LOS PRÓXIMOS INQUILINOS (Arthur C. Clarke)
Publicado en
marzo 31, 2013
Escribí esta narración en 1954 como parte de la serie proyectada para completar Los cuentos de la taberna del Ciervo Blanco. Yo vivía entonces en Coral Gables, Miami, y había visto la primera prueba de la bomba H por televisión. No cabe duda de que era un buen tema de inspiración para el relato...
También recuerdo que la primera obra de ciencia ficción que intenté, Retirada de la Tierra (Amateur Science Fiction Stories, marzo, 1938; reeditada en The Best of Arthur C. Clarke: 1937-1955, Sphere Books, 1976), se refería a las termitas:
...Y en los largos siglos anteriores al nacimiento del hombre, los alienígenas no habían estado ociosos sino que habían cubierto la mitad del planeta con sus ciudades, llenándolas de ciegos y fantásticos esclavos, y aunque el hombre conocía estas ciudades porque a menudo le habían causado infinitas molestias, nunca sospechó que a su alrededor, en los trópicos, se preparase una antigua civilización para el día en que se aventuraría de nuevo en los mares del espacio para recobrar su herencia perdida...
Y retrocediendo aún más en este esfuerzo de medio siglo, sospecho que mi interés por estas sorprendentes criaturas lo despertó The Raid on the Termites, de Paul Ernst, en Astounding Stories (junio, 1932). Para más ilustración sobre esto, véase el capítulo 11, «Beyond the Vanishing Point, en Astounding Days: A Science Fictional Autobiography.
Se ha exagerado enormemente la cantidad de científicos locos que desean conquistar el mundo —dijo Harry Purvis, mirando reflexivamente su cerveza—. En realidad sólo recuerdo haber conocido a uno.
—Entonces no debían de ser muchos —comentó Bill Temple con cierta acritud—. Esas cosas no se olvidan fácilmente.
—Supongo que no —repuso Harry con aquel aire de inocencia tan desconcertante para sus críticos—. Y de hecho, aquel científico no estaba realmente loco. Pero sin duda estaba dispuesto a conquistar el mundo. O para ser más preciso, a permitir que el mundo fuese conquistado.
—¿Y por quién? —preguntó George Whitley—. ¿Por los marcianos o por los conocidos hombrecitos verdes de Venus?
—Por ninguno de ellos. Estaba colaborando con alguien de mucho más cerca de casa. Comprenderéis lo que esto significa cuando os diga que era un mirmecólogo.
—¿Un qué? —preguntó George.
—Déjele continuar con su relato —lo amonestó Drew, desde el otro lado del mostrador—. Son más de las diez, y si esta semana no están todos fuera a la hora de cerrar, me cerrarán el local.
—Gracias —dijo Harry, con dignidad, tendiéndole su vaso para que lo llenase de nuevo—. Todo esto ocurrió hace casi dos años, cuando estaba en una misión en el Pacífico. Fue un asunto muy secreto, pero en vista de lo que ha ocurrido desde entonces no hay ningún mal en hablar de ello. Tres científicos fuimos llevados a cierto atolón del Pacífico, a menos de mil seiscientos kilómetros de Bikini, y se nos dio una semana para montar un equipo de detección. Desde luego, estaba destinado a no perder de vista a nuestros buenos amigos y aliados cuando empezaron a jugar con las reacciones termonucleares; de hecho, a recoger algunas migajas de la mesa de la Comisión de Energía Atómica. Los rusos estaban haciendo lo mismo, naturalmente, y en ocasiones nos tropezábamos los unos con los otros y ambos bandos pretendíamos que estábamos allí por nuestra cuenta.
Se pensaba que aquel atolón estaba deshabitado, pero esto era un gran error. En realidad tenía una población de varios cientos de millones. —¿Qué? —exclamaron todos. —Varios cientos de millones —repitió tranquilamente Purvis—, de los cuales sólo un individuo era humano. Lo conocí un día que fui tierra adentro para echar un vistazo al panorama.
—¿Tierra adentro? —preguntó George Whitley—. Creí que habías dicho que era un atolón. ¿Cómo puede un anillo de coral...?
—Era un atolón muy grande —dijo Harry con firmeza—. Y además, ¿quién está contando esto?
Esperó un momento, con aire desafiante, para recobrar el hilo del relato.
