LOS SUEÑOS DE LINCOLN (Connie Willis)
Publicado en
marzo 03, 2013
Traducción de Carlos Abreu Fetter
Título Original: Lincoln's dreams
Traductor: Abreu Fetter, Carlos
Autor: Willis, Connie
©2000, Ediciones B
Colección: Nova
ISBN: 9788440696199
A Courtney y Cordelia
Mi total agradecimiento a mis ayudantes en la investigación, los Smith —Brooke y Karolyn, Brien y Julie— por deambular entre las lápidas de Fredericksburg y Arlington, haciendo preguntas y tomando notas, buscando pistas.
PREFACIO
Mientras trabajaba en Los sueños de Lincoln, varias personas me preguntaron por qué escribía sobre la Guerra de Secesión, pero nadie me preguntó por qué escribía un libro sobre los sueños. En cambio, cuando les decía de qué trataba el libro, empezaban a hablarme de sueños que habían tenido, como si yo pudiera decirles qué significaban.
No tenía la menor idea. No tengo la menor idea de qué significan los sueños. Las últimas investigaciones parecen indicar que no significan nada, que no son más que la asistenta del sistema nervioso, que lo limpia después de los acontecimientos del día y saca la basura. Esto tiene bastante sentido (¿por qué si no soñaríamos con paquetes vacíos de crema que roban un periquito?). Sin embargo, algo en nuestro interior se rebela contra la idea de que constituyan los detritos del día, porque los sueños, obviamente, significan algo.
Freud también lo creía. Anotaba sus sueños con todo detalle (son tan ridículos como los nuestros, llenos de monografías floridas y dientes falsos) y se volcó en ellos, intentando desentrañar su significado. Decidió que eran mensajes de nuestro subconsciente: suspiros ansiosos, recuerdos murmurados y gritos de ayuda, todo enviado en un complicado código.
Y esto también parece lógico, hasta que llega el momento de descifrarlo («El paquete de crema representa de manera clara el anhelo de los pechos de su madre…»). Porque no se trata de un código, sino de otro lenguaje, y no es posible reducir sus imágenes a símbolos. Los sueños son algo más, otra cosa.
Abraham Lincoln soñó con su propia muerte. Oyó a alguien llorar y le preguntó al guardia: «¿Quién ha muerto en la Casa Blanca?», y el guardia le respondió: «El presidente.» Queda perfectamente claro qué significaba ese sueño. No hace falta un libro de códigos para notar que se trata de una advertencia. Sin embargo, reflexiono sobre ello una y otra vez, y sobre su otro sueño, el que soñaba «antes de cada acontecimiento significativo de la guerra», el que soñó la noche antes de morir. En este sueño, iba en una barca que flotaba hacia una orilla desconocida, y tampoco hay que recurrir a Freud para comprender su significado.
A quienes insistan en la teoría de la asistenta, no les resultará extraño que pensara en la muerte: sufría al menos un atentado por semana y ya había oído llorar en la Casa Blanca, cuando Willie murió. No obstante, a pesar de toda esta lógica, son ideas que permanecen en mí como un sueño, con su código indescifrable, acechándome, obsesionándome.
Como me obsesiona la Guerra de Secesión. En la primera parte de Los sueños de Lincoln, a Jeff le ofrecen el trabajo de investigar los efectos a largo plazo de la Guerra de Vietnam. Lo rechaza. «Estoy muy ocupado estudiando los efectos a largo plazo de la Guerra de Secesión.» Supongo que esto es lo que yo he hecho, también, al escribir este libro. Porque la Guerra de Secesión no ha terminado. Sus imágenes, como un sueño, continúan con nosotros: jóvenes tendidos boca abajo en campos de trigo y huertos, y Robert E. Lee a lomos de Traveller. Y Lincoln, muerto en la Casa Blanca, y el sonido de alguien que llora.
La Guerra de Secesión1 nos inquieta a todos, muchos años después, y nos asalta mientras dormimos. Como un grito de ayuda, como una advertencia, como un sueño. Y la estudiamos, intentando descodificar su mensaje, que permanece fuera de nuestro alcance.
1 Se traduce en el prólogo como Guerra de Secesión americana, para no confundir al lector sobre su emplazamiento histórico. Sin embargo, en el texto, se ha preferido emplear el término «Guerra Civil», una vez que ya es conocido y que se refiere a la guerra entre los estados de la Unión y los de la Confederación, y no al conflicto español. (N. del T)
Quizá la vida no sea la posesión más preciosa del hombre, después de todo. Por supuesto es posible inducir a los hombres a entregarla voluntariamente en ocasiones, y los términos apenas parecen tener sentido a menos que haya algo en el asunto que no entendamos. Se pierden vidas por cosas insignificantes que en nada benefician a los muertos: unos cuantos palmos de terreno en un campo de trigo, por ejemplo, o la posesión temporal de una colina o unos pastos azotados por el viento; y de vez en cuando se pierden en vano, sin que nadie gane nada en absoluto.
BRUCE CATTON,
Mr. Lincoln's Army
1
Criaban tales caballos en Virginia entonces, caballos que se recordaban después de su muerte y se enterraban no muy lejos de terrenos ristianos a fin de que si sus jinetes despertaban no tuviesen que deambular por la tierra en su buscay pudiesen cabalgar por los prados con paso sereno y la mano Tranquila.
—STEPHEN VINCENT BENET
Traveller murió de tétanos dos años después de que falleciera Robert E. Lee. Lo descubrí un día de febrero, el día que fui a ver d3ónde estaba enterrado Willie, el hijo de Abraham Lincoln. Llevaba más de un año buscando la tumba y cuando por fin encontré el dato en una biografía de Mary Todd Lincoln, salí corriendo de la biblioteca con el libro bajo el brazo. Se disparó una alarma, y una de las bibliotecarias salió en pos de mí gritando:
— Jeff, ¿te encuentras bien? ¡Jeff!
Nevaba con fuerza ese día, una de esas nevadas típicas de primavera. Tardé casi una hora en llegar con el coche al viejo cementerio de Georgetown. No sé qué pensé que iba a encontrar, tal vez alguna pista sobre el paradero de Annie y lo que le había sucedido, algún mensaje que me revelase qué les había ocurrido a todos ellos, a Tom Tita, a Ben y al resto de los soldados que habían muerto en la Guerra Civil y que yacían enterrados juntos bajo losas de granito no más grandes que un trocito de papel.
Sin embargo allí no había nada, ni siquiera el cuerpo de Willie Lincoln, así que regresé a la casa de Broun, saqué la biografía en cuatro volúmenes de Freeman sobre Lee e intenté investigar qué había pasado con Traveller.
Como con todo lo demás que había sucedido, había a la vez demasiadas pistas y demasiado pocas, pero al final averigüé lo que necesitaba saber, igual que había encontrado dónde habían enterrado a Willie, igual que había descubierto la causa de los sueños de Annie. Después de todo, esto era lo que se me daba bien, ¿no?, esclarecer hechos oscuros. Traveller había vivido dos años más. Pisó un clavo y contrajo el tétanos. Habían tenido que pegarle un tiro.
Conocí a Annie hace dos años, la noche de la rueda de prensa de Broun. Se suponía que la recepción era una fiesta para anunciar la futura publicación de la duodécima novela de Broun, Las cadenas del deber, y para entregar a la prensa las pruebas de imprenta encuadernadas. Pero no había pruebas. Ni siquiera había un libro terminado.
La rueda de prensa estaba programada para la última semana de marzo, pero a finales de febrero Broun todavía estaba liado con el manuscrito, haciendo modificaciones y luego modificando las modificaciones, de modo que una semana antes del acontecimiento regresé a Virginia Occidental, para tratar de averiguar exactamente cuándo compró Lee a Traveller.
Era un dato irrelevante para el libro, ya que sin lugar a dudas Lee había cabalgado sobre Traveller en Antietam en septiembre de 1862, pero a Broun le preocupaba mucho este tipo de detalles, y esto me inquietaba.
Broun estaba encallado con Las cadenas del deber. Por lo general entregaba como un reloj sus novelas sobre la Guerra Civil estadounidense: de la propuesta al borrador, el manuscrito y las galeradas corregidas, y por eso su editora, McLaws y Herndon, había fijado la fecha de la rueda de prensa antes de contar con el manuscrito corregido.
Tal vez yo habría hecho lo mismo. En los cuatro años que llevaba investigando para Broun, él nunca se había retrasado en una entrega. Pero con Las cadenas del deber no había respetado un solo plazo, y cuando lo llamé desde Virginia Occidental todavía estaba efectuando cambios importantes.
— Estoy pensando en añadir un capítulo al principio del libro, Jeff —dijo—. Para explicar por qué se alista Ben Freeman.
— Creía que ya habías enviado el manuscrito corregido —repuse.
— Lo hice, hijo. Hace tres semanas. Pero luego empecé a preocuparme por Ben. Se alista sin más, sin ningún motivo. ¿Harías tú una cosa semejante?
— No, pero un montón de reclutas sí lo hizo. Escucha, te llamo porque tengo algunos problemas con Traveller. En una carta a una de sus hijas, Lee dice que compró a Traveller en el otoño de 1861, pero los archivos de aquí muestran que no lo hizo hasta 1862, durante la campaña de Carolina.
— Debían de tener algún motivo para alistarse —insistió Broun—. ¿Y si Ben corteja a una muchacha que está enamorada de otro tipo?
McLaws y Herndon matarían a Broun si empezaba a añadir capítulos nuevos a estas alturas.
— Creo que el principio está bien —le aseguré—. Ben no tiene por qué tener un buen motivo para alistarse. Nadie más en toda la Guerra Civil lo tuvo. La mayoría de los reclutas no sabía siquiera por qué se libraba la guerra, mucho menos por qué participaba en ella. Yo continuaría y lo dejaría tal como está, y lo mismo opino sobre Traveller. Voy a ir mañana a Lewisburg para comprobarlo en los archivos del juzgado, pero estoy casi seguro de que Lee no compró ese caballo en 1861.
— ¿Volverás a tiempo para la rueda de prensa? —preguntó Broun.
— Creía que la pospondrían, ya que el libro va retrasado.
— Las invitaciones se habían cursado ya. Intenta estar presente, hijo. Te necesito aquí para explicar por qué el libro está tardando tanto.
Quería pedirle que me lo explicara a mí, pero no lo hice. En cambio, estuve correteando por Greenbrier County durante tres días, intentando encontrar una nota garabateada o un acuerdo preliminar que zanjara el asunto de un modo u otro, y luego regresé a casa en medio de una tormenta espantosa, pero a tiempo para la recepción.
— Parece que hayas estado en campaña, hijo —me comentó Broun cuando llegué, a últimas horas de la tarde.
— He estado en campaña —dije, quitándome la trenca.
La nieve me había seguido desde White Sulphur Springs y luego se había convertido en lluvia helada a ochenta kilómetros de Washington. Me alegré de que Broun tuviera la chimenea encendida en su estudio del primer piso.
— Averigüé lo que querías saber sobre Traveller.
— Bien, bien —respondió él, retirando los libros de una silla y arrimándola al fuego. Colocó mi trenca húmeda sobre el respaldo—. Me alegro de que hayas vuelto, Jeff. Creo que por fin sé qué giro darle al libro. ¿Sabías que Lincoln soñó con su propio asesinato?
— Sí —contesté preguntándome qué demonios tenía eso que ver con una novela que trataba sobre Antietam—. Soñó que veía su propio cadáver en la Casa Blanca, ¿no?
— Soñó que se despertaba y oía llorar a alguien —aseveró Broun y quitó su gato siamés del sillón de cuero, que volvió de cara al fuego. No parecía tener ninguna prisa, aunque se suponía que la recepción comenzaría a las siete. Llevaba la raída chaqueta gris que solía ponerse para escribir y un par de pantalones anchos y parecía no haberse afeitado desde que me marché. Tal vez habían cancelado la recepción, después de todo.
Broun me indicó que me sentara.
— Cuando bajó no vio a nadie —prosiguió—, pero había un cadáver tendido en un ataúd en la Sala Este. El rostro del cadáver estaba cubierto por un paño negro, y Lincoln le preguntó al guardia de la puerta quién había muerto, y el guardia respondió: «El presidente. Lo mató un asesino…»
Me miraba ansioso, aguardando a que dijera algo, pero yo no tenía la menor idea de qué esperaba que dijese.
— Tuvo el sueño, ¿cuándo? ¿Un mes antes de morir? —pregunté poco convencido.
— Dos semanas. El 2 de abril. Lo había leído antes, pero mientras estabas fuera, la publicista de McLaws y Herndon me llamó para preguntarme qué libro pensaba escribir después de Las cadenas del deber. Lo necesitaba para la nota de prensa que iba a repartir en la recepción de esta noche, y le dije que no lo sabía, pero entonces me puse a pensar en el libro sobre Lincoln.
El libro sobre Lincoln. A esto se refería. Supuse que debía alegrarme. Si se ponía a trabajar en un libro nuevo, tal vez dejaría de complicarse la vida con Las cadenas del deber. El único problema residía en que el libro sobre Lincoln no era un libro nuevo. Broun decía que era su libro de la crisis de la mediana edad, a pesar de que no lo había empezado hasta que cumplió los sesenta.
«Tenía miedo de morirme antes de haber escrito algo importante, y todavía podría ocurrir. Nunca logré hacer despegar la maldita cosa», me dijo riendo cuando comencé a trabajar para él, pero sospeché que hablaba bastante en serio. Había intentado ocuparse en ello de nuevo un año después, pero sólo había trazado un esbozo general.
— Quiero que vayas a Arlington mañana, Jeff. —Se rascó la incipiente barba gris de la mejilla—. Necesito saber si enterraron a Willie Lincoln allí.
— Está enterrado en Springfield. En la tumba de Lincoln. —No hablo de dónde está enterrado ahora, sino durante la Guerra Civil. Su cuerpo no fue enviado a Springfield hasta 1865, cuando asesinaron a Lincoln. Willie murió en 1862. Quiero saber dónde estuvo enterrado durante esos tres años.
Yo no tenía ni idea de qué tenía que ver Willie Lincoln con el sueño de asesinato que tuvo su padre, pero estaba demasiado cansado para preguntarlo.
— No pensarás celebrar la recepción, ¿verdad? —dije, esperando de todo corazón que contestase que no—. El estado de las carreteras es desastroso.
— No, sigue en pie —Broun miró su reloj—. He de vestirme. Esos malditos periodistas siempre llegan temprano. —Debió de reflejarse en mi rostro cómo me sentía, porque añadió—: La batalla no estallará hasta las ocho, y yo me encargaré de las escaramuzas preliminares. ¿Por qué no te echas un rato?
— Creo que aceptaré el consejo —respondí y me levanté de la silla.
— Ah, ¿querrías hacerme un favor primero? —me pidió Broun—. ¿Quieres llamar a Richard Madison y asegurarte de que vendrá esta noche? Su novia dijo que vendrían, pero me gustaría que los llamaras y te asegurases de ello.
Los sueños de Lincoln, el cadáver de Willie Lincoln y ahora mi viejo compañero de dormitorio en la facultad. Renuncié incluso a poner cara de saber de qué estaba hablando.
— Llamó mientras estabas fuera —explicó Broun, rascándose la barba—. Insistió en que tenía que ponerse en contacto contigo inmediatamente. Le dije que no tenía tu teléfono pero que le llamarías, así que podía dejarte algún recado, pero él me pidió que te dijera que lo llamases, y cuando lo hiciste no tuve la oportunidad de transmitirte el mensaje, así que le llamé para informarle de que volverías hoy.
Tenía que haber una conexión en alguna parte.
— ¿Lo invitaste a la recepción?
— Invité a su novia a la recepción. Richard no se encontraba allí. La chica dijo que estaba en el Instituto del Sueño. Le pregunté qué hacía él allí, y ella me respondió: «Le dice a la gente lo que significan sus sueños.» Después de colgar me puse a pensar en los sueños de Lincoln y a preguntarme qué diría un psiquiatra sobre su significado, así que la llamé de nuevo y los invité a la recepción para poder preguntárselo. Pero como nunca he hablado con Richard y él quería que lo llamases, creo que sería buena idea que le telefonearas y te aseguraras de que van a venir. Y luego será mejor que descanses, hijo. Parece que estás a punto de desplomarte.
Salió. Permanecí delante del fuego durante un minuto, preguntándome por qué me había llamado Richard. Habíamos sido buenos amigos cuando compartíamos habitación en Duke, pero apenas nos habíamos visto en los seis años que habían transcurrido desde nuestra graduación. Él se había mudado a Nueva York a ocupar un puesto de interno y luego regresó a Washington para establecerse como residente en el Instituto del Sueño, lo que implicaba que estaba demasiado ocupado para ver a nadie.
Me había llamado sólo una vez el año anterior, y fue para hacerme una oferta de empleo. Uno de sus pacientes, un pez gordo del Pentágono, estaba realizando un estudio sobre los efectos a largo plazo de la Guerra de Vietnam y necesitaba un documentalista.
— No me interesa —le dije—. Todavía no he descubierto los efectos a largo plazo de la Guerra Civil.
— En este trabajo podrías hacer algo importante en vez de perder el tiempo investigando para un escritorzuelo hechos oscuros que no importan a nadie —espetó.
Yo acababa de pasarme el día entero intentando averiguar por qué el general Longstreet llevaba una zapatilla de paño en Antietam. Tenía ampollas en el talón, dato que Richard sin duda incluiría en la categoría de «hechos que no importan a nadie», pero yo no tenía ganas de explicárselo.
— Si ese trabajo para el Pentágono es tan magnífico, ¿cómo es que ese tipo es paciente tuyo? —pregunté en cambio.
— Sufre trastornos del sueño.
— Bueno, pues yo duermo de maravilla —respondí—. Dile que gracias, pero no.
Me pregunté si me había llamado para hacerme otra oferta de trabajo. Según Broun, Richard no había querido decirle de qué quería hablar conmigo, lo que significaba que probablemente se trataba de eso, y yo no estaba de humor para escucharlo.
Me di en cambio una ducha caliente y luego intenté echar una siesta, pero no paraba de pensar en Richard y al final decidí llamarlo y acabar de una vez. Regresé al estudio de Broun para usar el teléfono. Pensé que tal vez respondería la chica con quien Broun había hablado, pero no fue así. Contestó Richard, y no tenía una oferta de trabajo para mí.
— ¿Dónde demonios has estado? He tratado de localizarte —dijo.
— En Virginia Occidental —respondí—. Hablando con un hombre sobre algo relacionado con un caballo. ¿De qué querías hablar conmigo?
— De nada. De todas formas, ya es demasiado tarde. Broun dijo que se encargaría de que me llamaras —continuó, con tono casi acusador. ¿Por qué siempre me veía metido en conversaciones que para mí no tenían pies ni cabeza?
— Lamento no haber llamado antes. Acabo de regresar a casa. Pero escucha, fuera lo que fuese, podemos hablar sobre ello esta noche en la recepción.
Se produjo un silencio sepulcral al otro lado de la línea. —Vas a venir, ¿no? —dije—. Broun está realmente ansioso por hablar contigo sobre los sueños de Lincoln.
— No puedo ir —repuso—. Me resultará imposible. Tengo un paciente…
— Estamos más cerca del Instituto del Sueño que tu apartamento. Si les das el número del Instituto Broun, ellos podrán llamarte aquí en caso de emergencia. La verdad es que me gustaría verte, y quiero conocer a esa nueva novia tuya.
Otro largo silencio.
— Creo que Annie no debería… —dijo por fin.
— ¿Venir contigo? Claro que sí. Me ocuparé de ella mientras tú hablas con Broun. Se lo contaré todo sobre tus salvajes días estudiantiles en Duke.
— No. Dile a tu jefe que lo siento, pero no tengo nada que decirle acerca de los sueños de Lincoln, nada que él quiera oír. A estas alturas empezó a dolerme todo el cuerpo.
— Entonces díselo tú. Mira —suspiré—, no tienes que venir al acto entero. La recepción empieza a las ocho. Puedes hablar con Broun y aun así estar en la cama a las nueve, vigilando los movimientos oculares rápidos de esa tal Annie, o haciendo lo que sea que hagáis vosotros los psiquiatras. Por favor. Si no vienes, Broun me enviará a Indiana con toda esta tormenta para que averigüe qué pesadillas tuvo Lincoln de niño. Vamos, hazlo por mí, tu viejo compañero.
— No puedo quedarme después de las nueve.
— No hay problema —aseguré. Le di la dirección de Broun y colgué antes de que pudiera decir que no, y luego me senté al calor del fuego. El gato de Broun saltó sobre mi regazo, y lo acaricié, pensando que debería levantarme y meterme en la cama.
Broun me despertó.
— ¿Cuánto tiempo he dormido? —pregunté, frotándome el rostro con las manos para intentar despabilarme. Por mucho que hubiera dormido, todo me dolía más que nunca.
— Son las seis y media —dijo Broun. Se había puesto una chaqueta con una camisa de cuadros y una pajarita. Aún estaba sin afeitar. Tal vez se proponía dejarse la barba. Si era así, me parecía una idea terrible. Los pelillos negros y grises le quitaban todo el color de la cara. Presentaba un aspecto malcarado y peleón, como un comerciante de caballos sin escrúpulos.
— No debería haberte despertado, pero quería que echaras un vistazo a esto.
Me posó en la mano un puñado de hojas escritas a máquina.
— ¿Qué es esto? —dije—. ¿Willie Lincoln?
Atizó el fuego, que casi se había extinguido mientras yo dormía.
— Es esa primera escena, la que me preocupaba. No veía a Ben alistándose sin una razón concreta, así que la reescribí.
— ¿Lo saben McLaws y Herndon?
El gato de Broun saltó de mi regazo y se puso a juguetear con el atizador.
— Los llamaré mañana, pero quería que lo leyeras primero. Ben tenía que tener alguna motivación para alistarse.
— ¿Por qué? ¿Qué pasa más adelante en el libro cuando se enamora de Nelly? No necesita una motivación para eso. Nelly le da una cucharada de láudano, y pum, él está dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.
El gato enroscó una zarpa firmemente en torno al atizador, pero Broun no reparó en ello. Miraba el fuego.
— Estaban en guerra. La gente hacía este tipo de cosas durante la guerra; enamorarse, sacrificarse…
— Alistarse —añadí—. La mayoría de los reclutas de la Guerra Civil se alistaba sin motivo. Había una guerra, y se enrolaban en un bando o en otro. —Intenté devolverle la escena—. No creo que necesites una escena nueva.
Colocó el atizador en su sitio. El gato se tumbó delante, retorciendo la cola.
— De todos modos, me gustaría que lo leyeras —dijo Broun—. ¿Has llamado a tu compañero de habitación?
— Sí.
— ¿Va a venir?
— No lo sé. Creo que sí.
— Bien. Bien. Ahora le hincaremos el diente a este asunto de los sueños. Cerciórate y avísame en cuanto llegue. —Se encaminó hacia la puerta—. Voy a comprobar cómo está el servicio de comidas.
— ¿No sería mejor que te afeitaras?
— ¿Afeitarme? —exclamó horrorizado—. ¿No ves que voy a dejarme bigote y patillas? —Adoptó una pose con las manos en las solapas—. Como Lincoln.
— No te pareces a Lincoln —dije, sonriendo—, sino más bien a Grant después de una juerga.
— Podría decir lo mismo de ti, hijo —contestó él, y bajó a hablar con los encargados de la comida.
Intenté leer la nueva escena, deseando haber tenido tiempo de soñar un poco por mi cuenta. Me sentía más cansado que antes de la siesta. Ni siquiera era capaz de centrar la vista en el texto de Broun escrito a máquina. Los periodistas llegarían de un momento a otro, y entonces yo tendría que permanecer de pie, apoyado contra una pared durante horas interminables explicándole a la gente por qué el libro de Broun no estaba listo, y al día siguiente iría a Arlington a remover la nieve, en busca de la tumba de Willie Lincoln.
Si lograba averiguar dónde estaba enterrado, tal vez no tendría que pasarme el día limpiando de nieve viejas lápidas. Solté la escena reescrita y busqué el Años de Guerra de Sandburg.
Broun nunca ha creído en las bibliotecas. Tiene libros por toda la casa, y cada vez que termina uno, lo deposita en la estantería que tiene más a mano. Una vez me ofrecí a organizarle los libros, y me aseguró: «Sé dónde están todos.»
Tal vez él lo supiera, pero yo no, así que los ordené para mí: Grant y la campaña occidental en el gran comedor del piso de arriba, Lee en el solárium, Lincoln en el estudio. No sirvió de mucho. Broun seguía dejando los libros allá donde acababa de leerlos, pero era mejor que nada. Al menos tenía una posibilidad de encontrar lo que necesitaba. Por lo general. Pero esta vez no.
Años de Guerra de Sandburg no estaba donde yo lo había dejado, ni tampoco estaba Oates. Tardé casi una hora en encontrarlos, a Oates en el cuarto de baño del primer piso, a Sandburg en el solárium, bajo una de las
violetas africanas de Broun. Cuando me disponía a regresar arriba con ellos, una joven de People apareció y trató de sonsacarme información sobre el nuevo libro de Broun.
— ¿De qué trata? —preguntó.
— De Antietam —respondí—. Consta en el comunicado de prensa.
— No me refiero a ese libro, sino al nuevo que está empezando.
— Sabe usted tanto como yo —repuse, la dejé con Broun y volví al estudio con los libros que había encontrado para buscar a Willie Lincoln. Había muerto en 1862, cuando tenía once años. Celebraron una recepción en la planta baja de la Casa Blanca mientras él moría arriba. Y probablemente la gente llamaba una y otra vez al timbre, me dije, cuando sonó el timbre.
Eran más periodistas, y luego alguien del servicio de camareros y después más periodistas, y empecé a pensar que Richard no se presentaría, después de todo, pero la siguiente vez que sonó el timbre era él. Con Annie.
— No podemos quedarnos mucho tiempo —dijo Richard antes incluso de cruzar el umbral. Parecía cansado y tenso, lo que no representaba una buena publicidad para el Instituto del Sueño. Me pregunté si su aspecto tendría algo que ver con el hecho de que me hubiese llamado cuando estaba en Virginia Occidental.
— Me alegro de que pudierais venir los dos —dije, volviéndome hacia Annie—. Soy Jeff Johnston. Compartía habitación con este tipo antes de que se convirtiera en un reputado psiquiatra.
— Me alegro de conocerte, Jeff —respondió ella con seriedad.
No era en absoluto como yo esperaba. Richard había salido sobre todo con enfermeritas llamativas cuando estaba en la facultad de medicina, y con trepas de Washington cuando empezó a trabajar en el instituto. Nunca había mirado siquiera a alguien como Annie. Era pequeña, con el cabello rubio y corto y ojos de color gris azulado. Llevaba un pesado abrigo gris y zapatos de tacón bajo y aparentaba unos dieciocho años.
— La fiesta es arriba —les informé—. Es una especie de zoológico, pero…
— No tenemos mucho tiempo —insistió Richard, pero no miró su reloj, sino a Annie, como si fuera ella quien tenía prisa. Ella no parecía preocupada en absoluto.
— ¿ Y si pido a Broun que baje aquí? —sugerí, no muy seguro de poder arrancarlo de las garras de los periodistas—. Podéis esperar en el solárium.
Los llevé hasta allí. Era, como todas las otras habitaciones de la casa, un cuarto en el que Broun dejaba desperdigados los libros, aunque su función era albergar plantas tropicales. Tenía ventanales de invernadero y un calentador que mantenía la temperatura diez grados más alta que en el resto de la casa. Broun había colocado un adorno de violetas africanas en una mesa delante de las ventanas y añadido un antiguo sofá para dos y un par de sillas, pero el resto de la habitación estaba repleto de libros.
— Dejad que cuelgue vuestros abrigos —dije.
— No —replicó Richard, dirigiendo una mirada de ansiedad a Annie—. No. No nos quedaremos mucho rato.
Subí las escaleras y me acerqué a Broun. Los proveedores acababan de servir el bufé, de modo que nadie lo echaría de menos. Le dije a Broun que Richard había llegado pero que no podía entretenerse, y lo conduje hacia las escaleras, pero la periodista de People se pegó a él como una lapa, y Broun tardó sus buenos cinco minutos en librarse de ella.
Por poco no los encontramos cuando bajamos. Richard estaba en la puerta del solárium.
— Son casi las nueve —decía—. Creo que…
— Me alegro de conocerle, doctor Madison. Así que es usted el antiguo compañero de habitación de Jeff —lo saludó Broun, interponiéndose entre Richard y la puerta principal—. Y usted debe de ser Annie. Hablé con usted por teléfono.
— Sí —dijo ella—. Tenía muchísimas ganas de conocerlo, señor Brou…
— Tengo entendido que quería usted hablar conmigo sobre Abraham Lincoln —la interrumpió Richard antes de que llegara a pronunciar el apellido de Broun.
— Así es —respondió éste—. Le agradezco que haya venido. He estado haciendo algunas investigaciones sobre Lincoln. Tuvo algunos sueños bastante extraños —le sonrió a Annie—, y como usted me dijo que el doctor Madison aquí presente le revela a la gente lo que significan sus sueños, pensé que tal vez podría aclararme algo sobre los sueños de Lincoln. —Se volvió hacia Richard—. ¿Han cenado ya? Hay un maravilloso bufé en el piso de arriba, si los periodistas no lo han devorado ya. Langosta y salmón y unas maravillosas gambas rebozadas que…
— No tengo mucho tiempo —soltó Richard, mirando a Annie—. Le dije a Jeff por teléfono que no creía poder ayudarle. No es posible analizar los sueños de alguien a partir de un relato de segunda mano. Hay que saberlo todo sobre la persona.
— Broun lo sabe todo sobre Lincoln —tercié.
— Necesito principalmente alguna información acerca de la visión moderna de los sueños —dijo Broun, agarrando a Richard por el brazo—. Le prometo que sólo le robaré unos minutos de su tiempo. Picaremos algo por el camino y…
— No creo… —lo cortó Richard, dirigiendo otra mirada ansiosa a Annie.
— Tiene usted toda la razón —dijo Broun, sujetando con firmeza el brazo de Richard—. ¿Por qué ha de aburrirse nuestra joven dama con un montón de áridos datos históricos cuando tiene la posibilidad de disfrutar de una fiesta? Jeff, le harás compañía, ¿verdad? ¿Le traerás algunas de esas gambitas rebozadas y un poco de champán?
Richard miró a Annie como si esperara que pusiese objeciones, pero ella no dijo nada, y a mí me pareció que se sentía aliviada.
— Jeff cuidará bien de ella —aseveró Broun con tono animado, como un hombre que intenta hacer un trato—. ¿Verdad, Jeff?
— Cuidaré bien de ella —dije, mirándola—. Lo prometo.
— El sueño que me preocupaba es uno que Lincoln tuvo dos semanas antes de que lo asesinaran —dijo Broun, guiando con decisión a Richard hacia su estudio escaleras arriba—. Soñó que se despertaba en la Casa Blanca y oía llorar a alguien. Cuando bajó…
Desaparecieron en el barullo de ruido y gente en lo alto de las escaleras. Me volví hacia Annie, que los observaba.
— ¿Te gustaría subir a la fiesta? —pregunté—. Broun se molestará si no pruebas algunas de las gambas rebozadas. Sonrió y sacudió la cabeza.
— No creo que Richard tarde tanto.
— Sí, no parecía entusiasmarle la perspectiva de analizar los sueños de Lincoln. —La conduje de nuevo hacia el solárium—. No paraba de decir que teníais que marcharos. ¿Es que uno de sus pacientes está haciéndole sudar la gota gorda?
Ella se acercó a las ventanas y se asomó.
— Sí —respondió—. Richard me dijo que eras historiador.
— ¿Te dijo también que piensa que estoy loco por pasarme la vida buscando oscuros hechos que no importan a nadie?
— No —contestó ella, todavía contemplando la lluvia convertirse en aguanieve—. Últimamente reserva este adjetivo para mí. —Giró para mirarme—. Soy paciente suya. Tengo un trastorno del sueño.
— Vaya. ¿Quieres que guarde tu abrigo? —pregunté, por decir algo—. Broun mantiene esta habitación como un horno.
Ella me lo dio, y yo fui a colgarlo en el armario del pasillo, intentando encontrar sentido a lo que acababa de decirme. Richard no me había corregido cuando me referí a ella como su novia, y Broun me había dicho que ella había contestado al teléfono en su apartamento, pero si era su paciente, ¿por qué vivía con él?
Cuando regresé al solárium, ella estaba contemplando las violetas africanas de Broun. Me acerqué a las ventanas y miré al exterior, tratando de pensar en algo de que hablar. Difícilmente podía preguntarle si se acostaba con Richard o si su trastorno del sueño guardaba alguna relación con el asunto.
— Tengo que ir mañana al Cementerio Nacional de Arlington en medio de este mal tiempo —dije—. He de averiguar dónde enterraron a Willie Lincoln, para Broun. Willie era el hijo pequeño de Abraham Lincoln. Murió durante la guerra.
— ¿Haces toda la investigación sobre la Guerra Civil para Broun? —preguntó Annie, tomando una de las violetas africanas.
— La mayor parte del papeleo. Verás, cuando Broun me contrató por primera vez, apenas me dejaba ayudarlo con la documentación. Tardé casi un año en convencerlo de que me permitiese realizar sus encargos, y ahora desearía no haber hecho tan buen trabajo. Parece que va a nevar ahí fuera.
Ella depositó de nuevo el florero sobre la mesa y me miró.
— Háblame de la Guerra Civil.
— ¿Qué quieres saber? —pregunté. De pronto deseé haber echado esa siesta para poder desplegar todo mi ingenio en la conversación, contarle historias sobre la guerra que de algún modo borraran aquella triste expresión de sus ojos grisáceos—. Soy experto en Antietam, el día más sangriento de la Guerra Civil. Posiblemente el día más importante también, aunque Broun lo discuta. El general Lee necesitaba una victoria para que Inglaterra reconociera a la Confederación, y por eso invadió Maryland, pero no salió bien. Tuvo que retirarse a Virginia y…
Me detuve. Yo mismo estaba quedándome dormido, y sólo Dios sabía qué estaba haciéndole a Annie, quien probablemente nunca había oído hablar de Antietam.
— ¿Qué tal sobre Robert E. Lee? Y su caballo. Sé todo lo que hay que saber sobre ese maldito caballo.
Ella se apartó el pelo corto del rostro y sonrió.
— Háblame de los soldados.
— Los soldados, ¿eh? Bueno, eran granjeros principalmente, chicos sin educación. Y eran muy jóvenes. La edad media de un soldado de la Guerra Civil era de veintitrés años.
— Yo tengo veintitrés años.
— No creo que tuvieses que preocuparte mucho al respecto. No reclutaban a mujeres en la Guerra Civil —le expliqué—, aunque tal vez habrían tenido que hacerlo si hubiera durado un poco más. La Confederación se vio reducida a ancianos y niños de trece años. Si te interesan los soldados, hay montones de ellos enterrados en Arlington. ¿Te gustaría acompañarme mañana?
Ella tomó otra de las violetas del jarrón y pasó un dedo por las hojas.
— ¿A Arlington? —dijo.
Richard y yo habíamos compartido habitación en Duke durante cuatro años. Yo ni siquiera le había puesto la vista encima a una de sus chicas, y esta noche le había prometido que cuidaría de ella por él.
— Arlington es un lugar magnífico para visitar —aseguré, como si no hubiera pasado los tres últimos días y noches subsistiendo a base de café y pastillas de cafeína y sin ansiar otra cosa que regresar a casa de Broun y dormir de un tirón hasta la primavera, como si ella no viviese con mi antiguo compañero de cuarto—. Hay mucha gente famosa enterrada allí, y la casa está abierta al público.
— ¿La casa? —preguntó ella, inclinándose sobre otra de las violetas.
— La casa de Robert E. Lee —dije—. Fue su plantación hasta que estalló la guerra. Entonces la Unión la ocupó. Enterraron a soldados unionistas en el jardín delantero para asegurarse de que nunca la recuperara, y nunca lo hizo. La convirtieron en cementerio nacional en 1864. He estado investigando mucho sobre Robert E. Lee últimamente.
Ella me observaba.
Y había introducido la mano en el florero,
— ¿Tenía un gato? —preguntó.
Me volví y miré detrás de mí, hacia la puerta, pensando que el siamés de Broun había bajado para huir de la fiesta, pero no estaba allí.
— ¿Qué? —dije, mirando su mano.
— ¿Tenía un gato Robert E. Lee cuando vivía en Arlington?
Yo estaba demasiado cansado, eso era todo. Si hubiera echado una cabezada en vez de buscar a Willie Lincoln y hablar con periodistas, habría sido capaz de comprender todo esto; el hecho de que la hubiese invitado a salir aunque vivía con Richard, y de que ella me preguntase si Lee tenía un gato mientras manoseaba la tierra del florero como si intentase cavar una tumba.
— ¿Qué clase de gato? —inquirí.
Ella había arrancado la violeta por las raíces y la sujetaba con fuerza en la mano.
— No lo sé. Un gato amarillo. Con franjas más oscuras. Estaba allí, en el sueño.
— ¿Qué sueño? —dije, y vi que dejaba caer el florero vacío. Se estrelló a sus pies.
— Ese sueño que tengo —contestó—. En él estoy en la casa donde crecí, de pie en el porche delantero, buscando al gato. Ha nevado, una húmeda nieve de primavera, y se me mete en la cabeza que ha quedado enterrado en la nieve, pero entonces lo veo en el manzanal, abriéndose paso a saltitos graciosos.
Yo no sabía adónde quería llegar, pero al oír la palabra «manzanal» me senté en el brazo del sofá, mirando inquieto por encima de mi hombro para ver si Richard y Broun se acercaban. No había nadie en las escaleras.
— Lo llamé, pero él no me hizo caso, así que fui a buscarlo —sujetaba la violeta como si fuera un ramillete, arrancando las hojas con movimientos ausentes y desesperados—. Llegué hasta el árbol y traté de recoger al gato, pero no se debaja. Traté de cogerlo y pisé algo… —Había arrancado todas las hojas y empezó con las flores.
»Era un soldado de la Unión. Vi la manga azul de su uniforme que asomaba de la tierra. Todavía empuñaba su fusil, y tenía un trozo de papel prendido en la manga. Alguien lo había enterrado en el huerto, pero no a suficiente profundidad, así que cuando la nieve empezó a derretirse su brazo quedó al descubierto. Me agaché y desprendí el papelito, pero cuando lo miré vi que estaba en blanco. Tuve la impresión de que tal vez fuera una especie de mensaje, y esto me asustó. Di un paso atrás, y algo cedió bajo mi pie.
Ya nada quedaba de la violeta excepto las raíces, cubiertas de tierra, y ella las aplastó en su puño.
— Era la gorra de otro soldado —prosiguió—. No le había pisado la cabeza, pero donde la nieve se había derretido alcancé a verlo tendido boca abajo, sobre su arma. Tenía el pelo ni' bio. El gato se acercó y le lamió la cara, como solía lamer la mía para despertarme.
»Quienquiera que los había enterrado apenas les había echado tierra encima, y la nieve los había ocultado, pero ahora estaba derritiéndose. Yo no veía más que algún pie o una mano, y no quería pisarlos, pero cada vez que me movía pisaba los cuerpos que había debajo. Y el gato los pisaba también.
Había soltado lo que quedaba de la violeta y miraba hacia la puerta, sin verme a mí.
— Estaban enterrados por todo el huerto y el jardín, hasta los escalones delanteros de la casa.
Percibí sonidos en la escalera, y reaccioné, por primera vez esa noche, como si estuviera completamente despierto. Extendí la mano y recogí del suelo un puñado de tierra y de hojas arrancadas.
Cuando entró Richard con el abrigo sobre el brazo, Annie y yo estábamos agachados, con las cabezas juntas, recogiendo los añicos del florero, y mis manos estaban tan sucias como las de ella.
Me levanté, con un puñado de tierra y triángulos de barro en las manos.
— ¿Habéis dilucidado qué causaba los sueños de Lincoln? —pregunté.
— No. Ya te dije que no podía aclararle lo que quería saber —respondió Richard. Miró a Annie, situada detrás de mí—. Tenemos que marcharnos. Ve a buscar tu abrigo.
— Lo traeré yo —me ofrecí y me dirigí al armario del pasillo. Broun bajó pesadamente las escaleras.
— ¿Sigue aquí?
Le indiqué el solárium. Broun entró a toda prisa, y yo lo seguí con el abrigo de Annie.
— Lo siento mucho, doctor Madison —dijo Broun—. Esa maldita periodista de People me abordó mientras bajaba. Quería decirle…
— Me preguntó mi opinión, y yo se la he dado —lo cortó Richard, tenso.
— Así es —contestó Broun—. Le agradezco que lo haya hecho. Y tal vez tenga usted razón, y Lincoln estaba a punto de sufrir un acceso psicótico, pero tiene que recordar que se habían cometido ya varios atentados contra su vida, y por tanto me parece que sería normal que él…
Richard se puso el abrigo.
— ¿Quiere que le diga que los sueños son normales? Bueno, pues no puedo. Un sueño como ése es un síntoma evidente de una grave neurosis.
Miré a Annie. No se había movido. Se encontraba de pie junto a mí, con las manos llenas de hojas y trozos de florero, y una expresión que me reveló que había oído todo esto antes.
— Lincoln necesitaba inmediata ayuda profesional —aseveró Richard—, y no pienso quedarme cruzado de brazos sin decir nada. Mi deber como médico es…
— Creo que Lincoln está ya por encima de la ayuda de cualquier médico —observó Broun.
— Debemos irnos —espetó Richard, enfadado, abotonándose el abrigo.
— Bueno, aunque estemos en desacuerdo, me alegro de que haya venido —dijo Broun, pasándole a Richard un brazo por encima de los hombros—. Lamento que no pueda quedarse para la cena. Esas gambas rebozadas están maravillosas.
Guió a Richard hasta el pasillo.
Me pregunté, con el abrigo gris en las manos, si no estaría dormido y soñando todo esto. Annie se acercó para agarrar el abrigo y le ayudé a ponérselo.
— ¿ Cómo se llamaba el gato? —pregunté—. En tu sueño. —No lo sé —respondió—. No es mi gato.
Bajó la cabeza para abrocharse el abrigo y luego volvió a mirarme.
— No es mi sueño —dijo—. Sé que no me creerás porque Richard no me cree. Piensa que me encamino hacia un acceso psicótico, y tú también debes imaginar que estoy loca, pero no es mi sueño. Lo estoy soñando, pero es el sueño de otra persona.
— Su… Él ha ido a buscar el coche —anunció Broun, al vernos.
— Lamento lo de sus violetas africanas —se disculpó Annie—. Estaba mirando una de ellas y…
— No tiene importancia, no tiene importancia. —La condujo hasta la puerta principal y la salida, sin parar de hablar todo el tiempo—. Me alegro mucho de que hayan venido a nuestra recepción.
Cuando regresó, yo estaba a cuatro patas delante de la estantería, buscando el volumen dos de Freeman.
— Acabo de mantener una conversación bastante peculiar con tu compañero de habitación —dijo. Se sentó en el brazo del sofá y miró el montoncillo de tierra y de fragmentos de florero que habían sido sus violetas. Se rascó la desaliñada barba, pareciéndose más que nunca a un mercader de caballos—. Me aseguró que el sueño de Lincoln era un símbolo de algún trauma profundo, probablemente infantil.
Encontré El zorro gris y busqué «Gatos» y después «Lee, amor a los animales de›, en el índice.
— Bueno, ¿qué esperabas de un psiquiatra? —dije, deseando que regresara a la fiesta para poder averiguar si Lee tenía un gato.
— Le dije que el trauma profundo era probablemente la Guerra Civil, y que me parecía perfectamente normal que soñara con asesinatos y ataúdes en la Casa Blanca. ¿Sabías que colocaron el ataúd de Willie en la Sala Este?
— ¿Tenía un gato Robert E. Lee? —pregunté.
Broun me miró.
— Lincoln tenía gatos. Gatitos. Los adoraba.
— Lee, maldición, no Lincoln. Cuando vivía en Arlington, ¿tenía un gato?
— No lo sé —respondió con el mismo tono conciliador que había empleado con Richard—. Tal vez Freeman diga algo sobre un gato.
— Tal vez sí, pero no tengo la más remota idea de dónde está el Freeman. Guardas el volumen uno en el desván, el volumen tres bajo la cama, y el volumen cuatro está tan descuajeringado que puedes convertirlo en abono para tus violetas africanas. Si tuvieras una biblioteca como Dios manda en vez de este maldito lío desorganizado…
— Tu compañero de habitación —continuó Broun— dijo que todos los cadáveres medio enterrados en el sueño evidenciaban que Lincoln estaba obsesionado con la muerte.
Levanté la vista del libro. Él me miraba con sus brillantes ojillos de vendedor de caballos.
— ¿Tienes idea de lo que estaba hablando? —preguntó Broun.
— No —respondí. Recogí los libros dispersos y empecé a ponerlos en el estante—. Me voy a la cama. He de viajar a Arlington por la mañana.
Se levantó y me dio una palmadita en el hombro.
— No te molestes ya —dijo—. Eso puede esperar. Acabas de regresar a casa tras un largo viaje, y sé que estás cansado. Vete a la cama, hijo, Yo me encargaré de esa muchedumbre de arriba. —Todavía tenía la mano encima de mi hombro—. ¿Tuviste oportunidad de leer esa escena que te di?
— No.
— Hice que Ben se peleara con su hermano por una chica. Me pregunto cuántos soldados hicieron eso, alistarse a causa de alguna muchacha.
Miré el libro que tenía en mis manos. Era el perdido volumen dos.
— No lo sé —contesté y me marché de allí.
2
Robert E. Lee vio por primera vez a Traveller durante la campaña de Big Sewell Mountain en Virginia Occidental. Entonces montaba a Richmond, un gran semental bayo que un puñado de admiradores de Richmond le había regalado. El caballo Richmond carecía de nervio y de disposición para la guerra. Se cansaba fácilmente y relinchaba y se encabritaba cada vez que había otros caballos cerca. Cuando ordenaron a Lee que se dirigiera al sur, no se llevó a Richmond consigo. Eligió un caballo llamado Ruano Marrón que más tarde se quedó ciego y tuvo que ser retirado. Después de Manassas, el general Jeb Stuart le regaló a Lee una bonita yegua llamada Lucy Long para que reemplazara a Traveller. En 1864 Lucy se agotó y Lee la envió a retaguardia para que se recuperase. Unos vagabundos la robaron y la vendieron a un cirujano de Virginia.
No me desperté hasta las diez al día siguiente, y cuando lo hice fue con la idea de que el teléfono había estado sonando. Debió de ser así. La luz de los mensajes estaba encendida. Puse en marcha el contestador automático y escuché los mensajes mientras me vestía. Había dos. El primero era de Broun. Tenía el sonido crepitante del teléfono de su coche.
— Jeff, voy camino de Nueva York —dijo—. He llamado a mi editor esta mañana. Dice que es demasiado tarde para añadir una escena, que ya han impreso las galeradas, así que voy a llevarle la escena en persona para asegurarme de que la incluya. Regresaré esta noche. Ah, y olvídate de lo de ir a Arlington. Me puse a pensar esta mañana. Arlington no fue declarado cementerio oficial hasta 1864, y Willie murió en 1862. Ya descubriremos más tarde dónde lo enterraron. Quédate en casa y descansa un poco, hijo. Parece que va a nevar. Por cierto, he ordenado los libros.
Me asomé a la ventana. Al parecer había nevado lo suficiente para cubrir las calles durante la noche con una capa helada, pero ahora volvía a empezar. Sólo eran unos cuantos copos grandes que se fundían incluso antes de alcanzar la acera, pero así había empezado la tormenta en Virginia Occidental.
El mensaje terminó largo rato antes de que la máquina y yo nos diéramos cuenta. Broun se había negado a comprar un contestador normal, de aquellos que emiten un pitido a los treinta segundos. «Nadie con quien merezca la pena hablar es capaz de decirte qué quiere en treinta segundos., Esto fue lo que dijo, pero lo que en realidad quería era poder leer largos párrafos de galeradas por teléfono o que yo le dictara los resultados de mis investigaciones en Springfield, para que quedara grabada en una cinta que él pudiera escuchar y yo transcribir al llegar a casa. Había mandado montar un complicado mecanismo en la pared tras su escritorio, con una cinta activada por la voz en la que cabían hasta tres horas de mensajes y con todo tipo de curiosos códigos y mandos a distancia para saltarse los mensajes y borrarlos.
Me puse un jersey y esperé al segundo mensaje. Era de Richard.
— Estoy en el Instituto —dijo—. Quiero hablar contigo. Parecía tan enfadado por teléfono como cuando se marchó la noche anterior.
Borré ambos mensajes y llamé en cambio a Annie, al apartamento de Richard.
— Soy Jeff —dije cuando ella respondió.
— Acabo de intentar llamarte —dijo ella—, pero la línea estaba comunicando. ¿Todavía quieres ir a Arlington para hacer tu investigación? Me gustaría acompañarte.
— Pensaba ir esta mañana. ¿Seguro que quieres venir? Parece que el tiempo va a empeorar bastante.
La nieve caía ahora con más fuerza y empezaba a pegarse a la acera. Me imaginé a Annie de pie junto al teléfono, en el salón de Richard, contemplándola.
— Aquí no nieva tanto —repuso—. Me gustaría ir.
— Te recogeré. Estaré ahí dentro de una hora aproximadamente.
— No atravieses toda la ciudad. Hay una estación de metro justo en las afueras de Arlington. Me reuniré contigo allí, ¿de acuerdo?
— Muy bien —contesté—. Estaré allí dentro de media hora.
Tomé un termo y lo llené con lo que quedaba del café del desayuno de Broun para llevármelo. Había pasado media noche en vela, intentando averiguar si Lee tenía un gato, como había preguntado Annie. No encontré el dato en el volumen dos de Freeman, ni en Elhombre de mármol, de Connelly. Había topado con una carta que Lee escribió a su hija Mildred, en la que mencionaba a Baxter y Tom the Nipper, pero éstos eran los gatos de Mildred y, de todos modos, había pocas posibilidades de que hubieran sobrevivido a los ajetreos de la guerra. Robert E. Lee júnior había anotado en la carta la observación de que a su padre le gustaban los gatos «a su manera y en su sitio», lo que parecía indicar que Lee no había tenido ningún gato en especial después de todo. Nada que yo hubiera encontrado en el maremágnum de libros de Broun indicaba que la familia hubiera poseído un gato cuando vivía en Arlington. Al final tuve que llamar a una de las voluntarias que instruían a los turistas en Arlington House. La arranqué de un profundo sueño, pero incluso medio despierta ella sabía la respuesta.
— Está en las cartas a Markie Williams —dijo y me explicó dónde encontrarlas.
La nieve se convirtió en una especie de mezcla de lluvia y nieve, más densa que ambas cosas, en cuanto me detuve en Rock Creek. Tardé casi veinte minutos en franquear el Lincoln Memorial y cruzar el puente.
Annie estaba esperando en la acera junto a las escaleras de la estación de metro, encogida con su abrigo gris para protegerse del aguanieve. Llevaba guantes grises, pero iba con la cabeza descubierta, y su cabello claro estaba húmedo por la nieve.
— Ya he soportado esta tormenta cuando regresaba de Virginia Occidental —le dije cuando subió al coche. Puse la calefacción al máximo—. ¿Qué te parece si olvidamos todo el asunto y vamos a almorzar a alguna parte?
— No —replicó ella—. Quiero ir.
— Muy bien. Pero tal vez no podamos ver gran cosa.
Arlington estaba siempre abierto, incluso en días como éste. Se trataba, después de todo, de un cementerio y no de una atracción turística, pero yo albergaba algunas dudas respecto a la casa.
La nieve se volvía poco a poco más espesa. Ni siquiera se distinguía el Seabes Memorial, mucho menos lo que había al otro lado del puente.
— Esto es ridículo —protesté—. ¿Por qué no…?
— Le pedí a Richard que me llevara a Arlington anoche. Cuando regresábamos a casa. Y otra vez esta mañana. No quiso. Dice que estoy intentando proyectar sentimientos reprimidos sobre una causa externa, que me niego a enfrentarme a un trauma que es tan terrible que no quiero admitir siquiera que es mío.
— ¿Eso es lo que crees tú?
— No lo sé.
— ¿Cuántas veces has tenido el sueño de los soldados muertos en el manzanal?
— No lo sé con exactitud. Lo he tenido todas las noches desde hace más de un año.
— ¿Más de un año? ¿Llevas tanto tiempo en el Instituto del Sueño?
— No —dijo ella—. Vine a Washington hará cosa de un par de meses. Mi médico me envió con el doctor Stone porque yo era lo que ellos llaman pleisomne. Me despertaba una y otra vez.
— ¿El doctor Stone?
— Es el director del Instituto, pero estaba en California, así que vi a Richard. Me quedé en el Instituto durante una semana mientras él realizaba toda clase de pruebas, y luego se suponía que tenía que ser una paciente externa, pero el sueño empeoró.
— ¿Empeoró? ¿Cómo?
— Cuando empecé a tenerlo, no recordaba gran cosa al despertar. El soldado muerto aparecía, y la nieve y el manzano, pero no estaba muy claro. No quiero decir que fuera brumoso exactamente, pero sí distante. Y luego, después de que llevara dos semanas en el Instituto, de repente se volvió más nítido, y cuando despertaba me sentía tan asustada que no sabía qué hacer.
Se estrujó las manos enguantadas sobre el regazo.
— ¿Regresaste al Instituto? —pregunté.
— No. —Se miró las manos—. Llamé a Richard y le dije que tenía miedo de quedarme sola, y él dijo que llamara a un taxi y fuera a verlo, que podía alojarme con él.
«Apuesto a que eso hizo», pensé.
— ¿Has dicho que el sueño se volvía más nítido? ¿Algo así como si se enfocara una cámara?
— No, no exactamente. El sueño en sí no cambió. Sólo se volvió más aterrador. Y más claro, de algún modo. Empecé a reparar en cosas como el mensaje en el brazo del soldado. Había estado allí todo el tiempo, pero yo no lo había advertido antes. Y caí en la cuenta de que el manzano estaba en flor. No creo que lo estuviera en el primer sueño.
Los limpiaparabrisas empezaron a helarse. Abrí mi ventanilla y extendí la mano para golpear la escobilla contra el parabrisas. Una estrecha tira de hielo se desprendió y se deslizó ventanilla abajo.
— ¿Y el gato? ¿Estaba en el sueño desde el principio?
— Sí. ¿Crees que estoy loca, como dice Richard?
— No. —Me alejé con mucho cuidado del bordillo hacia la amplia carretera.
No pude ver las puertas de piedra casi hasta que las tuvimos delante y tampoco alcancé a ver Arlington House. Por lo general se divisa desde el centro comercial, al otro lado del Potomac, alzándose como un templo griego en vez de una plantación, con su amplio porche y sus columnas de color de ante.
— Robert E. Lee tenía un gato, ¿verdad? —preguntó ella.
— Sí —contesté, viré en la verja de hierro que conducía al centro de los visitantes, mostré el pase de Broun que le permitía llegar en coche hasta el cementerio en vez de aparcar en el espacio reservado a los turistas, hasta un guardia con impermeable y un gorro cubierto por un plástico, y continué colina arriba hasta la parte trasera de Arlington House. Seguíamos sin ver más que el tenue contorno de la casa a través de la nevada, incluso después de que yo aparcara el coche detrás de la casa, junto al edificio exterior que habían convertido en tienda de regalos, pero Annie no miraba la casa. En cuanto aparqué el coche, se bajó y se encaminó al jardín como si supiera con exactitud adónde iba.
La seguí y atisbé la casa entre la nieve, para asegurarme de que estaba abierta a los visitantes. No pude comprobarlo. No había otros coches en el aparcamiento ni pisadas que condujeran hasta la casa, pero la nieve caía con tanta fuerza que quizá las había tapado. El único modo de averiguarlo era acercarme hasta la puerta principal, pero Annie se encontraba ya de pie delante de la primera de las lápidas en el borde del jardín, con la cabeza gacha para mirar el nombre de la tumba mojada, como si no fuera consciente siquiera de la nieve que caía.
Me acerqué a ella. La nieve aún no se adhería a la hierba excepto en pequeños manojos aislados que se derretían y volvían a helarse, creando telarañas de hielo entre las hojas, pero el viento había arrojado suficiente nieve contra las tumbas para hacer que resultasen casi ilegibles. Apenas distinguí el nombre de la primera lápida.
