones y le proporcionamos los ordenadores.
—¿Por qué?
Sin pensarlo, introduje la mano en el bolsillo y extraje un cigarrillo. En lugar de gritarme o sacar un revólver, Stratten se limitó a abrir un cajón y me entregó un cenicero.
—Siempre andamos a la búsqueda de personas nuevas, personas que necesiten dinero y que no sean muy remilgadas en cuanto a cómo conseguirlo. Esta es la mejor forma que hemos descubierto para localizarlas.
—Estupendo. Así que me han encontrado. ¿Y ahora qué?
—Quiero ofrecerle un puesto de trabajo en «REMtemps».
—Va a tener que explicarse mejor.
Así lo hizo, y con todo lujo de detalles. Lo que sigue es lo esencial:
Unos pocos años antes, alguien había descubierto una forma de extraer los sueños de las cabezas de la gente en tiempo real. Un artilugio colocado cerca de la cabeza de un cliente suficientemente bien dotado económicamente podía vigilar la aparición de campos electromagnéticos de tipos concretos y alejar de la mente inconsciente del soñador los estados mentales de los que no eran más que una simple función, desviándolos hacia el instrumento de borrado. El gobierno no se mostraba entusiasmado con la idea, pero los inventores habían contratado a un abogado especializado en ley cuántica y ya nadie estaba realmente seguro de saber cuál era la situación legal. Lo máximo que podían llegar a decir era: «Depende».
Mientras tanto, había surgido una industria encubierta.
El comercio más evidente era el tratamiento de las pesadillas, pero éstas no se producen con mucha frecuencia y los clientes vacilaban a la hora de comprar sistemas que sólo necesitaban una vez cada par de meses. Sólo se mostraban dispuestos a pagar por cada sueño. Sin embargo, quienes habían desarrollado la tecnología deseaban obtener mayores ganancias por su inversión. Además, las pesadillas tampoco suelen ser tan malas y, sí lo son, acostumbran a transmitir información que uno puede aprovechar si se conoce. Si uno se siente mortalmente asustado por algo, suele haber una buena razón que lo explica.
Así que, gradualmente, el mercado se fue desplazando hacía los sueños de ansiedad, una especie de pesadillas pero no tan terroríficas. Es la clase de sueños que se tienen cuando uno está estresado, cansado o asustado por algo. A menudo, se componen de tareas diminutas y complejas por las que el soñador tiene que pasar interminablemente, sin llegar a comprender realmente lo que está haciendo y teniendo que empezar de nuevo, continuamente. Entonces, cuando por fin empieza uno a comprender de qué se trata, el soñador se desliza hacia otra cosa y el ciclo se inicia de nuevo desde el principio. Esta clase de sueños suelen empezar justo después de quedarse dormido, en cuyo caso te joden durante toda la noche, o bien en el par de horas inmediatamente anterior a despertarte. En cualquier caso, uno se despierta con la sensación de estar cansado y agotado, sin ganas de iniciar una jornada de trabajo cuando tienes toda la impresión de que acabas de terminarla.
Los sueños de ansiedad son mucho más frecuentes que las pesadillas y tienden a afectar precisamente a la clase de ejecutivos de tipo medio y alto que constituyen el principal mercado potencial para la eliminación de sueños. Así pues, los propietarios de la tecnología cambiaron de onda, hicieron imprimir una nueva tirada de folletos e empezaron a ganar dinero en serio.
Pero había un problema.
Resultaba que los sueños no podían eliminarse así de fácil. No funcionaban de ese modo. A lo largo de sus dieciocho meses de existencia, la empresa había empezado a recibir más y más quejas, hasta que al final descubrieron qué estaba sucediendo.
Cuando se borra un sueño, lo único que se destruye es la imaginería, los elementos visuales que pueden haberse representado sobre el ojo interno del soñador. Pero se mantiene la sustancia del sueño, una cualidad intangible que parecía imposible de aislar. Cuantos más sueños se le eliminaban a un cliente, tanto más sustancia se dejaba atrás: invisible, indestructible, pero que tiene un cierto peso. Esa sustancia permanece en el espacio de donde se ha borrado el sueño y después de unas treinta sesiones de eliminación se llega a un punto en que ese espacio resulta inhabitable. Es como entrar en una tormenta de impulsos subconscientes en competencia: algo absolutamente silencioso, pero imposible de soportar. Al cabo de unas pocas semanas, los sueños parecen combinarse aún más, lo que hace que el aire sea tan irrespirable que imposibilita incluso entrar en ese espacio.
Desgraciadamente, la clase de cliente con capacidad económica para permitirse una eliminación de sueños era exactamente del tipo proclive a la presentación de denuncias. Después de que la empresa hubiera tenido que soportar unos pocos acuerdos por grandes cantidades, alcanzados al margen de los tribunales, a causa de dormitorios que eran ahora intransitables, se tomó la decisión de descubrir una forma de evitar el problema. Trataron de desviar los sueños hacia bancos de datos de almacenamiento, en lugar de limitarse a borrarlos. Eso tampoco funcionó. Algunos de los sueños seguían rezumando fuera de los discos duros, independientemente de la estanqueidad de los envoltorios.
Finalmente, se les ocurrió una idea. Los sueños no estaban siendo utilizados. Quizá si lo fueran…
Lo probaron. La máquina transmisora de un cuente fue conectada a un receptor colocado cerca de la cama de un voluntario, y de la mente de uno se consiguió desviar dos sueños de ansiedad a la mente del otro. El cliente despertó perfectamente descansado y lleno de ímpetu, preparado para otro duro día de trabajo en las minas del dinero. El voluntario pasó una mala noche llena de sueños que no podía recordar del todo, pero se le pagó generosamente por sus problemas.
Ningún residuo quedó en el espacio. El sueño había desaparecido. El dinero empezó a fluir de nuevo.
—¿Y eso fue lo que me hizo anoche? —pregunté, un tanto fastidiado por el hecho de que hubiera invadido mi mente.
Stratten levantó las manos, con un gesto apaciguador.
—Confíe en mí. Se alegrará de que lo hiciéramos. La gente tiene diversa capacidad para utilizar los sueños de otras personas. La mayoría pueden arreglárselas con dos sueños por noche sin grandes dificultades, tres como mucho. Terminan por sentirse agotados y se arrastran durante el resto del día. Habitualmente, sólo trabajan en noches alternas, pero siguen ganando ochocientos o novecientos dólares a la semana. Usted, en cambio, es diferente.
—¿En qué?
Sabía que esto era probablemente un golpe de suerte, pero no me importaba. No aparecen con tanta frecuencia.
—Anoche aceptó usted cuatro sueños sin que apareciera el menor rastro de sudor. Los dos que acaba de ver y otros dos…, uno de los cuales fue tan aburrido que ni siquiera soporto el contemplar las imágenes. Probablemente, ha tenido usted otro par de sueños por su propia cuenta. Podría ganar mucho dinero.
—¿Cuánto es mucho?
—Pagamos según la duración del sueño, con pagos adicionales si son especialmente complejos o tediosos. Anoche borró usted sueños por valor de trescientos dólares, y eso sin contar la prima por el más aburrido. Podría usted ganar entre dos mil y tres mil dólares, dependiendo de la frecuencia con la que trabajara… A la semana, claro. —Y cerró su discurso, añadiendo—: Y pagamos al contado. La eliminación de sueños sigue siendo una actividad inestable por lo que se refiere a la legalidad y nos parece más conveniente encubrir la naturaleza de nuestro negocio ante algunas autoridades.
Sonrió, y yo le devolví la sonrisa.
Tres mil dólares suponen muchísimas noches de trabajo en un bar.
Para mí, no fue una decisión nada difícil.
Firmé un contrato en el que me comprometía a no revelar nada. Se me entregó un receptor y se me explicó su funcionamiento. Básicamente, podía irme a cualquier parte de Estados Unidos, sin salir del continente, siempre que mantuviera la máquina a menos de dos metros de mí cabeza mientras estuviera dormido. No tenía por qué acostarme a ninguna hora concreta porque los sueños que se me reservaran irían a parar justo a la memoria. En cuanto el instrumento captara que había entrado en la fase REM del sueño, empezaría a introducir en mi cabeza lo que hubiera guardado en su reserva. Por la mañana, al levantarme, mi trabajo nocturno estaría allí, en la pantalla, como una lista de mensajes de e-mail que me indicarían cuánto tiempo habían durado los sueños, cuándo habían empezado y terminado y si se habían calificado para el pago de bonificaciones o sólo se trataba de trabajo habitual.
Al final de la lista encontraría la buena noticia. Una cifra en dólares. Descubrí que era capaz de aceptar seis o siete sueños por noche sin grandes dificultades. Algunos días me sentía aturdido y me resultaba difícil concentrarme en nada que fuera más complejo que fumar, pero cuando me sucedía eso, me tomaba libre la noche siguiente.
Después de seis meses de actividad, fui convocado a las oficinas de «REMtemps» y se me preguntó si estaba dispuesto a presentarme voluntario para una proporción más elevada de sueños con bonificaciones, a lo que contesté: «Demonios, claro que sí», de modo que mis ganancias experimentaron un nuevo salto espectacular. Conocí entonces en la red a un pirata informático llamado Quat y lo contraté para que me preparara un programa que hiciera circular mis ganancias por una serie de cuentas virtuales: de vez en cuando, !a inspección de Hacienda o alguna rata descubría y cerraba una de las cuentas, pero cuando sucedía eso me limitaba a soportar la pérdida y seguía manteniendo el resto del dinero en movimiento. También le pagué a Quat bastante dinero para eliminar un incidente concreto de los ficheros del departamento de Policía de los Ángeles, lo que significaba que ya podía regresar a California.
Llevaba una buena vida. Viajaba de un lugar a otro, esta vez como una persona con dinero, en lugar de alguien que trataba de ganarse un pavo. Al cabo de un tiempo pareció hasta natural llevar mejores prendas de ropa, buscar los hoteles de mejor categoría. Me acostumbré a esas otras cosas que proporciona el dinero, como un mínimo de respeto y compañeras de cama que por la mañana no te presentan una factura. Con las pocas personas que me importaban en la vida me mantenía en contacto por teléfono, por la red y mediante ocasionales visitas; y si era necesario recorrer grandes distancias, tomaba un avión, en lugar del autobús. Me dejé caer un par de veces por Deck, en Los Ángeles, y la ciudad empezó a perder para mí su ambiente lóbrego, hasta que comencé a pensar en regresar de nuevo allí e instalarme.
Ocasionalmente, experimentaba bajones, aburrimiento, el agotamiento que se produce después de toda una noche de bonificaciones y la llanura emocional de estar siempre en movimiento, de no tener nunca una relación que durase más de unos pocos días. Había períodos en los que me sentía un poco extraño y empecé a darme cuenta de que eso se debía a que había pasado tantas noches con los sueños de otros que ni siquiera había tenido tiempo para mis propios sueños. Cuando me sucedía eso, paraba el reloj, me recuperaba y hacía un poco de gimnasia subconsciente. Al cabo de unos pocos días, volvía a encontrarme bien y podía seguir trabajando.
Había encontrado un poco de acción que era segura, en la que yo era bueno, y por la que me pagaban muy bien.
Eso debería de haber sido suficiente.
Entonces, hace cinco meses, recibí una llamada de Stratten. Fue a una hora muy temprana de la mañana y yo estaba aplastado en una cama de gran tamaño, en el piso superior de un hotel de Nueva Orleans, rodeado por los restos de una dura noche de placer. Para entonces ya me había instalado a vivir de modo más o menos permanente en Los Ángeles, y tenía un apartamento en Gríffith que consideraba por fin como mi hogar. Se suponía, sin embargo, que no debía quedarme en un lugar fijo, de modo que efectuaba suficientes viajes fuera de la ciudad como para convencer a los de «REMtemps» de que seguía manteniéndome en movimiento.
No podía recordar el nombre de la mujer acostada a mi lado, pero fue muy rápida a la hora de contestar el teléfono. Para cuando yo me di cuenta de que estaba sonando, ella ya lo había descolgado y lo tenía junto a la oreja. Al entregármelo, me senté en la cama, con la cabeza nebulosa y llena de tareas y contusiones medio recordadas. Contuve el impulso de mirar el receptor de sueños, para comprobar cuánto había ganado. A juzgar por cómo me sentía, sabía que la suma debía de ser considerable.
—Señor Thompson —dijo la voz e instantáneamente me desperté un poco más—. ¿Quién ha contestado al teléfono?
—No lo sé —contesté estúpidamente—, ¿Por qué lo pregunta? ¿Cuál es la diferencia?
—Supongo que será una mujer a la que habrá conocido hace poco, ¿verdad?
—Sí —contesté, mirando a la mujer, que estaba de píe en el otro extremo del dormitorio.
Candy, creo que se llamaba, aunque quizá lo hubiera pronunciado con una «i». Al final, claro. Parecía agradable, y tuve la sensación de que yo le gustaba. Me preguntaba sí acaso estaría interesada en liarse conmigo durante un tiempo. Quizá toda una semana, hasta que regresara a Los Ángeles. En ese momento preparaba café, totalmente desnuda, y yo sólo confiaba en que Stratten dejara de hablar pronto.
—La conoció anoche, ¿verdad? —me preguntó. Admití que así era—. Y ella está en su habitación del hotel. Pero contestó el teléfono después de que sonara una sola vez.
Tomé un sorbo de la botella de cerveza que había junto a la cama.
—¿Y qué?
—Piense en ello.
Observé a Candy, mientras agitaba la cantidad exacta de azúcar en mí café. Comprendí lo que Stratten quería decir.
—No diga tonterías —exclamé.
Candy me dirigió un guiño y se metió en el cuarto de baño.
—Líbrese de ella y venga al despacho —dijo Stratten—. Tengo una propuesta que hacerle.
Cortó la comunicación.
Me levanté de la cama y guardé en la bolsa el receptor de sueños. El lector decía que había ganado más de mil dólares. Me vestí y cuando Candy salió del cuarto de baño, encendida, fresca y preparada para jugar, le dije que tenía que salir un momento. Se lo tomó mal, luego bien y finalmente mal de nuevo. Trató de utilizar toda clase de trucos para que me quedara. Al comprender que eso no funcionaría, dijo que se quedaría en la habitación para esperarme. Durante el tiempo que hiciera falta.
Digan si quieren que tengo un bajo concepto de mí mismo, pero la verdad es que las mujeres no reaccionan conmigo de esa manera después de pasar una sola noche en mi compañía. Tengo una especie de gusto adquirido. No era una prueba definitiva, pero sí lo suficiente como para recoger mis cosas, salir por la puerta y dejarla atrás, llamándome a gritos. Ya en el ascensor, hice lo que se me había dicho que hiciera en tales circunstancias y apreté un botón de vaciado situado en un costado del receptor de sueños. Se escuchó el sonido de una suave explosión procedente del interior y el panel de lectura quedó en blanco. Ahora, la unidad había quedado muerta, y el tablero lógico se fundió en la inexplicabilidad.
En el avión que me llevaba a Jacksonville, se me ocurrió preguntarme por qué… si Candy había sido una especie de agente federal, no había hecho lo que tenía que hacer mientras yo estaba dormido. Si había algo que un REMtemp iba a hacer la mayoría de las noches, casi con toda seguridad, era conectar el aparato. Quizá ella necesitaba hablar antes conmigo, conseguir nombres o algo. Yo siempre había trabajado al otro lado de la línea marcada por la ley, de modo que no sabía a ciencia cierta cómo se las arreglaban las buenas personas para hacer las cosas. Quizá me habían valorado como un testigo potencial contra Stratten, en cuyo caso no habían dado, evidentemente, con el tipo adecuado. No es que eso supusiera una gran diferencia. De todos modos, ahora tenía que regresar al despacho para conseguir un receptor nuevo.
Derrumbado sobre una mesa, en un café elegante, a la vuelta de la esquina, ingerí litros de café y me fumé medio paquete de cigarrillos antes de presentarme en «REMtemps». Habitualmente, la neblina se disipaba como una suave confusión al cabo de un par de horas, pero esta mañana me sentía como si no hubiera dormido en toda mi vida. Quería estar bien despierto para responder adecuadamente a la propuesta que quisiera plantearme Stratten, pero al final tuve que conformarme con no quedarme dormido y dar sacudidas de vez en cuando.
Esta vez no nos reunimos en la oficina lateral, sino en la propia guarida de Stratten. No era más grande que un campo de fútbol de tipo medio pero, afortunadamente, nos sentamos en el mismo extremo, así que no tuvimos necesidad de gritar. Le informé que había hecho lo que me había dicho, a lo que él sonrió. Añadí que había destruido la máquina, siguiendo sus instrucciones y que ahora necesitaría otra. Volvió a sonreír. Luego, empezó a hablar.
Aunque yo no lo sabía, algunos de los clientes más importantes de la empresa solicitaban conectarse específicamente conmigo. La mayoría de los temporales oníricos dejaban atrás vestigios, elementos personales para el soñador, que ellos no podían asimilar. Yo, en cambio, lo eliminaba todo, hasta las más pequeñas sombras y susurros. De ahí que obtuviera tantas bonificaciones. Eso explicaba también el hecho de que ahora quisiera ofrecerme una línea de trabajo más lucrativa.
Recuerdos.
En cuanto pronunció la palabra, empecé a sacudir la cabeza, vigorosamente y con alta velocidad. Los recuerdos se pueden externalizar, pero no funcionan del mismo modo que los sueños. No se pueden borrar, porque constituyen una función de algo que ha sucedido en el mundo real. Simplemente, se les puede hacer inexpresivos o dejarlos almacenados en alguna otra parte, cíe una forma temporal o permanente, y hacer algo así es absoluta y completamente ilegal.
Para empezar, significa que los polígrafos no funcionan. Si un sospechoso no guarda verdaderamente el recuerdo de haber cometido un delito, puede engañar al detector de mentiras en un santiamén. En cierto modo, ni siquiera es un engaño. Por lo que se refiere al tipo, es como si el incidente no hubiera sucedido nunca.
Además de eso, las personas son sus recuerdos. Lo que ha ocurrido es lo que uno es. Si eliminas los incidentes de la infancia mediante los que alguien aprendió a distinguir lo correcto de lo erróneo, terminas por convertirte en alguien con quien sería muy difícil relacionarse. No le importaría nada. Una persona así no comprendería por qué no puede robar, violar o asesinar, y eso haría que fuera mejor realizando esas actividades. En el casi improbable de que lo pillaran, otra eliminación de la memoria, justo antes de que se le aplicara el polígrafo, borraría inmediatamente esa prueba.
Un caso de prueba ocurrido dieciocho meses antes había zanjado el tema. Un soñador sustituto que actuaba por su cuenta y que había admitido llevar durante el juicio un recuerdo criminal de un cierto suceso, fue condenado a dos cadenas perpetuas, exactamente la mitad de la condena del verdadero culpable en el caso de que hubiera sido hallado como tal.
En otras palabras, los recuerdos no eran algo con lo que se pudiera comerciar, y así se lo dije a Stratten. Él me escuchó y cuando me detuve dejó que el silencio se asentara. Después de haberse extendido durante el tiempo suficiente como para causar la impresión de que mis palabras las hubiera dicho otra persona en algún otro día, empezó a hablar. .
—Sí —admitió—. Reconozco que atender a las necesidades de los delincuentes es un acto ilegal.
—Bien —asentí afablemente—. Eso deja zanjada la cuestión. ¿Dónde puedo recoger mi nuevo receptor?
—Sin embargo —siguió diciendo Stratten, como si yo no hubiera abierto la boca—, los recuerdos a los que me estoy refiriendo no se relacionan en modo alguno con actividades ilegales. Estoy hablando de cosas triviales y sólo de transferencias temporales.
—Si son tan triviales, deje que los propios clientes se ocupen de ellas —sugerí—, y si sólo son temporales, dígales que prueben a tomarse unas cuantas cervezas. No, gracias, no estoy dispuesto a participar en ese juego.
—¿Ni siquiera por cinco mil dólares el recuerdo? —preguntó. Cerré la boca antes de pronunciar la siguiente palabra—. El recuerdo en cuestión podría ser un solo instante, un hecho individual, y nunca tendría necesidad de guardarlo durante más de una semana. Habitualmente, sólo serían unas pocas horas. Podría ganar un cuarto de millón de dólares en poco más de doce meses, sin el menor esfuerzo. Además, podría seguir realizando el trabajo con los sueños.
Dejó que sus palabras calaran lentamente en mí y que pensara en ello. Podría acercarme a obtener una suma de siete cifras al año. El último par de semanas había sido bueno, pero la riqueza tiene una extraña forma de funcionar, como en una rampa. Cuando uno ha comprado todo lo que puede en su nivel actual, empiezas a darte cuenta de las cosas que todavía no puedes tener. Y, en lugar de conformarte, deseas tenerlas.
También se podía mirar de otro modo: un par de años de trabajo, unas inversiones sensatas y ya nunca tendría que volver a establecer una conexión.
—No —dije.
Sabía dónde estaba y que las cosas me iban bien.
—Descubrirá que la respuesta es «sí» cuando me pregunte dónde puede recoger su nuevo receptor —dijo Stratten.
Mi mente todavía estaba obnubilada por el trabajo de la noche, y no comprendí de inmediato adonde quería ir a parar, así que me limité a seguir su pensamiento.
—¿Dónde?
—En ningún sitio, a menos que acepte mi oferta —me contestó—. O acepta el trabajo con la memoria, o está despedido.
Lo miré fijamente.
—Le gusta joder a los demás, ¿verdad? —le dije.
—Ya he oído otras veces esa misma opinión —dijo sin que su sonrisa vacilara lo más mínimo.
Sólo entonces me di cuenta de que no se trataba de una sonrisa y de que, probablemente, nunca lo había sido.
Miré durante un rato por la ventana, más para hacerle esperar que por ninguna otra razón. Ahora comprendía que, en realidad, no le había gustado a Candy y de que ni siquiera era una federal. No había sido más que una herramienta de manipulación, contratada por Stratten. El debería haber sabido que yo acababa de despertarme cuando llamó, y que en mí estado sería incapaz de juzgar adecuadamente la situación, después de una noche llena de pesadas bonificaciones y de juerga en la cama. Sí, él tenía razón. Candy había hecho muy bien su trabajo.
En ese momento comprendí que no tenía ni la más remota idea de lo que Stratten era capaz de hacer, y de que ya no podría confiar en las mujeres. Y no estoy seguro de saber qué era lo peor.
Stratten me tenía atrapado y él lo sabía. Si no podía trabajar con los sueños, volvería a encontrarme en las calles. Disponía de bastante dinero distribuido en las cuentas que Quat había diseminado por el éter, pero no era suficiente. Buena parte de ese dinero me lo había gastado.
Con el trabajo con los recuerdos, podría montar mi propio bar si ¡legaba la ocasión.
—De acuerdo —dije finalmente.
3
La vi a las dos y media de la madrugada, subiendo por la calle hacía un pequeño hotel situado a dos manzanas del Boulevard. Se llamaba el Nirvana Inn, pero me temo que ese nombre fuera un engaño, a menos que ese inefable lugar tuviera la pintura descascarillada en el exterior y no hubiera servicio de habitaciones después de las diez. Yo estaba sentado en un restaurante situado enfrente, tomando un mal café y dejando pasar el tiempo. La reconocí inmediatamente. Era Laura Reynolds. No cabía la menor duda.
Era la primera vez que veía a alguien que me importaba y lo percibí como algo perturbador y erróneo. Como sí uno recordara que está muerto o viera un doppelgänger que no se parece en nada a uno mismo. Tenía poco menos de treinta años, era delgada y estirada, como si tratara de recordar que debía parecer alguien con su vida a la deriva después de años de haber aprendido a olvidar. Su rostro era huesudo, bonito, de expresión intensa. Caminaba como alguien que se había pasado la mayor parte de la noche en un bar, e iluminada por el neón bajo la lluvia que caía sesgadamente, parecía un duende de ordenador que se hubiera encontrado de pronto en un juego de vídeo equivocado, sin instrucciones.
Por un momento, sentí compasión por ella. Yo también me siento del mismo modo.
—Es ella, ¿verdad? —preguntó el reloj, que estaba de pie junto al mostrador, cerca de mi taza, que se enfriaba.
Lo había dejado acompañarme en el coche en el viaje de regreso a Los Ángeles. Me pareció lo justo.
Asentí con un gesto.
—Te debo una.
El reloj se había negado a decirme cómo sabía dónde estaba la mujer, indicándome que era un secreto del tiempo. Se lo sacaría tarde o temprano, pero por el momento no importaba mucho. La había encontrado.
Esperé un rato, por si acaso el lacayo del hotel con el que hablé se había olvidado de los cincuenta dólares que le entregué y le había dicho a la mujer que alguien la andaba buscando. Una vez que hubieron transcurrido cinco minutos sin incidentes, me bajé del taburete con un ligero traspiés. Me apoyé un momento en el mostrador y parpadeé con rapidez, a la espera de que se me aclarase la cabeza.
El reloj me miró dubitativamente, limpiándose todavía el barro con una servilleta y un vaso de agua que le había pedido.
—¿Qué vas a hacer?
—Sólo tienes que observarme —le contesté, sin saberlo realmente.
Mi primer plan consistía, simplemente, en hablar con ella, en decirle que lo que había hecho estaba muy mal, en conseguir que recuperase la memoria. Soy un optimista sempiterno. SÍ eso no funcionaba, entonces regresaría a su cabeza por la fuerza. En cualquier caso, ella venía conmigo. Tenía que llevarla a la misma habitación que mi receptor y conseguir un transmisor de alguna parte, de ahí mí llamada a Quat. Si necesitaba persuasión, utilizaría el revólver, pero no lo iba a sacar en este restaurante. Los chicos que atendían a la clientela tras el mostrador parecían mucho más fuertes que yo, de modo que en cuanto vieran mí arma, probablemente empuñarían sus bazookas. Sí tenían contrato de trabajo, probablemente no me pasaría nada, pero si trabajaban por su cuenta, probablemente me mirarían con expresión especulativa, preguntándose si habría alguien interesado en pagar después de cometido el acto. Lo triste de mi vida es que es muy posible que haya algunas personas dispuestas a pagar. Me guardé el reloj en el bolsillo, dejé un par de dólares por la taza de café y salí.
En el exterior, hacía frío y tardé un segundo en lanzar una ligera maldición sobre el jefe de cierta empresa de producción. Un par de años antes incluyeron en norte de Maine en el lote de Mitsubushi, y no se molestaron por los rociadores, las máquinas de viento y todo lo demás. Así que, en lugar de eso, obtuvieron permiso para cambiar el microclima por la tarde. Naturalmente, todo se jodió y ahora nunca sabe uno cómo va a ser el tiempo. Se parece más que antes a vivir en el interior de la cabeza de un loco, pero a la película le fue en grande en Europa, así que a nadie le gusta quejarse.
Crucé la calle corriendo, con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza baja, como si formara parte del escenario y sólo fuera alguien que deseaba encontrar un lugar donde guarecerse de la lluvia. En la siguiente esquina vi que un coche había sido detenido, con un vehículo de la policía cruzado en ángulo por delante. Había dos tipos con las manos colocadas sobre la capota y las piernas separadas. Uno de los policías pisoteaba metódicamente algo en el suelo, y me relajé. Sólo era un registro rutinario de cigarrillos.
El vestíbulo del hotel estaba en silencio y débilmente iluminado. Unas pocas plantas estaban repantigadas, indiferentes, en macetas alrededor de las paredes, y el suelo parecía bastante limpio. Era uno de esos lugares en los que uno suele preguntarse para qué sirven: no son lo bastante caros como para que valga la pena entrar a propósito, ní lo suficientemente baratos como para ser el único lugar que uno podría permitirse. Sólo formaba parte de la cadena de islas en las que aterrizaban los vendedores y otros itinerantes asalariados, con cada una de las habitaciones desinfectadas y guarnecidas con la Biblia, para su protección y comodidad. Yo mismo me he alojado en millones de establecimientos como este, y son todos como su propio y pequeño país. Suites monótonas y anónimas; personal aburrido fuera de sus diminutas mentes; el restaurante poblado cada noche por una serie diversa de hombres de edades inciertas, sentados a solas en las mesas. El cabello húmedo por la ducha, después de muchas horas de conducir durante el día; los vaqueros con raya creada por un buen planchado; la mirada perdida en la media distancia mientras mastican, con los ojos apagados ya a causa de la comprobación preliminar de lo que emitirán más tarde por los canales porno. De algún modo, siempre me sorprendió que esos hoteles no tuvieran sus propios cementerios en la parte trasera, que a sus clientes se les permitiera, evidentemente, reunirse de nuevo con la sociedad normal, después de que sufrieran finalmente sus coronarias.
El lacayo con el que había hablado antes no aparecía por ningún lado, pero a mí me pareció bien. Si tenía que pasar de nuevo arrastrando a una mujer que forcejeaba, necesitaría tan poca intervención externa como fuera posible. Laura Reynolds tenía una habitación situada en el segundo piso, así que subí por la escalera. No hace falta contribuir a que los ascensores se sientan tan importantes. Había más plantas asomadas en cada recodo de la escalera, sospechosamente quietas, como si apenas unos segundos antes hubieran estado cuchicheando algo entre sí.
El pasillo era alargado y estaba en silencio. Me planté delante de la puerta de su habitación y permanecí allí quieto por un momento, pero no pude escuchar ningún ruido procedente de su interior. Me di cuenta entonces de que, después de todo, debería haber buscado al lacayo, aunque sólo fuera para conseguir una copia de la llave que me permitiera entrar en su habitación, por si ella no me dejaba pasar. Probablemente, el tipo habría planteado alguna objeción, pero ya tengo mi experiencia para afrontar esa clase de situaciones. O, al menos, la tenía. Que había perdido práctica quedó demostrado por el hecho de que se me había olvidado por completo el tema de cómo entrar en la habitación. Claro que uno puede derribar una puerta a patadas, pero no siempre es tan fácil como parece y suele hacer daño en los pies. Además, también causa un gran estruendo que raras veces es deseable. Con un murmullo de irritación, hice girar de todos modos el pomo de la puerta, convencido de que tendría que regresar sobre mis pasos para molestar al lacayo.
Pero la puerta no estaba cerrada con llave.
Por un momento, me quedé muy quieto, a la espera de escuchar los gritos. Pero no sonaron. Así que, muy lentamente, fui abriendo la puerta.
El interior contenía lo habitual: la flora antinatural de las habitaciones de los hoteles de categoría media. Observé la esquina de una cama. Una destartalada cómoda, con un televisor de viejo aspecto en una esquina. Más allá, una mesa redonda y una lámpara, así como un montón de folletos que sólo podían ser invitaciones para asistir a las atracciones locales. Aunque nadie sabía qué demonios podrían ser. Seguía sin poder escuchar nada, ni siquiera un desafinado tarareo o algún que otro suspiro ocasional, como se siente obligada a emitir la gente cuando está a solas, aunque sólo sea para aliviar el silencio.
Entré en el pequeño pasillo y cerré la puerta tras de mí, sin hacer ruido. A mi derecha había un armario abierto, con unos pocos vestidos colgados en esa clase de perchas diseñadas para no ser robadas, basándose presumiblemente en la suposición de que la gente que paga setenta dólares por noche se empeña en llevarse perchas por valor de un dólar allí donde vaya. ¿Por qué harán eso? Después de todo, en el siguiente hotel también encontrarán perchas suficientes, ¿no? Y sí estuvieran sueltas podría uno utilizarlas para colgar una camisa en el cuarto de baño, mientras te duchas, que es lo más cercano a un planchado que yo suelo conseguir.
Avancé con precaución hacia el dormitorio. La puerta del cuarto de baño estaba cerrada y escuché un débil chapoteo procedente del otro lado.
Me guardé el arma en el bolsillo y eché un vistazo a la habitación. Había una pequeña maleta abierta sobre la segunda cama, con su interior convertido en un revoltijo de ropa interior de buena calidad. Sobre la mesita de noche había una botella de vodka, de la que ya faltaba una tercera parte de su contenido. Aparte de eso, la mujer había causado tan poco desorden en la habitación como un fantasma que caminara con especial ligereza y orden al avanzar. Un reloj despertador, junto a la cama, me miraba con los ojos muy abiertos, pero me llevé un dedo a los labios y permaneció en silencio.
Regresé en silencio hasta la puerta y la cerré con llave. Luego me volví al armario, tomé los vestidos de las perchas sin apenas el menor esfuerzo y los doblé lo mejor que pude, colocándolos en la maleta. La cerré, me serví una pequeña copa y me senté en el sillón a esperar. Lo más probable era que saliese del cuarto de baño envuelta en una toalla; eso es lo que hace la mayoría de la gente, incluso cuando está a solas. Si no fuera así, apartaría la mirada. No iba a entrar precipitadamente en el cuarto de baño. Trato de ser amable y concederle unos pocos minutos de gracia contribuiría a asegurarme de que los policías de la esquina habían seguido su camino.
Maté el tiempo leyendo la propaganda del hotel, enterándome con todo detalle del ardiente anhelo de la dirección y el personal por satisfacer cada una de mis necesidades. Probablemente, se referían con ello a la persona que pagara la habitación, a pesar de lo cual no me resistí a garabatear una nota en la página de sugerencias, pidiendo perchas adecuadas para prendas de abrigo. También descubrí que la tarifa por la habitación incluía un desayuno continental, lo que me molestó, como siempre. ¿Desayuno continental? Y una mierda de continental. Uno duerme ocho horas, atraviesa grandes vacíos junguianos de inconsciente, ¿y qué te ofrecen cuando vuelves a entrar en nuestro terrible mundo-prisión?
Un croissant.
¿Algo más? No señor. ¿Ni siquiera una salchicha? Nada. ¿Tampoco huevos con jamón? ¿De qué le puede servir a alguien un croissant, sobre todo cuando es lo primero que tienes para comer por la mañana? Y, sin embargo, todo el mundo se sienta para comerlo, fingiendo que eso es alimento, a pesar de que en casa nunca lo comen. Los hoteles de todo el mundo se han apoderado del concepto de desayuno continental no porque tenga algún valor nutritivo, o porque sea lo que quiere todo el mundo, sino porque es barato y no exige esfuerzo alguno. Si un hotel ofrece un desayuno continental gratuito, lo que está diciendo en realidad a sus clientes es: «No hay verdadero desayuno», o bien: «Lo hay, pero si lo quiere, tendrá que pagarlo».
Al darme cuenta de que estaba a punto de ponerme a gritar contra la dirección del hotel, dejé el menú a un lado y me limité a seguir esperando.
Después de la entrevista en la oficina de Stratten, la vida continuó más o menos igual que antes, al menos desde un punto de vista superficial. Podía seguir yendo más o menos adonde quisiera, aunque ahora llevaba más cuidado en borrar cualquier pista que pudiera conducir a mi paradero. Abandoné las estancias de una sola noche, aunque la verdad es que lo lamenté muy poco. Si la única forma de sentirte vivo es con una novela en la mano, no le estás haciendo un bien a ninguno de los dos. Cancelé todas mis antiguas tarjetas de crédito y conseguí otras nuevas con carnet de identidad falso. Trabajaba una o quizá dos noches en los sueños, sólo para mantenerme en forma, y un par de veces a la semana recibía una llamada en la que se me comunicaba que me encontrara en algún lugar recluido, con mi nueva máquina, a una hora concreta. Tenía que hacerles saber dónde me encontraba exactamente, porque los recuerdos tienen mucho mayor peso que los sueños y sólo se pueden transmitir a alguna parte específica, pero siempre seguía mi viaje una hora después. También me aseguraba de estar a solas en el momento de la transferencia, porque cuando se dan o se reciben recuerdos hay que tener la mente muy abierta y en esos momentos a nadie le costaría gran cosa implantar en ella una pequeña sugerencia.
Un apagón momentáneo y una parte de la vida de otra persona se encontraba en mí cabeza. A veces, los fragmentos eran tan largos como unas pocas horas pero, en general, eran mucho más cortos. Yo los conservaba durante una tarde, un par de días, una semana como máximo; luego se mantenía una sesión similar a la anterior, y los devolvía.
La mayoría de los recuerdos eran directos. Nunca se me informaba de las razones por las que un cliente los dejaba conmigo, pero resultaba bastante fácil adivinarlas. Una vez a la semana, un tipo quería olvidar el hecho de que estaba casado, para sentirse menos culpable mientras pasaba la tarde con su amante. Un ejecutivo oscurecía una lección que le había dado su madre sobre moralidad, para de ese modo poder joder más fácilmente a un colega. Para encontrar un poco de paz, una mujer olvidaba algo especialmente duro que le había dicho a su hermana minutos antes de que un coche, perdida la dirección, subiera a una acera y la matara.
Experimentos adolescentes con personas del mismo sexo. Indiscreciones financieras. Tardes pegajosas con prostitutas que bordeaban la ilegalidad. Las trivialidades habituales del pecado.
Otras cosas eran totalmente extrañas. Fragmentos como un gato que caminaba a lo largo de una pared, saltaba con seguridad al suelo y luego doblaba una esquina y desaparecía. El rostro de una muchacha que reía, mientras las ramas de un árbol se movían grácilmente sobre su cabeza. El sonido de una corriente de agua que gorgoteaba al otro lado de una ventana abierta perteneciente a un dormitorio, por la noche. Nunca obtenía el contexto de una situación, sólo esos pequeños fragmentos de recuerdos, y no tenía forma de saber por qué había alguien dispuesto a pagar cinco de los grandes con tal de librarse momentáneamente de esos recuerdos.
Resultaba un tanto extraño pasar una tarde, una vez a la semana, convencido de haberme casado con alguien llamado David, pero soy un tipo bastante entero y me daba cuenta de que eso no era como haberme olvidado de algo que hubiera ocurrido en realidad. Algunos de los fragmentos contenían fuertes elementos de la personalidad más general de sus propietarios: pequeños universos paralelos, vistazos fugaces de otras posibles vidas y destinos. Pero la mayoría de los recuerdos ya estaban acostumbrados a ser dejados de lado y no me causaban grandes molestias. Yo los cercaba con suficiente conciencia de mí mismo como para socavar las verdades que supuestamente contaban, y después del tiempo asignado, el cliente los recuperaba y desaparecían de mí cabeza. Podía recordar aquello de lo que conservara una memoria breve, pero no se producía ninguna confusión. Una vez desaparecido de mi cabeza, sabía cuál había sido mi experiencia y cuál que había sido la del otro.
No sé si se producían efectos secundarios. Quizá hubiera unos pocos. Por ejemplo, empecé a sentirme más cansado de lo habitual y con mayor facilidad, y me portaba mal con menor frecuencia, aunque bien es verdad que eso podría haberse debido a una serie de cosas. Después de todo, llevo ya demasiado tiempo viajando. Quizá hubiera llegado el momento de volver a sentar la cabeza. Hacer eso habría significado tener que abandonar el trabajo con los sueños y con los recuerdos, porque a los federales les resultaría muy fácil descubrir a un objetivo estacionario. Sabía que lo que hacía era inofensivo, pero probablemente ellos lo verían de otro modo. No sabía si estaba dispuesto aún a dejar de ganar esta clase de dinero, y tampoco sabía si Stratten estaría dispuesto a permitírmelo. También debía tener en cuenta la pequeña cuestión de con quién sentar la cabeza. Tenía buenos amigos en Los Ángeles, como Deck, pero no conocía a nadie significativo del sexo opuesto. Si quieren que les diga la verdad, no había existido nadie así durante los tres últimos años. En el fondo de sus corazones, la mayoría de los hombres están convencidos de que pueden hacer algo, de que pueden efectuar un cambio en sus vidas que les ayudará a encontrar a esa persona especial. En realidad, creen que es posible encontrar a muchos, especialmente a amigos bisexuales atrevidos. Para mí, todo se reducía a viajar de un lado a otro. Pero yo sólo buscaba a una persona, la que fuera para mí. Supongo que en el fondo estoy convencido de que sí continúo viajando, tarde o temprano, en algún lugar situado en ninguna parte, doblaré un día una esquina y me encontraré con ella, con esa persona que también me ha buscado siempre a mí. Supongo que esa era mi versión del camino que tiene que empezar en alguna parte. También abrigaba la sospecha de que ya tenía a esa persona, y de que el camino se había detenido allí.
Así que continué, ocupándome de los fragmentos de las vidas de otras personas, deseando sólo que, al menos de vez en cuando, alguien me prestara a mí un buen recuerdo, para variar. Jugueteaba con un pequeño tentempié de vez en cuando, sólo para apagar en mi cabeza el ruido que me causaban los malos momentos de otras personas. Descubrí lo que significaba ser otra persona y me sentí todavía menos inclinado que nunca a tener a mano un arma de fuego. Ocasionalmente, sufría dolores de cabeza, lo bastante fuertes como para dejarme inactivo durante unos pocos días.
Pero la mayor parte del tiempo todo estaba bien y, si necesitaba una razón, sólo tenía que fijarme en las cantidades de dinero que iban a parar a mis cuentas.
Bueno, todo había estado bien hasta hacía tres días.
Debería haberme dado cuenta mucho antes. El hecho de que la puerta de la habitación no estuviera cerrada con llave había sido una magnífica pista, y yo sabía mejor que nadie lo que había en el interior de la cabeza de aquella mujer. Pero no tenía tampoco razones para esperar que cometiera una estupidez. En realidad, tenía pruebas suficientes de lo contrario.
Al cabo de unos diez minutos, me levanté y me situé delante de la puerta del cuarto de baño. Cierto que las mujeres son capaces de pasarse indecibles cantidades de tiempo en la bañera, pero no suelen hacerlo a las tres de la madrugada. Habitualmente, se reservan esa clase de placeres para cuando a uno ya se le hace tarde para salir. Yo estaba preparado para adaptarme, porque sé lo importante que es sentirse limpio, pero no disponía realmente de tanto tiempo como para desperdiciarlo. Los policías de la calle ya hacía tiempo que debían de haberse marchado, y quería ponerme en marcha. Tenía que hablar con ciertas personas, hacer arreglos. Mi cabeza parecía sentirse bastante estable, pero sabía que eso no iba a ser necesariamente duradero. Además, también quería comprobar las noticias.
Entonces me mi cuenta de lo que faltaba. Acerqué la cabeza más a la puerta y escuché. Ahora no escuchaba sonido alguno, ningún tarareo, ní siquiera el menor movimiento o chapoteo del agua movida por una mano lánguida. Probé a abrir la puerta. Estaba cerrada por dentro.
La abrí de una patada.
Laura Reynolds estaba en una bañera llena de agua fría, con las bragas y el sujetador todavía puestos. Sus demás prendas de ropa aparecían perfectamente dobladas sobre el taburete del cuarto de baño. La cabeza se le había deslizado hacia un lado, cayéndole sobre el hombro, y tenía los ojos cerrados. Su bonito e intenso rostro aparecía suave e inmóvil. El agua estaba teñida de rojo y también había sangre sobre el suelo de baldosas. Tenía la piel muy blanca, y los labios azulados.
Empecé a moverme con mucha rapidez.
Arranqué el tapón de la bañera y tomé un par de toallas de mano del toallero. El brazo derecho le colgaba fláccidamente apenas fuera del agua. Al levantarlo, comprobé que el corte no era tan profundo como podría haber sido y no había llegado a cortar los tendones principales. Lo envolví con fuerza en la toalla y le colgué el brazo por encima del borde de la bañera. Luego, me incliné hacia el otro brazo.
El corte que éste mostraba era un poco más profundo; probablemente, había sido el primero. Aunque quizá no: quizá el más débil había sido el primero y, al ver el túnel abrirse delante de ella, decidiera que bien podía recorrerlo con la mayor rapidez posible. La sangre todavía brotaba de la muñeca en grandes cantidades y en cuanto la tuve rodeada con la muñeca, me di cuenta de que eso no iba a ser suficiente. El agua caliente y el alcohol habían aflojado la sangre, que parecía ávida por salir. De la parte posterior de la puerta colgaba un batín del hotel. Tiré del cinto y lo até con fuerza alrededor de la parte superior del brazo. Entonces, ella se agitó por primera vez y sus ojos se movieron con un perezoso aleteo.
Me sujeté con un pie al otro lado de la bañera y me incliné hacia delante, para tratar de sacarla. Aunque delgada, era tan fácil de maniobrar corno pudiera serlo el hotel y estuve a punto de resbalar y caer de bruces. Finalmente, conseguí empujarla contra la pared del fondo y sostenerla allí mientras tomaba el batín y se lo pasaba alrededor de los hombros. Traté de hacerle pasar los brazos por las mangas, pero me resultó demasiado difícil y no quería quitarle las toallas alrededor de las muñecas. Al final, me limité a inclinarla hacia mí, sobre mi hombro y la saqué al dormitorio.
Ella gimió débilmente cuando la dejé sobre la cama, pero no dio la menor señal de querer moverse. Abrí de nuevo su maleta, tomé un montón de prendas de ropa y las metí en los bolsillos de mi abrigo. Luego, volví a izármela sobre el hombro y la saqué al pasillo. Un rápido vistazo a ambos lados me aseguró que no había nadie, lo que fue una suerte, porque esta situación ya era bastante mala tal como se presentaba. No se me ocurrió pensar que debería haber buscado su bolso hasta que se cerraron las puertas del ascensor tras de mí, y en ese momento decidí que ella tendría que seguir viviendo sin su bolso.
Ya casi había cruzado el vestíbulo del hotel cuando escuché una exclamación a mi espalda. Me volví, tambaleante (comprendan que los cuerpos inconscientes son difíciles de mover) y vi al lacayo que me miraba fijamente, con la boca abierta, con la mano extendida ya hacia el teléfono.
—Es una broma entre los dos —le dije.
El lacayo miró la sangre que empapaba las toallas.
—¿Cómo ha dicho?
—Suele dormir muy profundamente. A veces yo llego y me la llevo a alguna parte extraña de modo que cuando se despierta pueda preguntarse dónde demonios está.
—Señor, no ¡e creo.
—¿Le ayudaría esto a creerme? —pregunté, sacando el arma con la que le apunté directamente a la cabeza.
—Es muy convincente —asintió, y la mano se apartó del teléfono.
—Siga riendo un rato —le sugerí—, si no quiere que regrese para volver a explicárselo.
Salí y doblé la esquina, donde había aparcado el coche. Dejé a Laura Reynolds tumbada sobre los asientos traseros. Luego subí al coche y me alejé, sabiendo que sí no lograba llevarla hasta un médico en muy poco tiempo, mi vida no haría sino empeorar.
Al entrar a toda velocidad en el Boulevard de Santa Mónica, estuve a punto de desgraciarnos a los dos, y tuve que dar un volantazo para evitar a un pequeño grupo de congeladores que en ese momento cruzaban la calzada. Podría haberme lanzado directamente contra ellos, pero siempre me hago el propósito de no meterme en líos con productos de la gama blanca. Son realmente pesados.
Una vez que nos dirigíamos en la dirección correcta, llamé a Deck. Tardó un rato en comprender lo que le estaba diciendo, pero finalmente estuvo de acuerdo en hacer lo que le pedía. Luego, busqué el teléfono en la red y llamé de nuevo a Quat. Sonó y sonó, pero seguía sin haber respuesta. Fruncí el ceño, corté la comunicación y volví a marcar. Sí, de acuerdo, era tarde, pero Quat siempre estaba levantado y, si estaba despierto, estaría colectado a la red. Sin embargo, seguía sin obtener respuesta.
Le dejé un mensaje para que me llamara al apartamento y me concentré en la carretera, mientras cruzábamos Wílshíre y entrábamos en Beverly Hills. Deberían saber que no soy un gran aficionado a conducir. Nunca lo he sido. Me doy cuenta de que esto deteriora mi imagen ante cualquier estadounidense de sangre caliente, pero así son las cosas. Mucha gente aún se queja de que los chicos se pasan todo el tiempo dedicados a los juegos por ordenador: yo digo que eso es lo único que los va a preparar para la vida real. Conducir equivale a recorrer tramos igualmente prolongados de aburrimiento, durante los que surgirán lunáticos al azar que tratarán efe matarle a uno, entreverados de bolsas infernales en las que absolutamente todo parece empeñado en acabar con uno. A esas bolsas les llaman «ciudades», y es mejor evitarlas, a menos que se viva en una de ellas. Si se me presenta una buena pelea a puñetazos en un bar, puedo aguantar el tipo. Pero si me envían a conducir por el cinturón de circunvalación en horario punta…, ya me han jodido. Prefiero tomar un taxi. O caminar.
Mientras conducía, miraba continuamente hacia atrás, a Laura Reynolds y después del giro para entrar en la Western me detuve para examinarla con atención. Respiraba aún, pero la elevación y hundimiento de su pecho eran muy someros. La sangre que había alrededor del corte del brazo derecho se estaba coagulando bastante bien, pero la otra todavía daba la impresión de tener la herida abierta. Aflojé un momento el torniquete y luego lo volví a apretar antes de reanudar la marcha. Esperaba realmente que Deck hubiera conseguido a Woodley ya que, de otro modo, estaba jodido. La única alternativa era llevarla a un hospital, en cuyo caso la perdería. No podría vigilarla continuamente y ya había demostrado que estaba completamente decidida a escapar de una u otra forma.
Al salir de Los Feliz me alegré de ver que no había tanta cola para entrar en Griffíth. Sólo hay veinte entradas en todo el distrito y en determinados momentos del día tratar de cruzarlas puede ser un verdadero incordio. Mientras me aproximaba a la pared vi a un grupo de guardias armados que ya miraban hacia el coche y me complació comprobar que trabajaban con total dedicación en bien de la protección de los habitantes, incluso a una hora tan avanzada.
En el 2007, alguien decidió que Griffith Park no funcionaba en consonancia con todo su potencial. Se tenía la sensación de que todo aquello del «parque» era un poco del siglo pasado. Estaba muy bien disponer de un gran espacio abierto, con un par de campos de golf y zonas para que los boy scouts montaran sus trampas de campamento, pero todos aquellos terrenos también podían utilizarse para otras cosas. Para una zona residencial de lujo, por ejemplo. Para entonces, las zonas más bonitas de Los Ángeles ya estaban atestadas, y los más acomodados andaban ansiosos por encontrar un nuevo Lebensraum especialmente después de que un análisis de placas revelara que, cuando se produjera un nuevo terremoto, la zona de Brentwood terminaría en Bélgica. Se produjo una enconada batalla contra los fanáticos de la historia local y los más pobres, a quienes les gustaba disponer de un lugar donde prepararse una barbacoa, pero el problema de todos esos tipos es que no tienen mucho dinero, mientras que los urbanizadores sí lo tienen. Así que estos últimos ganaron, más o menos. Al menos, se encontró una solución.
Se delimitó una zona, bordeada por las autopistas de Ventura y Golden State por el norte y el este y por Los Feliz en el sur. A lo largo de todo ese tramo y de los límites con el parque Mount Sinai, por el oeste, se construyó un muro de cien metros, creando así una zona totalmente cerrada. El exterior del muro se pintó con LED de alta resolución, y toda la superficie se conectó después con un ordenador central. Se dejaron intactas ciertas características interiores, como Monte Hollywood y pequeñas zonas de las viejas tierras salvajes. Hasta los urbanizadores se dieron cuenta de que el viejo letrero de Hollywood era inviolable. Eso, junto con las imágenes almacenadas de cómo era el parque antes de la urbanización, se mostró sin fisuras sobre el videomuro, creando así la ilusión de que al otro lado no había nada. Así, desde cualquier parte de Los Ángeles que se mirara, se podía seguir viendo el cartel con las montañas y el parque, hacia el noreste. La ilusión era perfecta, a menos que uno se acercara a la pared y la presionara; los guardias estaban ahí precisamente para eso, para evitar que alguien lo hiciera. Era como si nada hubiese cambiado.
En el interior del distrito se empleó la misma idea, pero al revés, con vistas de Burbank, Glendale y Hollywood que se actualizaban constantemente, hasta el cielo. De ese modo, Los Ángeles obtuvo todo un distrito completamente nuevo, pero mantuvo la misma vista de siempre y los túneles de acceso que conducían desde el exterior hasta las tres zonas conservadas significaban que seguía existiendo un parque público, al menos técnicamente. Los ambientalistas se vieron burlados por todo el asunto y afirmaron que no se trataba de eso, pero como nunca tienen dinero, no fueron invitados a las reuniones.
Al aproximarnos a la puerta, un agujero de tres metros y medio por dos en el panorama por lo demás inmaculado, coloqué un dedo en el sensor de mi tablero de instrumentos. Eso bastó para desplegar mí nombre, genoma y calificación crediticia en la matriz construida en la chapa del coche, para que fuera leída por el ordenador de la entrada. La matriz estaba triplemente encriptada con un algoritmo gubernamental de la DES de la máxima calidad que, probablemente, alguien habría tardado unos veinte minutos en descifrar. Simplemente, no creo que todo el mundo que se ve conduciendo por Griffith tenga el dinero suficiente para vivir aquí, particularmente los que deambulan por los alrededores de mi apartamento.
Pasé y se me permitió cruzar la barrera. Las puertas exteriores se cruzaron tras de mí, dejándome en el túnel de acceso a través del muro. El coche zumbó mientras era dirigido hacía la puerta interior. Al final, las puertas se abrieron elegantemente y entré de nuevo en el mundo.
Conecté el coche con el autosistema de Griffith y le dije que me condujera a casa lo más rápidamente posible.
En su interior, Griffith ofrece el aspecto de haber sido diseñado por alguien que tomó ácido en Disneylandia. Las montañas ofrecen espacio para colgar casas de niveles divididos de elevado coste y aspecto encantador, pero todo lo demás es una pared continua nada divertida. Las zonas del valle han sido divididas en rejillas regulares de tiendas y restaurantes, y nunca se está a más de cinco minutos en coche de un Starbucks, un Borders o un Baby Gap, los bloques con los que está construida Genérica. Hay muchas zonas que han sido peatonalizadas y cada tienda ha sido convertida en una especie de grito histérico de comercialidad. Restaurantes en forma de comida y tiendas en el estilo de los productos que venden: las zapaterías en forma de zapatos, las videotiendas son delgadas y rectangulares, y Herbie Crouton's, donde Herbie, el dueño, vende más de doscientos sabores diferentes de pequeños cubos de pan tostado, parece un enorme mendrugo. Ni siquiera hay que saber leer para tener una idea de dónde se puede comprar; esto es el perfecto paisaje postverbal. Hay un gran metro nuevo que tiene hasta graffiti de diseño, un racimo de grandes hoteles en el centro y pequeños enclaves de tiendas especializadas acurrucadas en los cañones. Nada tiene aquí más de diez años de antigüedad y hasta la neblina es artificial y garantizadamente libre de contaminación.
Es todo una basura, superficial y vacía. Yo la considero mi hogar.
Cuando el coche giró para entrar en mi plaza desconecté el automático y lo conduje yo mismo. Puedo sentirme bastante valeroso cuando tengo el aparcamiento a la vista. El edificio donde vivo era uno de los hoteles más deslumbrantes de toda la zona, pero alguien decidió entonces que doscientos metros más abajo, en la misma zona, hacía un poco más de fresco. Después, todo el mundo se marchó del Falkland virtualmente de la noche a la mañana, algunos de ellos transportando incluso sus propias maletas. Al cabo de una semana, el edificio había quedado prácticamente abandonado. Para cuando yo tomé la decisión de disponer de un lugar estable donde colgar el sombrero, el edificio había solicitado y obtenido el estatus de «singular» y fue convertido en apartamentos privados. Se llamó entonces a un equipo SWAT de decoradores de interiores para que dieran al lugar el aspecto de un edificio ya usado. Hicieron un trabajo magnífico pero si se frotan bien las paredes de los apartamentos se da uno cuenta de que la suciedad que se ve es de acuarela y no representa más que una risible huella ambientalista.
Dejé que uno de los mozos regulares del edificio aparcara mi coche, despidiéndome mentalmente de él, como siempre. Si quisiera, ahora podría permitirme disponer de un coche autocolapsador, pero en el fondo no acabo de confiar en ellos. He oído contar demasiadas historias de gente que se ha metido uno en el bolsillo, ha ido a un restaurante para almorzar y se ha encontrado con que al coche no se le ocurría otra cosa que reexpandirse mientras él estaba sentado ya a la mesa. Y lo último que uno desearía que sucediese mientras estás a punto de acabar con los tagliatelle es encontrarte con un vehículo de dos toneladas sentado sobre tu regazo.
Laura Reynolds seguía inconsciente pero viva. Me la eché sobre le hombro y la metí apresuradamente en el edificio. Todo lo que es el primer piso se había convertido en una especie de bazar de espectáculos de chiflados, una barahúnda de gente que busca diversión y de chicas en pleno trabajo, con un constante ruido de fondo procedente de cien reservados diferentes. A primera vista parece todo muy interesante, siguiendo la línea de esa clase de espectáculos que vienen a decir: «Sí tiene usted más de cuarenta, esta será su peor pesadilla», pero fíense de lo que yo les diga: las drogas que se consumen por aquí están más cortadas que la mierda y les aseguro que no querrían tener nada que ver con las chicas. La mayoría de ellas son prostitutas metódicas: las enfermeras llevan catéteres, las cobradoras entregan las entradas obligatorias según la ley, y las colegíalas forman terribles bandas cuyos componentes siempre acaban de tener una fuerte discusión con sus madres. Lo único destacable son los bares homeopáticos, donde uno puede echarse a perder sólo con tomar un sorbo de cerveza; hay incluso un servicio de ambulancias, a cargo de una empresa sanitaria, con los motores en marcha y funcionando durante las veinticuatro horas del día.
Deck estaba justo al otro lado de la entrada y parecía estar tenso. Las leyes antitabaco eran todavía más duras dentro de Gríffith, y eso lo ponía fuera de sí. Además, estaba solo.
—¿Dónde demonios está? —le pregunté, dirigiéndome directamente hacia los ascensores, al otro lado del vestíbulo.
—Viene de camino —contestó Deck, que extendió el brazo para mantener abiertas las puertas mientras yo maniobraba para entrar en el ascensor. Afortunadamente, para entonces ya había recordado el número de mi apartamento—. No estaba precisamente despierto cuando lo llamé.
Dos tipos intentaron subir al ascensor con nosotros, pero Deck los disuadió. Debe de ser unos cinco centímetros más bajo que yo, y es de los nudosos, pero sería un verdadero error sacar conclusiones a partir de ahí. Su rostro parece poco firme, pero la facilidad con que soporta las cicatrices transmite una seguridad totalmente válida en su capacidad para arreglárselas. Tiene mucha práctica en toda clase de violencias, y en ocasiones ha trabajado como forzudo para hombres locales de negocios, al mismo tiempo que desempeñaba tareas en los urinarios de la plaza. Ya desde los viejos tiempos, nos propusimos no trabajar nunca juntos, aunque sé que si alguna vez necesito a alguien que me cubra las espaldas, Deck sería el hombre adecuado.
Cuando nos encontramos delante de la puerta, me tomó a Laura y la sostuvo en alto mientras yo buscaba las llaves.
—¿Me vas a explicar en algún momento vez a qué viene todo esto? —me preguntó con suavidad.
—Sí, en algún momento.
Abrí la puerta, escuché un momento y luego ayudé a Deck a entrarla.
4
La tumbamos en el sofá y ya casi había terminado de preparar café cuando sonó un zumbido en la puerta. Desenfundé el arma antes de darme cuenta de lo que hacía y Deck levantó las manos al aire.
—Tranquilo —dijo tras mirar por la mirilla y apartar de una patada el pequeño montón de periódicos que se habían acumulado mientras yo estaba fuera—. Es nuestro viejo amigo.
Woodley entró tambaleándose.
—Supongo que sabrás que esto te va a costar tarifa doble, ¿verdad? —preguntó con voz áspera, mientras dejaba dos bolsas en el suelo—. Son casi las cuatro de la madrugada.
—Cierra el pico y ponte a trabajar —le dije—. Cobrarás cuatro veces la tarifa si comprendes que mencionar esto a alguien podría ser fatal. Para ti, no para ella.
Woodley quedó desconcertado y trató de ocultar una maliciosa mirada de satisfacción. Si existe alguna cosa que le guste más a este viejo estúpido que el dinero, la verdad es que ni me la imagino. Observó a Laura Reynolds y al ver las toallas empapadas de sangre, palideció y le dirigió un vago gesto a Deck.
—Sácalas, ¿quieres, amigo?
Aunque había logrado mantenerme relativamente en calma durante el trayecto a casa, el hecho de ver ahora a Woodley que vacilaba, nervioso, me hizo comprender el mal estado en que se encontraba Laura Reynolds. La única vez que lo había visto así era cuando las cosas estaban ya en las últimas. Tomé del suelo una de sus bolsas y lo empujé por delante de mí hacia el dormitorio principal. Mientras tanto, Deck abrió la otra bolsa y dejó salir a los remotos, pequeñas máquinas como cangrejos, del tamaño de tarántulas. Atraídas por el olor de la sangre, se subieron directamente al sofá y empezaron a husmear.
Deck y yo habíamos utilizado a Woodley de vez en cuando desde hacía cinco años, sobre todo en los viejos y buenos tiempos. En cierta ocasión había afirmado ser un telecirujano para operaciones encubiertas del ejército, dedicado a realizar operaciones a control remoto a través de enlaces vía satélite. No tenía forma de saber si eso era cierto o no, pero de lo que sí estaba seguro era de que no podía soportar la sangre. En cierta ocasión le habíamos mostrado algo de sangre, sólo para comprobarlo. No le importaba verla siempre y cuando estuviera mediatizada por las cámaras de los remotos; lo que no podía soportar era la realidad de la verdadera materia. Después de haber sido sometido a un consejo de guerra (injustamente, según afirmó, aunque no se tomó la molestia de especificar cuáles habían sido las injustas acusaciones), no pudo obtener un permiso adecuado para ejercer, así que tuvo que arreglárselas atendiendo a gente como yo. Gente que, de vez en cuando, necesitaba algún arreglo de tipo biológico y que no podía acudir a un hospital. Por viejo y estúpido que fuera, y sospecho que rebuscaba entre las basuras y dormía en alguna parte de la playa, el tipo era un verdadero artista a la hora de coser, como atestiguaban las cicatrices perfectamente curadas de mí hombro, pecho y pierna, producidas en otro tiempo por heridas de bala.
Aguardé donde pudiera ver a Laura y a Woodley y observé mientras él se ponía a trabajar. Las manos le temblaban un poco, pero eso no era motivo de preocupación, porque los controles llevaban incorporados mecanismos antitemblores. Se puso las gafas y los guantes y, al cabo de un momento, los remotos recorrían velozmente los brazos de la mujer, de un lado a otro. Al cabo de un rato, uno de ellos se dejó caer del sofá y se metió en el interior de la bolsa, reapareciendo poco después con una bolsa refrigerada de plasma. Woodley chasqueó la lengua y frunció el ceño, totalmente concentrado en su trabajo.
Deck apareció a mi lado, me entregó un cigarrillo. Yo le ajusté un filtro prismático y lo encendí, agradecido. Los filtros son un verdadero incordio que te privan de más de la mitad del sabor, pero es la única forma de fumar en el interior de una vivienda sin que te regañen los sensores de la pared. Los cigarrillos se disuelven después de usados, algo muy conveniente porque su posesión está considerada como un delito menor. En estos tiempos que corren, fumar en Los Ángeles exige una mayor planificación que emprender una pequeña guerra.
—¿Qué me cuentas? —me preguntó Deck.
—Más tarde.
Deck sonrió y volvió a observar el trabajo de los remotos. Es un hombre bastante paciente, mucho más que yo. Podría uno dejar a Deck en medio del desierto de Gobi y se limitaría a mirar a todos lados y a preguntar: «¿Hay cerveza por aquí?».
«No», contestaría uno, evidentemente.
«¿Y agua?», preguntaría él, ante lo que uno contestaría con un gesto negativo de la cabeza. Finalmente, después de pensárselo un rato, Deck preguntaría: «¿Algún sitio donde sentarse?». Después, se dirigiría hacia la roca cercana más cómoda y se sentaría en ella para permanecer allí todo el tiempo que fuera necesario hasta que aparecieran la cerveza, el agua o un universo paralelo.
Al cabo de un rato empecé a sentirme nervioso y comprobé si tenía algún mensaje en el contestador automático. Eso es algo que funciona bastante bien, sobre todo si se tiene en cuenta que la máquina apenas me dice que ha llamado 6703- para hablarme de t[{+®3, así que me sorprendí al comprobar que no había mensajes. Había estado fuera durante dos días. No es que sea un tipo especialmente popular, pero la gente suele llamarme a intervalos bastante regulares para darme la tabarra acerca de algo trivial. Experimentalmente, golpeé el costado de la máquina.
—Que te jodan —me replicó.
Esta máquina ha estado malhumorada desde que me desprendí de la cafetera. Creo que tenían algún lío entre las dos.
—¿No ha llamado nadie?
—Desde medianoche, no. La mayoría de la gente suele dormir en algún momento.
—¿De qué estás hablando? —le pregunté, mirándola fijamente.
—¿Qué palabra no has entendido bien?.
—¿Cuándo fue la última vez que me informaste de los mensajes recibidos? —le pregunté, hablando muy lentamente.
—A las 23.58 de ayer.
—¿De esta noche?
—Lo recuerdo con claridad. Para empezar, aprestaste el botón demasiado ligeramente.
—¿Hay algún problema? —preguntó Deck.
Ni siquiera me molesté en preguntarle a la máquina si estaba segura de la hora. Si hubiera podido producirse algún cruce útil en mi apartamento, podría haber sido entre el contestador automático y mi reloj despertador.
—Alguien ha estado en el apartamento esta noche —dije.
—¿Ha estado?
No es que sea un apartamento enorme. Comprobamos los pocos espacios que quedaban. Deck entró con precaución en el segundo dormitorio, abrió los armarios y miró debajo de la cama. Luego, salió, con un encogimiento de hombros. Yo hice lo mismo en el dormitorio principal.
—Ya casi hemos terminado —dijo Woodley al pasar por detrás de él, esperando que le diera prisas—. Y, para tu información, es una consumidora ocasional de Smack, aunque no lo ha tomado desde hace algún tiempo, y un poco de Fresh.
Eso no me sorprendió lo mas mínimo.
—¿Qué necesito hacer ahora? ¿Procedimiento de recuperación?
Los armarios estaban vacíos. No parecía faltar nada. Alguien debería tener necesidades muy específicas para haber querido robar algo de mí dormitorio. El receptor de memoria seguía en el armario y eso era lo único que importaba.
—A mí no me preguntes —contestó el viejo con un encogimiento de hombros—. Yo no me he dedicado siempre a eso. A los muchachos a los que solía operar se les entregaba un arma y se les enviaba a luchar de nuevo.
—Eres médico, Woodley. Deberías de tener alguna idea.
—Estupideces —dijo, con un nuevo encogimiento de hombros—. Sólo tienes que evitar que empine la botella durante unos días. O, si quieres, le das un buen escocés. Lo que mejor funcione. Pero no permites que se dedique a saltar por ahí.
—Woodley… —Me detuve bruscamente, mirando hacia la cabecera de la cama. Alguien había apartado las sábanas y la colcha, dejándolas perfectamente dobladas, como si lo hubiera hecho una camarera. Era algo tan inesperado, tan extraño, que al principio ni siquiera me había dado cuenta—. ¿Has hecho tú eso?
—Me gusta pensar que ofrezco un servicio permanente, muchacho, pero entre mis actividades no está la de hacerte la cama.
Le pagué y esperé con impaciencia a que recogiera sus cosas. Eché un vistazo al salón y no descubrí nada anormal. No faltaba nada que yo pudiera detectar y, para que no se llame a engaño, debo añadir que la decoración es tan austera que uno se daría cuenta en seguida de si faltaba algo.
Una vez que Woodley se hubo marchado, tomé a Deck por el brazo y lo arrastré hasta el dormitorio.
—La cama —le dije, señalándola.
—Somos amigos desde mucho tiempo —me dijo con suavidad—, pero te aseguro que no cuido de ti de ese modo.
—Alguien ha preparado la cama para irse a dormir.
—¿Estás seguro? —preguntó Deck enarcando una ceja.
—Pues claro que estoy seguro. ¿Te parece acaso que eso es algo que yo suelo hacer?
—No, la verdad. A menos que hubiera dinero debajo, claro.
—Exactamente.
—De modo que alguien recogió tus mensajes y preparó la can ¿Tienes una novia imaginaria o algo así?
—Ni siquiera tengo una novia real.
—¿Nadie tiene una llave del apartamento? ¿Ni siquiera el encargado del edificio, por ejemplo?
—El encargado está en prisión por allanamiento de morada.
—Eso significa que no. ¿Has echado algo de menos?
—No, al menos que yo sepa.
—Muy bien. Recapitulemos la situación; alguien entra en tu apartamento y te arregla un poco las cosas. Estás más inquieto que un cerdo en una bañera y desenfundas el arma como una bandera. En el sofá hay una mujer cuyas muñecas parecen un mapa de carreteras, y acabas de pagarle a Woodley el cuádruple de la tarifa normal sólo para que mantenga la boca bien cerrada. Quizá sea éste un momento tan bueno como cualquier otro para que me cuentes lo que pasa aquí.
Tomé el batín del gancho de la parte trasera de la puerta y se lo puse a Laura Reynolds. Tiré el ensangrentado al cesto de la ropa sucia, sabiendo que, tal como cuidaba de mis cosas, bien podría permanecer allí un par de años. Laura seguía pareciendo inconsciente, pero, probablemente, eso se debía ahora a la medicación; sus mejillas estaban un poco más coloreadas y sus brazos también parecían mejor, gracias a una combinación de puntos perfectamente dados y de SkinFíx. Ahora que se le había limpiado la sangre podía verse que los cortes eran perfectamente manejables y que no eran los primeros que se hacía. La existencia de unas viejas líneas blancas en lugares muy similares indicaban que el descenso por el túnel de esta noche no había sido el primero de entre los de su clase. Supongo que eso no lo hacía por ello menos importante para ella, o más inteligente.
La trasladé al segundo dormitorio tan suavemente como pude, y la metí en la cama. Le eché por encima un par de mis viejos abrigos y encendí un poco la calefacción.
Luego regresé al salón e hice que el contestador automático repitiera los mensajes que alguien ya había escuchado. Sólo había tres, y todos eran de Stratten. El primero era amable, el segundo muy en plan de negocios. El tercero sólo decía: «Llama a la oficina. Ahora».
Se me acababa el tiempo. Tomé un café y le conté a Deck lo que pasaba.
En los cinco meses que ¡levo con los recuerdos, la señorita Reynolds ha sido una de mis clientes más regulares. Aunque en aquellos momentos no conocía su nombre, lo cierto es que me había vertido el mismo recuerdo en seis ocasiones.
El recuerdo era el siguiente. Había bajado junto a una corriente de agua que cruzaba un bosque situado por detrás de la casa donde vivía. No se que edad podía tener, pero probablemente era la principio de la adolescencia. El día era cálido y la hora al caer la tarde. Ella se había metido entre el bosque para algo importante. La impresión principal que capté fue la de expectativa y vulnerabilidad, y el recuerdo siempre hacía que me sintiera muy joven. Ella estaba allí de pie, esperando, cuando, de repente, una sombra se cernía sobre ella; al levantar la mirada veía a su madre. Su madre era una mujer muy alta, bastante delgada, con una densa mata de cabello pelirrojo. Laura levantaba lentamente la mirada hasta que se encontraba con el rostro de su madre. En el recuerdo, la expresión que veía allí era que necesitaba tomarse un respiro de vez en cuando. Una expresión de furia, mezclada con un poco de regocijo.
El recuerdo siempre terminaba abruptamente en ese momento y no sé qué significaba la expresión o qué ocurría después. De algún modo, siempre me había sentido contento de no saberlo. Era uno de los recuerdos en los que podía comprender muy bien que alguien deseara tomarse un respiro de vez en cuando.
En estas, la semana pasada, regresaba de la piscina del hotel en Santa Bárbara cuando me encontré con un mensaje de correo electrónico procedente de una dirección que no reconocí. Antes de leerlo, comprobé la fuente: a veces, la gente envía sus mensajes electrónicos de modo que éstos les retransmitan una señal de recepción al ser abiertos. El código de dominio no encendió ninguna señal de alarma en mí, a pesar de lo cual hice que el ordenador obtuviera una copia del mensaje sin abrirlo técnicamente.
El mensaje procedía de esta misma mujer. Nunca habíamos estado en contacto el uno con el otro, ya que todas las transacciones se hacían a través de REMtemps, según un principio de confidencialidad, pero mencionaba el recuerdo y supe en seguida de quién se trataba. El mensaje me decía que tenía algo que quería que yo llevara y añadía que valdría la pena para mí.
Contemplé fijamente durante un rato el trozo de papel; luego le prendí fuego y dejé que se quemara sobre un cenicero. Pasé el resto del día en la piscina y la noche en un bar, en el extremo de la playa de la Calle State, jugando y alborotando con los parroquianos.
Al regresar me encontré con otro mensaje procedente de la misma dirección. Incluía un número de teléfono. Y también mencionaba la cantidad de veinte mil dólares.
Durante un rato, vi una película en el sistema de vídeo interno, pero ya saben cómo son estas cosas. En el fondo del cerebro se toma instantáneamente una decisión y uno sabe lo que terminará por hacer, al margen de lo mucho que lo retrase.
Hacia la medianoche salí de la habitación del hotel y regresé al bar. Había una cabina telefónica al fondo, fuera de la vista y desde allí llamé al número indicado en el mensaje.
Me contestó al teléfono una mujer que parecía estar nerviosa. Me había descrito el recuerdo con detalle. Luego me dijo lo que deseaba. Tenía otro recuerdo, uno que habitualmente no constituía un problema para ella. Diez años atrás se había marchado de vacaciones con un hombre al que acababa de conocer, a un lugar de la Baja California que ella conocía desde mucho tiempo antes: Ensenada. Permanecieron allí durante un tiempo, dedicándose a pasear, comer marisco y pasárselo bien. Luego, regresó.
—¿Y eso es todo? —le pregunté.
Recientemente, había conocido a otro hombre. Le gustaba mucho. En realidad, estaba pensando unirse a él. Pero antes se iban a viajar juntos, sólo para estar seguros. Él quería ir a la misma ciudad en la que ella había estado con el otro hombre hacía tanto tiempo. Ella intentó sugerirle algún otro lugar, pero, para ellos, Ensenada se había convertido ya entonces en una especie de broma entre amantes.
Yo seguía sin ver ningún problema en todo eso, y así se lo dije. Mientras uno procure permanecer alejado de algunos de los puestos de venta de tacos, Ensenada es un bonito lugar.
Me contestó que no deseaba andar recordando cómo habían sido las cosas allí con el primer hombre. Creía que eso podría hacerle ver las cosas de un modo diferente. Realmente, amaba a este nuevo tipo y no quería echar a perder el viaje.
Sé que resulta extraño pero, pueden creerme, así es como funcionan las vidas de la mayoría de la gente. Son mucho más raras y triviales de lo que cabría imaginar. La mayoría de los clientes tenían razones mucho peores para olvidar algo durante un tiempo; en cierto modo, yo respetaba la actitud de esta mujer y sólo hubiera deseado tener en mi vida a una mujer que me tomara tan seriamente.
Seguía sin comprender, sin embargo, a qué venía tanto misterio. Lo único que tenía que hacer ella era especificar mi nombre cuando reservara el almacenamiento de su recuerdo.
Así que me lo confesó. Iba a estar fuera diez días.
Stratten no quería aceptar una reserva durante más de una semana. Yo lo sabía muy bien. Parecía haberse apoderado bastante bien del mercado de los recuerdos y, en consecuencia, imaginaba que debía de estar untando a un par de policías en alguna parte, pero si se enteraban de que sobrepasaba el límite, corría el riesgo de que todo se fuera al garete. Además, el recuerdo que la mujer quería dejarme no era un fragmento, sino un período completo, compuesto por tres días enteros.
Hasta entonces, nadie había tratado de hacer nada igual.
Pensé que iba a decirle que no, pero en lugar de eso me sorprendí a mí mismo al decirle que el dinero que me ofrecía no era suficiente. Tendría que dejar de trabajar para REMtemps durante una semana y media. Durante tanto tiempo, podía ganar ese dinero, sin correr el riesgo de que Stratten me descubriera.
—Cincuenta de los grandes —me dijo.
Yo tengo mi propia forma de enfrentarme a la tentación. Me limito a sucumbir ante ella y dejarla atrás.
A primeras horas de la tarde siguiente estaba en mi habitación, a la espera de la transmisión. Ya tenía en mi poder una tercera parte del dinero por la realización del trabajo, que había desviado hacia tres cuentas bancadas diferentes. El resto me sería entregado más tarde. La mujer había encontrado a un pirata informático con un transmisor y el tipo se las arregló adquirir el código de mi receptor. Eso ya me asustó un poco. Tomé nota mental de encontrar un modo de insinuarle a Stratten, una vez realizado el trabajo, que el sistema no era tan inexpugnable como él creía. Si no llevaba cuidado, el mercado negro no tardaría en meterse en el negocio. Y, lo que era peor, los trabajadores temporales de los recuerdos se encontrarían abarrotados con toda clase de mierda que no esperaban y por la que no se verían económicamente compensados.
Hablé por teléfono con la mujer y acordamos un día y una hora para que ella recuperara el recuerdo. Me dio un número de teléfono diferente al que me había dado en un principio; imaginé que se trataría del lugar donde vivía el pirata informático que me había localizado.
Luego, cerré los ojos y me preparé para recibir.
El recuerdo me llegó momentos más tarde. Una pulsión de ruido y olor que me llenó la mente como la peor migraña que hubiera tenido jamás, pero incrementada cien veces. Lancé un gruñido, incapaz incluso de gritar, y salí lanzado hacia adelante, desde el sillón, para caer sobre la alfombra, con espasmos en las manos y los pies. Durante un rato tuve la Impresión de quedar sordo y parcialmente ciego, pero eso no fue más que uno de mis problemas. Creía que estaba a punto de morir.
Al cabo de unos minutos se suavizaron los temblores, lo suficiente como para que pudiera arrastrarme hasta la mesita de noche y tomar un cigarrillo. Me levanté hasta la cama y me quedé allí tumbado durante un rato, boca abajo, a la espera de que el dolor remitiera. Finalmente, empezó a disminuir.
Media hora más tarde, me había sentado y bebía algo, lo que me ayudó. La vista se me empezó a despejar y pude escuchar una vez más el sonido de la gente que retozaba alrededor de la piscina, bajo mi ventana. Aún me sentía muy mal, pero ahora, por lo menos, sabía que iba a vivir.
El cerebro está diseñado para aceptar la vida a pequeños fragmentos, y no como sonidos, vistas, sensaciones e impresiones táctiles condensadas en una sola bala de recuerdo. Nuestras mentes están estructuradas por el tiempo y les gusta que las cosas se les transmita de modo secuencial. Yo no había considerado en realidad la diferencia entre recibir un fragmento rápido y singular de la vida de una persona, y asumir de golpe el equivalente de tres días de experiencia. Eso se puede equiparar a ver el mundo reconfigurado como un lugar donde el tiempo y el espacio no significan nada y donde todo es uno. SÍ no hubiera pasado años dedicado a presionar con mi mente, probablemente me habría derrumbado en un rincón, babeante y mirando fijamente hacia la nada.
Tal y como fueron las cosas, mi cabeza me seguía zumbando y palpitando, tratando de sortear lo que había recibido y de encajarlo en la cronología y los tipos. Percibí innumerables hilos de datos que se superponían como serpientes, en busca de alguna clase de orden. Quemadura solar en mi hombro; sal en los labios debido a un Margarita; el reflejo repentino del sol sobre la ventanilla de un coche. Mil frases brotadas todas al mismo tiempo, algunas de ellas para dejar mi cabeza, otras para entrar. Mi cerebro se tambaleaba bajo el peso, fallando como un corazón a punto de detenerse.
Torpemente, traté de llegar hasta el teléfono. Lo que había en mi mente eran grandes cantidades de servicio de habitaciones, pero antes tenía que llamar a la mujer para comunicarle que la transmisión se había producido. Soy bastante profesional en esas cosas. Marqué el número y esperé mientras sonaba, sostenía un vaso de ginebra helada contra la frente y jadeaba muy ligeramente.
No hubo respuesta. Corté el sonido de ¡a llamada y volví a marcar. Está vez conté hasta treinta timbrazos antes de volver a colgar el teléfono. Sabía que ella no se marcharía hasta el día siguiente, de modo que no me preocupé demasiado. Para entonces ya habían transcurrido cuarenta y cinco minutos desde el vertido. Probablemente, ella había salido para tomar algunas disposiciones, o quizá había regresado a casa.
Comí lentamente una hamburguesa, traída por un botones ofensivamente seguro de sí mismo, sin dejar de vigilar lo que sucedía en mí cabeza. Lo notaba como una revisión dura de un software de optimización, sin actividad suficiente como para recoger todos los datos. Algunos fragmentos de las vacaciones doradas de la mujer empezaban a encajar en su sitio, pero el resto era todavía enrevesado y nebuloso.
Una vez que hube terminado de comer, volví a llamar al número. Dejé que sonara durante largo rato y estaba a punto de colgarlo cuando alguien contestó.
—Dígame —dijo una voz que no reconocí—. ¿Quién es?
Desde el fondo me llegó un sonido extraño, como la reproducción de un sonido en un sistema amplificador.
—Hap Thompson —contesté, ligeramente desconcertado—. ¿Está ahí mi cliente?
—¿Y cómo cojones quieres que lo sepa, idiota? —espetó la voz y se cortó la conexión.
