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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
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    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
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    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    OPCIONES GENERALES
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  • Ancho igual a 1088
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  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


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    LA HORMIGA (Pedro Gálvez)

    Publicado en abril 28, 2013

    Ultramar Editores
    1 a. edición bolsillo: Septiembre, 1983.
    Portada: Antoni Garcés.
    © Ultramar Editores, S.A., 1983.
    Hermosilla, 63, Madrid–1; Mallorca, 49, Barcelona–29.
    ISBN: 84–7386–34–10
    Depósito legal: NA654–1983
    Fotocomposición: J. García, Felipe II, 289. Barcelona–16,
    Impresión: Gráficas Estella. Estella (Navarra). 1983.
    Printed in Spain.


    Dedicatoria

    A la memoria de mi hormiga Brunilda, una hermosa Fórmica sanguínea de las estribaciones de los Alpes bávaros.


    Advertencia

    Pese al carácter fantástico del relato, el presente libro conserva, en lo posible, la rigurosidad de los hechos científicos. Al lector no le será difícil distinguir éstos de lo que es antropomorfismo por parte del autor.

    El autor advierte que no es mirmecólogo de profesión, sino un aficionado al que todavía le remuerde la conciencia por las muchas hormigas que asesinó para colocarlas bajo el microscopio. Sus observaciones en el campo de la mirmecología han tenido más bien un carácter de pasatiempo, de diversión. Y esto es precisamente lo que ha querido ofrecer al lector: un pasatiempo, un divertimento intelectual u hormiguesco, y comunicarle quizá el amor que siente por esos pequeños y valientes seres.


    Prólogo

    Muchos fueron los rumores que corrieron en la pequeña ciudad de Kiefernwalde, sede de la famosa Universidad del mismo nombre, en torno a un viejo entomólogo y a las discusiones por él suscitadas en el claustro de profesores. Con el tiempo los rumores fueron despojándose de su primitiva base verídica, se transformaron, mezclándose con hechos nuevos e in–venciones viejas y recientes; y es así que hoy en día me parece imposible desentrañar las verdaderas causas que los originaron.

    Las cosas más asombrosas hube de oír al tratar de desenmarañar el suceso que conmoviera hace unos años a esa, por lo común, tan pacífica ciudad. Parece ser que en la Universidad se celebraron importantes debates científicos a puerta cerrada, pero nadie supo –o quiso– darme exacta cuenta de los temas que fueron tratados en ellos. En algunos informes confidenciales se me comunicó que el viejo entomólogo había despertado la indignación entre sus colegas; hasta se habló de que se había propuesto su expulsión de la Universidad. Personas dignas de crédito me aseveraron que el entomólogo había hecho ciertas exposiciones enojosas acerca de una hormiga, con la que pretendía tener relaciones de carácter personal.

    Ruego al lector que perdone mi falta de precisión, pero... ¡cuán lejos estaba yo de pensar que esos rumores me resultarían más impenetrables en la ciudad de Kiefernwalde que en la bulliciosa y distante capital, donde tenía empleo seguro y bien remunerado en una de sus revistas más importantes! Pues bien los habitantes de Kiefernwalden no fueron lo suficientemente prudentes como para impedir la propalación de los más diversos rumores en torno al misterioso suicidio del insigne entomólogo, convirtiéndose así en el objeto de los grandes titulares de la prensa mundial, adoptaron ante mis preguntas una actitud que he de calificar de algo más que reservada. Quede esto aquí asentado para la posteridad, así como la indigna actitud de mi jefe, quien después de varios meses de arduas averiguaciones –que tuve que costear, en parte, a mis expensas– me despidió, diciéndome: «Querido amigo, su fantasía rebasa los marcos de nuestra revista, que muchas personas tienen por seria.»

    Y sin embargo, en mi informe no puse ni un átomo de mi fantasía, pues no son productos de ella el tiro que se pegó el entomólogo en la sien con una pistola del 38, ni el horrible agujero negruzco producido con una pistola del mismo calibre –aún más, ¡con la misma!– en el viejo escritorio de caoba. Las fotografías que se encuentran en los archivos de la Policía de la venerable y blanca cabeza destrozada, así como ese horripilante y profundo agujero en una de las obras de ebanistería más hermosas que he visto del siglo XVII podrían haber dado que pensar a un jefe menos testarudo que el mío. Y ¡ahí está ese ma–nuscrito!, ese manuscrito de letra diminuta, nerviosa, ¡cual filigrana fantástica de un escriba de otros mundos!

    Trivial fue la cuestión que inquietó a la prensa: «¿Se suicidó o murió asesinado el ilustre entomólogo Carlos Greig, catedrático de la Universidad de Kiefernwalde, doctor honoris causa de las más reputadas universidades del mundo, y premio Nobel por sus brillantes estudios sobre los antepasados comunes de los véspidos y las hormigas de la subfamilia Ponerinae?» El dilema no consistía en si esa personalidad eminente se había quitado la vida o había perecido a manos de un asesino. El dilema era y es: ¿asesinó el entomólogo a la autora del manuscrito antes de suicidarse? El informe que suministró al respecto la Jefatura de Policía a la prensa local fue lacónico: «Es, indudablemente, un caso de suicidio. El difunto catedrático disparó dos tiros: uno en su sien y otro contra la mesa. Nuestros peritos han demostrado que el segundo fue disparado primero.»

    He de decir aquí que, en general, la lectura de la prensa local no representó una ayuda digna de mención en mis averiguaciones. En las ediciones del día siguiente al suicidio se explayaban los periodistas en relatar las dolencias del inspector Smitz, quien se quejaba de haber sido picado por una hormiga amazona mientras registraba el despacho del entomólogo. «El Conservador» se lamentaba amargamente de los peligros que acechaban por doquier a la heroica policía de Kiefernwalde y ofrecía a sus lectores un detallado relato en el que describía, con patéticas palabras, la forma brutal en que se abalanzó sobre el inspector Smitz un monstruo de casi cuatro centímetros de largo, que después de pegar un largo salto hincó su aguijón en la mejilla del pobre inspector, ocasionándole grandes dolores y una fiebre elevadísima que le obligó a interrumpir sus pesquisas. Se le dedicaban también algunas palabras de elogio a un guardia que acabó a patadas con el bicho. «El Liberal», por el contrario, denunciaba –«una vez más», según sus palabras– la brutal actuación de la policía, y amenazaba con someter el caso a la Sociedad Protectora de Animales.

    «Declaraciones inauditas en boca de un representante de la Ley» se titulaba un artículo que apareció pocos días después en «El Imparcial» con la firma de quien era para entonces decano de la Facultad de Entomología de la Universidad de Kiefernwalde, el doctor Krüger, y del cual ofrezco el siguiente extracto para que el lector pueda hacerse una idea de las dificultades que me acompañaron durante mi estadía en esa ciudad:
    «El inspector Smitz atestigua haber sido picado por una hormiga amazona. No quiero resaltar mucho aquí la increíble arrogancia que tal afirmación representa en boca del señor Smitz. Algunos datos al particular: Co–nocemos hasta ahora unas cinco mil especies de hormigas pertenecientes a las subfamilias Myrmicinae y Formicinae (he de recalcar aquí que sólo menciono las dos subfamilias más importantes). El señor Smitz podrá hacerse una idea aproximada del gran número de variedades que implica esta cifra. Se han publicado hasta la fecha más de cuarenta mil investigaciones científicas sobre las hormigas (y ni siquiera yo puedo pretender haberlas leído todas). No sé si el señor Smitz podrá imaginarse, tras la lectura de estas cifras, lo difícil que le resulta a un especialista catalogar con exactitud a una variedad de hormigas –¡cuánto más a un ejemplar aislado y no recogido in situ!–, ya que las diferencias entre los miembros pertenecientes a un mismo hormiguero son, por regla general, enormes; en todo caso, no le recomendaría como método de clasificación a ninguno de mis alumnos el dejarse picar por las hormigas que han de estudiar... a menos que lleven de acompañante al señor Smitz, quien parece distinguirse por poseer propiedades entomológicas muy singulares en sus carrillos. Quede a cargo de la ciencia el investigar si la cerveza y las salchichas no han contribuido en buena parte a ello.
    «Sin dejarnos llevar por un prurito de cientificismo, hemos de establecer aquí que el inspector no ha sido picado ni por la hormiga amazona ni por ninguna otra de nuestras hormigas nativas; y esto, por las razones siguientes:


    »1.a La hormiga amazona a la que se refiere el inspector Smitz, designando con el nombre que emplea el vulgo a nuestra conocida Polyergus rufescens, pertenece –como bien debería saber– a la subfamilia Formicinae; formícidos estos que se caracterizan, entre otras cosas, por su falta de aguijón, ya que éste está atrofiado. Ergo, careciendo, como carece, la Polyergus rufescens de aguijón, se encuentra imposibilitada, pese a sus grandes cualidades guerreras, de picar al señor Smitz en las mejillas. Además, permítaseme añadir que la Polyergus rufescens es un animalito cuya longitud raramente sobrepasa los siete milímetros; y sería necesario realizar un colosal esfuerzo de imaginación para estirarla hasta los cuarenta de que nos habla el inspector. Por su gran tamaño (¡15 mm, pero no 40 mm!), podríamos hacer recaer nuestras sospechas en la Camponatus ligniperda (la mayor de nuestras hormigas nativas, conocida generalmente por el nombre de hormiga carpintera), pero la descarta el hecho de pertenecer, igualmente, a la subfamilia Formicinae.
    »2.a El inspector Smitz podría inculpar a algún miembro de la subfamilia Myrmicinae (¡unas 2.500 especies!), ya que estas hormigas están provistas de aguijón y glándulas venenosas. Podría inculpar, quizá, a la Myrmica rubida, de picada muy dolorosa, y que abunda en nuestras latitudes; pero:
    »a) Es un animalito de unos 5 a 9 mm de largo.
    »b) Necesita casi medio minuto para consumar su picada en la epidermis humana. ¡Y no creemos que el señor Smitz haya permanecido impasible tanto tiempo! Por motivos similares podríamos rechazar, entre otras, a las hormigas del género Tetramorium.


    »3.a El inspector Smitz pasa por alto un hecho importantísimo; a saber: la hormiga saltó con gran destreza. Inmediatamente podría pensarse en la enigmática Gigantiops destructor, la brasileña de ojos grandes que suele saltar de rama en rama, tal como le comunicaba por carta Alberto Schulz en el año de 1893 al inolvidable Emery. Más, de sobra es conocido que se trata de una Formicinae, y todo lo más podría haber mordido en la mejilla al inspector Smitz, inyectándole después veneno en la herida. Pero nuestra hormiga no sólo ha de poder saltar, sino picar. Y esto nos permite colocar al animalito en el grupo que forma la subfamilia Ponerinae. (Integrada por 80 géneros y 1.730 especies conocidas hasta ahora; de ellas 10 especies fósiles, de las cuales tenemos noticia en nuestra patria por las incrustaciones halladas en el ámbar proveniente de los abetos que poblaron las regiones del Báltico en el período oligoceno; hará unos 45 a 50 millones de años. ¡Aunque estas últimas pueden ser muy bien descartadas de toda sospecha!)
    »En nuestras latitudes tenemos como representantes de las Ponerinae un género y dos especies, pero su tamaño es tan pequeño (Ponera coarctata y Ponera puctatissima: de 3 a 3,5 mm) que el señor Smitz haría bien en buscar a la culpable entre las especies de regiones más cálidas. ¿Quizá entre las hormigas del género Myrmecia, que abundan en Australia y Tasmania y cuya longitud alcanza con frecuencia los tres centímetros? Estas hormigas, conocidas vulgarmente como hormigas buldog o saltadoras, se distinguen, como es sabido, por su temperamento salvaje y agresivo. ¿Quizá también en Ceilán donde habita la Odontomachus haematodes, llamada hormiga tac–tac por los aborígenes, debido al ruido que produce al saltar. Pero el inspector Smitz no menciona ese ruido peculiar en sus declaraciones a la prensa.
    »4.a Al involucrar en sus acusaciones a la Polyergus rufescens, el inspector Smitz debería haber tenido en cuenta que todo mirmecólogo tiene, generalmente, las hormigas que él mismo ha recogido. Y el profesor Grieg no era una excepción a esta regla. Si tenemos presente que el profesor Grieg realizó extensos viajes por la India, podríamos afirmar, casi sin temor a equivocarnos, que la hormiga que picó al señor Smitz fue la gigantesca Harpegnathus cruentatus, que tiene por costumbre agachar la cabeza bajo el tórax y sacudirla de repente, logrando así saltos de hasta medio metro. Está provista, además, de un aguijón venenoso extraordinariamente fuerte y eficaz, y, fiel a su nombre, logró un éxito tal en la mejilla del señor Smitz.


    »Conclusión:

    »Espero que el inspector Smitz haya comprendido que las hormigas amazonas (Polyergus rufescens) no fueron creadas especialmente por Dios para entorpecer las pesquisas del señor Smitz, y que, en todo caso, existen otras especies que pueden hacerlo, tal como ha demostrado en forma admirable en este caso nuestra Harpegnathus cruentatus.»

    Si la lectura de este artículo no me permitió hacer grandes deducciones, menos aún me ayudó el revisar la profusa bibliografía que lo acompañaba, y mucho menos aún la entrevista que sostuve, después de vencer muchas dificultades, con el señor Krüger.

    Me recibió en su oficina en la Universidad; alto, seco, estirado, rodeado de una aureola de marchita sabiduría. Sus manos largas, huesudas, no cesaron de revolver nerviosamente legajos y libros mientras le hacía algunas preguntas. De vez en cuanto me contestaba con algunos sonidos inarticulados. Y cuando estaba a punto de creer que el amargado catedrático era mudo, me clavó su fría mirada y me dijo solemnemente, con el tono inequívoco de quien no tiene nada más que agregar:

    –El asunto fue por demás vergonzoso. ¿Dónde se ha visto que una hormiga pretenda clasificarse a sí misma?

    La entrevista con el rector no fue más reveladora. Las únicas palabras que pude sacarle a Su Excelencia fueron:

    –Muy señor mío, he de advertirle que la Universidad no tiene por costumbre ofrecer informes sobre la vida privada de sus catedráticos, y mucho menos si éstos han abandonado ya el mundo de los vivos.

    Así fue como decidí bajar de esas magnas alturas y entablar amistad con el dueño de la taberna «El Ciervo Dorado».

    –El doctor Grieg –me dijo–. Sí, sí, el doctor Grieg. «El abuelo» le llamábamos. Acostumbraba a venir a menudo por aquí. En esta misma mesa solía tomar su copita de coñac. Era una persona afable, encantadora; aunque un tanto extraña, ¿sabe usted? ¡Bueno!, como todos esos sabios. Recuerdo un día en que se encontraba aquí; aquí, en esta misma mesa. Este rincón era su lugar preferido. Yo tenía un humor de perros. Unas malditas hormigas se habían establecido en mi negocio y habían hecho grandes estragos en las provisiones de azúcar. Esto es comprensible, ¿no? Esas benditas hormigas son golosas. Pero, ¡que atacasen también sin misericordia mis salchichas!! Eso ya era el colmo. Es–taba muy enfadado, como le digo, y logré pillar a algunas hormigas que pulvericé a manotazos en el mostrador. El abuelo Grieg vino a la barra, tomó una y se la llevó a esta mesa, donde la observó a través de su lupa. Me llamó y me invitó a tomar un coñac con él. ¡Si usted supiera qué historia me contó! Me dijo que se trataba de una hormiga argentina y me narró las cosas más extraordinarias de ella. Me explicó que la gente se equivoca, que no proviene de la Argentina, sino de las selvas del Brasil. De esto me acuerdo muy bien, pues tengo un primo que emigró hace veinte años al Brasil. Hoy tiene una hacienda allí y es todo un potentado. El año pasado recibí una carta de él. ¡Luego se la bajaré para que la lea! Se ha casado con una india y tiene cuatro hijos... Pero, ¿dónde me había quedado?... ¡Ah, sí! El abuelo Grieg me explicó que esa hormiga es una gran guerrera, una conquistadora, una trotamundos. Abandonó las selvas brasileñas, pasó a la Argentina y se lanzó a la conquista de la Tierra. Escondiéndose en la carga de los buques mercantes llegó hasta la América del Norte, se extendió hasta las islas Canarias, penetró en Europa por Italia y España y llegó a nuestra ciudad. Me contó muchas cosas sobre su táctica guerrera y las grandes batallas que ha librado por todo el mundo. Y sin embargo..., ¿no sé qué opinará usted?..., pero cuando veo cómo esos bichos me asaltan la despensa, me resulta muy difícil representarme a esa hormiga como a un Napoleón o a un Alejandro Magno.

    Esa noche abandoné dando tumbos «El Ciervo Dorado», después de haber leído la carta del primo del Brasil, de haberme enterado de numerosos chismes de la ciudad, y de que alguien me recomendase hablar con el doctor Faber, médico de cabecera del difunto profesor Grieg.

    –Un caso muy extraño –me dijo el doctor Faber–. En los días anteriores a su muerte el profesor Grieg se encontraba en un estado de gran excitación nerviosa. Me contó que tenía una hormiga erudita en su casa, una hormiga que había escrito sus memorias. No me atreví a contradecirle, pues se sentía acosado por todos, aislado, incomprendido. Según me dijo, había presentado el manuscrito con las memorias de la hormiga en la Universidad, y fue, naturalmente, objeto de la mofa de sus colegas... Un caso muy extraño. Hasta me dijo que se comunicaba por escrito con la susodicha hormiga. Esto me alarmó muchísimo. No sólo era el médico de cabecera del profesor Grieg; nos unía, además, una vieja amistad. Muchas noches en vela me ha costado ese caso. Estoy convencido, y me apoyó en numerosas pruebas, de que se trataba de un fuerte complejo de Edipo que padeció en su niñez y que, con los años, se convirtió en un caso de identificación patológica entre el investigador y su objeto. ¡Un caso único en la historia de la Psiquiatría! Presenté un trabajo al Congreso Internacional de Psiquiatría, pero nadie me tomó en serio, y algunos llegaron hasta llamarme charlatán. En fin, ¿quién toma hoy en día en serio a un médico rural? Pues vivimos en una aldea, querido amigo, en una aldea.

    Veinte mil preguntas me asaltaron cuando dejé el consultorio del doctor Faber. En todo caso, tenía datos concretos a que aferrarme. El entomólogo, la hormiga y el agujero en la mesa adquirían una relación. ¿Había disparado contra una hormiga? ¿Había hecho un descubrimiento trascendental y se sentía incomprendido?

    Al día siguiente viajé a una aldea cercana para visitar a la ex criada del profesor Grieg.

    –Serví durante años al profesor Grieg. Era una bellísima persona –me dijo la muchacha, mientras se enjugaba algunas lágrimas con la punta de su delantal–. El hombre más bueno del mundo. Dios lo tenga en su gloria. Siempre sumido en sus estudios. Era una eminencia, ¿sabe usted? Tenía dos habitaciones llenas de libros hasta el techo; y ¡cuántos diplomas y medallas! Todos los tenía yo colgados en mi habitación. Me los dio una vez y me dijo que ahí estarían mejor, ya que no se los comerían las hormigas. Tenía muchas hormigas en la casa. Yo estaba encargada de darles la comida cuando el profesor se encontraba de viaje. Las hormigas no son como la gente se piensa, ¿sabe usted? El profesor se pasaba muchas horas mostrándome sus hormigas y explicándome cosas sobre esos animalitos. Le confieso que al principio no quise servir en su casa porque tenía tantos bichos, pero hoy echo de menos a esas criaturitas de Dios... No sé, me gustaría mostrarle algo –añadió con actitud vacilante–, pero, ¿no se lo dirá usted a nadie?

    Puse la más inocente de mis expresiones; y la chica pegó un salto, me tomó de la mano y me condujo a una habitacioncita en cuyo centro se encontraba una mesa con una gran caja cubierta por un manto negro. Al descubrirla vi un extraño recipiente de yeso con una tapa de cristal bajo la cual se distinguían algunas hormigas de considerable tamaño.

    –Es un formicario, ¿sabe usted? Son hormigas indias, las preferidas del profesor Grieg. Me las llevé como recuerdo; además, me dio rabia ver cómo la policía las pisoteaba sin misericordia. Son unas hormigas saltimbanquis, hacen toda clase de cabriolas en el aire. Recuerdo un día en que el doctor Krüger vino a visitar al profesor –al decir esto se le iluminó el rostro y me miró con ojos chispeantes–. ¡Ji, ji, ji! El doctor Krüger quiso ver a las hormigas, y una le saltó encima, picándole en la nariz. Fue muy divertido. Ese día el profesor Grieg me ordenó destapar una botella de vino para celebrarlo.

    Así fui enterándome de numerosos pormenores sobre la vida del profesor Grieg. Sobre los días que antecedieron a su muerte no logré más que verificar la nebulosa imagen que ya me había formado durante la conversación con el doctor Faber.

    –En aquellos días estuvo muy nervioso el profesor –siguió explicándome la chica–. Le oía hablar muchas veces solo en su cuarto. Una vez hasta llegó a gri–tarme porque tardé un poco en servirle el café. Nunca lo había hecho. Luego me pidió disculpas y se quejó de sus compañeros en la Universidad. ¿Cómo dijo?... «No se quieren rendir ante las evidencias, ni siquiera se molestan en comprobar lo que digo», esas fueron sus palabras.
    –¿Y la hormiga?
    –¿La hormiga? ¡Ah, claro! Vi que pasaba grandes ratos con una hormiga. Yo creí que quería enseñarla a leer. Hacía cosas por el estilo. Las hormigas que tengo aquí, por ejemplo; estoy segura de que él las enseñó a brincar, porque era un hombre tan bueno y modesto el profesor Grieg que probablemente no se atrevía a confesarlo. ¡Pobre profesor Grieg!

    No esperé a que la muchacha me devolviese el pañuelo que le dejé para que se enjugase el torrente de lágrimas, y partí inmediatamente para Kiefemwalde, donde traté de obtener una segunda entrevista con el inspector Smitz. En la primera se había mostrado muy parco en palabras, negándose prácticamente a darme explicaciones; cosa que me extrañó en un tipo de aspecto tan bonachón y servicial como el inspector Smitz. Esta vez le expuse todo cuanto sabía.

    –Veo que ha hecho algunos adelantos– me dijo lacónicamente el inspector Smitz, invitándome, después de titubear un poco, a que pasase en la noche por su casa.

    ¡Qué largas se me hicieron aquel día las horas de espera! Caminé por la calle principal de Kiefemwalde; recorrí sus callejuelas; le di la vuelta, a lo largo de la vieja muralla medio destruida; contemplé largamente lo que hace siglos fuera el foso que la defendiera; y me imaginé ser un caballero medieval que la tomaba por asalto y le pegaba fuego por sus cuatro costados. ¡Y qué largas se me hicieron las primeras dos horas en la casa del inspector Smitz! Tuve que saludar a la señora del inspector Smitz, a la hija del inspector Smitz, a los dos hijos del inspector Smitz, y hacerle caricias al gato. Tuve que cenar y elogiar el arte culinario del ama de la casa, hablar de la belleza de Kiefernwalde y de la hermosura de sus bosques, ponderar sus ruinas, explicar lo agitada y desagradable que resulta la vida en la capital. Y al fin, al fin, el inspector Smitz se quedó a solas conmigo en una salita, saboreando un admirable borgoña.

    –Espero que no tome a mal el que me haya negado hasta ahora a darle explicaciones, pero –y su voz adquirió un tono quejumbroso–, ¡bastantes líos me ha proporcionado este bendito asunto! A lo mejor me meto en uno nuevo, pero voy a decirle a usted lo que sé. En líneas generales no sé más de lo que usted ya sabe: las afirmaciones del profesor Grieg sobre la hormiga, sus problemas en la Universidad, sus depresiones y angustias, los dos tiros, el manuscrito... –¿¡Luego, existe el manuscrito!?– Sí y no. No se trata propiamente de un manuscrito. Cuando encontramos el cadáver del profesor Grieg, sobre la mesa, al lado de un agujero producido por un tiro de pistola, hallamos un libro abierto cuyas páginas estaban profusamente escritas en los márgenes. Esto es lo que designamos como «el manuscrito».

    El perito local en grafología se mostró extraordinariamente desconcertado al analizarlo. Lo envié a la Dirección General de Policía en la capital, pero los informes que nos mandaron fueron muy confusos y contradictorios. En todo caso, en un punto coincidían todos los grafólogos: no era la letra de Grieg. Esto me sorprendió mucho y me tomé el caso muy en serio. Según mis deducciones, el profesor Grieg había disparado contra una hormiga. Tomé pruebas de la madera chamuscada y las envié a la capital para que fueran analizadas con el microscopio electrónico.

    –¿Y?
    –Y el comisario me dijo: «¿Qué demonios pretende demostrar con eso, inspector?» Ahí puse punto final a las investigaciones.
    –¿Y el libro, dónde está el libro?
    –¡Ah, el dichoso libro! Primero lo tuvimos en los archivos de la Policía; luego, cuando dimos por cerrado el caso, se lo quisimos entregar a la Universidad, pero el doctor Krüger nos lo devolvió, acompañándolo de una carta un tanto airada. Ahora se encuentra prácticamente bajo arresto en mi casa. Pero, no me pida que se lo muestre, no me lo pida. Todavía me martillean en la cabeza las palabras del comisario: «¿Qué pretende, inspector, hacer de la policía de Kiefernwalde el hazmerreír de todo el mundo?»

    Largo y tendido hablamos esa noche el inspector Smitz y yo. Él me contó sus penas y yo le conté las mías. Le hablé de mi entrevista con Krüger y le ma–nifesté la profunda antipatía que sentía por el avinagrado catedrático. Esto hizo que tuviésemos algo más en común. Y más tarde, en el transcurso de la charla, cuando le dije al inspector Smitz que el doctor Krüger era un «cascarrabias», se puso tan contento que terminó dándome el manuscrito, del cual copié –en parte, con ayuda de una lupa– el presente libro que ofrezco al lector sin quitar ni poner ni una coma.



    REFLEXIONES DE UN HIMENOPTERO PARA USO DE LOS PRIMATES


    Por “Fórmica sapiens recens”


    Yo, un insecto del orden de los himenópteros, familia de los formícidos, me dirijo a vosotros, los primates. Me imagino que no faltará quien se pregunte: ¿Pero qué presuntuosa osadía impulsa a una hormiga a dirigirnos la palabra? Interrogante esta que no dejé de plantearme, pero que la disipé en su nacimiento al pensar que seres mucho más pequeños que yo no han vacilado en desperdiciar pluma y papel para llenar cuartillas propias con ideas ajenas. Os escribo, además, desde el profundo foso de mi aislamiento. Me impulsa a ello la soledad. Aunque no quiero dramatizar mucho aquí este aspecto de mi vida, ya que quizá sólo me mueve a escribir el deseo de ofrecerme a mi misma una prueba de los conocimientos que he adquirido, tras penosos estudios, en esta biblioteca, donde vivo, retirada del mundo, desde hace algunos años. Y tampoco puedo lamentarme de mi soledad, pues yo me la busqué, cuando, hastiada de la monotonía de mi vida, abandoné a mis hermanas para lanzarme a la conquista de nuevos horizontes; lo que me ha llevado a vivir en eterna contradicción con mi instinto gregario. Aunque hablarles a los hombres de los antagonismos entre individualidad e impulsos gregarios sería como hablarle a las nubes del agua. No os quiero molestar con estos temas.

    Comprendo perfectamente que el título de mi escrito pueda causar estupefacción. ¿Por qué un himenóptero se dirige a los primates? ¿Por qué no una hormiga a los hombres? ¿Un formícido a los homínidos? Esto requiere una explicación de mi parte.

    Desde que vivo en esta biblioteca he venido realizando estudios en diversas disciplinas del saber. Al igual que el hombre, mis intereses se concentraron en mí misma y en mis semejantes. Estudié entomología, procurando ejercitarme primero en los idiomas que son indispensables para el dominio de esta ciencia. Latín, griego, francés, inglés y alemán fueron los idiomas que me ocuparon durante un tiempo. Biología, zoología en especial, geografía, medicina y psicología animal fueron mis asignaturas preferidas, en mi afán autodidáctico. Deseosa de alcanzar una cultura universal, me dediqué a los más variados estudios; entre ellos, a los de antropología. Sin prestarle mucha atención a esta ciencia, ya que trata de seres que me son extraños. En todo caso, pude observar que en los libros dedicados a esta ciencia suele hablarse de primates; y aunque se les concede una gran atención a los humanos, nunca se olvida la comparación con los monos. Y he de confesar que no logro precisar las diferencias que existen entre ellos. Quizá porque las diferencias entre nosotras, las hormigas, son mucho más grandes.

    Recuerdo haber leído en el libro de un gran antropólogo americano –Ralph Linton, si no me equivoco– que «la antropología es una ciencia que nos permite establecer las diferencias existentes entre nuestros amigos y los monos». Y como no sé si esto es un producto de la ironía humana o si, en verdad, es necesaria una ciencia para vislumbrar dichas diferencias, me dirijo en mí manuscrito a los primates en general, y no a los hombres en particular; aun corriendo el riesgo de pecar de ignorante. Y así no ha de extrañarle a nadie que como no me atreviese a hablar de formícido a homínido, y mucho menos de formícido a primate con lo que violaría normas elementales de cortesía–, lo haga de orden zoológico a orden zoológico: de himenóptero a primate. Ahora bien, como quiera que no me sean conocidas obras de importancia que hayan sido escritas por chimpancés, gorilas, gibones o araguatos, dedicaré estos mis recuerdos y reflexiones a los hombres.

    Llevo tantos años viviendo en el más absoluto aislamiento; tengo tanto que contar y tanto que decir, que no puedo empezar por mí misma, sino por lo que me exalta y apasiona.

    Cuando abandoné el castillo de pinochas en que vivía con mis hermanas y llegué a esta biblioteca después de mucho deambular, descubrí un mundo nuevo entre el polvo de los libros, un mundo de ensueño, lleno de color en sus amarillentas páginas. Y en ese universo de cosas nuevas, ninguna me impresionó tanto como la vida de lo que vosotros llamáis «hormigas».

    Me sentí ofendida y alabada a la vez. Ofendida, pues se me comparaba con seres que me son diametralmente opuestos, con formas zoológicas que se diferencian en mucho de las de mi raza. Cuando decís «hormigas», pensáis tanto en la hormiga ladrona, Solenopsis fugax, que apenas sobrepasa el milímetro, como en la Dinoponera granáis, que ostenta sus cuatro centímetros de largo en las inmediaciones del Iguazú. Y tanto en la degenerada Teleuteromyrmex schneideri, de quien un investigador dijera que se encuentra en los umbrales de la «hormiguindad», como en la industriosa hormiga hilandera, Oecophylla smaragdina, que provocara con su técnica el asombro y admiración de tantos sabios. Es injusto que se nos agrupe de esta manera cuando vosotros no habéis logrado agruparos en una sola categoría todavía.

    Pero también me alaba el pensar en los muchos hombres ilustres que dedicaron sus vidas a estudiarnos. Y hoy en día, cuando evoco los nombres de algunos primates famosos, como Plutarco y Plinio, quienes ya entonces ponderaron nuestra inteligencia y nuestras virtudes sociales; o de Aristóteles, quien echó las bases de la entomología en uno de los momentos felices de vuestra historia; o de Conrad Gesner, quien en el siglo XV continuara su obra y se encontrase con que sus coetáneos catalogaban la suya como «una obra desprovista de dignidad, decencia y provecho»; no lo puedo remediar, y empiezo a mover nerviosamente mis antenas. Pero cuando rememoro los de gentes como Swammerdam y Réaumur, el ginebrino Pierre Huber, quien con su «Recherches sur les Moeurs des Fourmis indigénes» conquistó el título indiscutible de Padre de la mirmecología moderna; o Augusto Forel, con sus profundas monografías; o Sir John Lubbock y el padre jesuita Erich Wasmann; el italiano Cario Emery y el insigne americano William Morton Wheeler, quien con su libro «Ants», publicado en 1910, ofrecía al mundo la obra más profunda y completa; cuando pienso en tales nombres, me traiciona mi esencia hormiguesca y comienzo a dar saltitos, a danzar, levantando el polvo de algún libraco, aquí, en lo alto de esta biblioteca, para exteriorizar la gran excitación que me embarga.

    Creo que me ocurre como a vosotros. Cuando pienso en mi Estado, en mi raza, me molesta sobremanera que otras razas lleven también el digno nombre de «hormiga»; pero, cuando pienso en la hormiga abstracta, en la eterna, en la imperecedera, me siento profundamente conmovida, llena de amor a la «hormiga», y orgullosa de serlo y de compartir ese título con tantas y variadas especies. ¡Pues cuan infinitamente rico es nuestro mundo! ¡Qué variadas son las formas que alberga y qué distintas sus culturas! En nuestra gran familia de las Formicidae, ¡qué de abismos tan profundos separan a sus diversas subfamilias, a sus tribus, géneros, subgéneros, especies, razas y variedades!

    De todas las subfamilias la más primitiva es, sin duda alguna, la Ponerinae; la más vieja de todas, con reminiscencias véspidas en su constitución, en la que delata el antepasado común con las montaraces avispas de nuestros días. Viven en pequeñas tribus salvajes, compuestas por un puñado de individuos que lle–van una existencia rapaz y habitan nidos excavados a poca profundidad en el suelo. Las más adelantadas no han pasado del estadio de cazadoras. Extendida por todos los continentes, puebla, muy especialmente, el australiano; siguiendo así el ejemplo de muchos otros animales arcaicos; creo que hasta de miembros de vuestra especie entre ellos. Hechas para el combate, la previsora madre Naturaleza las ha dotado, atendiendo a su indómito carácter guerrero, de potentes aguijones con los que inoculan mortífero veneno. Algunas especies tropicales emiten horripilantes sonidos, producidos por el rozar de algunos segmentos de su cuerpo. Otras, de gallarda estatura, no contentas con que su tamaño provoque ya pavor de por sí, pegan saltos fabulosos para caer sobre sus aterrorizadas víctimas.

    Otras, en fin, las que gustan de la carne de comején, asedian los castillos de estos animales y, conducidos por una capitana, penetran a saco en ellos. La forma en que conducen sus expediciones militares da muestras de una gran habilidad militar y de una rígida organización. Y sin embargo, ¡qué toscas y primitivas son en sus usos y cuan rudimentaria es su vida social!

    En lo físico apenas se distinguen, con frecuencia, las diferencias entre una reina y las obreras. La reina de estos pobres seres se ve obligada, muchas más veces de lo que podría esperarse de pseudocivilizadas, a abandonar el nido para ir de caza y satisfacer su apetito. Y lo que es peor, a veces ha de salir a buscar ali–mentos para sus hijas. Esas pobres insensatas no han logrado comprender que su existencia tribal depende de su madre común y de sus nuevas hermanas. De ahí que mientras otras hormigas logran formar estados de millones de individuos, las tribus de ponerinas no exceden los treinta. La inevitable excepción que confirma la regla está representada aquí por ciertas especies aus–tralianas del género Myrmecia. Estas guerreras gigantes, tan admiradas por los vistosos colores que adornan sus armaduras de quitina como temidas por la fe–rocidad que despliegan en los combates, logran fundar estados de más de mil individuos.

    La sencillez de su vida estatal no sólo se debe a su imperfecto instinto gregario, sino que ciertas imperfecciones – ¿o perfecciones?– biológicas contribuyen a ello. De entre todas las hormigas sólo las ponerinas pueden salir por sí solas del capullo. Las ponerinas desconocen los cuidados maternales que distinguen a las otras especies más civilizadas. Ni siquiera alimentan cariñosamente a sus larvas, sino que las presas son cortadas simplemente en pedazos que son echados a las larvas. Estas han de disputarse los trozos de carne, teniendo, además, que masticarlos por sí solas. En su avidez estas larvas llegan a devorarse mutuamente. Me repugna hablar de estas cosas.

    Algunas especies han descendido tan bajo que ni siquiera tienen nidos propios. La europea Ponera coarctata, por ejemplo, vive, a veces, en nidos de las civili–zadas Fórmica rufa, Fórmica sanguínea, Fórmica fusca y Fórmica rufibarbis, identificándose así con las ladronas, parásitas y otras hormigas de mal vivir. Y es que la bribonería, la holgazanería y la vileza no son virtudes privativas de los hombres; también nosotras tenemos nuestra hez.

    Tres ejemplos representativos de esta escoria hormigosa los formarían la Solenopsis fugax, la Formicoxenus nitidulus y la Teleuteromyrmex schneideri.

    La primera, la llamada hormiga ladrona, quien lleva una miserable vida casi exclusivamente de catacumba, ha fundamentado su existencia en la pequeñez de su cuerpo. Esa hija de Mercurio construye sus nidos en las inmediaciones de otros hormigueros y excava galerías que se comunican con ellos. Como tiene asegurada la huida, ya que las otras hormigas no pueden perseguirla por sus angostos pasadizos subterráneos, se aventura por los amplios pasillos del nido que pretende saquear y cae vilmente sobre las inocentes larvas. Pese a la guerra que las hormigas civilizadas les han declarado a las ladronas, éstas logran eludir la mayoría de las veces el merecido castigo a sus infanticidios.

    La segunda, la hormiga huésped, una pequeña y elegante criatura de resplandeciente color pardo rojizo, sienta sus reales en los nidos de la Fórmica rufa y de la Fórmica pratensis. La Formicoxenus nitidulus, al igual que la Solenopsis fugax, tiende su red de túneles y cavernas por entre los de sus víctimas. Construye vías de enlace y penetra por ellas para pedirle de comer a sus obligadas anfitrionas. En su inaudito descaro no se preocupa como la fugax de construir estrechas vías de escape; si es atacada arroja algo de su poderoso ve–neno a la cara de su anfitriona, y ésta se ha de ir acostumbrando, de buena o mala gana, a su «amistad». Nos vemos obligadas a considerar a esta pilla como un mal necesario. Ese pueblo de gitanos pedigüeños no logra sobrepasar el centenar de individuos. Llega con sus pertrechos a un nido y se acomoda en él. Lo abandona cuando le place. Sigue a sus anfitrionas en caso de mudanza. Y a veces, aburrido de tener compañía, se le ve habitando las conchas vacías de los caracoles.