— «John Goulding, teniente, Decimosexto de Caballería de Nueva York» —leyó Annie.
— Éstos no son los soldados que enterraron aquí originalmente —le expliqué—. Aquéllos eran todos voluntarios. Se enterró a los oficiales en la colina, delante de la mansión.
La segunda lápida estaba cubierta de nieve. Me agaché y la limpié con la mano, deseando haber llevado guantes.
— ¿Ves? «Gustave von Branson, teniente, Compañía K, Tercero de los Voluntarios de Vermont, EE.UU.» El teniente Von Branson no fue enterrado aquí hasta 1865, después de que Arlington se convirtiera en cementerio nacional. —Me enderecé, frotándome las manos mojadas en los vaqueros, y me di la vuelta—. Entonces el comandante Meigs mandó trasladar a todos los voluntarios a…
Annie se había ido.
— ¿Annie? —llamé estúpidamente y miré entre las tumbas, pensando que tal vez se me había adelantado, pero no estaba allí. «Debe de haber entrado en la casa —pensé—. Tal vez esté abierta hoy después de todo.»
Regresé caminando deprisa por el sendero de grava y subí los resbaladizos escalones del porche. El viento arrastraba la nieve hacia el porche de ladrillo y contra los pilares de color de ante, de manera que parecían casi blancos.
Intenté abrir la puerta y luego la aporreé.
— ¿Está abierto? —grité, tratando de mirar por las ventanas.
No había pisadas en el porche a excepción de las mías, pero continué golpeando la puerta durante otro minuto entero, como si pensara que Annie se había quedado encerrada, hasta que mi yo racional me dijo que probablemente había sentido frío y había decidido regresar al coche. Rodeé la casa para comprobarlo.
Ella no estaba en el coche, y la tienda de regalos estaba cerrada a cal y canto, así que renuncié a fingir que no estaba preocupado y regresé corriendo a la parte delantera de la casa para otear desde allí arriba la pradera donde habían enterrado los cadáveres.
El viento había arreciado en el intervalo que tardé en llegar hasta el coche y volver, y no alcancé a ver más que unos pocos metros colina abajo.
— ¡Annie! —grité.
No estaba seguro de poder oírla si contestaba, pero grité de nuevo, dispuesto a echar a correr, y entonces capté un destello de gris que se movía entre los árboles al otro lado de Arlington House y salí a la carrera detrás de ella. Debía de estar en el Custis Walk, la amplia acera de cemento que subía desde la carretera. Trazaba una amplia curva alrededor de la colina para no estropear la vista de la casa, y me pregunté mientras corría si por eso habían cambiado de sitio también a los cadáveres, porque afeaban el paisaje.
El paseo apenas tenía nieve, protegido como estaba por los grandes árboles que crecían a lo largo de toda su extensión. Subí los resquebrajados e irregulares peldaños de dos en dos, intentando alcanzarla, y me encontré de pronto ante el muro curvo y la terraza de mármol del Kennedy Memorial. La llama eterna ardía en la tumba situada en el centro de un círculo de áspera piedra chamuscada, fundiendo la nieve que caía alrededor.
Miré hacia atrás. La nieve caía casi horizontal sobre la colina y yo no podía ver Arlington House, pero sí a Annie. Se hallaba en mitad de la colina, tras un muro bajo, contemplando el césped nevado donde ya no había nada enterrado. Debí de haber pasado justo por su lado, sin verla, mientras bajaba los escalones a toda prisa. Ella no notó que yo la observaba allí indefenso, ni miraba la llama eterna que parecía encogerse bajo los húmedos
copos de nieve que caían encima, pero yo sí la veía con claridad a pesar de la nieve y la distancia que nos separaba. Podía ver la expresión de su rostro.
La noche anterior me había parecido asustada, cuando me contaba su sueño, pero aquello no era nada comparado con el terror que ahora asomaba a su semblante. Vi a los soldados de cabello rubio con los brazos extendidos sobre la hierba cubierta de nieve, los fusiles todavía bajo sus cuerpos, y la tinta de los trozos de papel clavados a sus mangas que empezaba a emborronarse mientras la nieve alcanzaba los papeles y se fundía. Pude verlo todo, incluso el gato, reflejado en la cara de Annie, y supe que no había hecho bien al llevarla allí.
— ¡Annie! —aullé y arranqué a correr por la empinada pendiente, mientras mis zapatos resbalaban en la hierba helada—. ¡Espera! —grité, como si pensara que iba a caerse—. ¡Ya voy!
Trepé al muro de cemento y guijarros.
— Te perdí —jadeé, tratando de recuperar el aliento—. ¿Te encuentras bien?
— Sí —respondió ella, todavía mirando colina abajo—. Háblame de Robert E. Lee.
Las hombreras de su abrigo estaban cubiertas de nieve. Tenía el pelo mojado, aplastado sobre la cabeza. Debía de haber permanecido allí de pie todo el tiempo, mientras yo la buscaba.
— Me he equivocado al traerte aquí —dije—. Vas a pillar una pulmonía. Vayamos al coche.
— ¿Regresó alguna vez aquí?
— Conozco un lugar magnífico al otro lado del puente. Tiene una chimenea enorme. Un café colosal. Podemos hablar sobre Lee allí. —La agarré del brazo—. Te contaré todo lo que quieras saber.
Ella no mostró el menor indicio de que sintiera siquiera mi mano sobre su brazo.
— ¿Volvió aquí después de la guerra?
— No —contesté—. Lo vio una vez. Desde la ventanilla de un tren.
Asintió, como si yo hubiera confirmado algo que ya sabía.
— Acerquémonos al menos al porche de Arlington House —propuse—. Allí estaremos resguardados del viento.
— Era una buena persona, ¿verdad? Siempre dicen eso, que era una buena persona, ¿no es así?
Yo quería sacarla de la nieve, quitarle el abrigo mojado y los zapatos empapados y sentarla delante de una buena chimenea para que no pillara una neumonía, pero nunca conseguiría que cediera si no respondía a sus preguntas. Le solté el brazo.
— Era una buena persona, supongo, si cabe considerar bueno a alguien que dirigió la matanza de doscientos cincuenta mil hombres —dije—. Era valiente, digno, compasivo, amable con los niños y los animales. Todo el mundo lo apreciaba, incluso Lincoln.
— Sus soldados lo amaban —afirmó Annie. Se había quitado los guantes y los retorcía entre las manos.
— Sí —dije yo—. Una vez, en Cold Harbor, una columna de soldados suyos lo vio descansando bajo un árbol y difundió la noticia de que «Amo Robert» estaba dormido. La columna entera pasó junto a él prácticamente de puntillas para no despertarlo. Sus soldados lo amaban. Su caballo lo amaba.
— Doscientos cincuenta mil hombres —murmuró ella—. Si era un buen hombre, ¿cómo pudo soportar eso, la muerte de tantos muchachos jóvenes? Nunca lo superó, ¿verdad?
— No lo sé.
— Tal vez por eso no puede dormir. A causa de todos esos muchachos. —Se volvió hacia mí—. Ésta es la casa de mi sueño. En el sueño parece que es mi casa, pero no lo es. Es esta casa. Y no es mi sueño.
Se dio la vuelta y miró de nuevo la colina del Kennedy Memorial. La llama eterna, ardiendo en el interior del círculo de piedra ennegrecida, parecía la hoguera del campamento de un soldado.
— Háblame del gato.
— ¿Has tenido alguna vez un gato? ¿Cuando eras niña?
— No —respondió ella—. Crees que estoy loca, ¿verdad? Se había quitado los dos guantes. Sus manos, apoyadas sobre el áspero muro, estaban rojas y mojadas.
— No.
— Richard dice que me sucedió algo cuando era pequeña, algo que no recuerdo, que me causa esos sueños, y que el manzano y los cadáveres y el gato son símbolos de lo que sucedió. Dice que el papel en blanco clavado a la manga del soldado es un símbolo del mensaje que mi subconsciente está tratando de enviarme, pero que tengo demasiado miedo para leerlo.
— La hija de Robert E. Lee tenía un gato llamado Tom Ti—ta —dije—. Un gato atigrado amarillo. La familia Lee lo dejó olvidado cuando abandonó Arlington. Cuando una prima, Markie Williams, fue a Arlington a recoger algunas cosas y enviárselas, encontró al gato. Se había quedado encerrado en el desván y se alimentaba a base de ratones.
— ¿Qué le ocurrió?
Me incliné para recoger los guantes.
— No lo sé. —Se los tendí—. Ella no mencionó que se lo hubiese llevado consigo. Supongo que lo dejó aquí con los soldados de la Unión que ocupaban Arlington. No sé qué le sucedió.
— Tengo frío —dijo ella, avanzó delante de mí hasta la acera y subió al porche.
El porche no ofrecía una gran protección. La nieve empezaba a acumularse sobre los escalones de madera y había cubierto las losas hexagonales poco a poco.
— ¿Por qué no volvemos al coche y charlamos allí? —sugerí—. Aquí hace un frío que pela.
Se sentó en un banco pintado de negro.
— ¿Lo encontraste en un libro? —preguntó—. ¿Lo del gato?
— En una carta.
— Quizá yo lo leí también, hace mucho tiempo y luego olvide que lo había hecho. Quizá leí en alguna parte que Arlington era la casa de Lee y lo olvidé también.
— Como Bridey Murphy —dije—. La hiptonizaron. No tenía sueños.
— Según Richard, los sueños no son en realidad tal como los recordamos, sino emociones proyectadas como imágenes o símbolos. Pero en el momento en que las personas despiertan intentan ocultarse a sí mismas el significado del sueño añadiendo cosas y olvidando otras, de modo que significan otra cosa distinta. Tal vez esto es lo que estoy haciendo. Los convierto en soldados de la Unión muertos cuando en realidad son otra cosa.
— ¿Qué?
— No lo sé.
— ¿Qué clase de arma tenía el soldado? El que pisaste. Dijiste que todavía empuñaba su fusil. ¿ Qué clase de fusil era?
— Creo que era un arma de juguete —respondió ella—. Parecía un fusil, pero tenía un rollo de papel con cápsulas, como una pistola de juguete —me miró—. ¿Significa eso que le disparé a alguien con mi pistola de juguete en nuestro manzanal, y luego lo olvidé?
La nieve caía como una cortina en torno a nosotros. Apenas alcanzaba a ver más allá del porche.
— Una de las armas empleadas en la Guerra Civil era el fusil Springfield. Disparaba un balín mediante un rollo de papel de casquillos de percusión, como los que tienen las pistolas de juguete.
— Tuve otro sueño anoche —dijo.
— No podemos quedarnos aquí sentados. Puedes contármelo en el coche.
Me levanté y le tendí la mano. Ella la agarró con sus dedos helados, y la ayudé a levantarse, deseando asir sus dos manos y sujetarlas contra mi pecho, para frotarlas y darles calor, pero ella se soltó en cuanto estuvo de pie y se puso de nuevo los guantes empapados. Caminamos de regreso al coche.
Lo puse en marcha y encendí la calefacción y el aire a toda potencia. No puse los limpiaparabrisas, y la nieve acumulada impedía la visión de la casa, el jardín y las tumbas.
— Yo estaba de pie bajo el manzano —comenzó ella—, sólo que estaba en una colina, y al fondo había un arroyo, y donde se suponía que tenía que estar mi casa estaba la iglesia presbiteriana a la que asistía cuando era una niña pequeña —Se quitó los guantes, empezó a retorcerlos, y luego se detuvo y se los guardó en el bolsillo—. Era por la tarde, y Richard estaba allí. Llevaba puestas sus zapatillas, y miraba hacia abajo, pero no pude ver lo que estaba contemplando, y me enfadé porque hacía eso en vez de ayudarme a buscarlo.
Se detuvo, con la vista fija en el parabrisas cegado.
— ¿Ayudarte a buscar el qué? —pregunté.
— El mensaje. Se suponía que había ciento noventa y uno, pero faltaba uno, así que le dije a Richard: «Tenemos que encontrarlo», pero él no quería soltar el telescopio, sólo señaló a la colina y dijo: «Pregúntale a Hill. Él sabe dónde está», y al principio no entendí a quién se refería, pero entonces vi a un hombre montado en un caballo gris, y me acerqué y le dije enfadada: «¿Dónde está?», pero él tampoco me prestó atención. Intentaba bajarse del caballo, pero el caballo había caído hacia delante, como de rodillas. Las rodillas le habían cedido…
Trató de mostrármelo, pero sus codos no se doblaban de esa forma, y yo sabía ya qué aspecto presentaba el caballo. Cerré los ojos.
— Tenía un pie en el estribo y trataba de pasar la otra pierna por encima del arzón, pero no podía, y poco después subí hasta la colina para volver con Richard y dije: «Tenemos que encontrarlo.» Él no me respondió tampoco porque miraba con su telescopio más allá de la iglesia, al sur. Yo estaba a punto de quitarle el telescopio de las manos pero entonces vi qué estaba mirando. Una hilera entera de soldados de la Unión, que venían desde el sur. «¿De quién son esos soldados?», pregunté, y Richard me tendió el telescopio, pero mis manos estaban vendadas y no podía sostenerlo, así que le pedí que mirase de nuevo, y él dijo: «Son federales» y yo dije: «No, es Hill», y justo entonces el hombre que estaba en el caballo arrodillado llegó cabalgando en otro caballo, sólo que ahora llevaba una camisa de lana roja, y yo me alegré mucho de verlo porque esto significaba que aunque no lo habíamos encontrado, él había recibido el mensaje.
Yo guardé silencio. Pasé las manos por el borde del volante y pensé que debía llevarla de vuelta a casa antes de que la nevada empeorara y nos quedáramos los dos atrapados allí.
— Tal vez Richard tenga razón —dijo—, y lo que había en ese mensaje perdido es lo que no puedo recordar.
— ¿Qué hay de tus manos vendadas? ¿Y de los confederados con uniformes azules? ¿Y del número ciento noventa y uno? ¿Qué se supone que significan?
— No lo sé —contestó con tranquilidad, poniéndose de nuevo los guantes—. Richard tendrá que decírmelo. Él es el psiquiatra.
— El nuevo libro de Broun trata sobre Antietam —le expliqué—. He pasado los últimos seis meses investigando todo lo que hay publicado sobre esa batalla.
— ¿Y sabes por qué mis manos están vendadas?
— Lee se rompió la mano derecha y se hizo un esguince en la izquierda justo antes de la marcha a Maryland. Todavía llevaba el entablillado y las vendas en Antietam. Lee le envió un mensaje urgente a A. P. Hill en Harper's Ferry, diciéndole que acudiese con sus hombres cuanto antes, así que cuando vio soldados al sur confió en que fueran las tropas de Hill, pero los soldados llevaban uniformes azules.
»Le preguntó a uno de sus ayudas de campo: "¿De quién son esos soldados?" El ayuda de campo le comunicó que eran soldados de la Unión y le ofreció a Lee el telescopio, pero Lee alzó sus manos vendadas y dijo: "No puedo utilizarlo. ¿Quiénes son esos soldados?" El ayuda de campo volvió a mirar, y esta vez avistó los estandartes confederados.
»Eran los hombres de A. P. Hill, que llegaban desde Harper's Ferry tras una marcha forzada de veintisiete kilómetros. Hill cabalgaba a la cabeza. Llevaba una camisa roja —agarré el volante con fuerza—. Vestían con los uniformes de la Unión que se habían llevado de los almacenes federales que habían tomado en Harper's Ferry.
Annie se volvió y miró a través de la ventanilla lateral las tumbas que no se alcanzaban a ver.
— Quiero ir a casa —dijo.
3
Lee no compró a Traveller «en las montañas de Virginia en el otoño de 1861», como escribió su prima Markie Williams después de la guerra, pero consideró al caballo suyo a partir de ese momento y lo llamó «mi potro» cuando lo vio de nuevo en Carolina del Norte y se acercó a los establos para visitarlo. El palafrenero se quejaba de que «siempre andaba rondando mis caballos como si pretendiera robar uno de ellos».
Broun había llamado de nuevo, desde Nueva York, y había dejado un mensaje en el contestador. El tiempo era incluso peor en el norte. No había visto a McLaws y Herndon todavía, pero sí a su agente, que se había puesto hecha un basilisco por la escena nueva. Le había dicho a Broun que las galeradas ya habían entrado en prensa y que no era posible detener la tirada por una escena que el editor de Broun ni siquiera había aprobado, pero Broun iba a intentarlo de todos modos. Regresaría a casa esa noche si las condiciones climáticas se lo permitían. De lo contrario, volvería al día siguiente por la mañana.
— Quiero que veas a tu amigo Richard y averigües si sabe algo de los sueños prodrómicos. —Deletreó la palabra y luego, como si supiera que lo que pedía era imposible, añadió—: O mejor aún, llama a Kate a la biblioteca a ver si te da bibliografía sobre el tema. Y trata de averiguar dónde se enterró a Willie Lincoln. Lincoln soñaba con Willie después de que se muriera. Estoy decidido a aclarar este asunto.
Miré los libros, desparramados en los estantes bajo las violetas africanas. Broun debía de haberlos consultado de nuevo después de ordenarlos. Había una biografía de Lincoln abierta en todo lo alto. Rescaté un Freeman del desorden y luego lo dejé.
Me pregunté qué estaría haciendo Annie. Esperaba que se hubiera quitado la ropa mojada y se hubiera dado un baño caliente, hubiera comido algo, se hubiera ido a la cama, pero me la imaginaba de pie, como yo, contemplando la nieve, todavía con el abrigo gris, goteando sobre la alfombra al igual que yo, y empezando a tiritar.
Recogí la biografía de Lincoln y subí al estudio a guardarla. Sonó el teléfono.
— Quiero que te mantengas alejado de Annie —dijo Richard.
— ¿Me lo pides como su médico o como su novio?
— No estoy pidiéndote nada. Te lo estoy diciendo. Manténte apartado de ella. No tenías ningún derecho a llevarla a Arlington.
— Ella me pidió que la llevara —repuse—. Me dijo que te había pedido que lo hicieras, y que te habías negado. Así que supongo que tuviste tu oportunidad.
— Annie es emocionalmente inestable. Al llevarla allí, podrías haberle provocado un colapso psicótico completo.
— ¿Como ese chalado de Lincoln? —me burlé—. Le aseguraste a Broun que el viejo Abe iba encaminado a un colapso psicótico porque había soñado, nada menos, que con su propio asesinato. ¿Intentas decir que todo el que sueña con la Guerra Civil está loco?
— Ella no está soñando con la Guerra Civil.
— ¿Entonces de dónde demonios salieron los soldados de la Unión?
— Lo hiciste, ¿verdad? Mientras yo hablaba con Broun en el piso de arriba, le llenaste la cabeza con un montón de tonterías sobre soldados enterrados en el jardín de Arlington, alentando esa fantasía neurótica suya. Le dijiste que Robert E. Lee tenía un gato, ¿verdad?
— Lo tenía.
— Y en cuanto le contestaste esto a Annie, ella te dijo que el gato de sus sueños era exactamente igual que el gato de Robert E. Lee, ¿no?
No le respondí. Estaba pensando en Annie agarrada a la violeta africana y preguntando: «¿Tenía un gato Robert E. Lee? ¿Un gato amarillo? ¿Con franjas más oscuras?»
— Al recordar un sueño, el soñador es extremadamente influenciable —dijo Richard—. Todo lo que se le dice entonces puede afectar a su recuerdo del sueño. Esto se conoce como elaboración secundaria.
— ¿Como decirle que había disparado contra alguien con una pistola de juguete? —repliqué—. El fusil Springfield tenía un tambor de casquillos, ¿lo sabías? Era exactamente igual que el de una pistola de juguete. El fusil Springfield se utilizó en la Guerra Civil.
— ¿Le dijiste eso? —preguntó, casi con temor en la voz—. No tenías derecho a hacerlo. Estás interfiriendo en su terapia. Como psiquiatra suyo, tengo el deber de…
— ¿De qué? ¿De ligar con tus pacientes?
— No estaba tratando de ligar con ella, maldición. Simplemente sucedió sin más. Intentaba ayudarla. Ella tenía miedo de quedarse sola por la noche. Sucedió. Demonios, la has visto.
La había visto, de pie en el solárium, con su abrigo gris, diciendo «Tampoco me creerás». La habría llevado a Arlington en ese mismo momento, a pesar de la nieve, si me lo hubiera pedido. Habría escalado las verjas cerradas y derribado la puerta del desván con un hacha para buscar el gato perdido de Lee. Habría hecho cualquier cosa por ayudarla. Por ayudarla, no por aprovecharme de su miedo y su indefensión.
— ¿Así que le dijiste que estaba loca y luego te montaste encima? —espeté—. ¿Así es como la ayudaste?
— Manténte alejado de ella. Estás interfiriendo en su terapia.
— ¿Llamas terapia a llevarte a las pacientes a casa y tirártelas cuando están demasiado asustadas y cansadas para negarse? ¿Qué otras terapias estás usando, doctor? ¿Has pensado en drogarla para que coopere?
Tardó tanto tiempo en decir algo que incluso el paciente contestador automático de Broun se habría desconectado. Esperé.
— ¿Sabes lo que es realmente irónico? —dijo amargamente—. Intenté llamarte la semana pasada, pero no estabas. Y colgó.
Contemplé la nieve un poco más y luego llamé a la clínica para averiguar si Richard me había telefoneado desde allí.
— Lo siento —respondió su secretaria—. No se encuentra aquí en este momento. ¿ Quiere que le deje un mensaje?
— ¿Estará allí hoy?
— Bueno… —dijo, como si estuviera comprobándolo en una agenda—, tiene una reunión de personal a las cuatro, pero tal vez la cancelen a causa del mal tiempo.
No esperé a que preguntara mi nombre.
— Gracias. Soy un amigo de fuera, y tengo que tomar un avión dentro de unos cinco minutos. Pensé en hacerle una llamadita mientras estaba en Washington.
El teléfono sonó en cuanto colgué. Me asaltó la descabellada idea de que Richard había estado escuchando la llamada e iba a amenazarme otra vez, pero se trataba de Broun.
— Al final no me he traído las dos últimas hojas de esa maldita escena —dijo—. Probablemente estarán en mi mesa. ¿Puedes buscarlas?
Revolví en la pila amontonada sobre la mesa. Las había metido entre las páginas de Lincoln el presidente, de Randall.
— Están aquí —dije—. ¿ Quieres que te las envíe por Federal Express?
— No hay tiempo. Tienen el libro preparado para imprimirlo. Si esos cambios no llegan ahora mismo, entonces se quedarán fuera. Tendrás que leer esas páginas por teléfono. McLaws y Herndon están preparados para grabar tu llamada a este número.
Me lo dictó.
— ¿Intentarás venir a casa esta noche?
— No. Aquí se ha desatado una auténtica tormenta —contestó él, y luego pareció captar algo en mi voz—. ¿Te encuentras bien?
«No —pensé—. Acabo de mantener una conversación que nunca creí que tendría con mi viejo compañero de cuarto sobre una chica a la que acabo de conocer, y quiero que vengas a casa y me digas que no está loca. Quiero que vengas a casa y me digas que yo tampoco estoy loco.»
— Estoy bien —dije—. Estaba pensando.
Con todo, él siguió preocupado.
— Recibiste mi mensaje esta mañana, ¿verdad? No habrás ido a Arlington con este tiempo.
— No —respondí—. Aquí también hace un día terrible.
— Bien. Quiero que te cuides. Anoche me dio la impresión de que estabas bastante agotado. —Hizo una pausa, y oí voces al fondo—. Escucha, están impacientándose con esa escena. Descansa un poco, hijo, y no te preocupes por nada hasta que yo regrese.
— Ahora mismo llamo —le aseguré.
Colgué y al momento deseé no haberlo hecho. ¿Qué diría Broun si lo telefoneaba para confesarle que había ido a Arlington después de todo, y con alguien que había soñado con la batalla de Antietam y el gato perdido de Lee?
«Hay una explicación lógica para todo esto», diría él, cosa que yo me había dicho ya a mí mismo. Eso, y un montón de cosas más. La noche anterior había repasado todos los argumentos posibles, uno tras otro, como había hecho con los libros de Broun en busca de Tom Tita.
Sólo eran sueños. Ella estaba enferma. Estaba loca. Todo era un timo elaborado para acercarse a Broun. Había una explicación lógica para los sueños. Ella había leído acerca del gato en alguna parte. Había ido a Arlington de niña. Todo era una broma. Richard lo había preparado. Se trataba de un remedo del fenómeno de Bridey Murphy, de una mera coincidencia. Montones de personas soñaban con gatos amarillos. Sólo eran sueños.
No tenía sentido llamar de nuevo a Broun. Él no añadiría nuevos argumentos a la lista. Peor aún, tal vez ni siquiera intentaría convencerme de que había una explicación lógica. Fascinado como estaba entonces con los sueños de Lincoln, quizá diría: «¿ Ha soñado ella alguna vez que se veía en el interior de un ataúd en la Sala Este? ¿Por qué no intentas hacer que sueñe lo mismo que Lincoln?»
Llamé al número que me había dado Broun para que les dictara aquella escena, y me pidieron que esperara. Releí la escena para mí mientras aguardaba.
— Puede empezar a grabar ahora —me avisó una mujer, y oí un chasquido y a continuación un tono de marcado. Llamé de nuevo, pero la línea estaba ocupada, así que programé la máquina para que marcase el número cada dos minutos, enchufé el micrófono auxiliar y dicté la escena revisada al contestador:
El fuego del piquete perdió intensidad al oscurecer, y Malachi volvió al bosque y preparó una hoguera.
— ¿Qué es lo que vais a cenar, rebeldes? —preguntó una voz desde el otro lado del río.
— Yanquis —respondió Toby y se agachó como si creyera que dispararían al percibir el sonido. Sonó una carcajada al otro lado del río, y otra voz exclamó:
— ¿Alguno de vosotros, rebeldes, es de Hillsboro?
— Sí, y vamos camino de Washington —contestó Toby a gritos. Soltó su arma y se apoyó en ella—. Yo mismo soy de Big Sewell Monntain. ¿Qué quieres saber sobre Hillsboro?
La voz al otro lado del río gritó:
— Estoy buscando a mi hermano. Se llama Ben Freeman. ¿Lo conoces?
Toby avanzó hasta quedarse al descubierto para decir algo gracioso. Ben se levantó y disparó contra el otro lado. Se produjo un rápido fuego cruzado, y Toby se arrojó al suelo, rodeando el arma con sus brazos. Ben se internó en el bosque y se sentó junto a la hoguera de Malachi, que guardaba silencio.
— Creo que no deberíamos hablar así con el enemigo —observó Ben al cabo de un minuto.
Malachi avivó el fuego y colgó una lata sobre las llamas para calentar el café.
— ¿Cómo es que tu hermano y tú estáis en bandos opuestos de esta guerra?
— Son cosas que pasan —dijo Ben, contemplando la lata. Toby se acercó a la hoguera y se sentó ante ella.
— ¿Tu hermano y tú os peleasteis por alguna chica?
— No nos peleamos. —Ben asió su fusil y se lo colocó sobre el regazo—. Él se alistó un buen día, y yo supe que tenía que hacerlo también, así que aquí estamos, enemigos.
— A mí me reclutaron —contestó Toby—. Apuesto a que había una chica por medio, para que os alistarais de ese modo.
— Si sigues así, a lo mejor te pegan un tiro —dijo Malachi con suavidad—, ofreciéndote como blanco de esa forma.
Rebobiné la cinta y esperé. El botón de llamada establecida se encendió. Descolgué el teléfono y le proporcioné a la editora el código remoto para que recibiese el mensaje grabado sin que yo tuviera que marcar de nuevo y esperé a que preparara la grabadora al otro lado.
— Aquí estamos listos —anunció ella.
— Llámeme de nuevo si no funciona —dije y colgué.
Eran las dos y media. La nevada parecía haber amainado un poco. Richard podría asistir a su reunión de personal, siempre que no estuviese sentado junto al teléfono, asegurándose de que yo no hablaba con Annie.
Abrí el Lincoln el presidente, de Randall. Tal vez él sabía dónde estaba enterrado Willie. Si lo sabía, no llegaba a decirlo, pero sí revelaba de qué había muerto: de algo llamado fiebre biliosa, y sólo Dios sabía qué era eso. Tifus, probablemente, aunque esa enfermedad ya se conocía con este nombre en 1862, y se comentaba con mucho detalle que pilló un resfriado al cabalgar su poni en un día de mal tiempo, así que tal vez se trataba de un simple caso de neumonía.
Descubrir de qué murió la gente hace cien años resulta casi imposible. Las cartas escritas por los familiares afligidos dicen que la hija o el hijo murió de «fiebre de leche» o «fiebre cerebral», o frecuentemente sólo de «unas fiebres», e incluso esto ya es algo. A veces el paciente sencillamente moría «tras haberse debilitado y haber enfermado más y más a lo largo del invierno hasta que perdimos casi toda esperanza».
Los informes de los médicos no eran mejores. Diagnostican calenturas y enfriamientos y «difusión del corazón». A Robert E. Lee, que casi con toda seguridad sufrió de angina de pecho durante la guerra y murió de un ataque al corazón, se le diagnosticó varias veces excitación reumática, congestión venosa, y ciática. El diagnóstico moderno se había alcanzado sólo porque a alguien se le ocurrió anotar los síntomas. De lo contrario, nadie tendría la más remota idea de qué murió.
En cualquier caso, Willie Lincoln sufrió «un enfriamiento» y se murió de neumonía o de tifus o quizá de malaria (fuera lo que fuese, con seguridad era contagioso, porque su hermano Tad enfermó también), o de algo completamente distinto, permaneció de cuerpo presente en la Sala Verde, y luego lo trasladaron a la Sala Este para el funeral.
El funeral estaba bien documentado, pero tuve que soltar el Randall y rebuscar entre el desorden del estudio de Broun para leer los detalles. Los edificios gubernamentales cerraron el día del funeral, cosa que irritó al fiscal general Bates, quien comentó que a Willie «lo idolatraban demasiado sus padres». Lincoln, su hijo Robert y miembros del gabinete asistieron al funeral, pero la señora Lincoln no. El reverendo doctor Gurley ofició la ceremonia. Subieron a Willie a un coche fúnebre y luego, como Tom Tzta el gato, se perdió de vista.
Randall abandonaba el tema después del funeral; en todos los otros libros que leía encontraba citas de Sandburg, y Sandburg decía alegremente que el cadáver de Willie había sido trasladado al oeste para ser enterrado allí. Lo fue, pero no hasta 1865. Yo estaba seguro de ello. Lloyd Lewis había referido en su crónica hasta el último detalle del funeral de Lincoln y el largo viaje en tren hasta Springfield, incluido el ataúd de Wilhe, que iba delante del de su padre en el coche fúnebre. Así pues, no lo «trasladaron al oeste» hasta al cabo de tres años, y Sandburg, mejor que nadie, debía saberlo.
Sandburg conoció a Lewis en sus días de periodista en Chicago. Lo llamó «Amigo Lewis» cuando escribió la introducción a los Mitos sobre Lincoln. Me pregunté si Sandburg se había olvidado de lo que Lewis había escrito sobre Willie, o si había sucedido algo más entre ambos, algo por lo que Lewis dejó de ser un amigo, algo que ocasionase que uno ya no leyera los libros del otro. ¿Habría una muchacha por alguna parte?
Pero ni siquiera Lewis, que era un pozo de conocimientos lincolnianos, decía dónde permaneció el cadáver de Willie durante tres largos años. ¿Tenía yo que suponer que había estado en la Sala Este todo ese tiempo, provocando malos sueños a Lincoln? ¿O lo habían enterrado en el jardín delante de la Casa Blanca?
Eran las cuatro y cuarto. Dejé los libros donde tal vez estarían la próxima vez que los necesitase y llamé a Annie.
Sonaba adormilada, cosa que me tranquilizó. No había estado delante de la ventana con el abrigo mojado contemplando la nieve, escuchando a Richard decirle que estaba loca. Se había ido a dormir.
— ¿Cómo estás? —pregunté.
— Bien —dijo ella, pero despacio, con cierto tono interrogativo.
— Me alegro. Estaba preocupado por ti. Temía que hubieras pillado un enfriamiento allá en Arlington.
Pillado un enfriamiento. Hablaba ya como un médico de la Guerra Civil.
— No —respondió, y esta vez sonó un poco más segura de sí misma—. Richard me preparó té caliente y me obligó a acostarme. Supongo que me quedé dormida.
— Annie, ¿Richard está dándote algo? ¿Alguna medicación?
— ¿Richard? —dijo de nuevo con aquella leve nota interrogativa en la voz.
— ¿Está Richard ahí?
— No —contestó, y esto fue lo único de lo que pareció segura hasta el momento—. Está en el Instituto.
— Annie—dije, sintiendo que le gritaba desde el fondo de un barranco—, ¿estás tomando algún medicamento, alguna píldora?
— No —respondió ella con un bostezo.
— Cuando llegaste al Instituto del Sueño, ¿te recetó Richard algo? ¿Algún medicamento?
— Elavil —dijo. Agarré mis notas sobre Willie y anoté el nombre en el margen—. Pero luego me lo retiró.
— ¿Por qué?
— No lo sé. Simplemente me lo retiró.
— ¿Cuándo hizo eso? ¿Cuándo te retiró el Elavil? Tardó un largo rato en contestar.
— Fue después de que los sueños se hicieran más claros. —¿Cuánto tiempo después?
— No lo sé.
— ¿Y no te recetó nada más?
— No.
— Escucha, Annie, si tienes más sueños o necesitas algo, si quieres que te lleve a alguna parte, lo que sea, quiero que me llames. ¿De acuerdo?
— De acuerdo.
— Annie, anoche dijiste que creías estar soñando el sueño de otra persona. Estás segura de que era un sueño?
Se produjo otra larga pausa antes de que ella respondiera, y temí que la pregunta la hubiera inquietado, pero sólo dijo:
— ¿Qué?
Como si no hubiera oído la pregunta.
— ¿Cómo sabes que es un sueño, Annie? ¿No podría ser algo que sucedió en realidad?
— No, son sueños —repuso, y sus palabras sonaron un poco confusas, como si no estuviera despierta del todo. —¿Cómo lo sabes?
— Porque siento que son sueños. No puedo describirlo. Ellos… —De repente pareció más despierta—. ¿Qué mensaje estaba yo buscando? ¿Era el que envié a Hill en Harper's Ferry?
— No —contesté—. El 12 de septiembre, Lee cursó órdenes de campaña para el asalto a Maryland. Una de ellas se perdió. Nadie sabe exactamente qué ocurrió, pero un soldado de la Unión encontró la orden y se la entregó a McClellan.
— Pero era imposible que hubiese ciento noventa y una copias de la orden —dijo ella, como intentando convencerse a sí misma—. Lee no tenía tantos generales. Probablemente no hubo tantos generales en toda la Guerra Civil.
— Has tenido un día duro —comenté—. No quiero que pilles una neumonía. Vuelve a la cama, y ya hablaremos de esto mañana.
— Si no había ciento noventa y una copias, ¿por qué soñé con ese número?
— Era la Orden Especial 191. Iba dirigida a D. H. Hill, el hombre que viste en tu sueño a lomos del caballo gris. Declaró que el mensaje nunca le fue entregado.
Ella colgó. Me quedé allí con el auricular en la mano, hasta que el contestador empezó a pitar. Entonces me acerqué a la ventana y contemplé la nieve hasta que oscureció.
Había empezado a nevar otra vez, densos copos que cubrirían las tumbas de Arlington como una sábana. Esperé que Annie estuviera dormida y soñando con algo agradable, un sueño sin soldados de la Unión muertos, un sueño sin mensajes.
No me había preguntado por D. H. Hill, y yo no le había dicho nada al respecto. Hill montaba un caballo gris en Antietam. Observaba a las tropas desde un montículo desprotegido cuando Lee y Longstreet llegaron cabalgando. Desmontaron para escrutar el terreno, pero Hill permaneció en la silla a pesar del fuego de artillería.
— Si insistes en quedarte ahí montado y atraer el fuego, danos un pequeño intervalo —le exigió Longstreet, enfadado.
Hill ni siquiera tuvo oportunidad de responder. La bala de cañón arrancó las patas delanteras del caballo, que se desplomó sobre sus muñones. Hill tenía un pie en el estribo, y cuando intentó descabalgar fue incapaz de pasar la otra pierna por encima de la silla, tal y como Annie lo había descrito. Tal y como lo había visto. En su sueño.
4
Traveller era un caballo castrado gris con crin y cola negras. Probablemente no era un pura sangre, aunque los historiadores se han tomado muchísimas molestias para atribuirle linajes aristocráticos, y uno de ellos incluso llegó a decir que era descendiente de Diomed, el famoso ganador del Derby Inglés. Sí poseía, en cambio, la inteligencia, el valor y la increíble capacidad de resistencia de un pura sangre. «Nunca necesita la fusta ni las espuelas —le escribió su propietario a Lee—, e irá a cualquier parte.»
Me levanté temprano y fui a la biblioteca a ver qué encontraba sobre aquel medicamento, Elavil. Según el compendio farmacológico, era un antidepresivo tricíclico bastante suave con efecto sedante, que con frecuencia se empleaba para tratar el insomnio. Tenía unos cuantos efectos secundarios menores y un par de importantes. Estaba contraindicado para pacientes con problemas del corazón y aquellos que habían mostrado hipersensibilidad previa. No mencionaba nada acerca de soñar con soldados de la Unión muertos. De hecho, si Richard le había recetado Elavil a Annie, ella no debía haber soñado en absoluto. Los antidepresivos tricíclicos aumentaban la cantidad de tiempo del sueño delta y disminuían el sueño REM, que era la etapa en la que se producía la mayor parte de los sueños.
Le pregunté a la bibliotecaria qué tenía sobre los sueños.
— No mucho —respondió Kate—. Algunas cosas pseudocientíficas y la Interpretación, de Freud. No, espera, creo que ése se lo han llevado. —Pulsó algunas teclas de su ordenador y esperó a que aparecieran los datos sobre la disponibilidad de los libros—. Sí, lo han retirado hasta el nueve de abril. ¿Quieres reservarlo?
— La verdad es que estaba buscando investigaciones recientes.
Ella pulsó más teclas.
— Tenemos unas cuantas cosas en los cien, pero nada muy actualizado. Si sabes exactamente lo que quieres, puedo pedir un préstamo interbibliotecario. Si no, supongo que en la Biblioteca del Congreso lo tendrán. ¿Has probado en el Instituto del Sueño? Cuentan con una biblioteca de consulta realmente buena.
— Correré el riesgo con los cien —dije.
Kate tenía razón. No había mucho, y lo que había era una interpretación al estilo hágalo—usted—mismo. «Soñar con una casa significa que está usted reprimido sexualmente», y cosas por el estilo. Los gatos eran un símbolo de instintos animales, las armas del sexo, los cadáveres de (¡ sorpresa!) la muerte. No se mencionaba a los caballos con las patas delanteras cercenadas.
Le pedí a Kate que intentase reunir una bibliografía sobre los sueños prodrómicos para Broun y regresé a casa.
Cuando abrí la puerta el teléfono estaba sonando. Había dejado conectado el contestador automático antes de marcharme. No debía sonar más que un par de veces antes de que el mensaje grabado respondiera, pero conté tres llamadas mientras luchaba por insertar la llave en la cerradura, y una llamada más mientras subía las escaleras. Irrumpí en el estudio.
Broun estaba colgando el teléfono.
— ¿Quién era? —pregunté, sin aliento.
— Nadie —respondió con suavidad—. Quienquiera que fuese, colgó antes de que yo contestara. Jeff, quiero que…
— Sonó cuatro veces, y estabas aquí mismo. ¿Por qué no dejaste que el maldito contestador atendiera la llamada si no pensabas responderla?
— El doctor Stone y yo estábamos charlando sobre el asunto de los sueños —dijo con la misma amabilidad y señaló su butaca—. Doctor Stone, creo que no conoce a mi documentalista, Jeff Johnson. Jeff, el doctor Stone es el director del Instituto del Sueño.
El hombre que había estado sentado todo el tiempo en la butaca se levantó y extendió la mano.
— ¿Cómo está usted? —saludó. Lo primero que pensé fue que Richard lo había enviado para decirme que me mantuviera apartado de Annie, pero mostraba una sonrisa amable, levemente congraciadora, de las que suelen usarse cuando se conoce a un absoluto desconocido. Broun sonreía también. Mi nombre, obviamente, no había sido mencionado antes de que yo llegara.
— Creo que conozco a un amigo suyo —continuó—. ¿Richard Madison?
«Lo conocía —pensé—, pero eso fue antes de que empezara a decirle a sus pacientes que estaban locos. Antes de que empezara a seducir a sus pacientes.»
— Fuimos compañeros de habitación en la universidad —dije.
— Es un buen hombre —aseveró el doctor Stone, bajando la mano rápidamente, como si yo la hubiera estrechado—. Creo que ha estado investigando sobre el insomnio.
«Ha estado aprovechándose de una de sus pacientes», pensé, cosa que difícilmente le diría Richard a su jefe, así que tal vez él no era el motivo de su presencia allí, después de todo.
— ¿Conoce bien a Richard? —pregunté.
— He estado en California los seis últimos meses, trabajando en un proyecto de estudios neurológicos sobre los sueños. Lo conocí cuando regresé, pero no he tenido tiempo de comentar su trabajo con él todavía —me contestó, todavía sonriente, y se sentó—. He vuelto hace sólo unos pocos días, y da la casualidad de que el señor Broun me pidió que viniera y le explicara los sueños de Lincoln. Me sentí halagado por su consulta, por supuesto, pero me temo que no le he resultado de mucha ayuda. No sé lo que significan los sueños de Lincoln. Ni, para ser sincero, qué significa cualquier sueño. Si es que significan algo.
— Tiene ideas muy interesantes al respecto —me aseguró Broun—. Siéntate, hijo. Quiero que las oigas. Te llamé en el camino desde Nueva York y te dejé un mensaje diciéndote que vendría el doctor Stone, pero supongo que no lo has escuchado.
Señaló el único asiento libre del estudio, un taburete de madera que empleaba para llegar a las estanterías superiores. Sobre el taburete había una pila de libros, y el gato dormía profundamente, encaramado en lo alto.
— Fui a la biblioteca a investigar sobre los sueños, pero no llegué a ninguna parte —dije, relajándome un poco—, así que tampoco sé qué significan los sueños de Lincoln.
«Ni por qué está usted aquí», pensé. Broun había sentido curiosidad por la extraña conducta de Richard la noche de la recepción. Me pregunté si habría invitado al doctor Stone para tratar de averiguar por qué mi amigo había reaccionado con tanta brusquedad a sus preguntas sobre Lincoln o si simplemente estaba intentando «zanjar este asunto de los sueños».
— Cuéntele a Jeff lo que estaba diciéndome sobre Freud —pidió Broun, ansioso.
El doctor Stone se reclinó en las profundidades del sillón de cuero, apoyando las manos cómodamente en los brazos acolchados, y sonrió.
— Como le decía al señor Broun, la interpretación de los sueños no es una ciencia, aunque Freud se esforzó por que sus colegas así lo creyeran. Decía que los sueños eran un estadio en el que la gente representa de manera simbólica los traumas y emociones que resultan demasiado aterradores para enfrentarse a ellos en las horas de vigilia. Un freudiano diría que el sueño de Lincoln era una recreación simbólica de los deseos y temores secretos de Lincoln, que no sólo el ataúd sino las escaleras, el guardia, todo en el sueño era un símbolo que ocultaba su verdadero significado.
Me acerqué al taburete, espanté al gato y me puse a colocar los libros en el suelo. El gato se pasó al sillón de cuero, miró reflexivo el regazo del doctor Stone y luego se arrimó a la chimenea a dormitar.
— ¿Y cuáles? —pregunté.
— Soy científico, no psiquiatra. No creo que los sueños tengan un significado «real». Constituyen un proceso físico, y toda «realidad» que contengan se encuentra en lo físico. Freud no hizo el menor intento de comprender lo físico. Consideraba que la llave para la comprensión de los sueños se encontraba en el contenido, y elaboró un complicado sistema de símbolos para explicar las imágenes de los sueños. En el sueño de Lincoln, por ejemplo, las escaleras representan el descenso al subsconciente, del cual Lincoln siente a la vez curiosidad y miedo, como simbolizan los llantos que oye. El guardia y la tela sobre el rostro del cadáver son símbolos de la falta de deseo de Lincoln por averiguar el secreto que guarda su inconsciente.
Pensé en Annie de pie sobre la nieve: «Richard dice que el papel en blanco clavado en la manga del soldado es un símbolo del mensaje que mi subconsciente está tratando de enviarme, pero tengo demasiado miedo para leerlo», había dicho.
— ¿Qué hay del cadáver? —pregunté—. ¿Y del ataúd?
— Oh, el ataúd es el útero, por supuesto. Todo el sueño trata del deseo de Lincoln de regresar a la seguridad del útero materno. —Sonrió—. Según los freudianos.
— Pero ésta no es su interpretación —dijo Broun.
— No —respondió el doctor Stone—. En mi opinión, la interpretación de los sueños, tal como la practica la mayoría de los psiquiatras freudianos, incluyendo algunos de los que tengo en el Instituto, no es nada más que un curioso sistema de hacer suposiciones. Creo que intentar comprender el significado «real» de un sueño sin tener en cuenta el estado físico del soñador es tan inútil como tratar de comprender qué «significa» una fiebre sin estudiar el cuerpo.
A pesar de que yo seguía pensando que quizá Richard lo había enviado, descubrí que me caía bien el doctor Stone. Decía cosas como «creo» y «en mi opinión», y no parecía considerar que conocía automáticamente todas las respuestas en lo tocante a los sueños. Si Annie le contara su sueño, al menos él no le diría que estaba loca, y tal vez podría ayudarla. Se suponía que ella debía verlo de todas formas. Tal vez si yo la llamaba y la informaba de que él había regresado de California, cambiaría de médico y escaparía de las garras de Richard.
— Los sueños son un síntoma de procesos físicos —decía el doctor Stone—. No «significan» nada. Lincoln pudo haber soñado lo que soñó por un buen número de razones. Tal vez asistió a un funeral ese día, o vio un ensayo de otro. O quizá se acordó de alguien que había muerto recientemente.
— Willie —intervino Broun—. El hijo de Lincoln. Murió en la Casa Blanca. Su ataúd fue colocado también en la Sala Este.
— Exactamente —asintió el doctor Stone, con aspecto complacido—. Quizás había estado soñando con Willie. La persona del ataúd podría haber representado tanto a Willie como a los propios temores de Lincoln de morir asesinado. La combinación de dos personas en una es muy común en los sueños. Se llama condensación.
Pensé en Annie y en cómo había combinado a los dos generales, A. P. Hill y D. H. Hill.
— O —se reclinó de nuevo en el sillón— tal vez fue algo que comió.
— ¿Entonces no sabría determinar si alguien está emocionalmente perturbado a partir de los sueños que tiene? —pregunté.
— Difícilmente —me respondió el doctor Stone—. Si esto fuese posible, todos seríamos predecibles. Recuerdo un sueño que tuve en el que picaba a mis pacientes con una aguijada. —Se echó a reír—. No, los sueños por sí mismos no ofrecen pruebas adecuadas de enfermedad emocional. ¿Por qué lo pregunta?
Advertí, demasiado tarde, que no debí haber tocado este tema.
— Alguien le dijo a Broun que los sueños de Lincoln indicaban que se encaminaba a una depresión nerviosa.
— ¿De veras? Un profano, supongo. Un psiquiatra nunca trataría de diagnosticar basándose en un sueño.
Bueno, un psiquiatra (uno de sus psiquiatras, de hecho) había hecho justamente eso, y me habría gustado decirle que el doctor Richard Madison, ese buen hombre que investigaba sobre el insomnio, había hecho más que eso, pero hablarle de Richard implicaría hablarle de Annie, y no estaba preparado para hacer eso todavía, no hasta que supiera un poco más del doctor Stone.
— ¿Decía usted que los sueños pueden deberse a algo que se ha comido? —pregunté antes de que Broun tuviera oportunidad de decirle quién había diagnosticado que Lincoln estaba loco—. ¿Es eso cierto de veras? ¿Uno puede tener pesadillas por comer comida mexicana antes de irse a la cama?
— Oh, sí. Comer causa que ciertas enzimas se liberen en el organismo del soñador, y éstas disparan…
Sonó el teléfono. Me volví hacia el contestador automático. Broun soltó su bolígrafo. El doctor Stone se inclinó hacia delante en su sillón, mirándonos a ambos.
— ¿Quieres contestar? —preguntó Broun.
— No —dije. Pulsé el botón de mensajes—. Probablemente es sólo la bibliotecaria. Me prometió que conseguiría información sobre los sueños de Lincoln. La llamaré más tarde.
El teléfono sonó una segunda y última vez, y la luz del contestador se encendió. Oí el chasquido mientras la grabadora echaba a andar, diciendo a quienquiera que fuese que no había nadie en ese momento y que dejara un mensaje al oír la señal. ¿Y quién sería? ¿Annie, que había tenido otro sueño? ¿O Richard, que llamaba para exigirme que dejara de interferir en su tratamiento? La luz del mensaje se apagó.
Me volví hacia el doctor Stone.
— ¿Decía usted…?
— La digestión puede afectar a los sueños, porque las enzimas digestivas de la corriente sanguínea desencadenan cambios químicos en el cerebro.
— ¿Y los fármacos? —pregunté—. Los fármacos causan cambios físicos en la sangre, ¿no? ¿Es posible que los sueños de Lincoln hayan sido efecto de algún fármaco que estuviera tomando?
— Sí, desde luego. Se sabe que el láudano causa… —¿Y el Elavil? ¿Podría causar sueños?
Frunció el ceño.
— No, de hecho el Elavil inhibe el ciclo del sueño. Todos los antidepresivos lo hacen, y por supuesto, los barbitúricos: seconal, fenobarbital, nembutal. El paciente por lo general no sueña mientras está tomando esos fármacos. Naturalmente, cuando se le retiran, el número y la viveza de los sueños aumentan de manera espectacular, así que supongo que hasta cierto punto cabe decir que sí causan sueños. Pero naturalmente, ésos son fármacos modernos —señaló, mirando a Broun—. Lincoln no podría haber tomado ninguno de ellos.
— ¿Qué quiere decir con que aumenta su viveza?
— Los fármacos generan un déficit de sueños que se compensa con un efecto de rebote en cuanto al paciente se le retira la medicación. El paciente experimenta lo que llamamos una «tormenta de sueños» durante varios días, una rápida sucesión de poderosas y aterradoras pesadillas. Normalmente desaconsejamos la brusca retirada de antidepresivos y sedantes para evitar provocar una tormenta de sueños. —Me dirigió una mirada casi tan penetrante como las de Broun—. ¿Está usted tomando Elavil?
— No —dije—. Lincoln tuvo insomnio después de que muriera Willie. Pensé que tal vez su médico le habría recetado algo para hacerlo dormir, y que esto le provocó pesadillas, así que busqué «insomnio» y leí que el Elavil era un medicamento recomendado, pero obviamente me hallaba en el siglo equivocado. —Me levanté—. Hablando de sueños y de estimulantes y de digestión, ¿a alguien le apetece un café? ¿O el café también provoca malos sueños?
— De hecho, se ha demostrado que la cafeína tiene marcados efectos sobre los sueños.
— Lo prepararé descafeinado —aseguré y bajé las escaleras hasta la cocina.
Broun tenía allí otro teléfono, una línea distinta. Llamé al número del estudio de arriba, y antes de que sonase, pulsé el control remoto que reproduciría el mensaje. El único mensaje que había grabado era el de Broun.
— He salido de Nueva York, Jeff. Estaré allí a eso de las diez. Me reuniré a las once con un tal doctor Stone, del Instituto del Sueño. Ha estado investigando sobre los sueños en California, y pensé en verlo para ver qué tenía que decir sobre los sueños de Lincoln.
Encendí la cafetera e intenté llamar a Annie. Nadie respondió. Encontré una bandeja y coloqué tazas de plástico y la jarrita con la leche y el azucarero. Marqué de nuevo el número de Annie. De nuevo, nadie respondió.
«Está durmiendo —me dije—. Su subconsciente está intentando resarcirse del sueño REM que perdió mientras tomaba Elavil.» Era una explicación bastante lógica. Cuando Richard le quitó el Elavil, ella experimentó una «tormenta de sueños», eso era todo. Los soldados de la Unión muertos y el caballo desjarretado no eran más que intentos de su subconsciente de recuperar el tiempo perdido. Cuando su déficit de sueños terminase, dejaría de soñar con mensajes perdidos y fusiles Springfield. No había por qué preocuparse.
Sin embargo, yo le había preguntado antes cuándo le retiró Richard el Elavil, y ella me dijo que después de que los sueños se volviesen de pronto más claros y más aterradores, no antes. Además, la «tormenta de sueños» se suponía que duraba sólo unos cuantos días. Annie había tenido el sueño sobre Antietam al menos dos semanas después de que Richard le retirara el Elavil. Y había estado soñando con soldados de la Unión muertos durante más de un año.
El gato de Broun me había seguido escaleras abajo. Miré en el frigorífico a ver qué habían dejado los del servicio de comidas preparadas y encontré medio plato de galletas rancias con ensalada de gambas. Lo coloqué en el suelo y traté de llamar otra vez a Annie. Luego subí con la bandeja.
Estaban hablando de los sueños prodrómicos.
— Un tal doctor Gordon efectuó un estudio sobre los sueños prodrómicos hace un par de años en Stanford, con pacientes tuberculosos —decía el doctor Stone—, pero creo que no llegó a ningún descubrimiento concluyente. El estudio en el que estuve trabajando en California…
El doctor Stone se interrumpió cuando yo entré en el estudio. Broun se levantó y empezó a apartar papeles y libros de su mesa a fin de hacer un sitio para la bandeja que yo llevaba. La deposité allí.
— El doctor Stone se disponía a hablarme de su proyecto —me informó Broun.
— Sí —dijo el doctor Stone—. El proyecto que he dirigido en California consistía en aplicar una sonda en distintas partes del cerebro. La sonda produce una descarga eléctrica que proporciona un estímulo a una región localizada del cerebro, y el paciente, que sólo recibe anestesia local, nos dice en qué está pensando. A veces es un recuerdo, a veces un olor o un sabor, a veces una emoción.
»La sonda se emplea aleatoriamente, tocando un gran número de zonas en muy poco tiempo, demasiado poco tiempo para que el paciente responda a los estímulos individuales. Entonces se le pide que describa todo lo que ha visto, y comparamos la transcripción de su relato con las transcripciones de los relatos de los sueños obtenidas por métodos tradicionales. Hemos encontrado una correspondencia estadísticamente significativa. Y el aspecto más interesante es que aunque sabemos que no existe conexión alguna entre las imágenes del relato, el paciente las relaciona todas en un sueño coherente y narrativo.
Bueno, la idea de sugerirle a Annie que cambiara de médico se esfumó. El doctor Stone tal vez no le diría que estaba loca, pero tal vez decidiría que la mejor manera de descifrar el significado «real» del sueño era colocarla sobre una mesa de operaciones y abrirle la cabeza. Lo que Annie necesitaba era un doctor que escuchara sus sueños y procurase averiguar qué los estaba causando en vez de tratar de adecuarlos a sus propias teorías. Yo empezaba a pensar que tal médico no existía.
— ¿Quiere usted decir que se produjo algo parecido a un shock eléctrico en el cerebro de Lincoln que hizo que al ver el ataúd se inventara el resto del sueño? —preguntó Broun.
— «Inventar» no es la palabra adecuada —repuso el doctor Stone—. Hemos de tener en cuenta que aunque el sueño se genera en el subconsciente, su recuerdo pervive en la mente consciente. El sueño se transfiere a la mente consciente, y es posible que en ese proceso de transferencia el sueño adquiera su aspecto narrativo. Puede que sea el mismo tipo de proceso que se produce cuando vemos una película. Vemos fotogramas individuales, pero nos parece que se mueven. Persistencia de la visión, se llama. Tal vez exista una persistencia correspondiente que transfiere impulsos no relacionados al sueño que recordamos.
Broun sirvió una taza de café y me la tendió.
— Estos impulsos —dijo—, ¿de dónde proceden?
— Los resultados iniciales de nuestro estudio indican que el cerebro procesa el material de los hechos del día para almacenarlos.
Broun le pasó una taza de plástico llena de café.
— ¿Quiere leche o azúcar?