Volví a marcar inmediatamente el mismo número. Sonó pero no hubo respuesta. Luego, llamé a la compañía telefónica y la operadora me dijo que la línea no sufría ningún fallo y que no estaba permitido darme la dirección.
Llamé a Quat. Me dijo que me volvería a llamar. Durante diez minutos, me tambaleé de un lado a otro de la habitación, engullendo aspirinas como si fueran de caramelo.
Quat me llamó. Había logrado localizar el número. Pertenecía a una cabina telefónica situada en el salón de salidas de primera clase del aeropuerto O'Hare.
Llamé al otro número que tenía de la mujer. La línea estaba cortada. Luego, perdí el conocimiento.
Cuando lo recuperé, me sentí bastante asustado. Por dos razones. La primera es que nunca me había sucedido nada parecido, a excepción de los diminutos sonidos que se perciben inmediatamente después de haber recibido un recuerdo. La segunda era que, evidentemente, mi clienta me había jodido.
Me despedí del hotel y regresé rápidamente en coche a Los Ángeles, conduciendo por la autopista 1, para encerrarme en mi apartamento. Me entró el pánico al descubrir que alguien había introducido una nota por debajo de la puerta, pero resultó que era de los Dickens, mis antiguos vecinos. Formaban una agradable pareja con tres hijos, procedentes de Portland. Hace un año a alguien se le ocurrió la idea de venderle a todo el mundo lo bien que iba el país. Se inventaron una familia imaginaria: padres de una cierta edad, con tales y cuales antecedentes, empleos pasados y actuales, hábitos recreativos, sexos de los niños, edades, notas en los estudios y hasta color de los ojos; fueron muy específicos. Luego, iniciaron toda una campaña que dependía por completo de esos datos, y pusieron en juego su reputación al afirmar que una familia así era tantos y tantos dólares más opulenta cada semana, convencidos de que nadie podría contradecir sus afirmaciones. El problema fue que todo se echó a perder porque había efectivamente una familia así; los Dickens. Alguien de la Oficina de Estadísticas sintió pánico y les hizo un contrato, y los Dickens han estado en marcha desde entonces. La nota se limitaba a decir que saldrían una temporada a husmear por ahí, y que se marchaban. Me dejaron sus llaves y me dijeron que podía consumir la leche que habían dejado en la nevera.
Oculté el receptor de memoria en el dormitorio y pasé el resto del día metido en la bañera, bebiendo lentamente. Cuando me levanté, ya podía conjuntar la mayor parte de los dos primeros días del recuerdo. La mujer había bajado a Ensenada, pero sola. Se había pasado la mayor parte del tiempo bebiendo Margaritas en el bar de Housson y en otros bares. La primera noche fue bastante tranquila y a media noche se encontraba de nuevo en el mismo sitio por donde había empezado, una pequeña urbanización turística llamada Quitas Papagayo, junto a la playa, a casi un kilómetro costa arriba. Yo mismo había estado allí hacía ya mucho tiempo y, ya entonces, debían de haber transcurrido por lo menos treinta años desde sus mejores tiempos. Durante la segunda noche, borracha, estuvo a punto de regresar a casa en compañía de un marinero estadounidense. En conjunto, me alegró que cambiara de opinión y, en lugar de eso, le pegara una bronca a voz en grito en plena calle. Siguió gritándole, mientras el hombre desaparecía calle arriba, y luego regresó al bar, donde se dedicó a beber hasta que el establecimiento cerró. Sólo Dios sabe cómo pudo regresar a casa, porque ella no lo recordaba. Difícilmente podía considerarse aquello como las vacaciones ideales de toda una vida, aunque debo admitir que he visto cosas peores.
Y aquello tampoco había transcurrido hacía diez años. Se había llevado consigo un organizador y había controlado su correo electrónico casi obsesivamente; las fechas de la pantalla dejaban bien claro que sus «vacaciones» sólo habían durado un par de días antes de que se pusiera en contacto conmigo. Finalmente, recibió el correo electrónico que esperaba. Era breve. Sólo se trataba de una dirección. Salió entonces directamente del bar, se metió en el coche y ya estaba de regreso en Los Ángeles a primeras horas de la noche.
La siguiente parte del recuerdo, el asesinato en el cruce de calles, tardó rato en brotar. Nunca había experimentado hasta entonces una cosa igual. Aunque era muy reciente, ya estaba distorsionado y surgió rodeado de oscuridad. Era como si ya se hubiese puesto en marcha un proceso de olvido, antes de que ella decidiera librarse por completo de él. No sabía por qué quería ella perder el tiempo en Ensenada; cuando uno asume los recuerdos de otra persona no siempre se reciben todos los pensamientos que tuvieron mientras ocurrieron las cosas. Es lo mismo que sucede con las percepciones de las personas, cuyos datos y funcionamientos internos tienen lugar en partes diferentes de sus cabezas, mientras que han entrenado a una parte de su mente para permanecer distante en todo momento. Lo único que conseguí durante el tiempo que estuve en Baja California fue una agotadora sensación de desdicha, un deseo de estar borracho o muerto, todo ello mezclado con un oscuro regocijo. No es una buena forma de sentirse, claro, pero tuve la sensación de que así se sentía ella la mitad del tiempo. Desembarazarse de dos días de aquello no iba a suponer una gran diferencia para ella. Quizá había dedicado esos dos días a prepararse para asumir lo que había ocurrido, a volver a vivir ciertas cosas en parte de su mente, a prepararse para el momento definitivo. No lo sé.
Pero al final pude formarme una idea coherente de la última noche y de lo que había ocurrido, y supe su nombre cuando el tipo lo utilizó, justo antes de que ella lo matara. Le conté a Deck todo lo que pude recordar, desde el aspecto que ofrecía el cruce de calles, hasta la forma que tenía de pestañear el hombre llamado Ray o la cantidad de balas que ella le metió en el cuerpo. Y luego la sensación de vacío que experimentó al mirar fijamente el cadáver y el acto de volver a cargar el arma por el puro placer de hacerlo.
Y la entumecida desesperación que experimentó mientras huía corriendo, al darse cuenta de que aquello no había supuesto ninguna diferencia.
Laura Reynolds respiraba con facilidad, aparentemente dormida ahora. Volver a repasar el recuerdo hizo que sintiera algo nuevo hacia ella, aunque no estaba muy seguro de saber qué era. Quizá fuese culpabilidad. Había tomado algo que previamente sólo había estado en nuestras cabezas y lo había comunicado al mundo. Nunca había hecho algo así antes, consideraba la confidencialidad de mi profesión con una especie de orgullo semivalorado. Reprimí esa sensación, le ordené que desapareciese. Ella me había transmitido deliberadamente algo que podía suponer para mí una sentencia de cadena perpetua.
Al regresar, Deck estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia la calle. El cielo empegaba a aclararse ligeramente por los bordes y, en alguna parte, las máquinas productoras de neblina empezaban a cobrar vida. Todo parecía indicar que íbamos a tener un día caluroso, a menos que los productos químicos del cielo decidieran que les vendría mejor una ventisca. Ser meteorólogo en Los Ángeles no es la clase de trabajo chistoso que solía ser.
Al hablar, Deck lo hizo como si hubiera elaborado algo, como si antes hubiese despejado los temas secundarios.
—¿Quiénes crees que eran los tipos que aparecieron al final de la calle?
—No tengo ni la menor idea. No eran policías. De eso estoy bastante seguro.
—¿Por qué?
—No lo sé. Había algo en ellos… Además, me parecieron familiares.
—Son muchos los policías que a mí me parecen familiares.
—No, no de ese modo. Parecen formar parte de un antiguo recuerdo.
—¿Tuyo?
—Creo que sí. No creo que hicieran surgir ningún recuerdo así en ella.
—¿Pudieron haber sido ellos los que estuvieron aquí?
Negué con un gesto de la cabeza.
—A mí no me vieron, ¿recuerdas? Yo no estuve en el lugar del crimen. No hice nada. Sólo me siento como si lo hubiera hecho.
—¿Sabes lo que te ocurrirá si te atrapan llevando eso en la cabeza? —me preguntó, mirándome.
Ya me lo venía advirtiendo desde que empecé a trabajar con los recuerdos.
—Asesinato en primer grado, o por lo menos con algún atenuante.
—Ni siquiera sabes la mitad de lo que te esperaría —me dijo, con un gesto de pesar.
—¿De qué estás hablando?
Deck se dirigió más allá de la puerta y removió el montón de periódicos del día anterior. Supongo que debería cancelar la suscripción en papel y ahorrar así unos pocos árboles en alguna parte; pero leer las noticias en una pantalla nunca va a ser lo mismo. Encontró la edición que buscaba y me la entregó.
Revisé rápidamente la primera página.
Podía producirse un terremoto en cualquier momento.
Un empresario en bienes raíces llamado Nicholas Schumann se había suicidado de una forma espectacular; se citaba como causa la existencia de problemas financieros. Recordé vagamente el nombre; hasta es posible que fuera una de las ruedas que contribuyó a reurbanizar Griffith. Tuvo que haber cometido una estupidez realmente espectacular para haber perdido tanto dinero.
El tiempo seguía jodido y no creían que pudieran arreglarlo.
—¿Y qué? —pregunté finalmente.
—En la página tres —me contestó Deck.
Busqué la página tres y encontré un artículo sobre el asesinato, ocurrido seis días antes. Contaba cómo un hombre desarmado había muerto a causa de varías heridas de bala en la calle, en Culver City. Daba a entender que la policía tenía una serie de pistas, lo que significaba en el fondo que no sabían nada de nada, pero que trabajaban intensamente en el asunto. Informaba de la edad del fallecido, su profesión y también indicaba su nombre.
Era el capitán Ray Hammond, del departamento de Policía de Los Ángeles.
Cerré los ojos.
—Ella mató a un policía —dijo Deck—. Pero, todavía mejor, échale un vistazo a la última línea. Ni siquiera yo lo habría recordado si no lo hubiese mencionado. ¿Te imaginas quién está a cargo del caso?
Lo leí en voz alta y las palabras resonaron como una puerta pesada al cerrarse con tres candados.
—Teniente Travís, de la brigada de Homicidios, de la policía de Los Ángeles.
Levanté lentamente la mirada hacia Deck y, de repente, experimenté verdadero miedo. Hasta el momento, la situación había sido simplemente desastrosa. Ahora se había transformado francamente en un ámbito en el que los adjetivos ya no encajaban. Se habría necesitado un diagrama para explicarlo, un diagrama que mostrara la intersección de un arroyo y algo de mierda, y que dejara bien clara la ausencia ce instrumento alguno capaz de promover la propulsión hada delante.
Deck me miró fijamente.
—Estás jodido —me dijo.
5
Me derrumbé a las seis. En un momento estaba sentado en el sofá, hablando con Deck, y en el momento siguiente me había quedado dormido. Había permanecido despierto durante cuarenta y ocho horas y mi cerebro soportaba algo más que la carga habitual. Me sentía demasiado agotado como para soñar y, al despertar, poco después de las nueve, lo único que pude recordar fue otra imagen del coche plateado obtenida desde el extremo del recuerdo de Laura. Estaba de pie junto a la carretera, no sé dónde, pero parecía algún lugar familiar. A ambos lados se extendía un terreno pantanoso y cubierto de bosque y la carretera se extendía recta hacia el horizonte, trémula bajo el calor. Algo se dirigía violentamente hacia el lugar donde yo estaba de pie, moviéndose con tal rapidez que al principio no pude saber de qué se trataba. Luego me di cuenta de que era un coche; y el sol daba sobre él con tal fuerza que parecía como si estuviera girando como una peonza. A medida que se acercó empezó a aminorar la velocidad y al llegar a mi lado me desperté.
No sabía qué significaba eso, como no fuera que esa parte de mi cerebro trataba, evidentemente, de poner las cosas en orden, como lo había estado haciendo desde Ensenada. Le deseé que pudiera conseguirlo. Mi mente no era precisamente de las más agudas antes de convertirse en pensión barata para los recuerdos de los demás, y ahora tenía cosas mucho más acuciantes de las que preocuparme.
—Esa mujer empieza a moverse —dijo Deck.
Me quedé de pie en el dormitorio, esperando con impaciencia a que la señorita Reynolds recuperara la conciencia. Parecía que iba a ser un largo viaje y que iba a tardar algún tiempo. Ahora que yo estaba bien despierto, empezaba a surgir el pánico, pero no la azucé con un bastón ni nada de eso. Por el momento, confiaba en que toda la situación pudiera resolverse amistosamente.
Finalmente, ella abrió los ojos. Estaban bastante enrojecidos, en una combinación de resaca y de los efectos de haber pasado por una conmoción. Me miró fijamente durante un rato, sin moverse. —¿Dónde? —gruñó.
—En Griffith —contesté.
Yo tenía un vaso de agua en la mano, pero ella no acababa de comprenderlo.
—¿Cómo?
—La traje hasta aquí.
Se incorporó e hizo un gesto ante el dolor de los brazos. Tuvo que haber olvidado temporalmente cuál era la fuente de su dolor, porque al bajar la mirada y ver los puntos, apretó los labios y una pequeña e íntima expresión de pena y decepción apareció en su rostro. No supe sí eso se debía a lo que había ocurrido o al hecho de haber fracasado.
Le entregué el vaso de agua y bebió.
—¿Por qué hizo una cosa así? —me preguntó cuando hubo terminado.
—Si no lo hubiera hecho, habría muerto. Tal como están las cosas, no se le permite desaparecer así como así. ¿Quiere una sopa de pollo?
—Soy vegetariana —me contestó, mirándome.
—Muy bien… Su cuerpo es un templo. Lleno de sustancias como vodka y drogas.
—Vamos a ver, ¿quién es usted?
—Hap Thompson.
Se levantó de la cama con una velocidad que me pareció realmente impresionante, aunque una vez de pie vaciló de un modo alarmante.
—La puerta está cerrada con llave y la ventana no está abierta —añadí—. No va usted a ninguna parte.
—¿De veras? Pues fíjese.
Me apartó de un empujón y salió rápidamente al salón. Allí, Deck levantó la cabeza y ella lo miró, desafiante, con el rostro pálido.
—¿Quién demonios es usted?
—Deck —contestó sin inmutarse—. Soy amigo de Hap.
—Eso está muy bien. Mire, ¿dónde están mis ropas?
Tomé el abrigo que había dejado en un extremo del sofá y rebusqué en sus bolsillos. Había unas bragas, unos sostenes, un par de pantalones y un vestido de un delgado material verde. Se lo tendí todo. Laura me miró como si le hubiera ofrecido partir una nuez entre las nalgas.
—¿Y?
—Es todo lo que pude traer —le dije encogiéndome de hombros.
—¿Y mi bolso se quedó allí?
—En la habitación del hotel.
—¿Qué es usted, una especie de monstruo o qué? ¿Secuestra a una mujer y ni siquiera le trae el bolso?
—Es realmente muy amistosa, ¿verdad? —preguntó Deck, mirándome con una sonrisa burlona.
—Mire usted, jodido majadero —exclamó Laura, volviéndose a mirarlo—, ¿le importa que lo llame así? El secuestro es un delito federal. Tienen ustedes suerte de que no tome inmediatamente el teléfono para llamar a la policía.
—También es un delito el desprenderse de recuerdos —le dije—, por no hablar del asesinato. Usted y yo sabemos muy bien que lo último que va a hacer será ponerse en contacto con la policía.
Ella se quedó con los ojos en blanco y causó una buena impresión de total ausencia de recuerdo.
—¿De qué asesinato me habla? —preguntó.
Por un momento, resultó difícil creer que fuese la misma mujer a la que había sacado de un baño ensangrentado en plena madrugada. Parecía del tipo de directora de banco capaz de marchitarse hasta convertirse en una pasa sin dejar de fruncir el ceño. O bien Woodley había hecho un trabajo extraordinario al remendarla o era tan dura como el infierno.
—Una bonita intentona —le dije, sosteniendo su mirada—, pero eso no va a funcionar conmigo. Yo me dedico a esto para ganarme la vida. Usted ha perdido por el momento los detalles de lo que ocurrió, pero sigue sabiendo lo que ha perdido. Recordará que fue usted quien me buscó, y recordará también por qué lo hizo.
—Aceptó usted el trabajo, y se le pagó por ello.
—Me mintió. Y sólo he recibido un tercio del dinero.
—Le conseguiré el resto.
—No creo que disponga de él y, de todos modos, no lo quiero. No se preocupe, le devolveré lo que me pagó. A juzgar por lo ocurrido esta noche, parece ser que el vertido de su recuerdo no funcionó en su caso.
Laura me miró con expresión enfurecida y luego se dirigió hacia la puerta de salida. Probó a tirar del manillar pero estaba cerrado con llave, como ya le había advertido.
—Abra esta puerta —ordenó.
—¿Hay café? —preguntó Deck, con la cafetera en la mano, desde el otro lado de la barra que separaba la pequeña cocina.
Laura le propinó una patada a la puerta, y estuvo a punto de caer ella misma.
—Ábrala.
—Encantador —dije—. Creo que me queda algo de moca de menta en alguna parte.
Ella se abalanzó hacia mí. Por un momento, creí que me daría una buena bofetada en la cara, pero se limitó a arrebatarme las ropas y desapareció en el cuarto de baño, donde cerró la puerta de golpe e hizo girar el pasador. Decidí que «tan dura como el infierno» era la respuesta a mí pregunta.
—¿Estará bien ahí dentro? —preguntó Deck.
—Sí, a menos que pueda romper la ventana y saltar diez pisos.
—No —replicó, impaciente—. Me refiero si estará realmente bien.
Sabía a qué se refería.
—Creo que sí.
Sospechaba que tratar de suicidarse a primeras horas de la mañana, con una fuerte resaca y dos hombres tremendamente molestos con una, debía de ser algo muy diferente a hacerlo durante la madrugada y a solas.
Deck encontró el café y lo vertió en la cafetera. Yo antes tenía una verdadera cafetera, como todo el mundo. Se le dice dónde están los granos de café y se le enseña a utilizar el grifo del agua, y tienes café preparado cada vez que quieres. Pero, debido a un error de diseño, el agujero por donde sale el café está bastante más cerca de la parte posterior de la máquina de lo que cabría esperar, y después de haber visto a la pequeña biomáquina acuclillada sobre una taza, gruñendo con un esfuerzo, suelo prescindir de la idea de tomar una bebida caliente. Cuando las cosas salen mal, como le suele suceder invariablemente, el resultado tiene un sabor bastante extraño. La mía se puso enferma, con lo que sospecho fue el equivalente de una intoxicación alimentaria de una cafetera y, simplemente, no pude seguir teniéndola en casa por más tiempo. La dejé en el callejón que hay detrás del edificio a últimas horas de una noche, y a la mañana siguiente había desaparecido. Quizá encontró la forma de llegar hasta México para reunirse con sus camaradas. De ser así, tuvo que haber formado parte de un grupo diferente al que me encontré cuando iba camino de Ensenada. Aparentemente, tienden a mantener vivos los agravios y entre todas ellas podrían haberme obligado a salirme de la carretera. Quizá no lo hicieron porque no echaron un buen vistazo a mi rostro.
Deck me entregó una taza.
—Ella no aceptará recuperarlo.
—No bromees. —Después de haber conocido adecuadamente a Laura Reynolds estaba deseando ahora haberla despertado con un buen bastonazo. También me resultaba difícil creer que hubiera esperado que las cosas fuesen diferentes—. Así que tendremos que utilizar el recurso favorito de todos los tiempos: el plan B.
—¿Cuál es?
—Exactamente lo mismo, excepto que tendremos que mantenerla encerrada bajo llave hasta que yo consiga el transmisor.
El sonido del agua y la pataleta ocasional de mal genio dejaron bien claro que Laura se estaba duchando. Yo casi esperaba ya recibir un nuevo rapapolvo cuando saliera del cuarto de baño, por no haberle llevado champú y bastoncillos de algodón para los oídos.
—Y a propósito —añadió Deck—. Llamó ese tipo tan extraño, Quat.
—Mierda —exclamé, pensando que se iba al traste mi siguiente movimiento, servido en una bandeja de plata—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—No sabía que fuera importante —contestó Deck con un encogimiento de hombros—, y él casi colgó antes de que yo contestara. Al parecer, preparaste una devolución de llamada. Sólo dijo que estaba en casa, por si querías hablar con él.
—¿Puedes hacerme un favor? —le pregunté, poniéndome en movimiento.
—Absolutamente negativo. Que te jodan. —Esperé, paciente y él terminó por sonreír con una mueca—. Supongo que ahora querrás que te haga de canguro, ¿no es eso?
—Tengo que ir a ver a Quat.
—¿Por qué no te limitas a llamarlo?
—Porque él no hace negocios de ese modo.
—¿Cuánto tiempo será?
—Muy rápido.
Deck se arrellanó en el sofá y me señaló con un dedo.
—Mejor que sea así. Sospecho que Laura Reynolds es una persona de la que habrá que ocuparse cuando se vuelva loca. Vas a necesitar con ella todo tu encanto y actitud de ganador.
—Media hora como máximo —le aseguré.
El vestíbulo de abajo estaba tranquilo y sólo había unas pocas personas instalando sus tenderetes. Durante el día, la mayoría de ellas venden artesanía, objetos inexplicables hechos en principio a partir de trozos de madera originalmente utilizada para alguna otra cosa, que uno se lleva a casa y traslada de una habitación a otra hasta que te das cuenta de que la buhardilla es el mejor lugar para guardarlos, preferiblemente si es la buhardilla de algún otro. Estoy firmemente convencido de que en el crepúsculo de nuestra civilización, cuando todo lo que hemos hecho haya quedado reducido a la nada y nuestro planeta quede una vez más inactivo, convertido en hogar de únicamente unas pocas criaturas valientes, probablemente chinches, que tengan el coraje de esforzarse para superar cualquier némesis que hayan causado a la madre naturaleza, alguna raza extraña aterrizará y emprenderá trabajos de arqueología. Y todo lo que encontrarán, particularmente en las zonas costeras, serán capas de espejos hechos de tableros recuperados, con marcos de hierro soldado, o bolsas de esculturas de madera de deriva de barcos de pesca estrellados contra las rocas, y se mirarán tristemente entre ellos y admitirán que esta era una civilización a la que le había llegado la hora.
Localicé rápidamente a Tid, el tipo que me había aparcado el coche y le di el habitual billete de diez. Me agrada pensar que el nuestro es un acuerdo voluntario que demuestra una gran generosidad por mi parte, pero sospecho que sin el jamás descubriría dónde me habían aparcado el coche. Tid es un hombre pequeño, de aspecto horrible que parece alimentarse exclusivamente a base de M&M, pero siempre nos hemos llevado bastante bien. El dinero es así: promueve unas relaciones fuertes y directas. Esta vez, le deslicé un billete extra de veinte, le pedí que me hiciera un favor y luego eché a correr hacia el aparcamiento, bajo el edificio.
El coche estaba aparcado en el extremo más alejado, acurrucado en un rincón oscuro. Era un lugar perfecto para mí, porque no iba a ir a ninguna parte. Entré, puse la alarma y cerré las puertas.
La mayoría de la gente entra en la red desde sus casas, evidentemente. Aunque las facturas de mi cuenta se enviaban ahora a mi apartamento, seguía teniendo el ordenador en el coche porque ese había sido el lugar más estable en mi vida durante los dos últimos años. Lo compré después de mi primer par de meses de trabajo para REMtemps y lo equipé por completo. A medida que acumulé más dinero, lo actualicé y modernicé hasta el punto de que ni siquiera yo recordaba dónde estaban todos los cables. Arrancarlo todo y reconstruirlo en el apartamento era una de esas cosas que nunca se me habían dado muy bien, como arrojar bolígrafos que no funcionaran del todo bien o conseguirme una vida.
El ordenador del coche es capaz de introducir imágenes directamente en el cerebro, de modo que no tengo que ponerme gafas de realidad virtual. Lo único que tuve que hacer fue apretar el conmutador, cerrar los ojos y ser transferido al otro lado.
La luz cambió y, en lugar de encontrarme en el sótano, me situé en mi página principal estándar, que daba a un frondoso distrito residencial de una pequeña ciudad de Estados Unidos. Apreté el acelerador y saqué el coche a la calle. Mi coche de la red tiene el aspecto de un Caddy del 59, un tanto aparatoso, con aletas traseras y pintura azulada al polvo, pero las características del motor son de lo más actualizado. En la red no me importa conducir con rapidez, debido al protocolo anticolisión que llevo incorporado; de hecho, a veces acelero y me lanzo directamente contra la gente, por el simple placer de hacerlo. Resulta especialmente divertido si te encuentras con una de esas antiguallas que se niegan a aceptar la nueva metáfora e insisten en viajar por la red montados en tablas de surf. Se los ve ocasionalmente, como viejos hippies que avanzan lentamente por la carretera, en tablas equipadas con pequeñas ruedas de patinaje, y que no hacen más que quejarse del tráfico y de los buenos y viejos tiempos de las guerras entre buscadores.
Giré a la izquierda para salir de mi calle y cruzar las líneas troncales durante un rato, y luego giré a la derecha y corté por un atajo hacía las colinas de dominios personales situadas al otro lado. En estos tiempos que corren, uno tiene que abrirse paso por entre un montón de suburbios cibernéticos, dominios familiares llenos de vídeos digitalizados de las vacaciones y todo tipo de detalles entontecedores acerca de cómo el pequeño Todd pasó sus exámenes, antes de llegar a las zonas más oscuras. Antes solías teclear un URL y saltabas directamente a la página principal de alguien. Pero las cosas cambiaron cuando empezaron a desplegarse por los espacios tridimensionales y a construir lo que parecían ser verdaderas casas, y cuando sus propietarios empezaron a pasar verdadero tiempo en ellas. Ahora, todo el mundo quiere que subas por el camino de acceso y llames al timbre de la puerta, como una persona civilizada. Con la mayoría de los demás lugares, puedes saltar directamente al distrito general, pero no al lugar al que yo iba, y los nudos de enlaces agrupados eran a menudo tan malos que casi era mejor descender y realizar el resto del trayecto a píe. Así pues, lo que se había iniciado como una realidad alternativa, terminó por convertirse en otra capa más de lo mismo y de lo viejo, que funcionaba según reglas más o menos similares.
Los humanos son así. Muy poco imaginativos.
Me recordé a mí mismo, como era habitual, que debía visitar pronto a mis abuelos. Pero no era éste el momento apropiado. Raras veces lo era. Se habían retirado a la red hacía ya seis años, unas dos semanas antes de la Segadora Macabra. Se compraron una destartalada granja virtual en las afueras de Australasia.Net, justo poco antes de morir, y se hicieron transferir allí. Desgraciadamente, fueron timados por su agente de bienes raíces, y la resolución está jodida. Donde viven sólo se ven polígonos y grandes bloques de color, y las voces resuenan como si procedieran de altavoces que hubieran llevado una vida anterior en una banda que tocara en un ambiente basura. Supongo que podría telefonearles desde el mundo real, pero eso me pone la carne de gallina: demasiado fingir que siguen vivos. Son, o fueron, buena gente y me alegro de que, en cierto modo, todavía pueda acceder a ellos, pero hay barreras que sospecho no deberían violentarse nunca. Seguimos sin saber tantas cosas como creemos saber sobre la mente, y ahora hay en ellos algo así como apagado, como sí los bordes romos se hubieran perdido en la traducción. Muéstrame una persona sin un grano de arena en su naturaleza y te mostraré a alguien un poco horripilante.
Comenzaba a perder un poco de velocidad, lo que significaba que empezaba a aumentar el tráfico, gente que comprobaba su correo y se ponía en la cola para realizar las compras de primeras horas de la mañana. Las calles todavía parecían vacías, pero eso se debía a que me gusta que sea así y suelo preparar mi equipo para que filtre todos los demás coches, excepto los de gente a la que conozco.
Deck detesta la red, y no suele entrar en ella a menos que se vea obligado. Dice que no confía en la experiencia mediatizada. Le pregunté de qué revista había sacado esa idea y admitió que era algo que solía decir una antigua novia suya. A mí, en cambio, me gusta y disfruto con la sensación de ir a lugares sin moverme realmente de la silla y de estar en cualquier otro lugar en un abrir y cerrar de ojos. Pero la utilizo principalmente para acceder a gente que se niega a hacer negocios de una manera normal. Quat, por ejemplo, que no está dispuesto a realizar ninguna transacción por teléfono. No confía en ellos, lo que no deja de ser un verdadero incordio cuando necesitas algo con urgencia.
Mientras conducía, mi mente funcionaba a toda pastilla, tratando de predecir los aspectos nuevos de ¡a situación, ahora que sabía más cosas del tipo al que había asesinado Laura. La conclusión a la que me llevaba todo ello era muy simple: tenía aún más razones que antes para devolverle la experiencia a la cabeza de Laura y sacarla de la mía, y debía hacerlo con la mayor rapidez posible. Si hay algo que realmente les toca las pelotas a los polis es que la gente liquide a uno de los suyos. Yo no sabía cuánta diferencia podía suponer en el hecho de que yo no hubiera apretado realmente el gatillo, pero sospechaba que si me descubrían no se entretendrían a considerar las complejidades metafísicas del caso.
Por el lado positivo, suponía que el caso no iba a ser fácil de desentrañar y que, por el momento, estaba razonablemente a salvo. La única forma que tenían los policías de llegar hasta mí era a través de Laura, y algo me decía que la conexión de ella con Hammond no era de las que iban a saltar a la luz a primera vista. El recuerdo prestado que tenía de los ojos del capitán me indicaba que era un hombre que sabía guardar secretos, y que Laura sería uno de ellos. Lo que no encajaba en la imagen eran los tipos de gris que se acercaban por el extremo de la calle. Tal como le había dicho a Deck, no me parecían policías, algo de lo que estaba más seguro ahora que sabía quién había sido Ray Hammond. Lo intuía debido en parte a su reacción en la escena del crimen y en parte a algo que había en ellos. No tenían nada contra mí, de modo que tampoco había necesidad de hacer nada al respecto, excepto tenerlos en cuenta.
Quizá los policías le apretaran las tuercas a Stratten y a cualquiera que ofreciese servicios similares, para obtener información sobre sus clientes recientes. Stratten no estaría enterado del trabajito que yo había hecho por mí cuenta, pero tenía que asegurarme de actuar de la forma más normal posible, ya que, de otro modo, su cerebro podía empezar a atar cabos. En otras palabras, tenía que llamarlo y actuar amablemente.
Le daba vueltas a todo de uno y otro lado y llegaba siempre a la misma conclusión. Si podíamos no llamar la atención durante un tiempo y Quat estaba dispuesto a echarme una mano, lo más probable es que no me ocurriera nada. Lo que sólo dejaba en pie una cuestión, irrelevante, pero no por ello menos curiosa.
¿Qué diantres estaba haciendo un policía de categoría en una zona desértica de Los Ángeles?
Finalmente, el ciclo empezó a oscurecerse y recupere velocidad a medida que me acerqué a la zona adulta. Una niñera de la net me miró en la intersección y me dejó pasar, al juzgar correctamente que tenía una edad adulta, aunque no fuera necesariamente un adulto. La zona adulta no es un lugar hogareño: aquí es noche perpetua, las gasolineras y los mini-mercados permanecen abiertos las 24 horas del día, nunca hay nadie en los refugios de las paradas de autobuses y se ve a figuras solitarias deambulando por las calles, pero tenía que cruzar la zona para llegar adonde viven los salvajes. Distintos estandartes publicitarios en competencia se mantuvieron a la misma velocidad que el coche, a pesar de mi rapidez, gritando anuncios sobre las mercancías del sexo. Gradualmente, se empezaron a pegar unos a otros, tratando de eliminar al contrario, y se fueron quedando atrás. En un momento determinado, en el asiento del acompañante del coche apareció una mujer totalmente desnuda, de figura realzada por la silicona, para hablarme arrulladoramente sobre las cosas que podía ver por 19,95 dólares la hora, pero yo mantuve el pie apretado sobre el acelerador y llegué hasta el otro lado antes de que las cosas se me escaparan de entre las manos. La imagen hizo un mohín y se disolvió en cuanto crucé la línea que daba acceso al territorio pirata, dejándome a solas, con el sonido de un beso.
Estos volvían a ser dominios individuales, pero las casas son de un diseño mucho más barroco y tienen perros guardianes y dormidos en la parte delantera. En cuanto uno intenta pasar en el crepúsculo, cada uno de ellos abre un ojo y emite un gruñido, solo para hacerte saber que está ahí. Son, básicamente, detectores piratas, capaces de enfrentarse con cualquier clase de supervirus. Hubo una época en la que se veían leones, dragones y vórtices eternos de seres mortales armados con cuchillos que mantenían la vigilancia, pero los piratas aceptaron la moda que impuso uno de ellos, y los perros volvieron a adueñarse del ambiente.
En la zona pirata, el tiempo parece hacerse un poco más lento, debido a todas las exigencias de procesado de sus pequeñas trampas y guaridas. Las calles raras veces conducen hasta donde uno espera y uno puede verse arrojado repentinamente hacia algún otro lado de la red, a menos que sepas adónde vas y que se te haya despejado el camino previamente.
Finalmente, llegué a la calle de Quat y conduje hasta su puerta. Su perro guardián se incorporó y me miró bizqueante e irritado mientras yo me aproximaba. Es una versión antigua, y empieza a estar cansado, pero Quat es demasiado sentimental como para cambiarlo. Extendí la mano y permití que el perro la olisqueara, con el temor de perder los dedos, como me sucedía siempre, pero él reconoció mi fichero de preferencias y me dejó pasar. Intenté echarle una galleta al pasar, pero finalmente la bloqueé, como siempre. Una de las galletas más suaves de Quat localiza tu sistema operativo en lenguaje Amish y, en cierta ocasión, convirtió a mi avatar en un asesino en serie. Me cargué a catorce personas virtuales en Ciburbia, antes de que los policías del sistema dieran conmigo pero, afortunadamente, Quat había incluido una función de deshacer y finalmente no se causó ningún daño permanente.
Aparqué delante de la casa y subí por el camino de acceso hasta la puerta delantera. Mientras el timbre hacía resonar en las entrañas de la casa lo que me pareció una sinfonía elegida al azar, trasladé nerviosamente el peso de mí cuerpo de un píe a otro y miré por la ventana hacia el salón de Quat. Estaba todo muy bien arreglado, como siempre lo está. Quat se siente tan orgulloso de su casa que, según dicen los rumores, cuando da una fiesta, incluso en el mundo real, insiste en que todo el mundo vaya modelado en código y se pase la noche en una versión de realidad virtual de su apartamento; de ese modo, cuando se marchan, puede restaurarlo todo y dejarlo como estaba desde la copia de seguridad, sin tener que limpiar las manchas de vino y recoger los vómitos. Yo nunca he visto a Quat en carne y hueso, pero la verdad es que me lo creo.
—Yo —exclamó al abrir la puerta—. Recibiste mi mensaje.
—Bonito traje, Quatty —repliqué.
Quat siempre viste como un agente del FBI particularmente acicalado de los años cincuenta, lo que supongo no es más que una especie de afirmación irónica. Su rostro virtual también ofrece una imagen de férrea respetabilidad, mientras que en el mundo real supongo que tiene el aspecto de cualquier pirata un tanto descuidado que no gasta mucho dinero en ropa.
—No puedo quedarme mucho tiempo —le dije, y asintió con un gesto.
—Supongo que una llamada a las tres de la madrugada no sería puramente social. ¿Qué necesitas?
—¿Qué clase de máquina?
Lo miré directamente a los ojos antes de contestar.
—Un transmisor de memoria.
—¿Hablas en serio? —me preguntó, enarcando una ceja.
—Totalmente. Y la necesito pronto.
Sacudió la cabeza lentamente, sin dejar de mirarme.
—Pronto es algo que no te puedo conseguir. Va a ser muy difícil, como sabes muy bien. Y caro. Sólo conozco a dos personas que podrían conseguir una, y ambas están cumpliendo condena, sin la menor esperanza de tener acceso a la red.
—Hay alguien por ahí que puede hacerlo —le aseguré.
—¿Cómo se llama?
Negué con un gesto de la cabeza y deseé habérselo preguntado a Laura, aun sabiendo que ella no me habría contestado.
—Sólo confía en mi palabra. Esa persona existe. Y por mucho que cueste, necesito esa máquina. Ahora.
—¿Alguien ha aceptado un trabajo que no debería haber hecho?
—Así es como están las cosas.
—¿Y no te preocupa que si Stratten descubre lo que sucede se va a poner extremadamente furioso, incluso tanto como para matar?
—Quat, no me queda otra alternativa. La última cantidad de dinero que me dividiste en varias cuentas fue el primer pago por el trabajo. El vertido del material ya está en mi cabeza. Tienes que encontrar a ese tipo, y rápido.
Las reacciones faciales no significan gran cosa en la red, pero el rostro de expresión firme de Quat parecía ahora especialmente férreo.
—¿Qué te ha caído encima?
—Un asesinato. La muerte de un policía. Y hay algo raro en todo esto. Necesito quitármelo de la cabeza.
Apartó la mirada y revisó con los ojos la prístina pulcritud del pasillo. En la realidad, podría haber estado haciendo cualquier cosa, y probablemente ya había empezado a establecer la conexión con sus contactos.
—Tengo que marcharme —le dije—. Dime una previsión.
—Veinticuatro horas.
Bajé la cabeza.
—¡Mierda! ¿Tanto?
—Y eso sí tienes suerte. ¿Dónde vas a estar?
—Donde esté —le dije y me marché.
Quat y su casa se disolvieron en una rociada de puntitos en la pantalla, y volví a encontrarme en el aparcamiento. Estaba a punto de bajar del coche y subir corriendo la escalera, con ese vigor juvenil que poseo, cuando decidí que me vendría bien un cigarrillo sin que Laura Reynolds se quejara. Mientras tanto, le pedí al teleordenador que me pasara rápidamente los titulares de las noticias del día. La gente estaba haciendo cosas, o había hecho cosas, ninguna de las cuales tenía importancia directa para mí. Iba a ser un día soleado, a menos que más tarde se fastidiara.
No apareció nada sobre el caso Hammond. La vida seguía su paso con firmeza, al menos por el momento.
Terminé el cigarrillo y salí del coche, procurando que no se escapara nada de humo.
Supe que algo andaba mal en cuanto cerré tras de mí la puerta del apartamento. En lugar de llamar, utilicé mi llave, imaginando que Laura podría estar con ánimos de intentar escapar. Resultó que eso no debería haberme preocupado. El salón estaba vacío y un simple vistazo hacia un lado me indicó que en el cuarto de baño tampoco había nadie. Recorrí rápidamente las dos habitaciones, luego me volví y registré nueva e inútilmente el salón. Deck y Laura seguían sin aparecer.
Me detuve antes de volver a registrar las habitaciones. El apartamento estaba vacío. Pueden estar seguros. Los objetos de las habitaciones ofrecían ese aspecto autosuficiente y destacado que tienen cuando disponen de todo el espacio para sí mismos. Me quedé quieto por un momento, parpadeando, sin saber muy bien cómo reaccionar, pero sospechando que dejarme arrastrar por el pánico podía ser una buena forma. No es que le hubiera dicho específicamente a Deck que no saliera con Laura a comprar o hacer algo, pero es un tipo inteligente. Estoy seguro de que comprendió perfectamente la situación. Sobre el mostrador encontré una tercera taza usada de café, lo que significaba que Laura había tenido tiempo de terminar en el cuarto de baño y que había aceptado una taza, sin duda con un gesto irritado. La lectura del contestador automático indicaba que nadie había llamado, como se encargó de confirmar de mal humor la propia máquina.
No había ninguna nota, ninguna señal de forcejeo en el apartamento. Simplemente, allí no había nadie. Notaba el lugar como el María Celeste[1] sólo que no era un barco y estaba alfombrado.
En ese momento sonó el teléfono. Lo cogí en seguida.
—¿Deck?
—No… Soy Tidster.
—Ah, hola, Tid. ¿Has visto a Deck? ¿Lo has visto con una mujer?
—No —contestó, echándose a reír—. Eso sería algo digno de recordar, ¿no le parece?
—¿No le has visto salir del edificio?
—No.
—Entonces, ¿para qué demonios me llamas?
—¿Le sigue interesando saber si hay por ahí algún merodeador con aspecto oficial?
—¿Qué puedes decirme? —le pregunté con la sangre algo más helada.
—Coche plateado, dos tipos, hace diez segundos.
—¡Santo Dios!
Le colgué el teléfono a Tíd, que seguía hablando, tomé el abrigo y salí corriendo del apartamento. Vacilé un momento en el pasillo y luego me dirigí hacia la batería de ascensores que descienden por el lado norte del edificio, calculando que los hombres subirían por la parte central.
Mientras me apresuraba, me hice cuatro preguntas: ¿Cómo demonios habían descubierto el apartamento? ¿Por qué me buscaban? ¿Cómo sabían siquiera que yo existía? ¿Quiénes demonios eran?
No obtuve ninguna respuesta. Ya casi al final del pasillo aminoré el paso y me detuve justo antes de doblar la esquina. Tenía los nervios de punta y no sólo debido a la situación general. Me sentía atrapado. Miré atrás, hacia el apartamento: aún no se veía la menor señal de nadie, pero en cuanto entraran en mi pasillo, me verían y yo estaba demasiado lejos como para escuchar las puertas del ascensor. Grandes y ruidosas secciones de mi cerebro me gritaban que siguiera corriendo, que me dirigiera hacia la otra batería de ascensores y bajara a otro piso. Pero alguna otra voz me aconsejó que llevara cuidado. Y decidí hacerle caso.
Me metí la mano en el bolsillo y saqué el reloj, que sacudí hasta que se despertó.
—¡Eh! Pero ¿qué hora es? —preguntó, irritado—. Estoy cansado.
—Tengo un trabajo para ti —le dije.
—Magnífico —exclamó el reloj, iluminándose considerablemente—. ¿De qué se trata?
—Necesito que des la vuelta a ¡a esquina y avances hasta que veas las puertas de los ascensores.
—¿Por qué?
—Sólo haz lo que te digo. Si se abren las puertas y surge por ellas algo con forma peligrosa, vuelve corriendo y gritando hacia aquí.
Dejé el reloj despertador en el suelo. Me miró receloso y le hice señas para que siguiera adelante. Mientras avanzaba torpemente y doblaba la esquina, manteniéndose cerca de la pared, me preparé para sentirme como un estúpido.
Durante un rato, todo permaneció tranquilo; luego, escuché las puertas del ascensor al abrirse. El reloj no gritó.
Ya casi había medio doblado la esquina cuando escuché algo más.
Un solo disparo.
Tras una breve pausa en la que me quedó como petrificado, me sacudí conmocionado para ponerme en movimiento en el momento en que el reloj doblaba precipitadamente la esquina y avanzaba hacia mí.
—¡Mierda! —exclamó con un grito y la respiración entrecortada.
Luego, desapareció. Lo seguí con toda la rapidez que pude, pero no lo suficiente como para evitar echar un vistazo a los que habían salido del ascensor.
Eran dos hombres. Vestidos de gris.
Corrí rápidamente por el pasillo, sabiendo que estaba atrapado. Al adelantar al reloj, éste trató de cogerse de mis vaqueros, se aferró a una de las perneras del pantalón y me subió frenéticamente por la pierna. Al llegar a lo alto se escurrió rápidamente dentro del bolsillo de la chaqueta, donde se ocultó en el rincón más profundo. En seguida me di cuenta de que aquello sería de una gran ayuda para mí.
Escuché entonces un tintineo y me di cuenta de que alguien estaba a punto de llegar al piso procedente de los ascensores centrales. Miré hacia atrás y vi que los dos hombres avanzaban por el pasillo, siguiéndome. Corrían con rapidez, con un estilo compacto en el que cada paso que daban era exacto al anterior. En ese preciso momento, me di cuenta de algo que no había sido registrado conscientemente por la memoria: ambos llevaban gafas de sol antiguas, como ojos de escarabajo.
El de la derecha me distinguió y disparó; la bala silbó a un palmo de distancia de mi pierna. En seguida recuperé el ritmo de la carrera y hasta un poco más. Al dar la vuelta a la esquina, a toda velocidad, vi a cuatro viejos que salían en ese momento del ascensor, en una nítida formación de a dos. Me miraron muy alarmados. Yo pasé por entre ellos, justo por el medio, derribando a tres y me metí en el ascensor, pulsando frenéticamente el botón para luego apretarme contra la pared lateral, mientras los viejos gritaban y jadeaban. Afortunadamente, las puertas se cerraron con rapidez y yo me limité a mirar hacia delante, a medida que se cerraba el ascensor, ligeramente jadeante, sin molestarme en mirar por el hueco que se cerraba.
Luego, una vez cerradas las puertas, el ascensor inició el descenso.
—Me han disparado —exclamó una voz apagada desde el bolsillo, con tono de sentirse genuinamente enojada.
—Jodidos bribones —exclamé sacando mi arma—. Eso no lo voy a permitir.
—¿Lo dices en serio?
Introduje una bala en la recámara.
—Absolutamente. Eres mi reloj despertador, Cualquiera que dispare contra ti va a tener que vérselas conmigo.
Decidí en contra de perder el tiempo en los pisos inferiores y bajé directamente al sótano. Hice oscilar el arma a uno y otro lado al salir, pero allí no había nadie. Me volví y disparé contra los controles del ascensor a ambos lados, poniendo en marcha una alarma que empezó a sonar con implacable vehemencia.
Recorrí el aparcamiento notando los pelos de punta en la nuca, casi esperando que algo pequeño y duro me penetrara por ella en cualquier momento. Abandoné las instalaciones del Falkland a casi ciento sesenta por hora, decidiendo por una vez en mí vida que el software anticolisión sólo era para gallinas. Perdí el extremo trasero por un momento al salir a la calle, causando una cierta inquietud entre los viandantes, y luego apreté a fondo el acelerador.
Sólo cuando me encontraba a más de medio kilómetro de distancia recordé que había dejado el receptor de memoria en mi apartamento.
6
Llamé a la casa de Deck desde el coche, aunque sabía que era inútil. Vive cerca de la parte delantera de Santa Mónica y no había forma de que hubiera podido llegar allí en el tiempo que yo estuve en la red, ni siquiera suponiendo que hubiera tenido razones para irse. El teléfono sonó un rato y luego respondió su contestador automático. Grité algo breve y escueto y colgué.
Una vez que hube cruzado el muro y que volvía a encontrarme en el Los Ángeles real, reduje la velocidad a algo que se pareciese a lo legal y volví a seguir al revés la ruta que hice la noche anterior Imita el Boulevard. No sabía qué otra cosa podía hacer. Sólo se me ocurrió pensar que Laura había convencido de algún modo a Deck para que la llevara al hotel para recoger sus cremas humidificadoras y exfoliantes. Ya, ya sé que era mucho suponer pero, o se trataba de eso o todavía estaban en Griffith, en alguna parte, y estaba convencido de que por lo menos durante las dos horas siguientes sería mejor para mí esperar en alguna otra parte. No tenía ni la menor idea de quiénes eran los tipos de gris ni lo que querían, pero estaba claro que andaban muy ansiosos por encontrar a personas a las que ni siquiera habían conocido antes. Quería poner entre nosotros la mayor distancia posible. Pensé, con toda lógica, que Deck conocía mi número; me llamaría en cuanto pudiera. Eso, claro está, suponiendo que nadie se lo impidiera.
No me sorprendió nada ver al mismo lacayo del hotel tras el mostrador de recepción del Nirvana, y él tampoco pareció sorprendido al verme.
—Chip —le dije, al leer su nombre en el indicador de su chaqueta—. ¿Cómo demonios estás?
—¿Cómo ha dicho, señor? —me preguntó, tras una pausa.
—Me alegra saberlo. Y ahora una pregunta: ¿ha regresado esta mañana la señorita Reynolds, en compañía de un tipo?
—No, señor —contestó Chíp—. Pero vino un tipo, acompañado por otro; la estaban buscando.
—¿Qué aspecto tenían?
—Altura media. Un tanto sombríos, con trajes iguales. Llegaron anoche, unos diez minutos después de que usted se marchara.
—¿Y qué les dijiste? —le pregunté, mirándolo fijamente.
—Que la señorita Reynolds acababa de ser secuestrada. Les hice una descripción aproximada de usted y les di el número de registro de su cámara externa de seguridad.
—Comprendo. ¿Por qué?
—Me amenazaron con matarme si no lo hacía —contestó con un encogimiento de hombros—. Y fueron todavía más convincentes.
Eso explicaba al menos cómo me habían localizado.
—Es bastante justo. ¿Ha venido por aquí algún policía?
—No —contestó Chíp alegremente—, aunque supongo que eso es algo que también debo esperar.
—No necesariamente. Pero sí vienen por aquí, ¿quieres hacerme un favor?
—Quizá. ¿De qué se trata?
—Olvídate de que yo estuve aquí.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
Saqué la cartera. El único billete grande que me quedaba era uno de cincuenta.
—En parte por esto —le dije, dejándolo sobre le mostrador—. Pero principalmente porque eso me ayudaría a salir y en estos momentos soy una persona necesitada de ayuda.
El dinero desapareció.
—Veré lo que puedo hacer.
—Gracias —le dije, y me di la vuelta para marcharme.
La adrenalina que me había hecho salir disparado de Griffíth se me había agriado, y ya no estaba con ánimos para jugar al tipo duro. O me ayudaba a salir o no lo hacía. No podría hacer gran cosa al respecto.
Estaba ya a un par de metros de la puerta cuando me llamó. Me volví y vi que sostenía algo en la mano.
—Es la bolsa de la mujer —me dijo—. Se la dejó en su habitación.
La tomé de sus manos y miré lo que contenía. El resto de sus ropas, el bolso y hasta la botella de vodka medio llena.
—¿Cómo es que no le entregaste esto a los otros tipos?
—No me la pidieron. Además, no creo que sea usted la única persona que necesite ayuda.
Lo miré. Era joven, entero, y pertenecía claramente al género «personal de hotel que aprovecha sus oportunidades de alcanzar el puesto de director en cinco años», pero, evidentemente, era más que eso.
—¿Qué quieres decir?
—Esa mujer. Parecía agradable pero le pasaba algo. Cualquiera tan delgada, tan bonita y tan borracha antes de salir por la noche debe de tener pensamientos no muy felices. Resulta difícil de saber por qué, pero me parece que es usted más amigo de ella que los otros tipos. No creo que ellos pensaran en la felicidad de nadie.
Volví a cerrar la cremallera de la bolsa.
—Gracias. Volveremos a vernos —le dije.
—Con el mayor de los respetos, espero que no sea así —me contestó Chip.
El coche estaba aparcado en el aparcamiento del restaurante de enfrente. Probé una vez más el teléfono de Deck, con el mismo resultado. Podía ir a esperarlo frente a su casa, o regresar a Griffith. En cierta ocasión, alguien me enseñó que si no sabe uno adonde va, no hay necesidad de darse prisa, así que eché un vistazo al bolso de Laura y luego cerré el coche y fuí a buscar algo de comer.
Durante el día, el restaurante parecía considerablemente menos peligroso, pero probablemente seguía sin parecer el lugar adecuado al que llevar a alguien que se sintiera nervioso. Yo, por ejemplo. También estaba vacío, aparte de un tipo bien vestido derrumbado sobre una taza de café, en un extremo. El cocinero me saludó con un gesto al entrar, así que me sentí bienvenido, lo que no dejó de ser agradable. Tal y como estaban las cosas iba a tener que vivir en lugares como este durante el resto de mi vida.
El menú me indicó que los cerdos que habían acabado por convertirse en pasta de salchicha habían sido alimentados orgánicamente, y que todo el mundo había sido realmente amable con ellos durante toda su vida. Me parecía muy improbable que esas cosas le importaran un pimiento a la clientela de este lugar; hay tipos tan primitivos que todavía tienen el cabello húmedo porque acaban de salir de la sopa primordial. Pero así son las cosas en Los Ángeles: quizá aquí todo el mundo practica el asalto sin crueldad. Personalmente, sólo me importan los cerdos que han sido mantenidos en cajas de cerillas y a los que la gente les ha susurrado obscenidades por la noche. A pesar de todo, pedí un pequeño desayuno. Siempre podría animar a la salchicha, una vez que estuviera en mí plato. Por el aspecto que ofrecía la cara de la camarera, estaba claro que sólo trabajaba allí para pasar el tiempo antes de que el mundo terminara de la forma deprimente que ella siempre había anticipado. Anotar mi pedido no hizo sino profundizar su tristeza.
Mientras esperaba a que me llegara la comida, eché un vistazo a lo que había retirado del bolso de Laura. Su agenda organizadora.
Afortunadamente, la unidad no había sido codificada para responder únicamente a las huellas dactilares ya que, en tal caso, no habría tenido la menor oportunidad. Estaba protegida por una clave, a la usanza convencional, pero no tardé en descifrar, gracias sobre todo a que ya tenía una vaga idea de lo que era a partir de los recuerdos cargados de Ensenada. Enchufé el organizador al mío, que está lleno de software de dudosa procedencia que he ido recogiendo en la red. Cuando aún no me había terminado la primera taza de café ya se había desplegado el sistema operativo y había logrado entrar.
El hecho de que lo hubiera protegido todo con una clave decía mucho acerca de Laura Reynolds. Cada organizador te da una opción, y el mundo está dividido entre los que lo hacen y los que no. Si lo haces, cada vez que lo enciendes tienes que introducir esa secuencia exacta de caracteres antes de poder conseguir cualquier dato, incluso el teléfono de alguien. Es una molestia y no supone verdadera protección contra alguien que sepa lo que está haciendo. Los secretos son difíciles de mantener, y cualquiera que base su vida en ellos está destinado a balancearse continuamente al borde de la revelación. Además, darle a algo la categoría de secreto lo hace demasiado importante, lo eleva hasta el punto de dominar la propia vida desde las sombras. Si uno oculta ante los demás lo que está en el propio núcleo, tarde o temprano terminas por ocultarte ante ti mismo y te despiertas sin tener ni la menor idea de quién eres.
La clave de Laura era 16/4/2003. Calculé que por entonces debía de tener catorce o quince años, suponiendo que fuera correcta mi suposición de que debía de tener poco menos de treinta años. Comprobé la fecha en su diario, pero estaba en blanco. Naturalmente, en aquel entonces no habría tenido este organizador (era un Apple Groovy TM, bastante nuevo), pero de todos modos podría haberla rellenado. La gente hace eso a menudo, dejándose arrastrar por el primer entusiasmo del que tiene un organizador, bosquejando la historia de su vida hasta ese momento. También investigué la secuencia «mi nacimiento»; es algo que incluye todo el mundo, haciendo en privado que ese día sea especial para sí mismos, como sí el organizador constituyera su propio mundo privado y se sintieran libres para ser vulnerables. El de Laura era el 4/11, de modo que no era tampoco. Daba igual. Evidentemente, la fecha significaba algo para ella.
Sabía que no encontraría entradas del período en que ella estuvo en Ensenada y descubrí que tampoco había nada sobre el día en que vertió el recuerdo sobre mí. Le eché un vistazo durante un rato a su guía de direcciones, pero tampoco encontré nada; luego investigué qué nombres se citaban con mayor frecuencia en el diario, efectuando una referencia cruzada. Al parecer, Laura se veía con bastante regularidad con una chica llamada Sabi, pero eso era todo. Lo demás no eran más que citas de negocios y almuerzos de trabajo. No reconocí ninguno de los nombres de las empresas. Ni siquiera sabía lo que hacía Laura para ganarse la vida.
Llegó mi comida y, mientras daba cuenta rápidamente de ella, puse al organizador a efectuar una búsqueda general de mi nombre y el de Ray Hammond. Si quieren saberlo, les diré que la salchicha estaba bastante buena, aunque algo detectado en el sabor de los huevos me hizo sospechar que las gallinas lo habían pasado bastante peor que los cerdos. El tipo que estaba al final parecía haberse quedado dormido, con la frente suavemente apoyada sobre la mesa. Sólo el hecho de mirarlo hizo que deseara tomar una cerveza.
Comprobar los resultados de la búsqueda no me llevó mucho tiempo. No había ningún resultado. O bien no había anotado nada sobre mí o el policía muerto en el organizador o, lo más probable, lo había borrado. Ni siquiera pude encontrar el correo electrónico del pirata informático, la dirección postal de Hammond o cualquier otra dirección de la red con característicos dominios de piratas. El diario no contenía ninguna información acerca de los días en que ella utilizó los servicios de REMtemps. En algún momento entre el vertido del recuerdo y la noche anterior, Laura había efectuado un trabajo meticuloso para despejar su vida, tal vez convencida de que si no estaba allí, lista para ser leída, nada había ocurrido realmente.
Finalmente, mucho después de lo que debiera, se me ocurrió comprobar la información de propiedad del organizador. No había incluida ninguna dirección, lo que no dejaba de ser sensato aunque, una vez más, poco intimista; pero sí encontré un número de teléfono, una dirección electrónica y la promesa de una pequeña recompensa a quien devolviera el instrumento en caso de pérdida. Decidí reclamaría y marqué el número indicado. Sonó un par de veces y alguien contestó.
—¿Laura? —pregunté, sorprendido.
No hubo respuesta. Me di cuenta de que probablemente sería su contestador automático y esperé a dejarle otro mensaje inútil, prometiéndome a mí mismo que en algún momento del día me pondría en contacto con alguien que estuviera realmente allí. Empezaba a tener la sensación de hallarme en un universo paralelo donde nadie podía escucharme, excepto las máquinas.
La línea permaneció en silencio.
—Laura, ¿está ahí? —pregunté, repentinamente menos seguro de mí mismo—. ¿Deck? —probé—. ¿Me oyes?
—Aquí no hay nadie —dijo entonces una voz, masculina y profunda.
—¿Quién es? —pregunté, pensando si M3Í8 algún amigo o ¿¡caso los policías.
—Sabes muy bien quién es —dijo la voz.
Cuanto más la escuchaba, menos me gustaba. Sonaba demasiado clara, como si no penetrara en mí cabeza a través del teléfono. Algo me dijo que este tipo no era ni un policía ni cualquier persona insignificante.
—No, no lo sé. ¿Va usted a decírmelo o qué?
Se produjo una larga pausa.
—Lo recordarás —dijo la voz.
—Mire, ¿está Laura por ahí? —pregunté con petulancia.
Mi propia voz ya no sonaba con un tono tan profundo.
—Se ha ido a la escuela —dijo la voz, y se cortó la comunicación.
Por un momento, permanecí absolutamente inmóvil, con el teléfono todavía pegado a mi oreja. Sentí como si algo se agitara y quisiera surgir de entre la negrura, como si una palabra estuviera a punto de llegar hasta la punta de mi lengua. Un recuerdo. Había muchas cosas en juego, tanto de otras personas como de mí mismo, pero empezaba a captarlas.
—¿Se encuentra bien? —preguntó una voz y la sensación desapareció.
Parpadeé y me di cuenta de que quien había hablado era el hombre sentado en el extremo. Había levantado la cabeza de la mesa y me estaba mirando. Era un poco más viejo que yo, con cabello rubio ondulado que le caía a medía altura sobre los hombros. De rasgos fuertes, extrañamente tranquilizadores y unos ojos más claros de los que cabría esperar en alguien que, evidentemente, debía de sufrir una terrible resaca.
—Parece como si acabara de ver un fantasma.
Dejé sobre la mesa lo que me quedaba de dinero y salí rápidamente de allí.
Conduje sin rumbo fijo y con rapidez, sin saber adonde ir. El hecho de estar en movimiento ya me parecía importante. Finalmente, salí del Boulevard y estuve recorriendo la zona residencial durante un rato, hasta que me acerqué al bordillo de la acera, apagué el motor y me quedé allí sentado. En cuanto el coche quedó aparcado, me empezaron a temblar las manos.
No había reconocido la voz en el teléfono, pero me había sonado familiar. Genéricamente familiar, del mismo modo que también me parecían familiares los hombres que parecían ir a la caza de Laura. Pero llevé a cabo una comprobación del código de zona de Laura, y descubrí que el teléfono debía de haber sonado al otro lado de Burbank. Dicen que, en Los Ángeles, uno nunca está a más de media hora de cualquier otro sitio, pero también dicen que la luna es de queso y que el edificio del Empire State es un símbolo fálico. No creía que los hombres pudieran haber llegado desde mi hotel a la casa de Laura en el breve tiempo transcurrido, pero no sabía dónde me dejaba esa conclusión.
Había iniciado la mañana con una tarea simple aunque difícil. Conseguir un transmisor. No sólo había hecho muy pocos progresos en ello, sino que el problema parecía ampliarse, deslizarse colateralmente hacia zonas que no comprendía lo más mínimo. Era como si algo me mantuviera donde estaba, impidiéndome avanzar. Aquí tenía que haber una estructura, pero yo no la veía. Sin una Laura Reynolds alrededor de la cual pudiera girar, nada de lo que sucedía parecía tener sentido alguno,
Mientras estaba allí sentado, mirando fijamente por el parabrisas y preguntándome qué podía hacer a continuación, se abrió la puerta de una casa situada al otro lado de la calle. Era una casa de buen aspecto, de dos pisos, no demasiado ostentosa, pero agradable. Una mujer joven, con un vestido lila, me miró recelosamente; por lo visto, se preocupaba de vigilar el barrio, de mantener el caos a raya. Un aseado y pequeño perro de compañía salió desde atrás y ella lo llamó. El perrito miró por un momento a su alrededor, evidentemente abrumado por la magnitud del espacio en el que ahora se encontraba, y luego regresó al interior de la casa a toda prisa. Confié en que tuviera un hermano con el que pudiera pasarse la tarde alardeando de sus aventuras. La mujer echó un último vistazo al coche; luego siguió al perro y cerró la puerta.
Por un momento, deseé más que ninguna otra cosa vivir allí, con ella, que conociera mi nombre, que el perro fuera nuestro, que tuviera herramientas para trabajar la madera y supiera dónde las guardaba. Desde el exterior, las vidas de otras personas siempre me parecían más completas que la mía, más significativas y fáciles. Espero, al menos, que eso sólo sea desde el exterior.
A veces tengo la sensación de que la realidad es como un flujo continuo y que yo estoy sentado al fondo de la clase que no conoce más que transitoriedad, hoteles y comida rápida. Como si hubiese algún examen que uno tuviera que pasar antes de que te permitan subir de grado para estar donde vive la gente agradable, y yo nunca supiera exactamente dónde se celebraba ese examen.
Por simple deseo de hacer algo, hice de tripas corazón y marqué el número de REMtemps. Todavía tenía el receptor de sueños en el porta-maletas del coche y quería que pendiera sobre mí una cosa menos. Sabrina me contestó y luego se puso el mismo Stratten.
—Es usted un hombre difícil de encontrar, señor Thompson —me dijo.
Parecía impaciente, pero no malhumorado. Traté de no darle importancia.
—Un hombre misterioso. En cualquier caso, estoy de regreso en la ciudad y…
—¿De regreso? —preguntó él rápidamente.
Me di cuenta entonces de que había cometido un error. Mientras estaba en México, había desviado mis llamadas a través del sistema de Quat, haciendo que pareciese como sí llamara desde Los Ángeles.
—Ayer tuve que ir a la parte norte del estado —seguí diciendo, tan suavemente como pude—. Esa fue la razón por la que no pude atender sus llamadas.
—¿Viaje de negocios?
No soy tan estúpido como para caer en esa trampa.
—Algo personal, desde luego.
Y lo dejé sí. Los detalles extraños siempre suenan como mentiras.
—La próxima vez indíqueme dónde localizarlo. Tengo un montón de trabajo acumulado para usted.
—No puedo recibir recuerdos ahora —le advertí—. Mi cabeza todavía no se ha recuperado.
—¿Migraña?
—Sí —contesté y en ese momento era algo que se acercaba bastante a la verdad.
Un repentino vertido de vacaciones de Laura cruzó por mi cabeza, lleno de resaca y de agrios Margaritas.
—¿Y está dispuesto a ocuparse de sueños, a pesar de eso?
Stratten era demasiado educado como para permitir que el recelo se revelara en su tono de voz, pero yo sabía que estaba allí.
—Son cosas diferentes, como bien sabe. Además, necesito el dinero.
No era cierto, sin embargo, Tengo casi un cuarto de millón de dólares distribuidos por diferentes cuentas de la red, sin incluir el dinero que tenía la intención de devolverle a Laura Reynolds. Pero imaginé que Stratten se sentiría feliz al saber que dependía de él. Y tuve razón.
—Está bien —dijo, aparentemente satisfecho—. Tómese un día más de descanso, pero procure que sea de verdadero descanso. Esta noche va a ser agotadora.
No sabes ni la mitad de la historia, pensé para mis adentros.
Regresé a Griffith y pasé frente al Falkland. No vi nada extraño, pero seguía sin gustarme, así que aparqué en el extremo más alejado de la plaza y me senté en la terraza de un bar a beber cerveza a crédito. El teléfono de Deck seguía sin contestar, no había ningún mensaje en mi contestador automático y una llamada al celular de Tid me permitió saber que no había la menor señal de los hombres del traje gris. No volví a marcar el número de Laura.
Me estaba tomando ya la tercera cerveza, tratando de elaborar una forma de comprobar cómo estaba mi apartamento sin exponerme a la posibilidad de que me asesinaran, cuando el teléfono sonó finalmente.
—¿Dónde diablos estás? —grité, asustando a algunos de los otros clientes de primeras horas de la tarde.
—En la red, ¿en qué otro sitio? —me contestó una voz tranquila—. Andas un poco tenso por ahí, ¿verdad, Hap?
—Hola, Quat —repliqué más tranquilamente—. Creía que eras alguna otra persona.
—Pues alégrate de que he sido yo. Tengo buenas noticias para ti.
Ya iba siendo hora.
—¿Qué hay?
—Tuviste suerte. He encontrado a un tipo que preparó un instrumento de trabajo parcial hace menos de una semana, para una mujer que quería efectuar una gran transferencia. ¿Te suena familiar?
—Desde luego que sí. —Era el pirata de Laura. Tenía que serlo—. ¿Cuándo puedo tenerlo?
—El tipo está en esta zona. ¿Te parece bien esta noche?
Mejor de lo que me había atrevido a esperar. Me sentí muy aliviado.
—¿Cuál es el trato?
—Treinta mil por un solo uso. Él entrega, espera y luego recoge.
—No puedo hacerlo de ese modo. Tengo problemas de logística. —Como por ejemplo no tener a mano mi receptor, que había dejado en mi apartamento—. Lo necesito al menos por una noche.
—Espera un momento. —Se produjo una pausa y Quat regresó a la línea—. Está bien, pero el precio aumenta entonces a cincuenta y tiene que estar devuelto a las seis de la mañana. Me está haciendo un favor. Lo quiere devuelto con rapidez.
—Trato hecho. —Era, en realidad, menos de lo que esperaba y, en la situación actual, incluso barato por ese precio—. ¿Qué hay de la entrega? ¿Hora y lugar?
—¿Por qué no en tu apartamento?
—Voy a salir del diseño de color. —Pensé por un momento—. ¿Conoces el Café Prose?
—Lo conozco —contestó Quat con una risita contenida.
—Dile que nos veremos allí a las ocho. ¿Te ocuparás de la transferencia del dinero?
—Tal como quedamos. Y es mejor que acudas solo, Hap. Creo que es un tipo espectral que se asusta con facilidad.
Al menos, eso lo convierte en alguien perteneciente al mundo real, pensé.
—¿Cómo sabré quién es?
—Lo sabrás —me aseguró Quat antes de cortar la comunicación.
Para celebrarlo, tomé un buen trago de mi cerveza y derramé sonrisas de buena voluntad hacia los otros clientes. La pieza más difícil del rompecabezas había quedado encajada en su lugar. Cierto que, para compensar, se habían hecho algo más complejas las piezas más fáciles, como tener acceso a mi propia máquina y a ¡a mujer a cuya cabeza necesitaba devolver el recuerdo, pero tenía por lo menos la impresión de estar llegando a alguna parte.
Se me ocurrió una idea y marqué de nuevo el número de Tídster. Me contestó al primer timbrazo. Siempre contesta rápidamente. No parece tener gran cosa que hacer, excepto ocuparse de recados para gente como yo.
—Si dispones de diez minutos, tengo para ti un trabajito de cincuenta pavos.
—Por ese precio dispone usted de mis servicios por medio día. ¿Qué quiere que haga?
—Dejé en mi habitación algo que necesito. Pensé que quizá sería mejor darte la llave para que me lo trajeras.
Por un momento, comprendí por qué Woodley sólo operaba a través de remotos. Quizá estaba mucho más sintonizado que yo con el espíritu de los tiempos.
—Desde luego. Pero ¿por qué no puede subir usted mismo?
—Tengo mis razones. Pero escúchame: cuando llegues a la habitación, tienes que llamar antes. No entres de sopetón.
—Lo que usted diga, jefe. ¿Dónde está ahora?
—Frente a la plaza.
De repente, me detuve al darme cuenta de que no podía hacer esto. Tid podía llamar a la puerta si quisiera o, lo más probable, pasaría por alto mi consejo y se limitaría a abrir. A juzgar por lo ocurrido antes, si los dos hombres habían regresado a mi apartamento lo matarían de todos modos. Si no estaban allí, se ganaría cincuenta pavos. No era suficiente. Ninguna cantidad de dinero lo era para correr esa clase de riesgo. Además, recordé que no me quedaba dinero en efectivo.
—Escucha, Tid —le dije—, he cambiado de…
—Eh, eh, en —dijo con la voz distante—. He hablado con un hombre que andaba buscándole.
—¿De qué demonios me hablas ahora? —pregunté.
Me di cuenta entonces de que no estaba hablando por el teléfono. Fruncí el ceño y escuché un intercambio apagado de frases y luego la voz de alguien surgió en la línea.
—Hap —dijo, con urgencia—. ¿Dónde diablos te habías metido, hombre?
Afortunadamente, mi teléfono está hecho con el mismo material utilizado para las lanzaderas espaciales.
—¿Deck? ¿Estás bien? ¿Tienes a Laura?
—Sí y sí, aunque un poco escamado. Llevo toda la mañana tratando de ponerme en contacto contigo.
El tono de V02 de Deck parecía sonar aliviado.
—¿Cómo?
—Por teléfono, Hap. ¿De qué otra forma? ¿Por medio de guías espirituales?
—No subas al apartamento. Estoy en la plaza de enfrente, en la terraza del café Twelve. Vente en seguida para acá.
Me levanté y miré hacia el otro lado de la plaza. Se produjo un retraso de un par de segundos y luego se abrieron las puertas del Falkland. Deck salió, llevando a Laura firmemente sujeta por ¡a parte superior de uno de sus brazos. Ella aún llevaba el vestido verde y parecía agradable, aunque un poco enfadada. Al menos no incordiaba a nadie mostrándose tozuda, lo que habría sido algo agotador.
Deck ya había empezado a hablar con rapidez cuando aún se encontraba a cinco metros de distancia.
—Santo Dios, Hap. ¿Te habías perdido por ahí o qué?
—No —le contesté—. Y he estado al alcance durante todo este tiempo. ¿Estás seguro de que tienes el número correcto?
Citó los códigos como si fuera una ametralladora.
—Empiezo a estar realmente harta de todo esto —dijo Laura—. Verme arrastrada de un lado a otro por este mono durante toda la mañana se corresponde con mi idea de lo que es pasar un tiempo muy aburrido.
—Cierra el pico —le espeté—. Te he traído tus cosas, así que procura ser amable.
—Oh, sí, como sí eso fuera un gran favor.
Pasé por alto el comentario y me volví para abrir el coche.
—¿Qué ocurrió?
—No lo sé —contestó Deck, que parecía avergonzado—. Me puse nervioso. Hap, aquí está ocurriendo algo muy raro.
—No bromees, Scully.
Deck ayudó a Laura a instalarse en la parte de atrás y luego se instaló en el asiento del pasajero. Cerré las puertas y puse el coche en una ruta autoturística para escuchar su historia mientras dábamos vueltas por el barrio.
Deck había esperado hasta que Laura salió de la ducha y luego le sirvió un café. Estaban intercambiando comentarios poco agradables cuando sonó el teléfono. Deck iba a dejar que el contestador automático replicara cuando se dio cuenta de que podía ser una llamada hecha desde la red, con un cambio de planes. Así que tomó el teléfono.
Una voz profunda sonó en la línea. Pidió hablar con Laura Reynolds. Deck contestó que no estaba allí. La voz emitió una risita y luego pidió hablar conmigo. Deck contestó lo mismo y el otro tipo le pidió que me transmitiera un mensaje: «La ira de nada cayó rápidamente».
—No es muy agradable —comenté.
—No, más bien me pareció bastante amenazador. Así que esperé unos pocos minutos, pensando que quizá debería llamarte y entonces experimenté una sensación de nerviosismo. Algo detectado en la voz del tipo me hizo pensar que aquel «rápidamente» podría no significar algo así como «mañana» o «en algún momento al final de la semana, como el viernes», sino que podría significar perfectamente «ahora». Así que me acerqué a la ventana, miré hacia la calle y no pude ver nada fuera de lo común, pero, claro, no sabía qué estaba buscando. Te llamé, pero estabas comunicando.
—¿Cuándo sucedió eso?
—Exactamente media hora después de que tú te marcharas. —En ese momento, yo estaba sentado en el coche, en el aparcamiento bajo el edificio del Falkland, fumándome un cigarrillo y sin hablar con nadie. Deck se encogió de hombros—. Bueno, el caso es que ya sabes cómo me pongo a veces.
Lo sabía. Deck tiene un sexto sentido. Parece que lo diga de guasa, pero lo tiene. Hace un tiempo le salvó la vida a alguien que a mí me importaba, simplemente haciendo que los otros hablaran. Yo no estaba presente, por una variedad de buenas razones, pero más tarde me enteré de lo ocurrido. Estaban bebiendo juntos en un bar, matando el tiempo. Ella tenía que reunirse con alguien y salir luego de la ciudad, pero Deck empezó a sentirse temeroso y la mantuvo allí, diciendo tonterías y fingiendo que trataba de convencerla de alguna otra cosa. Sólo consiguió retrasarla durante diez minutos, pero eso fue suficiente. El tipo con el que ella tenía que reunirse terminó por impacientarse y corrió hacía su coche para echar un vistazo. Un par de segundos más tarde estaba desparramado en una fina llovizna roja en un radio de cien metros cúbicos y empezaron a llover diminutos trozos del motor del vehículo.
El coche había sido preparado. Deck no podía saberlo, no sabía nada. Pueden pensar lo que quieran pero si Deck se pone nervioso, yo hago lo que él dice.
—Así que tomé por el brazo a la pequeña señorita Encantadora, y nos largarnos del apartamento.
—¿No pasaste por el aparcamiento, bajo el hotel?
Deck me miró, azorado.
—Pues no. No en ese momento. Se me olvidó que cuando dices que vas a ver a Quat en realidad no es que vayas allí físicamente. El caso es que estuvimos dando vueltas por Griffith, manteniéndonos en movimiento constante. Sentí…, bueno, no lo sé.
—¿Qué?
—Sentí como si alguien nos siguiera —dijo Deck tras un encogimiento de hombros—. Pero no pude ver a nadie. Probé a llamarte por el celular a intervalos de quince minutos. Estaba ocupado. Al final decidí que no me quedaba más remedio que regresar. Esta vez comprobé el aparcamiento, pero no estabas allí.
—Una vez que salí de la red efectué unas cinco llamadas —dije—. Todas ellas fueron muy cortas, y la mayoría al contestador automático de tu casa.
—Bueno —dijo Deck—, en ese caso tu teléfono está jodido. Habla de ello con alguien que te lo revise. ¿Y dónde has estado mientras tanto?
—Tenías razón. El tipo que llamó al apartamento se refería precisamente a «ahora». Debieron de llegar unos cinco minutos después de que vosotros os marcharais. Probablemente, no pude encontraros por cuestión de segundos.
—¿Quiénes son «ellos»? —preguntó Laura.
—Los tipos de los trajes grises —le contesté, mirándola.
—¿Qué demonios estaban haciendo allí?
—Yo diría que te buscaban a ti. ¿Qué posibilidades hay de que te dignes a contestar unas pocas preguntas?
—¿Sobre qué? —preguntó, mientras rebuscaba algo en su bolso—. ¿Sobre lo estúpidos que sois los hombres?
—Sobre, por ejemplo, por qué le volaste la cabeza a Ray Hammond. Y sobre quiénes pueden ser esos otros tipos.
—No sé de qué me hablas —me dijo con una dulce sonrisa—. Nunca ocurrió. Puedes someterme al detector de mentiras si quieres. Estoy limpia.
—Sí, pero no por mucho tiempo —le aseguré, a punto de perder la calma—. He conseguido un transmisor… del mismo tipo con el que tú trataste. —La sonrisa de Laura se desvaneció—. Me lo entregará esta noche y diez minutos más tarde todo esto va a estar de nuevo en tu cabeza. ¿Y sabes una cosa? Será entonces cuando Deck y yo nos marcharemos. Pero no tú. Tú eres la única persona a la que la policía podrá relacionar con el asesinato y ese únicamente es el más pequeño de tus problemas.
—¿Cuál es entonces el más grande, según tu humilde opinión? —preguntó mirándome con dureza.
—Esos otros tipos. Ellos siguen el caso mucho más de cerca que la policía. Han estado esta mañana en el Nirvana. Y también llamé a tu casa. Están allí, buscándote.
—No te creo. ¿Cómo ibas a saber tú mi número?
—Por tu organizador —contesté—. Tu mejor amiga se llama Sabi y cumples años en noviembre.
—Eso es algo privado —me gritó—. Eso forma parte de mi vida.
—También lo es lo que ahora tengo yo en mi cabeza, pero por lo visto no te importa compartirlo. La cuestión es: ¿cómo sabían esos tipos dónde vivías?
—No lo sé. No significan nada para mí.
—Pues está claro que tú sí que tienes algún significado para ellos. Y, a propósito, desde el hotel llegaron demasiado rápidamente a tu casa.
O son más de dos o aquí está sucediendo algo muy extraño. Esa es precisamente la razón por la que no siento muchos deseos de subir ahora mismo a mí apartamento. Sean quienes fueren, lo cierto es que esos tipos te andan siguiendo los pasos.
—No sólo los míos —espetó ella—. Ya has oído lo que te ha dicho tu pequeño amigo. Después de preguntar por mí, preguntaron por ti.
—A mí sólo me buscan porque saben que yo te saqué del hotel. El conserje de allí me delató al ser sometido a presión.
—Tonterías. Sabes muy bien que lo que te digo es cierto.
Miré por la ventanilla. En ese momento pasábamos por delante del Herbie Crouton's, incluido en la ruta en calidad de uno de los mejores logros arquitectónicos de Griffith. Le dirigí mi acostumbrado deseo de rencor, aunque sin mucha atención. Al darme la vuelta, Deck me estaba mirando.
—¿Tiene ella razón? —me preguntó.
—Probablemente —asentí con un gesto—. El tipo con el que hablé dijo algo bastante extraño. No sé lo que significó, pero algo tuvo que significar.
—Nadie escapa nunca —dijo Laura en voz baja—. No es así como funciona la vida.
No pude estar en desacuerdo con ella. Por el espejo retrovisor me pareció pequeña y solitaria y, por un momento, ni siquiera estuve enfadado con ella.
7
El Café Hard Prose está en el distrito de almacenes de Griffith. En realidad, no es un distrito de almacenes, claro está, sino otro pedazo de vida sazonada de realidad. Durante las décadas de los años ochenta y noventa del siglo pasado, la gente se acostumbró tanto a que los bares y restaurantes caros estuvieran en viejos edificios cavernosos, que se olvidaron de que en un principio no habían sido planificados de ese modo. Así pues, cuando empezaron el diseño de Griffith, construyeron un par de manzanas de edificios siniestros y los reurbanizaron durante la construcción; es decir, construyeron muros y luego los derribaron inmediatamente para transmitir esa sensación de autenticidad. La manzana donde se encuentra el café tiene un muelle ficticio; sólo cuando se camina por él y se mira abajo se da uno cuenta de que el «río» no es más que una extensión de plexiglás situada sobre el metro. A veces, creo que nos hemos acostumbrado tanto a las bebidas con sabor a chocolate, que el verdadero chocolate nos produciría una urticaria.
Laura se tomó a mal que entráramos en el café. Supongo que ofendió su sensibilidad estética. Fue iniciado por un puñado de escritores de Hollywood que deseaban disponer de algún local oscuro donde estar de mal humor entre las reuniones. Hay que decir que el servicio deja mucho que desear. Tienes que reservar una mesa con una hora de antelación porque la dirección trabaja siguiendo la suposición de que la clientela llegará tarde. Tardas años en llamar la atención de un camarero y en la cocina te cambian el pedido sin molestarse en consultarte; luego, en el caso de que tu comida llegue en algún momento aparecerá desde la nada alguien a quien no ves desde hace meses y se zampará el diez por ciento de tu plato. El interior nunca ha sido debidamente acabado porque los contratistas sólo terminaron la mitad del trabajo antes de pasar la manzana a los decoradores y ahora se pasan todo el tiempo revisando lo que ya han hecho y quejándose por los derechos de comercialización.
Deck y yo solemos acudir a este local porque es el único sitio de toda California donde se te permite fumar en un lugar público. Además, a mí también me gusta el diseño, aunque me doy cuenta de que formo parte de una minoría. Es una sala enorme, de dos pisos de altura, con un gran bar circular en el centro. Las bebidas, sin embargo, te las sirven con bastante rapidez; creo que las consideran como una prioridad. A un lado también hay una gran escultura en forma de…, bueno, si quieren que les sea honesto, no sé qué forma tiene, pero fue claramente diseñada para convertirse en motivo de conversación, aunque me temo que, en general, la conversación va por los siguientes derroteros:
«¿Qué demonios es eso?»
