EL SAN VICENTE FERRER DE TALLA (Juan Valera)
Publicado en
marzo 17, 2013
(Palinodia)
En la capilla de la hermosa quinta que posee el marqués de Montefrío en las cercanías de Valencia, hay una devota y diminuta imagen de San Vicente Ferrer, esculpida en madera y bien pintada luego. Se debe esta obra al ilustre escultor don Manuel Álvarez, a quien sus contemporáneos llamaron el griego, por su habilidad para imitar los grandes modelos que del arte de Fidias nos dejó la antigüedad clásica. Elegante ornato del Prado es aún la fuente del Apolo y de las cuatro estaciones, trabajo del escultor susodicho; pero mayor talento e inspiración mostró en el San Vicente de que voy hablando y que pocos conocen. El santo está representado muy joven aún. Su cabeza es hermosísima y tiene noble expresión de triunfante alegría, como si acabase de alcanzar una gran victoria. En el rostro de esta efigie, alta toda ella de poco más de veinte centímetros, se diría que Álvarez ha procurado reproducir el júbilo orgulloso del Apolo de Belvedere, después de haber dado muerte con sus flechas a la serpiente monstruosa, si bien la humildad cristiana refrena el orgullo y calma el júbilo del santo con la consideración de que él, no ha vencido por su mérito propio, sino por la gracia y el favor del cielo. Asimismo se nota en el rostro del santo cierto vergonzoso rubor, por donde se barrunta que la victoria que ha ganado ha sido en combate espiritual contra el tercer enemigo del alma, según lo refiere el padre Rivadeneira, hablando de aquella hembra insolentísima, que quiso tentar y rendir al santo y dio ocasión para que se le llamase el que no se quemó en medio del fuego y para que se le comparase a los tres mancebos del horno de Babilonia, de quienes habla Daniel profeta.
La efigie, en suma, sobre poseer muy notable valer artístico, es digna de consideración por causas nada comunes. En el pecho, en el sitio bajo el cual debe estar el corazón, lleva clavado un puñalito de fuerte acero y agudísima punta. Todo él, menos la empuñadura de oro, ha penetrado en la madera, impulsado por mano sacrílega. Y cuenta la gente piadosa que todavía a principios de este siglo se realizaba en la mencionada efigie un singular milagro. Todos los años, el 8 de septiembre, día de la Natividad de la Virgen Nuestra Señora, una gotita de color rojo, a modo de sangre, manaba de la herida. No ha de extrañarse que el prodigio no se realice hoy, porque no merecen verle los que de fe carecen.
Como quiera que ello sea, la linda efigie atrae mucho la atención, y más cuando llega a saberse que entre los documentos existentes en el archivo de la casa del marqués hay un escrito de don Melchor de la Mota, tío del marqués actual y cuarto hijo del abuelo de éste, don Jacinto, donde se refiere la historia de la imagen y se explica el suceso de la herida que lleva en el pecho. El escrito que pongo aquí, ya copiando y ya extractando o saltando no pocos párrafos, es como sigue:
«La admirable escultura de don Manuel Álvarez, que representa a San Vicente Ferrer, vino a poder de mi madre en el año 1801. Se la legó al morir el reverendo padre capuchino fray Atanasio, que la custodiaba en su celda desde el año de 1785. Mi madre, que era discreta y, callada, o no sabía o aparentaba no saber del San Vicente sino el nombre del autor, su mérito como objeto de arte y la inmediata procedencia por donde llegó a sus manos, de sobra reconocía además, y no lo disimulaba, que el artista había tomado para modelo de su santo el bello rostro del marqués, marido de ella, y le había retratado con fidelidad pasmosa.
En varias conversaciones que tuve con el padre Atanasio, ya muy viejo, y que me estimaba y quería mucho, logré entender y rehacer en mi mente la historia toda de la imagen y de cuanto a ella se refiere. Y como es curioso y no redunda en perjuicio, sino más bien en honra de mi padre, voy a dejarlo consignado por escrito en el archivo de nuestra casa.
Don Jacinto de la Mota jamás fue hipócrita ni falso en sus devociones ni en la austeridad de su vida. Educado severamente, muy correcto en todo y guiado por el santo temor de Dios, cumplía con sus deberes, sin el menor asomo de jactancia. Así como no le arredraban las burlas que de él pudieran hacer los libertinos, tampoco calculó jamás la honra y el provecho mundanos que su recato y demás virtudes pudieran acarrearle. Cuando se libró de los lazos que el duque de Campoverde y otros amigos le tendieron, valiéndose de María Antonia Fernández, alias La Caramba, hizo lo que hizo por su delicadeza de sentimientos y por repugnancia a toda sensual grosería, sin pensar en la buena fama que ganaba.
Tan convencida quedó La Caramba de la sinceridad de don Jacinto y tan prendada de las dulces palabras con que él mitigó la amargura de su desdén que el vicioso prurito con que ella acudió a seducirle se transformó en verdadera y profunda pasión amorosa.