El doctor Stone se inclinó un poco hacia delante, haciendo crujir el cuero del sillón, y tomó la taza.
— Solo, gracias —dijo—. También tenemos indicaciones de que los estímulos externos obran un efecto notable en el contenido del sueño. Todo el mundo interpreta el timbre del despertador en un sueño como un grito o un maullido o el sonido de alguien que llora.
Broun se sirvió una taza de café con leche.
— ¿Qué hay de los sueños recurrentes? —preguntó—. Después de que Willie muriera, Lincoln soñó con él durante meses.
— ¿El mismo sueño?
— No lo sé —contestó Broun. Soltó la taza y rebuscó entre sus notas—. «La muerte de Willie lo conmocionó e invadió sus sueños hasta tal punto que la carita del niño se le aparecía en sueños para consolarlo» —leyó en voz alta—. Es de Lewis. Y Randall dice que soñó que Willie estaba otra vez vivo.
— Nuestro estudio ha demostrado que la mayor parte de los sueños recurrentes no es en absoluto el mismo sueño. Usamos la sonda al azar, estimulando repetidamente una región seleccionada del cerebro en cada prueba. Después de cada una de las sesiones, el paciente declaraba que había tenido el mismo sueño que antes, pero cuando se le preguntaban detalles individuales relataba un sueño completamente distinto, aunque insistía en creer que los sueños eran idénticos. Persistencia de los sueños, otra vez. Lincoln tendría por supuesto muchas imágenes de Willie vivo almacenadas en su recuerdo, y estas imágenes podían ser estimuladas.
— ¿Qué hay del sueño que tuvo Lincoln sobre su propio asesinato? —pregunté—. En este caso no podría ser que Lincoln vertiese toda la basura del día en alguna especie de archivador mental, ¿o sí? Todos los detalles encajan: el ataúd en la Sala Este, el guardia, el paño negro sobre el rostro del cadáver…
— Porque su mente consciente los hizo encajar. Recuerde, no tenemos la menor idea de cómo fue en realidad el sueño. —Se dio la vuelta y le dirigió una media sonrisa a Broun. A continuación se volvió hacia mí—. Lo que tenemos es el relato de Lincoln sobre ese sueño, que es del todo distinto.
— Elaboración secundaria —dije.
— Sí —afirmó, con aire satisfecho—. Ha estado usted investigando un montón por su cuenta, ¿verdad? El sueño real de Lincoln habría sido una secuencia de imágenes no relacionadas, una escalera, un recuerdo de Willie Lincoln en su ataúd, un paño de algún tipo, una servilleta o un pañuelo o algo por el estilo. No tendría por qué ser negro, ni ser siquiera un paño. Podría haber sido un trozo de papel.
Un trozo de papel, un gato, un fusil Springfield. No cuela, doctor Stone.
— … y en el proceso de llevar el sueño al subconsciente y de contarlo luego, el sueño cobra una coherencia y una importancia emocional que simplemente no tenía. —Apoyó ambas manos en los brazos del sillón—. Me temo que he de regresar al Instituto.
— ¿Y si yo soñara que estaba en el piso superior de la Casa Blanca y oyera gritos pero no viese a nadie? —pregunté—. ¿Y si cuando bajara las escaleras hubiera un ataúd en la Sala Este?
Broun extendió la mano para asir la taza. Un poco de café se derramó sobre sus notas.
— Diría que se ha pasado usted toda la tarde investigando sobre los sueños de Lincoln —dijo el doctor Stone.
— ¿Has soñado eso? —preguntó Broun, todavía sujetando la taza inclinada. Se derramó más café.
— No —contesté—. ¿Así que no cree usted que el sueño de Lincoln sobre su asesinato signifique nada, aunque todo se cumplió dos semanas más tarde? ¿Cree que es sólo una cuestión de lo que hizo ese día y lo que tomó para cenar?
— Me temo que sí. —El doctor Stone se levantó, y depositó su taza en la bandeja—. Sé que probablemente no es lo que querían oír, máxime cuando está usted intentando escribir una novela. Una de las mayores dificultades que encuentro en mi investigación es que la gente quiere creer que sus sueños significan algo, pero todos los resultados que obtengo parecen indicar justo lo contrario.
«No la ha visto usted allí de pie en la nieve —pensé—. No ha visto la expresión de su rostro. No sé qué está causando sus sueños, pero no se trata de impulsos aleatorios ni de una indigestión. Los sueños de Annie significan algo. Hay un motivo por el que los tiene, y voy a averiguar cuál es.»
— Ha sido usted de mucha ayuda, doctor Stone —dijo Broun—. Agradezco que nos haya concedido tanto tiempo. Sé que está usted muy ocupado.
Condujo al doctor Stone escaleras abajo. Esperé hasta que casi llegaron al pie y entonces me acerqué y pulsé el botón del contestador automático de Broun. Seguía sin haber mensajes.
Llamé a Annie. No contestó. El gato de Broun saltó sobre la mesa, acercó la cabeza a la taza de plástico de Broun y se puso a lamer delicadamente el café. Solté el teléfono y lo agarré por la parte posterior del cuello para apartarlo de allí.
— Tengo la impresión de que no aprecias demasiado las teorías del doctor Stone —comentó Broun desde la puerta.
— No —dije, depositando al gato en el suelo—. ¿Qué te pareció a ti?
— Me parece que dijo algunas cosas interesantes.
— ¿Sobre la indigestión de Lincoln, o sobre aguijonear a sus pacientes con una vara?
— Sobre el origen físico de los sueños de Lincoln. —Se dejó caer en el sillón de cuero—. Y acerca de la persistencia de los sueños, de cómo tomamos un montón de imágenes no relacionadas y las convertimos en un sueño continuo.
Imágenes no relacionadas. Una zapatilla, una camisa de lana roja, un caballo con las patas amputadas de un cañonazo.
— A mí me pareció que eran un montón de chorradas. —Jeff, ¿te encuentras bien? Pareces inquieto por algo desde que regresaste de Virginia Occidental.
— Estoy cansado, nada más. No me he recuperado todavía del viaje —respondí y a continuación me pregunté por qué no decía «No, no me encuentro bien. Estoy muy preocupado. Esa joven que conociste en la recepción está soñando cosas que no es posible que conozca». Tal vez yo no podía contárselo al doctor Stone, pero sí a Broun.
— ¿Has dormido bien últimamente? —Estaba sentado como el doctor Stone, con los pies firmes en el suelo y apoyando las manos en los brazos de cuero de la silla, observándome.
— Claro. ¿Por qué?
— Me pareció que tú… Cuando Richard llamó desde el Instituto y quiso hablar contigo, se me ocurrió que tal vez eras paciente suyo, y luego le hiciste al doctor Stone todas esas preguntas sobre si el Elavil causaba pesadillas. Creí que tal vez te habría recetado algún tipo de tranquilizante.
— No —dije—. No estoy tomando nada. Y no tengo pesadillas.
Pero Annie sí. Y aquél era el momento de contárselo, de explicar mi conducta y la de Richard y hablarle de los sueños de Annie. El gato dio un salto hacia la mesa y el café de Broun. Me abalancé hacia la taza y las notas al mismo tiempo. Broun se levantó del sillón y se acercó a agarrar al gato. Yo aparté las notas.
— Broun —dije, pero él había asido al gato por el cogote y lo llevaba al otro lado de la puerta. La cerró insensible al maullido de indignación del gato, y regresó para sentarse en el mismo sillón.
— Me alegro de que estés bien —aseveró—. Estaba preocupado por ti. ¿Sabías que Lincoln tenía problemas para dormir, después de que muriera Willie? Creo que debió de volverse casi loco. —Me miraba ahora sin verme, como si yo ni siquiera estuviese allí—. Mandó desenterrar dos veces el cadáver de Willie para verle la cara, ¿lo sabías?
— No.
— Pobre hombre. He estado pensando en lo que dijiste, en soñar los sueños de Lincoln. Eso sería maravilloso, ¿no?
— No, no lo sería — repliqué, pensando en Annie —. Sería terrible.
Estaba claro que no me oyó.
— Mientras hacías todas esas preguntas sobre soñar los sueños de Lincoln, yo sólo pensaba en lo maravilloso que sería para el libro que los tuvieras —dijo, todavía sin mirar a nada en concreto.
— ¿Para el libro?
— Imagínate, si tuvieras los sueños de Lincoln, finalmente sabríamos lo que de verdad pensaba, lo que de verdad sentía. Es con lo que todo escritor sueña. —Dio una palmada en los brazos del sillón y se incorporó—. Jeff, quiero que vayas a California por mí.
— No.
Por fin me miró, con penetrantes ojos escrutadores, como en la noche de la recepción.
— ¿Por qué no?
Sonó el teléfono. Lo descolgué haciendo volar de paso la taza de café, con la esperanza de que fuera Annie y deseando en el fondo que no lo fuese. No quería hablar con ella delante de Broun. Un minuto antes, había deseado contárselo. Todavía quería hacerlo, pero no podía. Él pensaba que el doctor Stone había dicho «algunas cosas interesantes». Pensaba que sería maravilloso «para el libro» que yo tuviera los sueños de Lincoln.
«No es como el doctor Stone —me dije—, ni como Richard. Siempre ha sido amable conmigo. Si le hablara de Annie, se preocuparía tanto como yo, haría todo lo posible por ayudarla. Tal vez —pensé—, y tal vez la miraría con sus ojillos brillantes y diría: "Esto es lo que todo escritor sueña."» No podía arriesgarme. Con Annie, no.
— ¿Diga? —contesté con cautela.
— Hola, soy Kate, de la biblioteca. ¿Cómo se escribe exactamente «prodrómico»? He buscado en nuestros libros, y no tenemos nada sobre el tema, así que voy a llamar a la Biblioteca del Congreso, pero quería asegurarme de que lo tengo bien escrito. Es…
Me lo deletreó, y yo sujeté el auricular, casi sin escuchar.
No podía hablarle a Broun de Annie, pero tendría que decirle algo. Debía convencerlo de que no me enviara a cuatro mil kilómetros de Annie cuando ella podía llamar en cualquier momento, cuando ella podía necesitarme.
— Así es como se escribe —le dije a Kate, sin saber si era cierto o no—. Gracias.
Colgué y empecé a limpiar el café derramado con una de las servilletas de papel que había en la bandeja.
— Estoy decidido a averiguar qué causaba los sueños de Lincoln —dijo Broun sin dejar de mirarme—. Hay un hombre en San Diego que ha estado investigando sobre sueños proféticos.
Las notas de Broun estaban empapadas. Las sequé con la servilleta.
— Quiero que tomes un avión mañana y hables con él de los sueños de Lincoln.
— ¿Qué hay del tiempo? Esta mañana dijeron por la radio que el aeropuerto estaba cerrado.
— Entonces ve pasado mañana.
— Mira, de verdad que no entiendo qué sentido tiene dar todas estas vueltas. Quiero decir, ¿por qué no telefoneas a ese tipo? En persona me diría lo mismo que a ti por teléfono, ¿no es cierto?
— Puedes observarlo mientras lo dice —insistió Broun, mirándome mientras limpiaba las notas empapadas—. Puedes decirme si dice la verdad o no.
— ¿Y qué más da? —solté enfadado—. Lincoln está muerto, y este tipo sabrá tanto sobre las causas de sus sueños como el doctor Stone o Richard. No importa a cuántos expertos consultes, nunca averiguarás qué originó realmente los sueños. Ya has recibido un montón de explicaciones. Escoge la que más te guste. ¿Qué importa?
— Para Lincoln sí importaba —dijo él, despacio—. Y a mí me importa también.
— ¿Tanto como te importaba cuándo compró Lee a Traveller? No necesitabas saber eso. Da igual cuándo lo comprara, fue antes de Antietam. Pero me hiciste dar vueltas por toda Virginia Occidental buscando facturas, y ahora quieres enviarme a California en otra búsqueda a ciegas.
— Déjalo —murmuró—. Iré yo.
Miré las notas de Broun, temeroso de que mi alivio se me reflejara en la cara. Las hojas empapadas estaban pegadas. Traté de quitar la hoja superior, y la mitad de la página se me quedó en la mano. La miré. La tinta estaba tan corrida que las notas resultaban ininteligibles.
— Oye, creo que deberías mirar el asunto con un poco de perspectiva. Te liaste por completo en Las cadenas del deber, y mira lo que sucedió. Y ahora estás obsesionándote con esto.
— He dicho que iré yo, maldita sea. —Se levantó—. Dame las condenadas notas antes de que las eches a perder. Y llama a McLaws y Herndon. Diles que esperen con las galeradas. Voy a cambiar otra escena.
— No puedes hacer eso —repuse—. Ya han empezado. Qué voy a decirles?
— No me importa lo que les digas. Diles que estoy obsesionado con Las cadenas del deber. —Tiró de las notas, que se desgarraron sin emitir sonido alguno. Me arrebató los pedazos—. Diles que piensas que estoy un poco tocado de la cabeza, como Lincoln después de que muriera Willie. Diles que quiero exhumar el cuerpo para echarle un último vistazo antes de que vaya a imprenta. Como ese loco de Lincoln.
Cuando bajé las escaleras hasta la cocina, para llamar a McLaws y Herndon, cerró la puerta de su estudio, y oí el irregular tableteo de su máquina de escribir, como disparos de francotiradores desde el otro lado del río.
5
Hacia la Navidad de 1861, durante la campaña de California, Robert E. Lee compró a Traveller por ciento setenta y cinco dólares, más veinticinco dólares extra para contrarrestar la devaluación del dinero confederado. «Ha sido mi paciente seguidor desde entonces —le escribió a Maride—. Cargó conmigo durante la Batalla de los Siete Días alrededor de Richmond, Sharpsburg, Fredericksburg, el último día en Chancellorsville, a Pennsylvania, en Gettysburg, y de vuelta al Rappahannock… hasta los últimos días en el juzgado de Appomattox.»
Broun no me pidió que llamara para dictar la escena esta vez. La dictó él mismo a la mañana siguiente y luego se marchó para hablar con un experto en Lincoln de Georgetown.
— Salgo para California mañana —dijo, cortante—. ¿Has descubierto dónde enterraron a Willie Lincoln?
— No. Ahora mismo voy a regresar a la biblioteca. ¿Quieres que vaya primero a sacarte el billete?
— Puedes sacarlo esta tarde.
— Bien —respondí, deseando ser capaz de decir algo que me congraciase un poco con él. No podía pedirle disculpas, porque una disculpa requería una explicación, y no podía explicarle nada. Tal vez era mejor que no me hablara, porque así tampoco me haría preguntas—. ¿Qué hay de las galeradas?
— McLaws y Herndon llamaron esta manana, ames uc que te levantaras. Dijeron que las enviarían por Federal Express. Las quieren de vuelta en dos semanas a más tardar, y sin cambios importantes.
— Dales el primer borrador, y yo lo terminaré cuando regrese.
— ¿Que será cuándo?
— No lo sé. Dentro de una semana, tal vez.
Aguardé a que se marchara a Georgetown y luego subí y me aseguré de que el contestador estaba conectado. Me llevé el coche y recogí el billete de Broun en la agencia de viajes antes de ir a la biblioteca.
Kate no tenía preparada la bibliografía, y le dije que no tenía prisa, que me quedaría por allí un rato. Dediqué el resto del día a buscar información sobre Willie Lincoln y a pensar en Annie.
Ella no había llamado la noche anterior. Broun había salido a cenar, y yo me había pasado todo el rato en el estudio esperando que llamara, pero el teléfono no sonó ni una sola vez. A las diez había llegado a la conclusión de que Richard le impedía de algún modo utilizar el teléfono, pero por la mañana no lo creía realmente.
Richard había dejado claro que no quería que hablara con ella, pero era improbable que desconectase el teléfono o la maniatara para que no respondiese. Ella era su paciente, no su prisionera, y le había desobedecido antes. Richard no había conseguido evitar que fuera a Arlington. Tampoco podría impedirle que me llamara, si ella de verdad quería hacerlo.
Si de verdad quería hacerlo. Tal vez no quería. Casi no se había mostrado interesada cuando la llamé y le ofrecí mis servicios. ¿Qué me hacía pensar que quería saber algo más sobre la Orden Especial 191 que sobre los traumas del subsconsciente? «Te colgó el teléfono —me dije— y continúa en casa de Richard. No necesitas la Interpretación de los sueños de Freud para saber lo que significa eso. Ella no quiere hablar contigo. Así que deja de llamarla y entérate de qué demonios hicieron con Willie Lincoln.»
Tampoco creía eso, pero saqué todos los libros sobre Lincoln y procuré concentrarme en la investigación. No encontré ni una palabra sobre el entierro de Willie. Sin embargo, descubrí qué había ocurrido con el poni que montaba «en un día de mal tiempo›, cuando contrajo lo que fuera que lo mató. Varios meses después de la muerte de Willie, los establos de la Casa Blanca se incendiaron. Lincoln arrancó a correr por el jardín e incluso saltó un seto para salvarlo, pero fue demasiado tarde. Los guardias lo llevaron de regreso a la Casa Blanca, temerosos de que el fuego hubiera sido provocado por un asesino para hacerlo salir. El poni de Willie se quemó vivo.
Aproximadamente cada hora salía a la cabina telefónica y llamaba al contestador, pero no había mensajes. A las dos me quedé sin cambio y tuve que pedirle a Kate un dólar en monedas de veinticinco centavos.
— Tendré la bibliografía lista en unos minutos —aseguró.
Salí y llamé al contestador. La agente de Broun había llamado, porque quería saber a santo de qué estaba haciendo cambios todavía. Acababa de hablar con McLaws y Herndon, que habían tenido que ajustar la letra de las galeradas. Se hablaba de cobrar a Broun las placas extra.
Llamé a Annie.
— Me alegro de que hayas llamado —dijo Richard—. Quería pedirte disculpas por mi arranque del otro día.
— Quiero hablar con Annie.
— Ahora mismo está dormida, y no quiero despertarla. Sé que me pasé el otro día. Estaba tan preocupado por su estado… Le obsesionaba la idea de que podía verificar su sueño con datos. —Parecía un hombre completamente distinto del que me había advertido que me mantuviera apartado de Annie. Su voz sonaba tranquila y profesional—. Es un fenómeno común, pero peligroso. El paciente intenta disociar las imagenes amenazantes de sus sueños creyendo que poseen una realidad objetiva propia.
Entonces reconocí la voz. La había elaborado en su paso por la facultad de Medicina. La voz constituía uno de los instrumentos más importantes de un psiquiatra, me lo había dicho cuando estudiaba psicoanálisis. Adoptando el tono de voz adecuado era posible ganarse la confianza del paciente, inspirar su franqueza y convencerlo de que lo que más le importaba al psiquiatra era el bienestar del paciente. Yo le había dicho que me daba igual para qué servía esa voz, pero que no la utilizara conmigo.
Estaba utilizándola ahora.
— Al persuadirse de que la casa de su sueño es Arlington House —prosiguió—, ella intenta protegerse del material latente del sueño. El cadáver medio enterrado se convierte en un soldado de la Unión en vez de la imagen de su propio trauma personal, el gato se convierte en un gato real en vez del símbolo de su necesidad de destapar el recuerdo reprimido que ocasiona los sueños.
— El gato es un gato real. Se llama Tom Tita. Se quedó olvidado cuando Lee se mudó de Arlington.
— Estás confundiendo contenido manifiesto con contenido latente —dijo él, con tono reconfortante y compasivo—. Todos soñamos cosas reales, objetos y personas que hemos visto, cosas que hemos leído o visto en las películas, recuerdos. Componen el contenido visible de nuestros sueños. Pero el subconsciente hace su propio uso de esas personas, objetos y recuerdos reales. Se trata de un proceso llamado conversión precipitante de los sueños. Pongamos que Annie tuvo un gato de niña.
— Nunca tuvo un gato. Tampoco vio a ese gato, ni leyó sobre él en ningún sitio. Es Tom Tita.
— Estoy seguro de que se convenció de ello cuando insistió en ir a Arlington, y por eso me opuse al viaje. Pero me equivoqué. El viaje produjo una catarsis, un progreso. Ella se percató de que la casa del sueño era en realidad su propia casa, y que el soldado a medio enterrar era un símbolo de su propia culpa reprimida.
— ¿Y el gato qué simboliza?
¿Y sus manos vendadas? Me disponía a preguntárselo cuando caí en la cuenta de que Richard, tranquilo y reconfortante y compasivo, no había hecho una sola mención al segundo sueño. ¿Y qué significaba esto? ¿Que ella no se lo había contado? O que no quería creer lo que yo le había dicho y había decidido aceptar las explicaciones de Richard: culpa reprimida y contenido manifiesto y conversión precipitante de los sueños.
Términos que significaban tan poco como «fiebre biliosa» o «excitación reumática» y que proporcionaban la misma ayuda al paciente.
— Quiero hablar con Annie —dije.
— Le haré saber que has llamado en cuanto se despierte
— aseguró el Buen Psiquiatra—. He de advertirte que tal vez no quiera hablar contigo. Te identifica con el rechazo de su psicosis.
Le colgué y regresé con Lincoln, que había tenido también sueños terribles. Sin embargo, nadie había intentado convencerlo de que la Sala Este no era la Sala Este. Nadie le había dicho que el cadáver con el paño negro sobre el rostro era un símbolo de culpa reprimida o un impulso neural elegido al azar por sus hormonas. Nadie le había preguntado qué había comido antes de irse a la cama.
Kate me trajo la bibliografía.
— He marcado con un asterisco los libros que tenemos
— dijo, señalando las anotaciones con tinta hechas en el márgen—, y también he marcado los temas relacionados. ¿Quieres que te los mande?
— No, no hace falta. Iré a recogerlos mañana.
— ¿De qué trata el nuevo libro de Broun?
— De Abraham Lincoln.
— Oh, no sabía que Lincoln estaba enfermo.
— Los sueños prodrómicos son suenos que la geinc ucu, cuando está enferma y no lo sabe todavía. ¿ Qué enfermedad sufría Lincoln?
— Pesadillas —contesté.
Cuando regresé a casa, Broun había vuelto ya, y se hallaba de pie en el solárium, contemplando sus violetas africanas. Le tendí la bibliografía.
— ¿Ha llamado alguien? —pregunté.
— No lo sé —respondió, tenso—. Dejé el contestador conectado, para que no te perdieras ninguno de tus mensajes. ¿Averiguaste dónde enterraron a Willie Lincoln?
— No. —Empecé a subir las escaleras—. ¿Estaba enfermo Lincoln cuando lo asesinaron?
— Estaba obsesionado con la Guerra Civil —dijo con amargura.
Seguí subiendo las escaleras, entré en el estudio y cerré la puerta, pero no había ningún mensaje en el contestador, y Annie no llamó.
Pasé la mayor parte del día siguiente reuniendo los libros que figuraban en la lista bibliográfica para que Broun los llevase consigo. Las galeradas llegaron por Federal Express por la tarde. Estuvo nublado todo el día, e hizo frío. El avión de Broun no despegaba hasta las cinco y media, y para cuando partimos hacia el aeropuerto el día empezó a anieblarse.
— Quiero que vayas a Virginia por mí —dijo Broun con sequedad en cuanto llegamos a Rock Creek Parkway—. Sé que desapruebas estas búsquedas a ciegas, pero necesito que hables con un doctor de Fredericksburg.
Fredericksburg quedaba a sólo noventa kilómetros de distancia. Si llamaba Annie podría regresar en una hora y media. Si llamaba.
— ¿Cómo se llama ese doctor?
Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta.
— Barton. Doctor Barton. Aquí está la dirección.
Sacó un papelito doblado. Lo desplegó.
— El doctor Stone me dio su nombre. El tal doctor Barton padece acromegalia. Normalmente es algo que se trata antes de que aparezcan síntomas evidentes, pero es tan viejo que no los presentó a tiempo. Quiero que averigües qué clase de sueños tiene.
Hizo una pausa, como esperando que yo pusiera objeciones.
— ¿Cuándo quieres que vaya? ¿Mañana?
— Cuando mejor te convenga.
Dejé atrás el Lincoln Memorial y conduje hacia el puente. —No tenía derecho a protestar —dije—. Sé lo importante que es para ti este libro.
— Una obsesión, creo que lo llamaste.
Divisé Arlington House en lo alto de su colina cubierta de nieve. Me imaginé a Richard diciéndole a Annie que estaba obsesionada con la guerra y con las muertes.
— Tampoco tenía derecho a decir eso.
Nos internamos en la carretera que se dirigía al sur.
— Lincoln sufría de acromegalia —comentó Broun, como disculpándose por la rudeza que había mostrado cuando le pregunté si Lincoln estaba enfermo—. Por eso era tan alto. Es un trastorno glandular. Los huesos crecen demasiado. Las manos y la nariz se ensanchan, y los pies se agrandan. La gente con acromegalia contrae reumatismo y diabetes y padece melancolía. Puede ser mortal.
— ¿Y crees que eso es lo que lo mató? —pregunté con sarcasmo, aunque de inmediato lo lamenté.
— Pensé que quizás explicaría los sueños —respondió y se volvió hacia la ventanilla para atisbar la nublada oscuridad.
Me pregunté si se le habría ocurrido, a pesar de todas las teorías sobre culpa reprimida e impulsos nerviosos, que los sueños no requerían explicación. Lincoln soñó que lo mataba un asesino, y dos semanas después yacía cadáver en la Sala Este. Perdió a su hijo, y el rostro del pequeño se le aparecía para consolarlo en sus sueños. ¿Y dónde encajaba en todo esto un trastorno glandular?
No se lo pregunté. Quería establecer una especie de tregua antes de que Broun se marchara a California.
— Iré a ver a ese doctor Barton mañana —anuncié cuando aparcamos en el aeropuerto.
Me miró, y supe que tampoco quería batallar.
— Pídele a la señora Betts, la vecina, que se ocupe del gato, y que riegue las plantas. Dejé el contestador automático conectado, y no dije dónde estarías por si quieres tomarte algún tiempo libre. He estado exprimiéndote demasiado. Hay un albergue muy bonito en Fredericksburg. Podrías quedarte allí un par de días, tomarte unas pequeñas vacaciones. Quédate hasta que yo regrese de California, si te apetece.
— Alguien tendrá que repasar las galeradas —dije—, y tú no tendrás tiempo en California. Escucha, no te preocupes por mí. Me lo tomaré con calma. Iré a Fredericksburg y luego regresaré y trabajaré en las galeradas.
— Bueno, al menos búscate a alguien que te ayude con ellas. De otro modo se tarda muchísimo. ¿Por qué no le pides que te ayude a esa chica, a la rubita guapetona de la recepción de la otra noche, cómo se llama?
— Annie —dije yo—. Pero dudo que quiera estar sentada durante horas leyendo un libro en voz alta y corrigiendo las faltas. Se rascó la barbilla.
— Os observé a los dos la otra noche. Me dio la impresión de que ella haría cualquier cosa si tú se la pidieras. Y viceversa. —Es la novia de Richard.
— ¿Te has enterado de eso por mediación divina, o te lo contó Richard?
— Vas a perder el avión —dije—. No te preocupes por las galeradas. Me encargaré de que estén listas aunque tenga que grabarlas en una cinta y escucharlas yo solo.
Recogió su maletín del asiento trasero del coche y luego extendió la mano para darme el trocito de papel doblado.
— Tú también —dije yo—. Si descubres qué causaba los sueños de Lincoln, házmelo saber.
Regresé a casa y me puse a revisar las galeradas, un largo capítulo sobre el hermano de Ben, que formaba parte del desgraciado Duodécimo Cuerpo de Mansfield, otro aún más largo sobre el coronel Fitzhugh, cuyos hombres lo llamaban el Viejo Relamido y que se extendía durante un montón de páginas en consideraciones acerca del deber de un caballero y del glorioso Sur.
— Creía que el libro trataba sobre Antietam —le había dicho yo a Broun la primera vez que leí estos capítulos—. Y esto es el capítulo dos y todavía estamos en la primavera de 1862. La batalla de Antietam no se libró hasta mediados de septiembre.
— No trata sobre Antietam —había atronado Broun, la única vez que lo había visto yo enfadado por una de mis críticas—, sino sobre el deber, maldición.
Se negó a recortar el capítulo, y ahora veía que, aunque había hecho tantos cambios que apenas reconocía el libro, todos los párrafos sobre el deber habían permanecido. Hasta el capítulo nueve no llegamos a la mañana del 17 de septiembre, de nuevo con Malachi, Toby y Ben:
Todavía estaba oscuro cuando Ben se despertó.
— Me ha parecido escuchar algo —dijo, incorporándose. —Todavía no —respondió Malachi. Estaba demasiado oscuro para verlo.
— ¿Qué hora es? —preguntó Ben—. Me ha parecido oír disparos.
Había dejado de llover y parecía haber un poco de luz al este, pero no estaba seguro.
— No pasan de las tres —dijo Malachi, y entonces Ben debió de volver a quedarse dormido, porque cuando abrió de nuevo los ojos había luz suficiente para distinguir a Malachi. Estaba sentado junto a su pequeño hornillo, removiendo las frías cenizas, tratando de hacer saltar una chispa para calentar el café, pero el fuego estaba completamente apagado. Una niebla fría flotaba sobre el campo de maíz junto al que habían acampado, tan baja que él no alcanzaba a ver las mazorcas.
— ¿Cómo vamos a combatir si hay niebla y no vemos? —se lamentó Ben, arrebujándose en la manta. Sus dientes castañeteaban.
— La niebla se disipará en cuanto salga el sol, y entonces hará calor —dijo Malachi, y parecía tan tranquilo como despierto, como si estuviera de regreso en la granja y se hubiera levantado a las tres de la mañana para dedicarse todo el día a la siembra.
— ¿Qué sucedería si nos largáramos? —preguntó Ben. Sus dientes castañeteaban con tanta fuerza que no podría oír los disparos—. Nadie nos vería con esta niebla.
— Creía que eras tú quien se había enrolado voluntario. Firmaste para esto.
— Lo sé —dijo—. Pero contaba con que podían matarme.
— ¿Cómo esperáis que duerma uno aquí con vosotros dos cloqueando como gallinas?—protestó Toby. Bostezó—. ¿Deberíais huir? ¿Os matarán? A mí no pueden matarme. No a Toby Banks. No, señor, le prometía mi madre que no lo permitiría.
Se cubrió los pies con la manta y se dio la vuelta, y Ben se acostó otra vez y contempló la niebla que flotaba por encima de Malachi y el fuego apagado.
Toby lo despertó con el pie.
— Te pasas toda la noche preocupándote y luego te quedas dormido en la batalla —dijo—. No dejes que el Viejo Relamido te vea dormido.
Ben se incorporó. Había salido el sol, y la niebla había desaparecido. Una nube de vapor que parecía humo se elevaba sobre el maizal. Malachi había encendido otra hoguera. Estaba asando mazorcas en las brasas.
— He estado practicando mi aullido rebelde durante cerca de una hora —comentó Toby.
Ben se levantó y dobló su estera, tratando de despabilarse. Toby silbaba algo, una tonada, pero cuando Ben se volvió hacia él se detuvo. Estaba escribiendo algo en un pañuelo blanco y sucio.
— Quiero que los yankis sepan quién dispara contra ellos —dijo. Talló una ramita hasta dejarla muy delgada y la usó para prenderse el pañuelo a la camisa—. Aunque no pienso dejar que ninguno de ellos se acerque lo suficiente para que pueda leerlo.
Se dirigió a la hoguera y sacó de las brasas una de las mazorcas asadas. La corteza estaba chamuscada. Olía estupendamente.
Ella me arrancó de un profundo sueño. Tuve la impresión de que todavía no había amanecido, y no se me ocurría quién podía llamar a esas horas. Descolgué el teléfono, pero sonó de nuevo. Pensé «Es el contestador», pulsé la tecla que creí adecuada y tuve tiempo de sorprenderme de que no hubiera mensaje antes de que volviera a sonar y yo reconociera por fin el sonido como el timbre de la puerta.
Annie estaba en el umbral. Tenía puesto el abrigo gris y llevaba una bolsa de lona. Había un maleta en el escalón, a su lado. Fuera estaba oscuro y neblinoso, y pensé: «La niebla se desvanecerá cuando salga el sol, y mañana hará calor.»
— ¿Puedo quedarme aquí? —preguntó ella.
Yo todavía tenía la impresión de que el teléfono había sonado.
— ¿Has llamado?
— No —respondió—. Sé que debería haberte avisado, pero… si esto es un problema, Jeff, puedo irme a un hotel.
— Me pareció oír el teléfono —dije, frotándome la cara como si esperara encontrar barba de una semana como la de Broun—. ¿Qué hora es?
Tuvo que pasarse la bolsa de lona de una mano a otra para mirar su reloj.
— Las diez y media. Te he despertado, ¿verdad?
«No, no lo has hecho», estuve a punto de decir. Éste era el problema: no había conseguido despertarme al llamar a la puerta. Yo estaba todavía dormido y soñando con ella, y no eran los sueños de otra persona. Estaba preciosa allí de pie con su abrigo gris y el cabello claro un poco rizado por la humedad de la niebla. Parecía como si acabara de despertarse de un largo y refrescante sueño, con los ojos despejados y brillantes, y un saludable tono rosado en las mejillas.
— Claro que puedes quedarte —dije, todavía no lo bastante despierto para preguntarle por qué estaba allí, ni para planteármelo siquiera. Abrí la puerta y me acerqué para recoger la maleta—. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Broun no está aquí. Ha ido a California. Puedes quedarte cuanto quieras.
La conduje escaleras arriba hasta el estudio, todavía incapaz de desprenderme de la sensación de que era muy tarde. El contestador automático parpadeaba rápidamente; debí de haber pulsado «devolver llamada» cuando extendí la mano medio dormido. Me pregunté a qué pobre diablo habría estado llamando durante los últimos diez minutos. Pulsé el botón de «pausa» y bostecé. Todavía no estaba despierto. Sería mejor que preparara un poco de café.
— ¿Quieres café? —le pregunté a Annie, que permanecía quieta en la puerta del estudio, con aspecto descansado y del todo despierto. Estaba muy hermosa.
— No —contestó.
Yo todavía tenía la mano sobre los botones del contestador automático.
— Me has tenido preocupado. Intenté llamarte. ¿Has vuelto a soñar?
— No —dijo ella—. Los sueños han cesado.
— ¿Han cesado? —me extrañé—. ¿Así, sin más?
Todavía no estaba despierto.
El contestador automático seguía parpadeando. Golpeé los botones. La cinta chasqueó.
— Annie se ha marchado —dijo Richard—. Creo que irá a verte. Tienes que hacer que vuelva. Está enferma. Sólo lo hice para ayudarla. No tenía otra elección.
— ¿Qué es lo que hizo? —pregunté.
Ella extrajo algo de la bolsa.
— Ha estado echándome esto en la comida —dijo, y me pasó dos cápsulas en una bolsa de plástico. Una de las cápsulas estaba abierta y una capa de polvillo blanco cubría el fondo de la bolsa.
— ¿Qué es? —inquirí—. ¿Elavil?
— Torazina —respondió—. Encontré el frasco en su maletín médico.
Torazina. Una droga bastante potente para detener en seco a un caballo.
— ¿Richard te ha dado esto? —dije, mirando estúpidamente la bolsa de plástico.
— Sí. —Se sentó en la butaca—. Empezó a ponérmelas en la comida cuando regresé de Arlington.
Cuando la llamé, le pregunté si había dormido, y ella dijo que Richard le había preparado una taza de té y la había enviado a la cama. Estaba tan dormida que apenas era capaz de responder a mis preguntas. Porque Richard le había echado torazina en el té. Torazina.
— Usan torazina en los hospitales psiquiátricos con los pacientes incontrolables.
— Lo sé —dijo ella.
— ¿Cuántas te ha dado?
— No lo sé. Él… No comí nada anoche ni he comido nada en todo el día de hoy.
Yo la había llevado a Arlington hacía tres días. No podía haber estado tomando la droga desde hacía más de dos días y medio, de modo que no debía de haber mucha en su organismo, pero ¿qué clase de dosis le habría administrado Richard? Cualquier dosis era demasiada.
— Annie, escucha, déjame llevarte al hospital. Ellos sabrán qué hacer. Tenemos que sacar esto de tu organismo.
— Jeff, dime qué le sucedió al caballo —murmuró—. El caballo gris que vi en mi sueño. No se cayó de rodillas, ¿verdad? —Le miré las manos, esperando que atenazaran los brazos del sillón, pero reposaban tranquilamente sobre su regazo—. Por favor, dímelo.
Me arrodillé delante de ella y le cogí las manos.
— Annie, el sueño no es importante. Lo que importa es que tienes una droga peligrosa en tu organismo. No sé qué síntomas puede causar, pero debemos averiguarlo. Quizás haya síndrome de abstinencia de algún tipo. Tenemos que llevarte a un hospital. Ellos sabrán qué hacer.
— No —repuso, todavía tan tranquila—. Me darán algo para impedir que sueñe.
— No, no lo harán. Intentarán extraerte la torazina del sistema, y te harán pruebas para saber exactamente cuánta ha estado administrándote Richard y durante cuánto tiempo. ¿Y si te ha hecho tomar drogas durante semanas? ¿Y si la torazina no es lo único que ha estado dándote?
— No lo entiendes. Me medicarán en el hospital.
— No pueden darte nada sin tu consentimiento.
— Richard lo hizo. No puedo ir a un hospital. Los sueños son importantes. Son lo más importante.
— Annie…
— No, tienes que escucharme, Jeff. Descubrí que él estaba suministrándome algo cuando tú me llamaste. Cuando me levanté para contestar al teléfono me sentía muy aturdida, y luego me preguntaste si Richard estaba medicándome, y supe que debía ser eso. Pero no te lo dije.
— ¿Por qué no? —pregunté con delicadeza.
— Porque eso detuvo los sueños. —Tenía las manos heladas. Las acaricié suavemente—. Cuando llamaste, llevaba dormida toda la tarde y no había tenido ningún sueño. Luego llamaste y me hablaste de la Orden Especial 191 y ni siquiera quise escuchar. Sólo quería volver a dormir. Quería dormir para siempre.
— Era por la torazina.
— Quería dormir para siempre, pero no pude. Incluso bajo los efectos de la torazina, aun cuando estaba dormida, sabía que los sueños importaban, y que tenía que tenerlos. Por eso vine aquí. Porque sabía que tú me ayudarías. Sabía que me explicarías qué significaban los sueños.
— Annie, escucha. —Miré ansioso sus ojos grisáceos, tratando de ver si estaban dilatados. No lo estaban. Parecían despejados y alerta. Tal vez sólo había tomado torazina durante un par de días—. ¿Me dejarás telefonear al menos al médico de Broun? No es psiquiatra ni nada parecido. Es sólo médico de cabecera.
— Llamará a Richard.
— No, no lo hará —aseguré, deseando poder estar seguro de ello. Si le decía que Richard le había administrado torazina a una de sus pacientes sin su conocimiento, pensaría en el acto que era una enferma mental. Llamaría a Richard, y Richard le diría que era altamente inestable, que sufría manía persecutoria. Emplearía su voz de Buen Psiquiatra y el médico de Broun lo creería. ¿Y luego qué? ¿ Llevaría a Annie de regreso al Instituto del Sueño, o pediría a Richard que fuese a recogerla?
— Al menos déjame prepararte un poco de café —dije, dándole una palmadita en las manos—. Tenemos que sacarte esa porquería del organismo.
Cerró sus dedos en torno a los míos.
— Háblame del caballo. Por favor.
— Era el caballo de D. H. Hill. Lo mataron mientras iba montado en él. —Le sujeté las manos como si temiera que las retirase—. Le arrancaron de un cañonazo las patas delanteras.
— ¿Lo vio Lee?
— Sí.
— No quise creerlo cuando me hablaste de Toro Tita y de la camisa roja de Hill y de la orden perdida —dijo ella, y su voz sonaba todavía tranquila, aunque me apretaba con fuerza los dedos—. Pero supe que era verdad, incluso bajo los efectos de la torazina. Comprendí qué representaban los sueños aquella noche en la recepción, en cuanto me hablaste de la casa de Arlington, pero no quise creerlo.
Inclinó la cabeza, de manera que casi tocó nuestras manos.
— ¡Ese pobre hombre! —exclamó—. La torazina me hizo dormir todo el tiempo, e incluso cuando estaba despierta era como si durmiera. Fue maravilloso. No había podido dormir antes porque tenía muchísimo miedo de soñar con el soldado del patio, y ahora dormía y dormía y no soñaba con nada. Fue maravilloso. Estaba tan contenta de que Richard me la hubiera administrado… —Me miró—. Pero incluso cuando estaba dormida seguía pensando en lo terrible que era que no tuvieran torazina en aquella época, que no hubiera nada para impedir esos horribles sueños. Él tuvo que seguir soñando una y otra vez hasta que le entró miedo de dormir también. —Sujetaba mis manos con tanta fuerza que me hacía daño—. Por eso quiero tener los sueños, por eso he acudido a ti. Debes ayudarme a tener los sueños, para que él pueda dormir un poco.
— ¿Quién? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
— Robert E. Lee. Son sus sueños, ¿verdad? —dijo, y ni siquiera se trataba de una pregunta—. Tengo los sueños de Robert E. Lee.
Casi pude oler el maíz, oírlo crujir con el cálido vapor de la mañana, y supe que los cañones estaban a punto de empezar a disparar para comenzar la matanza.
— Sí —dije.
Le serví a Annie algo de comer y la obligué a beber un poco de café. Me pregunté si debía obligarla a caminar para impedir que se quedara dormida, como se hace en los casos de sobredosis de droga, pero había dormido cuatro días enteros. Deseé que Broun contara con un libro de medicina posterior a 1865 para consultar los efectos secundarios de la torazina.
Sonó el teléfono.
— Es Richard, ¿sabes? —dijo ella y me asió de nuevo las manos—. Vendrá a por mí.
El contestador automático saltó.
— No sabrá dónde estamos —aseveré—. El mensaje del contestador dice que Broun está en California. Pensará que me he marchado con él.
— ¿Y si viene aquí?
— No estaremos aquí —dije—. He de ir a Fredericksburg a hacer unas indagaciones para Broun. Ven conmigo. Él no tendrá la menor idea de adónde hemos ido.
Annie se quedó dormida antes de que yo terminara de hablar, sin soltarme las manos, y con la cabeza apoyada ligeramente en el respaldo de la butaca y las mejillas tan sonrosadas como las de una niña. Separé mis manos de las suyas y fui a mi habitación a buscar una manta con que cubrirla, y luego, por fin despierto del todo, preparé una maleta y la metí, junto con las cosas de Annie, en el coche. A continuación volví al estudio y comencé a leer galeradas.
Durante las tres horas siguientes Richard llamó a intervalos de diez minutos y luego lo dejó. Apagué todas las luces del estudio y bajé a asegurarme de que todas las puertas estaban cerradas con llave. Entré en el oscuro solárium y me aposté ante la ventana, desde donde lo vi aparcar al otro lado de la calle y me puse a pensar en cómo empezó la Guerra Civil.
Lincoln le había ofrecido a Lee el mando del ejército de la Unión, pero éste no lo aceptó, aunque se oponía a la secesión y detestaba la idea de la guerra. «No he sido capaz de decidirme a alzar la mano contra mis parientes, mis hijos, mi hogar —le escribió a su hermana—. Sé que me culparás, pero debes pensar lo mejor posible en mí, y cree que me he esforzado por hacer lo que considero justo.»
«No podría haber emprendido otro rumbo sin deshonor», escribió después de la guerra, tras haber matado a doscientos cincuenta mil de sus propios hombres, y Lincoln, ese otro buen hombre con el asesinato de masas a la espalda, había dicho: «Tengamos fe en la fuerza que contiene la rectitud, y con esta fe cumplamos con nuestro deber tal como lo entendemos.»
Nuestro deber tal como lo entendemos. «tuve que hacerlo», había dicho Richard, y se había acostado con su paciente y le había suministrado una droga peligrosa sin su conocimiento. Yo, por mi parte, había prometido cuidar de ella, así que no podía dejar que él se saliera con la suya, aunque fuera mi antiguo compañero de cuarto.
— «Se alistó un buen día —había dicho Ben, el personaje de Broun—, y yo supe que tenía que hacerlo también.» Así que allí estábamos, enemigos.
A las siete regresé arriba y desperté a Annie. Llamé a la vecina y le dije que había cambiado de opinión respecto a ir a California con Broun y que cuidara del gato, que le dejaría la comida junto a la puerta para que ella fuese a buscarla y se llevara al gato cuando quisiera.
— ¿Quiere decirle a la policía que nos hemos marchado? —le pedí entonces—. Broun no suele molestarse con esta clase de cosas, pero hay un hombre en un coche aparcado en la calle desde que volví de llevar a Broun al aeropuerto anoche. No sé si está acechando la casa o no, y probablemente es una locura pensar que se trate de algo así. Pero Broun tiene en su poder unas cuantas primeras ediciones.
Cuando el coche de la policía se detuvo junto al de Richard, hice salir a Annie por la puerta trasera que daba al garaje, y huimos al sur, a la tierra de los sueños.
6
Traveller era el caballo perfecto para Lee. Soportaba el mal tiempo y el terreno inestable y poseía un vigor increíble. Cuando Lee pasaba revista a sus tropas, Traveller echaba a andar con grandes zancadas y en ningún momento cambiaba el ritmo. Los hombres formaban una fila de hasta quince kilómetros, y Traveller recorría a galope toda la distancia mientras los caballos de los otros oficiales se quedaban atrás, uno a uno.
Fredericksburg estaba sólo a setenta kilómetros al sur de Washington, pero constituía un mundo completamente diferente. Los ciclamores y las forsythias estaban en flor, y se apreciaban por todas partes los capullos martirizados del sanguiñuelo.
Nos registramos en el hotel Fredericksburg, un edificio grande y viejo con un amplio porche. Pedí habitaciones contiguas y luego le dije al encargado que quería verlas antes de decidirme. El encargado me dio una llave y subimos. Las dos habitaciones eran en realidad una suite en el primer piso, en un extremo del edificio. Se podía ver el aparcamiento desde la ventana de uno de los dormitorios y el Rappahannock desde el otro. Había una escalera de incendios en el otro extremo del pasillo que conducía a otro aparcamiento más pequeño que no se divisaba desde la parte delantera del edificio.
Dejé a Annie en la habitación y bajé a registrarnos como el señor y señora Jeff Davis. El encargado sonrió al leerlo. Pensé en decirle que quizás aparecería un marido furibundo yen darle veinte dólares para que le asegurase que no estábamos allí. En cambio, sonreí y dije:
— No, no somos parientes. Todo el mundo lo pregunta. Salí a trasladar el coche al aparcamiento pequeño junto a las escaleras de incendios, y cogí las maletas.
Cuando regresé a la suite, dejé mi maleta en el dormitorio con vista al aparcamiento grande y la de Annie en el otro.
— Puedes relajarte —le dije—. Richard no tendrá modo de saber que estamos aquí. La única persona que sabe que yo iba a venir a Fredericksburg es Broun, y está en California. Deshaz la maleta y luego nos iremos a desayunar.
Entré en el otro dormitorio, cerré la puerta, y llamé al contestador automático de Broun para asegurarme de que no había dejado el nombre de su hotel o el número de teléfono en la máquina.
— Estoy en la soleada California investigando para mi nuevo libro —dijo la voz de Broun—. Si deja su nombre y teléfono y un mensaje, los escucharé desde donde estoy y procuraré contestar a su llamada en cuanto sea posible.
Bien. No había dejado ningún número, ni había dicho que su ayudante documentalista atendería sus llamadas. Hablaba en serio cuando dijo que quería que me tomara algunos días de descanso. Traté de pensar a quién más debía de haberle dado su número de California.
A su agente, probablemente, pero ella no estaría dispuesta a proporcionar información a un desconocido, aunque asegurase ser un viejo compañero de habitación de Jeff. A McLaws y Herndon tal vez, aunque yo dudaba que les hubiera dicho que se marchaba a California cuando se suponía que estaba trabajando en las galeradas.
Marqué el código remoto para reproducir los mensajes que hubieran dejado en el contestador. Oí un chasquido y un breve zumbido mientras la máquina rebobinaba, otro chasquido, y Broun dijo:
— Jeff, estoy en California y debo de haberme traído la maldita niebla conmigo. Voy a ver mañana al hombre de los sueños proféticos. Llámame si surge algún problema con las galeradas. Y descansa un poco. Me tienes preocupado.
Deshice la maleta que había preparado la noche anterior a la carrera y abrí la caja donde había guardado las galeradas. Había unos libros encima. No recordaba haber empaquetado ningún libro. Recogí el que estaba encima de todo. Era el volumen dos de Freeman. Me senté en la cama y extraje los otros tres gruesos volúmenes, uno tras otro.
Un soldado que huye de la batalla encuentra a veces, kilómetros más tarde, que aún empuña su fusil, o su sombrero, o un trozo de galleta a medio morder, y no guarda más recuerdos de haberlo hecho que de haber huido. Y allí estábamos, a setenta kilómetros de la batalla en una suite en el hotel Fredericksburg y con el R. E. Lee de Freeman y quién sabe qué más en la bolsa de Annie, dos soldados confederados en plena huida. Sin embargo, tarde o temprano ese soldado dejaba de correr y se preguntaba qué hacer a continuación, y yo no tenía la menor idea. No había pensado más que en llevar a Annie a un sitio donde estuviera a salvo de Richard.
Lo había hecho, y podíamos quedarnos allí durante por lo menos una semana o tal vez más si Broun permanecía en California, pero tarde o temprano tendríamos que regresar a Washington, y tarde o temprano tendríamos que hablar de los sueños.
Pero todavía no. Resultaba imposible saber cuánta torazina le quedaba a Annie en el organismo o cuánto tiempo tardaría en eliminarla. El doctor Stone había dicho que retirar de golpe un sedante a alguien podía causar una «tormenta de sueños,. Yo no insistiría en averiguar qué ocasionaba los sueños de Robert E. Lee si ella tenía pesadillas propias. Lo que necesitaba ahora mismo era desayunar, descansar un poco y tomarse unas vacaciones de todo aquel desquiciado lío.
Había un folleto impreso en papel brillante en la cómoda de roble situada junto a la cama. Lo cogí. Tal vez podíamos dar un paseo por el Fredericksburg histórico, ver algunos de los lugares de interés. «El campo de batalla de Estados Unidos —decía el folleto—. Visite los históricos campos de batalla de la Guerra Civil. ¡Donde cayeron diez mil soldados! Métase en la piel de los generales. No hace falta guía.»
Me imaginé a Annie de pie en mitad de la colina de Arlington, contemplando la hierba cubierta de nieve. El campo de batalla de Fredericksburg se había convertido también en un cementerio nacional, con doce mil soldados desconocidos enterrados en él.
«Tal vez no debería haberla traído aquí», pensé. Ella no había soñado con Fredericksburg todavía, y yo no quería que lo hiciera. La batalla fue una matanza absoluta, y los soldados de la Unión habían intentado cruzar una llanura hasta la cumbre defendida de Marye's Heights. No obstante, Lee venció, me dije. Tal vez no soñaba con las batallas que ganaba.
Las otras atracciones eran menores, por decir algo: el bufete de abogado de James Monroe, la casita de campo de Mary Washington, y Kenmore, una plantación sureña donde vivió Betty Fielding Lewis, la hermana de George Washington, pero cuando lo comprobé en el mapa, vi que no se hallaban cerca del campo de batalla, lo que significaba que podíamos salir a dar un paseo y leer galeradas y hacer lo que Broun me había enviado a hacer, que era entrevistar a un médico sobre su acromegalia.
Busqué en mi cartera el número que Broun me había dado y llamé al doctor Barton. El teléfono había sido dado de baja. Abrí los cajones del aparador de roble hasta que encontré la guía y lo busqué en «Médicos», en las Páginas Amarillas. Su nombre no aparecía. Había un Barton en las páginas blancas, pero la palabra «doctor» no figuraba detrás de su apellido. Broun había dicho que Barton era tan viejo que no habían tratado su acromegalia. Tal vez se había jubilado. Marqué el número.
— Consulta del doctor Barton —dijo una voz de mujer.
— Bien —dije yo—. Soy Jeff Johnston, documentalista de Thomas Broun. Me gustaría solicitar una cita con el doctor Barton.
— ¿Es sobre un caballo?
— No —respondí, mirando el papel que Broun me había dado—. ¿Es la consulta del doctor Henry Barton?
— Sí.
— El doctor Stone, de Washington, D.C., le dio el nombre del doctor Barton a mi jefe, Thomas Broun. Estoy haciendo investigaciones para el nuevo libro del señor Broun, y quería hacerle unas cuantas preguntas al doctor Barton.
— Oh, qué interesante —comentó ella—. Sé que mi marido querrá verlo. Deje que mire la agenda. —Hubo una pausa—. ¿Podría ser la semana que viene? Está muy ocupado. Es primavera, ya sabe.
No sabía qué tenía que ver la primavera con estar muy ocupado, pero no se lo pregunté.
— ¿Y por la tarde?
— Mañana es domingo. ¿Podría venir mañana?
— Claro.
— ¿Sabe cómo llegar aquí? Estamos en las afueras de la ciudad.
Mientras me daba la dirección, rebusqué de nuevo en las páginas amarillas. Allí estaba, Doctor Henry Barton, Médico veterinario, especializado en animales grandes. No era de extrañar que su esposa hubiera preguntado si se trataba de un caballo.
Guardé la guía. telefónica en el cajón, tomé el folleto de «Fredericksburg Histórico», y me lo llevé a la habitación de Annie.
— El doctor Barton no puede verme hasta mañana, así que tenemos todo el día. ¿Qué quieres ver? Mary Washington vivió aquí. Podríamos visitar la casa. Hay un espejo en su dormitorio que…
— No debería haber venido contigo —dijo ella.
Estaba sentada en la cama que tenía cuatro postes y una colcha de muselina verde y blanca con puntillas y un encaje de volantes. Annie tenía las manos laxas a los costados, para no estrujar las flores de muselina como había hecho con—Fas tas africanas de Broun.
— Cuando empecé a tener los sueños estaba tan asustada que no sabía qué hacer —dijo—. Tenía miedo de quedarme sola de noche, y Richard intentaba ayudarme…
Y entonces sucedió.
— Yo no soy Richard —dije—. No sé qué idea tienes sobre mí, pero no te he traído aquí para pasar un fin de semana divertido con todos los gastos pagados por Broun. Te he traído porque estabas huyendo de Richard, y pensé que éste era un lugar seguro para que te escondieras. Eso es todo. Estoy aquí para leer las galeradas de Las cadenas del deber y hablar con un tipo que tiene huesos largos y orejas grandes. Conseguí una suite y nos registré con un nombre falso para que Richard no pudiese llamar ni averiguar que estabas aquí, pero si quieres una habitación separada, puedo…
— No es eso —repuso ella, arrugando el cobertor con sus manos crispadas—. No pensaba que tú… La suite está bien, Jeff. Me alegro de que no pidieras habitaciones separadas porque necesito a alguien en la habitación de noche. Y no debes echarle la culpa a Richard de lo sucedido. Fue culpa mía. No tendría que haberme liado con él. Sólo empeoró las cosas. —Soltó la colcha y me miró—. Los sueños asustaban a Richard. Tenía miedo de que estuvieran haciéndome daño, y por eso intentó detenerlos, pero yo no podía permitírselo. Tengo un deber para con los sueños.
— Y tienes miedo de que yo me asuste también y empiece a ponerte torazina en la comida. Ya te he dicho que no soy Richard.
— Estoy bien. La torazina casi ha desaparecido de mi organismo. Lo sé. Me siento muchísimo mejor. No hay ningún motivo para que vayas a ver a un médico. Tratará de detener los sueños. Me recetará algún otro tipo de fármaco.
— No he dicho nada acerca de ir a ver a un médico —repliqué con impotencia. Entonces advertí que sí lo había hecho—. ¿Te refieres al doctor Barton? Es el tipo al que Broun me pidió que entrevistara. Padece acromegalia, el mismo trastorno del crecimento que tenía Lincoln, y ni siquiera es médico. Es veterinario. Cuando llamé, su esposa me preguntó si quería verlo para que atendiera a un caballo. —Traté de sonreírle—. Sé que es tu deber tener los sueños. Y mi deber es cuidar de ti mientras los tienes. Te prometo que no intentaré impedirlos.
— Muy bien —dijo ella. Alisó la colcha donde la había arrugado.
— ¿Y si ahora vamos a desayunar y luego visitamos todos los lugares interesantes de Fredericksburg? Mary Washington tenía un espejo que la gente acudía a ver desde kilómetros a la redonda.