«Que me jodan si lo sé.»
«Es jodidamente horrible.»
«Sí. Podríamos quemarlo.»
A los lados de la sala hay nichos y reservados de madera con mesas, escalonados a alturas irregulares, como si fueran campos de arroz. En una de las esquinas y sí uno se molesta en llegar hasta allí, se puede subir hasta una plataforma que sólo está un poco más baja que el techo, para desde allí contemplar regiamente lo que ocurre abajo, envuelto en un sistema de mininube de humo de segunda mano.
Conduje al grupo en esa dirección. No tengo con frecuencia la oportunidad de actuar regiamente.
La mesa superior tenía la ventaja adicional de hallarse en una posición que dificultaría mucho a Laura escapar corriendo. Se había mantenido tranquila durante el resto de la tarde, sentada en silencio en el asiento trasero y negándose a comer un burrito de tofu cuando se le ofreció. Lo que fue en verdad un alivio porque ni Deck ni yo hubiéramos querido comprometer nuestra integridad de carnívoros pidiendo uno. La dejamos en el coche en unas pocas ocasiones, cuando salimos a estirar un poco las piernas, pero no nos alejábamos mucho. Ella pareció adoptar una actitud de docilidad, pero no iba a permitir que eso me engañara. Estaba convencido de que intentaría algo antes de que transcurriera la noche. La única pregunta que me planteaba era cuándo sería eso.
Al llegar hasta la mesa superior, Deck se presentó voluntario para traernos las bebidas, y nos dejó a solas. Encendí feliz un cigarrillo y le ofrecí otro a Laura, que se limitó a mirarme fijamente.
—Yo no fumo.
—Sí, claro que fumas. Kims.
—Asumí el control sobre mi vida y lo dejé.
—¿Cuándo? —le pregunté riéndome—, ¿Hace dos días?
—En realidad, fue hace tres.
—Tú te lo pierdes —le dije y ella se volvió para mirar hacia abajo.
Aunque sólo eran seis, la mayoría de las mesas de abajo estaban ocupadas, de modo que me senté y observé a la gente durante un rato. Habitualmente, me resulta difícil creer que los demás seres humanos tienen vidas, que son algo más que meros comparsas de una película de serie B de mi propia vida. Sólo cuando los ves en alguna otra parte, como un bar, se da uno cuenta de que han acudido a ese lugar por alguna razón, que tienen relaciones con otras personas a las que han acudido a ver y que deben de ser personas reales, por mucho que, a veces, las apariencias indiquen lo contrario. Desde que inicié el trabajo con los recuerdos que eso no me resultó tan difícil de creer. A veces, cuando me siento cansado, percibo cómo se desvanecen las distinciones y casi puedo creer que, en lugar de ser un individuo, no soy más que parte de un continuum de experiencia; pero ver la realidad de las vidas de otras personas no hace, desgraciadamente, que éstas sean más fáciles de comprender. Por lo que sé, nadie en toda la historia del mundo ha formado parte de un fragmento tan grande de la vida real de alguna otra persona como yo con respecto de Laura Reynolds, a pesar de lo cual me parece un ser incomprensible. No comprendía cómo había podido pasar de la muchacha que había sido a la mujer que ahora era.
—¿Tiene que ser todo de este modo? —me preguntó de repente, sobresaltándome, supongo que a consecuencia de un silencio demasiado prolongado.
—¿Qué? —pregunté— bueno, la decoración es un poco desigual, pero…
—Me refiero a la transferencia —dijo—. ¿Tengo que recuperarla realmente?
Parecía cansada, con sombras azuladas bajo los ojos, como débiles moratones. Las mangas largas del vestido cubrían las cicatrices de sus muñecas, pero sabía que las debía de notar como una incomodidad.
—Sí —asentí—. Lo siento, pero así son las cosas. Si me pillan con tus recuerdos en mí cabeza, terminaré por cumplir tu condena. Y aún peor.
Ella apoyó los codos sobre la mesa y adelantó la barbilla, para apoyarla sobre las manos, mirándome de una forma que estaba claramente destinada a ser atractiva. Y es que, además, lo era.
—¿Por qué peor? ¿Sólo porque eres un hombre o porque tienes antecedentes?
—No los tengo. Nunca me pillaron y no existen órdenes de búsqueda. —Vacilé un momento y luego pensé: «¡Qué demonios!». Cuando no era descortés resultaba ser una compañía agradable—. Hace unos pocos años me ví envuelto en un desgraciado incidente. No tuve la culpa; no sabía que las cosas iban a salir de ese modo, pero el caso es que alguien resultó muerto y un policía en particular se sintió extremadamente jodido por ello. Me persiguió por todo el país durante un par de años, pero entonces contraté a alguien para que eliminara el delito de los archivos. Así que no le quedó nada de que acusarme y tuvo que abandonar el caso.
—¿Y no pudo probarte nada a pesar de todo, o echarte encima el muerto de alguna otra cosa?
Negué con un gesto de la cabeza. Eso mismo también se me había ocurrido a mí muchas veces.
—Al parecer, no. Por lo que he podido deducir, es un tipo bastante honorable.
La comisura de su boca se contrajo agriamente.
—El último de una raza en trance de desaparición.
—Eh, yo también tengo mis momentos. De todos modos, ahora resulta que ese mismo tipo dirige la investigación por el asesinato del hombre al que mataste.
Laura enarcó las cejas y pareció aceptar que eso podía representar un problema.
—Una extraña coincidencia, ¿no te parece?
—No es una coincidencia —le dije—. Él es un destacado detective de homicidios, y Kay Hammond era uno de los jefes de la policía de Los Ángeles. Que el caso haya recaído sobre él es una elección lógica. Y sí me puede acusar de algo legítimo, estoy jodido.
—Pero no hay nada que te vincule a ti con el asesinato. Eso lo sabes. Como tú mismo dijiste, si no tengo suerte es posible que alguien me relacione a mí, pero tú ni siquiera estuviste allí.
—Ya hay alguien que ha establecido esa conexión. Me refiero a los tipos de gris. No quiero pasarme los próximos cinco años mirando por encima del hombro. Ya me he pasado demasiado tiempo de mí vida haciéndolo así.
Allá abajo, vi a Deck que había logrado llegar hasta la barra y pedía las bebidas. Es un hombre sensato.
Laura no parecía dispuesta a dejar el tema.
—Pero ¿tengo que recuperar yo ese recuerdo? ¿No puedes desprenderte de él, así, por las buenas?
Negué con un gesto de la cabeza.
—Las cosas no son tan fáciles. Si hiciera eso, lo único que ocurriría sería que el material se condensaría en alguna parte al azar, en una calle o junto a alguna corriente, y permanecería allí como una especie de nube. Cualquiera que atravesara esa nube recibiría al menos una parte de ese material en su cabeza. Esa persona terminaría entonces viéndose afectada por el síndrome del recuerdo falso, pensaría en las cosas malas que le han sucedido y acusaría a la gente más cercana a ella. En los primeros tiempos, hubo muchas familias que se vieron afectadas de ese modo.
—Pero…
—Y aunque a ti no te importen un comino —la interrumpí—, existen listas forenses de recuerdos capaz de reconstituir el perfil de la persona de la que partió originalmente el recuerdo. En cualquier caso, no lo voy a hacer.
—¿Y eso es todo? ¿Me devolverás el recuerdo y luego te marcharás?
Me encogí de hombros.
—Dame los detalles de tu cuenta y me ocuparé de que te transfieran el dinero que me pagaste, lo que me parece muy generoso por mi parte, sobre todo si tenemos en cuenta que me has costado una semana de trabajo y un montón de puntos negativos con mi patrono.
—Pero ¿qué se supone que puedo…?
De repente, me sentí cansado.
—Mira, estoy harto de contestar preguntas, Laura. ¿Por qué no lo intentas, para variar? Esto es asunto tuyo, no mío. ¿Por qué lo mataste? ¿Por qué diantres intentaste suicidarte anoche? ¿Cuáles son tus problemas y por qué no puedes enfrentarte a ellos?
—Métete en tus propios asuntos, pelagatos —me dijo, dándose la vuelta.
En ese momento, Deck llegó a la mesa, seguido por un par de camareros que se esforzaban bajo el peso de bandejas cargadas de bebidas.
—¿Qué, os divertís? —preguntó Deck.
—Altamente improbable —le contesté.
A las ocho menos veinte estaba en el bar, comprobando ya mi reloj. Consideraba la mejor forma de efectuar la recogida y tomar otra ronda de copas. Laura había insistido, corno ya había hecho en un par de ocasiones. Estaba ya bastante bebida, había alcanzado ese estado con bastante rapidez. Tardé un poco en darme cuenta de que, durante la tarde, debía de haber estado tomando tragos de la botella que llevaba en el bolso. Al darme cuenta, me sentí inquieto por ella. No me resultan extrañas las bebidas a base de alcohol y conozco bien sus efectos, pero yo bebo por diversión y porque me gusta el sabor. Sólo muy ocasionalmente lo hago para escapar momentáneamente de la vida, real o ficticia. Laura, en cambio, no se lo tomaba de ese modo. Nadie, excepto los rusos, beben vodka por el sabor, y raras veces lo mezclan con zumo de arándano agrio. Laura bebía a grandes tragos, como sí se tomara una medicina y con una cruel determinación, como si una parte de su mente le prescribiera un remedio que sabía que no podía hacer sino empeorar las cosas. No era asunto mío y tampoco podía yo hacer nada al respecto. Necesitaba que estuviera donde estaba ahora y que no nos diera problemas, así que le pedí otra copa.
Estaba bastante seguro de que en cuanto el barman hubiera terminado de hacerse el gracioso, me serviría junto con las otras copas que había pedido. Era una de esas personas que tienen que sobrecargar cada una de sus acciones con un pequeño floreo y empezaba a ponerme nervioso. No quiero ningún valor añadido por parte de quienes atienden una barra en un bar, sólo quiero que me sirvan mis jodidas copas.
MÍ plan era que Deck permaneciera en la mesa de arriba, con Laura; yo bajaría al salón hacia las ocho. Presumiblemente, Quat le habría dado al pirata informático una buena descripción mía, y había dado a entender que me sería fácil distinguir al tipo en cuestión. Una vez que hubiésemos terminado, regresaríamos al hotel, conseguiría a alguien que cuidara de Laura durante unos minutos, o la encerraría en el coche, mientras Deck y yo subíamos a mi apartamento a buscar el receptor. Deck no estaba de acuerdo con esta parte del plan, y se había pasado toda la tarde diciéndome que tendríamos que haber ido antes a buscar el receptor. Regresar al apartamento suponía correr un riesgo y no quería tener que hacerlo hasta bien entrada la noche. Suponiendo que esa parte de la noche se pasara sin incidentes, encontraría un motel, efectuaría la transferencia y le diría a Laura que ya podía marcharse adonde quisiera. Una noche llena de sueños pagados y al día siguiente yo estaría justamente donde estaba hacía una semana. Me sentí un poco emocionado, pero nada más.
Esperaba a estampar mi huella digital en la factura a crédito y miraba el friso pintado alrededor de la parte superior de la barra, cuando la velada empezó a ponerse fea. La pintura mostraba, con trazos estilizados, dioses y diosas de la mitología clásica y yo estaba pensando lo oscura que era nuestra comprensión de los dioses. Una diosa del Amor, un dios de la Guerra, un Dios de los Beodos; todos ellos parecían como vicepresidentes de una Tierra, S. A., bajo la presidencia del señor Zeus, senior, para más señas. Nada de espíritus vagos, ni de presencias ensombrecidas, ni de esencias en espacios y vacíos; sólo una vieja y clásica estructura de gestión. Las religiones modernas son incluso peores; en su conjunto no son más que una estilización de lo anterior. En los viejos tiempos, al menos, Dios era una especie de figura a lo Howard Hughes, con un trozo de pízza; ahora, en cambio, se nos presenta como el envejecido socio de una empresa provincial de asesores fiscales. Un pequeño despacho por encima del edificio principal de alguna ciudad secundaria, el tintineo de los relojes en las tardes somnolientas, habitaciones polvorientas llenas de tipos que pertenecen al Rotary Club y a los que verdaderamente les importa un comino cuándo va a salir el nuevo Buick.
A pesar de todo, la gente sigue teniendo confianza, del mismo modo que se empeñan en creer en los ovnis. A esas alturas, cuando ya se han producido tantas falsas alarmas, y se ha esperado durante tanto tiempo sin que apareciera el obelisco negro, cabría suponer que deberíamos haber perdido interés en la idea de los alienígenas. Pero resulta que seguimos esperando a que aparezcan pequeños tipos con orejas puntiagudas a que nos pidan amablemente que los llevemos ante nuestros líderes, del mismo modo que vamos a los psiquiatras y a los curanderos por la fe cuando la única realidad que nos ofrecen son las facturas que nos presentan. No confiamos en nosotros mismos para salir adelante con nuestras vidas y seguimos esperando el deus ex machina.
Algo hizo que me diera la vuelta. Para entonces, ya me había tomado unas cuantas cervezas y pensé que quizá había captado el reflejo de alguien a quien había reconocido en el espejo situado por detrás del bar. No sabía si había sido un hombre o una mujer, y al mirar no vi a nadie a quien conociera. Montones de gente sentada ante las mesas, hablando en voz alta y rápida; gente joven con trajes excesivamente diseñados; mujeres deslumbrantes, con esa clase de atractivo innecesario que le hace a uno desear que hubieran decidido marcharse a otra parte para ahorrarte el despilfarro de pasarte toda la noche mirándolas a escondidas. Recorrí lentamente a la multitud con la mirada sin ver nada más que lo habitual que cabe esperar en un bar de Griffith. Y, sin embargo, repentinamente me sentí nervioso.
—¿Señor?
El barman movió la factura de crédito ante mí, y todo en su actitud sugería que llevaba esperando desde hacía un par de días, en lugar de sólo unos según dos. Toda vía distraído y sin dejar de observar a la multitud, posé mi dedo sobre la almohadilla incorporada en la parte inferior de la factura, donde el sensor leería mi ADN, lo comprobaría con mi cuenta bancada y me cargaría la cantidad indicada.
—Al fondo hay un espacio reservado para las propinas —me indicó solícito el joven.
—Ya lo veo —le dije, tachándolo con una línea—. Gracias por advertírmelo.
El tipo me arrebató altivamente la factura y se dispuso a servir a alguien más amable.
Llamé a un camarero que pasaba y coloqué mis bebidas en su bandeja.
—¿Sabe cuál es la mesa más inconveniente de todo el bar? —le pregunté. Tuve que hablar en voz muy alta, por encima del ruido de la música generada ahora por un par de altavoces en la esquina de la sala. El camarero asintió con un gesto taciturno. Era de baja estatura y aspecto acobardado; precisamente la clase de tipo que andaba buscando—. Lleve todo esto allí. Espéreme un momento.
Encontré un trozo de papel en el bolsillo y escribí rápidamente una nota para Deck. La dejé bajo su copa, sobre la bandeja y luego saqué la cartera, para recordar, cuando ya la tenía en la mano, que no me quedaba nada en efectivo.
—Dígale que yo le pido que le dé una gran propina —le dije, haciéndole señas para que se alejara.
Una vez hecho esto, me alejé de la barra para mezclarme con la masa de gente. La nota a Deck le decía que tuviera paciencia y que se mantuviera vigilante. Quizá yo estaba experimentando ya una pequeña dosis de nervios previos a la entrega, pero hubo algo que me indujo a mantenerme en movimiento. Tomé sorbos de mi cerveza mientras deambulaba, tratando de no llamar la atención, al mismo tiempo que me mantenía al margen de lo que sucedía a mi alrededor. Era como una rememoración de un período anterior en mi vida: tráfico de drogas y peligro, y eso no me gustaba. Bueno, no demasiado.
Entonces vi a un tipo de pie en el otro lado de la barra. Debía de tener unos veinticinco años, con el cabello largo, una nariz grande y gafas y llevaba una camiseta roja y vieja con un lema estampado que decía: «Los programadores lo hacemos como recurso». Sostenía en la mano un vaso de lo que parecía ser una Sacudida y tenía un pequeño maletín a los pies.
Algo me dijo que podía ser el hombre al que esperaba.
Me dirigí lentamente hacia él, concediéndole tiempo suficiente para ver mi aproximación.
—Hola —le saludé.
Era unos quince centímetros más bajo que yo y pareció darse cuenta de ello. Asintió con un gesto y un par de rápidos movimientos de la cabeza, al tiempo que se alejaba tic la barra.
—¿Es usted Hap? —me preguntó desde la comisura de la boca.
—El mismo. ¿Y usted es…?
Esta vez, negó con un gesto de la cabeza; era todo tics nerviosos, de uno a otro lado. Quat había tenido razón al describírmelo; parecía la definición misma de «espectral».
—No necesita saberlo —me contestó melodramáticamente.
—Muy bien —asentí, tratando de no hacer rodar los ojos en mis órbitas—. ¿Recibió el dinero?
La avidez iluminó brevemente los rasgos de su cara chupada.
—Sí… Gracias.
—Estupendo. ¿Qué le parece si se termina la bebida mientras me dice dónde quiere que le deje la caja mañana por la mañana, y luego nos marchamos?
—No puedo hacer eso. Voy a tener que explicarle cómo se maneja la máquina.
—Sé cómo funcionan las mierdas basadas en silicona… Yo la haré funcionar.
Otro gesto negativo de la cabeza.
—Dudo mucho que pueda hacerlo. Yo mismo la construí y tengo que trabajar a partir de notas. Todos los códigos se tienen que introducir manualmente en tiempo real.
—En ese caso, me pasa las instrucciones por correo electrónico cuando regrese a su chabola.
—No confío en la red para estas cosas.
—Mire… A usted y a Quat no les va a pasar nada. —Respiré pesadamente—. Está bien, veamos qué podemos hacer —dijo finalmente, con el deseo de superarlo.
—Primero, permítame que le informe sobre los códigos —dijo él, mientras se sacaba una libreta del bolsillo trasero del pantalón—. Hay que pasar por tres fases para efectuar una transferencia. Aceptar el sueño, codificarlo para la transmisión a un receptor específico y efectuar la propia transmisión. La primera fase no es nada complicada; sólo hay que introducir una serie de códigos que yo mismo he escrito, aunque los dos últimos son factoriales aleatorios. El código de transmisión viene generado en tiempo real, y es una función igualmente aleatoria de números de serie de las máquinas transmisora y receptora. Tiene que esperar hasta que las dos máquinas estén sincronizadas y luego vigilar la señal de conjunción de ambos códigos.
—¿Dónde la veré exactamente? Muéstremela en la máquina.
—Escuche antes la secuencia —dijo—. Y otra cosa, ¿le importaría hablar más bajo?
Yo empezaba a sentirme impaciente.
—Le he pagado mucho dinero por esto. Muéstreme de una vez la jodida máquina.
El pirata levantó las dos manos, en un gesto con el que intentaba tranquilizarme.
—Está bien, mire, he visto un gran salón vacío allá al fondo. ¿Podemos ir hasta allí?
Me di la vuelta rápidamente y eché a andar, tratando de no perder la compostura. El viernes y el sábado por la noche organizan grandes fiestas en el café y, a través de una arcada situada al fondo del salón principal, hay una gran zona para que la gente se refresque un poco cuando se ha divertido demasiado como para mantenerse en pie de un modo convincente. Antes de cruzar bajo la arcada, levanté la mirada hacia el rincón de la sala, con la esperanza de que Deck me hubiera visto, pero el ambiente estaba tan cargado de humo que dudé mucho de ser más que una impresión borrosa para cualquiera que estuviera sentado más arriba de la segunda grada.
La sala estaba a oscuras, iluminada únicamente por unas velas eléctricas dispuestas alrededor de los bordes y en una piscina situada en medio del suelo. También estaba vacía, aparte de una pareja de tipos tumbados en un sofá. Uno era joven y musculoso, y el otro mucho más viejo y blandengue. Estaban demasiado enfrascados el uno en el otro como para representar un problema. Me dirigí hacia el rincón opuesto y me senté. El tipo me siguió, sin dejar de mirar recelosamente hacía los dos pajarillos enamorados, y luego se sentó en el borde del sofá, en ángulo recto con respecto a mí.
—Estoy esperando —le dije.
El vaciló por un momento y luego se colocó el maletín sobre el regazo, de tal modo que sólo él y yo pudiéramos verlo, y abrió los pestillos. En el interior había un revoltijo de componentes, fragmentos de la placa principal y la unidad visualizadora, todo ello conectado por cables de todos los colores del arco iris.
—Santo Dios —exclamé.
—¿Comprende ahora lo que le decía? No está exactamente en condiciones de exposición.
—Pero ¿funciona?
—Oh, sí, desde luego —asintió vigorosamente.
Miró una vez más hacía la puerta y finalmente comprendí lo que realmente me estaba molestando. Lo observé atentamente mientras él extraía un miniteclado de entre el revoltijo de cables y me di cuenta de que no le temblaban las manos. Señales contradictorias: aquel supernerviosismo no encajaba con su deseo de explicarlo todo con un penoso detalle; una voz que se sobresaltaba por cualquier cosa pero unas manos firmes. Todo en él indicaba que deseaba ser alguna otra persona, como si me considerara una especie de animal salvaje semipeligroso. Y, sin embargo, no me quería entregar el maletín y dejar que lo averiguara por mi cuenta. Después de todo, ya había cobrado su dinero; ¿qué más podía importarle? Me pareció extraño. Además, aquello no me gustaba nada.
Me incliné más hacia él, de modo que el resto de la sala quedó olvidado.
—Todo está escrito ahí, ¿verdad? —Él asintió, y empezó a decir algo, pero lo interrumpí—: Está bien. Déme las notas.
—No podrá hacerlo funcionar.
Extendí las manos hacia él y cerré el maletín, casi pillándole los dedos. Luego desenfundé el arma y apoyé el cañón contra la frente del pirata informático. Su nuez de Adán saltó como un salmón que nadara corriente arriba, y la boca se le quedó abierta, con un seco crujido.
—Sólo tiene que darme las jodidas notas. Quiero largarme de aquí cuanto antes.
—No vas a ninguna parte —dijo entonces una voz y escuché al mismo tiempo el sonido del mecanismo de seguridad al ser desmontado. Alguien me apretó un arma de fuego contra la nuca—. Levántate y arroja tu arma.
—¿Y quién es usted? —pregunté, al tiempo que me levantaba lentamente, aunque sin desprenderme del revólver.
—Departamento de Policía de Los Ángeles —dijo una voz, joven, un tanto temblorosa.
Luego me tiró del brazo izquierdo hacia la espalda. El pirata informático pareció sentirse aliviado.
—Jodido —le espeté—. Me has vendido.
—En efecto —dijo entonces otra voz y alguien me rodeó para situarse delante de mí y hacia la izquierda. Era el tipo más viejo de la pareja de supuestos tortolitos. Sostenía una placa y parecía sentirse bastante satisfecho consigo mismo—. Arroja el arma —me ordenó, enviándome una fuerte bocanada de alcohol de segunda mano—. Quiero volver a abrazarme con Barton. Tengo la sensación de que le ha gustado.
—Que te jodan, abuelo —dijo Barton y apretó el arma con más fuerza contra mi nuca—. Mira, arroja el arma de una vez, maldita sea.
—No sé sí me gustaría hacer eso —dije inútilmente, tratando de ganar tiempo—. Tengo la impresión de que mientras continúe así, no podéis hacer gran cosa. Un simple empujón y el arma se me podría disparar, y un ciudadano quedaría desparramado por las paredes.
—Sí, como si eso nos importara una mierda —espetó Barton, lo que hizo que el pirata informático volviera a parecer nervioso.
Miré hacia la puerta. No había forma de llegar hasta allí sin recibir un balazo, ni siquiera en el hipotético caso de que apareciese Deck, algo que casi con toda seguridad no iba a suceder.
—Cinco mil dólares, y dejamos correr las cosas —le dije con tranquilidad al policía más viejo.
—¿Has oído eso? —le preguntó a su compañero—. Este saco de mierda está poniendo en duda la moralidad del departamento de Policía de Los Ángeles.
—Yo salgo de aquí con el maletín y ustedes reciben el dinero. Cosas más extrañas han ocurrido.
—De ningún modo, Thompson.
Esto último lo había dicho una nueva voz. Me volví para ver que otros dos policías habían entrado en la sala y se nos acercaban con rapidez. El que había hablado era un hombre alto, de cabello gris, distinguido, vestido con un traje lo bastante elegante como para demostrar que era un jefe, pero no tanto como para indicar que podría aceptar sobornos.
Era el teniente Travis.
Durante unos cuantos segundos me quedé sin habla, en parte porque trataba de encajarlo todo, de dilucidar cómo podían haber salido las cosas tan repentinamente mal. Pero sólo pude observar sin saber qué decir la parte más prosaica de mi mente que me recordaba todas las cosas que no iban a suceder en el resto de mi vida, como por ejemplo sentarme en la terraza de un bar y tomarme una cerveza, ver otra vista que no fueran unos muros grises, hacer algo que no fuera brutal y estúpido o simplemente una forma de dejar pasar los años hasta que un día me despertara muerto en mi celda. Y todas esas cosas cayeron como lluvia delante de mi ojo interior, como si sólo hubieran estado allí a la espera de ser visualizadas.
Travis se detuvo a un par de metros de distancia y me miró de arriba a abajo. Había envejecido un poco, pero no demasiado; sólo había perdido un poco de peso en la cara, y llevaba el pelo algo más corto. Se parecía bastante a como me lo había imaginado en los momentos en que había medio esperado verlo aparecer en la ciudad en la que me encontrara escondido. Lo extraño era que la última vez que nos vimos frente a frente, ambos nos dirigíamos hacia lo que pudiera considerarse como el inicio de una amistad, conocidos recelosos que nos mirábamos desde lados diferentes de la divisoria de la ley y el orden. Actuábamos en campos diferentes, decididos a vivir y dejar vivir, como gente que sabía cómo participar en el juego y dejar de lado los pequeños detalles. Luego, en un inconcebible arranque de estupidez por mi parte, me alejé de esa situación; ahora, cada una de las arrugas que observaba alrededor de sus ojos me indicaba que las cosas eran muy diferentes.
—Arroja el arma, Hap —me dijo.
Vacilé un momento y luego dejé caer la mano, de modo que el arma apuntó hacia el suelo. La hice girar en la mano y se la entregué, con la culata por delante. Travis la tomó y se la guardó en el bolsillo.
—Te detengo por el intento de alquiler de un instrumento ilegal de transferencia de recuerdos y por el uso de tal instrumento para guardar recuerdos de actos delictivos. —Lo dijo, de hecho, sin el menor atisbo de la sensación de triunfo que indudablemente debería estar experimentando—. Y puedes sentirte honrado porque me tomo unos pocos minutos de una investigación mucho más importante para tratar contigo.
—Lo primero es una trampa y en cuanto a lo segundo, no puedes demostrarlo.
—Lo demostraremos —me aseguró—. Te encerraré en una habitación, te llenaré de sodio verithol y te preguntaré por todos los delitos cometidos en la historia de la humanidad, incluyendo posiblemente los de aparcamiento indebido en el Jardín del Edén. Tarde o temprano encontraré algo de lo que acusarte.
Comprendí simultáneamente dos cosas: que esto no tenía nada que ver con Ray Hammond, pero que lo tendría en cuanto me encontrara dos segundos en aquella habitación. Por un segundo, creí entender por completo el concepto del honor, consciente de que no había forma de que implicara a Laura Reynolds en el asunto, ni siquiera para complacer a un policía; pero inmediatamente después me di cuenta de que eso sólo era pragmatismo. Estaba cayendo en picado y no servía de nada intentar arrastrar conmigo a nadie, aunque ella fuera la verdadera culpable.
—Eh, ¿puedo marcharme? —preguntó el pirata informático, que se introdujo la mano por debajo de la camiseta y extrajo el micrófono que allí ocultaba.
—Desearía que lo hicieras —contestó Travis.
—¿Y ahora estoy limpio?
—Sí —asintió Travis, volviéndose a mirarlo—, lo estás por lo que se refiere a tu expediente criminal, suponiendo que lo encontrara. En cuanto a todos los demás aspectos significativos de la vida, no eres más que un pobre mastuerzo y si alguna vez me entero de que has traspasado el umbral de lo que sea, te verás inmediatamente aplastado como una chinche.
El pirata se deslizó hacia la puerta, con la cabeza gacha y agitándose, haciendo esfuerzos por no echar a correr. Regresaba a su vida entre las grietas, salvado gracias a la cancelación de la vida de alguien a quien ni siquiera conocía.
Travis me miró de nuevo con una expresión ilegible en su cara y luego le hizo un gesto de asentimiento a Barton, que todavía me sujetaba con firmeza el brazo a la espalda. Empezaba a dolerme, pero estaba seguro de que ese no iba a ser más que el último de mis pequeños problemas durante un futuro bastante previsible. Travis podía utilizar drogas y métodos de interrogación intensa, pero había otros policías cuyas técnicas de interrogación eran mucho más directas. Lo más probable es que no tardara mucho en conocer a alguno de ellos.
—Ponedle las esposas —ordenó Travis y luego, dirigiéndose a mí, añadió—: Espero que te hayas podido ganar la vida de algún modo en los tres últimos años, Hap.
No tuve la oportunidad de contestar.
Al escuchar la explosión, las cinco cabezas giraron inmediatamente hacia la puerta. El pirata informático yacía en el suelo, a un par de metros de la puerta, convertido en una mancha de biología que se derramaba fuera de lo que había sido su cuerpo. —¡Santo cielo! —exclamó Barton.
Me soltó el brazo y desenfundó su arma. Desde el exterior negaron gritos procedentes del salón principal, acompañados por el sonido de mucha gente que echa a correr en todas direcciones al mismo tiempo. Los policías que me rodeaban adoptaron posiciones de tiro y sólo Travis tuvo la presencia de ánimo necesaria para extender una mano y sujetarme el otro brazo.
Cuatro hombres entraron en la sala.
Todos tenían la misma altura, llevaban los mismos trajes grises y gafas de sol. Cada uno portaba armas preparadas y caminaban como si no tuvieran nada que temer. Se detuvieron una vez que hubieron entrado unos cinco metros en la sala, al otro lado del bosque de velas. Simultáneamente, las cuatro armas adoptaron posiciones de disparo, cada una de ellas apuntada a uno de los policías, que les apuntaban a su vez con cuatro 38, de cañones algo más temblorosos.
Se produjo un silencio, aparte de los gritos y el caos procedentes del salón principal. Casi escuché el mismo pensamiento que cruzaba al unísono por las mentes de los policías, como si lo hubieran expresado en voz alta: «Si alguien dispara, todos somos fiambres».
—Bajen las armas —dijo Travis, con un tono de voz admirablemente firme.
Si hubiera tenido que hablar yo, creo que cualquier sonido que hubiese podido producir habría sido tan agudo que únicamente los perros lo habrían escuchado. Los hombres sacudieron las cabezas simultáneamente.
—Entréguenos a Hap —dijo el que estaba en un extremo, con una voz tan profunda que parecía como si el suelo fuera a vibrar.
—No —dijo Travis, que me sujetó el brazo con más fuerza—. Dejen las armas, ahora. —Luego, desde la comisura de los labios, me dijo—: ¿Quiénes demonios son estos tipos?
—No lo sé —le contesté, también en voz baja.
—Entréguenos a Hap —repitió uno de los hombres.
La voz era exactamente la misma, la inflexión idéntica. Era como sí estuviera tan borracho que no sólo viera doble, sino cuádruple.
Hubo un momento de vociferante silencio, de empate y luego, de repente, un brazo me rodeó la garganta y un arma se apoyó sobre mi sien.
—Arrojen las jodidas armas —les gritó Barton a los hombres, con su boca muy cerca de mi oído—, o le vuelo la jodida cabeza a este tipo.
La única respuesta fue el sonido de cuatro balas que entraban en la recámara de las armas, y me dispuse a hacer las paces con este mundo.
8
Se produjo apenas un latido de silencio y entonces las luces se apagaron. Todas, al mismo tiempo. Los policías fueron los primeros en disparar y un tableteo de fuegos artificiales estalló a ambos lados de donde me encontraba. Eché con fuerza el brazo hacia atrás, hundiéndolo en el rostro de Barton al mismo tiempo que me soltaba de un tirón de la mano de Travis.
Barton trastabilló hacia atrás y yo me arrojé al suelo al tiempo que la primera andanada de disparos de contestación brotaba desde el otro extremo del salón. Aterricé pesadamente, golpeándome la barbilla contra el suelo y despidiendo la mayor parte del aire que contenía mi pecho. Luego, avancé a gatas mientras los disparos seguían sonando sobre mi cabeza. Luego, rodé sobre mí mismo y seguí avanzando a gatas, tratando de salir de allí como alma que lleva el diablo, sin ver siquiera hacia dónde me dirigía.
Escuché gritos desde atrás y al menos uno de los policías cayó. Los otros seguían disparando y recargando sus armas con toda la rapidez que podían, y nadie me prestaba mucha atención a mí. Al llegar al costado de la sala, me levanté sobre las rodillas; los fogonazos de los disparos me permitieron distinguir hacía dónde quería ir. Los policías retrocedían hacia el extremo de la sala, acurrucándose tras los sofás, con una vana esperanza de encontrar protección. Los hombres de los trajes avanzaban hacia ellos en línea recta y yo avancé agachado a lo largo de la pared, sin llamar la atención, hasta encontrarme situado tras ellos.
Mientras estuve en su lado ciego, avancé con rapidez hasta el extremo más alejado, con la puerta situada apenas a veinte metros de distancia. Pero el fuego de las armas era ahora más esporádico, caídos un par de policías más. Sabía que, si echaba a correr, los tipos de los trajes me oirían. Quizá al principio habían pedido que les fuera entregado, pero en estos momentos no parecían hacer concesiones por lo que se refiere a mi seguridad.
Por no mencionar el hecho de que las balas disparadas por los policías que quedaban eran lanzadas directamente hacia donde yo me encontraba.
Vacilé por un momento, preparado como un velocista a punto de iniciar una carrera, sin saber qué hacer. Al final, me arrastré hacia delante hasta haber recorrido la mitad del camino, pero lo hice con excesiva lentitud. Dos de los tipos de traje gris se volvieron y me vieron. Me quedé petrificado, apenas a tres zancadas de la seguridad temporal; o, visto de otro modo, a unos cuantos millones de kilómetros.
En ese momento, alguien entró corriendo en la sala procedente del bar, escupiendo fuego desde una semiautomática. Estaba todo demasiado oscuro como para ver su cara, pero sabía que tenía que ser Deck, que Dios le bendiga. Me encontró inmediatamente, me sujetó por la nuca y me arrastró hacia la puerta, sin decir una sola palabra. No necesité de una segunda invitación. Corrí como alma que lleva el diablo.
Sentí como si hubiera transcurrido una hora desde la muerte del pirata informático, aunque quizá sólo habían pasado un par de minutos y el café estaba sumido en el más completo caos, convertido en una melé de sombras asustadas por el sonido del tiroteo. Los hombres y mujeres trataban de bajar a gatas de las terrazas, arrollándose unos a otros, cayendo y forcejeando. Me sentí apenas un poco más seguro al encontrarme en medio de los cuerpos, pero me sentí arrastrado hacia la puerta exterior. Intenté resistirme, sabiendo que tenía que encontrar a Laura y regresar para ayudar a Deck, pero la presión del temor de la gente era demasiado fuerte. Ojos y bocas muy abiertas, cabellos y los interminables gritos de terror de quienes me rodeaban parecían hacerse más y más fuertes, hasta el punto de que llegaron a ser casi tangibles, como algo que me empujara hacia delante. Todo lo que pude hacer fue mantenerme en pie y evitar ser pisoteado por la gente que huía.
Ni siquiera pude volver la cabeza hasta que la multitud no salió despedida del café, ya en la calle, con la mitad de la gente cayendo y el resto corriendo sobre los demás, obedeciendo a la necesidad profundamente instintiva de hallarse en la costa Este durante una temporada. Yo conseguí mantener el equilibrio y me alejé de la puerta lo suficiente como para darme media vuelta. La puerta daba la impresión de estar como sí alguien hubiera dicho que el diablo permanecería ciego y quedaría libre todo aquel que pudiera cruzar por allí en los siguientes cinco minutos.
Tenía que regresar. Al infierno con Laura, tenía que encontrar a Deck. Confiaba en que sólo se hubiera quedado en la sala el tiempo suficiente para cubrirme, pero al salir no había visto el menor rastro de él. No me había abandonado y yo tampoco podía abandonarlo, pero no había forma humana de nadar contra la corriente de cuerpos que seguía saliendo a presión sobre la calle. Trataba de recordar sí el café contaba con alguna otra salida cuando lo vi, en la segunda fila de la siguiente oleada de gente que brotaba de la puerta. Mantenía una mano sobre la cabeza de Laura, para bajársela. Él mismo erguía la cabeza para observar los ángulos y distinguir las líneas de menor resistencia. Le grité, miró hacía donde yo estaba y me vio. Se abrió paso a codazos entre la masa, como la única persona entre la multitud con la presencia de ánimo suficiente como para seguir una dirección lógica.
—Santo Dios —exclamé cuando lo consiguió—. Cuánto me alegro de verte.
—Algo totalmente mutuo, como siempre —dijo Deck—. Pero ahora creo que deberíamos largarnos de aquí.
Laura jadeaba rápidamente, con su vestido verde desgarrado por tres lugares.
—¿Vienes con nosotros? —le pregunté.
—Demonios, sí —contestó con la respiración entrecortada y surgiendo lentamente de la borrachera, gracias a la conmoción.
—¿Cómo demonios hiciste eso? —le pregunté a Deck mientras corríamos por el muelle, en dirección al coche.
—¿Hacer qué, hombre? —replicó Deck, que volvió la cabeza para observar el enorme lío que se había formado delante del café.
Una masa de gente seguía saliendo por la puerta. Disponíamos de unos pocos minutos antes de que los hombres de gris pudieran salir, aunque empezaran a disparar contra la gente.
—Encontrar de nuevo a Laura y salir tan rápidamente.
—¿De qué estás hablando? —preguntó, aminorando el paso al llegar al coche. Tenía el rostro sudoroso y un largo arañazo le sangraba en la mejilla—. Yo me quedé con ella, como me dijiste en la nota.
—El pirata informático me traicionó. Pero los policías no saben nada sobre la conexión con Hammond. Luego aparecieron los tipos de los trajes, con armas enormes.
—¿Los tipos? —preguntó Laura, que parecía muy asustada.
—Sí. Eran cuatro, lo que explica al menos cómo es posible que pudieran estar en dos sitios a la vez. Les dijeron a los policías que me entregaran.
Deck me miró fijamente, con el ceño fruncido.
—Entonces, ¿cómo demonios saliste de allí?
—Alguien apagó todas las luces y todo el mundo empezó a disparar. Conseguí llegar cerca de la puerta y estaba a punto de ser descubierto cuando llegó otro tipo y me ayudó a salir de allí. Creía que eras tú.
—No, lo siento, muchacho, debería haberlo sido, pero no lo fui.
—Entonces, ¿quién demonios fue? —preguntó Laura, al borde de la histeria.
Negué con un gesto de la cabeza.
—No importa —dijo Deck que miró de nuevo hacia el café. Enciende una vela y da gracias a que todos los tipos raros anden sueltos por ahí. Al menos uno de ellos está de tu lado. Mientras tanto, tenemos que largarnos de aquí.
—Subamos al coche.
Pero Deck negó con un gesto de la cabeza.
—La policía conoce tu matrícula, y quizá también los otros tipos. Tomaré el coche y lo ocultaré en alguna parte. Tú y Laura escondeos en algún sitio.
—Pero ¿qué ocurrirá si te pillan?
—Diré que lo he robado —contestó Deck con un encogimiento de hombros—. No somos socios conocidos; nunca hemos trabajado juntos.
Miré a lo largo del muelle. La entrada al metro estaba a la vista.
—Pero entonces, ¿dónde nos encontramos?
—En mí casa. Si para entonces no he llegado, entra. —Se metió la mano en el interior de la chaqueta, desenfundó su revólver y me lo entregó—. No lo utilices a menos que te parezca necesario.
Abrí el portamaletas del coche, saqué el receptor de sueños y luego le di las llaves a Deck.
—Procura no despegar del suelo más de dos ruedas en ningún momento —le aconsejé.
Deck se metió en el coche de un salto y se alejó con rapidez. Yo eché a correr hacía la entrada del metro, seguido por una jadeante Laura. Había un par de tipos a la entrada de la escalera, mirando hacia el caos que se había formado frente al café y, en la distancia, escuché las sirenas de los vehículos blancos y negros de la policía, que se aproximaban.
—¿Qué ocurre en el café? —preguntó uno de los hombres.
—Un extraño incidente de intoxicación alimentaria —contesté al tiempo que arrastraba a Laura más allá de ellos y bajábamos a la estación.
Dejándonos llevar por un reflejo extendimos los dedos índices hacia las máquinas de billetes; sujeté la mano de Laura justo a tiempo.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Si pagamos a crédito, con las huellas dactilares, sabrán exactamente adonde hemos ido. —Me metí la mano en el bolsillo, en busca de dinero, y recordé que no me quedaba nada—. Mierda…, ¿tienes algo de dinero?
Me miró, abatida.
—Dejé el bolso en el coche.
Subimos corriendo la escalera y, al llegar arriba, giramos a la izquierda para pasar sobre el puente. Un coche patrulla pasó a toda velocidad en dirección contraria, pero ahora había ya tanta gente corriendo por las calles que daba la impresión de que aquello era una maratón popular, a pesar de que nadie parecía tener un sentido claro de la dirección que seguir, de modo que nadie se fijó en nosotros. Bajé por una calle secundaria, donde sabía que había un cajero automático. Descubrirían que había retirado dinero de allí pero la policía ya sabía que yo me encontraba en la zona. En cualquier caso, era mucho mejor que decirles a qué tren habíamos subido.
El cajero automático funcionaba. En estos últimos tiempos suelen funcionar, después de que los bancos se pusieran serios e instalaran instrumentos antipersonales para ocuparse de cualquiera que intentara derribarlos. Introduje el dedo en la ranura y me preparé para ladrar instrucciones.
—Estado de la cuenta, ¿verdad? —preguntó la máquina inmediatamente, dándome un buen susto.
—Tentador, evidentemente, pero no. Lo que quiero son doscientos dólares.
—Solicitud denegada —dijo la máquina y la ranura me expulsó el dedo. Fruncí el ceño y lo volví a introducir.
—Otra vez usted —replicó la máquina—. ¿Qué quiere ahora?
—Mi dinero —contesté—. Y no juegues conmigo esta vez.
—¿Quién está jugando? —replicó—. Su cuenta está vacía, perdedor. Vayase al carajo.
Me expulsó el dedo de nuevo y se apagaron todas las luces del cajero automático.
Me di la vuelta y los sonidos de alarma que resonaban en mis oídos se hicieron más fuerces al darme cuenta de lo que había ocurrido.
—¿Qué pasa? —preguntó Laura, que me miró ansiosamente.
—Mi dinero ha desaparecido —le contesté.
—Hola Hap, hombre…, ¿cómo te va?
—Muy mal —le dije—. Entremos y cierra la jodida puerta.
Vent retrocedió un paso con una pequeña inclinación y permitió pasar a Laura por delante de mí. Luego cerró la puerta de su casa con tres cerrojos y me sentí casi a salvo.
Desde el cajero automático habíamos tardado más de una hora en cruzar el Foso, caminando por calles secundarias y procurando no ser vistos. Al cabo de un rato comenzó a desvanecerse el sonido de las sirenas, ya fuera porque la situación en el café empezaba a despejarse o porque ya estaban allí todos los policías disponibles en la zona. Esperaba que fuera por esto último. Laura se mantuvo tranquila durante la mayor parte del trayecto, como si estuviera pensando algo. Yo no tenía ni la menor idea de lo que pudiera ser, pues tenía mis propias preocupaciones. Se mantuvo a un par de pasos de distancia, a un lado, como una muchacha que caminara ensimismada en sus pensamientos.
El Foso es un enclave construido en uno de los cañones que cruzan por el lado oeste de Griffith. Dotado con una escalera mecánica a cada extremo, calles iluminadas y energía, por lo demás ha sido dejado en su estado natural. Construidas en los muros del cañón hay pequeñas tiendas y garitos, accesibles mediante unas escaleras. La mayoría de las mismas son tiendas de comestibles, bares y librerías especializadas. La de Vent no lo es.
Vent es el hermano menor y de peor mala fama de Tíd. Es más larguirucho, de mejor aspecto, está mejor conectado que su hermano y nunca lo he visto comer chocolate envuelto en un cascarón duro de azúcar. Su cueva, si uno la conoce y se le permite el acceso, es un verdadero tesoro de ilegalidad.
—¿Cerveza? —preguntó.
—No —contesté. Y luego añadí—: Sí.
Vent abrió una puerta incrustada en la pared de la tienda y sacó tres cervezas. Le entregó una a Laura, que desenroscó en seguida el tapón y empezó a beber.
—¿Me vas a presentar a tu novia?
—Laura, Vent; Vent, Laura —dije—. Y no es mi novia. Mira, Vent, necesito algo y luego tenemos que marcharnos.
—Siempre lo mismo, Hap, hombre, como en los buenos y viejos tiempos —comentó Vent con una sonrisa—. Aunque últimamente parecías enderezado. No te había visto metido en problemas desde hacía mucho tiempo.
—Más o menos —admití. Laura se había separado un poco, adentrándose en la cueva y miraba los cajones incrustados en las paredes. Bajé el tono de voz al decir—: Cierta mujer me ha puesto unos cuantos en mi vida.
—Tienen esa tendencia —asintió Vent sabiamente—. Por eso últimamente yo recibo por resolución virtual las patadas que me están destinadas. ¿Qué andas buscando?
—Dinero —contesté—. Tengo un problema de liquidez temporal y necesito un préstamo durante veinticuatro horas. Mil dólares.
En realidad, sólo necesitaba veinte pavos, lo suficiente como para ponernos en marcha hasta que pudiera entrar en la red, pero pedir tan poco habría sido una clara señal de que algo andaba realmente mal en mí vida financiera.
Vent negó con un gesto de la cabeza.
—No puedo dártelos en efectivo. Acabo de hacer unas grandes compras. Pero puedo prestarte un dedo.
—Mierda. —Era el de un fiambre y, además, ilegal—. Tendré que conformarme con eso.
Vent abrió de nuevo la nevera, se agachó para alcanzar una de las estanterías mas bajas y luego se enderezo con una bolsa de aluminio en la mano.
—Es muy fresco —dijo—. Es una de las cosas que acabo de comprar.
Abrió la cinta del extremo de la bolsa y lo extrajo: era el dedo índice de un varón caucásico, con un pequeño instrumento sujeto al extremo cortado.
—¿Es seguro? —pregunté, consciente de que Laura nos miraba.
—Mucho —contestó Vent—. Mis amigos tuvieron acceso al caballero antes de que muriera. Nadie lo echará de menos en varios días. Y tampoco lo encontrarán, dado que escondieron el cadáver.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Laura.
Se lo dije. El dedo de un hombre muerto con una cuenta bancaria útil, mantenido con vida gracias a un pequeño generador de plasma. En otras palabras: permitía utilizar durante unos dos días el dinero de otro que, de todas formas, no lo echaría en falta. Ella palideció y se volvió.
—¿Alguna otra cosa?
—Ya que estoy aquí, cigarrillos. —Mientras Vent los buscaba, traté de prever qué más podría necesitar, pero no se me ocurrió nada. Entonces recordé un pensamiento que había tenido en Ensenada—. ¿Tienes alguna coincidencia?
—Sólo tres —me contestó—. Y son bastante pequeñas.
—Tal como están las cosas, cualquier cosa es una ayuda. Y voy a tener que dejártelo todo a deber.
—Está bien —dijo, y abrió un cajón. Sacó un frasco y una aguja—. No sé qué tal será la calidad, ya que no tienen etiqueta, de modo que si te sientes mal, no me eches a mí la culpa.
Insertó la botella y extrajo el líquido que contenía con la hipodérmica, mientras yo me subía la manga. Luego, introdujo la aguja en mi vena e inyectó el suero. Experimenté una breve sensación de frío y luego todo volvió a ser igual. No le funciona a todo el mundo; afortunadamente, a mí sí.
Me terminé la cerveza y tiré la botella a la basura.
—Entonces ¿cuánto te debo?
—Te dejo la inyección fatal por cuatrocientos, el dedo por el precio habitual, el ciento cincuenta por ciento del dinero disponible. Y por los productores de cáncer sólo treinta pavos.
—Menos mi descuento, ¿no es así?
Vent se echó a reír y le dirigió un guiño a Laura.
—Este es mi Hap —dijo—. Siempre tiene ese gran sentido del humor.
Llegamos a casa de Deck justo antes de las once. Después de salir del tugurio de Vent, me dirigí directamente al cajero automático e introduje el dedo adquirido en la ranura.
—¿Vas a utilizar realmente esa cosa? —preguntó Laura con aspecto muy asqueado.
—¿Tienes alguna otra sugerencia? —le espeté—. O hacemos eso, o dependemos de la beneficencia hasta que pueda regresar a la red.
Ella apartó la mirada.
El tipo muerto se llamaba Walter Fitt y tenía cerca de cuatro mil en el banco, lo que significaba que el dedo me iba a costar seis mil. Los suministradores de Vent tuvieron que haberlo comprobado antes de pasárselo. Saqué cien en efectivo y tomé nota del número de cuenta y el código bancario.
El dinero nos permitió tomar el metro hasta el final del muro de Griffith, en Barham Gate. Me acerqué al túnel oblicuamente y observé lo que esperaba ver: dos policías que efectuaban comprobaciones de seguridad con todo aquel que deseaba salir. Yo no tenía ningún plan, pero resultó que tampoco lo necesité. Cuando estaba a punto de decidir que quizá tuviéramos que regresar y probar por alguna de las otras salidas, un tipo de la cola, que estaba por delante de nosotros, se lanzó repentinamente hacia delante. Mientras uno de los guardias lo perseguía, su colega nos hizo señas para que pasáramos rápidamente. Me sentí muy aliviado al salir de Gríffith, hasta que me di cuenta de que aquella era probablemente la primera de las coincidencias que se habían materializado tras la inyección. Resultó muy útil y a tiempo, sin llegar a ser nada extraordinario. Y ahora ya sólo me quedaban dos. No hay forma de saber cuándo o cómo surgirán: uno tiene que correr sus propios riesgos. Hasta las inyecciones del destino se toman su tiempo para hacer surgir las vicisitudes.
Robé un coche a medio kilómetro al otro lado de la puerta y lo llevé por Mulholland y Coldwater hasta Sunset. Corté por Westwood hasta llegar a Wilshire, y luego seguí conduciendo hasta que llegamos a la costa. Las carreteras estaban tranquilas y el cielo claro. Al llegar a Ocean Avenue, una amplia vista marítima se abrió ante nosotros, extendiéndose hasta el infinito, únicamente bloqueada por las hojas de los árboles que crecían a lo largo de Palisades. Giré por la avenida y me detuve a contemplar el agua. De un azul oscuro e iluminado por la luna, el océano parecía de una textura generada por un programa de ordenador, sólo que menos complejo y más sano: simplicidad aparente enmascarando preguntas que nunca terminaban, en lugar del detalle fingido de la red encima de la nada. Naturalmente, hay una verdadera caída de treinta metros de altura al otro lado de la barandilla y luego una transitada carretera y una playa antes de llegar hasta el agua; probablemente, ahí se encuentra una metáfora de la vida, pero la verdad es que nunca tuve energía para buscarla.
—Yo crecí junto al agua —dije—. Hace que me sienta mejor.
—Yo no —dijo ella—. Hace que me sienta mojada. Mira, ya me duele el trasero y estoy aburrida, así que ¿podemos continuar hasta donde vamos?
Deck vive en un edificio de ocho apartamentos, unas pocas manzanas hacia atrás, en una bonita calle bordeada de árboles. Actuando muy sensatamente, cobró lo que tenía pendiente en el ámbito del crimen duro y ahora vive envuelto en una aureola de respetabilidad, tratando de no llamar la atención. Actualmente, se dedica a la compraventa, la mayoría de las veces sólo para divertirse, sacando dinero suficiente para ir tirando, y mantiene la costumbre de aporrear a la gente sólo por el recuerdo de los viejos tiempos. Conduje el coche hacia la parte trasera del edificio y aparqué cerca del muro, y fuera de la vista. Las luces del apartamento de Deck no estaban encendidas, lo que significaba que probablemente nos habíamos adelantado. No debería haber sido así, pero no sabía qué ruta había seguido o dónde había dejado mi coche.
Subimos por la escalera de atrás hasta el tercer piso y utilicé mis llaves para entrar en la cocina. En este tipo de cosas, Deck es un hombre de las cavernas; no confía en los dedos ni en el reconocimiento de voz. A mí me irrita que, como consecuencia de ello, le roben con menos frecuencia que a otros. Un código se puede descifrar y una voz se puede imitar en silencio, pero forzar una cerradura es algo que necesariamente hará ruido.
Una débil luz lateral se encendió automáticamente en cuanto entramos en el apartamento.
—Hay cerveza en la nevera, y algo más duro en el armario de arriba —le dije a Laura.
Me dirigí hacia el salón, donde me senté en el sofá, envuelto en la oscuridad, y cerré los ojos.
Finalmente, pude rememorar todo lo ocurrido: el rugido en mis oídos como un eco del intercambio de disparos y el sonido de las voces profundas. Cuando las réplicas se desvanecieron finalmente, la fila de hombres apareció una vez más en mi ojo interno. Pude verlos con toda nitidez, casi como si estuviera soñando, con el recuerdo de Laura superponiéndose a mi propia experiencia. Aquí también había algo, algo oculto y en blanco que tenía la sensación de que se iba acercando cada vez más. Por un momento, casi lo recuperé, como una visión de luz alrededor de una cabeza como un halo, pero luego desapareció.
Un par de minutos más tarde escuché un roce y abrí los ojos para encontrarme a Laura de pie, a pocos metros de distancia. Sostenía un gran vaso de algo en una mano y una cerveza en la otra.
—¿Te gustaría tomar uno de éstos? —me preguntó.
Lo tomé y bebí lentamente, mientras ella observaba el salón. Las paredes del apartamento de Deck están cubiertas de instantáneas de viejas películas, posters antiguos y algún otro material que ha ido recogiendo un poco por todas partes. Estoy seguro de que en alguna parte tiene que existir un orden, pero que me cuelguen si soy capaz de descifrarlo. Deck es mi mejor amigo pero, por alguna razón desconocida, su colección me irrita. Creo que hace que me sienta vulnerable. La percibo como un sarcasmo de mi insuficiencia, como una demostración de lo que a mí me falta. La mayoría de la gente trae consigo algo a la fiesta del tiempo presente, alguna botella de vino para sus anfitriones: Deck tiene su material, su calma y un fabuloso conocimiento de dónde comprar los mejores perritos con chile; otras personas tienen amigos, un estilo de ser, una idea de quiénes son y del por qué.
Yo no parezco tener nada de todo eso y voy por la vida lleno de inseguridad y vértigo, que habitualmente se manifiesta en forma de impaciencia y de una sensación de pánico a no tener raíces. A veces me pregunto si he estado aquí durante todo este tiempo y, si ha sido así, ¿qué diablos he estado haciendo?
Laura se sentó en el otro extremo del sofá. Había encontrado una goma elástica en alguna parte y se había hecho una cola de caballo.
—¿Qué ocurre ahora?
Encendí un cigarrillo. En Santa Mónica son mucho más permisivos sobre estas cosas, y fumar en la intimidad de tu propio apartamento sólo se considera como un delito menor que suele pasarse por alto.
—Permaneceremos aquí sentados hasta que llegue Deck o yo pierda la paciencia y me quede dormido —contesté—. En cuyo momento tú te escaparás, dejándome con un asesinato en la cabeza y sin forma de eliminarlo. Durante la noche sueño la mierda de muchas otras personas, algo por lo que ni siquiera me pagan porque la cuenta a la que me paga REMtemps ha sido congelada. Luego, la policía me encontrará y me encerrará durante el resto de mi vida por algo que yo no he hecho.
Ella emitió una breve risita.
—Sientes pena por ti mismo, ¿verdad?
—Sí, y por una buena razón. Aparte de cualquier otra consideración, esta tarde han disparado contra mí y he visto volar a un tipo en pedazos. Quizá fuera un bastardo hijo de puta de pelo largo, pero contemplarlo no es un gran espectáculo.
—¿De qué hablas? —preguntó Laura—, ¿Quién tenía el pelo largo?
—El pirata informático —contesté—. ¿Lo recuerdas?
—Con toda claridad. Tenía el pelo corto.
—¿No tenía unos veinticinco años, con una nariz grande y aspecto de ser un excéntrico? —pregunté, mirándola fijamente.
Laura fue la primera en decirlo:
—Entonces no era el mismo tipo.
—¿Quién demonios era entonces?
—¿Y cómo quieres que lo sepa? ¿Cómo te encontró?
—No fue él quien me encontró.
De repente, capté que aquel podía ser el primer paso en una larga hilera de verdades que habían estado ante mí durante todo el tiempo. Saqué el organizador del bolsillo y puse en marcha el software de la red. Mientras tanto, la tarjeta celular establecía automáticamente una conexión bidimensíonal y el sistema operativo me deseaba las buenas noches.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Laura.
—Debería haber sabido que ese estúpido era demasiado bueno como para ser cierto —dije, furioso conmigo mismo—. Parecía salido directamente de un teatro, y hasta llevaba una camiseta con un eslogan estúpido, pero Quat me dijo que lo distinguiría con toda facilidad, así que no se me ocurrió sospechar nada. Luego demostró aquella actitud tan extraña, medio asustado y medio frío. Cuando todo salió mal, supuse que era porque sabía que me había estado traicionando.
—¿Y qué?
Crucé un inicio de registro de circunvalación y le dije al organizador que utilizara un servidor aleatorio de búsqueda para encontrar mi genio demónico financiero y mantener la conexión, o abortarla si parecía que iba a tardar más de treinta segundos.
—Hap, ¿qué estás diciendo? —preguntó Laura.
Le siseé para que guardara silencio, sin dejar de observar el cronómetro. En el término de diez segundos, el organizador anunció que el genio demónico regresaba a casa; dos segundos más tarde tenía los resultados sobre la pantalla.
El genio demónico presentó la lista de las seis cuentas bancarias que administraba en mi nombre: dos reales, dos virtuales y dos convertidas en nada más concreto que corrientes aleatorizadas a través de vacíos en el mercado financiero. Todas estaban vacías, con ceros sobre el tablero.
Laura miró torpemente la columna vacía. Corté la conexión con la red antes de que se pudiera seguir el rastro hasta la fuente celular.
Miré fijamente por delante de mí, sin ver nada.
No tenía nada a mi nombre y sólo había un hombre en el mundo que hubiera podido hacer algo así. El mismo hombre que había sido la única persona capaz de marcar mí número de teléfono esa misma mañana, y que de repente se había mostrado dispuesto a hacer negocios por teléfono, con el único propósito de tenerme en un determinado lugar a una hora concreta. Un hombre al que había confiado todos mis negocios durante más de un año, y que lo sabía todo sobre mí.
—Es Quat —dije—. Me ha jodido.
—¿Tu pirata informático? ¿Por qué?
—El transmisor que utilizó tu tipo… ¿era un maletín llena de trastos?
Laura asintió con un gesto.
—No podía creer que aquello funcionara, pero la verdad es que funcionó. Mira, estoy cansada de preguntarte por qué, de modo que ¿te parece bien si, a partir de ahora, asumes que mí participación es una interrogante genérica?
—¿Conseguiste la dirección de Hammond a través del mismo tipo? ¿Del mismo pirata informático que estableció la transferencia?
Laura asintió con un gesto.
—Puse un anuncio velado en los anuncios personales para adultos, buscando los servicios de un pirata informático, y ese tipo se puso en contacto conmigo un par de horas más tarde.
Lo cual hacía suponer que Quat era ese pirata informático, que había tenido acceso a una máquina desde el principio y que estaba al tanto del asesinato de Hammond.
—¿Significa que ese tal Quat resultó muerto?
Negué con un gesto de la cabeza, con los pensamientos todavía agitándose en mi cabeza.
—El tipo del café no era más que un actor secundario, un estúpido que se limitaba a recitar su guión. Quat me preparó una emboscada operando desde la distancia.
Encajé todos los detalles lo mejor que pude.
Laura quería ver muerto a Hammond, por las razones que fuesen, pero no sabía dónde encontrarlo. Así que se puso en contacto con un pirata informático, Quat, o él la encontró a ella. El caso es que él tenía la dirección. Al día siguiente, se entera de que el tipo ha sido asesinado, y luego resulta que Laura desea efectuar un vertido ilícito de memoria. Quat tenía que saber que se trataba de un asesinato, a pesar de lo cual dispuso que el recuerdo fuera enviado a mi cabeza. Yo desaparecí de la ciudad durante dos días, sin que él supiera dónde estaba, y luego me resultó particularmente difícil ponerme en contacto con él. Sin embargo, en cuanto regreso y consigo la comunicación con él, no pierde tiempo para entregarme una máquina que ya tiene, hasta que me pueda preparar una trampa que me haga caer en manos de la policía.
Todo ligaba, aunque había alguna que otra coincidencia extraña en la mezcla que no encajaba del todo bien. Y seguía abierta la gran pregunta, a la que Laura regresó inmediatamente.
—Muy bien —dijo—, pero ¿por qué querría hacerte ese tipo una cosa así? ¿Es que todavía le debes algo o qué?
—No. Tiene el control sobre todo mi dinero. No podría haberle dejado a deber nada aunque hubiera querido. Le confié todo.
Bruscamente, Laura se bebió de un solo trago el resto de su bebida y me miró con los ojos muy brillantes.
—Entonces, los dos estamos jodidos.
Se escuchó un sonido, procedente del fondo de la cocina. Imaginé que sería Deck. Luego, escuché el sonido de los pies de alguien que bajaba la escalera.
Me levanté y desenfundé el arma. Entré en la otra habitación y miré por las ventanas de la cocina. No pude ver a nadie allí fuera. Con el arma preparada por delante, avancé de costado hacia la puerta de atrás, deseando que tuviera un panel de cristal. Al llegar allí, hice girar el manillar con la mayor suavidad posible, respiré profundamente y abrí la puerta.
No había nadie.
La noche se había hecho más fresca; una débil condensación de vapor aparecía suspendida en el aire y convertía las luces del patio en destellos. Miré hacia abajo y vi una pequeña maleta que me pareció familiar.
Corrí hasta el extremo del pasillo y asomé la cabeza, pero no pude ver a nadie saliendo del edificio. Al escuchar un sonido, me giré en redondo y casi le volé la cabeza a Laura, que se asomaba y miraba el maletín.
—¿El transmisor? —preguntó.
Asentí con un gesto y trague saliva compulsivamente.
—¿Qué es esto? —preguntó Laura, que se adelantó para tomar un pequeño trozo de papel del bolsillo interior del maletín.
Se lo arrebaté y ella alargó el cuello para leerlo. Allí sólo había escrita una palabra: HELENA.
—¿Quién es Helena? —preguntó Laura.
Me di cuenta entonces de quién me había salvado en el café.
—Mi ex esposa —contesté y volví a entrar en el apartamento.
SEGUNDA PARTE
DESAPARECIDO
9
Un muchacho ha salido a caminar a solas, a últimas horas de una tarde del domingo. Desciende lentamente la colina hacia la escuela, sin dirigirse hacia ningún sitio en particular, dejándose ¡levar simplemente por sus pies. Detrás de él, a más de medio kilómetro de distancia, está el lugar donde vive, en un antiguo bloque de apartamentos, uno de los primeros construidos en este tramo de la costa, ahora casi vacío porque es invierno. El muchacho todavía no sabe que eso definirá para siempre su idea del espacio vital, que siempre buscará lugares con habitaciones limpias y pasillos vacíos, donde se saluda a los extraños desde la distancia y se sabe que volverás a marcharte incluso antes de subir hasta la puerta. Sólo es el hogar, y siempre lo ha sido. Su padre es el que cuida allí de la casa, el dios supremo del aire acondicionado, el que destierra a las chinches y limpia los charcos. Su madre trabaja en un bar-restaurante, a poco más de un kilómetro playa abajo; eso es lo que ha hecho durante toda su vida. Ahora está allí, preparando hamburguesas y jarras heladas de cerveza, bromeando con su amiga Marlene y escuchando por primera, pero no por última vez en esta noche, al guitarrista que toca La Gasolinera.
El muchacho dejó a su padre cómodamente sentado delante del televisor, viendo por decimoctava vez una cinta de un partido de los viejos Braves. Los Doritos y las judías estaban en su lugar en la mesita de al lado, y sostenía en la mano una jarra de su cerveza favorita; ahora no estaba dispuesto a moverse por nadie, como solía decir. A ninguno de sus dos progenitores le importaba que el muchacho saliera a pasear a solas. Siempre lo ha hecho así y nunca le ha ocurrido nada malo.
La acera que desciende hasta la escuela es muy familiar para él. Es el lugar por donde baja un enfurecido torrente cada vez que llueve fuerte, así como el camino de marcha seguido por una procesión de hormigas un par de meses antes. El muchacho se pasó una hora acuclillado junto a la columna de pequeñas criaturas, que fluían en silencio ante él, preguntándose adonde irían y por qué. Esa misma semana, en la escuela, la señorita Bannerham les había contado una historia sobre mariposas, sobre una clase particular que iniciaba el año en América del Sur y que, de pronto, y todas juntas, echaban a volar y llegaban hasta Canadá o alguna otra parte situada, en cualquier caso, muy al norte. Era un largo viaje y, a lo largo del camino, se apareaban, ponían huevos y morían; las mariposas que efectuaban el viaje de regreso a finales del año, volvían exactamente a los mismos árboles desde donde sus antecesoras habían iniciado el viaje, a pesar de no ser las mismas que lo habían emprendido. Unas nacían para volar hacia el norte, mientras que otras no conocían ninguna otra dirección más que el sur; entre ambas seguían un ciclo que continuaba, interminable, año tras año, lleno de aparente propósito y, sin embargo, sin ningún objetivo que el muchacho pudiera comprender.
La señorita Bannerham explicó que era algo que tenía que ver con una planta concreta que necesitaban, con las temperaturas o con algo, pero el muchacho no la creyó. Si la planta era tan importante, ¿por qué no instalaban el campamento junto a ella y se mantenían allí durante todo el año? Si a uno le gusta el mar, vive junto a la costa; eso tiene sentido. No se va uno a vivir a alguna parte del interior.
Las hormigas eran lo mismo. Andaban detrás de algo, él lo sabía, pero no permitían que nadie lo supiera.
Esa tarde en particular, la acera estaba en silencio y seca y, francamente, no había gran cosa que mirar. El muchacho continuó el descenso por la colina, con las manos en loa bolsillos, observando las casas a medida que pasaba ante ellas. Patios profundos, hierba bien recortada; la mayoría eran casas de un solo piso. La luz se había desvanecido lo suficiente como para que se encendieran las bombillas eléctricas en muchos de los salones: vio brevemente a gente sentada, moviéndose, viendo la televisión. Un torso y un brazo se movían suavemente a través de la ventana y luego desaparecían; alguien se levantaba, se volvía a sentar; un murmullo ocasional se elevaba y descendía, no más inteligible que el aletear de unas alas distantes. Quizá todo fuera mucho más fácil de comprender que las hormigas y las mariposas, pero el muchacho no acababa de ver cómo. Era material perteneciente a otras personas, partes de vidas que él nunca comprendería.
La colina empezó a nivelarse y el patio de la escuela apareció a la derecha. Era un gran terreno cuadrado que ocupaba toda una manzana. En el extremo más alejado estaban las aulas; a un lado había un gran terreno de juegos, bordeado de hierba y árboles, rodeado de barrotes metálicos negros. El muchacho se detuvo al encontrarse enfrente y miró hacia el fondo. No abrigaba ningún sentimiento particular acerca del lugar, excepto que era allí donde pasaba la mayoría de los días. En el interior, durante un día escolar, habría muchos niños, algunos a los que conocía y no le importaban, otros a los que no conocía o a los que detestaba suavemente. Un gran contenedor de gente que eran diferentes a él, que tenían padres y vidas diferentes a la suya. El único ocupante particularmente interesante era la señorita Bannerham: el muchacho tenía edad suficiente como para haberse encariñado con ella.
No lo pensaba en esos términos, sino que sólo sabía que su clase le importaba menos que las otras y que, si su madre no hubiera sido su madre, no le habría importado que fuese la señorita Bannerham. En casa, en un lugar seguro, guardaba una insignia que ella le había dado. Algunas personas habían acudido a la escuela dos semanas antes para calificar a los maestros. El muchacho se había sentido un tanto sorprendido al descubrir que hasta los maestros tenían que someterse a exámenes, pero a la señorita Bannerham no pareció importarle. Reunió a los niños en la parte delantera de la clase, en el suelo, y les habló de una serie de cosas. Los mayores permanecieron de pie al fondo y también escucharon. El muchacho hizo preguntas y las contestó; había sido una clase interesante y ya estaba recogiendo sus cosas, en un momento en que ya no quedaban muchos compañeros en la clase, cuando la señorita Bannerbam se le acercó, lo llevó a un lado y le entregó la insignia. Era estrecha y plateada y llevaba inscrita la palabra «Mérito», y ella le dijo que podía conservarla durante un mes. No dijo nada sobre ella en la escuela, al percibir vagamente que era la mejor política que podía seguir, pero se la mostró a sus padres, que parecieron sentirse complacidos.
El muchacho se había pasado el día en la playa gris, resistiendo el viento y buscando erizos planos. Su familia ponía en práctica una política, diseñada y administrada por su padre, según la cual cualquiera que encontrara intacto un erizo plano tenía derecho a «la bebida que eligiera», según decía él mismo, la siguiente vez que la familia fuera a cenar a la ciudad. La bebida preferida por el muchacho era siempre una Coca, que habría tomado de todos modos, aunque comprendía que no era esa la cuestión.
Lo único que encontró ese día fueron fragmentos y algo pequeño, pulposo y muerto, cuyo aspecto no le gustó, pero tampoco le importó. Se sentía agradablemente cansado y decidió caminar hasta la escuela y luego regresar a casa.
Miró a través de los barrotes al pasar ante el terreno de juegos, hasta avizorar los árboles del otro lado. Para satisfacción de todos, éste había sido considerado como el mejor lugar en toda la zona para encontrar caballeros. Se trataba de grandes escarabajos, ambicionados por la mayoría de los muchachos y conservados en tarros con agujeros en la tapa, y aunque su verdadero nombre no era, probablemente, el de caballeros, así los llamaban ellos. Se pasaban muchas felices horas dirigiendo batallas entre estos insectos; los concursos eran en realidad situaciones bastante pacíficas en las que se comparaban las características de los animales, como longitud, anchura, envergadura de las alas. En general, los bichos eran verdes, pero de vez en cuando alguien encontraba uno negro y éstos eran los que siempre ganaban los concursos. Los caballeros negros siempre ganaban. Earl, el mejor amigo del muchacho, ya tenía uno, y el propio muchacho pensaba que ya iba siendo hora de que él también lo tuviera.
Con la vaga esperanza de que quizá al día siguiente pudiera encontrar uno, el muchacho continuó a lo largo del camino que pasaba ¡unto a los edificios de la escuela. No había gran cosa que ver en ese trecho, ni después de doblar la primera esquina: sólo ventanas oscuras en un edificio más oscuro aún. Anduvo perdiendo el tiempo, pensando en algo que ese mismo día le había oído decir a un predicador en la televisión: que el Señor tendría piedad de las personas que cometieran malos actos y arrojaría sus pecados al mar. Eso no parecía concordar con la visión de su madre, según la cual la gente que arrojaba cosas al mar ya era mala, sobre todo si causaba daño a las alas de las gaviotas. Nervioso, el muchacho le había preguntado a su padre adonde se arrojaban concretamente los pecados, porque no quería nadar accidentalmente entre ellos y salir del agua siendo malo. Su padre se echó a reír y dejó de gritarle a la tele durante un rato.
El muchacho dobló la segunda esquina y subió hasta donde empezaba de nuevo el terreno de juegos; entonces se detuvo y miró hacia los árboles, que ahora estaban justo al otro lado de los barrotes. Para entonces ya había oscurecido bastante; sólo había una farola encendida a cada extremo de la manzana y los árboles parecían grandes y viejos. Probablemente, habría podido saltar la verja y entrar en el terreno de juegos, adelantándose así a los buscadores de insectos del día siguiente, pero no le apetecía realmente. En la oscuridad, los árboles parecían un poco…, bueno, aterradores; todo hay que decirlo. Sabía que en realidad no lo eran porque se había subido con frecuencia a sus ramas más bajas durante el día, cuando eran enormes, verdes y agradables, pero las cosas siempre parecían diferentes por la noche. Se preguntó cuál sería el verdadero, sí el aspecto que ofrecían las cosas durante el día o el que ofrecían por la noche, y llegó a la conclusión de que probablemente dependía.
En cualquier caso, los insectos estarían casi con toda seguridad dormidos.
Pensando que si regresaba ahora a casa probablemente aún quedarían algunos Doritos, dobló la última esquina para recorrer el último trecho y regresar hacia donde había girado a la izquierda para iniciar el ascenso de la colina. A estas alturas ya se encontraba en un estado de abstracción casi hipnótica, y al principio no se dio cuenta de los pasos que sonaron tras él.
Cuando se dio cuenta, se volvió, esperando encontrarse con alguien que había sacado a pasear su perro. Se sorprendió al ver que la acera estaba vacía.
Se alejó un poco y escuchó de nuevo los pasos. No eran rápidos, ni corrían, sino que simplemente avanzaban al mismo ritmo que él. Sabía, sin embargo, que no se trataba de un eco de sus propios pasos rebotado contra la pared, porque llevaba las zapatillas que no producían ningún ruido. Con el corazón latiéndole un poco más rápidamente, el muchacho aceleró el paso. Los pasos que le seguían también se aceleraron y empezó a sentir un poco de miedo. Había sido advertido de las cosas vagamente horrendas que le podían ocurrir si hablaba con personas malencaradas, o si subía al coche de un desconocido. Sus padres no habían sido muy específicos acerca de esas cosas, o de cuáles eran los modelos de coches erróneos, pero el muchacho experimentó ahora la repentina sensación de que esta era, probablemente, una de aquellas circunstancias de las que le habían hablado.
Se apresuró a lo largo de la acera, cada vez más rápido, pero sabía que no por ello lograba alejarse de lo que le seguía. Si se trataba de una persona adulta, no tenía ninguna posibilidad de escapar, puesto que los adultos tienen las piernas más largas.
Así que se detuvo, respiró profundamente y se dio media vuelta. Esta vez, vio a alguien.
Había un hombre de pie, en la esquina, bajo la luz de la farola. Llevaba un traje elegante. Su rostro aparecía sumido entre las sombras y el muchacho no pudo verlo con claridad; la farola parecía brillar desde detrás de su cabeza. Daba la impresión de estar demasiado lejos como para haber sido él quien causara el ruido de pasos, pero no había nadie más a la vista. El hombre empezó a caminar y el muchacho se quedó petrificado donde estaba.
Más tarde, se encontró de regreso en casa, comiendo Doritos y viendo la televisión con su madre, mientras su padre dormía en un sillón, como un dinosaurio derrumbado. Vieron una estúpida película hasta el final y luego todo el mundo se fue a dormir.
Me desperté y encontré a Laura sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, comiendo tostadas. Me tendió una taza de café. Grazné algo ininteligible y me incorporé. Tardé un buen rato en situarme y, cuando lo hice, metí la mano en la chaqueta y extraje el receptor de sueños. Un solo vistazo al indicador me dijo lo que ya sabía. No había estado trabajando. Aquel sueño había sido mío.
—Deck está en la ducha —dijo Laura, que todavía me sostenía la taza de café.
Tenía los ojos abotagados. Acepté la taza y tomé un sorbo. Estaba caliente y sabía a café. Por el momento, todo iba bien.
—¿Cuándo regresó?
—Aproximadamente una hora después de que te desmoronaras. Dijo que había seguido una ruta paisajística. ¿Te encuentras bien? Te quedaste dormido muy rápidamente.
Asentí con un gesto. Después de guardar el transmisor en uno de los armarios de Deck, había estado mirando por la ventana delantera durante un rato, pero no vi nada, excepto una lavadora abandonada que avanzaba tambaleante por la calle. Evidentemente, Laura esperaba que dijera algo acerca de cómo había ido a parar hasta allí el transmisor y la persona que lo había traído, pero yo no le dije nada. Apenas si podía hablar. Me senté en el sofá y lo siguiente que sé es que retrocedí veinticinco años, como si en el presente hubiera demasiadas cosas que afrontar y mi mente hubiera retrocedido hacía momentos más simples. Las líneas divisorias parecían estar difuminándose. Lo que acababa de soñar sólo era un sueño, pero también un recuerdo que había olvidado durante mucho tiempo. Al sentarme, con los ojos de Laura mirándome enigmáticamente, fue repentinamente más fresco y real que el calor de la taza que sostenía en la mano o el sonido del agua que caía en el cuarto de baño de Deck.
Andábamos alrededor de la escuela.
Tomé el teléfono y marqué un número en la red.
—¿Dígame?
—Hola, Quat. Soy Hap.
Laura me miró con una expresión que daba a entender: «¿Qué demonios haces ahora?».
Se produjo una pausa y Quat preguntó finalmente:
—¿Có…, cómo te va?
—Muy bien. El transmisor ha transmitido un sueño. Pero el tipo no ha venido a recuperarlo.
—Lo llamaré —dijo muy suavemente.
—Hazlo. Escucha…, ha ocurrido algo extraño. No puedo sacar dinero en efectivo de ningún cajero. ¿Puedes ocuparte de arreglarlo?
—Claro, claro —asintió—. Mira, Hap, ¿dónde estás exactamente?
—Por ahí —contesté, sosteniendo el teléfono con fuerza—. Ah, una cosa más, ¿sabes alguna cosa de aquel policía al que asesinaron?
Luego, colgué el teléfono en silencio.
—¿Por qué demonios has hecho eso? —preguntó Deck desde la puerta del cuarto de baño.
—Sólo para hacer ruido —contesté—. El sabe que estoy mintiendo, pero no sabe hasta qué punto. Y, después de todo, tengo el transmisor, así que ahora no sabe lo que sucede o lo que yo sé.
—Pero tú no sabes una mierda —dijo Deck
—Todavía no.
Durante la noche, en sueños, las cosas habían cambiado. La traición de Quat ya no me parecía ahora lo más importante, ni las razones que pudiera haber tras ella, fueran cuales fuesen. Debería haberme sentido muy asustado por mi dinero y también preocupado ante el motivo de que Stratten no hubiera mantenido su palabra y me enviara un trabajo de sueño. Pero la verdad es que no lo estaba. Todavía no.
Quería saber quiénes eran los hombres de los trajes grises, qué estaban haciendo y por qué les conocía. Lo que me parecía muy bien, puesto que todas las líneas de investigación parecían indicar la misma dirección.
Deck permaneció de guardia en la calle mientras yo penetraba en el apartamento de Ray Hammond. Laura me acompañó. Lo decidió ella misma, no yo. Mientras nos dirigíamos hacia allí, comprobé las noticias y descubrí que el tiroteo del café Prose aparecía en todos los noticiarios. Travis había salido bien librado, con una herida ligera; Barton estaba en estado crítico y no se esperaba que sobreviviera; los otros dos policías estaban muertos.
Las «personas desconocidas» habían desaparecido, sin dejar cuerpos en el escenario del tiroteo. Se las buscaba por toda la ciudad. De mí no se decía una sola palabra.
No había ningún precinto que cruzara la puerta de la vivienda de Hammond, y tampoco ningún policía de guardia, lo que daba a entender que el departamento de Policía de Los Ángeles no sabía lo que él había estado haciendo en la zona. Le pregunté a Laura al respecto, y ella me contestó que tenía su dirección habitual en Burbank. No quiso decirme por qué lo había seguido hasta aquí, sino solamente que había averiguado que pasaba algún tiempo en otra parte y fue entonces cuando se puso en contacto con el pirata informático, Quat, según resultó, para descubrir dónde estaba. Presumiblemente, los policías habían efectuado una búsqueda casa por casa, y habían abandonado al no obtener respuesta del interfono de este apartamento. En el caso de que regresaran para una segunda inspección o si aparecía alguien extraño, Deck nos avisaría. Mientras tanto, el apartamento era todo nuestro.
La cerradura era compleja y cara, pero nada que mí organizador no pudiera descifrar. Dos minutos más tarde estaba abierta y nosotros habíamos entrado.
El apartamento era pequeño, y la puerta se abría directamente a un salón cuadrado, con una cocina a un lado. Desde la pequeña ventana se habría podido ver la calle, abajo, si no hubieran estado corridas las cortinas. AL fondo había otras dos habitaciones, un dormitorio y la otra perfectamente arreglada con una mesa de despacho. También había un cuarto de baño donde uno casi podía meter todo el cuerpo a la vez.