—Caminaba por la orilla de un delicioso riachuelo, a la sombra de los cocoteros, cuando me sorprendió ver una rueda hidráulica, que parecía muy moderna y que accionaba una dinamo. Si hubiese sido más sensato, habría tenido que dar media vuelta e informar a mis compañeros; pero no pude resistir la curiosidad y decidí hacer un reconocimiento por mi cuenta. Recordé que todavía se pensaba que por aquellos lugares había tropas japonesas que no sabían que la guerra había terminado; pero esta explicación parecía bastante improbable.
Seguí el cable eléctrico hasta lo alto de una cuesta y vi que al otro lado había un edificio bajo y enjalbegado, levantado en un gran claro. En todo el claro había altos e irregulares montículos de tierra, unidos entre sí por una red de alambres. Era una de las cosas más desconcertantes que jamás había visto, y me quedé allí durante diez minutos, mirante y tratando de descubrir lo que pasaba. Pero cuanto más miraba, menos sentido le encontraba a todo aquello.
Estaba pensando en lo que tenía que hacer, cuando un hombre alto y de cabellos blancos salió del edificio y se acercó a uno de los montículos. Llevaba una especie de aparato y unos auriculares colgados del cuello, por lo que imaginé que estaba utilizando un contador Geiger. Sólo entonces me di cuenta de lo que eran aquellos altos montículos. Eran termiteros..., unos rascacielos, en relación con sus constructores, mucho más altos que el Empire State Building, y en los que viven las llamadas hormigas blancas.
Observé con el mayor interés, aunque totalmente desconcertado, cómo el viejo científico insertaba su aparato en la base del termitero, escuchaba atentamente durante un instante y volvía después al edificio. Pero esta vez era tanta mi curiosidad que decidí revelar mi presencia. Fuera lo que fuese lo que allí se estaba investigando, estaba claro que nada tenía que ver con la política internacional; yo era por tanto el único que tenía algo que ocultar. Veréis más adelante lo equivocado que estaba.
Grité para llamar la atención y descendí la cuesta agitando los brazos. El desconocido se detuvo y me miró: no parecía particularmente sorprendido. Al acercarme, observé que tenía un bigote descuidado que le daba un aspecto ligeramente oriental. Tendría unos sesenta años y caminaba muy erguido. Aunque sólo llevaba unos pantalones cortos, parecía tan digno que me sentí bastante avergonzado de mi ruidosa aparición.
—Buenos días —saludé en tono de disculpa—. No sabía que hubiese alguien en esta isla. Yo formo parte de un... equipo científico que trabaja en el otro lado.
Al oír esto, al desconocido se le iluminaron los ojos.
—¡Ah, un compañero científico! —dijo en un inglés casi perfecto—. Encantado de conocerle. Entremos en la casa.
Lo seguí de buen grado pues tenía bastante calor después de mi caminata, y vi que el edificio no era más que un gran laboratorio. En un rincón había una cama y un par de sillas, así como un hornillo y uno de esos lavabos plegables que utilizan los que hacen camping. Parecían los únicos objetos que empleaba en su vida cotidiana. Pero todo estaba limpio y aseado: mi desconocido amigo parecía un recluso, pero creía en las apariencias.
Me presenté y, como había esperado, él hizo lo propio. Era un tal profesor Takato, biólogo de una importante universidad japonesa. No parecía japonés, salvo por el bigote que he mencionado. Con su actitud digna y erguida me recordaba a un viejo coronel de Kentucky a quien había conocido tiempo atrás.
Después de ofrecerme un vino raro pero refrescante, nos sentamos y estuvimos conversando durante un par de horas. Como la mayoría de los científicos, parecía encantado de estar con alguien que podría apreciar su trabajo. Realmente me interesan más la física y química que la biología, pero la investigación del profesor Takato me pareció fascinante.