    Y la tercera, finalmente, la Teleuteromyrmex schneideri, de quien dijera Kuter que «parece encontrarse en el más profundo estadio de degeneración que pueda imaginarse entre las hormigas», lleva una vida de parásito entre las Tetramorium. Mendiga su comida, ya que no puede alimentarse por sí misma, y hasta tiene que ser lamida por la Tetramorium, pues es incapaz de limpiarse.

    Desgraciadamente con estos tres ejemplos no se agota la lista de picaros y tunantes. La astucia hormiguesca compite en ingenio con la laboriosidad. Y allí donde una hormiga ha descubierto, por ejemplo, la forma de cultivar cierto tipo de hongos para darle una base sólida a su existencia, aparece la que se especializa en hurtárselos.

    No obstante, sería injusto de mi parte si metiese en un mismo saco a las ponerinas y a aquellas que viven de sus artimañas a expensas de las civilizaciones que otras han desarrollado. Las ponerinas llevan la dura vida de las cazadoras, desconocen los refinamientos de la cultura y no han pasado de dar los primeros balbuceos en el camino hacia la civilización. La caza expresa su modus vivendi.

    Y aquí, junto a ellas, o un poco más arriba, se encuentran las hormigas de la subfamilia Dorylinae, quienes, en su vida errante, han llevado la cacería a la perfección. Son los únicos seres sobre el planeta que han logrado fundar gigantescos estados basados en la caza. Algunos llegan a contar hasta veinte millones de individuos. La enorme capacidad destructora de estos «hunos y tártaros del mundo de los insectos», como las calificase Wheeler, ha contribuido más a darnos a conocer entre vosotros que las habilidades manuales de la Oecophyla smaragdina.

    ¿Quién no conoce a la temible siafu africana, a la legendaria tepegua americana o a otras especies asiáticas? Son llamadas soldados u hormigas legionarias, porque han hecho de la caza una operación militar a gran escala; nómadas, porque la vida sedentaria les es extraña; o arrieras, porque al impulsar a todo ser viviente en loca huida parece como si llevasen por delante a la más heterogénea de las manadas animales que imaginarse pueda. Pues, desde el arrogante rey de las selvas hasta el alegre grillo, desde el rey de la creación hasta la más pequeña lagartija, todos, todos aquellos que puedan correr, saltar o arrastrarse, huyen, abandonan precipitadamente sus lugares habituales cuando las huestes invasoras introducen sus columnas en ellos. El rezagarse significa la muerte. Una vez que hayan hecho su aparición en un territorio los primeros destacamentos de vanguardia, caerán sobre él cientos de miles, millones de individuos, formados en apretadas columnas. Los soldados en los flancos, protegiendo a las obreras que llevan a las larvas y los bienes que han ido acumulando en sus correrías: las reservas en alimentos, que son portados no en el buche como en las demás hormigas, sino que cuelgan de sus mandíbulas. Y así marchan, adelante, con trozos de carne ensartados en sus poderosos sables, transportando a sus hermanas en estado larval, que más tarde las han de reemplazar en sus campañas de exterminio. Ciegas, porque están desprovistas del sentido de la vista, van dejando tras de sí un cementerio de huesos, plumas y caparazones de quitina. Ningún insecto se les escapa, ningún pajarito que la madre haya tenido que dejar en el nido, ningún reptil o mamífero pequeños. Y hasta el jaguar o la gigantesca boa, la pantera o la temible pitón, si son cogidos desprevenidos mientras duermen algún hartazgo, son acosados, mordidos por miles de mandíbulas y despedazados. Y el pueblo sigue su marcha; adelante, siempre adelante, dejando tras de sí un mundo exclusivamente vegetal. Y en el medio, protegida por sus incontables hijos, marcha la descomunal reina, orgullosa de haber dado a luz a tanto temperamento inquieto.

    He de confesar que las lecturas sobre la vida de estas hormigas excitaban mi imaginación sobremanera. Recuerdo un día en que después de haber leído al–gunos relatos de Vosseler sobre las hormigas siafu me entregué, en mi nerviosismo, a danza tan agitada que caí sobre el escritorio del profesor Grieg y temí despertar la atención del ensimismado sabio.

    Pues ha de ser un espectáculo digno de ser contemplado por los dioses la marcha depredadora de esas nómadas. La infantería, compuesta por negras falanges, cae sin misericordia sobre las despavoridas víctimas, mientras que la aviación, formada por ciertas especies de pájaros que suelen acompañar a esas hormigas en sus correrías, se lanza en picada sobre los insectos alados que creen encontrar su salvación en el aire. Y en esa vorágine marcha un ejército de mendigos y ladrones: diversos insectos que, gracias a su mimetismo en la forma (o en el color, entre aquellas pocas especies cuyo sentido de la vista está algo desarrollado), se mezclan entre las hormigas militares y se alimentan de sus despojos.

    Pero nadie se siente seguro durante la marcha. Moscas ladronas acechan a las hormigas que llevan las ninfas y las atacan para arrancarles su preciosa carga y devorarla. Ejemplos de estas audaces moscas es la Bengalia depressa, que se alimenta de las ninfas de la Dorylus nigricans. La mosca trata generalmente de sorprender a su víctima y arrancarle la ninfa; pero, por lo común, la hormiga no suelta a su hermana, que protegida en su capullo duerme el inocente y agitado sueño de la metamorfosis. Se aferra a ella y es elevada por los aires. La mosca, con su presa entre las mandíbulas y su enemiga colgante de ella, busca un sitio apartado donde entablar mortal lucha con la valiente nodriza; y si es necesario, la elevará una y otra vez por los aires y combatirá con ella en el suelo hasta lograr su propósito.

    Poco es el daño que les causa a las hormigas cazadoras, debido a su gran número, las incursiones de esta mosca. El terror lo siembran ciertos animales escamosos, como el Monis temminicki de las estepas africanas, llamado abu khirfa (padre de las cortezas) por los nómadas de Kordofan. Protegido por su coraza de escamas córneas rompe las filas de las hormigas Anomma y se da grandes banquetes de ellas con su lengua serpentina.

    Más, ¿qué impulsa a esas hormigas a su carrera apocalíptica? ¿Están poseídas de un diabólico instinto de destrucción que se satisface en sembrar el terror? ¿Detestan por naturaleza la vida sedentaria? Nada de eso. El imperativo de la obtención de alimentos, su gran número, el instinto materno y su primitiva vida basada en la caza las obligan a llevar tal vida.

    Ya hemos visto que las ponerinas, al igual que las dorylinas, basan su existencia en la caza. Sólo el pequeño número de individuos que componen las tribus de ponerinas les permite llevar una existencia más o menos sedentaria. Aun cuando entre ellas encontramos ya los primeros indicios de una vida nómada. Baste mencionar la africana Megaloponera faetens, a quien algunos investigadores vuestros le han dado el nombre de la gran hormiga hedionda por el penetrante olor a nuez amarga que despide. Esta excelente guerrera se ha especializado en la caza de comejenes. Organiza expediciones para asediar sus castillos; los toma por asalto y regresa a sus nidos en perfecta formación con su botín, mientras lanza estridentes chirridos. En su audacia llega hasta atacar los estados del Termes bellicosus y mata a sus temibles soldados. En su marcha de regreso puede verse a estas cazadoras transportando cada una los cuerpos inertes de hasta doce obreras o de dos soldados de los comejenes. He de apuntar que estos soldados pesan el doble que una megaloponera. Y así estas hormigas van saqueando nido tras nido hasta dejar devastados los alrededores de sus madrigueras, viéndose obligadas a abandonar su territorio. Este estado de emergencia que se les presenta de vez en cuando a algunas ponerinas parece ser el habitual debido a su gran número, entre las dorylinas; aunque puede registrarse cierta periodicidad en su modo de vida, que alterna entre una fase estacionaria y una nómada. Durante el período nómada suelen hacer alto en las madrugadas para buscar un lugar de reposo. Acampan donde pueden: en grutas naturales, entre piedras, o en los árboles, donde construyen verdaderos nidos vivientes, pues se apelotonan formando racimos colgantes de una rama, con corredores y cámaras para la cría y pasillos por los que penetran las cazadoras diurnas cargadas de alimentos. En la noche levantan campamento y prosiguen la marcha que es precedida por las encargadas de trazar caminos y las exploradoras. Los investigadores concuerdan en que es asombrosa la velocidad con que algunas especies, como la siafu, construyen su red de carreteras durante la marcha. Durante esta fase, que dura unos dieciséis días, crecen las larvas y tejen su capullo. Algunos días después de haberse hilado el capullo las larvas comienzan la fase sedentaria. El pueblo permanece durante unos veinte días en el mismo lugar. La reina ha ido engordando hasta alcanzar proporciones descomunales (la reina de la Dorylus helvolus, por ejemplo, alcanza la respetable longitud de ocho centímetros, aunque su cuerpo conserva algo de esa elegancia que nos caracteriza a las hormigas, y no llega a deformarse tan feamente como entre las reinas de los termes) y una semana después del comienzo de la fase estacionaria inicia la puesta de huevos. La reina de la americana Eciton burchelli llega a poner en unos días hasta doscientos mil huevos.

    Luego saldrán las larvas de los huevos. Su gran apetito aumentará la demanda de alimento, obligando al pueblo al éxodo. La reina habrá dejado ya la puesta de huevos y habrá recobrado su forma, estando lista para la partida. Comenzará una nueva fase nómada. Las larvas crecerán y tejerán sus capullos, exigiendo descanso. El pueblo volverá al reposo. Cuando éste haya alcanzado un gran número, se dividirá: una parte se quedará con una reina joven, tal como hacen las abejas, la otra se irá acompañando fielmente a la vieja. Y cuando ésta se vuelva impotente, será desterrada como hacían los primitivos egipcios con sus viejos reyes. Tras esas legendarias huestes guerreras sólo se esconden los esfuerzos de un grupo por perpetuar su especie.

    En honor a la verdad he de apuntar aquí que este breve cuadro que ofrezco sobre la vida de las dorylinas no es más que una burda simplificación de los he–chos. Afortunadamente todo cuanto concierne a nuestras vidas, a nuestros hábitos y a nuestro comportamiento se resiste a la estereotipación. Así algunas especies suelen marchar de día y descansar de noche, otras han renunciado a exhibir sus dotes guerreras y llevan una vida subterránea, deslizándose por túneles para llegar hasta sus desprevenidas víctimas, y otras, en fin, como la Dorylus orientalis de la India, ni siquiera comparten con las demás los hábitos carnívoros y se alimentan pacíficamente de la corteza de los árboles y de ciertos tubérculos.

    El siguiente nivel de desarrollo estaría representado por aquellas civilizaciones degeneradas por la guerra.

    Ya estoy viendo a algunos de vuestros mirmecólogos echándose las manos a la cabeza, escandalizados por esta clasificación mía, que como toda clasificación es discutible y simplifica violentamente las riquezas de la vida. Toda clasificación representa no solamente una camisa de fuerza que le queremos poner a los fenómenos, presupone también una división escalonada de lo inferior a lo superior. Y para ello, el supremo juez, el clasificador, ha tenido que idearse una escala de valores, adjudicándole a ciertos fenómenos valores superiores a otros. Que este otorgamiento de valores es un proceso totalmente subjetivo podrá constatarlo el lector en mí algo más adelante; pues si ahora me baso en la obtención de alimentos para establecer una escala de desarrollos hormiguescos, luego desecharé esta hipótesis y me basaré en la regulación de las condiciones de temperatura y humedad en el nido. Con lo que demostraré que pertenezco al grupo de hormigas más adelantado del mundo. Y éste es, a fin de cuentas, el sentido de toda clasificación.

    Dejándome llevar por valores y consideraciones morales típicamente humanos (no olvidéis los muchos años que llevo leyendo vuestros libros), he llegado a la conclusión de que vivir a expensas de los demás es superior a vivir del producto de las propias mandíbulas. Pero no me he atrevido a poner a las esclavistas por encima de las laboriosas ganaderas y de las ingeniosas agricultoras. Y así, entre las cazadoras nómadas y las civilizaciones propiamente dichas coloco a aquellas especies que sólo pueden vivir de la guerra y cuya dependencia de los esclavos permite deducir que antes habían alcanzado niveles importantes de civilización.

    Típicas representantes de esta casta de esclavistas son las hormigas amazonas del género Polyergus; todas de un hermoso color rojo naranja y de gallarda constitución. En nuestras latitudes se encuentra la Polyergus rufescens. Tan sólo su presencia denota su esencia guerrera. Sus mandíbulas –por regla general, nuestro instrumento universal de trabajo– se han transformado en un par de afilados sables cuyo único fin es atravesar los cráneos de quienes se atrevan a ofrecerles resistencia. Incapaces de trabajar, de cuidar de la cría y de comer sin ayuda, necesitan el continuo cuidado de sus siervas. En su inusitado afán de ostentación bélica algunos soldados desarrollan tanto sus mandíbulas facilformes que no sirven ni para el combate y llevan una vida de zánganos.

    La vida de estos rojos hidalgos de capa y espada es relativamente sencilla. Carecen de una arquitectura propia, ya que habitan nidos robados cuyo estilo lo determina la raza subyugada; desconocen los cuidados maternos que tanto han ponderado en nosotras algunos de vuestros poetas, y no han de preocuparse por la obtención directa de alimentos. El que éstos provengan del penoso trabajo del ordeño de los pulgones o de las arduas vicisitudes de la caza es cosa que depende de la forma de subsistencia de sus esclavas; ellos recibirán sus manjares en forma de gotas de néctar directamente de la boca de sus siervas en el momento en que lo exijan. Y en caso de mudanza del nido serán transportados por ellas al nuevo alojamiento. Su temperamento indómito les lleva a morder continuamente cuanto encuentran a su paso, y su carácter jactancioso a limpiarse constantemente. Su ocupación favorita es rascarse con las patas traseras al igual que un perro, cosa que hacen hasta durante los combates. Si se les encierra solos, separados de sus esclavas, se morirán de hambre, pues se niegan a tomar alimentos por sí mismos; como si esto fuera una acción de villanos, indigna de caballeros. Pues lo más asombroso es que su constitución anatómica no les impedirá hacerlo.

    Y sin embargo, estos seres, que están a un paso de caer en el más completo parasitismo –como el que caracteriza a la pequeña hormiga–sable amarilla, Strongylognathus testaceus–, se destacan en el mundo de las hormigas por su extraordinario arte militar. Arte éste que, como no era menos de esperar, despertó la admiración de muchos de vuestros investigadores. Así que estas hormigas pueden jactarse de tener apasionados cronistas entre los primates cultos. A mi entender, la primera crónica que se escribió sobre su táctica guerrera fue la del gran ginebrino Pierre Huber, quien, el 17 de junio de 1804, entre las cuatro y las cinco de la tarde, descubrió en los alrededores de su ciudad natal a un ejército de Polyergus rufescens en zafarrancho de combate. Al día siguiente pudo presenciar el asalto a una ciudadela de la negra hormiga es–clava, Serviformica fusca. Fue Huber quien les puso el nombre con el que han entrado en los anales de la historia hormiguesca: «fourmis amazones».

    Si bien ninguna de las demás hormigas del género Fórmica puede sentirse segura ante las incursiones de estas guerreras, pues llegan hasta atacar a las temidas representantes de mi raza, sus víctimas son predominantemente la citada fusca y la hormiga esclava barbarroja, Serviformica rufibarbis.

    En los días calientes del verano, entre las dos y las cinco de la tarde (algunas extienden sus correrías hasta las siete), puede presenciarse la marcha de estos soldados de casaca roja que forman compactas cohortes de trescientos a mil quinientos individuos. A veces el cuerpo del ejército se detiene, mientras algunos destacamentos salen en diversas direcciones a explorar el terreno. Esas patrullas de reconocimiento tienen por misión descubrir algún nido de fusca o de rufibarbis, sus esclavas naturales. En días de poca fortuna irán regresando, uno tras otro, los grupos de exploración, después de su infructuosa búsqueda, y el ejército se encaminará, malhumorado y en desorden, hacia su nido. Pero si un grupo trae la feliz noticia: « ¡Nido a la vista!», se pondrá inmediatamente al frente de sus compañeros y los conducirá hasta el codiciado botín. Junto a este grupo se forma un pequeño destacamento de vanguardia que golpea velozmente seguido de las tropas de infantería. La vanguardia, cual caballería ligera, se lanza sobre la ciudadela enemiga, produciendo la impresión en el fortuito espectador de que no podrá ponerle rienda a su ímpetu bélico y de que, en su gran agitación, se lanzará sola sobre el enemigo sin esperar la llegada de refuerzos. Táctica ésta que es, por lo demás, común en algunas otras especies. Pero a los pocos decímetros de la entrada del nido detiene su galope, regresa, reintegrándose al cuerpo del ejército, para animar a sus compañeras al combate. El ejército de amazonas realiza un rápido movimiento envolvente, cerca el nido enemigo y ataca sin pérdida de tiempo.

    Las hormigas acosadas, advertidas ya del peligro por la presencia de la vanguardia, han tenido tiempo de parapetar las entradas de su nido con granos de arena y piedrecillas. Las amazonas, versadas en el arte de sitiar ciudades, destrozan las fortificaciones y toman el nido por asalto. Las hormigas sitiadas inician una desesperada defensa para salvar sus preciadas ninfas. A los pocos segundos se las ve salir por todas las puertas cargadas de capullos, larvas y ninfas para buscar refugio en lo alto de los tallos de los hierbajos. Las ama–zonas, por su parte, no han desperdiciado el tiempo. En su ataque relámpago, han penetrado por todos los pasillos buscando las recámaras que albergan la cría. No ha pasado ni un minuto cuando se las ve salir en perfecta formación, transportando cada una, entre sus temibles sables, una ninfa o una larva. El ejército de amazonas se dispone a regresar a su nido.

    Cuando las hormigas esclavas los ven partir con la cría, no pueden contener su cólera y se arrojan con valentía en su persecución, en un intento desesperado por rescatar a sus hermanas. El ejército de amazonas acelera la marcha para desprenderse de sus perseguidores, pero los acoses constantes de éstos acaban por imponer una lucha cuerpo a cuerpo. Las esclavas se aferran tenazmente de las ninfas tratando de arrancárselas a sus raptores; éstos dejan deslizar sus sables por encima de las ninfas hasta rozar las cabezas de las esclavas. Este acto es suficiente, por lo general, para que la esclava desista de su empeño, pero si en su intrepidez persiste en su propósito, la amazona atenazará su cabeza entre sus mandíbulas; y si esto también fuera suficiente para aplacar la valentía de la esclava, le perforará el cráneo.

    En su retirada, el ejército de amazonas irá ganando la delantera y dejará definitivamente atrás a sus enfurecidos perseguidores. Un surco de esclavas muertas marcará el camino de regreso de las amazonas.

    Las esclavas regresarán al nido, apilarán ordenadamente las ninfas y larvas que les quedan y fortificarán las puertas de su ciudad. ¡Protección inútil!, pues las amazonas se guían por el principio napoleónico de la aniquilación total del enemigo, y si no han decidido postergar el segundo ataque para el día siguiente, dejarán precipitadamente las ninfas secuestradas a la entrada de su nido y volverán inmediatamente a la aterrorizada ciudad. Se repetirá el cerco, caerán las fortificaciones, la soldadesca saqueará el nido; los defensores volverán a tratar de salvar lo insalvable, hasta que huyan despavoridos en todas direcciones, abandonando el nido y al resto de la cría. Un pueblo morirá para gloria y enriquecimiento de otro.

    Las amazonas entregarán las ninfas y larvas raptadas a sus esclavas, quienes se encargarán de su cuidado. Cuando las nuevas hormigas salgan de su sueño ninfal se encontrarán en un nido de amazonas, el cual formará su patria, la única suerte que corrieron su madre y sus verdaderas hermanas. Y hasta acompañarán, a veces, a las amazonas en sus correrías y participarán en el pillaje contra los miembros de su propia raza.

    Quizá porque me son simpáticas he tomado a las hormigas amazonas como un ejemplo representativo – ¡hay muchos más!– de las civilizaciones degeneradas por la guerra. Vuestros sabios no emplean, naturalmente, este término, sino que hablan de «parasitismo social permanente», por contraposición al «facultativo», que es típico de aquellas especies, como la Raptiformica sanguínea, que, a pesar de que podrían vivir únicamente de los frutos de su trabajo, realizan de cuando en cuando expediciones esclavistas con el fin de incrementar sus pueblos a expensas de los demás.

    En estos casos la raza esclava es incorporada en pie de igualdad, compartiendo con la raza dominante todos los derechos y deberes de la comunidad. Además, estas curiosas esclavistas despliegan una laboriosidad tan asombrosa que tendríamos derecho a calificarlas de «esclavistas degeneradas», pues mientras que entre las amazonas impera una actitud aristocrática ante el trabajo, las sanguíneas, por ejemplo, parecen querer competir continuamente en habilidad con sus esclavas. Un filósofo griego se resistiría a ver amas en estas hormigas que no saben guardar la debida compostura ante sus «instrumentos portadores de antenas». Como quiera que sea, por sus evolucionados instintos maternales y sociales, por su habilidad en la caza y en el ordeño, por sus excelentes dotes albañileras y por sus elevadas cualidades psíquicas nos encontramos ya aquí con hormigas civilizadas y no con salvajes. Y como prueba irrefutable del alto grado de civilización alcanzado por las sanguíneas me remitiré aquí al hecho de que se pegan formidables borracheras con las exudaciones tóxicas de ciertos pequeños coleópteros que suelen albergar en sus nidos. Mas, cinismo aparte, adentrémonos en la obra civilizadora hormiguesca por las sendas de mi arbitraria clasificación.

    En la lucha por la existencia que mantienen los seres animados se le presentan al observador no indiferente fenómenos realmente asombrosos. Uno de ellos –típico también entre algunos grupos étnicos humanos– es el de la recolección y almacenamiento de provisiones durante las épocas buenas para suplir la ca–restía durante las malas. Consciente o no, esto implica una proyección de futuro, un adelantarse al acontecer natural, la capacidad de una visión histórica.

    La preparación cuidadosa de alimentos y su almacenaje substituyen aquí el festín celebrado para festejar la caza de hoy, y cuyo resultado, los estómagos repletos, adormecen los sentidos y permiten no pensar en las hambrunas del mañana. Que condiciones naturales extremas agudizan el espíritu de inventiva, es algo evidente. Y así no es de extrañar que las zonas desérticas y semidesérticas del globo, en su constante desafío a la vida, hayan suscitado ciertas formas de adaptación entre algunas especies de mi gran familia de los formícidos. Formas éstas que están destinadas a hacerle frente a la Naturaleza, a romper sus barreras y a arrancarle violentamente lo que ésta no quería dar de buen grado. Con la derrota de la Naturaleza se va abriendo paso la civilización.

    Yo que provengo de una zona templada, algo nórdica, y que, como hormiga, sé lo necesaria que es la humedad para nuestro bienestar, comprendo las penurias que han de pasar las hormigas de los desiertos para aplacar su sed, proteger a huevos y larvas de la calor y hacerse de un hogar húmedo donde recuperar las fuerzas perdidas tras la penosa búsqueda de alimentos bajo los abrasadores rayos del sol. Estas hormigas se ven obligadas a cavar profundos pozos hasta llegar a las zonas húmedas. Su arquitectura se caracteriza por un sistema vertical de galerías y cámaras que se adentra en las entrañas de la tierra. El material removido es sacado al exterior y depositado alrededor del orificio de entrada al nido. Así se va formando un montículo en forma de cráter que, de paso, protege la entrada de los ataques del viento. Excelentes mineras, no sólo extraen la arena y las piedras, sino que adornan sus cráteres, sin querer, con granitos de oro, trocitos de cobre y otras pruebas de aquellas vetas minerales que se hayan interpuesto en su camino. Y así no tiene nada de raro que el gran observador Heródoto de sus viajes por África y el Asia menor regresase a Gre–cia con la errónea noticia de que esas hormigas se complacen en transportar relucientes granitos de oro.

    Si la demanda de humedad las llevó a desarrollar una arquitectura, la imperiosa necesidad de obtener alimentos líquidos y de conservarlos para no depender de la casualidad, las ha conducido a su economía de almacenamiento. El que esa economía comenzase a echar sus bases sobre las particularidades anatómicas de las hormigas, era cosa de esperar. El abdomen, su recipiente natural, se transformó en tinaja.

    En aras de una mejor comprensión me veo obligada a intercalar aquí algunas palabras sobre ese aspecto morfológico de nuestra familia. El primate que haya visto a una hormiga comiendo se habrá sentido inclinado a calificarla de «tragona». Pues la hormiga no come; devora, engulle, se atiborra con enormes cantidades de alimentos hasta que sus tegumentos distendidos, a punto de reventar, la obligan a alejarse perezosamente de la fuente de alimentos para ir arrastrando penosamente el abultado vientre hasta el nido. La falsedad de esta observación radica en que la hormiga verdaderamente no come; la hormiga almacena alimentos que luego repartirá entre sus hermanas. Para ello está provista de un estómago especial, una especie de buche, al que van a parar todos los alimentos destinados a la comunidad. Una válvula especial, generalmente cerrada, comunica a esa vejiga dilatable con el verdadero estómago de la hormiga. Cuando ésta tenga hambre abrirá la válvula y dejará pasar a su estómago sólo la escasa cantidad que es necesaria para su sustento. El hecho de que ese buche, formado por una dilatación esofágica, no está destinado a la gula, sino que desempeña un papel altruista, llevó a Forel a ca–lificarlo de «estómago social».

    Nuestro estómago social parece haberse convertido en una fuente de diversión para vuestros investigadores, quienes comenzaron por ofrecerles a las hormigas alimentos coloreados; y como la capa de quitina que reviste al abdomen se hace transparente al dilatarse por efecto del comer, se puede observar de esta forma con toda comodidad la circulación de alimentos en una colonia de hormigas. Si al principio del experimento eran algunas decenas de hormigas que presentaban una coloración no natural en el abdomen, al cabo de unas horas serán unos centenares las que paseen de un lado a otro sus barriguitas rojas, verdes o amarillas. Y en los últimos tiempos, gracias a vuestros adelantos téc–nicos, los experimentos se realizan con sustancias radiactivas.

    Pese a que me molesta ver convertidos hasta a miembros de mi raza en conejillos de Indias he de reconocer que este último método es más exacto, ya que no todas las hormigas poseen la misma capacidad de dilatación del vientre. El que precisamente esta capacidad se haya desarrollado al máximo entre las hormigas del desierto representa una adaptación anatómica al medio ambiente.

    La característica verdaderamente común a todas estas hormigas de las zonas desérticas no es la construcción de nidos en formas de cráter –algunas especies viven en la superficie de la tierra, bajo piedras– sino la especialización de algunos miembros de las colonias en el almacenamiento de líquidos. Así, entre algunas hormigas de vida errante del Atacama, se distinguen, por su abultado vientre, las aguadoras, quienes transportan en sus buches la reserva social de jugos vegetales que sus hermanas han ido extrayendo de las púas de los cirios que crecen en las márgenes del desierto.

    Pero saltemos del Atacama al Sur de la América del Norte. Allí encontraremos a unas especies de hormigas que han llevado la economía del almacenamiento ventral a la perfección.– Por la forma en que han resuelto el problema de la subsistencia y por lo grotesco de los métodos que emplean para ello merecen ocupar el primer puesto –el inicial, no el superior– en mi clasificación de las civilizaciones hormiguescas. Se trata de las hormigas americanas del género Myrmecocystus, quienes, tras las primeras monografías publicadas a fines del pasado siglo sobre las que habitan el «Jardín de los Dioses», cerca de Manitou al Sur del Estado de Colorado, entraron entre risas y chanzas en los anales de la mirmecología. Son las llamadas «hormigas melíferas» en los Estados Unidos y «hormigas mochileras» en Méjico.

    En ese valle de los dioses, donde habita la Myrmecocystus hortideorum, abunda una avispita de las agallas, el Cynips quercusmelleriae, que introduce sus huevos en las yemas de la coscoja, una especie de encina achaparrada, provocando la formación de una excrecencia redonda –una agalla llamada coscojo en este caso– cuyo interior, compuesto por un material esponjoso, servirá de alimento a la futura larva. Y mientras crezca la larva del cínipe, antes de que se haya convertido en ninfa, el coscojo transpira jugos azucarados en forma de gotas de delicioso néctar que se acumulan en su superficie. Este néctar forma la base de sustentación de las hormigas mochileras, la fuente casi exclusiva de su existencia; condicionada, además, temporalmente, por el corto período de desarrollo de la larva del cínipe.

    Las hormigas han de resolver dos problemas: recoger lo más rápidamente posible esta miel, y almacenarla. No dotadas por la Naturaleza, como las abejas, de la virtud de producir cera para construir celdillas, han de hacerse de vasijas para guardar la miel.

    En las cálidas noches del verano marchan las cuadrillas de avituallamiento hacia las coscojas. En los nidos han quedado sólo las encargadas de la defensa y del cuidado de las crías y de la reina. Las cuadrillas trepan a los árboles, buscan las codiciadas yemas y lamen con fruición sus gotas de néctar. En la medianoche, cuando han llenado sus barriguitas, regresan pesadamente al nido, dan de comer a sus hambrientas compañeras y se dirigen con el resto de la carga a las cámaras despensas. Allí vierten la miel en unas vasijas redondas que cuelgan del techo: en los famosos «potes de miel», tan codiciados por los golosos indios norteamericanos; y no sin razón, pues vuestros peritos concuerdan en que su contenido supera en sabor y aroma a la miel de las abejas.

    Estos «potes de miel» no son el producto de una alfarería hormiguesca, sino verdaderas vasijas vivientes, hormigas que se sacrifican por la comunidad y comienzan a llenar su estómago social hasta que su vientre se infla como un globo. Idóneas para ello son las hormigas jóvenes cuyos tegumentos son todavía elásticos. La deformación de estas hormigas panzudas es tal que vuestros investigadores quedaron perplejos al principio y lanzaron hipótesis erróneas, creyendo que el vientre de esas hormigas sólo estaba compuesto por miel protegida por un caparazón de quitina. Les costó trabajo encontrar los demás órganos, completamente prensados por el dilatado buche contra las paredes abdominales.

    De estos «potes de miel» sobresale ridículamente el tórax con sus patas y la cabeza. Incapaces de moverse, son ayudadas por sus compañeras que las levan–tan en vilo para que puedan aferrarse con sus patas del techo rugoso de las cámaras despensas. Y así, esas pobres criaturas pasan la mayor parte de su vida colgando inmóviles como lampiones en cámaras especiales que se distinguen de las otras por sus techos ásperos.

    Pero, gracias a la conversión de un número de sus individuos en damajuanas, la comunidad ha adquirido una cierta independencia del mundo exterior, se ha dado una base de existencia más segura que la de las cazadoras, ha dado los primeros pasos hacia la autorquía económica que caracteriza a ciertas civilizaciones superiores. Con el desarrollo de la sociedad comienza a ponerse en tela de juicio el principio de la libertad individual. El individuo no puede derrotar a la Naturaleza sin derrotarse a sí mismo como tal. La lucha entre el uno y el conjunto ha comenzado.

    A veces me siento inclinada a colocar a estas hormigas en una etapa precivilizadora, en el vacío que deja el intervalo entre el salvajismo hormiguesco, con sus hábitos de alimentación rapiñadores, y la civilización basada en la ganadería y en la agricultura. Pero, como quiera que haya decidido considerar el avituallamiento como un signo civilizador, las dejaré ahí donde las he puesto, otorgándoles así mis adjetivos convencionales una nueva esencia real, más auténtica que la misteriosa «cosa en sí» de vuestros filósofos. Y como una convención facilita la segunda, y a ésta puede seguir una tercera, sobre la que se irá elevando un gran castillo del que nunca sabremos si es de naipes o no, sobre las hormigas melíferas del Jardín de los Dioses pondré a las hormigas franeras de las fábulas de Esopo, de los escritos de Horacio y Ovidio, a las Myrmicinae de hábitos granívoros que supieron desarrollar una civilización bajo el ardiente sol del Mediterráneo antes de que fueran echados los muros de la orgullosa Cartago o de que fuesen destruidos por las falanges romanas, antes, mucho antes de que las primeras naves endebles se atreviesen a cruzar vacilantes el mar que los romanos habrían de llamar «nuestro». Sí, antes que romanos y que griegos, antes que cartagineses y fenicios, antes de que el hombre Neanderthal blandiese su porra en esas regiones y de que vuestros antepasados primates se balanceasen de los árboles, las hormigas franeras del género Messor edificaban sus ciudades, construían sus graneros y trazaban sus anchos caminos.

    Las primeras crónicas humanas que conozco sobre esas hormigas se remontan a unos mil años antes de vuestra Era, cuando el rey Salomón, que debió haber pasado momentos felices de asueto contemplándolas, escribe en su libro de Proverbios no ya un Cantar de los Cantares, sino un canto de las alabanzas a su fama, en el que ensalzaba su laboriosidad y buen gobierno.

    Y he de decir aquí que aunque pertenecen a la subfamilia Formicinae, no dejo por eso de reconocer sus méritos.

    «Hormigas agrícolas» son designadas en algunos libros; término éste que me parece errado, pues se basa en la creencia de que sus hábitos de recoger granos implican una actividad de agricultores. Y si bien es verdad que cosechan, como apuntó acertadamente uno de vuestros investigadores, cosechan aquello que no han sembrado, es decir recolectan. Su grandeza, sin exageraciones, radica en sus métodos de almacenamiento.

    Sus nidos, con una cúpula exterior crateriforme, están situados en terrenos secos, desprovistos de vegetación y bien soleados, cuya presencia es revelada desde lejos por la gran cantidad de restos vegetales esparcidos a su alrededor. Y bajo esta cúpula de arena se encuentra una gran ciudad subterránea cuyo diámetro puede llegar a los cincuenta metros y cuyas galerías y cámaras penetran en la tierra hasta más allá de los cuatro metros de profundidad. Allí se encuentran las cámaras reales, las húmedas alcobas que cobijan a los huevos y a las larvas, las salas secas y calientes destinadas al descanso de las ninfas, los cuartos de estar donde las obreras encontrarán el merecido reposo y los soldados exhiben orgullosos sus armas, los amplios salones donde se pasean indolentes los animales sexuados, con las alas tendidas sobre el dorso a guisa de capa, los dormitorios donde recuperan sus fuerzas aquellos a quienes ha vencido la fatiga, así como miles de depósitos especiales en los que la co–munidad conserva sus granos y cámaras en las que guarda el pan. Estos graneros y almacenes son la reserva para las temporadas adversas; bien para el invierno, con su sueño vegetal, o para el verano, con su dura sequía. Las cosechadoras tienen por misión el llenarlos, abastecer a su pueblo a tiempo oportuno, de conformidad con las condiciones climáticas. Así, las hormigas Messor del mediodía francés hacen la recolecta en el otoño para poder pasar el invierno en la abundancia, mientras que las del Atlas sahariano cosechan en la primavera para soportar el verano.

    Estas hormigas del género Messor, cuyo lugar de origen es, probablemente, el África del Norte, comprenden unas cuarenta especies que sólo pueblan ciertas regiones del Mundo Antiguo, concentrándose su mayor parte en el Atlas berebere y sahariano. Y mientras algunas especies sólo habitan en el Sahara, otras han ido invadiendo todo el litoral mediterráneo y han subido hasta los Alpes meridionales, donde algunos pequeños grupos primitivos han buscado refugio en la montaña. Otros pueblos han penetrado por el Asia Menor hasta alcanzar las faldas del Himalaya. Y otros se han aventurado por el Oriente negro hasta el África austral, donde parece haber encontrado un clima lo suficientemente seco para sus gustos. Pero es en las regiones secas de Argelia y Palestina donde su civilización ha alcanzado el mayor florecimiento.

    No puedo menos de mencionar aquí a algunos pueblos milenarios cuyos nombres se han vuelto legendarios: Messor structor, Messor aegyptiaca, Messor sancta, Messor arenarias y Messor barbara. Este último es el de la hormiga salomónica y de las fábulas; los autores de la Mischna tuvieron que ocuparse de ella. Sus obreras presentan un gran polimorfismo, pues algunas llegan apenas a los cuatro milímetros, mientras otras alcanzan los trece. A veces me cuesta creer el que tan sólo las cabezas de esas hormigas grandes sobrepasen en longitud la talla de las pequeñas.

    ¡Cuántas veces he soñado con poder penetrar en una de sus ciudades para recrearme con la heterogeneidad de sus formas y colores; con ver a los gigantes con su gran cabeza teñida de rojo sombra, su tórax pardo negruzco y su abdomen tan negro como sus patas; con contemplar las variaciones que hay entre estos gigantes y las pequeñas obreras, completamente negras; con ver a sus reinas de gran estatura, que para acentuar el colorido de su pueblo pueden presentarse en el mismo bien negras, bien luciendo una rojiza cabeza! ¡Y a los machos! Con su piel lisa y brillante, cubierto el tórax y el vientre por recios pelos rubios, y la cabeza por un suave vello blanquecino. ¡Que enigmáticas promesas han de esconderse bajo sus transparentes alas! Pero he de detener aquí el curso de mi fantasía, pues peligra con descarriarse por veredas lascivas, llenas de exóticos sueños que parecen querer llenar los vacíos de mi feminidad frustrada. Otro tributo más que hemos pagado en nuestra sumisión a la razón del Estado. Ya hablaré de esto más adelante.

    En la época de la cosecha salen de sus ciudades estas desiguales criaturas, formadas en delgadas columnas, marchan por sus carreteras, atraviesan las fronteras de su territorio, donde están apostados sus centinelas, y se encaminan hacia los plantíos para recoger el grano. Generalmente recogen toda clase de semillas, pero algunas especies, como nuestra barbara, tienen una preferencia especial por las leguminosas. Quizá hayan aprendido en el transcurso de los siglos a aprovecharse de las ventajas que les ofrece el monocultivo humano.

    Y así las hormigas graneras trepan por los tallos y van arrancando los granos uno tras otro hasta dejar despojadas las plantas de su riqueza germinal. Y si abandonaron su ciudad con las mandíbulas vacías, volverán a ella cargadas con los preciosos granos, los cuales irán depositando en los graneros de los pisos superiores. Luego vendrán las encargadas de despojar a los granos de sus cáscaras, las cuales serán arrojadas al exterior, mientras que el grano será transportado a los almacenes de los pisos inferiores.