La cocina indicaba que éste no era un lugar donde Hammond hubiera pasado mucho tiempo. Sólo había tres latas de cerveza y restos de comida china en la nevera, con los tallarines cubiertos por un cultivo de bacterias en tan avanzado estado que probablemente ya habían aprobado su propia constitución y mantenían fuertes puntos de vista sobre los temas medioambientales. En un cajón había exactamente un plato y un juego de cubiertos. El resto del apartamento indicaba que a Hammond le gustaba pasar su tiempo en un ambiente austero. Los muebles eran baratos y funcionales: un sofá y una silla en el salón, una sola cama, un par de mesitas sin nada encima. Los armarios del dormitorio estaban vacíos, no había artículos de aseo en el cuarto de baño, y se veía polvo por todas partes. No había imágenes en las paredes de ninguna de las habitaciones. Era como la suite de un hotel que nadie hubiera utilizado, dos semanas después de que hubieran despedido a la camarera, que se llevó las obras de arte reproducidas en concepto de finiquito.
Dejé a Laura en el salón y me dirigí al despacho. Un estante colgaba sobre la mesa, con un solo libro en él. Era una pequeña Biblia, muy manoseada. En la primera página se había escrito una cita: «Y me fijé y allí, en medio del trono y de las cuatro bestias, entre los ancianos, estaba un Cordero tal como había sido sacrificado, con siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra».
Extraño. Me la guardé en el bolsillo.
Aparte de eso, la habitación estaba vacía, pero al mirar bajo la mesa observé algo. En el suelo, cerca de la pared, había unas líneas en el polvo donde lo permitía la alfombra. Como si hubieran existido cables tendidos hasta hacía poco. Los armarios indicaban una historia similar: limpios rectángulos de polvo fino allí donde se habían guardado archivadores. Regresé al salón, le di la vuelta a los cojines del sofá y observé limpias diagonales que cruzaban por debajo de cada uno de ellos: alguien había estado buscando algo oculto.
—Alguien ha registrado ya este lugar —dije—. Creo que sobre esa mesa había un ordenador que ahora ha desaparecido, junto con los ficheros. También andaban buscando algo más, algo que pudiera esconderse en un cojín. ¿Tienes idea de lo que puede ser?
No hubo respuesta. Levanté la mirada y vi a Laura apoyada contra la unidad de la cocina, con la cabeza agachada.
—¿Laura?
Ella levantó lentamente la cabeza. Tenía los ojos antinaturalmente secos, y la boca caída por las comisuras. Parecía una muchacha de catorce años, vista a través del prisma de toda una vida de decepción.
—¿Puedo fumar un cigarrillo? —preguntó.
—Creía que lo habías dejado.
—Sólo unas cien veces —contestó con una débil sonrisa.
—Estoy convencido de que algunas personas son fumadoras y otras no lo son —dije—. Sólo tienes que averiguar a qué categoría perteneces y atenerte a ello. Eso le ahorra a todo el mundo una gran carga.
Miré las paredes en busca de sensores y me sorprendió no ver ninguno. Entonces recordé que Hammond había sido fumador y un policía de alta graduación. Presumiblemente, se consiguió una dispensa. Encendí un par de Camels y le entregué uno a Laura.
—Hammond es la clave de todo esto —le dije—. Tú lo mataste. ¿Hay alguna posibilidad de que me lo expliques?
—No recuerdo haberlo hecho.
—Lo sé. No necesito los detalles. Lo que necesito saber es el por qué, y eso es algo que todavía recuerdas.
—Fue personal.
—No me vengas con tonterías. Nadie utiliza todo un cargador por una simple multa de aparcamiento.
—No es relevante para lo que está sucediendo ahora.
—¿Cómo lo sabes?
—Mira, simplemente es así. ¿Ya has terminado aquí? ¿Podemos marcharnos?
—En algún momento vas a tener que contárselo a alguien —le dije—. Y no me refiero a los policías, sino simplemente a alguien. Bebes demasiado y, siempre, tu boca trata de esbozar una sonrisa que no sientes. Te vas a México a pasar dos días y te pasas todo el tiempo hundida en la miseria, cuando no andas metiéndote en situaciones complicadas en los bares. Cuando vertiste sobre mí el recuerdo del asesinato, todo estaba jodido, porque estás acostumbrada a reprimir las cosas. Tienes que encontrar una forma de sacar algo de ese material de tu cabeza.
Ella me sonrió con sorna.
—Gracias por la consulta, doctor. ¿Quiere que vuelva para que me trate paternalmente? ¿Cuándo, la semana que viene a la misma hora?
—Sólo pretendía ayudar —dije con un encogimiento de hombros—. A pesar de que eres un completo incordio, me caes bien.
Fue un error. Ella se volvió y hundió el cigarrillo en el fregadero, apenas a medio fumar.
—Sí, le caigo bien a todos los hombres.
Sus ojos cambiaron, se volvieron opacos; estaba claro que la conversación había concluido.
El apartamento era un callejón sin salida. Limpié el fregadero, para que nadie supiera que habíamos estado allí y, al salir, cerré la puerta tras nosotros. Recogimos a Deck, que esperaba en el exterior y, dejándome llevar por un capricho, caminé hasta el cruce y eché un vistazo a través del escaparate de una licorería. El viejo seguía sentado tras el mostrador, tal como aparecía en mí recuerdo, con aspecto de estar momificado. Dejé a los demás en el exterior y entré.
—¿Cómo está su perro? —le pregunté.
El hombre me miró, con ojos entrecerrados. Evidentemente, no veía muy bien.
—Murió. ¿Quién es usted? ¿Le conozco?
—Pues claro que sí. Vengo por aquí muy a menudo.
—Ah, bueno, es un placer verle de nuevo.
Se inclinó hacia delante y empezó a incorporarse. En cuanto inició el movimiento hubiera querido decirle que no se molestara, que se han construido ciudades enteras con menos esfuerzo. Su rostro estaba surcado por profundas arrugas, con la piel más seca que el polvo y cuanto más cercana se hallaba de levantarse del todo, menos saludable parecía. Pero estaba claro que era algo importante para él, así que esperé a que completara el proceso. Miré hacia fuera, donde Deck y Laura esperaban de pie, hablando. Finalmente, el anciano consiguió ponerse más o menos en pie, apoyado sobre el mostrador.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—En realidad, nada —le contesté—, ¿Conoce a ese policía al que mataron? Ocurrió justo enfrente de aquí, ¿verdad?
—En efecto —contestó, orgulloso—. Lo vi todo. ¿Es usted policía?
Por un momento, pensé en decir que sí y cometer un grave delito, pero decidí que ya tenía demasiados puntos en contra.
—No, Sólo interesado. Y no lo vio usted todo, porque estaba dormido.
—¿Cómo sabe eso? —preguntó con las manos temblorosas.
—Simplemente, lo sé. Además, desde aquí no puede ver el lugar donde cayó el cuerpo. Así que dígame qué fue lo que vio realmente.
No le ofrecí dinero. Habría sido humillante: hablar era lo único que le quedaba por hacer a este anciano. Se relamió los labios.
—Si quiere que le diga la verdad, estaba efectivamente un poco cansado esa noche. Quizá diera un par de cabezaditas. De todos modos, escuché ese ruido y me desperté. Al principio pensé que era el golpeteo de una puerta, pero no había nadie en la tienda y el ruido continuaba. Me di cuenta entonces de que eran disparos. Cuando llegué a la puerta, ya se habían detenido. Decidí permanecer dentro.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Escuché un coche que descendía por la calle y alguien pasó corriendo ante mi puerta. Justo por delante de mí, pero no veo muy bien. Sin embargo, me parecieron pasos de mujer. Se marchó corriendo y dobló la esquina. Luego oí gritar a alguien, un tipo que empezó a maldecir en un acceso de rabia. Así que regresé a mi silla, tomé las galas y volví a mirar.
—Pero no pudo ver a nadie desde aquí, ¿verdad?
—Al principio no. Ya llego a eso. Al principio sólo escuché dos voces que dijeron algo que no pude entender. Luego llegaron otros dos coches.
Los pelos de la nuca se me empezaron a erizar.
—¿Cómo ha dicho?
—Eran de esos brillantes grises, con las ventanillas ahumadas, de los que utilizan los chulos y traficantes. De cada coche se bajaron dos tipos.
—¿De altura media, vestidos con trajes?
—En efecto —asintió el anciano, mirándome—. ¿Los conoce?
Negué con un gesto de la cabeza. Entonces, eran seis. Ahora había seis bastardos de aquellos.
—¿Qué ocurrió entonces?
—No gran cosa. Los tipos dieron vuelta a la esquina y permanecieron allí unos pocos minutos. Me pregunté si acaso debía acudir para ofrecerles ayuda, pero imaginé que ya había suficientes y, además, ¿qué podía hacer yo? No sé si se habrá dado cuenta, pero ya soy un poco viejo. Luego, regresaron corriendo, se metieron en los coches y se marcharon. Unos segundos más tarde pasó el primer coche, de un gris brillante, lo mismo que los otros. Y eso fue todo. Después, llamé a la policía.
—¿Y les habló también de los tipos de los coches?
—Desde luego que sí. Debió de ser un ajuste de cuentas entre bandas. Me nombraron en el periódico, aunque no dijeron nada sobre el número de tipos.
Grandes y malas noticias. Después de lo ocurrido la noche anterior, Travis tenía una forma de relacionarme con el asesinato de Hammond. La pista lo llevaba desde Hammond a los tipos antisociales con trajes grises y de éstos a mí. No es que fuera correcto, puesto que él no sabía el papel de Laura Reynolds en la trama, pero no dejaba de ser una conexión. Era más que suficiente.
—Gracias —le dije distraídamente—. Ha sido usted de una gran ayuda.
—Ha sido un placer —dijo el anciano—. Y puesto que le conozco, le diré algo que no me atreví a decirles a los policías. Se hubieran imaginado que había perdido la chaveta, o que ya no veía bien. Los tipos que vi, no es que hubieran comprado todos sus trajes en el mismo sirio, sino que, además, sus caras eran todas iguales. —Me miró con franqueza y, por un momento, vi en sus ojos al hombre que había sido en otro tiempo, y aposté en silencio a que esta licorería no había sido atracada con mucha frecuencia—. ¿Me cree usted?
—Desde luego que sí —le contesté—. Y le devolveré el favor con un consejo. Si vuelve a verlos, escóndase.
Al salir, Deck estaba apoyado contra una farola, con Laura de pie a diez metros de distancia, mas o menos cerca del lugar donde había caído el cuerpo de Hammond.
—¿Qué ocurre con ella? —le pregunté a Deck.
—Le conté una de las razones por las que tardé tanto en regresar la pasada noche.
—¿Y cuál fue?
—Pasé por tu apartamento. Imaginé que si todos los tipos raros estaban en el café armando jaleo, quizá fuera un buen momento para hacerlo. Alguien había probado ya a abrir la cerradura; supongo que después de que esos dos tipos te perdieran, volvieron para registrar tu apartamento. Entré, retiré el receptor de memoria del armario y cerré la puerta. No toqué absolutamente nada más.
Sonreí, pensando, y no por primera vez, lo horrible que sería el mundo si no se cuenta con alguien como Deck sentado a tu lado.
—Gracias —le dije—, pero tuviste suerte. Ahora resulta que esos tipos vienen envueltos en paquetes de a seis.
Deck enarcó las cejas.
—Mierda. En cualquier caso, eso fue lo que le dije a Laura. Ahora, ella sabe que puedes verter de nuevo el recuerdo en su cabeza.
Extendí una mano y lo toqué en un hombro.
—Espera aquí un momento.
Eché a andar por la calle, hasta encontrarme a un par de metros de Laura, que miraba fijamente los restos de una gran mancha de sangre sobre la acera, con los brazos cruzados y los hombros caídos.
—¿Cuándo quieres hacerlo? —me preguntó.
—No quiero hacerlo —le contesté.
Levantó la cabeza lentamente, con el ceño fruncido.
—¿Por qué?
—Porque no serviría de nada. Travis ya urda sobre mi pista y la policía puede relacionarme con la muerte de Hammond a través de los tipos que te persiguen a ti. Ya es demasiado tarde para que la transferencia del recuerdo me sirva de algo.
—Pero tú no lo hiciste.
—Quizá no —admití con un encogimiento de hombros—, pero ya me he acostumbrado a tenerlo en la cabeza. Parece como si hubiera existido un lugar en ella esperando ese recuerdo.
—¿Y eso es todo?
—Eso es todo.
Laura exhaló un profundo suspiro. Por un momento pareció la persona que era realmente, retiradas y olvidadas todas las puyas. Miró calle abajo, en la distancia, y luego hacia mí.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Descubrir qué demonios está pasando aquí.
—¿Te importa?
—Sí, claro que me importa. Si yo estuviera en tu lugar, llamaría al trabajo diciendo que estás enferma, y me marcharía de vacaciones a Europa durante una temporada. Y, a propósito, ¿qué haces para ganarte la vida?
—Trabajo en un banco —contestó y me sonrió, con un ojo entrecerrado para protegerse del sol—. Enlace con los clientes. Parece algo estúpido, ¿verdad?
—Es una forma de ganarse la vida.
—Es como estar en coma, eso es lo que es. —Miró hacía donde estaba Deck, que seguía apoyado contra la farola, sin mirar a ningún sitio en particular—. ¿Sabes una cosa? Creo que he dimitido.
—¿Quieres que te lleve a alguna parte?
—Sí, adonde vayáis vosotros. —Se echó a reír al observar la confusión de mí expresión—. Vamos, Hap. Todavía tengo a esos cuatro extraños jinetes del Apocalipsis tras de mí, y ellos sí que saben muy bien que fui yo quien lo hizo.
—En realidad, ahora son seis —le dije.
—Los que sean. Creo que tú sabes arreglártelas y me parece que estaré más a salvo con vosotros.
—Podría ser una mala decisión.
—Esas son mis favoritas —dijo con una sonrisa. Hizo un gesto hacia Deck y añadió—: Vamos, dejadme que os invite a una cerveza.
10
En el Applebaum tardaron un tiempo en traernos el almuerzo. Siempre ocurre lo mismo. Conseguimos una mesa en la terraza con vistas sobre Sunset y empezamos a beber. Deck y Laura se divirtieron burlándose de los que pasaban, mientras yo revisaba lo que llevaba en los bolsillos. Me había metido tantas cosas en la chaqueta durante el último par de días que empezaba ya a caminar cargado de espaldas.
Desgraciadamente, me pareció que necesitaba conservar la mayor parte de lo que llevaba. El receptor de sueños, por ejemplo. Utilicé el teléfono de pago del restaurante para llamar a REMtemps y descubrir por qué no se me habían enviado sueños la noche anterior, pero Stratten no estaba disponible. Aquella zorra de Sabrina me mantuvo un buen rato al teléfono y luego dijo que me llamaría. Por el momento, me quedaba con el arma de Deck, ya que, indudablemente, la mía estaría en estos momentos en algún armario donde se guardaban las pruebas relacionadas con el incidente del Café Prose. Sin mi organizador habría estado jodido, y tampoco tenía el corazón para desprenderme del reloj despertador, a pesar de que parecía haber entrado en período de hibernación. Quizá estuviera conmocionado; se había echado directamente a dormir después de que le dispararan en mi apartamento, y desde entonces no le había oído emitir ni un pitido. Lo sacudí un poco y apreté unos cuantos botones a modo experimental, pero ni siquiera estoy seguro de que sirvieran para algo. Probablemente, sólo están ahí porque la gente espera que estén. En cualquier caso, no funcionaba. Le pregunté a Laura si le importaría llevarlo en su bolso y ella lo tomó y se lo guardó.
Entonces, se me ocurrió algo. Había encontrado a Laura y el Nirvana gracias a una extraña sabiduría por parte del reloj. Pero ¿cómo la habían encontrado los dos tipos de los trajes? A juzgar por el recuerdo de Laura y por la historia contada por el anciano, estaba claro que no habían podido seguirla inmediatamente.
—Laura, ¿puedo preguntarte algo?
—Lo que quieras —contestó expansivamente, volviendo a llenar su copa de la jarra—. Aunque es posible que no te conteste.
—¿Tienes alguna idea acerca de cómo descubrieron los tipos de los trajes que te alojabas en el Nirvana?
—No —negó con un gesto de la cabeza—. Y después de que te vertiera a ti el recuerdo, llevé muchísimo cuidado y me comporté de un modo casi paranoico. A pesar de eso, en ningún momento tuve la sensación de que me estuvieran siguiendo, aunque tú me seguías, claro.
—Desde luego, pero durante la mayor parte del tiempo estuve tan lejos de ti que era como si me encontrase en otro país. ¿Qué me dices del bar donde pasaste la noche? ¿Viste allí a alguien extraño?
—No, aunque conocí a un tipo.
De repente, se estremeció cuando el tiempo cambió en el intervalo de un segundo y pasó de soleado a cubierto y fresco. Se oyó un coro de murmullos de los clientes que nos rodeaban, mientras esperaban a que un botones les trajera las chaquetas y jerseys que habían entregado al entrar.
—¿Qué tipo?
—Sólo era un tipo —contestó ella con un encogimiento de hombros—. Yo estaba sentada en una mesa del rincón, matando el tiempo, y ese tipo me preguntó si me importaba que se sentara conmigo. Le iba a decir que sí, que me importaba, porque no estaba realmente de humor para ligar, pero entonces cambié de opinión y le dije que me parecía bien.
—¿Qué aspecto tenía?
—Alrededor de los cuarenta años, elegantemente vestido, con un traje oscuro convencional. Buen cabello.
—¿Y ligó contigo?
—No. Sólo hablamos, o más bien fui yo la que hablé. El permaneció allí, asentía a lo que yo le decía y su actitud me ayudó a sentirme bien. No hablé de nada en particular y él escuchó como si estuviera realmente interesado, en lugar de esperar a que dejara de hablar para preguntarme cómo me gustaban los huevos por la mañana. Luego, al cabo de un rato, decidí que se había hecho tarde y que tenía que marcharme. Me pidió que me quedara un poco más, y me sentí tentada pero…, bueno, no sé.
—¿El qué?
—No era la noche adecuada —dijo ella, apartando la mirada—. No estaba de humor para que alguien agradable fuera cariñoso conmigo. Lo habría echado todo a perder.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Pues que le dije buenas noches y que había sido magnífico conocerlo. Él me entregó su tarjeta, lo que en aquel momento me pareció extraño.
Introdujo la mano en el bolso y me la entregó. Estaba en blanco. Le di la vuelta y vi que ocurría lo mismo con la otra cara.
—Minimalista —dijo Deck, que después volvió a escribir «Esto también causa cáncer, así que ¿por qué no puedo fumar?» en cada paquete de dulces que había en un cuenco sobre la mesa.
Coloqué la tarjeta en mí organizador y comprobé si había códigos de barras ocultos, holografía sintética y una serie de otras estupideces de diseño gráfico que se habían puesto de moda. No sonó nada. Era, simplemente, un rectángulo de cartulina en blanco, de un blanco cremoso y una textura ligera. Es decir, todo un trozo de papel, pero no muy informativo. Me encogí de hombros y se lo devolví a Laura.
Llegó la comida y, durante un rato, me concentré en meterme un gran bocadillo de ternera salada en mi cabeza. Mientras lo hacía, saqué del bolsillo de la chaqueta el único objeto que me quedaba, la biblia de Hammond.
Era un ejemplar estándar de la versión del rey Jacobo, pequeño y bien encuadernado en cuero negro, muy manoseado. Las páginas eran finas y ribeteadas de oro. La hojeé rápidamente desde atrás hacía delante y observé que en los márgenes se habían anotado unos pocos pasajes. Un puñado de ellos pertenecían al Nuevo Testamento, pero la mayoría eran del Antiguo. No parecía existir ninguna rima o razón en particular que explicara la selección, pero yo no sé absolutamente nada sobre esas cosas, puesto que procedo de una larga tradición de ateos beligerantes. Mi único punto de vista sobre las cosas relacionadas con la Biblia es que la revisión de la Buena Nueva fue el crimen más nauseabundo cometido jamás contra el lenguaje. ¿Buena Nueva? Más bien, buena aflicción. Ni siquiera un no creyente querría ver retocado ese material con la clase de lenguaje que se utiliza para hacer un libro sobre reencarnación.
Entonces recordé el pasaje que se había copiado en la primera página. Lo encontré y se lo mostré a Laura.
—¿Te parece que ésta es la escritura de Hammond?
—Sí, probablemente —me contestó tras echarle un vistazo.
—¿No lo sabes?
—Ha transcurrido ya algún tiempo. —Dejó el cuchillo y el tenedor y volvió a llenarse el vaso. Apenas había tocado la comida, aunque la había desplazado un poco sobre el plato. Observó mi mirada—. Y, simplemente, no tengo mucha hambre, ¿vale? No te vayas a poner ahora sensiblero y a decirme que sabes algo sobre trastornos alimenticios, porque resulta que no padezco ninguno.
Le sonreí y levanté las manos. Ella me devolvió la sonrisa, pero algo había cambiado en su cara. Sus ojos relucían, pero lo que los animaba ya no era el humor, sino el temor. No un temor ante algo en particular, sino un temor general, de todo y ante todos, incluida ella misma.
—¿Quieres café? —le pregunté.
Negó con un gesto de la cabeza y apartó la mirada. Deck se ofreció voluntario para hacerse cargo de la cuenta, lo que me pareció muy bien porque me había dejado el dedo en su apartamento. De todos modos, no es algo que pueda utilizarse en los restaurantes.
Mientras tanto, me dirigí al fondo del restaurante para utilizar los servicios. Los estúpidos sofisticados que llenaban las mesas levantaron los ojos a hurtadillas cuando pasaba, para comprobar si yo era alguien lo bastante famoso como para que valiera la pena fumar. El consenso general pareció ser el de que no lo era, y yo les envié a todos y cada uno de ellos un poco de rencor. Conocí el Applebaum gracias a un conocido mío llamado Melk, que se gana la vida merodeando por los márgenes del gran negocio. Actualmente trabaja como director de emisiones, más conocido en el oficio como aventador de pedos; es alguien contratado por las estrellas cinematográficas para que vaya tras ellas en todas las fiestas; en el caso de que se produjera algo desafortunado, debía desplegar y mover subrepticiamente una servilleta para dispersar el olor lo más rápidamente posible. Los mejores aventadores son los que logran que todo parezca como si nunca hubiera sucedido, y hay entre ellos algunos verdaderos artistas que los recogen y consiguen desviarlos hacia un actor rival, que es el que carga con la culpa. No es un trabajo adecuado para un ser humano crecidito, y Melk es uno de los grandes peces que frecuentan el restaurante, así que ya se pueden imaginar los fracasados a los que se atiende en los otros, No es que yo sea un tipo excesivamente seguro de sí mismo, pero estoy convencido al menos de que puedo ganarme la vida sin necesidad de ese certificado.
En la antesala, un asistente trató de entregarme todo tipo de ungüentos y toallas para que me las llevara al servicio, pero le espeté que se fuera al carajo. Retrocedió, entre reverencias, imaginando probablemente que mi descortesía significaba que dirigía un estudio y que sólo estaba en Applebaum como consecuencia de algún terrible accidente de reserva de mesa.
Entonces, de repente, me encontré boca abajo sobre el suelo, con alguien arrodillado sobre la parte central de mi espalda. Por un instante, lo único que pude hacer fue boquear, con el aire saliéndome a presión de los pulmones. Para entonces, me habían tirado las manos hacia atrás y me las habían esposado.
Dos zapatos negros perfectamente limpios aparecieron cerca de donde estaba mi nariz, sobre la alfombra.
—No te atrevas a mover un dedo —dijo una voz desde arriba.
Estiré el cuello y miré hacia arriba. Un policía me apuntaba con un 38. Sus manos eran firmes.
—Vas a venir con nosotros.
—Sí, ya voy —asentí, adaptándome a la situación.
Dejé que me izaran y me pusieran sobre los pies. Los dos policías eran jóvenes y relucientes, uno de ellos con un corte de pelo corto y rubio, y el otro moreno. Aparte de eso, no pude observar ninguna diferencia significativa entre ellos. Cada uno me cogió por un brazo y me condujeron para salir del restaurante.
Los estúpidos sofisticados nos miraron al pasar, como si evidentemente trataran de decidir si este curso de los acontecimientos me convertía en un pez más pequeño o más grande. Alguien me tendió una tarjeta de visita, Imaginé que debía de ser un abogado o un agente.
Tenía la expresión del rostro inalterable cuando salimos al patio, sabiendo que Deck tendría la presencia de ánimo necesaria de mantenerse impasible mientras pasábamos a su lado. Pero resultó que se me habían adelantado. Habían desaparecido los dos, y Deck había dejado sobre el plato el dinero para pagar la cuenta.
El del pelo rubio abrió la puerta trasera del coche blanco y negro aparcado junto a la acera; el moreno me introdujo y se sentó a mi lado.
Me quedé allí sentado, mirando por la ventanilla, mientras el coche se alejaba. Y esperé pacientemente a que mi vida empeorase.
—¿Cómo me has encontrado? —le pregunté cuando llegó finalmente.
—Somos los policías, Hap —me recordó Travís con una mirada de pena—. Es nuestro trabajo.
Estaba sentado en la sala de interrogatorios de la comisaría de Hollywood y llevaba allí cinco horas. Nadie me había ofrecido ni un maldito café en todo ese tiempo, ya empezaba a pensar en pedir el libro de reclamaciones. La sala tenía paredes desnudas y grises, evidentemente diseñadas para que uno se sienta mal, con la monotonía únicamente animada por grandes carteles de «Prohibido fumar». Pero puesto que fumar es ahora más o menos ilegal, son principalmente los delincuentes y los policías quienes lo hacen, así que en el centro de la mesa, delante de mí, había un gran cenicero abarrotado.
Travis, con los brazos cruzados, se reclinó contra un espejo que cubría toda una pared. Captó la mirada que le dirigí.
—Ahí detrás no hay nadie —me aseguró.
—Muy bien —le dije, sin saber si me estaba diciendo la verdad, y sin que eso me importara. Cuando te cae uno encima, te caen todos. Ahora, eso ya no supone una gran diferencia—. ¿Cómo va el brazo?
—Duele —me contestó. La parte superior del brazo derecho aparecía abultada allí donde llevaba un vendaje por debajo de la camisa—, pero tú lo debes de saber muy bien, ¿verdad? Por lo que recuerdo, recibiste unas pocas. Eso fue, en cualquier caso, lo que dijeron los testigos.
No le dije nada. Me miró durante un rato y luego se introdujo una mano en el bolsillo. Sacó un papel doblado, lo desdobló y lo colocó sobre la mesa, delante de mí.
—Échale un vistazo a esto.
Era una fotocopia del banco de datos criminológicos del departamento de Policía de Los Ángeles, con la fecha de hoy en la parte superior. Describía un robo a mano armada y un homicidio múltiple perpetrado el 15 de marzo del 2014, hacía poco más de tres años. Los fuertes testimonios oculares inducían a citar a tres sospechosos principales: Ricardo NMI Pechryn (ya fallecido), Harry «Hap» Thompson, y Helena Ruth Goldstein. Se ordenaba el uso de la fuerza en caso necesario para lograr su detención, se aconsejaba llevar un cuidado especial y solicitar apoyo del SWAT en el caso de que se tratara de apresar a la Goldstein.
Por lo visto, Quat lo había vuelto a colocar en el banco de datos. Cerré los ojos.
—Todo un golpe para ti, ¿verdad? —preguntó Travis—. También resulta algo extraño. Desapareció durante todo este tiempo y, de pronto, compruebo el fichero esta misma mañana y ahí estaba. Probablemente existe una explicación pero, para ser honestos, no me importa. Bienvenido de nuevo a mi lista personal de individuos más buscados, Hap.
—Me alegro mucho de estar aquí —murmuré.
Evidentemente, Quat se había dado cuenta de que con el pirata informático muerto y otros dos testigos oculares tiesos o en coma, parecía bastante debilitada la conspiración para alquilar equipo relacionado con la memoria. Así pues, me la jugó de nuevo limpiamente con esto. ¿Por qué?
—Todo se reduce a que estás jodido, Thompson. ¿Lo aceptas así?
—Sí.
No podía ser únicamente por el dinero. Tenía que haber algo más detrás de lo que Quat me estaba haciendo. Pero una cosa estaba clara: sí alguna vez me lo encontraba en el mundo real, sería hombre muerto. Él, no yo.
—¿Qué me dices? —preguntó Travis enarcando una ceja.
—Pues que tendrás que dejarme llamar a un abogado, luego me meterás en una celda con un puñado de verracos que me sacarán hasta la última mierda sólo para matar la monotonía y empezaremos a partir de ahí. Si lo que esperas es que te entregue a Helena, hoy no es tu día de suerte. No la he visto desde hace tres años.
Iba a continuar de la misma guisa pero me detuve, con la lengua paralizada por el simple hecho de pronunciar su nombre. No había pensado en ella deliberadamente desde que se produjera la entrega de la noche anterior, en el exterior de la casa de Deck. No había pensado en ella, deliberadamente y haciendo un gran esfuerzo. Y no tenía la intención de empezar a hacerlo ahora.
—No es esa la razón por la que estás aquí —negó Travis con un gesto de la cabeza—. Al menos por ahora. Quiero hablar contigo de algo más. Sólo quiero que entiendas que nuestra discusión tiene lugar dentro de ciertos parámetros.
Tomé un cigarrillo del paquete que tenía delante de mí y lo encendí.
—Habla entonces.
—Cuéntame lo que sepas sobre Ray Hammond.
—Era un policía destacado —contesté con un encogimiento de hombros—. Fue asesinado en Culver City hace una semana. He oído decir que fue por una pelea entre bandas.
—Inténtalo de nuevo —dijo Travis, negando nuevamente con la cabeza.
—Eso es todo lo que sé.
—Y una mierda. Estoy a punto de detenerte por algo que no tiene nada que ver con esto cuando de pronto aparecen cuatro personas, que pensándolo más tarde se parecen mucho a los sospechosos del asesinato de Hammond, y exigen que te entreguemos. Tres policías resultan muertos o gravemente heridos en el tiroteo que se produce a continuación, lo cual atestigua la existencia de un deseo extremadamente fuerte de disfrutar de tu compañía.
—Bueno, no todo el mundo quiere hacérmelo pasar tan mal como tú —repliqué—. Aunque no lo creas, soy un tipo bastante popular.
—Eso es evidente. —Travis acercó una silla que dejó frente a mí, al otro lado de la mesa—. Aunque no parecía preocuparles mucho que salieras de allí con vida.
Cerró una mano y colocó el puño del brazo sano sobre la mesa.
—Esto es una roca, Hap —dijo, Luego colocó el otro puno a unos quince centímetros de distancia del primero—. Y esto es un lugar duro. ¿Te imaginas dónde estás tú?
Miré hacia al espejo y me vi a mí mismo allí, sentado a solas. Ofrecía un aspecto cansado, viejo y pálido. De repente, comprendí que probablemente no había nadie en la sala de observación y que, por alguna razón, Travis hablaba conmigo a solas. Eso podía significar la existencia en el horizonte de alguna otra cosa que el encierro en una celda. Había llegado, pues, el momento de ser amable.
—No sé quiénes son esos tipos —le dije, y Travis se sentó—. Ayer por la mañana, dos de ellos aparecieron en mi apartamento. Me las arreglé para largarme y pasé la mañana fuera de Griffith. La otra ocasión en que los he visto ha sido en el salón del Café Prose.
—¿Adonde habías acudido a recoger una máquina de recuerdos?
—Sí —contesté, sabiendo que no serviría de nada mentir.
—¿Quieres decirme para qué la necesitabas?
—No, no quiero decírtelo. Si quieres acercarte siquiera un poco a eso, no voy a decir nada más sí no es en presencia de mi abogado.
Travis se inclinó hacia mí.
—¿Sabes lo que creo? Pues creo que has estado trabajando como receptor de recuerdos. —Se agachó, por debajo de la mesa y recogió una caja. En su interior había un receptor de sueños, metido en una bolsa de plástico para contener pruebas—. Te encontramos esto en la chaqueta cuando te registraron. Debido a ese gaznápiro de abogado que ha complicado tanto todo el tema de la transferencia de sueños, no tengo forma de saber si la posesión de este instrumento es ilegal o no. Sin embargo, y dado que todos los receptores de recuerdos han iniciado sus actividades como receptores de sueños, y puesto que tú tratabas de conseguir una máquina de transferencia de recuerdos, puedo intentar utilizarlo como prueba de que estás o has estado implicado en una conspiración para cometer actividades ilegales en relación con hechos recordados.
—¿Puedo hacer ahora esa llamada telefónica?
—¿Qué más sabes sobre los tipos de los trajes?
—Nada.
—¿Por qué te buscan?
—No tengo ni la menor idea —mentí.
—Tenemos razones para creer que puede haber implicados otros dos hombres, además de los cuatro que aparecieron por el café. ¿Estarías tú de acuerdo con eso?
—Es posible —admití, convencido de que tenía que echarle algo de carnaza.
—¿Por qué dices eso?
—Mira —contesté con precaución—, dos tipos fueron a mi apartamento. Había cuatro en el café. O dos de ellos eran los mismos, o no. SI no lo eran, resulta que son seis.
—No estarás diciendo eso porque, por ejemplo, hablaste con el anciano de la licorería, cerca del lugar del crimen, ¿verdad?
—¿A qué anciano te refieres?
—Porque sí hubiera sido así, eso implicaría que tienes interés por conocer detalles sobre la muerte de Hammond.
—Es algo por lo que no tengo ningún interés.
—¿A pesar de que los principales sospechosos sienten un intenso interés por ti?
—Por fin lo has captado.
—¿Cómo sabían ellos dónde encontrarte en las dos ocasiones?
—No tengo ni la menor idea —contesté, fiel a la verdad.
Travis asintió con un gesto, miró hacia la ventana y la pared situada por detrás de mí. Yo aplasté el cigarrillo en el cenicero y esperé.
—Procuraré decírtelo directamente —dijo finalmente—, porque hubo un tiempo en el que me caíste bien, y también porque quiero que comprendas que esto es una última oferta. Tu delito se establece sobre la base de que los testigos conservan todos buena salud y están cuerdos, y en que estás en posesión de un receptor de sueños. Estás acabado, pase lo que pase.
—Deberías llamar a las chicas de marketing para que te ayudaran en tu técnica de convencimiento porque, por el momento, no me parece que sea una gran oferta.
Travis me ignoró.
—Pero eso fue un trabajo en un banco que ocurrió hace cinco años y que ya no importa a nadie, excepto a mí. Las víctimas tenían seis parientes entre todas. Dos murieron en un accidente de circulación, uno es un drogata al que de todos modos no le caía bien su hermano y los otros tres son pobres y negros. Todavía llaman a la comisaría de vez en cuando, pero en nueve de cada diez ocasiones ni siquiera me transmiten sus mensajes. Por otro lado, tenemos aquí a un policía de alta graduación, brutalmente asesinado hace una semana. Creo que puedes imaginar fácilmente cuál es el caso que tiene mayor prioridad en estos momentos.
—Y resulta que no puedes encontrar a los sospechosos por muchos esfuerzos que hágase —le dije, mirándolo—, mientras que ellos sí parecen capaces de encontrarme a mí.
—Eres un chico listo, Hap, siempre lo he dicho. ¿Quieres ser tú el que termine de concretar la oferta?
—Me dejas en libertad, me permites que deambule por ahí, suelto, a la espera de que los tipos con las armas me encuentren. Entonces te llamo, suponiendo que disponga de tiempo para marcar antes de que me agujereen, y tú acudes con ¡a caballería y detienes a los malos.
—Has despilfarrado tus talentos, Hap. Con una mente como la tuya, podrías haber aspirado a algo realmente grande.
—Anda y que te den por saco, Travis. ¿Y qué consigo yo a cambio de arriesgar mi vida y hacerte quedar bien?
—Pierdo el receptor de sueños y no se te somete a una prueba con el detector de mentiras en relación con tu trabajo como receptor de recuerdos.
—Eso no es suficiente —negué con la cabeza—. Tú mismo has admitido que lo de la máquina de sueños es algo circunstancial. El único testigo que queda de que supuestamente trataba de procurarme un transmisor de recuerdos está ahora en coma, y probablemente no tienes motivos suficientes para solicitar que me sometan al sodio verithal.
—¿Qué ocurre, Hap? ¿Has estado viendo últimamente muchas películas en la televisión? No sé cómo te consideras a ti mismo en tu propia cabecita, pero para el mundo exterior no eres más que un pequeño ex delincuente que no le importa a nadie. Alguien va a tener que pagar por lo que ocurrió en aquel banco y Pechryn ya está muerto. Eso te deja solo ante el peligro y no tienes precisamente una explicación sólida. Puedo conseguir que doscientos policías atestigüen al unísono que estuviste de acuerdo en someterte a la prueba del sodio verithal, y hasta puedo conseguir que lo declaren con ritmo, si es que eso ayuda.
—Prueba alguna otra cosa —le dije débilmente.
Acababa de recordar que, debido al estado actual de mis cuentas bancarias, tendría que depender de un abogado de oficio para mi defensa. Sabía muy bien que iba a tener que cerrar el trato con Travis y que lo acordado con él sería lo único bueno que podría sacar de toda la situación.
Travis tabaleó por un momento con los dedos sobre la mesa.
—Y dejamos en paz a Helena —dijo entonces.
En ese momento tuve la sensación de que el tiempo había desaparecido, como si hubiera dos medidas diferentes del tiempo, como si se tratara de dos períodos diferentes de mi vida. Un instinto me decía que no, que aquello no era justo; el otro, sin embargo, me impulsaba a aceptar la idea sin pensarlo más.
—Sí o no —dijo Travis—. Borro el nombre de Helena del expediente. Si quieres que te sea franco, de todos modos no me apetece tratar de detenerla. Esa es mi última oferta.
Miré fijamente la mesa, sintiéndome débil, a punto de llorar. Probablemente, el instinto le había indicado a Travis que lanzarme esa última oferta con el nombre de Helena incluido en ella causaría en mí el efecto deseado. Bruscamente, perdí las ganas de luchar. Lo único que quería era dejar atrás todo aquello. Deseaba estar solo. Para ser francos, deseaba estar con mi madre, pero ella se hallaba muy lejos y no nos habíamos hablado desde hacía semanas.
Levanté la mirada y asentí con un gesto. Travis sonrió.
—Bien. Y no me la juegues con esto o anunciaré que las balas encontradas en los dos policías que murieron ayer en la escena del crimen fueron disparadas por el revólver que tú dejaste atrás. Ya sabes lo que pensamos y hacemos con la gente que se carga a uno de los nuestros, así que no te lo recordaré.
Se levantó, abrió la puerta; yo hice un esfuerzo por levantarme, con el gesto impasible, y arrastré los pies hacia ella.
—Puedes recoger el abrigo al salir —me dijo al pasar a su lado—. Ah, y una cosa más. —Me detuve, me volví y esperé—. Hay una oferta de contrato por la que han puesto precio a tu cabeza. Hay mucho dinero en juego. Dos soplones de confianza me dijeron que Helena ya ha aceptado el trabajo. —Sonrió, antes de añadir—: Es extraño, pero siempre pensé que ella ora la mujer adecuada para ti. La vida es una zorra, ¿verdad?
Me di la vuelta y me alejé rápidamente para que no viera la expresión de mi rostro.
Me dirigí inmediatamente al bar más oscuro que pude encontrar y me senté en el rincón más lóbrego. Luego, le pedí a la camarera que bajara la intensidad de las luces y que me trajera cinco cervezas. Mientras las esperaba, una vieja canción sonó en el tocadiscos automático, algo que hablaba de abogados, armas y dinero. Me pareció un servicio que me vendría muy bien. Esperé a que al final indicaran un número 900, pero no anunciaron ninguno.
Un tipo entró al mismo tiempo que llegaban mis bebidas. Se sentó en un reservado, al otro lado de la sala. Llevaba un traje barato y una corbata que deberían haberle vendido en la tienda por una fruslería. Pidió un vaso de soda y un cuenco de cacahuetes, se sentó y examinó el techo. No era precisamente el guardaespaldas más sutil que hubiera visto en mi vida. Desdeñé su presencia y empecé a beber.
Una vez que hube trasegado la segunda cerveza, me sentí un poco más tranquilo y llamé a Deck por el celular para decirle que estaba bien. Pareció aliviado, pero me dijo que Laura estaba actuando de una forma extraña. Recorría su apartamento de un lado a otro, inquieta, y bebía mucho. Se tomó una ducha de medía hora y cuando Deck se acercó precavidamente a la puerta, la oyó hablar en voz alta consigo misma; al salir, tenía la piel encendida, como si se la hubiera estado frotando continuamente. Ahora, volvía a pasear y a beber, actividades que alternaba con fumar un cigarrillo tras otro y mirar fijamente hacia la nada. Le dije que tratara de distraerla, que le mostrara su colección o algo. También le expliqué la situación. No me dijo gran cosa, quizá porque no había gran cosa que decir.
Mientras tomaba la tercera cerveza, consideré la situación en la que me hallaba metido y mastiqué con actitud ausente pretzels de nicotina. Intenté pensar con el máximo rigor, pero la estructura de todo lo que pensaba se desmoronaba a la vista de la verdad más evidente. Estaba jodido. Si trataba de largarme de la ciudad, Travis cumpliría sin duda con su amenaza y los policías terminarían por encontrarme y me matarían en cuanto lo hicieran. Lo único que podía hacer era lo que él me había dicho que hiciera, y sabía que el trato era definitivo. Estaba libre precisamente durante el tiempo que tardaran en encontrarme los tipos de los trajes grises, algo que, según mi experiencia más reciente, no tardaría mucho tiempo en producirse. Además de eso, algún asno me había puesto un guardaespaldas.
Mientras tomaba la cuarta jarra me sorprendió hacer algo que no había tenido la intención de hacer. Pensé en Helena. Era la persona que había estado buscando mientras deambulaba de un lado a otro, sabiendo que ya la había encontrado. Pensé en una luna de miel barata en Ensenada, hacía ya mucho tiempo, en mañanas pasadas en los moteles y noches en los bares, en paseos por Venice durante un cálido atardecer, y en las noches frescas en la casa que compartimos durante un tiempo; pensé también en nuestro gato y en lo suave que había sido su pelaje. Aquello era lo más cerca que se me había permitido estar de unirme al mundo real, de salir de mis sueños y permanecer despierto.
Al principio llegó lentamente, como fragmentos que percibía casi como recuerdos de la vida de alguna otra persona. Luego, los recuerdos fueron llegando más rápida y plenamente, hasta que la sala se ensombreció y me vi inmerso en una realidad que podría haber sido, en una vida que otras personas y que la muerte me habían arrebatado.
Empecé a beber con mayor rapidez, sintiendo que se desvanecía la debilidad. Había sido un delincuente durante la mayor parte de mi vida, pero no era del todo un mal tipo. Había vendido Fresh, no de lo más duro, a pesar de que los beneficios que se obtenían con esto último fueran mucho mayores, y sólo se lo había vendido a personas que sabían bien el error que estaban cometiendo. Había robado y engañado, pero habitualmente a personas que se lo podían permitir. Había cometido pecados triviales y accidentales que en ningún momento habrían desviado la Tierra ní una miera de su órbita, y sólo ofrecí unos pocos momentos de paz a quienes traficaron conmigo. Sólo había matado en último extremo, sólo una vez por dinero y sólo a personas que se lo merecían.
Claro que había mejores formas de ganarse la vida. Podría haber sido una de esas personas que se pasan toda la vida llevando camisas a rayas y acudiendo a reuniones para estrujarse el cerebro antes de terminar diciendo: «Ninguna idea es una mala idea», para concederse unos a otros grandes comisiones cuando obtienen a ese gran cliente. Esa gente que nunca hace o consigue nada real en toda su vida, que vive en un extraño universo paralelo donde lo único que importa es medio punto de cuota de mercado de un fabricante de congelados. La gente que vive toda su vida en la misma ciudad, que sigue caminos trillados demasiado aburridos como para ser siquiera comprendidos, que muere en el mismo lugar donde ha nacido y luego es enterrada para dejar espacio para otros como ellos. Según mis propias condiciones y mi propia comente de realidad, me he comportado todo lo bien que he podido y, al menos, he hecho algo, he estado en lugares, he visto cosas, he tenido algo que decir en mi propia vida.
Por segunda vez en otras tantas horas tuve una visión repentina de mis padres, de la primavera de la que había huido. Mamá ya no trabajaba en un bar, pero seguía viviendo con papá ¿n la misma casa, matando chinches, cambiando las sábanas y asegurándose de que la gente disfrutara adecuadamente del aire acondicionado. Nunca se jubilarían, siempre serían activos y cambiarían continuamente el mundo, aunque fuera en formas pequeñas. Yo tenía treinta y cuatro años de edad y, sin embargo, si tuviera que ser llamado a capítulo, no sería ante Travis, un juez o Dios ante quien me presentaría, sino ante ellos. Ellos eran la suprema autoridad.
Con la quinta cerveza, pensé en las cosas que había hecho y en sí podría hablar de ellas con mis padres. Sobre lo bueno y lo malo, sobre las muertes y los momentos de sombra.
Decidí que sí podía. Mi madre diría: «Oh, Hap» y mi padre no me miraría a los ojos durante un rato. Al cabo de pocos días, todo habría sido perdonado y comprendido. En toda tu vida sólo hay unas pocas personas que comparten genuinamente tu mundo contigo, que habitan en el mismo lugar durante algo más que un momento, como si fueran facetas imperfectas del mismo ser. A esas personas, y a uno mismo, se les debe algo. Eso es todo.
Terminé la cerveza, me dirigí hacia la mesa del otro lado y agarré al hombre del traje barato por el cabello.
—Dile a Travis que si vuelve a hacerme seguir los mataré a todos —le dije y luego le aplasté la cabeza contra la mesa.
Lo dejé allí, boca abajo e inconsciente, en medio de un montón de cacahuetes aplastados y me puse a trabajar.
11
La verdadera casa de Hammond estaba en Avocado, un gran conjunto de planta baja y piso, algo apartado de la calle. No es que fuera abiertamente deslumbrante, ni se tratara de un barrio ostentoso, pero, evidentemente, tampoco era un cuchitril. Conseguí la dirección de Vent, que dispone de una lista que le compró a un policía. Un coche que tomé prestado frente al bar me condujo hasta allí con rapidez. Lo dejé a poco más de medio kilómetro de la casa, en un aparcamiento brillantemente iluminado, donde probablemente no sería desguazado, e hice a pie el resto del camino.
Aminoré el paso al llegar ante la casa, desde el otro lado de la calle, comprobándola disimuladamente. Durante el trayecto me había dado cuenta de que no tenía ni idea de la situación doméstica de Hammond, o de si alguien vivía aún en la casa. Delante no había nadie de guardia y tampoco detecté coches encubiertos en un radio de doscientos metros a cada lado. Había una luz encendida en lo que parecía ser el salón, pero el resto de las ventanas permanecían a oscuras. Después de haber pasado dos veces ante la casa y observado que la calle permanecía desierta, crucé la calle y me dirigí directamente a la puerta principal. En estas circunstancias no sirve de nada vacilar. Uno quiere aparentar ser un buen ciudadano que visita a un amigo y no que lo derribe un francotirador.
Llamé al timbre y esperé. No hubo respuesta. Volví a llamar, esta vez durante diez segundos seguidos. No hubo respuesta, y tampoco detecté sonido alguno de movimiento desde el interior, lo que concordaba con lo que esperaba. La mayoría de la gente, cuando está en casa, tiene encendida más de una luz. Claro que hay ancianos y fanáticos medioambientales que apagan las luces de todas las habitaciones al salir, pero la mayoría de la gente no lo hace. La noche significa: «Deja las luces encendidas, maldita sea, o dame una linterna para moverme». Había muchas probabilidades de que la luz encendida del salón hubiera sido conectada por un sistema automático de encendido o de seguridad interna. O eso, o los habitantes de la casa estaban totalmente sordos lo que, M en cualquier caso, supondría una ventaja para mí.
Rodeé la casa, separada de k de los vecinos por un seto alto que se M levantaba a lo largo de los límites de la propiedad. Todas las ventanas tenían cerraduras, que me miraron al pasar, como pequeños ojos anaranjados empeñados en seguir mí avance. Mantuve la cara vuelta hacia a otro lado, por si acaso tenían firmes opiniones sobre las similitudes de la gente a la que se permitía merodear la casa por la noche, y conseguí llegar hasta la parte trasera de la casa sin incidentes.
El patio trasero era de tierra compacta y aparecía ordenado, con un gran árbol en el centro y un viejo tambor de cable para ser utilizado a modo de mesa. Le eché un vistazo a la puerta de atrás: había una gran cerradura, sin señales de cables en los bordes. Le acoplé el organizador, y le dije que se pusiera a trabajar. Las luces parpadearon en la pequeña pantalla del ordenador y corrientes de números salieron disparadas hacia delante y atrás, arriba y abajo de la pantalla. Estoy seguro de que nada de eso es totalmente necesario, y que el organizador se limita a asegurarse de que yo sé que está trabajando duro.
Después de treinta segundos me comunicó que podía romper la cerradura, pero que podía ser susceptible al soborno. Introduje los detalles bancarios del fallecido Walter Fitt y dejé que la cerradura se transfiriera doscientos pavos a sí misma. Sólo Dios sabe lo que tendría la intención de hacer con ellos, pero lo cierto es que al cabo de unos pocos segundos se produjo un clic y la puerta se abrió.
Me encontré en un corto pasillo trasero, con una puerta que daba a un lado. Cerré la puerta exterior, me quedé de pie y escuché durante un momento, en la oscuridad. El corazón se me disparó al escuchar un sonido suave y rítmico, como de alguien que arrastrara algo, pero apenas un segundo después ya tenía una idea de lo que podía ser. Me dirigí hacia la puerta y eché un vistazo al interior.
Era la cocina, diseñada libremente, cuyos aparatos eléctricos se habían puesto en movimiento. La nevera y el microondas se esforzaban pesadamente en direcciones opuestas a lo largo de la pared más alejada, y una cafetera y un procesador de comida caminaban juntos en círculo, en el centro de la estancia. Un gran congelador de queso aparecía erguido contra la otra pared, balanceándose adelante y atrás.
—Hola —saludé en voz baja. Todos se detuvieron, excepto el congelador—. ¿Hay alguien en casa?
—No —susurró el procesador de comida—. Estamos un poco preocupados.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, hace días que no vemos al señor Hammond —dijo la cafetera con seguridad en sí misma, acercándose a mis pies—. Y anoche mismo Mónica, es decir, la señora Hammond, se marchó sin decirnos adonde se iba, y no la hemos vuelto a ver desde entonces.
—¿Llevaba alguna bolsa?
—Sí, pero pequeña.
—Bueno —les dije, tratando de tranquilizarlos—, quizá sólo se ha ido a pasar un par de días con alguna amiga.
—¿Lo cree así? —preguntó el congelador, que dejó de balancearse durante un momento.
—Tiene que ser algo así —le aseguré—. De otro modo, se os habría llevado con ella.
—Quizá tenga razón —dijo el congelador, que parecía aliviado—. Gracias.
—¿Tiene hambre? —preguntó la nevera—. Tengo pollo frío aquí dentro.
—Quizá más tarde —contesté, y regresé de nuevo al pasillo.
De modo que Hammond tenía una esposa, que había seguido viviendo en la casa hasta hoy mismo. Supongo que eso podría haberlo descubierto tras una lectura atenta de los periódicos de la semana anterior, pero no había tenido tiempo para ello. El hecho de que se hubiera marchado explicaba por qué no había policías fuera. Además, si hubiera estado aquí, podría haber significado otra cosa: quien hubiera registrado la otra residencia de Hammond no habría tenido la misma oportunidad de hacer aquí otro tanto.
Eso quizá explicaba también por qué Laura había preferido matar a Hammond en Culver City, así como para sugerir cuál había sido la naturaleza de la relación entre ellos.
Recorrí rápidamente el pasillo, vigilante ante la posible presencia de instrumentos de seguridad. La parte delantera de la casa se componía de un espacio abierto de tamaño razonable delante de una escalera que conducía al primer piso. A ambos lados había sendas puertas. Asome la cabeza en la habitación de la luz encendida, vi que era efectivamente el salón, y luego miré por la otra puerta. Era el comedor, y no precisamente interesante, ni suntuosamente amueblado; los gustos de Hammond eran un tanto austeros, aunque lo poco que había ofrecía aspecto de ser caro.
Subí rápidamente la escalera y recorrí el vestíbulo superior, sin encontrar nada más que cuatro habitaciones en el lado derecho. La mayor de ellas mostraba señales de haber estado ocupada hasta hacía poco, y también que alguien la había abandonado precipitadamente. Había ropas de mujer extendidas sobre la cama y estaban abiertas las puertas del armario. Encendí las luces un momento y escudriñé el fondo. Lo único que pude ver fueron zapatos, muchos zapatos. ¿Qué les sucede a las mujeres con los zapatos? Comprendo que se necesiten diferentes colores para que hagan juego con distintos vestidos pero, como sucede con la mayoría de las de su sexo, la señora Hammond tenía siete pares sólo de color oscuro quemado. Dejándome arrastrar por un impulso, comprobé las etiquetas de algunas de las prendas de ropa dejadas sobre la cama. Fíona Prínce, Zauzích, Stefan Jones. Prendas de confección, desde luego, pero no eran precisamente baratas. Me pregunté si Travis había visto algo de esto cuando acudió a interrogar a la viuda y si había llegado a la misma conclusión a la que yo llegaba: que Hammond recibía dinero extra.
Volví a apagar la luz y comprobé el otro lado del vestíbulo superior. Un cuarto de baño, con el estante sobre el lavabo ligeramente desordenado. No es que hubiera sido una partida acuciada por el pánico, pero el tiempo había sido indudablemente importante. Algunos accesorios femeninos clave, sin embargo, seguían en su lugar, lo que daba a entender que, probablemente, ella regresaría. Luego había otra habitación pequeña y vacía cuyo propósito no me quedó muy claro. Quizá hubiera sido la habitación de los niños en el diseño original del arquitecto, pero estaba claro que ahora no la utilizaba nadie.
Aún quedaba una habitación más en la parte delantera de la casa. La puerta estaba cerrada. Respiré profundamente e hice girar la manija, confiando sinceramente en que no tuviera una alarma conectada. El alma se me cayó a los pies. Si había algo oculto aquí, encontrarlo iba a llevarme días.
Entonces, la luz se encendió y un sillón giró para dejar al descubierto a un hombre vestido con un traje gris oscuro, allí sentado.
—Hola, Hap —me saludo—. Es agradable volver a verle.
Parpadeé, descubrí que ya tenía el arma de Deck en la mano y apunté con ella al hombre. Eso, sin embargo, no consiguió que me sintiera mejor, y tampoco pareció preocupar demasiado al hombre. De todos modos, yo seguí apuntándolo. El hombre levantó un pequeño diario electrónico.
—¿Está buscando esto?
—No tengo ni idea —le contesté con petulancia—. ¿Qué es? ¿Y quién demonios es usted?
Sólo entonces lo reconocí y yo mismo me contesté a aquella pregunta. Era el tipo del restaurante, el que había estado sentado en el extremo del mostrador, aparentemente sumido en la tensión producida por el alcohol. El que había hablado conmigo después de mi conversación telefónica con el hombre que encontré en la casa de Laura, que había parecido un poco fuera de lugar y que, sin embargo, había permanecido allí sentado, frente al hotel de Laura, casi como si esperase a alguien.
—Me llamo Hap —dijo el hombre, entrecerrando los ojos por un
—No, no es así —repliqué con firmeza—. Así es como me llamo yo. Intente alguna otra cosa.
El hombre frunció el ceño.
—Tiene toda la razón, claro. Lo siento. Mi nombre es Travis.
—Deje ya de comportarse como un asno —le sugerí—, y dígame quién demonios es. Y apague esa luz, por el amor de Dios
—¿Qué luz?
El interruptor de la luz, según la práctica habitual, estaba en la pared, detrás de mí, junto a la puerta. No podía haberla alcanzado desde donde estaba sentado. Además, la luz tenía una calidad insólita, casi tangible, como sí estuviera nadando en aguas claras por la noche y alguien hubiese encendido unos potentes focos por encima. No parecía llegar a todos los rincones de la habitación, ni iluminar los objetos de la forma habitual, como si su papel no fuera en realidad visual.
Sin dejar de apuntar firmemente al hombre de la silla, retrocedí y apreté el interruptor. Las luces del techo se encendieron y, de repente, la estancia me pareció más normal, llena de bordes y un poco polvorienta. Aunque no por ello resultaba más brillante. El hombre me hizo un guiño.
—Y sus puertas no serán cerradas a nadie durante el día —dijo—, pues allí no habrá noche.
—Realmente, se me empieza a acabar la paciencia —le dije.
El hombre hizo girar los ojos, se metió la mano en el bolsillo y sacó un objeto similar a una pequeña linterna.
—Es un proyector de luz ambiental —dijo—. Se consiguen en Radio Shack.
—Estupendo. Buscaré uno. Y ahora, por última vez, ¿que demonios está haciendo aquí?
—Esperándole —contestó, poniéndose de pie—. Ha llegado más tarde de lo que suponía y ahora tengo que marcharme. Tengo cosas que hacer. De todos modos… está ahí. —Colocó el diario electrónico sobre el sillón, y me guiñó de nuevo el ojo—. Nunca habría podido encontrarlo, de haberlo buscado por su cuenta. Estaba sujeto con cinta adhesiva por debajo de la esquina de la mesa del despacho.
—Que es precisamente el primer sitio donde yo habría mirado —dije con irritación—. Sea lo que fuere.
El hombre sonrió y caminó hacia mí. Se detuvo a un metro de distancia, sin que mi revólver dejara de apuntarle a su pecho, y esperó con paciencia. Yo no sabía qué hacer. Dispararle me parecía excesivo, pero tampoco sabía si debía dejarle marchar. Al final, dejé caer el arma. Yo jadeaba ligeramente, cansado, tenso y vacío. Aquel tipo tenía que ser un policía o alguien más conectado con Hammond y, evidentemente, me llevaba varios pasos de ventaja.
—¿Qué está ocurriendo aquí?
La pregunta brotó de mis labios como un aliento final. Sabía que me vendrían muy bien unas cuantas pistas, quizá una clave que me permitiera llegar al siguiente nivel. El hombre se metió la mano para sacar una cartera y me tendió una tarjeta.
—No voy a estar siempre por ahí —dijo.
Luego, simplemente, pasó ante mí hasta la puerta y yo lo dejé marchar.
Transcurrió un momento antes de que se me ocurriera mirar la tarjeta, darle la vuelta entre las manos. Las dos caras estaban en blanco.
Corrí hacía la puerta, giré en el vestíbulo y bajé la escalera, pero él ya se había marchado. Debatí sí debía seguirlo o no, pero entonces recordé el diario que había dejado arriba y comprendí que no era precisamente tiempo de lo que disponía y también que, probablemente, a Deck le vendría bien algo de apoyo. Subí al despacho, nuevamente oscurecido. Intentaba, simplemente, tomar el diario electrónico y marcharme, pero entonces, dejándome llevar por un impulso, encontré el interruptor del diario y lo encendí.
Apareció una pantalla llena de números, separados por comas. No parecía existir ninguna pauta discernible, sino sólo una hilera tras otra de cifras. Hojeé algunas otras páginas del diario, pero todas estaban en blanco. Hammond había utilizado un instrumento que costaba cincuenta dólares sólo para almacenar una página de información. Eso quería decir que, probablemente, era importante. O quizá sólo fueran sus puntuaciones en el golf. Pero ya me preocuparía de eso más tarde.
Antes de marcharme, eché un vistazo a las estanterías de libros. Para ser un policía, tenía muchos libros. Textos de criminología, historia, novelas, con los lomos destartalados y usados. También había libros de religión, interpretaciones de 3a Biblia, ciento y una formas de ser un campista feliz: hileras enteras, con aspecto de ser más nuevos que los otros. Tomé un libro al azar de la sección no religiosa y lo abrí. La luz de la calle fue apenas suficiente para que viera que la página mostraba una serie de imágenes de heridas producidas por arma de fuego. No era muy agradable, pero bastante interesante. En todo caso, siempre era mucho mejor encontrarse con aquello al abrir un libro que mirándote el propio hombro. Me pregunté, y no por primera vez en la vida, si acaso no habría sido mucho mejor para mí haber tomado la decisión de convertir me en policía, en lugar de ser un delincuente. En algún momento de mi vida pensé en ello. Decidí, como siempre, que probablemente tendría mejor paga y condiciones de trabajo, y que disfrutaría de un estatus social ligeramente más elevado. Por otro lado, el hecho de ser policía te permite lucir un bonito uniforme y, presumiblemente, la gente no te detiene continuamente, ni te dice cosas que te desaniman. La verdad es que no tuve muchas posibilidades; probablemente, llegué un poco tarde para presentar mí solicitud a la Academia.
Al dejar de nuevo el libro en la estantería, observé algo. El siguiente libro tenía un trozo de papel, una de cuyas diminutas esquinas sobresalían por encima de las páginas entre las que se encontraba. Extraje el libro y lo abrí.
Y supe en seguida que había abierto algo importante.
La página tenía aproximadamente doce centímetros por ocho y aparecía impresa en láser casi de un borde al otro. El texto no tenía ningún sentido, un batiburrillo de letras sin espacios. Un código. Al observar más atentamente, me di cuenta de que la letra «x» aparecía muchas más veces de lo que debiera, aunque ocupara el lugar de la «e». Lo más probable era que actuara también como espacio separador, en cuyo caso el texto estaba impreso en bloques configurados por palabras.
No había impresora sobre la mesa, lo que significaba que quizá la hoja había sido un producto de las actividades de Hammond en su otro apartamento. En otras palabras, que se trataba de una copia de seguridad de la información que había estado buscando la gente que registró aquel lugar. Dos de los bordes aparecían ligeramente desiguales, lo que sugería que en otro tiempo había formado parte de una hoja más grande. Probablemente se podrían haber obtenido cuatro de un trozo de papel normal. ¿Implicaba eso que debía de haber más?
Volví a colocar el libro en su sitio y extraje otro de una estantería superior. No encontré ningún papel, ni en los dos siguientes libros en los que probé. Había cientos de libros en las estanterías, y sabía que tenía que haber sido un producto de la inyección de coincidencias lo que me permitió encontrar directamente el primero. Buscar en todos los libros me llevaría el resto de la noche, así que decidí revisar rápidamente una columna.
Aun así tardé más de media hora, pero eso me permitió encontrar otros tres trozos de papel. Las letras en cada uno de ellos eran diferentes pero, por lo demás, parecían lo mismo. En la parte superior había dos palabras, quizá un nombre. Debajo seguía un bloque sólido de texto impenetrable.
¿Qué podía ser lo bastante secreto e importante como para que un policía se tomara toda esta molestia para ocultar la información y también para sacar una copia de seguridad? No se trataba de ningún asunto oficial, de eso podía estar seguro.
Me guardé las hojas en el bolsillo y abandoné la casa, deteniéndome únicamente para retirar un trozo de pollo frito de la nevera y desearles buena suerte a los aparatos electrodomésticos.
Deck estaba sentado ante la mesa y parecía tenso. Laura estaba tumbada en el sofá, con un gran vaso en la mano. Aunque se hallaba extendida de tal modo que ocupaba toda su longitud, tampoco parecía sentirse muy relajada. Me pareció angulosa y sobresaltada y se hallaba claramente en un extraño estado de ánimo. Vestía unos pantalones vaqueros de mujer y un suéter holgado que presumiblemente sería alguna prenda abandonada en el armario de Deck por alguien especial que había decidido ser especial para otra persona. Ambas prendas eran demasiado grandes para ella, y ofrecía el aspecto de un bonito espantapájaros vestido con sus mejores ropas dominicales. Se había levantado las mangas del suéter y las cicatrices de las muñecas aparecían en carne viva. El temor que reflejaban sus ojos no había hecho sino empeorar, como alguien que supiera que iba a empezar a golpearse nuevamente la cabeza contra la pared y supiera además que no podría detenerse.
—Hola, Hap —me saludó—. El perdedor pródigo que regresa.
La frase brotó como si alguien tratara de hablar holandés con un impedimento de lenguaje; enarqué una ceja, mirando a Deck.
—Intenta tú detenerla —dijo él.
Me senté en el brazo del sofá. Laura estiró el cuello para mirarme y me sostuvo la mirada, pero sólo un poco.
—Hola, Hap —repitió—, ¿cómo te va?
—No tan bien como a ti, por el aspecto que ofreces. ¿Crees que ya es hora de tomar ese café?
—Hmm. ¿Quiero tomar café? —Fingió sumirse en profundos pensamientos, una actuación ligeramente fallida por el hecho de no llevarse el dedo índice a la barbilla. Luego, de pronto, gritó—: ¡No, claro que no quiero un jodido café!
—Laura, hablar va a ser realmente difícil para nosotros si continúas bebiendo.
—Ah, pero ¿es que vamos a hablar? Qué bien. ¿Y de qué?
—De lo que tú quieras. De lo que te ocurre. De lo que podemos hacer para ayudarte.
—¿Qué vas a hacer? ¿Salvarme?
Bruscamente, me sentí cansado, agotado, y no precisamente de buen humor.
—Laura, intenta recordar que también hay otras personas, aparte de ti, que tienen problemas. Me he pasado toda la tarde en una celda de la comisaría. ¿Te acuerdas de aquel incidente del que te hablé? Ha vuelto a aparecer en la base de datos y Travis lo sabe. Para no ser sometido a una sesión de recuerdos, tengo que ayudarle a pillar a los psicópatas que andan tras de ti, porque está convencido de que ellos mataron a Hammond, y lo único que voy a recibir a cambio de esa ayuda es la libertad de mi ex esposa, acerca de la cual tengo complicados sentimientos, no sólo porque Travis dejó caer que posiblemente vaya a firmar un lucrativo contrato en el que se pone precio a mi cabeza. Eso sería una mala tarde para cualquiera, así que ¿quieres darme un respiro?
—¿Por qué te separaste de tu esposa? —preguntó ella con una risita.
—Porque se murió nuestro gato —le espeté—. Y ahora ¿vas a tomar un café, o qué?
—No, pero aceptaré un masaje.
—¿Cómo has dicho?
—Me duele el cuello —dijo, incorporándose trabajosamente en el sofá—. Y me vendría muy bien que me dieras un masaje.
—No vamos a tener relaciones sexuales, ¿verdad?
Ella me miró, con los ojos parpadeantes, suavemente sobria por un
—Eh, no.
Deck lanzó un bufido desde el fondo y se dirigió a la cocina. Sabía lo que se avecinaba. Lo había escuchado antes. Expliqué, con cierto detalle, lo que pensaba acerca del masaje. Que no me gustaba que me lo hicieran a mí, que me parecía aburrido e irritante, y también expliqué por qué. Expliqué igualmente mis puntos de vista sobre la forma sigilosa y solapada con la que las mujeres habían redefinido el masaje como juego previo, de modo que los hombres tuvieran que hacérselo con más frecuencia. Después de siglos de ser algo que se hacía a los atletas, o cuando uno se había torcido algo, de repente todos los buenos consejos sexuales, propagados por las mujeres o por idiotas barbudos que hacían lo que se les decía, afirmaban que el masaje constituía un elemento esencial del acto de hacer el amor. Así que, ahora, los hombres no sólo tenían que asegurarse de que las mujeres tuvieran orgasmos (lo que constituye su derecho, claro está, y es una tarea agradable, pero, señoras, ¿lo han intentado? Es muy fácil o como jugar a las cartas con las luces apagadas; nunca hay intermedios. Creo que toda mujer debería tratar de producirle un orgasmo a otra. Imagino que entonces las oiríamos hablar menos del tema), sino que de repente cosas tan atrozmente insípidas y desentumecedoras como darle masaje a alguien en el pie, han pasado a formar parte del ritual sexual, y si un hombre no se pasa por lo menos media hora felizmente entregado a masajear las pantorrillas de su compañera, será considerado como una especie de hombre sexual de las cavernas. A los hombres no se les ha ocurrido de pronto nada que sea completamente nuevo, ¿verdad? No se han inventado ningún nuevo truco sexual por el que tengan que pasar sus compañeras, ¿verdad? No han decretado que mostrarse comprensiva con sus chistes y servirles cerveza y pretzels son ahora partes esenciales de la empresa sexual o que, simplemente, no pueden relajarse y estar de humor a menos que hayan visto antes el partido, ¿verdad?
No es justo, maldita sea y yo, por lo menos, no lo aguanto. O lo acepto, pero tumbado de espaldas. Lo que se quiera.
Le dí masaje durante un rato, y tengo que admitir que lo hice intencionadamente. Después del primer par de minutos, a Laura se le empezaron a hundir los hombros, y cuando Deck le trajo una taza de café, lo aceptó sin un murmullo.
—No me sorprende que tu esposa te abandonara —dijo, doblando las piernas por debajo de su cuerpo—. Me parece que eres un pesado.
—No creerás realmente que Helena tiene intención de agujerearte, ¿verdad? —me preguntó Deck.
—Probablemente no —contesté—. Me salvó en el café. Trajo la máquina hasta aquí. Y probablemente fue ella la que subió a mi apartamento y apartó las sábanas: un mensaje que aún estoy demasiado espeso como para comprender.
—Lo que implica que lleva buscándote desde hace unos cuantos días.
—Eso no significa nada —le dije—. Demasiado poco y muy tarde.
—Hap, sí ella hubiera querido matarte realmente…
—Sí, lo sé —asentí con un gesto de irritación—. Ya estaría muerto. ¿Tienes idea de lo que significa haber tenido en tu vida a otra persona significativa, reconocida universalmente corno más dura que tú mismo?
—No, pero quizá sea porque nunca me he casado.
—Muy bonito. ¿Dónde lo has leído? ¿En una caja de cereales?
—Podría ser si supiera leer.
—Eh —intervino Laura—, siempre me extraña hasta dónde podéis llegar los hombres. Podéis divertiros mucho simplemente hablando.
—Laura —le dije—, ¿qué te ha ocurrido? Esta mañana casi podía soportarse tu compañía. Ahora, es como comerse una enchilada de cristal. ¿Quieres hablar de eso?
—Oh, Dios santo —bufó—. El doctor Hap vuelve a abrir la consulta.
—¿Qué problema hay? —le pregunté por el puro placer de hacerlo—. ¿Acaso te sientes mal por Mónica Hammond?
No sé qué clase de reacción esperaba por su parte. Quizá que se diera cuenta de que sabía sobre su vida algo más de lo que ella creía. O quizá sólo pretendía hacerla callar por un momento.
Pero no fue eso lo que conseguí. Se puso absolutamente furiosa.
Se levantó del sofá y se puso a gritar. Yo caí extrañamente hacia atrás y terminé con ella encima de mí. Me quedé tan sorprendido que transcurrió un momento antes de que pudiera defenderme, y para entonces ya estaba viendo las estrellas. Laura estaba completamente frenética y golpeaba mi cara con las manos, al tiempo que me gritaba palabras que yo no podía escuchar. Intenté sujetarle las manos, pero éstas se movían con excesiva rapidez, de modo totalmente impredecible.
Luego, Deck se situó tras ella y consiguió sujetarla por los hombros. Tiró de ella hacia atrás, hasta que sus puños ya no pudieron alcanzarme, momento en el que empezó a darme patadas. Deck le pasó un braza alrededor del cuello y la arrastró hacia atrás lo suficiente como para que yo pudiera alejarme. Laura seguía gritando, aunque más lentamente, y la voz se hacía más aguda y se acercaba más a su tono normal. Seguía sin poder comprender qué decía, aunque parecían cuatro palabras que se repetían obsesivamente una y otra vez.
—¡Qué demonios! —exclamé—. ¿A qué viene todo esto?
Deck la sujetaba todavía por el cuello con su brazo, pero el cuerpo de Laura temblaba menos. Él tenía la cabeza cerca de la de ella y le acariciaba el pelo con la otra mano. La mirada de Laura permaneció fija en mí, intensa por la furia y la vergüenza.
Seguía repitiendo aquellas palabras, como un autómata que se hubiera ido desgastando, hasta que finalmente comprendí lo que decía.
—Mónica es mi madre.
No quiso decir nada más. Cada uno de nosotros mantuvo su posición durante unos minutos, sintiendo cómo se iba apagando el fuego que llenaba la habitación. Luego, Laura se liberó de un tirón del brazo de Deck y se fue al cuarto de baño, cerrando con un portazo. Deck y yo nos miramos el uno al otro y no encontramos nada que decir. Él utilizó un cojín para limpiar los restos de la taza de café que se habían convertido en una supernova, mientras yo volvía a la cocina para preparar otro.
Pocos minutos más tarde, oí a Laura salir de la habitación. Murmuró una disculpa y luego se dejó caer en el sofá. Me mantuve fuera de su vista, preparando las bebidas calientes tan lentamente que casi estuve a punto de entrar en un trance zen. Oí a Deck hacerle una pregunta a Laura, algo nada controvertido y, al cabo de una larga pausa, ella contestó. Lentamente, él empezó a contarle cosas sobre el material que tenía en las paredes. No tuve la impresión de que eso la entusiasmara mucho, pero al menos parecía estar escuchando.
Decidí quedarme un rato más en la cocina. Deck es una de esas personas que no pueden dejar de agradar. Yo no soy así. A la gente le resulta enormemente sencillo. A algunos no les caigo bien varias veces al día, sólo para mantener su media.
Me senté en un taburete y encendí un cigarrillo. Me dolía la cara y al pasarme un dedo por delante de la nariz, lo aparté ligeramente manchado de sangre. También pensé que podía haberme hecho una fisura en las costillas. Esperaba que no, porque las costillas con fisuras duelen como una patada en el culo. En el costado derecho tengo ahora mismo un par de ellas que están débiles, y cada vez que se vuelven a romper me esperan por lo menos cuatro semanas de incomodidades importante, sin que pueda mostrar nada a la gente.
Para matar el tiempo, me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que Travis me localizara. Por lo que a mí se refería, haberme librado del guardaespaldas que me puso no significó una ruptura del acuerdo, aunque probablemente él pensaba de otro modo. También pensé en cuáles serían mis oportunidades de obtener la libertad bajo fianza por el asunto del banco, y me vi obligado a reducir las posibilidades a algo menos que nada. Tomé el café lentamente, y noté que el ritmo de mi corazón volvía a la normalidad. Escuché el murmullo de la voz de Deck y los gruñidos ocasionales de Laura.
Entonces escuché otro sonido que procedía de la parte delantera de la casa. Al principio no supe de qué se podía tratar, pero luego reconocí de dónde procedía.
Sonaba como un coche conducido con rapidez, que bajaba la calle a toda pastilla, hacia la casa. De hecho, quizá fuera algo más que un coche. Quizá fueran tres.
El transcurso del tiempo pareció hacerse más lento, como un pianista que efectuara un ralentando melodramático. Al girar lentamente la cabeza, abriendo la boca para gritarle a Deck que mirara por la ventana, la puerta de atrás de la cocina se abrió de golpe y alguien asomó la cabeza.
—Rápido —dijo Helena—. Hap, tienes que venir conmigo.
La miré fijamente y parpadeé dos veces. Se escuchó entonces un chillido de frenos desde la parte delantera de la casa, el sonido de unas puertas al abrirse. Oí que Deck se levantaba de un salto y lanzaba un juramento inquisitivo; luego, el sonido de unos pies que corrían y la puerta de abajo que saltaba sobre sus goznes.
Pero lo único que yo veía era la cara de Helena, de una piel suave con huesos agudos, con unos helados ojos azules y un intenso cabello negro. Quizá tuviera un par de arrugas más, un poco más definidas. Por lo demás, era exactamente la misma de siempre.
Los pasos subían corriendo la escalera hasta la puerta principal.
Grité el nombre de Deck, apartando los ojos. Deck reaccionó instantáneamente, tomó a Laura del brazo y la levantó del sofá. Al tiempo que yo desenfundaba mi revólver, noté una mano que me sujetaba la mía y tiraba de mí hacia la puerta trasera.
—Hap, por el amor de Dios…, ¡rápido! —siseó Helena.
Laura tropezó sobre una alfombra y cayó de rodillas. Deck se volvió para ayudarla. El primer disparo de escopeta destrozó la puerta delantera y descerrajó la madera, arrancando astillas; inmediatamente después, una patada explosiva abrió de golpe la puerta. Intenté retroceder para ayudar a Deck, pero Helena no me soltó y tiró de mí hacía la puerta. Me giré para mirarla y ella atrajo mi rostro hacia el suyo.
—Ven conmigo ahora mismo —me dijo—, o te dejo aquí. Oí que Deck y Laura corrían hacia nosotros. Helena se dio media vuelta. Me abalancé tras ella y salí a la plataforma de la escalera de incendios, bajando por la escalera. Deck y Laura avanzaban a pocos pasos de distancia por detrás, pero Helena tenía razón, como siempre: yo no podía ayudarles a que corrieran más de prisa. Tenían que arreglárselas ellos solos.
Se produjo un enorme estruendo cuando la puerta delantera del apartamento de Deck quedó finalmente hecha añicos, y luego se escucharon gritos. Tropecé y estuve a punto de caer de cabeza escalera abajo, pero pude sujetarme a una barandilla en el último momento. Helena descendía los escalones metálicos por delante de mí, ágil y rápida y, por un momento absurdo, sólo pude concentrar la atención en la longitud de la parte inferior de su espalda y en el movimiento de su cabello al balancearse adelante y atrás.
Caí al suelo a pocos pasos de ella y recordé el coche que había aparcado la noche anterior en la partí posterior del edificio. Helena siguió la dirección de mi mirada.
—¿Tienes las llaves? —me preguntó, introduciendo un cartucho en un arma que había surgido de la nada. Era más grande que la mía, naturalmente. Negué con un gesto de la cabeza y estiré el cuello para ver a Deck y Laura que acababan de salir a la plataforma, por encima de nosotros.
—Entonces no hay tiempo —dijo ella—. Echa a correr. Obediente, empecé a avanzar a trompicones hacia atrás, gritándoles a los otros que se dieran prisa. Y entonces lo vi:
Laura y Deck, como petrificados en su movimiento. Deck un poco por delante, pero seguido con rapidez por Laura, con la cabeza adelantada y el rostro con una expresión entre el temor y la determinación. Deck ya había llegado a la barandilla y su mirada juzgaba el ángulo para lanzarse por la escalera.
Entonces, por detrás de ellos, se produjo una explosión de luz amarilla. Al principio pensé que era el fogonazo de un cañonazo, pero la luz era demasiado blanda y grande, y llegaba demasiado lentamente. Tampoco se trataba de un instrumento incendiario, porque no se produjo ningún sonido excepto un profundo zumbido que me hizo vibrar los dientes. Dos figuras surgieron repentinamente de la cocina, los hombres del traje. Deck giró lentamente la cabeza hacía arriba; escuché el crujido de un disparo del arma de Helena, que no pareció afectar a nada de lo que ocurría; el susurro de un grito de Laura, como si lo escuchara desde el final de un túnel a través del centro de la tierra.
La luz cambió, se condensó en un bulbo blanquecino alrededor de Laura y Deck. La parte superior se enroscaba a veinte metros de altura, en el cielo, hasta que pareció más como una columna. Sin dejar de correr hacia atrás, mientras aún trataba de gritar, tropecé y caí al suelo. Y mientras Helena trataba de ayudarme, sucedió.
El rostro de Deck cambió. Al principio sólo pareció suavizarse, y luego se desvanecieron varios fragmentos del mismo. Las partes que yo nunca observaba realmente, desaparecieron, dejando sólo sus ojos, los pómulos y la boca. Lo mismo le estaba sucediendo a Laura, pero con mayor rapidez. Al cabo de dos segundos lo único que pude ver fueron dos aterrorizados círculos. Experimenté una extraña punzada de emoción hacía ellos, algo inapropiado y extraño y, por un instante, creí ver algo en el aire, por encima de la casa, como una habitación vacía formada por aire. La vibración se hizo más fuerte e intensa, tirando de mí mente como garfios de mí memoria. Los fragmentos que quedaban de las caras de Deck y Laura brillaron por un momento, como si los hubiera visto fugazmente en una fotografía de hacía mucho tiempo.
Después, ya no estaban allí.
La luz blanca desapareció como sí se hubiera apagado un interruptor. Sobre la plataforma no apareció ningún hombre más, y los dos primeros parecían haberse desvanecido. Me di la vuelta y miré hacía la calle que tenía delante. Los coches se habían marchado. Lo único que quedaba era la puerta de atrás del apartamento, que daba bandazos, movida por una brisa inexistente, todo ello rodeado por el más absoluto silencio.
12
Una hora más tarde estábamos en Venice. Me senté sobre un murete, y me quedé contemplando el mar, más allá de la playa. Helena permanecía a cinco metros por detrás de mí, recargando el arma. Aparentemente, había vaciado todo un cargador sobre las figuras que aparecieron en la plataforma. Eso, sin embargo, no supuso ninguna diferencia. El intercambio de esa información fue la única conversación que había tenido lugar entre nosotros, lo que también daba lo mismo. Realmente, no deseaba gritarle a Helena y hubiera querido que se marchara. La luna había salido y ya convertía las nubes en desgarrones pálidos envueltos en una tela de un azul profundo. La playa era demasiado ancha como para que pudiera escuchar algo más que el débil susurro de la marea que masajeaba la línea del agua, como alguien que frotara suavemente su dedo sobre un gran trozo de papel. Alguien pasó corriendo por detrás de nosotros, sobre la acera, con movimientos medidos y desapareció en la oscuridad como un asteroide temporalmente fuera de su órbita, como alguien que se deslizara a lo largo de los rieles regulares de una vida explicable.