— Muy bien. —Sonrió—. ¿Quién fue Mary Washington?
— No lo sé —contesté, mirando el folleto. Lo había retorcido dejándolo hecho un ilegible gurruño de papel de colores—. ¿La madre de George Washington? ¿O su hija tal vez? ¿Tuvo George Washington alguna hija?
Ella estaba mirando el folleto.
— Tomaré otro en recepción —dije. Lo tiré a la papelera—. Annie, todo saldrá bien —le aseguré—. Yo cuidaré de ti.
— Lo sé.
Mary Washington era la madre de George. Desayunamos en una cafetería situada frente al hotel y luego nos fuimos andando al centro para ver el espejo de Mary y su reloj de sol, todo ello situado en una casita al pie de los majestuosos jardines de Kenmore.
Observé nervioso a Annie durante toda la mañana, pero ella tenía buen aspecto. Mejor que bueno. El cálido aire primaveral y el ejercicio parecían sentarle de maravilla. Se rió con mis comentarios sobre qué clase de persona debía de ser Mary Washington, en vista de que su hija la había instalado lo más lejos posible de la casa.
— Probablemente hablaba tanto sobre ese horrible espejo como el guía turístico —comentó.
Sonrió, una sonrisa preciosa y despreocupada. Cosa rara, esto la hizo parecer mayor, más mujer y menos niña angustiada, por lo que pensé: «Bien, estoy haciendo lo adecuado.»
Sin embargo, después de almorzar, mientras curioseábamos en nuestra tercera tienda de antigüedades, ella empezó a parecer cansada. Tomó un gato de porcelana y empezó a decir algo, pero entonces se interrumpió a media frase, se acercó a la ventana de la tienda de antigüedades y miró con ansia hacia el sur, como si estuviera esperando a que llegaran los hombres de A. P. Hill.
— ¿Te encuentras bien? —pregunté, pues me preocupaba que se tratase de un efecto secundario de la torazina.
Ella estaba sujetando todavía el gato de porcelana.
— Vamos a tomar café —propuse. Había estado dándole café todo el día, a pesar de la teoría del doctor Stone de que la cafeína causaba pesadillas. No se me ocurría otra manera de hacer que expulsara la torazina de su organismo.
— Creo que ya he tomado suficiente café —dijo ella, sonriendo—. Estoy bien. Sólo me duele la cabeza.
— Bueno, entonces, ¿qué tal una aspirina?
— No, estoy bien. Estoy cansada, nada más. Tal vez deberíamos regresar al hotel.
— Claro. ¿Te apetece caminar? Si estás cansada, puedo ir corriendo y traer el coche. O si quieres llamamos a un taxi.
— No creo que en Fredericksburg haya taxis —repuso ella, depositando el gato de porcelana con cuidado en una mesita baja—. No hay ningún motivo para dejarse llevar por el pánico, Jeff. Es un dolor de cabeza provocado por la sinusitis. Tengo la fiebre del heno. Probablemente es por los manzanos en flor.
Parecía bien en el camino de regreso. Soplaba una leve brisa que apartaba el cabello claro de su rostro y daba color a sus mejillas.
— Es una ciudad bonita —opinó—, con todas estas casas antiguas. ¿Hubo una batalla aquí? ¿Durante la Guerra Civil?
— Sí. —Señalé un ajado Ford azul con un letrero pintado a mano en el costado—. Te dije que había taxis en Fredericksburg.
Subimos la escalera exterior del hotel para llegar a nuestras habitaciones. Un gato negro con garras blancas tomaba el sol en el segundo escalón de arriba. No hizo el menor esfuerzo por apartarse de nuestro camino.
— Hola —lo saludó Annie, extendiendo la mano para tocarlo. El gato cerró los ojos y se dejó acariciar como si le hiciese un favor a Annie—. Siempre he deseado tener un gato. Mi padre era alérgico a ellos.
— ¿Tu padre?
— Sí. Le producían urticaria.
— Sabes, no sé nada de ti. Tu familia, de dónde eres, qué hacías antes de que empezaras a tener los sueños de Lee. ¿Dónde vives?
Ella se enderezó. La sonrisa había desaparecido. Tenía la misma expresión que la noche en que Richard estuvo disertando sobre los problemas psicológicos de Lincoln.
— En una ciudad pequeña. Del tamaño de Fredericksburg.
— Broun tiene un gato —dije rápidamente—. Es una bestia egoísta. Como ésta de aquí.
Acaricié al gato por debajo de la barbilla y terminé de subir las escaleras para abrirle la puerta, odiando a Richard en ese momento más de lo que había odiado jamás a nadie.
No sabía nada en absoluto sobre Annie. Corrección: sabía que tenía un padre que era alérgico a los gatos y que procedía de una ciudad pequeña, y a juzgar por la expresión de su rostro esto era todo cuanto pensaba decirme. No la culpaba. Richard lo sabía todo sobre ella. Si no constaba en los formularios que había rellenado en el Instituto o en los archivos que los médicos habían enviado, Richard lo había descubierto en las sesiones de terapia, y todo lo que sabía lo había utilizado: «Veo que su padre murió el año pasado. ¿Se siente responsable de su muerte? ¿Qué aspecto tenía? ¿Tenía una barba blanca? ¿Como la de Robert E. Lee? ¿No es eso de lo que trata en realidad su sueño?»
Y por si esto no era ya bastante malo, probablemente se había pasado la mañana llamando a los números que figuraban en esos informes, los de los parientes más o menos cercanos, exigiendo saber dónde estaba ella. No era extraño que Annie no quisiera decirme nada. Quizá yo resultaría ser otro Richard, y cuando huyera de mí, querría asegurarse de que no pudiera seguirla.
— Broun se enfadará mucho cuando regrese —comenté, abriendo la puerta de mi habitación con una sonrisa tranquilizadora—. Le di a su gato las sobras de gambas rebozadas.
Ella me siguió al interior.
— ¿A qué saben?
— Bueno, no quisiera que Broun se enterase, pero creo que están espantosas. La noche de la recepción temí que fuera a obligarnos a comer alguna. Adelántate y echa una siesta si estás cansada. ¿Hay algo que quieres que te traiga?
Se frotó la frente con la mano.
— Jeff, creo que me vendría bien una aspirina después de todo.
— Voy a ver si tengo alguna —dije, y entré en mi habitación sabiendo perfectamente que no había metido ninguna en la maleta en la loca carrera por llegar allí. Casi me había ofrecido a ir a comprar alguna, pero había algo que debía hacer primero. Cerré la puerta y llamé al contestador automático de Broun.
El mensaje de Broun sobre la niebla californiana se repitió, y Richard había llamado.
— Te llamo para decirte que no estoy enfadado por que hicieras que la policía me detuviera para interrogarme esta mañana —dijo el Buen Psiquiatra—. Sé que te sientes amenazado, y sé que Annie se siente amenazada, pero quiero asegurarte que mi única preocupación es mi paciente y su bienestar.
El psiquiatra debe convencer a la paciente de que lo que más le importa es su bienestar.
— Huir no es la respuesta, Jeff. Tienes que traer a Annie de vuelta para que pueda recibir el tratamiento adecuado. Sé que prefieres no creerme, pero esta fantasía neurótica suya es peligrosa. Se ha disociado por completo de sus sueños. Me dijo que son los sueños de Robert E. Lee. Está al borde de un colapso psicótico total, y llevártela a California sólo lo precipitará.
Bien. Creía que estábamos en California. Esto significaba que no se presentaría por aquí en mi ausencia. No quería dejar a Annie sola, pero debía averiguar algo sobre la torazina que Richard le había administrado. Colgué y regresé a la habitación de Annie. Ella estaba de pie junto a la ventana, contemplando los árboles que flanqueaban el río.
— No traje ninguna aspirina. Voy a comprarlas. He visto una farmacia por el camino.
— No tienes por qué…
— He de ir de todas formas. Olvidé también mi maquinilla de afeitar, y al contrario que Broun, no tengo ningún deseo de dejarme la barba. ¿Hay algo más que pueda traerte?
— No —logró esbozar una sonrisa. Otra vez estaba sonrosada.
— ¿Seguro que estarás bien aquí? Sólo serán unos minutos.
— Estaré bien —respondió. Intentó dirigirme una sonrisa mejor. Un camión pasó ante el hotel y Annie alzó la cabeza y miró entre los árboles como si lo que había oído fuera el estampido grave del fuego de artillería.
Me llevé el coche, compré la maquinilla y las aspirinas en un supermercado, y a continuación me dirigí a la biblioteca. La había visto camino del hotel, un edificio de ladrillo de dos plantas que parecía una antigua escuela.
Los libros de consulta se hallaban en un feo sótano iluminado por fluorescentes. El único compendio de fármacos que tenían estaba anticuado, y no decía nada sobre cómo eliminar la torazina del organismo de una persona, pero sí que la retirada brusca de una dosis alta podía causar náuseas y mareos.
No especificaba qué dosis eran altas, cosa que no importaba demasiado, ya que yo no tenía ni idea de cuánto le había administrado Richard, pero ¿cómo había sido capaz de darle aquello? Según la descripción del compendio era tan peligrosa como yo pensaba.
Se enumeraban docenas de contraindicaciones y advertencias, mareos e ictericia y desmayos, y una nota en un recuadro decía: «Se ha informado de muerte súbita, aparentemente debida a insuficiencia cardíaca, pero no hay suficientes pruebas para establecer una relación entre tales muertes y la administración del fármaco.» Me pregunté si habrían logrado establecer la relación en los diez años que habían transcurrido desde la publicación del libro, y si a Richard le importaba.
Sin duda sabía exactamente qué efectos podía causarle la torazina a Annie, y sin embargo se la administró de todas formas. ¿Por qué? No se empleaba para curar a pacientes mentales. Se usaba para mantenerlos bajo control.
No encontré nada sobre dolores de cabeza o fiebre en la lista de efectos secundarios, aunque sí decía que podían producirse infecciones después de la cuarta semana. Todos los efectos secundarios y advertencias parecían estar relacionados con el uso a largo plazo de la droga, y la última página me tranquilizó. A pesar de todas las advertencias, se recomendaba para el tratamiento de todo, desde el hipo hasta el tétanos.
Regresé al hotel y encontré a Annie sentada en los escalones exteriores, jugando con el gato negro.
— Se me ha pasado el dolor de cabeza —dijo cuando le tendí las aspirinas—. Me encuentro mucho mejor.
Cenamos en la misma cafetería donde habíamos desayunado.
— ¿Cómo te sientes ahora? —pregunté cuando la camarera nos trajo la cuenta—. ¿Te ha dado algún mareo en todo el día?
— No.
— ¿Náuseas?
— No. ¿Por qué?
— Quizás aún tengas torazina en el organismo.
— No veo cómo —replicó—. Entre la camarera y tú me habéis hecho beber hoy suficiente café para expulsar cualquier cosa de mi organismo. No tienes que preocuparte por la torazina.
— Muy bien —dije, recogiendo la cuenta—. Entonces no lo haré.
Se levantó y contempló el hotel al otro lado como si la asustase.
— Ahora sólo tenemos que preocuparnos de los sueños. Volví ala mesa para dejar la propina. La servilleta de papel de Annie descansaba en el asiento. La había hecho pedacitos. Cuando regresamos a la habitación, dije:
— Creo que me pondré a leer galeradas durante un rato.
Acerqué una silla verde al pie de la cama y fui ami cuarto en busca de las galeradas. Tardé un poco en recoger el manuscrito corregido de Broun y un par de lápices azules a fin de que Annie tuviese tiempo de prepararse para acostarse, silbando todo el tiempo para que ella supiera que me encontraba allí.
Cuando regresé, ella estaba ya en la cama, con un blanco camisón de manga larga, recostada contra las almohadas, con las manos entrelazadas.
— ¿Es el libro de Broun sobre Antietam? —preguntó.
— Más o menos —respondí—. No cesa de hacer cambios. Por eso debo terminar con esto antes de que regrese de California, para que lo deje en paz.
— ¿Qué es lo que tienes que hacer?
— Repasarlo. Buscar errores, erratas, líneas que falten, la puntación, ese tipo de cosas.
Arrimé la silla a la cama para apoyar los pies.
— ¿Puedo ayudarte? —se ofreció ella con bastante calma, aunque los nudillos de sus puños cerrados estaban blancos—. Por favor. No quiero quedarme aquí sentada esperando dormirme.
Solté las galeradas.
— Mira, no tengo que trabajar en esto ahora mismo. Podríamos ver la tele o algo.
— De verdad, me gustaría ayudar con las galeradas. Creo que leer apartará mi mente de los sueños. ¿Nos encargamos de partes distintas o nos lo leemos mutuamente en voz alta?
— Annie, no creo que sea una buena idea.
— ¿Porque trata sobre Antietam?
Porque trata sobre las manos vendadas de Lee y un caballo con las patas arrancadas y soldados muertos por todas partes.
— Sí.
— Hay que leerlo en voz alta, ¿no? —dijo ella—. Justo por eso debería ayudarte. Así veré si Broun cometió algún error. Después de todo, estuve allí.
No había nada que yo pudiera decir al respecto. Le pasé las galeradas y un lápiz azul para corregir las pruebas.
— Yo iré leyendo del manuscrito corregido y tú me sigues para asegurarte de que todo está allí y no se han comido ninguna línea. Puedes ir comprobando las erratas tipográficas también. Márcalas con una X en el margen, y yo lo repasaré y añadiré los signos del corrector de pruebas.
Le facilité un lápiz, apoyé los pies en la cama y empecé a leer.
— ¿Qué hora crees que es? —dijo Ben. Estaban agazapados en un campo de maíz un poco por detrás del camino hundido donde se libraba la batalla. Habían disparado por encima de las cabezas de los hombres del camino hasta que se quedaron sin cartuchos y luego empezaron a retroceder entre las hileras de maíz destrozado, quitando los fusiles a los muertos y los heridos y disparándolos. Parecía que habían estado haciéndolo durante horas, pero había tanto humo que Ben ni siquiera podía ver el sol. Se preguntó si tal vez llevaban allí todo el día y el sol se había puesto.
— Todavía no es mediodía —dijo Malachi. Sujetaba a un soldado a quien le habían volado el hombro izquierdo y que yacía boca abajo entre los maizales rotos. Tenía el cabello rubio. Su brazo yacía en el suelo, a su lado, todavía sujetando su Springfield. Había un trocito de tela pegado a su manga con un palito. Ben soltó su fusil y desprendió la tela. Era un pañuelo.
Malachi le dio vuelta al soldado y rebuscó en sus bolsillos. Era Toby.
— Vamos —dijo Malachi—. Parece que también él se quedó sin municiones, antes de que lo alcanzaran. —Le lanzó el fusil de Ben y soltó el cadáver, que cayó hacia atrás—. Escucha. Se acercan con cañones —señaló Malachi, y Ben sintió que el áspero suelo temblaba bajo sus pies.
— Tengo que… —dijo Ben, y echó a andar hacia delante otra vez.
Malachi se levantó y lo agarró por la parte de atrás de la camisa.
— ¿Qué demonios crees que estás haciendo?
Le mostró el pañuelo a Malachi.
— He de pegarle esto de nuevo a Toby. ¿Cómo sabrán quién es? ¿Cómo sabrán sus familiares lo que le ha pasado?
— Tendrán una idea bastante aproximada, pero no se enterarán por esto —espetó y apuntó con el dedo al pañuelo. Ben lo miró. Estaba tan cubierto por el hollín de la pólvora que apenas se distinguían las letras—. ¡Así que vámonos ya! ¿Qué demonios estás haciendo ahora?
— Lo conozco —dijo Ben, rebuscando en sus bolsillos—. Sé de dónde es. ¿Tienes un papel?
Una bala alcanzó a Toby en el hombro y abrió otro agujero rojo.
— Vamos —gritó Malachi—, o esa chica que dejaste en casa tendrá que averiguar qué te pasó a ti también.
Agarró a Ben por la guerrera y lo arrastró por el maizal hasta que perdieron de vista a Toby.
Poco después, los disparos remitieron un poco.
— Yo llevo mi identificación en las botas —dijo Malachi. —También pueden pegarte un tiro en el pie —replicó Ben.
— Sí que pueden —dijo Malachi—, pero lo más probable es que no te maten en el acto y que puedas decirles quién eres antes de morir.
— Lo siento mucho —dije—. No deberíamos leer esto.
Ella estaba dormida. Le quité las galeradas de las manos y me puse a añadir los signos de corrección hasta que también me entró sueño, y luego fui a asomarme por un rato ala ventana y contemplé el Rappahannock.
Los soldados de la Unión habían acampado al otro lado del río, a poco menos de un kilómetro de allí, sus hogueras ocultas por la niebla que flotaba sobre el río, mientras aguardaban a que comenzara la batalla. Todos aquellos que habían escrito sobre la Guerra Civil, generales, cronistas de pelotón, periodistas, aseguraban que la espera era lo peor. Una vez que estabas metido en la batalla, decían, no era tan malo. Hacías lo que tenías que hacer sin pensarlo siquiera, pero lo de antes, esperar a que la niebla se disipara y a que dieran la señal, resultaba casi insoportable.
— Hace tanto frío… —se lamentó Annie. Se incorporó y tiró de las mantas con ambas manos, tratando de soltarlas de los pies de la cama.
— Traeré una manta —dije y entonces me di cuenta de que seguía dormida. Tiró de la colcha y la soltó.
— Que venga Hill —dijo, cubriéndose los hombros con la muselina de flecos y sujetándola con una mano alrededor de su cuello, como si fuera una capa—. Quiero que vea esto.
Sus mejillas habían enrojecido. Me pregunté si tendría fiebre.
Soltó la colcha y se inclinó hacia delante, como si intentase escuchar algo. La colcha resbaló de sus hombros.
— Que me traigan una linterna —ordenó y jugueteó con el borde de satén de la manta.
Me pregunté si debía tratar de despertarla. Su respiración era rápida y entrecortada y sus mejillas estaban tan rojas como el fuego. Se agarró al borde de la manta en una desesperada pantomima de algo.
Avancé para quitarle la manta antes de que la rompiera, y al hacerlo me miró directamente con la mirada ciega de los que duermen y la soltó.
— ¿Annie? —musité y ella suspiró y se acostó. La colcha estaba arrebujada detrás de su cuello, y tenía la cabeza en un ángulo extraño, así que suavemente le quité la colcha y la cubrí con la manta hasta los hombros.
— He tenido un sueño —dijo Annie. Me miraba, y esta vez me veía. Sus mejillas seguían arreboladas, aunque no estaban tan rojas como antes.
— Lo sé —contesté. Dejé la colcha en los pies de la cama y me senté junto a ella—. ¿Quieres contármelo?
Se incorporó, acomodó la almohada contra la cabecera y se cubrió las rodillas con la colcha de muselina.
— Estaba en el porche de mi casa, de noche, contemplando el jardín. Era invierno, creo, porque tenía frío, pero no había nieve, y la casa era diferente. Estaba en una empinada colina, y el césped estaba muy por debajo de mí, al pie de la loma. Yo miraba hacia el césped, pero no lo veía porque estaba demasiado oscuro, pero sí percibía el sonido de alguien que lloraba. Sonaba muy lejano, así que no estaba realmente segura de lo que oía, y seguía escrutando el terreno, tratando de distinguir qué había allí abajo.
»Encendí la luz del porche, y eso lo empeoró. No podía ver nada. Así que la apagué otra vez y permanecí allí en la oscuridad y justo entonces alguien chocó conmigo y era un soldado de la Unión. Tenía un mensaje para mí, y supe que serían buenas noticias, pero tenía miedo de que si encendía la luz del porche para leerlo, no alcanzaría a ver qué había en el césped.
»Entonces vi una luz en el cielo, muy lejos, y pensé, oh, bien, alguien en su bando ha encendido una luz, pero no era así, se agitaba y danzaba, y pensé, alguien me trae una linterna para leer el mensaje, y entonces todo el cielo se llenó de luces verdes y rojas, y vi los cuerpos en el suelo.
— ¿Eran soldados de la Unión? —pregunté.
— Sí —respondió ella—, pero no llevaban uniformes azules. Algunos llevaban ropa interior larga, roja y blanca, y otros estaban desnudos, y yo pensé que debían de tener mucho frío allí tirados sin ropa puesta. ¿Sabes dónde estamos?
«Oh, sí —me dije—. Sé dónde estamos.» No la había acercado al campo de batalla en todo el día, pero ella ya había estado allí. ¿Y por qué pensé que las batallas que Lee había ganado lo atormentarían menos que las que había perdido?
— No llevaban uniforme porque los confederados bajaron de Marye's Heights en mitad de la noche y robaron la ropa a los cadáveres. Después de la batalla de Fredericksburg.
Ella se reclinó contra las almohadas como si yo hubiera dicho algo reconfortante.
— Háblame de la batalla.
— Después de Antietam, Lee se retiró a Virginia. El ejército de la Unión tardó una eternidad en decidirse a seguirlo, y cuando lo hicieron fue en el peor lugar posible. En diciembre, el ejército de la Unión cruzó el Rappahannock por Fredericksburg y trató de cruzar la llanura que se extiende al suroeste de la ciudad, pero el ejército confederado mantuvo la posición de Marye's Heights, que dominaba la llanura. Demostraron sin la menor sombra de duda que no es posible atacar una cumbre defendida desde una llanura descubierta.
— ¿Y después de la batalla los soldados heridos se quedaron allí tirados en la llanura, pidiendo ayuda?
— Sí. Esa noche heló.
— Y los soldados confederados les robaron la ropa —murmuró—. ¿Qué hay del mensaje?
— Un correo de la Unión se perdió en la oscuridad de la noche anterior a la batalla y llegó a las líneas confederadas. Lo capturaron, y las órdenes que llevaba fueron presentadas a Lee. Esa misma noche brilló la aurora boreal, iluminando todo el cielo de rojo y verde. Ambos bandos lo consideraron un buen presagio.
Ella permaneció largo rato acurrucada bajo el cobertor. —¿Qué hora es? —preguntó por fin.
— Las doce menos cuarto.
Se recostó.
— Si esta vez es como las anteriores, no debería tener más sueños esta noche. Por lo general no los tengo después de medianoche.
— ¿Fue este sueño como los otros, Annie? —inquirí, pensando en la «tormenta de sueños» que según el doctor Stone seguía a la brusca interrupción de la administración de un sedante.
— No —respondió. Se había apoyado en un codo y sonreía—. Fue más fácil. Porque tú estabas aquí para decirme lo que significaba. —Bostezó—. ¿Puedo levantarme tarde mañana?
— Por supuesto. La mañana siguiente a una batalla los soldados siempre se levantaban tarde —mentí. La mañana posterior a una batalla los soldados marchaban a la siguiente batalla, y después a la siguiente, hasta que llegaban a la que los mataba.
Me senté en el sillón verde y recogí las galeradas.
— No tienes que quedarte levantado, Jeff —dijo ella—. No tendré más sueños. Puedes irte a la cama.
— Pensaba terminar de leer el capítulo en el que estábamos —dije—. No te preocupes por mí. Vuelve a dormir.
Se durmió casi al instante, pero yo continué leyendo. Ben y Malachi consiguieron salir del campo de maíz para internarse en la dudosa seguridad del West Wood. Hooker abrió fuego sobre otro maizal con todas las baterías de que disponía, y nadie logró salir de allí. El hermano de Ben y el resto del Cuerpo Duodécimo de Mansfield recibieron la orden de resistir en East Wood y, con el humo y la confusión, empezaron a disparar contra las propias tropas de la Unión. Cuando Mansfield intentó detenerlos, un disparo confederado le alcanzó en el pecho. Fue una herida mortal, pero consiguió desmontar y guiar a su caballo herido a un lugar seguro antes de morir.
7
D. H. Hill perdió tres caballos en Antietam mientras los montaba. Lee cabalgó a Traveller durante toda la batalla, aunque le costó controlarlo con las manos vendadas. Cuando el general Walker condujo a sus últimos hombres a través del vado hacia Virginia la noche siguiente, Lee estaba con Traveller en mitad del arroyo.
— ¿Cuántas divisiones quedan? —preguntó Lee, y cuando Walker le dijo que él era el último excepto por los heridos que los seguían en carretas, Lee exclamó—: ¡Gracias a Dios!
A Walker le dio la impresion de que Lee llevaba allí en el río toda la noche.
Annie no tuvo más sueños. Yo eché una cabezada en el sillón verde hasta que clareó en el exterior y entonces me fui a la cama y dormí hasta pasadas las nueve. Annie seguía muerta para el mundo, pero Richard estaba en movimiento. Ya había llamado a la casa de Broun y había dejado otro mensaje para mí.
— Es obvio que proyectas tu hostilidad hacia mí como figura de autoridad, pero naturalmente Broun es el verdadero objeto de tu furia. Estás superponiendo tu propia fantasía de venganza sobre la enfermedad emocional de Annie, pero tu verdadero enemigo es Broun.
Hizo una pausa lo bastante larga para que yo pudiera decir:
— Tú eres el enemigo, hijo de puta.
— Tu mente consciente no es capaz de reconocer la ira que sientes hacia Broun por poner su nombre en los libros que tú has investigado, así que tu subconsciente enmascara esa furia convirtiendo los sueños neuróticos de Annie en los sueños de Robert E. Lee. Al hacerlo así, tu subconsciente puede declararle la guerra a Broun, como Lee le declaró la guerra a Lincoln. Es un fenómeno común en los pacientes neuróticos.
— ¿Qué hay de drogar a las pacientes? ¿Es un fenómeno común en los psiquiatras neuróticos?
Annie estaba de pie en la puerta, todavía con el camisón. Parecía asustada.
— ¿Con quién estabas hablando, Jeff? ¿Con Richard?
— No estaba hablando con nadie —dije, y le tendí el teléfono para que escuchase—. Es el contestador automático. Richard no sabe dónde estamos, así que intenta conseguir que regreses de este modo, con psicoanálisis a distancia. Te alegrará saber que hoy soy yo el que está loco —me llevé de nuevo el auricular al oído—. Quizás esto tarde un rato. El contestador de Broun tiene capacidad para tres horas de mensajes. ¿Por qué no te vistes y luego nos vamos a desayunar? Debemos ir a ver al veterinario a las once.
Ella asintió y desapareció en la otra habitación. Escuché el resto de la arenga de Richard, me aseguré de que Broun no había enviado otro mensaje y borré todo lo que había en la máquina. Broun normalmente no llamaba para escuchar sus mensajes cuando se hallaba fuera de la ciudad. Me dejaba mensajes diciendo dónde se le podía localizar y esperaba que yo lo llamara con la lista de los asuntos más urgentes. Yo dudaba que él fuera a atender sus mensajes en este viaje, sobre todo cuando pensaba que yo estaba en casa para hacerlo, pero me pareció mejor llamar a la máquina una vez al día para escucharlos y borrar la cinta por si acaso. No quería que Broun oyera los arrebatos de Richard.
Annie llegó y se detuvo de nuevo en la puerta.
— Erais amigos, ¿verdad? —dijo—. Antes de todo esto.
— Éramos compañeros de habitación. Supongo que éramos amigos, pero íbamos encaminados en direcciones distintas. —Recogí mi chaqueta—. Él pensaba que yo debía estudiar algo útil, en vez de Historia.
— Lo siento mucho.
— ¿Qué? ¿Que yo estudiara Historia? —Le sonreí—. No ha resultado ser tan inútil.
Nos acercamos a la cafetería. Estaba repleta de gente que parecía a punto de ir a la iglesia. Nos atendió una camarera distinta de la que nos había empapado de café la noche anterior, una preciosa pelirroja no mucho mayor que Annie, pero que también acudió de inmediato con una cafetera en la mano.
— Ustedes dos deben de ser turistas —comentó cuando vio el mapa de Virginia que yo llevaba. Se sacó dos menús de debajo del brazo y nos los tendió—. ¿Han ido ya al campo de batalla?
— No —respondió Annie—. No hemos ido todavía.
— Bueno, pues tienen que ir. Es lo único por lo que Fredericksburg es famoso. —Soltó la cafetera y pescó una libreta de su bolsillo—. El Servicio de Parques Nacionales lo ha arreglado muy bien. Tienen un mapa eléctrico y todo. Bueno, ¿qué van a tomar? ¿Huevos? ¿Tortitas?
La camarera tomó nota, le dio a nuestras tazas todavía llenas lo que llamaba un calentamiento y se marchó a la cocina.
— ¿Dijiste que la cita con el veterinario era a las once? —preguntó Annie.
— Sí, pero está en las afueras de la ciudad, así que será mejor que nos concedamos cierto tiempo para encontrarlo. No tuviste más sueños anoche, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
— ¿Fue el sueño diferente de los otros sueños? Quiero decir, sé que trató sobre Fredericksburg, ¿pero fue el mismo tipo de sueño que los demás?
Reflexionó por un rato.
— Fue más nítido que los otros sueños. No sé muy bien cómo describirlo, pero tiene más sentido. —Sacudió de nuevo la cabeza—. No es eso, exactamente. Sigo sin tener ni idea de dónde estoy o qué son las cosas del sueño hasta que tú me las aclaras después, pero es como si empezara a comprender los sueños.
— ¿Te refieres a lo que los causa?
— No lo sé. Es… No puedo explicarlo. Están volviéndose más claros.
«Y más aterradores —me dije, observando su rostro—. Sea lo que sea lo que piense que está empezando a comprender, la aterra.»
La camarera nos sirvió nuestro desayuno y más café. Esperé a que Annie hubiera acabado con sus huevos.
— ¿Cuándo sueles tener los sueños? —le pregunté entonces—. Anoche dijiste que por lo general no los tenías después de medianoche.
— Entre las nueve y medianoche. Por eso Richard estaba tan preocupado la noche de la recepción, porque eran más de las nueve. Creo que pensaba que me quedaría dormida en el sillón o algo por el estilo, pero no tengo narcolepsia. Sólo tengo malos sueños.
— Dijiste que la torazina te impidió soñar esa tarde después de que yo te llevara a casa, cuando fuimos a Arlington. ¿También tienes los sueños durante el día?
— Cuando los sueños empezaron a convenirse en pesadillas, al principio creí que si me quedaba despierta hasta después de la medianoche, los sueños me dejarían en paz, y funcionó durante un tiempo, pero entonces empecé a soñar en cuanto me quedaba dormida, así que traté de permanecer despierta toda la noche y dormir durante el día, pero esto tampoco funcionó.
— ¿Y eso fue hace dos semanas?
— Sí.
— ¿Y estabas tomando Elavil entonces?
— Sí. Llevaba tomándolo un mes y medio.
— ¿Le pareció raro a Richard que estuvieras soñando? Se supone que los antidepresivos inhiben el ciclo de sueños. ¿Dijo Richard algo al respecto?
— Al principio se preocupó un poco, pero dijo que el Elavil tardaría un tiempo en funcionar y que mi registro de sueños había mejorado. No me despertaba tan a menudo, y descansaba mucho más.
— ¿Qué dijo cuando los sueños empeoraron…, cuando se hicieron más claros?
— Dijo que era una buena señal, que aquello que causaba los sueños estaba intentando abrirse paso, que mi subconsciente estaba decidido a hacerse oír.
Yo había supuesto que él le había retirado el Elavil porque no funcionaba o incluso empeoraba los sueños. Si éste no era el motivo, ¿entonces por qué lo había hecho? Según Annie, a él ni siquiera le preocupaban los sueños, pero había sucedido algo que lo asustó tanto que le administró torazina para tratar de detenerlos.
La camarera hizo un asalto frontal a nuestras tazas de café otra vez, y Annie y yo intentamos repelerla infructuosamente.
— Tal vez será mejor que nos retiremos antes de que nos ahogue en este mejunje. —Miré el reloj—. Son las diez y cuarto. ¿Por qué no nos vamos a ver si podemos encontrar a ese doctor Barton?
— Muy bien —dijo Annie. Dobló su servilleta y la dejó sobre la mesa.
— ¿Estabas tomando algo antes de acudir al Instituto? Dijiste que tu médico te envió allí. ¿Te recetó sedantes o algo por el estilo?
Nos levantamos.
— Fenobarbital —contestó ella, agarrando su abrigo. —¿Lo sabía Richard?
— Sí, se molestó por ello. Dijo que nadie utiliza ya barbitúricos, desde luego no en casos de pleisomnio, y que mi tratamiento había sido completamente equivocado.
— No seguiste tomando fenobarbital, ¿no?
— No.
Le pasé a Annie el mapa y extraje de la cartera las indicaciones que la esposa del veterinario me había dado. Al sur de la ciudad, había dicho, después de Hazel Run en la carretera de Massaponax. Una casa con porche.
Todas las casas tenían porche, y deambulamos por al menos tres carreteras señalizadas como Massaponax antes de encontrarla. El doctor Barton había regresado de sus visitas hacía muy poco y todavía tenía unos cuantos animales por examinar, nos informó su esposa. Era mucho más joven de lo que parecía por teléfono, no mucho mayor que Annie. Nos dijo que podíamos acercarnos al establo y hablar allí con él.
El veterinario era joven, también, con un bigotito fino de chiquillo, y obviamente nunca había padecido acromegalia. Sólo medía uno setenta y cinco. Llevaba una camisa azul con bolsillos, vaqueros, y un par de botas altas que lo hacían parecer un oficial del ejército de la Unión.
— ¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó mientras examinaba a una yegua con la pata herida.
— Dudo que pueda hacer nada —respondí—. He cometido un error. Estaba buscando a un doctor Barton que tiene acromegalia.
— Ése era mi padre —aseveró, agarrando la pata izquierda trasera de la yegua—. Le dije a Mary que apostaba a que era a él a quien usted quería ver cuando mencionó el nombre del doctor Stone. —Soltó la pata—. Papá murió de un ataque al corazón este otoño. ¿De qué quería hablar con él?
— Trabajo para Thomas Broun. —El veterinario asintió como si hubiera oído hablar de él—. Está trabajando en un libro sobre Abraham Lincoln. Lincoln padecía acromegalia.
— Lo sé —dijo él—. Papá se interesó siempre por otras personas que hubieran tenido acromegalia, sobre todo gente famosa. Eduardo I, el faraón Akenatón, pero sobre todo Lincoln, creo que porque en los últimos años llegó a parecerse a él. Esas cosas pasan, sabe, con la acromegalia. Todos tienen grandes las orejas y la nariz, y las manos alargadas.
Asía las patas de la yegua una a una, apoyaba la mano contra cada casco, y luego lo soltaba para que la yegua apoyase el peso en él. Cuando llegó a la pata delantera derecha, la yegua la mantuvo en el aire durante un minuto y luego la posó con cuidado. Annie lo observaba sentada en una bala de paja.
— Lo que a Broun le interesa en realidad son los sueños de Lincoln —expliqué.
— El sueño de la barca, ¿eh? —Recogió la pata delantera, la miró, y volvió a soltarla. Esta vez la yegua la puso firmemente en el suelo—. A papá le fascinaba eso.
— ¿El sueño de la barca?
— Sí. Lincoln tenía un sueño recurrente. —Empezó de nuevo con las patas del animal, alzándolas, soltándolas. Cuando soltó la pata delantera derecha, la yegua la posó en el suelo y a continuación la alzó y la mantuvo en el aire—. En el sueño se encontraba en una barca flotando a la deriva hacia una costa oscura y neblinosa. Soñaba con eso antes de las batallas: Bull Run, Antietam, Gettysburg. Lo soñó también la noche antes de su asesinato.
Miré a Annie, preocupado por el efecto que toda esta charla sobre los sueños pudiera tener en ella, pero ella parecía más interesada en la yegua que en nuestra conversación.
— ¿Mencionó su padre alguna vez haber tenido sueños? Él sacó un cuchillito curvo del bolsillo de su camisa. —¿Sobre barcas? No lo creo. ¿Por qué?
— Broun cree que los sueños de Lincoln tal vez tenían algo que ver con su acromegalia. ¿Mencionó su padre alguna vez que la acromegalia le hacía soñar mucho?
— Es una teoría interesante. —Reflexionó durante un minuto—. No recuerdo que papá mencionara jamás ningún sueño. Si sabe usted algo de la acromegalia, sabrá también que produce dolores de cabeza y depresión. Mi padre era un hombre muy infeliz. No hablaba mucho, sobre todo de su acromegalia. Me hablaba tanto de sus síntomas como lo hace esta yegua. La única vez que lo oí hablar del tema fue en relación con la gente famosa como Lincoln o Akenatón. Al final, casi se convirtió en una obsesión para él.
Levantó la pata delantera derecha y empezó a rascar la base del casco con el cuchillo.
— Hablando de Akenatón, los egipcios eran grandes aficionados a los sueños —dijo—. Los anotaban, contrataban videntes para interpretarlos, creían que sus sueños podían predecir el futuro. Quizás había algo… —Apartó la costra y observó el fondo del casco—. No, dudo que hubiera nada en los sueños de Akenatón. El faraón que le sucedió, Ramsés, eliminó todo rastro de su existencia. Derribó sus estatuas, borró su nombre allá donde lo encontró, lo quemó todo.
— ¿Entonces cómo se sabe que padecía acromegalia?
— No se sabe —respondió. Hurgó algo en el casco con la punta del cuchillo y frunció el ceño. Soltó la pata y observó cómo pisaba la yegua, que apoyó todo su peso sin ninguna vacilación—. Era una teoría privada de mi padre. Hay un par de murales y estatuas que Ramsés pasó por alto. Lo representan con orejas alargadas y una nariz ancha y plana, y los documentos que se conservan mencionan su estatura. Uno de los jeroglíficos también lo define como melancólico, cosa que, como ya le he dicho, es uno de los síntomas de la acromegalia.
— O de saber que el siguiente faraón hará todo lo posible por conseguir que el mundo se olvide de ti.
Él sonrió.
— Cierto. Es sólo un juego, adivinar qué enfermedades han tenido los personajes históricos. O imaginar qué enfermedades tiene la gente ahora, también.
Sujetó la brida de la yegua y empezó a hacerla caminar ante nosotros, observando con atención qué pata favorecía.
— Con los animales no es más que un juego de adivinanzas. No pueden decirte dónde les duele o qué creen que tienen. Como con esta yegua —dijo, haciéndola andar en un lento círculo—. Tiene una pata lastimada, probablemente el casco magullado o un clavo de herradura torcido, pero tal vez se trate de laminitis o callos u otra cosa completamente diferente. No encuentro la infección, así que no puedo decirlo. El único modo seguro de averiguarlo es dejarla en paz hasta que se agrave. Entonces la infección será fácil de encontrar…, el casco estará caliente al contacto, no podrá apoyar el peso, y habrá desarrollado un montón de síntomas más. El único problema es que entonces tal vez sea demasiado tarde para hacer nada, sobre todo si es por un clavo. Tengo que averiguarlo ahora.
— ¿Y si no logra encontrarlo? —preguntó Annie.
— Entonces le pondré una inyección contra el tétanos y esperaré hasta que pueda, pero lo encontraré. Las pistas de lo que ocurre están ahí. Sólo hay que mirar con más atención para encontrarlas en esta fase. —Detuvo a la yegua, ató con firmeza las riendas a una barandilla y le levantó de nuevo la pata delantera derecha—. Con los animales o tienes demasiados síntomas o no tienes los suficientes, y una cosa es tan mala como la otra. La semana pasada me trajeron un caballo bayo que presentaba todos los síntomas del libro y alguno más. Tuve que barajar una docena de enfermedades antes de decidirme por la adecuada. Pero me encanta un buen misterio, ¿a ustedes no?
Rascó la suciedad acumulada en el casco, apretando la hoja del cuchillo para ahondar lo más posible. Todo esto no nos llevaba a ningún sitio, pero el granero era cálido y olía a paja seca, y parecía que Annie pensaba en la pata lastimada de la yegua y no en aquel otro caballo con las patas arrancadas. El doctor Barton escarbó con el cuchillo, y la yegua empezó a sacudir la cabeza, como pidiéndole que parara. Annie se levantó y se acercó al animal, tomó la rienda justo por debajo del bocado de la yegua, y le acarició el cuello.
— ¿Su padre nunca hablaba de sus sueños, ni siquiera al referirse al sueño de la barca de Lincoln?
— A mí no. Se mudó a Georgia el año pasado, cuando empezó a tener problemas de corazón. ¿Sabía usted que la tensión alta y las enfermedades coronarias están conectadas con la acromegalia?
— No, no lo sabía.
Dejó de rascar y soltó la pata del caballo.
— Es posible que papá le contara sus sueños a mi hermana. Siempre fue su preferida, y solía hablar con ella más que con el resto de nosotros. Quiere que la llame?
— Se lo agradecería mucho —dije y anoté el número de teléfono del hotel—. Pregúntele si él tuvo algún sueño, aunque no tuviese que ver con barcas.
— Barcas —murmuró, pensativo, doblando el trocito de papel y metiéndoselo en el bolsillo. La yegua se había enredado la crin en la brida al menear la cabeza. Annie le deshizo la maraña, le alisó la crin y dio unas palmaditas en la frente del animal—. Los egipcios soñaban mucho con barcas. El símbolo del paso al mundo de los muertos.
Dejamos al veterinario con el misterio de la pata lastimada y regresamos al hotel. Almorzamos en un McDonald's camino de la ciudad, y cuando subimos a nuestras habitaciones, Annie se echó una siesta.
Llamé al contestador. Había un puñado de mensajes de personas que no se habían enterado todavía de que Broun se había marchado, y uno nuevo de Richard.
— He estado examinando los resultados de los análisis de sangre de Annie, y creo que he descubierto la clave de lo que sucede —decía con su voz de Buen Psiquiatra—. Sus niveles de T—triptófano indican criptomnesia. —Esperó el tiempo suficiente para que yo preguntara qué era la criptomnesia—. Se da cuando el paciente presenta primeros recuerdos como realidad, algo que vio o leyó en un libro y la mente consciente ha olvidado. La mente subconsciente reintegra luego el material como realidad. Bridey Murphy. Sus recuerdos de una vida anterior en Irlanda eran historias que su niñera le había contado en una etapa preverbal, y bajo hipnosis los presentaba como una vida anterior.
— Annie no estaba hipnotizada —dije—. Estaba drogada.
— Obviamente, ella mantuvo contacto preverbal con alguien que le contó historias sobre la Guerra Civil, o existe la posibilidad de lecturas más recientes de novelas sobre el tema. Tal vez haya leído alguno de los libros de Broun. Esto explicaría su inmediata relación neurótica contigo. Está experimentando disociación esquizofrénica, y tú representas a Broun.
Así que ahora se trataba de criptomnesia, y yo representaba a Broun. Por la mañana era una fantasía de venganza, y Broun representaba los sueños de Annie. Y antes fue un colapso psicótico y un trauma medio enterrado y un asesinato en el huerto con una pistola de juguete, y quién sabía qué sería la próxima vez que llamara Richard, y en todas esas llamadas no mencionaba la torazina que le había administrado.
¿De verdad pensaba que podía convencerme de que le entregara a Annie con aquella cháchara psiquiátrica? Tal vez él era el loco y toda esta cháchara sobre la culpa reprimida de Annie y mi obsesión y la inminente depresión nerviosa de Lincoln no era más que… ¿cuál era el término psiquiátrico adecuado?… una proyección.
Llamé a Broun al número de teléfono que me había dado antes de marcharse a California.
— ¿Cómo te va? —pregunté—. ¿Contactaste con ese experto en sueños proféticos?
— Esta mañana. Me dijo que el tiempo y el espacio no son reales, que sólo existen en la parte consciente de nuestro cerebro, y que allá en el subconsciente no existen cosas como el continuo espacio—temporal. Dijo que todo lo que ha sucedido o lo que va a suceder está ya en nuestro subconsciente, y que se manifiesta en los sueños. —Hablaba como siempre, como si nunca hubiéramos tenido esa discusión sobre California—. Dice que la mayoría de la gente tiene que esperar a que los sueños le digan lo que va a suceder, pero que él puede decirme mi futuro ahora mismo sólo con ponerme a dormir y observar mis movimientos oculares rápidos.
— ¿Y qué le contestaste?
— Que ya había soñado que no daría dinero a adivinos falsos, y que como esto había sucedido ya, no había manera de cambiarlo.
— ¿Y qué dijo él?
— No esperé a averiguarlo. Ojalá hubiera soñado qué iba a suceder; me habría ahorrado estas paparruchas. ¿Dónde estás, en casa?
— No, en Fredericksburg. El teléfono no dejaba de sonar ayer, y decidí que no iba a conseguir trabajar nada, así que me vine aquí. Creo que podría quedarme algún tiempo. Al menos hasta que McLaws y Herndon descubran dónde estoy. Aquí no hay nieve.
— No le diré a nadie dónde estás, hijo. Deja que McLaws y Herndon hablen con el contestador. Para eso sirve la maldita máquina. ¿Cómo vas con las galeradas?
— Bien. Localicé a tu doctor Barton. Se murió el pasado otoño, pero he hablado con su hijo. No recordaba que su padre hablara sobre sueños extraños. Va a llamar a su hermana para preguntárselo. Ah, por cierto, tengo otro sueño para tu colección. Lincoln tuvo un sueño la noche antes de morir. Le habló a su Gabinete del tema. Soñó que estaba en una barca.
— «Un navío singular e indescriptible» —citó Broun—. Lo sé.
— ¿Sabías lo del sueño de la barca? —pregunté—. ¿Entonces por qué no me lo dijiste?
Al otro lado se produjo un silencio tan largo que tuve tiempo de sobra para pensar en todas las cosas que no nos habíamos dicho el uno al otro la semana anterior. Me pregunté qué sucedería si yo le decía que pensaba que el adivino tenía razón, y que en el subconsciente de Annie, Lee estaba librando la Guerra Civil. ¿Opinaría también que era una paparrucha?
— ¿Te encuentras bien? —preguntó—. ¿Estás cuidándote?
— Duermo hasta mediodía todas las mañanas —dije—, y no te preocupes por las galeradas. Ya voy por más de la mitad del libro.
— No me preocupan las galeradas.
Después de colgar desperté a Annie. Fuimos a cenar a Bowling Green. Annie no mostró nada de la tensión que yo había visto el día anterior, y el color de sus mejillas había vuelto a la normalidad. Incluso después de regresar al hotel y leer galeradas en su habitación, yo sentado en el sillón verde y ella en la cama con las piernas cruzadas, se la veía relajada e interesada.
— ¿Por qué no te vas a la cama, Jeff? —sugirió poco después de las once—. No llegaste a dormir mucho anoche. Creo que no tendré ningún sueño.
— Muy bien —dije yo—. Llámame si me necesitas.
Dejé abierta la puerta de la habitación y la luz de la mesilla de noche encendida. Me quité los zapatos y me puse a leer el libro que había comprado en Bowling Green. Era un relato detallado del día en que murió Lincoln, pero incluía una larga descripción de la reunión del Gabinete.
Lincoln había contado su sueño de la barca antes de que empezara la reunión, mientras esperaban a Stanton. Grant comentó que estaba preocupado por Sherman, y Lincoln le dijo que no se preocupara, que había recibido una señal, y les contó su sueño. Aseguró que había tenido el mismo sueño antes de cada victoria en la guerra y mencionó Antietam, Gettysburg y Stone River.
Grant, que no creía en los sueños, dijo que Stone River no era su idea de una victoria y que unas cuantas victorias más como ésa les habrían hecho perder la guerra.
— Debe de estar relacionado con Sherman —dijo Lincoln—. No sé de otro acontecimiento importante que pueda producirse ahora mismo.
Miré mi reloj. Eran las doce menos cuarto. Apagué la luz. ¿Y si Grant hubiera creído en los sueños? ¿Habría deducido dónde se encontraba el peligro a tiempo para pedir refuerzos y emplazar una línea de defensa que detuviese a John Wilkes Booth?
No creía en los sueños. Distinguía una paparrucha cuando la oía, incluso cuando era Lincoln quien la decía. No obstante, me pregunté si, después, soñó alguna vez con aquella reunión del Gabinete.
— Mi casa está ardiendo —dijo Annie.
Encendí la luz. Ella estaba de pie en la puerta, con el camisón blanco, sujetando las galeradas. Se acercó a la cama y me las tendió.
— Está muerto, ¿verdad? —dijo, y las lágrimas resbalaban por su rostro ciego—. ¿Verdad?
8
Lee y Traveller hacían buena pareja. Si Lee exigía más vigor y tesón que los que podía dar el caballo medio, Traveller tenía demasiado vigor y tesón para el jinete medio. Le molestaba que lo refrenasen, requería hacer ejercicio hasta agotarse, y su trote era alto e incómodo. Cuando Rob Lee tuvo que ir montado en él para llevárselo a su padre en Fredericksburg, se quejó: «Creo que no miento si digo que habría podido recorrer todo el camino a pie con mucha menos incomodidad y fatiga.»
Tardé casi una hora en llevarla de vuelta a la cama y esperar a que su sueño se serenara un poco. Había intentado despertarla, aunque había leído en alguna parte que no se debe despertar a los sonámbulos (o tal vez fuera una de las teorías de Richard), pero no lo conseguí.
— ¡Annie! —dije, y la agarré por las manos. Estaban calientes—. ¡Despierta, Annie!
— ¿Está muerto? —preguntó ella. Las lágrimas corrían por su caray bajo su barbilla.
¿Está muerto? ¿Quién? ¿El general Cobb? Había muerto en Fredericksburg, pero yo no estaba seguro de que estuviéramos todavía allí. Podíamos estar en cualquier parte. Armistead y Garnett habían muerto en Gettysburg, A. P. Hill en Petersburg dos semanas antes de la rendición. Incluso era posible que se tratase de Lincoln.
— ¿Quién, Annie?
La nariz le moqueaba de tanto llorar, pero no hizo esfuerzo alguno por sonársela. La conduje delicadamente de la mano hasta el cuarto de baño y tomé un pañuelo de papel.
— Dime qué está pasando —dije con suavidad y le limpié la nariz enrojecida—. ¿Puedes decírmelo, Annie?
— Mi casa está ardiendo.
Le froté torpemente las mejillas con el pañuelo arrugado. —¿Qué aspecto tiene la casa, Annie? —pregunté y le enjugué de nuevo la nariz.
Contempló nuestro reflejo en el espejo.
— Está muerto, ¿verdad?
La llevé de regreso a su cama y la tapé. Había dejado de llorar, pero tenía las pestañas salpicadas de lágrimas. El pañuelo estaba hecho un gurruño empapado, pero volví a sonarle la nariz y la acosté.
Permanecí un rato junto a la cama, creyendo que se despertaría, pero no lo hizo. Recogí el Freeman del suelo, junto al sillón verde, y traté de encontrar una casa en llamas. Durante la batalla de Antietam, Longstreet había ayudado a algunas mujeres y niños a sacar sus pertenencias de una casa que ardía en Sharpsburg, pero Lee no estuvo allí. En las semanas anteriores a la batalla de Fredericksburg, la mayor parte de la ciudad había sido pasto de las llamas, pero nadie había muerto, excepto diecisiete mil soldados.
— He tenido otro sueño —dijo Annie, sin rastro de llanto en la voz. Se sentó en la cama—. Mi casa estaba ardiendo. —Sacudió la cabeza como para refutar sus propias palabras—. Era la misma casa que en los otros sueños, pero no era mi casa, ni era Arlington.
— ¿De quién era la casa?
— No lo sé. Estábamos bajo el manzano viéndola arder, y un jinete me tendió un mensaje. No conseguí abrirlo porque llevaba guantes, así que se lo pasé a alguien que estaba a mi lado. Era el encargado del hotel, el de aquí. Abrió el mensaje con una mano. Tenía algún problema con el otro brazo. Cuando abrió el mensaje, vi que era una caja de velas.
Cerré el Freeman. Ya sabía de quién era la casa que estaba ardiendo.
— Uno de los ayudantes de Lee arriesgó la vida para llevarle una caja de velas porque le costaba leer los despachos a la luz de las hogueras de campamento —dije—. Lo que está ardiendo es la casa de Chancellor. Estamos en Chancellorsville.
— Pero no es una caja de velas —repuso Annie, mirándome como había mirado su propio reflejo en el espejo—. Es un mensaje.
— El mensaje trata de Stonewall Jackson —dije—, la mano derecha de Lee. Fue herido en la batalla de Chancellorsville. Hubo que amputarle el brazo.
— Envié un mensaje de respuesta a Jackson, ¿no?
— Sí —respondí. También sabía lo que decía este mensaje. «Transmítanle a Jackson mis afectuosos saludos —había escrito Lee—. Díganle que se apresure a recuperarse y vuelva conmigo en cuanto le sea posible. Él ha perdido su brazo izquierdo, pero yo he perdido a mi brazo derecho.»
Annie se reclinó contra las almohadas, frotándose la muñeca como si le doliera.
— Pero no se pondrá bien, ¿verdad? Se va a morir.
— Sí.
Se tendió al momento, dócilmente, como una niña que hubiese prometido dormirse después de que le contaran un cuento, y yo regresé ami habitación, tomé una manta y me la llevé a su habitación para pasar la noche en el sillón verde.
Los médicos de Jackson habían previsto una rápida recuperación, pero contrajo neumonía y murió nueve días más tarde. Hacia el final, deliraba casi todo el tiempo.
«¡Ordenen a A. P. Hill que se prepare para la acción!», llegó a decir Jackson una vez. También Lee llamó a Hill cuando agonizaba por un ataque al corazón siete años más tarde. «¡Díganle a Hill que debe venir de inmediato!», exigió claramente. Me pregunté si habrían soñado con la misma batalla y cuál era, y si Annie estaba condenada a soñarla también.
A las cinco desistí de dormir y me dirigí a mi habitación a leer galeradas, dejando la puerta abierta por si Annie volvía a despertarse. Ben y Malachi pasaron el resto de la mañana y casi un capítulo entero buscando a su regimiento, y Robert E. Lee encontró a su hijo Rob. Se hallaba en lo alto de una pequeña loma junto al camino cuando la unidad de artillería de Rob pasó arrastrando el único cañón que les quedaba. Estaban sucios y exhaustos, y Rob se detuvo delante de su padre.
— General, ¿nos enviará allí de nuevo? —le preguntó.
Robert E. Lee tenía el brazo en cabestrillo. Un correo sujetaba a Traveller porque las manos de Lee estaban demasiado hinchadas para sostener las riendas, y alrededor de ellos los campos de maíz y los bosques ardían, y el arroyo de Antietam era de un rojo polvoriento.
— Sí, hijo mío —contestó Lee—. Todos debéis hacer lo posible para ayudar a expulsar a esta gente.
Les dijo que se llevaran los mejores caballos y los envió de vuelta a la batalla.
Yo había dejado el Freeman sobre la cama de Annie. Entré a recogerlo. Ella estaba dormida boca abajo, con una mano bajo la mejilla y la otra sobre el libro. Lo retiré con cuidado de debajo y permanecí sentado allí, como si mi presencia la protegiese de algún modo de los sueños.
Me había hecho prometerle que la ayudaría a tener los sueños. Bueno, estaba ayudándola, desde luego. Ya había tenido más sueños desde que me conoció de los que había tenido jamás con Richard, con drogas o sin drogas, y no parecía haber cosa alguna que yo pudiera hacer por ella mientras los tenía. Ni siquiera era capaz de despertarla.
Quedarme allí sentado tampoco la ayudaba en nada. Necesitaba estar despierto y alerta cuando tuviera el siguiente sueño, y no había dormido bien desde que llegamos a Fredericksburg. Sin embargo, no quería levantarme ni meterme en la cama. No sé qué quería. Tal vez que Annie se despertara, abriera sus ojos grisáceos y me mirara. No al humo y los caballos y los muchachos muertos, sino a mí. Que me mirara y sonriera y dijera adormilada: «No tienes por qué quedarte aquí conmigo», para que yo pudiera decirle «Quiero hacerlo». ¿Y qué quería yo que contestase a eso? ¿ «Me alegra que estés aquí. Nunca tengo los sueños cuando estás aquí»?
Annie murmuró algo y volvió levemente la cara contra la almohada. No quedaba el menor rastro de lágrimas, aunque su nariz continuaba enrojecida. El pelo se le había pegado a la mejilla donde las lágrimas se habían secado, y yo se lo aparté de la cara. Noté su mejilla cálida al contacto. La acaricié.
Frunció el ceño, como disgustada. Retiré la mano. Su rostro se suavizó de inmediato. Suspiró y giró de costado, encogiendo las rodillas, replegándose en sí misma. Su respiración se estabilizó.
Me levanté, con cuidado, para no molestarla, me llevé el libro de Freeman a la otra habitación y busqué datos sobre el insomnio de Lee.