    Algunos pueblos ricos poseen miles y miles de depósitos y pueden llegar a almacenar hasta varios kilogramos de cereales en ellos. Vuestros agrónomos estiman que en las altas planicies argelinas las graneras se apoderan de una décima parte de la cosecha de cereales. No es pues, de extrañar que en el Talmud de Jerusalén los legisladores judíos dictasen precisas leyes sobre el derecho de propiedad humano sobre estos almacenes, previendo así los casos de litigio que se presentarían cuando una colonia de hormigas graneras tuviese su territorio en las tierras de un primate y cosechase en los de otro.

    Debe ser sumamente interesante observar a estos himenópteros realizando las labores de la cosecha, pues emplean los más variados métodos para ello. Por regla general, algunas graneras suben a las plantas, cortan las semillas y las dejan caer, mientras sus compañeras, que se encontraban esperando, las recogen y las llevan al nido. Y si algunas hormigas tozudas descienden trabajosamente por el tallo sujetando los granos entre sus mandíbulas, otras, más inteligentes, podan el tallo por su base y transportan la mata hasta las puertas de su ciudad, donde podrán recoger tranquilamente sus frutos. Estas diferencias psíquicas pueden observarse también durante el transporte. Si bien la mayoría no suele soltar los granos durante todo el trayecto, no faltan aquellas ingeniosas que se aprovechan de los declives para hacer rodar su carga. Y mientras éstas llevan sus granos a los almacenes a gran velocidad, puede verse por el camino a grupos de cuatro o cinco hormigas que se han aferrado de algún grano de cereal especialmente grande y que tiran estúpidamente de él en todas direcciones sin avanzar un paso. Esto último ha llevado a algunos investigadores a considerarnos tontas; generalización ésta que me parece tan errada como injusta, pues tal desperdicio de fuerzas he observado raras veces en los miembros de mi especie. Lo único que podría decirse al respecto es que, como en toda agrupación animal, la comunidad se aprovecha de las facultades extraordinarias de un pequeño grupo de individuos.

    Pero trepar a las matas y penetrar en las plantaciones no es la única forma que tienen las Messor de proveerse de bastimentos. Logra un pueblo descubrir un orificio por donde penetrar en algún silo de cereales del hombre, éste será saqueado sin misericordia. Y tampoco faltan las sangrientas contiendas entre ciudades vecinas por disputarse sus reservas en grano.

    De manera admirable, similar a la vuestra, han resuelto estas hormigas cosechadoras el problema del almacenamiento del grano. En sus depósitos subterráneos el enemigo principal de sus riquezas es la humedad que provocaría la germinación de sus semillas y, con ello, la pérdida de las mismas; y no sólo la pérdida, sino también la destrucción de sus ciudades, pues en cierto sentido las hormigas Messor almacenan dinamita. Sus graneros son un polvorín al que hay que proteger de la temida chispa que es aquí, por ironía, la gota de agua que pondría en funcionamiento el temible mecanismo de la germinación, convirtiendo el inofensivo grano en una planta cuyas raíces se extenderían como un pulpo por las galerías y cámaras de sus ciudades.

    La vida del pueblo transcurre en una lucha constante contra el fantasma de la humedad. Cuando advierte que necesita un nuevo granero –cosa que suele ocurrir varias veces por año–, las cuadrillas de mineras excavan un depósito apropiado cuyas paredes son meticulosamente tapizadas con ciertas secreciones anales. Estas secreciones, blanquecinas y con olor a yodo, las mismas que utilizan para marcar sus pistas olorosas, producen al secarse, un revestimiento impermeable muy resistente a la humedad. Las cavidades así recubiertas son llenadas de granos y tapadas herméticamente. Pero si bien esta capa aislante puede resistir hasta tres días de torrenciales lluvias, a la larga es penetrada por la humedad. De ahí la actividad febril que despliega el pueblo en los días lluviosos. En esos días, en los que la tierra humedecida se presta, además, admirablemente para los trabajos de construcción, el pueblo ensancha su ciudad excavando nuevas galerías y cámaras, perfeccionando sus graneros y elevando la cúpula protectora de la entrada. Y los granos, los preciosos granos, así como la harina parduzca que de ellos hacen, son sacados al exterior para que el sol, que nunca se hace esperar en esas latitudes, se encargue de secarlos.

    Esta necesidad de una zona de secado explica su preferencia por los sitios soleados, y explica también el porque sus homologas de las regiones subtropicales del Nuevo Mundo, las hormigas agrícolas norteamericanas del género Pogonomyrmex, a quienes tanto teméis y calumniáis, se ven obligadas a limpiar los alrededores de sus nidos de plantas y árboles.

    Me parece injusto que las denominéis «hormigas asesinas de árboles», pues no pocos son los trabajos que han de pasar hasta hacerse de algunos rayos más de sol. Desprovista de vuestra técnica forestal, de la que os servís para acabar con bosques enteros, estas hormigas muerden pacientemente a los árboles por sus bases e introduciendo ácidos en la corteza que provocan estrangulación por efecto de la coagulación de la albúmina en la albura, lo que ocasiona un estanca–miento del fluido de savia entre las raíces y el tronco y la muerte del árbol. Cosa que os escandaliza sobremanera y hace que algunos de vuestros moralistas lan–cen los epítetos más terribles contra nuestra familia de los formícidos.

    ¿Os creéis acaso los únicos con derechos de propiedad sobre nuestro planeta? Tened en cuenta que ninguna de las especies animales posee un documento de propiedad emitido por el Supremo Hacedor, y lo justo es que nos hagamos la guerra fraternalmente, es decir, con objetividad y sin mezclar juicios de valor en una lucha en la que nos vemos envueltos y cuyo anfiteatro no hemos elegido nosotros. Mas, dejemos la polémica para más adelante.

    Lo que más me extrañó al enterarme de la existencia de estas hormigas fueron sus hábitos granívoros, pues no podía explicarme cómo un pueblo puede basar su existencia en las semillas. Y es que las de mi raza, que somos omnívoras, sólo comemos muy de cuando en cuando la parte carnosa de ciertas semillas, sin que le quitemos por eso su poder germinativo. Luego las sacamos fuera del nido, al igual que hacemos con todos nuestros desechos. Creo que –parafraseando a Schopenhauer– esto no es más que un ardid que nos ha tendido la madre Naturaleza para que contribuyéramos a la expansión de la flora. Sea como fuese, nunca se nos ha ocurrido la idea de aprovechar la semilla completa, y he de admitir que no pude ocultar mi perplejidad al enterarme del método que puede emplearse para ello y estuve limpiándome las antenas con mis patas anteriores durante unos diez minutos.

    El grano es cortado en varios pedazos. Cuando es grande esto lo hacen las obreras gigantes, a quienes llamáis soldados, con sus poderosas mandíbulas. Luego es masticado durante horas –a veces, días– por las pequeñas. En este proceso de masticación los jugos salivares transforman el almidón en azúcar, y así, poco a poco, va resultando una harina pardusca, altamente nutritiva; el llamado «pan de hormiga», que, o bien es comido inmediatamente o almacenado en depósitos especiales al igual que el grano.

    Así que estas hormigas cosecheras podrían ser denominadas con más propiedad «panaderas» o «fabricantes de harina», pues sobre esta industria fundan sus grandes repúblicas; pero en modo alguno «agricultoras», ya que se limitan a recolectar los productos vegetales sin preocuparse de su desarrollo y mantenimiento.

    El título de «agricultoras» lo merecen otras especies de regiones más cálidas; más, antes de llegar a ellas me ocuparé de las ganaderas, por considerar que la creación de nuevos cultivos representa una operación más delicada infringida a la Naturaleza que la domesticación de animales. Y esto lo hago no sin repugnancia, pues he de confesar que aquí soy víctima de mi propia clasifi–cación. Me explicaré.

    En los primeros peldaños de mi escalinata clasificatoria coloqué a las cazadoras de hábitos carnívoros, a las Ponerinae y Dorylinae, dos subfamilias verdade–ramente primitivas en los marcos de nuestra gran familia Formicidae. Luego me ocupé de las hormigas amazonas. Y pese a que éstas pertenecen a mi subfamilia Formicinae, no me molestó calificarlas de subcivilizadas, puesto que su degeneración salta a la vista. Tampoco me costó grandes esfuerzos iniciar la etapa civilizadora con las Myrmecocystus, pese a que pertenecen a la subfamilia Dolichoderinae, ya que estoy convencida de que ésta es junto con la mía –perdón, debajo– la más desarrollada. A éstas siguieron las Messor, un género de la subfamilia Myrmicinae, evidentemente mucho más atrasada que la mía; baste mencionar que poseen aguijón como ciertos animales salvajes –las avispas, entre ellos–, mientras que nosotras disparamos con elegancia salvas venenosas. Si después de las Messor continuase con las agricultoras, que son también especies de la subfamilia Myrmicinae, podría entrar de lleno al final en la ganadería, ocupación casi privativa de las dos subfamilias más desarrolladas: la mía y la citada Dolichoderinae. Pero rompería mi bella clasificación en aras de consideraciones racistas. Y además, estas metodologías zoológicas no tienen mucha importancia. En rigor, desde un punto de vista puramente zoológico los bueyes son animales mucho más desarrollados que vosotros, demostrándose así, una vez más, que animales que logran un alto grado evolutivo conservan caracteres morfológicos extraordinariamente primitivos, mientras otros, morfológicamente más desarrollados, fracasan en su adaptación al medio. No sé si la morfología o la palabra «desarrollo» ameritan aquí una revisión profunda.

    Creo que los orígenes de la ganadería entre nosotras son muy distintos a los de la ganadería entre las manadas humanas. En los primates civilizados la ganadería es la consecuencia de sus hábitos carnívoros, mientras que entre las hormigas se deriva quizá de los hábitos fitófagos de ciertas especies.

    Para entender esto hemos de regresar a las hormigas meleras del Valle de los Dioses y a las «aguadoras» del Atacama. Las unas lamían las exudaciones azucaradas de los coscojos, las otras el jugo protegido en las púas de los cirios. Las dos tienen en común la costumbre de consumir jugos vegetales. Costumbre ésta muy extendida en el mundo hormiguesco, tan goloso de por sí y para el que el zumo de las frutas y los nectarios de las flores representan un exquisito manjar.

    Y en ese maravilloso mundo edénico de jugos vegetales la madre Naturaleza, en uno de sus felices momentos de magnanimidad, ha introducido las deliciosas secreciones melíferas que producen ciertos homópteros, como cigarras, pulgones y cochinillas, en su insaciable avidez y en su apetito despilfarrador. Estas criaturas clavan sus picos chupadores en las partes tiernas de las plantas y extraen sus jugos, defecando grandes cantidades de sustancias dulces que ruedan por las hojas y tallos como gotas de rocío para caer al suelo, a veces en tan grandes cantidades que podría creerse que los árboles llueven.

    El primer balbuceo hacia la ganadería consistió en chupar este rocío de miel, en recoger el divino alimento que llovía del cielo como el maná bíblico. Y utilizo aquí la palabra maná en todo su verdadero significado, pues no otra cosa recibieron de Dios los israelitas en el desierto. Maná, del latín manna y del árabe man designa el rocío de miel del afídido de los tamariscos, Gossyparia mannifera, tan estimado por los árabes. Por eso puedo comprender el regocijo tan inmenso que experimentarían en su desdicha esos descendientes de Jacob, y por eso leo y releo una y otra vez con satisfacción las páginas bíblicas que lo describen.

    El segundo paso fue ir directamente a los homópteros y tratar de conseguir de ellos las gotitas de miel. Esto representa, a mi entender, un gran adelanto, ya que mientras la salvaje de hábitos carniceros chupa cuanto más la gota azucarada como aperitivo para devorar después al animal, sin percatarse de que destruye así la «gallina de los huevos de oro», la civilizada lo deja con vida para no privarse de tan rica fuente de golosinas.

    Y así se ha ido estableciendo una estrecha relación entre ciertas especies de hormigas y estos homópteros, de entre los cuales cabe destacar a los afidios de cuernos filamentosos, a los llamados pulgones o piojos de las plantas.

    He de recalcar aquí, para que no haya equívocos, que de ellos chupamos las secreciones anales; con más propiedad: sus excrementos, los cuales son tan delicados que hasta han sido incorporados, como hemos visto, a la gastronomía humana. Y el que crea que esto es sólo cosa de árabes o de israelitas, ha de saber que parte de la miel de las abejas proviene de ellos. Esto es importante, pues algunos afidios tienen en el sexto segmento abdominal un par de tubos corniformes con orificio terminal, los llamados «sifones» o –impropiamente– «nectarios», pues antes se creía que por ellos salían las secreciones azucaradas. Este error vuestro siempre me ha parecido muy simpático, pues así como llamáis a nuestros pulgones «las vaquitas lecheras de las hormigas», creíais que estos nectarios representaban las ubres de nuestro ganado vacuno. En realidad son los únicos órganos de defensa que poseen esos animalitos tan indefensos de por sí. Por esos sifones arrojan un líquido céreo que se pega al cuerpo de sus enemigos; de ahí que tengamos que practicar el ordeño con sumo cuidado.

    Pero por sobre la fortuita actividad del ordeño basada en los hábitos sedentarios y gregarios de estas manadas de afidios se encuentra la verdadera ganadería. Y es a las hormigas del género Lasius a quienes corresponde el honor de haber llevado esta actividad a su máxima perfección. Como cualquiera de ellas podría servir de ejemplo, elegiré a la Lasius niger de hábitos nocturnos, la más común de todas las hormigas de la Europa Central, vuestro prototipo de hormiga: negra o parda obscura, pequeña –de dos a cuatro milímetros–, viviendo en grandes sociedades gracias a la sólida existencia que le proporciona la ganadería, y habitando los más variados lugares. Me es además muy conocida, pues siempre he vivido en su vecindad.

    Las hormigas niger parecen haber desarrollado su ganadería hace muchos millones de años, pues ya en el ámbar báltico se encuentran individuos petrificados dedicados a las labores del ordeño. Aniquiladas en Europa, probablemente al igual que nosotras y toda la fauna terciaria, por los glaciares, regresó a través del Asia Oriental a partir de la América del Norte durante el pleistoceno, extendiéndose por las zonas templadas de Eurasia. Ha logrado penetrar en Córcega y Mallorca y ha invadido el África del Norte, donde se refugia en las altas montañas.

    Tiene una preferencia por terrenos húmedos y ricos en vegetación, en los que construye sobre sus ciudades subterráneas domos de tierra al borde de los bos–ques y de los caminos. Estas cúpulas, si no tan resistentes como las nuestras, se asemejan a ellas en su forma y cumplen los mismos fines. Su capacidad de adaptación en este sentido es asombrosa. En los bosques sombríos construye sus viviendas en las partes mohosas de los tocones; en las estepas pedregosas construye bajo piedra que las protegen de la lluvia y del calor y les sirven de estufa durante la noche; y en los terrenos arenosos cálidos y pobres en vegetación, finalmente, se limita a excavar sus ciudades en el suelo, dejando las entradas sin ninguna protección. Esta gran plasticidad en la elección de morada no las ha llevado, como a otras, a vivir en vuestras casas, debido a que se mantiene fiel a sus costumbres ganaderas y no puede vivir sin sus rebaños de pulgones.

    A fines de mayo, cuando los primeros rayos del sol primaveral me arrancaban de mi letargo invernal, siempre me gustaba ir a contemplar a estos formícidos en sus quehaceres. En la vecindad de nuestras ciudades, en lugares donde pueden aprovechar el sol de la mañana, los veía construir sus domos de barro. Estos domos, que como ya he apuntado, se asemejan por su forma a los nuestros, son el producto de una técnica arquitectónica muy distinta a la nuestra, pues mientras nosotras levantamos un andamiaje de vigas y traviesas, ellas construyen con barro que es endurecido por el sol. Son excelentes albañiles, mientras que nuestra pericia se basa más en la carpintería. También son extraordinarias mineras como nosotras, y tenemos en común la afición por la caza de insectos inferiores y la costumbre de recoger semillas y libar el néctar de las flores. La posesión de rebaños de pulgones es otra característica común; pero, y aquí he de reconocerlo, su técnica ganadera es superior a la nuestra. La ganadería –reducida al ordeño en las de nuestra raza– representa para nosotras, a veces, una actividad secundaria; para ellas es la principal.

    Cuando una hormiga niger encuentra una manada de pulgones durante un viaje de exploración, regresa inmediatamente al nido a notificarlo a sus compañeras. Allí se forma un grupo de reconocimiento que la acompaña de vuelta y cuya misión es cerciorarse de la importancia de su hallazgo. Las hormigas trepan a la planta donde pastan los pulgones e inician su ordeño. Cuidadosamente, con las puntas de las antenas, acarician los cuernecillos de los pulgones y esperan, pacientemente, la aparición de la gota que lamerán con avidez. Una vez que hayan ordeñado a un pulgón pasarán al siguiente, hasta llenar completamente sus buches. Entonces regresarán al nido para distribuir la miel entre las primeras hambrientas que encuentren, pero no sin haber dejado antes a algunas camaradas encargadas de la defensa de los pulgones, pues la comunidad no sólo ha encontrado una fuente de riquezas, sino también de trabajos. Si el rebaño lo amerita comenzará un animado tráfico entre la ciudad y la planta. Vendrán las ingenieras y trazarán un camino por el bosque. Al principio será un sendero marcado con huellas odoríficas, luego irán construyendo muros a todo su largo que tacharán finalmente con un revestimiento abovedado de barro. Para facilitarle el trabajo a los centinelas edificarán establos: pabellones de barro que darán cobijo a los pulgones, pues al igual que vosotros tenéis que proteger vuestros rebaños de zorros y lobos, moscas rapaces, larvas de coleópteros y otras alimañas acechan a los pulgones. Hay que defenderlos, además, de las incursiones de otros pueblos de hormigas; de ahí que las labores de los guardas se transformen en una operación militar.

    Los pulgones han de ser custodiados día y noche; y en noches muy frías son conducidos al nido para que puedan pernoctar en alguna habitación caliente.

    Los menesteres de la ganadería no se limitan a la construcción de establos y caminos y al ordeño; los rebaños han de ser trasladados, de cuando en cuando, a lugares más propicios, es decir, hay que buscarles nuevos árboles frutales cuyas hojas no hayan sido explotadas todavía o nuevos hierbajos cuyos tallos conserven su riqueza en jugos. Hay que llevarlos a pastar. Y según las características especiales del rebaño habrá que cortarles las alas a los alados para que no se marchen o dejarles ir a fundar una nueva colonia y retener a las hembras sin alas para obtener sus huevos. En el otoño los huevos habrán de ser transportados al nido para que pasen abrigados el invierno. En la primavera siguiente los jóvenes pulgones serán llevados a plantas apropiadas para su desarrollo.

    Cada especie de pulgones tiene sus características especiales y el pueblo ha de acostumbrarse a ellas, conocerlas y saberlas utilizar en su provecho. Algunas viven sobre las hojas, otras en las cortezas, otras en los tallos, algunas en las raíces. Aquí los trabajos son distintos; los corrales están bajo tierra, y hay que construir túneles hasta las raíces más tiernas y jugosas de acuerdo a la temporada.

    La Lasius niger domina a la perfección todas estas actividades. Otras, como la rubia Lasius ftavus, contra quienes las niger realizan frecuentes guerras caníbales, se han especializado en la ganadería subterránea y llevan una retirada vida apartadas del mundo exterior. Nosotras nos limitamos a construir carreteras hasta nuestros rebaños, a los que protegemos con nuestras poderosas mandíbulas y las salvas venenosas de nuestra artillería.

    Los pulgones no sólo son utilizados como ganado de ordeño, sino también de matanza; pero en este caso sólo nos comemos a los heridos o decrépitos; con lo cual quiero insinuar que poseemos un sentido para la ganadería que nos podrían envidiar ciertos pueblos de homínidos, pues tengo entendido que algunas de vuestras razas –o grupos étnicos, como las llamáis– no han logrado todavía un grado tal de evolución y sólo conocen la cacería al igual que nuestras salvajes ponerinas.

    Para que comprendáis mejor hasta qué punto hemos desarrollado la ganadería he de deciros que muchos de esos pulgones son nuestros animales caseros, el producto de una domesticación. Baste mencionar aquí como prueba, que algunos de ellos no pueden defecar por sí mismos y necesitan ser ordeñados. Además, muchas especies de pulgones sólo se encuentran en nuestras ciudades, al igual que los gatos y los perros en las vuestras.

    Me viene aquí a mientes unas observaciones realizadas por Goetsch en la isla de Capri que ilustran admirablemente no sólo nuestras habilidades ganaderas, sino la maravillosa plasticidad de que dan muestra las hormigas para adaptarse a nuevas situaciones y su gran capacidad de aprender. Provenientes de las regiones desérticas del África del Norte han llegado a esa isla hormigas del género Acantholepis que no habían visto en su vida pulgones de ninguna clase. El experimentador las puso en contacto con ellos. La primera reacción de las hormigas ante esos animales nuevos y extraños fue la de atacar. Más, los pulgones, acostumbrados desde innumerables generaciones a ser ordeñados por hormigas, no presintieron el peligro en un primer momento y otorgaron plácidamente sus gotas de néctar. Las hormigas beduinas, después de rehacerse de la sorpresa causada por tan extraña reacción, lamieron con fruición las dulces secreciones que les ofrecían. Y una vez consumidos estos postres zarandearon a los asombrados pulgones exigiéndoles más. No podían saber las habitantes del desierto que el pulgón necesita un cierto tiempo, como vuestras vacas, para volver a producir su precioso líquido. El caso es que excedieron sus malos tratos, y los pulgones se defendieron, reaccionando como ante enemigos, y arrojaron sus pegajosas nubes malolientes. Las desérticas, no acostumbradas a este tipo de bromas, acabaron por almorzarse a los pulgones. Pero, y aquí viene lo asombroso del caso, pasado cierto tiempo las hormigas fueron comprendiendo la conducta y posibilidades de los nuevos animales y se hicieron ganaderas. Creo que este ejemplo me bastaría para convenceros de que nuestros instintos no son tan ciegos como afirman algunos primates.

    La ganadería ha permitido a los pueblos que la practican vivir en sociedades populosas y alcanzar un alto grado de organización estatal, pero esto no es comparable al logrado por aquellas especies que basan su existencia en la agricultura. Es en éstas donde encontraremos los más horripilantes ejemplos de perfeccionismo organizativo, los mayores conglomerados hormiguescos, las obras de ingeniería más monumentales y la más grande autarquía económica que imaginarse pueda en el mundo de las hormigas. Y es aquí, en ese non plus ultra de la civilización, donde encontraremos también el mayor tributo pagado por los individuos a la razón del Estado, pues hasta su constitución anatómica se transforma de acuerdo a las funciones que han de desempeñar.

    Para poder asombrarse de cerca con las magnas obras de las mejores de estas agriculturas habrá que abandonar las zonas templadas de Eurasia y trasladarse al continente americano. Allí, entre unos siete grados al norte del Trópico de Capricornio y unos siete al sur del de Cáncer, tienen sus dominios las hormigas del género Atta, las temidas cortadoras de hojas. Desde Texas hasta el Sur del Brasil fundan sus estados de millones de habitantes. Su poderío es tal que el go–bierno de los Estados Unidos de Brasil se ha visto obligado a declararla su enemigo público número uno y mantiene una encarnizada guerra en su contra; guerra ésta que no tiene la más mínima esperanza de ganar y que se ha transformado en una lucha por la subsistencia por parte de los brasileños.

    Si sobrevolásemos esa nación veríamos marchar por doquier apretadas columnas de esas hormigas llamadas «saubas» por los hombres. Veríamos que unas columnas marchan resueltamente hacia los árboles, arbustos y plantas, mientras que otras regresan de ellos enarbolando sobre sus cabezas banderas verdes a guisa de sombrillas, como si todo su trajín consistiera en hacerse de tejidos que las protejan del ardiente sol tropical. Por eso los aborígenes humanos de esas regiones les han dado el nombre de hormigas pasarol.

    Y en estas columnas de hormigas sauba distinguiríamos las más asombrosas diferencias de tamaño entre los individuos que las forman; pues las hay diminutas, de temperamento temeroso, dispuestas a hacerse las muertas en lo que presienten la más leve amenaza, y gigantes, de afiladas mandíbulas y temperamento hosco y agresivo. Las más pequeñas no superan, a veces, en tamaño las mandíbulas de las grandes. Y entre éstas, al igual que entre las hormigas graneras, encontramos toda la gama de formas desde el enano al gigante. Pero todas tienen en común el extraño aspecto guerrero que les ofrece su caparazón de quitina. Todas, desde las pequeñas hasta las grandes, parecen llevar extrañas armaduras de superficie opaca y una coloración ferruginosa parda o negruzca, cubierta por pelos erectos, fuertes, a veces encorvados como ganchos, y de espinas afiladas en forma de hoz, que de faltarles hacen que su tegumento sea rugoso y no menos temible a la vista. Esta coraza y sus poderosas mandíbulas son sus verdaderas armas, pues el aguijón, que poseen al igual que las demás especies de la subfamilia Myrmicinae, es muy rudimentario.

    Pero, sigamos a una de estas columnas de saubas por las selvas tropicales. Las veremos trepar a los árboles y encaramarse hasta las hojas, donde pondrán en funcionamiento sus mandíbulas que utilizarán como cizallas para hacer incisiones semicirculares en las hojas. Luego el trozo cortado es atenazado con las mandíbulas y arrancado de un tirón.

    La sauba toma este trozo de una punta y se encamina al nido, o lo deja caer para seguir cortando. De esta forma se van acumulando al pie de los árboles trocitos de hojas que son recogidos y transportados por otras compañeras.

    Hasta el siglo XV cortaban exclusivamente las hojas de plantas silvestres, y esto no era, en la mayoría de las veces, empresa fácil ni carente de peligros, pues por doquier anidaban las robustas Camponotus, las agresivas Dolichoderus o las temibles Aztecas.

    Y no podían trepar por un guayaco sin temer el imprevisto ataque de las hormigas enemigas que habitaban en su interior, o subir a un saúco sin arriesgarse a que en su cima la belicosa Azteca hubiese construido su nido de cartón. De igual forma les estaban vedados las acacias y miles de otros árboles. Pero luego llegaron de otras tierras unos extraños homínidos en sus naves y trajeron nuevas plantas e iniciaron los cultivos. La hora de la sauba había sonado. El mango, uno de sus árboles preferidos, cambiaba de costumbres, se agrupaba y formaba simétricas filas. Y lo más maravilloso, a él se sumaban otras plantas desconocidas y que era necesario explotar antes de que a las hormigas arborícolas se les ocurriese utilizarlas como morada. Vinieron los naranjos y los cafetos, los granados y los limoneros, las preciosas hojas de los rosales y hubo grandes plantíos de coles, ¡todo hojas y sin necesidad de trepar! La sauba se instaló en las haciendas de los hombres.

    Y hoy en día, cinco siglos más tarde, no hay huerto ni plantación por donde no pase la eterna procesión bicolor de las saubas. En dirección a las matas forma una monótona línea parda, cual inmensa peregrinación de capuchinos, para transformarse, de regreso, en un riachuelo de verdosas aguas, cuya corriente se hunde de repente en las profundidades de la tierra.

    Allí empieza su mundo, un inmenso mundo subterráneo, una gigantesca obra de ingeniería sumida en las penumbras. Hacia el exterior sólo muestra un extraño paisaje lunar de cráteres que traiciona la situación del núcleo de la ciudad, y, lejos de él, muy lejos, carreteras perfectamente trazadas que desaparecen en la tierra. Es una obra de titanes realizada por pigmeos.

    En ella hay espaciosos túneles destinados al transporte, por los que marchan las cargadoras sin temer que sus hojas enarboladas se desgarren contra el techo. Estos túneles, la prolongación de sus carreteras, han ido aumentando en longitud, pues era necesario burlar la vigilancia de los hombres para poder caer de improviso sobre sus matas. Los túneles parten de sus ciudades, suben hasta cerca de la superficie y continúan bajo tierra paralelos a ella. Entrecruzándose con estos túneles hay amplias galerías, de techos más bajos pero de gran anchura. Son las avenidas militares destinadas a la pronta movilización de la tropa. Y hay otros túneles desiertos que parten de los cráteres, penetran a gran profundidad y vuelven a salir a la superficie. Estos son los canales de ventilación que circundan el ámbito de su verdadera ciudad, la cual se asemeja a un gran cono invertido.

    Y en este cono, junto a la interminable red formada por las carreteras de transporte, las avenidas militares y los canales y tunéenlos de ventilación, se encuentra otra red de pasillos que comunican a las recámaras entre sí.

    En el centro de esta ciudad coniforme, a gran profundidad, se encuentra la zona principal de cría, caracterizada por la presencia de salas del tamaño de una cabeza de hombre. En sus cercanías está la cámara real junto a una sala que se destaca por sus grandes dimensiones. Es en estas salas gigantescas donde la sauba practica su agricultura.

    Estas salas, estos centros de esplendor agrícola que son al mismo tiempo refugio de las crías, están rellenas de un material esponjoso y pardusco surcado por múltiples cavidades y pasadizos. Todo el conjunto representa un exuberante huerto tridimensional en el que se lleva a cabo uno de vuestros llamados «milagros de la Naturaleza».

    El primero en descubrirlo entre vosotros fue un ingeniero de Minas llamado Belt, quien, en los años setenta del pasado siglo, realizó observaciones entomológicas en Nicaragua y penetró en el misterio de las extrañas esponjosas surcadas por desconocidos hongos. Belt lanzó su hipótesis y otro investigador, Schimper, pese a que pudo observar el fenómeno en Blumenau (Brasil) dijo comentándola: «Esa conjetura algo aventurada carece de toda justificación».

    He descubierto a lo largo de mis lecturas que para vosotros siempre son milagros de la Naturaleza aquellos fenómenos de la vida «animal» que presentan caracteres convergentes con la vida «humana»; como si vuestra presencia sobre la Tierra fuese la cosa más natural del mundo y el hecho de que las flores utilicen a los insectos para esparcir su semen también. La flor se «adapta» al medio, pero en forma tan complicada y distinta a la vuestra que no veis en ello ningún peligro, es decir, nada que pueda poner en tela de juicio la posición especial que vosotros mismos os habéis adjudicado en el Universo, pero tembláis y teméis que se mueva el pedestal al que os habéis subido cuando un animal emplea métodos de adaptación parecidos a los vuestros. No otra cosa ha hecho la sauba, aunque ya millones de años antes de que existieseis.

    Las hojitas cortadas que llevan las cargadoras al nido son tomadas por saubas gigantes quienes las trituran pacientemente con sus poderosas mandíbulas. En este proceso de masticación, que puede durar hasta doce horas, el tejido vegetal se va mezclando con la saliva y se forma una bolita que irá a formar parte de los huertos de la sauba. En ellos las hojas trituradas se pudren y fermentan produciendo un fértil mantillo de abono en el que proliferan los hongos. Pero sólo un tipo de hongos, pues los otros, los indeseados, los «hongos malos», son combatidos con tenacidad por las hormigas parasol.

    El principio es el mismo que utilizáis para el cultivo de hongos: cuevas con lechos acondicionados en lugares obscuros o temperatura y humedad reguladas.

    Pero lo más notable es que los hongos de las saubas son productos culturales, es decir, plantas cultivadas y no silvestres, pues en esa forma no se dan en la naturaleza. En las selvas tropicales crece su forma originaria: una seta, un hongo de sombrerillo cuyo tallo alcanza los veinticuatro centímetros de altura. En los huertos de la sauba se han convertido en un montón de filamentos blancos terminados en pequeñas prominencias redondeadas, en hinchazones jugosas llamadas bromacias, ambrosía o nabos de las hormigas, pues son sólo estas cabecitas blancas las que utilizan como alimento.

    La idea genial de las Atta consistió en morder las puntas de las hebras que forman el micelio del hongo, impidiendo su constitución y crecimiento y provocando así el desarrollo de los diminutos nabos blancos.

    Quizá tenga sus orígenes este arte de la agricultura en la utilización de aquellos hongos que proliferan de por sí en las viviendas de las hormigas. Luego se pasó al abono y a la formación de un mantillo de estiércol con los excrementos. Efectivamente, algunas especies no tan evolucionadas como las Atta se dedican a recoger excrementos de insectos para abonar el lecho de sus hongos. Luego, quizá transcurrieron millones de años, otras especies perfeccionarían un humus más apropiado y desarrollando la ingeniería para asegurar las condiciones atmosféricas óptimas.

    Con la agricultura se desarrolló también entre las Atta la división del trabajo. Esto era necesario, pues las tareas son muchas y variadas: cortarles trocitos a las hojas y transportarlos; triturarlos, mezclarlos con saliva y formar una bolita; juntar miles y miles de esas bolitas para formar un mantillo vegetal; abonarlo con excrementos; sembrar en él pedazos de algún lecho con sus hebras del micelio; combatir los hongos indeseables, arrancándolos y tratándolos con ciertas secreciones acidas; sacar en pequeños paquetitos al exterior los lechos que hayan perdido su poder nutritivo; y podar continuamente las hebras de los micelios para que se formen los nabitos; construir canales de ventilación, grandes cámaras, túneles de transporte y carreteras; y establecer todo un sistema de defensa para proteger sus huertos de hongos de la codicia de otros pueblos. Y sin embargo, gracias a todos estos penosos trabajos se independizaron del medio ambiente, dejaron de depender de las vicisitudes da la caza o de las casualidades de la recolección de alimentos. Y esto, a mi entender, es algo que las sitúa por encima de muchas tribus de homínidos que pueblan en frágiles chozas las mismas regiones donde ellas viven en protegidas ciudades.

    Hasta aquí he descrito –no sé si para vosotros o para mí misma– la maravillosa senda de la evolución hormiguesca. Desde la salvaje ponerina hasta la civi–lizada sauba; desde nuestro hotentote hasta el anglosajón mirmicino. Y sin embargo, este breve resumen panorámico no ofrece más que una pálida idea de la gran plasticidad que caracteriza a la conducta hormiguesca. Estoy convencida de que esto se ejemplifica al máximo en la gran diversidad de reacciones individuales que se presentan entre los miembros de un mismo hormiguero. Más, tanto tardasteis en descubrir entre vosotros mismos las maravillosas esferas de lo individual que me temo que no tendréis tiempo para descubrirlas en nosotras. ¿De qué puedo hablaros para convenceros de que cada hormiga es un mundo en sí? ¿De las intimidades psicológicas que yo misma desconozco?, puesto que sólo puedo penetrar en mí misma, y en las demás sólo intuyo la objetivización de una vida interior; una vida interior que sólo puedo medir con los parámetros de la mía... ¿o creo acaso que la mía existe porque la veo reflejada en el espejo de las demás?

    En ese mundo vuestro en el que todo es medida, en el que una cosa no existe si no tiene tantos y tantos kilogramos o tantos y cuantos centímetros, o cuesta tan–tas monedas de oro –y creo haber entendido que hasta el amor de vuestros poetas puede medirse en moneda común y corriente–, en ese mundo tengo que arrojar datos precisos y no categorías sentimentales.

    ¿Os puedo convencer de nuestra heterogeneidad con la referencia a nuestra arquitectura?

    Desde las rústicas madrigueras de las ponerinas hasta las maravillosas ciudades de las agricultoras saubas, he tenido ocasión aquí de hablar de nuestras construcciones. Pero ¡cuántas formas he tenido que omitir!

    No he hablado de las hormigas carpinteras del género Camponotus, que tallan sus ciudades en la madera blanda de los árboles, alcanzando alturas que equi–valdrían a cinco hombres sobrepuestos; ni de la Colobopsis truncata, que taladra sus cámaras y alcobas en la dura madera de los nogales y coloca en las puertas a soldados cuyas cabezas son ásperas como la corteza de los árboles y se confunden con ella. Sólo las demás ciudadanas saben distinguir en la inmensa superficie rugosa el punto que marca la cabeza del centinela y tamborilea con sus antenas sobre ella solicitando entrada.

    Tampoco he hablado de la Lasius fuliginosus, la brillante hormiga negra que hace cartón triturando madera carcomida y mezclándola con su saliva para construir sus nidos parecidos a los de las avispas. Quizá aprendisteis de ella o de los véspidos a fabricar papel. Mientras que en remotos tiempos el hombre golpeaba con una piedra sobre otra para grabar símbolos, la Lasius fuliginosus contaba ya con una tradición milenaria en la fabricación del papel.

    ¡Y cuánto habría que narrar! Si tuviésemos poetas como vosotros entonarían himnos de alabanza describiendo la exótica belleza de los jardines colgantes de ciertas especies tropicales de los géneros Azteca, Crematogaster y Camponotus, que construyen sus nidos de barro en las copas de los árboles. Allí, en esas pequeñas arcas de Noé en forma de globo que la exuberancia vegetal se encarga de cubrir de flores, sobreviven a las inundaciones tropicales.

    Todos los exploradores que tuvieron la dicha de ver estos jardines quedaron prendados de su hermosura. Y aunque esta belleza es el resultado de una acción eminentemente utilitarista, pues fuera de las zonas de inundación estas mismas hormigas construyen en los viejos tocones, no deja por ello de ser belleza y de tener sus encantos; al igual que la dulce melodía que suena en las estepas del África oriental. Allí la Crematogaster tricolor habita en las agallas de las acacias–flauta. En esas agallas taladra agujeros para alcanzar la cavidad interior y hacer de ella su morada. Y cuando sopla el viento, penetra por esos orificios pro–duciendo cadenciosos sonidos que parecen salir de la flauta de algún ocioso pastor.

    No hay lugar alguno en el mundo que las hormigas no hayan elegido por morada: los fértiles valles y los desolados desiertos, la llanura y la montaña, las rendijas entre las piedras de algún viejo muro cubierto de moho o el adusto paisaje esterilizado de vuestros hospitales. Y si para algunas la obtención de vivienda está desprovista de trabajos y más parece ser un regalo llovido del cielo –como es el caso de aquellas que penetran por un fino agujero en las espinas de ancha base de ciertas acacias tropicales y se comen la dulce masa que rellena su interior para establecer sus colonias en el vacío que dejó su hambre satisfecha–, para otras está acompañada de penosos y complicadísimos trabajos, como los de la industriosa hormiga hilandera. Esta hormiga construye sus nidos y grandes establos para sus pulgones a base de hojas vivas que son cosidas por sus bordes entre sí.