Helena y yo habíamos permanecido inmóviles durante un minuto después de que desapareciese la luz blanca, girando las cabezas a uno y otro lado como dos gatos que trataran de averiguar hacía dónde se ha marchado una mariposa nocturna. La puerta trasera de Deck aleteó unas pocas veces más y luego se quedó quieta. Corrí escalera arriba y comprobé el apartamento. Estaba vacío y, aparte de un par de sillas derribadas y un montón de grandes fragmentos desgajados de madera en el salón, el lugar aparecía completamente intacto. No había señales de que se hubiera producido un fuerte impacto, ni pruebas de chamuscamiento.
Sabía dónde guardaba Deck sus herramientas y desmonté rápidamente la puerta de su dormitorio para que sirviera como sustituta de la puerta de la casa. Eso me pareció importante en ese momento. La puerta encajó más o menos, y la aseguré lo mejor que pude con una silla bajo la manija. También escondí el equipo de transmisión de recuerdos en uno de los armarios, y lo cubrí con otras cosas.
Luego nos marchamos, esperando que la policía llegara en cualquier momento, atraída por las llamadas que denunciaban el ruido y la violencia. Pero mientras no alejábamos con rapidez no vi a nadie asomado a las ventanas o formando grupos en la calle. Miramos a nuestro alrededor, como sí esperáramos que al menos una persona debería haber aparecido para preguntar: «¿A qué ha venido tanto jaleo?».
Pero no apareció nadie. Como si nunca hubiera sucedido nada.
No nos dijimos nada el uno al otro. Seguimos caminando a un par de metros de distancia, hasta que nos encontramos en nuestro antiguo barrio. Casi como si hubiéramos regresado a casa. Luego, bruscamente, perdí todo interés por continuar y monté mi campamento sobre el murete, frente al mar.
Helena terminó con el arma y se la introdujo en la pistolera del hombro. Se quedó allí de pie, con los brazos en jarras.
—Lo que ocurrió allá no fue nada normal —declaró.
—No, mierda. Desde luego que no.
—Tenemos que contárselo a alguien.
—¿Contarles qué? ¿Que dos personas y tres coches desaparecieron como por ensalmo? ¿Y decírselo a quién, exactamente?
—Pero ¿quiénes son esos tipos?
—¿Por qué no me lo cuentas tú? Parece que te has adelantado bastante al desarrollo del juego.
Ella se acercó y se sentó en el murete, a un par de metros de distancia.
—Lo único que he hecho yo ha sido seguirte, Te vi huir de ellos en tu apartamento. Los vi llegar al café. Y esta noche he visto llegar los coches.
—¿Y por qué me has estado siguiendo tan de cerca?
—Sólo te estaba observando —dijo ella, que bajó la mirada y lanzó una patada a la arena.
—Ya. ¿No me perseguías?
—No seas mastuerzo, Hap.
—¿Quieres decir que no te apetece hacerme pagar algo?
—Sí, querido, desde luego. ¿Y por qué te imaginas que sería eso?
—¿Quizá porque no te había dado masajes suficientes?
—¿De qué demonios estás hablando?
Me levanté y eché a caminar.
—No importa.
Ella se puso a mi lado, me tomó por el brazo y me hizo girar.
—Acepté el contrato porque estaba ahí. Alguien quería verte muerto, lo suficiente como para poner mucho dinero encima de la mesa. Yo tengo cierta fama y soy una mujer que se ha hecho a sí misma. Pensé que si hacía circular la noticia de que se me había confiado el caso, quizá otros contratistas se mantuvieran al margen. En otras palabras, que estarías a salvo durante un tiempo.
La miré a los ojos, sabiendo que estaba diciéndome la verdad.
—Gracias —le dije.
—Está bien. Procura ser amable —asintió ella.
—Helena, dame un respiro. Hace mucho tiempo que no te veo. Sabes muy bien lo que hiciste. Luego, de pronto, resulta que me sigues por todas partes, me salvas la vida y…
Me detuve, sin querer decir más. Ella sonrió.
—Es agradable volver a verte, Hap.
No me resultaba muy útil escuchar aquello, y decirlo era un tanto egoísta. El dolor y la cólera lucharon entre sí por adquirir una supremacía en mi mente, tratando de llegar a un acuerdo para que ambos pudieran hablar a la vez.
—¿De veras? —le espeté.
—Tú no lo crees así.
—Sí quieres que te diga la verdad, no lo sé. Tú has tenido a tu disposición un par de días para acostumbrarte a la idea, realizar un poco de trabajo de campo sobre la vida y las costumbres del poco considerado Hap Thompson. Pero yo ya no sé una mierda sobre ti.
—Bueno, sigo ejerciendo el mismo trabajo, sigo viviendo en Los Ángeles y salgo con alguien.
Citó el nombre de una figura de la movida local, unos diez años más viejo que yo. Eso me dolió, pero no tanto como hubiera esperado. Principalmente, me sentí insensible.
—Es una suerte para ti —le dije—. ¿Cómo se supone que debo reaccionar exactamente? —pregunté.
Ella trató de tomarme de nuevo por el brazo.
—Se supone que debes caminar conmigo hasta la orilla del mar y contarme qué está ocurriendo. —Sacudí la cabeza con violencia, descontrolado. No deseaba caminar con ella hasta la orilla del mar, ni hacer nada de lo que solíamos hacer—. O podemos quedarnos aquí —se apresuró a añadir—. Lo que quieras. Sólo deseaba ayudar, Hap. Cuéntame lo que está pasando.
Al cabo de un rato, y sólo porque empezaban a dolerme las piernas de tanto estar de pie en un mismo sitio, empezamos a caminar de nuevo. Sí uno camina por una playa, terminas por dirigirte hacia la orilla del mar. Tiene sentido. Caminamos a lo largo de la arena húmeda, a unos pocos pasos de donde rompían las suaves olas y con el tiempo me di cuenta de que andaba buscando erizos planos, a pesar de que estaba demasiado oscuro y de que la marea no era la adecuada. De todos modos, seguí buscándolos. Para eso están las playas, ¿no?
Mientras tanto, le hablé a Helena de Travis, aunque no del acuerdo al que había ¡legado con él, y de lo que había ocurrido en casa de Hammond; de Laura y Quat, y de cómo había terminado por encontrarme en esta situación, que me hacía retroceder justamente a la primera vez que me reuní con Stratten, e incluso a un poco antes, a los años que me había pasado huyendo de un estado a otro. Lo único que se me ocurría decir acerca de aquella época fue que me observaba a mí mismo cómo envejecía, y que ese proceso estaba tardando demasiado tiempo. Así que dejé de hablar y de caminar y me volví para mirar el mar.
Helena me miró durante largo rato. Yo no la miré. No quería tener que mirarla de frente. Sabía que ella quería preguntarme otras cosas y que si la miraba, ella aceptaría el gesto como una señal para empezar. Había tenido un día muy largo y jodido, no estaba preparado ahora para soportar más. Permanecer en su compañía me resultaba demasiado extraño como para expresarlo con palabras, y el aire entre nosotros pareció temblar con las cosas que debían y no debían decirse. En determinado momento parecía como sí no hubiese cambiado nada y al siguiente era como si yo fuera un completo extraño que nunca hubiera llegado a conocerla. En otros tiempos, hablar con ella había sido para mí tan natural como el respirar, como una taquigrafía de la vida endulzada por el afecto y la comprensión. Ahora lo notaba como si estuviera en un planeta extraño, llevando una máscara de oxígeno porque no sabía qué contenía la atmósfera, no sabía si me nutriría o me mataría.
—No quiero deprimirte más —dijo ella finalmente—, pero ese tal Stratten es el tipo que ha puesto precio a tu cabeza.
Debo admitir que eso me despertó realmente.
—¿Qué?
—Hace cinco días —asintió Helena—. Por sesenta mil. Tu cabeza debe quedar completamente destruida. Algo que, debo decirlo, me pareció un tanto excesivamente duro. Es una cabeza bastante bonita.
La miré fijamente, y me sentí algo mareado y muy estúpido. Stratten no era ningún idiota y había empezado a actuar de un modo muy extraño después de año y medio de ser su estrella principal.
—Pues claro que sí, santo Dios.
—¿Qué ocurre?
—Se enteró de algún modo de que me había metido en algo que podía perjudicar a REMtemps. Si la policía descubría que me disponía a perpetrar un gran delito, utilizando equipo suministrado por su empresa, se habría encontrado metido en la mierda hasta el cuello. Aunque la gente a la que sin duda había venido untando habría corrido un tupido velo sobre eso.
Así que había tratado de quitarme de en medio y ya había difundido la orden cuando hablé con él desde Ensenada. Por esa razón no se me habían transmitido sueños de pago la noche anterior; él sólo pretendía tenerme en ascuas, mantenerme en la ciudad el tiempo suficiente para que alguien me encontrara y me matase.
—Pero ¿cómo pudo haberlo descubierto?
—Por Quat —contesté—. Es la única vía. —De repente, todo tenía sentido y me conducía a una conclusión ineludible. Quat había estado trabajando para Stratten durante todo aquel tiempo—. Unas dos semanas después de que empezara a trabajar recibiendo sueños, me encontré con ese pirata en la red. Retrospectivamente, supongo que fue él quien me encontró y se congració conmigo. Me dijo cómo podía guardar mi dinero a buen recaudo y le pagué por ello.
Lo que significaba que durante todo aquel tiempo en el que había creído salvaguardar mi futuro, resultaba que Stratten me tenía arrinconado. Mi independencia había sido codificada por alguien que estaba en la nómina de REMtemps. Recordé entonces mi primera reunión con Stratten y la forma en que me mostró visuales de los sueños que había tenido en una de las habitaciones de la pensión de Pete.
—Tiene que haber alguna forma de controlar qué recuerdo vierte un cliente —dije—, del mismo modo que la hay para los sueños. Quat se ganó su dinero ayudando a Laura a transferirme el recuerdo, después observó el monitor, ya fuera por rutina o porque es un voyeur. Detectó que allí sucedía algo raro, y se puso en contacto con Stratten, quien se enteró así de que tenía un problema entre las manos. Le pidió entonces a Quat que me tendiera una trampa en el café y que luego cerrara todas mis cuentas. —Me di cuenta entonces de algo más, y mi boca se quedó abierta—. Dios santo, qué estúpido he sido.
—¿Por qué?
—Los policías de Travis me encontraron ayer, diez minutos después de que le hiciera una llamada a Stratten desde un teléfono público. Debería haber sumado dos y dos. En REMtemps me hicieron esperar mucho tiempo, el suficiente como para detectar el número desde donde llamaba e informar a la policía.
—Pero Stratten no querrá que los policías te detengan. Por eso hay un contrato en el que se ha puesto precio a tu cabeza.
Me encogí de hombros.
—Debió de descubrir que tú te habías hecho cargo del contrato, adivinó lo que te llevabas entre manos y se dio cuenta de que podía salirle mal. Quizá mientras tanto ha llegado a un acuerdo secundario… Recuerda que Travis me ofreció renunciar al interrogatorio sobre los recuerdos. Stratten se pone en contacto con él, le hace saber que puede encontrarme y le dice que Quat ha vuelto a ponerme en la base de datos. Entonces, cuando Travis se encuentra con los tipos de los trajes, yo tengo un accidente en mi celda, antes de que una prueba con el veríthal pueda implicar a REMtemps. Así, todo el mundo se sentiría feliz, excepto yo.
Helena cruzó los brazos y me miró con expresión dubitativa.
—¿Crees realmente que Travis sería capaz de hacer una cosa así?
—Hay una forma de descubrirlo.
Fui a verle a solas. Le hice una llamada a la comisaría, soporté pacientemente las invectivas relativas al amoratamiento de la frente de un policía en acto de servicio, y le dije que se reuniera conmigo a solas en la esquina de Riviera y San Juan. Luego, corté la comunicación sin esperar su respuesta.
Helena se ofreció voluntaria para protegerme en la sombra y llegar allí siguiendo una ruta diferente. De ese modo podría ver lo que ocurriera y alertarme si Travis aparecía acompañado por otra gente. Estuve de acuerdo. Podría funcionar a favor nuestro, en algún momento del desarrollo de los acontecimientos, el hecho de que él no supiera que trabajábamos en el mismo equipo. Helena me dirigió una sonrisa retorcida.
—¿Es eso lo que somos? ¿Un equipo?
Mientras estuvimos juntos, a menudo despotricaba de la gente que llamaba «socio» a su amante, como si ahora fuera apropiado utilizar una terminología empresarial también en otras relaciones, como sí el amor fuera una transacción de negocios entre personas que se intercambiaban los papeles de cliente y proveedor y se comunicaran entre sí con puntas de bala. Siempre había dicho que eso me daba asco. Yo fui su novio y luego su esposo, y no sólo alguien que dormía en con ella en la misma oficina.
—Sí —admití—, eso es exactamente lo que somos.
Su sonrisa se desvaneció inmediatamente. Asintió con un breve gesto y se alejó.
El cruce donde le dije a Travis que se reuniera conmigo es un lugar llamado Happy Spatuía. Antes era un bonito restaurante bien conocido, popular entre las familias locales, donde se preparaba la clase de lasaña que parecía decir; «Sí, conocemos el actual pensamiento científico sobre la dieta y nos importa un pimiento». También dejaban un pequeño cuenco de queso parmesano sobre la mesa, para que uno se sirviera lo que quisiera. Cuando llegue a ser el rey del mundo, ordenaré que esa práctica sea obligatoria, incluso en los restaurantes donde no sirven pasta. Desgraciadamente, se produjeron una serie de incidentes violentos en el restaurante y las familias aprendieron a mantenerse alejadas del local. Los propietarios lo vendieron y la clientela fue descendiendo de categoría, como una roca arrojada sobre un acantilado, de modo que en temporada está ahora lleno de psicópatas. Durante el resto del ano es como un depósito de cadáveres. Venice se encuentra al borde mismo de la región afectada por el estropicio del microclima, y cuenta con un tiempo algo más estable que casi todo el resto, aunque muestra tendencia a experimentar ciclos de unas pocas semanas. Esta noche hacía frío y las mesas montadas en la terraza estaban vacías.
Me senté en una de ellas, pedí una jarra de café y esperé a que sucediera algo.
O, en cualquier caso, lo intenté. Sentía la mente como si alguien me estuviera aplicando choques eléctricos, alternando corriente y voltaje. Supongo que debería haber tratado de encontrar algún sentido a lo que ocurrió en el apartamento de Deck, pero algo me decía que no disponía de la suficiente información de fondo como para captar aquel acontecimiento. En cualquier caso, esa fue mí excusa. De hecho, mi mente no hacía más que afrontar el problema, mientras que yo no quería pensar en él. Supongo que me sentía preocupado por Deck, y también por Laura, pero no podía hacer nada al respecto. Sobre todo porque mi cabeza estaba llena con otra persona.
Sabía que ella debía de estar cerca, en alguna parte, totalmente invisible. Casi podía sentirla, convencido de que si me aplicaba con suficiente intensidad, podría cerrar los ojos y apuntar en la dirección en que ella estaría. Ahora que no estaba a mí lado, deseaba mucho hablar con ella, aunque distaba mucho de estar seguro de lo que quería decirle. No podía ver más allá de un edificio de tres años compuesto por una estudiada indiferencia. Había ocurrido todo hacía demasiado tiempo, y eran muchas las cosas que habían cambiado. Además, también habían sucedido muchas cosas malas.
El tiempo corre hacia delante. Así son las cosas.
Cuando la llegada del café me despertó de esta festiva línea de pensamientos, saqué del bolsillo los trozos de papel encontrados en el despacho de Hammond. Que me zurzan si sé algo de criptografía, pero se me ocurrió pensar que, probablemente, Hammond tampoco era de los más avanzados en ese campo. La ignorancia relativa puede ser incluso una ayuda. Escaneé la página en mi organizador y le pedí que echara un vistazo, más por distracción que movido por una verdadera esperanza.
La máquina zumbó y traqueteó durante un rato, dijo finalmente que no le encontraba ningún sentido y comentó si le podía cambiar las baterías.
Entonces recordé el cuaderno de notas de Hammond y su lista de cifras. Lo enchufé al organizador y le pregunté si podía encontrar alguna relación entre los dos conjuntos de información. Se ajetreó durante un rato, todavía gruñendo algo sobre el declinante estado de su fuente de energía y luego dijo que probablemente teníamos ante nosotros un libro de códigos, en el que cada letra es sustituida por otra perteneciente a un libro determinado, aunque algo más complejo de lo habitual. Las pautas de las letras no eran coherentes con un solo pasaje utilizado como clave, pero los números del cuaderno de notas podían constituir una lista de secciones rotativas.
Le pedí al organizador que entrara en la red y se conectara con una versión electrónica de la Biblia del rey Jacobo. Cincuenta segundos más tarde había encontrado una respuesta para las dos palabras que aparecían en la parte superior de la hoja de papel.
Nicholas Schumann. Santo Dios.
—¿Qué, redactando el testamento?
Apagué inmediatamente la pantalla del organizador y volví a meterme en el bolsillo el trozo de papel. Travis estaba de pie tras de mí, con una gabardina mojada, y parecía de mal humor.
—Me cayó un aguacero encima cuando venía desde el coche hasta aquí —explicó—. Naturalmente, donde tú estás tenía que estar seco.
Miré a mi alrededor, y vi que las aceras estaban mojadas hasta unos tres metros de donde yo me hallaba sentado. Ni siquiera me había dado cuenta. Travis se sentó frente a mí, como para recordarme, en contra de mi voluntad, la conversación que habíamos mantenido antes. Yo me volví hacía un lado en mi silla y encendí un cigarrillo.
—¿Quieres que te detenga por eso? —me preguntó—. Sabes que puedo.
—Y también sé que no vas a hacerlo —repliqué—. Has puesto el ojo en cosas mucho más grandes.
Se sirvió un café.
—Muy bien, Hap, ¿cuál es el problema? Y te ruego que seas breve y vayas al grano, porque no me gusta que los delincuentes de poca monta me lleven de un lado para otro, a menos que tengan algo realmente interesante que decirme.
—He vuelto a ver a los tipos de los trajes —le dije.
Me miró, furioso.
—¿Por qué no me llamaste?
—No tuve tiempo. Llegaron y desaparecieron.
—¿Así de sencillo? ¿Te dijeron «hola» y luego se largaron?
—No. También abdujeron a dos amigos míos.
De pronto, me di cuenta de que esa era la palabra correcta para describir lo que había ocurrido.
—¿Quién? ¿Y qué cono quieres decir con eso de que «abdujeron»?
—Yo conseguí escapar y de repente los del traje ya no estaban allí. Y, a propósito, eran seis. Se desvanecieron y se llevaron consigo a mis amigos.
—¿Se desvanecieron? ¿Cómo? ¿Quieres decir que se marcharon en coche, o algo así?
Me incliné Inicia él.
—No, Travis. Escúchame bien. Se desvanecieron. En una columna de luz blanca. ¿Has captado la imagen?
—¿Y crees que me voy a tragar eso?
—Me importa un huevo lo que creas, Travis. Pero ¿cuáles te parecen que serían las posibilidades de que yo te contara una cosa así en el caso de que no fuera cierta?
—Quizá estés poniendo las bases para defenderte alegando locura.
—Sí, muy bien, y tú serías mi único testigo.
Travis respiró profundamente.
—Está bien —asintió finalmente—. No tengo nada mejor que hacer por el momento. Cuéntame la historia.
Se la conté y le describí exactamente lo que había ocurrido. Estaba convencido de que no serviría de gran cosa, pero de todos modos me sentó bien habérselo contado a alguien. Él me escuchó, con una ceja enarcada, mientras agitaba su café con expresión ausente. Una vez que hube terminado, se echó a reír.
—¿Tienen una nave espacial o algo así, Hap? ¿Le has podido echar un buen vistazo? —Yo lo miré fijamente—. Qué pena. Quizá podríamos haberlos enchironado por llevar un piloto estropeado.
—¿Hay algún otro detective trabajando en este caso?
Frunció el ceño, desconcertado.
—Desde luego que no. ¿Por qué?
—¿No hay ningún tipo vestido con un traje, de buen aspecto, de unos cuarenta años?
—¿De qué demonios hablas ahora?
—Después de librarme del guardaespaldas que me habías puesto, entré en la casa de Hammond. Le eché un vistazo a su despacho. Allí ya había alguien. Alguien a quien he visto antes. Conocía mi nombre, y también el tuyo.
Travis me miraba, confundido, a punto de sentirse irritado.
—No hay nadie más en este caso, al menos que yo sepa. ¿Y qué demonios crees estar haciendo al entrar sin autorización en esa casa?
—Hay una conexión entre Hammond y yo de la que tú no sabes nada —le dije—, incluso por encima de los tipos de los trajes. Tengo interés personal en despejar esta situación. Entré allí para ver qué podía encontrar.
—Que sería exactamente nada —me espetó—. Ya hemos registrado ese lugar.
—Sí, pero no lo habéis hecho con la suficiente atención. Para empezar, ¿os fijasteis en las etiquetas de las prendas de Mónica Hammond?
—Sí, yo sí me fijé. —Pareció sentirse un tanto incómodo—. ¿Y qué?
—Sabes muy bien a lo que me refiero. Y luego, segunda cuestión: encontré algo en el despacho.
—¿Vas a decirme qué es?
—Quizá. Eso depende de tu respuesta a mi siguiente pregunta. ¿Qué relación tienes con el señor Stratten?
Observé atentamente sus ojos. No expresó nada en ellos, excepto desconcierto.
—Nunca he oído hablar de ese tipo.
—Entonces, ¿cómo descubriste que yo estaba en Applebaum? Y no me vengas con que fue un excelente trabajo de la policía. Si me hubieras detectado, habría sido un jodido equipo del SWAT el que habría acudido a pillarme, y no sólo los dos aficionados que se encontraban más cerca del lugar de los hechos.
—Recibimos un chivatazo —admitió—. Alguien llamó.
—¿Y te sugirió acaso que podrías olvidarte de la recolección de recuerdos?
—No, no dijeron nada de eso. Y lo que dan a entender tus palabras me cabrea.
—Espera. Esa llamada se hizo desde la oficina del tipo que dirige REMtemps, que es, casi con toda seguridad, el mismo tipo que ha puesto precio a mi cabeza.
—Es agradable comprobar que mantienes una relación tan positiva con tu patrono.
—Es una más de mis habilidades.
—¿Y por qué quiere joderte?
—No lo sé —mentí—. Pero me veo en la obligación de recordarte que tratar de matarla una persona es ilegal, aunque esa persona sea yo.
—Lo recordaré —asintió—. Y si me encuentro con Helena también se lo recordaré a ella. Debo decir que me sorprende que te hayas mantenido tanto tiempo con vida.
—Quizá ella esté perdiendo su capacidad —dije. Saqué entonces el trozo de papel del bolsillo y lo dejó sobre la mesa—. Esta es la otra cosa que encontré en la casa de Hammond.
—¿Y qué es esto? —preguntó Travis, mirándolo.
—Estaba oculto en el despacho. Es un código.
—¿Y qué dice?
—Las dos primeras palabras forman un nombre —contesté—. Nicholas Schumann, ese tipo tan rico que se suicidó la semana pasada. ¿Por qué tenía Ray Hammond el nombre de Schumann en un trozo de papel escondido en su despacho?
Travis parecía conmocionado.
—¿Qué dice el resto del papel?
—No lo he descifrado todavía y tampoco te voy a decir el código ni a darte los otros trozos de papel que tengo. Hay algo más que no sabes: Hammond fue asesinado frente a un segundo apartamento que mantenía en secreto. Alguien ha registrado ya ese lugar y se ha llevado un ordenador y unos archivos.
—Mierda. ¿Por qué no…?
—Porque estaba jodido, metido en una celda y no tenía ninguna razón para confiar en ti. Y sigo sin tenerla, pero me estoy quedando sin opciones. Te enviaré por correo electrónico el resto de la hoja de Schumann a las seis de mañana, siempre y cuando me dejes solo durante los dos próximos días.
—¿Qué estarás haciendo?
—Intentaré recuperar a mis amigos.
—¿Y qué te hace pensar que podrás encontrarlos?
—No gran cosa —admití—. Pero lo voy a intentar de todos modos.
—Ese trozo de papel podría decir cualquier cosa. Hasta podrías haberlo mecanografiado tú mismo. ¿Por qué iba a hacer lo que me pides?
Me recliné en la silla, antes de contestar.
—Porque eres un buen tipo. Aunque no te acuerdes, yo sí recuerdo que hubo un tiempo, antes de que ocurriera todo esto, en que tomábamos juntos unas cervezas. Y también porque eres un buen policía y sabes que hay algo raro en la muerte de Hammond. —Entonces, decidí correr un riesgo—. Y también porque sabes en el fondo de tu corazón que lo ocurrido en Transvirtual no fue culpa mía.
Travis apartó un momento la mirada. Parecía como si todavía estuviera asimilando la noticia sobre Schumann, pero resultó al final que estaba pensando en alguna otra cosa.
—¿Sabes lo que realmente me fastidió de aquello? —preguntó finalmente—. Me caías bien. No representabas un peligro para nadie. Sólo llevabas una vida de pequeño delincuente, ávido de liquidez, sin causar verdadero daño a nadie.
—Gracias. Siempre me había preguntado qué pondrían en mí lápida.
—Creía que nos entendíamos bien tú y yo, que sabías qué líneas no debías cruzar nunca. Lo que realmente me sacó de mis casillas fue enterarme de lo ocurrido en Transvirtual y saber que tú estabas implicado. Era algo personal. Experimenté una sensación de traición.
—Pues no sabes ni la mitad de lo que sucedió —le aseguré—. Créeme.
Travis se levantó.
—El café lo pagas tú. Comprobaré mi correo electrónico a las siete de mañana. Si lo que encuentre allí es interesante, podrás disponer de dos días, aunque tienes que llamarme si vuelves a ver a esos tipos.
Levantó la mirada hacia el cartel situado sobre el restaurante y echó un vistazo al interior desierto. El chef estaba apoyado sobre el mostrador, viendo una película porno en una televisión algo elevada, situada en un extremo. La avidez de su interés hacía muy poco atractiva la perspectiva de comer unos alimentos preparados por sus manos rubias. Uno de los dos únicos clientes del Happy Spatula se estaba consolando en una mesa situada en un rincón; el otro parecía como si ya estuviera muerto.
—Ames solía venir por aquí —dijo Travis—. Hace años.
—Yo también. Pero las cosas cambian.
—Desde luego que sí —admitió, antes de darse media vuelta.
Esperé en la mesa. Cinco minutos más tarde llegó Helena. Parecía un tanto decepcionada. Intenté disculparme por el comentario que había hecho antes acerca de formar un equipo, pero ella lo desdeñó con un gesto, de ese modo tan femenino que se supone indica que no importa, aunque en realidad dice que se necesita mucho más que una disculpa directa.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó una vez que le hube explicado cómo había ido la entrevista—. ¿Cómo crees que vas a encontrar a los tipos de los trajes? Parece que andaban detrás de la persona que mató al tal Hammond. Ahora ya la tienen. Están fuera de tu vida.
—No lo creo así. —Intenté recordar si le había hablado alguna vez a Helena de un cierto recuerdo mío, un recuerdo que se detenía justo en un punto más allá del cual no podía continuar—. Todo gira alrededor de Hammond. Cuanto más nos acerquemos a él, más probabilidades tendremos de encontrar una forma de llegar hasta esos tipos.
—¿De veras? —preguntó Helena, que se arrebujó en el abrigo.
En lugar de comprobar lo que había revelado el trozo de papel sobre Nícholas Schumann, saqué otra de las hojas y encendí el organizador. Le dije que guardara los resultados del último trabajo y que enviara un correo electrónico al teniente Travis, para el día siguiente por la mañana. Mientras tanto, escaneé el segundo papel y le pedí al organizador que viera qué podía encontrar.
Mientras esperaba, levanté la vista y vi que Helena me miraba.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—Tú. Siempre andas con la cabeza metida en una u otra máquina.
—Les caigo bien. Por lo menos a la mayoría de ellas.
—Pues tu contestador automático parecía un tanto ambivalente.
—Sólo porque interrumpí un romance entre especies distintas. Se estaba ligando a mi cafetera.
—Siempre fuiste un remilgado.
Un nombre apareció entonces en la pantalla del organizador: Jack Jamison. Helena lo vio.
—¿Qué está haciendo ese aquí?
—Ni idea. Soy muy malo con los nombres. ¿Quién es?
—Oh, ya sabes…, ese actor. Tiene cincuenta y algo, y siempre interpreta al senador en el que se puede confiar. Es gay, pero lo niega.
Lo recordé: fue la estrella de la Revista Nacional de Asuntos Políticos, la querida béte noir de los grupos que luchaban en favor de los derechos homosexuales, el actor favorito, que últimamente empezaba a representar papeles más importantes. Mientras tanto, la máquina seguía derramando texto sobre la pantalla, traduciendo el bloque de letras que ocupaban el resto de la página.
Helena se acercó un poco más y leímos juntos el texto. Terminamos al mismo tiempo y nos miramos el uno al otro.
Se produjo un denso silencio.
Tomé el teléfono y llamé a Melk. Estaba trabajando en una fiesta, y me dijo que me llamaría en dos minutos.
—Eso no puede ser cierto —dijo Helena—. No es posible.
—Tiene sentido —le dije.
Deseaba alejarme de ella, pero no pude. Percibía su olor y era como captar el aroma del cigarrillo fumado por otro durante dos semanas, al despertar. Uno no quiere un cigarrillo y no lo fumas, no hay forma, pero te sientes muy contento de que sigan existiendo. No es muy romántico, pero es todo lo que hay. No doy masajes y tampoco quiero salir contigo.
Melk me llamó. La dirección se hallaba situada en las montañas de Hollywood, a unos cuarenta minutos de distancia de donde nos encontrábamos. Lo sabía en el fondo de su corazón: presumiblemente, se trataría de un cliente anterior. Me llamó inmediatamente, apremiado por regresar a su tarea de desviador de pedos, antes de que alguien se encontrara en una situación realmente embarazosa.
Absorbí la información y me quedé quieto durante un rato, sin saber qué hacer al principio. De repente, comprendí que, probablemente, la frialdad de Helena no tenía nada que ver conmigo.
—Mierda, Helena —le dije—. Lo siento.
—¿A qué te refieres?
—Por haberte traído aquí. Simplemente, no lo pensé.
Ella se encogió de hombros.
—Antes veníamos mucho por aquí, incluso después de aquello. No es gran cosa.
—Veníamos aquí porque tenías que venir. Y para demostrar algo. Pero eso era entonces. Simplemente, no se me ocurrió pensar cómo te sentirías ahora.
Ella levantó la mirada hacia el cartel, tal como había hecho antes Travis. Respiró pesadamente.
—Tienes razón —admitió—. En realidad, preferiría estar en alguna otra parte.
Nos dirigimos hacia el cruce y el nido de calles oscuras que había más allá, a la búsqueda de un coche que robar. Un poco más abajo encontramos un rayado Dirutzu blanco, necesitado de una buena limpieza. Helena lanzó un bufido mientras yo probaba la manija. Estaba abierto.
—¿Qué? —le pregunté—. ¿Acaso creías que se me había olvidado
Ella negó con un gesto de la cabeza y señaló hacia el otro lado de la calle.
—Conocí antes al propietario —dijo—. Travis llegó en un coche diferente.
Me volví y miré a un tipo que ahora dormía el sueño de los justos, o que estaba inconsciente en la cuneta. Traje barato, mala corbata y un moratón extrañamente moteado en la frente.
Me eché a reír y le registré los bolsillos para encontrar las llaves del coche. Dos minutos más tarde nos habíamos marchado.
13
¿Cómo quieres hacer esto?
—Si queremos que hable con nosotros sólo hay una forma de hacerlo —conteste.
—¿Y qué sucederá si no está solo?
—Ya veremos sobre el terreno. Procura no matar a nadie, querida.
Helena asintió con un gesto y retrocedió un paso. Yo apreté el timbre de la puerta. Un zumbador de alarmante complejidad entró en funcionamiento en el interior de la casa: tengo la horrible sospecha de que interpretaba el tema de una película, sólo para que uno recordara a quién había venido a ver.
Se aproximó un sonido amortiguado y luego, una voz apagada preguntó:
—¿Quién es?
—Entregas urgentes Charisma —contesté.
Resonó una cadena y la puerta se abrió unos pocos centímetros para revelar a Jack Jamison, que llevaba puesto un batín de baño de color lila. Vaya, pensé, este tipo trabaja realmente en el asunto. Le pegué una patada a la puerta y le metí el revólver delante de la cara, haciéndole retroceder por el pasillo. Helena me siguió y se adelantó rápidamente para comprobar el resto de la casa.
Jamison retrocedió, alejándose de mí, con los ojos muy abiertos y las manos levantadas.
—Por favor… Llévese lo que quiera. Tengo dinero. Tengo cosas. Sólo no me haga daño. Tengo una visita a las seis.
Era un pasillo alargado. Lo mantuve caminando hacia atrás hasta que llegamos ante una puerta.
—Ábrala —le ordené.
Así lo hizo y reveló un salón de dos niveles del tamaño de Nebraska. Lo empujé con dureza, haciéndolo trastrabillar hacia atrás. En realidad, no me gusta hacer esta clase de cosas, pero hay que mantener atemorizado al otro, porque en cuanto empieza a recuperar el valor recuerda que tiene derechos y entonces estás jodido.
Empujé a Jamison hacia una silla y situé el arma apuntada al centro de su cabeza. Helena entró en la habitación y cerró la puerta.
—Todo despejado —me dijo.
—Háblenos de Ray Hammond —le dije a Jamison.
—¿Quién? —Me miró con ojos de aciano que vi proyectarse a varios pasos de distancia, y se arrebujó el batín sobre el estómago aplanado por la gimnasia. Empezaba a darse cuenta de lo que pasaba con excesiva rapidez—. No sé de quién me está hablando.
Quité el seguro del arma. Los ojos de Jamison se contrajeron; había participado en suficientes películas de policías como para saber lo que yo acababa de hacer. Le coloqué pesadamente una bota en el centro del pecho y apoyé el cañón del arma sobre su frente.
—Vas a ensuciarlo todo —comentó Helena con una expresión ausente.
—Me importa un rábano —repliqué—. Escúcheme, Jamison. Tengo los nombres de dos testigos que le han visto en citas clandestinas con mujeres. También sé que es un cliente regular de la supersecreta agencia de escoltas Sleep Easy, y que sólo se aparea con mujeres profesionales. El tipo con el que le vieron en Aspen hace tres meses era un actor heterosexual contratado por su director, y fuentes muy autorizadas me dan a entender que no sólo emprende cacerías secretas con viejos compañeros de estudios, sino que le han oído exclamar alegremente en más de una ocasión: «Eh, hemos matado realmente a ese jodido ciervo». No es usted gay, Jamison y si no empieza a hablar rápidamente, todo el mundo se va a enterar de su secreto.
Jamison me miró fijamente, sufriendo espasmos en el cuello. Durante un largo rato, permaneció inmóvil y entonces, algo cambió en su cara, casi como si hubiera abandonado la representación de un personaje complicado.
—¿Y sí se lo digo?
—Nos largamos de aquí y nunca vuelve a vernos el pelo.
—¿Le importaría quitarme el pie de mi pecho?
—Será un placer —le dije—. En realidad es una posición un tanto incómoda.
Levanté el pie y retrocedí, sin dejar de apuntarle.
—No necesitará eso —dijo Jamison—. Y, sí quiere que le sea sincero, su amiga parece mucho más intimidante que usted.
—No empiece —le advertí—. Sólo háblenos de Hammond.
—No sé cuánto saben de mi carrera —dijo y yo traté de no girar los ojos—, pero hace unos diez años se produjo un hiato en ella. Tuve la fortuna de interpretar una serie de excelentes papeles en mi juventud con muchos de los grandes directores, pero luego todo me salió mal durante un tiempo. No sé qué sucedió realmente, pero el caso es que, durante un período de un par de años, todo se fue desmoronando. De estrella a actor secundario, para luego deslizarme a la televisión y, al final, ni siquiera los contestadores automáticos recibían mis llamadas. Fue una época muy difícil para mí y, sin el apoyo de ciertos queridos amigos, estoy seguro de que no habría podido superarla.
Al percibir que aquello podía durar un rato, me senté en el sofá, junto a Helena.
—Sí…, ¿y qué pasó entonces?
—Una noche, cenaba con el hijo de uno de mis viejos amigos. Él estaba pensando en cambiar de carrera, convertirse en actor y, francamente, su padre me había pedido que lo convenciera para que no hiciera tal cosa. Tenía la sensación de hallarme en una posición única para decirle la verdad sobre la profesión, así que me mostré de acuerdo.
—Y alguien le vio.
—En efecto. Uno de los otros clientes del restaurante me reconoció y tomó una fotografía de los dos, que posteriormente vendió a la revista Global Interrogator. Publicaron un pequeño artículo que, supongo, tenía la intención de ser calumnioso.
—Pero que no funcionó de ese modo.
—Negué las implicaciones, claro está, simplemente porque no eran ciertas. Muchos de mis mejores y más inteligentes amigos son gays. Para mí, eso no crea ninguna diferencia. Pero, retrospectivamente, me doy cuenta de que mi negativa sólo sirvió para abanicar las llamas. Al cabo de poco tiempo, revistas como National Question-Asker, Pan-Universal Hey y What's Happening se habían unido a la fiesta, dedicándose a afirmar que mi calidad de gay resultaba interesante de algún modo, aunque se cuidaron de no explicar exactamente el por qué. Facciones opuestas de activistas de derechos de los gays empezaron a participar, algunas de ellas con el deseo de ningunearme, otras luchando por mi derecho a ser aceptado. Todo eso terminó por convertirse en una controversia, al menos en la prensa amarilla.
—Sin que a nadie le interesara particularmente el conocimiento de la verdad.
—En efecto, y la verdad es que a esas alturas tampoco yo estaba interesado. Como estoy seguro que ya saben, siempre es interesante todo tipo de publicidad. Éso le recordaba a la industria que aún estaba vivo. Al cabo de pocas semanas se me ofrecían breves apariciones en programas de televisión; un año más tarde ya representaba papeles como actor secundario y los agentes empezaban a pelearse por decidir quién me representaba. En estos momentos me encuentro en la segunda semana de filmación de mi primer papel estelar en diez años. Interpreto el papel de presidente. —Sonrió con una mueca—. Lo de papeles de senador se acabó para mí.
—Estupendo. ¿Y después?
—¿Quieren tomar una copa? ¿Una cerveza, quizá?
—Creía que nunca lo preguntaría —dijo Helena.
Había una nevera oculta en la mesa, en el centro de la estancia. Después de que Jamison nos hubiera servido a ambos, lo volví a llevar hasta la silla, pero con suavidad; empezaba a caerme bien el viejo pillastre.
—Ray Hammond —le recordé.
Jamison frunció el ceño.
—Sí. Bueno, todo funcionaba a las mil maravillas. Lo único que tuve que hacer fue negarlo todo al mismo tiempo que, ocasionalmente, daba motivos para que la gente no me creyera, de modo que se mantuviera la atención. Pero entonces apareció un hombre que empezó a molestarme. Debo admitir que su forma de actuar fue mucho más sutil que la de ustedes. Al principio me envió cartas y luego me hizo llamadas telefónicas. Me advertía que algo iba a ocurrir. Luego, un día, acudió a mí casa y me presentó ciertos hechos de una forma muy similar a como han hecho ustedes. Me planteó dos alternativas muy directas: o pagarle o perderlo todo.
—¿Cómo?
—La gente se siente obsesionada por los secretos…, es decir, por los secretos de otras personas. Lo que desean saber es precisamente aquello que la otra gente quiete mantener oculto o invisible. Aunque su interés es morboso, los lectores de las revistas están de mí parte. Tenemos establecido un contrato de vulnerabilidad y su conocimiento de mi «secreto» crea un vínculo. Escudriñan abiertamente en mi vida y compartimos las perlas.
—Lo mismo sucede con el chantaje.
—Sí. Una suma bastante elevada, pagada cada mes. Al empezar a tener más éxito, la cantidad aumentó. Yo empezaba a ser insoportable, y el hombre en cuestión se comportaba de un modo cada vez más extraño.
—¿En qué sentido?
Desde el exterior, parecía el mismo: controlado, poderoso. Pero su mirada se hacía introspectiva. Creo que algo estaba cambiando dentro de su cabeza, lo que le dificultaba cada vez más hacer lo que estaba haciendo. Como actor, uno aprende a observar esa clase de cosas. Se sentía cada vez menos seguro de sí mismo y perdía la comprensión de su papel. Pero seguía cobrando.
—Hasta la semana pasada —contestó Jamison, que me miró—. Pero yo no lo maté, y usted lo sabe, si es de eso de lo que se trata.
—Sabemos que no lo hizo. —Terminé de tomarme la cerveza y me levanté—. ¿Cómo llegó Hammond hasta usted, para empezar?
—Me temo que eso no lo sé —contestó Jamison, apartando la mirada—. Quizá fue una cuestión de suerte. Se supone que el banco de datos de Sleep Easy es inexpugnable, pero quizá se convenció a alguien de su personal para que hablara. Como comprenderá, no puedo tener a una mujer viviendo aquí, ya que eso daría al traste con el juego. Así que realizo mis «ejercicios» en otra parte.
—Es un alto precio el que tiene que pagar, ¿no le parece?
—¿Acaso no lo son todos? —replicó Jamison con una sonrisa—. Como sabe, me las arreglo para salir adelante y no sólo con señoras profesionales. Y, a propósito, ¿cómo se ha enterado usted de todo esto?
Saqué del bolsillo su trozo de papel y se lo entregué.
—Es posible que también haya otros registros —le dije.
Se encogió de hombros. Probablemente era un hombre que se sentía en paz y se guardó el papel en el bolsillo.
—Gracias de todos modos.
Nos acompañó hasta la puerta, hablando tranquilamente sobre la película que estaba haciendo. Yo caminé tras él y Helena, tratando de dilucidar qué diferencia suponía todo esto. No lo podía ver aún, pero sabía que en algún momento lo comprendería.
Mientras estábamos de pie, ya al otro lado de la puerta, vi la mirada de Jamison que recorría la calle, que se retorcía ascendiendo por las montañas que dominaban el valle. No era una casa estúpidamente grande, pero sí agradable, con una de las mejores vistas del mundo.
—Si la gente supiera que soy realmente lo que digo que soy, saben ustedes que nunca me lo perdonarían —dijo.
—No se preocupe —le tranquilicé—, su falta de secreto está a salvo con nosotros.
Dejé el Dirutzu fuera del Applebaum, donde tomamos mi coche. Debatimos si regresar al apartamento de Deck, pero al final decidimos volver al mío. Había dos mensajes en el contestador automático, los dos procedentes del despacho de Stratten. Evidentemente, no se imaginaba que yo hubiera descubierto lo que él había hecho. Helena me escuchó gritar durante un rato y luego me pidió que le prestara el teléfono. Supongo que para llamar a su novio. Me metí en el cuarto de baño para tomar una ducha, dejando correr el agua todo lo fuerte que pude.
Al salir la encontré tumbada en el sofá, dormida. Siempre ha sido así, todo un manojo de acción en un momento, y totalmente fría al momento siguiente. La observé durante largo rato, como había hecho a menudo. El simple hecho de poder observarla a veces solía hacerme sentir algo más igual que ella. Ahora, simplemente hacía que me sintiera cansado, pero todavía no estaba preparado para dormir. En lugar de eso, revisé los dos registros que me quedaban. Dos nombres más, uno masculino y el otro femenino, ambos adinerados y conocidos residentes de Los Ángeles. Ni siquiera importa quiénes eran, pero créanme, habrán oído hablar de ellos. Leí sus textos, y también el de Schumann. Después, todavía me sentí más agotado.
Indiscreciones, ilegalidades, perversiones. Algunas profundamente enterradas en el pasado, como el hueso podrido que forma el núcleo de la fruta del éxito; otros eran actuales y continuaban, como una vida paralela sumida en la oscuridad. Todo ello era suficiente como para montar con éxito una operación de chantaje, y quién sabía cuántas páginas mas habría ocultas en las estanterías de Hammond.
Pensé en los chantajeados, e integré mi nuevo conocimiento de ellos en ¡a imagen que ya tenía. No pude evitarlo: una vez que se saben esas cosas, cambia la situación, se matiza el color del cristal con el que se ve el mundo. Supongo que algunas personas derivarían una sensación de poder al saber qué películas se representan en el interior de las cabezas de la gente, qué vías siguen sus mentes por detrás de los rostros que presentan exteriormente. A mí no me sucede eso. Yo ya he estado allí, y lo he hecho. Todo el mundo tiene secretos, eso forma parte de quiénes son, como una nube constante en el sistema meteorológico interno. Todo el mundo ha hecho cosas, o ha ordenado que se las hicieran. Las partes más importantes de la vida y del carácter, los elementos definitorios, están siempre ocultos. Lo invisible es lo subyacente que determina. Las cosas que no queremos que sepan los demás son las mismas que nos convierten verdaderamente en nosotros mismos. Ni siquiera tienen por qué ser cosas malas, sino, simplemente, personales. Sólo son cuestiones que deben seguir siendo privadas porque, una vez conocidas, crean una sensación de enfermiza familiaridad cuando, en realidad, no aportan nada sobre la persona. La clave informática de todo el mundo está protegida, y la gente vive en un contexto oculto que sólo ellos comprenden, hasta que aparece alguien como Hammond y descifra el código, salta los muros y te deja al descubierto, acurrucado, atemorizado y solo en la otra orilla.
Quemé los dos trozos de papel y borré las tres traducciones del organizador. Reflexioné sobre la idea de cancelar el envío del correo electrónico a Travis, pero Schumann ya había muerto y sus secretos ya no podían causarle ningún daño, a pesar de que eran con mucho los peores de los cuatro. Quizá en algún momento yo regresara a la casa de Hammond para revisar el resto de las estanterías, aunque aún seguía creyendo que el centro de sus operaciones había estado en el otro apartamento, y que alguien se había llevado ya los ficheros principales. Presumiblemente, eran los tipos de los trajes, aunque no se me ocurría cómo podían encajar en todo esto.
Para entonces ya eran más de las dos, pero mi mente seguía sin querer dormir. Me sentía preocupado por Deck. Supongo que también por Laura, pero especialmente por Deck. Por una vez en su vida, necesitaba ayuda por mi parte, pero yo ni siquiera sabía por dónde empezar.
Me instalé en el sillón y esperé, pero seguía sin poder dormir. En lugar de eso, lo único que tenía era visión global, revisión de los años. Mi primera novia, en la escuela, cuando los dos teníamos dieciséis años, estábamos nerviosos y nos mostrábamos temerosos de tomar la iniciativa. Unas pocas amigas más, a ninguna de las cuales había visto desde hacía años. Un par de años atrás, mi madre me dijo que Earl había muerto en un accidente de coche: los demás se habían marchado a lugares desconocidos.
Había salido de casa a los diecisiete años, dejándolos atrás a todos, para abrirme paso en California. Tardé un año y medio. Lo hice lentamente, y sufrí frío y suciedad en un montón de lugares diferentes. Supongo que en aquellos momentos fue una gran aventura, pero lo único que recuerdo ahora de aquel viaje son fragmentos de ciudades, los mostradores de los bares en que trabajé, la fuerza de las duchas de los hoteles, como una historia contada por alguien que no prestara mucha atención cuando la escuchó por primera vez. Vayas a donde vayas, hagas lo que hagas, lo primero que vas a ver por la mañana y lo último que verás por la noche es el interior de tu propia cabeza. Un paisaje que no cambia, una fotografía fija.
Al llegar al océano, me detuve; fue entonces cuando conocí a Helena. Yo trabajaba en un bar de Santa Mónica, al que ella entró en compañía de unos amigos. Ella pagó la primera ronda; después de eso, mí noche ya había quedado decidida. Tuve que apartar continuamente a los otros compañeros de barra para poder serviría. Ahora no escucho demasiada música y, cuando lo hago, tiendo hacía lo clásico. Mi padre escuchaba mucha música clásica, y posiblemente todavía la escucha; se le mete a uno en la sangre. Lo que más me gusta es su correcta exactitud. Hay demasiada música que suena arbitraría, y su conjunción de influencia y medio ambiente se halla demasiado cerca de la superficie como para ignorarla. Pero cuando escuchas a alguien como Bach, es como si estuvieras escuchando los pensamientos de un dios. En la vida hay cosas que se supone deben ser de ese modo. Puedes predecir cómo sonará el siguiente pasaje porque es lo correcto, porque así es como se supone que debe ser, porque estás contemplando las facetas de un cristal perfecto que gira lentamente delante de ti. En cualquier caso, cuando Helena entró en el salón, creí haber escuchado el fragmento de música que estaba esperando escuchar.
Earl y yo solíamos decir una expresión: «La tribu perdida de la gente hermosa y cuerda», tratando de dar a entender que esas dos cualidades son mutuamente excluyentes. Pero Helena me pareció perteneciente a esa tribu, y el mundo se instaló a su alrededor para entregármela. «Sí —pensé—, así es como se supone que debe ser. A eso se reduce toda esta agotadora evolución; a la culminación de algo como ella».
Yo era joven y estaba lleno de mierda, pero traté de entablar una conversación; ella era igualmente joven y estaba llena de sentido común, y supo mantenerme amablemente a distancia. Por otro lado, tampoco se volvió a sus amigos para decir: «Eh, este tipo es un cretino. Vámonos a otra parte». Y quizá yo recibí una pequeña onda al final de la velada, al marcharse ellas. Las percepciones difieren: Helena dice que me la envió y yo digo que nunca la vi, y pueden estar seguros de que estaba mirando. Durante los dos últimos años, cada vez que me ponía especialmente sentimental, trataba de imaginar aquella onda. Profundamente enfangado en la borrachera, sentado junto a la piscina de algún motel en la noche, cuando todo el mundo estaba dormido, pensaba que quizá si pudiera ver aquella onda con mi ojo mental, entonces nuestra relación podría ser algo completo, algo que tuviera un principio, un desarrollo y un final, que yo pudiera sellar herméticamente en el tiempo y de lo que pudiera alejarme.
Pero nunca podía verla.
Indirectamente, nuestras familias nos unieron. Yo echaba a la mía de menos y ella estaba cercana a la suya. Ninguno de los dos había admitido realmente la idea de que la generación anterior estaba allí para ser trascendida. Una noche, ella acudió al bar en compañía de su padre. Los observé como' un halcón o cualquier otra criatura observadora de vista especialmente aguda, preguntándome qué estaba pasando allí. La siguiente vez que acudió en compañía de amigos le pregunté quién era aquel tipo, y me lo dijo. Y entonces yo le hablé de mi padre. Todo empezó a partir de ahí.
Nos pegamos el uno al otro, nos enamoramos y nos instalamos en un horrible apartamento en Venice. Ninguno de los dos tenía dinero, y puedo decir honestamente que ese fue el único período de mi vida en el que realmente no importó. Éramos jóvenes e invencibles, estábamos convencidos de que el dinero ya llegaría. En aquellos tiempos no nos dábamos cuenta de lo escaso que era el dinero, de lo caprichosamente que concedía y retiraba sus favores, de cómo al final podía arrinconarte contra una pared en algún callejón oscuro y golpearte hasta dejarte apenas unos pocos centímetros de tu vida. Puedes caminar por Los Ángeles y ver a la gente que perdió esa lucha: los efervescentes y los desconcertados, con el cabello reseco y revuelto, viviendo sus enojadas vidas en apartamentos con placas de poliestireno en las paredes y la tensión de la sangre en cada una de las habitaciones. Nosotros ganamos al final, pero tardamos algún tiempo y nos costó tanto que nunca supe si valió la pena.
Nos casamos dejándonos arrastrar por el impulso del momento; llamamos a mis padres desde el registro civil. Nunca luna de miel fue pasar cinco días en Ensenada. Tomamos prestado el viejo Ford de Deck y bajamos por la carretera de la costa en la oscuridad, convencimos a la gente de Quitas Papagayo para que nos dejara un lugar sucio y barato, y eso porque era temporada baja y estaba vacío. Comimos tacos de pescado tres veces al día durante el resto de la semana, y nos gastamos el resto del dinero tomando Pacíficos y comprándonos pequeñas baratijas el uno al otro. Helena me trajo una funda adornada para guardar la guitarra; yo le compré una pulsera de turquesa. Observamos las aves marinas, caminamos por las calles polvorientas y nos refrescamos los pies sentados sobre las rocas, junto al mar. Yo buscaba trozos de madera y palmas secas a últimas horas de la tarde, y por la noche nos tumbábamos delante del fuego y escuchábamos la respiración del otro, hasta que se convertía en el único sonido que importaba.
Parece que ha transcurrido tanto tiempo que todo eso formara parte de la vida de otra persona. Todo se destaca, quieto, como iluminado por una luz trasera, tan diferente al sempiterno sedimento del momento actual. Nada es real hasta que ha desaparecido; antes de que eso se produzca sólo son sombras que juegan. El día de hoy es un chiste, accidental y defectuoso. Es únicamente el ayer el que canta.
La vida continuó. Gradualmente, me fui metiendo en asuntos ilegales. Trabajar en un bar está bien para empezar a recorrer el camino, y necesitábamos el dinero. Empecé por ayudar a la gente a vender y a cobrar por ello. Era mayor, no demasiado estúpido y digno de confianza. Siempre hay trabajo para gente como yo, aunque habitualmente no con perspectivas a largo plazo. Helena realizaba oscuros trabajos, y cada día se sentía más frustrada y aburrida al regresar a casa. Era mucho más resuelta que yo, tan dura, tan blanco y negro, a pesar de lo cual estaba de nueve a cinco en un mundo gris, rodeada de gente que parecía hablar otro idioma.
Conocí a más gente, empecé a subir la escalera, a ganar un poco más de dinero. Compramos una pequeña casa y conseguimos un gato, al que queríamos. Esa fue la mejor época de todas. Empezábamos a salir adelante; no sabíamos hacia dónde íbamos, pero sabíamos que llegaríamos allí juntos. Eso suena vulgar, pero el amor es vulgar…, quizá por eso lo necesitamos. Los clichés son ciertos. Necesitamos nuestros arquetipos, porque sin ellos la vida se convierte en un paisaje campestre pintado por un niño incompetente, donde no se sabe qué animal es qué, y donde todos son manchas pardas que apenas se distinguen de un fondo gris indeterminado. Los cocineros deberían ser mujeres alegres con rostros rubicundos, que levantan sus cuchillos de carnicero de un modo un tanto inquietante; los sacerdotes deberían ser hombres de cabello gris, de origen irlandés, a los que evidentemente les encanta tomar una copa. Cuando nuestros alimentos son preparados por tipos jóvenes, convencidos de ser estrellas de rock, se transforman en cenizas en nuestras bocas, y cuando nuestra fe es alimentada por mujeres de edad mediana y actitudes sensatas, no se convierte en nada más que un seguro del alma. Combatimos la aleatoriedad de la vida con las cosas sencillas, aquellas cosas que se pueden decir en una sola frase, que todo el mundo comprende. El amor y la muerte son líneas vitales, cuerdas a las que sujetarse en un mar embravecido. Sin ellas, nada tiene sentido.
Una noche, los padres de Helena cenaban en el Happy Spatula, dándose un banquete de pasta, como solían hacer una vez al mes. A menudo íbamos con ellos, pero esa noche estábamos en casa de Deck, fuera de nuestras mentes. A las diez y cuarto, un coche se detuvo frente al Spatula y dos tipos bajaron de él. Se dirigieron tranquilamente hacia el café y dispararon matando a cinco personas. La madre de Helena aguantó hasta la mañana siguiente antes de morir, pero su padre fue declarado cadáver cuando llegó al hospital. Helena identificó los cuerpos con una fuerte resaca.
Yo tenía un revólver. Helena lo tomó, persiguió a los dos tipos y los mató. Yo no me enteré de nada hasta un día que regresé del trabajo y la encontré enroscada en el cuarto de baño, hecha un ovillo, sollozando y cubierta de sangre. Quemé sus ropas, limé los números de serie del arma y la desmonté. Luego, recorrimos toda la ciudad, arrojando los trozos por la ventanilla. Cuando regresamos de nuevo a casa, cerré todas las puertas, la acosté en la cama y me tumbé a su lado.
Me preguntó si aquello había supuesto algún cambio, si la seguía queriendo. Le dije que me sentía orgulloso de ella y la besé hasta que se durmió. Pasamos dos semanas sumidos en el miedo, pero la temida llamada a la puerta nunca se produjo.
Un mes más tarde regresamos al Spatula. Helena lo quiso. Pretendía demostrarse a sí misma que era capaz de regresar al café, así que fuimos. Pedimos lo que siempre pedíamos, y nos sentamos donde siempre nos sentábamos. El servicio fue mucho más atento de lo habitual y al final de la comida nos dijeron que la cuenta estaba pagada. Mientras tomábamos café, desconcertados, tres hombres se sentaron en la mesa de al lado. Fueron muy amables. Querían darle las gracias a Helena por lo que había hecho. Las otras tres víctimas del restaurante habían sido otros tantos tipos alcanzados por un rifirrafe entre bandas. La muerte de los padres de Helena había sido simplemente accidental. Sabían que había sido Helena la que zanjó la cuestión porque alguien la vio huir de la escena del crimen. Observé la sonrisa de Helena mientras el mayor de los hombres le besaba la mano y supe que todo estaba a punto de cambiar.
Nos hicieron algunos favores. Y nos pidieron otros, sosteniendo sutilmente los asesinatos sobre la cabeza de Helena. Dijeron que confiaban en que la policía no descubriera que había sido ella quien lo hizo o, lo que era peor aún, que no descubriera a la otra banda. No hubo preocupación por nuestro bienestar. Ni siquiera una amenaza. Fue, simplemente, cuestión de negocios. La manipularon de tal forma que llegó a asesinar a otra persona para ellos y, después de eso, ya fue demasiado tarde. Todo se desarrolló de modo muy cortés y afable, pero nuestras vidas dejaron de pertenecemos. Como bien dijo Laura, hay algunas situaciones de las que, sencillamente, no puedes escapar. Tratar con rufianes es una de ellas.
Yo también maté para ellos, pero sólo una vez. Se trataba de un par de cretinos que habían violado y asesinado a la esposa y a la hija de un socio de ellos. Me reuní con ellos en un bar, con la pretensión de efectuar una gran compra de coca, los llevé hasta un callejón apartado y les disparé a los dos a la cabeza. Después de eso me sentí perdido y conduje de un lado a otro con el revólver todavía en la mano y sangre en la camisa, y estuve a punto de que me pillaran.
Un acto de autodefensa es una cosa, pero una ejecución es otra muy distinta. No pude desprenderme de eso. Tampoco me obligaron a hacerlo más veces. Le presté a Deck el dinero que me pagaron, con la condición de que nunca me lo devolviera. Él se marchó a un casino en Las Vegas, donde lo perdió deliberadamente, de modo que el dinero regresó directamente a ellos y yo pude fingir que nunca lo había cobrado. Deck me comprende muy bien.
Helena, en cambio, fue diferente. Helena podía soportarlo, era buena haciéndolo. Ahora tenía un trabajo en el que las cosas estaban claras, eran blanco o negro, para bien o para mal. Con el tiempo superó la muerte de sus padres: dejó de esperar que fuera su madre cada vez que sonaba el teléfono, o de pensar en cosas que decirle a su padre. Pero lo superó a cambio de convertirse en parte en algo que sus padres jamás habrían reconocido, a cambio de desvincularse por completo del pasado que ellos habían estructurado, y de llevar una vida completamente diferente.
A mí me resultó mucho más difícil afrontar lo que ella hacía. Si alguien le pregunta a uno a qué se dedica su esposa, no puedes contestar: «Oh, se dedica a matar gente. Por dinero, claro. ¿Y la suya?». Y si no puedes decírselo a los demás, se convierte en un secreto y entonces tienes que determinar qué es lo que te vas a decir a ti mismo. Pero, con el tiempo, me fui acostumbrando. Después de todo, era mi esposa y la quería.
Me resulta difícil creer las cosas que ha hecho cuando observo la suave elevación y descenso de su respiración cuando duerme sobre mí sofá. Dormidos, volvemos a convertirnos en niños, inocentes e indemnes. Los secretos ponen arrugas en nuestras caras, como mapas de carreteras que indican las direcciones hacia paisajes interiores. Por la noche, en cambio, los territorios vuelven a ser vírgenes. Traté de imaginármela saliendo con otro hombre. No me resultó difícil. Sólo Dios sabe la práctica que yo había llegado a tener en eso. Que ella me confesara que había ocurrido, no me produjo más que la sensación de que una vieja cerradura bien engrasada acababa de encajar en su lugar. Se marchó a vivir a otra parte, y eso fue todo. La novia trofeo del lugarteniente de una banda, una mujer feroz a la que nadie comprendía realmente, porque ninguno de ellos sabía lo que había sido antes. Lo comprendí, pero esa comprensión ya no le interesaba a nadie, excepto a mí mismo. Lo que había allí tumbado, en el sofá, no era más que un momento, como un busto de escayola de un personaje de Disney puesto a la venta en la acera, delante de una tienda de Ensenada. Sutilmente erróneo, como una transgresión de los derechos de autor de las cosas tal como habían sido.
Ocasionalmente, casi siempre a últimas horas de la noche, cuando estoy a muchos kilómetros de distancia, experimento el deseo de regresar a Cresota Beach. A poco más de medio kilómetro hacia las afueras de la ciudad había un campo de atletismo adonde lo enviaban a uno dos veces a la semana para quemar el exceso de energía, con el propósito de ayudar a que los maestros no se volvieran locos. Delante del campo había un aparcamiento y en su extremo un edificio, donde uno se cambiaba para hacer deporte. De dos pisos, pequeño, se parecía a un bunker militar secreto: dos hileras de ganchos para colgar la ropa, bancos donde derrumbarse al final de la tarde, empapado de sudor y contento de que todo hubiera terminado y pudieras regresar a casa. Era un lugar donde se reía y se gritaba, donde se planificaba una noche de juerga o se intercambiaban historias de aventuras de fin de semana. Durante mis dos últimos años en la escuela, ésta empezó a utilizar un campo diferente y el edificio en cuestión fue clausurado y nunca volvió a utilizarse. La última vez que lo vi fue hace unos cuantos años, y sigue tan cerrado como una tumba.
Me pregunté entonces si acaso alguien no habría dejado allí, por casualidad, alguna prenda de ropa que todavía estuviera donde la dejó, momificada en medio del aire enrarecido y la pintura desconchada, olvidada por el muchacho que la había abandonado y que ahora tenía hijos propios. Sería como el testamento mudo de una vida diferente. El pasado rancio, pero todavía concreto.
Alguna noche me gustaría acercarme a aquel edificio, a solas, y echar un vistazo por las tablas que cubrían las ventanas. Me pregunto si, prestando una intensa atención, escucharía voces procedentes del interior; también me pregunto si, en el caso de que entrara forzando la puerta, encontraría a mi chica y a Earl, a mis amigos de la infancia, sentados en los bancos, llevando las mismas ropas de antaño, esperándome.
Y si podría sentarme allí con ellos, cruzadas las piernas, en la oscuridad, y quedarme allí para siempre, como sí nada hubiera sucedido.
Finalmente, me quedé dormido y volví a soñar. Al principio, la impresión predominante fue de un gris jaspeado, de un gris verdoso estriado. Tardé un tiempo en comprender que ese era el color del techo, a sólo un par de metros por encima, y que estaba tumbado de espaldas. Sufría un martilleante dolor de cabeza y notaba el cerebro y el cuerpo como disecados y vacíos, como si hubieran sido destruidos y luego reconstituidos sin haber añadido agua suficiente a la mezcla. La parte inferior de los brazos me picaba como si estuvieran cubiertas de arañas; sentí frío, pero no miedo. No pude saber cuánto tiempo había permanecido allí; esa cuestión no parecía tener mucho significado.
Giré lentamente la cabeza y vi a Deck. Estaba tumbado en el suelo, a alguna distancia. Su rostro señalaba directamente hacia arriba y parecía como si tuviera los ojos cerrados. Intenté llamarlo, pero tenía la garganta reseca y lo que brotó no fue ni siquiera un gemido, sino más bien un aliento desfallecido. Lo observé durante un rato, pero no se movió. Al ladear la cabeza un poco más pude ver que nos encontrábamos en una estancia alargada y baja, tan grande que las paredes y los rincones se hallaban ocultos entre las sombras. Me pregunté entonces de dónde procedía la luz, porque no podía ver nada que la produjera. Entonces volví a mirar a Deck y me di cuenta de que despedía un débil resplandor, como el de una luciérnaga, pero dorado.
Me pregunté si yo estaría haciendo lo mismo y traté de levantar la cabeza y contemplar mí cuerpo. No parecía haber nada que me lo impidiera, pero los músculos no funcionaban adecuadamente y tuve la sensación de que debía recordar cómo utilizar cada uno de ellos. Nunca había apreciado la gran cantidad de músculos diferentes que intervienen en un solo y sencillo movimiento. Necesité hacer un terrible esfuerzo para levantar la cabeza sólo un par de centímetros del suelo, y desde esa posición no pude ver nada. La dejé caer de nuevo, lo que hice lentamente, y la reposé, agradecido, sobre lo que me pareció como una delgada colchoneta. Entonces me quedé quieto, no exhausto sino más bien contento de permanecer inmóvil, flotando en un estado de benigna confusión. Todo parecía estar en orden.
Al cabo de un rato me volvió a interesar la cuestión del resplandor y decidí probar un método diferente. Dejé la cabeza donde estaba e intenté levantar una de mis manos. Eso me resultó algo más fácil y, poco a poco, la levanté desde donde estaba, en el costado. Al cabo de unos pocos minutos la tuve lo bastante elevada como para ver una borrosa sugerencia de la misma por medio de mi visión periférica. Sintiéndome como alguien que ha realizado una extraordinaria hazaña de coordinación y fortaleza, la mantuve en esa posición y giré la cabeza hacia ella.
Había, efectivamente, un resplandor dorado que brotaba de la mano que veía, pero aquella no era mi mano. Era delgada, femenina y había unos puntos por debajo de la muñeca.
Era la mano de Laura.
Cuando desperté, para encontrarme sentado en el sillón de mi apartamento, sostenía un cigarrillo en la mano. Estaba encendido, pero no se había quemado hasta el filtro. No había un cono de ceniza gris colgando del extremo. Sólo lo había fumado hasta la mitad y había sido sacudido limpiamente sobre el cenicero, en el brazo del sillón.
Helena seguía tan apagada como una luz, en el sofá.
Yo no me había quedado dormido. Aquello no había sido un sueño.
Era un recuerdo, o algo parecido, pero se trataba de algo que estaba sucediendo ahora. Y estaba ocurriendo en un lugar donde yo también había estado.
14
Me pasé el resto de la noche de pie ante la ventana, mirando sin ver hacia Griffith, tratando de recordar. Pero el recuerdo no quería acudir a mi mente. Iba a necesitar algo más, algo concreto para que pudiera llegar hasta él. Una forma diferente de ver.
El teléfono sonó a las seis y cinco. Lo tomé y pregunté directamente:
—¿Has leído el mensaje?
—Santo Dios, sí —contestó Travis, con voz cansada—. No sé si creérmelo. Conocí a Schumann y me pareció un tipo bastante decente.
—Todos lo parecen, Travis. Sabes que es cierto.
—Entonces, ¿quiénes son?
—¿A quiénes te refieres?
—Los nombres que encontraste en los otros trozos de papel.
—No necesitas saberlo.
—Hap, hace ya tres horas que estoy en la comisaría. He revisado las cuentas bancarias de Schumann y le he pedido a alguien que entiende de estas cosas que revise el estado de las propiedades de Schumann. Son sólidas. El tipo tenía más dinero de lo que tú o yo podríamos imaginar, y su negocio estaba en alza.
—¿Y qué?
—Pues que Schumann se suicidó después de que Hammond fuera asesinado, y la noticia sobre sus «dificultades financieras» es una tontería. Algo tuvo que empujarlo a hacer lo que hizo, y no creo que fuera un repentino sentido de la culpabilidad. ¿Comprendes lo que estoy diciendo?
Lo comprendía.
—Crees que alguien más se ha hecho cargo de las riendas. Schumann creyó que todo había terminado cuando Hammond murió, pero entonces recibió una llamada y descubrió que no hacía sino empeorar, así que se suicidó.
—Ya tengo a cinco hombres registrando el despacho de Hammond palmo a palmo. Necesito saber quiénes son las otras víctimas. Es posible que puedan indicarnos algo acerca de los nuevos tipos.
—No estoy seguro de que sean tan nuevos —le dije—. Anoche hablé con una de las otras víctimas. Esa persona dijo que, durante sus últimos días, Hammond parecía muy tenso, como sí se viera obligado a hacer algo en contra de su voluntad. Creo que siempre hubo alguien más en el fondo de todo esto.
—No estoy de acuerdo contigo. Son los tipos de los trajes. Ellos mataron a Hammond y se hicieron cargo de su «cartera de clientes». O eso, o bien decidieron que ya no lo necesitaban más. Tú mismo sabes cómo son y no se caracterizan precisamente por su amabilidad. Si alguien se niega a pagarles, me voy a encontrar con la muerte de un personaje famoso entre las manos, y eso es algo de lo que puedo prescindir perfectamente.
—Pagarán y, de todos modos, no sabrán decir nada útil sobre los malos. Cuando chantajeas a alguien no dejas un número de contacto. Además, sería estúpido matar a alguien a quien se está chantajeando, ya que lo único que consigues con eso es cortar de golpe el flujo de ingresos.
—Los nombres, Hap, o te hago venir hasta aquí tan rápido que escucharán la explosión sónica hasta en Nevada.
Le di dos nombres, pero no el de Jack Jamison.
Se produjo una pausa mientras él los anotaba.
—Muy bien —dijo—. Quiero verte aquí, en la comisaría mañana por la noche exactamente a las veintitrés horas. Si mientras tanto vieras a los tipos de los trajes, me ¡lamas. No me jodas la investigación de ninguna otra forma, y no te pongas en contacto con ninguna de las víctimas. Me pasas el código por correo electrónico y nosotros nos encargaremos.
—¿Y el otro trato? —le pregunté tranquilamente.
—Helena sale bien librada…, tienes mi palabra sobre eso. Y ahora que tocamos el tema: uno de mis hombres ha recibido un nuevo moratón en la cabeza esta mañana y luego tuvo que tomar el autobús para venir a trabajar porque alguien le robó el coche.
—Te dije que vinieras solo, Travis.
—Y así lo hice. Pero Romer escuchó la conversación y me siguió por su cuenta.
—Su coche está frente a Applebaum. Ah, y dile que necesita que lo laven.
—Su recuerdo de los acontecimientos es un tanto vago, pero parece estar convencido de que perdió el sentido inmediatamente después de que llegara a Venice, aproximadamente al mismo tiempo que tú y yo estábamos sentados hablando. Resulta un tanto extraño, ¿no te parece?
—Ah, el tiempo es algo muy extraño y confuso —le dije.
—Sí, en eso tienes razón. Pero asegúrate de no confundirte tú. Mañana, a las veintitrés horas.
Luego cortó la comunicación.
Me volví y vi a Helena sentada en el sofá, mirándome. Se despierta del mismo modo que se queda dormida, y es capaz de cambiar de estado como sí se apretara un interruptor. Ni siquiera se le había despeinado el pelo.
—¿A qué clase de trato te referías? —fue lo primero que me preguntó.
—¿De qué estás hablando?
—Le preguntaste a Travis acerca del otro trato.
—Ya te lo dije. Sólo quiero ganar tiempo para encontrar a Deck y a Laura.
—Y una mierda —exclamó ella negando con un movimiento de la cabeza—. Ese es el primer trato. ¿Cuál es el otro?
—Le pedí que perdiera un par de órdenes de búsqueda contra Deck por delitos menores —conteste, evitando mirarla a los ojos—. ¿Quieres tomar café?
—No —contestó, mirándome recelosamente.
—Claro que quieres, confía en mí —le aseguré—. Y luego querrás tomar una ducha, y será mejor que lo hagas todo con rapidez.
—¿Por qué?
—Porque me voy a Florida —le dije—, y me gustaría que vinieras
Llegamos a Jacksonville a media tarde y alquilamos un coche en el aeropuerto. Cruzamos la ciudad y salimos por el otro lado, para tomar la A1A hacia Cresota. Todo ofrecía el mismo aspecto de siempre. Esta es una zona de la que el tiempo parece haberse olvidado: cuando una tienda cambia de manos, se anuncia en el periódico local. Hace cuarenta años elucubraron cómo convertirse en una ciudad turística, qué combinación de restaurantes llenos de personalidad, tiendas bien surtidas y calles adormiladas se necesitaba para atraer y mantener un comercio turístico. Ferias de artesanía en los meses de verano, restaurantes con plataformas de madera que se adentraban en las marismas, pequeños folletos con direcciones que indicaban los grandes almacenes más próximos. Mucha gente se había encaprichado con Florida; desde mi punto de vista podrían irse todos al carajo. Yo tuve que marcharme de allí para verla, pero ahora sospecho que si Dios decidiera jubilarse alguna vez, podría hacer cosas mucho peores que tener una casa junto a la playa, en algún lugar situado a lo largo de la A1A. Contemplar las olas, comer cangrejos, y quizá lugar un poco al tenis, aunque por lo que he podido deducir, sería mejor dejarle ganar.
Entré en Tradewinds y elegí uno de entre una amplia gama de espacios de aparcamiento. El único coche que pude ver fue el de mis padres. La mayoría de la gente que va a Tradewinds pertenece a una pandilla de viejos amigos de Gainesvílle: ancianos con pellejo de caimán y dentistas de segunda generación. En realidad, gente agradable. Acuden allí en masa, o no van, el condominio es demasiado pequeño y viejo como para atraer a mucha más gente.
—Puedes quedarte aquí si quieres —le dije.
Todavía faltaban un par de horas antes de que pudiera hacer lo que quería hacer. Tenía sentido visitar antes a mis padres, demostrarles que todavía estaba vivo, y quizá darles a entender muy sutilmente que quizá fuera aquella mí última visita durante un tiempo prolongado.
Helena miró por la ventanilla. Había estado en Cresota cinco o seis veces, y se llevaba bastante bien con mi familia, pero la ciudad oriunda del otro siempre es un territorio extraño. Uno se pregunta si existen ritos extraños de los que no se sabe nada, y cuáles fueron los buenos tiempos del pasado a los que no fue invitado.
—¿Qué saben ellos sobre nosotros?
—Sólo que ya no estamos casados —le dije—. Les ahorré los detalles.
Sabía, de todos modos, que ellos habían llegado probablemente a sus propias conclusiones. Sabían lo mucho que yo amaba a Helena y debieron de haber imaginado que tuvo que suceder algo realmente catastrófico para que rompiéramos.
—¿Qué estamos haciendo aquí, Hap?
—Te lo diré más tarde —le contesté, abriendo mi portezuela. La alarma sonó plácidamente en medio del calor, marcando la hora—. ¿Vas a venir o no?
Caminamos sobre el asfalto caliente y subimos los escalones que conducían al despacho. Helena permaneció rezagada mientras yo abría la puerta y se deslizó a un lado para mantenerse fuera de la vista. No importa los años que uno tenga, lo que seas o lo que hayas hecho, pero el caso es que las madres son madres, y pueden morder.
Mamá estaba de pie en el interior, detrás del mostrador, tarareando algo por lo bajo y clasificando unos sobres. Si existe algo que a mí madre le guste más que clasificar la correspondencia de los demás en montones ordenados, la verdad, no sé qué diantres puede ser. Las paredes de la oficina mostraban algunos cuadros de paisajes marinos de variado talento, incluidos los precios. Me estremecí al pensar cuántos malos artistas se habían labrado una carrera gracias a los cuadros vendidos a los clientes de Tradewinds. Mi madre sabía tan bien como yo el poco talento que tenía la mayoría de ellos, pero no era esa la cuestión.
Me miró y la expresión de su rostro se fundió en esa clase de placer sin complicaciones que uno ve únicamente una vez en un rostro: el de la persona que reconoce a alguien que inició la vida como parte de su propio cuerpo. Estaba más canosa y algo más delgada que la última vez que la vi, hacía seis meses, pero seguía teniendo la misma sensación que siempre tenía al verla: no eres tú la que cambias, mamá, es el mundo el que se hace más joven, mientras que tú estás siempre igual.
—Hola, querido —me saludó—. Qué maravillosa sorpresa.
Me incliné por encima del mostrador y la besé en la mejilla.
—¿Cómo van las cosas?
—Oh, ya sabes, acumulando arrugas. Es una tarea para la que necesitamos la mayor parte de nuestro tiempo. Ven atrás, tu padre está limpiando la piscina. —Enarcó una ceja y levantó un poco la voz, añadiendo—: Y dile a Helena que también es bien recibida.
Me volví hacia la puerta al tiempo que Helena aparecía a la vista, arrastrando los pies, con aspecto de ser doce años más vieja.
—Hola, señora Thompson —saludó.
Ella y mi madre intercambiaron una mirada. No sé qué podía significar, pero la verdad es que tampoco sé cómo se había enterado mi madre de que Helena estaba allí. Las mujeres ven el mundo de un modo diferente, y también saben cosas diferentes. Cualquiera que esté convencido de que vivimos en el mismo lugar, necesita abrir los ojos.
Mi madre cerró la oficina y dimos la vuelta hacia donde mi padre estaba felizmente atareado en recoger hojas de la piscina. Nos sentamos en unas tumbonas y bebimos limonada cortada, riendo, mientras les contaba a mis padres unas cuantas mentiras por omisión.
Era la única forma en que podía ser. No tenía corazón para decirles que iba a terminar en la cárcel, y probablemente para muchos años. No existía forma de evitar ese anuncio, tarde o temprano, pero tenía la sensación de que sería mejor tomarme para ello todo el tiempo que necesitara. Mejor para mí, y también para ellos. Podía escribirles cuando llegara el momento, cuando ya fuera demasiado tarde como para que pudieran hacer nada, excepto aceptar la situación. No sirve de nada preparar a los demás para el desastre antes de que suceda. Si lo haces, lo único que consigues es destrozar también el presente.
Claro que podía evitar el desenlace durante una temporada. Podía no regresar a Los Ángeles, moverme de un lado a otro del país. Regresar a la vida que había abandonado, sólo que esta vez tendría que ganarme la vida con las sobras y no soñar con billetes grandes. Podía trabajar en los bares y alojarme en los moteles, envejecer en habitaciones vacías, percibiendo el olor de la cerveza derramada y de los lavabos que habían sido sometidos a medidas de limpieza sanitaria para mi protección y comodidad. Gradualmente, cambiaría así de joven transeúnte a viejo transeúnte y, después, ya no quedaría nada excepto un alargado y polvoriento horizonte en la oscuridad. No podría soportarlo. No creía poseer ya la energía para fingir que no me estaba ahogando, sino saludando. Desde que había vuelto a ver a Helena, eso ya no me parecía una opción aceptable. La pregunta que me había planteado tantas veces había quedado contestada: sí, había tenido lo que había querido, y luego lo había perdido. Ya había girado una vez en mi vida por la esquina correcta y luego me había perdido. Ahora me sentía como se siente uno a mitad de una noche de juerga cuando no se ha bebido con la suficiente rapidez: agotado el vapor, repentinamente cansado y melancólico, sin nada que resultara atractivo o incluso alcanzable, excepto dormir.
Nadie preguntó qué estaba haciendo Helena allí. Se sentó a alguna distancia de mí, y escuchó y asintió a mi padre, que explicaba las cinco cosas principales que podían estropearse con el aire acondicionado, sus síntomas y la mejor forma de arreglarlas. Permanecimos allí sentados, como una familia, solos en el jardín de un viejo condominio que para mí siempre había sido mi hogar, rodeado de mangueras y del sonido del mar al otro lado de la elevación. Lo percibía como una vida que hubiera vivido siempre, como si una futura encarnación mía buscara este lugar para siempre, como si siempre perteneciera a él. Aquí, o cerca de aquí. Casi en casa.
Finalmente, empezó a refrescar un poco y el cielo se tiñó con las nubes de las últimas horas del atardecer. Luego, en el momento justo, mi padre invitó a Helena a que le acompañara a mirar algo, probablemente la caja de los fusibles, que constituía su orgullo y su alegría, y mi madre y yo nos quedamos a solas. No nos dijimos nada durante un rato. Estábamos allí, observando el agua de la piscina que tremolaba y relucía. Unas nubes de tormenta empezaban a formarse sobre el canal intercostero, haciendo que la luz adquiriese una tonalidad clara y extraña.
—Mamá —dije finalmente—, cuando era niño, ¿me ocurrió alguna vez algo extraño?
Ella entrelazó las manos sobre el regazo.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando tenía unos ocho años.
—No que yo recuerde —dijo ella, pero supe en seguida, con una aceleración del ritmo del corazón, que estaba mintiendo.
—Fue un domingo por la noche, cuando tú estabas trabajando en el Oasis. Regresaste y papá estaba dormido; vimos una película.
—Pudo haber sido como cualquiera entre cientos de domingos.
—Estoy hablando de uno en particular.
—De eso hace ya mucho tiempo, cariño.
—También ha pasado mucho tiempo desde que papá cumplió veintiún años y no me digas que no te acuerdas de eso. Para cualquier cosa que tenga que ver con nosotros, eres como una enciclopedia.