Había tenido dificultades para dormir mientras duró la. guerra. «Temo que no dormiré por pensar en todos esos pobres hombres», le había escrito a su esposa una semana después de Antietam. Si alguna vez conseguía dormir antes de medianoche, sus ayudantes tenían órdenes estrictas de no despertarlo a menos que fuera absolutamente necesario. Les había dicho que para él una hora de sueño antes de medianoche valía tanto como dos horas posteriores a ese momento.
Me quedé dormido con el volumen de Freeman todavía abierto sobre el pecho y no desperté hasta pasado el mediodía, y aunque no había conciliado el sueño antes de la medianoche, valía su peso en oro. Me sentí mejor que antes del viaje a Virginia Occidental, y capaz de pensar con claridad por primera vez sobre todo este lío. Había prometido que ayudaría a Annie a tener los sueños. Sólo había una manera de hacer esto, y consistía en averiguar qué los causaba.
Eché un vistazo a Annie, que seguía durmiendo. Me afeité y me vestí, tomé una hoja de papel de la cómoda y me puse a hacer una lista de los sueños. Primero Arlington, y luego Antietam, Fredericksburg, Chancellorsville. Los Lee habían evacuado Arlington en mayo de 1861. Yo no estaba seguro de la fecha de la carta de Markie Williams en la que decía lo que le había sucedido a Tom Tita el gato, pero era alrededor de 1861. Antietam fue en septiembre de 1862, Fredericksburg en diciembre del mismo año, y Chancellorsville en mayo de 1863. Esto significaba que los sueños seguían un orden cronológico, pero de un modo escalonado. Annie había soñado casi un año de guerra en una semana, aunque había soñado con Arlington durante más de un año, al tiempo que el sueño se volvía gradualmente más claro. Y había batallas importantes de ese período de tiempo con las que Annie no había soñado.
Empecé otra lista en otra hoja de papel, escribiendo las fechas de los sueños en una columna y los fármacos que ella había estado tomando cuando tuvo los sueños en una segunda columna. Los fármacos tenían alguna conexión con los sueños, aunque yo no sabía cuál era. No habían inhibido el sueño REM ni le habían impedido soñar, aunque se suponía que ésta era su función.
Fue cuando Annie tomaba Elavil cuando sus sueños se hicieron más claros de golpe, y el fenobarbital que su médico de cabecera le había recetado aparentemente no había servido para impedir el sueño de Arlington. La torazina había detenido los sueños, pero ella no había experimentado la tormenta de sueños que el doctor Stone había predicho para cuando dejara de tomarla, y ninguno de los sueños parecía guardar una correlación particular con los fármacos que tomaba o no tomaba, así que tal vez no existía correlación alguna después de todo, y la aparición de los sueños tenía más que ver con el hecho de que Lee consiguiera dormir unas pocas horas que con los tranquilizantes.
Annie estaba despierta. La oí moverse por la habitación. Doblé las listas y me las guardé en el bolsillo del pantalón. Llamé a la puerta entornada y ella la abrió del todo en el acto.
— ¿Llevas mucho rato despierto? —preguntó, mirando su reloj. Parecía cansada a pesar de haber dormido tanto—. No pude creerlo cuando vi lo tarde que era.
— Yo sí. Me he despertado muerto de hambre. Menos mal que sirven desayunos todo el día en la cafetería. ¿Y si vamos a comer algo? —Cogí mi abrigo—. Quiero ir a la biblioteca esta tarde. Creo que tengo una idea de lo que está causando los sueños.
En el desayuno, le hablé del insomnio de Lee, y después caminamos juntos a la biblioteca. Compré un cuaderno en un quiosco del camino.
— Probablemente debería seguir investigando también acerca de los sueños de Lincoln, por si el veterinario no averigua nada.
— Yo lo haré por ti —se ofreció Annie—. ¿ Qué quieres que busque?
— Cualquier cosa sobre su acromegalia, que no figurará en los índices porque nadie sabía lo que tenía. Cualquier referencia a sus dolores de cabeza o ataques de depresión. Y todo lo que encuentres sobre la muerte de Willie.
— Willie. ¿Era su hijo, el que murió durante la guerra? —preguntó ella.
Asentí.
— Sí. Era el hijo predilecto de Lincoln. Apenas soportó que muriera.
Entramos en la biblioteca y buscamos las biografías. Yo no le había prestado mucha atención a la biblioteca cuando había ido a buscar datos sobre la torazina el día anterior, excepto para advertir que había sido una escuela antes, uno de esos edificios cuadrados de dos plantas construidos a principios de siglo.
Podría haber sido hermosa, con sus altas ventanas de guillotina y sus suelos de madera pulida, pero ahora parecía casi decididamente echada a perder. Habían cubierto los suelos de madera con losas blancas y negras y una alfombra por la que parecía haber desfilado el ejército de la Unión. En las ventanas habían colocado tupidas persianas, de modo que la única luz procedía de los fluorescentes que colgaban de tubos del techo.
Yo había pasado mucho tiempo en bibliotecas, y por lo común prefería las anticuadas con sus filas y filas de estanterías polvorientas a los modernos «centros de recursos multimedia» con su plástico y sus macetas, pero no me habría parecido mal ver un poco de puesta al día aquí.
La sala donde se encontraban las biografías quedaba a un lado, tras subir unos cuantos escalones, en una antigua aula sin duda, aunque las pizarras habían sido sustituidas por estanterías. Dejé mi cuaderno sobre una mesa de madera arañada y me puse a buscar qué tenían en la L. Había exactamente dos libros sobre Lincoln: Abraham Lincoln, de Thomas, y un antiguo volumen encuadernado en cuero escrito por alguien cuyo nombre ni siquiera reconocí.
Se los tendí a Annie.
— Ahora estamos en el Sur. Tenemos suerte de que haya algún libro sobre él.
Annie se llevó los libros a la mesa, y yo me puse a cuatro patas para ver qué tenían sobre Lee. Quizás estábamos en el Sur, pero tampoco obtuve grandes resultados. Me acerqué al mostrador, pregunté dónde estaba la sección de historia, y me mandaron a una pequeña salita localizada medio tramo más arriba de la sección de consulta donde había encontrado el compendio de fármacos.
Puesto que estaba allí y sabía dónde se encontraba Annie, aproveché la oportunidad para buscar «fenobarbital» en el anticuado compendio. Decía lo que yo me esperaba: que era un tranquilizante y que actuaba suprimiendo el sueño REM. Los barbitúricos eran adictivos, sobre todo cuando se empleaban durante un largo período de tiempo, y tal vez por eso a Richard le había molestado tanto que el médico de cabecera de Annie se lo hubiera recetado, pero el fenobarbital, en comparación, era suave y tenía menos contraindicaciones y advertencias que el Elavil, por no mencionar la torazina.
Entré en la salita. El letrero en los estantes ponía «Estudios sobre Virginia», y eran tan escasos como las biografías, cosa que no tenía ningún sentido. Fredericksburg fue una batalla importante, y nos hallábamos a un tiro de piedra de Spotsylvania, Chancellorsville y los bosques de Wilderness. Este lugar debía ser una importante biblioteca sobre estas batallas, como mínimo, y, ya que los investigadores acudirían allí inevitablemente, sobre el resto de la Guerra Civil también.
Recogí lo que encontré acerca de las tres batallas con las que Annie había soñado y me lo llevé a la sala de biografías. La bibliotecaria, una mujer de aspecto severo que habría sido maestra en los viejos días del reglazo y el golpe de palmeta, me dirigió una mirada recelosa pero no hizo ningún intento de detenerme.
Annie tenía los libros abiertos y había arrancado algunas páginas de mi libreta para tomar notas. Alzó la cabeza y sonrió cuando entré y luego se enfrascó de nuevo en el libro, con el cabello claro colgándole sobre las mejillas. Me senté frente a ella y traté de averiguar las costumbres de Lee a la hora de dormir.
Las «preciosas horas» de sueño de Lee entre las nueve y medianoche no explicaban los sueños que Annie había tenido a últimas horas de la noche o durante el día, pero ella había dicho que había empezado a tenerlos sólo después de haberse quedado despierta para no soñar. Y tal vez Lee había intentado aprovechar unas pocas horas acá y allá para compensar sus noches insomnes.
Lee había «dormido poco» la noche anterior a Antietam, y, según el general Walker, quien le había visto montado sobre Traveller en medio del arroyo cuando hizo cruzar sus divisiones, Lee pasó allí toda la noche, supervisando la retirada a través del Potomac.
La noche anterior a Fredericksburg, esa misma noche en que la aurora boreal iluminó el cielo y el mensajero de la Unión se perdió tras las líneas confederadas, Lee había mantenido a su estado mayor despierto y trabajando toda la noche. Al amanecer, cabalgó para inspeccionar las trincheras excavadas durante la noche por las cuadrillas de zapadores. Ninguno de los libros mencionaba si Lee había descansado un poco después de que acabara la batalla, aunque era obvio que debió de estar a punto de desplomarse de pura fatiga.
El doctor Stone había dicho que cuando se privaba al cuerpo del sueño REM, lo compensaba con una venganza añadida. ¿Era ésta la causa de los sueños? Agotado por la tensión de la batalla y la falta de sueño, ¿había experimentado Lee una tormenta de sueños?
No pude encontrar la misma pauta clara en el caso de Chancellorsville. Jackson resultó herido el día dos de mayo, y en cuanto Lee se enteró, le escribió: «Ojalá me hubieran herido a mí.» El mensaje de la amputación del brazo llegó la noche del día cuatro. No se mencionaba que Lee hubiera sufrido insomnio esa noche, aunque era difícil imaginarlo durmiendo a pierna suelta después de recibir una noticia semejante. El día cinco, llegó la noticia de que Jackson estaba recuperándose, y, a todas luces, Lee durmió bien esa noche, en una tienda de campaña en Fairview.
La mañana del día siete, Jackson empezó a empeorar, y por la tarde estaba sumido en sueños delirantes donde llamaba a A. P. Hill y ordenaba avanzar a la infantería. «Cumplan con su deber —le dijo al médico que le administraba mercurio y opio—. Prepárense para la acción.» El domingo dijo claramente, tras el sueño final de alguna batalla: «Crucemos el río y descansemos bajo los árboles», y murió.
Annie cerró los dos libros sobre Lincoln.
— ¿Tienen algo más acerca de Lincoln? —preguntó.
— No lo sé —contesté—. Quizás haya algo en la sección de consulta. Está abajo.
Ella asintió y se marchó, llevándose las notas consigo.
Yo emprendí la lectura con las biografías de Lee, deseando haber traído el libro de Freeman conmigo. El primer libro estaba tan desorganizado que ni siquiera llegué a encontrar Chancellorsville, mucho menos alguna referencia al insomnio de Lee, pero el segundo, tan viejo que las páginas tenían el canto dorado y escrito con un lenguaje florido e indescifrable, decía: «Cuando Lee recibió la espantosa noticia de que las atenciones médicas nada conseguían y que Jackson se perdía raudamente, se volvió hacia la última, mejor fuente de esperanza en tiempos de problemas. Toda la noche oró fervientemente postrado de rodillas por la recuperación de Jackson.»
Había permanecido despierto toda la noche, rezando, y probablemente había dormido mal tres o cuatro noches antes a causa de la preocupación por Jackson. Sin duda alguna, había una pauta. Durante cada uno de los episodios con los que Annie había soñado, Lee se había pasado sin dormir varios días seguidos. Tal vez, cuando durmió por fin, experimentó la tormenta de sueños que había descrito el doctor Stone. Éste los había descrito como sueños intensos, aterradores. ¿Habrían sido lo bastante intensos para atravesar cien años en el tiempo hasta llegar a Annie? Y si era así, ¿por qué los soñaba ella uno tras otro? Jackson murió cinco meses después de la batalla de Fredericksburg.
Miré mi reloj. Eran las cuatro y media. Recogí los libros y bajé a la sección de historia. Annie estaba en la sección de consulta ante un libro grande abierto. Algo tenían, después de todo. Entré en la salita y devolví los libros a sus correspondientes estantes para que estuvieran allí si los necesitaba de nuevo y no en un carrito vigilado por aquella bibliotecaria de aspecto feroz. Encontré un libro sobre Gettysburg.
Pesaba una tonelada. No traté de llevármelo a la sala de biografías, ni de ponerlo siquiera encima de una mesa. Lo abrí en el suelo y me incliné sobre él, tratando de investigar si la misma pauta de falta de sueño se repetía con Gettysburg.
Gettysburg fue la siguiente gran batalla después de Chancellorsville, pero Annie no estaba soñando todas las batallas. Yo debía averiguar si las mismas condiciones para soñar se habían producido durante esa batalla.
Había una página entera de referencias a Lee en el índice. Intenté buscarlas, manteniendo una mano en la página del índice y repasando las páginas a dos columnas con un dedo de la otra mano, esperando hallar el nombre de Lee o la palabra «sueño» a golpe de vista. A las cinco y cuarto me rendí. Estaba allí, hasta la última palabra jamás escrita sobre Gettysburg tenía que estar allí, y éste era el problema. Había demasiado material que cribar, así como el caballo bayo del veterinario había presentado demasiados síntomas. El insomnio de Lee estaba perdido en el enorme acopio de datos. Devolví el libro a su estante y fui a buscar a Annie.
No estaba en la sección de consulta. Busqué entre los estantes y por fin la encontré de nuevo en la sala de biografías. Había subido una de las persianas y miraba por la ventana en dirección al Rappahannock.
— Creo que he descubierto qué está causando los sueños —dije.
Se dio la vuelta. Parecía cansada, como si hubiera estado despierta toda la noche y no sólo unas pocas horas.
— Creo que tenías razón cuando dijiste que estabas ayudando a Lee a dormir —señalé—. Creo que esto es exactamente lo que estás haciendo.
Salimos por las puertas verdes y bajamos los escalones de cemento. Debía de haber llovido mientras estábamos dentro, porque el asfalto del aparcamiento de la biblioteca estaba cubierto de charcos, pero el cielo aparecía tan despejado como cuando entramos, teñido de un tono lavanda con la caída de la tarde. El aire olía a manzanos en flor.
— Dijiste que Lee no podía dormir —proseguí—. Tenías razón. Al parecer sufrió de insomnio a lo largo de toda la guerra, y durante las batallas no dormía en absoluto.
Le expliqué mi teoría mientras caminábamos de regreso al hotel, y le hablé de la tormenta de sueños del doctor Stone y la pauta que había descubierto en su sueño.
— Sigo pensando que los fármacos que tomaste están relacionados de algún modo con todo esto, pero no he descubierto en qué forma todavía —dije—. Me contaste que tu médico de cabecera te recetó fenobarbital. ¿Advertiste algún cambio en los sueños mientras lo tomabas?
— No —respondió Annie, mirando en dirección al hotel, a dos manzanas de distancia. El gato negro se acercó a saludarnos, avanzando a saltitos por la acera mojada.
— ¿Cuánto tiempo estuviste tomando fenobarbital? —pregunté.
El gato maulló una bienvenida que sonó como una queja. Annie se arrodilló para recogerlo.
— ¿Sabías que cuando Willie Lincoln tuvo neumonía no dejó de llamar al chico que vivía enfrente? —comentó ella—. Se llamaba Bud Taft. Iba y le tomaba la mano a Willie y permanecía sentado junto a él todo el tiempo, ¿lo sabías?
— No, no lo sabía.
— Una noche, mientras Bud estaba con Willie, Lincoln entró y dijo: «Será mejor que te vayas a la cama, Bud», y Bud dijo: «Si me marcho, me llamará.»
El gato forcejeó para que lo soltara. Annie lo dejó de nuevo en la acera y el animal se marchó, ofendido. A media manzana de distancia, se sentó en el suelo y empezó a lamerse las patas blancas.
— No habrás descubierto por casualidad dónde enterraron a Willie Lincoln, ¿verdad?
— Creía que lo habían enterrado en Arlington.
— No. Y no tengo ni idea de dónde lo enterraron. Annie miró al gato.
— Tal vez nadie lo sepa.
Cuando alcanzamos al gato, se levantó y nos acompañó hasta el hotel.
9
El afecto que Lee sentía por Traveller era evidente. «Si yo fuera un artista como tú —le escribió a su prima Maride Williams—, pintaría un cuadro verdadero de Traveller… Un cuadro así inspiraría a un poeta, cuyo genio podría entonces describir su valor y narrar cómo soporta el esfuerzo, el hambre, la sed, el calor, el frío y los peligros y sufrimientos que ha pasado. Podría extenderse en su sagacidad y afecto, y en su invariable respuesta a todos los deseos de su jinete. Quizás incluso imaginaría sus pensamientos a través de las largas marchas nocturnas y los días de batalla que ha vivido. Pero yo no soy un artista.»
Cuando Michael Miley sacó la fotografía del general, Lee insistió en aparecer montado en Traveller, «del mismo modo que pasamos juntos los cuatro años de guerra».
Regresamos al hotel después de cenar y esperamos a que los ayudantes de Lee entregaran algún último mensaje para que pudiera quitarse las botas y se acomodase en su jergón de campamento para dormir.
Annie revisó las galeradas que yo había leído la noche anterior, y yo saqué mi fiel Freeman y me sumergí en Gettysburg. Me parecía imposible que Lee no fuera a soñar con la peor batalla de la guerra, el final de la guerra para la Confederación, de hecho, aunque Broun discutiría esta afirmación.
Él sostenía que Antietam fue la batalla decisiva, que con el fracaso de Lee al internarse en Maryland, la Confederación perdió efectivamente la guerra, aunque todavía quedaban tres años más de matanzas, y Lee lo sabía.
Fuera así o no y, lo que es más importante, fuera consciente Lee de ello o no, desde luego lo supo en Gettysburg un año más tarde, y si algo iba a provocarle malos sueños, sería esa maldita batalla, el punto de inflexión de la Confederación. Lee llegó hasta Pennsylvania antes de que el ejército de la Unión lo detuviera, y durante tres días dirigió un asalto tras otro, e incluso pareció que tal vez ganaría después de todo.
La mañana del tercer día, Lee se reunió con Longstreet ante una escuela. A Longstreet no le gustaba el plan de ataque de Lee. Más tarde, aseguró haber dicho: «Mi opinión es que ni siquiera quince mil hombres dispuestos para la batalla en tensa formación pueden tomar esa posición», y consideró zanjado el asunto. Lee nunca responsabilizó a nadie más que a sí mismo por el fracaso de la Carga de Pickett, pero cuando su ayuda de campo, el coronel Venable, dijo con amargura que había oído a Lee ordenarle claramente a Longstreet que enviara a la división de Hood como refuerzo, Lee respondió: «¡Lo sé! ¡Lo sé!»
El plan de Lee consistía en enviar a los hombres de Pickett en un asalto frontal contra el centro de la Unión, y casi funcionó. Los hombres de Pickett consiguieron llegar al famoso ángulo de un muro de piedra y lo retuvieron durante casi veinte minutos, sin ningún tipo de apoyo, a pesar de que esta vez era Fredericksburg a la inversa: los hombres de Lee en campo abierto marchando hacia una cumbre defendida. Pero Longstreet no envió divisiones de refuerzo, y no lograron conservar el muro. Cuando los soldados empezaron a retirarse, Lee cabalgó a su encuentro y los envió de regreso a Seminary Ridge, intentando dar ánimos casi a cada hombre con quien topaba.
— Trate de reformar su división detrás de esta colina —le había indicado a Pickett.
— General Lee —replicó Pickett—, ya no tengo ninguna división.
Annie se quedó dormida a eso de las diez, tapada hasta los hombros con la colcha, como si tuviera frío. Yo llamé al contestador automático, y Richard me comunicó su nueva teoría, esta vez sobre la culpa sexual y reprimidos complejos edípicos.
Todo el tiempo yo había considerado que estas llamadas, estas teorías, conducían a alguna parte, que formaban parte de un plan para persuadirme a que llevara de vuelta a Annie, pero ya no estaba tan seguro. Las teorías no encajaban. A veces incluso se contradecían entre sí, y él saltaba de una a otra con la misma tranquila urgencia de un hombre que relata un sueño. Continuaba utilizando su voz de Buen Psiquiatra, pero al escucharle, yo tenía la sensación de que no era a mí a quien intentaba convencer, sino a sí mismo.
— He hablado con un psiquiatra de la escuela de Jung hoy —dijo Broun después de que Richard terminase. Pronunció Jung con a—. Tiene la teoría de que nuestro subconsciente es en realidad un cajón donde almacenamos todo lo que ha sucedido en el pasado: el inconsciente colectivo de Jung, pero él dice que no sólo incluye memorias raciales comunes, sino todo. —Parecía nervioso, agitado. Tal vez empezaba a obsesionarse con los sueños de Lincoln—. Fechas, personas, lugares. Todo está allí, pero la gente sólo sueña con trocitos y fragmentos, e incluso a veces algo tiene que desencadenar los recuerdos. Ahí es donde entra la acromegalia de Lincoln. Dice que un desequilibrio hormonal puede ser la llave para el inconsciente colectivo. Lo sé, lo sé, suena a cháchara de adivino, pero creo que ahí hay algo.
Borré los mensajes, pensando en lo que había dicho. Si un desequilibrio hormonal podía ser la llave para el inconsciente colectivo, tal vez también un desequilibrio químico lo era, y ahí es donde entraban los fármacos. Esto explicaría por qué los sueños se habían vuelto de repente más nítidos cuando Annie tomaba Elavil. Quizás el fenobarbital había hecho bajar un poco la guardia del subconsciente, y entonces el Elavil completó el proceso, de modo que los sueños de Lee se abrieron paso fuertes y claros.
Si éste era el caso, entonces los sueños perderían poco a poco su poder y claridad ahora que Annie ya no tomaba fármacos, y lo mejor que podíamos hacer era esperar a que el equilibio químico de su cerebro se restaurara y los sueños se desvanecieran.
Apagué las luces y volví a entrar en la habitación de Annie para esperar con ella, y me quedé dormido en el sillón en cuestión de minutos. Cuando me desperté vi que mi reloj marcaba las tres y media. Annie seguía durmiendo tranquila, aunque había echado a un lado casi todas las mantas. Pensé, con la confusa lógica de los medio despiertos, que tal vez estaba dormido mientras ella soñaba, pero no respiraba como después de los sueños, con pesadez y como drogada. Mi siguiente reflexión, todavía más confusa, fue que yo había acabado con los sueños simplemente diciéndole qué los causaba. Me dormí de nuevo.
Debí de escuchar el golpe de la puerta porque cuando desperté ya estaba a medio camino de ella, echando apenas un vistazo a la cama porque sabía que Annie no estaba allí. La abrí y salí al pasillo a tiempo de oír cómo se cerraba la puerta exterior, la que daba a la escalerilla de incendios.
Corrí hasta el fondo del pasillo y empujé la barra metálica. La barra cedió, pero la puerta no se abrió. Annie debía de estar empujando desde el otro lado. O tal vez estaba desplomada contra ella.
— ¡Annie! —grité a través de la puerta, y entonces callé. Se supone que no hay que despertar a un sonámbulo, pues si se encontrase en algún lugar peligroso, como un acantilado, por ejemplo, podría caerse. Corrí hasta el otro extremo del pasillo, bajé por las escaleras delanteras y atravesé el vestíbulo vacío hasta la puerta principal. La abrí y rodeé corriendo el edificio hasta el costado.
Annie estaba de pie en lo alto de las escaleras, con su camisón blanco, y a la luz gris y tenue del amanecer parecía un fantasma. El gato la observaba sentado en el último escalón.
— Annie —musité desde el pie de las escaleras—, estás soñando de nuevo.
Ella miraba hacia el Rappahannock. La niebla cubría la hilera de árboles como una manta gris.
— Adiós, Katie —dijo con emoción en la voz—. Prométeme que volverás.
— Quédate ahí —le dije—. Ya voy. —Empecé a subir las escaleras, con una mano en la barandilla y la otra extendida para agarrarla por si se caía—. ¿Qué estás soñando, Annie?
Ella alzó ligeramente una mano con su larga manga blanca, como para despedirse.
— Ojalá no tuvieras que marcharte —dijo, y entonces se llevó la mano al rostro y rompió a llorar. El gato la miraba con incredulidad.
Llegué al rellano y le pasé la mano sobre el hombro.
— Annie, ¿puedes despertarte? Tienes una pesadilla. Ella apartó la mano de la cara y se volvió hacia mí, con el rostro iluminado.
— ¡Nada de lágrimas en Arlington! —exclamó animada—, nada de lágrimas.
Me echó los brazos en torno al cuello y sollozó.
— ¡Annie, no llores! —La abracé. Los sollozos la hacían estremecerse—. ¡Cariño, oh, no llores!
Se agarró a mí con más fuerza, temblando. Le di palmaditas en la espalda y extendí una mano hacia la puerta. Tenía miedo de que estuviera cerrada por fuera, ¿pues cómo iba a hacerla bajar esas estrechas escalerillas y entrar de nuevo en el hotel? La barra de metal cedió bajo la presión de mis manos y se abrió.
— Vamos al interior, Annie —dije—. Hace frío aquí fuera, cariño. Volvamos a la habitación.
Ella tensó sus brazos alrededor de mí y apretó el rostro contra mi cuello.
— No quiero que te marches —dijo, y alzó su cara arrasada en lágrimas hacia la mía, su cara llena de amor y pesar. Sus ojos estaban bien abiertos, pero no me miraba a mí. La persona a quien abrazaba y suplicaba que no se marchara no era yo.
El cuello del camisón se le había desabrochado dejando al descubierto la larga curva de su garganta. Sentí la irregular sacudida de sus sollozos a través del fino algodón del camisón.
— Annie —dije, y el dolor en mi voz la despertó. Sus ojos se concentraron en mí, asustados o sorprendidos. —¿Dónde estoy? —preguntó y miró asombrada las escaleras y el Rappahannock envuelto en un sudario de niebla—.
¿He tenido otro sueño?
— Sí —respondí, soltando con delicadeza sus manos de mi cuello. Retrocedí y bajé un peldaño, casi pisando el gato en el proceso—. ¿Lo recuerdas?
— Estaba en Arlington —dijo. Miró su camisón desabrochado—. ¿Qué he hecho… cuando estaba dormida? Empujé la barra de la puerta, y ésta se abrió.
— Has caminado sonámbula un poco, eso es todo.
Le franqueé el paso por la puerta y me quedé atrás, sin tocarla. El gato se incorporó y la siguió, y yo le cerré la puerta en las narices. A continuación corrí el pestillo y seguí a Annie hasta la habitación.
Ella estaba de pie con la cabeza gacha, abotonándose el ca—misión. Cerré la puerta con llave y le eché la cadena, que era lo que debía haber hecho en primer lugar. Si lo hubiera hecho, nada de esto habría sucedido.
— Dijiste que estabas en Arlington en el sueño —señalé—. ¿Era el mismo sueño de antes?
— No. —Recogió su bata azul de los pies de la cama y se la puso—. Estaba en el porche con la camarera de la cafetería, la pelirroja, y ella estaba preparándose para marcharse.
Se ató el cinturón de la bata y se sentó en la cama, sujetándose la prenda a la altura del cuello con una mano.
— Estábamos esperando el carruaje. Había un montón de maletas amontonadas en el porche. Yo no quería que se marchara.
— Eso lo entendí —dije, pensando en sus brazos en torno ami cuello, en la maravillosa curva de su garganta—. ¿Por qué dijiste «Nada de lágrimas en Arlington»?
— No lo hice. Él… —Frunció el ceño y me miró sin verme—. Estábamos en el porche y entonces…
Se inclinó hacia delante como intentando alcanzar algo, aunque su mano todavía sujetaba el cuello de su bata.
— ¿Por qué no me lo cuentas por la mañana? —le sugerí. Me levanté y puse el sillón verde contra la puerta—. Probablemente esto no te detendrá si vuelves a levantarte sonámbula, pero te retrasará lo suficiente para que yo te oiga.
Coloqué el libro de Freeman en precario equilibrio sobre el brazo del sillón. Se caería si ella intentaba moverlo.
— Jeff —dijo ella, aferrando la bata azul contra su cuello—. Lamento… lamento todo esto.
Quise gritarle: «Yo no soy Richard. Nunca me aprovecharía de ti mientras estás dormida, por el amor de Dios», pero no estaba seguro de que esto fuera verdad.
— No hay nada que lamentar. Estabas soñando —repuse, volví ami habitación y cerré la puerta.
El cuello de mi camisa estaba húmedo por las lágrimas de Annie. Me la quité, me puse otra y permanecí junto a la ventana, deseando que amaneciera y pensando en Richard. «No pretendía ligar con ella, tan sólo sucedió —había dicho cuando lo acusé de aprovecharse de Annie—. Estaba intentando ayudarla.»
— Eso no es ninguna excusa —dije en voz alta, y no sabía si estaba hablando con Richard o conmigo mismo.
Cuando hubo suficiente claridad para poder leer, tomé el volumen uno. Había dejado el volumen cuatro, el que contenía el índice, sobre el sillón como alarma antisonámbulos, pero no sabía qué buscar de todos modos, excepto la referencia de Arlington. Si el sueño se desarrollaba realmente allí, entonces era de antes de la guerra, lo que significaba que mi teoría, elaborada con tanto cuidado, se había venido abajo y yo debía empezar de nuevo. El volumen uno era un lugar tan bueno para comenzar como cualquier otro.
Leí hasta las ocho y media y luego salí de mi habitación, me acerqué a la cafetería y desayuné. La camarera pelirroja estaba allí.
— No se llamará usted por casualidad Katie, ¿verdad? —le pregunté cuando llenó mi taza de café.
— No —contestó con desaprobación, como si pensara que intentaba tontear con ella en ausencia de Annie—. Me llamo Margaret. ¿Fueron ayer al campo de batalla?
— No —respondí. «Tal vez deberíamos haberlo hecho —pensé—. Tal vez entonces Annie habría soñado otra vez con Fredericksburg, y yo habría sabido qué decirle cuando se despertara.»
«Estábamos en el porche de Arlington —había dicho Annie—. La camarera se marchaba y yo no quería que se fuera.» ¿Qué visita pudo haber tenido Lee que éste no quisiera que se marchara a casa? Yo no sabía mucho sobre la vida de Lee aparte de la guerra. Toda la investigación que había realizado para Broun versaba sobre batallas específicas, y ni siquiera estaba seguro de qué familia y amigos tenía Lee aparte de su hijo Rob, a quien había enviado de regreso a la batalla en Antietam, y su prima, Markie Williams, que había atravesado las líneas enemigas para recoger las pertenencias de Lee en Arlington y encontró el gato.
¿A quién habría abrazado Lee, a quién le habría llorado? La respuesta era a nadie. Los hombres que habían estado en la guerra con Lee lo describían casi unánimemente como «serio y amable», y que «no mostraba el menor signo de emoción». Uno de sus biógrafos lo había apodado «el hombre de mármol», y todos ellos aseguraban que sólo era devoto de su deber. Nunca hablaba de lo que le preocupaba, nunca lloraba, ni siquiera por Stonewall Jackson. Cuando terminó la guerra, jamás habló de ella.
Había pagado caro aquel dominio de sí mismo. Murió de un ataque al corazón, la enfermedad del hombre controlado, y había tenido pesadillas sobre la guerra hasta el mismo final. Le había pedido a Hill que acudiese cuando agonizaba y luego, poco antes de morir, dijo: «Desmonten la tienda.» Sin embargo, no había llorado ni se había aferrado a su familia, ni siquiera en su lecho de muerte.
¿Y si éste no era uno de los sueños de Lee después de todo? ¿Y si ahora que las barreras del inconsciente colectivo habían caído, Annie empezaba a soñar los sueños de otras personas?
Annie apareció poco antes de las diez, con aspecto de no haber dormido tampoco. Llevaba una blusa de cuello alto abotonada hasta arriba.
— No tengo ni idea de cuál fue tu sueño —reconocí. Marqué la página que estaba leyendo y cerré el libro—. ¿Estás segura de que era Arlington?
— Sí. Me encontraba en el porche. El gato estaba allí, y el manzano. Las hojas habían cambiado de color. Debía de ser otoño. Estoy segura de que era Arlington. Quiero decir, siempre es mi casa, la casa en la que crecí, aunque representa otras casas. —Sacudió la cabeza como si ésta no fuera la palabra adecuada—. Parece las otras casas. Pienso que Lee ha de emplear las imágenes que yo tengo en la mente para crear los sueños, y luego hace que signifiquen otras cosas. Lo mismo con las personas. Creo que elige a la persona que más se parece a la persona que conoció…
La camarera pelirroja se acercó y anotó el pedido de Annie, pidiendo disculpas por no haberla visto al momento y llenando nuestras dos tazas de café hasta el borde.
— ¿Como la camarera? —pregunté cuando se hubo marchado.
— Sí. Era la camarera, pero no era ella en realidad. —La llamaste Katie. ¿Sabes su apellido o qué relación tenía con Lee? ¿Era una amiga, una pariente?
— No, era una amiga de… —tomó la cucharilla y removió el café—. Acabo de recordar algo del sueño. Esto nunca había sucedido antes.
— ¿Qué?
— La camarera… Katie y yo estábamos en el porche despidiéndonos, y yo no quería que se marchara. Ambas estábamos llorando y riendo al mismo tiempo porque ninguna de las dos tenía un pañuelo, y de repente me encontré junto al manzano y caminando hacia la casa. Ya sabes que a veces en un sueño eres una persona y de pronto eres otra, aunque sigues siendo la primera persona, ¿entiendes? Así sucedió. Yo caminaba desde el huerto del manzano, también, y seguía en el porche diciéndole adiós a Katie. Llevaba puesto mi camisón blanco, y ella iba vestida con su uniforme de camarera, y las dos llorábamos, y subí al porche y les dije a ambas: «¡Nada de lágrimas en Arlington!», y me reí, y le di a Katie un pañuelo grande para que se sonara la nariz.
— ¿Sabes quién era la chica del porche? —pregunté—. ¿La chica que eras tú?
— No. Pero al acercarme desde el manzano era Lee.
Bueno, al menos la caja de Pandora de todos los sueños del mundo no se había abierto todavía, y ella seguía soñando los sueños de Lee, aunque yo no era capaz de situar este sueño en particular.
— ¿Y entonces esa chica, fuera quien fuese, se abrazó al cuello de Lee y se puso a llorar?
— No. —Soltó su taza de café y la miró—. Él… yo… Lee subió al porche, y dijo «Nada de lágrimas», y de repente sentí que sabía qué ocasionaba los sueños. —Me miró—. Era yo misma en el sueño, no Lee ni la muchacha del camisón blanco. Era yo misma. Y supe qué los ocasionaba. Supe por qué tenía los sueños. —Se llevó las manos a la boca. Sus ojos se empañaron en lágrimas—. Pobre hombre —murmuró—. Pobre hombre.
Fue Annie quien me rodeó con sus brazos, después de todo, aunque no era a mía quien abrazaba.
— ¿Todavía lo sabes? —pregunté, deseando extender la mano sobre la mesa para consolarla, pero sin atreverme a tocarla—. ¿Recuerdas qué era lo que causaba los sueños?
Se secó los ojos con su servilleta de papel.
— No. Me desperté y encontré que estaba abrazándote. Me sentí tan avergonzada por haber estado sonámbula, y llevaba el camisón medio quitado. Temí haber intentado besarte o algo por el estilo.
«No trataste de besarme, Annie —pensé—. Yo ni siquiera estaba allí.»
— No trataste de besarme —dije.
— Y entonces, cuando intenté recordar el sueño, no pude… —Su voz se apagó como la noche anterior. Después de un momento, sacudió la cabeza—. Jeff, creo que deberíamos regresar a Arlington.
Esto me pilló completamente por sorpresa.
— No podemos regresar —tartamudeé—. Richard está allí.
— Lo sé, pero cuando fui allí antes, me sirvió de algo.
«Sirvió para que soñaras con los horrores de Antietam y Fredericksburg y Chancellorsville», pensé. Podía ver la expresión de terror de su rostro cuando estaba allí plantada en la nieve, contemplando los cadáveres del jardín. No quería someterla a aquello de nuevo, ni siquiera para resolver el rompecabezas de los sueños.
— Sólo vamos a estar aquí un par de días más. Tengo que ver de nuevo a ese veterinario y acabar mi investigación en la biblioteca para Broun.
Eran excusas inútiles. Estaba claro que yo podía telefonear al veterinario desde Washington, y la única investigación que había efectuado desde que había llegado a este lugar había sido sobre Lee, no sobre Lincoln, pero Annie no estaba prestándome atención. Estaba inclinada hacia delante, como si le fuese posible extender la mano y tocar el significado de los sueños.
— Los sueños tienen algo que ver con Arlington —afirmó con aquella voz monótona que usaba para recitar los sueños—. Y el soldado rubio. Y el gato. Nadie sabe qué les sucedió. —Se volvió hacia mí—. ¿Tenía una hija Lee?
— Tenía varias, creo —dije, aliviado por haber cambiado de tema—. Sé que tuvo al menos una. Agnes, creo que se llamaba. —Me levanté—. Anda, termínate el desayuno. Voy a buscar mi libreta y luego regresaré ala biblioteca a ver qué consigo averiguar sobre Agnes.
Volví a la habitación y reuní los dos volúmenes del Freeman que descansaban junto a mi cama.
Annie había dejado el sillón cerca de la puerta. El volumen cuatro estaba sobre el asiento. Coloqué el sillón en su sitio, para que la camarera no pensara que pretendíamos robar los muebles, y recogí el libro.
Cuando regresé, Annie se encontraba ante la caja hablando con la camarera pelirroja. Esperé que ésta no estuviera haciendo otra vez propaganda del campo de batalla.
— Parece que el tiempo va a cambiar esta tarde —comentó la camarera—. Se acerca un gran frente frío del norte.
«Bien —pensé—. Tal vez nos quedemos aislados por la nieve.»
Caminamos hasta la biblioteca. La bibliotecaria me miró con mala cara cuando entré cargado con mi montón de libros, como si pensara que me los había llevado el día anterior sin permiso. Annie me pidió un papel y un bolígrafo y dijo que iba a volver a la sección de consulta.
— Yo estaré en la de biografías, donde estuvimos ayer —respondí.
Busqué «Lee, hijas de». Tuvo otras tres hijas además de Agnes: Mary, Ann y Mildred. Como yo no tenía manera de saber cuál había aparecido en este sueño, aproveché la única otra pista que tenía. Al cabo de una hora de examinar las referencias del índice bajo la palabra Arlington encontré lo que estaba buscando.
En el otoño de 1858, Katherine Stiles, una amiga de Georgia, había llegado de visita. Cuando se disponía a marcharse, Lee la encontró llorando junto con su hija Annie. «¡Nada de lágrimas en Arlington! —les dijo—. ¡Nada de lágrimas!» Su hija Annie.
Busqué «Lee, Annie Carter (Robert E. Lee, hija de)» en el índice y empecé a repasar las referencias a las páginas. El dos de marzo de 1862, Lee le escribió: «Mi preciosa Annie, pienso en todas y cada una de vosotras, en las horas muertas de la noche, y el recuerdo de todas y cada una me ayuda a soportar la larga noche, cuando mis ansiosos pensamientos espantan el sueño. Pero siempre pienso que tú y Agnes dormís profundamente a esas horas, y que esto es independiente de dónde están las barricadas o cuál es su progreso en el río.»
Allí estaba, la conexión que yo había estado buscando. Había tratado de encontrar toda clase de complicadas explicaciones de por qué Annie tenía los sueños: los fármacos de Richard, los desequilibrios químicos y la tormenta de sueños del doctor Stone. Nunca se me había ocurrido que Annie pudiera tener los sueños de Lee sencillamente porque Lee había pronunciado su nombre mientras dormía.
La bibliotecaria de rostro afilado se inclinó sobre mí.
— Veo que ha traído sus propios libros hoy —dijo en tono sorprendentemente amable y un marcado acento de Virginia—. Me temo que nuestro material sobre la Guerra Civil es muy limitado. La mayoría de la gente se documenta en la bibloteca del Parque Nacional.
— ¿El Parque Nacional?
— Sí. Está en el campo de batalla de Fredericksburg. Cuando lo vi entrar ayer me pregunté si lo sabría, pero no quise interrumpir su trabajo. Todas las obras importantes están allí. ¿Sabe cómo llegar?
Sí. Marchando a través de una llanura descubierta hasta una cumbre defendida.
— Sí. Gracias. —Recogí mi Freeman—. ¿Sabe usted por casualidad cuándo abren?
— De nueve a cinco —contestó con aquella imposible voz de belleza surca—. El campo de batalla en sí está abierto hasta el anochecer, creo.
Encontré a Annie, que estaba en la sección de enciclopedias, rodeada de eles.
— He descubierto lo que necesitábamos. Salgamos de aquí —dije.
La bibliotecaria se hallaba de pie ante el mostrador principal, con el mismo aspecto intimidatorio de siempre. Hice pasar a Annie sin darle siquiera las gracias, por miedo a que le dijera algo sobre el campo de batalla, y sugerí que camináramos hasta el centro y comiéramos algo.
— Vi una farmacia por el camino en la que había un bar, aunque no lo creas —dije.
— No tengo mucha hambre —replicó Annie.
— Bueno, entonces pide algo de beber. Una limonada o algo.
El establecimiento tenía, en efecto, un bar, aunque presentaba un aspecto bastante deteriorado. Las ajadas fotos de helados y sándwiches de queso a la plancha y gaseosa parecían datar de la Guerra Civil, y no había nadie tras la barra. Un farmacéutico con una calva incipiente rellenaba recetas en un reservado al fondo, pero no levantó la cabeza, ni siquiera cuando nos vio sentarnos en dos de los taburetes de plástico.
— Iré a preguntarle si el bar está abierto —dije, y me encaminé hacia el fondo, pero antes de que llegara allí sonó el teléfono, y el hombre contestó. Esperé a que colgara y me entretuve leyendo las etiquetas de las medicinas. Medio estante estaba dedicado a pastillas para dormir: Sominex, Nytol, SleepExe. Richard se habría sentido como en casa.
El farmacéutico cubrió el auricular con la mano.
— Ahora mismo le atiendo —susurró.
Asentí y regresé por donde había venido. Annie contemplaba las postales que había junto a la barra. Esperé de todo corazón que no tuvieran una de Arlington.
— El farmacéutico dice que nos atenderá en cuanto cuelgue el teléfono.
Me incliné por encima de su hombro para ver la postal que tenía en la mano. Era una fotografía de la tumba de Lee en Lexington. La estatua de mármol representaba a Lee dormido en su jergón de campaña, vestido de uniforme y botas, y cubierto con una manta. Un brazo descansaba a su costado, el otro estaba doblado sobre su pecho.
— Creo que sé qué está causando los sueños —dije—. Las muchachas del porche eran Katherine Stiles y Annie Lee. Ella colocó la postal en su sitio con infinito cuidado.
— ¿Annie Lee?
— La hija de Lee. Tenías razón, era una de sus hijas. Annie no quería que su amiga se marchara. Ambas muchachas estaban llorando, y Lee les dijo: «Nada de lágrimas en Arlington.»
Annie se sentó ante la barra.
— Nada de lágrimas —murmuró y colocó las manos sobre el volumen de Freeman, una encima de la otra.
— ¿Te das cuenta de lo que esto significa? Los sueños no iban dirigidos a ti. Lee estaba pensando en su hija, y por algún capricho del tiempo, el mensaje te llegó a ti por error. No sé cómo. Tal vez oíste tu nombre al ser pronunciado en el inconsciente colectivo, o algo así.
— Te equivocas —repuso Annie, sacudiendo la cabeza—. Está tratando de decirme algo. Eso es lo que significa el papel en la manga del soldado, pero no puedo leerlo. Es una especie de mensaje.
— Pero no para ti —insistí—. Tenías razón en varios sentidos cuando dijiste que no eran tus sueños. Pertenecen a Annie Lee. Su padre estaba enviándoselos a ella.
— Hay mensajes en todos los sueños excepto en este último —dijo Annie—. Está el mensaje que el soldado de la Unión llevaba cuando fue capturado en Fredericksburg, y el mensaje sobre la amputación del brazo de Jackson. Y la Orden Especial 191.
— Y el motivo por el que no eres capaz de distinguir los mensajes es porque no iban dirigidos a ti. Iban dirigidos a Annie Lee. Ella reconocería a Katherine Stiles y recordaría el día en Arlington y a Tom Tita. Ella sabría lo que significa todo esto. Son sus sueños, Annie, no los tuyos.
El farmacéutico llegó corriendo a servirnos y nos relató una larga y complicada historia sobre Lila, que habitualmente se encargaba de la barra pero que se había roto el pie.
— Juguetear con caballos a su edad… —refunfuñó, sin especificar qué había estado haciendo Lila. Introdujo dos conos de papel en las bases metálicas—. Tendría que haber tenido más sentido. —Exprimió los limones—. ¿Son ustedes turistas?
— Más o menos —contesté—. Nos quedaremos unos cuantos días.
Colocó los vasos bajo el sifón de agua carbonatada, uno después del otro, agitando las limonadas con una cucharilla de mango largo.
— ¿Han ido ya al cementerio?
— ¿Cementerio? —preguntó Annie.
— El campo de batalla. Ahora es un cementerio nacional. Soldados de la Unión. Los confederados están enterrados en Washington Avenue. —Echó hielo en los vasos.
— ¿Está muy lejos de aquí? —inquirió Annie.
— A unos tres kilómetros, tal vez. Bajen por Caroline, es decir, esta calle, hasta llegar a Lafayette Boulevard —indicó, dibujando un mapa en el mostrador mojado con el dedo—. Ésa es la US 3. Giren a la derecha en Lafayette y sigan recto hasta Sunken Road. No tiene pérdida.
Sonó el teléfono. El farmacéutico soltó dos rebanadas de limón en los vasos, nos los empujó a lo largo del mostrador y corrió a atenderlo.
Arranqué el envoltorio de una pajita y agité con ella el hielo de mi limonada. ¿Tenía todo el mundo en esta maldita ciudad acciones del campo de batalla de Fredericksburg? Es un magnífico lugar que visitar. Diecisiete mil muertos. Hay incluso un mapa eléctrico, luces rojas para los soldados heridos de muerte, azules para los que fallecieron congelados. No tiene pérdida. Sigan la US 3 hasta Sunken Road, donde los cuerpos yacen tres metros bajo tierra delante de la muralla de piedra.
Annie estaba todavía mirando el mostrador donde el farmacéutico había dibujado el mapa. Un minuto después diría: «Quiero ir al campo de batalla, Jeff», o peor aún, «Creo que deberíamos ir a Arlington», ¿y qué excusa inventaría yo esta vez?
— ¿Crees que tendrán aspirinas en esos frasquitos de latón? —preguntó Annie—. No he traído ninguna, y me duele un poco la cabeza.
— Claro —dije.
Me levanté del taburete y me acerqué al fondo a preguntárselo al farmacéutico. Estaba todavía al teléfono.
— Tú mejor que nadie tendrías que saber que no puedo darte nada sin una receta médica, Lila —decía en voz muy alta. Se produjo una pausa larga y frustrada, durante la que se quedó mirando el teléfono.
Busqué en la estantería de medicinas pero no encontré ninguna lata. Tomé un frasco de cien y se lo llevé a Annie. —¿Te encuentras bien?
Rompí el precinto, extraje el tapón de algodón, y le dejé caer dos en la mano. Ella se las tomó con un sorbo de limonada. —¿Quieres regresar al hotel?
— Sí.
Volví junto al farmacéutico y le tendí tres dólares, alzando el frasco de aspirinas para que lo viese.
— ¡Sobre todo para ti! —le gritó a Lila—. ¿Con el estado de tu corazón?
Esperé un poco más. Él alzó la cabeza, por fin, y me miró. Annie me esperaba junto a la puerta, cargada con los cuatro volúmenes de Freeman.
— Dame. Déjame llevarlos —dije, colocándomelos bajo el brazo—. ¿Quieres que me adelante al hotel y traiga el coche?
— No, estoy bien, Jeff, de verdad. —Sonrió cansada—. Creo que Lee debe de estar pensando de nuevo en su hija.
— Puedo ir a por el coche —me ofrecí y entonces divisé el Ford azul que dejaba a una anciana negra a una calle de distancia y arrancaba hacia nosotros.
— ¡Taxi! —grité, saltando a la calle como para intentar detener a un caballo desbocado—. ¡Taxi!
El conductor detuvo el coche y nos abrió la puerta trasera. Tenía al menos sesenta años, llevaba un enorme puro y una barba de días que parecía incluso más hirsuta y desaliñada que la de Broun. Le di la dirección del hotel, y él se puso en marcha.
— ¿Son ustedes turistas? —preguntó por encima de su hombro—. ¿Han visitado ya el campo de batalla?
10
La Carga de Pickett supuso el peor momento de la guerra para Lee. A pesar de que le dijo a sus hombres «No se desanimen», sabía sin duda que la guerra estaba perdida. Los generales Garnett y Armistead habían muerto, el general Kemper había recibido una herida mortal, y habían sufrido más de veinte mil bajas en tres días. Aunque el ejército consiguiera replegarse a salvo a Virginia, nunca recuperaría las fuerzas necesarias para una ofensiva importante. La larga retirada al manzanal estaba empezando.
Esa noche, agotado, Lee había intentado descabalgar pero no lo había conseguido. Un jinete acudió a ayudarlo, pero antes de que llegara hasta él, Lee bajó solo y se apoyó en Traveller.
— ¡Lástima! —dijo—. ¡Lástima! ¡Oh, lástima!
Annie durmió toda la tarde, sin soñar pero sin descansar tampoco. A las seis me acerqué con el coche al McDonald's y compré hamburguesas. Ella se levantó entonces, pero casi no comió, y después no logró conciliar el sueño. Recorría la habitación de un lado a otro, como un animal enjaulado.
— ¿Quieres leer galeradas? —le pregunté, recordando que había dicho que le ayudaban a no pensar en sus sueños, pero Annie sacudió la cabeza y continuó caminando, deteniéndose de vez en cuando para apoyarse contra la ventana. Parecía una muerta viviente. Sus ojos estaban ensombrecidos por la fatiga, y apenas había color en su rostro.
— ¿Crees que la biblioteca estará abierta hoy? —quiso saber. —Cerró a las seis —respondí—. Podríamos ir al cine. Puedo comprar un periódico y ver qué dan.
— No, yo… —Se acercó a la cama y se acostó. Un rato después, dijo, adormilada—: ¿A qué hora abre por la mañana?
— ¿La biblioteca? A las nueve —dije, con ganas de preguntarle qué quería de la biblioteca pero temeroso de despertarla. Parecía estar dormida ya.
Leí a Freeman durante un rato. No traté de averiguar nada más sobre Annie Lee. No tenía sentido. Había pensado que Annie se alegraría de que por fin hubiéramos descubierto por qué tenía los sueños, pero ella ni siquiera había actuado como si le importara. Y la información no la había ayudado a dormir.
Cuando me aburrí de Freeman, tomé las galeradas. Ben y Malachi se encontraron con su artillería y se refugiaron tras ella. No recordaba eso. En la última versión que había leído se separaban, y Ben acababa en un destacamento de enfermeros, pero en esta versión dejaban atrás el valle donde debían haber estado.
Me pregunté si ésta era la escena que Broun había escrito aquella tarde, después de que yo lo acusara de estar obsesionado con el libro de Lincoln.
— ¿No deberíamos preguntarle a alguien dónde está nuestro regimiento? —preguntó Ben.
Malachi apuntó más allá del maizal a una carretera y una cerca llena de hombres. No había tanto humo allá abajo, y Ben distinguió destellos del sol en las bayonetas.
— Que me aspen si no están por allí, lejos, ¿y cómo piensas que vamos a llegar hasta ellos? Nos hemos quedado separados y vamos a seguir así.
Malachi pronunció estas palabras a gritos, pero hacia el final Ben sólo entendió lo que decía leyéndole los labios. El ruido de los cañones se hacía más fuerte a cada minuto, y los proyectiles y los fragmentos de metralla habían dejado de producir sonidos distintos y rugían como un trueno. Ben sólo podía distinguir dónde disparaban los cañones por el humo.
— ¡Vamos! —exclamó Malachi. Ben tampoco lo oyó, pero echaron a correr, manteniendo las cabezas gachas como para protegerlas del ruido.
Corrieron directamente hacia uno de los cañones. Su boca había estallado y había hombres tendidos de espaldas en un círculo alrededor. Un hombre con un sombrero de paja y un muchacho intentaban liberar a los caballos del carro de municiones. Un teniente llegó a caballo.
— ¡Refrenad a esos caballos! —gritó. Ben se preguntó cómo conseguía hacerse oír—. ¡Vosotros dos! ¡Ayudadlo! —dijo, señalando con el sable al muchacho, que se debatía con las riendas.
El hombre del sombrero de paja había soltado los arneses, pero los caballos se habían enredado. Una de las riendas estaba enroscada en la pata trasera del caballo más cercano. Cuanto más tiraba, más se tensaba.
Ben sujetó las riendas del caballo y trató de tranquilizarlo. Malachi se acercó al costado del animal y empezó a hacerlo retroceder hacia el cajón de municiones. El hombre del sombrero de paja se colocó debajo para cortar la cincha. El caballo relinchó y se encabritó.
— Salva el pellejo, maldito idiota —le gritó Malachi al caballo—. ¿Quieres que te maten?
Ben se apartó del alcance de los cascos y echó mano a las riendas.
— ¡Estáte quieto, maldito seas! —rugió Malachi.
Sonó un estampido terrible. A Ben le sorprendió poder oírlo. Tierra y hierba y piezas de metal volaron delante del carro, y el caballo se desplomó sobre sus patas delanteras, con fuerza, y cayó de lado sobre Malachi. Ben corrió hacia él. Todo el peso del caballo había caído sobre su pecho.
— ¡Maldita sea tu estampa, condenado bicho! —exclamó Malachi—. ¡Quítate de encima!
Ben sujetó a Malachi por los hombros y trató de sacarlo, pero no logró moverlo. Se levantó y llamó al muchacho para que lo ayudara, pero no lo vio por ninguna parte. El hombre del sombrero de paja estaba tendido sobre el lado del carro, y sus brazos oscilaban perezosamente de un lado a otro.
— Siempre he odiado los caballos —se lamentó Malachi con una voz fuerte y clara que Ben no tuvo dificultades para oír—. Aquella maldita jaca gris me mordió en el trasero cuando era un crío, y no me he fiado de ellos desde entonces.
Ben estaba sujetando todavía las riendas. Dio un paso atrás y tiró de ellas, y la cabeza del caballo se movió un poco. Su cuello parecía imposiblemente largo, tendido allí en el suelo, como si se hubiera alargado con sus tirones. Ben lo intentó de nuevo.
— El maldito caballo soltó una herradura y yo desmonté para mirarle el casco. No le dio la gana dejarme mirar, así que me agaché a ver si se había partido el casco —dijo Malachi. Una burbuja de sangre y mocos asomó a su nariz. Sorbió y continuó hablando—. Se llevó un pedazo de mis calzones y lo que había debajo. Tuve que cenar de pie dos semanas.
Ben soltó las riendas y se arrodilló junto a Malachi. Metió las manos bajo el flanco del caballo y trató de levantarlo un poco.
— ¿Puedes salir? —preguntó.
— Uno siempre vigila su trasero después de algo así, pero nunca pensé que un maldito caballo me caería desde el lado.
Una burbuja mayor de sangre se formó en la comisura de su boca y resbaló por su barba.
— ¿ Malachi? —dijo Ben, aunque sabía que estaba muerto. Se levantó. La lucha se había trasladado al sur, hacia Sharpsburg. Ben distinguía ya los sonidos individuales de los cañones. Miró de nuevo a Malachi. Una de sus botas asomaba bajo la cola del caballo, y la otra había quedado a medias bajo su pata. Ben se arrodilló y le quitó la bota. Malachi no llevaba calcetines, y tenía una ampolla azul ennegrecida en el talón. Ben dio la vuelta a la bota. La depositó junto a Malachi y empezó a quitarle la otra.
— ¡Eh, tú!—bramó un hombre a caballo. Era el mismo teniente que les había pedido que ayudaran a retener a los caballos. Agitó su sable ante Ben—. ¡Apártate de ahí! ¿ Cuál es tu regimiento?
La bota se soltó del pie, y Ben se incorporó, sujetándola en la mano.
— Estaba buscando…
— Estabas buscando un par de botas nuevas. ¡Vuelve a tu regimiento antes de que te mande fusilar por saqueador!—Blandió el sable ante el torso de Ben.