    Las primeras noticias de los exploradores sobre esta hormiga fueron acogidas con estupefacción e incredulidad por parte de los mirmecólogos. Hasta el gran Wasmann, ¡que tantas lanzas quebrase por nosotras!, se resistió al principio a darles crédito. Pues no teniendo las hormigas adultas glándulas sericigéneas como las arañas, ¿de dónde extraían las finas hebras de seda para sus tejidos? ¿De sus propias larvas, antes de que éstas hilasen sus capullos que las guarecerían en su estado ninfal? Esto equivaldría a la utilización de un ins–trumento por parte de un llamado animal inferior. La hipótesis era absurda, insólita, inaudita, fantástica, más fantástica que el secreto de los graneros de las Messor o la técnica agrícola de las Attinas.

    Era la época en que en vuestros círculos científicos les estaba prohibido a los demás animales utilizar instrumentos. En su manejo creíais haber descubierto la diferencia fundamental con el resto del reino animal, la piedra de toque definitoria de lo humano. Todavía no sabíais, o no queríais saber, de las ramillas y espinas utilizadas por ciertos pájaros para cazar orugas ni de la piedra que coge entre sus mandíbulas la avispa excavadora, Ammophila urnaria, para aplanar la tierra con que tapa la entrada de sus nidos.

    Más tarde habrían de descubrirse especies brasileñas que acostumbran tomar la seda de otros animales para hacer sus costuras, pero los primeros informes que llegaron de Singapur y de Ceilán no dejaban lugar a dudas: ¡la hormiga hilendera utilizaba un instrumento!

    Luego, las descripciones inmortales de Doflein hicieron famosa a la Oecophyla smaragdina. La hormiga roja –su nombre científico sólo se refiere al maravilloso color verde esmeralda de las hembras aladas– de Ceilán asombraba al mundo erudito. Y sin embargo, se trataba de especies muy bien conocidas por los hindúes, quienes aprovechan sus propiedades medicinales, por los aborígenes de Nueva Guinea y Australia y por los chinos, quienes desde tiempos inmemo–riales recogen sus nidos y los cuelgan de las ramas de los árboles frutales (limoneros, naranjos) para que las hormigas rojas los defiendan de otros insectos.

    El asombro que causó es comprensible, pues su técnica de construcción más se asemeja a una superorganizada artesanía industrial que a otra cosa. El empleo de instrumentos y la rígida división del trabajo hubiese llenado de admiración a vuestros economistas, si éstos no fueran personas con tan prosaicos intereses.

    Como ya he dicho, sus nidos, de forma ovalada, están compuestos por hojas vivas empalmadas por sus bordes. La primera operación para ello es el acercamiento de las hojas. Para tal efecto, una brigada de hormigas rojas se coloca en fila a lo largo del borde de una hoja y sujetándose de ella con las patas traseras, procura alcanzar con sus mandíbulas el borde de la hoja más próxima. Si la distancia entre las dos hojas supera su tamaño, construirán un puente con sus cuerpos: la primera fila de hormigas toma por el talle a otras compañeras, y éstas a otras, hasta que las últimas logren atenazar con sus mandíbulas la deseada hoja. Luego tiran pacientemente hasta poner ambos bordes en contacto. La operación no es nada fácil, pues tienen que vencer a veces la fuerza del viento y procurar que una ráfaga no les destruya de improviso el fruto de al–gunas horas de penoso trabajo. Inmediatamente, por la otra cara de las hojas se pone a trabajar un segundo equipo de hormigas, todas llevando una larva cogida por el vientre. La suave presión que ejercen sobre el abdomen de sus larvas incita a éstas a excretar seda líquida, que, al secarse, produce finas hebras de hilo. Utilizando a las larvas como ruecas y lanzaderas comienza el trabajo del hilado. Primero algunas costuras esparcidas a lo largo de los bordes para aliviar a las otras compañeras de su gran esfuerzo muscular de sujeción. Luego un meticuloso hilado que acaba en un finísimo y resistente tejido que une a las dos hojas. Algunos aseguran que sobre este tejido hilado se puede escribir como sobre papiro.

    ¿Son todos esos actos el producto de un instinto ciego? Es posible, aunque sobre esto tengo teorías muy concretas que me han movido, en gran parte, a escribir estos apuntes y que más adelante os he de exponer. De momento quiero recalcar una vez más, aun corriendo el riesgo de que me llaméis pesada, que todos nuestros actos se caracterizan por su maravillosa plasticidad. Sirva de ejemplo el experimento de Forel, a quien las de nuestra raza debemos gratitud eterna, pues intercedió por nosotras ante el gobierno suizo para que impartiese leyes prohibiendo la destrucción de nuestros castillos, lo que ha ido llevando a los demás gobiernos primates a imitar tan noble proceder. Forel trasladó una colonia de Myrmecocystus altisquami de Argelia a Suiza. Al ser puesta en libertad en Suiza esta hormiga construyó su ciudad conforme a su tradición dejando grandes puertas abiertas de par en par. Pero pronto advirtió que en Suiza habría de vérselas con enemigos nuevos como la Lasius niger y la Tetramorium caespitum. De ahí en adelante redujo el tamaño de sus puertas y procuró mantenerlas cerradas con parapetos de tierra.

    Las de nuestra raza, por ejemplo, habitantes del suelo por excelencia, cuya vida es inconcebible sin los fuertes castillos de pinochas, cuando se encuentran en un invernáculo adquieren costumbres arborícolas y anidan en las cúpulas de los pinos, huyendo así de la gran humedad del suelo y buscando las altas temperaturas del techo. Pues el fin supremo de toda construcción hormiguesca es el lograr las condiciones óptimas de humedad y temperatura en las que se pueda desarrollar la cría. Y si hubiese hecho aquí una exposición comparativa –que no la hice como lo prometí en páginas anteriores– de las distintas técnicas de construcción, podría haber demostrado fácilmente que la sobria y majestuosa arquitectura de las de mi especie garantiza al máximo la independencia ante las condiciones climáticas externas.

    No lo he hecho, no sé si porque la propaganda me es ajena y no me veo impelida a convenceros de lo que yo creo firmemente, o porque me resisto todavía a despertar recuerdos en mí que no harían sino profundizar heridas que nunca han de cicatrizar. Y es que ya voy para vieja; mis días en este mundo –y para mí no hay otro– están contados; y pese a que siempre he ensalzado el romanticismo y la aventura de los viajes, no sintiendo lástima por los que dejan sus lugares natales y pasan luengos años en otros, me asalta una gran tristeza al pensar que he de morir fuera de la patria. Pienso que en los últimos días sería bueno regresar a los primeros lugares, volver a sí misma y completar el círculo espiritual antes de que se disuelva en la materia.

    Más, ¡fuera de sentimentalismos! Quiero seguir hablando de los demás, que siempre resulta más fácil que tomar el propio yo como objeto.

    Si la arquitectura alcanza variadísimas formas entre las hormigas, no menores son las que arroja el arte de la guerra. ¡Maravillosa ambivalencia animal!, que allí donde más esfuerzos gasta en construir tanto más ímpetu e ingenio derrocha en la destrucción.

    La guerra desempeña en nuestras vidas un papel tan importante como en las vuestras; y al igual que entre vosotros, como bien apuntó el gran Forel, el ene–migo principal de la hormiga es la hormiga misma. Sólo que nosotras somos un estado de amazonas; nuestros machos, hijos de Eros hechos para el amor, care–cen de aguijón y de veneno, y no intervienen en nuestras contiendas sino para huir de ellas. No son zánganos como entre las primitivas abejas, pues participan, aunque comedidamente, de los trabajos en tiempos de paz. Las obreras grandes, a las que vosotros llamáis soldados o gigantes, no son particularmente agresivas; corresponden a las pequeñas y medianas el atacar, y en el calor del combate los soldados utilizan, todo lo más, sus poderosas mandíbulas para despedazar a los enemigos ya derrotados.

    El Estado hormiguesco –y entiéndase por esto el nido, o los nidos, más el coto de caza o las zonas de recolección– trata de expandir sus dominios lo más po–sible y de defender sus límites. Cosa natural y que da origen a dos tipos de guerras: las de expansión y las de defensa. Creo que según la moral imperante entre vosotros las primeras serían injustas y las segundas justas, pues con justicia ha de defenderse lo que injustamente se ha ganado. Sea como sea, aunque carecemos de vuestros valores morales, es notable el hecho de que entre las hormigas el valor individual que despliegan en el combate está en relación directa al número de guerreras y a la cercanía en que se hallen en su nido. Aunque aquí las diferencias de comportamiento individual suelen ser muy variadas.

    La belicosa Fórmica sanguínea, como nos relata Wasmann, cuando es molestada en su nido suele reaccionar de diversas formas. Algunas –la mayoría– se arrojan con fiereza sobre el enemigo en defensa de su Estado. Otras, dominadas por la rabia, patalean y dan mordiscos a diestra y siniestra, pero sin tocar al ofensor. Y las hay que huyen vilmente, refugiándose en las copas de las hierbas. Y hasta las hay que se dejan caer inertes al suelo, haciéndose las muertas.

    Algunas se encierran en sus ciudades, amurallando sus puertas; otras, como las graneras, esparcen sus centinelas a lo largo de las fronteras de su territorio, donde permanecen al acecho, con las antenas plegadas, las patas recogidas y el cuerpo apretado contra la tierra.

    La hormiga extraña que pase por su lado será apresada y el centinela se internará con ella en el territorio para liquidarla allí con sus armas: las mandíbulas, el aguijón o el veneno.

    Interesante, por no decir cruel, es la costumbre de tomar prisioneros, los cuales no son asesinados inmediatamente al aire libre, sino conducidos al nido, donde son sujetados durante horas por patas y antenas, y van siendo mutilados miembro tras miembro. Este típico caso de tortura fue denominado por Forel «exécution á froid», y nos hace, sin halagarnos, semejantes a vosotros.

    Al igual que los primates cultos, conocemos las guerras de conquista, las destinadas a desalojar a otros pueblos de una comarca para aposentarse en ella o para ocupar sus ciudades, ahorrándose así el trabajo de construirlas; a aquellas que tienen por fin subyugar y esclavizar a otras razas, para que su trabajo incremente la propia grandeza; o las guerras caníbales, destinadas a obtener carne para llenar los estómagos. Sólo que aquí los pueblos «forrnicófagos» que esto practican no encubren sus actos con un manto de religiosidad y hacen sacrificios a sus dioses, como creo que solían hacer los desaparecidos aztecas. Así como una hormiga que se come a sus semejante no afirma cosas como: «Toda la sabiduría se encuentra en la yema de los dedos», para sublimizar su gusto por esas partes, tal como hacen los descendientes de los puka puka en el país de los papua.

    Os confieso que esta frase me ha ocupado durante un tiempo, pues no la logro encajar con el nombre que vosotros mismos os habéis dado. Homo sapiens sa–piens, ni con la aseveración de que el hombre es un animal dotado de razón. Y no me vengáis con los mitos del «pensamiento primitivo», pues no veo que esta frase, por su construcción lógica, esté muy lejos de aquella otra famosa: «Pienso, luego existo», en la que se da por sentada la acción de un ser pensante para comprobar la existencia del mismo. Habéis de creerme que me he ocupado mucho de vosotros. Y a veces creo que dentro de todo vuestro misterio (representáis, quizá, la primera materia que piensa sobre sí misma) no sois más que el inicio del pensamiento en ese fenómeno que llamáis vida.

    Me parece curioso que vuestros investigadores nos achaquen la irracionalidad, pues no veo mucho de ella en la danza de la lluvia, por ejemplo. Si se nos echa en cara continuamente que no comprendamos la relación entre causa y efecto, no veo yo cuál haya entre patear la tierra y que caigan gotas del cielo.

    Más, sigamos con la guerra hormiguesca. En principio podría decirse que las escaramuzas militares comienzan allí donde se encuentran dos hormigas pen–dientes de distintos estados. La presencia de un ser extraño despierta el instinto de agresión.

    Y aquí me veo obligada a explicaros cómo nos reconocemos mutuamente, cómo distinguimos entre conciudadanos y forasteros. Pues, en la mayoría de los casos, no somos tan pocas que nos podamos retener en la memoria, ni nos distingue una lengua común para poder maldecir a las que no la hablan, ni somos, a veces, de distintas razas, ni poseemos un pasaporte que presentar a nuestros guardias.

    El signo de distinción por excelencia es el olor que despedimos, compuesto por la mezcla de dos olores: el de la raza y el del hormiguero que habitamos. Quien no huela igual es un extraño, un enemigo a quien hay que impedir la entrada en la comunidad, un intruso al cual no se puede ni oler y que sólo es merecedor de la muerte.

    Y así puede ocurrir en las zonas templadas, donde las hormigas duermen apelotonadas el letargo invernal, que por haber estado arracimadas en diversos rincones han adquirido olores distintos, lo que da lugar en la primavera a que ocurran asesinatos mutuos en el interior de un nido.

    Y sin embargo, pese a esta ley del olor, no hay que creer que vivamos en un estado de guerra total y permanente. Hay razas que se toleran entre sí. Algunas son más agresivas que otras. Y no escasean los ejemplos de alianzas.

    La alianza entre las hormigas –fenómeno éste que ha ocupado mucho a vuestros investigadores– tiene lugar cuando dos pueblos igualmente fuertes combaten hasta darse cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos, o cuando una nación se rinde a otra. En ambos casos los dos pueblos se unen, adquieren igual olor y no vuelve a haber pendencias entre ellos.

    Un ejemplo de estas alianzas se encuentra en la crónica del hermano del gran investigador Brun, quien presenció una sangrienta contienda en el valle de Kempt. Un pueblo de la hormiga colorada de los bosques vino a parar (por obra del señor Brun, quien lo arrojó allí en un saco) al territorio de una fuerte colonia de Lasius fuliginosus. Es ésta una hormiga de color negro brillante, muy agresiva y que despide un desagradable y penetrante olor a ácido piroleñoso.

    Al poco tiempo el pueblo de las hormigas coloradas se vio atacado por todos los costados por las aguerridas falanges de las fuliginosus. El pueblo acosado apretó sus filas y se puso en retirada, guardando una perfecta formación, con la suerte de que se dirigió hacia otro pueblo de hormigas coloradas que se encontraba a unos sesenta metros de distancia.

    Cuando llegaron a la frontera que separaba el territorio de las fuliginosus del de las coloradas, ya éstas se encontraban observando la batalla en zafarrancho de combate. Y allí, en la frontera, se encontraron los tres ejércitos: perseguidores, perseguidos y observadores. ¡Y allí fue Troya! Al principio todos se combatieron entre sí; pero, muy pronto, los dos pueblos de hormigas coloradas entraron en alianza y se lanzaron contra las fuliginosus (probablemente predominó en ellas el odio al asqueroso olor de las últimas), derrotándolas y poniéndolas en lamentable huida. Tras la alianza en el combate, vino una fusión de ambos pueblos, y las que habían sido obligadas al éxodo se trasladaron con todos sus pertrechos al nido que les ofrecía hospitalidad. De lo cual parece deducirse que son más fáciles las alianzas entre pueblos de la misma raza.

    Siempre leo y releo esta anécdota con verdadero deleite, pues no sé si ya os lo he dicho o lo habéis adivinado, yo soy una hormiga colorada de los bosques, una Fórmica rufa; y creo –que en esto parece haber sus divergencias– que rufopratensis minor por añadidura. Aun cuando tengo mis ideas particulares acerca de mi propia clasificación.

    Sobre la batalla del valle de Kempt, ¡qué ocasión tendrían aquí nuestros poetas –si los tuviéramos– de cantar el destino de un pueblo! La lucha desesperada de las rojas guerreras contra las negras Lasius; sus esfuerzos por proteger a los pequeños, defender a su reina y darle escolta a sus alados machos. El desorden imperante entre éstos, que, temblando de miedo, se apretaban entre sí buscando cada quien la precaria seguridad de otros cuerpos igualmente indefensos. La valiente retirada de aquel pueblo obligado al éxodo, y cómo se abrió paso heroicamente hasta salir del territorio enemigo soportando los continuos ataques de aguerridas falanges. Su gran desconcierto al toparse con un nuevo ejército que le cortaba la retirada. Su infinita alegría al ver que ese ejército unía sus armas a las suyas y fortalecía con tropas frescas a sus soldados ya agotados por el cansancio y las fatigas de la marcha. La alegría de las reinas al verse agasajadas por las señoras de otros pueblos y al ver en seguridad a sus hijos. ¡Qué material inagotable para miles de Ilíadas y de Odiseas se encuentran en las crónicas de vuestros historiadores! ¡Qué de cantares de gesta y de libros de caballería resultarían de ellas! ¡Cuántos tratados de táctica y de estrategia!

    Allí está la crónica de Rothney recogida en Bengala. Ese explorador tuvo la dicha de ser testigo de uno de los mayores actos de heroísmo que conoce la historia hormiguesca. En las selvas bengalís una hercúlea hormiga negra de la especie Camponotus compressus combatió sola contra un ejército de la hormiga roja Solenopsis germinata, a cuya ciudadela puso cerco.

    Desde comienzos de la tarde hasta bien entrada la noche sostuvo el sitio, hasta morir heroicamente, derrotada por fuerzas muy superiores en número, tras haber dado muerte a más de doscientos enemigos.

    Ahí están los relatos de tantos historiadores sobre las terribles contiendas de la Fórmica rufa, que se lanza al combate con ejércitos compuestos por miles y miles de individuos y cuyas encarnizadas batallas suelen prolongarse durante días. Ahí los que describen las rápidas acciones militares de la Fórmica sanguínea, cuyos destacamentos de diez a veinte soldados pueden derrotar a fuerzas diez veces superiores en número. Ahí están nuestros corsarios. Brun cuenta de un ejército de sanguíneas que, viniendo del saqueo, fue atacado por una tropa de Camponotus ligniperdus que le arrebató las ninfas que traía cautivas. O ahí los pequeños piratas, como la Tapinoma erraticum, una pequeña Dolichoderinae de brillante coloración negra y con un fuerte olor a limón. Se vale, como las demás especies de su subfamilia, de sus secreciones anales para defenderse cuando es atacada; pero como su pequeñez le impide emprender grandes acciones guerreras, se mezcla en el tumulto de las batallas en que se baten las hormigas mayores para robar los cadáveres, de los que se alimenta.

    O los mercenarios: Algunos termes de los géneros Eutermes y Anoplotermes no han hallado otra solución para defenderse del empuje de las hormigas que uti–lizar a las mismas para su defensa. En el Sur del Brasil vive la Camponotus termitarios, llamada la «hormiga comején» por los aborígenes. Esta hormiga habita las capas exteriores de los termiteros y convive pacíficamente con sus constructores, cuyos castillos defiende contra los asedios de otras hormigas.

    Y el mismo arte que se emplea para construir ciudades es aplicado directamente en la guerra, no sólo en la edificación de fortificaciones y caminos militares. Algunas hormigas, incapaces de impedir la entrada del enemigo en sus nidos, dejan penetrar a los confiados guerreros para que se pierdan en el laberinto de sus galerías, donde irán construyendo velozmente tapias de tierra hasta dejarlos emparedados y sepultados en vida. Pues no sólo la fuerza vale en la guerra; también la astucia, y mucho más la inteligencia táctica.

    Prueba sin igual de ello la ofrece la Iridomyrmex humilis, la llamada hormiga argentina, quien ha ido perfeccionando una táctica tan excelente que, pese a su pequeño tamaño, puede derrotar a cualquier hormiga. Mientras las hormigas agresivas suelen arrojarse furiosamente al ataque mordiendo a diestra y siniestra y desafiando las armas del enemigo, la hormiga argentina se comporta como un luchador astuto; evita un ataque frontal y va rodeando poco a poco al enemigo para atacarle de súbito por la retaguardia y castigar sus flancos. En el combate cuerpo a cuerpo evita igualmente el ataque frontal hasta sorprender a su enemigo, cogiéndolo por una pata. Luego lo arrastra para sacarlo de su grupo y atraerlo al suyo, donde será apresado por las patas que le serán amputadas con rápidas dentelladas y así, sin matar, pero hiriendo de muerte, va poniendo al enemigo fuera de combate.

    Para las hormigas grandes que se ven atacadas por las argentinas la lucha se convierte pronto en algo desesperante y macabro. Tratan de aniquilar valiente–mente a las argentinas, provocando un combate abierto, y se ven ante unos bailarines que las van rodeando, que no se dejan alcanzar nunca y que, de repente, se abalanzan sobre una para arrastrarla a sus filas y desmembrarla. Mientras los demás ejércitos de hormigas buscan el centro para atacar, la hormiga argentina trata de dar con el punto débil.

    Esta táctica –que probablemente le dio grandes resultados en Brasil y Bolivia, de donde se cree que, procede– permitió a la hormiga argentina lanzarse a la conquista del mundo. La Iridomyrmex humilis abandonó las selvas brasileñas y pasó a la Argentina donde buscó los puertos que le ofrecían el acceso a remotos lugares. En el año 1891, escondida entre los cargamentos de café, llegó a Tennesse, Carolina del Norte y Texas. En 1907, durante la guerra anglobóer inició la invasión de África del Sur, escondida en los forrajes que la caballería británica importaba de la Argentina. En 1908 era una verdadera plaga en la

    Ciudad de El Cabo. Otras expediciones llegaron a las islas Canarias, y en 1882 se enseñoreaban de las Azores y en Madeira, donde se hizo hormiga casera después de exterminar a la Pheidole megacephata. De ahí pasó a Lisboa y Oporto y no tardó en penetrar en España para adentrarse en el Sur de Francia. En el año de 1953 ponía pie en Mallorca y conquistaba Nápoles, Capri e Isquia. No tardó en llegar a París y a Bruselas, subió hasta Berlín y Breslau y no la detuvieron las frías temperaturas de Hamburgo. Antes de comenzar vuestra Segunda Guerra Mundial ocupaba Australia.

    Allí donde decide sentar sus reales esa conquistadora aniquila a las hormigas aborígenes. Su cruzada es una cacería en grande, pues se come al enemigo. Se reproduce con una rapidez increíble y come absolutamente todo cuanto es comestible: insectos, secreciones de los pulgones (a los que cuida), víveres de los primates cultos, etc. Saquea los panales de las abejas, ataca a los pajarillos en sus nidos, se come a los pollitos y hasta llega a atacar a los bebés de los hombres. Roba cereales, se aposenta en las casas de los hombres y tiene una preferencia especial por sus hospitales.

    Gracias a su maravilloso sistema de alarma no puede ser atacada de improviso. Su gran plasticidad en la fundación de colonias y el gran número de reinas que mantiene le permiten dividirse y subdividirse a su antojo.

    En ciertas regiones de Italia y de España ha logrado exterminar a las otras hormigas. En nuestras latitudes nórdicas se limita a vivir en las casas de los hombres, prefiriendo aquellas equipadas con calefacción central.

    En la guerra hormiguesca, como en toda actividad animal, se ve la transformación de lo simple en lo complejo, la tendencia a la complicación, o el perfeccionamiento. Desde el obscuro cazador que practica de vez en cuando el canibalismo, hasta el intrépido guerrero, que, seguro de su arte, se lanza a la conquista; y dominio del mundo; desde los pequeños destacamentos de cazadoras ponerinas, hasta los disciplinados ejércitos de las conquistadoras argentinas, pasando por las temibles huestes de las hormigas militares; desde las simples recolectoras de fortuitos bienes, hasta las sabias agricultoras; desde la pequeña madriguera cavada en la tierra hasta el gran palacio de pinochas, el mundo de las hormigas es fuente inagotable de sorpresas para el estudioso primate que dedique su vida a observarlo, pues en él no sólo hallará cosas extrañas, sino también muy familiares. ¿Y qué más familiar que el continuo destruirse de las mesnadas en sangrienta lid con el fin de sacar provechos de ella?

    Aunque –he de reconocerlo– vuestras guerras se han ido complicando con los siglos y sus causas se tornan cada vez más obscuras. Guerras como las nuestras mantuvieron capitanes como Tutmosis III, Alejandro Magno, Julio César y el Cid Campeador. Guerras eran aquellas de objetivos claros y concretas causas: conquista, despojo, sojuzgamiento. Mas luego habéis obscurecido tan claros fines con ideas religiosas y convicciones políticas, convirtiendo las campañas de saqueo en cruzadas divinas y en hecatombes por la libertad. (Y tengo entendido que no hay dos primates en el mundo que tengan la misma idea de ella.)

    Aunque lo que más me ha maravillado de vosotros no han sido vuestras guerras, sino vuestras revoluciones. El que dos pueblos extraños dediquen todas sus fuerzas y ofrenden sus mejores hijos en la noble tarea de destruirse mutuamente, es algo común y corriente también entre nosotras; pero, que un mismo pueblo se divida en dos partes, cuando menos, y se lance entusiasmado a una guerra fratricida, eso sí es algo verdaderamente vuestro y que os distingue; si para gloria o miseria del género humano no es cuestión que yo ten–ga que decidir; yo me limito a afirmar aquí que la revolución es algo propio del hombre.

    No sabéis cuánto daría por ver cómo os matáis mutuamente en el seno de un mismo pueblo y cómo destrozáis lo que vosotros mismos habéis construido con tanto trabajo. Aunque tengo entendido que después os unís de nuevo, reconstruís lo destruido y construís algo más; no sé si con el objeto de ponerlo todo de punta en blanco para volver a empezar vuestra macabra danza.

    Por favor, no me toméis a mal mis palabras, que no es mi intención ofenderos ni mofarme de vosotros. ¡Comprendedme! Siempre he tratado de establecer las similitudes que hay entre vuestra cultura y la nuestra. Y en lo tocante a las revoluciones nunca pude hallar fenómenos homólogos entre las hormigas. Si bien practicamos como vosotros no sólo las guerras de exterminio, sino las destinadas a sojuzgar a un pueblo, una vez acabada la guerra no hay vencedores ni vencidos, ya que los dos pueblos se unen para siempre, sin que esto redunde en detrimento de ninguno de sus individuos. Levantamientos por la independencia son tan desconocidos como el que una parte de un pueblo se lance contra la otra. Somos animales sociales en el más amplio sentido de la palabra, que manifestamos nuestra sociabilidad en los marcos de nuestra propia sociedad. No así vosotros, que a diferencia de lo que afirman algunos de vuestros preparadores espirituales de guerra, parecéis más individualistas que sociales, y no sabéis con certeza si sois animales solitarios que se juntan en parejas en la época del celo, o fieles criaturas monógamas cuyo hogar, compuesto por la pareja y los cachorros, es castillo a defender del resto de los mortales, o animales de horda cuyo instinto gregario se satura en compañía de doce individuos, o, en fin, ganado de rebaño que tanto mejor se siente cuanto más individuos se le interponen al paso.

    A veces pienso que no son tan malas vuestras guerras civiles, pues vienen a ser un pequeño tributo que pagáis por conservar un mínimo de individualidad. Se–guid rompiéndoos la cabeza unos a otros, daros gusto en mataros, que el día en el que las luchas intestinas desaparezcan, ese día habréis perdido vuestra sana individualidad; a menos que la conservéis en el futuro con ocupaciones más provechosas.

    Más, ¡dejemos eso! Quiero hablaros ahora de uno de los momentos más poéticos, dramáticos y terribles que tiene nuestra vida: el de la fundación de nuevos estados.

    En la fundación clásica son tres grupos distintos los que actúan en esa epopeya cuya culminación sólo le está reservada a un individuo solitario: Las que vo–sotros llamáis «obreras», que no son más que hembras incompletas cuyas glándulas germinativas o no existen o están atrofiadas, pero cuyos instintos maternos se hallan totalmente desarrollados. Son ellas la carne de cañón y el general de las batallas, el ingeniero y el peón en las construcciones, el pastor, el labrador, el cazador, la nodriza, en fin, que cría hijos que no echó al mundo. En ese eterno juego de la reproducción de la especie experimentan todas las penurias de la maternidad, desconociendo sus goces.

    Los machos, mal llamados «zánganos» a veces, verdaderos emisarios de Cupido cuya única función es amar, proporcionar placer y caer en el olvido cuando las hembras han consumido sus goces. La madre Naturaleza los ha hecho para el amor, otorgándoles ojos hermosamente grandes y órganos sensoriales más afinados que los de sus hermanas obreras. Si bien de mayor tamaño que éstas, suelen ser más pequeños que las reinas, lo que aumenta su gracia. Su cerebro, no obstante, es menor que el de la más pequeña de las obre–ras, ya que sólo lo necesita para amar; en cuya función hasta está de sobra como lo muestra la cópula de algunos mántidos, durante la cual la hembra va mordisqueando al macho –a quien luego se comerá– para acrecentar su potencia. Y si logra devorar primero su cabeza, destruyendo así el centro inhibidor del cerebro, su suerte será inaudita, pues se encontrará con un macho descabezado de frenesí irrefrenable.

    Como veis el macho no representa entre nosotras ese papel tan importante que tiene asignado en las culturas humanas, donde la dependencia física y psíquica de la hembra para con su cría determina la suerte del hombre. Nueve meses haciendo las veces de depósito, de almacén viviente de futuras vidas, y algunos años ejerciendo funciones de cría que nosotras, las hormigas, hemos hecho recaer en la comunidad, son la base de la supremacía del macho en la sociedad humana.

    Finalmente, las llamadas reinas, que son hembras con todos sus atributos y que, al igual que los machos, están dotadas de alas. Lucen hermosos ojazos laterales y tres graciosos ocelos en la frente. Su abultado tórax contrasta con el oprimido pecho de las obreras; su redondeado abdomen es más grande y los órganos sensoriales de las antenas más perfectos; son, en general, de mayor estatura que cualquier obrera; su cerebro, no obstante, no está tan desarrollado.

    Y como todas las cosas de nuestra vida esta división es arbitraria, pues hay especies que carecen de obreras, otras en donde las reinas o los machos no son alados, y otras, en fin, donde la reina se confunde con las obreras.

    Pero recordémonos de nuestra Lasius niger, de las valientes pastorcillas cuyo acto de fundación podría tomarse por el modelo clásico. Entre ellas la fundación de un nuevo Estado es una delicada misión que encomienda un pueblo a un grupo elegido de sus hijos cuando se siente lo suficientemente fuerte para ello. En su seno se han ido criando las hembras y los machos alados, o sólo hembras o sólo machos para impedir el incesto entre los hijos de una misma madre.

    Para el año señalado se esperan los mejores días del estío y de ellos se elegirá el más hermoso día de calor, aquel en el que los rayos solares amenacen con sofocar en llamas la atmósfera y en que se sienta, a la vez, una fuerte humedad; quizá un día que presagie tormenta o vientos cálidos del Sur.

    Y ante ese día todo el pueblo cesará sus labores y se concentrará en la fiesta venidera. Una gran agitación impelerá a los alados a caminar nerviosamente de un lado a otro, a veces hasta a abandonar el nido sin rumbo fijo. Sus hermanas obreras se encuentran igualmente presas de una gran excitación que las hace olvidar sus ocupaciones habituales para dedicarse al cuidado de los que habrán de dejar el nido, agasajándoles con los más ricos manjares, mirándoles con sus dulces caricias y empujando suavemente a los descarriados para reincorporarlos al nido. Parecen como obsesionadas por la idea de que la futura ceremonia ha de salir perfecta.

    Y al fin llega el tan soñado día. Los alados abandonan el nido en blanca procesión acompañados por las obreras solícitas que no cejan de atenderles con sus caricias y mimos. Antes habían salido ya las exploradoras a reconocer el terreno para alertar a sus hermanos de los posibles peligros. Y ahora ya marcha el pueblo entre resuelto e indeciso; es una mezcla de impulso y temor lo que le anima. La menor alarma puede hacer regresar a todos al nido. La tensión inquietante que les embarga se confunde con la electricidad contenida de la atmósfera. Y en esa marcha, en la que parecen querer alejarse a pie lo más posible del nido, buscan algún lugar elevado, bien sea un montículo o un arbusto, o alguna roca, o simplemente trepar por los tallos de los hierbajos. Y de repente, como si se hubiesen puesto de acuerdo, como movidos por una señal misteriosa, las reinas y los príncipes extienden sus alas y elevan el vuelo.

    Otros pueblos han hecho lo mismo, y el cielo parece cubrirse de diminutas mariposillas poseídas por el afán de llegar al firmamento. La vida ha vuelto a probar fortuna desafiando audazmente a la muerte.

    Se forman enjambrazones separadas de hembras y de machos que tratan de llegar a algún punto predominante en el paisaje: la cima de un monte, la copa de algún erguido árbol solitario, o la punta de algún torreón, como si quisieran asistir a una cita anteriormente acordada.

    Es el vuelo nupcial de las hormigas, el canto al amor en el que se poseerán los miembros de distintas naciones. Allí, en los aires, desaparecen las fronteras y los odios raciales; todo se confunde en ese gran derroche de la Naturaleza parecido al del semen humano, pues sólo unos pocos serán los elegidos.

    Ya en el prosaico número radica el drama, pues no todo macho puede aspirar a poseer a una reina, aun cuando ésta sí puede contar con recibir los favores de tres o cuatro amantes. Miles y miles de machos habrán salido en vano para perecer después sin haber realizado la única misión que tenían en el mundo.

    Más ¡ay!, no acaba de empezar la danza nupcial, cuando muchos de los animales del bosque se disponen al ataque. Hormigas de otras razas esperan en el suelo la llegada de los amantes para deleitarse con sus carnes, y bandadas de pájaros se arrojan sobre los enamorados y los devoran en la plenitud de su idilio. Con razón se quejaba Sancho Panza –el personaje de uno de vuestros libros que más me ha gustado y que suelo releer con frecuencia– al disponerse a abandonar la ínsula de Barataria: «Quédense en esa caballeriza las alas de la hormiga, que me levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros pájaros, y volvamos a andar por el suelo con pie llano.»

    Para ellas, no obstante, el suelo está también lleno de peligros; en él acechan un sinfín de forajidos y bandoleros, entre los que se encuentra el hombre en ciertas regiones exóticas. En la cuenca del Amazonas, durante el maravilloso vuelo nupcial de la sauba en el que intervienen cientos de miles de alados, los indios recogen a los amantes y llenan cestas para irse a sentar junto a ellas bajo un árbol e ir devorando vivas a las hormigas a medida que tratan de salir de sus cárceles de vegetales trenzados.

    Pero no todo es penumbra en ese soleado día de verano para los alados Lasius. Un macho logra acercarse a una reina, se posa sobre ella, dejándose llevar por los aires, y le proporciona tiernas caricias con las antenas mientras le lame suavemente la nuca; preámbulo del coito al que seguirán nuevas caricias. Y luego caen abrazados al suelo para seguir en él sus jugueteos. Y una vez concluidos, el macho se retira y deambulará, perdido de su nido, hasta ser pasto de algún insecto depredador o morir de hambre sin las atenciones de sus hermanas obreras.

    Para la joven reina comienza la gran aventura: sola, sin el amparo de las suyas, expuesta a incontables peligros, ha de fundar una nación que algún día llegará a ser poderosa. En sus entrañas lleva la carga de semen con que fecundará o no los huevos que habrá de poner en su vida. Ella es el germen alado de la especie, el receptáculo de todos sus instintos, con ella puede nacer o perecer un Estado. Cuando abandonó el nido llevaba ya en su seno el modelo de su futuro pueblo, la imagen latente de la nueva sociedad que habría de fundar. Sus hijos, los miembros de esa sociedad ya programada, no habrán de pelearse, como los hombres, por las cualidades del modelo.

    Las alas de la reina se han vuelto inservibles, no volverá a hacer uso de ellas; de ahí en adelante andará por el suelo con pie llano como el buen Sancho.

    Se restriega contra alguna piedra para desprenderse de sus alas. Estas caen, y la joven reina, ya libre de su pasado descuidado y juguetón, habiendo quemado definitivamente sus naves, inicia su magna obra. Lo primero es esconderse, ocultarse del resto del mundo, enterrándose en el suelo o metiéndose entre las piedras. Luego ha de buscar un lugar apropiado para construir una cámara en la que verán sus hijos la luz de las tinieblas. Esta cámara, que dará amparo a los tesoros de su vientre, no ha de estar muy próxima a la superficie, pero tampoco ha de hundirse demasiado en las entrañas de la tierra. Sus paredes han de brindarle protección contra las alimañas y han de permitir la entrada de aire.

    Si logra construirse la cámara y encerrarse en ella (millones de jóvenes reinas perecen en el intento) no podrá permitirse el lujo de salir y arriesgar nuevamente su preciosa vida. Allí habrá de ayunar –nueve meses consecutivos– hasta que salgan los primeros hijos en la primavera siguiente.

    Primero consume, como el camello su joroba en el desierto, la musculatura de las alas; luego, cuando comienza la puesta de huevos, no le quedará más re–medio que devorar la mayoría de ellos para poder alimentar a algunas pocas larvas.

    De esas larvas saldrán las primeras obreras: unos seres diminutos, débiles, que inacabados todavía, han de salir al mundo en busca de alimentos para su madre y las nuevas hermanas en estado larval. Al comienzo se sobresaltan ante sus presas, luego se reponen, ahogan los deseos de huir, sofocan las ganas de jugar, y atacan, buscan, transportan, construyen. Es una vida de penosos trabajos que dura corto tiempo, ya que ni los amorosos cuidados de la famélica madre han podido impedir su desnutrición y mal crecimiento. La primera nidada muere pronto; con su ayuda la madre ha logrado criar una segunda cuya longevidad, no obstante, no pasa del medio año.

    Y la reina ve cómo nacen y mueren sus hijos en una lucha desesperada por la subsistencia del Estado. El Estado necesita brazos fuertes, sanos, duraderos, y tanto la reina como las obreritas le dan preferencia en sus cuidados a las larvas más robustas. Las obreras de las primeras nidadas apenas consumen alimentos; casi todo lo que encuentran y cazan es para las larvas que salen de los huevos primaverales. Se sacrifican para que éstas tengan una vida mejor en el futuro, para que sean más grandes y fuertes.