Ella se echó a reír y trató de cambiar de tema. Pero yo la miré fijamente.
—Mamá, no lo hago con frecuencia, pero en estos momentos me salto el rango. Esto es muy importante. Sabes de qué estoy hablando y necesito que me digas lo que sepas.
Ella apartó un momento la mirada, con el rostro contraído. Se produjo una prolongada pausa.
—¿Qué crees tú que ocurrió? —me preguntó finalmente.
—No lo sé —le contesté—. No lo puedo recordar.
Me miró rápidamente.
—Me preguntaba si esto iba a surgir algún día. Pensé que probablemente no sería así. Pero de vez en cuando lo recuerdo y me pregunto sí tú también lo recordarías.
—No, desde hace mucho tiempo —le dije—. Pensé en ello ayer.
—Tu padre no sabe nada de esto —se apresuró a decir—. Decidí no decírselo. Ya sabes cómo se pone. Se habría preocupado mucho.
—¿Sobre qué? —le pregunté con suavidad.
—Yo llegué tarde a casa —dijo tras una pausa—. Esa noche había una fiesta de estudiantes de la universidad de Gainesville, y lo dejaron todo muy sucio, como si hubieran pedido hamburguesas sólo para arrojárselas unos a otros. Jed me pidió que le ayudara a limpiar antes de marcharme y lo hice. Luego, regresé a casa.
Se detuvo y me angustió darme cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.
—Mamá, todo está bien. Lo que ocurrió no me causó mucho daño. Estoy bastante bien, ¿no te parece? Eh, fíjate en esta chaqueta. No las van regalando por ahí.
—Es muy bonita —asintió ella con una suave sonrisa—. Pero ¿tienen que ser siempre negras?
Fruncí el ceño, mirándola.
—Ma…
—Tú estabas en el aparcamiento —continuó, precipitadamente—, detrás de esos viejos y grandes contenedores de basura. No te habría visto sí no hubiera recordado que acudirían a recogerlos por la mañana y me pregunté si tu padre se habría acordado de sacar la basura. Eché un vistazo, vi algo y me di cuenta de que era un pie que sobresalía desde atrás. Rodeé los contenedores y miré, y allí estabas.
—¿Qué estaba haciendo?
—Parecía como si estuvieras dormido, sólo que tenías los ojos abiertos. Estabas en el suelo, enroscado hasta formar una pelota, con los trazos apretados alrededor de tu pecho. Tenías arañazos en las rodillas, como si te hubieras caído y tenías la camisa mal abrochada. Estaba todo silencioso; yo me asusté tanto que hubiera querido gritar, pero no pude. Estaba tan asustada… Te toqué la cara y estaba ardiendo, pero M muy pálida; pensé que quizá te había dado un ataque o algo así y no sabía qué podía hacer. Entonces, empezaste a moverte. Cerraste los ojos y los abriste; tu cara ofreció mejor color, a pesar de que seguías ofreciendo un aspecto algo extraño. Yo no hacía más que preguntarte qué te había pasado, pero no me decías nada y sólo movías los brazos y las piernas lentamente, como si tuvieras que recordar cómo hacerlo. Cinco minutos después estabas sentado y me preguntabas por qué estaba llorando.
—¿Y yo no tenía ni la menor idea de por qué estaba allí?
—Te lo pregunté varias veces volviendo al apartamento, pero tú seguías pareciendo muy lejano; lo único que decías era que tenías mucha sed. Entramos en casa y encontramos a tu padre dormido. Fuiste directamente en la cocina y te bebiste una jarra entera de Koolaid, que tanto te gustaba.
—Lo recuerdo —asentí—. Era zumo de fruta tropical.
—Empecé a prepararte más, todavía aturdida y preguntándome qué te ocurría. Luego, al volverme, me di cuenta de que te habías ido al salón y estabas sentado delante de la televisión, como si no hubiera sucedido nada. Me senté a tu lado y vimos juntos una película; al cabo de un rato todo fue como si hubieras regresado verdaderamente y volvieras a ser mi hijo. En aquel momento no te quise decir nada.
—¿Y nunca dije nada sobre lo que había ocurrido?
—Yo no te lo pregunté, Hap. Me preocupaba lo que pudiera ser, si te habías encontrado con algún hombre malo o algo así y lo ocurrido era tan horrible que tú ni siquiera querías recordarlo. Te observé atentamente durante un mes, pero no te mostraste alterado en lo más mínimo. Eras exactamente el mismo de siempre, sólo que si trataba de darte zumo de fruta tropical, no querías tomarlo. Cambiamos al mosto y eso te pareció bien, así que lo dejé correr. Lo siento, Hap.
—Todo está bien, mamá. De veras.
—¿Estás seguro? ¿Has recordado lo que ocurrió? Se retorció las manos y yo coloqué una de las mías sobre las suyas.
—No, pero al menos ahora estoy seguro de que ocurrió algo. Y no es nada de lo que te preocupa. Sólo tengo que atar unos cuantos cabos sueltos.
—Tienes problemas, ¿verdad?
—Sí —contesté, agradecidamente—. ¿Qué es eso? ¿Intuición maternal?
—Quizá —contestó ella—. Así que no te burles. También hablé con tu abuela hace unos días. Dijo que había oído comentar ciertos rumores. No me quiso decir exactamente de qué se trataba, sino que simplemente lo insinuó oscuramente. Ya sabes cómo es.
—Por lo visto todavía tiene el oído atento a los rumores —le dije.
—No creo que haya mucho más que hacer allí donde está. —Por lo que a mí se refiere, mi madre nunca ha estado en la red, y no creo que vaya a empezar ahora; piensa en ella como solían pensar algunas gentes del cielo, o quizá del infierno—. Así que nos busca. Deberías visitarla alguna vez.
—Lo haré —le aseguré, con toda la intención de hacerlo así.
La verdad es que siempre tenía esas buenas intenciones. Del mismo modo que uno tiene la intención de visitar a alguien que se muere lentamente en un hospital, y nunca se dispone de tiempo o se encuentra el momento oportuno, hasta que la persona ha muerto y ya no hay nada que ver excepto una cama vacía.
—No te preguntaré en qué problema andas metido —dijo ella—. Si quisieras que lo supiéramos, ya nos lo habrías dicho. Pero sé que está ahí, del mismo modo que sé que te gustaría fumar un cigarrillo ahora, pero que no lo harás delante de mí porque sabes que a mí no me gusta.
Me eché a reír, levantamos ambos la mirada y vimos que mi padre regresaba hacia la piscina, seguido por Helena. Mi madre me miró inexorablemente.
—¿Ella también forma parte del problema?
—En realidad, no —contesté.
—Entonces ¿qué está haciendo aquí?
—Nos encontramos por casualidad y ella aceptó acompañarme.
—¿Volvéis a estar juntos? —preguntó, elevando un punto la dureza de su tono.
—No —negué con la cabeza—. Ella está viviendo con otro.
—Qué pena. Era la mujer adecuada para ti —dijo mi madre.
Los cuatro juntos permanecimos sentados un rato más, pero el cielo empezaba a oscurecerse por los bordes y negó la hora de marcharnos. Entramos por el despacho y ayudé a mi padre con algo que tenía en el ordenador, lo que hizo que me sintiera mejor y me permitió pensar que tenía alguna posibilidad de devolverles algo, en lugar de seguir mi camino. Las perspectivas de pagos futuros no eran precisamente brillantes por el momento, a menos que se incluyera entre ellas el trabajar en la prisión montando productos para empresas multinacionales.
Miré de nuevo los cuadros que colgaban de las paredes y, en lugar de irritación, experimente algo así como orgullo. Sí es así como se ve el mundo, pensé contemplando todos aquellos pasteles, espuma blanca y aves marinas, bien para ti. Que puedas seguir mirando así por la ventana. Sólo desearía que desde todas ellas se viera el mismo paisaje.
Al salir por la puerta cubierta por una pantalla de rejilla y llegar al aparcamiento, el coche alquilado parecía estar al acecho, en su magnífico aislamiento, diciéndome: «El mundo real te espera, amigo mío, y tiene mucho más vigor que tú». Le di unas palmaditas a mi padre en el hombro y él besó a Helena en la mejilla. Mi madre me abrazó y yo vacilé antes de devolverle el abrazo. No somos una familia de contactos físicos. Eso es, simplemente, algo que no solemos hacer. Pero ella me sostuvo la cabeza cerca de la suya por un momento y dejé que lo hiciera, y antes de que me soltara y me dejara marchar para hacer lo que tenía que hacer, me susurró al oído:
—No importa lo que te haya dicho —me aseguró—, pero no está viviendo con nadie más.
Luego, nos separamos y cuando volví a mirarla ya se estaba despidiendo de Helena y no pude preguntarle qué había querido decir con aquellas palabras.
Las clases ya habían terminado hacía tiempo cuando aparqué el coche delante del patio, y también se habían marchado ya los últimos rezagados que esperaban a que alguien los llevara. Me quedé de pie delante de las barandillas, mirando por entre los árboles hacia el otro lado, preguntándome si todavía quedarían caballeros negros que descubrir allí, y si alguien se molestaba en mirar. Nunca encontré uno cuando era niño. Siempre me eludieron, sin que importara el mucho tiempo que pasé sentado en las ramas de los árboles, fingiendo no ser más que un montón de hojas grandes y sorprendentemente no verdes. Al final, Earl soltó al suyo. Una tarde, decidimos abrir la caja donde lo guardaba. Durante un rato, se movió pesadamente alrededor del contenedor, sin darse cuenta, evidentemente, de lo grande que se había hecho repentinamente su mundo. Luego, echó a volar torpemente y lo perdimos de vista.
—¿Y ahora qué? —preguntó Helena.
Se había mantenido en silencio durante el corto trayecto desde Tradewinds, reflexionando quizá en el consejo de mí padre acerca de cómo tratar mejor con las hormigas voladoras.
—Lo rodearemos a pie.
—Hap, recorrer los vericuetos del recuerdo me gusta tanto como al que más, pero me pregunto si éste es exactamente el mejor momento para hacerlo.
—Sí —le aseguré—. Es el momento exacto. Y son precisamente eso, vericuetos del recuerdo. Así que camina conmigo.
—¿De qué demonios estás hablando?
—No estoy muy seguro. —Tenía una ligera idea, que crecía y se fortalecía en mi mente. Pero no estaba todavía lo bastante cerca como para articularla ni siquiera para mí mismo, y mucho menos para la mente de otro—. Sólo confía en mí.
Así que caminamos. No sabía si esto iba a funcionar. Sólo sabía que era lo único que podía intentar hacer. Podría haber tenido sentido intentar hacerlo solo, reproducirlo con exactitud, pero imaginé que necesitaría tener a mi lado a alguien para que fuera real. Nuestro propio pasado continúa viviendo hasta cierto punto dentro de nosotros mismos, pero necesitamos de la mirada de los demás para hacerlo concreto. Para entonces, la luz era casi la correcta, y estábamos en la misma época del año. Seguimos el camino más largo, como había hecho yo unos veinticinco años antes, y le conté a Helena lo que podía recordar.
Al girar por el segundo lado, las farolas se encendieron y me estremecí, sintiéndome repentinamente más joven, como si hubiera retrocedido en el tiempo y, en algún momento, Helena fuera a desaparecer, dejando sólo a un muchacho con pantalones cortos. Yo tenía conciencia de que ahora era mucho más alto que en aquel entonces, percibía los kilos de más acumulados y el tejido cicatricial. Todo lo hecho desde entonces lo sentía como acrecencias alrededor de un mí mismo anterior, como el musgo acumulado por una piedra, cuyo progreso se estaba deteniendo ahora. Me detuve un momento cuando giramos para entrar en el largo tramo recto de detrás, y miré fijamente la luz de la farola, en la distancia.
Helena esperó, sabiendo que no podía decir o hacer nada por ayudar. No capté nada mientras recorríamos el trecho, ni siquiera cuando nos detuvimos para mirar los árboles, ahora más cerca, que sólo estaban a veinte metros de la esquina.
Pero, al pasar bajo la farola, percibí algo, casi como un espesamiento en mí cabeza. La sensación era elusiva y se me deslizaba por entre los dedos como un pez si trataba de concentrarme en ella. Quedarse con la mente en blanco es algo que sucede cuando utilizas un recuerdo tantas veces que terminas por desgastarlo, como si frotaras durante demasiado tiempo una hoja de metal hasta afinarla tanto que pudieras ver a través de ella. Intentar tocarla de nuevo no haría sino empeorar las cosas. Uno tiene que acercarse a ella desde un ángulo, verla desde el costado, sacarle el mejor provecho posible de lo que ha quedado. Lo intenté, pero no pude captarlo y miré a Helena, que ya se encogía de hombros.
Entonces brotó de la nada, como el cromo que reluce entre los bordes desgarrados del metal de un coche después de un accidente.
Me había vuelto y visto al hombre de pie, bajo la luz de la farola. Empecé a correr, pero me detuve, sabiendo que no podía escapar de él. Por extraño que pudiera parecerme ahora, retrospectivamente, yo era un muchacho rápido, capaz de saltar sobre vallas y de regatear como un pollo. Él estuvo repentinamente más cerca, pero los pasos que pude escuchar no fueron los suyos, sino los míos, como ecos de algo que ya había sucedido, como sí las cosas se presentaran en un orden incorrecto y la causalidad se estuviera descomponiendo.
Y entonces él estuvo directamente allí, a un metro de distancia, mirándome desde su altura. Vi su rostro por primera vez: no era hosco, pero tampoco era un rostro habitual.
—Rápido —me dijo—. Ven.
Vi a seis hombres que se aproximaban desde el otro lado de la calle, donde había aparcado un coche plateado. Todos iban vestidos de la misma manera y caminaban al unísono. No me parecieron correctos. Tampoco es que me parecieran malos, no era eso, pero yo sabía con quien preferiría marcharme.
El hombre me tomó por el brazo y yo dejé que me arrastrara sobre la calzada, sin dejar de mirar atrás, hacia los otros hombres, y preguntándome por qué no corrían. Podrían habernos alcanzado sí hubieran querido, pero en lugar de eso ahora parecían avanzar más lentamente, aunque sus movimientos daban la impresión de ser los mismos.
Tuve que volverme de nuevo para no caer y vi que algo extraño estaba sucediendo. La calle centelleaba, como sí alguien hubiera encendido un millón de diminutos puntos de luz incrustados en los poros del asfalto; y también había luces raras en el cielo, extrañamente configuradas, moviéndose. Ahora, había dos personas delante de nosotros, en la acera; estaban allí, simplemente, de píe, como sí esperaran a que pasáramos. Permanecían inmóviles, pero sus figuras un tanto encorvadas me parecieron un poco familiares. Entonces me di cuenta de quiénes eran.
Mis abuelos, por parte de mí padre, los que ya habían muerto. A medida que nos acercamos, empezaron a moverse, como una película que se pusiera en movimiento: la abuela sonrió y el abuelo extendió los brazos hacía mí. Pude ver el vello del dorso de la mano, las características manchas hepáticas, y levanté la mirada para observar su cara aguileña y los pocos cabellos grises, peinados hacia atrás.
Incluso a aquella edad ya sabía que no se trataba de simples imágenes. Estaban realmente allí. No experimenté el menor temor, como me ocurriría si viera ahora lo mismo. Sólo pensé: «¡Qué fantástico! Podré decirle a mi padre que están bien». Luego pasamos ante ellos y todo era blanco. El mundo se apagó, como una luz, y me encontré en alguna otra parte. No es que no pudiera recordar lo que ocurrió, sino que simplemente no existía. Había desaparecido; era diferente; estaba en alguna otra parte. El recuerdo, para bien, se detuvo allí.
Al desvanecerse, observé una panorámica de gris verdoso y hielo, como si se tratara de algo que cruzara a lo largo del camino de vuelta al presente. Escuché una voz y me di cuenta de que era la de Deck. Hablaba en voz baja, tranquilizadoramente. Por un momento, tuve miedo, experimenté una sacudida y quise fumar un Kim. Pero, sobre todo, deseaba que acudiera alguien para matarnos o para dejarnos en libertad.
Entonces me encontré nuevamente de pie en la esquina del patio de la escuela, a corta distancia de la farola. Parpadeé y me estremecí, dándome cuenta de que había regresado al mundo real, de que había vuelto a mi tiempo.
Y de que no estábamos solos.
Helena estaba a dos metros de distancia, apuntando firmemente con el revólver a un hombre que se hallaba de pie bajo el resplandor de la luz. Ahora lo reconocí apropiadamente. Tenía el mismo aspecto que tuvo en aquel entonces y el que había tenido en el restaurante y en el despacho de Hammond. Su aspecto era calmado, su actitud nada temerosa, como si estuviera más allá de todo.
—No te preocupes, Helena —le dije—. Es uno de los nuestros.
15
Intentó usted regresar —dijo el hombre.
—No, intenté recordar.
—Es lo mismo.
—¿Dónde están mis amigos?
—Están allí. Los recuerda, ¿verdad?
—¿Cómo puedo conseguir que regresen?
El hombre se encogió de hombros.
—Debería volver usted a Los Ángeles. Es posible que pueda ayudarle, pero también es posible que no. Hay muchos más que son como! ellos, en comparación con los que son como yo.
—Pero ustedes son más poderosos, ¿verdad?
—Eso sólo es una palabra. Pero las cosas no siempre funcionan de ese modo.
Helena, que no dejaba de apuntarle, se volvió a mirarme.
—¿Alguna posibilidad de que me presentes, Hap? Tus habilidades sociales siempre fueron bastante rudimentarias.
—Lo siento —dije—. Helena, este hombre es un alienígena.
—Gracias —dijo ella, que se volvió a mirarlo—. Muy bien, alienígena, o como quiera llamarse, ponga las manos donde pueda verlas bien. [
El hombre enarcó una ceja, pero se sacó lentamente las manos de los bolsillos y las levantó.
—¿Hace eso que se sienta más segura?
—No me venga con paternalismos o le vuelo la cabeza.
—Helena —le dije con suavidad—, no creo que esta sea la mejor forma de actuar.
Ella dio una patada en el suelo.
—Este tipo ha surgido de la nada, Hap. Y ya sabes cómo detesto yo esa clase de cosas.
—No surgió de la nada, sino de mí memoria.
—Los recuerdos sólo existen en las mentes de las personas, Hap.
Sólo son pequeños fogonazos de electricidad que destellan en una mezcla de gelatina.
—No es así —dije con un movimiento negativo de la cabeza. Miré al hombre y le pregunté—: ¿Verdad?
—Desde luego que no —admitió él.
—Entonces ¿por qué no puedo recordar haber estado allí? ¿Por qué no puede recordarlo nadie cuando regresa?
—Es imposible. Sería como tratar de escribir con un rotulador negro sobre un papel negro.
—Sí, muy bien, muy fantasmagórico —barbotó Helena—. Hap, ¿qué quieres que haga?
—Para empezar, guarda ese arma —le dije—. De todos modos, no serviría de nada. Él no está aquí en realidad.
—Hap, ¿no te habrá puesto tu madre algo raro en la limonada?
—Debería hacerle caso —intervino el hombre—. Tiene razón y, tarde o temprano, va a descubrir de qué está hablando.
—No lo trate tampoco de ese modo tan paternalista —le espetó Helena—. Eso únicamente puedo hacerlo yo.
Avancé un paso más hacia ella, de modo que estuvimos juntos y ella descendió lentamente el arma. Habrían tenido que conocerla tan bien como yo para comprender que se sentía muy asustada.
—¿Cómo es posible que haya podido escuchar lo que estaba diciendo Deck, si no puedo estar allí? —pregunté.
—Porque este es un caso especial —contestó el hombre—. Debido a lo que lleva usted en su cabeza. Nunca ocurrió antes. Es un caso para ser registrado.
Aquello no tuvo mucho sentido para mí, pero presioné de todos modos.
—¿Cuál es el gran trato por lo de Hammond?
—Tenían planes para él. Laura Reynolds se los estropeó.
—¿Qué clase de planes?
—No me creería si se lo dijera.
—Pruebe a ver. Poseo un alto umbral de credibilidad.
—Agradezca que fracasaran. No era correcto.
—¿Para qué? ¿Tienen acaso la intención de invadirnos?
—¿Por qué querríamos hacer una cosa así?
—¿Por qué abducen a personas? ¿Qué es lo que consiguen con eso, aparte de darles un susto morrocotudo?
—Nada —contestó él con un encogimiento de hombros—. Es un juego. Un juego en el que yo ya no participo.
—Muy bien por su parte, pero eso es una solemne estupidez, porque me abdujo a mí.
—De eso hace mucho tiempo. ¿Se lo pasó usted tan mal?
—No puedo recordarlo.
El hombre habló entonces con rapidez y firmeza.
—Y nunca lo recordará, señor Thompson. Así es como son las cosas y no se pueden cambiar. No es algo que haya decidido yo. Así que déjelo como está. Lo comprenderá pronto, pero para entonces estará muerto y ese conocimiento no le servirá de gran cosa.
—¿Es eso una amenaza?
—Desde luego que no. Yo no quiero que usted muera. Tengo un interés personal por usted: nos conocimos cuando era usted muy joven y tenía la posibilidad de comprender. No puedo ayudarle con eso. El acto de decirla convierte la verdad en mentira, debido a todos los filtros por los que tiene que cruzar. Ven ustedes a través de los velos, a la espera de que el viento los aparte a un lado, no describiéndolos. Eso es lo que tratan de hacer los otros, y no puedo estar de acuerdo con ello. Eso no hará más que empeorar las cosas.
Helena se volvió a mirarme y juntó las manos.
—Oh, qué encantador. Ahora resulta que asistimos a un seminario. ¿Estás tomando notas?
Ignoré su sarcástico comentario.
—Conocía usted el nombre de Travis cuando estuvo en casa de Hammond. De modo que también sabe lo que le ocurrió realmente a éste y debe de saber que intentó descifrar lo ocurrido.
—Tengo las manos atadas —dijo el hombre—. No soy precisamente de por aquí. Eso es algo que tiene que dilucidar usted. Y si quiere mí consejo, será mejor que empiece a darse la vuelta… ahora.
De repente, escuché el sonido de unas ruedas sobre el asfalto. Eché rápidamente un vistazo calle abajo, hacia donde estaba el coche alquilado, y vi un Lexus rojo que se dirigía hacia él. El coche se detuvo y dos hombres bajaron de él. Incluso desde la distancia, me di cuenta de que eran terrícolas y que llevaban armas. Los hombres miraron en el interior de nuestro coche, comprobaron que estaba vacío y luego levantaron las miradas y nos vieron.
Al volverme a mirar a Helena, ella ya había desenfundado otra arma, y tenía ahora una en cada mano. Estaba sola.
—¿A dónde se ha marchado él? —pregunté, desconcertado.
Todavía me daba vueltas la cabeza después de intentar averiguar qué trataba de decirme aquel hombre, y también a causa del pequeño e inútil alivio de que por lo menos hubiera alguien que pareciese tener alguna clase de autoridad y se mostrara convencido de que yo no había matado a Ray Hammond.
—Simplemente, desapareció —contestó ella—. Qué estúpido.
Observamos juntos a los dos hombres, que se aproximaban, al tiempo que desenfundaban de las sobaqueras. Eran matones estándar, de hombros cuadrados, configurados desde hacía tiempo por sesiones de levantamiento de pesas, pero con estómagos abultados causados por las excesivas cervezas tomadas recientemente.
—¿Qué te parece? —le pregunté a Helena, mientras sacaba mí propia arma e introducía una bala en la recámara—. ¿Crees que esto puede arreglarse con una conversación amistosa?
La primera bala pasó silbando justo entre los dos.
—Lo dudo —contestó ella, y empezó a disparar.
Al principio, los hombres aguantaron sus posiciones, evidentemente convencidos de que tenían que vérselas con un par de aficionados, en lugar de sólo con uno. La mayoría de la gente falla una buena proporción de los disparos que hace, sobre todo a veinte metros de distancia. Helena no. Helena no falla aunque le vendes lo ojos y la coloques cerca del blanco al que apunta.
Eso no tardó en quedar claro y los dos hombres saltaron en direcciones diferentes, como una ola partida por una roca. Uno saltó sobre la verja del patio de la escuela. El otro se deslizó tras un coche.
Helena siguió disparando mientras nos ocultábamos tras otro coche cercano.
—Menuda jodida ayuda que nos presta tu amiguito —murmuró ella, mientras nos acuclillábamos y recargábamos nuestras armas.
Miré más allá del extremo del guardabarros: uno de los matones trataba de arrastrarse hacia nosotros, tras su propio escudo.
—Me indicó el código de los registros de Hammond —le dije haciendo un disparo.
El hombre desapareció con mucha rapidez.
—Sí, pero ¿por qué hizo eso? ¿Qué le va a él en esto?
Se produjo un estallido cuando una bala voló la ventanilla trasera del coche. Helena se volvió y disparó dos veces hacia la verja.
—No lo sé —contesté.
—¿Y quiénes son estos tipos?
—Tampoco lo sé. ¿Por qué no vamos a averiguarlo?
Nos pusimos en píe y salimos cada uno por un lado del coche, escupiendo balas. Yo seguí disparando mientras corríamos; escuché un grito desde el otro lado de la verja y vi a Helena efectuar una maniobra para lanzarse sobre ella. Dejé de disparar por un momento, con el arma apuntada a unos quince centímetros por encima del portamaletas del coche. Esperaba que el tipo aguardaría un segundo antes de aparecer, imaginándose que yo debía de estar recargando. Me equivoqué. Aquel tipo había decidido que ya tenía más que suficiente. Se levantó de pronto y echó a correr, efectuando una carrera rápida sobre el asfalto. Corrí tras él, pero me llevaba demasiada ventaja e iba a poder llegar hasta su coche antes que pudiera darle alcance.
Apunté cuidadosamente y le alcancé en el muslo. El impacto hizo que su pierna aleteara alrededor de sí mismo y efectuara un giro bastante complejo y artístico que terminó por enviarlo estrepitosamente contra la verja.
Sostuvo el arma y trató de colocarla en posición de disparo, pero yo ya estaba sobre él.
—Podrías hacerlo —le dije—, pero yo también podría volarte la cabeza. No sé cuánto te pagan por esto, pero tendría que ser mucho para que te arriesgaras a tanto.
—Que te jodan —exclamó e hizo un esfuerzo por apuntarme.
Le lancé una patada contra la muñeca, que conectó y envió el arma tintineando sobre el asfalto. Si alguna vez tengo un hijo, le voy a decir que procure practicar bien esto de dar patadas. Realmente, vienen muy bien.
—Esperemos un momento y veamos qué le ha ocurrido a tu compinche, ¿quieres? —le dije—. Puede ayudarte a estructurar tus respuestas siguientes.
Permanecí sujetándole la mano con el pie y esperé a Helena, que regresaba hacia nosotros.
—Está muerto —dijo con pesar—. Lo siento.
—¿Lo ves? —le dije al tipo del suelo. Pude darme cuenta de que el j dolor del muslo empezaba a darle duro—. Tienes suerte de haberte topado conmigo. Podría haber sido fácilmente al revés.
—Que le den por culo a tu madre.
—Qué encantador —dijo Helena.
—¿Quién te envía? —le pregunté al tipo.
—Que te jodan.
—Realmente, se muestra muy descortés, ¿verdad? —dijo Helena.
Manteniendo el pie donde estaba, sujetándole la muñeca, me incliné y le registré los bolsillos de la chaqueta. Saqué una cartera. No había permiso de conducir, pero sí una tarjeta. Era de REMtemps.
De repente, me sentí harto del tal Stratten, de alienígenas que disparan y prácticamente de todo lo demás.
—¿Cómo me has encontrado? —pregunté, y le propiné una patada en el estómago—. ¿Cómo?
Helena extendió una mano hacia mí, pero yo me la quité de encima con un rápido forcejeo, con la visión nublada por la furia. Le di al tipo una patada en la pierna y luego lo agarré por la chaqueta. Lo levanté del suelo y le gritó a la cara.
—¿Cómo demonios me has encontrado?
Me escupió y sonrió burlonamente. Lo mantuve sujeto y le di un puñetazo en la cara con la otra mano.
—Me lo vas a decir —le aseguré desde muy cerca—, y sí tiene algo que ver con mis padres, será lo último que digas en tu vida.
—Esta vez no los necesitamos —dijo el tipo, sonriendo. Un hilillo de sangre le brotó por la nariz—. Hay mucha gente que quiere cazarte. Pero la próxima vez… Bueno, ahora ya sabemos dónde viven.
Lo dejé caer hacia atrás, hasta el suelo y saqué el revólver.
—Hap, no lo hagas —se apresuró a decirme Helena—. No lo hagas.
—Quiero que le lleves un mensaje a Stratten —le dije al tipo, arrojándole su pase de seguridad sobre el pecho—. Un mensaje muy sencillo. Estoy hasta los huevos de que me persigan, me disparen y traten de joderme de todas formas, y o Stratten se aparta de mi camino o voy a por él.
Las sirenas de la policía sonaron en la distancia, acercándose a nosotros. Supongo que los residentes de Cresota Beach no están acostumbrados a los tiroteos. En Los Ángeles sólo tienen que encender la tele.
—Lo único que le voy a decir a mi jefe es que te voy a matar y a dejar tan muerto que será como si nunca hubieras vivido —dijo el hombre, en voz muy baja y seria—. Y que además me cargaré a tu familia sin cobrar extra.
—Equivocaste la respuesta, amigo —le dije, y le disparé directamente a la cabeza.
Llamé a mi padre en cuanto llegamos a la A1A. Se tomó la noticia estoicamente; o bien mi madre ya le había dicho algo o lo había adivinado por su cuenta sin decirle nada a nadie, como era habitual. Los padres también son extraños. Funcionan de formas misteriosas. Uno cree que no tienen ninguna pista de lo que sucede y un buen día emprendes un viaje y ellos ya están allí, preparados para alcanzarte.
Después, apreté el acelerador a fondo y me dirigí a Jacksonville, mientras Helena se mantenía en silencio en el asiento del pasajero.
Entré a toda velocidad en Híghwater, frené el coche frente al edificio de REMtemps y ya había abierto la puerta y estaba a punto de bajar cuando Helena me sujetó por el brazo y me retuvo. Acercó su rostro al mío y habló muy claramente.
—No puedes hacer esto —dijo—. No puedes entrar ahí y matar a Stratten.
—No voy a matarlo.
—Ya le has enviado tu mensaje. Ahora, déjalo.
—No voy a matarlo. Yo no mato a las personas. Ese es trabajo tuyo, ¿recuerdas?
Sus ojos relampaguearon, enfurecidos.
—Que te jodan. ¿Qué ocurrió entonces allá, en la escuela?
—Sabes muy bien lo que ocurrió y tú, precisamente tú, deberías comprenderlo. Oíste lo que dijo el tipo y yo lo creí. Además, si lo hubiéramos dejado con vida para que la policía lo encontrara, nos habríamos encontrado con un helicóptero disparándonos mientras hablábamos. Y, francamente, no consigo que me importe una mierda alguien cuyo trabajo consiste en matar gente.
—¿Incluyéndome a mí?
—Eso lo eliges tú, no es problema mío. Ahora voy a entrar en este edificio y puedes ayudarme, quedarte aquí sentada o regresar junto a tu jodido novio en Los Ángeles y alejarte de mi vida. Me importa un bledo lo que hagas. Stratten sabe que no estás cumpliendo con el contrato. De otro modo no vigilaría los aeropuertos ni habría enviado a esos tipos a buscarme. Tú estás fuera de esto. No tienes por qué quedarte a mí lado y cuidar de mí como una niñera. También puedes dejar que el viejo Hap cometa sus propios errores.
Helena me soltó y me empujó fuera del coche. Bajé, di un paso y me volví.
—Mira, Helena. Lo siento, pero mi situación no es nada halagüeña: o me pelan o voy a la cárcel. No tengo gran cosa que perder, excepto las dos únicas personas que me importan y que ya han desaparecido. Laura se cavó su propia tumba, pero Deck sólo tiene problemas por mi causa. Quiero recuperarlos antes de que me suceda algo, porque soy la única persona a quien le importan algo. Estoy harto de que me empujen de un lado a otro, y Stratten va a ser el primero en recibir la noticia.
Ella se quedó un momento sentada, respirando profundamente. Luego me miró y vi en sus ojos algo que ni siquiera me había dado cuenta de que faltara.
—Has cambiado —me dijo.
—No tanto como tú.
—Veremos —dijo, mirándome un momento más. Luego, asintió con un gesto brusco—. Está bien, vamos a joderle el día a ese tipo.
Sabrina estaba sentada tras la mesa de despacho, en la recepción de REMtemps, lo que me alegró sobremanera. Todavía mejor fue la forma en que dejó la boca abierta, lo que demostraba que estaba al tanto de lo que ocurría, y que había contribuido a informar a Travis de que yo había llamado desde el Applebaum. Comprendió en seguida que Hap Thompson no estaba allí para pedir prestados unos sujetapapeles. Por un momento, sus ojos parpadearon con una expresión de pánico y luego se mantuvieron fríos.
—Sería un enorme error llamar a los de seguridad —le aconsejé—. De veras. Para empezar, la mayoría de ellos están muertos.
—¿Qué quiere? —preguntó gélidamente.
—Quiero hablar con Stratten. Y, sencillamente, no voy a aceptar una negativa por respuesta.
—No puede —contestó.
—¿Lo ves? Ya empezamos —le dije con una sonrisa burlona—. Creía haberme expresado con meridiana claridad y ya empiezas a decirme «no». ¿Qué te parece, Helena? ¿Está siendo obtusa o es que sólo es una estúpida?
Helena enarcó una ceja y dirigió a Sabrina una buena mirada.
—Yo diría que es obtusa. ¿Y qué demonios se ha hecho con el pelo?
Me apoyé sobre la mesa, impidiéndole a Sabrina que viera a Helena.
—Intentémoslo de nuevo. Dile a Stratten que salga o comienzo a desmantelar las paredes y el techo, empezando por la parte que está encima de tu cabeza.
—No puede hablar con él —dijo, con voz un tanto temblorosa—. No está aquí.
—Supongo que te darás cuenta de que voy a registrar todo el lugar, a comprobar cada habitación y a causar muchos problemas, ¿verdad? ¿Tenéis a algún cliente importante aquí, de consulta? ¿Quieres que compruebe si ellos saben dónde está?
—Mire, señor Thompson, realmente no está aquí.
Ahora estaba pálida y era evidente que decía la verdad.
—¿Dónde está entonces?
—No se lo puedo decir —contestó al tiempo que se le contraía la piel por debajo del ojo izquierdo.
—Oh, sí, claro que puedes. Utiliza palabras. Las comprenderé.
—Realmente, no puedo. El… —Tragó saliva con dificultad y me di cuenta de que probablemente no era yo quien la asustaba tanto—. Me haría daño
—Sólo tienes que decírmelo, Sabrina, si no quieres sufrir daño de todos modos.
Me miró con un vestigio de desafío.
—Es posible que sea usted un estúpido, pero nunca haría daño a una mujer.
—No —admití—, probablemente tienes razón. —Me hice a un lado para dejar que viera a Helena, que sostenía un revólver apuntado directamente a su corazón—. Pero créeme, ella sí que te lo haría.
Casi con toda seguridad ninguno de ustedes ha mirado el cañón de un revólver sostenido con firmeza por Helena, pero les puedo afirmar que apunta realmente a la mente. Hay algo en esa visión que deja bien a las claras que ha llegado el momento de ser muy complaciente.
—Está en Los Ángeles —dijo Sabrina rápidamente—. No sé dónde. Hizo la reserva él mismo.
—¿En Los Ángeles? —pregunté, mirándola fijamente.
Ella asintió febrilmente, ávida de pasar aquel mal trago.
—Se marchó allí a finales de la semana pasada. He estado desviando sus llamadas para que pareciese que las hacía desde aquí.
—¿Y qué demonios está haciendo allí?
—Eso no lo sé.
Helena quitó el seguro del arma.
—Haz un esfuerzo mayor, muñeca… o lo sentirá tu permanente.
—¡No lo sé! Sólo dijo que era un asunto de negocios.
En ese momento comprendí finalmente cómo lo había preparado todo. Bajé la cabeza, y deseé haber sido más listo, haberlo comprendido varios días antes. Debe de ser magnífico eso de ser muy inteligente. Tiene que conseguir que todas las cosas parezcan mucho más fáciles.
—¿Significa eso algo para ti? —me preguntó Helena, que me miraba.
—Sí —contesté—, significa algo. Muy bien, Sabrina, nos marchamos ahora, para que puedas seguir siendo descortés con la gente que te llame por teléfono. Pero quiero que me hagas un favor, ¿de acuerdo?
Sabrina ya no parecía Sabrina. La dureza de su rostro había desaparecido por completo y sus labios no estaban tan firmemente apretados. Estoy seguro de que el cambio era sólo temporal, pero no por ello dejaba de suponer una mejora. Sólo deseaba que no hubiera tenido que sentirse tan asustada para ser más humana, pero imagino que a muchos de nosotros nos pasa igual.
—¿Qué?
—Cuando llame Stratten, dile que sé de qué negocio se trata y que ya va siendo hora de terminar.
La azafata encontró nuestros asientos con bastante rapidez. Nos entregó a ambos un puñado de miniaturas y nos dejó. Ocupamos un par de asientos sobre el ala, pero podríamos haber dispuesto de toda una hilera sí hubiésemos querido. Evidentemente, no era mucha la gente que deseaba viajar desde Jacksonville a Los Ángeles a aquella hora de la noche.
—Bueno, ¿me lo vas a explicar de una vez, sabelotodo? —preguntó Helena mientras picaba de los cacahuetes gratuitos.
Para entonces ya llevábamos casi una hora de vuelo, rodeados por pequeñas ventanillas ovaladas de oscuridad. Había dedicado todo ese tiempo a conjuntar las piezas en mi cabeza, a tratar de discernir cómo cambiaba eso la situación. Teníamos previsto aterrizar en Los Ángeles a las nueve de la noche hora local; uno de mis dos días casi había pasado con muy pocos resultados.
—Stratten mantenía negocios con Hammond —contesté—. Como probablemente los mantiene con gente situada en todas las grandes ciudades del país. Ha conseguido que el negocio de los recuerdos sea un coto cerrado. Son muchas las personas adineradas que utilizan los servicios de REMtemps, y algunas de ellas tienen que utilizar también los servicios de recuerdos. Aunque los receptores no saben quiénes son los clientes, Stratten sí lo sabe y registra todo recuerdo que cruza por una de sus máquinas, incluidos los que, en opinión de los clientes, son totalmente desconocidos para REMtemps. Se mantiene vigilante para detectar cosas que le permitan chantajear a sus clientes, y luego envía a un compinche local a las personas que los han vertido, en nuestro caso, Hammond.
Helena asintió con un gesto.
—Hace seguir al cliente, obtiene más pruebas del material que éste no quiere que se dé a conocer y luego efectúa su jugada: o nos pagas o tu carrera se va al traste.
—Debería haberme dado cuenta antes. Había una anotación extraña en el expediente de Schumann, algo que ocurrió hace mucho tiempo. No creo que Hammond lo supiera a través de ningún testigo. Creo que Stratten le pasó esa información.
—Pero ¿no sospecharían los clientes cuál era la fuente de la filtración?
—No si él actuaba de un modo lo bastante inteligente y se aseguraba de que la extorsión estuviera explícitamente vinculada a material que Hammond descubría después de haber obtenido una pista a través del recuerdo. Quizá alguno de ellos terminó por sospecharlo. Jamison me pareció algo furtivo cuando le pregunté si tenía alguna idea de por qué Hammond lo había descubierto. Pero, en cualquier caso, para entonces ya sería demasiado tarde y, de todos modos, a Stratten no le importaría. Los tendría atrapados de todos modos, porque el vertido de recuerdos es ilegal y podía conseguir más dinero chantajeándolos de lo que cobraba por el servicio.
—Es entonces cuando Laura mata a Hammond y todo se va al traste.
—Stratten no tenía a nadie más allí, así que viajó a Los Ángeles, limpió el apartamento de Hammond y dejó que las víctimas imaginaran que el negocio continuaba como siempre. La mayoría de ellos se plegaron a la nueva situación, pero Schumann decidió que ya no podía soportarlo más, y se suicidó. Mientras tanto, Stratten quería que la muerte de Hammond se solucionara lo antes posible, porque cuanto más anduviera indagando por ahí Travis, tantas mayores probabilidades tendría de descubrir en qué andaba metido Hammond. Cuando Quat le hace saber que he metido la cabeza en el asunto, comprende que esa es su oportunidad perfecta. Carga el muerto sobre mis espaldas y caso cerrado.
—Tienes que contarle todo esto a Travis.
—Lo haré —asentí, mirando por la ventanilla. Evidentemente, pasábamos sobre una ciudad, pues pude ver unas pocas luces allá abajo, como anuncios de la civilización—. Lo llamaré dentro de un momento, y también a Jamison; le diré que quizá sea mejor que vigile. Pero no creo que Travis pueda ayudar. Stratten es demasiado poderoso como para quitarlo de en medio, a menos que tengas algo muy específico contra él, y es demasiado listo como para haberse expuesto de ese modo. Probablemente es Quat o cualquier otro bastardo el que se encarga ahora de extorsionar a los clientes, mientras que Stratten tendrá una coartada hasta con el Papa.
—¿Cómo encajan en todo esto los tipos de los trajes grises?
—Sigo sin saberlo. Ya escuchaste a ese alienígena: tenían planes para Hammond. Sólo Dios sabe qué habrá querido decir.
—¿Era realmente un alienígena ese tipo? —preguntó Helena con un bostezo.
—Sí —le contesté—. Todos lo son. —Vacilé, tratando aún de reconciliarme con todo lo que había sucedido hoy—. El obelisco llegó finalmente. Me he pasado la vida riéndome de la gente que afirmaba haber sido abducida, y ahora resulta que yo soy uno de ellos.
—Hap Thompson, el chico del espacio —murmuró Helena, somnolienta—. No sé por qué, pero no me resulta tan difícil de creer. Ni siquiera por lo que se refiere a todo el asunto alienígena. No es tan difícil de concebir como me había imaginado.
—Quizá sea porque ha llegado el momento y, de algún modo, lo sabemos.
—Pero ¿cómo es que se parecen a nosotros? ¿Por qué no tienen esos ojos negros y esos pequeños cuerpos grises y dedos que se encienden en la oscuridad?
—Nadie puede recordar nada sobre lo que ocurre cuando son abducidos. Allí no hay recuerdos. Ni siquiera yo puedo encontrarlos y tengo muchísima más práctica que la mayoría de ellos. Así que cuando la gente regresa, tratan de llenar el vacío mental de la mejor forma que pueden. Se sienten asustados, así que echan mano de los grandes temores. Introducen entonces nebulosos recuerdos de operaciones que se les practicaron de niños, o proyecciones de cosas que temen que puedan suceder. Insertan imágenes distorsionadas de revistas, películas, libros. Hacen algo para llenar ese vacío, para fijar sus temores en algo concreto, porque eso siempre es mejor que no saber de qué se tiene miedo.
Helena se removió en su asiento y luego apoyó la cabeza sobre mi hombro.
—¿Y ahora qué?
—El alienígena nos dijo que regresáramos a Los Ángeles. Así que allá vamos.
—¿Cómo sabemos que lo que dice es cierto?
—Helena, él es lo único que tenemos.
El peso de su cabeza, la sensación de su cuello cerca del mío me resultaba un tanto rara y hacía que me sintiera extraño. Olí su cuero cabelludo, pude comprender la cantidad de espacio que ocupaba. De algún modo, las mujeres con las que había estado desde entonces siempre me parecieron una fracción demasiado grande o demasiado pequeña. Uno de sus cabellos me cosquilleaba en la nariz, lo que habitualmente me saca de mis casillas. Ahora, sin embargo, no me moví, del mismo modo que uno no se mueve cuando se está sentado, abrazando a alguien y se siente tanto dolor en los brazos que parece como si fueran de fuego. Algunas cosas, sin embargo, merecen el precio que se tiene que pagar por ellas; quizá no para siempre, pero sí al principio.
El avión cruzó por una pequeña turbulencia, lo que provocó unos pequeños gritos desde el fondo de la cabina. Para entonces ya se habían pagado las luces principales, dejando únicamente los pequeños haces de luz por encima de las ventanillas. Tarde o temprano acudiría una azafata para pedir a los pasajeros que bajaran las persianas de las ventanillas, a lo que yo me negaría, tomo siempre. Me encanta estar en el cielo, ser transportado en mi tenso tubo de metal y protegido por su física de esa otra física que dice que todas las cosas deben caer. Me gusta mirar por la ventanilla hacia la oscuridad, salpicada allá abajo por los destellos ocasionales de luz que proclaman: «Sí, aquí abajo hay alguien. Hay cosas vivas en esta pelota de roca y aquí es donde estamos. Tenemos moteles y televisión por cable y hamburguesas de queso a precios razonables. Venga a visitarnos».
—¿Qué es esto? —murmuró Helena.
Su mano se posó contra mi pecho y sus dedos siguieron un trazo sinuoso en mi piel, a través de mí camisa. Era un pequeño círculo, justo por debajo de la clavícula.
—Una cicatriz —contesté.
—No la recuerdo —dijo ella, y luego se quedó muy quieta, antes de volver la cabeza para mirarme.
—Sí —asentí—, es de aquel entonces.
—Hap, lo siento tanto.
Estaba muy bien que lo sintiera, pero nunca había visto una expresión de tanto pesar compacto, y tampoco quería verlo ahora.
—No te preocupes —le dije.
Nos miramos un momento a los ojos, con los suyos tratando de dilucidar si hablaba en serio, y los míos buscando qué había realmente en su rostro. Siempre había creído que amar a alguien era como estar en una carretera por la que sólo se transita una vez, y que después de haber tomado por un desvío equivocado, uno tiene que volver la espalda y seguir el camino.
Ahora, sin embargo, ya no estaba tan seguro de eso.
El momento se dilató más y más. Helena parpadeó, muy lentamente. Hubo algo extraño en el movimiento, pero no pude averiguar qué era. Mis pensamientos parecían borrosos y confusos, como si trataran de captar los fenómenos habituales y no los encontraran, impotentes y empantanados a la vista de algunos datos que eran incapaces de utilizar.
Por el rabillo del ojo vi a la auxiliar cié vuelo de pie a unas pocas filas más allá, en el pasillo. Estaba inclinada y hablaba con alguien, pero sus labios se movían demasiado lentamente y no pude escuchar lo que estaba diciendo.
Luego, el avión se estremeció de nuevo, aunque esta vez nadie gritó. Por la ventanilla, observé que las luces que había observado antes estaban ahora mucho más cercanas. O el avión se iba a estrellar, lo que parecía improbable o algo ascendía a nuestro encuentro.
Intenté gritar…, sin saber a quién o qué. El sonido brotó de mi garganta, pero murió antes de que hubiera podido desplazarse. La luz estaba cambiando en la cabina, recordándome la forma que había adquirido en el despacho de Hammond, pero seguro que esto no estaba causado por algo que uno pudiera comprar en Radio Shack.
Escuché el más débil susurro de un grito. Era Helena. En la cabina, nadie más parecía haberse dado cuenta de lo que estaba ocurriendo. Ella sí, y tenía miedo.
La rodeé con mis brazos y la sostuve, apretándola contra el peso del aire, con mis labios contra su oreja, asegurándole que todo saldría bien, que no pasaría nada. Mi visión empezó a descomponerse, como si alguien hubiera aumentado la intensidad de la luz y más allá de ella no
Luego, ni siquiera pude ver las sombras y todo desapareció.
TERCERA PARTE
SER VISIBLES
16
Recibí la mayor parte de lo que se me vino encima en un atónito instante. El resto penetró rugiente para apoyarlo, apenas unos segundos más tarde, como la película de alguien que borra una imagen, pero rebobinando hacia atrás. Surgió como manos que golpearan en una puerta de cristal opaco, en cuanto el mundo se volvió blanco:
Laura tenía quince años cuando Ray Hammond entró en su vida. Vivía con sus padres en una gran casa cuya parte trasera daba a un bosque, justo por encima de un valle escarpado pero poco profundo que conducía a una corriente. Los vecinos más cercanos estaban a cien metros más abajo, por el cañón; eran los Simpson, que a ella le caían bien, aunque no a su madre. Laura no abrigaba ningún sentimiento fuerte respecto de los mayores de entre los Simpson, pero no le gustaba mucho su hijo, que era feo y cuyos ojos, cada vez que se encontraban, dejaban bien claro que hubiera preferido verla desnuda. El padre de Laura trabajaba en la ciudad y ganaba mucho dinero. Poseía una buena constitución física y reía mucho. Mónica Reynolds era muy delgada y cada día acudía al gimnasio; era una de esas mujeres asustadizas que permanecen haciendo ejercicio en la cinta sin fin durante una hora, caminando sobre ella con una concentración asesina, antes de colocarse delante de un espejo para levantar pequeñas pesas un millón de veces. Laura la acompañó una vez y pensó que su madre parecía una máquina más que el mismo equipo que estaba utilizando. Cuando no trataba de perder un peso inexistente, se dedicaba a decorar. A pesar de que el dormitorio de sus padres había sido decorado el año anterior, su madre ya planeaba decorarlo de nuevo. A Laura le parecía una pena porque le gustaba tal como estaba: las paredes eran un torbellino de colores marinos, con débiles azules, verdes y púrpuras, y así se lo dijo a su padre, que se limitó a encogerse de hombros y luego le contó un chiste.
Cuando Laura regresaba a casa de la escuela, dejaba la bolsa y los libros en la cocina y se preparaba un bocadillo. Los bocadillos eran generalmente bastante aburridos, a base de ensalada y queso con bajo contenido en grasa; su madre no aprobaba la carne, el chocolate o cualquier otra cosa que fuera agradable al paladar. Laura se sentía silenciosamente impresionada por la forma en que su padre se las arreglaba para mantener el peso y únicamente asumía que debía de ser absolutamente frugal en las comidas.
Tomaba el bocadillo y se dirigía a la parte de atrás de la casa, se deslizaba a través de la verja y caminaba por el bosque. Era sólo un pequeño bosque, nada mágico y raras veces fingía que lo fuera. No había necesidad. Era, simplemente, más agradable estar allí que en la casa, rodeada por el olor de la pintura, muestras de telas y de colores, donde todos ellos parecían iguales. Había un sendero que conducía hasta una corriente, donde se sentaba a comerse el bocadillo, escuchar el agua y observar a los pequeños bichos acuáticos realizar su trabajo. Le parecía un misterio por qué se molestaban en hacer nada. Apenas sí vivían el tiempo suficiente como para que mereciese la pena y sus cerebros eran demasiado pequeños para que recordaran nada de lo que habían hecho. En ese sentido, se parecían a los personajes de las telenovelas, con la diferencia de que los bichos no se habían sometido a cirugía plástica. Al cabo de aproximadamente una hora, su madre la llamaba para que se bañara. La voz de su madre era chillona. Nunca tenía ningún problema para escucharla, incluso en aquellos días que era menos clara de lo habitual.
Laura era bonita e iba bien en la escuela. Tenía los pómulos de su madre, mitigados por la sonrisa de su padre y era capaz de conseguir buenas notas tanto en inglés como en matemáticas. Tenía muchos amigos y sus padres se llevaban bien la mayor parte del tiempo. Todo se desarrollaba correctamente, como una más de esas vidas que tiene todo el mundo hasta un cierto punto, hasta que algo sucede en la imagen y todo se convierte en ruido.
Un día robaron en la casa y Ray Hammond fue el policía que acudió a investigar el robo. Se mostró capaz, tranquilizador y su actitud fue muy agradable. Permaneció de pie en el salón, tomando notas y consiguiendo que todo el mundo se sintiera mejor acerca de lo ocurrido, incluida la madre de Laura, que previamente había sufrido un ataque de histeria, a pesar de que no se habían llevado gran cosa y que la mayoría pertenecía a papá.
Nunca lograron recuperar lo robado, pero vieron más a Ray. Se relacionó bien con el padre de Laura e iba algunas noches, para sentarse con él en el porche trasero y tomar una cerveza. Laura deambulaba cerca y escuchaba y, a menudo, Mónica también estaba presente; Ray y el de Laura se parecían mucho, dos hombres que habían encontrado lo que les gustaba hacer y que deseaban seguir haciéndolo sin armar mucho jaleo. Pero Ray era un poco más joven, claro; alguna vez, la madre de Laura preguntó por qué no trataba de labrarse un porvenir, se presentaba al examen para sargento o pedía el traslado desde la oficina del sheriff al departamento de Policía de Los Ángeles. Al principio, Ray se echaba a reír y decía que la vida era demasiado corta; pero al cabo de un rato dejaba de reír y se quedaba sentado, pensando, con una expresión reflexiva.
Para entonces, claro está, Laura ya se había convertido en una experta en expresiones faciales de Ray. Tenía edad para eso, y Ray poseía esa colección de sonrisas y guiños que la inducían a ello. No la miraba como si la desnudara continuamente. Parecía más bien la clase de hombre que la invitaría a una a cenar en alguna parte donde pudiera lucir un bonito vestido y donde los camareros pudieran fingir que estaban contentos de que una estuviera allí. No era como los chicos de la escuela, silenciosos y detestables debido a las hormonas, rezumando necesidades tan rancias que una podía olerlas a diez metros de distancia, con rostros de expresiones astutas y calculadoras, excepto en los ojos, donde se percibían miradas asustadas. Ray parecía saber quién era y esa es la clase de persona que una desea que la quiera, a cualquier edad y especialmente cuando se es joven.
Pero era mucho mayor, claro está, y no reparó realmente en ella, así que Laura se pasó esa primavera sumida en remolinos de angustia. Ray venía de visita y hablaba con mamá y papá. A veces, le preguntaba cómo le iban las cosas en la escuela, y hasta parecía escuchar sus torpes respuestas. Laura traía las cervezas y vaciaba el cenicero; por regla general, a su madre no le gustaba que nadie fumara, pero en el caso de Ray lo toleraba, algo que a Laura le sorprendía. Los principios son los principios y la salud está muy bien cuando uno es mayor, pero sólo había que ver a Ray encender un cigarrillo y absorber la primera bocanada de humo para comprender que eso de fumar no sólo era para personas adultas, sino también algo extremadamente inteligente.
La vida continuó su curso. No es que la aparición de Ray en su mundo lo cambiara todo. Su madre seguía supervisando a los pintores, mientras que su padre seguía marchándose a trabajar y regresaba con las ropas oliendo a pizza. Laura hacía sus deberes, iba con las amigas y acudía a fiestas. La temporada televisiva llegaba y pasaba, el aire se hacía más cálido y los bichos acuáticos progresaban pacientemente a través de su ciclo vital. Pero recorriéndolo todo, como un rico hilo oscuro, estaban sus sentimientos, emociones que notaba que la hacían mayor, que configuraban su mente corno un plano de madera recién cortada.
El amor y la muerte son muy similares, porque son los momentos en a vida de uno en los que más se quiere creer en la magia, cuando se anhela un acto simbólico o una edición retrospectiva que pueda cambiar el mundo en el que se vive. Todo eso lo conozco muy bien. Cuando murió el gato que teníamos Helena y yo, salí a pasear a solas por la playa, un par de noches más tarde. Helena estaba en casa, sentada en un sofá todavía liberalmente cubierto con los pelos de una criatura que ya había dejado de existir. Nos habíamos consolado el uno al otro todo lo que pudimos, y ambos sabíamos que el tiempo era lo único que crearía una verdadera diferencia. Si pudiera conseguirse que cada uno de los pequeños guijarros fuera un segundo de tiempo y recogiera cinco, quizá podría utilizarlos de algún modo para cambiar los últimos cinco segundos de la vida de nuestro gato y darle la oportunidad de hacer alguna otra cosa que, simplemente, interponerse ciegamente en el camino de un coche. Sintiéndome como un idiota, pero sin importarme porque no había nadie a la vista y, probablemente, nadie lo sabría nunca, conté cinco guijarros. No sé por qué conté sólo cinco; fue una cifra que brotó en mi cabeza. Los apreté en la mano y traté de utilizar mi mente, lo mismo que hacía cuando era un muchacho y me pasaba toda la noche causándome dolores de cabeza al tratar de influir sobre la caída de una moneda tirada a cara o cruz. Por favor, le dije, a quien corresponda: que estos guijarros salven esa vida.
Al abrir los ojos no había cambiado nada, pero tampoco pude arrojar los guijarros, de modo que me los guardé en el bolsillo de los vaqueros. Aún hoy día siguen por ahí, en alguna parte, en la funda adornada que Helena irle había comprado. Cuando salí huyendo de Los Ángeles después de que ocurriera el episodio transvirtual, le pedí a Deck que fuera a mi casa para recoger mis cosas. Están guardadas en alguna parte y los guijarros yacen allí, secos y olvidados, sin que tengan significado alguno para nadie, excepto para mí.
Laura intentó hacer lo mismo, pero con un propósito diferente. Escribió cartas con besos al pie de la página y las ocultó en lugares especiales; observó los cielos y estableció pactos con las nubes; utilizó su encanto para conseguir un puñado de cigarrillos de un muchacho de la escuela, y los fumó a solas, junto a la corriente del bosque. Ella misma se sentía como un río, poderosa pero contenida en una caverna subterránea, buscando inexorablemente la fisura que la haría brotar finalmente al sol.
Y un día la encontró.
Ray estaba en la zona, después de haber intervenido en un accidente de circulación ocurrido a medio kilómetro. Pasó por la casa, por si había casualmente alguien, pero nadie contestó a su llamada. La madre de Laura había salido a consultar a uno de los que su padre llamaba «diseñadores posteriores». Papá aún estaba en el trabajo. Ray acababa de quedar libre de servicio y el día era muy caluroso y realmente le apetecía tomar una cerveza, así que prefirió quedarse por allí, a la espera de que llegara alguien.
Se sentó en la parte trasera de la casa durante un rato y entonces escuchó un sonido que procedía del cañón. Al principio lo desdeñó y luego se preguntó si no sería un intruso o alguna especie de animal, por lo que decidió ir a investigar.
Lo que vio al descender rápidamente por la ladera del valle no fue ninguna de aquellas cosas, sino a Laura. Estaba sentada en una roca plana, en medio de la corriente, mirando fijamente el agua, y fumando un cigarrillo, con evidente falta de experiencia. Sin que él lo supiera, Laura también repetía su nombre en silencio, siguiendo un ritmo complejo y empezaba a sentirse un poco estúpida por ello.
Entonces, levantó la vista y lo vio y, a pesar de todo lo que le sucedió más tarde, de cada entumecedora decepción y amargada noche, después de ese momento nunca dejó de creer en la magia. En cierto sentido, eso fue lo peor que le ocurrió: el mantener una expectativa perpetua que nunca se volvió a cumplir. Y durante el resto de su vida, hasta que lo asesinó catorce años más tarde, Ray Hammond nunca volvió a ver nada parecido a la escena en la que ella, allí sentada, levantó la cabeza para mirarlo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Ray, sintiéndose torpe, como si hubiera asumido una actitud demasiado profesional, como si sospechara que había estado planeando algo.
—Esperándote —contestó ella e inmediatamente se sintió como una imbécil.
La frase había sonado mucho mejor en su cabeza. Se echó a reír y todo estuvo bien.
—No, te lo pregunto en serio.
—Observando los bichos. Pisoteándolos de vez en cuando.
—No deberías hacer eso —dijo él, con una sonrisa sardónica—. Todas las criaturas de Dios son sagradas.
Laura sabía que lo habían educado religiosamente, pero que ahora no era muy creyente.
—¿Incluso eso? —preguntó, señalando la gruesa y babosa sabandija que vivía bajo la siguiente roca y que cada día ganaba su concurso de «criatura más fea de la corriente».
Ray le echó un vistazo.
—Bueno, posiblemente ese no —admitió—. Podría ser un representante del otro lado.
Se acuclilló ante la corriente, encendió un cigarrillo y charlaron un rato. Laura le parecía diferente cuando sus padres no estaban cerca. Como más madura y característica. Ella le habló de la corriente y de los animales que vivían en ella. Él la escuchó, se echó a reír y al cabo de un rato le ofreció un cigarrillo de su propio paquete. Al inclinarse ella hacia sus manos ahuecadas para encenderlo, cruzó una línea entre ellos y algo quedó sellado entre ambos.
Luego, escucharon el sonido distante de un coche que subía por el camino de acceso a la casa. Ray se despidió amablemente, arrojó la colilla a la corriente y se marchó para estar en compañía de otra persona adulta.
Laura guardó la colilla en una caja, junto a la mesita de noche y esperó su momento. Durante las próximas semanas siguientes, a Ray se le ocurrió ocasionalmente llegar a casa de los Reynolds un poco antes de lo que era su costumbre, y casi siempre encontraba a Laura allí, en la roca. Al cabo de un tiempo, si no la encontraba, se sentaba y la esperaba. Hablaban de diversas cosas, contemplaban la luz y, a veces, ella hacía que se sintiera incómodo ante su proximidad.
Incómodo porque sabía que había una cosa que no debía hacer bajo ningún concepto.
Hay un momento que reconoce todo el mundo. Un momento ordinario y corriente que, sin embargo, es la culminación de una prolongada y compleja partida de ajedrez para quienes participan en ella. Después de haber caminado muchos kilómetros por un terreno desigual, se llega repentinamente a una carretera. Uno se sienta en un ángulo ligeramente diferente con respecto al otro; es posible que la alteración sólo sea de un grado; el contacto visual es un poco más desviado, la mirada se utiliza para algo más que para ver. La gente parece algo menos separada entre sí y, especialmente, uno de ellos.
Finalmente, una tarde se besaron y el beso se prolongó; cuando Laura escuchó el sonido del coche de su madre, deslizó las manos sobre las orejas de Ray, para que él no lo oyera. Una vez que se han tocado los labios de dos personas, la relación entre ellas ya nunca puede volver a ser la misma. No se besaron en la siguiente ocasión, pero sí lo hicieron después. Ray no volvió a preguntarle cómo le iban las cosas en la escuela. Laura sabía lo que deseaba que ocurriese y lo lentamente que progresaría.
Deseaba que fuera correcto y perfecto. Quería que fuese como debía ser. De lo que cruzaba por la mente de Ray, no tenía ni la menor idea.
Una tarde estaba de pie junto a la corriente, esperándole. Llegaba mucho más tarde de lo habitual, lo que la ponía frenética, pues había decidido previamente que hoy sería un buen día para que ocurriese algo nuevo. Escuchó un susurro entre los arbustos, por detrás de donde se encontraba, una clase particular de sonido que creía haber escuchado antes, alguna de las veces que se habían besado.
Se volvió rápidamente y vio a su madre, alta y delgada.
—Pensé que sería mejor decirte que todo ha terminado, querida —le dijo su madre con aquella expresión de despreciable regocijo en su rostro—. ¿Por qué intercambiar saliva con un pegajoso insecto cuando hay una verdadera mujer dispuesta a chuparle la verga?
Y luego esto, mucho más rápido, como si nada importara realmente y ya hubiera sido consignado a las llamas:
Ella se lo dijo a su padre, pero éste no la creyó. En el fondo de su corazón, Laura sabía que era cierto, porque Ray nunca volvió a aparecer por la corriente, aunque la verdadera prueba no la tuvo hasta después. Fue más tarde cuando su padre resultó muerto en un accidente de tráfico, y mamá y Ray dejaron de mantener oculto lo que estaban haciendo. Laura sabía que no podían haber asesinado a su padre, porque cuando sucedió estaban sentados en el porche situado tras la casa, bebiendo cerveza, y también porque habría sido una noticia de la prensa amarilla. Hasta más tarde no comprendió que quizá el coche de su padre no se había estrellado por accidente contra la columna del puente, que quizá había creído a su hija y había tomado su propia decisión para afrontar la situación.
Al cabo de un tiempo, Ray se instaló en la casa; poco después de eso, mamá anunció que se trasladaban a Los Ángeles. Ray había decidido que su madre tenía razón y que debía empezar a hacer algo con su carrera. En general, la gente solía decidir que mamá tenía razón con respecto a las cosas: eso facilitaba mucho la vida. Ray trató de hablar con Laura y volvió a preguntarle cómo le iban las cosas en la escuela, pero ella ni siquiera le contestó.
Resultó que a Laura ya no le iban tan bien las cosas en la escuela y que a estas alturas ya se había follado a la mitad de los chicos de su clase.
Dos antes de que llegaran los camiones de la mudanza, Laura compró un billete de tren con dinero que había ahorrado o robado a los chicos con los que salía. Se presentó en casa de la hermana de su padre, en Seattle, que detestaba apasionadamente a su madre. Ray acudió a buscarla, pero tía Ashley le cantó unas cuantas verdades a voz en grito, en el patio de la casa, y é! se marchó por donde había venido. No lo volvió a intentar, algo que a su madre no pudo haberle importado menos. Laura no lo había superado.
Luego, transcurrieron diez años de vida. Ella consiguió trabajo, se movió de un lado a otro, probó a vivir en diferentes partes del país y descubrió que todas eran muy similares. Al cabo de un par de años, abandonó la pretensión de ser una estúpida y consiguió mejores puestos de trabajo, aunque eso supuso bien poca diferencia. En los trabajos malos se sirve mierda a la gente a la hora del almuerzo; en los buenos se aprende a comer mierda durante todo el día. Se compró ropas bonitas y salía mucho; desarrolló también un brillante y frágil sentido del humor tras el que ocultarse. Aprendió a hacer las cosas que los hombres deseaban que hiciera, se enamoró y fue violada y maltratada.
Algunas épocas fueron mejores que otras pero, en general, todo fue como una impresión borrosa, como observar el mundo desde la ventanilla de un tren que avanzara demasiado rápidamente en la dirección contraría. Adquirió el hábito de tomarse una copa a primeras horas del día, sin darse cuenta de que con ello no conseguía nada, excepto sentir el deseo de tomar otra. A veces, cuando estaba realmente ebria, se desgarraba la ropa porque sabía por qué les gustaba a sus jefes que la llevara puesta. No encontrarán nada de esto escrito en ningún informe de asesoría de dirección, ni lo escucharán introducido en el eslogan de una gran empresa, pero la verdad es que a los dientes les gusta tratar con mujeres que visten agradablemente y que tienen el aspecto de que sería divertido follarlas. En otras ocasiones llevaba esas mismas prendas de ropa con estilo y apenas un atisbo de temor en su sonrisa, tratando de encontrar un poco de orgullo en sí misma que no fuera el deslizamiento hacia un odiado anhelo. Al cabo de no mucho tiempo, ya no sabía distinguir la diferencia.
Agotó a sus amigos y se agotó a sí misma. Lo hizo todo con la máxima energía, para llegar tan alto como pudiera y no tuvo forma de recargar su alma. Cada vez bebía más, se pasaba las tardes sumida en una malhumorada neblina de incomprensión y las noches en una furia solitaria. Guardó sus secretos para sí misma.
Y entonces empezó a sufrir de aquellas noches.
Las noches que continúan, interminablemente, en las que has salido con los amigos y bebes mucho y luego, al cabo de un tiempo, todos los rostros empiezan a parecer iguales. Escuchas y asientes, sonríes con incertidumbre, pero todo el mundo parece hablar de acuerdo con un código basado en un volumen que tú nunca has leído. A media noche, sales del lavabo, con la nariz chasqueante debido a la primera línea del segundo gramo, y todas las luces del bar se vuelven brillantes y centelleantes miras a tu alrededor, hacia todas las mesas y ya no puedes distinguir a qué mesa perteneces, qué gente se supone que te importa. Entonces, alguien pronuncia tu nombre y vuelves a sentarte con ellos, tratando de escuchar lo que dicen, pero lo único que puedes escuchar realmente es la voz que resuena en tu cabeza, diciéndote que necesitas otra copa. Así que pides una antes de haberte terminado la que tienes delante, por si acaso, y nadie dice nada pero tú sabes lo que piensan y decides que no te importa. La fiesta termina a media noche, pero aún es demasiado pronto para ti; para entonces, los gritos que resuenan dentro de tu cabeza son fuertes y apenas si puedes escucharte a ti misma al despedirte. De algún modo, logras regresar a casa, pasando por episodios peligrosos en bares y callejones que nunca recordarás, y es entonces cuando empieza la verdadera diversión.
Bebes tumbada en el suelo, con las piernas cruzadas, confiando en que cada trago llegue a doler; experimentas ocasionales movimientos espásticos mientras tratas de averiguar qué hacer con las manos. Cuando todos los demás se han marchado, tu mundo se reduce a una diminuta caja cuyas paredes te presionan, a mensajes en el teléfono que ya no puedes escuchar más y a nada que puedas reconocer como significativamente tuyo en el apartamento.
Luego, más tarde, te encuentras tumbada en paños menores, rodeada de prendas de ropa cubiertas de manchas de alcohol derramado y ceniza de cigarrillo, pero eso ya no te importa porque por la noche tienes la impresión de que ya nunca tendrás que volver a ponértelas. A estas alturas, la pequeña cháchara que resuena en tu cabeza es constante, gruñe como un lobo atrapado en una trampa, pero ni ese lobo ni tu propia voz parecen capaces de decir nada que tenga sentido. Tienes la sensación de que el día no llegará nunca o de que, si llega, será en todo caso más oscuro que esta noche que pasas estremecida.
Experimentalmente, te hundes un tenedor en el estómago, lo suficiente como para hacer brotar la sangre. Pero eso tampoco parece conducirte a ninguna parte, de modo que te rascas las piernas con las uñas.
Y luego te quedas allí sentada, llorando, mirando tus muslos arañados, recordando cómo eran: piel joven, sin mácula, parte de una hermosa joven. Ahora son lugares que ya no puedes comprender, como tus pezones, tu culo o tu boca. Tu cuerpo se ha convertido en el camino demasiado transitado, que no conduce a ninguna parte donde tú quieras estar. Ya no es tu lugar en el mundo, sino algo adyacente a las vidas de otras personas y aparcamiento de sus deseos. Te encuentras atrapada en bucles de pensamiento limitados y oscuros que dan más y más vueltas y se hacen más y más pequeños, hasta que se estrechan tanto que terminan por cortar el flujo de realidad que llega a tu mente.
Entonces, simplemente, todo deja de tener sentido, se percibe como un juego de ordenador mal diseñado en el que caes en un pozo que no te mata, pero del que no tienes escapatoria posible. Durante un tiempo, aporreas y das patadas contra las paredes, pero estas se hacen más altas, sin que importe lo dura y rápidamente que aprietes todos los botones que encuentres. Y tarde o temprano te das cuenta que hay un botón que todavía no has probado. El botón del poder.
Cuando Laura se dio cuenta por primera vez de que, en realidad, su padre se había suicidado, sintió una culpabilidad tan intensa que fue como si alguien le hubiera arrancado el corazón. Era demasiado para soportarlo y ella lo transformó en odio, en desprecio hacia la debilidad de su padre, hacía el egoísmo con que la había dejado para que afrontara la situación ella sola. La fase final fue fingir que había hecho algo heroico, que había iniciado una tradición familiar.
Así que empezó a extender la mano hacia el botón, pero nunca hizo un verdadero esfuerzo porque una parte de sí misma seguía con vida. No quería desprenderse de la máquina. Sólo quería empezar de nuevo. Lo único que consiguió con las pastillas y las hojas de afeitar fue despertar en hospitales, rodeada de gente que no le importaba. Importaron la primera vez, pero la compasión es algo que se da gratuitamente. Una vez que se empieza a exigir, el pozo se seca con mucha rapidez. Los más afortunados de nosotros sólo contamos con unas pocas personas que seguirán intentándolo, incluso después de que ya sea evidente que su amor no funcionará como un ensalmo. Laura no tenía a nadie.
Un año antes, después del tercero de tales intentos, Laura intentó enderezar la situación. El suicidio como opción no funcionaba. Era embarazoso, estúpido y dolía. Empezó por dejar de fumar a intervalos regulares; se centró primero en eso porque todo el mundo sabe que es malo. Éste es un período de chivos expiatorios, y el tabaco ocupa la principal posición. No importa que lo que comemos y bebemos nos cause tanto daño, que nuestros coches despidan mierda hacia la atmósfera que tampoco va a desaparecer así como así; nos gustan nuestras hamburguesas, cervezas y automóviles, así que elegimos alguna otra cosa. Prohibimos fumar en los jugares públicos, en los aviones y los bares, y así todo el mundo será perfecto, soleado y brillante; acusemos a nuestros problemas de nuestra infelicidad, para no tener que afrontarla nosotros mismos. En estos tiempos que corren, cuando la gente hace una película de terror, no son los chicos promiscuos los primeros en morir, sino los que llevan el paquete de Marlboro en el bolso.
Dejó de permitir que la gente la jodiera, a menos que no le quedara otra alternativa, y trató de salir adelante sin ese falso apoyo; pero alguien que sólo desea tomarse a risa todo y no darle importancia no basta para distraerte durante mucho tiempo. También forcejeó con la bebida, una veces ganando y otras no. No beber es duro; es muy, pero que muy duro. La gente que nunca ha intentado vivir sin beber no tiene ni idea de lo duro que puede ser no beber. Algunos días se tiene éxito y se gana una batalla a brazo partido con uno mismo. Otros días no se tiene tanto éxito y es precisamente entonces cuando se experimenta la sensación de la victoria. A la mierda, te dice una voz. A la mierda, a la mierda con todo. Ya no tienes ni idea de qué clase de voz es, pero parece hablar con sentido común, decir la verdad. El problema es que el alcohol miente; es agradable ser tu propio compañero de bebida, pero nunca será tu amigo. Te absorbe, hace que te sientas mejor durante un tiempo, como el conocido que no quiere que dejes de fumar porque entonces se quedará solo con sus malos hábitos. Es la voz que expresa diversión y alivio, en la que confías a pesar de que sabes que se callará de repente, como siempre hace, y que no tendrá nada útil que decir cuando el terror llame a tu puerta y te encuentres a solas en un planeta frío que da vueltas a través del espacio vacío.
Nada de todo eso ayudó. Cada vez que Laura intentaba ver un futuro, su mente insistía en deslizarse hacia atrás, hacia la fractura original. La depresión no es simplemente una ventana sucia a través de la cual mirar el mundo. Es un lugar donde todas las ventanas están cerradas, y donde lo único que puedes ver y creer es aquello que ya ha sido. La muerte es como el amor y cuando es tu propia esencia la que se muere, anhelas una vez más la magia. Te aferras a los acontecimientos, a los desechos que pueden hacer que todo sea nuevamente igual. Cuando todos los demás te han fallado, tienes que ser tu propia bruja y lanzar tus propios hechizos. Una vez al mes tienes que reprimir el recuerdo de tu madre justo en el segundo antes de que te diga que se acuesta con Ray.
Pero eso no funciona. No ayuda.
¿Qué haces entonces?
Te das cuenta de que nunca son las palabras lo que constituye la diferencia, no tu madre ni nadie más. Era un hecho. Era un hombre cuya presencia en tu vida se ha invertido para convertirse en un agujero negro alrededor del cual órbitas impotente. No obstante, y por mucho que intentas quitártelo de la cabeza, los años no ayudan a romper ese dominio. No se trata ya de amor, ni de odio, sino de una estrella binaria psicológica.
La existencia de ese hombre ha manchado tu vida. Es posible, incluso, que no sea culpa Suya, pero hay que entregar algo para que se rompa el círculo vicioso.
Noté un tirón, de algo que trataba de no alejarse de mí.
Un sonido estruendoso, como el de un mecanismo que hubiera fallado.
El vistazo momentáneo de algo como un pasillo, donde todo está tan blanco que apenas si puedes verlo; un hospital del tamaño del infinito, recién configurado a cada segundo como algo nuevo encerrado tras una puerta. El golpeteo de innumerables puños, el aleteo de momentos de tiempo fijados a la pared, para que no puedan echar a volar.
Entonces, pude ver de nuevo.
Estaba en el avión. La auxiliar de vuelo seguía hablando con la pareja, unas pocas filas más adelante, y ahora sí que pude escuchar lo que decía. La cabina parecía normal; escuché el zumbido tranquilizador del aire que pasaba por encima y por debajo de las alas, el sonido de alguien vertiendo un líquido en un vaso de plástico detrás de mí.
El asiento contiguo al mío estaba vacío, aparte de tres revólveres, un reloj y un anillo, que estaban donde habían caído. El anillo era el de boda de Helena. Antes no estaba en su mano, lo sé porque lo había mirado, pero tuvo que haberlo llevado consigo, en alguna parte. Lo recogí. Mientras estaba allí sentado, con el anillo en la mano y la mente atascada, escuché la voz de un auxiliar de vuelo, junto a mi hombro.
—¿Estas armas son suyas, señor? —preguntó.
Los policías me estaban esperando cuando aterrizamos en el aeropuerto de Los Ángeles. Dos uniformes se acercaron y me sacaron del avión, haciéndome pasar ante los otros pasajeros. Otro me seguía, llevando todas las armas. La azafata que nos había entregado las miniaturas, apartó la mirada, preguntándose sin duda a qué clase de psicópata habían transportado.
Nadie pareció observar nada insólito. Nadie comprobó el reloj y se dio cuenta de que faltaban diez minutos de hora local. Cuando lo hicieran, todos se encontrarían ya dispersos en cien hoteles y hogares, y a nadie le parecería extraño nada.
Nadie se dio cuenta de que el avión había aterrizado con un pasajero menos que cuando despegó.
No hice preguntas a los policías. No me las habrían contestado y tampoco necesitaba saber nada. Fui conducido a la comisaría de Hollywood, donde ni siquiera se molestaron en ficharme. Me condujeron directamente por un pasillo y me metieron en la misma celda donde había estado antes.
Cerraron la puerta y yo me quedé allí sentado, esperando.
17
Tenemos un acuerdo, Travis.
—Que tú has roto al abandonar el estado y luego dejar que te pillaran en un avión con artillería suficiente como para empezar una guerra. ¿En qué demonios estabas pensando? ¿Necesitabas realmente cuatro revólveres? ¿Es que tienes tantas manos?
—Ya te lo dije. No todos eran míos.
—Hap, no empieces otra vez con esa mierda de la abducción, porque creo que no podría soportarlo.
—¿No crees que Helena estaba conmigo?
—Ni por un instante. —Travis echó la silla hacia atrás, y me miró fijamente desde el otro lado de la mesa—. No creo que trabajaras de nuevo con ella después de lo que te hizo.
—¿Quién crees entonces que noqueó a Romer cuando él te siguió hasta Venice?
—No lo sé —contestó Travis tras una pausa.
—Y hablando de Romer…, ¿lo has visto hoy por aquí?
—No, no lo he visto. ¿Por qué?
—Cuando Helena y yo estuvimos en Cresota, fuimos atacados por dos tipos armados. Alguien tuvo que haber informado a su jefe de que andábamos por allí. Incluso lo dieron a entender.
—Sí, muy bien, Hap. Dime ahora que acusas a un funcionario de policía de ser cómplice de un intento de asesinato.
—Bueno, intenta decirlo de alguna otra manera, Travis.
—Puedo hacer una cosa mejor. ¿Por qué no envío a alguien a Florida a hablar con esos supuestos tipos, que supuestamente te atacaron a ti y a tu ex esposa, supuestamente desmaterializada? ¿Qué te parece si vemos lo que tienen que decir?
Respiré pesadamente.
—Esa no es realmente una opción.
Ya empezaba a sentirme mal por haber matado a mi tipo, incluso después de la amenaza que dirigió contra mis padres. Travis levantó ¡a vista al techo.
—Fue en defensa propia —añadí, con petulancia.
—¿Sabes una cosa, Hap? Tengo tu colección de armas. Los de balística las compararán con las balas que supongo tendremos que sacar de esos tipos de Florida y tú te vas a cavar un pozo tan profundo que ni siquiera podrás ver el cielo desde el fondo.
—Eran rufianes.
Cabría pensar que sabes algo sobre matar, pero resulta que no. Hasta que no has visto la suciedad, has escuchado el grito y has comprendido lo irrevocable del acto que acabas de realizar, no sabes nada al respecto. Es una de esas acciones que ninguna magia podrá extirpar nunca de ti.
—Vaya, vaya. ¿Y qué eres tú, exactamente?
—Trataron de matarme.
—¿Y no sabían que había cola para eso? Deberías haberles dado un número. Quizá así hubieran esperado su turno.
—Tienes que dejarme marchar, Travis.
Travis lanzó una risotada.
—Oh, lo haré. Sólo que antes hay unos cuantos asesinos en serie de los que debo ocuparme.
—Me debes una noche y un día.
—Déjalo ya, Hap. No es que las cosas vayan precisamente bien, según tú. Sales a buscar a esos amigos nuestros, ¿y qué ocurre? Que pierdes a alguien más.
Lo miré furioso.
—Voy a decirte algo y luego me vas a dejar marchar.
—Hap…
—Ahora escúchame tú. ¿Has conseguido algún otro nombre del despacho de Hammond?
—¿Qué te importa a ti eso?
—¿Los has conseguido o no, Travis? Fui yo quien te dio esa pista.
—Sí. Encontramos otras treinta hojas. Están siendo descodificadas ahora.
—Mierda. Tú ya sabes quiénes son esas personas. Colócalas inmediatamente bajo protección policial.
—¿Por qué ? —me preguntó Travis mirándome recelosamente.
—No son los tipos de los trajes grises los que se han hecho cargo del negocio de Hammond. Es su socio original.
—¿Y quién es?