Por aquel tiempo el escultor don Manuel Álvarez, que visitaba con frecuencia al duque de Campoverde, oyó contar a éste lo que había pasado entre don Jacinto y La Caramba, e inspirado en aquel suceso hizo la diminuta imagen de San Vicente, poniéndole por rostro el de don Jacinto, que acertó a retratar fielmente de memoria.
Hubo de saber María Antonia Fernández que don Manuel Álvarez había terminado tan linda obra, y resolvió adquirirla a toda costa para sí, como lo realizó, en efecto, pagándosela bien al escultor, el cual no quiso ni pudo negarse a ello.
La Caramba, aunque ya sublimemente enamorada de don Jacinto, distaba mucho aún de haberse convertido. Como no pocas mujeres aventureras y de vida muy rota, estaba llena de extravagantes supersticiones. Creía amar, y amaba con frenesí, a don Jacinto, y aspiraba a ser amada de él por cualquier medio. Su amor adquiría a veces la condición del odio y a veces tomaba el aspecto de la abnegación y del sacrificio. La Caramba, ya quería matarle, ya quería morir ella por amor de él; pero, de todos modos, ansiaba ser amada.
Consultó a una famosa gitana hechicera, que había entonces en Madrid, y esta gitana le vendió el puñalito con puño de oro para que le clavase en el corazón de la efigie, como La Caramba lo hizo. No por eso conquistó ella el vivo y verdadero corazón de don Jacinto. Y movida, poco tiempo después, de sus pasiones y desengaños, y de un muy elocuente sermón que oyó por acaso al padre Atanasio, en el convento de Capuchinos, abandonó la desastrada vida que hasta entonces había seguido y se volvió a Dios de todas veras.
Pronto llegaron a oídos de don Jacinto las nuevas de conversión tan ejemplar y milagrosa, y de aquí nació la mayor falta que en su vida cometió don Jacinto, estimulado, sin duda, por el demonio del orgullo, el cual demonio hubo de prevalerse de sentimientos, muy otros, llenos de caridad y misericordia.
Consistió el orgullo en no tener miedo de caer en la tentación y en atreverse a arrostrar los peligros, y consistió la caridad misericordiosa en admirarse del cambio repentino de aquella mujer pecadora, en compadecer el dolor agudo y tremendo que para la conversión la había apercibido, y en la irresistible simpatía de que se dejó vencer, yendo a tratar con ella de cosas del espíritu y a darle amistad pura y grato consuelo.
Don Jacinto se alucinó de tal suerte, que ni por un instante pensó que en esto pecaba; pero un día habló de ello al padre Atanasio, su confesor, y habló, no como revelándole una culpa suya, sino para ponderar la virtud penitente de La Caramba y para tratar de que el padre Atanasio la conociese y admirase.
Entonces fue cuando el padre Atanasio pintó ante los ojos de su alma y con colores muy vivos, el peligro espantoso de caer en pecado mortal a que él y María Antonia Fernández se exponían, y le prohibió resuelta y terminantemente que volviese a visitarla y a tratar con ella.
Obedeció don Jacinto, no sin combatir enérgica y dolorosamente contra la amistad y contra la pura simpatía que María Antonia Fernández le había inspirado.
Nada más natural; nada con menos premeditación y malicia que lo ocurrido después de esto.
La envidia calumniaba a la joven marquesita de Montefrío, sin otra razón que la de ser ella rica e ilustre. Educada con el mayor recogimiento, tímida y silenciosa, sin el menor esmero en trajes y tocados de moda y sin desenfado alguno en sus ademanes y conversaciones, la marquesita fue declarada harto injustamente tonta y fea. No era ni lo uno ni lo otro. No avergonzarse, sino bien podía envanecerse quien llegase a tenerla por suya. Y de cierto había entonces, en esta villa y corte de Madrid, no pocas damas de alto copete, cuyo talento y cuya hermosura eran muy inferiores a los de la marquesita; pero que completaban con el desenfado la carencia o la escasez de tan altas cualidades, e infundían vehementes pasiones y eran heroínas de mil galantes aventuras.
El casamiento, cristianamente considerado, no presupone historia amorosa, por muy delicada y limpia que sea. Es más bien un contrato, purificado, santificado y sancionado por la religión, cuyo fin principal es la fundación de las familias, la educación de los hijos y la conservación de los linajes. Tan cumplir con un deber es casarse como entrar en religión. Esto prueba que puede la persona honrada y piadosa servir a Dios en cualquier estado. Así lo entendió don Jacinto. Respetables individuos de su familia y de la familia de la marquesita concertaron la boda de ambos. Apenas se vieron ellos y apenas se hablaron tres o cuatro veces; lo bastante para reconocer que no había motivo para que ellos se repugnasen el uno al otro, sino que, por el contrario, el mutuo agrado, la satisfacción vanidosa de tener por consorte a una persona de gentil presencia y el pleno convencimiento de la inmaculada reputación de esta persona, todo coincidía con la conveniencia de intereses y de miras que había en el proyectado casamiento, en cuyos conciertos intervino más que nadie el padre Atanasio.