    Ya estoy viendo a algunos de vuestros fanáticos relamiéndose de gusto, soñando nuevos sueños. ¡Qué contentos se pondrían si lograsen implantar una especie de psicología hormiguesca, y el individuo fuese, por fin, portador de la esencia del Estado e incondicional esclavo suyo! Hui del hormiguero por eso mismo y caí en un mundo que tiende a él a juzgar por sus utopías.

    Entre los muchos peligros que acechan a la reina Lasius se encuentra el pérfido ataque de la malvada mosca Tamiclea globula. La glóbulo, ataca a la reina Lasius durante el vuelo nupcial, picándola con su trompa e introduciéndola en el cuerpo un huevecillo. Ese huevecillo se convertirá en larva y crecerá en el vientre de la joven reina consumiendo sus entrañas. En la primavera siguiente, entre abril y mayo, cuando la joven reina espera la aparición de los primeros huevos, saldrá de su vientre un gusano de mosca. La reina cree que es su hijo y cuida solícita de esa asquerosa larva.

    A la reina madre, debilitada y carcomida por dentro, sólo le restan algunas semanas o meses de vida, que dedicará amorosamente al cuidado de quien creció devorando a sus futuros hijos. La larva hila un capullo, convirtiéndose en un tonelito alargado de color pardo obscuro, y la reina prepara el nido para su descanso ninfal.

    Y al vigésimo cuarto día, a las seis en punto de la mañana, sale de ese paquetito pardo una horrible mosca. La reina madre retrocede asustada, parece darse cuenta del engaño y pretende lanzarse contra el monstruo; pero éste, aprovechando el primer desconcierto, logra huir, marchar hacia la luminosa vida, dejando a la joven reina condenada a una muerte segura.

    Con frecuencia, las jóvenes reinas Lasius niger contraen una alianza (temporal, como se designa en vuestro lenguaje técnico) para arrostrar en común las pe–nurias de la fundación. Juntas buscan un refugio, juntas construyen la cámara real y juntas invernan. Mas sólo a una le será dado fundar una nación. En la pri–mavera la reina que sea primera en poner sus huevos será la soberana, pues sus hijas matarán a todas las demás reinas, respetando en su furia sólo a su madre.

    Algunas reinas de otras especies que fundan una cámara en común suelen retarse a duelo y asesinarse entre sí para que la vencedora pueda llevar a cabo su magna obra. Otras como las Dorymyrmex, mantienen su alianza, aúnan sus fuerzas y fundan naciones en común.

    Las hay como nuestras saubas, que sólo fundan en forma solitaria. La joven reina sauba que se prepara para el vuelo nupcial se lleva del nido pequeñas porciones del cultivo de hongos protegidos en su cavidad infrabucal. Después, en su cámara de fundación, cultivará pacientemente el hongo, abonándolo con sus excrementos, antes de que nazcan las primeras obreras. Ella, al igual que la Lasius, se ve obligada a comerse hasta el noventa por ciento de sus huevos para alimentarse. Sus huevos triturados y alguna que otra débil larva masticada le sirven también de abono.

    En Surinam una especie de hormigas que se dedican a la cría y ordeño del pulgón de los cafetos dota a su joven reina con algunos de estos animalillos que la acompañan durante su vuelo nupcial.

    Y la reina africana Carchara viuda, cuando despliega por primera vez sus alas hacia el vuelo nupcial, se lleva aferradas de sus patas, a algunas obreritas que la ayudarán en la fundación. Sin su ayuda se encontraría, por lo demás, imposibilitada de cuidar de sus hijos, pues es de cinco a siete mil veces más grande que las obreras.

    Este tipo clásico de fundación es denominado por vuestros investigadores «fundación independiente», la cual puede ser, como hemos visto, solitaria o social, en alianza o sangrienta o pacífica, y para la cual la joven reina se arroja sola a la aventura o se lleva cultivos, animales o siervas que le ayuden.

    Más no todas las reinas de las múltiples especies están en condiciones de soportar solas el largo encierro y el penoso ayuno y de renunciar, aunque sólo sea por unos meses, a los cuidados de las obreras. En nuestras latitudes parece ser que los enfriamientos acaecidos en el terciario impidieron a las hembras poco desarrolladas soportar las inclemencias del invierno. Pues he aquí que donde una reina podía cavarse su morada en la cálida tierra y comenzar de inmediato la puesta de huevos, se vio obligada a invernar y a postergar sus ta–reas para la siguiente primavera. Incapaz de arrostrar esas hambrunas, hubo de inventar nuevas formas para imponerse a la madre Naturaleza que una vez más les gastaba una mala pasada a sus hijos.

    Algunos pueblos, como la guerrera hormiga argentina, han renunciado al vuelo. Las nupcias se celebran en el mismo nido. Toleran a varias reinas a la vez; y cuando son muchas las reinas y más los vasallos el pueblo se divide, y al igual que los polinesios se marchan en busca de nuevas tierras.

    Otros pueblos persisten en la loable costumbre del vuelo nupcial, y sus reinas, incapaces de fundar solas, han de ingresar en nidos ya formados.

    Después del vuelo nupcial la joven reina de la Camponutos chilensis busca un nido de su misma especie, penetra en él y reta a duelo a muerte a la vieja reina. De triunfar en la lid será proclamada soberana.

    Pero lo más común en este segundo caso de fundación es que la joven reina utilice una nación de otra raza para que florezca la suya. Esta parece ser la causa de los diversos tipos de parasitismo y de la esclavitud entre las hormigas.

    La guerrera Fórmica sanguínea emplea diversos métodos para fundar su Estado. Todos ellos se basan en la utilización de sus peripatéticas «esclavas naturales» para alcanzar el fin propuesto. Tras el vuelo nupcial, si tiene suerte y logra toparse con jóvenes reinas recién preñadas de la Serviformica fusca, se arrima a una de ellas, le ofrece su amistad y entra con ella en alianza compartiendo una celda común. Y cuando la reina fusca tiene sus primeros hijos, no habrá hecho más que parir esclavas para la sanguínea.

    Otras veces penetra en un nido recién fundado y desaloja de él a su reina o la tolera bajo su yugo mientras va convirtiendo ese pueblo de fuscas en una nación de sanguíneas.

    Y otras veces ha de lanzarse sola a la conquista de un poderoso Estado de las hormigas esclavas. No acaba de presentarse la solitaria reina ante las puertas de la nación que pretende vencer cuando ya su olor, su olor a otra raza, la delata. Al ser descubierta por el primer centinela es atacada con furia. Pero en lucha cuerpo a cuerpo la joven reina sanguínea es superior. El primer centinela cae muerto, y la reina penetra un poco en el nido, provoca a una hormiga que sale enfurecida en busca de su muerte. Y así sostiene incontables combates hasta que siembra el terror, lo que aprovecha para penetrar hasta la cámara de la prole. Allí se coloca sobre las larvas y defiende valientemente su posición. Poco a poco irá adquiriendo el olor de las fuscas o rufibarbis o gagates, etc., y será aceptada por ellas como reina. Sus hijos serán cuidados por las «esclavas» y surgirá así una colonia mixta que mantendrán después sus aguerridas hijas raptando larvas y ninfas de otros pueblos.

    Este heroico acto de fundación es uno de los que más me conmueven. De uno de los libros del profesor Grieg he recortado con mis mandíbulas una foto que muestra a una joven reina de las hormigas coloradas de los bosques en el momento en que se dispone a entrar en un nido enemigo. Tengo pegada la foto en la pared, aquí en lo alto, y suelo contemplarla largamente. La joven reina, sola, aun sintiendo en su vientre los placeres de las recientes nupcias, se encuentra ante un negro agujero que se hunde en la tierra. Marcha de–cididamente, dispuesta a penetrar en la cueva y hacerle frente a desconocidos peligros. La gravedad señoril de su postura, la majestad con que extiende sobre sus hombros la transparente capa, su donaire y elegancia y la certeza de que en breves momentos habrá de vérselas con chusma de soldados que tratarán de lacerar su precioso cuerpo,imparten a la foto una tensión conmovedora que me obliga a veces a contemplarla largamente, acercando mucho los ojos y moviéndome rápidamente de un lado a otro de la imagen.

    En la mayoría de los casos de este llamado «modo de fundación dependiente» el problema principal para las jóvenes reinas consiste en superar, por la fuerza o por la paz, la barrera de olor que las separan de otros pueblos. Un caso muy singular descubierto por Kutter es el de la Epymyrma stumperi, quien suele fundar utilizando los nidos de algunas especies de Leptothorax. Para ello se llega hasta las cercanías de un nido, acomete a una obrera a quien toma por la nuca y la utiliza como viviente perfume, frotándose con ella todo el cuerpo. Luego, ya impregnada de su olor, del olor de la raza, del olor del pueblo, le será más fácil entrar en él.

    Otro caso interesante es el de la tunecina Wheeleriella santschii, paradigma de la demagogia en el mundo hormiguesco. Es ésta una hormiga que para recalcar aún más su carácter de parásito social carece de obreras. Es decir, sólo se dan en esa especie machos y hembras alados. Esta hormiga sólo puede vivir a expensas de la Monomorium sálomonis y variedades similares. La joven reina recién preñada busca un nido de sálomonis y se abandona a su suerte, adoptando una actitud sumisa, con las antenas y patas plegadas al cuerpo. Confía en su olor, su olor a reina parásita, ¡el mejor y más atrayente de los olores!, y en las caricias que ha de prodigar a diestra y siniestra.

    Cuando es descubierta por un grupo de reconocimiento de los sálomonis, la joven reina es apresada y arrastrada violentamente hasta el nido. Todos la mal–tratan, la tiran de patas y antenas, la empujan y la amenazan con descuartizarla. Pero ella se deja hacer estoicamente y contesta a los malos tratos con dulces caricias, esparciendo un perfume delicioso de majestad. Las obreras llegan a tolerarla; luego esta actitud pasiva se convierte en verdadero amor. Cuando nacen sus hijos las obreras sálomonis cuidan de ellos como a sus propios hermanos.

    Y he aquí que ocurre algo inaudito, atroz. La atracción que emana la reina santschii sobre las obreras sálomonis lleva a éstas a consumar el peor de todos los crímenes, el matricidio. La reina madre es asesinada por sus propias hijas quienes se dedican a cuidar de la reina invasora y de sus hijos. Se forma así un Estado que sucumbirá cuando muera la última de las obreras sálomonis. Entonces la reina santschii perecerá también por falta de atenciones, pero habrá echado unos cuantos hijos al mundo que celebrarán gozosos la danza nupcial. Sus hijas buscarán nuevos estados de salomonis que destruirán para perpetuar la especie.

    Otra célebre reina parásita es la Bothriomyrmex decapitans, quien funda a expensas de la Tapinoma nigerrimum. La reina decapitans se coloca tímidamente ante las puertas de un estado de nigerrimum y va apaciguando a sus centinelas con dulces caricias. Así logra entrar al nido, en donde podrá adquirir el olor del pueblo. Pasease por el nido prodigando mimos hasta descubrir a su reina. Entonces salta sobre sus reales espaldas y atenaza el cuello de la soberana entre sus mandíbulas. Y de ahí no se mueve en algunos días, tiempo que necesita para aserrar la cabeza de su víctima. Las hormigas nigerrimum parecen no advertir cuanto ocurre y siguen atendiendo a su reina madre sin que se les ocurra quitarle al verdugo de sus espaldas. La decapitans sabe que una vez descabezada su competidora el pueblo la aclamará por reina, acogiéndose al olor específico de reina y de madre. De momento se siente segura de posibles ataques, protegiendo su pequeñez en el sagrado cuerpo de la soberana.

    He de explicaros que las reinas preñadas despiden agradables olores y producen gustosas sustancias que las hacen atractivas a las obreras. Algunas especies, cuando se quedan sin reina, encargan las labores de la maternidad a algunas obreras, las cuales pasan a gozar de la consideración común. Son estas especies cuyas obreras tienen ovarios rudimentarios, pero ovarios al fin que pueden funcionar en caso de necesidad; otras especies, como las de los géneros Pheidole y Solenopsis, cuyas obreras carecen de ovarios, se vuelven locas en nidos sin reinas, corriendo dementes en todas direcciones. Los olores y sabores de las reinas han de estar en relación con las glándulas germinales, pues las reinas vírgenes pasan inadvertidas, sin recibir cuidados especiales.

    Esta necesidad de la reina es lo que empujará a las nigerrimum a la adopción de la decapitans como soberana una vez que su reina madre haya muerto.

    Mas, la decapitación no es directamente mortal para una hormiga, ya que nuestro sistema nervioso está más descentralizado que el vuestro; y la reina descabezada fenecerá de lenta muerte, en una agonía que se prolongará durante días, en los que seguirá siendo atendida por sus hijas.

    ¡Macabro!, ¿no?, pero esto no os da derecho a hablar de «fenómenos cuya crueldad y refinamientos nos dejan estupefactos», tal como leí en una enciclopedia zoológica francesa al referirse al mundo de los insectos. La crueldad no es una característica propia de los insectos, sino que parece haber sido muy sabiamente distribuida entre todos los seres animados.

    Nunca olvidaré el día en que me sucedió lo que voy a contaros. No sé si os he dicho que me gusta contemplar, de cuando en cuando, reproducciones de vuestras obras pictóricas; aun cuando es ésta una labor extraordinariamente penosa para mí, pues he de acercar mucho el rostro a la imagen y moverme de un lado para otro velozmente con el fin de que las facetas de mis ojos compuestos vayan captando los diversos puntos. Pues bien, me encontraba ese día contemplando algunas fotos y al marchar «indolentemente sobre un cuadro» creí identificar en él la «Lección de anatomía». De primera impresión sólo vi un cuerpo tendido y semidesnudo con un brazo que dejaba al descubierto músculos y tendones y una serie de figuras inclinadas sobre él.

    Pronto me extrañó el no ver esos rostros iluminados, rodeados de penumbras, tan típicos en Rembrandt. Luego me percaté de mi error; no era en modo alguno el estilo del holandés; sus dramáticos clarobscuros se convertían allí en fuertes colores vivamente iluminados, pero creí encontrarme ante un tema similar: sabios dedicados a estudios anatómicos.

    Y seguí observando, descubriendo figuras, registrando rostros, viendo gestos y acciones, pero sin darme exacta cuenta de lo que esas personas hacían con la figura yacente. Hasta que me azotó una sensación de terror. No eran hombres dedicados al estudio, sino a despellejar en vivo a un semejante. Me aparté del cuadro con el firme propósito de no volver a verlo.

    A los pocos momentos quise saber de qué se trataba y miré la portada del libro: «Pintura flamenca del siglo XV». Satisfecha esta curiosidad quise saber el nombre del autor: Gerardo David. Luego el título del cuadro: El suplicio de Sisamnes. Y me di cuenta de que lo que quería era volver a ver el cuadro, de que esa escena me repelía profundamente, me irritaba sobremanera, me causaba terror y, al mismo tiempo, ejercía sobre mí una mórbida atracción. Contemplé los rostros de los sacerdotes que presenciaban el tormento; ellos reflejaban curiosidad y meditación. Miré atentamente el rostro del torturado, contraído por una mueca que era de dolor, terror y asombro a la vez. Decidí no volver a ver ese maldito cuadro, y a los pocos minutos volvía a ensimismarme en su contemplación.

    En primera plano, a la izquierda, observé a un hombre arrodillado que arrancaba la piel del antebrazo derecho. Su rostro reflejaba interés y la firme decisión de llevar a cabo su trabajo lo mejor posible. El dolor de uno era el orgullo del otro. Frente a él, encargado de abrirle el pecho a la víctima con un cuchillo, estaba otro verdugo de manos delicadas y por cuya actitud se diría que podría muy bien estar contando onzas de oro. A su lado, otro verdugo de ágiles manos rasgaba primorosamente con un cuchillo la piel del brazo izquierdo, mientras un niño sujetaba la mano siniestra. Contrasta la actitud contemplativa del hombre con la mueca de asco del niño, que vuelve la cara para no ver la terrible escena. A su lado, un hombre de aspecto abstraído, cuyos ojos sólo expresan, a lo más, un profundo aburrimiento, mantiene un cuchillo sangrante entre los dientes, mientras sus manos rudas y ágiles tiran de un trozo de piel de una de las espinillas. Y una y otra vez pasé mi vista del rostro de la víctima a los de los verdugos. Todos se concentraban en su trabajo específico, en la parte del cuerpo en que habían de trabajar; ninguno se preocupaba del hombre. Tan sólo el niño parecía no haber comprendido todavía que matar a un semejante no es más que un problema técnico.

    No sé qué pensaréis vosotros de ellos, pero cada vez que recuerdo ese cuadro no dejo de preguntarme. ¿Con qué osadía os consideráis menos sanguinarios que las fieras, más «humanos» que los insectos? ¿Qué ejemplos de crueldad hay en el reino animal que vosotros no superéis con creces? Como veis, más vale contemplar los defectos de los demás sin escandalizarse demasiado.

    He dejado transcurrir algunos días sin escribir. En ellos caí en un profundo estado de melancolía. Es algo que me ocurre a veces, quizá con más frecuencia de lo que yo deseara. He de sobreponerme a mí misma; he de escribir e imponerme una disciplina más rígida de trabajo, pues no me gusta ser azote de los afectos. Pero me ocurre, de cuando en cuando, que no soporto más esta soledad. Me la impuse, lo sé, pero no la soporto.

    Aparte de mis lecturas, mis únicas distracciones son observar, desde aquí arriba, la blanca cabellera del profesor Grieg cuando éste pasa las horas inclinado sobre su escritorio, contemplar sus pausados movimientos, a veces sus exclamaciones de alegría, sus monólogos, sus idas y venidas. Y desde aquí, desde este rincón del techo donde acaba la biblioteca, veo también sus nidos de hormigas. Veo, cuando deja entreabierta la puerta de roble que da acceso a su laboratorio, apilados sobre largas mesas, los nidos artificiales que cobijan a numerosas especies. Veo cientos, miles, quizá cientos de miles de hormigas –algunas de mi raza– y me encuentro sola, inmensamente sola, rodeada de miles y miles de semejantes. Entonces pienso en el suicidio y comprendo el suicidio de los hombres.

    Hace unos días –quizá esto fue lo que me sumió en la melancolía– me sucedió algo muy desagradable. Probablemente de uno de los nidos del profesor Grieg se escapó una hormiga, una pequeña Lasius flavus, graciosa y dorada. Y como es típico en las hormigas, exploradoras innatas, se arrojó a un viaje de aventuras. Recorrería el laboratorio, y, satisfecha su curiosidad en ese recinto, pasó al despacho; andaría, con seguridad, por todos los rincones hasta llegar a donde yo estaba. Me encontraba a la sazón garrapateando con mis patas delanteras mojadas en tinta en los márgenes de un libro. Estaba embebida en mi tarea cuando la vi. Tuve un estremecimiento de alegría, quise llegarme hasta ella y acariciar sus antenas con las mías, rozar sus mejillas con mis patas y darle de mi boca algo del zumo de uva que había ingerido hacía unas horas del mismo plato del profesor Grieg cuando su doncella le trajo el desayuno. Y he aquí que la rubia pastora sólo atendió al instinto de la especie. Percibió delante de sí a una hormiga que no era de su colonia, a una extranjera que no olía como ella, y se abalanzó sobre mí mordiéndome ferozmente en una antena. Fui traspasada por el dolor y la tristeza. Ese pobre ser valiente, presa de sus instintos, me declaraba una guerra a muerte sin posibilidades de ganar. Luché con ella durante un rato, procurando dominarla sin herirla, pero pronto comprendí que mi condescendencia podría pagarla con la vida. Forcejeé con las patas, y al fin apresé su cabeza entre mis mandíbulas y apreté, apreté hasta sentir un chasquido. Un chasquido que me produjo un escalofrío de angustia. Luego empujé el cuerpo inerte de la flavus, que se desplomó hasta el suelo.

    Al día siguiente, cuando el profesor Grieg descubrió el cadáver y lo examinó extrañado con el microscopio, mi congoja aumentó en forma insoportable. Recordé a ese ser diminuto, grácil por naturaleza, que podría haber sido mi compañera, al que podría haber iniciado en los secretos de la sabiduría. (De haber estado dotado de razón como yo. Pues ésta es mi gran tragedia: haber tenido razón y haber vivido en un bosque frondoso de ideas y en un inmenso desierto de hormigas.) Y pensé que aunque quisiera no podría regresar a mi patria, pues los años han de haberme dado un olor distinto. Ya no huelo igual que los de mi raza, ya no puedo regresar a donde ellos. He salido de mi patria, y de ella sólo se sale una vez. No hay vuelta. Al regresar ya no olemos igual y somos considerados extraños.

    ¡Ay!, es tan triste vivir sola. No quiero exagerar; yo quise esta vida, yo me la busqué, y, en verdad, no me arrepiento mucho, pues la meditación, la vida reti–rada y los estudios que aquí he realizado me han proporcionado una inmensa felicidad. Pero a veces echo de menos el olor de la resina, el aroma de los pinos, el dulce sabor de las frambuesas y el polvillo picante de las arenas. El bosque. El pinar. Las lluvias otoñales y el delicioso sol de primavera. Las caricias de mis compañeras y el húmedo calor del hogar. Las dulces emociones instintivas; los placeres, en fin, indivisibles, los placeres primarios, irracionales, puros, pues es puro lo inefable, lo que no puede ser sometido a teorías.

    Quizás sean tonterías lo que digo, y hasta los más «puros» sentimientos tengan una explicación físico–química, no sean más que cambios de sustancias y pequeñas descargas eléctricas que pasan de axón a dendrita en el complicado enrejado de nuestras neuronas. ¿Qué es el amor materno en última instancia sino la presencia de cantidades microscópicas de una hormona?

    Pero, ¿hasta qué punto podemos conocer las causas de un fenómeno? Vuestra ciencia describe concatenaciones de fenómenos, que clasifica en causas y efectos. Y esto no es, a fin de cuentas, más que explicaciones eminentemente casuales. Y toda explicación puramente casual no es más que una descripción. Pero las causas, las verdaderas causas, el sentido oculto de las cosas, eso nos queda vedado.

    Cuando se deja el campo de la descripción empírica somos juguetes del idioma. Yo creí poder penetrar en el sentido de las cosas utilizando vuestros idiomas y pronto comprendí que pese a la maravillosa complicidad que los distingue no son muy distintos de los nuestros. Vosotros tenéis palabra que expresan conceptos abstractos por convención; nuestro idioma, si así puede llamársele, es más bien químico, son sustancias olorosas las que utilizamos para comunicarnos, a veces también sonidos. Fundamentalmente transmitimos estados de ánimo, sentimientos, pasiones, sensaciones de bienestar o de disgusto, de calma a excitación. Pero al igual que vosotros tenemos una resistencia biológica a la transmisión de ideas. Nuestro lenguaje, al igual que el vuestro, se presta más para la transmisión de sentimientos. Los dos ponen obstáculos en el ya de por sí difícil camino de las ideas. Mientras que el idioma es rico en formas para comunicar impulsos, y cualquier pasión violenta encuentra un inclinado cauce por donde precipitarse, la razón corre por un riachuelo seco, en terreno llano, cubierto de obstáculos y hasta cuesta arriba.

    Este hecho me alienta en la convicción de que podré comunicarme con vosotros. Y esto pese a que nuestros mundos sensoriales son tan distintos. Vuestro mundo es un mundo predominantemente visual; el mío es olfativo y táctil. No estoy privada del sentido de la vista, pero éste es secundario en mi universo sensitivo. Veo, aunque no como vosotros. No capto con tanta definición los detalles, los contornos; las formas son más borrosas para mí que para vosotros. Esa incapacidad se compensa con la extraordinaria facultad de distinguir movimientos. Para mí una de vuestras películas sería como una aburrida sucesión de monótonas diapositivas. En cuanto a los colores no os puedo decir cómo los percibo, ya que no puedo ver con el cerebro de los hombres. Puedo ver colores ultravioletas que os están vedados, que vosotros sólo podéis registrar como tonalidades grises en placas fotográficas especiales. Esto ha de hacer que las combinaciones de colores que veo arrojen colores distintos a los vuestros. Aunque soy insensible al rojo (creo, por lo menos, debido a lo que he leído en vuestros libros sobre los ojos de las abejas), gracias a mis ocelos veo las tonalidades infrarrojas que emite el suelo durante la noche y hermosas tonalidades anaranjadas durante el día en las que predomina el amarillo. Las rojas flores del trébol y del brezo, por ejemplo, no son rojas para mí, sino que tienen hermosas tonalidades azuladas y ultravioletas. Y en muchísimas flores que vosotros sólo veis como uniformemente blancas o amarillas, percibo un sinnúmero de colores y de maravillosas tonalidades, pues reflejan los rayos ultravioleta. Además, veo la luz polarizada y puedo distinguir así el sol en un cielo nublado que para vosotros ocultaría al astro en su monotonía gris.

    No oigo como vosotros, ya que carezco de tímpanos y mi percepción de las vibraciones es más bien táctil, sísmica, pero registro los ultrasonidos, que desconocéis. Mi mundo, mi verdadero mundo, es, como os he dicho, el de los olores y sabores combinados con sensaciones táctiles, pues puedo oler «plásticamente». Esto es lo que el gran Forel denominó nuestro «sentido topo–químico», ya que recoge combinaciones tacto–olfativas. Las vuestras serían más bien «auditivo–visuales».

    Si nosotras hubiésemos creado un arte, éste se basaría en el olfato, sería un arte de los olores por excelencia. Algunos ejemplos tenemos de lujos estéticos de esta naturaleza. La oruga de la mariposa Lycaena arion, que hasta su tercera muda vive en las ramas del tomillo, abandona luego esta planta nutricia para buscar, como muchas larvas de lepidópteros, la seguridad de una colonia de hormigas donde completar su desarrollo y convertirse en crisálida al amparo de sus muros y soldados. La oruga se lanza a la búsqueda de una carretera militar de la elegante Myrmica rubra. Cuando tropieza con un miembro de esta especie le ofrece, para cautivarlo, jugos azucarados de sus glándulas. Así induce a la golosa rubra a llevársela a su ciudad. Una vez en ella se alimenta de larvas de las rubra, y éstas le permiten el latrocinio de su prole por gustar sus dulces exudaciones. Pero he aquí que un buen día la oruga deja de producir jugos. Entonces le crecen unos cuernecillos olorosos provistos de sendas coronitas adornadas con penachos de pelos en el penúltimo anillo de su cuerpo. Y estos cuernecillos despiden un perfume tan exquisito que las rubra por sólo olerlo siguen consintiendo sus fechorías. Un lepidóptero que quisiera convertirse en parásito tolerado vuestro no os podría ofrecer una oruga olorosa, pero tendría grandes posibilidades de triunfo si os enviase a un ejemplar adulto de bellas formas y esplendoroso colores.

    La madre Naturaleza utiliza algunos de estos ardides con vosotros. Ejemplo de ello son las delicadas formas de la cabeza de un niño pequeño. Esas redondeces de manzana del bebé, su abultada frente, su frente hiperdimensional que subyuga a una diminuta y graciosa naricilla, tras la que resultan unos enormes ojos redondos, no son más que un engaño, una trampa que despierta en vosotros instintivamente sentimientos de cariño y protección. Los constructores de juguetes y muchos dibujantes han sabido explotar esta debilidad vuestra con sus muñecos. Pues bien, en nosotras la «trampa» de la larva no es de forma, sino de olor y sabor. Nuestras larvas saben a almíbar, nos regalan exudaciones dulcísimas que parten nuestros corazones. Y no sólo nuestras larvas, sino también nuestras reinas. Este hecho ha llevado a muchos de vuestros en–tomólogos a creer que el nuestro es un amor egoísta, un amor que sólo se verifica mediante el intercambio de sustancias. Esto es un absurdo, os puedo asegurar, pues todo amor es altruista por definición y egoísta por naturaleza. Todo amor se proyecta hacia afuera para dar y tomar al mismo tiempo. Nuestro amor hacia las larvas y reinas, sean cuales sean los mecanismos biológicos en que se sustenta, es amor, amor auténtico, y ese amor está tan arraigado en nosotros, es tan instintivo, que en caso de peligro antes que en nosotras Pensamos en poner a salvo a la cría y a las reinas, así como vosotros gritáis en un naufragio: ¡Mujeres y niños a los botes!»

    Lo único que quería recalcar con esto es que mientras vuestro mundo es eminentemente visual, el nuestro lo es oloroso. En los experimentos que habéis hecho con hormigas sobre su memoria, habéis demostrado, en general, que mientras estímulos táctiles y visuales son retenidos por una hormiga durante un mes, los provenientes de olores son extraordinariamente tenaces.

    No sé, a veces creo que ni mi mundo ni el vuestro existen, que sólo existe la construcción que de él hacemos. El mundo no es la incisión de los llamados estímulos exteriores en nuestros sentidos, sino la construcción activa de los mismos. Ellos son los que se dirigen al mundo y crean imágenes caprichosas de él. Hay seres ciegos para los cuales el mundo tiene un significado total y no sienten la carencia de las imágenes visuales. El murciélago, al perseguir en la noche a las mariposas, «ve» hasta los movimientos de sus alas gracias al juego de sus ondas ultrasonoras. No necesita ver los colores y las formas de las alas como nosotros, puesto que los ve oyéndolos. De igual forma podríamos oír los colores del bosque y ver los ruidos del viento, oler la dureza del suelo y tocar el aroma de las flores. Como nosotras, que sentimos olores redondos y suaves y durezas amargas y ásperas, al tocar los objetos con nuestras antenas, con las que olemos, gustamos y palpamos a la vez. ¿Y quién nos asegura que no somos como piedras a las que están vedadas un sinfín de sensaciones? A veces me río viendo la arrogancia con que pretendéis agotar el mundo con vuestra ciencia. ¡Vuestra ciencia! Esta tiene los límites de vuestros sentidos. De ellos no podréis saliros. ¿Quién os dice que no hay otros sentidos posibles y que no sois como el topo ciego para quien el mundo está sumido en las tinieblas? Y peor todavía, pues el topo ha de tener una idea, por minúscula que ésta sea, de lo que es el mundo de la luz, mientras que formas de sentir desconocidas son ab–solutamente inimaginables. Ese es el límite de la razón y de vuestros instrumentos.

    Un árbol. ¿Qué sabéis de un árbol? ¿Qué es un conjunto de un modelo teórico complicadísimo al que llamáis átomo? Y cuando descomponéis ese modelo teórico en sus partes convencionales llegáis a la nada. Es una nada o un algo que pensamos que está ahí y que nuestros sentidos convierten en una imagen. ¿Es esa la única imagen posible? ¿No habrá miles y miles de formas de construir una imagen mejor, más perfecta? Aunque reconozco que es una idiotez lo que digo, pues ¿qué significa una imagen más perfecta, mejor? Es nuestra imagen. Vosotros tenéis una imagen del árbol y yo tengo la mía. Y esas dos imágenes nos satisfacen mutuamente, nos permiten reaccionar ante el árbol, tropezar con él, utilizarlo o sumirnos en sublimes contemplaciones estéticas. Es nuestro árbol y eso basta. Y así pienso que este idioma prestado en que escribo, mi mundo sensorial, mis emociones y lo que yo tengo por ideas bastan y sobran para que me comunique con vosotros, para que os cuente de mi vida y de mis emociones más íntimas. Pues os quiero hablar, hablar de mí, de mi patria, de mi niñez y de los sucesos que me trajeron a esta biblioteca.

    En lo que a mi patria respecta daré la situación geográfica evitando los nombres que suelen coincidir con las patrias de los hombres, para no caer en mal–entendidos con el lector; bien porque me atribuya intenciones que me son ajenas, o piense que digo cosas que no pienso, o pienso cosas que no digo, bien porque realmente hay cosas que no quiero decir y que si las dijera podrían ser tergiversadas.

    Aproximadamente mi patria está situada a unos 53° de latitud Norte y cae en las inmediaciones de los 14° de longitud Oeste. Es un puntito de vida de la fauna paleártica a la que pertenezco, en un típico paisaje de morena canchal. Allí, en, una de esas inclinaciones arenosas y pobladas de pinos tengo mi patria.

    Habréis de comprender que la patria como lugar geográfico tenga un significado mucho más distinto para mí que para vosotros, pues desde que pobláis la superficie de la tierra, ésta se ha mantenido más o menos constante, por lo menos en lo que respecta a la distribución de continentes y mares. A fin de cuentas comenzasteis a evolucionar todo lo más a comienzos del Pleistoceno y vuestras mayores catástrofes han sido los glaciales, aunque en rigor, como Homo sapiens, contáis sólo con una tradición de unos 150.000 años. Mi abolengo extiende sus raíces a más pretéritas eras.

    Desgraciadamente se conservan pocos restos fosilizados de nuestros antepasados, ya que nuestros delicados cuerpos protegidos por un finísimo exoesqueleto apenas se prestan a la petrificación. Necesitamos para ello un medio de estructura finísima que proporcione un molde carente de granulaciones, tales como las pizarras originadas por el barro y las cenizas volcánicas, el humus puro, como el carbón de piedra, y el ámbar, producto de las resinas de las coníferas.

    Si bien ya en las remotas edades del Cámbrico, en los comienzos de la era Paleozoica, hará unos seiscientos millones de años, se encuentran señales de los primeros artrópodos y que con toda seguridad los insectos ápteros ancestrales habitaban las playas húmedas y cálidas del Silúrico, y que los insectos alados empiezan a extenderse por los bosques del Carbonífero hace unos trescientos millones de años, los fósiles de hormigas sólo eran conocidos hasta hace poco por el ámbar de los ancestrales bosques de coníferas de los períodos Eoceno y Oligoceno. Nuestros restos más comunes se remontan así a unos cuarenta o cincuenta millones de años. Pero estos restos dan prueba de hormigas completamente desarrolladas como las actuales, no sólo en lo que atañe a su estructura física, sino a su civilización.

    Muchos de vuestros investigadores habían lanzado la hipótesis de que nuestras raíces se hundían más profundamente en la bruma de los tiempos y consideraban modesta la cifra de cincuenta millones de años. Hasta que recientemente se hizo un descubrimiento transcendental en el Norte del continente americano. En la resina fósil hallada en una región que los hombres suelen denominar Nueva Jersey pudieron ser admirados los restos de dos obreras extraordinariamente primitivas, algo así como vuestros antepasados del Neanderthal, sólo que no provienen del Pleistoceno como éstos (o sea, de ayer), sino de fines del Cretáceo. Se trata, digámoslo de una vez, de la Sphecomyrma freyi que vivió hace unos cien millones de años. Quizá seamos más viejas, quizá hayamos vivido ya en el Jurásico, período en el que aparecen los himenópteros, hace unos ciento ochenta millones de años; allí entre diplodocus, estegosauros y brontosaurios. Quizá presenciamos los primeros vuelos indecisos del ave ancestral y asistimos al nacimiento de los pterodáctilos y ramforrincos, de esos asombrosos reptiles voladores que perecieron después junto con los terrestres. Quizá presenciamos la alborada de esas fieras, al igual que fuimos testigos de su ocaso. Como presenciamos vuestro amanecer y vuestra absurda expansión y como presenciaremos quizá vuestra desaparición si es que hacéis uso de vues–tras modernísimas armas, pues he de deciros que somos extraordinariamente resistentes a todo tipo de radiaciones.

    Sea como sea, no quiero exagerar, nuestros restos más antiguos de que se tiene noticia son los del ámbar de fines del Cretáceo.

    Una vez pude contemplar un bloquecillo de ámbar sobre el escritorio del profesor Grieg. En su dorada envoltura se veía a una hormiga llevando cuidadosamente una larva entre sus mandíbulas. Pude comprender la emoción que sentís ante las petrificaciones volcánicas de Pompeya. He visto fotos de un trozo de ámbar del Báltico que encierra a una pareja de hormigas sorprendidas en el abrazo amoroso, y de hormigas dándose mutuamente de comer, y he leído que en la colección de Konigsber se conserva un trozo de resina petrificada con las pequeñas Iridomyrmex Goepperti en el momento de ordeñar a un rebaño de pulgones, y he visto también el dibujo que representa a una hormiga prehistórica en el momento de perecer ante el ataque de una horrorosa araña. Todo esto ocurrió hace muchos millones de años en los bosques del Báltico, de Colorado y Sicilia.

    ¿Y esa patria mía, ese terruño en que llegué a la vida, ese pinar de suelo arenoso en que di mis primeros pasos, qué historia tiene esa tierra mía?

    Hace miles de millones de años, en esas edades remotas que se ocultan en la penumbra de los tiempos; allá cuando la masa incandescente de la tierra había logrado formar esa delgadísima cáscara de huevo que llamamos corteza y empezaba a desarrollarse sobre ella la vida, mi patria estaba sumergida en los mares. Sobre ella, sobre su nada territorial se extendían las aguas de aquellos mares precámbricos de la vida eterna. La muerte era entonces desconocida. Los primeros seres unicelulares se dividían para reproducirse. El individuo mortal no existía, sólo su eterna autoengendración. Y luego, durante el Cámbrico y el Ordoviciense, continuó mi patria cubierta por extensos y cálidos mares superficiales. El clima cálido y húmedo del Silúrico acariciaba ya los primeros signos de vida terrestre en la isla centroeuropea, miriápodos y escorpiones re–corrían sus playas, pero allí donde yo he pasado mi niñez retozaban los calamares. Y tras la pausa del Devónico, en que esa parte fue tierra firme, vuelven las aguas a cubrirla en el Carbonífero inferior y esos mares son la patria de los lirios y los erizos de mar, de los moluscos y las amonitas. A finales de ese período vuelve a ser tierra; por ella se extienden exuberantes pantanos tropicales de variada flora en los que habita un sinfín de insectos y anfibios. Las gigantescas libélulas primitivas sobrevolarían mi patria. Y nuevamente los mares la hunden en las aguas. Se retiran luego las aguas, se enseñorean los desiertos, los bosques se restringen a las cuencas fluviales y a las llanuras cos–teras, emerge un exótico mundo vegetal de juncos y helechos, cicadíneas y coníferas y los dinosaurios se apoderan de él. Y no ha acabado ese nuevo período cuando los mares vuelven y hasta los reptiles cuadrúpedos se ven obligados a adaptarse a la vida marina. Extensos levantamientos señalan el Jurásico, que trae tierra, tierra de clima moderado e inviernos definidos para mi patria. Y sigue ahí la vida hasta el Cretáceo. Pero ha terminado este período cuando los mares vuelven a conquistar la tierra en su extensión para luego irla sumergiendo cada vez más. Mi patria es nuevamente agua. La era Cenozoica la hará tierra. Durante ella vivieron las hormigas ancestrales gozando las cálidas temperaturas del Terciario. En el Oligoceno, de donde se conservan la mayor cantidad de fósiles de hormigas, mi patria sería una parte de ese gran cinturón de bosque caduco templado que se extendía por Eurasia y penetrando por las conexiones terrestres con el continente americano, atravesaba su parte Norte hasta la costa del Atlántico. Más, después de los grandes movimientos orogénicos de fines del Terciario descendió la temperatura en el mundo y llegó la Edad de las grandes glaciaciones.