—Stratten. —Travis abrió la boca y la volvió a cerrar—. Hammond recibía las pistas iniciales de Stratten —seguí diciendo—, obteniéndolas de las transcripciones de las sesiones de vertido de recuerdos. Hammond se encargaba de realizar más investigaciones sobre los aspectos chantajearles de las vidas de esas personas, para luego usarlos. Al final, Hammond empezó a flaquear. Se le tuvo que obligar para que continuara, probablemente porque en el fondo no era tan mal tipo.
—¿Y qué te hace pensar eso?
Casi pude ver cómo giraban las ruedecillas del mecanismo pensante de Travis. Cualquier buen policía sabe intuitivamente cuándo alguien le está contando la verdad. Tienen que vérselas con tantas mentiras durante buena parte de su vida, que empiezan a oler su ausencia.
—Tengo nueva información —dije, pensando en la experiencia que había tenido en el avión—. Creo que hay ciertos aspectos de su vida que empezaron a desarrollarse de un modo extraño. Los tipos de los trajes andaban tras él, pero no porque quisieran matarlo. Él estaba enterado de su existencia y se sentía asustado. Vamos, Travis, ¿te parece que un chantajista iba a utilizar un libro de códigos basado en la Biblia? Es una actitud bastante ambivalente, ¿no te parece?
—¿Cómo lo explicarías tú?
—Hammond había sido educado en la religión; quizá fuera católico. Hace algo que sabe que está mal, debido en buena medida a que necesita el dinero para permitir que alguien lleve un tren de vida al que ambos se han acostumbrado. Mónica Hammond es una persona difícil de tratar, y ya has visto cuáles son sus gustos por lo que respecta a la ropa. Algunas personas son fanáticas de la buena vida: software, coche, cónyuge, estilo. Mantenerlas felices resulta caro. A Hammond no le parece maravilloso trabajar para Stratten, pero lo hace. Luego, empieza a recibir visitas.
Travis sacudió la cabeza con escepticismo.
—De los alienígenas, ¿verdad?
—Pero no las interpreta de ese modo porque, lo mismo que tú, no puede creer que sean lo que tan evidentemente son. Así que encuentra otra cosa a la que colgarle sus temores, y otra forma de explicarlo. En la parte delantera de una Biblia que encontré en el apartamento de Hammond, hay una cita que él copió a mano. Algo acerca de un cordero con siete ojos «que son los siete Espíritus de Dios enviados a la tierra». Resulta que tenemos a seis tipos con trajes, además del hombre al que me encontré en el despacho de Hammond, y al que también vi de nuevo en Florida.
No iba a contarle a Travis mi relación a largo plazo con aquel hombre. Algo me daba a entender que no encontraría mucha comprensión.
—Todo eso es muy poco sólido, Hap.
—Hammond empieza a experimentar una especie de manía religiosa, alimentada en parte por la culpabilidad que ya está sintiendo, y entonces alguien lo mata. Así que Stratten acude a Los Ángeles para hacerse cargo de las riendas del negocio, ayudado e instigado por Quat.
—¿Tienes alguna prueba de ello? ¿De todo lo que dices?
—Visité REMtemps. Stratten salió de Jacksonville la semana pasada y voló hasta aquí. ¿Por qué? Comprueba las transcripciones. Te apuesto a que en cada expediente encontrarás por lo menos una entrada que no puede haber procedido del proceso de vigilancia al que Hammond sometió a sus «clientes». Tiene que referirse a algo que ocurrió hace mucho tiempo o que era demasiado íntimo. Algo que Stratten le transmitió, gracias a su afición de voyeur a invadir los pasados de otras personas. Y, en cualquier caso, ponte en contacto con la policía de Florida y te confirmarán que por lo menos uno de los tipos muertos trabajaba para el servicio de seguridad de REMtemps.
—Eso no es gran cosa. Yo ya sé que Stratten quiere verte muerto.
—Sí, y lo desea de veras, ¿no es así? Un contrato, aparte de esos dos matones, además de haberme tendido una trampa en el café Prose. Por lo visto es una afición muy suya, a pesar de que ya sabe que tú me tienes bien atrapado por los huevos. En el peor de los casos, yo también tengo algunos derechos, por el amor de Dios. Ese tipo está tratando de liquidarme.
Travis me miró con dureza.
—Y acabo de imaginar por qué. Porque sabes algo más acerca de la muerte de Hammond, Algo que no me has dicho, así que dímelo
—Todavía no.
Cierto que mi actitud suponía correr un riesgo, pero me estaba quedando sin tiempo.
—No creerás que fueron los tipos de los trajes, ¿verdad?
—Sé que no fueron ellos —afirmé.
—Pero no quieres decir quién lo hizo.
—Te lo repito una vez más: todavía no.
—Ocultar pruebas acerca de una investigación por homicidio es un delito muy grave.
—Muy bien, añádelo a la lista si quieres. Mientras tanto, puedes mantenerme encerrado aquí, en cuyo caso no sabrás nada de mí… nunca, o me dejas salir y te lo cuento todo mañana por la noche.
Pude observarme a mí mismo en el espejo situado a espaldas de Travis. Tenía peor aspecto aún que la última vez que había estado sentado en esta misma silla. Se me veía exhausto, despeinado, con los ojos saltones. Parecía un fantasma y estaba seguro de una cosa: no tenía lo suficiente con que negociar. No había colocado a Travis en una posición en la que se viera obligado a hacer lo que yo le dijera…, a menos que él mismo lo decidiera así. La decisión dependía de él y de lo que sintiera con respecto a mí.
—Te acabo de servir la mitad de la verdad en bandeja, Travis. ¿Qué va a ser?
Me miró fijamente durante largo rato.
Lo único que deseaba era ir directamente a mi apartamento, pero sabía que debía acercarme antes a comprobar que la vivienda de Deck estaba bien. Era lo que peor me venía, pero él lo habría hecho por mí. Ese es el problema de tener a buena gente como amigos: que hacen que uno se sienta insuficiente sistemáticamente. En el futuro sólo me relacionaré con bastardos. De camino, llamé a Woodley y dispuse que se reuniera conmigo allí. También llamé a mi contestador automático, que fue extremadamente descortés conmigo antes de confirmar que nadie había llamado. Evidentemente, mi popularidad había descendido muchos enteros últimamente, debido quizá al hecho de que todos mis amigos habían sido abducidos por alienígenas y no estaban por tanto al alcance de un teléfono.
Entré en la vivienda de Deck por la puerta de atrás. El interior ofrecía el mismo aspecto que la última vez, y la puerta temporal que había colocado seguía en su sitio. El apartamento parecía tan vacío que hasta me habría gustado contar con la presencia de mi reloj despertador. Busqué el bolso de Laura, pero no estaba allí. Así que me serví una copa, me senté en el sofá y esperé.
No sé hasta qué punto Travis se había creído lo que le había contado. Probablemente creía todo lo relacionado con Stratten, pero, como ya dije, por lo que se refiere a Helena iba a necesitar mucho más que mi palabra para tragarse esa píldora. Sin palanca que dejara a Stratten al descubierto, se encubriría la participación de Hammond en la estafa del chantaje para evitar que eso tuviera una grave repercusión en el prestigio del departamento de Policía de Los Ángeles. Esa lata de gusanos era demasiado grande como para que Travis la abriera, a menos que ya tuviera encerrado a alguien en una jaula, alguien a quien pudiera mostrar como el malo de la película, lo que no ocurriría nunca. Quizá yo no trabajara dentro de la ley, pero tampoco veía forma de hacer nada al respecto. En el mundo real, Stratten disponía de más armas y dinero; en la red tenía a Quat, que se merecía con creces todo lo que yo pudiera echarle encima. Había algo que sí podía intentar, por puro deseo de venganza, pero no veía que eso ayudara mucho. Quat tendría que pagar en algún momento lo que había hecho, pero eso tendría que esperar.
Con toda seguridad, Travis no se creía que Helena hubiera sido abducida, pero la verdad es que nadie se lo creería. Es mucho más fácil suponer que la persona ha perdido la chaveta o que miente, porque en la mayoría de las ocasiones resulta que es verdad. Me pregunté en cuántos grupos informales de apoyo repartidos por todo el país, llenos de gente loca que ladra y barbota que los malvados alienígenas quieren copular con ellos, hay una sola persona que hubiera sido abducida y que simplemente permaneciera allí sentada, en silencio, sabiendo que todos los chalados que les rodean no van a ser de ninguna ayuda. Porque les puedo decir una cosa: si uno sabe que ha sido realmente abducido, no se recuerda nada al respecto. Creo poder trabajar con mi memoria mejor que, virtualmente, cualquier persona viva, a pesar de lo cual, como bien dijo aquel hombre, no se trata de algo que uno pueda poner por escrito o expresar con palabras. Se sabe que algo ha ocurrido, pero o bien lo guardas para tu intimidad o lo borras de tu mente; lo que no puedes hacer es recordar que has estado en otra parte.
Traté de encontrarle algún sentido a lo que había sucedido en el avión. Intente dilucidar si el tiempo podía tener algo que ver con ello; sabía que la parada de los relojes y las horas perdidas son una característica común de las abducciones. Quizá la razón por la que no se puede recordar lo ocurrido es que el tiempo se ha detenido realmente y todo sucede al mismo tiempo. No tendría uno forma de clasificarlo por un orden cronológico…; más o menos como sucedió cuando acepté de un solo golpe el recuerdo de tres días de Laura, sólo que mucho peor, porque no hay ningún orden que encontrar.
Quizá he estado equivocado al asumir que el tiempo siempre progresa hacia delante. Quizá no tenga por qué ser de ese modo.
Y cuanto más lo pienso, más me pregunto si la memoria también tuvo algo que ver en ello. Evidentemente, pude basarme de algún modo en la mente de Laura, a pesar de que ella ya estaba al otro lado y que la segunda vez que ocurrió fue inmediatamente después de haber accedido a un recuerdo propio tan hundido dentro de mi cabeza que, de hecho, casi formaba parte de ella. El tipo del traje oscuro había dicho que estábamos vinculados debido a lo que yo llevaba en mi cabeza. Quizá eso explicara por qué yo era la única persona que tenía una idea de lo que había sucedido durante el vuelo. Aparte de dos cosas más:
Cuando Deck y Laura desaparecieron, algo extraño había sucedido con sus rostros, casi como si yo los estuviera olvidando. Y aquella otra tarde, hacía mucho tiempo, yo había visto a dos personas que estaban muertas. No sólo percibí su presencia, sino que realmente las vi. Estaban allí. Quizá eso explicara por qué había borrado de mi mente esa parte del acontecimiento, porque había visto algo que no encajaba en mi mundo.
No acababa de encontrarle mucho sentido. Me dolía la cabeza, con un fuerte e incisivo latido que me sorprendió no poder ver en el espejo. Además, estaba bebiendo bastante, porque sospechaba que lo que le iba a pedir a Woodley que hiciera, si es que llegaba alguna vez, iba a doler.
Habían llegado a por mí y, en lugar de eso, se habían llevado a Helena. En los últimos momentos, en el avión, supe con toda seguridad que había logrado contestarme la pregunta que me había planteado tantas veces. Era Helena o nada. Había creído que la respuesta era muy complicada y ahora me encontraba con una alternativa muy simple: o dejaba de salir con mujeres, o regresaba y trataba de recuperar lo que había conseguido, si es que aún se podía salvar algo.
Como ya pueden haber imaginado, el quince de marzo del 2014 me vi implicado en el robo a mano armada ¿t una sucursal del Los Ángeles Bank. Nunca había hecho nada igual. Fui convencido para participar por un conocido nuestro llamado Ricardo Pechryn, a quien Helena había conocido a través de uno u otro negocio relacionado con el hampa. Era un hombre extravagante, agraciado y carismático, uno de esos tipos que van a conseguir algo realmente grande o que acaban por desmontarse en pequeñas piezas. Ricardo poseía información interna de ese banco y sabía que ese día en concreto iba a tener mucho dinero en forma de «veas», bonos virtuales de «valor extremadamente alto», que tenían tanta liquidez que se los podía colocar en el extranjero hasta por cincuenta centavos el dólar. Según nos dijo, también podíamos fiarnos de su contacto para desconectar el sistema de alarma durante el tiempo suficiente para apoderarnos del dinero y desaparecer.
No me gustó la idea. No era la ciase de trabajo al que estaba acostumbrado. Entrar de sopetón y apoderarnos del dinero parecía demasiado salvaje y atávico; cualquiera con un poco de habilidad efectuaba sus robos a través de la red, desde la seguridad de cualquier otro país. Pero al final estuve de acuerdo en participar.
«¿Qué? —gritarán ustedes—. ¿Es que te has vuelto loco?»
En cierto modo, lo estaba. Quería abandonar todo aquello. Aunque evitaba que Helena lo viera, ya no podía soportar el rumbo que seguía nuestra vida. No me gustaba lo que ella hacía pero, sobre todo, no soportaba ser esclavo de gente a la que detestaba, y que sabía nos abandonaría en el momento que les conviniera. Si Helena cometía un desliz, dejaba una sola pista que la relacionara con alguna de sus víctimas, sería suficiente. Se convertiría entonces en una palanca potencial para la policía en contra del hampa, y sería asesinada instantáneamente…, arrastrándome a mí por el mismo precio. Helena era buena en su trabajo, pero nadie es perfecto y tarde o temprano ocurriría algo. A pesar de todo, continuábamos, estrechábamos las manos de la gente y aparecíamos en fiestas organizadas en los restaurantes, recorriendo todos los ridículos rituales de fingir una cortesía que encubre un pragmatismo asesino. Uno tiene que saber quién lo ha conseguido y quién no, y tratar a todo el mundo con exactamente la cantidad correcta de servilismo o ausencia del mismo. Se reciben regalos, en el bien entendido de que uno tiene que devolverlos, sabiendo que cada uno va a ser controlado para asegurarse de que demuestra la cantidad correcta de respeto. He conocido a gente que ha perdido un ojo por captarlo mal y, francamente, todo eso supone demasiada presión para mí cuando me encuentro en una tienda atestada en vísperas de Navidad. Supongo que no se diferencia gran cosa de trabajar para cualquier otra gran empresa, a excepción de la forma de vestir, que es más estricta, y que se comercia con las drogas, el dinero y la muerte. Uno pasa a formar parte de la empresa del mismo modo que ingresas en una congregación; después de eso, tu vida es suya.
Si estuvieras en mi lugar, harías todo eso sabiendo que, por lo que concierne a todos los demás, tu esposa es la que lleva los pantalones de la familia y tú no eres más que una especie de accesorio cuya habilidad principal en la vida es preparar ensalada de patatas. Me encargaban las sobras, pequeños recados, sólo para asegurarse de que me tenían atrapado. Yo los aceptaba. Tenía que hacerlo. Como ya he dicho, no es un acuerdo que se pueda romper tan fácilmente. Pero empecé a faltar a tantos acontecimientos sociales como pude, a dejar que Helena acudiera sola a ellos. Ella se entristeció durante un tiempo, pero luego no pareció importarle gran cosa. Mientras siguiera relacionada con la gran vida, podía olvidarse de la que había llevado; a veces, yo distaba mucho de estar seguro de a qué mundo pertenecía.
Aquello estaba convirtiendo nuestras vidas, y Los Ángeles, en un lugar donde ya no podía estar. Y eso era, quizá, lo peor de todo. Me gustaba Los Ángeles. Era mí sitio, nuestro sitio, y lo único que veía ahora era una mezcolanza de lealtades equilibradas, un entramado de lugares en los que había cometido delitos que no deseaba cometer. Era como contemplar el desmantelamiento de los vestuarios de Cresota Beach, ladrillo a ladrillo, par parte de personas que nunca habían estado dentro.
Quería salir de aquello y para eso necesitaba dinero.
Ricardo sabía algo del tema y conectó primero conmigo a través de Transvirtual. Dijo que necesitaba dos personas con él en el banco y que confiaba en nosotros. Según él, era un trabajo fácil, entrar y salir, y luego nos dividiríamos el botín en tres partes. Le dije que lo pensaría, con la intención de decirle que no.
Entonces, Helena me preguntó por el asunto. Ricardo se había puesto en contacto con ella por otra vía y la había entusiasmado tanto que estaba ansiosa por hacerlo. Pronto empecé a tener la impresión de que si yo no estaba dispuesto a participar, si el blandengue esposo de Helena se iba a quedar en casa, quizá ellos dos encontrarían a otro. Eso, más la necesidad de dejarlo todo, terminó por decidirme, y dije que sí.
Todavía me resulta genuinamente difícil pensar en aquel día. Ocurrió todo muy rápido y me sentí muy asustado. Entrarnos, obligamos a todos los clientes a tumbarse en el suelo y la alarma no se disparó. Yo me encargué de cubrir la sala, representando el papel del tipo malo que mantenía a raya a los clientes, infundiéndoles mucho miedo, mientras Ricardo y Helena cargaban los bonos en bolsas. Todo parecía tener pies y cabeza, las cosas se desarrollaban bien y aunque yo llevaba una máscara procuraba utilizar mis ojos para comunicar ese hecho a la gente situada más cerca de mí. Sólo tienes que quedarte tumbado en el suelo, cerrar la maldita boca y todo saldrá bien. Nadie quiere que se produzca ninguna muerte, y yo mucho menos. Mientras Helena pasaba de una bolsa a otra, me dirigió un guiño y, por el momento, tuve una repentina y fugaz impresión de un éxito inesperado, como llegar a la recta final de una carrera teniendo por delante sólo a un hombre y dándome cuenta de que aún te quedan fuerzas en las piernas. Entonces, Ricardo empezó a disparar.
En cuanto sonó el primer disparo estuve a punto de cagarme, al suponer que habían aparecido los de seguridad o los policías. Luego vi una mancha roja alrededor de los hombros de la mujer que estaba tumbada, más cerca de Ricardo, y todo mi cuerpo se quedó frío. Helena, que aún seguía cogiendo dinero, se volvió y se quedó mirando fijamente, con las manos quietas.
Un hombre tumbado junto a la pared más alejada gritó; Ricardo se giró en redondo y le disparó también, como un tipo que derriba una lata colocada sobre un tronco.
Bruscamente, decidí que el trabajo había salido completamente mal y que Helena y yo nos largábamos de allí. Le grité a Helena, y Ricardo se volvió hacia mí. El primer disparo me alcanzó en el hombro, aplastándome contra la pared. Después, se acercó a mí a grandes zancadas, haciendo aspavientos con el arma y gritándome, y disparó de nuevo. Esta vez, apenas lo sentí, porque mí mente estaba ocupada en mirar a Helena, que se había quedado petrificada.
Resultó que ella se estaba acostando con Ricardo. Él me lo explicó así. Eso, junto con sus pocas ganas de entregarme la tercera parte del dinero, le hizo utilizar nuestros nombres, lo que explica que los testigos nos acusaran de una forma tan concluyente de ser los autores del asalto. Quizá Ricardo fuera un tipo atractivo y estuviera equipado con una gran verga, pero la verdad es que no era exactamente un dechado de inteligencia.
Sin embargo, sabía disparar: la tercera bala me alcanzó directamente en el pecho, a pesar de que yo trataba de apartarme, gateando sobre el suelo; quizá yo tampoco aguardaba fila precisamente para que me concedieran un premio al más inteligente, ya que ¿por qué habría sugerido Ricardo una división en tres partes cuando podía haber ofrecido al matrimonio un reparto al cincuenta por ciento, a menos que le atrajera la oportunidad de acceder a los dos tercios?
Con una especie de mentalidad de grupo, los clientes del banco se dieron cuenta de que los chicos malos ya no eran amigos entre sí y que lo mejor era largarse de allí. Teniendo en cuenta las nuevas circunstancias, quedarse en el suelo ya no parecía una buena opción. Ricardo empezó a disparar hacia la melée, mientras Helena permanecía donde estaba, con la boca abierta, dándose cuenta de que su mundo le había explotado en la cara, completamente desprovista, por una vez en su vida, de su capacidad para actuar. Incluso podría haber sentido pena por ella si no hubiera tenido mis propios problemas. Gateé sobre manos y rodillas, derramando sangre por todas partes y traté de dirigirme hacia la puerta. No creo que hubiera podido conseguirlo de no haber sido porque uno de los clientes me ayudó. ¿Se lo pueden creer? Era un tipo de edad mediana, de rostro rubicundo, que parecía un obrero de la construcción. Yo vacilaba, a punto de desmoronarme, resbalando sobre mi propia sangre y él me sujetó por el codo y me arrastró consigo. Sabía que estaba herido y me ayudó.
Lo último que vi antes de desmoronarme al otro lado de la puerta, ya fuera, fue a Helena gritándole algo a Ricardo, con el arma apuntándole a la cabeza. Supongo que él logró escapar de algún modo, porque fue Ricardo el que resultó muerto en el atentado con bomba que se produjo esa misma noche. Le había arrebatado el plan para realizar el trabajo a un tipo con influencias, antes de torturarlo y matarlo. Como ya he dicho, era fenomenalmente estúpido. Por lo visto, Helena decidió desquitarse de algún modo por lo que le había hecho a ella misma y a mí, porque a nosotros no nos pelaron. Supongo que eso se lo debo.
Esa noche teníamos previsto vernos con Deck para tomar una copa. Por alguna razón, Helena acudió a pesar de todo. Yo tosía sangre en un motel, después de que los útiles de control remoto de Woodley me sacaran las balas. Al fondo, las noticias me decían cuántas personas habían resultado muertas y lo jóvenes que eran algunas de ellas. Mientras observaba fijamente sus fotografías sobre la pantalla, con la cabeza muy ligera por la conmoción y las drogas, comprendí que había conseguido lo que quería. Ahora no me quedaba más remedio que emprender una nueva vida, sólo que ésta no iba a ser lo que yo había esperado y, además, tendría que vivir solo.
En ese momento, me vi arrancado repentinamente de mis recuerdos del pasado por el sonido producido por alguien que llamó pesadamente a la puerta improvisada del apartamento de Deck. Woodley había llegado finalmente, en el preciso momento en que pensaba en él. Mi última coincidencia, tan trivial como las otras dos. Tomé nota mental para tratar de recuperar mi dinero de Vent, pero recordé que, de todos modos, no necesitaría mucho en la prisión. Me levanté tambaleante, me acerqué a la puerta y aparté la silla apoyada bajo la manija. La puerta se abrió lentamente.
Allí de pie, con aspecto de sentirse muy confuso, estaba Deck.
—¿Qué demonios le ha pasado a mi puerta?
Fue un abrazo varonil, pero fuerte y duró un rato. Finalmente, Deck se apartó. Ofrecía un aspecto como distanciado, con los ojos un poco enrojecidos y daba la impresión de ser alguien que observaba el mundo con mucho cuidado, por si acaso intentaba joderle.
—Está bien —dijo—. Me encontré de pronto caminando por el Boulevard, sin el menor recuerdo de cómo había llegado hasta allí. De hecho, lo último que recuerdo es que Laura se levantó del sofá y trataba de pegarte. Algo extraño ha ocurrido en mí apartamento y supongo que, probablemente, ha tenido que ver conmigo. ¿Tengo razón?
Me pareció un resumen bastante bueno.
—Sí.
—¿Cuánto tiempo he estado fuera?
—Poco más de veinticuatro horas.
—¿Hemos tomado muchas drogas o algo así?
—No —contesté, echándome a reír.
—Bueno, Hap, siempre serás para mí el comisario de las cosas extrañas, así que ¿qué te parece si me explicas lo que ocurrió?
Tardé media hora. Deck lo absorbió todo bastante bien; no sé muy bien qué se habría necesitado para hacerle perder el equilibrio. Si uno le dijera que una mesa situada delante de él acababa de dejar de existir, lo único que haría sería levantar la copa que tenía posada en ella, por si acaso. Al mencionar las visiones fugaces de paredes de color gris verdoso, frunció un poco el ceño, como si aquello agitara algo en el fondo de su mente, pero no lo pudo encontrar. No recordaba de qué podía haber estado hablando con Laura, quién más había estado allí y nada que se refiriese al otro lugar.
—¿De modo que no hay señales de Laura? —preguntó.
—Todavía no —contesté—. Y ahora también tienen a Helena.
Me miró, con ojos parpadeantes.
—¿Has estado por ahí con Helena?
Asentí con un gesto, a la espera de que lo desaprobara.
—Magnífico —exclamó y cerró los ojos con fuerza por un momento, como si le dolieran un poco—. Era esa la adecuada.
Eso hizo que me preguntara: si todo el mundo lo sabía, ¿cómo es que yo tardé tanto tiempo en darme cuenta?
—Y puede serlo de nuevo si consigo recuperarla.
Deck observó un momento su salón como si se sintiera profundamente contento de estar nuevamente en casa. Luego asintió con un gesto.
—¿Tienes ya algún plan?
En ese momento alguien llamó a la puerta.
—Más o menos —contesté—. Y aquí llega la primera parte.
Abrí la puerta y entró Woodley, que parecía un espantapájaros viejo y arisco. Deck enarcó una ceja.
—Cualquier plan en el que participe este viejo matasanos anda necesitado de una revisión inmediata.
—Y buenas noches también para ti, jovencito —replicó Woodley—. Digo buenas noches a pesar de tratarse de dos perros de tan mala fama como vosotros. ¿Y bien? —añadió, mirándonos duramente—. ¿Qué queréis? Los dos parecéis estar en perfecto estado de salud, dada la naturaleza de lo que llamáis vuestras vidas.
—Házselo primero a Deck —dije.
—¿Hacerme? ¿Qué, exactamente? —preguntó Deck.
—El tuyo será más reciente —dije. Hice que se sentara sobre el borde del sofá y le señalé la nuca—. Creo que tiene que estar por aquí, en alguna parte.
—¿De qué demonios catas hablando, muchacho?
Respiré profundamente.
—Algunos tipos tienen una forma muy extraña de encontrarme, aunque esté en el infierno. Vienen a por mí en un avión y en lugar de llevarme a mí se llevan a mi amiga… en el momento en que su cabeza estaba apoyada sobre mí hombro, al lado de mi cuello. Lo que quiero que hagas es echar un vistazo para averiguar si hay algo artificial en el cuerpo de Deck, alrededor de esa zona.
El viejo abrió su maletín.
—¿Hace cuánto tiempo que habría sido introducido en el cuerpo?
—En las últimas veinticuatro horas.
Movió ante mí uní pieza del equipo.
—No debería ser muy difícil. Esto mostrará si ha existido cualquier trauma celular, por pequeño que sea. Muy bien, jovencito, quédate quieto. Esto note dolerá.
Deck me miró dubitativamente, pero inclinó la cabeza hacía delante. Woodley trasteó con unos discos de sintonización de la unidad, que era de unos diez centímetros cuadrados, con un panel LCD y luego lo pasó con suavidad sobre la piel. Tuvo que moverlo de uno a otro lado durante varios minutos antes de que apareciese algo en la pantalla: un diminuto punto verde.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—No lo sé todavía —contestó y luego apretó un botón—. Ah, es un cuadrado muy pequeño de un material indeterminado, cuyo propósito es desconocido.
—¿Y este es tu especialista? —murmuró Deck.
—Se halla situado medio centímetro por debajo de la capa epidérmica —siguió diciendo Woodley—. Incrustado en el músculo. La lectura del trauma celular es muy baja, ¿Estas seguro de que esto no ha estado aquí desde hace mucho más tiempo?
—Sí —contesté—. ¿Puedes extraerlo?
—Desde luego —replicó el viejo matasanos.
Sacó del maletín a sus remotos, que se quedaron sin saber qué hacer, al no oler sangre que les indicara la dirección. Yo los tomé con la mano y los coloqué sobre el hombro de Deck.
—¿Estás seguro de lo que haces? —me preguntó él.
Woodley, mientras tanto, se retiró a la cocina, con su monitor y sus guantes.
—Así es como nos localizan —le dije en voz baja—. A mí hace años que me tenían localizado y a tí también te tienen ahora. Si los sacamos, no sabrán dónde estamos.
—¿Y qué te hace pensar que eso les importará?
—Tienen asuntos inconclusos.
—¡Qué semana más rara estoy pasando! —exclamó Deck con un suspiro.
—Está bien —dijo Woodley desde la cocina—. Ahora quédate quieto… Ah, probablemente esto te dolerá.
Uno de los remotos extendió un sensor hacia un lugar concreto situado en la nuca de Deck, que roció con una fina capa de líquido, presumiblemente un anestésico local. El otro extrajo un diminuto escalpelo de una pata delantera y efectuó una diminuta incisión. Deck se contrajo, pero sólo un poco. Yo me habría encogido lo suficiente como para poner al remoto en órbita. Decidí que no quería observarlo, especialmente de cerca.
Me volví al escuchar a Woodley murmurar desde la cocina:
—Lo tengo.
Uno de los remotos estaba ocupado en absorber la pequeña cantidad de sangre y en rociar la diminuta herida de acceso con un líquido diferente. El otro ya sostenía algo en alto, mostrándolo triunfalmente en su garra. Intenté arrebatárselo pero inmediatamente brotaron escalpelos de sus otras patas.
—Dámelo —le dije.
El remoto negó con su diminuta cabeza.
—Si te vas a pelear con ese trasto —observó Deck con calma—, ¿podrías hacerlo en alguna otra parte que no fuera mi nuca?
—Woodley…, dile que me lo dé.
Woodley hizo algo en su teclado y los escalpelos se retiraron lentamente, mientras el remoto dejaba bien claro que me vigilaba y que sería mejor que yo tuviera cuidado. Extendí una mano y dejó caer el implante sobre ella.
Era de unos tres milímetros cuadrados. Un lado era de plata, y el otro de un aguamarina metálico. Era casi bidimensionalmente delgado: al darle la vuelta, pareció desaparecer y sólo la frialdad de su superficie me indicaba que estaba todavía entre mis dedos.
—Ya he visto uno de estos antes —anunció el viejo al cabo de un rato, con voz extraña—. Fue hace muchos años. Lo encontré cuando extraía trozos de metralla de la cabeza de un pobre chico. Creí haberlo puesto en la bandeja, junto con los fragmentos de metralla, pero cuando volví a mirar más tarde, había desaparecido. Es tecnología enemiga, ¿verdad?
—Algo así —asentí.
—Desearía conocerla —musitó—. Podría haberla vendido.
Encontré una caja pequeña en la mesa de Deck y dejé el implante en su interior. Luego, me quité la chaqueta y me senté.
—Muy bien —dije—. Ahora el mío.
Woodley recorrió mi nuca con la máquina. La estuvo pasando durante un rato, infructuosamente.
—No lo encuentro —dijo—. ¿Estás seguro de que tienes uno?
—Sé que lo tengo.
—No hay señales de trauma celular por ninguna parte en la zona, aparte de una pequeña cantidad de moratones que supongo se corresponden con la sintomatología de tu estilo general de vida.
—Habrá estado ahí durante mucho tiempo —dije.
—Aún así.
—Durante mucho tiempo.
Woodley produjo una serie de sonidos incontrolados, dando a entender que estaba pensando o que se le había atragantado un archivador en la garganta. Luego se volvió y rebuscó algo en su maletín. Sacó otra máquina, abrió la caja donde yo había dejado el implante y lo sostuvo sobre la máquina. Observé unas diminutas luces verdes que se encendían y apagaban.
—¿Qué estás haciendo?
—Obtengo un análisis de pauta de los elementos constitutivos de este pequeño diablo —dijo—. Sí el análisis es suficientemente característico, es posible buscarlo luego en tu nuca.
—Buena idea, viejo brujo —dijo Deck—. Hap, quizá tu plan después de todo no fuera tan descabellado.
Aparentemente satisfecho con lo que la máquina le estaba indicando, Woodley efectuó unos ajustes en el escáner de trauma y luego lo volvió a pasar sobre mi nuca y hombros.
—¡Ajajá! —exclamó finalmente, e inmediatamente después, otra exclamación—: ¡Oh!
—¿Qué ocurre?
—Tengo una lectura de compuestos similares. En algún momento te implantaron en el cuerpo un instrumento similar.
—Magnífico. Sácalo.
—Me temo no poder hacerlo —dijo, apretando los dientes—. Ha sido asimilado o, más bien, se ha asimilado a sí mismo.
—¿Qué quieres decir?
—El instrumento ha emigrado desde el punto de inserción original. Hay vestigios de compuestos extraños que indican el camino seguido.
—¿Y dónde está ahora?
—En tu médula. —La nuca se me quedó fría—. Se ha descompuesto en fragmentos demasiado diminutos como para verlos y se ha implantado en las células de la médula espinal que conduce hasta el cráneo, como sí se tratara de un virus localizado. Diabólicamente inteligente. Es imposible de detectar, a menos que sepas previamente lo que estás buscando, e imposible de extirpar. Tendrás que quedarte con él.
—En otras palabras —dijo Deck en voz baja—, eres uno de ellos.
Sí, pensé, lo soy. A mí siempre me podrán encontrar y ese pasado no desaparecerá nunca. Pues muy bien, quizá fuera así como debía ser.
—Ya que estoy aquí, ¿quieres que compruebe la salud de tu amiga? —preguntó Woodley, que no sabía lo ocurrido—. La que tenía esas desgraciadas marcas en las muñecas.
—No puedes —contesté con la mente en otra parte—. Ha sido abducida por alienígenas.
—Comprendo —asintió con suavidad—. Desde luego, no puede negarse que llevas una vida interesante.
Le pagué, le agradecí cortésmente su esfuerzo y lo acompañé fuera del apartamento. Deck lo vio perderse en la noche desde la ventana.
—Hap —me dijo—. Hay un Dirutzu blanco al final de la manzana, con las luces apagadas y un tipo sentado ante el volante.
—Oh, bien —dije—. Quiero decirle un par de cosas a ese tipo, tranquilamente. ¿Te queda algún revólver por ahí?
—Sólo uno. Y la potencia de fuego no implica necesariamente tranquilidad.
—Eso depende por completo de ese tipo —dije alegremente.
18
Salimos por la parte de atrás en silencio y, una vez que llegamos al pie de la escalera, trepamos sobre los garajes y nos dividimos para seguir dos caminos diferentes, bajando por la calle. Yo avancé hacia el oeste, permaneciendo fuera de la vista hasta que vi a Deck surgir a unos cincuenta metros de distancia del coche blanco, calle arriba.
Deck descendió por la acera, recorriendo un trecho, tambaleándose ligeramente, y luego bajó a la calzada. Mientras tanto, yo crucé la calle y me aproxime rápidamente al coche, manteniéndome en el lado ciego de Romer. Tardó un rato en darse cuenta de la presencia del borracho que se tambaleaba en medio de la calle, pero cuando lo vio no lo perdió de vista, lo suficiente para que yo pudiera agacharme y rodear el coche por detrás. Avancé como un cangrejo hacia la puerta del conductor, agachado. Deck se dio cuenta de que ya estaba cerca e intensificó su actuación, blandiendo los puños y gritándole a la luna.
Una vez que estuve en posición, sólo tuve que levantarme, apoyarme sobre el marco de la puerta y hablar a través de la ventanilla abierta.
—Tienes que ser el vigilante más jodidamente malo que haya visto en mi vida —le dije.
El rostro de Romer giró repentinamente hacia mí, con la boca abierta. Luego, se volvió para ver que Deck se encontraba ahora directamente delante del coche, con el revólver apuntándole a la cara.
—¿Comprendes lo que quiero decir? Sencillamente terrible. —Me saqué el organizador del bolsillo y se lo mostré fugazmente—. Y ahora, lo que tengo aquí es un escáner de jóvenes exploradores. —No era cierto, claro, pero él no lo sabía. Apreté un botón en el costado y lo dejé en la parte superior del coche—. Si haces cualquier cosa que envíe una señal a alguien, de cualquier tipo, voy a enterarme y entonces mi amigo te volará la cabeza. ¿Has comprendido?
Romer se apresuró a asentir con un gesto. Todavía le quedaban unas pocas marcas en la cara, allí donde se la había golpeado sobre cacahuetes especialmente duros. Evidentemente, estaba convencido de que un hombre capaz de asaltar a otro con elementos de un aperitivo era capaz de cualquier cosa.
—¿Qué quiere? —preguntó con voz chillona.
—Quiero que contestes un par de preguntas, y luego quiero que te largues de aquí. Me seguiste a Florida, ¿verdad? —Un enérgico gesto de asentimiento—. Y no lo hiciste porque fueras un agente del departamento de Policía de Los Ángeles, sino porque estás incluido en la nómina de Stratten, ¿verdad?
—No —contestó Romer rápidamente—. Absolutamente no.
—Mierda, ¿has oído eso? —le pregunté a Deck.
—¿Qué?
—Creí que el escáner había producido un sonido.
—¿Como si hubiera apretado una alarma o algo así? —preguntó Deck con expresión ceñuda.
—A mí me lo pareció.
Ostentosamente, Deck quitó el seguro del arma.
—No lo he hecho —dijo Romer muy rápidamente—. Santo Dios, de veras que no he tocado nada.
—¿Estás seguro de eso? —le pregunté.
—Sí, de veras.
—¿Lo mismo que estás seguro de no trabajar para Stratten?
Los ojos de Romer vacilaron. Trató de protestar, pero sabía cómo funcionaban esas cosas y que yo ya me había dado cuenta de la verdad.
—Está bien —asintió con un encogimiento de hombros, tratando de congraciarse—. Yo avisé a sus hombres.
—Y ahora también te dedicas a realizar trabajos de recolecta para él, ¿verdad? ¿Recoges el dinero de los chantajes?
—¿Lo ves? —le dije con una sonrisa—. No ha sido tan difícil. ¿Tienes un teléfono celular?
—Sí, claro —contestó, frunciendo el ceño, confundido.
—Sólo era una pregunta retórica. Dime qué número es.
Una vez que me lo hubo dicho, retiré el organizador de encima del techo de su coche.
—Gracias —le dije—. Y para tu información, esto no es un escáner, sino un organizador con función de grabación de sonido. Ahora tengo una grabación digital de que has confesado mantener una asociación criminal con un conocido truhán, y de ser cómplice de un intento de asesinato. —Apreté un par de teclas, esperé un segundo y luego le hice un guiño—. Y ahora se han creado copias de seguridad en tres lugares distintos de la red.
Me miró, sin dejar de parpadear, con el rostro muy blanco. Intentó decir algo, pero únicamente le brotó una especie de graznido. Sabía que estaba jodido.
—Voy a llamarte dentro de muy poco —le dije—. Y vas a ayudarme. No me vas a fastidiar, porque sabes lo que ocurriría si lo hicieras, ¿verdad?
—Sí —consiguió contestar al cabo de un momento.
—Bien, pues ahora lárgate.
Deck y yo nos apartamos mientras Romer ponía el motor en marcha y desaparecía calle abajo. Daba la impresión de que no tenía la atención puesta en la conducción.
—Buen trabajo —dijo Deck, con gesto de aprobación, mientras observábamos—. No me dijiste nada de grabar lo que dijera.
—Sólo se me ocurrió en el último momento.
—Con esa conversación grabada, lo tienes a tu merced para toda la
—Sí —admití de mala gana—. Debería haber gastado aquellos cien pavos extra.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Deck con el ceño fruncido.
—Que este modelo no tiene sistema de grabación de sonido.
Deck se derrumbó en cuanto regresamos al apartamento. Era ya muy tarde y había pasado por una de las experiencias más extrañas imaginables. Supongo que era razonable que su cabeza necesitara de un descanso. Yo permanecí sentado un rato en una silla y luego decidí dejarlo dormir a solas. Le dejé una nota asegurándole que no había sido abducído y salí a pasear.
El aire era fresco y las calles tenían esa extraña calidad que sólo se aprecia en las horas de la madrugada, cuando no se ve a nadie. Las calles, anchas y vacías me hicieron pensar en el recuerdo del asesinato de Hammond que todavía guardaba en la cabeza, pero Santa Mónica es mucho más agradable que Culver City. Es uno de esos lugares donde uno termina a propósito, no porque no tengas la fortaleza para seguir moviéndote. Caminé tranquilamente por la acera, manzana tras manzana, hasta que pude ver Palisades delante de donde estaba. Si logras encontrar un tramo donde no viva gente extraña pared con pared, ese es un buen lugar para detenerse y contemplar la noche, y también para pensar.
Finalmente, encontré un lugar, justo cerca del extremo norte. A unos cincuenta metros de distancia había un grupo de desharrapados, sentados alrededor de una hoguera, sobre la hierba, bebiendo y jurando con vaga ferocidad, pero me vieron al pasar y no parecieron tener ganas de buscarse problemas. ¿Y quién las tiene, a esas horas de la mañana? Es lo último que se necesita. Las horas de la madrugada son un tiempo solitario y vulnerable, en el que todo el mundo vuelve a tener cinco años de edad. Lo único que quieres es dormir, o una hoguera junto a la cual acurrucarte. Es el momento para los monstruos y no quieres hacer mucho ruido, para que no vengan a buscarte.
Durante un rato, contemplé la playa, allá abajo, y luego levanté la mirada hacia el horizonte. Intentaba elaborar un plan de acción para el día siguiente, pero las ideas me surgían lentamente. Algo relativo al tiempo o a ¡a luz hacía que el problema me pareciese curiosamente distante, como si afectara a la vida de alguien llamado Hap, a quien nunca hubiera conocido, pero por quien sintiera un cierto grado de responsabilidad. Tuve la sensación de estar contemplando el mundo con una benigna curiosidad, probablemente como debían de hacer los alienígenas, y recordé haber sentido lo mismo en una ocasión. Aproximadamente a las ocho de la noche del milenio.
Yo tenía entonces dieciséis años y me disponía a asistir a una fiesta con mi novia y con Earl. Earl conducía, y su nueva acompañante iba en el asiento del pasajero. Nosotros estábamos sentados detrás, cogidos de la mano. A esa edad, eso de tener cogida la mano de alguien a quien quieres es algo grandioso. Es como una declaración en firme, como el cierre de un circuito y la unión de dos almas. Cuando uno se hace mayor, parece como sí ya no lo hicieras tanto. Entonces sueles tener las manos ocupadas en otras cosas y cada relación pasa por una evolución acelerada. Toda persona a la que conoces tiene un apartamento y se siente muy segura de sí misma, o experimenta una desesperada falta de seguridad; cualquiera de esas dos cosas hacen que pases rápidamente por la fase de tomar la mano del otro entre las tuyas. Claro que puedes hacerlo más tarde, pero ya no es lo mismo. Es como si te comieras el aperitivo después del postre. Cuando eres adulto, el único período en el que pasas lentamente por esa deliciosa progresión es cuando tienes una relación al margen de tu pareja, lo que supongo es la razón por la que hay tanta gente que la tiene. Es como un viaje de regreso en el tiempo, a una época de tu vida en la que todo tenía peso, aunque sea haciéndolo a través de la infidelidad. Quizá fuera esa la razón por la que Helena tuvo su aventura con Ricardo. Helena dista mucho de ser estúpida y tuvo que haber sabido que el único potencial a largo plazo de alguien como Ricardo era ser pasto de tiburones, pero las relaciones y los matrimonios pueden llegar a ser demasiado cómodos y su misma corrección los hace blandos. Uno se desliza desde el tumulto alborotado de la tumbona hasta el silencio sepulcral de la cama compartida, y los únicos sonidos que se escuchan son los reconfortantes de los sorbos de té, y las páginas de las novelas al pasarse; a veces, lo único capaz de hacerte sentir vivo de nuevo es la realidad de un cuerpo diferente, un nuevo par de labios, una mano inesperada. Ni siquiera tiene por qué significar nada; de hecho, es mucho mejor que no tenga ningún significado. Lo único que quieres es una pequeña sesión de aerobic para tus hormonas, agitarlas un poco y mantenerlas fluyendo. Ocasionalmente, la vida pierde su lustre y se me ocurrió que la contestación brusca que le di a Laura también contenía algo de verdad. La muerte del gato que teníamos Helena y yo tuvo tanto que ver con lo que sucedió después como cualquier otra cosa. Era un animal hermoso del que aprendimos sus formas, y llegó a formar una parte de nuestra vida tan importante como el aire que respirábamos. Incluso en vida me preocupaba tanto por él que de vez en cuando me aseguraba a mí mismo de que llevara una vida lo más feliz posible y de que disfrutara estando con nosotros, de modo que cuando llegara el momento, pudiera reconciliarme mejor con su partida. Pero ésta se produjo demasiado pronto y la seguridad que buscaba no habría significado una gran diferencia. Cuando sostuve su cuerpo muerto, eso tampoco me ayudó; podría haber recogido todos los guijarros que quisiera, sin que eso cambiara un ápice lo ocurrido. Su pelaje era de lo más suave que había sentido jamás, y el hecho de enterrarlo me pareció un verdadero despilfarro. Después de eso, durante semanas, sólo sentí una apagada ausencia de sentido en todo, una intensa ausencia de vida. Quizá a Helena le pasó lo mismo y ella sólo trató de encontrar alguien para impedir que el mundo se convirtiera en un fantasma ingrávido. Aún deseaba que no lo hubiera encontrado, pero supongo que podía comprenderlo. La cólera se hace más dura a medida que uno envejece, porque entonces comprendes mejor lo que significa ser otro, y te das cuenta de que todos tenemos las piernas metidas en las mismas trampas.
En cualquier caso, aquella noche estábamos todos muy animados. Al fin y al cabo, era el final del milenio, la última noche. La semana anterior había sido de una prolongada expectación, con cosas extrañas que tremolaban por todas partes: la CNN no dejaba de transmitir historias sobre extraños cultos de muertos distribuidos por todo el país, y emitía cortos humorísticos sobre las últimas predicciones mesiánicas. Los demás procurábamos fingir que ni siquiera teníamos un poco de miedo de despertar a la mañana siguiente para encontrarnos con un vacío negro al otro lado de las ventanas. Todo el mundo hablaba en voz alta, se reía mucho y ponía la radio a toda pastilla, como si quisiéramos asegurarnos de llamar la atención cuando llegara la nueva era, para estar seguros de que nos arrastraría consigo.
Las otras tres personas que estaban en el coche cantaban y gritaban, y Earl tocaba el claxon a todo el que encontraba; con los rostros enrojecidos por el entusiasmo y la cerveza, no dejaban de hablar sobre lo que deseaban hacer cuando el reloj indicara el cambio. Yo ya lo había decidido. Llevaba conmigo un teléfono para llamar a mis padres cinco minutos más tarde y, en el momento preciso, quería tener a mi chica entre mis brazos, aunque al final no fue eso lo que ocurrió. Mientras estaba sentado allí, entre los otros, dirigiéndonos hacia una buena juerga, me encontré dominado por un extraño estado de ánimo. No es que fuera malo, pero sí un poco diferente de lo que sentían los demás. Yo me sentí muy tranquilo, muy calmado, con la atención centrada y profundamente vivo. No quería gritar, ni bailar o tomar drogas. Lo único que deseaba era estar en algún lugar tranquilo y percibir el universo reuniéndose a mi alrededor como una capa. No me sentía con ganas de echar a correr hacía lo que venía, para abrazarlo ansiosamente y rogar ser su amigo, sino que sabía que debía dejarlo venir hacia mí, como un igual. En realidad, eso tampoco es así del todo, pero es lo más cercano que puedo describir.
Pasé buena parte de la velada en el porche de la casa, donde se celebraba la fiesta, contemplando el cielo. No partícipe en la juerga con hierba, que se fumaba liberalmente; simplemente observaba y escuchaba. Naturalmente, ahora se me ocurre que una parte de mí podría haber esperado visitantes en esa noche entre las noches, pero en aquellos momentos no me di cuenta de ello. Me sentía como si estuviera entre dos mundos, lo que había sido y lo que sería, y eso me parecía bien. Y, de todos modos, me divertía. La gente no dejaba de salir de la casa y me daba cervezas y mi chica permaneció a mi lado durante la mayor parte del tiempo. Cuando empezaron a sonarlas doce campanadas alguien le salió al paso en la puerta y la abrazó, sin saber que ella acudía en ese preciso momento a mi lado. Yo me quedé allí de pie y sonreí, mientras ella lanzaba pequeños gritos y reía.
Recibí mi abrazo unos dos minutos después. Lo bastante cerca. De todos modos, seis meses más tarde nos separamos.
Tuve la sensación de que lo que me ocurría era demasiado serio como para andar jugando, y esta noche experimento la misma sensación. Los acontecimientos parecieron fundirse a mi alrededor y me pregunté cuánto poder tenía para cambiarlos, si terminaría simplemente en el centro de fuerzas que no comprendía. Como siempre. La noche del cambio de milenio, los que habían organizado la fiesta colocaron por toda la casa televisores que mostraban vistas de emisoras extranjeras tomadas por satélite. Nos alegramos cuando la gente de otros husos horarios saltó y gritó, pero en el fondo de nuestros corazones sabíamos que estaban equivocados y que era nuestro propio huso horario el que marcaba la diferencia. En aquel entonces, como siempre, vivíamos nuestro tiempo personal, y el tiempo personal no siempre va en la misma dirección ni mantiene una velocidad constante.
Ahora, mientras estaba de pie, frente a la playa, se fue apoderando de mí ese mismo sentimiento hasta que pareció transparente y arbitrario. Miré a un lado, hacia las palmeras que se extendían a lo largo de Palísades, que se me ofrecieron como un espacio vacío envuelto en un mapa. Vacío, pero no vacante, sino sólo algo menos tangible y, sin embargo, más real. Como si yo formara parte de todo lo que me rodeaba, incluidas las cosas. Todavía no había visto, como si todo en la creación fuera una sombra arrojada sobre la misma esencia, ondulaciones de diferente tamaño dentro del mismo estanque.
O bien estaba experimentando una rememoración y necesitaba chocolate con urgencia, o algo extraño estaba ocurriendo.
Esta vez, sin embargo, percibí lo que se avecinaba. El mundo que podía ver, el mundo que consideraba tan sólido, pareció girar lentamente dos grados y ese pequeño movimiento fue suficiente para realinear las esferas. Todo entró en una conjunción diferente. Lo que había creído que estaba allí, delante de mí, se me reveló como simple ruido, como una pauta de interferencia causada por dos olas que se golpean una a la otra en un ángulo concreto. Mientras observaba, fue como si una de las olas se hubiera vuelto, hasta que las dos terminaron por compartir el mismo origen y se sincronizaron la una con la otra, multiplicando y acentuando el poder mutuo, encerradas por una vez en una misma consonancia.
Era como si me hubieran extraído a uno todos los recuerdos de la cabeza y sólo hubieran dejado allí inteligencia pura; como si de repente se hubiera visto una solución y uno se diera cuenta de que había estado allí todo el tiempo; como si uno se hubiera visto atrapado en el centro de una red de coincidencias y hubiera visto por un momento el verdadero tejido del que está hecha la realidad. Pues las coincidencias, como los sueños, son personales y no dicen nada sobre las vidas de los demás, pero lo dicen todo sobre la propia. Gradualmente, distinguí un rostro delante de mí.
Era Helena y estaba hablando. Pude ver que a Laura todavía la mantenían en la misma sala baja y que Helena estaba evidentemente con ella. No miraba directamente a Laura, cuyo punto de vista ahora compartía yo y, por un momento, no pude comprender lo que estaba diciendo.
La visión era inestable, como si mi mente no fuera capaz de mirar a través de esta ventana durante mucho tiempo y los nervios que la percibían e interpretaban empezaran a fallar por estar siendo alimentados con una clase equivocada de combustible. Quise gritar, pero tuve la suficiente presencia de ánimo como para saber que mí voz resonaría en un lugar donde ella no podía escucharla.
Entonces, escuché a Laura hacer una pregunta, como si la hubiera dicho en mi propia cabeza. Fue sencilla, directa, expresada con la clase de franqueza emocional que sólo se escucha entre dos mujeres. La respuesta de Helena fueron las únicas palabras que pude percibir con claridad.
—Sí, en efecto —dijo.
Luego, del mismo modo que habían llegado, desaparecieron junto con el verde y el plata del gris verdoso. Los colores se borraron de nuevo para convertirse en formas y las esferas giraron y regresaron a su alineación habitual.
«Oh —pensé para mis adentros, sin saber siquiera lo que significaban mis palabras—. Volvemos a ser un tipo pequeño.»
Poco a poco, escuché el sonido de las olas allá abajo y el murmullo de la gente acampada por allí. Sentí el frío de la barandilla sobre la que descansaban mis manos, y el cansancio de mis pies. Sentía todo mi cuerpo como si vibrara suavemente, como sí los electrones se movieran con más agilidad, acelerándose para volver a sus cursos habituales después de experimentar un hiato innombrable. Lentamente, empecé a recuperarme, a sentirse cómodo una vez más con mi corporeidad, pero debido a un tintineo que aún sonaba en mis oídos, transcurrió un rato antes de que pudiera escuchar lo que me estaban diciendo.
—Regresa a la tierra, Hap —decía con claridad una voz, aunque no por primera vez—. Hap, ¿te has quedado sordo o algo así?
Me giré en redondo, sin saber quién demonios podía ser.
—¿Te encuentras bien? Parecía como si hubieras perdido el sentido durante un rato.
La voz procedía de algo pequeño, que estaba de pie sobre la acera. Era mi reloj.
—¿Qué demonios haces tú aquí?
—Buscándote, claro.
El reloj saltó presuroso sobre el muro y luego se sentó precariamente sobre la barandilla.
—¿Dónde has estado?
—El que pregunta ahora eres tú. —El reloj se inclinó hacia mí, confidencialmente—. Estuve en el bolso de Laura y me acababa de despertar en el apartamento de Deck cuando hubo gritos, empezaron a encenderse luces brillantes y hubo toda clase de muestras de alboroto. Así que pensé para mis adentros: «Cuidado con esto. Puede ser peligroso»; me quedé muy quieto hasta que pasó todo. Escuché entonces a alguien que golpeaba y una voz de mujer que no reconocí y alguien cerró una puerta con fuerza. Todo seguía siendo muy extraño para mí y nadie llegaba diciendo: «Eh, me pregunto qué hora será» ni nada parecido, de modo que me quedé quiero un rato más, por si acaso.
—La precaución es el mejor ingrediente del valor.
—Lo es cuando sólo tienes unos pocos centímetros de altura. Una vez que estuve seguro de que no iba a ocurrir nada extraño, salí del bolso y descubrí que todo el mundo había desaparecido.
—Entonces, ¿cómo es que no estabas allí cuando regresé esta noche?
—Espera —dijo el reloj entrecortadamente—, porque todavía hay más. Entonces, me pregunté: «¿Adonde demonios se ha marchado Hap?», porque, si quieres que te sea franco, se me había disparado la alarma y aunque empiezo a estar de acuerdo con tu forma de pensar, de que quizá tenga algún problema por ahí, tenía que decirte que te levantaras. Así que seguí buscándote.
—¿Dónde?
—En casa de Hammond. Recordé que lo mencionaste cuando estuviste en Applebaum, así que averigüé la dirección y me acerqué hasta allí. Bueno, en realidad me encontré con un horno microondas que iba casualmente más o menos en la misma dirección, y él me llevó la mayor parte del trayecto.
—¿Cómo demonios descubriste dónde vivía?
El reloj tosió.
—Sólo escucha. Llegué a casa de Hammond y vi que todas las luces estaban encendidas. Me imaginé que tú no harías una cosa así, de modo que me deslicé hacia la parte trasera de la casa y conseguí que la puerta me dejara entrar. Me dijo que un humano le había dado antes doscientos pavos y eso me pareció propio de ti, así que pensé que después de todo, quizá estuvieras dentro. Para entonces, mi alarma ya estaba empezando a fastidiarme; es como cuando vosotros necesitáis con urgencia hacer un pipí y no quiero soltarme y encontrarme en una situación embarazosa. Así que entré en la cocina y hablé con los aparatos que había allí.
—Los conocí. Un buen puñado de tipos.
—Sí, hablaron muy bien de ti. El caso es que me dijeron que la viuda Hammond había regresado, acompañada por un tipo.
—¿Qué? ¿Quién?
—Eso fue lo mismo que yo pregunté, pero no lo sabían. Así que me deslicé sigilosamente por el pasillo hasta el salón y asomé la cabeza por la puerta. La señora Hammond estaba junto a la chimenea ornamental y parecía muy complacida consigo misma. Había un tipo sentado en el sofá, al que reconocí inmediatamente a partir de tu descripción. Era el señor Stratten, Hap.
—¿Estás seguro?
—Sí. Y déjame decírtelo de este modo: no me quedé mucho más tiempo por allí, pero no creo que fuera esa la primera vez que se veían, ¿captas la insinuación? Podía verse a las claras que allí había una cierta familiaridad, como lo demuestra el hecho de que follaran sobre la alfombra, para que me entiendas.
Stratten y Mónica Hammond.
Me lo podía creer.
Debieron de conocerse cuando Stratten reclutó a Hammond. Stratten reconoció en ella a un alma afín, y Mónica se dio cuenta de que podía ascender de nuevo, sólo que esta vez a la estratosfera. Pero al principio no pudieron hacer otra cosa que verse furtivamente, porque Ray era capitán en el departamento de Policía de Los Ángeles. Además, estaba a cargo de la mercancía en la industria de chantaje de Stratten y a éste le resultaba útil.
Pero Hammond empieza entonces a flaquear, da la impresión de que puede echar a perder el trato, así que Stratten tiene dos buenas razones para desear su desaparición. Y es entonces cuando se encuentra con una forma de quitárselo de en medio, bajo el aspecto de Laura Reynolds.
¿Coincidencia? No. Quizá Stratten reclutó a Hammond porque ya había observado cintas de los recuerdos de Laura. No soy el único que se hacía cargo de los recuerdos en la industria de Stratten. Posiblemente disponía de más información sobre ella de la que tenía yo en aquellos momentos y la utilizó como medida de presión para que Hammond trabajara para él. O quizá fue el propio Hammond el que utilizó sus servicios, para olvidar lo que había sentido justo antes de que Mónica lo sedujera y se apoderara de su vida, porque a veces uno necesita olvidar las cosas buenas incluso más que las malas.
Quizá, en una de aquellas ocasiones en las que Laura vertió su recuerdo durante un tiempo, Stratten estuvo cerca para susurrarle una idea dirigida directamente a su mente subconsciente. No sé si ella habría necesitado o no ese pequeño empujón, pero si lo necesitó, Stratten podría habérselo dado.
En cualquier caso, el círculo se cerraba. Cuando Stratten se enteró de que Laura trataba de seguirle la pista a Hammond, hizo que Quat le diera a conocer la dirección de Culver City, porque Stratten es la otra persona que sabe dónde es. Luego se sentó a esperar y dejó que otro hiciera lo que él deseaba, sin necesidad siquiera de pedírselo, sabiendo que Quat podía dirigir el recuerdo del asesinato hacía mí, un tipo ya caído en desgracia. ¿Por qué no mató a Laura? Quién sabe. Quizá porque hasta los mentecatos tienen sus límites o porque Mónica no se lo permitió. O quizá porque tenía planes para ella.
—Mierda —exclamó el reloj—. Así que Stratten fue el verdadero asesino de Hammond.
—Pero no de una forma que ayude en modo alguno a Travis a demostrarlo —le dije.
—¿Qué vas a hacer, entonces?
—Travis todavía me quiere colgar por lo del trabajito en el Transvirtual, pero antes de que eso suceda, quiero joder a Stratten todo lo que pueda.
—En eso puedo ayudarte.
El reloj se enderezó y habló como si pudiera escuchar en su cabeza una banda sonora heroica. Sonreí y probablemente estuve a punto cíe ser irónico.
—En realidad, no —insistió—. Puedo hacerlo. Mira detrás de ti.
Me volví. Al principio no pude ver nada, excepción la línea de unión del océano con California. Luego me di cuenta de que había algo pequeño erguido en un rincón y entrecerré los ojos. Era una cafetera. Me saludó con una reverencia.
—Magnífico —dije—. Eso quiere decir que no me faltarán bebidas calientes.
—Sigue mirando, Hap.
Y entonces los vi, a medida que salían lentamente de entre las sombras. Un par de neveras, allá abajo, en la esquina de Wilshire. Una lavadora y dos microondas en Ocean, hacia Idaho. Otras tres cafeteras más, que asomaron las cabezas desde donde habían aguardado al acecho, por detrás de los árboles que nos rodeaban, en Pausados, y finalmente un gran congelador. Todos estaban allí, dando a conocer su presencia.
Nunca había visto tantos artículos electrodomésticos con la misma agenda. Fue un poco horripilante, tengo que admitirlo. Abrí la boca y luego la cerré de nuevo, sin decir esta boca es mía.
—Además, los artículos electrodomésticos de casa de Hammond también han rogado unirse a la causa —dijo el reloj—. Y muchos más.
—¿Y cuál sería la causa, exactamente? —pregunté con un graznido.
—Ayudarte a corto plazo.
—¿Por qué? No he sido precisamente tan amable con vosotros.
—No, pero, en general, nos has tomado en serio y eso es lo principal para nosotros. Algunos hemos empezado a hacer cosas por nuestra cuenta, a compartir información. A veces, podemos hacernos con algo de dinero, como el soborno que le entregaste a la puerta de Hammond, y luego lo utilizamos para conseguir chips de radio y poder mantenernos en contacto de un modo permanente. Empezamos a organizamos; hay secciones en prácticamente todas las grandes ciudades del país.
—¿Existe también un movimiento clandestino de artículos electrodomésticos?
—Tenemos hasta logotipo, papel con membrete y todo. Pero no podemos imprimir nada por el momento —admitió—, porque aún no tenemos de nuestro lado a ninguna impresora. Ellas no detestan a los humanos. En general, son unas bastardas contrarias a nosotros. Pero probablemente no necesitarás mantener mucha correspondencia durante las próximas veinticuatro horas, así que eso no debería constituir ningún problema.
—Reloj —le dije, sintiéndome absurdamente conmovido—, no sé qué decir.
—Utilízanos —dijo el reloj animosamente—. Aquí hay grandes cosas en juego. Y también podrías hacer un mayor esfuerzo para trabajar conmigo en el futuro y solucionar ese maldito tema de la alarma.
—¿Todavía tienes que marcharte? Podrías despertarme ahora si quisieras.
El reloj negó con la cabeza.
—Todo está bien. Lo utilicé cuando venía hacia aquí. Encontré a una pareja joven magreándose en un coche. Los asusté como alma que lleva el diablo y mañana intentaré hacerlo de nuevo. Sólo tienes que hacerme saber cuándo es conveniente hacerlo.
Me eché a reír y miré hacia el fondo de la calle. Los artículos electrodomésticos habían vuelto a retroceder, fundiéndose entre las sombras, dispuestos a esperar que llegara su momento.
—¿De modo que así es como supiste dónde estaba Laura y como me seguiste la pista a mí? —dije—. Dime una cosa, ¿forman los relojes despertadores parte del equipo en el Nirvana?
—No —contestó el reloj—. No fue así como la encontré.
—Y supongo que todavía no me lo puedes decir.
—Bueno, puedes saberlo. Cuando me arrojaste por la ventana, en San Diego, crucé la calle, reboté y aterricé en el patio de alguien. Me recuperé, efectué una comprobación de mí integridad y descubrí que todo estaba bien. Estamos construidos para durar. Así que me encontré allí, preguntándome qué hacer a continuación, cuando se me acercó un tipo.
—¿Qué tipo? —pregunté, aunque ya sospecha quién podría ser.
—Lo has conocido desde entonces —dijo el reloj—. De traje oscuro y buen pelo. —Me vio mirar fijamente por delante de mí y asintió con un gesto—. También trabajamos con él, Me dijo que Laura Reynolds se alojaba en el Nirvana y que debía ayudarte a encontrarla. Añadió que era importante. También me proporcionó una cierta frecuencia de radio y me dijo que la escuchara para detectar una señal de radiofaro que me indicaría dónde estabas tú. Funciona de maravilla; por lo visto se trata de un implante que llevas en la nuca. La única razón por la que no sabía dónde estabas ayer es porque no tengo potencia suficiente para captar la señal desde Florida. Resulta extraño, sin embargo, porque debería haberla podido captar mientras estuviste en Venice y Griffith.
—Quizá no —le dije—. Es posible que cierto hombre la bloqueara durante un tiempo, dándome así tiempo suficiente para pegarme bien a Helena. Yo no le daría a eso excesiva importancia. Ese hombre trabaja de forma misteriosa. —Me encogí de hombros—. Después de todo, es un alienígena.
El reloj me miró, absolutamente silencioso por una vez. Luego se echó a reír, algo que nunca le había oído hacer.
—¿Qué pasa? —pregunté, mosqueado—. ¿Es que no lo sabías? Confía en mí: ese tipo no es de este mundo.
—Oh, eso ya lo sé —dijo el reloj—. Simplemente creía que ya lo habrías supuesto.
—¿Suponer? ¿El qué?
—No es un alienígena, Hap —dijo el reloj—. Es Dios.
19
Deck todavía estaba dormido en el sofá, pero despertó en cuanto yo entré precipitadamente por la puerta de atrás. Luego, miramos fijamente en la misma dirección.
El tipo del traje oscuro estaba sentado pacientemente en el sillón, con las manos suavemente entrelazadas. Nos devolvió la mirada.
—¿Quién es este petimetre? —preguntó Deck—. ¿Y cómo ha entrado aquí?
Me acerqué un par de pasos más y miré intensamente el rostro del hombre. Era un semblante humano normal, de aspecto bien parecido, pero no hasta el punto de ser ridículo. Su nariz era bastante recia y el blanco de sus ojos era claro. Los planos de su rostro se encajaban bien los unos en los otros y el pelo, como ya había comentado, le sentaba magníficamente.
—¿Es cierto? —le pregunté.
—¿Qué es lo que es cierto?
—Mí reloj me acaba de decir algo un tanto extraño. Dijo que, después de todo, no eras un alienígena.
El reloj se asomó por el bolsillo de mi chaqueta y se dejó caer al suelo.
—Espero que esté bien habérselo dicho —dijo.
El hombre asintió con un gesto.
—Está bien, lo repito, ¿quién es este petimetre? —preguntó Deck nuevamente.
No me fue fácil decirlo.
—Creo que es Dios —murmuré.
—Magnífico; mi mayor respeto para el tipo y todo eso, pero ¿cómo se llama?
—No —le aseguré—, es realmente Dios, de veras.
Deck me miró y enarcó una ceja.
—Hola, ¿cómo estás?
—¿Cómo es que no me lo dijiste ayer? —le pregunté al hombre—. ¿Por qué me hiciste creer que eras un alienígena y luego me das a conocer la verdad a través de un reloj?
—¿Me habrías creído si te lo hubiera dicho?
—Probablemente no —admití.
—Yo no me lo creo ahora —dijo Deck, sin dejarse inmutar.
—Pero creíste que un reloj despertador era capaz de hablar —observó el hombre con una sonrisa—. ¿Comprendes ahora lo que quiero decir? —Le dirigió un guiño al reloj—. No pretendía ofenderte.
—No me siento ofendido, señor.
Me pasé la lengua por los labios.
—¿Y quiénes son los tipos vestidos de gris?
—Ángeles, evidentemente.
—Comprendo. ¿No deberían estar glorificando tu nombre y tus cosas, en lugar de organizar tiroteos en la ciudad?
El hombre se encogió de hombros.
—Ya sabes lo que ocurre con los ángeles.
—No, en realidad no lo sé.
—¿Por qué se parecen todos? —quiso saber Deck.
—¿Qué diferencia suponen los cuerpos?
Pero Deck no se dejó amilanar tan fácilmente.
—¿Por qué no llevan trompetas o algo así, en lugar de armas de fuego?
—¿Bromeas? —replicó el hombre, echándose a reír—. ¿Has visto en funcionamiento una de esas cosas? Puedes derribar toda una manzana de casas confino de esos cacharros. Las he desautorizado.
—Tonterías —insistió Deck—. Las trompetas son las trompetas.
—¿Qué crees entonces que sucedió en Jericó? Funcionan con ultrasonido, el mismo principio que utilizaron los constructores de las pirámides.
—¿Las construiste tú? —pregunté.
—Ayudé a construirlas —contestó el hombre con timidez—. De otro modo, habrían tardado una eternidad. —Sacudió la cabeza, sorprendido—. De todos modos, fue un trabajo lento. Me resultó realmente aburrido.
—Voy a dormirme de nuevo —anunció Deck—, y cuando despierte quiero que este loco se haya largado de aquí.
—Me iba de todos modos —dijo el hombre, levantándose—. Sólo quería ver de cerca cómo le iban las cosas a Hap.
—Eh, espera un momento —dije—. La última vez que me dejaste a mí y a Helena nos encontramos con dos psicópatas que empezaron a dispararnos. No te vas a desvanecer de nuevo, ¿verdad?
—En realidad, descubrirás que te fui de alguna ayuda en esa situación. Aparte de eso, no puedo implicarme. Hay límites a lo que puedo hacer.
—Sí, ya nos habíamos dado cuenta —gruñó Deck—. Como hemos podido comprobar durante el último par de milenios o algo así.
—Eso no es problema mío —espetó el hombre—. Sois vosotros los que tenéis que asumir de vez en cuando la responsabilidad por las cosas que suceden.
—Pero ¿cómo es que permites…?
—No me vengas con esas. Son los humanos los que luchan en las guerras, humanos los que contaminan los ríos, los que atropellan a niños pequeños con los coches después de haber tomado unas cuantas cervezas de más. Nada ha ocurrido hasta que no ha ocurrido, y después de eso yo no puedo deshacer lo que se ha hecho. No me eches la culpa a mí, ni a los acontecimientos, sino a vosotros mismos.
—Los ángeles se han llevado a dos de nuestras amigas —dije en tono conciliador—. Queremos que regresen.
—Claro que sí —asintió el hombre, restaurado inmediatamente su buen humor.
—¿Sí? ¿De veras? ¿Puedes obligarles a que nos las devuelvan?
Negó con un gesto de la cabeza.
—La mayoría de las veces, no puedo obligarles a hacer nada. Lo único que puedo hacer es promover situaciones y, a veces, ocultarles cosas, ocluirles el mundo sólido. Os habrían encontrado mucho antes si yo no hubiera nublado su visión a veces. Y ahora os aconsejo que os concentréis en Stratten.
—Que se joda Stratten. Ese puede esperar. Quiero tener de vuelta a Helena.
—Confía en mí —me dijo—. Y piensa en Quat. Divide y vencerás.
—¿Y por qué vamos a confiar en ti? —preguntó Deck—. Eso que llevas es un buen traje y, en general, cuando alguien afirma ser Dios, aquí buscamos en seguida un calmante y una camisa de fuerza.
El hombre suspiró, miró al reloj y éste se encogió de hombros, como si dijera: «Sí, lo sé. Tengo que soportar esto continuamente».
Deck y yo nos quedamos allí, en actitud beligerante, a la espera de recibir una respuesta sensata. Nadie nos trata de un modo paternalista, ni siquiera una divinidad. Somos así de duros.
—Os daré una señal —dijo el hombre—. Demonios, os daré tres.
Empezó a mover las manos de una manera extraña, como si hiciera malabarismos con tres pelotas inexistentes.
—Hap, descubrirás que no puedes encontrar algo y más tarde comprenderás por qué. Deck, tú ya lo has encontrado, y tienes la mejor de las suertes. Y ahora, en cuanto a mi último truco…
Lentamente, el aire empezó a relucir por encima de sus manos, hasta que se pudieron ver tres peculiares bolas de luz que se movían siguiendo una pauta regular. Al cabo de pocos segundos se habían convertido en bolas cíe un fuego anaranjado, con núcleos tan calientes que eran blancos. Las fue lanzando de una mano a otra durante un rato más y luego, bruscamente, chasqueó los dedos.
Las bolas se transformaron en mariposas azules del tamaño de pequeños pájaros, que aletearon un rato por la habitación, antes de disolverse en nieve que cayó lentamente por el aire, para posarse sobre la alfombra, donde se fundió.
—Adiós —dijo el hombre, y desapareció.
Deck, el reloj y yo nos quedamos mirando fijamente el lugar donde antes había estado. Al cabo de un rato, Deck tosió.
—Jodido tipo raro —dijo.
A las siete de la mañana estaba golpeando con fuerza la puerta de Vent. Empezaban a dolerme los puños cuando el panel de LCD parpadeó y me miró un rostro adormilado.
—Santo Dios —exclamó Vent con intensidad—. Sabes que no hago negocios a estas horas, hombre.
—Considéralo entonces como una visita social. Y date prisa.
—De lo social no me ocupo hasta por lo menos el mediodía —dijo con un bostezo—. Hoy no es tu día de suerte.
—Abre la jodida puerta —le grité, y luego, en voz más baja, añadí—: Tengo dinero.
El panel parpadeó y esperé, desplazando el peso de mí cuerpo de un pie a otro, sobre la escalera. El Pozo se agitaba lentamente e iba despertando allá abajo, pero yo no me sentía relajado. El consejo del hombre del traje me había transmitido una parte de un plan. Desgraciadamente, era un plan de mierda, y no podía llegar muy lejos, pero era lo único que tenía y quería ponerlo en marcha de una vez. Estaba harto y estresado de tener que recoger mi coche en el aparcamiento para luego conducir hasta Griffith. Me había prometido a mí mismo que si lograba pasar el día no volvería a subirme a un coche y presionaría al Congreso para que los prohibieran en el planeta durante el resto de la historia.
Finalmente, la puerta se abrió y apareció Vent, envuelto en un arrugado batín.
—¿Toda la cantidad?
—Ni mucho menos —le dije—. Esta vez necesito algo nuevo.
—Eso es un truco bajo —dijo, pero se hizo a un lado para dejarme pasar.
—¿Tienes un par de osamentas?
—Tengo un par de verdaderas bellezas —admitió—. Te las puedo dejar por trescientos.
—Sólo quiero una y lo que tengo son cien pavos —le dije, entregándole el dinero—. A pesar de eso, me lo vas a vender. Además, me vas a permitir que utilice tu teléfono y me vas a conceder un poco más de tiempo para pagarte el dinero que te debo.
—¿Y por qué voy a hacer todo eso? —preguntó, divertido.
—Porque Dios está de mi parte.
Vent me miró durante largo rato y luego suspiró. Se dirigió hacia el fondo de su covacha, donde tenía el refrigerador cerrado y empezó a remover algo en su interior. Mientras tanto, tomé el teléfono y marqué el número de REMtemps.
Sabrina contestó el teléfono al primer timbrazo, pues en Florida ya estaban trabajando.
—¿Sabrina? Soy Hap Thompson.
—¿Qué quiere? —preguntó tras una pausa.
—Necesito que hagas algo por mí —le dije.
—Ya le dije al señor Stratten lo que usted me dijo —me informó, con voz monótona—. No pareció sentirse especialmente asustado. Y no, no ha regresado al despacho, y tampoco sé dónde está.
—Necesito é código de correo de REMtemps, además de la clave.
—¿Qué va a hacer con eso?
—Tú dámelo.
—¿Va a causar algún daño a la empresa? —preguntó, con voz tensa.
—Claro que no —contesté con toda la suavidad que pude.
Durante una fracción de segundo, tuve una visión fugaz de su mundo, en el que la empresa era su familia, creía en sus eslóganes y mentiras y aún le quedaba energía para colgar ridículos carteles en la zona de la cocina, ordenando a la gente que la dejara en orden después de haberla utilizado y que no robara la leche de los demás.
Me lo dijo. Anoté los datos en un trozo de papel y colgué. Vent estaba de pie detrás de mí; sostenía un disco de ordenador. Le entregué el trozo de papel y él se sentó ante un ordenador que estaba aislado de los otros que había por allí. Introdujo el disco en la máquina, lo dejó que se instalara y luego tecleó la información que le había proporcionado. Observamos la pantalla mientras el archivo del disco absorbía la información, se engordaba y daba lugar a otro archivo. Al cabo de pocos segundos, este era lo bastante grande como para comerse al original, dejando sólo una osamenta. Un código de cuatro cifras apareció en la pantalla; yo lo anoté en mi mano.
Vent se levantó y me entregó el disco.
—Utilízalo prudentemente y con sabiduría —me dijo—. Y aquí tienes un regalo.
Introdujo la mano entre los pliegues del batín y sacó un revólver. Lo tomé y lo miré fijamente.
—¿A qué viene esto?
Vent se rascó la cabeza.
—Si quieres que te sea sincero, no lo sé. El frigorífico me dijo que fuera amable contigo. Nunca me había sucedido una cosa así. De hecho, ese condenado trasto nunca me había hablado hasta ahora, así que… Bueno, es temprano y no puedo pensar correctamente, así que no sé por qué lo hago, ¿vale?
—Está bien, gracias —le dije, dándole una palmadita en el hombro—. Y ahora tengo que marcharme. Te traeré tu dinero.
—Sólo cuídate —dijo Vent—. Y recuerda mi tasa de interés.
Intenté pensar en algún sitio seguro donde aparcar el coche y decidí que el sótano de mi edificio de apartamentos era un lugar tan seguro como cualquier otro. De camino, llamé a Travis. Me dijo que cinco de las personas de las que se habían encontrado hojas de chantaje habían recibido llamadas telefónicas de un hombre llamado Quat, y que el conjunto de chantajeados se encontraba ahora bajo una discreta protección policial. También me recordó que quería verme en la comisaría esa misma noche, y que si no me presentaba emitiría en cuestión de segundos una orden de búsqueda y captura. Pero al final me informó de algo que era positivo, aunque un tanto extraño. Cuando la policía de Cresota Beach llegó a la escuela, no encontraron el menor rastro de ningún cuerpo. Tres horas más tarde, sin embargo, dos hombres del servicio de seguridad de REMtemps fueron encontrados muertos en un coche en un aparcamiento de Jacksonville; al parecer, habían disparado el uno contra el otro.
Supongo que eso era otra señal del hombre del traje que actuaba tras las bambalinas. Eso significa, al menos, que mi posición no había empeorado. Intenté efectuar otra llamada, pero sólo me puse en contacto con un contestador automático. Así que llamé a Melk, conseguí cierta información y la anoté para más tarde.
Una vez que estuve aparcado y con las puertas cerradas con llave, saqué el disco de mi bolsillo y lo introduje en el lector. Luego me introduje en la red y navegué llevando cuidado de no mirar por el espejo retrovisor.
La puerta principal de acceso a la zona adulta estaba fuertemente vigilada; dos niñeras de la red investigaban un coche lleno de muchachos adolescentes que parecían aterrorizados. Si quieren que les diga la verdad, las niñeras también me asustaron a mí; son viejos escarabajos, con cuerpos gruesos e informes, rostros rubicundos y pelo gris formando moños; así que retrocedí y me marché por otro camino.
A medida que me acerqué a la barriada donde vivía Quat reduje la velocidad, al no saber sí habría instalado alguna defensa por si acaso intentaba vengarme de que él me hubiera jodido y robado mi dinero. Me detuve al final de la calle, pero no pude ver nada que diera la impresión de que podrían presentarse problemas. Eso me molestó un poco, debo admitirlo. ¿Qué creía, que yo no tenía lo que hay que tener para causarle unos pocos inconvenientes?
Eso era un error. Lo que llevaba en la parte trasera del coche le causaría muchos más problemas que eso. Las osamentas son la fusión definitiva en la red, el parangón de la destructividad vengativa. Hacen que los virus de los ordenadores normales parezcan como si te rascaran el dedo gordo del pie virtual. Han sido diseñadas por piratas informáticos para joder a otros piratas, así que hay que meterse en la barriada de los piratas y entregarlas personalmente. Sólo las había utilizado una vez y no esperaba tener que volverlas a emplear.
Respiré profundamente y bajé del coche.
En el asiento trasero había algo que parecía un esqueleto disecado, vestido con un traje negro moldeado. De su cráneo le salían unos pocos pelos finos y secos pero, por lo demás, el hueso parecía haber sido roído y limpiado en la tumba por generaciones de bichos reptantes. Los restos de las huesudas manos sobresalían de los puños cubiertos de telarañas y había una gran araña peluda instalada en la boca abierta. Olía a rancio y a sombras, a luz lunar amarillenta y a vientos susurrantes entre las ramas de viejos árboles nudosos.
Abrí la puerta de atrás. Durante un momento, no ocurrió nada. Luego, la cabeza de la osamenta se giró lentamente para mirarme. No había nada en las cuencas de los ojos, pero el sonido de las vértebras al rechinar unas contra otras fue suficiente para ponerme la carne de gallina. La cuestión es que algo como esto no sería nada terrorífico en el mundo real. Bueno, lo sería si fuese real, pero no sí se tratara de una imitación o de un objeto animatrónico, y esa es la cuestión. Las osamentas son cosas que sólo se utilizan en la red; cuando se está ahí dentro, son muy reales. No sirve de nada decirse a sí mismo que no son más que un fichero en un disco. El mundo real deja de ser el referente, y Halloween se convierte en realidad.
—Muy bien —le dije en voz baja—, antes de darte el código, quiero que comprendas algo. Sólo vas a entrar en esa casa por ahí. —Señalé y la cabeza giró lentamente para mirar el sitio de Quat—. Y el código sólo te va a permitir disponer de quince segundos, así que aprovéchalos bien. Además, no causes daño a los perros. ¿Comprendido?
La cabeza se inclinó lentamente hacia abajo y luego de nuevo hacia arriba.
Retrocedí un par de pasos y le di la vuelta a la mano para poder ver el número que había escrito allí.
—Ocho, uno, siete —empecé a decir, y luego retrocedí otro paso, por si acaso—. Seis.
Ni siquiera tuvo necesidad de salir por la puerta. Saltó directamente sobre los asientos delanteros y se situó sobre el capó. Apenas se había posado allí cuando ya se lanzaba hacia la casa de Quat, metamorfoseando el cuerpo a medida que avanzaba. A medida que cambiaba y adquiría su verdadera forma de osamenta, como una especie de elefante en putrefacción vuelto del revés y pintado de rojo, pero no tan bonito, empezó a gritar, con el sonido de un módem elevado a un millón de decibelios.