Ben palpó el interior de la bota y sacó un cuadradito de papel húmedo.
— No tiene usted derecho a llamarme así—dijo—. Sólo intentaba ayudar.
Se agachó, introdujo el papel en el bolsillo de la camisa de Malachi y se encaminó colina abajo, hacia el sonido de los disparos.
En la versión original Ben nunca descubría qué le había ocurrido a Malachi. Simplemente se había perdido de vista, como tantos soldados en Antietam, Fredericksburg y Chancellorsville.
— ¿Se murió? —le había preguntado yo a Broun después de leer el primer borrador.
— ¿Morirse? Demonios, no, un viejo veterano como Malachi es demasiado duro para morir. Consiguió llegar a California después de Gettysburg.
Broun había reescrito la escena porque estaba furioso conmigo, ¿pero qué intentaba comunicar? ¿Se suponía que él era Malachi, en pugna con un recalcitrante ayudante documentalista que no quería cooperar aunque fuera por su propio bien, o se suponía que era Ben, que sólo trataba de ayudar y recibía una amenaza de fusilamiento a cambio de sus desvelos? Broun estaba enfadado conmigo esa tarde, pero también preocupado. Me había preguntado si yo era paciente de Richard, si estaba tomando alguna medicación. Tal vez había escrito este capítulo para demostrarme que estaba preocupado por mí, que sólo pretendía ayudar.
Miré mi reloj. Eran las once y media, las ocho y media en California, y Dios sabía qué hora era en el norte de Virginia o Pennsylvania o donde demonios estuviera Lee esta noche. Annie suspiró en sueños y se revolvió.
Eché la cadena a la puerta y coloqué el sillón entre la puerta y la cama. Permanecí allí de pie por unos instantes, observándola dormir, deseando poder ayudarla, y luego continué leyendo.
Ben se dedicó a transportar a soldados heridos lejos del campo de batalla toda la tarde. Su hermano el nordista consiguió salir de East Wood y alejarse de Sunken Road antes de ser herido en el costado. Se quedó tendido por un rato bajo el sol caliente y luego se arrastró bajo una bala de paja y se desmayó. A eso de las dos y media una bala de artillería prendió fuego a la paja, y se quemó vivo.
— No podrán mantener la posición —dijo Annie. Se incorporó en la cama—. Le dije… —Se levantó.
Miré hacia la puerta, aunque había echado la cadena, y di un paso hacia ella, pero Annie se sentó en el lado del lecho y abrazó el poste de madera de la cabecera.
— Es culpa mía —murmuró, tan bajo que sonó casi como un suspiro.
Intenté sentarme a su lado, pero ella se apartó, así que me senté en el sillón verde y me incliné hacia delante, con las manos entre las rodillas.
— ¡Annie!
— ¡Lo sé! ¡Lo sé! —dijo ella amargamente. Se levantó de nuevo, con un brazo en torno al poste de la cama—. ¿Dónde está? —Se volvió a mirar a alguien detrás—. Se suponía que debía ordenarle a Hood que trajera su división.
Dio un tenso paso de sonámbula hacia la puerta de mi habitación.
— Trate de formar de nuevo a sus hombres entre los árboles —añadió con amabilidad como si estuviera hablándole a un niño.
— ¿Annie? —musité, colocándome entre ella y la puerta, deseando haber echado la cadena a la puerta exterior de mi habitación también—. Sé dónde estamos. Es la Carga de Pickett. Longstreet no envió refuerzos.
Ella me miró directamente.
— No se desanimen —dijo. No había atisbo de emoción en su voz, pero la expresión de su rostro era la que había adoptado en Arlington, al contemplar colina abajo los cuerpos en el suelo—. Esta vez ha sido mi culpa. Vuelvan a formar filas cuando se pongan a cubierto.
Continuó así durante hora y media. A veces extendía la mano, casi hasta tocar el suelo, y pensé que debía de estar ayudando a levantarse a algún soldado caído. Entonces recordé que Lee iba a caballo.
Había montado a Traveller desde su puesto de mando para reunirse con los supervivientes y enviarlos a la seguridad de los bosques. Sin duda extendía la mano para posarla en el hombro de un soldado, para dar ánimo a sus hombres mientras pasaban cojeando.
— Es culpa mía —decía Annie en voz baja, una y otra vez—. Culpa mía.
Y yo había deseado que soñara con Gettysburg para demostrar mi teoría.
— No es culpa tuya —repliqué.
La tomé del brazo, suavemente, y la conduje de regreso a la cama, donde ella se sentó y volvió a abrazarse al poste.
— Lástima —dijo, desesperada—. Oh, lástima.
No soltó el poste ni siquiera después de despertarse. —Estaba bajo el manzano, contemplando la casa —me contó tranquila, aunque sus brazos seguían aferrados a la madera pulida—. Pero esta vez no estaba en un manzanal, sino en un bosque.
— La orilla del bosque —precisé—. En Gettysburg.
— Sabía que en realidad no era un manzanal y que los árboles no eran manzanos aunque había manzanas verdes. Era verano. Hacía tanto calor que parecía un horno. Yo llevaba mi guerrera gris, y no dejaba de pensar que debía quitármela, pero no podía porque tenía que decirle a todos los soldados que llegaban sin cesar que se pusieran a cubierto tras los árboles. Trataban de encaramarse a la barandilla del porche, que no era realmente una barandilla, sino más bien una muralla, pero no podían y yo no veía por qué no podían llegar al porche a causa de todo el humo, y regresaban al manzanal, todos ensangrentados. Y yo decía, una y otra vez, «Es culpa mía, es culpa mía», a todos ellos a medida que pasaban.
Me senté junto a ella en la cama y le expliqué lo que significaba el sueño, aunque ya no creía que la ayudara con mis aclaraciones más de lo que la había ayudado Richard con sus teorías y sus somníferos.
Ella había dicho que mi explicación de los sueños los hacía más fáciles de soportar, pero llevaba una semana explicándoselos, y los sueños habían empeorado cada vez más. Llevarla a Arlington tampoco ayudaría, y no estaba dispuesto a ponerla de nuevo al alcance de Richard, pero retenerla en Fredericksburg no era mucho mejor. Tarde o temprano decidiría que quería ir al campo de batalla. ¿Para encontrar qué? ¿Un nuevo aluvión de sueños? ¿Spotsylvania? ¿Petersburg? ¿Wilderness, donde los heridos murieron abrasados? Había una gran variedad de maravillosas posibilidades. La guerra sólo estaba medio terminada.
«Prométeme que no intentarás impedirme que tenga los sueños», me había exigido aquel primer día en Fredericksburg. Y yo se lo había prometido. También Lee había hecho promesas. «No podría haber tomado otro rumbo», le escribió a Markie Williams. Pero cuando vio a muchachos de dieciséis años destrozados como tallos de maíz, cuando los vio descalzos y sangrantes, muertos en vida, ¿no contempló la posibilidad de romper su promesa?
Me sentí de pronto demasiado cansado para ponerme en pie siquiera. Regresé ami habitación, aparté de mi cama las galeradas, que cayeron al suelo, y me acosté.
Dormí hasta las seis y media, las tres y media en California. Demasiado temprano para llamar a Broun. Me acerqué a la cafetería y leí galeradas, dejando que la camarera pelirroja llenase de nuevo mi taza de café cada vez que la tenía medio vacía, hasta que adquirió una temperatura uniforme, imbebible.
Al caballo de D. H. Hill le arrancaron las patas. Ben encontró a su regimiento, y marcharon hacia Sharpsburg, al sureste. Lee intentó mirar por el telescopio de un teniente pero no fue capaz porque llevaba las manos vendadas. A. P. Hill llegó cabalgando con una camisa de lana roja para salvar la situación, y Ben resultó herido en el pie.
A las nueve llamé al hotel de Broun desde la cabina de la cafetería. Se había marchado.
Regresé a la habitación y entré por mi puerta. Annie estaba dormida, abrazada a su almohada como lo había hecho con el poste de la cama. Llamé al contestador automático.
— Probablemente estarás preguntándote adónde he ido —dijo Broun—. Estoy en San Diego. En el Westgate. He venido a ver a un endocrinólogo. El psiquiatra me habló de él. Es experto en desequilibrios hormonales en el cerebro. Llámame si necesitas algo, hijo.
— Estoy intentándolo —repuse. Llamé al Westgate de San Diego. Una voz grabada preguntó a quién intentaba llamar, y cuando se lo dije, llamó a la habitación de Broun. No se encontraba allí.
Me pregunté dónde estaría en realidad. Con el endocrino, quizás, o haciendo cola ante el mostrador de una aerolínea, y su voz amable y ronca seguiría diciendo: «Estoy en San Diego, en el Westgate.» Aunque el avión a San Diego se hubiese estrellado, seguiría sin haber ninguna diferencia. Esa voz habría seguido hablando conmigo. Me pregunté si esto era lo que estaba sucediendo aquí, si los sueños constituían una especie de mensaje pregrabado por Lee, y él no estaba allí en absoluto.
Fui a buscar el coche. «Sigan Lafayette Boulevard hasta Sunken Road. No tiene pérdida.» El farmacéutico tenía razón. Había señales por todas partes: señales de carretera para la US 3, pequeñas señales marrones del Servicio de Parques Nacionales cada manzana o así en Lafayette Boulevard, un gran cartel marrón en la entrada, un letrero que rezaba «Cerrado al anochecer» junto a las verjas de hierro, el marcador Número 24 del Recorrido Histórico por Fredericksburg, un cartel blanco de «Cementerio Nacional». Sunken Road estaba indicada con una señal de tráfico normal y corriente, verde y blanca. Me interné por ella y aparqué frente al centro de visitantes. Eran más de las nueve, lo que significaba que el centro, y presumiblemente la biblioteca, estaban abiertos, pero no entré. Remonté la colina para ver las tumbas.
No era tan terrible como yo pensaba. En lo alto de la colina, que se dividía en terrazas cubiertas de hierba con suficiente espacio para una hilera de tumbas, sobresalían las lápidas talladas, que se extendían ordenadamente hacia una bandera que ondeaba sobre pirámides de cemento decorativo. No obstante, la colina no era ni la mitad de alta que la de Arlington, apenas lo bastante para ser considerada un montículo.
La llanura de abajo, donde habían yacido los cadáveres, estaba cubierta de hierba y árboles y surcada por senderos de ladrillo. Habían plantado azaleas y enredaderas alrededor del centro de visitantes. Parecía el patio trasero de una casa.
Bueno, eso había sido la Guerra Civil, ¿no? Una guerra de patio trasero, librada en maizales y en los porches y en carreteras secundarias, una guerrita insignificante que había matado a doscientos cuarenta mil muchachos y hombres directamente y a cuatrocientos mil más de disentería, brazos amputados y fiebre biliosa. Sin embargo, a pesar de las ordenadas filas de tumbas que casi convergían como puntos en un radio, no parecía que allí hubiera muerto jamás alguien. Y no se parecía a Arlington.
En lo alto de la colina seguí el sendero de ladrillo que la bordeaba hasta un gran cartel que resultó ser un cuadro de Lee contemplando el campo de batalla a través de unos binoculares. A su lado había una columna de ladrillo con un altavoz. Pulsé el botón para el turista profano en la materia.
— En este punto de Marye's Height —dijo la voz, grave y autoritaria—, se apostó el general Robert E. Lee para dirigir la Batalla de Fredericksburg.
Sonaba como Richard en el contestador automático. Dejé que la voz continuara explayándose mientras yo contemplaba las tumbas del borde.
Estaban marcadas con cuadrados de granito de unos quince centímetros de lado. Figuraban dos números en cada cuadrado. El más cercano a mí indicaba 243, y luego una línea, y debajo el número 4. Anoté los números en un papel para poder preguntar qué significaban.
— Buenos días —me saludó un guarda de sombrero marrón. Se acercó a mí, con una bolsa de basura de plástico—. ¿Necesitaba usted entrar en el centro de visitantes? Estaba fuera comprobando el terreno, así que cerré la puerta, pero puedo ir a abrirlo. Hemos tenido problemas con los chavales que se cuelan por la noche. —Sacó una lata de cerveza de la bolsa para mostrármela y la dejó caer de nuevo—. La primera visita es a las once. ¿Está buscando alguna tumba concreta?
— No —respondí—. Sólo quería ver el campo de batalla desde aquí arriba.
— Es difícil imaginar que una vez se libró una batalla aquí, ¿verdad? La artillería estaba situada en esta cresta, y había francotiradores tras ese muro de piedra, donde está la carretera. No es el muro original, por cierto. El general Robert E. Lee comandó la batalla desde aquí arriba —dijo con el entusiasmo de quien nunca ha estado en una guerra—. Divisó al ejército de la Unión que llegaba desde el río —señaló el Rappahannock por encima de los árboles y los tejados de Fredericksburg—, y dijo, «Es buena cosa que la guerra sea tan terrible, de lo contrario nos aficionaríamos demasiado a ella».
— ¿Qué significan los números de las tumbas sin marcar?
— Son los números de registro de las tumbas. Después de la guerra se enterraron por toda esta zona cadáveres de las batallas de Fredericksburg, Spotsylvania y Wilderness. Cuando se convirtió el campo de batalla en cementerio nacional, se enviaron equipos a desenterrar los cadáveres y enterrarlos aquí. Los números indican dónde se encontraron los cuerpos.
Tomé el trozo de papel en el que había escrito los números y lo desplegué.
— ¿Puede explicarme qué significa esto? —le pregunté—. Doscientos cuarenta y tres, y debajo hay una línea y el número cuatro.
— Doscientos cuarenta y tres es el número de registro. El cuatro es el número de cadáveres.
— ¿El número de cadáveres?
— Que fueron encontrados en la fosa original. O partes de cadáveres. Costaba distinguir, a veces, cuántos soldados había realmente allí. Algunos de los cadáveres llevaban tres años enterrados.
«Como Willie Lincoln —pensé sin que viniese a cuento—. Tal vez lo enterraron en algún sitio, y luego un equipo de zapadores lo desenterró y lo envió a casa, a Springfield, con el cadáver de su padre.»
— En Chancellorsville encontraron una tumba llena de brazos y piernas. Supusieron que había estado cerca de un hospital de campaña donde practicaban amputaciones. Y montones de veces enterraban a los caballos junto a los cadáveres.
— ¿Cómo dedujeron estos números, entonces?
— Por los cráneos. Era un asunto siniestro —respondió alegremente—. Si viene al centro de visitantes, consultaré el número de la tumba.
— No —repuse—. Creo que me quedaré aquí un rato.
— Es maravilloso estar aquí arriba, ¿verdad? —dijo. Se llevó la mano al ala de su sombrero y bajó por el sendero, deteniéndose una vez a recoger un pedazo de papel que había junto a una de las tumbas.
Era maravilloso estar allí arriba. La ciudad con sus tejados azules y grises y sus árboles en flor ocultaba el lugar donde había estado la llanura, y debajo, donde la infantería había sido abatida por los fusiles tras el muro de piedra, se veía una hilera de tiendas de recuerdos que vendían postales y banderas confederadas. No había ni rastro de los caballos muertos que habían tachonado el terreno, ni de los soldados heridos de la Unión que se habían puesto a cubierto detrás de ellos porque no había otro sitio donde hacerlo. «Es buena cosa que la guerra sea tan terrible —había dicho Lee—, de lo contrario nos aficionaríamos demasiado a ella.»
Aficionarse a ella. ¿De esto trataban los sueños? ¿Era Lee tan aficionado a la guerra que no era capaz de olvidarla, ni siquiera en sueños? No, por supuesto que no. Había dicho esto por la mañana, cuando la llanura estaba repleta de banderas y el aire de toques de corneta, y la luz del sol destellaba en los cañones de los fusiles Springfield.
Aquella noche los heridos yacieron en el lugar donde ahora se alzaban las tiendas de souvenirs y el centro de visitantes, muriéndose de frío, y los soldados descalzos y vestidos de harapos de Lee bajaron la colina y saltaron el muro de piedra, negro de sangre y helado al tacto. Naturalmente que habían tenido que levantar un muro nuevo. Los confederados habían descendido por la colina y saltado el muro y les habían quitado los uniformes, con sus nombres prendidos a las mangas y metidos en los talones de las botas. Y nadie, ni siquiera Lee, se habría sentido aficionado a la guerra en ese momento.
Yo no podía permitir que Annie viniera a este lugar. Ya había estado en sus sueños, había visto los cadáveres tendidos sobre el frío suelo, había visto la aurora boreal bailar su danza sangrienta en el cielo del norte, pero no había visto las filas de lápidas de granito, y no había visto la lista de los caídos ni había oído al guarda leer los registros tan campante, con entusiasmo, ni siquiera consciente del horror de lo que decía. Muchas veces enterraban a los caballos junto con los cuerpos.
Tal vez yo no podía detener los sueños, pero sí podía proteger a Annie de esto. Y esto significaba alejarla de Fredericksburg, donde camareras bienintencionadas, farmacéuticos y taxistas trazaban mapas sobre los mostradores en su ansia de hacernos venir a este sitio. Bajé la colina y entré en el centro de visitantes.
El guarda se encontraba tras el mostrador de información, vaciando una papelera metálica en el cubo de la basura.
— Le he buscado el número de esa tumba —dijo, sacudiéndose las manos. Abrió un grueso libro encuadernado en cuero por una página que había marcado con un papelito—. El equipo de zapadores los enumeró por orden alfabético.
Giró el libro hacia mí, y yo leí la página. «Encontrados en campo de batalla de Wilderness. Tres cuerpos. Encontrados en granja Charis, en un campo de trigo. Dos cráneos. Encontrados en campo de batalla de Chancellorsville. Dos cuerpos.»
— Aquí está —señaló el guarda, retorciendo el cuerpo para leer los números—. Doscientos cuarenta y tres. —Apuntó a una línea situada casi al pie de la página—. Encontrados en granja de Lacey, en manzanal. Cuatro cráneos y partes.
Encontrados en manzanal. Cuatro cráneos y partes.
— Tiene algo que ver con el soldado y su nombre prendido en la manga —había dicho Annie, intentando comprender el significado de los sueños. Sin embargo, no se trataba de un muchacho de pelo rubio con el nombre demasiado borroso para poder leerlo. Había tantos que tardaron años en exhumar todos los cadáveres enterrados en los campos de trigo y bajo los manzanos antes de trasladarlos allí, tantos que no les fue posible enterrarlos por separado, sino todos juntos, bajo una sola lápida.
— ¿Sabe de alguna atracción turística interesante fuera de Fredericksburg? —pregunté—. ¿Algún sitio al que podamos ir hoy? Digamos a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí.
Sacó un folleto de debajo del mostrador.
— El campo de batalla de Wilderness está sólo a… —No, Wilderness no. Nada que tenga que ver con la Guerra Civil.
Rebuscó de nuevo bajo el mostrador, desconcertado, y extrajo un mapa de carreteras de Virginia.
— Bueno, está Williamsburg, desde luego, a unos ciento cincuenta kilómetros —desplegó el mapa sobre el mostrador—. El Parque Nacional de Shenandoah está a unos doscientos —señaló—. Tiene un montón de vistas bonitas y senderos que recorrer. Pero no sé cómo estará el tiempo al oeste. Se supone que se acerca un frente frío.
Me incliné sobre el mapa. No había manera de salir de Fredericksburg. Al sur, el Arroyo de Sayler obstruía el camino a Richmond; al norte tendríamos que cruzar el Antietam. Chancellorsville y Wilderness se interponían entre nosotros y Shenandoah en la US 3. Pero si nos desplazábamos al sur, no tan lejos como para toparnos con Spotsylvania, y circulábamos por carreteras secundarias hasta llegar al oeste de Culpepper, donde se libró la batalla de Cedar Mountains, quizá lo conseguiríamos.
— ¿Puedo hacer algo más por usted? —preguntó el guarda, ansioso—. Hay una visita con guía a las once.
— No, gracias. —Plegué el mapa—. ¿Cuántos soldados desconocidos se hallaron en total?
— ¿Aquí, quiere usted decir? Hay doce mil setecientos setenta enterrados en el Cementerio Nacional de Fredericksburg —contestó, como si fuera algo de lo que enorgullecerse—. Todos soldados de la Unión, por supuesto.
— ¿Cuántos en total? ¿En toda la guerra?
— ¿En toda la guerra? Oh, no tengo ni idea. Ni siquiera estoy seguro de que haya modo de…
Se extrajo un lápiz del bolsillo y se puso a escribir en el folleto del campo de batalla.
— Muy bien. Tenemos doce mil setecientos setenta aquí, y hay ciento setenta confederados desconocidos en el Cementerio Confederado, y luego en Spotsylvania.
Anotó una cifra y a continuación revolvió de nuevo bajo el mostrador y sacó un fajo de folletos.
— En el monumento a los Desconocidos de la Guerra Civil de Arlington figuran dos mil ciento once…
Rebuscó entre los folletos y dio la vuelta a uno.
— Hay cuatro mil ciento diez en Petersburg. Gettysburg tiene novecientos setenta y nueve desconocidos en el cementerio propiamente dicho, pero naturalmente hay más tumbas en el campo de batalla. La mayoría de los muertos confederados fueron trasladados a Richmond, Savannah o Charleston después de la guerra, y enterrados allí en fosas comunes. —Hojeó de nuevo los folletos—. Todo depende de quién ganase las batallas, por supuesto.
Para el perdedor, más del ochenta por ciento serían desconocidos en cualquier batalla. —Empezó a sumar los números—. Yo diría que entre cien y doscientos cincuenta mil muertos desconocidos en total, pero si quiere una cifra más precisa…
— No se moleste —dije, y subí al coche para ir a recoger a Annie.
11
Traveller sólo le falló una vez a Lee. Ocurrió en la marcha a Maryland, justo antes de Antietam. Lee estaba sentado en un tronco, sujetando con holgura las riendas de Traveller en las manos. Llovía, y Lee llevaba un poncho y un impermeable. «¡Caballería yanki!», gritó alguien, y Traveller se sobresaltó. Lee se levantó para agarrarle la brida y tropezó con el poncho. Cayó sobre sus manos. Se rompió una de las muñecas y se hizo un esguince grave en la otra. En Antietam, llevaba todavía las manos entablilladas.
Annie no estaba en el hotel ni en la cafetería. La camarera pelirroja, de nuevo con una mirada de desaprobación, me dijo que le había encargado que me dijera que estaba en la biblioteca, y le di las gracias con un alivio tan evidente que ella sin duda se quedó convencida de que habíamos tenido alguna especie de discusión de novios.
Annie estaba en la sección de consulta, con los volúmenes de la L esparcidos alrededor en un semicírculo, casi todos abiertos por una imagen del gastado rostro de Lincoln, pero ella no los miraba. Contemplaba, sin verlos, los estantes pintados de naranja que tenía enfrente, concentrada en algo. Esperé que ese algo no fuera Gettysburg.
— Buenos días —la saludé, con el mismo tono que empleaba el absurdamente feliz guarda—. No creía que te levantarías tan temprano.
Hizo un reflexivo gesto protector hacia el libro que tenía delante, y entonces lo cerró antes de que yo alcanzara a ver la página por la que estaba abierto.
— Quería ir a ver al veterinario —le dije—. Tal vez tenga noticias de su hermana.
— Muy bien. —Cerró los otros libros y los colocó encima del libro que tenía ante sí—. Déjame que los guarde.
— Te ayudaré —me ofrecí, y agarré los tres libros superiores antes de que ella pudiera amontonar más encima. Los dos de arriba eran enciclopedias. El de abajo era el compendio farmacológico que yo había consultado para informarme sobre la torazina—. ¿Qué estás buscando aquí? —pregunté—. ¿Te encuentras bien? No tendrás efectos secundarios por la torazina, ¿verdad?
— Estoy bien —respondió, dándose la vuelta para devolver las otras enciclopedias a sus estantes—. Quería saber si la torazina estaba causando los dolores de cabeza que tengo, pero no es así. ¿Fuiste al campo de batalla esta mañana?
— Sí —contesté, tratando de hablar con tanta naturalidad como ella—. Tienen una biblioteca de consulta allí. Por eso esta biblioteca es tan deficiente en temas de la Guerra Civil. ¿Preparada? Tal vez consigamos pillar al veterinario antes de que salga a hacer sus visitas.
Fuimos en coche y vimos al veterinario. Estaba de nuevo en el establo, dando de comer a algunos de los caballos que alojaba.
— Me temo que no tengo ninguna información para usted —dijo, apilando un montón de heno en uno de los establos—. No he podido ponerme en contacto con mi hermana todavía, pero mañana iré a un congreso sobre enfermedades equinas en Richmond, y tal vez pueda acercarme a verla entonces.
Yo contaba con que ya hubiera hablado con ella, para así poder decirle a Annie: «Bueno, ya hemos hecho lo que veníamos a hacer. No tiene sentido quedarnos aquí por más tiempo.»
— ¿Cuándo volverá usted? —pregunté.
Se detuvo y se apoyó en el rastrillo.
— Dura todo el fin de semana. Probablemente regresaré el lunes. ¿Seguirá usted aquí?
— Si no estoy, lo llamaré el lunes —Annie me miraba—. Seguiremos en el hotel. Tiene usted el número, ¿no?
— Sí. Lamento que hayan venido hasta aquí para nada. —Llenó un abrevadero con una manguera—. Le he echado un vistazo a algunas de las cosas que tenía mi padre sobre Akenatón. No encontré nada acerca de que tuviera sueños. Pero mi padre sí tenía un libro sobre los sueños y sobre lo que creían los egipcios al respecto. Era bastante interesante. Creían que los sueños eran mensajes de los dioses o de los muertos.
— ¿Mensajes? —se interesó Annie—. ¿Qué clase de mensajes?
— De todo tipo. Consejos, advertencias, bendiciones. Los dioses podían decirte con quién ibas a casarte, si deberías hacer o no un viaje, si ibas a enfermar y de qué. Si ibas a tener fiebre, soñabas con una cosa, si ibas a pillar un resfriado, soñabas otra. Lo tenían todo anotado en un libro de sueños, lo que significaba todo.
La esposa del veterinario llegó hasta la puerta para decirle que alguien al teléfono preguntaba por él.
— Lo llamaré cuando vuelva de su conferencia —dije. —¿Está bien el caballo? —preguntó Annie—. No tiene el tétanos, ¿verdad?
— ¿Qué caballo? Oh, la yegua que estaba aquí el otro día. Está bien. La pata magullada, como pensé.
— Bueno —dijo Annie—. Me alegro.
Me dirigí a la ciudad por el camino por el que habíamos venido hasta la primera bifurcación en la carretera, y entonces giré ala izquierda. Annie pareció no darse cuenta. Había bajado el cristal de su ventanilla hasta la mitad y tenía la cabeza apoyada en el respaldo del asiento. La brisa del coche en marcha agitaba su cabello. Su rostro mostraba la misma expresión triste, casi dolorida, que presentaba en la biblioteca.
Esta carretera no era tan bonita como la que nos había llevado a la casa del veterinario. La bordeaban los desechos que las ciudades tienen siempre en su extrarradio: unidades de almacenamiento, cementerios de coches, viejos remolques con porches, perreras y un caballo atado en la parte de atrás.
— Es bonito todo esto, ¿verdad? —comenté por decir algo, cualquier cosa que apartara su mente del campo de batalla en el que estuviera pensando—. Según la camarera, se acercaba un frente frío, pero no veo ningún signo de ello.
Viré de nuevo, al sur, y me introduje en la interestatal.
— ¿Es éste el camino por el que hemos venido? —preguntó Annie cuando la carretera de seis carriles se extendió ante nosotros.
— Se me ocurrió tomar la ruta panorámica —dije, saltándome el cartel —195 y pasando a la US —1. Vi al gato esta mañana. Estaba sentado delante de la cafetería. Creo que estaba esperándote. ¿Le has estado dando de comer?
— Le di uno de esos sobrecitos de crema esta mañana —respondió—, y un poco de tocino. Parecía hambriento —añadió, a la defensiva.
— Todos los gatos parecen hambrientos —repliqué, buscando señales en la carretera. No quería girar al oeste hasta que hubiéramos dejado atrás Spotsylvania—. Te advierto que tendrás que cargar con él de por vida. O al menos hasta que aparezca algo mejor. Desertará de ti en cuanto vea a alguien con una sardina.
— Desertar —repitió ella, mirando por la ventanilla. Pasábamos junto a un campo con una pila de heno—. Fusilaban a los desertores, ¿verdad? En la guerra.
Y allí estábamos, otra vez en una guerra a la que ella ni siquiera llamaba Guerra Civil porque le resultaba tan familiar, porque libraba sus batallas cada noche.
— No siempre —dije—. Un montón de desertores se escapaban. A California. Hablando de California, Broun ha ido a San Diego, así que estará en California unos cuantos días más, y el veterinario no tendrá ninguna información más para nosotros hasta el lunes. ¿Por qué no nos acercamos a Shenandoah esta tarde y vemos las Blue Ridge Mountains? Según parece hay un restaurante de pollo frito magnífico en Luray. Será un buen cambio tras la cafetería. En realidad no hay ningún motivo para quedarnos en Fredericksburg.
Tomaríamos de nuevo la interestatal si continuábamos mucho más hacia el norte. Giré a la izquierda en la siguiente carretera. Era la Carretera Estatal 208. El camino a Spotsylvania. Puse rumbo al norte y me interné en un camino de grava, luego hice otros tres giros más, al norte y al oeste, tratando de alejarme lo más posible de Fredericksburg.
— ¿Qué hay de Las cadenas del deber? —preguntó.
— ¿Las galeradas? Broun y yo podremos terminarlas después de que regrese de California.
— Creo que deberíamos terminarlas nosotros —aseveró—. Me gustaría saber cómo acaba.
— Bien. Las terminaremos cuando regresemos.
La carretera por la que avanzábamos seguía hasta el norte y desembocaba en una autopista de cuatro carriles. Esperé no haberme metido de nuevo en la interestatal. No lo había hecho. Era la US 3, y las ciudades en ambas direcciones estaban claramente señaladas por flechas. Wilderness quedaba hacia un lado, Chancellorsville al otro. Elige.
— Tal vez sea una buena idea —opinó Annie, mirando los carteles—. Lo de marcharnos.
— Magnífico —dije. Crucé la carretera y continué hacia el oeste en la siguiente desviación—. Tomaremos un poco de aire fresco, probaremos el pollo frito sureño, y haremos un poco de ejercicio. Hay todo tipo de senderos por recorrer.
— Y ningún campo de batalla —añadió ella en voz baja.
— ¿Sabes qué más hay en esos bosques? Monticello. La plantación de Thomas Jefferson. Podríamos pasar la noche en Luray y luego recorrer la Skyline Drive mañana para ver Monticello.
Podríamos acercarnos a Monticello, y mientras estuviésemos allí llegaría aquel frente frío, y tendríamos que dirigirnos al sur a fin de evitarlo, pasar a Carolina del Norte y luego a Georgia y por último a Florida, donde no había habido guerra alguna.
— Monticello es un lugar magnífico —afirmé, internándome de nuevo en lo que parecía ser una carretera asfaltada. Después del primer kilómetro, el asfalto cedió el paso a la grava—. Jefferson mandó construir un reloj enorme con balas de cañón. Y cortinas —agregué rápidamente—. Jefferson confeccionaba sus propias cortinas.
La grava se convirtió en tierra, y el camino se llenó tanto de baches que temí averiar el coche si no viraba en redondo. Di marcha atrás.
En el estrecho carril apenas había sitio para dar la vuelta. A un lado de la carretera los hierbajos crecían hasta la altura de la rodilla junto a una zanja, y al otro lado había un bosquecillo de pinos que habían sido plantados casi al borde de la carretera. Extendí el brazo por detrás del asiento de Annie y empecé a avanzar marcha atrás con cuidado, para no caer en la zanja.
— Todos los sueños tienen mensajes —dijo Annie.
— ¿Qué? —pregunté, enfadado porque algo en este camino lleno de baches, en estos pinares, le hubiera hecho volver a pensar en los sueños. Yo era tan incapaz de alejarla de la Guerra Civil como del circuito lleno de tumbas de Fredericksburg. Metí otra vez primera, y el coche se paró.
— Estaba pensando en lo que dijo el doctor Barton sobre los egipcios. Dijo que creían que los sueños eran mensajes de los muertos.
— Creía que no hablaríamos más de los sueños —repuse. Traté de poner el motor en marcha y lo calé.
— ¿Sabías que Abraham Lincoln soñó con Willie después de que muriese? —preguntó. Hice girar otra vez la llave, pero Annie extendió la mano para detenerme—. El rostro de Willie se le aparecía para consolarlo en sueños, según el libro. Creo que está muerto, Jeff. Creo que los sueños son mensajes de los muertos.
Aparté la mano de las llaves. Así que no había sido el camino lleno de baches ni el bosque después de todo.
— Pensaba que tenías razón, que Lee estaba teniendo los sueños durante la Guerra Civil y que cruzaban el tiempo de algún modo, pero ayer, cuando vi esa postal de su tumba en Lexington, supe que estaba muerto. —Me miraba con seriedad, la mano todavía sobre mi brazo—. Richard me dijo que los sueños te ayudan con las cosas que te han sucedido, que son una especie de mecanismo de curación que te ayuda a superar la pena y hacer las paces con la culpa que resulta imposible de afrontar de otro modo, pero que si hay demasiada culpa los sueños no pueden manejarla. Eso es lo que dijo que estaba pasando conmigo, pero ¿y si te sintieses tan culpable y apenado que siguieras soñando después de muerto?
¿Cuántos sueños harían falta para curar a Lee de Fredericksburg? ¿Doce mil setecientos setenta? Los sueños de Lee no constituían un «mecanismo de curación». Eran un entierro con detalles, ¿y cuántos sueños harían falta para enterrar a todos aquellos muchachos de Gettysburg que retrocedieron tras la Carga de Pickett para desplomarse a los pies de Lee, cuántos sueños para enterrar a todos los muchachos en los rincones ensangrentados y las carreteras perdidas de la mente de Lee? ¿Doscientos cincuenta y ocho mil? ¿El equivalente a cien años?
— Me dijiste que Lee era un buen hombre —me recordó Annie—, y lo es, Jeff, pero tuvo que enviar a todos aquellos muchachos de regreso a la batalla, y no tenían zapatos ni municiones. Sabía que los matarían, pero tuvo que enviarlos de todas formas. Tuvo que enviar a su propio hijo, Rob. ¿Cómo pudo soportar que mataran a todos esos chicos y que nadie supiera jamás qué había sido de ellos? Pienso que todavía lo acosan, después de todos estos años, aunque esté muerto.
— Y por eso él te acosa a ti.
— No. No es así. Creo que intenta expiarlo todo.
— ¿Infligiéndote sus pesadillas?
— No me las está infligiendo. No es así. Estoy ayudándole a dormir, de algún modo. Aunque esté muerto.
— Y mientras tanto, ¿qué te están haciendo a ti los sueños? No respondió.
— Te diré lo que están haciendo. Los sueños están empeorando y continuarán empeorando hasta que hagamos algo. —Ella empezó a protestar—. Mira, tal vez tengas razón. Lee está soñando en su tumba, y tú le permites descansar un poco al tener los sueños, en cuyo caso no importará adónde vayamos, pues los sueños nos acompañarán de todos modos. O tal vez no. Tal vez es el campo de batalla lo que agrava los sueños, y si nos alejamos de él, los sueños remitirán. La cuestión es que no duermes, no comes… ¿De qué le servirás a Lee si te caes por unas escaleras una noche?
Puse el coche en marcha.
— Creo que deberíamos ir a Shenandoah, descansar un poco, comer pollo frito, alejarnos de los sueños por un rato, y si no lo logramos, tratar de ignorarlos. No estás desertando. Sólo estás tomándote unos días de permiso.
Estaba mintiéndole. Si conseguía sacarla de allí, nunca la dejaría regresar.
— Marcharnos —dijo Annie, y me pregunté si sabía que yo estaba mintiendo, si quería escapar, también.
— No hablaremos de los sueños, no pensaremos en los sueños, iremos a pasear, comeremos pollo frito y contemplaremos las Blue Ridge Mountains. ¿De acuerdo?
Ella suspiró, un largo suspiro de rendición.
— De acuerdo —dijo.
Regresé a la grava, al asfalto, y a la carretera por la que habíamos venido. Un kilómetro más arriba se convertía en una carretera comarcal, y poco después en una carretera de dos carriles con un largo tramo recto.
Podría haber sido verano. Algunos de los árboles estaban en flor, y hacía un calor increíble. No había una sola nube en el cielo, ni siquiera sobre la línea azul, al oeste, donde divisábamos ya las montañas. Aceleré, ansioso por poner la mayor distancia posible entre nosotros y Fredericksburg. Ya había pasado la hora del almuerzo, pero comeríamos después, cuando estuviéramos más cerca de Shenandoah.
— Esto está mejor —dije, apoyando el brazo en la ventanilla abierta—. Llegué a pensar que nunca volveríamos a ver una carretera.
Le había asegurado a Annie que no hablaríamos más de los sueños, pero esto era más fácil de decir que de hacer. Los sueños eran todo en lo que habíamos pensado durante días. No podía hablar del campo de batalla, ni de Lee, ni tampoco de Lincoln, que también se había visto aquejado de malos sueños. Y difícilmente podía contarle anécdotas triviales sobre la universidad y mi viejo compañero de cuarto, Richard.
— Es una zona bonita, ¿verdad? —comenté, hablando cada vez más como el guarda del parque—. Broun y yo nos perdimos en una carretera secundaria la primera vez que vine a trabajar para él. Él quería que tomara algunas fotos de los alrededores de Antietam, pero estaba convencido de que me perdería, así que me acompañó y acabamos atascados en un charco de lodo. Tuvimos que echar a andar y llamar una grúa. No quiso dejarme hacerlo solo. Así se portó durante todo el primer año que trabajé para él.
— ¿No te dejaba hacer nada? —preguntó Annie—. ¿Por qué no?
— No lo sé. Nunca había tenido antes un ayudante de documentación, y supongo que estaba acostumbrado a hacerlo todo él solo. Acababa de empezar con Las cadenas del deber, y había mucho que investigar sobre Antietam, pero él insistía en hacerlo todo, en especial lo referente al campo de batalla. Yo pensaba que cuando llegáramos allí me dejaría hacer al menos parte del papeleo por él, pero no quiso. Recorrió el campo de batalla, tomando notas como un loco, sacando fotos, tendiéndose de espaldas para obtener lo que llamaba «el punto de vista del soldado»…
Me interrumpí y miré nervioso a Annie, pero ella estaba contemplando el escenario, sin dejar de sonreír. Su cabello rubio ondeaba al viento, y se lo apartó de la cara.
— Se hirió el pie al chapotear por el arroyo de Antietam —continué—. Con una lata vieja. Sangraba como loco. Su pie, no la lata. Tuvieron que ponerle la antitetánica y doce puntos, pero ni así accedía a dejarme continuar solo.
En las afueras de Remington, la carretera se unía a la autopista estatal que conducía a Culpepper. Me dirigí de nuevo al sur.
— Así que allí estaba, dando saltitos, tratando de dirigirlo todo…
— Como Longstreet —dijo Annie.
— Y entonces me anuncia que se va a Springfield. Sus editores lo llaman y le dicen que quieren que compruebe el epígrafe que usó en su último libro, así que tiene que irse a Springfield para ver qué había escrito en la tumba de Lincoln o algo por el estilo, y yo estallé. «¿Para qué demonios me ha contratado? No me deja hacer nada, ni siquiera echarle un vistazo a los malditos cadáveres», le dije.
Oh, Richard se lo pasaría de miedo con esta conversación. «Obviamente son lapsus freudianos —diría con su voz de Buen Psiquiatra—. El subconsciente está hablando, sacando temas que la mente consciente quiere evitar.»
— ¿Así que te dejó ir a Springfield por él? —preguntó Annie, como si no fuera consciente de los lapsus, freudianos o no. Había seguido mi consejo al pie de la letra. Estaba relajándose, dejándose llevar, aunque yo no pareciera capaz de hacerlo.
— Me dejó ir a Springfield, pero no paró de llamarme al teléfono del coche durante todo el viaje, recordándome que mirara esto y me acordara de preguntar aquello. Dejó mensajes en mi motel y me pidió que lo llamara cada noche y dictase mis notas a ese maldito contestador suyo. Estuvo a punto de volverme loco. Y luego no sé qué sucedió. Tal vez decidió que no había contratado a un idiota incompetente o algo por el estilo. Dejó de darme la tabarra y me permitió realizar la investigación que me había enviado a realizar, y a partir de entonces me dejó hacer aquello para lo que me había contratado, que era ayudarle.
No supe hasta llegar al final de aquella historieta instructiva que de eso se trataba. Mi subconsciente estaba llamando la atención, cierto, llamando a la puerta para que lo dejaran salir.
— Todavía se encarga de buena parte de su propia investigación —dije, como para convencerme a mí mismo de que había estado dando una charla a Annie sobre el tema de dejarme tomar las riendas, de dejarme ayudarla. Lo que más me importa es tu bienestar.
— Tal vez le costaba renunciar a la investigación porque le encantaba —aventuró Annie.
— Tal vez —admití, pensando en lo entusiasmado que parecía con los sueños de Lincoln—. Le encanta Lincoln, de todas formas.
— Y a ti.
— Sí.
— Fui a ver a Broun la noche de la recepción —dijo ella—. Le pedí a Richard que me acompañara. Sabía que Broun lo sabía todo acerca de la Guerra Civil. Pensé que tal vez me explicaría lo que significaban los sueños.
— Sólo que Richard no te dejó acercarte, y acabaste cargando conmigo.
— Cargando no —repuso ella, sonriéndome como lo había hecho aquella noche en el solárium, con aquella sonrisa dulce y triste—. Eres tú quien carga conmigo.
— Cargamos uno con el otro —dije alegre—. Y con Lee. Pero hoy no. Hoy estamos de permiso. ¿Tienes hambre?
— Un poco.
— Nos detendremos a almorzar en el próximo pueblo al que lleguemos. Acabamos de pasar Remington. Hay un mapa en la guantera. Mira si hay alguna ciudad cerca…
— Para el coche —dijo Annie. Tenía las manos en el borde de la ventanilla medio abierta y observaba lo que acabábamos de dejar atrás—. ¡Para el coche!
Salió del coche antes de que yo aparcara en el arcén. Tiró de la manija de la portezuela, se apeó y echó a correr hacia la carretera.
— ¡Annie! —grité, luchando con la puerta.
Arranqué tras ella.
Se quedó de pie al borde del recodo, con la mirada perdida, ante una verja y un campo arado, y a lo lejos una casa con un ancho porche. Tenía las manos cerradas en puños, colgando a sus costados.
— ¿Qué sitio es éste? —preguntó con ansia—. Conozco este lugar.
Maldición. Maldición. Y yo que creía que estaríamos a salvo allí, alejándonos de Chancellorsville y del palacio de justicia de Spotsylvania y de Wilderness. La había llevado por allí a propósito porque creía que era seguro.
— ¿Lo has soñado? —inquirí, temiendo la respuesta.
— No lo sé —respondió—. Tengo la sensación de que he estado aquí antes. ¿Dónde estamos?
— No lo sé. Acabamos de atravesar Remington.
Abrí la puerta del coche y busqué el mapa. El motor seguía en marcha. Lo apagué. No podía ser Culpepper. Había visto una señal que indicaba Culpepper en Remington. Nos hallábamos por lo menos a quince kilómetros. Saqué el mapa de la guantera, lo abrí, y lo escruté, incapaz de encontrar Remington.
Quedaba sólo unos pocos kilómetros atrás. La siguiente ciudad… La siguiente ciudad era Brandy Station, a cuatro kilómetros. Estábamos al norte de Brandy Station. No figuraba símbolo alguno de monumento junto a ella en el mapa, aunque debía haberlo. Todo el maldito estado era un cementerio. Aquel campo arado estaba probablemente lleno de muchachos de pelo rubio, veteranos encanecidos y caballos.
— Tengo la sensación de haber estado aquí antes —dijo ella y atravesó la carretera. No miró a los lados, y yo no estaba seguro de que para ella hubiera ya ninguna carretera. Un coche azul salió de la curva y se interpuso entre nosotros. No alcanzó a Annie por centímetros, alzando su falda con el viento que levantó al pasar zumbando. Ella no se sobresaltó ni se apartó, asustada. Ni siquiera se había percatado de que estaba allí.
Crucé corriendo la carretera.
— Es Brandy Station —le informé—. Hubo una batalla de caballería cerca de aquí. Rooney, el hijo de Lee, resultó herido. Lee vio que se lo llevaban del campo. Lo siento. —La agarré por el brazo—. No tendría que haberte traído aquí. Volvamos al coche y marchémonos.
No se movió. Tampoco se me resistió. Sencillamente se quedó allí, inmóvil, en mitad de la carretera.
— ¿Murió? —preguntó.
— ¿Rooney? No lo sé. No lo creo. Lo hirieron en la pierna. —Le tiré del brazo—. Lo averiguaremos cuando lleguemos a Luray.
Ella sacudió la cabeza.
— Quiero regresar a Fredericksburg.
— ¿Por qué? Tendrán una biblioteca en Luray. Podemos buscar información sobre Rooney allí. No murió. Sé que no murió. Asistió al funeral de su padre.
Annie contemplaba el campo arado como si lo viese todo; a Rooney en una camilla, con la pierna herida y la venda empapada en sangre.
— Ninguno de los hijos de Lee murió en la guerra —dije. —Tengo que regresar —pidió ella—. No puedo desertar de él así.
Oí un coche que se acercaba, y su grave rumor aumentaba de tono a medida que se acercaba a la curva.
— ¿Desertar de él? —exclamé enfadado y prácticamente la empujé para que cruzara la carretera y entrara en nuestro coche—. No eres uno de sus soldados, Annie. No te alistaste en esta guerra.
Un todoterreno pasó rugiendo, invadiendo la raya de la carretera. Rodeé mi coche y entré.
Lo puse en marcha y salí del recodo, tomando el resto de la curva a la misma velocidad que el todoterreno, deseando perder de vista el campo sembrado y a Rooney tendido en su camilla.
— ¡No tenía derecho a traerte aquí!
— No es culpa tuya —dijo Annie.
— ¿Entonces de quién es? Te traje a Fredericksburg. ¡Fredericksburg, por el amor de Dios, donde debe de haber tantos cadáveres que tienen que enterrarlos en grupos! ¡Te leí en voz alta un libro sobre Antietam! Y luego, para asegurarme de que sueñes esta noche con Brandy Station, te traigo aquí para que veas el campo de batalla con tus propios ojos. ¡Y te preguntas por qué los sueños están empeorando!
Había un cartel delante. VISITE EL PARQUE NACIONAL DEL CAMPO DE BATALLA DE MANASSAS. Pisé con fuerza el acelerador.
— ¿Por qué no nos acercamos a Manassas? Y entonces mañana iremos a Richmond para que puedas soñar con la maldita Batalla de los Siete Días. ¡Y yo que intentaba llevarte a algún sitio donde no hubiera un maldito campo de batalla!
El camión que tenía delante encendió sus luces de freno. Pisé el freno. Las manos de Annie golpearon con fuerza el salpicadero.
— Estaba intentando ayudar.
— Lo sé —dijo Annie—. Sé que estabas intentando ayudar. Reduje a una velocidad más prudente.
— Estaba tomando las carreteras secundarias porque no quería acabar en Wilderness. ¿Te he hecho daño en la mano? —pregunté angustiado.
— No —respondió, frotándose la muñeca.
— Iremos a ver a un médico. Haremos que le eche un vistazo a tu mano y luego…
— No sirve de nada, Jeff —me cortó Annie—. No puedo dejarlo. Tengo que seguir con los sueños hasta el final. Detuve el coche en el borde de la carretera.
— ¿El final? ¿Qué final? ¿Y si Lee sigue soñando durante cien años? ¿Y si decide soñar con toda la maldita Guerra Civil? —pregunté amargamente—. ¿Vas a soñarla por él?
— Si tengo que hacerlo, sí.
— ¿Por qué? No son tus sueños. Son los de Lee. Es él quien ordenó a aquellos muchachos que regresaran a la batalla. Que los sueñe él. Que su hija Annie los sueñe por él, si quiere, es su padre. Pero no tú.
— He de hacerlo.
— ¿Por qué?
— Porque no lo soporto más —dijo y rompió a llorar—. Pobre hombre, pobre hombre, tengo que ayudarlo. No soporto verlo sufrir así.
La tomé de la mano y acaricié la muñeca con mucha suavidad.
— Y yo no soporto ver qué te están haciendo —dije. Llevé la mano hasta mi pecho y la retuve allí—. «Ojalá me hubieran herido en su lugar.» Es lo que dijo Lee cuando le comunicaron que Stonewall Jackson había resultado herido en Chancellorsville.
Ella me miró, las lágrimas resbalándole por el rostro. Lágrimas suyas, no de Lee, ni de la hija de Lee. Y era a mí a quien miraba esta vez.
— Lo haría, ¿sabes? —afirmé—. Si hubiera algún modo, soñaría en tu lugar. —Reparé en lo que acababa de decir y observé su querido rostro surcado de lágrimas—. Porque es esto lo que estás intentando hacer, ¿verdad? Tener los sueños por Lee, para que no sufra.
— Sí —respondió ella.
— Muy bien —contesté. Le solté la mano y di media vuelta con el coche—. Encontraremos un lugar en Fredericksburg que tenga pollo frito. Y espero por Dios que no sueñes con Brandy Station.
No lo hizo. Soñó con un pollo. Y con la tumba de Annie Lee.
12
En la batalla de Wilderness, Lee ordenó a la brigada de Texas que formara una línea de batalla y a continuación espoleó a Traveller para galopar entre los cañones hasta la primera línea para comandar el asalto. «¡Vuelva, general Lee!», gritaron los soldados. Un sargento agarró la brida de Traveller, y el general Gregg tuvo que adelantarse para cortarle el paso. Los soldados detuvieron su ataque y gritaron, «No iremos a menos que usted retroceda», pero Lee pareció no oírlos.
Después de regresar leímos galeradas, yo sentado en el sillón verde con los pies apoyados en la cama, Annie recostada en las almohadas con el manuscrito corregido sobre las rodillas. Broun se había saltado la batalla final y había trasladado la acción a un hospital de campaña cerca de Winchester, donde llevaron a Ben con su pie herido para que lo atendiera una enfermera de dieciséis años llamada Nelly.
En estos capítulos Broun introducía a un montón de personajes: un cirujano alcohólico y saturado de trabajo que antes de la guerra era veterinario de caballos, una enfermera encallecida, la señora Macklin, y un soldado charlatán llamado Caleb que tenía quince años.
En teoría, era mala idea presentar a tantos personajes nuevos a estas alturas del libro, pero Broun no tenía otro remedio.
Como Lee, había matado a todos los demás, y ahora había que recurrir a los viejos y a los niños. Y a las mujeres.
— ¿Dónde te hirieron? (leyó Annie) —preguntó el muchacho que ocupaba la cama junto a Ben—. A mí me dieron en elpie.
— A mí también—contestó Ben, y volvió la cabeza con cuidado para mirarlo. Temía desmayarse si se movía con demasiada brusquedad. Se había desmayado en la carreta. Los camilleros que lo habían recogido lo subieron a la parte trasera del carro, con los brazos colgando por ambos lados, y había visto que la sangre goteaba desde el vehículo hasta el suelo de tierra. Creyó que toda la sangre era suya y, después de haber sangrado más de lo que cualquier persona podría sangrar, se desmayó.
Recuperó el conocimiento cuando trataron de subirlo por las escaleras, pero uno de ellos, una mujer grande de aspecto sombrío, hizo que se golpeara el pie contra el pasamanos, y volvió a desmayarse.
— Lo mío no es grave —dijo el muchacho, orgulloso. Tenía un rostro amigable, quemado por el sol—. Volveré en cuanto me dejen. Me llamo Caleb. ¿ Y tú?
Ben había intentado responderle, pero entonces oscureció y oyó el gemido de un caballo. A Ben le dio un vuelco el corazón.
— ¿ Malachi?
— Prométeme que me darás la mano —dijo alguien con tono lastimero, y Ben tuvo miedo de haber sido él quien hablaba, pero la voz prosiguió—: Nada malo puede pasar mientras tú me tomes de la mano.
Ben sabía que esto no era cierto, así que decidió que no debía de ser él quien hablaba. El caballo gimió de nuevo, y Ben lo reconoció esta vez como un grito.
— Lo prometo —dijo una voz de muchacha, seria y amable, y entonces se hizo de día y la muchacha se encontraba junto a él, diciendo—: Te he traído tu medicina. ¿Puedes incorporarte y tomártela?
Era preciosa. Tenía el cabello claro y fino recogido en un moño. Cuando se inclinó para dejar el frasco marrón sobre una silla, Ben le vio la raya del cabello. Llevaba un delantal y un vestido gris descolorido que parecía haber sido azul.
— Claro que puedo incorporarme por usted —contestó el muchacho llamado Caleb. Estaba sentado encima de las mantas—. Por usted me levantaría de esta cama y me pondría a bailar, pero ¿bailaría usted conmigo? No. Me rompe el corazón, señorita Nelly, lo sabe, ¿verdad?
— Creo que no estás preparado para bailar todavía —repuso Nelly, sirviendo el láudano en una cuchara de latón. La pierna de Caleb estaba vendada con gruesas tiras blancas de lino, pero Ben advirtió que no tenía pie. Se preguntó si a él también le faltaría un pie.
Ben se tragó el láudano.
— Estoy dispuesto a bailar con usted ahora mismito —dijo Caleb, agarrando la mano de Nelly—. Retiraremos las camas contra la pared, señorita Nelly, y tú —agitó la mano ante Ben— nos tocarás una canción.
— ¡Nelly! ¡Apártate de ahí! —ordenó una voz de mujer. Se acercó y se plantó a los pies de la cama, donde Ben pudo verla. Era la mujer que le había golpeado el pie al subir las escaleras.
— ¡Que una de las otras haga eso! —ladró—. Viene otra carga en una carreta, y aquí estás, coqueteando con los hombres. —Miró a Caleb—. Despertaste a todos en la casa con tus gritos anoche.
Él le sonrió.
— Soñé que la señorita Nelly no quería casarse conmigo.
— No puedes casarte con Nelly —trató de decir Ben—. Yo la amo.
Nelly dejó el frasco de láudano en la silla y salió del campo de visión de Ben. Caleb pasó las piernas por el borde de la cama y se inclinó para recoger la botellita.
— Soñé que la señorita Nelly decía que no quería casarse conmigo, y la vieja señora Macklin decía que ella sí —Le guiñó el ojo a Ben—. Fue una pesadilla, eso es lo que fue.
Observé a Annie leer, con la cabeza inclinada sobre el manuscrito, de modo que veía la raya del cabello. «Es la guerra», había dicho Broun cuando me negué a creer que Ben pudiera enamorarse de Nelly después de sólo un día en el hospital. «Una cucharada de láudano y Ben estará dispuesto a hacer cualquier cosa por ella», había dicho yo, y Broun me había contestado: «La gente hacía cosas como éstas en la guerra, se enamoraba, se sacrificaba.»
Tal vez era la guerra. Habíamos pasado por muchas cosas juntos: Fredericksburg, Chancellorsville y Brandy Station. Yo le había explicado sus sueños, la había tomado de la mano mientras dormía, había enjugado sus lágrimas. Todo esto estaba destinado a originar sentimientos de camaradería, de afecto. Pero yo sabía que no era cierto. La amé desde el momento en que la vi allí de pie en el solárium, con el abrigo gris.
Insistí en buscar un restaurante donde sirvieran pollo frito, como si éste fuera el motivo de nuestra presencia en Shenandoah. Annie se guardó un muslito envuelto en una servilleta para el gato.
— Lo matarás con tantos mimos —la reprendí—. No se les puede dar de comer huesos de pollo.
Pero el gato no aparecía por ninguna parte. Se había acercado al coche cuando regresamos por la tarde, maullando reproches, pero ahora no estaba en las escaleras exteriores, ni siquiera delante de la cafetería.
— Volverá —dije yo—. Los gatos vuelven siempre.
— Tom Tita no lo hizo. Se quedó encerrado. No pudo salir.
— El gato no está encerrado. Probablemente ha encontrado otra alma caritativa que le dé de comer, eso es todo. Y no olvides que Tom Tita no puso mucho empeño en salir. Estaba feliz y contento en el desván con todos aquellos ratones, y cuando Markie Williams lo sacó, no regresó corriendo a los brazos de Lee. Ni siquiera lo echó de menos, mientras los soldados de la Unión le dieron de comer.