—Como supongo que no sabéis mucho de termitas, os recordaré las principales características. Son unos de los insectos sociales más evolucionados y viven en numerosísimas colonias en los trópicos. No pueden soportar el tiempo frío y, aunque parezca extraño, tampoco la luz directa del sol. Cuando tienen que ir de un lugar a otro, construyen pequeños caminos cubiertos. Parecen tener algún desconocido y casi instantáneo medio de comunicación y, aunque la termita individual es bastante inútil y torpe, toda la colonia se comporta como un animal inteligente. Algunos escritores han hecho comparaciones entre el termitero y el cuerpo humano, que también está compuesto de células vivas individuales que forman una entidad muy superior a las unidades básicas. A las termitas se las llama con frecuencia "hormigas blancas” pero esto es absolutamente incorrecto ya que no son hormigas sino una especie de insecto muy diferente. ¿O debería decir "género"? No entiendo mucho de estas cosas...
—Disculpad esta pequeña conferencia, pero cuando hube escuchado a Takato durante un rato empecé a entusiasmarme realmente con las termitas. ¿Sabíais por ejemplo que no sólo cultivan huertos sino que tienen también vacas (insectos vacas, naturalmente) y que las ordeñan? Son unos diablillos muy refinados, aunque lo hagan todo por instinto.
—Pero será mejor que os diga algo sobre el profesor. Aunque estaba solo en aquel momento y llevaba varios años viviendo en la isla, tenía varios ayudantes que le traían equipo desde el Japón y lo ayudaban en su trabajo. Su primera gran hazaña fue hacer con las termitas lo que Von Frische había hecho con las abejas: aprender su lenguaje. Era mucho más complicado que el sistema de comunicación que emplean las abejas y que, como probablemente sabéis, se funda en el baile. Comprendí que la red de alambres que enlazaban los termiteros con el laboratorio, no sólo permitía al profesor Takato escuchar a las termitas cuando hablaban entre ellas sino también comunicarse con ellas. Esto no es tan fantástico como parece, si se emplea la palabra "hablar" en su sentido más amplio. Nosotros hablamos a muchos animales, no siempre con la voz sino por otros medios. Cuando se arroja un palo a un perro, esperando que corra a buscarlo, es una manera de hablar, un lenguaje por signos. Deduje que el profesor había inventado alguna clase de lenguaje en clave que las termitas comprendían, aunque no supe hasta qué punto era eficaz para comunicar ideas.
Volví allí cada día, siempre que tenía un rato libre, y al cabo de una semana nos habíamos hecho buenos amigos. Tal vez os sorprenderá saber que oculté estas visitas a mis colegas, pero la isla era muy grande y cada cual tenía mucho que explorar. Yo tenía la impresión de que el profesor Takato me pertenecía, y no quería exponerlo a la curiosidad de mis compañeros. Éstos eran unos personajes bastante toscos, graduados en alguna universidad provinciana como Oxford y Cambridge.
Me satisface decir que pude prestar cierta ayuda al profesor, reparando su radio y ajustando algunos de sus aparatos electrónicos. Él empleaba trazadores radiactivos para seguir a termitas individuales. En realidad, estaba siguiendo a una de ellas con un contador Geiger cuando le vi por primera vez.
Cuatro o cinco días después de conocernos, sus contadores empezaron a volverse locos, y el equipo que habíamos montado, comenzó a vacilar en sus grabaciones. Takato adivinó lo que había sucedido; nunca me había preguntado exactamente qué estaba yo haciendo en las islas, pero creo que lo sabía. Cuando lo saludé, puso en marcha sus contadores y me hizo escuchar el zumbido de las radiaciones. Se había producido alguna fuga radiactiva, no peligrosa, pero suficiente para armar aquel alboroto.
—Creo —dijo suavemente— que sus físicos se están divirtiendo de nuevo con sus juguetes; y esta vez son muy grandes.
—Temo que tiene usted razón —respondí. No estaríamos seguros hasta que las señales hubiesen sido analizadas, pero parecía que Teller y su equipo habían iniciado la reacción del hidrógeno—. Muy pronto conseguiremos que las primeras bombas atómicas parezcan petardos mojados.
—Mi familia —dijo el profesor Takato, sin emoción—, estaba en Nagasaki.
Poca cosa podía decir yo a esto, y me alegré cuando él prosiguió:
—¿Se ha preguntado alguna vez quién se encargará de esto cuando hayamos terminado?
—¿De sus termitas? —dije medio en broma.
Pareció vacilar un momento. Después continuó a media voz:
—Venga conmigo: todavía no se lo he mostrado todo.