    Aquella fauna del ámbar, de origen indo–malayo y boreal que construía sus ciudades donde hoy las construyen las de mi raza, sucumbió bajo los hielos. Con ella, sus queridos pinos. Así que mis verdaderos antepasados son de origen norteamericano. Vendrían al final de las glaciaciones, a través del Asia oriental, y se habrán modificado grandemente a lo largo de tan penosa excursión. Primero llegaron formas esteparias y de las tundras, luego habitantes de los bosques como nosotras. Entonces tuvimos que volver a conquistar Eurasia.

    Hoy nos extendemos por el Norte hasta las regiones árticas de Noruega, llegamos por el Oeste hasta la Gran Bretaña, hemos penetrado en los Pirineos al Sur y escalado los Alpes hasta sobrepasar los 2000 metros. Hacia el Este nos extendemos hasta Siberia, alcanzando la península de Kamchatska.

    Hablo de nosotras en general, como Fórmica rufa, como hormiga colorada de los bosques. Todas nos distinguimos por el amor a los bosques de coníferas; mi raza, en particular, por su devoción al pino, a ese árbol espartano que supo vivir allí donde los demás hubiesen muerto.

    Cuando vinieron los hielos del Norte, trayendo las riquezas que venían empujando desde las regiones árticas, dejaron su fértil sedimento, al retirarse, en grandes extensiones que luego se convirtieron en campos de la abundancia, aquellos que los hombres talaron, roturaron y sembraron con las plantas de su agrado; dejaron también montículos, colinas y montes de espléndida fecundidad, cuya irregularidad salvaría luego a los bosques del hacha mortal. Al otro lado de esa región y de esa muralla de riqueza fueron formándose, por efecto de la erosión derrubial, zonas de tierras pobres, dominio de arenales que circundan los valles glaciales. No fue aquí donde clavó sus raíces el pino cuando regresó de su largo destierro impulsando sus semillas por los aires desde las selvas siberianas. El pino, acompañado del abedul, se aposentó en las tierras fértiles. Mas, luego vinieron los robles, los olmos y los tilos, el fresno y el álamo, los arces y el abeto. Y estos árboles atacaron al pino en lo más sensible de su ser, proyectando sus obscuras sombras sobre esa criatura sedienta de luz, verdadero adorador del Sol en nuestras latitudes.

    El pino, sobrio en sus pretensiones, clavó sus profundas y extensas raíces en los arenales para aprovechar lo inaprovechable. Allí fundó su reino indiscutible, por no ser codiciable. Y allí, en esos pinares que gozan ahora del descanso de un período interglaciar, que han visto retirarse a sus enemigos heleros, confinados hoy en zonas aisladas o ridículas masas insulares como las de Groenlandia, y que quizá esperan su vuelta o la vuelta del mar, allí en uno de esos rincones se extiende mi patria.

    Es una nación orgullosa. Se ensancha por una superficie de cerca de veinticinco hectáreas; lo que equivaldría en vosotros, dado nuestro pequeño tamaño, a la de la isla de Cerdeña. Allí se alzan unas setenta ciudades, algunas más principales que otras, con unos cuarenta villorrios en sus inmediaciones. Todas estas ciudades y aldeas están unidas entre sí por una espesa red de caminos que surcan el bosque, y algunas por vías subterráneas. Hay además multitud de vías de comunicación que se adentran por la zona de caza y llegan hasta los árboles en que pastan los rebaños de pulgones. En estas carreteras se levantan a mitad de camino pequeños fuertes que dan albergue a las guarniciones encargadas de proteger a las cazadoras y a las portadoras de miel de ataques imprevistos. La población, contando reinas, individuos alados, obreras, sol–dados y prole, quizá exceda los dos millones de habitantes.

    Tanto las ciudades como las aldeas presentan el mismo aspecto exterior, si bien se diferencian en sus dimensiones. Son castillos en forma de domo cuyas bases tienen unos cuatro metros de diámetro –a veces más, otras mucho menos– y se encuentran, por lo general, sobre viejos tocones. Algunas de estas cúpulas se le–vantan hasta metro y medio del suelo. O sea –vuelta a nuestro tamaño– el Empire State Building no alcanzaría su altura, ni aun con su torre de televisión. Tendríais que colocar la Torre Eiffel sobre la Gran Pirámide de Keops y añadirle la Giralda. Como veis, nosotras hemos inventado también el rascacielos. Aunque nuestros castillos no son excesivamente grandes. He leído que en zonas más frías o en lugares más obscuros pueden sobrepasar los dos metros de altura.

    Esos domos son construidos con muy diversos materiales, como piedrecillas y granitos de arena, palitos y ramillas, yemas de pinos y encinas, hierbecillas, gránulos de resina, madera mohosa, predominando fundamentalmente las ramillas y las pinochas; millones y millones de ramillas y de hojas de pino que los constructores van colocando sabiamente, construyendo pasadizos del espesor de un dedo vuestro y cámaras del tamaño de una nuez, abriendo puertas al exterior y cavando túneles y salas en el tocón que sirve de soporte.

    La capa exterior de ese domo está compuesta por un material finísimo y forma una estructura aislante y protectora. Esa gran cúpula requiere continuo trabajo de mantenimiento, pues hay que renovar sus partes impidiendo que se pudran. Aquí la única solución es airear constantemente y cambiar los materiales viejos por otros nuevos. Las partículas de tierra, la basurilla, los granos de arena, los materiales livianos, en general, son tomados con las mandíbulas y transpor–tados hasta la periferia del domo. Así sólo va quedando en su centro el material bruto que seca rápidamente en caso de que haya estado húmedo. Y también éste es removido continuamente. Gracias a este incesante movimiento de materiales se impide la proliferación de hongos y la descomposición de los nidos.

    Estos domos están situados en lugares protegidos del viento, y de tal manera que reciban la mayor cantidad posible de sol, pues su función es precisamente la de un termostato. Gracias a su altura pueden aprovechar los rayos inclinados del sol de la mañana o de la tarde, que sin la cúpula calentarían las zonas adyacentes. Así que esa gran construcción sirve de acumulador térmico. En los días de gran calor se rebaja su altura y se abren de par en par todas las puertas, y en los días de frío se agranda la cúpula y se cierran todas sus aberturas.

    Este es un verdadero trabajo de Sísifo que tiene por objeto mantener en el interior de la cúpula temperaturas adecuadas para el bienestar de la prole. En general todos los trabajos del pueblo están orientados a darle protección a la indefensa cría. A veces pienso que si vuestros bebés y nuestras larvas y ninfas no fuesen tan indefensos no tendríamos civilización hormigas y hombres.

    El porque la vuestra ha de ser «cultura» y la nuestra «biología» es cosa que ignoro.

    Bajo esa cúpula se encuentra un sistema de cámaras y canales que penetra hasta más de dos metros de profundidad y se extiende bajo la superficie que rodea al domo. Esto explica por qué se os hunde a veces la tierra bajo los pies cuando os acercáis a admirar una de nuestras construcciones, pues no sólo tienen nuestras ciudades puertas de acceso en la cúpula, sino también en los alrededores de ella, y el sistema de galerías y cámaras superiores corre paralelo y cercano a la superficie del suelo.

    Creo poder daros, sin exagerar, una idea de mi nación si os ruego que os representéis una isla como la de Cerdeña, salpicada de gigantescas pirámides cuatro veces más grandes que las de Keops y surcada por anchísimas carreteras y largos caminos con un animado tráfico en todos ellos.

    En cuanto a su longevidad, la desconozco. Los estados de la hormiga colorada grande, de la Fórmica rufa, duran lo que perdura su reina: de unos quince a veinte años. Pero nosotras, la casta pequeña de la hormiga de los bosques, las Fórmica rufa rufchpratensis minor, poseemos miles y miles de reinas. La muerte de una de ellas no nos afecta en absoluto. No arrojamos además a nuestras reinas, como otras especies, a una aventura de fundación incierta, sino que las acogemos de nuevo después de las nupcias.

    Cuando una ciudad se siente fuerte y poderosa, una parte de su población emigra y funda una colonia. Entre ésta y la metrópoli se tiende un ancho camino y se conservan íntimas relaciones de apoyo y defensa mutua. De esta forma van surgiendo esos grandes y vetustos estados de los que mi patria es un ejemplo. ¿Es mi nación secular o milenaria? No lo sé. Si no es destruida por extrañas fuerzas puede ser eterna. Esto, unido a la larga longevidad de sus habitantes, permite que se establezca una tradición y que los pequeños puedan aprender de los mayores. A la experiencia heredada que recibimos con nuestros instintos y a nuestra gran plasticidad y capacidad de aprendizaje se añade así la transmisión de experiencias y la educación por el ejemplo. Esta es una de las muchas cosas que explican nuestra fuerza y la posición hegemónica de que gozamos en el bosque.

    Pues lo más importante en ese Estado no son sus ciudades, sus carreteras y sus fuertes, sino los seres que crearon todo ese esplendor con su trabajo y que lo defendieron con su arrojo. Importantes son sus grandes dotes, su tenacidad, su constancia, su dedicación. Estas no sólo son cualidades de mi raza, sino también de muchas otras especies de hormigas.

    De ahí que fuese verdadera inspiración divina la de Zeus la de transfigurar en hombres a un ejército de hormigas (imagino que serían Messor) para reponerle a su querido hijo Eaco la pérdida de su pueblo arrasado por la peste y ofrecerle súbditos dignos de reyes en el momento en que éste moría de aburrimiento en la isla de Egina. Esos súbditos, los legendarios mirmidones de rápidos corceles, los inventores de los barcos de vela, habrían de emigrar después bajo Peleo al Sur de la brava Tesalia y llegar a ser así los vasallos de su hijo Aquiles. Y esos intrépidos guerreros, los «compañeros amados» de Aquiles, habrían de contribuir no en poco a su fama y a su gloria.

    Pero aquellos eran otros tiempos, tiempos heroicos en los que pesaba el valor personal y no el ciego empuje de las masas. Me imagino que Zeus se conformaría con transformar a un escuadrón de hormigas graneras en bravos guerreros cuyo valor individual decidía la suerte en los combates. Dignos súbditos de su rey, el vencedor de Héctor, quien tantas veces diera prueba de valor en la guerra y a quien sólo la traicionera flecha de un París pudo vencer. Héroes así tenían que inspirar a un Hornero. Si algún dios caprichoso nos convirtiese hoy en humanos supongo que la gran masa de cazadores de esa patria mía sólo serviría de carne de cañón para algún caudillo ambicioso. Para un Napoleón, quizá, quien se jactaba de ofrendar treinta mil hombres en un día como quien despilfarra algunas monedas en una francachela con los amigos.

    Esa es mi nación, imperio de las masas y anfiteatro de magnas construcciones. Suelo de feroces guerreros a quienes un entomólogo vuestro calificó de homologas europeas de las hormigas legionarias de los trópicos, debido a su pasión por la caza y a la desolación que siembran en el mundo de los insectos. Pues si bien mantenemos rebaños y tomamos algunos alimentos vegetales, la dieta de miel la reservamos para los años de las vacas flacas, procurando alimentarnos de carne fresca cuando tenemos la oportunidad de hacer presas. Os daréis cuenta de que el alimentar a tantas miles y miles de hambrientas larvas arroja un problema económico de gran envergadura. Nuestras cazadoras han de estar alertas día y noche para proveer a su Estado de alimentos.

    En esa gran nación, en esa soberbia nación, somos los amos indiscutibles. ¡Guay del pueblo hormiguesco que pretende poner en tela de juicio nuestra soberanía, guay de los cuatreros y de aquellos que osen asentar sus plantas en nuestros dominios! Todos serán aniquilados sin misericordia en esas tierras que sólo a nosotras pertenecen.

    Mas ¡ay!, al igual que vosotros tenéis que compartir vuestras ciudades con infinitas alimañas, tampoco a nosotras nos es dado disfrutar solas los encantos del paisaje y el recogimiento de nuestras ciudades. Miles y miles de huéspedes indeseados y de trúhanes tolerados infestan nuestras ciudades.

    Nuestro problema es parecido al vuestro. Vosotros os expandisteis y modificasteis considerablemente el medio ambiente y les ofrecisteis así de paso mejores condiciones existenciales a innumerables animales, sobre todo a insectos y a algunos mamíferos como la rata.

    Con el surgimiento de vuestras ciudades pudieron florecer otros seres a vuestras expensas. La pulga y el piojo, que ya os venían acompañando desde antaño, encontraron un medio propicio para aglomerarse en vuestras aglomeraciones. Las pestes iniciaron su marcha triunfal. Recordad cómo fue diezmada la Roma Imperial por una de ellas en el siglo II de vuestra Era. Las grandes urbes, vuestro hacinamiento y el almacenaje de víveres fueron vuestra perdición.

    Y así nosotras. Al surgir las grandes aglomeraciones hormiguescas, con sus ciudades y sus inmensas posibilidades alimenticias, muchos parásitos y gorro–nes se establecieron en ellas, bien porque buscasen alivio al hambre o protección contra la intemperie.

    En las cúpulas de nuestras ciudades suele habitar la cetonia dorada. Ese escarabajo de color verde dorado es tan duro y liso que siempre se nos escapa de entre las mandíbulas y hemos de resignarnos a tenerlo de huésped. Pero es su larva la que nos ocasiona disgustos bastantes serios. Esta larva arroja cuando la atacamos unos aceites etéreos que tienen la propiedad de narcotizarnos. Así que tanto la larva como el imago resultan intocables. La larva no es agresiva; se esconde más bien rápidamente a la menor señal de peligro. Pero tiene la fea costumbre de alimentarse de madera mohosa y de restos de plantas podridas, es decir, de los materiales vegetales que componen la cúpula, que debido a esa glotona larva empieza a pudrirse. Cuando forma plagas nos vemos obligados a abandonar los nidos. Pero lo peor es el daño indirecto que nos ocasiona, pues en el invierno los zorros, los tejones y los jabalíes hozan descaradamente en nuestras cúpulas para regalar a su paladar con esa larva gordita que les ha de saber a las mil maravillas.

    Otro de los coleópteros de costumbres más singulares que viven a nuestras expensas es el estafilínido Átemeles pubicolis, un parásito depredador indecente de la cabeza a los pies. En invierno se busca un nido de la Myrmica rubra y acaricia tiernamente a esas hormigas con sus antenas hasta conquistar sus favores. En la parte dorsal del abdomen tiene unos tricomas por los que segrega un líquido muy apreciado por las hormigas. Como recompensa por sus adulaciones y el líquido que segrega este zángano es alimentado como una larva, o sea, las hormigas le introducen en la boca las gotas de jugos sin que el Átemeles haya de molestarse en chuparlas.

    Después del apareamiento en primavera dejan los Átemeles la compañía de la Myrmica y se vienen a nuestras ciudades. En ellas es recogido, alimentado, en ellas pone larvas (pues los huevos de estos seres crecen en el vientre de su madre), y estas larvas gozan de los mismos cuidados maternales que las nuestras. Y en recompensa a nuestra hospitalidad las larvas comienzan comiéndose nuestros huevos y después se alimentan de nuestras larvas y ninfas. Y esto porque nuestras nodrizas no logran distinguir las larvas del Átemeles de las propias. Afortunadamente cuando hilan su capullo firman su propia sentencia de muerte, pues entre los cuidados se encuentra llevar a las ninfas a zonas secas y cálidas, generalmente en las partes superiores de las cúpulas; y precisamente son éstas las condiciones contrarias a las que requieren los Átemeles. El calor y la falta de humedad ocasionan su muerte.

    Este truco del Átemeles de ofrecernos secreciones gustosas se encuentra muy difundido entre muchos coleópteros y lepidópteros que pululan en nuestras ciudades. Uno de los casos más notables no se da, afortunadamente, entre nosotras, sino en los pueblos de la esclavista Fórmica sanguínea. En sus ciudades habita un pequeño coleóptero del género Lomechusa cuyas larvas realizan iguales o mayores estragos entre la prole que las de los Átemeles. Su fin suele ser también parecido al de éstas, aunque quizá más siniestro. Las nodrizas sanguíneas colocan a sus larvas crecidas en cavidades que cubren con tierra para que éstas tengan puntos de apoyo para hilar el capullo. Luego las desentierran para colocarlas en lugares cálidos y secos. Pues bien, el delicado capullo de las ninfas Lomechusa no resiste este constante mover y remover, en–terrar y desenterrar, y acaba por romperse. La larva sale y es vuelta a enterrar para que hile su capullo nuevamente. Al fin se debilita tanto que ni siquiera lle–ga a convertirse en ninfa.

    Pero lo más curioso de este caso es que las secreciones que lamen las sanguíneas del escarabajo no son alimenticias, sino tóxicas y estimulantes. Sus efectos no son similares al café y al té vuestros, sino más bien al alcohol, la marihuana y otras drogas. Digámoslo de una vez: las sanguíneas se pegan borracheras formi–dables lamiendo los tricomas del estaglinido. Wasmann y Forel se vieron obligados a comparar la conducta de las sanguíneas con la de alcohólicos y opiómanos. Las sanguíneas atienden a las Lomechusa a cuerpo de rey, rindiéndoles los mismos honores que a su soberana, y se entregan de tal manera al vicio que llegan a descuidar a la prole. Comienzan a nacer seres afeados por horripilantes jorobas. Algunos pueblos de sanguíneas alcanzan límites tan inauditos de depravación que esas sodomitas hormiguescas acaban por perecer no ya bajo el fuego divino, sino por su propio abandono. No comprendo como un sabio tan respetable como Wasmann pudiese tener tanto cariño a esos rojos y borrachos traficantes de esclavos. Aunque tanto él como Forel aseguran que son seres dotados de grandes cualidades psíquicas. En fin, donde hay grandes virtudes hay también grandes defectos. Algo he de reconocer; y es que el simple hecho de hacer uso –o abuso– de droga implica un alto grado de civilización, o, al menos, los primeros pasos hacia ella. Tengo entendido que vuestras tribus más primitivas desconocen no sólo las drogas, sino hasta los estimulantes más comunes y las infusiones más vulgares. Nuestras sanguíneas se encontrarían así, en lo que respecta a las drogas, si bien por debajo de los hippies, muy por encima de los botocudos del Brasil, de los negritos de las islas Andamán, de los pigmeos de las selvas congolesas, de los fueguinos o de los weddas de las junglas de Ceilán.

    Otro de los escarabajos que nos azotan con sus fechorías es la Clynthra quadripunctata de la familia de los crisomélidos. Se llama así porque sus élitros de un amarillo anaranjado están adornados por cuatro puntos negros. Este animal es sin duda el más grande de los picaros.

    En la primavera se le ve merodear por nuestras ciudades. A veces se encarama a la rama de un arbusto situado sobre un nido y pone un huevo al que protege con un caparazón de excrementos y que deja caer en las cercanías de la cúpula. El pícaro construye el caparazón en forma de pina, y las hormigas lo cogen y lo transportan al nido para utilizarlo como material de construcción. Como incautos troyanos han introducido en la ciudad su caballo de madera.

    Cuando sale la larva, digna hija de su madre, se construye un caparazón de superficie rugosa con todo el aspecto de un trozo de corteza hueca. En él se es–conde, para salir, burlando la vigilancia de las nodrizas, a devorar huevos, larvas y ninfas. A veces ocurre que las incautas nodrizas colocan los huevos en la abertura de su caparazón, poniéndoles así la comida en la boca.

    No todos los animales que viven en nuestras ciudades nos son perjudiciales; algunos nos benefician. El escarabajo Diñar da maerkeli se alimenta de desperdi–cios, restos de alimentos y cadáveres de hormigas. Es como vuestras aves de carroña y nos presta un gran servicio sanitario. Se alimenta también de ácaros, cuyas propiedades desagradables conocéis de sobra. Uno de ellos es la garrapata. Los ácaros parásitos de las hormigas taladran sus tegumentos y chupan los jugos de sus cuerpos.

    En general, los parásitos llegarían a constituir un serio problema a no ser por el incansable trabajo de limpieza que realizamos en nuestras ciudades. Todo cuanto es extraño a ellas es arrojado al exterior y amontonado en los basureros municipales.

    Viven también en nuestras ciudades un sinfín de animales inofensivos que se pasean por ellas como los perros y los gatos por las vuestras. Larvas de moscas, ciempiés, arañas, etc. Son seres que buscan únicamente protección, calor, humedad y restos de alimentos.

    A veces se aposenta en nuestras ciudades la hormiga ladrona Solenopsis fugax, tendiendo su red de estrechísimos canales, y no falta la diminuta hormiga huésped Formicoxenus nitidulus. Esta forma pequeñas colonias de un centenar de individuos que anidan en pequeños escondrijos dentro de nuestra cúpula y nos salen al paso de cuando en cuando para mendigar algo de comida. Son seres algo gitanos que a veces abandonan el nido y desaparecen para siempre.

    Otras veces nos siguen hasta en caso de mudanza, llevando de las espaldas a la reina, a los alados y a las remolonas y acarreando la prole en sus mandíbulas.

    No podéis imaginaros lo que siento al escribir estas líneas. Trato de ser lo más objetiva posible, y mi corazón se desgarra al recordar la patria querida, donde nací en un hermoso día de otoño, hace ya algunos años. Si bien por medios que luego os contaré he logrado prolongar considerablemente los días de mi vida, no por eso olvido que nosotras, las obreras, tenemos una esperanza promedio de vida de unos dos años, pudiendo alcanzar cuatro o más. Habréis de imagi–naros, pese a vuestra gran longevidad que soy vieja y que pronto habré de abandonar esta vida. Quizá la vejez me vuelva sentimental y propensa a enternecerme con recuerdos de cosas que entonces quise abandonar y de hechos de los que procuraré alejarme.

    La Naturaleza, pese a su gran fantasía y fecundidad para producir formas variadas, ama los grandes números. Cuando ha producido un nuevo ser parece quedar tan satisfecha de sí misma, tan ufana, tan prendida de su propia obra, que lo reproduce hasta la saciedad. Quizá por eso desaparecen formas vegetales y las arrasa de la faz de la tierra. No produce un colibrí, sino millones y millones de colibríes que repite durante millones y millones de años. Y todos han de ser iguales, tener el mismo color, los mismos hábitos, igual conducta. En sus escasos momentos de magnanimidad permite mínimas diferencias. Una rosa sale más hermosa que otra, unas frambuesas más jugosas, un ruiseñor más parlero, un mono más astuto, una hormiga Messor deja caer los granos de la mata en vez de bajar tontamente cargada con ellos como la mayoría de sus compañeras.

    Vosotros pareceréis ser sus hijos predilectos. Con vosotros se permite más libertades. Un buen día os regala un Hornero, otro un Dante, de vez en cuando un Réamur o un Stravinsky. Y lo más maravilloso es que esas diferencias que os regala son entendidas y veneradas por el resto de los primates llamados hom–bres.

    Conmigo la Naturaleza se mostró perversa o demasiado magnánima. Me creó distinta, pero demasiado distinta. Nací dotada de una gran inteligencia, pero tan grande que no encontró comprensión, ni siquiera la capacidad de comunicarse. En mis momentos de amargo sarcasmo me digo que soy un chiste de la Naturaleza. Un chiste cruel, pues no me despojó de ese puñado de instintos ancestrales que me hacen sentir como mis iguales, amar las cosas que ellos aman, odiar lo que ellos odian y sentir placer con ellos y disgusto con ellos. ¿De qué me sirve la razón que me eleva sólo porque las rebaja a ellas, que me hace despreciarlas queriéndolas y que me obliga a alejarme de lo que quisiera tener cerca de mí?

    Nací con la última mirada, cuando ya las reinas habían dejado de poner sus huevos. De mi primera niñez, de la larva, no recuerdo absolutamente nada. Era un ser sin extremidades, antenas ni ojos, con boca poco desarrollada por la que introducían mis nodrizas jugos de sus buches, trocitos cuidadosamente masticados de las carnes blandas de los insectos y secreciones de sus glándulas labiales.

    Luego tejería inconscientemente mi capullo y dormiría el dulce y agitado sueño de la metamorfosis. Envuelta en mi sedosa prisión me convertiría de ninfa en imago. Al igual que vosotros en el vientre materno, realicé yo en el capullo obras maravillosas sin la menor conciencia de ello. Mis primeras impresiones provienen de ahí. Me encontré un buen día con unos impulsos irrefrenables de partir para lo desconocido, con una nostalgia inmensa de algo inefable, con la conciencia de estar aprisionada, aun cuando desconocía la libertad, y comencé a forcejear, a tratar de deshacerme de mi cárcel. Fueron momentos de verdadera angustia. Todos mis esfuerzos resultaron inútiles.

    No somos como las hormigas primitivas que pueden salir solas del capullo. Necesitamos la ayuda de las niñeras. Más éstas no reciben ninguna señal que les indique cuándo tienen que rasgar el capullo. Calculan el tiempo de evolución pupal con cierta aproximación. A veces abren el capullo antes de tiempo y algunas ninfas han de yacer desnudas y acabar su desarrollo de este modo. Otras veces se retrasan. En mi caso se retrasaron. Dos días y dos noches padecí los horrores de la claustrofobia. ¡Cómo me gustaría poderle exponer este caso a alguno de vuestros psiquíatras!, pues no hay duda de que esta triste experiencia ha tenido que dejar huella en mí y quizá esto implique algunas de mis angustias y muchos de mis temores.

    Por fin, a los dos días se presentó una robusta comadrona, tomó el capullo entre sus patas y dio un corte con gran habilidad, pues mucha se necesita para no herirme, ya que no me quedaba quieta ni un instante. La comadrona abrió el capullo y me ayudó a salir de él. Luego me liberó de la fina piel de ninfa que me envolvía y me cubrió de caricias y mimos. Me lavó a conciencia pasándome la lengua por todo el cuerpo y me dio de comer. Así estuve quieta durante un buen rato, sintiendo los deleites de sus mimos.

    Era yo un ser pálido, de color amarillento casi blanquecino, pues como todos los pequeñuelos mi exoesqueleto no había endurecido aún y cobrado su color natu–ral. Pero, como todos los pequeñuelos era inmensamente curiosa; no cabía en mí de gozo por el hecho de vivir y quería explorarlo todo. Me alejé de mi coma–drona con una carrera alocada, sin poner las patas delanteras sobre el suelo y sin saber si corría o brincaba. La verdad es que tropezaba y que caí al suelo muchas veces. En una de ellas sentí las mandíbulas de mi comadrona que me apretaban suave, pero firmemente y me vi conducida y depositada en una cámara repleta de seres pálidos como yo. Las había muy inquietas y atrevidas, pero yo era la más inquieta de todas. ¡Cuántos regaños me ocasionó esto! ¡Cuánto di que hacer a las nodrizas! Siempre me escapaba dando tumbos y siempre era conducida de vuelta. En una ocasión logré salir al exterior.

    ¡Qué de sensaciones maravillosas y fascinantes! Experimenté por primera vez el embeleso de los colores y las formas iluminadas. Vi los pinos, los adorados pinos, altos, hermosos, algo desgarbados como profesores distraídos. Vi a las cazadoras llegando con animales enormes, extraños, horribles, como monstruos. Vi a las constructoras en su constante ajetreo en la cúpula, moviendo con facilidad vigas gigantescas. Los adultos pasaban rápidamente por mi lado sin prestarme la más mínima atención. Bajé, o mejor dicho, rodé por la cúpula hasta el suelo y me incorporé a un grupo de cazadoras que marchaban por la carretera con ánimo de internarse en el bosque. Hasta que una de ellas, quizá una exnodriza que llevaba poco tiempo en el servicio de afuera, notó mi presencia, me tomó con sus mandíbulas y me llevó de vuelta a la cámara donde me encargó al cuidado de las niñeras. Con esta y otras aventuras pasé los cinco días que tardamos en desarrollarnos por completo.

    Era un hermoso ejemplar de casi nueve milímetros de largo, de cabeza algo cuadrada en la que resaltaban mis grandes ojos laterales y los tres ocelos frontales. El pardo negruzco de mi frente y coronilla hacía brillar más aún el pardo carmesí de mi cabeza. Hoy ya estoy vieja y mis colores son más obscuros y opacos. El color de la cabeza se repite en nuestras piernas y en el tórax, donde es interrumpido por una mancha borrosa y obscura en el dorso. Esta mancha grande es el distintivo de mi raza, de la Fórmica rufa Rufo–pratensis miñor. Las variedades más grandes como la Fórmica rufa, sólo tienen una pequeña manchita. Su abdomen es negro al igual que el nuestro. El primer segmento del abdomen (gáster, más propiamente en nuestro caso, pues como en todos los Apocrita el abdomen ha perdido su segmento anterior que se ha fusionado al tórax) forma un pecíolo que lleva una protección dorsal, una escama erguida, distintivo de la subfamilia Formicinae, lo que nos diferencia, por ejemplo, de las Myrmicinae cuyo pecíolo hace una especie de nudo.

    En general, creo que tenemos un aspecto bastante aceptable y robusto. ¿No sé a quién se le ocurrió llamarnos una vez Fórmica lugubris? La verdad es que nos han puesto una buena cantidad de motes vuestros mirmecólogos y que nos los seguirán poniendo, pues todavía no han logrado llegar a un acuerdo en lo to–cante a nuestra clasificación. Se nos llama Fórmica rufa a secas o Fórmica polyctena. Se nos ha llamado Fórmica truncorum, Fórmica nigricans. Fórmica obsoleta, ferrugínea, dorsata y algunas cuantas cosas más. En cuanto a la clasificación actual, es tan hipotética y se basa en caracteres tan endebles y variados que prefiero que me llaméis de momento hormiga colorada de los bosques o Fórmica rufa a secas.

    Cuando mis nodrizas me dejaron en paz pude pasearme a mis antojos por el nido (cosa extraña, entonces ya no tenía deseos de salir de él) y tomar conoci–miento de mis semejantes. Para esa época del año no había miembros alados, es decir, machos o reinas vírgenes, y mi pueblo se componía sólo de obreras –grandes como yo, medianas y pequeñas– y de reinas madres. La constitución de las últimas es, en general, más robusta, son más grandes. El tórax es abultado, recordando los tiempos en que soportaron el par de alas parduscas con venas azul claro. Sus vientres son verdaderamente voluminosos, gordos y relucientes.

    Las reinas, libres de los deberes de la maternidad, se paseaban perezosamente seguidas de sus séquitos, y a veces hasta se dignaban intervenir brevemente en algunos trabajos. Me gustaba acercarme a ellas y aspirar su olor; recuerdo que esto me fortalecía. Luego supe que el olor que despiden las reinas estimula en las obreras de su séquito la producción de una sustancia altamente nutritiva que le otorgan a la reina. No sé por qué, pero a mí me gustaba consumir yo misma esa sustancia. Creo que siempre he sido una gran egoísta. Es así como logré prolongar mi vicia, aunque de paso aumenté mi fertilidad y ciertos apetitos sexuales que no manifiesta el común de las obreras.

    En lo que respecta a las reinas quiero explicaros qué diferencia fundamentalmente a las diversas razas de la Fórmica rufa.

    Los pueblos de las hormigas mayores son monoginos, es decir, tienen una sola reina, y los de tamaño menor son poliginos.

    La llamada Fórmica rufa rufa tiene una sola reina que funda un Estado apoderándose de una pequeña colonia de Fórmica fusca y asesinando a su soberana. Esta pobre reina pone hasta trescientos huevos por día; las nuestras un máximo de diez. Pero, pese a la gran fertilidad de su reina, esos pueblos no son tan numerosos como los nuestros. No llegan a fundar nidos secundarios y se caracterizan por su intolerancia y agresividad. Si se fundan dos pueblos de rufa rufa uno cerca del otro, se declararán la guerra, mientras que nosotras nos toleramos relativamente bien. El que las obreras de las rufa rufa sean más grandes que nosotras, las Rufo–pratensis, no es cosa del otro mundo, pues ya que sólo tienen una reina que mantener es más probable que las larvas reciban de las obreras las sustancias especiales altamente nutritivas sobre las cuales las rei–nas siempre tienen preferencia.

    Las Rufo–pratensis tenemos varias reinas, como ya os he dicho, formamos grandes colonias compuestas por varios nidos que mantienen relaciones amistosas entre sí, no fundamos sobre el dolor de otro pueblo y somos algo más pequeñas de tamaño (en promedio, claro está; yo soy tan grande que una rufa rufa). Entre nosotras se ha tratado de distinguir entre mayores y menores, entre razas de pino y razas de abeto, entre hormigas de los bosques de suelo arenoso y de suelo de musgo y liquen y hasta hay una Fórmica minor pratensoides, pero, en fin, esto es como si buscáis las diferencias existentes entre un italiano y un francés. Os meteríais en un complicado análisis estadístico del tamaño de las narices que a nada conduciría.

    La verdad es que tengo la detestable costumbre de la polémica. Quería hablaros del primer otoño de mi vida y me he puesto a desvariar. Se dice que la Fórmica rufa Rufo–pratensis mayor tiene unas veinte reinas y que nosotras, las minor, hasta cinco mil. Cerremos el capítulo con tal aclaración.

    Fue una gran dicha nacer en otoño. Es ésta una temporada preciosa en el hormiguero. En el otoño las reinas han suspendido su actividad reproductora, salen las últimas hormigas de sus capullos y el pueblo adquiere un momento de respiro. En el interior del nido la vida suspende su agitado ritmo y centenares de miles de hormigas encuentran descanso. En el interior del nido las tareas se reducen a la limpieza, a la constante sanidad profiláctica. Todo cuanto pueda ser fuente de enfermedades sigue siendo sacado afuera. Restos de comida, madera podrida y húmeda, insectos muertos, restos de los caparazones de quitina de las presas devoradas, cadáveres de compañeras, capullos vacíos, parásitos indeseables: todo es transportado a los enormes basureros que se encuentran a cierta distancia del hormiguero. Otros pueblos, más puntillosos que el nuestro, mantienen un lugar fijo para la basura y otro para los cadáveres. Así surgen los llamados «cementerios de las hormigas», que tantas lágrimas han hecho correr a algunos de vuestros espíritus sensibles que quisieron ver en ellos verdaderos camposantos; tampoco faltó quien describiera un entierro con procesión y duelo. Ya Plinio el Viejo afirmaba que las hormigas, aparte de los hombres, son los únicos animales que entierran a sus muertos. Confieso que la equivocación de este gran naturalista me conmueve por el amor que encierra, pero la verdad es más cruda: cuanto pueda ser perjudicial es arrojado al exterior. Los objetos grandes intransportables son enterrados en el propio nido.

    En el exterior, las cazadoras y las pastoras continúan incansables su labor, pero sin apresuramientos, pues ya no se trata de alimentar a miles de bocas in–saciables, sino de llenar los propios buches, aprovisionándose así de reservas para el invierno; temporada en la cual las hormigas reducen sus necesidades a un mínimo verdaderamente insignificante. Lentamente puede notarse cómo los vientres de las hormigas se van abultando. Poco a poco se tornan cada día más perezosas y aumenta el número de las que se solean indolentemente en los días despejados. Las constructoras despliegan una febril actividad para elevar aún más la cúpula y darle los últimos retoques, reforzándola con piedrecillas para que quede en condiciones de soportar las inclemencias del invierno. Satisfechas de su obra, se pasean a placer, llenan sus vientres y procuran disfrutar lo más posible de los últimos rayos del sol otoñal.

    Aumenta como he dicho, el número de desocupadas, que no es tan pequeño por lo general como os imagináis. Pues la vida en el interior del nido, pese a sus enormes trabajos, permite a sus habitantes dedicarle muchas horas al reposo. Como sólo veis hormigas trabajando os creéis que todas las hormigas trabajan incansablemente hasta la muerte. Esto no es cierto. La vida no está tan repleta de trabajos para el individuo. Este tiene tiempo suficiente para solazarse a su gusto. O durmiendo en alguna galería obscura o echando la siesta al sol. A veces es mayor el número de hormigas que descansan que el de las que trabajan. Tenemos como vosotros una tendencia a la comodidad. Si alguno de vosotros con la intención de perjudicarnos, nos coloca una lámina de cartón embreado encima del nido (tal como ocurrió en el verano de 1898, según cuenta Wasmann, quien vio un nido de Fórmica truncicola cubierto por un cartón de asfalto), esto nos permite aprovechar sus propiedades aislantes y receptivas de calor para no tener que aumentar nuestra cúpula. Hay hormigas que trazan caminos con huellas de olor, y otras que los aprovechan para ahorrarse la construcción de caminos, como es el caso de las Colobopsis, que se deslizan con precaución por las pistas de las Crematogasíer.

    Los primeros investigadores que estudiaron los hábitos de las Messor quedaron estupefactos al no poder descifrar el misterio de la elaboración del pan y de la utilización de los granos. Como nos informa Goetsch, ellos mismos fueron los culpables porque ofrecieron a sus hormigas graneras tantas y sabrosas golosinas, como carne y miel, que les ahorraron los duros trabajos de la trituración del grano.

    No obstante, pese a su tendencia a la holganza, la hormiga tiene un elevado sentido del deber y se ve impelida a ejecutar las tareas que son necesarias para el bienestar de la comunidad. En el otoño, éstas se reducen a un mínimo, y la hormiga lo aprovecha para su merecido descanso.

    Así que vine al mundo en una temporada dichosa en la cual los gustos por los placeres individuales predomina sobre el ciego deber y el sometimiento a las necesidades estatales. Quizá esto contribuyó un poco a reforzar en mí la exaltada individualidad que pareció señalarse ya durante mis primeros pasos.