— Pero Lee lo echó de menos —dijo Annie—. Los gatos no tienen ningún sentido de la lealtad, ¿verdad?
— Su principal lealtad es para consigo mismos. ¿De qué le habría servido a Tom Tita seguir a Lee durante la Guerra Civil? Lo habrían matado. Y los soldados de la Unión cuidaron bien de él, así como alguien está cuidando bien de este gato ahora mismo.
— Tienes razón —dijo ella—. Alguien está cuidando de él, y está bien.
Sin embargo, arrancó la carne del muslo de pollo y la dejó en un montoncito en el último escalón antes de que entráramos.
Se fue a la cama a las ocho, y yo intenté telefonear a Broun al Westgate de San Diego de nuevo. Nadie respondió. Llamé al contestador automático.
— Todavía estoy en San Diego, Jeff —dijo Broun—. No conseguí ver al endocrino. Está fuera de la ciudad. Voy a ir a un sitio llamado Dreamtime mientras espero a que regrese. Probablemente habrá un puñado de charlatanes, pero nunca se sabe.
Aguardé, pensando que habría un mensaje de Richard, pero no lo había.
Annie llamó suavemente a mi puerta.
— He soñado con un pollo —dijo.
— ¿Estás segura de que se trata de uno de los sueños de Lee y no sólo de algo que has comido? —le pregunté, mareado por el alivio de saber que no la había hecho soñar con Brandy Station.
— Estoy segura —respondió. Se apoyó contra la puerta. Llevaba la bata azul sobre el camisón, y sus ojos aparecían más azules de lo que los había visto jamás. Tenía el pelo enmarañado por haber dormido. Estaba preciosa—. El pollo estaba en el porche de mi casa. Actuaba como si viviese allí. ¿Tenía Lee un pollo?
— Tenía un caballo —dije—. Tenía un gato. Me niego a creer que tuviera un pollo. Me parece que ese sueño es tuyo propio, provocado por ese pollo frito sureño que tomamos para cenar. Te advertí que te produciría pesadillas.
Regresó a la cama. Le eché la cadena a la puerta, acerqué el sillón y coloqué el libro en equilibrio sobre el brazo. Corregí galeradas durante un rato, leí el Freeman, di una cabezada, pero no pude dormir a pesar de que sólo había disfrutado de unas tres horas de sueño en las dos últimas noches. Menos mal.
Annie se levantó de la cama, se puso la bata, y ató el cinturón, tan tranquila que creí que estaba despierta. Quitó la silla de en medio. El libro cayó con un golpe sobre la alfombra, haciendo menos ruido de lo que yo esperaba. Ella extendió la mano hacia la cadenita.
— ¿Adónde vas, Annie? —pregunté en voz baja.
— Es culpa mía —dijo. Soltó la cadena.
— No es culpa tuya. Vuelve a la cama.
Enganché la cadena y la conduje cuidadosamente de regreso a la cama, apenas rozando su brazo con mi mano. Ella no opuso la menor resistencia. Se detuvo junto a la cama y se quitó la bata.
— ¿Qué les ocurrió? —preguntó.
¿Al pollo? ¿A Tom Tita? ¿O a todos aquellos muchachos de pelo rubio?
— Los encontraremos —respondí. Se sentó en la cama y se acostó. La tapé. Quince minutos más tarde repetimos el mismo proceso. Después de hacerla volver a la cama, coloqué la silla bajo el pomo de la puerta y esperé.
Esta vez transcurrió media hora, y entonces ella se levantó de nuevo, se puso la bata, ató el cinturón, y trató de quitar la silla. No cedió. Se volvió y me miró.
— ¿Qué les ocurrió? —inquirió enfadada, como si yo se los hubiera escondido.
— Los encontraremos —dije y avancé hacia la cama, apoyando con delicadeza la mano sobre su brazo, pero a la mitad de camino ella se detuvo y dio dos pasos hacia las ventanas.
— Es culpa mía —musitó—. Es culpa mía.
Estábamos de nuevo en Gettysburg, en los bosques que eran como un horno, contemplando a los soldados retroceder tras la Carga de Pickett.
— Culpa mía —susurró, dio unos cuantos pasos vacilantes y cayó de rodillas, con el rostro en las manos.
— ¿Qué pasa, Annie? —pregunté, agachándome a su lado—. ¿Es Gettysburg? ¿Es la Carga de Pickett?
Se apartó las manos del rostro y se acuclilló, contemplando ciega aquello que fuese.
— ¿Puedes despertarte, Annie? ¿Puedes decirme qué estás soñando?
Extendió la mano hacia algo que había ante ella en el suelo y entonces la retiró.
— Está muerta, ¿verdad?
Se quedó allí arrodillada durante más de una hora, conmigo agachado a su lado hasta que me entraron calambres en las piernas y tuve que cambiar de postura. Le hablé, traté de despertarla, intenté persuadirla para que volviera a la cama. Al final la levanté en volandas y me la llevé, colocando sus brazos alrededor de mi cuello para que no se cayera, y no la solté hasta que estuvo en la cama.
— ¿Qué les ocurrió? —preguntó cuando terminé de taparla.
— No lo sé —dije—, pero lo averiguaré. Te lo prometo. Cinco minutos más tarde se levantó de nuevo, se puso la bata, y se acercó a la puerta.
— Annie, tienes que despertarte —dije, cansado.
Dejó de empujar la silla, se enderezó, miró a la puerta y después a mí.
— ¿Lo he hecho otra vez? ¿He salido?
— Lo has intentado con todas tus fuerzas —contesté—. ¿Dónde estabas? ¿En Gettysburg?
— No —respondió ella, sentándose en el sillón—. Estaba otra vez en Arlington. Había nevado, como en el primer sueño, y estaba buscando al gato. Lo vi bajo el manzano, y fui a buscarlo y pisé algo. Era un soldado de la Unión. Estaba tendido boca abajo, con el fusil debajo, y su nombre prendido en la manga. —Aferraba el cinturón de su bata como había hecho con las violetas africanas del solárium de Broun aquella primera noche—. Me agaché para soltar el papel, pero cuando lo hice, no se trataba de una manga de uniforme azul, era blanca. Y entonces vi que no era un soldado muerto, sino una muchacha con un camisón blanco, dormida bajo el manzano.
No preguntó dónde se desarrollaba o qué significaba el sueño. Permaneció sentada un rato en la silla, mirando hacia el centro de la habitación como si todavía viese el manzano y a la muchacha dormida al pie.
— Lamento haberlo hecho otra vez, Jeff —dijo—. Tal vez deberías amarrarme a la cama.
Se quitó la bata y se acostó, con los brazos tensos a sus costados, como si estuviera concentrándose para no caminar en sueños.
Mantuvo esta postura el resto de la noche. Yo no sabía si estaba dormida o no. No se movió cuando recogí el Freeman de donde había caído y entré en mi habitación para buscar los otros tres volúmenes, cuando cerré con llave la puerta que conectaba las dos habitaciones y coloqué la mesa delante, ni cuando acerqué la lámpara al sillón verde para leer a su luz.
En el índice no había muchas referencias a Annie Lee, a pesar de que fue la hija favorita del general. Busqué primero la última. «Siempre me prometo que iré y pienso que si voy a cumplirlo, no tengo tiempo que perder —le había escrito a su hijo Rooney en 1870—. Quiero ser testigo del silencioso sueño de Annie.» Ella murió durante la guerra, en Whitc Sulphur Springs, Carolina del Norte. Tenía veintitrés años.
— Era un buen hombre —había dicho Annie. Sus soldados lo amaban, sus hijos lo amaban, y había tenido que sacrificarlo todo en la guerra, incluso a su hija favorita. Annie Lee había muerto a causa de unas fiebres, pero presentó una baja de la Guerra Civil igual que la de cualquier soldado; murió joven y lejos de casa. Al menos Lee tuvo el consuelo de saber dónde estaba enterrada. Visitó su tumba en 1870. «Quiero ser testigo del silencioso sueño de Annie.»
Pobre hombre. Cuando recibió la carta con la noticia de su muerte, no manifestó emoción alguna. Leyó la carta y continuó contestando su correspondencia oficial con su ayuda de campo. Sin embargo, cuando el ayudante regresó a la tienda minutos después, se encontró a Lee llorando.
Eran las cuatro, la una en California. Llamé a Broun al Westgate de San Diego, al número de Los Ángeles. Llamé al servicio de información y pedí el número de Dreamtime. No había contestador automático.
Justo antes del amanecer, Annie se levantó de la cama y se puso su bata azul. Extendí una mano, temeroso de que estuviese sonámbula de nuevo. Se acercó a la ventana.
— ¿Averiguaste qué significaba el sueño? —preguntó.
Le conté lo que había descubierto de Annie Lee.
— Murió en 1862 —dije—. Poco antes de Fredericksburg. —Willie Lincoln murió en 1862. Era el hijo favorito de Lincoln —dijo ella, abrazándose—. ¿De qué murió?
— No lo sé. Algún tipo de fiebre.
— Pobre hombre —comentó, y me pregunté a quién se refería, o si lo habría sabido si se lo hubiera preguntado.
Dedicamos la mañana a intentar dormir, renunciamos a hacerlo, y fuimos a ver la última atracción turística de la ciudad, la botica de Hugh Mercer. Contemplamos píldoras plateadas, botellas de láudano de vidrio marrón y recetas escritas a mano para la fiebre.
Pasamos el resto del día en la biblioteca. Annie tomó notas sobre Lincoln. Yo leí las cartas de Lee y traté de averiguar de qué se había muerto Annie. Nadie parecía saberlo. Pero encontré al pollo. Era una gallina y se llamaba Little Hen. Se había colado sin invitación en la tienda de Lee un día, y él la conservó durante más de un año. Ponía un huevo bajo el jergón de campamento de Lee cada día y se sentaba a lomos de Traveller, cosa que encantaba a los soldados.
Buscamos al gato después de cenar, pero no lo encontramos por ninguna parte. El ordenado montoncito de trozos de pollo que Annie le había dejado continuaba en el escalón.
— Probablemente se habrá acurrucado en algún lugar caliente —dije—. Se supone que va a hacer frío mañana.
Regresamos a la habitación, y yo levanté barricadas ante las puertas, como si pensara que de algún modo podría evitar que entrasen los sueños.
No tendría que haberme molestado. Annie no caminó dormida. Permaneció acostada, tan tranquila, y al contemplarla me dije que los sueños no debían de ser tan malos, aunque cuando me los contó, fueron peores que nunca.
Su casa estaba ardiendo, y un jinete le tendió un mensaje que trató de abrir con una mano. El mensaje envolvía tres puros, y ella no podía abrirlo porque tenía las manos vendadas. Se lo pasó a la camarera pelirroja, que tampoco logró abrirlo, porque tenía algún problema con el brazo, y no era la camarera, sino una muchacha con un camisón blanco, y el mensaje no envolvía puros; era una carta, y Annie tenía miedo de leerla.
Soñó que estaba en el porche de Arlington y discutía con Richard, que llevaba zapatillas. El veterinario también estaba en el sueño. Le tendía a Richard un mensaje, y Richard lo hacía pedacitos y los arrojaba al suelo.
Quién es el veterinario? —me preguntó.
— No lo sé —le respondí—. ¿Pickett, tal vez? ¿Longstreet? —No —replicó ella con amargura—. Richard es siempre Longstreet.
Soñó con Gettysburg, con soldados en retirada que a veces entraban en el huerto huyendo de una casa en llamas, a veces llevaban una gallina en brazos. Ella intentaba formarlos de nuevo bajo el manzano, pero no podía porque Annie Lee estaba dormida al pie del árbol.
No hubo lágrimas ni episodos de sonambulismo durante los sueños, y después Annie me relató los horrores con gravedad y yo se los expliqué lo mejor que pude, pero ella apenas me escuchaba. Parecía reservar todas sus fuerzas para los sueños, tendida completamente inmóvil bajo la colcha verde y blanca. Sus mejillas ya no estaban encendidas, y cuando yo le tocaba las manos o la frente, las notaba frías.
En las primeras horas de la mañana, llamé al contestador automático.
— El historial de Annie muestra bajos niveles de seroton ina, lo cual es indicativo de una depresión suicida —dijo Richard—. El simbolismo de su sueño lo corrobora. El fusil representa el deseo de causar daño, el soldado muerto es obviamente ella misma.
— Tenía razón respecto a lo de Dreamtime —dijo Broun—. Eran un puñado de charlatanes. Charlatanes con imaginación, no obstante. Dijeron que los sueños eran advertencias que Willie Lincoln enviaba a su padre, y cuando les pregunté cómo enviaba Willie Lincoln los mensajes y por qué, si sabían que iba a ocurrir, el resto de los muertos no nos prevenían de desastres inminentes, ellos salieron con la teoría de que los muertos normalmente duermen en paz, pero que el descanso de Willie se vio perturbado cuando Lincoln lo mandó desenterrar.
»Tomaré un avión a Sacramento el miércoles para visitar una clínica de sueño. Estaré en casa el martes. Tengo que firmar autógrafos el sábado en Los Ángeles y tengo una cita el lunes. Espero que te vaya bien con las galeradas, hijo. Voy a estar ilocalizable los próximos días.
— Lo sé —dije.
No dormí demasiado.
— ¿Conseguiste dormir, Jeff? —preguntó Annie en el desayuno. Parecía como si ella no lo hubiera hecho. Tenía el rostro pálido y había oscuras sombras que parecían magulladuras bajo sus ojos. Estaba sentada muy tiesa a la mesa, como si le doliera la espalda, y de vez en cuando se frotaba el brazo con la mano.
— Un poco. ¿Cómo estás tú?
— Me pondré bien —dijo, y me pasó el fajo del manuscrito.
Dejó que la camarera le sirviera más café mientras trataba de encontrar el punto donde lo habíamos dejado.
— ¿Se acuerdan de lo del frente frío del que hablaban? —comentó la camarera—. Se quedó detenido en el Medio Oeste unos cuantos días, pero ahora ha vuelto a ponerse en movimiento. Se supone que hoy caerán aquí quince centímetros de • nieve. ¿Pueden creerlo? En abril.
— ¿Por dónde vamos? —preguntó Annie después de que se marchara.
— Página seiscientas cincuenta y seis —respondí—. Donde empieza «No, dijo Nelly». Página seiscientas cincuenta y seis.
Dividí el manuscrito en dos montones, uno de solamente unas cincuenta páginas de grosor. Casi habíamos acabado, ¿y qué haríamos entonces mientras aguardábamos los sueños?
— No —dijo Nelly (leyó Annie), y Ben trató de despertar para ayudarla, pero fue como intentar escabullirse de debajo del caballo que había caído encima de Malachi.
— Está muerto —dijo la señora Macklin. Parecía impaciente, como si Nelly hubiera cometido alguna estupidez.
— Sé que está muerto —repuso Nelly, y la necesidad en su voz hizo que Ben despertara por completo. Se incorporó en la cama. El dolor estalló en su tobillo, y abrió y cerró la boca con pequeños jadeos, procurando no gritar, sacudido por el dolor.
Volvió la cabeza y miró a Nelly. Estaba sentada en una silla de madera junto a la cama de Caleb. Sostenía la mano de Caleb con ternura como había hecho cada noche desde que lo trajeron. Los dedos de él se aferraban a los de ella, y sus ojos estaban cerrados, pero no parecía dormido. Debía de haber estado muerto toda la noche.
— No puedes hacer nada por él —dijo la señora Macklin, y agarró la muñeca de Nelly.
— Suéltela —dijo Ben y tuvo que tomar aire y expulsarlo rápidamente para que el dolor no lo abrumara—. Déjela en paz.
La señora Macklin no le hizo caso.
— Veinte hombres medio muertos abajo y tú te quedas ahí sentada —dijo, acusadora—. Suéltale la mano.
Todavía asiendo a Nelly por la muñeca, le dio un tirón para ponerla en pie, y el brazo de Caleb se elevó, como si estuviera saludando.
— No —suplicó Nelly, desesperada—. Por favor.
Ben se abalanzó hacia la señora Macklin, pero no llegó. Sintió otra dolorosa descarga en el pie, peor que la primera, y pensó que debían de haberlo cercenado a la altura de la rodilla.
Cuando abrió los ojos para ver, Nelly seguía aún sentada junto a la cama, pero el cadáver del muchacho ya no estaba, y alguien había extendido una manta gris sobre su pierna.
— Lo siento —dijo Ben.
Nelly se frotó la muñeca. Estaba roja e hinchada.
— ¿Sabes qué me dijo ayer? —comentó—. Dijo que mientras le sostenía la mano tenía bellos sueños. —Se frotó la muñeca, enrojeciéndola más.
— Has hecho todo lo que estaba en tu mano —dijo Ben—, pero ya no soñará más de todos modos.
Y quiso tomarla de la mano y abrazarla con fuerza, pero supo que se desplomaría otra vez antes de llegar al borde de la cama.
— Rompí mi promesa —dijo ella.
— Mi amigo Toby Banks, del que ya te he hablado, le prometió a su madre que regresaría a casa sin un arañazo. Algunas promesas se… las cumples lo mejor que puedes. Después de que él… —Se detuvo y miró alrededor, buscando alguna manera de decir «muriera»—. Después de que él pasara a la gloria, no pudo sentir que ya no le sujetabas la mano.
— Prométeme que no te alistarás de nuevo cuando tu pie mejore —dijo ella.
— Lo prometo —contestó él, pero la muchacha continuó sentada junto a la cama, frotándose la muñeca.
Un rato después entró la señora Macklin y pidió a Nelly que le enseñase la muñeca.
— No —replicó Nelly.
— Está toda hinchada —espetó la señora Macklin—. Soy enfermera. Mi deber es atender a…
Nelly se levantó, derribando la silla de madera.
— No me hable de deber —soltó, apretando el brazo contra su cuerpo como si fuera un bebé—, no cuando no me dejó cumplir con el mío.
Annie dejó de leer.
— Quiero ir a Arlington.
Ya habíamos pasado por todo esto antes.
— No hay ningún motivo para ir a Arlington. Sabemos lo que significan los sueños. Lee se consideraba responsable de la muerte de Annie. Tal vez pensaba que no habría sucedido si Annie hubiera estado en casa, si no hubieran tenido que dejar Arlington.
»Incluso sabemos lo que es el mensaje. Es una carta que le dice que Annie ha muerto. No hay motivo alguno para regresar a Arlington.
— Tengo que… —Dejó la frase inconclusa—. Los sueños van en círculos. Es como cuando no paraba de soñar con el gato, y fuimos a Arlington. Ayudó.
«¿Ayudó a quién? —me pregunté—. ¿A ti o a Lee?» Annie estaba ayudándole a tener los sueños, le ayudaba a dormir en aquella tumba de mármol en Lexington, ¿y qué estaba haciéndole él a ella?
— Creo que intenta expiarlo todo —había dicho Annie. Lee amaba a su hija. Sin duda no haría nada que hiriera a Annie.
Deseé poder creer esto. Deseé poder creer que esta expiación suya no pretendía arrastrar a Annie por toda la Guerra Civil hasta que los corazones de ambos se rompieran.
— Mira —repuse—, ya has oído lo que ha dicho la camarera. El tiempo va a empeorar, y de todas formas el veterinario no ha regresado de su conferencia. Creo que deberíamos esperar a recibir noticias suyas. De este modo también podremos terminar las galeradas. Podemos llevarlas a Nueva York y detenernos en Arlington de camino.
La camarera sirvió los huevos.
— Está nevando en Charleston —nos informó—. Acabo de oírlo en la radio.
— ¿Ves? —dije, como si esto zanjara el asunto.
Annie abrió su bollito pero no lo comió. Se puso a desmenuzarlo en trocitos cada vez más pequeños.
— Se supone que no nevará hasta esta noche —dijo—. Podrías llamar al veterinario desde la casa de Broun, Jeff. Podríamos llevarnos las galeradas y terminarlas en Washington.
Soltó el cuchillo y se frotó la muñeca.
— Quizá te la hayas dislocado cuando te diste el golpe contra el salpicadero. Tal vez deberíamos ir a ver a un médico.
— No —contestó, y se colocó la mano en el regazo como para ocultarla de mí—. No está dislocada.
— Pero te duele. Y estás agotada. Los dos estamos demasiado cansados para pensar con claridad. Creo que lo mejor para ambos es que nos tomemos una aspirina y tratemos de dormir un poco. Luego hablaremos sobre Arlington.
— Muy bien —accedió ella, y me dio la impresión de que parecía aliviada.
Regresamos al hotel, y Annie hizo lo que yo le había recomendado, aunque aseguró que la muñeca no le dolía en realidad. Se tomó la aspirina y se fue derecha a la cama. Yo llamé al agente de Broun en la Costa Oeste. Si alguien sabía por dónde andaba Broun, era él. Cuando dije que estábamos demasiado cansados para pensar con claridad hablaba en serio. Broun no estaría muerto de sueño. Sabría qué hacer, cómo ayudarnos.
El servicio de información de su agente me comunicó que estaba en Nueva York. Cuando dije que trataba de ponerme en contacto con Broun, ella me proporcionó un número. Era el del contestador automático.
No había mensajes de Broun. De Richard, sí. Me lo salté para ver si Broun había dejado un nombre de hotel o un número de teléfono y encontré una llamada de su agente.
— Tienes que traer las galeradas ya —dijo—. McLaws y Herndon tienen ganas de estrangular a alguien. No son los únicos que han llamado. Todo el mundo está buscándote. Recibí una llamada del doctor Stone, director de… —hubo una pausa y un rumor de papeles mientras ella miraba el mensaje—, director del Instituto del Sueño. Llamó para decir que había comprobado por ti lo de Gordon, y…
— ¿Lo de Gordon? —repetí. ¿ Gordon? No recordaba a ningún Gordon.
— … que no había ninguna verificación clínica para la teoría del doctor Gordon de que los sueños puedan prefigurar una enfermedad. Se supone que tienes que llamarlo para los resultados.
Llamé a la agente de Broun y le informé de que las galeradas estaban ya casi listas.
— No sabrás de qué modo puedo ponerme en contacto con Broun, ¿verdad? Hay unas cuantas erratas que quiero consultar con él antes de entregar las galeradas.
— Todo lo que tengo es el número de su agente de la Costa Oeste —respondió ella—. Si lo localizas, dile que me llame. Tengo un montón de mensajes para él. ¿Qué está haciendo?
— Está trabajando en un nuevo libro sobre los sueños de Lincoln.
— Ah, bien—dijo ella—. Temía que estuviera todavía dándole vueltas a Las cadenas del deber. Ah, Jeff, recibí una llamada para ti. Un tal doctor Richard Madison. Aseguró que era urgente que contactara contigo. Yo creía que estabas en California con Broun, así que esto es lo que le dije. Lo siento.
— No importa. He estado escondido para intentar terminar las galeradas. ¿Cuándo llamó?
— Oh, vaya, hará dos o tres días. No dejó ningún número. ¿Quieres que te lo busque en la guía?
— ¡No! —exclamé y solté una carcajada, esperando que sonara como una disculpa y no como una reacción nerviosa—. Tengo que entregar esas malditas galeradas antes de hablar con nadie. Si vuelve a llamar, sigo en California, ¿de acuerdo?
— De acuerdo. —Se produjo una pausa. Yo estaba tan acostumbrado a hablar con el contestador automático que casi pulsé el código para borrar—. Jeff, todos esos psiquiatras sólo están ayudando a Broun con su investigación, ¿verdad?
— Sí. Broun está tratando de averiguar qué es lo que causaba los sueños de Lincoln.
— Ah, bueno —dijo ella—. Ha tenido tantos problemas con Las cadenas del deber que pensé que tal vez… Estaba preocupada por él.
— Se encuentra bien. Entregaré las galeradas a McLaws y Herndon el lunes próximo.
Fui a ver cómo estaba Annie. Dormía, con una mano en torno a la otra. Me pregunté si había hecho lo adecuado al sugerirle que se fuera a dormir, o si sólo estaba provocando que la asaltaran más pesadillas. Sabía cómo se sintió Lee al enviar a su hijo Rob de regreso a Antietam. Yo le había asegurado a Annie que intentaría dormir un poco también, pero temía no poder hacerlo. Estaba demasiado preocupado por ella. Me quité los zapatos y me acomodé en el sillón verde con las páginas de agradecimiento de Las cadenas del deber.
— Voy a ir al campo de batalla, Jeff —anunció Annie, inclinándose sobre mí. Se había puesto el abrigo gris—. Sigue durmiendo.
— ¿Está abierto de noche? —pregunté. Me incorporé, esparciendo los agradecimientos por todas partes. Me había quedado dormido, y ella había vuelto a soñar con Fredericksburg—. No creo que abran de noche.
— Son las tres —dijo, recogiendo su bolso y la llave de la habitación—. Vuelve a dormir.
La habitación estaba casi a oscuras. Ella había encendido la lámpara junto a su cama. Las tres. No podía dejarla ir al campo de batalla en mitad de la noche. Tenía que levantarme, vestirme y acompañarla.
— Iré contigo —dije y me incliné para ponerme los zapatos—. Espérame.
— Vuelve a dormir —dijo ella y cerró la puerta tras de sí.
Me levanté, todavía convencido de que eran las tres de la madrugada y sorprendido de encontrarme vestido. Debía de haberme pasado durmiendo toda la tarde y la noche mientras Annie soñaba con Fredericksburg o algo peor. Dormido en cumplimiento del deber. Fusilaban a los soldados por eso.
Agarré mi abrigo y bajé corriendo las escaleras exteriores hasta el pequeño aparcamiento, pero el coche seguía allí. Ella no estaba dentro. Me quedé contemplando el aparcamiento durante un largo y estúpido minuto, tratando de pensar dónde habría ido y cayendo en la cuenta de que no eran las tres de la madrugada. Se hacía oscuro, y algunos coches tenían los faros encendidos. El mal tiempo que había predicho la camarera había llegado. Soplaba el viento, y el cielo era una capa gris de nubes. La camarera tenía razón, pensé, y habría dado cualquier cosa por tenerla detrás de mí esperando servirme una taza de café para despertarme.
¿Y dónde estaba Annie? ¿Y si no se había ido al campo de batalla en realidad? ¿Y si tomaba un autobús hasta Arlington? ¿Y si se marchaba definitivamente, temiendo que yo intentase impedir los sueños, temerosa de que le pusiera torazina en la comida como Richard?
Richard. Había llamado a la agente de Broun. ¿A quién más había llamado? «Nadie sabe dónde estamos», pensé desesperado. Pero, ¿y si Annie le había contado a Richard su segundo sueño después de todo, y él había reconocido que era Antietam? Y al ver que no estábamos en Antietam, pasó a la siguiente batalla: la de Fredericksburg.
Subí corriendo las escaleras, atravesé el vestíbulo, y me planté ante el mostrador.
— ¿Ha visto entrar a un hombre, más o menos de mi estatura, vestido como los médicos?
El encargado sonrió.
— ¿Está buscando a la señora Davis? —preguntó, recalcando la palabra «señora»—. Nos pidió que llamáramos a un taxi.
¿Un taxi? No iba en el interior de un coche con Richard, drogada e indefensa, de regreso a Arlington. Había tomado un taxi para ir a Arlington porque yo no quería llevarla.
— ¿Dijo adónde iba?
— A mí no me dijo nada —contestó el encargado, siempre sonriente—. Pero cuando pidió el taxi, la oí decir que quería ir al campo de batalla de Fredericksburg.
Subí los escalones de dos en dos, agarré las llaves del coche, regresé al aparcamiento y atravesé la ciudad. Sin embargo, antes de recorrer dos manzanas supe que era demasiado tarde.
Lincoln perdonaba a los centinelas que se habían quedado dormidos de servicio, arguyendo que era duro para los chicos de las granjas romper sus costumbres campestres. No me perdonaría a mí. Yo había dejado que Annie fuera sola al campo de batalla, y estaba empezando a nevar.
13
Lee nunca olvidó su amor por los caballos, ni siquiera al final. Una de sus principales preocupaciones aquella última semana, mientras Five Forks caía y Sheridan truncaba toda esperanza de huida al norte, fueron las hambrientas mulas y los caballos. Había tenido que alimentar a los hombres con sus raciones de grano.
La mañana de la rendición el coronel John Haskell llegó cabalgando «como el viento» con la noticia de que Fitz Lee había encontrado una carretera por la que el ejército tal vez podría escapar aún. Sólo le quedaba un brazo, y no logró detener a su caballo hasta que dejó a Lee casi cien metros atrás. «¿Qué ocurre? —exclamó Lee, corriendo hasta el caballo agotado—. Oh, ¿por qué ha hecho eso? ¡Ha matado a su hermoso caballo!»
El taxi azul estaba aparcado justo ante la verja del Parque Nacional. Subí la colina hasta el cementerio. Ni siquiera la busqué en el centro de visitantes ni en los senderos de ladrillo. Sólo había un lugar donde podía estar.
Se encontraba en Marye's Heights, donde debió de situarse Lee, con la falda de su abrigo gris revoloteando al viento. Nevaba, copos sesgados y dispersos como fuego de fusil. Annie tenía un folleto en la mano, pero no lo miraba. ¿Y qué era lo que miraba? ¿El destello del sol sobre el metal, el ondear de las banderas, el silencio inquieto antes de que los hombres en la llanura fueran hechos pedazos, las banderas se rasgaran una a una y los caballos cayeran? ¿O las tumbas, ordenadas en filas a sus pies?
Subí el último escalón, jadeando.
— ¿Te encuentras bien? —resollé.
— Sí —respondió ella, y me sonrió, con el rostro serio y amable.
— Tendrías que haberme despertado —dije—. Te habría traído yo.
— Necesitabas dormir un poco. Me tenías preocupada. Te quedas despierto conmigo toda la noche y no descansas.
Se dio la vuelta y contempló la larga pendiente escalonada de las tumbas.
— No construyeron este cementerio hasta después de la guerra —señalé, todavía con problemas para controlar mi respiración—. No enterraron a los soldados aquí justo después de la batalla. No convirtieron este sitio en cementerio nacional hasta 1865. Muchos de los soldados aquí enterrados probablemente ni siquiera murieron en la guerra.
Contempló el sendero de ladrillo en el que nos hallábamos. Había lápidas en el terreno. Se inclinó y limpió de nieve el cuadrado de granito.
— Aquí es donde están enterrados los soldados desconocidos, ¿verdad?
— Ninguna de estas tumbas pertenece a soldados confederados —dije—. Ni siquiera son de la batalla de Fredericksburg. Todos los soldados confederados están enterrados en el cementerio de la ciudad.
Se irguió y miró el folleto.
— Aquí dice que hay más de doce mil soldados desconocidos enterrados en este lugar —dijo—, pero en realidad no los hay, ¿sabes? No hay ninguno.
Le quité el folleto de las manos y fingí leerlo. La nieve se fundía sobre el papel con grandes manchas que difuminaban la tinta.
— Dijiste que nadie sabe qué le pasó a la gallina, pero no es cierto —prosiguió—. Sé lo que le ocurrió. La mataron. Uno de los soldados le retorció el cuello para comérsela.
— Eso no se sabe. Tal vez se escapó al bosque y se convirtió en un ave salvaje. Tal vez alguna niñita la encontró y la conservó como mascota.
— El folleto dice que nadie sabe qué le ocurrió al soldado que está enterrado bajo esta lápida, pero eso tampoco es cierto. Después de la guerra, como no volvía, la gente que lo estaba esperando lo supo. Su madre o su novia o su hija. Supieron que estaba muerto porque nunca regresó.
— Algunos de los soldados jamás regresaron a casa después de la guerra. Algunos se marcharon a California y las minas de oro, y escribieron cartas a casa que se perdieron en el correo, así que no estaban muertos después de todo.
El viento había cesado y la nieve caía despacio, cubriendo los números de la lápida a nuestros pies, enterrando a los muchachos de pelo rubio y brazos extendidos, emborronando los pedazos chamuscados de papel que habían prendido a sus mangas.
— ¿Qué le pasa a Ben en Las cadenas del deber? —preguntó Annie.
Yo no tenía la menor idea de cómo había terminado Broun el libro. Había matado a Malachi, a Tobi y a Caleb. Tal vez una epidemia de tifus en el último capítulo mataba a todos los demás.
— No lo sé —respondí.
— ¿Muere?
— ¿Morir? ¿Ben? Es el héroe. Naturalmente que no muere. Se casa con Nelly y vuelven a Hillsboro y tienen diez hijos y viven felices y comen perdices. A Broun le encantan los finales felices.
La lápida estaba completamente cubierta de nieve. Ni siquiera se adivinaba que estaba allí en el sendero.
— Lamento haberte metido en todo esto, Jeff —dijo sin apartar la vista de la lápida—. Necesitaba tu ayuda. Ni siquiera pensé en lo que supondría para ti. —Me miró—. Tuve otro sueño.
— ¿Cuándo? ¿Esta tarde? ¿Por eso has venido aquí sola?
— Anoche. No te lo dije.
— ¿Porque no querías despertarme?
— Porque no quería tener el sueño. Porque ya sabía lo que significaba.
— No tienes que contarme tu sueño —dije—. Déjame que te lleve de vuelta al hotel. Está empezando a nevar. Pillarás una neumonía.
— ¿Sabías que mientras Willie Lincoln tuvo neumonía Budd Taft le sujetó la mano todo el tiempo?
— Annie…
— Bud se quedó dormido una vez, y Lincoln lo levantó en brazos y se lo llevó a otra habitación. No debería haberlo hecho. Willie podría haberlo llamado.
— Bud era sólo un niño pequeño.
— Justo antes de morir, Willie agarró la mano de Bud y pronunció su nombre. —Todavía contemplaba la nieve que se arremolinaba sobre las tumbas—. ¿Qué le ocurrió a Lee después de la guerra?
— Vivió muchos años. Llegó a ser presidente del Washington College. Miley fue y sacó su foto, y los turistas llegaban y arrancaban pelos de la cola de Traveller. Lee dijo que parecía un pollo desplumado. Llevaba a las niñas pequeñas a dar paseos a lomos de Traveller y dejaba que le pusieran coronas de margaritas. Vivieron muchos años.
— Creo que la guerra casi ha terminado —dijo Annie—. Creo que esto es lo que significa mi sueño.
— ¿Sabías que Traveller le salvó la vida a Lee aquí arriba? —pregunté, hablando como un frenético guía turístico—. Una bomba estalló y Traveller se alzó sobre sus cuartos traseros. De lo contrario ambos habrían muerto. La metralla pasó justo debajo de ellos.
Annie ni siquiera me oyó.
— Estaba dormida —dijo, observando la nieve que se acumulaba sobre las tumbas—. En el sueño. Dormía bajo el manzanal en la cama que tenía cuando era una niña pequeña, sólo que en el sueño tenía una colcha blanca y verde. Estaba dormida y el farmacéutico vino y me despertó y me dijo que era hora de irnos, así que me levanté y me vestí. Me puse un vestido con una faja azul que me regalaron por Pascua cuando tenía diez años, y una capa azul. Sabía que tenía que estar lo más guapa posible, y en el último minuto, cuando ya estaba vestida del todo, me detuve e hice la cama. Le pedí al farmacéutico que me ayudara. También él estaba vistiéndose. Estaba poniéndose los gemelos, pero lo dejó para ayudarme, y durante todo el rato que estuvimos haciendo la cama no paró de llorar. «Es hora de irnos», decía. Todo el tiempo que estuve soñando tuve la impresión de que era el Domingo de Pascua.
Se interrumpió y se volvió hacia mí, expectante, esperando que yo la ayudara. Y yo no podía ayudarla, así como Ben no podía impedir que se llevaran el cadáver de Caleb.
¿Y qué esperaba yo? La había llevado a esa ciudad que era toda un cementerio y le había hablado de otros cementerios (Arlington, Chancellorsville y Gettysburg) y, por si esto fuera poco, le había leído un libro entero sobre el tema del deber, cientos y cientos de páginas de gente que se había enrolado sin saber por qué, de gente que había tenido que participar aunque no contaba con que moriría en la guerra.
¿Adónde había pensado yo que conduciría esto, esta carretera «tras el segundo de Manassas, a Chancellorsville», excepto allí? Debí haber sabido desde el principio que sacarla de Arlington, ayudarla a llegar más allá de Fredericksburg y la muerte de Jackson, más allá de Gettysbug, conduciría a esto, que todos los caminos por los que Traveller llevó a Lee tenían que convergir allí, en un manzanal cerca del Appomattox Court House. Ella había soñado con un manzanal en su primer sueño, un manzanal y una casa con porche. Debí haberlo sabido entonces.
Lee había perdido a un tercio de sus hombres en Sayler's Creek. Al día siguiente, siete de abril, Grant le escribió enviándole las condiciones de la rendición. Sheridan avanzaba hacia el oeste y el norte para interceptar la retirada de Lee en Appomattox Station, y Meade atacó la retaguardia. La infantería no era lo bastante fuerte para abrirse camino luchando. Su única posibilidad era procurar escapar al oeste, hacia las montañas, sorteando el flanco de la Unión, y durante los dos días siguientes lo intentaron.
Al amanecer del nueve de abril, Domingo de Ramos, trataron de abrirse paso cerca de la Appomattox Station, pero el ataque fracasó. Lee se reunió con sus oficiales en un manzanal en las afueras de Appomattox Court House y les dijo que había acordado entrevistarse con el general Grant. Las condiciones para la rendición se firmaron en la casa de Wilmer McLean, un hombre que vivía originalmente cerca de Manassas Junction. Después de la segunda batalla de Bull Run, se había mudado al pueblecito de Appomattox Court House, «donde el fragor de la batalla nunca los alcanzaría». La casa era una granja de ladrillo de dos pisos. Tenía un porche de madera que se extendía a lo largo de todo el edificio.
— No podemos quedarnos aquí con esta nieve —dije—. Está oscureciendo. ¿Por qué no vamos a cenar? Nuestra camarera no sabrá qué hacer con su vida si no estamos allí para llenarnos una y otra vez las tazas de café.
El cabello de Annie empezaba a mojarse, rizándose alrededor de su rostro.
— Por favor —dijo, tendiéndome la mano, y estaba tan lejos de mí como Ben lo estaba de Nelly, distanciada no tanto por el muerto que se interponía entre ellos como por su propio dolor.
Tal vez Annie tenía razón, y el sueño significaba que la guerra casi había terminado. Tal vez los sueños también estaban a punto de terminar, y los dos podríamos irnos a casa juntos, en libertad bajo palabra. En Appomattox, Lee había conseguido que Grant permitiese a los hombres conservar sus caballos.
— No es Pascua —dije, mirando al otro lado de las tumbas, más allá de las tiendas de recuerdos y los tejados y los árboles a la vera del río, preguntándome si Lee pensaba en Traveller cuando le pidió a Grant que no confiscara los caballos—. Es Domingo de Ramos.
Lee se levantó y se vistió con su mejor uniforme de gala, un fajín rojo y su capa militar azul porque, como dijo, era probable que lo hicieran prisionero.
«No me queda otra cosa que hacer más que ir a ver al general Grant —le dijo a sus oficiales— y preferiría morir mil muertes.»
Lee pidió consejo a Longstreet y los otros oficiales, montó sobre Traveller y cabalgó hasta la casa de McLean. Por el camino vio a Sam McGowan, su oficial de estado mayor, que se quitaba sus ropas enfangadas y se ponía un uniforme de gala, llorando como un niño.
Annie y yo bajamos la colina cogidos de la mano. La terraza escalonada estaba ya resbaladiza, las tumbas apenas resultaban visibles en la inminente oscuridad. El taxi continuaba allí, con el motor en marcha y los limpiaparabrisas en funcionamiento, y el conductor esperando tan paciente como un caballo.
Lo despedí y llevé a Annie a la cafetería, donde le hablé de los días previos a la rendición. Nuestra camarera nos sirvió tazas de café que empañaron los cristales de las ventanas, impidiéndonos ver la tormenta nevada.
— Dicen que mañana subirán las temperaturas y tendremos lluvia, pero no lo creo —nos anunció—. Espero que no tengan ustedes pensado ir a ninguna parte.
— No —respondí y deseé que fuera cierto—. No pensamos ir a ninguna parte.
Llevé a Annie a la habitación y la metí en la cama. —Estaré aquí mismo —dije, como si fuera a marcharse, y le sujeté la mano hasta que se quedó dormida. Luego acabé con los agradecimientos, me acerqué a la ventana y esperé.
Ella yacía completamente inmóvil bajo la colcha, con una mano sobre el pecho, la otra al costado y las mejillas pálidas como el mármol. Tras un largo rato, se incorporó en la cama, con la colcha de muselina blanca y verde sobre las rodillas, y se llevó las manos a la cara.
— ¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿ Qué has soñado? Me miró y trató de hablar, con los ojos llorosos.
— ¿Has soñado con Appomattox?
Asintió, mirando al frente, mientras las lágrimas manaban, y no tuvo que contarme lo que había soñado. Yo lo sabía.
Se reunieron en el vestíbulo de la casa de McLean a primera hora de la tarde. Grant le dijo a Lee que se habían conocido en México y que lo habría reconocido en cualquier parte. Le pidió disculpas por ir vestido con uniforme de campaña y con las botas llenas de barro. Lee y él discutieron los términos de rendición, mientras Grant hacía todo lo posible por «facilitar las cosas», como Lincoln le había ordenado.
Lee le dijo a Grant que en el ejército confederado las unidades de caballería y artillería poseían sus propios caballos, y pidió que se les permitiera conservarlos ya que la mayoría de los hombres eran pequeños granjeros y los necesitarían para la siembra de primavera. Llegaron a acuerdos para alimentar al ejército de Lee con suministros de la Unión. Los términos de la rendición se redactaron y firmaron.
Cuando todo terminó, Lee salió de la casa y se quedó junto a Traveller mientras el ordenanza ajustaba la brida. Lee colocó el mechón de la crin de Traveller sobre la brida y lo alisó, mientras palmeaba ausente la frente del caballo.
A continuación montó sobre el animal que lo había llevado desde «Fredericksburg, el último día en Chancellorsville, a Pennsylvania, en Gettysburg, y de vuelta al Rappahannock», y regresó cabalgando al manzanal para comunicárselo a sus hombres.
— Soldados, hemos librado la guerra juntos —les dijo—, y he hecho cuanto estaba en mi mano por vosotros.
Los hombres, muchachitos en su mayoría, descalzos, hambrientos y exhaustos, se agruparon alrededor de él, gritando:
— ¡Seguiremos luchando por usted, general!
— ¡Lo queremos tanto como siempre!
— ¡Adiós!
Pero la mayoría de ellos no podía hablar, y extendieron las manos para acariciar la crin de Traveller, su costado y sus flancos. Lee miraba al frente, con el rostro serio, los ojos arrasados en lágrimas, pero Traveller sacudía la cabeza, como si las aclamaciones fueran para él.
— No pasa nada —dije—. Ya no soñarás más. La guerra ha terminado.
Ella me tendió los brazos, y yo la acerqué a mí, la abracé y no quise soltarla nunca.
14
Lee pareció comprender la necesidad de rendirse antes que cualquier otro de sus generales. Para cuando llegaron al manzanal, la mitad de su ejército había sido aniquilada. De la infantería no quedaban más que unas cuantas brigadas y los cuerpos de Longstreet y Gordon, y ninguno de ellos había comido desde hacía días.
Sin embargo, cuando le mostró la primera carta de Grant con los términos de rendición al general Longstreet, éste replicó: «Todavía no», y cuando le preguntó a Venable qué clase de respuesta debía enviar, éste espetó:
— Yo no contestaría a esa carta.
— Ah, pero hay que contestarla —repuso Lee.
La noche anterior a la rendición Lee durmió, solo, bajo un manzano, sin soltar las riendas de Traveller.
Continuamos leyendo galeradas en la cafetería al día siguiente, como si nada hubiera sucedido y pudiéramos hacer esto cada mañana durante el resto de nuestras vidas. Por la noche la nieve se había convertido en una lluvia fría.
— Deberíamos poder terminar las galeradas esta tarde —dije—, para llevarlas mañana a Nueva York y entregárselas a los editores. ¿Cómo está el tiempo? —le pregunté a nuestra camarera.
— Llueve mucho al norte de aquí. Algunos camioneros hablaban de riadas.
Annie bostezó. Estaba preciosa, descansada, con las mejillas tan sonrosadas como aquella primera noche, cuando acudió a mí en busca de ayuda. Le cogí la mano.
— ¿Por qué no regresas a la cama? —sugerí—. Tienes que recuperar todo el sueño perdido. Telefonearé a McLaws y Herndon. —La camarera frunció el ceño—. Y a la patrulla de carreteras.
Regresamos a la habitación. Llamé al contestador automático para asegurarme de que Broun no había decidido volver a casa. Había un mensaje suyo.
— Bingo —exclamó con entusiasmo en la voz—. Sabía que seguía la pista adecuada. La clínica de sueño tiene algunos pacientes tuberculosos a los que han estado estudiando porque la fiebre aumenta su sueño REM. Todos ellos sueñan con que los entierran vivos. Dicen que sienten la tierra fría y húmeda que les cae encima a paladas. Los médicos aseguran que es el sudor nocturno, pero he hablado con ellos, y algunos empezaron a tener estos sueños antes de que apareciese cualquier otro síntoma.
»No sólo eso, sino que a medida que la enfermedad progresa los sueños se vuelven más claros y menos simbólicos, y sueñan con sus propios síntomas, fiebres y toses y sangre, y a veces con la muerte, con asistir a su propio funeral, con yacer en el ataúd. Por eso Lincoln soñó con el ataúd la última semana. Su acromegalia estaba empeorando.
»Pero aquí viene la mejor parte. Uno de los pacientes es un chico que estaba leyendo La isla del tesoro. Lo interrogué al respecto y me dijo que Robert Louis Stevenson era su héroe porque también padeció tuberculosis de niño. Dijo que Stevenson también había soñado con que lo enterraban vivo. ¡Robert Louis Stevenson soñó el mismo sueño hace más de cien años!
No especificó dónde estaba. Tenía una sesión de firmas en Los Ángeles el sábado y una cita con un neurólogo el lunes. Regresaría a casa el martes si terminaba con el asunto de los sueños prodrómicos.
La agente de Broun había dejado otro mensaje.
— Le aseguré a McLaws y Herndon que las galeradas estarían el lunes a más tardar. Si no localizas a Broun, tendrán que continuar tal como están.
Antes de que hubiera siquiera terminado de hablar, Richard dijo:
— Tienes que llamarme de inmediato.
— Y un cuerno —repliqué y colgué.
Cogí las galeradas y regresé a la habitación de Annie. Ella estaba dormida encima de las mantas, con las piernas encogidas contra el cuerpo. Sujetaba su brazo izquierdo con el derecho, como si le doliera. Tomé la manta plegada a los pies de la cama y la tapé con ella.
Sólo quedaban unas pocas páginas de Las cadenas del deber. La señora Macklin le había roto a Nelly la muñeca al tratar de apartarla del soldado muerto. El cirujano alcohólico tuvo que dejar de serrar brazos para curársela y ponérsela en un cabestrillo. La señora Macklin quería que se marchara a casa.
— No puedes hacer nada bueno aquí —dijo.
— Ya me dijo usted eso una vez —contestó Nelly—. Usted tiene su deber. Yo tengo el mío.
De modo que continuó trabajando mientras tuvieron un hospital, situación que no duró mucho tiempo. Los ejércitos rodearon Winchester y lo dejaron atrás, por lo que hubo que trasladar los hospitales y luego desmantelarlos, y retirar en carretas a los soldados demasiado heridos para caminar. Cuando la unidad de Ben pasó camino de Fredericksburg, Ben se marchó con ellos.
— No —dijo Nelly cuando él le contó que se iba.
Annie se incorporó en la cama y gritó. Di un respingo, como si me hubieran pegado un tiro. Solté las galeradas y me levanté. Tenía el pie dormido y casi me caí a la cama. Ella gritó de nuevo y extendió las manos para rechazarme. La aferré por las muñecas.
— Despierta, Annie. Tienes una pesadilla. ¡Despierta! Percibí los latidos de su corazón en sus muñecas, rápidos y leves.
— ¡No! —exclamó, y su voz destilaba desesperación. Intentó liberarse de mis manos.
— ¡Annie, despierta! Es sólo un sueño.
— Tengo tanto frío —dijo, y creí por un momento que estaba despierta—. Hace tanto frío. En la iglesia. —Tiritaba y respiraba de modo entrecortado, como si hubiera estado corriendo—. La reunión duró tanto tiempo.
¿Qué reunión? No se refería a la reunión con Longstreet en Gettysburg. Ésta se celebró en un colegio, no en una iglesia. ¿La iglesia de Dunker? Seguro que no iba a soñar con Andetam, ahora que se suponía que los sueños habían terminado.
— No pudieron decidir… Al final dije… ¡Tanto frío!
Le castañeteaban los dientes. Le solté las muñecas y le coloqué la manta sobre los hombros. Levanté los lados del cobertor y le tapé las piernas.
— ¿De qué trataba la reunión?
Ella intentó decir algo mientras le castañeteaban los dientes, cerró los ojos, y se volvió de costado. Jadeaba y se revolvía, como si le doliera el brazo. Se acarició el codo con la otra mano y murmuró algo que no entendí. Entonces se volvió otra vez, sin soltarse el brazo, y dijo claramente:
— Díganle a Hill que venga.
Y entonces supe con qué iglesia estaba soñando. Cerré los ojos.
Durmió durante otra hora. Permanecí sentado un rato a su lado y luego entré en la otra habitación, cojeando por tener el pie todavía medio dormido, deshice la cama y tapé a Annie con todas las mantas.
Sonó el teléfono. Era la esposa del veterinario, con un mensaje. El doctor Barton había llamado desde el congreso de enfermedades equinas. Había dos cosas que quería decirme. Una era que había hablado de mí con otros veterinarios en la convención, y uno de ellos mencionó que acababa de leer un artículo sobre la acromegalia en una revista científica. Pensaba que quizá me interesaría. Ella no sabía de qué revista se trataba, sólo estaba dándome el recado.
La segunda cosa era que por fin había contactado con su hermana. Ella no recordaba que el doctor Barton (se refería al padre del doctor Barton) hubiera mencionado jamás que hubiese soñado con ataúdes o barcas, y creía que habría hablado de ello de haberlo hecho. Le interesaban mucho los sueños por su estudio de los egipcios. Durante meses, antes de morir, tuvo un sueño recurrente, y estaba convencido de que le avisaba de su muerte. Soñó que yacía muerto bajo el manzano de su patio trasero.
— ¿De qué murió? —pregunté—. ¿Por la acromegalia? —No —respondió la esposa del veterinario—. Murió de un ataque al corazón.
— ¿Qué síntomas tenía? Antes del ataque al corazón.
— Cielos, no lo sé. Vivía con la hermana de Hank, y no lo veíamos mucho. Se quejaba de que le dolía mucho el brazo, lo sé, porque la hermana de Hank pensaba que tenía artritis, pero después el médico le dijo que probablemente era angina de pecho, y recuerdo que se frotaba la muñeca todo el tiempo.
Le agradecí que me transmitiese el mensaje y colgué el teléfono. Luego me acerqué a la ventana y contemplé el Rappahannock. Mi preciosa Annie.
Cuando se despertó, le dije, con la mayor naturalidad posible:
— Parece que el tiempo va a empeorar esta noche. Tal vez deberíamos marcharnos esta tarde.
— Creí que habías dicho que mañana.
— Lo dije, pero no quiero quedarme atrapado en una tormenta como cuando regresaba de Virginia Occidental. Ella se levantó, sin soltarse el brazo.
— ¿Qué hay de las galeradas?
— Podemos detenernos a almorzar en alguna parte por el camino y acabarlas. Sólo quedan unas cuantas páginas. Ella contempló el rebujo de mantas amontonadas.
— ¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿He tenido otro sueño?
Se volvió hacia mí, el rostro inocente y confiado, como si este sueño fuera como los demás y yo fuera a decirle que era Antietam o Las nuevas aventuras de Little Hen. Nada en su rostro indicaba que se hubiese percatado de que algo iba terriblemente mal, que con la rendición se suponía que los sueños iban a terminar. Para siempre.
— No lo sé —respondí. Aparté las mantas y coloqué la maleta abierta sobre la cama—. Murmuraste que tenías frío un par de veces. Hacía frío aquí dentro. Te puse más mantas encima y te envolví en la colcha.
— Sigo teniendo un poco de frío —dijo ella y se estremeció. Empezó a sacar cosas del armario y a meterlas en la maleta, y advertí que ahora que estaba despierta empleaba ambas manos, pero se movía con ciera rigidez, como si le doliera la espalda.
— Iré a pagar abajo —dije.
— Espera un momento. ¿Qué hay del doctor Barton? ¿No ibas a esperar a que regresara?
— Ha llamado. Su hermana dice que su padre nunca mencionó ningún sueño.
Cerré la puerta y bajé las escaleras, pensando en lo fácil que había sido, tan fácil como vaciar una cápsula en su comida. Por su propio bien.
Crucé la calle hasta la cabina telefónica de la cafetería y llamé al hospital.
— Tengo una amiga que está enferma —dije y entonces me interrumpí. Nunca la llevaría a un hospital. Querrían saber el nombre de su médico, querrían rellenar un millar de impresos y mientras yo los cumplimentaba ella llamaría a un taxi y desaparecería.
Llamé al Instituto del Sueño y pregunté por el doctor Stone.
— Lo siento —dijo la recepcionista—. El doctor Stone se encuentra en California. ¿Quiere dejar un mensaje?
Llamé al hotel de Broun en Los Ángeles. Se había marchado. Le pregunté al recepcionista si Broun había mencionado adónde iba.
— El señor Broun se ha marchado —repitió.
Se había marchado, y yo no sabía dónde se desarrollaría su sesión de firmas ni quién era el neurólogo a quien visitaría el lunes, y no volvería a casa hasta el martes, para el que faltaban tres días.
Annie insistió en almorzar en la cafetería para despedirse de la camarera pelirroja, pero ésta no estaba. Su hija había enfermado, nos contó el encargado.
— Dígale adiós de mi parte —pidió Annie, y siguió leyendo galeradas como si no estuviéramos aislados de todo el mundo, la retaguardia destruida en Sayler's Creek, Sheridan ya en Appomattox Station, y Meade detrás y acercándose aprisa, y Grant redactando ya los términos de rendición.
— No —repuso Nelly cuando él se lo dijo, y él pudo percibir la desesperación en su voz, pero esta vez él era la causa y nada podía hacer al respecto—. El ejército no te aceptará. Ni siquiera puedes desfilar.
— Camino bastante bien —dijo Ben—. Tal vez no me quieran ahora, pero llegará el momento en que me quieran y se alegrarán de tenerme.
— ¿Por qué estás haciendo esto?
— Tengo que hacerlo. No sé por qué. Es como cuando me alisté. Tenía que hacerlo.
— Nunca sabré qué ha sido de ti —dijo ella.
— He estado pensando en eso —contestó él. Extrajo del bolsillo de su camisa un pedazo de papel doblado—. Un amigo mío me aconsejó que escribiera mi nombre y mi apellido en el zapato, pero eso no sirvió de nada. Me volaron la bota con todo y el papel. Quiero que conserves esto.
— ,De qué servirá?
Ben pensó en Nelly sentada junto a la cama de Caleb, sujetándole la mano muerta.
— Cuando termine la guerra, muéstrales este papel y señala a uno de los cadáveres y di: «Es él», y ellos pondrán mi nombre y mi apellido en una tumba, y así sabrán lo que me ocurrió.
— Muy bien —asintió ella.
Cuando él se hubo marchado, abrió el papel y lo leyó. «Toby Banks —decía—. Big Sewell Mountain, Virginia.» Annie se detuvo.
— Sí que tuve un sueño —dijo—. Ahora lo recuerdo. Creo que estaba en nuestra iglesia, la iglesia presbiteriana de Main Street allá en mi pueblo, y estaban haciendo la colecta. Pero no era una ceremonia, sino una especie de reunión.
Una junta parroquial. En Grace Church.
— No recuerdo gran cosa. No era como los otros sueños. —Parte del pánico asomó de nuevo a su rostro mientras se esforzaba por recordar—. Hacía frío. Recuerdo haber pensado que tendría que haberme puesto el otro abrigo y deseé que dejaran de discutir para poder irme a casa.