Fuimos a un rincón del laboratorio donde había algo cubierto con un paño para resguardarlo del polvo, y el profesor descubrió un curioso aparato. A primera vista parecía uno de esos manipuladores que se emplean para manejar a distancia materiales radiactivos peligrosos. Tenía unas manijas que producían movimientos por medio de varillas y palancas, pero todo parecía centrarse en una cajita de pocos centímetros de lado.
—¿Qué es? —le pregunté.
—Un micromanipulador. Los franceses lo inventaron para trabajos biológicos. Todavía no hay muchos en el mundo.
Entonces lo recordé. Eran unos aparatos con los cuales, mediante un adecuado sistema de reducción, se podían realizar operaciones increíblemente delicadas. Se movía el dedo un centímetro, y el instrumento que se estaba manejando se movía una milésima de centímetro. Los científicos franceses que habían inventado esta técnica habían confeccionado pequeñas fraguas en las que podían fabricar pinzas y escalpelos diminutos a base de vidrio fundido. Trabajando sólo con microscopios, habían podido disecar células individuales. Extirpar el apéndice a una termita (en el caso muy improbable de que el insecto lo posea) sería un juego de niños con este instrumento.
—Yo no soy muy hábil en el uso del manipulador —confesó Takato—. Uno de mis ayudantes hace todo el trabajo con él. No he mostrado esto a nadie más, pero usted me ha ayudado mucho. Acompáñeme, por favor.
Salimos al aire libre y cruzamos las avenidas de altos montículos, duros como si fuesen de cemento. No todos tenían el mismo estilo arquitectónico, pues hay muchas clases diferentes de termitas: algunas ni siquiera construyen montículos. Me sentí como un gigante que caminase por Manhattan, pues eran verdaderos rascacielos, cada uno con sus propios y numerosos habitantes.
Había una pequeña choza de metal (no de madera, porque las termitas habrían dado pronto cuenta de ella) junto a uno de los montículos, y al entrar nosotros en ella quedó atrás la luz del sol. El profesor pulsó un interruptor y un débil y rojo resplandor me permitió ver varios tipos de instrumentos ópticos.
—Odian la luz —dijo—; así que observarlas es un gran problema. Nosotros lo hemos solucionado empleando infrarrojos. Esto es un convertidor de imágenes del tipo que se empleó en la guerra para operaciones nocturnas. ¿Sabe algo sobre ellos?
—Desde luego —contesté—. Los tiradores emboscados los fijaban en sus fusiles para poder disparar con precisión en la oscuridad. Unos aparatos muy ingeniosos; me alegro de que hayan encontrado la manera de utilizarlos para fines pacíficos.
Pasó bastante rato antes de que el profesor Takato encontrase lo que quería. Parecía estar moviendo alguna clase de periscopio, atisbando en los pasillos de la ciudad de las termitas. Después dijo:
—¡Dese prisa, antes de que se vayan! Me acerqué y adopté su posición. Tardé un segundo o dos a enfocar debidamente la mirada, y un poco más en comprender la escena que estaba viendo. Seis termitas, muy ampliadas de tamaño, se movían rápidamente en mi campo visual. Viajaban en grupo como si fueran perros esquimales; y la analogía era muy buena, dado que arrastraban un trineo...
Tan asombrado estaba que ni siquiera advertí la clase de carga que transportaban. Cuando se hubieron perdido de vista, me volví al profesor Takato. Mis ojos se habían acostumbrado ya al débil resplandor rojo y pude verlo claramente.
—Así que eso es lo que ha construido con su micromanipulador —le dije—. Es asombroso; nunca me lo hubiera podido imaginar.
—Pero esto no es nada —replicó el profesor—. Hay pulgas amaestradas que tiran de una carreta. Todavía no le he dicho lo más importante. Nosotros sólo construimos unos pocos trineos de ésos. El que acaba de ver lo construyeron ellas.