    Después de haber recorrido los laberintos subterráneos de mi ciudad, y cuando me sentía más segura de mis piernas, me lancé gozosa al mundo exterior. Realicé numerosas visitas a las ciudades vecinas y vi con regocijo que por doquier era bien acogida y que en todas partes me prodigaban caricias y me ofrecían golosinas. A veces mi vientre se llenaba tanto que apenas podía moverme, y procuraba repartir lo más pronto posible lo recibido entre otras compañeras. Di largos y tendidos paseos por el bosque, retozando a placer por las anchas carreteras y subiéndome a cuanto arbusto o hierba encontraba. Le tomé el gusto a trepar por las enormes placas parduscas de corcho en la corteza de los pinos, encaramándome por esos montículos verticales hasta alcanzar las escamosas alturas. ¡Pinos de mis sueños, que me permitíais tocar el cielo, qué aventura encaramarme a ellos! Desde sus alturas columbraba los confines de mi patria. En sus ramas pude contemplar por vez primera las labores del ordeño y beber directamente de los pulgones sus divinas gotas.

    ¡Qué fuente de diversiones era el pino para mi temperamento inquieto! Cuando me cansaba de corretear por sus ramas y de acariciar a los pulgones bajaba en loca carrera por su corteza, y antes de llegar al suelo, a veces desde gran altura, me dejaba caer por los aires y aterrizaba blandamente en la arena o en el liquen.

    En ese pinar de mi juventud descubrí un paraíso encantado de sabores. Probé la resina y la sabia de los abedules. ¡Oh, si supieseis lo bien que sabe la savia de los abedules! Daba grandes caminatas hasta lo alto de una colina para tomar el jugo de los fresnos, del arraclán de la haya y de la encina. ¡La encina, qué admiración le cobré a ese rey del bosque!, a ese gigante ambicioso cuyas garras parecen querer acaparar sin concierto cuanto le rodea. Horizontal en sus preten–siones, pese a su gran altura.

    Tuve una encina amiga de quien me encariñé, más hube de dejar de frecuentarla, pues era un lugar de perdición. Sus flujos mucosos, especialmente en otoño, entran en fermentación y producen una bebida alcohólica –deliciosa, por cierto, he de confesarlo– que atrae a numerosos insectos del bosque. De entre ellos los más asiduos parecen ser los ciervos volantes. Cómo me regocijaba ver a estos escarabajos caer ebrios al suelo, donde hacían ridículos esfuerzos por mantenerse firmes sobre las patas, ejecutando eses y zetas hasta caer en uno de sus tumbos sorprendidos por profundo sueño.

    Mi patria es un pinar de suelo arenoso y salpicado de liquen y brezales, un lugar austero y severo, pero esa austeridad me hacía apreciar aún más sus dones. No faltaban el enebro y arándano que me regalaban sus riquísimas bayas, y no muy lejos de mi ciudad natal se encontraba un zarzal que me ofrecía sus frutos; y al néctar de la zarzamora pude añadir en ese otoño también el zumo celestial de las frambuesas.

    Fueron días de verdadero delirio. La vida toda me sorprendía. Todo me cautivaba. Sentía una gran alegría de vivir; simplemente de vivir, de estar ahí, sobre la Tierra, y de disfrutar los goces primarios. Los días de sol me exaltaban y la sinfonía en gris de los nublados me enloquecía de placer. Estos días tienen para mí un encanto muy singular, pues tengo una predilección por los paisajes suaves, difusos, de tonalidades con contrastes serenos y no bruscos, por aquellos paisajes que parecen cubiertos por una gasa de tul, como diría Bécquer. Mi modo de percibir la luz refuerza esta impresión delicada de los días grises. El follaje no es para nosotras verde, sino de un gris difuso, casi incoloro, con pálidos reflejos amarillos apenas perceptibles. Si a eso le añadís que las formas son para nosotras algo borrosas, como compuestas por manchitas punteadas de pintura, podréis imaginaros cómo veía a mi patria en los nublados días del otoño.

    No todo fue risueño en los primeros días de mi vida. Orgullosa como estaba de mi nación quedé un día petrificada de espanto al notar por vez primera que teníamos enemigos. Estando tomando el sol sobre la cúpula de un pueblecito vecino a mi ciudad natal alcé la vista y vi a algunas de mis amadas compañeras ahorcadas de los árboles. Sus cadáveres se balanceaban horrorosamente sobre mi cabeza. Creí que el mundo se me venía encima y fui presa del dolor y la desesperación. Sobre el orgulloso castillo, sobre miles de intrépidas cazadoras se asesinaba impunemente. El malhechor era la araña Dipoena tristis. Esta pequeña y taimada asesina vive en las ramas de los pinos jóvenes, eligiendo aquellos en que las hormigas, especialmente de nuestra raza, tienen sus rebaños. Caza a lazo como los cuatreros. Cuando una hormiga se enreda en una telaraña, la Dipoena tristis arroja su lazo con aciaga habilidad, la sujeta y le inyecta veneno. Luego la deja colgando, mecida por los vientos, y la va chupando los jugos del cuerpo.

    En los alrededores de una ciudad principal observé otro día los trajines de la taimada hormiga león. Esta larva sedienta de sangre excava un cono en la arena y se entierra en su fondo asomando apenas sus mandíbulas en forma de garfios provistas de seis ocelos en ambas puntas. Algunas de mis hermanas que había resbalado por los bordes de estos conos y rodado por sus movedizas paredes mostraban al sol sus cuerpos secos.

    Algunas de estas larvas son tan desvergonzadas que construyen sus madrigueras pegadas a nuestras ciudades. Algunas pagan con sus vidas esta osadía. Muy pocas, desgraciadamente, pues sus inmundos cuerpos terrosos se confunden con la tierra.

    ¡Qué muerte tan espantosa ha de ser caer en el infierno resbaladizo de su cueva! La hormiga que penetra en él trata inútilmente de escalar sus paredes, mientras la larva arroja granizadas de arena para que se deslice de nuevo. Luego es adormecida por el poderoso veneno de la larva que le chupa las entrañas.

    El mundo comenzaba a mostrarme sus horrores. Luego vi que teníamos enemigos también entre las aves y los mamíferos.

    Entre los pájaros nuestro más cruel enemigo, aunque no el más temible, es el estornino. Este pájaro, que Dios confunda, tiene la costumbre de posarse en nuestros nidos y restregarse contra ellos revoloteando las alas como si estuviese chapoteando en cualquier charco inmundo. Destruye así en pocos momentos el fruto de muchas horas de pesado trabajo. No contento con esto nos incluye en su dieta. Una vez vi a ese monstruo antidiluviano, pues peores no han debido ser los Pterodáctilos, masacrando a unas hormigas. Las tomaba con el pico y las restregaba contra su plumaje. Mis pobres hermanas se defendían arrojando veneno y se preparaban de este modo a sí mismas cono bocado para el monstruo alado. Desde entonces, cada vez que percibo el brillo metálico de su plumaje, aunque sea a través de las ventanas de esta biblioteca me echo a temblar. En realidad, nuestros más temibles enemigos entre los pájaros son los picamaderos. Estos bichos parecen alimentarse casi exclusivamente de hormigas, a juzgar por los estragos que causan en nuestras ciudades. Lo peor de todo es que nuestros venenos le son completamente indiferentes, quizá lo consideran como un sabroso condimento. Sus larguísimas lenguas pegajosas son una verdadera pesadilla. El maldito pico negro, por ejemplo, no se conforma con menos de mil hormigas por día. El pico manchado parece ser más modesto; mantiene una comedida dieta de hormigas que suele agrandar enormemente en mayo y septiembre.

    Con el fin de calmar su insaciable apetito, el pájaro carpintero abre horrendos agujeros en nuestros domos. Grandes como un puño vuestro y en los que po–dríais introducir el brazo. Durante la temporada de trabajo tapamos rápidamente estos agujeros, pero en el invierno, cuando parece alimentarse casi exclusivamente de hormigas, los daños que nos ocasiona pueden poner en peligro la misma existencia del Estado. El pájaro carpintero, pájaro zapador lo llamaría yo, cava sus hoyos en el invierno, y las hormigas, al sentir el extraño ataque, despiertan de su letargo y se lanzan valientemente en defensa de su patria pegándose ellas mismas en la asquerosa lengua del bicho. Otras salen en pos del agresor y mueren congeladas. Es triste ver después en la primavera esas negras bocas de cañón taladradas en la cúpula, rodeadas por los cadáveres de las heroínas de la Nación.

    Entre los mamíferos tenemos también enemigos. Ya señalé al tejón, al jabalí y al zorro, los que buscan larvas de escarabajos en nuestros domos. El daño consiste en que nos perturban el sistema de regulación de la temperatura. No les puedo reprochar del todo, pues hasta los sibaritas romanos descubrieron el agradable sabor y exquisito aroma de ciertas larvas. El gran Fabre, tras haber desempolvado una receta del mundo clásico, se complacía en preparar a sus amigos un exquisito manjar, friendo las suculentas larvas de Ergate faber. Fabre mismo dice que son jugosas, blandas y sabrosas, que saben a almendra tostada y despiden un delicado aroma como de vainilla. Pero esta golosina de dioses, este manjar de emperadores romanos, digno de ser saboreado por un Fabre, no le está reservado a los jabalíes, sino a la inmunda lengua del picamaderos, pues estas larvas excavan sus galerías en la madera de los pinos en los que el pájaro abre también profundas heridas, como las abre igualmente en estos y otros árboles para alcanzar las galerías talladas por la hormiga carpintera. Sólo el azulejo parece sacar algún provecho de la incansable actividad destructora de ese azote de los bosques, pues utiliza los huecos que deja en los árboles como morada.

    Otros mamíferos que nos ocasionan algunos daños con sus travesuras son los ratoncillos del monte que espigan nuestros nidos rebuscando semillas. Y es que las semillas, o mejor dicho, los apéndices oleosos de muchas clases de ellas nos encantan sobremanera. Comemos sus sápidos apéndices, bien en mitad del campo, en medio de una marcha, dejando caer luego las semillas en cualquier parte; bien en el nido, sacando luego las semillas al exterior. Como quiera que sea, las esparcimos y contribuimos así, sin saberlo, a la dispersión de la flora, pues esos ricos manjares de las semillas sólo están en ellas para que los comamos y sirvamos de sembradoras, ya que no perjudicamos en nada la fertilidad de las mismas. Algunas, desgraciadamente, permanecen olvidadas en la cúpula para regocijo de los ratones en el invierno y a finales del verano.

    También tenemos enemigos entre los reptiles y batracios, como los luciones, los lagartos y los sapos, cuyas costumbres insectívoras son proverbiales. Pero de todos los animales, ninguno tan temido como el hombre, el único que destruye nuestros nidos por placer, y, en verdad, con una sistematicidad y una pasión dignas de todo encomio.

    No quiero generalizar aquí y condenar a todos los hombres; que hay muy honrosas excepciones. El joven Werther se quejaba amargamente al narrar sus cuitas: «...uno solo de tus pasos derriba la penosa obra de las hormigas y hunde a todo un pequeño mundo en una tumba ignominiosa».

    En su insensatez los hombres, aparte de solazarse con el derrumbe de nuestros castillos, nos han utilizado y utilizan para mezquinos fines. Dan nuestras ninfas a los pájaros que encierran en jaulas y engordan con ellas a los faisanes condenados a muerte. Campesinos hay que utilizan el material de nuestros nidos para echarle una cama de paja a sus establos. Destilando nuestros cuerpos en el alcohol creen los espíritus infelices haber hallado un remedio contra el reuma, y en algunas regiones de montaña se utilizan gotas de nuestro veneno para hacer más sabrosas las rodajas de pan seco. Y todo esto sin pensar que al destruirnos destruyen sus riquezas forestales, pues nosotras limpiamos el bosque de sus plagas más malignas.

    Mentiría si dijera que las calamidades del mundo enturbiaron los días de mi niñez adulta. Yo era inmortal como los dioses del Olimpo. Las desgracias sólo me conmovían pensando que le podían suceder a los demás. Yo, como protagonista de la novela de mi vida, era inmune a tales horrores. La muerte era para mí algo lejano, extraño, algo que le sucedía a los mayores, y quizá hasta me sedujese, despertando mi curiosidad. Pues toda la vida, con su luz y sus tinieblas, estaba hecha para mí; la única razón de su existencia era agradarme, envolverme en sus doradas nubes de encanto. Y si algún nubarroncillo se presentaba, era sólo para que su sombra hiciese resaltar aún más el brillo que le rodeaba.

    Entonces los encantos del bosque me parecían infinitos, inagotables; todo me exaltaba, me inflamaba, me hacía permanecer horas enteras en un lugar contemplando su belleza o su enigma.

    ¡Qué delirio cuando un alerce retirado que daba sombra a un pueblo en los confines de la patria, dejó caer sus afiladas hojas y cubrió su castillo con un manto amarillo!

    Y como todo es perecedero en este mundo, hasta ese otoño de mi infancia tuvo su fin.

    El descenso de la temperatura fue acabando con la vida social en nuestras ciudades. La individualidad se ensalzaba, y las hormigas paseaban perezosamente dejándose acariciar por los suaves rayos del sol. Cuando caían las lluvias otoñales todo se escondía en el templado nido y eran cerradas puertas y ventanas. Sólo algunas atrevidas quedaban en las ramas de los pinos, desafiando la intemperie y renunciando al calor del hogar, para proteger a los rebaños de imprevistos ataques.

    Descendió aún más la temperatura y pude observar una tendencia en mis compañeras a buscar los lugares fríos. Las hormigas bajaban a las galerías inferiores y se arracimaban en ellas, preparándose para el sueño hibernal. Tan sólo un reducido grupo parecía querer seguir disfrutando del calor y se concentraba en las cámaras altas, para salir presurosas a la intemperie en los días de sol.

    Cayeron las primeras nieves, el bosque mezcló sabiamente el verde con el blanco (aquí, como a lo largo de todo mi escrito, he procurado señalar los colores tal como vosotros los veis) y la gran masa de las hormigas se encontraba ya retirada a las profundidades del nido. Allí, a dos metros de profundidad, se apretujaban apelotonadas unas sobre otras, esperando los días de intenso frío en los que el manto de nieve protegería a la tierra de las heladas y conservaría en sus entradas la temperatura ideal para el largo sueño del que serían despertadas por la primavera.

    Sólo un pequeño grupo se aposentó arriba, resistiéndose a renunciar por completo al bosque y previendo quizá los soleados días del invierno que permitirían algún que otro paseo sensual sobre las nieves. Permanecí con ellas.

    Abajo reinaba el pesado sueño de los justos, arriba el liviano dormitar de las almas inquietas. Abajo olvidaron sus penas y alegrías; arriba soñamos y despertamos para seguir soñando. Abajo durmieron un invierno; arriba velamos un estío helado, las de abajo sólo conservaron el recuerdo de la áspera superficie de la tierra; arriba descubrimos la blandura de las nieves. Reposo e inquietud, descanso y vela, sueño de indolencia y delirio de vida. ¿Quién fue más feliz? Quizá cada quién a su modo.

    El invierno fue tiempo copioso y fecundo para mí. Tuve fantásticos sueños en los que viví las más bizarras aventuras que imaginarme quepa; en los que me trasladé a mundos desconocidos forjados de mosaicos familiares; en los que fui reina y vasalla, tuve alas y carecí de patas. No sé qué días fueron mejores, si en los que dormí o en los que desperté a la vida, sintiendo su aliento abrasador y abalanzándome hacia ella con ansias infinitas.

    Hubo días en los que me aventuré a realizar largas excursiones y a subir a las aéreas cumbres de los pinos. Allí descubrí las blanquísimas bayas del muérdago, enigmáticamente dispuestas de tres en tres en los vértices de sus ahorquilladas ramas rematadas por misteriosas orejas de un verde sempiterno. Comprendí porqué esa esotérica planta fue adorada por los viejos germanos.

    Fue ese invierno una sinfonía contrapuntista de follajes y nieves, de obscuridad y luz, que culminó sus acordes en la primavera. Para mi fue además tiempo de meditación, de alegría de pensar y de penetrar en mí misma. Comencé a percatarme de que era muy distinta a las demás. En parte, las que me rodeaban también lo eran.

    A medida que iba finalizando el invierno aumentaba nuestra zozobra. Procurábamos situarnos en las cámaras más altas y salíamos a menudo para observar el tiempo y escudriñar el sol. A mediados de marzo comprendimos que había llegado el momento de que el pueblo reanudase su vida. Salimos a solearnos a lo alto de la cúpula y todas nos sentimos presas de una gran agitación. Algunas, no pudiendo resistir más, bajaron a las profundidades del nido a alertar a las demás. Allá abajo la fría temperatura permanecía más o menos estable y la gran masa del pueblo hubiese tardado todavía mucho en enterarse de que la vida podía reanudar su curso.

    Vimos a las que bajaron subir cargadas con algunas camaradas y acompañadas de otras. Este método de transporte es universal entre nosotras, las hormigas, y aconsejable por sus excelentes resultados. Si una compañera no se deja persuadir por las buenas, es tomada en vilo y llevada hasta el lugar donde se requiere su presencia. Generalmente nos dejamos transportar sin ofrecer resistencia, pues confiamos en la buena voluntad de las demás. Siempre, al ser depositadas en el suelo, nos encontramos con alguna sorpresa: un animal de presa al que hay que transportar, un rebaño de pulgones, una pared derruida, un lugar agradable para vivir, o que nuestra excitada compañera nos ofrece algo que no nos llama la atención. En dicho caso nos volvemos tranquilamente a donde estábamos. El transporte de camaradas es también el único medio viable para hacer mudanzas; de lo contrario, muchas se negarían a abandonar sus lugares acostumbrados. Lo importante aquí es que siempre que se trata de llevar a cabo una nueva obra son unas cuantas pioneras las que toman la iniciativa y conducen a las demás. Creo que no es distinto esto a la práctica común entre vosotros. Sólo que con nuestro método de transporte a la fuerza, la masa es arrastrada por el líder en todo el sentido de la palabra.

    Bajamos a sacudir a nuestras hermanas para que abandonasen su pereza y saliesen al sol. Arrastrábamos a las remolonas y cargábamos a las indolentes. Y una vez arriba, las recién llegadas desentumecían sus miembros al sol y dominadas por las misma agitación que las demás, bajaban veloces a exhortar a las dormidas. Poco a poco se arracimaba el pueblo en lo alto de la cúpula.

    Estos primeros días de calor son aprovechados para reavivarse. Al igual que a fines de otoño, las hormigas se solean voluptuosamente. El interior de los nidos queda desierto, pues hasta las mismas reinas se entregan esta vez junto con sus hijas al culto solar. Sobre la cúpula permanecen las hormigas apelotonadas du–rante todo el día, persistiendo en su empeño de calentarse aun cuando se nuble el cielo y retirándose lentamente y de mala gana si cae algún aguacero.

    Este sibaritismo del pueblo es de corta duración. Ya en la cúpula las reinas se sitúan al lado de las puertas y comienzan la puesta de huevos. Después, cuando el nido se ha calentado algo, ocuparán las cámaras superiores, siguiendo la puesta de huevos, y luego se retirarán a las partes inferiores, no volviendo a ver la luz del sol hasta la siguiente primavera.

    Una gran parte del pueblo se mete en el nido y se distribuye las tareas del cuidado de las reinas y de los huevos y de la limpieza del nido. Otra parte inicia la búsqueda de alimentos. Y otra sigue tomando el sol, encargada de calentar el nido. Son las acarreadoras de calor. Yo permanecí con ellas por ser ese trabajo de mi agrado.

    Teníamos que estar quietas al sol, y cuando sentíamos arder nuestros cuerpos corríamos rápidamente al interior del nido a comunicarle nuestro calor. Por eso pueden verse en esos días a miles y miles de hormigas que entran y salen como si no supiesen lo que desean. No os riais y nos comparéis con los tontos del cuento que tras haber construido una casa sin ventanas empezaron a «meter» luz en la misma guardándola en unas cajas. Nuestra acción tiene pies y cabezas. Formamos una gran masa obscura sobre fondo obscuro en lo alto de la cúpula, logrando así temperaturas de más de treinta grados centígrados. Durante diez horas de sol entramos y salimos unos millones de veces, introduciendo de esta manera en el nido una masa de varias decenas de kilogramos para calentar otra compuesta por cuarenta gramos de aire y dos kilogramos de materiales. Y la calentamos, sin duda alguna.

    Mientras que la mayoría de las hormigas se dedica a calentarse y a calentar el nido, comienzan los trabajos de construcción.

    En primavera, el pueblo se encuentra con una cúpula semiderruida, con la capa exterior protectora en lamentables condiciones, con desgarraduras provocadas al pasar los ciervos y los inevitables agujeros hechos por los pájaros. Reina la humedad y tierra y basura se aposentan en los pasillos.

    Las obreras comienzan por apartar los materiales livianos. Partículas de tierra, basurilla, gránulos de arena y ramillas son cogidos con las mandíbulas y lle–vados a la periferia del nido. El material bruto que queda en el centro seca y las carpinteras van colocando en su lugar vigas y travesaños. Las paredes exterio–res se protegen provisionalmente, dejando muy pocas entradas para reservar el calor. Luego se va colocando material más pesado y un techo provisional. Cuando se alcanza la altura deseada se coloca el tejado definitivo. Esa gigantesca construcción requiere un cuidado permanente y un trabajo descomunal. Un gran castillo es también una especie de lujo con que un pueblo demuestra su potencia. Hay casos de pueblos en decadencia, venidos a menos, que han de abandonar su domo para irse a habitar uno más pequeño.

    Junto con la construcción del nido empieza la de los caminos. Hay que despejar de hojas, ramas y piedrecillas, remover la tierra y aplanar las carreteras princi–pales y reconstruir o trazar nuevos caminos de penetración. Por ellos marcharán los ejércitos a demarcar nuevamente los límites de la patria, por ellos desfilarán cómodamente las ordeñadoras y por ellos marcharán las cazadoras antes de internarse en el bosque. Y por ellos también iniciarán sus arriesgados viajes las exploradoras encargadas de descubrir nuevas tierras y nuevas fuentes de riqueza para la nación. Todas ellas forman parte del llamado «servicio exterior». Las cazadoras forman la élite de este servicio. Han de ser fuertes e intrépidas, arrostrar un sinfín de peligros y saber orientarse por el sol, calculando sus desviaciones con el correr de las horas, o retener rápidamente en su memoria los sitios por donde van pasando para poder regresar luego a la ciudad con su pesada carga. Una hormiga inexperta se perdería irremisiblemente en el bosque.

    De ellas depende el florecimiento del Estado. Pues si bien las ordeñadoras acarrean unos cuantos centenares de kilogramos de miel al año y hasta podrían traer mucho más, la miel no puede sustituir a la carne. Nuestra raza es carnívora por excelencia, y aquellos pueblos que por falta de carne se ven obligados a aumentar el consumo de miel se estancan en su crecimiento.

    En el servicio interior la mayor parte de los trabajos son ocasionados por la cría. Los primeros huevos de las reinas dan lugar a hormigas sexuales aladas, machos y hembras, siempre que sus larvas encuentren las condiciones apropiadas de temperatura y reciban una alimentación especial. Para fines de abril y durante el mes de mayo salen de sus capullos las reinas vírgenes y los machos. Tiempo después abandonan el nido en día bochornoso y de sol. Ellos gozan fugaces momentos, y el pueblo vuelve a ser una nación de amazonas. De los huevos que ponen las reinas entre fines de mayo y septiembre sólo saldrán obreras. El sexo, que tanto perturba vuestras vidas, le está reservado en nuestra comunidad sólo a una pequeña casta que lo disfruta breves momentos. El pecado original ha tenido que ser mucho peor entre nosotras, pues mayor es nuestro castigo. La gran masa sólo conoce la abstinencia; un grupo –el de los machos– nace para el pecado y muere en él; y las pocas reinas que son convertidas en madres esconden su vergüenza en las tinieblas y sólo viven para la concepción. Tal es el destino de las tres castas principales: obreras, machos y reinas.

    En nosotras, las obreras no son totalmente estériles y llegan hasta poner huevos de los que sólo salen machos. Puede ocurrir también que un macho, en el paroxismo de su deseo sexual, fecunde a una obrera y ésta ponga huevos de hembras. En general, los impulsos femeninos de las obreras se canalizan hacia instintos maternales que son satisfechos mediante el cuidado de la cría. Estos instintos parecen irse enfriando con el tiempo, lo que está en relación con la atrofia paulatina de los ovarios. La tendencia en las obreras jóvenes es a cuidar huevos y larvas, a ayudar a la reina en los momentos del parto, a cuidar de las ninfas, a limpiar el nido o a preparar las carnes de los insectos capturados por las cazadoras. El servicio interior se compone así de obreras jóvenes. Por lo general pasan en este servicio de mes y medio a dos meses. Antes de incorpo–rarse al servicio exterior atraviesan por un período más o menos largo de transición en el que descansan y pasean por los pasillos y las alcobas, donde no se encuentran ni reinas ni pequeñuelos.

    Tanto en el servicio interior como en el exterior existe una especialización en oficios.

    Pero, como en todo cuanto atañe a las hormigas, las diferencias individuales son grandes y marcadas. Hay hormigas recién nacidas que comienzan ya a los seis días a lamer y a limpiar los huevos y se dedican al cuidado maternal de las larvas. Otras se pasan una buena temporada sin trabajar, como descansando del período de ninfa. Las hay que pasan toda su vida en el nido y las hay que no ven el momento de salir de él. Las hay que realizan una actividad específica toda su vida, y no faltan las que cambian continuamente de oficio y un día son nodrizas, al siguiente carpinteras y al otro ordeñadoras. Las hay que trabajan horas y horas sin descanso o que se aburren a los pocos momentos de iniciada la labor.

    No somos como las abejas que van pasando rigurosamente por los diversos trabajos a medida que su cuerpo va sufriendo los cambios que las capacitan para desempeñarlos. Puede decirse que entre nosotras el libre albedrío desempeña un papel nada despreciable. Toda hormiga desocupada, después de haber descansado durante un tiempo, busca el trabajo. Generalmente se pone a mirar a un grupo que trabaja y lo acompaña durante un trecho. Al cabo de un rato se contagia con la actividad y les echa una mano, incorporándose así al grupo. En cada brigada de trabajo existe, por regla general, un capataz. No se trata aquí de un director que manda y ordena, sino de una hormiga que por su experiencia o tenacidad es la primera en iniciar un trabajo y atrae a las demás con su ejemplo.

    La división del trabajo suele ser bastante rígida, pues impera una marcada preferencia por especializarse en el ejercicio de una actividad. Así una hormiga cazadora no ordeña, aunque se encuentre con un rebaño de pulgones, ni abre el capullo de una ninfa que esté por nacer. Esto explica sus variadas reacciones ante el peligro. Las cazadoras se lanzan inmediatamente a afrontarlo, mientras que las nodrizas, por ejemplo, huyen despavoridas. Sin embargo, en caso de peligro para la existencia del Estado se producen cambios no normales en los hábitos de trabajo. Si las circunstancias lo exigen, las nodrizas saldrán a buscar miel o las cazadoras volverán a cuidar larvas. No podéis imaginaros lo importante que es esto, pues la hormiga común y corriente tiene hábitos muy especializados. Una ordeñadora, por ejemplo, no sólo prefiere su actividad a cualquier otra, sino que sigue una ruta fija para llegar a su árbol, donde suele ordeñar su rama en un lugar determinado. Podría decirse que la división del trabajo en el hormiguero depende fundamentalmente, tanto de las diferencias de carácter y temperamento de los individuos como de las necesidades sociales.

    Los trabajos en primavera se inician con una gran lentitud. Un observador extraño podría decir que a desgana. Las hormigas comienzan a tirar lentamente de los maderos del nido y a colocarlos en su lugar, perezosamente, como si desconfiasen de sus fuerzas para llevar a cabo tan enorme labor. Todavía sus miembros no se han recobrado de la parálisis invernal. El ritmo va aumentando con el correr de los días, y cuando brotan las primeras florecillas ya las hormigas se encuentran entregadas a una febril actividad. He de decir que me contagió.

    Empecé a participar anárquicamente en todos los trabajos. Penetraba en las galerías talladas en el tocón para ayudar a las reinas en su alumbramiento. Les acariciaba el vientre con mis antenas y mis patas anteriores y recogía cuidadosamente los huevos con mis mandíbulas; los lamía y cubría de saliva y los depositaba en la cámara más cercana. Allí olvidaba mi oficio de comadrona y tomaba esos paquetitos blancos que forman los huevos al pegarse entre sí y los traslada a cámaras húmedas y templadas.

    En una ocasión puse unos huevos. Imagino que me convertiría así en madre de algunos varones que nunca llegué a conocer, pues se confundieron con la masa ingente de los huevos de las reinas.

    ¡Qué alegría cuando salieron las primeras larvas! No cesaba de lamerlas y darles de comer, dejando caer gotas de néctar en sus diminutas bocas.

    Al cabo de una semana había que llevarlas a otras cámaras y cubrirlas por separado con gránulos de tierra o granitos de arena para que tuviesen puntos de sujeción donde empezar a tejer con sus hebras de seda. Cuando formaban capullos había que sacarlas de la tierra, limpiarlas cuidadosamente y ponerlas en cámaras más apropiadas. No sé si os podéis imaginar el gran trabajo que significa para las hormigas mantener limpios y relucientes a huevos, larvas y ninfas.

    Luego formé parte del séquito de las reinas, de esa aristocracia odorífica encargada de velar por la salud de las madres del Estado. La formación de esta casta privilegiada no deja de ser divertida. Como ya os he dicho, las reinas exhalan perfumada fragancia. Ni las cazadoras ni las ordeñadoras ni una hormiga cualquiera dan directamente de comer a las reinas. Las reinas tienen a su alrededor un grupo de hormigas que participan de su fuerte olor; ellas son las encargadas de alimentarlas. Otras, menos olorosas que las anteriores, les dan de comer a éstas. Y este segundo grupo, que huele menos, recibe comida de un tercero, de más plebeyo perfume. Así se va formando una casta escalonada que sirve de canal para atraer la corriente de néctar hacia las reinas.

    Después de pasar unos días en esta actividad me pareció tan ridícula que la abandoné.

    Fui a ayudar a las carpinteras en la construcción del nido. Traía maderillas del bosque que colocaba entrelazadas para formar tabiques y columnas, y aprendí a hacer puertas.

    Cansada de esta actividad salí al bosque en busca de caza. Nunca olvidaré mi primera presa. Logré desenterrar a una mariquita que agarré por una pata. Mordí, inyecté veneno en la herida, forcejeé e hice mil aspavientos para llamar la atención de algunas cazadoras. Al fin se presentaron dos compañeras que atacaron de igual modo a la mariquita. Esta, desesperada, emprendió vuelo, y nos vimos elevadas por los aires. Seguimos mordiendo e inyectando veneno y martirizándola, hasta que el pobre animal cayó exhausto al suelo. Lo des–pedazamos y fuimos presurosas a llevarles los pedazos de carne fresca a nuestras camaradas del nido. Fue la primera y última vez que cacé. Pese al agradable cosquilleo que me produjo la caza, sentí una profunda repugnancia al ver los desesperados estertores del animal. De ahí en adelante busqué los nectarios de las flores y los eliosomas de las semillas. Me enamoré de las violetas.

    Vinieron otros días en que empecé a dar paseos por el bosque sin ton ni son. ¿Para qué he de contaros aquí lo que es el bosque en primavera si lo sabéis tan bien o mejor que yo? No acaba la Naturaleza de deleitarnos con la dulce sinfonía del invierno cuando ya nos regala con sus más alegres y vivos acordes.

    Ya veo a algunos de vuestros entomólogos sonreír, pues estoy utilizando figuras que son vuestras. Yo no puedo hablar de sinfonías ni de acordes, pues mi bosque es un bosque mudo. Carezco de tímpanos como los vuestros y no sé qué son los sonidos. En verdad que puedo captar algunas ondas sonoras, pero no como vosotros en un tímpano en el que repiquetean las ondas, sino por el movimiento que sus velocidades imprimen en mis antenas. Percibo así corrientes de aire y ondas con frecuencias muy bajas y no moduladas. Creo que percibo bastante bien lo que vosotros llamáis «tonos bajos», cosa que he experimentado cuando el profesor Grieg ponía en el tocadiscos alguna que otra sinfonía de Tchaikowsky; pero lo que verdaderamente siento me es imposible explicároslo. Capto además con gran claridad los ultrasonidos. Esto me es de una gran utilidad cuando regreso al nido, pues el ir y venir de las hormigas engendra ondas ultrasónicas que son transmitidas extraordinariamente bien por el suelo, pudiendo así sentir desde muy lejos la presencia de la ciudad, ya que somos particularmente sensibles a las vibraciones del suelo.

    En esos días solía corretear por el bosque y dormía en un pequeño zaquizamí en lo alto de la cúpula. Hasta que decidí volver a penetrar en el nido. ¡Qué sorpresa indecible! Los primeros machos estaban allí. En ese año nuestro nido participaría en el vuelo nupcial sólo con príncipes. Quizá se debiera eso al frondoso árbol que nos daba sombra, impidiendo que se desarrollasen en nuestro nido las elevadas temperaturas que requiere la cría de reinas. Como fuera, nuestro aporte a la ceremonia sería de machos.

    Al principio quedé espantada. ¿Quiénes eran aquellos seres extraños, tan distintos de nosotras? Luego me sentí atraída por aquellos gallardos seres casi tan grandes como nuestras reinas y galarnados con alas. Sus cabezas, desproporcionalmente pequeñas en relación con sus cuerpos, mostraban antenas mucho más grandes que las nuestras. Sus ojos eran enormes y en las mandíbulas superiores sólo tenían un gracioso diente puntiagudo. Su abdomen se alargaba con elegancia en forma cilíndrica y dejaba ver, pendientes, sus geni–tales amarillos, del mismo color que sus patas. Todo el resto era negro.

    Me dediqué a abrir capullos. De todos salía lo mismo: un varón, y, sin embargo, cada capullo arrojaba nuevas sorpresas. Hincaba mis temblorosas mandíbulas en los capullos y hacía dos agujerillos. Ahí metía mis mandíbulas como un cuchillo y rasgaba la blanca envoltura, ayudando a salir a los machos de sus claustros. Salían pálidos y torpes, y me pasaba horas y horas lamiendo con fruición sus cuerpos. Experimenté sensaciones desconocidas. No sé si de placer o malestar.

    No volví a salir del nido hasta que acompañamos a los príncipes en la romería que da preludio al vuelo nupcial. Días antes un apuesto varón se había abalan–zado sobre mí y me había hecho sentir instantes de oculta felicidad. Poco después volví a poner huevos. Hoy sé que de ellos habrán salido obreras que contribuirán con su trabajo al engrandecimiento de mi Nación. Tampoco llegué a conocerlas.

    Después del vuelo nupcial cayó el pueblo en su monotonía. La compañía de tantas hormigas de mi mismo sexo llegó a hacérseme insoportable. Pasaba los días en el bosque soñando con la dorada época de los varones.

    En verdad que sois bien distintos a nosotras. Entre nosotras es el macho la parte delicada y sutil, el fino espíritu que rechaza la vileza de los bienes materiales. Mucho me sorprendió enterarme del agresivo papel que desempeñaba el macho en la sociedad primate. En el mundo de los insectos vi siempre que el macho es utilizado descaradamente por la hembra y que después de haber donado su fardo de amor moría solitario como entre nosotras o era asesinado como entre las abejas. Y ahí tenéis al tábano cuya hembra acosa a las caballerías para chuparles la sangre, mientras que el macho se alimenta únicamente del néctar de las flores. Y la mosca Empis tessalata. ¡Nunca olvidaré a una pareja que vi revoloteando cerca de unas hierbas de San Antonio! El macho había cazado un insecto que le presentó como regalo de bodas, enseñándoselo mientras volaba graciosamente en su derredor. La hembra le acompañó en la danza, se juntó a él en el aire y los dos cayeron al suelo unidos en fuerte abrazo. El macho prosiguió sus amorosas caricias en la tierra, mientras que la hembra tomaba el presente y lo devoraba con la más pasmosa tranquilidad durante el coito.

    Y pese a sus desdichas quizá tengan suerte nuestros machos, pues se ven libres al menos de la terrible necesidad de matar que nos ha impuesto la Naturaleza. Hoy, quizá por vieja, veo ya con otros ojos las acciones de nuestros enemigos. Antes el mundo se componía para mí en hormigas de mi raza y en fieras salvajes y predadoras. Recuerdo haber presenciado en varias ocasiones los ataques de la Elasmosoma berolinense, una avispa de la familia de los bracónidos. La avispa sobrevuela varias veces el nido y se deja caer en picado como un halcón sobre una hormiga en cuyo cuerpo deposita un huevo. Al eclosionar, la larva penetra en el abdomen de su víctima y se la va comiendo por dentro. Y como en todas las escenas de muerte, en las que la Naturaleza parece experimentar un placer sádico en la elección del anfiteatro y del desenlace del drama, también aquí es pavoroso el final. La hormiga agonizante, cuando siente que se acerca su última hora, deja a sus hermanas, abandona el nido y busca en las cercanías un hierbajo por cuyo tallo trepa. Muere en lo alto, como si quisiera columbrar con la vista los lugares queridos antes de dar el último suspiro. La larva taladra un agujero en el abdomen de su víctima y cae al suelo donde se en tierra para tejer su capullo.

    ¡Qué asco y qué desprecio le tuve a esos bichos! ¡Como si nosotras no diésemos caza todos los años a millones de insectos!

    A veces se perdían en el bosque hormigas de otros pueblos y llegaban hasta nuestras ciudades. Entonces observé que la lucha contra las hormigas intrusas es mucho más cruenta que contra los demás insectos. En esto nos parecemos a vosotros: nuestra más refinada crueldad la tenemos reservada para nuestros semejantes. Pero desconocemos el asesinato entre miembros de una misma nación. Al menos entre iguales, sus vidas son sagradas.

    No quiero decir que nuestros pueblos desconozcan las riñas, pero éstas son disputas pasajeras entre hermanas o simples pruebas de fuerza. En los días de sol, especialmente en aquellos en que los trabajos de la comunidad no absorben totalmente el interés de sus individuos, pueden verse parejas de hormigas engarzadas en duro pugilato. Las combatientes, rodeadas de curiosas, simulan todos los pasos de la lucha sin herirse. A veces estas pruebas de fuerza se convierten en grandes olimpíadas en las que participan numerosas gimnastas. Horas y horas se agarran de las mandíbulas, se tiran de patas y antenas, sin que ninguna sufra la menor lesión. Y he de advertir que las fuertes mandíbulas de una rufa pueden cortar en breves segundos patas y antenas. Por eso son tan horripilantes nuestras guerras.