Habían estado discutiendo sobre un aumento de cincuenta y cinco dólares para el sacerdote. La reunión duró tres horas, y al final Lee dijo «Yo aportaré esa suma», únicamente para terminar. Lee sólo llevaba su capote militar y regresó a casa caminando bajo la lluvia helada.
La familia lo aguardaba ante la mesa del té. Él se sentó pesadamente en el sofá, aferrándose el brazo izquierdo, y su esposa dijo, medio en broma: «¿Dónde has estado? Nos has tenido esperándote un buen rato.»
Y le pidió que dijera las bendiciones. Él se levantó, hizo ademán de decir algo y se desplomó en el sofá.
— ¿ Qué es? —inquirió Annie.
— Probablemente sea la iglesia de Dunker, en Antietam. Vámonos.
— No me he despedido del gato.
Insistió en acercarse a la escalera exterior. El gato no se encontraba allí, y los trocitos de pollo descansaban medio enterrados en la nieve.
— ¿Y si le ha pasado algo, Jeff? —preguntó, frotándose la muñeca.
— No le ha pasado nada. Está acurrucado en algún sitio bonito y cálido, en un desván lleno de ratones tal vez. No tiene sentido esperar a que regrese. Venga. Vámonos.
Ella durmió durante todo el viaje, como si estuviera drogada. Ni siquiera se despertó cuando me detuve en una gasolinera en las afueras de Woodbridge. Llovía allí, una lluvia helada propia de otoño que podía convertirse en nieve en cualquier momento.
Entré y llamé de nuevo al contestador automático. —Bingo —exclamó Broun—. Sabía que seguía la pista adecuada.
Yo no había borrado los mensajes. Escuché todo el mensaje de nuevo, tratando de captar alguna pista del paradero de Broun.
— Le aseguré a McLaws y Herndon que las galeradas estarían el lunes a más tardar —dijo la agente de Broun—. Si no localizas a Broun, tendrán que continuar tal como están.
— Tienes que llamarme de inmediato —djo Richard. Le había colgado antes, pero ahora escuché el mensaje, sin atreverme a avanzar la cinta por miedo a saltarme un posible mensaje nuevo de Broun en el que me comunicase dónde estaba.
— Acabo de recibir los resultados de los análisis del laboratorio —prosiguió Richard—. Hay un problema con el electro. No estoy seguro de qué es. ¿Has advertido algún dolor en el pecho? ¿Algún dolor en la muñeca o en la espalda o en el brazo? Si es inestable podríamos encontrarnos con un infarto de miocardio en cualquier momento. Tienes que regresar inmediatamente.
No había más mensajes. La máquina llegó hasta el final y luego se rebobinó sola.
El número del agente de Broun en la Costa Oeste comunicaba. Compré un café para llevar y regresé al coche. Annie seguía dormida, acurrucada en el asiento del pasajero con el brazo izquierdo encogido contra el cuerpo. Su pelo corto déjaba al descubierto las mejillas sonrosadas. Le quité la tapa al vaso de plástico, coloqué el vaso entre mis rodillas y puse el coche en marcha. Annie se revolvió ligeramente y se sujetó el brazo izquierdo con el otro.
— Desmonten la tienda —dijo.
Apagué el motor. Un instante después abrí la puerta, vertí el café en el suelo y entré para llamar a Richard.
15
Después de la rendición, a Lee le ofrecieron el puesto de presidente de una pequeña facultad en Lexington. Acudió montado en Traveller a buscar un hogar para su familia. «Empieza mañana —escribió su esposa—, y va a caballo porque lo prefiere así y además, no le gusta separarse ni por un momento de su amado corcel, el compañero de tantas duras batallas.»
En Lexington cabalgó sobre Traveller cada día, deteniéndose para dar paseos a las niñas pequeñas y hablar con los estudiantes. Lucy Long, la yegua que alguien había robado, fue encontrada y recuperada, y una de las hijas de Lee lo acompañaba en la yegua cuando él llevaba a Traveller a hacer ejercicio. Conforme transcurría el tiempo, el trote de Traveller lo fatigaba más y más, y cuando iba de gira para dar conferencias, tomaba el tren. «Dile que lo echo terriblemente de menos, y no me he arrepentido de nuestra separación más que una vez —le escribió Lee a su esposa—: todo el tiempo desde que nos separamos.»
Llevé a Annie a casa de Broun.
— Podemos mandar las galeradas por Federal Express más tarde —dije—. Esta lluvia se convertirá en nieve si vamos más al norte. No conduciré hasta Nueva York esta noche. He de comprobar los mensajes y mirar el correo.
Le había dicho a Richard que aparcara a varias calles de distancia para que Annie no viera el coche, pero la puerta delantera no estaba cerrada con llave y el siamés de Broun estaba tendido en el escalón superior. Lo primero que pensé fue que de algún modo se había quedado atrapado dentro cuando nos marchamos a Fredericksburg, pero entonces vi que el correo descansaba ordenadamente apilado en la mesita del recibidor y que una chaqueta colgaba del pasamanos. Annie se hallaba de pie en la puerta del solárium, con el abrigo gris y los guantes todavía puestos, agarrándose el brazo izquierdo con el derecho, mirando las violetas africanas. Las habían regado, porque había un charquito de agua sobre la mesa.
— ¿Eres tú, Jeff? —preguntó Broun y bajó corriendo las escaleras. Llevaba una chaqueta negra con la que parecía haber dormido—. ¡Gracias a Dios! —exclamó, y me abrazó. Su barba no había crecido un ápice durante la semana que habíamos estado separados, y los ásperos pelillos me arañaron la cara—. ¿Te encuentras bien? He llamado a todos los moteles de Fredericksburg, pero no estabas registrado en ninguno. —Se apartó un poco de mí y me escrutó con sus agudos ojillos—. ¿Recibiste entonces el mensaje de Richard?
— ¿Qué mensaje? —dije yo. Me separé de él y me quité el abrigo—. Estoy bien, ahora que las malditas galeradas están terminadas. ¡Qué desastre! Capítulos intercalados, capítulos desaparecidos; el colmo. Finalmente llamé a Annie y la convencí de que viniera a ayudarme. Recuerdas a mi jefe, ¿verdad, Annie? —dije. Colgué el abrigo en el poste de la escalera—. El responsable de todos nuestros sufrimientos en los últimos días. Broun, ¿recuerdas a Annie?
— Sí, por supuesto —respondió Broun y le estrechó la mano.
— Hola —dijo ella gravemente. No fui capaz de interpretar su expresión.
— Hace un frío que pela aquí en el vestíbulo —comenté—. ¿No has encendido la calefacción? Vayamos al solárium. Tomé a Annie por el brazo y la conduje a la habitación.
— Bien, aquí se está mejor. Annie, dame ese abrigo mojado. Broun llegó y se detuvo en la puerta.
— ¿Por qué no me dijiste que estabas enfermo, Jeff? Ya me pareció que te ocurría algo la noche que llegaste de Springfield. ¿Por qué no me dijiste que tenías dolores en el pecho? Habría cancelado mi viaje. ¿Has ido a ver a un médico?
«Los archivos del médico de cabecera muestran un problema con el electro —había dicho Richard—. ¿Has advertido algún dolor en el pecho?» Broun había creído que el mensaje se refería a mí, había corrido a casa para ayudarme, pero era demasiado tarde. Me volví hacia Annie. Se había quitado los guantes y había retrocedido hasta apoyarse en la mesa que sostenía las violetas africanas. Se quedó allí, retorciendo los guantes y mirándome, esperando a oír lo que yo iba a decir.
— No soy yo quien está enfermo —repuse—. Es Annie. La he traído a casa para ingresarla en el hospital. —Le sujeté las manos—. He llamado a Richard. Llegará de un momento a otro.
Ella se quedó muy quieta por un momento, como si fuera a hablar, y entonces saltó hacia delante, como había hecho Lee cuando Traveller se desbocaba, con los guantes todavía en las manos.
— Sufres de angina de pecho —dije—. Esto es lo que hace que te duela la muñeca. Lee padeció angina durante toda la guerra, dolores en el hombro, en el brazo, en la espalda. Murió de un ataque al corazón. Los sueños son una advertencia. Como los sueños de Lincoln. Tienes que ver a un médico.
— Y por eso llamaste a Richard.
— Sí.
Se sentó en el sofá.
— Me lo prometiste —se lamentó.
— Eso fue antes de saber que los sueños te estaban matando. Hago esto por tu propio bien.
— Como Richard —soltó ella, retorciendo los guantes en su regazo.
Me arrodillé a su lado.
— Annie, escúchame, el sueño que tuviste esta mañana no trataba sobre Antietam. Te mentí. La reunión con la que soñaste se celebró en Grace Church, en Lexington. ¡Lee asistió a esa reunión y estuvo allí toda la tarde en medio del frío y luego regresó a casa caminando bajo la lluvia y tuvo un ataque al corazón! ¡No voy a dejar que eso te suceda!
— Tengo que hacerlo. —Retorció los guantes—. Tengo que llegar hasta el final. Por favor, trata de comprender… —dijo seria, amablemente—. No puedo abandonarlo. Prometí tener sus sueños. Pobre hombre… He de intentar ayudarlo. No puedo abandonarlo. Está muriéndose.
— ¡No está muriéndose, Annie! —grité—. Está muerto. Lleva muerto más de cien años. Estás sujetando la mano de un cadáver. ¡No puedes hacer nada por él! ¿No lo comprendes?
— Lo prometí.
— ¡Y yo también hice algunas promesas, pero que me zurzan si voy a dejar que te mueras por el bien de un maldito contestador automático! Eso es lo que es, una especie de mensaje biológico pregrabado que se pone en marcha cuando vas a sufrir un ataque al corazón y te deja un mensaje para que llames a un médico.
— No, no es así —replicó Annie—. Son los sueños de Lee. —Los sueños de Lee —dijo Broun. Se agarró al marco de la puerta y se apoyó contra él como si le flaqueasen las piernas. —¡Son sueños prodrómicos, Annie! ¡Son causados por la angina de pecho!
Broun dio un paso hacia Annie.
— ¿Está usted teniendo los sueños de Robert E. Lee? —dijo con voz elaborada e insegura, como si se hubiese quedado sin aliento.
— No —respondí yo.
— Sí —dijo Annie.
Broun buscó a tientas una silla y se dejó caer en ella. —Los sueños de Lee —murmuró.
— Annie, ¿no comprendes? —insistí—. Estás en peligro. Tengo que llevarte a un hospital.
— No puedo. Lo prometí.
— ¿Qué prometiste? ¿Marchar hasta el Ángulo Sangriento para que te maten? ¡No eres uno de los soldados de Lee! Sus soldados tenían que quedarse con él. Si no, los habrían fusilado por desertores.
— No es por eso por lo que se quedaron —dijo Annie. Era cierto, descalzos y sangrantes, no lo abandonaron, ni siquiera al final. Seguiremos luchando por usted, Amo Robert. —Cuando se alistaron, los soldados de Lee sabían que los podían matar. Tú no. No firmaste nada.
— Sí que firmé —repuso Annie—. El día que fuimos a Shenandoah. Me percaté entonces de que no podría abandonarlo, de que tendría que quedarme y ayudarlo a tener los sueños.
— ¡El día que fuimos a Shenandoah no sabías que tenías angina de pecho!
— Sí lo sabía. —Depositó los guantes sobre su regazo—. Lo descubrí ese lunes por la mañana. Me dolía la muñeca, y pensé que tal vez fuera un efecto secundario de los medicamentos que había estado tomando, así que lo consulté en el libro. Decía que el Elavil estaba contraindicado para pacientes con dolencias cardíacas.
— ¿El Elavil? —dije estúpidamente.
— Hace un año, cuando fui a ver a mi médico por el insomnio, me diagnosticó una leve dolencia cardíaca.
— ¿Por qué no me lo dijiste? Te habría llevado a un médico.
— No podía ir a un médico. —Me miró—. Los sueños son un síntoma. Si curas la enfermedad, los síntomas desaparecen. Y no puedo abandonarlo.
— ¿Por qué no me lo dijiste? —repetí.
Ella guardó silencio. Permaneció sentada, con las manos sobre el regazo.
— Porque yo habría intentado detener los sueños —dije por ella. Como estaba haciendo ahora.
Sonó el timbre de la puerta. Broun colocó las manos en los brazos del sillón e hizo ademán de levantarse, pero se sentó de nuevo, con la vista fija en Annie. Ella se puso en pie. Sus guantes cayeron al suelo, sin que se diera cuenta.
— Lo prometiste —dijo.
— Hago esto por tu propio bien —dije, y abrí la puerta a Richard.
No llevaba puesto abrigo. Su jersey y sus vaqueros estaban empapados. También tenía el cabello mojado y parecía cansado y preocupado, como lo había estado la noche de la recepción cuando todavía era mi antiguo compañero de habitación, cuando todavía era mi amigo.
— ¿Dónde está? —preguntó, y pasó directamente al solárium.
Annie había retrocedido hasta la mesa que sostenía las violetas africanas y permanecía allí, con las manos en los costados. Había volcado una de las violetas, y el agua sucia goteaba por el borde de la mesa hasta el suelo.
— ¡Gracias a Dios que estás bien! —exclamó Richard, y la agarró por la muñeca—. He llamado al hospital, y tienen una habitación preparada para cuando lleguemos. ¿Sientes dolor?
— Sí —respondió ella y me miró desde el otro lado de la habitación. Broun se levantó.
— ¿Dónde? ¿En el brazo?
— No —dijo ella, sin apartar los ojos de mí—. En el brazo no.
— Bueno, ¿entonces dónde? ¿En la espalda, la mandíbula, dónde? ¡Esto es importante! —soltó él, enfadado, pero no esperó su respuesta. Se dio la vuelta para mirar a Broun, y al hacerlo tiró de Annie, cuyo brazo se alzó al instante, como el de un cadáver.
— Llame a una ambulancia —dijo Richard.
— No —suplicó Annie, a Broun, no a mí—. Por favor. Yo pensaba que podía hacerlo. Ella ya había vivido aquella otra rendición. No había pensado que ésta sería tan mala. Pero aquella rendición fue distinta. Lincoln le había dicho a Grant que «facilitara las cosas», y Grant lo había hecho. No había hecho prisionero a Lee en Appomattox. Ni siquiera exigió el sable de Lee. Ordenó que distribuyeran alimentos a los hombres y que los oficiales conservaran sus caballos, y a continuación dejó marchar a Lee.
Miré a Broun, allí de pie con su abrigo negro, los brazos colgando a los costados como si lo abrumara la fatiga o la pena, y entonces miré también a Richard. Yo podría haberme rendido a Lincoln, pensé. Podría haberme rendido a Grant. Pero a Longstreet no. A Longstreet no.
— Suéltala —dije. Richard se volvió hacia mí—. No hace falta ninguna ambulancia. Ya hemos ido a ver a un médico. En Fredericksburg. El doctor Barton.
— ¿Qué dijo? ¿Por qué no la ingresó en un hospital?
— Lo hizo. La ingresó y le hizo un electrocardiograma y análisis de sangre. Le preguntó si había estado tomando drogas, y ella le dijo que Elavil.
Esperé a ver el efecto que esto producía en él.
— No mencionaste nada de eso por teléfono.
— El doctor Barton quiso saber por qué le habían recetado Elavil si tenía problemas cardíacos.
Annie y Broun, del todo inmóviles, lo observaban. Reinaba tal silencio en la habitación que alcancé a oír el agua de la violeta africana gotear en el suelo.
— Un sedante suave era indicado para el insomnio de la paciente —se defendió Richard con su voz de Buen Psiquiatra—. El historial del médico de cabecera de Annie no mostraba más que un soplo funcional, y su electrocardiograma lo confirmó. No había síntomas de enfermedad cardíaca, y el Elavil sólo está contraindicado en casos de dosis máxima y en períodos prolongados. Prescribí una dosis suave, observé a la paciente cuidadosamente y le retiré el fármaco inmediatamente al ver que éste no obraba ningún efecto en sus síntomas.
— Sus síntomas —tercié—. ¿Te refieres a los sueños?
— Sí —contestó. Seguía sin soltar la muñeca de Annie.
— Le pregunté al doctor Barton por los sueños. Me dijo que no sabía qué los causaba hasta que vio los análisis de sangre esta mañana. Presentaban restos de torazina. Dijo que probablemente la torazina ocasionaba los sueños. Le preguntó a Annie quién se la había recetado, y ella dijo que nadie, que no sabía de qué estaba hablando, que nunca había tomado torazina.
— La torazina era lo indicado —afirmó—. Se receta por lo común en casos de trastorno del sueño.
— El doctor Barton dijo que la torazina se receta a enfermos mentales internados, no a personas con pesadillas.
— De modo que se trata de eso, ¿no? Sigues creyendo que ella tiene los sueños de Robert E. Lee.
— El doctor Barton opinó que era un delito que un médico administrase una droga a un paciente sin su conocimiento. Dijo que un médico podría perder la licencia por eso. ¿Es eso cierto, Richard? ¿Podrías perder tu licencia?
— Hijo de puta —espetó mi antiguo compañero de habitación, soltando la muñeca de Annie—. Sólo intentaba ayudarte, Annie. Tenía un deber que cumplir como médico.
— No me hables de deberes —dijo Annie, acunando su brazo como un bebé contra su cuerpo—, cuando no me dejaste cumplir con el mío.
Broun emitió un ruidito. Bajo la barba, su rostro tenía una palidez cadavérica. Parecía enfermo, como un escritor que acaba de oír las palabras que ha escrito pronunciadas en serio.
— Llame a la ambulancia —le pidió Richard.
— No —respondió Broun—. Ella tiene los sueños de Robert E. Lee.
— Lo has convencido también a él, ¿no? —me acusó Richard—. Todos estáis locos, ¿lo sabes?
— ¿Como Lincoln? —preguntó Broun.
— Llame a una ambulancia —insistió Richard, y Broun se dio la vuelta y subió las escaleras dando tumbos.
— Le dije a Annie que iba a recetarle torazina y la informé de sus efectos secundarios —aseveró el Buen Psiquiatra—. Ella misma tomó la primera dosis. La torazina afecta a veces a la memoria reciente de los pacientes.
— Después de la Guerra Civil, Longstreet escribió largas y complicadas explicaciones sobre cómo no había abandonado a Lee en la Carga de Pickett —dije yo—, cómo todo fue culpa de Lee. Pero no le salió bien. Había demasiados testigos.
— ¿Se supone que esto es algo que soñó Robert E. Lee?
— No —repliqué—, se supone que es una advertencia. Tengo dos cápsulas de torazina y todos esos mensajes que dejaste grabados en el contestador automático. Déjala en paz o se lo enviaré todo a tu jefe, el doctor Stone, en el Instituto del Sueño. Le diré que le diste a una paciente torazina sin su conocimiento. Le diré que le diste Elavil a una paciente con dolencia cardíaca.
Broun bajó las escaleras, con el contestador en las manos. Lo había arrancado de la pared. Arrastraba los trozos pelados de cable tras de sí.
— Si todavía quieres llamar a una ambulancia, tendrás que usar el teléfono de la vecina, Richard —dije—. Pero dudo que te deje entrar. Sobre todo después de hacer que te arrestaran una vez.
— Hijo de puta —repitió él—. No dejaré que te salgas con la tuya. Te llamé, ¿lo sabías? Para decirte que una paciente mía tenía unos sueños terribles y no sabía qué hacer. Te llamé y no estabas en casa.
— ¿Me llamaste para que te ayudara o intentabas preparar una coartada? —dije, pero él ya se había marchado dando un portazo.
Me puse el abrigo.
— Tal vez intente seguirnos —dije—. Ha aparcado al menos a una manzana de distancia. Si nos vamos ahora mismo, quizá lo despistemos.
Recogí los guantes de Annie y se los lancé.
— ¿Tienes dinero? —le pregunté a Broun. Él rebuscó en sus bolsillos y encontro un billete de veinte dolares y algo de calderilla—. ¿Eso es todo? —le grité, como si intentara despertarlo.
Hurgó en el bolsillo interior de la chaqueta, que colgaba todavía del pasamanos, mientras sostenía el contestador automático con la otra mano, y extrajo un fajo de billetes. Me los tendió y se sentó pesadamente en el sofá.
— Gracias—dije. Cogí la maleta de Annie y la empujé hacia la puerta. Broun no me respondió. Lo vi a través de la ventana del solárium cuando puse el coche en marcha, todavía sentado allí, apretando el contestador contra su pecho, como dormido.
La lluvia intentaba convenirse en nieve. Avancé por calles secundarias hasta Ohio Drive y luego giré hacia Memorial Parkway. Después de cruzar el puente, miré atrás y luego continué hasta la salida de Washington Memorial Parkway.
— No voy a llevarte al aeropuerto —dije—. Tal vez Richard no esté lejos —continué diciendo rápidamente, para que no pensara que esto era otra trampa y que estaba llevándola a un hospital—. Te dejaré en la parada del metro de Arlington. Puedes tomar el metro hasta el aeropuerto, si quieres, o a la estación de tren o de autobuses, y Richard no tendrá la menor idea de adónde has ido.
«Ni yo tampoco», pensé.
Annie asintió sin mirarme, las manos enguantadas entrelazadas con fuerza sobre su regazo. Acerqué el coche a las piedras blancas que marcaban la entrada de la estación de metro y lo detuve.
— He soñado contigo. Cuando veníamos hacia aquí hoy —dijo Annie, sin dejar de mirar al frente—. Yo estaba en mi habitación en casa, acostada, recostada en las almohadas, y tú entrabas y decías: «Te llevaré a Fredericksburg», y yo quería ir contigo, pero no podía. Ni siquiera podía contestarte; sólo sacudir la cabeza. —Se volvió hacia mí, con los ojos llenos de lágrimas—. Era la primera vez que soñaba contigo. He soñado con Richard y con Broun, pero nunca contigo, Jeff. ¿Quién supones que eras? Me alegré tanto de verte.
— No lo sé —respondí, aunque había imaginado casi desde el principio qué papel representaba—. ¿El médico de Lee, tal vez? Te llevaría a Fredericksburg, ya sabes. O a cualquier parte.
¿Lo haría? ¿Sabiendo adónde estaban llevándola los sueños, sería capaz de llevarla allí? ¿O llamaría de nuevo a Richard? Salí del coche, saqué su maleta del portaequipajes y la coloqué en lo alto de los escalones. Le abrí la puerta. Ella plegó un trozo de papel, se lo metió en el bolsillo y salió.
Le di el dinero de Broun y todas las monedas que tenía.
— Hay unos quinientos dólares. Esto debería ser suficiente para que vayas adonde quieras ir.
— Gracias.
— Ésta es la línea azul. Te llevará directamente al aeropuerto. Si quieres viajar en tren, haz transbordo a la línea roja en la estación central del metro y llegarás a Union Station.
Ella agachó la cabeza para revolver en su bolso y guardar el dinero.
— No sabré qué ha sido de ti —dije—. Prométeme que irás a ver a un médico.
— Después de la guerra —contestó ella. Extrajo el papel doblado del bolsillo y me lo tendió.
Asentí con la cabeza.
— Después de la guerra.
Ella extendió la mano y me apartó el cabello de la frente.
— Me alegré tanto de verte —dijo. Levantó la maleta con la mano izquierda, la colocó en la acera mojada, la recogió con la derecha y bajó las escaleras.
Me acerqué al borde de la plataforma y permanecí allí el tiempo suficiente para verla marcharse, sujetando el papel doblado y mirando colina arriba hacia Arlington House. Empezó a nevar. Me guardé el papel en el bolsillo del abrigo y regresé a casa.
No lo miré hasta el día siguiente por miedo a que ella hubiera escrito la dirección de aquella casa con el amplio porche y el manzanal, y que se me ocurriese seguirla, como Richard.
El papel estaba húmedo todavía. Lo desplegué con cuidado, para que no se rompiera, y lo leí. Ella había escrito con lápiz azul de corrector de pruebas: «Tom Tita, Arlington House.»
16
Lee sólo duró dos semanas después de aquella tarde lluviosa en Grace Church. La mayor parte del tiempo permaneció en silencio o adormilado. En el exterior llovía, y los ríos cercanos a Lexington crecieron, impidiendo a Rob llegar a su lado. Durante varias noches la aurora boreal iluminó el cielo, como había hecho en Fredericksburg. Lee habló muy poco, aunque a veces murmuraba en sueños, pero cuando el doctor le dijo «Debe usted darse prisa en ponerse bien; Traveller lleva tanto tiempo en el establo que necesita ejercicio», él sólo sacudió la cabeza, incapaz de hablar.
Murió el doce de octubre, diciendo «Desmonten la tienda», y entonces partió hacia alguna vieja batalla, dejando atrás a Traveller. El caballo desfiló en la procesión funeraria, con la cabeza gacha, la silla y la brida cubiertas de un manto negro. A continuación lo llevaron a su establo a aguardar el final. ¿Soñó con Lee?, me pregunto. ¿Sueñan los caballos?
Cuando llegué a casa, Broun seguía sentado en el sofá del solárium. El siamés había saltado sobre su regazo, y él había depositado el contestador automático en el asiento para acariciar al gato.
Se levantó en cuanto entré, dejando caer el animal al suelo para acercarse y pasarme los brazos por los hombros, No me preguntó qué había sucedido; y como no lo hizo, como no dijo «¿Cómo pudiste dejarla ir de esa manera? Ésta enferma. Necesita un médico», le dije que la había llevado a la estación de metro y luego le conté todo lo demás.
Él no dijo, «Son sólo sueños», ni me expuso alguna de las teorías que había descubierto en California. Se limitó a decir en voz baja:
— Fue una guerra terrible, la Guerra Civil. Tantísimos jóvenes… Hice una tontería al ir a California, a perseguir una quimera sobre los sueños de Lincoln cuando debería haber estado aquí.
— No es culpa tuya —dije y me fui a la cama aunque era muy temprano. Dormí durante dos días. Cuando desperté había un electricista presente, arreglando los cables del contestador automático, empotrándolo de nuevo en la pared.
— Por si ella llama —explicó Broun.
Llevé las galeradas a Nueva York. Cuando regresé, empezamos la novela acerca de los sueños de Lincoln. Realicé el trabajo de investigación para él, lo llevé de un sitio a otro, busqué datos oscuros que no importaban a nadie y soñé con Annie.
Cuando estábamos en Fredericksburg no tuve ningún sueño, como si Annie estuviera soñando por los dos, pero ahora soñaba casi cada noche, y en los sueños Annie se encontraba bien. Soñé que había dejado un mensaje en el contestador.
— Estoy bien —decía—. No quería que te preocuparas.
— ¿Dónde estás? —preguntaba yo, aunque sabía que era sólo un mensaje, que en realidad ella no estaba allí. Nunca había logrado perder la costumbre de contestar a la gente que no estaba allí. ¿Cómo pensaba entonces que Annie lo lograría, si Lee le contaba sus sueños cada noche en susurros?
— Estoy bien, Jeff —me aseguraba ella en el sueño—. Están cuidando de mí.
No era un mensaje. Era realmente ella al teléfono, y estaba bien, bien. Había regresado a aquella casa con el amplio porche y el manzano y cuando llegó allí había ido a ver al médico.
— Creía que tenías miedo de que te impidiesen tener los sueños —le decía yo al teléfono.
— Lo tenía, pero entonces pensé en lo que tú dijiste sobre Tom Tita. ¿De qué le habría servido seguir a Lee durante toda la Guerra Civil? Sólo habría conseguido que me mataran. Mi primera lealtad era para conmigo misma.
— Esto era lo que querías decir en el mensaje —comprendí, aferrando el auricular—. Esto es lo que querías decir cuando escribiste el nombre de Tom Tita.
— Naturalmente —contestó ella—. ¿Qué creías que quería decir el mensaje?
— Que estabas encerrada. Que no podías salir.
— Estoy bien —dijo ella—. Están cuidando de mí.
Trabajamos en el libro durante todo el verano. En otoño salió publicado Las cadenas del deber, y fuimos a Nueva York a promocionar el libro.
— Me alegra ver a Broun con tan buen aspecto —me comentó su agente en la recepción de McLaws y Herndon—. Temía que tanto dar vueltas por California fuera demasiado para él, pero se le ve de maravilla. Tampoco sabes lo aliviada que estoy de ver por fin ese libro impreso —añadió, señalando con el dedo un cartel que anunciaba Las cadenas del deber—. ¿Sabías que me llamó cuando ya teníamos las galeradas porque quería cambiar el final? Quiso hacer que Ben y Nelly se casaran. ¿Puedes creerlo?
— ¿Cuándo hizo esto? —inquirí.
— Oh, no lo sé. Después de que entregaras las galeradas. Por suerte, me llamó a mí primero y no a McLaws y Herndon. Conseguí convencerlo de que no funcionaría.
— No, supongo que no.
— Bueno, quiero decir que queda claro desde el principio que ella estaba enamorada del muchacho que murió, ¿cómo se llamaba…?
Estuvimos en Nueva York hasta después de Navidad, asistiendo a sesiones de firmas y presentaciones. El día que regresamos a casa, mientras yo iba a ver a la vecina para recuperar al siamés, Broun sufrió un ataque al corazón. Fue muy leve. Apenas hubo daños. Sólo permaneció en el hospital una semana y parecía más molesto por el hecho de que una encallecida enfermera le afeitara la barba que por el infarto en sí.
— ¿No notaste ningún síntoma? —le pregunté. Él yacía en la cama del hospital, apoyado contra las almohadas.
— Un poco de indigestión —dijo—. O lo que yo creí que era indigestión.
— ¿No te dolía el brazo? ¿Ola muñeca?
— No —respondió—. Pensé que había comido demasiado.
— ¿No soñaste nada?
— Estaba despierto cuando lo tuve, hijo —dijo él amablemente.
— Antes del ataque —chillé—. ¿ Con qué soñaste? El médico de Broun me sacó al pasillo.
— Sé que está usted bajo una enorme tensión, pero él también. —Echó un vistazo al cuadro clínico de Broun—. Y yo también. No quiero que sufra un tercer ataque por mi culpa.
— ¿Un tercero?
— Claro —dijo, con el ceño fruncido todavía ante los datos. Alzó la cabeza y advirtió la expresión de mi rostro—. ¡Vaya con el viejo zorro! Nunca se lo dijo, ¿verdad? Ocurrió hace tres años. —Pasó varias páginas del historial—. En septiembre. El veintiocho de septiembre. Estaba usted fuera de la ciudad, creo. Dijo que lo llamó.
Tres años antes, en septiembre, yo estaba en Springfield, contemplando la tumba de Lincoln y enfurecido por las exigencias de Broun, y a la mitad del viaje las llamadas cesaron, los mensajes cesaron, y cuando regresé a casa, se mostró dispuesto a dejar que hiciera el papeleo por él.
— ¿Fue muy grave el primero? —pregunté.
— Lo bastante como para asustarlo. Estaba convencido de que iba a morirse. Por eso yo creía que se lo había dicho. —Dejó que las páginas cayeran en su sitio y se colocó el historial clínico bajo el brazo—. Ahora bien, estoy de acuerdo en que merece que usted le grite por no habérselo dicho, pero como médico suyo no estoy dispuesto a permitirle que entre a verlo a menos que prometa no mencionarle el asunto de su infarto hasta que se encuentre mejor que ahora. Debió de tener sus motivos para no hablarle del tema.
— Sí —accedí.
Entré de nuevo en la habitación y le pedí disculpas por haberle gritado.
— No tuve ningún sueño antes del ataque —dijo Broun—. No recibí ninguna advertencia.
— Annie sí —afirmé—. Los sueños intentaban prevenirla, pero ella no quiso escuchar.
Se recostó contra las almohadas.
— Si yo hubiera soñado que estaba en una barca antes de mi infarto, viajando hacia una orilla oscura e indefinida, tampoco habría escuchado. Si Lincoln me dejase soñar sus sueños por él, nada en el mundo me impediría tenerlos. Ni siquiera alguien a quien amara.
— ¿Aunque acabaras por sufrir un ataque al corazón? ¿Aunque te matara?
— Aun así —musitó—. Tal vez ella esté bien. Tal vez fue a ver a un médico cuando regresó a casa, como prometió.
Broun se puso a trabajar en el libro sobre Lincoln en cuanto salió del hospital, en franco desafío a las órdenes del médico.
— Voy a acabar este maldito libro aunque me mate —dijo, rascándose la barbilla sin afeitar. Estaba intentando dejarse otra vez la barba.
— Cosa que sucederá a este paso —apostillé—. Al menos déjame encargarme de la documentación.
— Bien —respondió, y me envió a la Casa Blanca a tomar notas sobre la Sala de Invitados con las cortinas púrpura, donde murió Willie Lincoln, y sobre las escaleras que Lincoln bajó en sueños y la Sala Este, donde colocaron el ataúd de Willie primero y luego el de su padre.
Yo tenía ahora un sueño nuevo. En él, me despertaba y oía llorar a alguien, pero cuando bajaba las escaleras no veía a nadie. Había un guardia ante la puerta del solárium, y yo le preguntaba: «¿Quién ha muerto en la Casa Blanca?», pero cuando él se volvía para responderme, no era un guardia, sino Annie. Llevaba puesto su abrigo gris, y estaba guapísima, fresca y descansada.
— ¿Estás bien? —le preguntaba—. ¿Fuiste a ver a un médico?
— ¿Un médico?
— Un médico —dije con apremio—. Los sueños eran una advertencia.
— Lo sé. Estaban intentando advertirnos del infarto de Broun, pero nosotros no los comprendimos. Nos fijábamos en las pistas equivocadas.
— Broun no sufrirá otro ataque, ¿verdad?
Ella sacudió la cabeza.
— Los sueños han cesado.
— ¿Y tú estás bien?
Ella me sonrió, una dulce sonrisa sin tristeza alguna.
— Estoy bien.
En abril, Broun fue hospitalizado de nuevo con dolores en el pecho.
— He estado pensando sobre qué causó los sueños de Annie —dijo, tumbado contra las almohadas. Se negaba a dejar que las enfermeras se le acercasen por miedo a que le afeitaran la barba y ofrecía un aspecto terrible, fiero y gruñón—. ¿Te acuerdas de Dreamtime?
— ¿Los charlatanes de San Diego?
— Sí —dijo—. Recuerda que tenían la teoría de que los muertos duermen en paz hasta que algo los perturba, como Willie Lincoln cuando lo desenterraron, y entonces empiezan a soñar. Bueno, ¿y si algo así hubiera sucedido con Lee? ¿Y si trasladaron su cuerpo, y fue esto lo que hizo que empezara a soñar?
— El cuerpo de Lee no ha sido trasladado —repuse—. Continúa enterrado en la capilla de Lexington.
— Tal vez los sueños no se debieron a la angina de pecho. Tal vez comenzaron porque su cuerpo fue molestado de algún modo. ¿Trasladaron el cadáver de su hija Annie?
— No. Sigue enterrada en Carolina del Norte, donde murió. Guardó silencio durante un rato, allí tendido, mirando con mala cara la puerta cada vez que pasaba una enfermera.
— Trasladaron el cadáver de Lincoln —dijo al fin—. Primero lo llevaron a Springfield en el tren funerario, deteniéndose en cada maldita estación y apeadero del camino. —Se reclinó sobre las almohadas, y las líneas de la pantalla del electrocardiograma que tenía detrás de la cabeza se encresparon de golpe—. Y luego se habló de aquel plan de secuestro y el guardia lo sacó de su tumba y lo enterró en un pasillo del Memorial Hall.
— Annie no tenía los sueños de Lincoln —dije yo de manera sosegada y razonable, contemplando la pantalla—. Eran los sueños de Lee.
— En 1901, volvieron a meter a Lincoln en la tumba. Lo trasladaron cuatro veces en total, sin contar el tren funerario. —La pantalla se agitó con líneas agudas y peligrosas—. ¿Y si esos charlatanes de Dreamtime tuvieran razón, y tanto ajetreo lo despertó?
— No eran los sueños de Lincoln —repetí—. Eran de Lee.
— Tal vez —dijo él, incorporándose con un movimiento que causó que las líneas del electrocardiograma alcanzaran la parte superior de la pantalla—. Quiero que me traigas algunos libros.
Me fue pidiendo los libros durante los tres días siguientes, y a finales de la semana tenía la mitad de su biblioteca en la habitación del hospital.
— Lo tengo todo resuelto —aseveró. Ya podía incorporarse sin disparar el electro—. Eran los sueños de Lincoln. Lo había resuelto todo. Lincoln había sido quien tenía los sueños, no Lee, y sus sueños no habrían resultado tan diferentes. Los dos habrían soñado con Gettysburg y Appomattox. Lincoln se habría enterado de la Orden Especial 191 antes que Lee, y el gato no tenía por qué ser Tom Tita, ¿no? Podría haber sido uno de los gatitos de Lincoln. A Lincoln le encantaban los gatitos. Lo había resuelto todo.
— ¿Y si eran los sueños de Lincoln, qué? —pregunté cuando ya no pude soportarlo más—. ¿Qué demostraría eso?
— Lincoln trató de salvar el poni de Willie del establo en llamas. Eso representaba la casa ardiendo, no Chancellorsville.
— No eran los sueños de Lincoln, maldición —grité—. Eran los de Lee.
— Lo sé —murmuró, y la línea del electro sobre su cabeza salió de la pantalla—. Sé que no son los sueños de Lincoln.
— ¿Entonces por qué hiciste todo esto?
— Porque entonces ella estaría bien. Si fuesen advertencias de Lincoln, no habrían sido sobre manzanales, sino sobre barcas. Pensé que si podía convertirlo en los sueños de Lincoln, esto significaría que ella estaba bien.
— No está en condiciones de llevarse sofocos —me reprendió el doctor de Broun. Me había hecho salir de nuevo al pasillo y me había empujado hasta una habitación vacía. El electrocardiograma había disparado en el puesto de enfermeras una alarma que había hecho correr a todo el mundo.
— Lo sé —dije.
— Tiene usted tan mal aspecto como él —señaló el médico—. ¿Qué tal duerme?
— No duermo —respondí. Si dormía, soñaba con Annie. Ella estaba de pie en el porche de Arlington con los brazos alrededor de mi cuello, llorando, y yo no paraba de decirle una y otra vez: «No quiero que te marches.»
— ¿Quiere que le recete algo para ayudarle a dormir?
— ¿Qué tiene en mente? ¿ Torazina?
No entendió el chiste. Sacó un recetario.
— ¿Quién es su médico habitual?
— No tengo. ¿ Quiere el nombre del médico de mi familia? Está en Connecticut.
— No me gusta recetar sin ver el historial de los pacientes. —Garabateó algo en el recetario—. Le prescribiré algo suave por ahora y luego esperaré a tener su historial antes de darle algo más fuerte. ¿Tiene algún problema de salud que yo deba conocer? ¿Diabetes, problemas de corazón?
— No. —Le di el nombre de mi médico—. ¿Cuánto tardará en llegar el historial?
— Depende. Si está informatizado, lo tendremos en unos cuantos días. Si no, quizá tarde varias semanas. ¿Por qué? ¿Tantos problemas tiene para dormir?
— No —contesté y me guardé la receta en el bolsillo sin mirarla. Sin embargo, Annie había tenido problemas para dormir. Había tenido tantos problemas para dormir que Richard le administró Elavil de inmediato. No había hecho un electrocardiograma. Me había dicho en aquel mensaje telefónico que el electro acababa de llegar del laboratorio, pero los electros no tienen que pasar por el laboratorio. Los médicos de Broun leían el suyo tal como salía de la máquina. Había dicho que el historial de Annie mostraba un soplo funcional, pero ¿ cómo era posible, si se tardaba de dos semanas a un mes en recibirlo? Annie me había dicho que él le dio Elavil en el acto. Richard no había hecho ningún electro, ni había esperado a recibir el historial del médico de cabecera. El Elavil había empeorado los sueños, pero Richard no se lo retiró entonces. Se lo retiró cuando llegó el historial, cuando vio que padecía una leve dolencia cardíaca y que nunca debió administrarle Elavil.
Se había dejado llevar por el pánico y me había llamado, pero yo no estaba allí, sino en Virginia Occidental. ¿Y si me hubiera encontrado? ¿Me habría dicho la verdad, que estaba tan frenético por la preocupación de haber cometido un terrible error, que cuando vio los sueños y lo que le hacían a Annie lo único que se le ocurrió fue detenerlos y que cómo demonios iba a esperar los archivos del médico de cabecera cuando podían tardar un mes en llegar? ¿O habría utilizado su voz de Buen Psiquiatra conmigo incluso entonces?
¿Por qué le había administrado torazina? ¿Para intentar detener los sueños? La torazina podría haber detenido aun tren, y no tenía contraindicaciones (Nota: Se ha informado de muerte súbita, aparentemente debida a insuficiencia cardíaca, pero no existen suficientes pruebas para establecer una relación entre tales muertes y la administración del fármaco). ¿O se la dio para impedir que ella regresara al Instituto, para que no le
dijera al doctor Stone que él le había administrado una medicina que estaba contraindicada para enfermos del corazón? ¿Por qué no envió Longstreet sus tropas a la Carga de Pickett?
Lee nunca manifestó después de la guerra que hubiese considerado las acciones de Longstreet en Gettysburg como algo más que «el error de un buen soldado». No obstante, después de la batalla, cuando el coronel Venable dijo amargamente: «Le oí dar orden al general Longstreet de enviar la división de Hood», Lee le echó la culpa. Y yo culpaba a Richard. «Procuro cumplir con mi deber como médico. Lo que más me importa es tu bienestar.»
Saqué la receta del bolsillo y la miré. El médico de Broun me había recetado Elavil.
En julio, Broun accedió por fin a que le practicaran la operación de bypass a la que había estado resistiéndose. Salió bien de ella, jubiloso porque nadie le había afeitado la barba mientras estaba bajo la anestesia, pero no mostró el menor interés por trabajar en el libro sobre Lincoln.
Me envió a Springfield, quejándose de que no podría continuar con el libro mientras no supiera dónde habían enterrado a Willie Lincoln. Me pasé casi un mes allí tratando de averiguarlo y luego regresé y me puse a revisar los registros de tumbas de los cementerios de Washington. Comencé a tomar Elavil mientras estaba en Springfield. Detuvo los sueños por completo, reprimiendo el sueño REM como se suponía que debía hacer.
Broun seguía sin trabajar en el libro, aunque el lugar donde estaba enterrado Willie Lincoln era un dato que podría añadir más tarde. Me encargó un montón de documentación que ni siquiera se molestó en mirar, y en otoño empezó a tener de nuevo dolores en el pecho.
En octubre, insistió en que lo llevara al Lincoln Memorial.
— No creo que sea una buena idea —opiné—. Tiene escalones. Sabes que tienes que tomártelo con calma con los escalones.
Subió los escalones, rechazando mi ayuda, y entró en el monumento para contemplar la estatua de Lincoln.
— ¿Sabes qué teoría no se le ocurrió a nadie en mi viaje por California? —preguntó, mirando a Lincoln allí sentado en aquel gran sillón de mármol con sus orejas demasiado grandes y su nariz ancha y sus piernas demasiado largas, sus manos demasiado grandes apoyadas en los reposabrazos de mármol—. Que mentía respecto a los sueños.
— ¿Que mentía?
— Amaba a la Unión —dijo—. Habría hecho cualquier cosa para salvarla, aunque esto significara inventarse un sueño sobre una barca y una costa oscura para quitarse al Gabinete de encima. —Sus palabras resonaron en la fría sala—. Habría sacrificado a su propio hijo para salvar a su preciosa Unión.
— No sacrificó a Willie —repliqué—. Lo amaba. Nunca habría hecho nada que pudiera hacerle daño. Willie murió de tifus.
— Tendría que haber estado en casa cuidando de él en vez de pindonguear por los campos de batalla.
— ¿De qué estás hablando? No pindongueó por ninguna parte. Permaneció junto a Willie todo el tiempo.
— Nunca debí haber ido a California —dijo Broun, sin dejar de mirar a Lincoln—. Tendría que haberme quedado en casa.
— No es culpa tuya.
Broun me dejó ayudarle a bajar la escalinata. Al pie, se volvió y contempló el monumento.
— Ha pasado más de un año, ¿no?
— Un año y medio.
Casi se me había acabado el Elavil. Llamé al médico de Broun y le pedí que me mandara una nueva receta.
— ¿Lo ayuda a dormir? —me preguntó—. No sufre usted efectos secundarios, ¿verdad?
— No.
— Su historial está aquí. Quiero comprobarlo, y si todo está en orden, lo llamaré. Por cierto, ¿sigue Broun interesado en los sueños de Lincoln?
— No lo sé.
— Bueno, si lo está, hay un artículo de un psiquiatra que quizá le interese, un tal doctor Madison. Tiene la teoría de que puedes soñar que vas a tener úlceras o asma…
— ¿O un ataque al corazón?
— Sí. Interesante teoría.
Me leyó el título del artículo y la revista en la que lo había encontrado.
— Aquí dice que el doctor Madison se graduó en la Universidad de Duke. Usted fue a Duke, ¿no? Tal vez lo conozca. ¿Richard Madison?
Longstreet tuvo bastante éxito después de la guerra, a pesar de que los sudistas le achacaban el fracaso de la Carga de Pickett, y llegó a ser presidente de una fábrica de algodón y luego embajador en Turquía. Escribió artículos y un libro, y en ellos defendió sus acciones en Gettysburg hasta que creo que al final se convenció incluso a sí mismo de que había hecho lo adecuado y no era responsable de nada de lo ocurrido.
— No —dije—. No lo conozco.
Empecé a tomar cápsulas de Elavil de dos en dos.
Después de aquel viaje al Lincoln Memorial, Broun apartó el libro de Lincoln, guardó en una caja toda la documentación y el borrador que había escrito y me pidió que lo subiera al desván. Yo pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca. Seguía intentando averiguar dónde estaba enterrado Willie Lincoln, aunque a Broun ya no le interesaba. Revisé todos los registros de tumbas de las ciudades cercanas a Washington e incluso llamé a Arlington, pensando que tal vez el comandante Meigs había enterrado a Willie en el jardín delantero de la casa de Lee.
Me quedé sin Elavil de nuevo, pero no llamé al doctor. No soñaba a menudo, y cuando lo hacía, Annie no aparecía en los sueños. Soñaba con un lugar que nunca había visto antes, un lugar con colinas verdes y verjas blancas. Por algún motivo, pensaba que era Virginia Occidental.
En febrero, descubrí qué le había ocurrido a Willie Lincoln. Lo enterraron en el cementerio de Oak Hill en Georgetown, en una cripta que pertenecía a William Thomas Carroll, empleado del Tribunal Supremo y amigo de los Lincoln.
La información constaba en una biografía de Mary Todd Lincoln, en el anexo de la biblioteca, y cuando la leí, cerré el libro de golpe, lo cogí, y salí corriendo. Las alarmas se dispararon, y Kate bajó corriendo las escaleras.
— Jeff —me gritó—, ¿te encuentras bien? ¡Jeff!
No le respondí. Subí al coche de un salto y salí pitando hacia el cementerio.
Los estrechos caminos entre las tumbas estaban cubiertos de una capa tan gruesa de nieve que casi todas las lápidas habían quedado enterradas, pero salí del coche, me abrí paso hasta la tumba y la miré con fijeza, como si pensara que Willie seguía allí, como si, arrancado de su sueño, fuese a decirme dónde estaba Annie y qué le había sucedido.
Pero él no estaba allí. Yacía en Springfield, enterrado junto a su padre. Yo había creído que encontrar su tumba me revelaría qué le había ocurrido a Willie, pero eso ya lo sabía, ¿no? Era lo mismo que les había sucedido a todos ellos… a Ben y a Tom Tita y a Little Hen. Habían muerto en la guerra. El poni de Willie se quemó vivo, y Annie había muerto de fiebres, pero eran muertos de la Guerra Civil, y todos estaban enterrados juntos en Fredericksburg, junto con el brazo de Stonewall Jackson, bajo un cuadrado de granito numerado que no era más grande que un trocito de papel. Yo sabía qué les había ocurrido a todos ellos excepto a Annie. Y a Traveller. Así que regresé caminando sobre la nieve, me fui a casa y saqué el Freeman.
Sabía que Traveller había sobrevivido a Lee porque recordaba haber leído que formó parte del cortejo funerario de Lee, pero no se le mencionaba después de esto en el último capítulo de Freeman, ni en Davis, ni siquiera en los recuerdos de Robert E. Lee júnior sobre su padre.
Bajé al solárium y encontré el Robert E. Lee de Sanborn. Regresé al estudio y rebusqué entre los montones de libros que Broun había apilado en su mesa y el sillón de cuero, buscando alguna alusión a Traveller. Pierson mencionaba casi de pasada que un amigo había alojado a Traveller en su granja porque la señora Lee estaba demasiado enferma para cuidar de él. Caballo y jinete, de Lovesey, decía que «vivió dos años más, esperando fielmente al amo que nunca iba a regresar». Hinsdale contaba que vivió en el establo que Lee había construido para él hasta que pisó un clavo, contrajo el tétanos, y hubo que rematarlo.
Me quedé mirando el libro por un rato y luego consulté de nuevo el último capítulo de Freeman, aunque ya sabía todo lo que había que saber: Traveller había tenido la desgracia de sobrevivir a la persona que amaba, había esperado casi dos años, y el dato de dónde estuvo esos dos años no importaba más que el de dónde había pasado Willie Lincoln aquellos tres últimos años de la guerra. Luego se murió. Freeman no podía decirme más que eso, pero acudí de nuevo a él de todos modos, anotando los números de las páginas donde aparecía «Traveller» en el índice como si fueran los números de la lista de los caídos de la tumba de algún soldado, porque no era capaz de aceptar la idea de que Freeman, que había amado a Lee tanto como para escribir cuatro volúmenes sobre él, se hubiera olvidado de Traveller. Y no lo había hecho.
Estaba en uno de los apéndices del volumen uno. Decía que Traveller murió de tétanos y lo enterraron en los terrenos de la Universidad de Washington y Lee. Sus huesos fueron desenterrados por las Hijas de la Confederación y los guardaron en el sótano de la Capilla Conmemorativa de Lee. Cerca de su tumba.
En marzo llevé a Broun a ver al médico, y le dieron de alta.
— Me ha dicho que puedo hacer lo que me venga en gana, subir escaleras, escribir un libro —comentó camino de casa—. Quiero escribir un libro sobre Robert E. Lee.
Esperó a ver qué decía yo.
— Y Traveller.
— Por supuesto, Traveller.
Empezamos a trabajar en el nuevo libro. Broun me envió a Arlington a tomar notas sobre el porche, el vestíbulo y el desván donde Tom Tita se había quedado atrapado. Iba a celebrarse un funeral militar por la tarde, y habían cerrado las carreteras de acceso. Tuve que dejar el coche en el aparcamiento de visitantes y subir andando la colina. Era un día cálido, el primero en más de dos meses, y la nieve que había caído en febrero empezaba a fundirse. El agua corría en riachuelos por los caminos serpenteantes.
Custis Walk también estaba cerrado. Tuve que atajar por el césped para llegar a Arlington House. Llegué hasta la tumba. Los trabajadores habían retirado la nieve hasta dejar al descubierto la hierba en algunos sitios. Habían empleado una azada para excavar la tumba, amontonando nieve sucia a los lados, que también estaba derritiéndose, y se deslizaba por la yerba y la nieve en arroyos fangosos.
Los trabajadores se habían ido a almorzar o a fumarse un cigarrillo. Habían dejado una carpeta metálica bajo un árbol al otro lado de la tumba, con un papel sujeto a ella. Debía de llevar escrito el nombre de quién yacería en la tumba, y quise acercarme al árbol y leerlo, pero tenía miedo de no poder regresar, de que el terreno cediera, y acabara por pisar todos aquellos cuerpos desmembrados.
«Tiene algo que ver con Arlington y el soldado desconocido y un mensaje —había dicho Annie, tratando de comprender los sueños—. Creo que está intentando expiarlo todo.»
Y yo tendría que haberle preguntado: «¿Cómo intenta expiarlo?», en vez de gritarle. Porque naturalmente los sueños eran una forma de expiación.
Él estaba intentando prevenirla.
Su hija Annie había muerto, y él no había podido hacer nada para salvarla. No había logrado salvar a ninguno de ellos, a Stonewall Jackson, a los soldados harapientos que había seguido enviando a la batalla, ni a la Confederación. Pero podía salvar a Annie. Ella le recordaba a su hija, y tenía veintitrés años. Estaba intentando prevenirla.
Los sueños resultaban aterradores, llenos de imágenes de muerte y cadáveres. Su propósito era asustarla, hacer que acudiera a ver a un médico antes de que fuera demasiado tarde, una advertencia tan clara, tan fácil de interpretar como los sueños que Lincoln había tenido de sí mismo dentro de un ataúd, pero nadie lo comprendió. Excepto Annie, y ella no quiso escuchar.
«Es la guerra —había dicho Broun—. La gente hace cosas así en la guerra, se sacrifica, se enamora.»
Habían pasado juntos noche tras noche, batalla tras batalla. Ella estaba destinada a enamorarse de él, ¿no? Y entonces, aunque sabía que los sueños constituían una advertencia, aunque las advertencias se volvieron más claras y más aterradoras, y Lee estaba dispuesto incluso a soñar de nuevo con Appomattox, a soñar su propia muerte por ella, para prevenirla, ella no fue capaz de abandonarlo.
Había permanecido con él hasta el final, como había prometido, y cuando la nieve se fundiera un poco más yo atisbaría su cuerpo, boca abajo, con el brazo extendido, todavía agarrando su fusil Springfield. Me apoyé contra la azada, incapaz de seguir de pie.
Podía ver las entradas blancas y cuadradas del metro, que blanca y cuadrada del Lincoln Memorial. Pensé en la estatua que había en su interior, en Lincoln sentado con sus largas piernas plantadas ante él y las manos en los brazos del sillón, con el aspecto del hombre que ha perdido a un hijo.
Lincoln había acudido al cementerio de Georgetown y había ordenado abrir la cripta dos veces, tratando, creo, de convencerse a sí mismo de que Willie estaba realmente muerto, pero de nada había servido. No había servido de nada, y no podía dormir, y su pena casi lo volvió loco. Hasta que al final, según las palabras de Broun, el rostro de Willie acudió a él en sueños para consolarlo. Como el rostro de Annie había acudido para consolarme, aunque estaba muerta.
Aunque estaba muerta.
Tardé un largo rato en regresar a la carretera, dando saltitos como un gato entre las tumbas nevadas, y mucho más todavía en regresar a casa. Cuando llegué allí, Broun estaba en el solárium, regando sus violetas africanas.
Me recliné contra la puerta, todavía con el abrigo puesto, contemplando cómo derramaba el agua de las macetas casi llenas sobre la mesa. Nunca se parecerá a Lincoln. Los ataques al corazón lo han envejecido y de algún modo han entristecido su rostro, y su barba, que después de casi dos años, por fin tiene poblada tal como quería, es casi blanca. Se parece a Lee.
Me pregunto por qué yo no lo había notado antes, por qué había conservado en cambio la imagen que tuve de él la noche de la recepción, de alguien brusco y peleón que no era de fiar. Sólo había sido amable conmigo. Y una noche que nevaba mucho, me vendió. Me vendió a Annie, que tenía los sueños de otra persona.
— Jeff cuidará bien de ella —había dicho Broun, como el hombre que intenta cerrar un trato—. ¿Verdad, Jeff? —Cuidaré bien de ella —había dicho yo—. Lo prometo. Creo que una parte de mí le ha echado la culpa de eso todo este tiempo, a pesar de que no ha sido sino amable y me quiere tanto, creo, como Lincoln quería a Willie, y está aquí ahora no porque las violetas necesiten agua, sino porque se preguntaba dónde estaba yo, porque no sabía qué me había ocurrido.
Le he echado la culpa de algo que ni siquiera era culpa suya. Fue amor a primera vista para ambos, ¿no? ¿No lo llamó Lee «mi potro» incluso antes de comprarlo?
Le pertenecí a ella desde el momento en que la vi allí de pie con su abrigo gris, y ella me llevó a mí, su fiel y leal compañero, desde Fredericksburg hasta Chancellorsville y Gettysburg y por último hasta Appomattox. Luego me dejó atrás.
— No tenía derecho a enviarte allí —dice Broun.
No puedo responder. Me quedo junto a la puerta con la cabeza gacha, sin aliento, deshecho. Pobre Traveller. ¿Sabía que Lee estaba muerto, o, pobre bestia estúpida, había esperado cada día durante dos años a que él regresara?
— ¿Qué pasa? —pregunta Broun, alarmado—. ¿Qué ocurre? —He pisado un clavo.
Fin