Esperó a que asimilase lo que acababa de decirme; tardé algún tiempo. Entonces prosiguió a media voz, pero con un entusiasmo controlado:
—Recuerde que las termitas, como individuos, carecen virtualmente de inteligencia. Pero la colonia en su conjunto es una clase muy elevada de organismo, e inmortal, salvo accidentes. Se quedó paralizada en su actual condición instintiva millones de años antes de que naciese el hombre, y nunca podría escapar por sí sola de su actual perfección estéril. Ha llegado a un punto muerto, porque no tiene herramientas ni manera eficaz de controlar la naturaleza. Yo le he dado la palanca, para aumentar su fuerza, y ahora el trineo, para aumentar su eficacia. He pensado en la rueda, pero esto será mejor dejarlo para una fase posterior; ahora no sería muy útil. Los resultados han superado mis esperanzas. Empecé con este termitero, pero ahora todas tienen los mismos instrumentos. Se han enseñado unas a otras, y esto demuestra que saben colaborar. Cierto que tienen guerras, pero no cuando hay comida suficiente para todas, como aquí.
—Pero no se puede juzgar el termitero por un patrón humano. Lo que yo quiero hacer es dar un impulso a su rígida cultura estancada; sacarla de la rutina por la que se ha regido durante millones de años. Le daré más herramientas y técnicas nuevas; espero ver, antes de morir, que el propio termitero empieza a hacer inventos...
—¿Y por qué hace usted esto? —le pregunté, pues sabía que había en ello algo más que una mera curiosidad científica.
—Porque no creo que el hombre sobreviva, pero espero que se conserven algunas de las cosas que ha descubierto. Si ha de encontrarse en un callejón sin salida, creo que hay que echarle una mano a otra raza. ¿Sabe por qué elegí esta isla? Para que mi experimento permaneciese aislado. Si mi supertermita llega a evolucionar, tendrá que permanecer aquí hasta que haya alcanzado un alto grado de conocimiento. En realidad, hasta que pueda cruzar el Pacífico...
—Hay otra posibilidad. El hombre no tiene rival en este planeta. Creo que le conviene tener uno. Podría ser su salvación.
No supe qué decirle: los sueños del profesor eran desconcertantes..., y sin embargo, en vista de lo que acababa de observar, muy convincentes. Sabía que el profesor Takato no estaba loco. Era un visionario, y su aspecto revelaba una sublime indiferencia, pero se fundaba en una base segura de la realización científica.
Y no es que fuese hostil a la humanidad, sino que se compadecía de ella. Creía simplemente que la humanidad había quemado su último cartucho, y deseaba salvar algo de la catástrofe. No podía censurarle.
Debimos estar mucho tiempo en aquella choza, explorando posibles futuros. Recuerdo que le sugerí que quizá podría haber cierta comprensión mutua, ya que dos culturas tan diferentes como las del hombre y la termita no debían tener motivos de conflicto.
Pero en realidad no me lo creía, y si se producía un conflicto, no estaba seguro de quién triunfaría, porque ¿de qué servirían las armas del hombre contra un enemigo inteligente que podía destrozar todos loí trigales y los arrozales del mundo?
Cuando salimos de nuevo al aire libre, era casi de noche. Fue entonces cuando el profesor me hizo su última revelación.
—Dentro de unas semanas —dijo—, daré el paso más importante.
—¿Y cuál va a ser? —le pregunté.
—¿No lo adivina? Les daré el fuego.
Sus palabras me causaron un gran impacto. Sentí un escalofrío ajeno a la noche que se acercaba. La espléndida puesta de sol más allá de las palmeras parecía simbólica... y de pronto me percaté de que el simbolismo era más profundo de lo que había creído.
Era una de las puestas de sol más hermosas que jamás había visto, y en parte era obra del hombre. Allá arriba, en la estratosfera, el polvo de una isla que había muerto ese día envolvía la Tierra. Mi raza había hecho un gran avance; pero ¿tenía eso alguna importancia ahora?
—Les daré el fuego". Nunca había dudado que el profesor triunfaría, y cuando esto ocurriera, las fuerzas que mi propia raza acababa de desencadenar no la salvarían...
La nave volante vino a recogernos al día siguiente y no volví a ver a Takato. Todavía está allí, y creo que es el hombre más importante del mundo. Mientras nuestros políticos se pelean, está haciendo que parezcamos obsoletos.
—¿Creéis que alguien debería detenerlo? Tal vez aún se estaría a tiempo. Con frecuencia he pensado en ello, pero nunca he encontrado una razón lo bastante convincente. Un par de veces estuve a punto de decidirme; pero cogí un periódico y leí los titulares.
—Creo que deberíamos darles una oportunidad. No creo que puedan hacer un trabajo peor que el que hemos hecho nosotros.
Fin