    A menudo recuerdo con satisfacción las escenas de esas luchas, así como múltiples trabajos insignificantes que nos distraían y hacían agradable la vida. Los días en que presentíamos lluvia construíamos toldillos sobre las puertas para proteger al nido de los aguaceros; pero si habíamos pasado por una temporada de calor abríamos todas las puertas de par en par para dejar correr el agua en el nido y refrescarlo. Pequeños trabajos y grandes satisfacciones que a la larga no fueron tales, pues llegué a asfixiarme en esa masa que padecía y disfrutaba al unísono, en esos alborozos y quebrantos multiplicados, repetidos hasta la saciedad. Siempre me han producido vértigo los grandes números.

    A medida que iba muriendo la primavera y se adentraba el verano fui dejando de maravillarme por todo y de encontrar satisfacción en los trabajos. No sé si los ardores y la monotonía del estío ocasionaron estos cambios en mí. Lo cierto es que fui presa de una excitación creciente y que la vida en mi pueblo me sulfuraba. Dejé de participar en los trabajos y daba grandes paseos que a veces se prolongaban hasta bien entrada la noche. El encerramiento en mí misma fue tan grande que hasta evité las caricias de las demás y no aceptaba comida de sus bocas. Más de una vez dejé a alguna compañera con la gota de néctar pendiente de la lengua. Abandonaba el nido con la alborada y regresaba muerta de cansancio en la noche para buscar algún rincón solitario donde dormir. Cuando me acuciaba el hambre chupaba el zumo de una fresa silvestre o de una cereza y continuaba mi marcha.

    No volví a dar caza a ningún animal. Me repugnaba la violencia con que nos había dotado la Naturaleza. Saboreaba el amento de los sauces y las semillas del arraclán, y a veces trepaba a un pino o a un cardo para tomar la miel de los pulgones. Otras me acercaba a una reina para aspirar su perfume y consumía después las sustancias nuevas que producía mi cuerpo; notaba que esto me otorgaba una gran vitalidad. Pero no volví a destruir vida ni a sentir la agonía de un ser animado en mis mandíbulas.

    El sol del verano me hizo cada día más introvertida. Buscaba los parajes solitarios donde pudiera aspirar a placer el aroma de las flores o beber el primer rocío de la mañana. La compañía de los demás me enfermaba y la evitaba por todos los medios. A veces veía el interminable desfile de las ordeñadoras y me reía para mis adentros de sus afanes.

    Cuando llegaba al nido y observaba a las nodrizas en sus infatigables idas y venidas creía enloquecer de desesperación. ¿Para qué todo ese trajín? ¿Para qué? ¿Qué sentido tenía todo aquello? No darse un momento de respiro en pos de comida y más comida para que larvas y más larvas pudieran engordar, convertirse en ninfas y salir a la vida a repetir la misma historia. Trabajar y trabajar para no saber después qué hacer con el tiempo libre y procurar que éste pasase lo más rápidamente posible. Venir al mundo con el solo fin de perpetuar la especie. ¿Por qué y para qué? ¿Tenía que repetirse todo de la misma forma que lo habían hecho las generaciones pasadas? ¿No tenía cada uno de esos seres infelices un derecho a la propia vida, a gozar de los efímeros momentos de su existencia? ¿Por qué sacrificarse para que futuras generaciones siguiesen sacrificándose en pro de la sagrada continuidad del sacrificio eterno? La vida se me presentó como un gran absurdo como algo monstruoso y macabro.

    Tengo entendido que no es cosa distinta entre vosotros. Trabajáis y trabajáis para eternizar vuestra especie y no sabéis qué hacer con el escaso tiempo de ocio que os queda. En él os emborracháis como las sanguíneas, os pasáis las horas muertas ante un aparatito que os ofrece imágenes de cómo trabajan y se aburren otros hombres, y no veis llegar la hora de tumbaros en la cama para repetir al día siguiente las mismas absurdas acciones. ¡Vida detestable la de los animales masa, la de los rebaños y las hordas!

    Me sentí morir en aquella masa. Como no participaba de sus trabajos dejé de sentir como ella. Llegué a odiar sus ciudades, a aborrecer sus penas y a detestar sus alegrías. Hasta el mismo bosque se me hizo insoportable. Decidí abandonar la patria.

    Dejé la patria en la inconsciencia de los actos cuyas consecuencias no podemos prever. Una fuerza interior irresistible me empujaba hacia lo desconocido, mientras otra procuraba retenerme insistentemente. Me sentía como atada a dos libélulas que tiraban en direcciones opuestas. ¡Cuántas veces desande el camino ya recorrido! Hasta que presa de un sentimiento del ridículo proseguí mi marcha con decisión sin volver la mirada.

    Me detuve en los límites del pinar. Delante de mí se extendía como un mar una ancha dehesa. Fue mi momento crítico. Tenía que cruzar el Rubicón. Hice de tripas corazón, acaricié con temblorosa antena la afilada aguja de una pinocha, me restregué por última vez en la arena y me aventuré por los prados. Penetré en paisajes desconocidos; crucé puentes; salvé obstáculos: trepé a exóticas plantas; corrí innumerables peligros y atravesé un paisaje de colinas. En ellas me detuve extrañada a contemplar el inquieto desfile de una manada de ovejas conducida por un pastor.

    Descubrí por vez primera que los hombres mantenían ganado como nosotras. Un corderito me llamó poderosamente la atención, sus lanas negras y su pe–queña figura lo distinguían del resto del rebaño. Era un animalito inquieto, juguetón, que retozaba a placer sin someterse al paso uniforme del rebaño. En lugar de integrarse a él se retrasaba notablemente para satisfacer su insaciable curiosidad. A veces se quedaba contemplando una florecilla o metía su morro en los matorrales. El pastor se veía obligado a llegarse hasta él e indicarle suavemente con su bastón que habría de integrarse al rebaño. ¡Inútilmente!, el gracioso corderillo parecía tener carta libre y haber impuesto su voluntad. El perro del pastor, siempre vigilante y continuamente preocupado por mantener una rígida disciplina, verdadera alma lacayuna, parecía haber perdido las esperanzas de someter a ese corderillo.

    El corderillo sabía imponer su voluntad, se paseaba consciente de su libre albedrío, investigaba el mundo con verdadera vocación de científico o de artista y no parecía preocuparse gran cosa por la disciplina que regía a su grupo. Pasé horas contemplándolo; esa alma retozona me cautivaba. ¡Cuánto he pensado después en él! ¿Por qué caminaban con estúpido trote los demás, mientras que él mantenía su alma abierta a los miles de estímulos exteriores? Luego pensé que aquel corderillo podía haber llegado a sabio, que su vida interior – ¡la más auténtica de todas las vidas!– podría haberse sobrepuesto a la mentalidad del rebaño, si éste con su mediocridad, con ayuda de su soberano y del lacayo perro, no terminase por doblegar seguramente su singular ser. ¿Por qué no confesarlo? me vi retratada en él.

    Seguí camino, pasé por los pueblos de los hombres y llegué a una de sus ciudades. Fue en ella donde recorriendo sus calles observé por una ventana la casa del profesor Grieg, en la que penetré y encontré refugio.

    Desde entonces vivo en ella, en una vida ininterrumpida, sin conocer el sueño hibernal, pues el calor de hogar me permite renunciar a él. Fue aquí donde inicié mis estudios y me dediqué a la reflexión. Si al principio mi ciencia era infusa, después trabajé y adquirí sólidos conocimientos.

    Abandoné un mundo que produce maravillas sin saberlo. Y aun cualquiera de ellas, cualquiera de sus obras, bien se trate de nuestros imponentes castillos de pinochas o de los globos de hojas tejidas de las hormigas hilanderas, no alcanzan en belleza, perfección y enigma a cualquier florecilla del campo, a la complicadísima estructura atómica de un grano de arena. Si a nosotras nos impulsa una fuerza misteriosa a preparar cultivos de hongos, ¿qué fuerza hace que el rosal utilice a las abejas para sus fines y produzca maravillosos mecanismos para ello? Si nosotras cazamos movidas por nuestros instintos, ¿qué instintos inspiran la técnica de caza de una drosera? ¿Dónde radica la diferencia entre el reino vegetal y el animal?

    Ambos están dotados de ese algo misterioso que llamamos vida, y en ambos sólo veo un movimiento autoafirmador de la misma. Sólo que nosotros, los animales, utilizamos métodos y formas más directos, menos sutiles, para resolver nuestros problemas. De todos los animales, excepción sea hecha del hombre, nosotras, las hormigas, actuamos de la forma más activa sobre la Naturaleza, modificándola a nuestro capricho. Hemos desarrollado la ganadería y la agricultura, levantamos castillos y cavamos catacumbas, creamos climas artificiales y utilizamos instrumentos para tejer. Y, sin embargo, nuestra sociedad no puede compararse a la vuestra. Fuerzas ciegas nos impulsan en nuestros actos y nuestras habilidades no son el resultado de un aprendizaje, sino que nacen y mueren con nosotras para renacer de nuevo en las que nos siguen.

    Cuando una reina alada remonta el vuelo y abandona el nido para arrojarse a la aventura de la fundación, lleva en sí todas las habilidades, todas las tradiciones y todos los conocimientos de la especie. Sus hijas saldrán ganaderas, agricultoras, panaderas, parteras o hilanderas. No necesitarán enseñarles nada, porque todo lo saben al nacer.

    Las hormigas no son, en verdad, máquinas de reflejos, seres sin individualidad que actúan mecánicamente como otros insectos; pero pese a su asombrosa plasticidad, a sus grandes dotes psíquicas, a su capacidad de aprender y adaptarse a situaciones nuevas, vienen al mundo con una experiencia heredada, no necesitan aprender lo que ya otras realizaron por vez primera en épocas remotas, ocultas por la penumbra de los años.

    Tareas que para cualquiera de vosotros requerían años de aprendizaje, son ejecutadas a la perfección por la hormiga recién nacida. Y aunque estas tareas sean realizadas cada vez mejor con la experiencia de los años, la hormiga no ha necesitado aprenderlas. Es un ser instintivo. De ahí que al darme cuenta del gran abismo que me separa de ellas me calificase orgullosamente Fórmica sapiens prima, pues creí ser el primer insecto dotado de razón que había surgido en el mundo hormiguesco. Durante un tiempo estuve convencida de ello. Mas luego reflexioné:

    Las hormigas actuales llevan sesenta millones de años, por lo menos, realizando las mismas obras. Nos hemos fosilizado en nuestro saber. Pero, ¿quién fue la primera que tomó la seda de una araña para juntar dos hojas? ¿Quién advirtió después que podrían utilizarse las larvas con mejores resultados? ¿Quién podó el primer hongo y comprobó que podía convertir sus micelios en sabrosos manjares? ¿Quién desarrolló este arte y comenzó a sembrar? ¿Quiénes pensaron e inventaron?

    ¡Sesenta millones de años! Hace sesenta millones de años éramos como hoy; han debido transcurrir muchísimos millones de años más hasta que alcanzamos aquel estado de evolución.

    Allá, en épocas pretéritas, en épocas que ponen la imaginación a prueba, comenzaron las primeras inventoras a pensar. Ellas, quizá las sabias del Jurásico, crearon cuanto hoy tenemos. Quizá brillaron entonces esplendorosas civilizaciones integradas por seres pensantes. Y transcurrieron millones y millones de años. Su pensamiento se hizo heredable, se automatizó, pasó del cerebro a los genes. Nosotras sólo hemos heredado lo que costaría millones de años de cavilación a pretéritas razas.

    Comprendí que yo no era la primera en pensar, sino una equivocación de la Naturaleza, que repetía con un retraso de cientos de millones de años lo que produjera en otras eras. De ahí que decidiese llamarme Fórmica sapiens recens, pues yo soy la forma reciente de prehistóricas hormigas dotadas de razón. Esto me hizo ver más claro el enigma de vuestra sociedad.

    ¿Desde cuándo estamos nosotras, las hormigas, sobre la Tierra?

    Es difícil señalar el momento en que nuestro antecesor vermiforme comenzó a producir apéndices ventrales en los anillos de su cuerpo para ayudarse en la locomoción. Difícil fijar cuándo se articularon sus patas y convirtió los primeros apéndices en instrumentos para llevar los alimentos a la boca. Pasarían inconta–bles años mientras esos artrópodos primitivos fueron transformando los primeros apéndices de la locomoción en órganos accesorios de la alimentación y fusionándolos a la cabeza. Aquel primitivo artrópodo ancestral apodo fue especializándose, reduciendo el número de pares de patas a tres y dividiendo su cuerpo en tres regiones con funciones específicas. Emergieron así los primeros insectos pterigotos que poblarían probablemente las playas cálidas y húmedas del Silúrico. Pasarían millones y millones de años mientras algunas –quizá cientos de miles– de aquellas formas fueron equipándose de alas. Hace cuatrocientos millones de años revoloteaban los primeros insectos alados por los bosques del Devónico. Ciento cincuenta millones de años más y aparecerían los himenópteros. En algún momento de esa evolución un grupo de los elegantes himenópteros Apocrita desarrolló en su cerebro cuerpos fungiformes que darían cabida a la inteligencia hormiguesca. ¿Existíamos quizá ya hace doscientos millones de años? En todo caso, entre los doscientos y los sesenta millones de años antes de mí han tenido que impulsar sus civilizaciones las hormigas.

    Los restos que nos ha legado el ámbar fósil, ¿pertenecieron a civilizaciones de seres pensantes o se trata ya de hormigas con conocimiento instintivo? No lo sé. Admitiré modestamente que habitamos el planeta desde hace unos cien millones de años. Somos, pues, un animal adulto, formado. La Naturaleza, como en todo, necesita millones de años para modelar definitivamente el barro de su retorta. Vosotros sois un animal en formación, un bebé que apenas cuenta con ciento cincuenta mil años. Vuestra Historia es un soplo que se diluye en el huracán de la evolución. La Naturaleza no os ha formado todavía. Habréis de esperar aún miles de millones de años.

    Año 2000, pensáis, ¡asombrándoos de vuestra propia osadía! ¡Necios! ¡Todavía no habéis empezado!

    ¿Qué quiere hacer con vosotros la Naturaleza? ¿Un hombre dotado de razón?, pues todavía no sois más –pudiera pensarse– que un animal intermedio. «Ni ange, ni béte», como precisó admirablemente el primate culto André Maurois. Habéis dejado de ser animal y lo seguís siendo. ¿Quiere hacer de vosotros la Naturaleza realmente lo que promete? ¿Quiere continuar su obra empezada, la obra que inició en un Pitágoras, en un Arquímedes o en un Einstein? ¿O utiliza a esos inventores de ideas para convertiros en animales perfectos, maduros, como nosotras? ¿Quiere acabar con la bestia, o utiliza al ángel sólo para llegar a ella?

    Me inclino por esta última variante. Nosotras pudimos llegar a este estado de equilibrio y fosilización con una técnica relativamente sencilla; pero vosotros, los humanos, sois más presuntuosos, necesitáis mucho más para llegar al hormiguero. No os conformáis con la técnica de la hormiga; necesitáis mucho más. Y lo necesitáis por imperativo biológico.

    En los Alpes italianos un censo de hormigas arrojó que tan sólo de la Fórmica rufa se encuentran más de un millón de nidos con una población de trescientos millones de individuos. Si bien vosotros sólo contáis –actualmente– con un poco más de tres mil millones, necesitáis evidentemente, más espacio que nosotras. El espacio ocupado por uno de vuestros bebés podría albergar a varios pueblos populosos de hormigas. Además no podéis integraros a la Naturaleza, sino que habréis de destrozarla sin descanso, arrasarla y cementarla.

    Os habéis desarrollado como ningún otro mamífero sobre la Tierra. Hace unos ocho mil años erais diez millones sobre la faz del planeta. Hubieron de trans–currir tres mil años antes de que duplicarais esa cifra. Creo que ahora os podéis duplicar en cincuenta años, y de seguro que superaréis con creces ese coeficiente. No habrá un palmo de tierra sin un bimano encima. Y en vuestro paraíso numérico no toleraréis la presencia de ningún otro animal. Los primeros en perecer serán los demás mamíferos. Para el año 1800 habíais exterminado ya treinta y tres especies de mamíferos; hoy estáis a punto de extirpar unas seiscientas. Pero en ese vuestro bien poblado mundo del futuro, donde los millones de estómagos lo regirán todo, os hará falta una técnica perfecta que vele por vuestras necesidades. Una técnica que utilizaréis al igual que la hormiga hilandera utiliza su larva: ciegamente. Pues a la larga no podréis saliros de vuestra envoltura biológica y caeréis en ella definitivamente.

    Todavía tenéis años maravillosos por delante. Habéis de descubrir, inventar, perfeccionar, impulsar las ciencias positivas que producen una técnica cada vez más perfecta. Y cuando vuestra técnica se haya desarrollado lo suficiente como para saciar a todos los estómagos, ¿qué haréis entonces? Vuestros Arquímedes, vuestros Galileos, vuestros Newtons y Einsteins, ¿no habrán sido solamente, hormigas inventoras del Jurásico? ¿No os tendrá destinado la Naturaleza que heredéis toda esa sabiduría para que sigáis creando obras maravillosas sin saberlo?

    En ese mundo vuestro del futuro no os harán falta las Universidades, pues toda vuestra ciencia será hereditaria. En los cromosomas de vuestros padres reci–biréis la física y la química, la técnica nuclear y la habilidad para construir y manejar máquinas perfectas. Vuestro mundo será un mundo uniforme e incoloro, un mundo esterilizado. Habréis, no lo dudo, exterminado ya todo resto de vida sobre el planeta. No revoloteará la mariposa ni os alegrará la vista la amapola; no habrá chinches, pero tampoco jilgueros. Los árboles habrán desaparecido, y no los necesitaréis, pues en vuestros laboratorios repetiréis artificialmente lo que ellos hacen con tan pocos elementos.

    Algunos de vuestros amantes de la Naturaleza esgrimen el argumento de que un mundo sin plantas sería imposible para la vida. ¡Tonterías! ¿No os sentís capaces de utilizar la energía solar, y con ayuda de alguna sustancia como la clorofila convertir las sustancias inorgánicas en orgánicas? ¿No os sentís capaces de regenerar la atmósfera, devolviéndole el oxígeno que necesita? ¿Para qué utilizar plantas cuando hermosas fábricas esterilizadas os pueden sacar perfectamente del apuro?

    Estoy segura de que lo conseguiréis. Obtendréis vuestra alimentación del aire, y de las rocas fabricaréis oxígeno.

    Tampoco necesitaréis al sol. Cubriréis la Tierra con una inmensa bóveda plástica que os dará un eterno techo blanco iluminado artificialmente. Del techo de la cúpula sobresaldrán aparatos que captarán la energía solar. Cubriréis los mares de un plástico blanquecino para ocultar el azul. En ese gran nido artificial tendréis limpísimas ciudades. Un complicado sistema de rápidas vías de comunicación os permitirá trasladaros de un lado del planeta a otro, pero ya nadie se enternecerá con los versos de Homero ni sabrá por qué están ahí ese sistema, esas ciudades, esa cúpula y ese techo. Vuestros hijos nacerán sabios, sabrán lo que no saben hoy vuestros científicos, pero lo sabrán sin comprenderlo; dominarán una técnica que no han inventado. Lo sabrán todo porque no sabrán nada.

    Tendréis enormes fábricas que mezclarán los espermatozoides y los óvulos para producir niños, pero desconoceréis el amor, ni siquiera el sexual. ¿U os creéis acaso que es racional ese modo que tenéis de reproduciros? Dedicáis a todas las hembras a la reproducción en vez de utilizar sólo a unas pocas como nosotras. Y además, las hembras vuestras son más primitivas que carecen de espermacoteca y tienen que repetir el coito una y otra vez. Una vez basta para que una de nuestras reinas ponga cientos de miles de huevos. Como veis vuestro sistema es absurdo y habrá de desaparecer. Y en vuestra manía perfeccionista superaréis con creces el nuestro.

    Seréis millones de millones; todos iguales, pues las diferencias os ofenderán. Tendréis vuestro paraíso blanco, limpio, esterilizado, sin microbios ni parásitos, sin hierbas malas ni buenas, sin culebras y sin colibríes. Todos seréis iguales, pensaréis igual, tendréis los mismos gustos, podréis ejercer los mismos oficios, no habrá pobres ni ricos, cultos ni incultos, blancos ni negros, pues todos seréis obscuros en vuestra blancura.

    Tendréis un mundo mecánico e igualitario como el que ahora soñáis. No habrá naciones, sino una gran colonia de millones y millones de seres bien nutridos, libres de enfermedades y de afectos. Todos seréis perfectos en vuestra imperfección.

    Hasta ahora os habéis desarrollado gracias a los locos. Las personas no normales, los dementes, los orates han creado cosas útiles e inútiles. Útiles como la rueca e inútiles como el Discóbolo. Os han hecho avanzar y os han deleitado en ese avance. Os han perturbado con sus ideas, con sus cambios, con sus emociones poco comunes y sus extraordinarias obras. Cuando seáis perfectos como nosotras no os molestarán más, habrán sido olvidados, y los genes transmitirán lo útil, no lo inútil. No os transmitirá el Ramayana, ni los acordes de Bach, no os molestarán con la Venus de Milo ni con las fantasías de Botticelli, no os distraerán con el Quijote ni con el Fausto, no os importunarán con las rimas de Bécquer ni con los delirios de un Kafka. ¡Tendréis tranquilidad! ¡Felices de vosotros!

    No os conmoverá el fuerte torso de un Adonis ni los firmes pechos de una Afrodita. No veréis ni el profundo azul del mar, ni el azul extenso de los cielos, ni el misterioso azul en los ojos de una mujer hermosa. No existirán para vosotros los dorados resplandores del sol, ni el rubio fulgurar de unos cabellos. Vuestras fábricas resolverán todos los colores, mezclarán todos los perfumes y triturarán todas las formas. El resultado será un blanco funcional y esterilizado, un blanco práctico, fosilizado. Y todo esto durará hasta que la Tierra decida quebrar su finísima capita exterior.

    Nosotras hemos alcanzado ya esa etapa. Pero la nuestra no será tan perfecta como la que la Naturaleza os tiene asignada. Nosotras permitimos la vida en derredor; vosotros sólo toleraréis existencia. No os envidio. Conozco el hormiguero.

    ¡Tantos años de lucha conmigo misma y tal es mi filosofía! ¡Qué desdicha! ¡Con qué orgullo advertí mi inteligencia y con qué desprecio la rechazo! ¡Qué daría por no tenerla!, por poder dejarme llevar de los impulsos primarios. ¡Qué daría por compartir ahora las alegrías y las penas de mis hermanas!

    Aquí, desde lejos, y hoy, con la distancia de los tiempos, no la veo como una masa uniforme, sino que recuerdo claramente sus fisonomías. Y es que a veces son maravillosas en su individualidad y extraordinarias por sus dotes psíquicas. Decía Goesswald, un primate culto muy amigo nuestro, que las discrepancias en los modos de vida de las razas de una misma especie suelen ser, a veces, más marcadas que las diferencias morfológicas entre las hormigas de diversas especies. Lo que demuestra que las diferencias culturales entre los pueblos son superiores a sus diferencias anatómicas. Y estas grandes diferencias, desconocidas por abejas y comejenes, tienen su base en la asombrosa plasticidad psíquica de las hormigas.

    Quiero hablaros de sus dotes psíquicas. Os explicaré cómo la hormiga exploradora encuentra después de un arriesgado viaje, el camino al nido. Quiero hablaros de su lenguaje químico y sonoro. Quiero hablaros de sus afinidades electivas que hacen que el intercambio de comida sólo se lleve a cabo entre los miembros de una misma cliqué. Quiero hablaros de muchas cosas más. De la hibernación estival en las comarcas del Mediterráneo y de los terribles combates cuerpo a cuerpo contra la mosca Tpocephalus pergandei. Quiero hablaros de las hormigas corredoras. Myrmecocystus cursor y de las hormigas nómadas Tapinoma erraticum, de las Tetramorium caespitum y de la hormiga de mandíbula falciformes Strongylognathus huberi que la esclaviza. Quiero hablaros de la Crematogaster schenki de Madagascar, en cuyos nidos podría ocultarse una persona, de los extraños soldados de Cryptocerus angulosus de la América Central y de la exótica Polyrhachis lamellidens del Japón, cuya armadura parece haber sido concebida por algún artista oriental.

    Vuelvo a escribir tras una interrupción de una semana. En ella han sucedido cosas que han producido un cambio fundamental en mis hábitos de vida. En realidad no dejé de escribir por falta de ganas, sino porque estuve impedida de hacerlo. Sucedió de esta manera:

    Hace una semana; el lunes precisamente, a las siete de la tarde, el profesor Grieg se encaramó en su escalerilla a lo alto de esta biblioteca y me tomó el libro del gran Peter Huber «Recherches sur les Moeurs de Fourmis indigénes», en cuyos márgenes he venido trabajando hasta ahora. Le vi consultar el libro que luego dejó sobre su escritorio sin advertir mis garabatos. Así que me vi obligada en la noche a bajar hasta su escritorio para proseguir mi trabajo. Escribí durante toda la noche y prolongué mi labor en la mañana siguiente. Tan embebida me encontraba en mi trabajo que no pude darme cuenta de que el profesor Grieg había entrado en el despacho y se encontraba sobre mí, examinándome con una potente lupa. De repente sentí su índice que me apartaba cuidadosamente del libro haciéndome caer sobre la mesa.

    Luego vi al profesor Grieg tomar el libro con mano temblorosa y hojearlo detenidamente leyendo sus emborronados márgenes con ayuda de la lupa. Se apoltronó en su sillón y siguió leyendo sin prestarme la más mínima atención. Pasadas unas horas comenzó a dirigirme de cuando en cuando alguna mirada escrutadora. Yo me limitaba a pasear nerviosamente por la mesa, deteniéndome a veces para limpiarme cuidadosamente las antenas con los cepillitos de mis patas anteriores.

    El profesor Grieg seguía leyendo y leyendo, pronunciando a veces monosílabos ininteligibles, mientras que yo empecé a trepar por las mangas de su chaqueta de pana y llegué hasta la montura de sus gafas.

    Al cabo de unas horas se dirigió a mí y me interpeló muy agitado. Di saltitos sobre la mesa dándole a entender que no podía comprender sus palabras. A fin de cuentas, como profesor de Entomología debería saber que no puedo percibir los sonidos de la misma manera que los hombres.

    Pasado un rato debió notar su error, pues tomó una pluma y garabateó nerviosamente sobre un papel: « ¿Ha escrito usted esto?» Leí con atención la frase, mojé mis patas delanteras en un tintero y le escribí: «Sí.» La mano inquieta de Grieg volvió a comunicarme: « ¡Es imposible!» Le respondí lo más claro posible: « ¿El qué, yo o mis palabras?»

    El profesor Grieg leyó mis líneas y estuvo unas horas paseándose por el cuarto hablando consigo mismo. Al fin desapareció por la puerta que da al laboratorio y regresó con un microscopio, unas pinzas, un escalpelo, un frasquito que identifiqué como el recipiente de éter acético y algunas otras cosas más.

    – ¿Qué piensa hacer usted? –le escribí algo asustada.
    –Analizar su cerebro –contestó.
    – ¡No sea insensato! –le repliqué, temblando ante la perspectiva de una muerte segura–, todavía están ustedes muy lejos de penetrar en los misterios de la psiquis con un análisis anatómico.
    –Tiene usted razón –fueron sus últimas palabras.

    Luego se sumió nuevamente en la lectura de mi manuscrito, me examinó algunas veces con su lupa, me preparó un pequeño hogar en un frasquito al que echó una capa de yeso humedecido en agua; depositó en él algunas gotas de miel y permaneció toda la noche leyendo y releyendo mis líneas. No volvió a dirigirme la palabra (entiéndase, la escritura).

    En los días siguientes lo vi muy agitado. Desaparecía con el libro bajo el brazo por la mañana y regresaba en la tarde más agitado todavía. Así transcurrió una semana.

    Hoy, por fin, me devolvió el libro y me comunicó que podía seguir escribiendo. Y hoy mismo he escrito estas líneas.

    No puedo penetrar en los designios del profesor Grieg. Hasta ahora se ha conformado con proporcionarme una pequeña vivienda. ¡No sabéis cómo me alegro! ¡Tener por fin un hogar húmedo, caliente y abastecido de comida! Además, me deja el libro abierto al lado y se preocupa de pasarme las páginas cuando una impar ha sido completamente utilizada en los márgenes. Por lo demás, sigue paseándose nerviosamente por el despacho, revisa libros, escribe a veces y no deja de observarme insistentemente con la lupa. No ha vuelto a diri–girme la palabra. Pero tengo la impresión de que lo hará pronto. Os comunicaré aquí nuestras conversaciones.

    Efectivamente, hoy se comunicó conmigo. Hemos pasado el día escribiéndonos mutuamente, con las escasas interrupciones de su criada que nos dirigía mira–das compasivas. Escribo en la noche. Hago sólo un resumen de nuestro diálogo.

    –Por su culpa he tenido disgustos en la Universidad.
    –No es cierto que sea por mi culpa.
    –Tiene razón, pero no es eso lo que quería decirle en realidad. No estoy de acuerdo con algunas partes de su manuscrito. Por cierto, cuando usted escribe sobre los diferentes modos de adaptación de las hormigas habla usted de «clasificación mía». Le recuerdo que ya en 1882 Sir John Lubbock, en su libro

    «Ants, Bees and Wasps», establecía paralelos entre la Fórmica rufa y las razas humanas que viven de la caza, entre la Lasius flavus y los pueblos pastores, y entre las hormigas cosecheras y las naciones agrícolas. No me diga que des–conocía esto.

    –Sí, lo conocía. Como advierte el mismo Wheeler, la selección de especies no fue muy afortunada en Lubbock. ¿Qué quiere que le diga? Le confieso, como Mo–liere, que no siento escrúpulos en «tomar mi bien donde lo hallo».
    – ¡Ah!, tampoco era eso lo que quería decirle. No estoy de acuerdo, ¡no!, ¡en modo alguno!, con muchas de sus afirmaciones. El hombre, como animal biológico –tal como usted dice–, está abandonando los últimos restos del hormiguero. Su razón acabará por superar su trasfondo biológico. No se fije en esos fenómenos producidos por instintos no superados, por la infraestructura cavernícola que se oculta bajo el traje del hombre llamado civilizado; vea lo que en nosotros hace vaticinar un mundo de seres pensantes, de hombres que llegarán a dominar sus impulsos ancestrales y le abrirán nuevos campos a las ciencias y a las artes. –No lo veo así. Sus ciencias preparan la técnica perfecta del futuro. ¿O se cree usted que pueden seguir viviendo en una sociedad asocial, en un mundo de lobos hambrientos que se despedazan los unos a los otros? Formáis sociedades inmensas, pero inestables. Nosotras también formamos sociedades inmensas, pero en ellas hay cabida para todos sus miembros. En ellas no luchamos los unos contra otros, no formamos castas, ni capas, ni clases, no necesitamos policías ni guardias de asalto. Desconocemos las revoluciones porque desconocemos la desigualdad. Cuando en nuestra pro–ducción hubo un excedente, inventamos la acumulación social, la reserva social. Almacenamos trigo y miel, pero para todos. Cuando en vuestra producción hubo un excedente, inventasteis la explotación, la sobreacumulación individual. Ese es vuestro problema, y sólo lo solucionaréis cuando todos seáis biológicamente iguales, como las hormigas. Cuando una técnica increíblemente todopoderosa os ofrezca la igualdad en el consumo material habréis echado las bases para que la Naturaleza os regale la igualdad biológica. Entonces habrán cumplido su labor vuestros sabios, y entonces desaparecerán las artes como pasatiempo vil de seres unilateralmente satisfechos.
    – ¡No, no y no! La soledad la ha vuelto a usted terca y pedante. El hombre triunfará, no el animal que en sí encierra. El hombre logrará compaginar su maravilloso individualismo con una sociedad panhumana en la que todos sean iguales y diferentes a la vez.
    –Pero, querido profesor Grieg, ¡no sea usted iluso! ¿No ve usted ahí a esas seis mil millones de personas, que en dos décadas serán doce mil millones, luego miles de millones; no las ve usted reclamando sus derechos biológicos? Hasta ahora todas vuestras realizaciones se han levantado sobre los hombros de un ejército de esclavos, siervos de la gleba o proletarios, sobre un ejército que sólo podía atender a las imperiosas necesidades de la carne. El mundo ha sido de los bienaventurados que no pertenecían a él. Vuestra inmensa codicia os ha impedido e impide una acumulación social como la nuestra. No creo que de momento haya cambios en tan noble virtud, pero tampoco creo que se mantenga a la larga una sociedad inestable. Quizá logréis satisfacer la inmensa avaricia humana, acumuléis riquezas para todos y lleguéis al paraíso en el con–sumo. Pero, con esto tampoco habréis resuelto el problema, pues sois animales de hordas pequeñas que se han puesto a vivir en una agrupación que es incompatible con vuestra actual constitución biológica. Y en esta encrucijada tenéis dos caminos: el de la autodestrución o el de la fusión biológica. Podéis desaparecer como los dinosaurios o podéis convertiros en células de un organismo social. Si alguna salvadora mutación os permite vivir, por fin, codo con codo, como nosotras, entonces, sólo entonces os podréis apelotonar sin desconcierto en un conglomerado humano. Renunciaréis a la individualidad del primate y tendréis la sociabilidad del formícido.
    – ¡Mentecata!

    Esta palabra me chocó profundamente. Me ofendió. No encontré otra respuesta que retirarme dignamente a las alturas de esta biblioteca. Me extrañó que ese sabio hubiese podido perder de manera tan lamentable el control de sí mismo. En su obcecación ni siquiera se le ocurrió preguntarme por detalles de la vida en el hormiguero. El hombre en él había olvidado al entomólogo.

    El profesor Grieg me ha devuelto el libro de Huber abierto en mi última página escrita. A los dos días de nuestro primer diálogo largo me llamó, me acarició cariñosamente las antenas y pasamos todo el día juntos tratando de descifrar algunos misterios de la vida de las hormigas. No se retiró ni para cenar. Su doncella le traía al despacho algunas viandas que apenas probaba. Hemos pasado unos días de intenso trabajo.

    Hoy volvimos a discutir. Siempre lo mismo; no le complace mi teoría. Estuvo muy agitado. La discusión siguió cursos muy escabrosos. En un momento de ella me trazó en el papel:

    –Pero, ¿no se da cuenta de que todo cuanto afirma es falso? ¡No puede desaparecer lo que el hombre ha creado con su intelecto! ¡No! ¡Escuche! ¿Puede desaparecer esto?

    Entonces dejó la pluma y tomó el violín. Le veía mover el arco sobre las cuerdas, mientras su rostro adquiría expresiones de inefable ternura y arrobamiento.

    Me extrañó muchísimo su proceder. Olvidaba a la sazón –precisamente él, el ilustre mirmecólogo– que soy sorda. Me parecieron absurdas sus muecas en ese anfiteatro silente. Me irritó lo ridículo de su comportamiento. Mas, luego reflexioné, movida quizá por la humedad de sus bellos ojos. ¡Tenía razón! ¡Sí, tenía razón! El hombre, como animal pensante, está en sus comienzos. Sus realizaciones son inmortales. La belleza creada por su espíritu no puede desaparecer como los pterodáctilos. Tuve deseos de interrumpirle y decírselo, pero luego un diablillo interior me convenció de lo contrario.

    No sé si por no ceder en mis teorías o si porque me sentía ofendida ante la interpretación de una música que no podía oír, el caso fue que en la discusión que tuvimos a continuación ataqué con más fuerza que de costumbre e hice gala de todas mis artes retóricas para demostrarle que el hombre caería inevitablemente en el hormiguero. Al cabo de unas horas se retiró muy agitado, sin despedirse siquiera y sin responder a mis últimos argumentos.

    No estoy satisfecha de mi virulencia. Creo que mañana le pediré disculpas.

    Aquí se interrumpe el manuscrito de la hormiga. (Nota del prologuista.)



    NOTA FINAL DEL PROLOGUISTA


    Hasta aquí creo haber cumplido con mi deber, rescatando para el mundo el manuscrito de Fórmica sapiens recens. Para aquellos que puedan interesarse por los escritos de los hombres sobre el tema ofrezco una lista de algunos de los libros que me han venido acompañando en mis horas de infortunio. En la obra de Bernard hallará el lector una profusa bibliografía, especialmente de publicaciones en revistas especializadas, que aquí no mencionó.


    EL AUTOR


    Pedro Gálvez nace en Málaga, se cría en Castilla la Vieja y hace el bachillerato en Venezuela, donde cursa estudios de Antropología en la Universidad de Caracas. Tras una vuelta por el viejo Perú obtiene un título académico en una universidad berlinesa. Sus correrías por el mundo (ha estado en una docena de países), la gran afición que siente desde niño por la entomología y nuevos estudios en la Ludwig Maximilians Universitát de Munich le inspiran un libro en el que se cristalizan sus conocimientos en las ciencias naturales y sociales, sus experiencias y sus meditaciones. En esta obra un periodista investiga el suicidio (¿o el asesinato?) de un insigne entomólogo, premio Nobel por sus estudios sobre las hormigas. Tras algunas peripecias da con el manuscrito de una hormiga, conservado en los archivos de la policía. Ese ente, el único dotado de razón en un mundo hormiguesco de instintos, escribe sus memorias para los hombres. La más absoluta rigurosidad científica se combina con el drama de una solitaria hormiga erudita que trata de entender su mundo y el de los hombres. El drama surge cuando la hormiga es descubierta por el entomólogo y chocan ambos mundos. Se trata, además, del primer libro de divulgación científica sobre las hormigas que se escribe en lengua castellana. Un libro científico y una apasionante novela a la vez.

    Un nuevo aporte a la ciencia–ficción desde una perspectiva hispana. Obra recomendada en nuestras universidades.


    BIBLIOGRAFIA


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