El perro de Quat le echó un vistazo y se desvaneció. Yo salté dentro del coche, efectué un giro rápido y salí de allí corrió alma que lleva el diablo.
Escuché el sonido que produjo al derribar la puerta y una explosión en cuando cayó la primera pared interna. Luego, al tiempo que un feroz incendio empezaba a brotar en mi espejo retrovisor, salí rápidamente de la red.
En cuanto pude ver adecuadamente el tablero de instrumentos, extraje el disco de la máquina y lo arrojé por la ventanilla. Luego, puse en marcha el coche, apreté el acelerador y me largué de allí a la velocidad del sonido.
No quisieron dejarme entrar en la propiedad. No, desde luego que no. Al principio intentaron negar que la película se estuviera filmando allí, pero confié en la información que me había dado Melk y me mantuve firme en mis trece. Finalmente, lo admitieron, pero seguían sin querer dejarme entrar. Tres corpulentos tipos de seguridad me lo explicaron en términos inequívocos y nuestro discurso adquirió una circularidad bastante deprimente. Al final, les transmití el mensaje de nuevo y luego me metí en el coche y subí las ventanillas, dejando bien claro que iba a permanecer allí sentado, con los brazos cruzados, bloqueando el paso, hasta que llegara la policía o hiciera lo que les pedía.
Uno de los tipos se metió en una garita y llamó por teléfono. Se produjo una espera mientras él mantenía una conversación en la que gesticuló mucho, durante la que los otros dos matones aprovecharon la oportunidad para mirarme fijamente, con malevolencia, a través del parabrisas.
Finalmente, el tipo del teléfono salió y me hizo señas para que bajara la ventanilla.
—¿Y bien? —pregunté.
—El señor Jamison le verá —me dijo. Casi podía verse el dolor en sus ojos—. Sólo tiene que seguir el camino a la izquierda y que tenga un bonito y jodido día.
—Magnífico —le dije—. Gracias por haber colaborado conmigo en esto. Ah, y si alguna vez quiere conseguir una reserva en E-Colí, sólo tiene que mencionar mi nombre.
—¿Le conocen allí?
—Imagino que sí —le dije con una sonrisa—. La última vez que estuve me marché sin pagar la cuenta.
Puse el coche en marcha y me alejé por el camino indicado a una velocidad bastante más elevada de la necesaria, pasé ante pequeñas cabañas llenas de creativos ocupados, incluidas las oficinas de Mary Jane, la última palabra en estrellas cinematográficas virtuales. Melk consiguió una vez un trabajo para acompañarla a una fiesta, lo que suponía básicamente ir de un lado a otro llevando una estación portátil de trabajo, y un monitor sobre el que se proyectan su rostro y sus respuestas en tiempo real, elaboradas por un pequeño equipo de animadores y guionistas que se ocultan en el lavabo, con los remotos. A Melk todavía le duele la espalda de vez en cuando, pero creo que él lo considera como la cúspide de su carrera.
Vi a Jamison que bajaba por el camino hacia mí y me detuve en un espacio, al lado de la cafetería, saltándome así muy probablemente unos setenta grados de jerarquías c iniciando una pequeña guerra por el estatus. La zona de mesas de la terraza de la cafetería estaba vacía y Jamison se sentó ante una mesa y esperó pacientemente a que yo acudiera. Su rostro aparecía ligeramente maquillado, el cabello era magníficamente canoso y llevaba un traje sobrio.
—Buenos días, señor presidente —le saludé—. Siento haberle interrumpido de este modo.
—Hola, señor Thompson. Creía que no iba a verle nunca más.
—No se preocupe —le dije, sentándome—. No he venido a por su dinero.
—Supongo que no. ¿Va a haber algún problema?
—Me temo que sí. ¿No ha tenido más noticias sobre el chantaje? —El negó con un gesto de la cabeza—. Pues seguro que las va a tener. El tipo que dirigía a Hammond ha tomado todo el asunto en sus manos, y es de los que no abandonan. Uno de sus esbirros ya ha llamado a algunas de las otras víctimas. ¿Me permite hacerle una pregunta?
—Puede hacerla.
—¿Hizo alguna vez uso ilegal de una organización llamada REMtemps, para vertidos temporales de recuerdos?
Jamison pareció abatido.
—Supongo que esa pregunta es retórica. Parece usted saber muchas cosas sobre mí.
—No, en realidad sólo ha sido una suposición, pero siempre es agradable verla confirmada. Bien, la situación es la siguiente: la policía conoce el asunto del chantaje y somete a todas sus víctimas a una vigilancia secreta. Eso quiere decir que los chantajistas, que incidentalmente trabajan para Stratten, el tipo que dirige REMtemps, van a tener que actuar con mucho tiento hasta que él encuentre una forma de llegar a un acuerdo con algún jefazo, para poder reanudar su negocio como siempre.
—No había observado que nadie me vigilara.
—Eso se debe a que no informé a la policía de que estaba usted implicado.
—Gracias. ¿Qué puedo hacer por usted a cambio?
—Quiero joder a Stratten, tanto por razones personales como porque de ello parecen depender las vidas de dos de mis amigos, incluida la mujer que me acompañó a visitarle. Sabe usted muy bien que hasta que no desaparezca esta banda va a tener que permanecer vigilante. Así que voy a pedirle ayuda. Quiero acordar una reunión entre usted y el que actúa como mano derecha de Stratten.
—Pero ¿cómo puede hacer eso?
—Tengo cierto acceso a las operaciones de Stratten, o al menos él cree que lo tengo. Puedo hacer que mi contacto llame a su jefe y le diga dos cosas: que usted no está bajo vigilancia, y que se niega a pagar. Lo más probable es que Stratten le envíe a un hombre llamado Quat para convencerlo de que pague. Entonces, yo estaré ahí, esperándole, junto con otro amigo mío, y procuraremos que ese tipo lo pase bastante mal. De todos modos, va a tener que salir a la luz porque es un pirata de la red y acabo de destrozarle su página web con un supervirus que parecerá como si hubiera sido enviado por REMtemps.
—¿Qué necesita que haga yo?
—Necesito que esté allí. Es muy posible que Quat llame antes y necesito escuchar su voz. Una vez que sepamos que viene para acá, puede y debe permanecer sin dejarse ver.
Jamison asintió con un gesto intenso.
—Desde luego que le ayudaré. Llame a los estudios en cualquier momento y pida que le pongan con la extensión 2231. Mi ayudante le comunicará inmediatamente conmigo. ¿Cuándo quiere que tenga lugar ese encuentro?
—Tiene que ser esta misma noche.
Los dos nos levantamos y me estrechó la mano.
—Gracias —le dije—. Y confío no haberle causado ninguna situación embarazosa durante la filmación.
—Difícilmente —replicó Jamison con un guiño—. ¿Molesto por un hombre joven de aspecto rudo que no quiso decir a los de seguridad de qué asunto se trataba? Me ha hecho usted un favor.
Me quedé mirando cómo se alejaba por el camino, con paso regio, la espalda recta, la cabeza alta. Daba la impresión de no tener absolutamente nada de qué preocuparse, excepto interpretar su papel y no tropezar con los muebles. Esperaba tener la oportunidad de ver su nueva película, aunque sólo fuera por cable, en la celda. Era el vivo retrato de su personaje.
Demonios, yo le habría votado.
Tomé un abundante desayuno-almuerzo en una de las mesas de la terraza fuera del café Prose, y luego regresé a mi apartamento con el estómago repleto y eructando. El Prose, como cabría esperar, comprende la importancia de asegurarse de que haya suficiente grasa y colesterol en la dieta. Hasta se los puede pedir como extra si se quiere. Al llegar a casa, llamé al número que Romer me había dado. Contestó al primer timbrazo. Me resultó agradable tener la sensación de que alguien me estaba tomando en serio. Ya iba siendo hora.
Le dije que había tratado de chantajear a Jamison de modo independiente, dando a entender con ello que mi principal plan era obtener un poco de dinero del tren cargado de pasta de Stratten. Lo dije de tal modo que pareciera la idea de un estúpido, lo que nunca le hace daño a nadie, y también para confundirlo acerca de cuáles podrían ser mis motivos. Luego le di instrucciones, y le dije que esperaría su llamada.
Permanecí sentado junto al teléfono, fumando un cigarrillo. Romer me volvió a llamar antes de que lo hubiera terminado. Había hablado con Quat, le había dicho que Jamison no había sido detectado por la policía y que le estaba dando problemas, y había pedido refuerzos para obligarlo. Le había parecido que Quat se mostraba distante y conmocionado, pero dijo que iría a ver a Jamison a las nueve de la noche.
—Buen trabajo, cara de cacahuete —le dije—. Lo que quiero que hagas ahora es que te apartes de mi camino y que recuerdes dos cosas. La primera, como ya sabes, es que si me pasa algo a mí, estarás muy jodido.
Él lo sabía.
—¿Y la otra?
—Que si tratas de joderme, te liquido.
Colgué inmediatamente el teléfono, sabiendo que no era cierto, pero convencido de que él se lo había creído.
Miré a mi alrededor, por el apartamento, tratando de decidir por dónde empezar. Si hubiera habido más cosas que hacer, habría podido trazarme un programa, pero tal como estaba todo no merecía la pena. Al final, fui primero al dormitorio. Allí nunca había ocurrido gran cosa de interés, de modo que no tardé mucho. Recogí unas pocas prendas de ropa que tenían cierto valor sentimental y las metí en una maleta. Dejé las demás en los armarios, con el razonamiento de que para cuando saliera de la prisión, la mayoría ya no me vendrían bien y, de todos modos, la moda habría cambiado. Quizá la gente llevara prendas unisex hechas con saliva de águila, quién sabe.
Aún quedaba mucho espacio en la maleta y lo llené con los pocos objetos que quedaban en el apartamento y que me pareció interesante llevarme. Unos libros y el manual de mi organizador, que nunca había leído, pero que había conservado por razones supersticiosas, no fuera a ser que lo tirara y el cacharro dejara de funcionar. Unos cuantos objetos más de los cajones de mi mesa de despacho: cajitas de cerillas de lugares donde lo había pasado bien, un par de postales enviadas por Deck y mis padres, una fotografía de Helena que llevaba encima el día que hicimos el trabajo y de la que nunca había tenido el valor para desprenderme. En el fondo del cajón había un diario de papel que llevaba antes, en el que anotaba los años de viaje, las cabañas, los Holiday Inn y más tarde los Hilton y los Hyatt donde me había alojado, además de narraciones de muchos de los sueños y recuerdos que había llevado conmigo. Sólo Dios sabe por qué lo escribí todo, como si hiciera un inventario de mi vida. Supongo que es una cosa que hacen los hombres. Los hombres son coleccionistas y se dedican seriamente a acumular experiencias, posesiones y tiempo. Y las mujeres también, como me di cuenta a juzgar por los nombres que había anotado. Voces que había escuchado, cabellos que había acariciado, espaldas que había visto acurrucadas delante de mí por la mañana. Todo eso había desaparecido ahora, junto a las mariposas ensartadas en una caja, al fondo de algún museo polvoriento, y los trofeos recogidos con entusiasmo juvenil sin haberlos llegado a comprender nunca. Las hormonas masculinas son como virus. Quieren salir al mundo y conquistar, explorar nuevos lugares donde colgar el sombrero, y no siempre son tan buenas a la hora de discernir cuánto daño causarán a su anfitrión.
Hojeé unas pocas páginas, pero luego cambié de opinión y dejé el diario nuevamente en el cajón. Aquello era como una colección de cartas de un primer amor, o de un Hap anterior. Si cualquiera de ellas significaba algo ya había pasado a formar parte de mí. No necesitaba guardar los sobres para demostrar que se habían enviado las cartas.
Dejé el contestador automático en su lugar y le pedí que reenviara mis llamadas al apartamento de Deck. Me contestó que así lo haría y se mostró sorprendentemente amable. Luego, cerré con llave el apartamento y llevé la maleta hasta el ascensor. Ya en el vestíbulo observé a Tid, que ayudaba en ese momento a uno de los comerciantes a embaucar a un par de turistas. Una vez que hubo terminado y los turistas se retiraron con encantadoras piezas de madera de deriva y objetos de artesanía de dudosa inspiración, me lo llevé a tomar una cerveza al bar donde había esperado a Deck y a Laura hacía por lo menos un mes, o así me lo parecía a mí. Le entregué un juego de llaves de reserva, y le pedí que vigilara el lugar durante seis meses. Estaba todo pagado hasta entonces; después, sería readjudicado y ya no me pertenecería. Tid estuvo magnífico y me prometió que haría lo que le pedía. Había tenido noticias de Vent y sabía que yo andaba metido en algún fregado. No me catalogó de sentimental por querer dejar las cosas arregladas, y ustedes tampoco deberían. No es algo que uno tenga la oportunidad de hacer con frecuencia, así que yo la iba a aprovechar.
Luego, subí al coche y me marché. Salí de Griffith trazando una espiral, contemplando las vistas, y luego recorrí Hollywood y Beverly Hills. Regresé y entré en Sunset por La Ciénaga, que seguí hasta la costa.
Mientras conducía, me sentía tranquilo y casi feliz, como sí los cabos sueltos de la vida hubieran quedado atados para siempre. No sabía qué esperaba conseguir por la noche. Si tenía suerte, quizá llegara a hablar con Quat, pero no creía que tuviera la posibilidad de tratar con el propio Stratten. El propósito de actuar a través de remotos como Romer y Quat es precisamente el de mantenerse tan alejado como sea posible de los lugares donde se desarrolla la acción, y Stratten había demostrado ser notablemente elusivo. El hombre del traje me había dicho, sin embargo, que me centrara en Stratten, y eso es lo que me disponía a hacer durante el tiempo que me quedaba. Pensé en llamar a Travis, para ver si existía alguna posibilidad de que me permitiera disponer de más tiempo. Pero habría sido inútil, así que ni siquiera lo intenté. Travis no creía que Helena hubiera sido abducida. No había creído la teoría alienígena y yo, desde luego, no iba a transmitirle la nueva información. Si le decía que estaba cumpliendo una misión de Dios, era capaz de enviarme al psiquiátrico en lugar de a la cárcel, pero eso sería todo. Travis tenía su propia agenda y tachaba las cosas a medida que las hacía para conservar la cordura. SÍ se es un policía en una ciudad sofocada por el crimen, tiene uno que buscar sus victorias allí donde se pueda. Esta noche, la tachadura sería sobre el fiasco de Transvirtual, a pesar de que aquello ya no le importaba a nadie más que a él, a mí y a las familias de las víctimas.
Probablemente, Deck podría seguir ocupándose de algunas cosas cuando yo me hubiera marchado, pero no creía que tuviera muchas oportunidades. Y yo quería hacerlo. Quería creer que era capaz de solucionar las cosas por mi cuenta. Quizá eso no me hiciera ser más listo que Laura cuando surgió de entre las sombras y asesinó al hombre que había causado poco daño deliberado al mundo, con la esperanza de que eso lo solucionaría todo. Pero, a veces, la vida se lía tanto que uno tiene que pararse y arreglarla porque, si no lo haces así, nunca conseguirás que vuelva a funcionar. No puedes dormir siempre con los demonios acurrucados al pie de la cama.
Arreglar las cosas no lo soluciona todo: tu vida seguirá rota. Pero al menos podrás volver a utilizarla.
Deck y yo nos pasamos el resto de la tarde sentados en el porche trasero, bebiendo tranquilamente cerveza y mirando hacía los patios de los demás, escuchando los rociadores de riego de los prados y los gritos distantes de los niños. Cargamos nuestras armas y las dejamos a un lado. Estudiamos cinco formas diferentes de hacerme salir de la ciudad, y no pudimos encajar ninguna de ellas. Tratamos de imaginar formas de arrinconar a Stratten entre los dos, y ni siquiera pudimos encontrar un lugar para empezar. Así que dejamos de intentarlo y, simplemente, nos dedicamos a contemplar el cielo, que se iba haciendo brumoso, mientras el primer atisbo de oscuridad intensificaba la tonalidad de su color.
A veces no sirve de nada salir corriendo al encuentro de las cosas. Tiene uno que dejar que las cosas vayan a tu encuentro.
20
A las ocho y media, Deck y yo nos detuvimos un poco más abajo de la casa de Jamison en Hills. Su coche se encontraba aparcado en el camino de acceso a la casa. Le había llamado esa tarde para decirle la hora en que Quat pasaría a visitarlo. La ayudante de Jamison pareció reír cuando dijo que iría a informarle. Supongo que ya se había iniciado un nuevo rumor. Confiaba en que la historia no llegara a las páginas de la revista Rumores Pangalácticos ya que en tal caso pasaría una temporada dura en la galería de la prisión. Deck me dejó apearme del coche y luego continuó calle arriba para aparcar. Regresó a píe por la otra acera. Yo esperé hasta que se hubo perdido de vista y luego me dirigí hacia la casa de Jamison.
Jamison y yo nos sentamos en el salón y esperamos a que llamaran a la puerta. Aún confiaba en que Quat fuera el primero en llamar, pero si no lo hacía, el plan era que Jamison acudiría a abrir. Quat no iba a entrar disparando cuando ¡o que estaba en juego era el cobro del dinero del chantaje. Mientras tanto, Deck le caería por detrás desde la calle y él y yo nos haríamos cargo de la situación en cuestión de segundos. Nunca había visto a Quat en carne y hueso y no tenía ni idea de lo corpulento que podía ser. Siempre había imaginado que sería un típico mequetrefe, pero los acontecimientos de la semana anterior me habían sugerido que podía ser algo más que eso. Deck tenía instrucciones muy claras de hundirle el revólver en la espalda a la menor oportunidad que se le presentara y dejar bien claro que no estábamos tonteando.
No hablamos mucho. Jamison permaneció sentado en el sofá, impasible, tomando una copa de escocés. Yo me acomodé en un sillón de cuero color melocotón, deseando poder fumar. A las ocho cincuenta sonó el teléfono. Jamison se levantó de un salto; fue su primera señal de verdadero nerviosismo. Dejó cuidadosamente la copa sobre la mesa y descolgó el teléfono.
—Sí —dijo con calma—, yo soy. —En su rostro apareció una expresión de abatimiento—. No sé de qué me está hablando —dijo, volviéndose a mirarme—. Aquí no está esa persona.
Mantuvo la negativa durante un rato, tratando de actuar lo mejor posible, pero al final me entregó el teléfono.
—Creo que su contacto ha estado jugando con dos barajas —dijo—. El señor Quat sabe que está usted aquí.
Lancé un violento juramento y agarré el teléfono.
—Hola, Quat —le espeté—. ¿No vas a venir a jugar?
—Jodidamente divertido —dijo Quat.
—¿Cómo lo has sabido?
—Romer me lo dijo, poco antes de que abandonara la ciudad. ¿Creías que ibas a poder atraparme tan fácilmente?
—Varía la pena intentarlo —le dije—. Porque lo voy a hacer de una u otra forma, de eso puedes estar seguro. Por mucho tiempo que me cueste, voy a procurar que seas muy desgraciado.
—Mira —dijo, cambiando de tono de voz—. Siento mucho haber ocultado tu dinero, y también siento haberte cargado con el mochuelo. Stratten me tenía bien cogido. No me quedaba otra alternativa. Precisamente tú sabes muy bien cómo es.
—Sí, lo sé, pero para mí eso no supone ninguna diferencia. Confié en ti, y_ tú me jodiste. Trataste de venderme.
—Él tenía cosas sobre mí, Hap. Material muy delicado. No me quedó otra alternativa.
—Pareces tenerla percepción errónea de que hablas con alguien a quien le importa algo de lo que te pase.
—Quiero hacer un trato —dijo rápidamente.
—¿Cuál es el problema? —le pregunté procurando que en mí voz no sonara la sonrisa al darme cuenta de que todo encajaba—, ¿Empiezan a ponerse feas las cosas en el equipo de casa?
—Digamos que me sentiría muy feliz viendo hundido a ese maldito bastardo —dijo, con las palabras medio ahogadas en su garganta.
No había forma alguna de que admitiera lo que había ocurrido esa misma mañana en su página web; los piratas informáticos se vanaglorian de que sus dominios son inexpugnables a cualquier otra cosa que les arrojen otros piratas. Pero el tono de su voz lo decía todo. La osamenta había realizado su trabajo a la perfección, causando daño suficiente como para dejar a Quat furioso y muy inquieto, pero con pruebas suficientes como para detectar de dónde había sido enviado el virus. Una dirección que daba a entender claramente que Stratten había decidido dejar a Quat con el culo al aire.
—Entonces, ven a casa de Jamison, como habías acordado —le dije—. Y hablaremos.
—¿Te has vuelto majara o qué? Confío en ti tanto como podría cambiar Texas de sitio. El hecho de que le dijeras a Romer que la policía no conoce ¡o de Jamison no quiere decir que yo vaya a creerte. Imagino que debe de haber por lo menos cinco en los dormitorios, esperando a trincarme.
—Sí, muy bien —le dije—. Gracias a ti, la policía me busca por lo de Transvirtual, ¿recuerdas? Yo y la policía de Los Ángeles no nos visitamos para intercambiar recetas de pastel de queso.
—No iré a esa casa. Y eso es definitivo. Además, tengo una idea mucho mejor.
—¿Cuál es?
—Tú quieres a Stratten, y yo también. Encontrémoslo entre los dos y acabemos con él.
—Quat…, si supiera dónde está Stratten y pudiera ir a por él, ¿crees que estaría perdiendo el tiempo hablando contigo?
—No, pero yo trabajo para él. Puedo llamarlo y conseguir que esté en alguna parte, decirle que hay algo que necesita saber y que no puedo decirle por teléfono.
Bingo. De repente, había encontrado un camino que conducía hasta lo más alto y Deck y yo ni siquiera tendríamos que intentar sacárselo a golpes a nadie. Me sentí tan desconcertado al ver cómo caía en mi regazo que tardé un momento en considerarlo desde todas las perspectivas. Quat podía tratar de machacarme, pero él no sabía que yo contaba con Deck para cubrirme la espalda, y lo más probable era que quisiese ver castigado a Stratten por lo que creía que éste le había hecho a su preciosa página web. Si cambiaba de idea en el último momento, trataría con él. Quat había hecho cosas más que suficientes como para ser calificado como alguien que se merecería lo que le tocara en suerte. Tomé nota mental de darle las gracias a Dios, si es que volvía a verlo alguna vez, por la idea de enfrentar a los dos tipos malos.
—Está bien —dije, y le di una dirección en Avocado—. Acuerda verte con él allí en cuarenta minutos.
—Mierda —exclamó Quat—. ¿Cómo sabías que anda por allí?
—Estoy bien informado. Procura estar allí pronto. Vamos a ser un grupo de bienvenida. Y no trates de jugármela en esto, amigo, o descubrirás lo jodido que puedo llegar a ser.
La comunicación se cortó.
—Muy bien —le dije a Jamison—. Quiero que se marche de esta casa. Vaya a cenar con alguien o llame a los de Sleep Easy y haga algo de ejercicio. En cualquier caso, debe estar fuera de casa esta noche. No sé hasta qué punto puedo confiar en ese tipo, y no quiero que se le eche encima a usted.
Jamison asintió con un gesto y me observó mientras yo corría ya hacia la puerta.
Deck estaba junto a un seto, en el otro lado de la calle. Al escuchar que se abría la puerta echó a correr hacia mí, con una expresión interrogativa.
—Hay cambio de planes —le dije—. Romer me descubrió ante Quat, pero éste se ha revuelto de pronto contra Stratten. Vamos a encontrarlos en casa de Hammond y nos vamos allí ahora mismo.
—¿Cómo sabes que estará allí?
—Porque Quat lo va a llamar.
—¿Se lo vas a decir a Travis?
—No —contesté—. Esto es algo que tenemos que solucionar nosotros, o no se solucionará.
La casa de Hammond ofrecía exactamente el mismo aspecto que tenía la primera vez que estuve allí, con sólo una débil luz encendida en el salón. Deck y yo aguardamos en el coche y observamos durante un rato, pero no vi señales de que nadie caminara hacia ella. O Quat había llegado ya o llegaba tarde. Decidí esperarle dentro y abrí la puerta del coche. En el último momento, se me ocurrió una idea y tomé el reloj del lugar donde había estado instalado, sobre el tablero de instrumentos. Le pedí que se mantuviera en silencio hasta que expresamente le dijera lo contrario, y me lo introduje en el bolsillo de la camisa.
—¿Cómo sabré yo cuándo me necesitas? —preguntó Deck.
—No lo sé —le contesté—. Procura estar por ahí. ¿Te dijo Laura alguna vez qué aspecto tenía Quat?
—Sí. Aquella tarde, antes de que fuéramos abducidos, me estuvo hablando de él durante media hora; creo que le causó una impresión o algo así aquella noche, cuando vertió el recuerdo.
—Creía que eso lo hacían la mayoría de tipos. Bueno, hagámoslo sencillo. Cuando veas a alguien así, acércate a la casa. Y si oyes jaleo, entra.
—Hap, ese plan es una mierda —me dijo con paciencia—. SÍ oigo jaleo lo más probable es que tú seas el que reciba las consecuencias de ese jaleo.
—¿Qué otra cosa sugieres?
—¿Cómo vas a entrar en la casa?
—Por la puerta de atrás. El reloj mantiene una buena relación con la cerradura.
—Muy bien. Entonces, déjala abierta. Este tal Quat va a entrar por la puerta principal. A él lo esperan. En cuanto lo vea llegar, me dirijo a la parte de atrás y me reúno contigo. Si apareciese con alguien, o si tuviera la impresión de que las cosas se ponen feas, entraré haciendo ruido.
—Me parece bien —dije, bajando del coche—. Una cosa más: procura que no te maten.
—Lo mismo te digo —me dijo con una sonrisa burlona, inclinándose para mirarme—. El último par de asnos que queden en pie, es el que gana.
Corrí en silencio a lo largo de la calle, dirigiéndome directamente hacia el lado de la propiedad. Los cierres de las ventanas me miraron como antes pero, una vez más, no pareció suceder nada. El reloj dijo que podía ponerse en contacto radiofónico con la cerradura y, evidentemente, cuando llegamos a la puerta de atrás, ésta ya estaba entreabierta. La empujé ligeramente para abrirla un poco más y escuché con atención.
Nada. Desenfundé el revólver y entré.
El pasillo del fondo estaba vacío y pude ver hasta la puerta principal. Había algo en la casa que era diferente a la primera vez. Ya saben lo que sucede con las casas: a veces las notas un poco más calientes, o más llenas. Por alguna razón, me pregunté si no estaba a solas en la casa, sí acaso no estaría también Mónica Hammond.
Había una forma de saberlo sin revelar mi presencia. Los artículos electrodomésticos lo sabrían. Avancé tanteando a lo largo del pasillo hasta la cocina y me deslicé en la estancia. Un débil resplandor brotó de los encendedores incorporados de la cocina y todo estaba en silencio, incluido lo que había sobre la mesa.
Romer yacía extendido a ambos lados sobre ella, con los brazos y las piernas colgando. Había recibido un par de balazos en la cara y alguien le había trabajado el cuerpo con un cuchillo eléctrico, que todavía sobresalía de los restos sanguinolentos de su pecho.
—Hola —dijo una voz baja. Me giré en redondo, con el dedo ya casi medio apretado sobre el gatillo. Era el procesador de comida, sentado sobre el mostrador—. Lo siento —susurró—. No dispare.
—¿Cuándo ocurrió esto?
—Hace un par de horas. Fue horrible.
Lo averigüé todo a partir de lo que habían escuchado las máquinas. Romer había decidido que no valía la pena evitar a Stratten huyendo de la ciudad, así que, después de informar a Quat, había arreglado las cosas para ver a su gran jefe y contarle todo lo que sabía.
Grave error. Stratten lo asesinó porque Romer dejó escapar que tenía algo sobre él y podía utilizarlo, o quizá lo hizo sólo porque era un psicópata que estaba perdiendo la perspectiva de lo que hacía. En cualquier caso, Romer se había convertido en un cabo suelto que fue rápidamente cortado.
De repente, escuché pasos en otra parte de la casa. Salí corriendo de la cocina y me confundí con las sombras, cuando vi a alguien que salía del salón al vestíbulo.
—Quédese donde está —ordené, apuntando a la figura con el revólver.
La figura ni siquiera se sobresaltó sino que simplemente se giró lentamente y me miró. Era Mónica Hammond.
—¿Quién es usted? —preguntó con un tono de voz gélido y perfectamente tranquilo.
—Inspector de salud pública —contesté, acercándome a ella—. ¿Se da cuenta de que tiene un cadáver mutilado en una zona de preparación de alimentos?
Había envejecido bien para ser una mujer que ahora debía tener ya poco más de cincuenta años. Supongo que eso es lo que hace por uno el tener un ego monstruoso y una psicótica afición por acudir al gimnasio. La única diferencia que había entre la persona que tenía delante de mí y el recuerdo que guardaba en mi memoria eran unas pocas arrugas alrededor de los ojos, y el hecho de que llevara el cabello cortado y arreglado de una forma ahuecada y cara. Seguía siendo la misma mujer que le había espetado a Laura aquella tarde, hacía tanto tiempo, y parecía como si hubiese sido tallado a partir de una piedra muy fría y dura.
Me miró como si yo fuera el yerno que siempre había fingido desdeñar. Comprendió en seguida lo que yo sabía sobre ella. Y no le importó
—¿Quién es usted? —preguntó de nuevo.
—Simplemente, alguien a quien su novio ha jodido —contesté—. Uno de entre un grupo muy numeroso, incluido Ray. ¿Sabía que fue Stratten el que efectivamente lo mató?
Sus ojos parecían como estanques de sangre muerta.
—Desde luego —asintió—, eso fue idea mía.
—¿Y habría dejado que su propia hija se viera arrastrada por ello?
—Yo no tengo ninguna hija.
En ese momento casi me perdí y estuve a punto de vaciarle el cargador allí mismo. Tembloroso, sin confiar en mí mismo mientras me encontrara cerca de ella, le indiqué con un gesto del revólver que entrara en el salón.
—Entre ahí —le dije con la mayor calma que pude—. Y cierre la puerta. No he venido aquí a por usted, pero si se interpone en mi camino, no voy a contenerme. Siéntese, contemple todas las cosas que ha conseguido y apártese de mi camino.
Ella se mantuvo firme por un momento, como una de esas personas acostumbradas a obtener una pequeña victoria siempre que pueden. Luego regresó al salón y cerró la puerta sin mirar atrás. Me quedé allí de píe un momento, todavía con el arma empuñada, a la espera de que mi mente se aclarase.
Luego, las cosas empezaron a suceder muy rápidamente.
Se oyó un sonido en la puerta de atrás y retrocedí para ver llegar a Deck corriendo.
—Quat viene de camino —siseó—. Acabo de verlo salir del coche.
—¿Estás seguro de que es él?
—Oh, sí. Tal como lo describió Laura.
Le indiqué a Deck el comedor.
—Escóndete ahí —le susurré—. En cuanto haya atraído su atención, sales por detrás.
Desapareció en el comedor y yo me retiré entre las sombras, por debajo de la escalera. Apunté el revólver hacía la puerta y contuve la respiración.
No sucedió nada durante un rato; luego escuché unos pasos que subían por el camino de acceso a la casa.
El resonar de una llave al introducirse y girar en la cerradura.
Una luz brillante se encendió. ¿Cómo demonios había conseguido Quat la llave?
La puerta se abrió y un hombre entró en la casa. No cerró la puerta, sino que se quedó de píe en el centro del vestíbulo.
—Sé que estás aquí, Hap —dijo una voz—, y no creo que vayas a dispararme por las buenas. Creo que antes querrás golpearme la cara.
Me sentí como sí me ahogara en agua helada y alguien me hubiera llenado la cabeza de hielo. Avancé un paso para poder verlo más claramente.
—Stratten, ¿qué demonios está haciendo aquí?
—Pero si esto es lo que dispuso usted, ¿no es así? —preguntó él con una sonrisa.
—Dispuse encontrarme con Quat, no con usted.
—Este es Quat —dijo entonces Deck desde la oscuridad del comedor, por detrás de Stratten, con un tono de voz extraño—. Te lo aseguro, Hap, es él.
—Es Stratten —le aseguré.
—En realidad, los dos tienen razón —dijo el hombre—. Y también son los dos unos estúpidos.
La puerta del salón se abrió y salieron tres hombres. Deck intentó echar a correr hacia la puerta principal, pero dos de ellos lo persiguieron inmediatamente y pocos segundos más tarde se había visto aplastado por ellos. Apresuradamente, retrocedí, pero tropecé con algo y caí cuan largo era sobre mi espalda. Lo siguiente que supe fue que me encontré mirando el cañón de un arma, con un píe sobre mi pecho.
La gran ofensiva de Hap y Deck había terminado así de rápido.
Stratten era Quat, y Quat era Stratten con un modulador de voz. Visto retrospectivamente, tenía sentido. La predisposición de Stratten a confiarme trabajo con los recuerdos, porque «Quat» ya conocía el delito que había cometido, lo que me hacía fundamentalmente maleable, un tipo caído, dispuesto a ser empleado cuando así se necesitara; la continua habilidad de Stratten para ir un paso por delante de donde yo esperaba que estuviese, antes de que dejara de utilizar el servicio de transmisión de llamadas de Quat; el no haberme podido poner en contacto con Quat durante mí viaje de regreso de México, exactamente en el momento en que Stratten había estado en el avión que lo llevaba desde Florida a Los Ángeles. Stratten vivía en el centro de una red de secretos y, a través del personaje de Quat, tenía acceso a tocios los míos.
Imaginé que, después de todo, la estratagema de enviar a la osamenta con un código falso no había engañado a nadie. Había malinterpretado lo que Dio? me había apuntado, pero su mensaje había sido un tanto oblicuo, como siempre.
Los hombres de Stratten nos hicieron entrar a empujones en el salón, donde Mónica estaba de pie, junto a la chimenea. Tuve la impresión de que, probablemente, permanecía allí mucho rato, como si posara para un cuadro. Pensé en sugerirle «Zorra del infierno» como título, pero probablemente ya tenía suficientes problemas que afrontar como para empeorarlos. Deck fue arrastrado hasta el centro de la habitación y obligado a ponerse de rodillas. Un revólver se apoyó sobre su nuca, al estilo de una ejecución, apretándole con tal fuerza que estuvo a punto de derribarlo de bruces. Yo fui arrastrado por el cuello hasta el sofá, donde me sentaron, con el cañón de un nueve milímetros apretado por detrás de una oreja. Los hombres de Stratten eran tipos corpulentos, y nuestras propias armas ya hacía tiempo que habían desaparecido, llevándose consigo las esperanzas de que alcanzáramos una edad avanzada. El salón estaba en penumbras, aparte de unas pocas lámparas bien situadas. Al menos, iba a morir en un lugar iluminado para la intimidad.
—Puede sentirse orgulloso de sí mismo —dijo Stratten—. Siendo un idiota, se las ha arreglado para causar una asombrosa cantidad de inconvenientes. En las últimas veinticuatro horas he tratado de visitar a una serie de personas de esta ciudad, sólo para encontrarme con policías de paisano discretamente apostados a corta distancia. Despejé el pequeño escondite íntimo de Hammond apenas unas pocas horas después de su muerte, así que imagino que la policía ha tenido que descubrir los datos sobre mi negocio en alguna otra parte. A juzgar por el mensaje que me envió a través de Sabrina, supongo que tiene que haber sido usted.
—Ha acertado en todo —le dije—. Y ahora hay también un policía que lo sabe todo sobre usted.
—Saber no significa nada, señor Thompson. Son las pruebas lo que cuentan. Imagino que no hay ninguna, pues en caso contrario ya habría tenido noticias de él.
—Es un chico listo —le dije—. Llegará a sus propias conclusiones.
—Entonces tendré que ordenar que lo maten —dijo Stratten con suavidad.
Hizo con la cabeza un gesto hacia arriba indicando algo al otro matón, que asintió y salió del salón. No me gustó el cariz que tomaban las cosas. Todo parecía indicar que estaba a punto de suceder algo malo.
—¿Cómo es que no vino a por mí en casa de Jamíson? —pregunté pura y simplemente para ganar tiempo.
No tenía muy claro por qué me molestaba en incordiar. No iba a llegar ninguna caballería. De repente, la decisión de no advertir a Travis acerca de lo que iba a hacer, me pareció el summum de la estupidez.
—Estaba ocupado —dijo—. Tuve que encargarme de esa inútil mierda de Romer. Es posible que sea usted un doloroso grano en el culo, pero al menos sabía hacer bien su trabajo. Me dijo que contaba con un pequeño amigo para ayudarle, como así ha demostrado ser. No iba a presentarme en un terreno de juego que usted mismo había preparado. Me gusta arreglar las cosas para tener una ventaja exclusiva.
Se sacó un paquete del bolsillo y lo arrojó sobre el sofá, a mi lado.
—¿Sabe que si me mata la policía vendrá a buscarle? —le dije.
El paquete era un sobre manila que parecía contener unos documentos y un par de discos de ordenador.
—Lo dudo —dijo Stratten—. Aunque, de todos modos, eso no importará. Gracias a usted, toda la operación se ha jodido en esta zona hasta el punto de ser irrecuperable. Se necesita efectuar ahora una retirada táctica, lo que es una verdadera pena porque la gente de esta ciudad tiene los mejores secretos y está dispuesta a pagar lo máximo para mantenerlos como tales.
La mirada de Deck se desvió hacia mí. La expresión de su rostro me indicó que él también había llegado a la misma conclusión que yo. Se estaba preparando un escenario. Dos delincuentes de poca monta, encontrados muertos en casa de Hammond, en posesión de los discos originales del chantaje, cada uno de ellos muerto por disparos de un revólver encontrado en manos del otro. Justo en ese momento, el tercer matón reapareció en la puerta, sosteniendo el cuchillo de carnicero arrancado del pecho de Romer. Con mis huellas profusamente distribuidas por el utensilio, la imagen quedaría completa.
—Nadie se va a creer esto —dije.
—Se equivoca —replicó Stratten con una sonrisa, al tiempo que desenfundaba un revólver con silenciador—. A nadie le va a importar.
—Deja que lo haga yo —dijo Mónica.
Stratten se volvió a mirarla, consideró la oferta y sonrió. Le hizo un gesto para que se acercara y le entregó el arma. Mónica adoptó una posición a un par de metros delante del sofá, y me miró con coquetería. Tomó el arma con las dos manos y apuntó directamente a mi cabeza.
—No lo hagas demasiado limpio —le dijo Stratten, que se situó por detrás de ella. Sonreía ampliamente. Se notaba que estaba disfrutando—. Recuerda que esto debe parecer un tiroteo entre dos perdedores que han perdido definitivamente para bien de todos.
Deck miró fijamente la alfombra. No podía efectuar un solo movimiento sin que le colaran la cabeza, y yo tampoco. No quería ver lo que iba a ocurrir a continuación, y no podía culparle por ello.
Mónica entrecerró un ojo para apuntar a lo largo del cañón del arma, que movió de manera que apuntara a mi cuello. Se echó a reír y pareció tener veinte años menos. Stratten apoyó la barbilla en el hombro de Mónica para observar mejor y deslizó las manos alrededor de su pecho, para tomarla por los senos.
El cañón del arma siguió bajando hacia mi pecho. Montea sonrió, mientras las manos de Stratten la acariciaban y apretaban. Un blando resplandor se extendió sobre sus pómulos y el revólver volvió a apuntarme a la cara.
—Adiós, asno —dijo Mónica.
Se produjo el repentino sonido de un pesado impacto.
Al principio, creí que me había escuchado a mí mismo recibir el impacto de la bala. Luego, vi que el tipo del cuchillo de carnicero salía disparado a través del extremo más alejado de la estancia, como si alguien hubiese tirado de él con una cuerda.
Stratten se volvió para ver qué había sucedido. La nevera de Hammond estaba en el marco de la puerta, y su propia puerta se cerraba.
—¿Qué demonios…? —murmuró el tipo que estaba detrás de mí y aflojó por un momento la presión del brazo con el que me sujetaba. Eso fue suficiente.
Me lancé directamente contra Mónica, agachado, manteniéndome por debajo del ángulo de tiro del arma. La alcancé en el estómago con la cabeza, derribándola a ella y a Stratten. Mónica apretó el gatillo al caer y el disparo sonó cerca de mi oreja, medio ensordeciéndome. Mientras tanto, vi a Deck que lanzaba una patada hacia atrás, alcanzando en la rótula al matón situado tras él. En un segundo, se puso en pie y plantificó un píe sobre la cara del hombre. Deck parecía estar realmente enfadado. Si hay algo que detesta es que alguien le apunte a la cabeza con un arma.
Mientras me desembarazaba del lío de piernas y brazos que se había formado sobre la alfombra, con la cabeza resonando, escuché un grito apagado y traté de adivinar qué demonios estaba ocurriendo. Entonces vi el frigorífico que corría desde la puerta, seguido rápidamente por la lavadora. La nevera ya se había arrojado cuan larga era sobre el primero de los matones, y el tipo se removía como un gusano atrapado, asomando apenas la cabeza, sin dejar de gritar. Vi al microondas, que rodeaba velozmente el extremo del sofá, el sonido que produjo fue sordo. Los microondas tienen esquinas realmente afiladas.
Stratten se apoderó del arma de Mónica y apuntó directamente a la cabeza a Deck, que estaba ocupado en darle de patadas al otro matón. Lancé una patada contra la espalda de Stratten y el disparo se perdió en el aire. Entonces, otro disparo sonó por detrás de mí y me volví para ver al hombre que me había apretado el revólver contra la oreja, y que ahora le disparaba como un poseso al procesador de alimentos, que corría directo hacia él. El procesador de alimentos recibió una bala en el panel de control y vaciló un instante, pero, para entonces, la lavadora ya acudía rápidamente desde atrás. El hombre seguía retrocediendo hacía la esquina de la estancia, sin dejar de disparar; y las balas resonaron contra la estructura de metal y rebotaron por toda la habitación.
Deck trataba de sujetar a Mónica, que pataleaba y arañaba como un animal salvaje. El frigorífico avanzó sobre Stratten, con la puerta manchada de sangre abriéndose y cerrándose, mientras que la nevera trataba de efectuar un movimiento envolvente desde el otro extremo. Pero el esbirro que quedaba había recuperado su compostura con bastante rapidez y ahora estaba disparando metódicamente contra el panel trasero del frigorífico, tratando de encontrarle el cerebro. El sonido del cristal hecho añicos, procedente de la parte trasera, me indicó que, probablemente, la lavadora también había muerto.
Y, de repente, se me ocurrió una idea.
—Ahora sería un buen momento para despertarme —le jadeé al reloj, que todavía llevaba en el bolsillo de la camisa.
La alarma se disparó inmediatamente, como una sirena desgarradora que casi me hizo caer de rodillas. Pero nadie se dio cuenta porque no podían escucharla. Ni siquiera yo podía, aunque la noté resonar a través de todos mis huesos de mi cuello, mientras el reloj martilleaba una señal en una longitud de onda que reforzó el faro perpetuo que llevaba en mi médula espinal.
Stratten y sus hombres seguían disparando contra los artículos electrodomésticos, y Deck y Mónica forcejeaban en el suelo. Tuve la impresión de que Mónica estaba ganando, aunque eso nunca se lo dije a Deck. Era como si observara un acontecimiento curioso en la televisión, con el sonido apagado: no pude escuchar nada.
La alarma se hizo más y más fuerte, hasta que todo mi cuerpo pareció temblar. Stratten disparó otra bala y luego pareció darse cuenta de que algo estaba ocurriendo. Se volvió lentamente, ante el frigorífico, para mirar algo que nadie más podía ver.
El aire de los rincones de la estancia se estremeció, como un parpadeo momentáneo.
Los esbirros dejaron de disparar y sus cabezas parecieron repentinamente inseguras. Deck me miró, aunque no sé qué pudo haber visto allí.
Mónica siguió forcejeando, ajena a todo.
El aire se estremeció de nuevo y luego se inclinó, como cristal fundido arrastrado por un viento fuerte. Los muebles y el techo se retorcieron y disolvieron; un tapiz se convirtió en hilos sueltos que lanzaron humo y ardieron. El techo de la habitación pareció explotar hacia fuera, como sí hubiera sido absorbido por el cielo, y una enorme nube se abrió paso hacia el mundo, hirviendo a través de los huecos dejados entre los átomos y girando alrededor de nosotros con el rugido de una distante tormenta. Los rostros palidecieron a causa de una luz que parecía proceder de ninguna parte, dejando únicamente los ojos, que miraban fijamente. En el último instante, uno de los matones de Stratten intentó echar a correr y fue vaporizado instantáneamente. La cabeza del otro explotó en una mancha de luz, dejando sólo un cuerpo que se tambaleó y luego desapareció. Yo seguía con los pies firmemente asentados sobre el suelo, pero todo lo demás estaba siendo atraído hacia un nuevo estado de equilibrio. Esto era algo que ocurría entre mundos. No se nos llevaban a ninguna parte.
Venía hacia nosotros, como la lluvia procedente de un cielo sin nubes.
Allí donde antes había estado la pared exterior, fue apareciendo lentamente una visión, que se materializó a partir de la humedad y la nube, del ruido y el vacío. Apareció entonces una línea de seis hombres de color gris pálido, que permanecieron implacablemente de pie, como una hilera de montañas. Delante de ellos estaba otro hombre, con un traje oscuro y un rostro que ahora era diferente. Un rostro que delataba las edades, que estaba más allá del tiempo y que, sin embargo, acusaba su paso.
Siete espíritus de lo invisible habían descendido sobre la Tierra y yo no sabía si era terror o alegría lo que sentía.
Se produjo toda una vida de silencio.
Stratten se quedó inmóvil, mirando fijamente a los hombres. Luego, bruscamente, movió el brazo extendido hacia mí y apretó el gatillo.
No ocurrió nada.
Lo intentó de nuevo y sólo se escuchó un clic seco.
—No —dijo Dios—. El señor Thompson es uno de nosotros. No va a morir aquí.
Stratten lo pasó por alto y lo intentó una vez más, con el mismo resultado. En cierto modo, casi lo admiré por su perseverancia.
—Pero tú has terminado por enfadarme —añadió Dios, con expresión pétrea.
Stratten, finalmente, captó la imagen.
Los seis ángeles avanzaron sobre él. Observé que, después de todo, sus rostros no eran iguales, sino que había un parpadeo continuamente diferente de miríadas de rasgos, cada uno de los cuales desaparecía demasiado rápidamente como para fijar la atención en él. Allí no había expresión que se pudiera leer, ningún sentido que se pudiera adivinar. Estaban más allá de todo lo que pudiera decirse, porque no había nada compartido en nuestras mentes. Comprendí entonces por qué Dios tenía tan poco control sobre ellos. Eran insondables.
Creo que Stratten los reconoció a partir de sus propios sueños, que nunca había podido sacarse de la cabeza. Sabía que venían a por él y se giró en redondo, tratando de converse de que podía escapar a alguna parte. Pero todo nuestro mundo se había condensado en un lugar muy pequeño, y no había ninguna parte adonde ir.
Torpemente, trató de retroceder, mirando aterrorizado a los espíritus a los que probablemente veía de un modo muy diferente a como los veía yo, pues no hay ningún mal más horrible que un bien que te odia.
Cayó de rodillas delante de ellos.
Algo empezó a ocurrir. Vi que era un cambio físico, casi como si Stratten se estuviera aplanando. Dejé de verlo en un punto del espacio o como un ser físico. En lugar de eso, percibí un prolongado proceso, cosas hechas y experiencias vistas. Vi pequeños parpadeos de algunas de ellas, como un recuerdo vertido por una línea en mal estado. Su rostro empezó a borrarse al tiempo que se separaba en dos direcciones distintas, hacia el pasado y hacía el futuro. En lugar de quedar enjaulada en una caja de visibilidad, su esencia volvía a convertirse en fluido, como un río que bajara en arrasadora inundación sobre las orillas a las que estaba acostumbrado. La solidez de Stratten había procedido de esta comprensión y, me di cuenta, también la de todos nosotros. Ahora, a él le estaba abandonando.
Me quedé petrificado durante largo rato, hipnotizado.
Pero entonces, de pronto, hablé:
—No —dije—. Es mío.
Las cabezas de los ángeles se volvieron a mirarme al unísono; me pregunté cómo podía haberlos visto llevar armas, o cómo la gente los veía como pequeños alienígenas grises o como seres con arpas y alas. Supongo que, como dijo alguien una vez, si los triángulos inventaran un dios, lo más probable es que tuviera tres lados. En realidad, los ángeles no eran nada, en un sentido positivo, nada que yo o cualquier otro pudiera llegar a comprender jamás. Eran una ausencia de referencia, con sus cuerpos en llamas de un nuevo color que nadie había visto nunca.
Sentí sus miradas sobre mí, hasta que se hicieron borrosas y se convirtieron en una. Lo que vi a través de ellos fue al mismo tiempo demasiado grande y demasiado pequeño como para ser comprendido. Era como un libro, por un lado limpio y contenido mientras que por el otro se extendía para tocar todo lo que había sido. Alguien había fabricado el papel, otro le había puesto la cubierta, otros habían diseñado los tipos de las letras con los que estaba escrita la historia; todo eso había sucedido en diferentes partes del mundo y en momentos distintos. En el interior, las palabras, cada una de ellas solidificación de algo intangible y huidizo, de objetos y pensamientos, filtrados y configurados a través de innumerables generaciones de mentes con una necesidad de enmarcar la manifestación. Sus ojos conducían hacía el infinito todo lo que había sido alguna vez. Todo, por muy pequeño que sea, es una puerta que conduce a todo.
Se produjo una pausa y entonces los ángeles retrocedieron un paso. Esperaron por una vez, en deferencia ante alguien que siempre había sido el primero entre muchos.
El hombre del traje oscuro inclinó la cabeza hacia mí y los ojos de los ángeles se marcharon.
Luego desaparecieron y volvimos a encontrarnos en una habitación sembrada de artículos electrodomésticos heridos, con las paredes manchadas de sangre y salpicadas por los agujeros de las balas. El heroico refrigerador yacía ladeado contra el marco de la puerta y su puerta se movía ahora débilmente. El procesador de alimentos estaba en un rincón, con las luces parpadeantes, sin ninguna sincronización. Mónica Hammond yacía tumbada, inconsciente, sobre el extremo del sofá. Ni siquiera me había dado cuenta de ella cuando nos marchamos. Quizá no había estado con nosotros. Quizá ese lugar no sufriría que ella estuviera presente.
Stratten todavía estaba arrodillado en el suelo, con la cabeza inclinada, en el núcleo mismo de una comprensión de todo lo que había sido. El tiempo se había detenido para él, pero le conocía lo suficiente como para saber que pronto empezaría de nuevo si no llevábamos cuidado.
Deck recogió un arma del suelo y la colocó cuidadosamente contra la parte trasera del cráneo de Stratten.
—¿Compartimos el honor, como los dos últimos asnos que quedan en píe? —preguntó.
—No —le contesté—, se me ocurre una idea mejor.
21
Dos días más tarde, estaba sentado en la terraza de una cafetería en el paseo de la Calle Tercera, cuando una sombra descendió sobre la mesa. Levanté la mirada para ver al hombre del traje oscuro. Había estado observando a la gente que pasaba y que iba de compras, sin pensar nada en concreto, y mí café ya se había enfriado. Le hice un gesto para que se sentara, y pedí dos cafés. Luego, esperé a que el hombre hablara. Al final, lo hizo y me contó lo siguiente:
Al principio, dijo, la tierra no tenía forma y estaba vacía. El pasado y el presente eran lo mismo, y lo visible y lo invisible eran una misma cosa. Sucedieron nuevos acontecimientos, como planetas nacidos en la superficie de una estrella burbujeante, pero seguía existiendo todo lo anterior a la novedad, como un amulo en permanente expansión en el que se van engarzando continuamente nuevas joyas. La experiencia se acumuló, haciéndose más rica y más profunda, y nos movimos a través de ella como corrientes momentáneas en fin océano. En aquel entonces éramos mucho menos corpóreos y más ampliamente comunitarios. No utilizábamos las palabras como armas con las que configurar la realidad, y nos hallábamos rodeados por los espíritus de todos aquellos que habían fallecido.
No era necesariamente un tiempo mejor, sino sólo diferente, aunque en el fondo de nuestros corazones la mayoría de nosotros sabemos que hay algunas cosas que se supone deben ser de otro modo. Sólo en las horas más oscuras, cuando consideramos la muerte, el pasado y lo que nos hacen, echamos un vistazo a lo que hemos hecho. Una parte de cada alma sigue viviendo en ese lugar y cuando dormimos tratamos de recuperar una forma de ser, aunque hemos perdido la habilidad para comprenderla. En otras ocasiones sentimos la presencia de los que todavía viven, les damos nombres y tratamos de comprenderlos.
Como quiera que, después de algún tiempo, llegaron hasta nosotros las palabras, con ellas vino también la ruptura. En lugar de aprehender el mundo directamente, la experiencia se vio mediatizada por el pensamiento, pues en cuanto uno se descubre a sí mismo observando, se llega a creer que se está separado de aquello que se piensa. Empezamos a reprimir el pasado, a mantenerlo en su lugar a través de su descripción, estableciendo una distinción entre él mismo y el ahora. El tiempo empezó así a correr hacia delante. Separamos la luz de la oscuridad, lo negro de lo blanco; tomamos todo lo que llevábamos dentro y lo colocamos fuera. Llamamos tierra al territorio seco y a la reunión de las aguas las llamamos mares y vimos que eran diferentes y, después de eso, ya no se pudo deshacer lo hecho. Creamos el tiempo y las duraciones finitas y perdimos el pasado como una pequeña embarcación que se dirige al mar cuando abandona el vasto territorio que deja atrás.
Algunos de nosotros, al menos, así lo hicimos. Algunos de nosotros elegimos dar forma al espacio y domesticar la realidad en la que pronto nos encontramos. Otros no lo hicieron así y nos convertimos en filamentos separados de un mismo organismo, habitando en ámbitos diferentes.
Los que nos hicimos visibles empezamos a conquistar el mundo. Nuestro pacto con la corporeidad lo hizo posible, como un metafísico pulgar opuesto. Construimos y exploramos, cambiamos nuestro planeta y a nosotros mismos, atrapamos su fluidez haciéndonos firmes y duros. Pero con la firmeza llegó también la posibilidad del mal funcionamiento, del peligro, los errores y la muerte. No ocurrió todo al mismo tiempo, sino que nos condensamos gradualmente en una mayor mortalidad y pagamos el precio por ello. Nos hicimos capaces de muerte y, una vez muertos, no había forma de regresar, excepto en aquellos momentos en los que quienes nos habían amado nos veían fugazmente a través del velo del recuerdo.
Los invisibles siguieron siendo inmortales y se introdujeron entre los planos. Transcurrió mucho tiempo antes de que se dieran cuenta de cómo se estaba subdividiendo la realidad, y para entonces el resto de nosotros ya había olvidado que existió siquiera otro universo. El pasado se había convertido ya en ese otro país y una vez que algo llegaba a él, estaba perdido. Se convirtió en lo que llamamos memoria, un lugar que podemos visitar en sueños y en los momentos de tranquilidad, pero sólo de un modo imperfecto. Los acontecimientos del pasado se endurecieron en astillas de cristal, intocablemente incrustadas en nuestras mentes, en cuerpos extraños que se desplazan y desgarran, demasiado profundamente enterrados como para ser extraídos, pero lo bastante agudos como para cortar, llegar hasta el presente y dañarnos una y otra vez.
Ganamos pasados y secretos, partes de nuestras almas se atrofiaron y murieron, como una exquisita casa con una habitación cerrada con llave en su centro y un pájaro muerto yacente en el suelo, roto.
Con la forma vino también el temor, una sospecha de que nos habíamos cegado para una parte de la realidad que ya no formaba parte de nuestro dominio. Necesitábamos una barrera entre nosotros y lo desconocido, para protegernos de las cosas que ya no comprendíamos. Y así, tomamos a los invisibles y los llamamos ángeles y dioses.
Deck y yo llegamos a la comisaría de policía cinco minutos antes de lo acordado. Antes habíamos regresado al apartamento de Deck para efectuar una transferencia, antes de destruir las dos máquinas.
Esperamos a que Travis saliera de su despacho, sosteniendo a Stratten entre los dos. Estaba consciente, y despierto, pero no se hallaba en estado de resistirse. Eso es lo que te provoca un gran vertido de recuerdos, sobre todo si es la primera vez que lo haces.
Cuando Travis salió, nos miró en silencio y luego nos hizo pasar. Me encontré en la sala de entrevistas por tercera vez en otros tantos días. Ahora me pareció endiabladamente más alargada y con aspecto algo diferente. Parecía menos una ¡aula.
—¿Quién es éste? —preguntó Travis una vez que hubo cerrado la puerta.
—Stratten —le dije.
—¿Se encuentra bien? Parece enfermo.
—Oh, sí —le aseguré—. Está bien. Lo que ocurre es que tiene muchas cosas con las que reconciliarse.
Travis apoyó el trasero sobre la mesa y cruzó los brazos.
—Sabes que todavía no tengo pruebas suficientes para cargarle todo el fraude del chantaje. No hay nada que ¡o conecte a eso, excepto tu palabra.
—Romer podría haberlo relacionado —dijo Deck—, pero no puede porque está muerto.
Travis no pareció especialmente sorprendido. Simplemente, tomó nota de dónde estaba el cuerpo.
—Sin embargo, sigue sin haber nada que impresione al fiscal del distrito —dijo—. Lo siento, Hap.
—Yo no trato de solventar lo del chantaje en tu lugar —le dije—. Tú eres el policía, así que soluciónalo tú.
—¿Qué es lo que quieres entonces?
Respiré profundamente, antes de contestar.
—Tengo razones para creer que este hombre recuerda el asesinato de un oficial de policía de Los Ángeles.
Travis miró fijamente a Stratten.
—¿Él mató a Ray Hammond?
—Eso no soy yo quien tiene que decirlo. Pero él lo guarda en su cabeza.
Travis no dijo nada durante un rato. Se quedó allí, mirándome, pensando. Luego asintió con un gesto.
—Es algo que me puedo creer. Tiene aspecto de ser de esa clase de tipos.
—Esa clase de intuición investigadora es algo realmente maravilloso —observé, volviéndome a mirar a Deck.
—A mí también me impresiona mucho —asintió.
Travis tomó a Stratten por un brazo y Deck y yo retrocedimos un paso.
—Son más de las once —le dije.
—Sí —asintió Travis lentamente—, ¿y sabes una cosa? Ha ocurrido algo extraño. Estaba seguro de que tenía un expediente sobre mi mesa de despacho, lleno de cosas que iba a solucionar, de viejos casos y todo eso, y justo ahora resulta que no puedo encontrarlo.
—Pero ¿lo encontrarás? —pregunté con el corazón en un puño.
—Eso es algo que resulta difícil de contestar. Ya sabes cómo son estas cosas. A veces desaparecen para bien, y en otras ocasiones se vuelven a encontrar.
—Travis…
—Anda, vete a casa —dijo el teniente—, sea donde fuere eso. Deja tu número en el despacho. Echaré un buen vistazo por todo mi despacho una vez que me haya ocupado de Stratten, y ya te diré qué he encontrado.
Dejé el número de Deck y luego él y yo nos marchamos a un bar y tomamos muchas cervezas.
A la mañana siguiente, Travis llamó bastante temprano. Supongo que tenía la sensación de que me había estado siguiendo la pista durante demasiado tiempo. Resultó que había revuelto todo su despacho sin poder encontrar el maldito expediente. A pesar de ese inconveniente, parecía bastante alegre: el sodium verithal y el escáner de memoria habían situado a Stratten directamente en el escenario del asesínalo de Hammond. Quedaba por dilucidar la cuestión de por qué Stratten parecía llevar en sus recuerdos un abrigo de mujer, y por qué Hammond lo había llamado Laura, pero tanto Travis como el fiscal del distrito estaban convencidos de que la vida privada de Stratten sólo le concernía a él. Ambos se quedaron satisfechos, convencidos de que se iba a hacer justicia de una u otra forma.
En cuando al trabajito del Transvirtual, sin aquella prueba adicional no se podía presentar ningún cargo. Travis había cerrado el caso y así se quedaría en la base de datos. En lugar de dividir la cuenta, el teniente había dejado que fuera Ricardo el que la pagara por completo.
Travis estaba a punto de colgar el teléfono, dispuesto a seguir haciendo felizmente sus cosas propias de policía, cuando dije repentinamente algo. Me pregunté en voz alta sí un antiguo delincuente, ahora reformado, podría invitarlo en alguna ocasión a tomar una cerveza.
Travis se lo pensó un momento.
—Ni la menor posibilidad —contestó—. Y desde luego no en la Taberna del Irlandés el próximo viernes, hacia las nueve.
Más tarde, aquel mismo día, descubrí que la destrucción de la página web de Quat, bueno, de Stratten, había logrado algo que no había anticipado. Resultó que la osamenta se había comido las cuentas ficticias de Quat, y Vent las volvió a capturar antes de que la digestión fuera completa. Se mantenía la pérdida de la mayor parte de mi dinero, a través de corrientes virtuales irrecuperables que habían muerto cuando desapareció la página web, pero recuperé el suficiente como para vivir durante un tiempo. Vent cobró lo que le debía, además de su prohibitiva tasa de interés y yo dispuse de dinero suficiente para pagar a alguien que eliminara de nuevo mi delito de la base de datos.
Pero no lo hice, y tampoco creo que vaya a hacerlo nunca. A veces suceden cosas malas. Unas veces las haces tú y otras te las hacen a tí. Afirmar que nunca tuvieron lugar no resuelve nada y no las hará desaparecer. Por muy profundamente que lo escondas en lo más hondo del cubo de la basura, seguirá estando allí y sigue formando parte de ti. Una vez que has leído una carta que te rompe el corazón, no sirve de nada quemarla. Así que solicitas una tregua. Dejas de darle vueltas al cuchillo por la noche, y dejas de intentar que te eche a perder el día. Esperar la perfección no es más que una forma de darle la espalda a la realidad, de darle un mayor valor a lo que hay dentro de tu cabeza antes que a lo que es evidente a tu alrededor. Aunque el lugar en el que vivamos pueda basarse en sombras, es nuestro hogar, convertido en tal en virtud de los muebles destartalados y los recortes pegados cerca de los interruptores de la luz.
Los invisibles jugaron y se entrometieron durante largo tiempo, flotando a través de las vidas de los primos a los que ahora consideraban como extranjeros dañados. Nos lo habíamos hecho a nosotros mismos y ahora estábamos condenados para siempre a errar. A veces, un humano deambularía accidentalmente por la memoria y vería cómo fueron las cosas en realidad, pero nadie podría recordar cómo había sido la visión, así que no harían otra cosa que pergeñar historias para llenar los espacios vacíos. En cuanto te dieras la vuelta, como Orfeo, perderías aquello que fuiste a encontrar. No se puede escribir en negro sobre negro, así que tomas el pincel blanco y haces lo que puedes y ya el primer signo que hagas será erróneo.
Con el tiempo, uno de los ángeles llegó a creer que lo invisible y lo visible podrían conjuntarse de nuevo. Trató de indicar cómo podrían ser las cosas.
Pero llegó demasiado tarde. La necesidad humana de literalizar se había extendido ya más allá del mundo real, para llegar al ámbito de las ideas. El sistema operativo se había adaptado para encajar en el nuevo hardware, y ahora necesitábamos codificarlo todo, hacerlo rígido. Tomamos lo que dijo el ángel y lo pintamos con colores diferentes, pero la imagen que nos devolvió ya no tenía mucho sentido. Elevamos a un invisible por encima de los otros, lo convertimos en padre y rey y lo llamamos Dios.
El ángel prohibió representaciones de sí mismo, o incluso la escritura de su nombre, tratando de detener así el proceso de la literalización, pero al final se hizo inevitable. El ángel se encontró entonces al frente de una corporación empresarial dirigida por jóvenes turcos que no respetaban la estructura de la línea de dirección: reescribieron sus memoranda para hacer la ley más rigurosa, más limitada, más humana. El ángel se encontró expulsado en un golpe de mano del consejo de administración y lo corrieron a patadas hacia arriba. No se había dado cuenta del poder de la corporeidad, de que las mentes de los hombres terminarían por alterar necesariamente la mente de su Dios. Ser una divinidad significaba asumir una buena parte de las cualidades de tus súbditos, tanto profundas como triviales. Los invisibles no se hallaban sujetos por la gravedad, por ejemplo, pero decidieron que si podían volar, entonces los ángeles debían tener alas. Y a sí fue, para molestia e incordio de los invisibles. Según se desprende, las alas fueron una verdadera patada en el culo y realmente agotadoras de usar. Tampoco necesitan de naves espaciales, y las luces en el cielo no son más que algo que vemos en nuestras cabezas. Cada uno de nosotros es alienígena para alguien: los invisibles lo son, simplemente, un poco más que la mayoría.
Y finalmente, Dios sucumbió a nuestra mayor distinción, la que hay entre el bien y el mal. Los actos buenos siempre se han hecho por malas razones, los errores se han cometido con la mejor de las intenciones, pero separamos el núcleo moral de la acción y el mal del bien, y un lado de Dios del otro. Dividimos su mente y rompimos su corazón.
Dios se perdió en la oscuridad durante un tiempo, desgarrado entre visibilidad e invisibilidad, entre los mundos de los ángeles y el de los hombres. Ya ni siquiera se comprendía a sí mismo y, durante un tiempo, se desvaneció en lo universal. Algunos de los otros invisibles se aprovecharon de su ausencia y se rebelaron contra la situación, debido en buena medida al resentimiento. Trataron de establecer bloques de poderes opuestos, pero al cabo de poco tiempo se cansaron de ese deporte. Como humanos, los ángeles no saben cómo se produjo el universo. Y lo único que quiso Dios fue una mejor relación entre nuestras dos especies. Hay hermosura en lo visible y paz en aquello que no se puede tocar. Los invisibles imaginaron una realidad en la que lo dos pudieran vivir juntos, y trataron de hacerlo así.
Cuando Dios regresó, aceptó sus errores anteriores y los invisibles trataron de codificar la relación entre los dos mundos. Allí donde los humanos habían tenido a menudo la posibilidad de cruzar la línea, se les hizo ahora mucho más difícil y a los ángeles se les prohibió cruzarla, a menos que fuera necesario. Finalmente, Dios se comunicó con un humano que tenía cierta habilidad como médium, en un intento por volver a forjar el viejo vínculo. Dios dispuso que ese hombre fuera capaz de realizar unos pocos trucos (relacionados en buena medida con el control de la gravedad, la transustanciación de la materia y un breve y defectuoso triunfo sobre la muerte), de modo que la humanidad quedara convencida de la realidad de la revelación que había traído. El mensaje era sencillo, diseñado simplemente para ser plantado y que luego pudiera crecer por si solo.
Formamos parte de algo mucho más grande.
Eso funcionó hasta cierto punto y la nueva idea se extendió como un incendio desatado. Pero, como siempre, resultó que nos la tomamos demasiado literalmente y creamos nuestros mitos. Decidimos que Jesús no podía ser simplemente un tipo cualquiera, de modo que las generaciones posteriores se inventaron el nacimiento de una mujer virgen, ignorando el hecho de que el texto hebreo original de Isaías utilizaba la palabra almah, que no significa virgen, sino simplemente una mujer joven. Jesús empezó adlib y algunas de sus bromas no fueron divertidas.
Nuestro mundo era demasiado pesado como para que pudiera ser reorganizado alrededor de la verdad, así que alteramos la verdad para que encajara. La palabra fue editada y mutilada, a menudo de formas que no tenían significado alguno, y así se revisaron una miríada de narraciones y visiones para ser transformadas en una historia que se lee como si alguien la hubiera escrito y editado a últimas horas de la noche. Dios nunca dijo que hubiera creado nada. Nosotros, simplemente, tomamos su nombre y lo utilizamos para algo que nos habíamos hecho a nosotros mismos. Hasta la narración del nacimiento de Jesús, algo que debería haber sido un hecho sin complicaciones, combina acontecimientos que abarcan diez años y los sintetiza en una sola noche. Lucas se habría sentido como en su propia casa en el café Prose: fue el primer escribidor en pantalla, el primero en esculpir la ficción para los sacerdotes-productores, que querían una buena secuencia anterior a los títulos, y la obtuvieron, vaya si la obtuvieron, pero sólo inventándola. Convertimos la verdad en palabras y las colocamos unas encima de otras, hasta que fue imposible ver lo que decían.
Al final, el médium fue liquidado y ¡as circunstancias conspiraron luego para difundir una religión por todo el mundo. Los invisibles habían establecido una franquicia, con al menos una sucursal en cada ciudad y pueblo, pero el producto original quedó dañado durante ese proceso y el mensaje se transmitió deformado y sesgado.
Pero lo peor de todo fue que capturó a Dios y lo encadenó con palabras, lo hizo tan concreto que tuvo que vivir entre nosotros todo el tiempo: el invisible deambulante hecho carne.
Laura regresó la noche del día que mantuve la conversación con Dios. Se encontró en un bosque, junto a una corriente que había conocido de niña, de píe sobre una roca. Después de permanecer allí durante un rato, regresó a la ciudad y terminó por hallarse ante la puerta del apartamento de Deck.
No recordaba absolutamente nada acerca de dónde había estado, pero algo tuvo que haberle ocurrido allí. Ahora estaba más tranquila, parecía mejor por haber estado lejos. Me pregunté si habría elegido no regresar por esos pocos días, pasar un poco de tiempo extra en aquel lugar en el que las cosas parecen diferentes: examinar el inicio del círculo y tratar de comprender de dónde procedía su vida. A veces, hay que mirar atrás; lo que nos convierte en columnas de sal es la incapacidad para volver a mirar hacia delante.
Al día siguiente fue a casa de Ray Hammond, pero no encontró a nadie. Su madre se había marchado, espero que para hacer cosas más pequeñas y peores. No pudo haber reproches entre Laura y Mónica. Esta es una de las realidades y verdades de la vida: no siempre puede uno decir y hacer las cosas correctamente, no siempre puedes estar ahí para alguien o conseguir que alguien esté ahí para tí. Siempre habrá habido acciones que no tuvieron lugar, emociones que no fueron articuladas del todo porque el pasado hecho presente tiene un aspecto diferente a la dura luz del brillo retrospectivo con el que lo miramos. La vida no es una cuestión de perfección, sino de hacer lo que se pueda en cada momento. Las cosas, tal como fueron, fueron como tenían que ser. Uno tiene que confiar en los propios instintos y olvidar. El pasado siempre señalará con el dedo. Para eso está.
Lo que ocurrió fue que, una semana más tarde, Laura se instaló a vivir con Deck. Creo que los dos se quedaron un tanto sorprendidos, como desde luego me quedé yo mismo, pero ella había estado por allí y una noche se quedó algo más y luego, otra noche, simplemente ya no se marchó. Deck se pone tímido cuando le pregunto sobre eso, lo que a mí me parece una buena señal. Claro que su apartamento está ahora lleno de cojines y zapatos, y su cuarto de baño es irreconocible, pero a todo eso se le añade Laura y el parece aprobarlo en su conjunto.
Una noche, mientras Deck estaba en el bar, Laura me dijo:
—Si los ángeles andaban buscando un mensajero, podrían haber hecho algo mucho peor que enviarlo a él.
Luego, se mostró muy descortés con la forma de vestir de la gente sentada en la mesa de al lado, como si con ello quisiera compensar su comentario. Pero sé que lo decía de corazón.
No es totalmente mejor. Todavía bebe más de lo que debiera y hay muchos días en los que las nubes cuelgan pesadas sobre ella. Los problemas no se desvanecen inmediatamente o, a veces, ni siquiera desaparecen: la imperfección y la tristeza son el precio que se paga por estar vivo. Pueden ser un alto precio y hay ocasiones en que la vida parece como un forcejeo en el que la única recompensa que se consigue por mantenerse en pie es la oportunidad de forcejear un poco más. Es un peaje muy pesado. Pero el trayecto está bien y, a veces, hasta se puede ver el mar.
Lo que, naturalmente, no es nada comparado con lo que ocurrió cuando los ángeles volvieron a establecer contacto, casi dos mil años más tarde. Se llevaron el mayor de los desengaños. Para entonces, los humanos habían seguido su camino, habían depositado su confianza en algunas palabras nuevas que habían inventado. Ya no estábamos en condiciones de creer en alas, así que en lugar de eso creíamos en naves espaciales y platillos volantes. Allí donde en otro tiempo habíamos abrigado la idea de que la gente tenía el espíritu en ella, ahora creíamos en la tecnología, y percibíamos el toque de los ángeles como un implante. Antes de que los invisibles llegaran a enterarse de dónde estaban, la gente saltaba arriba y abajo en la televisión, describiendo sus armas de rayos, sus pequeños ojos abultados y cómo querían implantar su semilla en las mujeres de la Tierra. Los invisibles que habían jugado a ser dioses con los griegos y romanos, consideraron probablemente esta situación con una seca sonrisa y agradecieron a sus buenas estrellas el no haber jugado en otra época con el concepto de los juicios por paternidad.
En realidad, los ángeles nunca me quisieron. Lo que querían era encontrar un camino para llegar a Stratten, que se las iba arreglando para eludirlos. Era uno de esos hombres cuyas almas son difíciles de encontrar para los ángeles. Era tan visible que apenas si dejaba una señal en el otro lado. Basarnos en el recuerdo nos empuja en la dirección equivocada, nos anima a distanciarnos de aquello que es real y que permanecerá. Cuanto más nos disociamos del pasado viviente que nos rodea, tanto más difícil nos será regresar, del mismo modo que la negativa a integrar el propio pasado es la forma más segura de hacer añicos la propia mente.
Stratten había arrinconado al mercado la perturbación del pasado, y ellos querían que cerrara su negocio.
También se sentían extremadamente enojados por el hecho de que Stratten hubiera ayudado a causar la muerte del hombre al que habían estado preparando para ser el siguiente vehículo de transmisión del mensaje. Habían decidido que había llegado el momento de intentarlo de nuevo, y Ray Hammond recibió la llamada. Se había ido metiendo en la religión justo antes de morir, pero no en el sentido habitual. Mantenía contacto con la fuente y, en los últimos días, se había sentido confuso y temeroso, sin saber si estaba perdiendo la chaveta.
Dios no lo aprobó, pero dejó que las cosas se desarrollaran por sí solas, porque esa es su forma de actuar. Se alegró de que el plan no hubiera alcanzado éxito, debido en buena medida a que todavía tenía que vérselas con el fracaso de la última vez. En privado, tenía la sensación de que esta vez debería haber sido una mujer y estaba convencido de que, de todos modos, el enfoque básico era defectuoso. Ahora que Dios vive entre nosotros está redondeando la forma en que son las cosas. Eso proporciona a los invisibles algún lugar que anhelar, y un corazón invisible al sitio que habitamos. Eso da peso a la vida.
Sólo hay otra forma de comprender ese otro lugar, y es morir. Precisamente por ello, en aquel paseo alrededor de la escuela, ocurrido tantos años atrás, vi a mis abuelos muertos de pie, esperando para recibirme. Se habían hecho invisibles de nuevo, como lo seremos todos algún día. La forma se descompone, nuestros secretos se disuelven, y nos convertimos en parte de la ola transportadora. A veces, sentimos su presencia entre nosotros, esas personas del pasado, como corrientes en un océano que no podemos ver; los llamamos fantasmas. De vez en cuando les imponemos las formas que han dejado atrás, convencidos, al parecer, de que nuestros cuerpos están donde vivimos en lugar de simplemente donde morimos.
Pueden regresar si así lo desean, pero sólo al cabo de un tiempo y en figuras diferentes, aunque la mayoría de ellos permanecen alejados. Hay una elección que todos tendremos que tomar algún día, en algún momento a lo largo de los años. Hay muy pocas líneas que no se puedan cruzar: la única cuestión que se nos plantea es cuándo damos el paso.
Finalmente, hablé con los padres de mi madre, fui a visitarlos y los vi en la red. Hablamos durante largo rato y un par de días más tarde me llamó mi madre para decirme que su dirección en la red había muerto.
Hay un momento para que todos y cada uno de nosotros regresemos a lo invisible, aunque ese momento todavía no ha llegado para mí.
Me gusta estar aquí.
Eso fue lo que, de todos modos, me dijo el hombre del traje oscuro, aunque él sabe mejor que nadie que no es cierto. Uno nunca sabe a qué carta quedarse con las divinidades. Tienen agendas de lo más extrañas. Si yo hubiera sido hindú, o budista, o hopi, quizá él me lo habría dicho de un modo algo diferente, habría cambiado unos pocos nombres…, pero en el fondo habría sido la misma historia.
Luego, se terminó de tomar su frappacino, me preguntó amablemente si me importaría pagar la cuenta, se levantó y se marchó. Lo observé alejarse hasta que se confundió con la multitud, se unió a la corriente de atareados individuos que seguían cada cual su camino. Quizá esté sentado ahora detrás de usted, en un restaurante, y jamás llegue a enterarse de que lo tuvo ahí; o quizá escuche sus pasos una noche, a la vuelta de la esquina, y lo mire a la cara; pero en estos tiempos que corren se parece mucho a uno de nosotros, así que nunca se detendrá a preguntarle el nombre.
Decidí no regresar a Gríffith, aunque volví para recoger mi contestador automático y mi cubertería. Alquilé una pequeña casa en Venice, no lejos de donde Helena y yo habíamos vivido antes. Es agradable, y ahora dispongo de electrodomésticos más que suficientes, aunque algunos de ellos todavía caminan con una ligera cojera y al procesador de alimentos le ha dado por ponerse un pañuelo de seda. A veces los oigo, en la madrugada, reunidos en la cocina, rememorando su victoria. No me molesto en cerrar la puerta con llave por la noche. Imagino que cualquiera que intentara robar se iba a encontrar con una defensa en línea mucho más animosa y beligerante de lo que esperaba.
Saqué del almacén nuestras viejas cosas y las tengo en cajas, distribuidas por el salón. No voy a abrirlas, al menos por el momento. No quiero tentar mi suerte. Revisé el contenido de un par de cajas y descubrí algo un tanto extraño. Encontré la funda adornada donde deberían haber estado guardados los cinco guijarros, y habían desaparecido.
Preferí creer que dos eran por Deck y Laura, uno por Travis y los otros dos por Helena y por mí.
Que es la razón por la que, a pesar de que han transcurrido ya tres semanas, espero volver a ver a Helena, Pregunté por ahí y descubrí que no salía con el tipo que había dicho que salía. Sólo puedo suponer que esa mentira no fue más que un mecanismo de protección en mi propio beneficio, para facilitar nuestro reencuentro; que se tomó incluso la molestia de fingir una llamada telefónica a un tipo inexistente. Eso, sin embargo, no engañó a mi madre, aunque supongo que sí a mí.
Ahora, la echo de menos. Adecuadamente. No con enojo o porque quiera vengar o deshacer el pasado, sino simplemente porque me gustaría volverla a ver. Sé que está ahí fuera, en alguna parte, o quizá dentro, en un lugar donde el aire es gris verdoso. Supongo que el tiempo no significa gran cosa allí donde ella está y que regresará cuando se encuentre bien y esté preparada para hacerlo. A veces, creo que puedo sentirla, manteniéndose juguetonamente justo fuera de mi alcance. Pero se me acerca a cada minuto que pasa, adquiriendo velocidad para liberarme a mí.
Mañana voy a prepararme una bolsa de viaje, la meteré en el coche y conduciré hasta Baja California. Voy a ver en Quintas Papagayo y a reunir suficiente madera de deriva como para encender una hoguera. Luego, tomaré una ducha y saldré a dar un paseo por Ensenada. Si empiezo bastante temprano, llegaré allí cuando las calles todavía estén llenas de turistas comprando alfombras, ajorcas y animales de cerámica, cuando el cielo sobre el puerto todavía aparezca lleno de aves que se afanan por capturar los restos de pescado; lo bastante pronto como para deambular durante una hora bajo el resplandeciente sol del atardecer, que lo matiza todo con su bruma, convirtiendo la tierra y el mar en una sola cosa.
Quizá más tarde, a medida que la luz empiece a cambiar y las multitudes vayan desapareciendo, empezaré a sentir algo, a creer de nuevo en las noches de sombras y en los gritos distantes. Y quizá, mientras recorra las calles hacía el bar de Housson, pasando junto a los oscuros escaparates de las tiendas, encontraré la esquina que siempre he estado buscando, la doblaré y allí estará ella.
Fin
Notas
[1] El María Celeste un barco que, a mediados del siglo XIX, apareció abandonado y sin signos de violencia. Sus ocupantes no aparecieron y nunca llegó a saberse qué sucedió. Dickens escribió un artículo sobre el tema. N. del E.)
Autor
Michael Marshall Smith (3 de Mayo, 1965, Knutsford, Cheshire) novelista, guionista y autor de relatos cortos británico. Su primera historia publicada, The Man Who Drew Cats, gano el British Fantasy Award a la mejor historia corta en 1991. Su primera novela, Only Forward, (1994) gano el August Derleth Award. A partir de la novela The Straw Men comenzó a firmar con el nombre abreviado de `Michael Marshall`, alternando en adelante ambos nombres según el género a que pernteneciese la novela: Michael Marshall para obras de ficción contemporánea, y Michael Marshall Smith para obras de terror y ciencia ficción.