En suma, don Jacinto se casó con la marquesita, y de pobre hidalgo que era se transformó en rico señor titulado; pero, en cierto modo, pudo seguir llamándose pobre de espíritu, porque poseyó la riqueza como si no la poseyese; cuidó de los bienes cuantiosos de su mujer, más como celoso administrador que como propietario y dueño de ellos; y a su muerte, que no fue tardía, porque murió a los trece años después de su boda, había acrecentado de tal manera el caudal de la casa con su tino y su economía, que de la parte de gananciales que a él tocaba pudo dejar y dejó cerca de tres mil ducados de renta a cada uno de sus cuatro hijos.
Yo, que redacto estos apuntes, soy el menor de ellos. Nada digo de mí, porque nada merezco; pero si diré de mis tres hermanos que todos son muy guapos, entendidos y capaces para la profesión que siguen; y que mi hermana es el encanto y la gala de la corte, a quien ponderan y ensalzan todos por su apacible y honesto trato, por su discreción y hermosura, honrando y glorificando así la noble casa donde como cabeza y madre de familia entró hace años.
Bastaría mirar sin prevención todo esto, aunque se careciese de otras pruebas, para entender que el marqués y la marquesa se amaron de verdad; porque del enlace frío y por mero cumplimiento de un deber, no nace jamás tan lucida y generosa prole.
Asegurado esto, voy a declarar y a explicar aquí cuál fue la conducta del marqués en sus relaciones con María Antonia Fernández y cómo esta conducta, si bien en ciertos puntos digna de censura, sólo en un momento de vergonzoso extravío no dejó de conciliarse con el respeto y con el verdadero y santo amor que consagró a su mujer, la marquesa. Por lo demás, la culpa del marqués fue castigada severamente por el cielo, siendo el mismo marqués, con sus remordimientos y profundo y secreto pesar, instrumento de aquel castigo.
Mucho le amargaban y atormentaban las injuriosas frases, justas con él e injustas con la marquesa, con que La Caramba le arrojó de su casa; pero más le compungió y más honda herida hizo en su corazón lastimado un escrito que le dirigió La Caramba, arrepentida de las injurias.
La Caramba redactó aquel escrito poco antes de morir, y legándole además el San Vicente Ferrer de talla, se lo confió todo al padre Atanasio. Este consideró conveniente que el marqués tuviese noticia del escrito, pero no se le comunicó y le guardó entre sus papeles. El padre Atanasio consintió en que yo le leyera y en que sacase de él la copia exacta que aquí traslado.
«Ilustre señor marqués, a quien ya no me atrevo a llamar amigo: Creo cumplir con un deber de conciencia dirigiéndome a usía para pedirle perdón de las muchas faltas que he cometido en su daño. Ni remotamente tenía yo derecho a imaginar que las caritativas visitas que usía me hizo después de mi conversión, más aparente que real, le enlazaban conmigo por ningún estilo y le ponían en la obligación de consagrarse a mi persona con amistad exclusiva y única y de ser constante compañero mío en la penitencia, cuando nunca lo fue en el pecado. Mi extraña conversión y el refinamiento vicioso de quien, sin caer en ello, era aún enamorada pecadora, me inducían a deleitarme con aquellas visitas, a aliñarlas con el sabor picante de un falso misticismo y con las mortificaciones y castigos que yo imponía a mi cuerpo, y a saborearlas regalándome y alimentándome con la dulzura de ellas, como si usía fuese mi Dios y no el que está en el cielo.
»De aquí mi descompuesta furia, loca desesperación, cuando usía, advirtiendo a tiempo del peligro, dejó, con razón de visitarme. Mi enojo fue mayor aún cuando supe que usía se había casado; enojo absurdo, porque usía ni me había prometido ni podía prometerme no casarse para ser fiel a las relaciones indefinibles en que soñé yo que estábamos. De aquí que, rabiosa yo, maldijese de la marquesa, y, ciega con mis celos, me la figurase un monstruo.
»Y de aquí, por último, que, olvidando y echando a rodar todas mis penitencias, mis cilicios, ayunos y disciplinas me entregase yo de nuevo al demonio, cuya esclava y servidora había sido durante mucho tiempo. Y el demonio me prestó, sin duda, el poder sobrenatural y los medios de seducción casi irresistibles, con los cuales tendí a usía mis infernales redes, donde por vez primera logré que usía cayese para insultarle y maltratarle luego con infamia. Y más vale así, porque peor hubiera sido que hubiésemos caído ambos en más honda sima y en pecado más grave.
»No me arrepiento, pues, de haber rechazado a usía; de lo que me arrepiento es de haberle atraído con inaudita perfidia para rechazarle luego. Cuando en esto pienso me doy a cavilar y a recelar que tal vez al principio no hubo en mí perfidia, sino que me movió otra pasión, cuando no peor, más peligrosa. ¿Me movió tal vez amor frenético y desesperado? ¿Fue repentino y súbito el cambio en odio de este amor cuando le vi triunfante? El corazón de la mujer es un abismo de malvadas inconsecuencias. Para abrazarme a mi ídolo le derribé del altar, y cuando le vi por tierra me llené de orgullo y la adoración se trocó en desprecio, y le pisoteé en lugar de recibir con júbilo y con vehemente gratitud su beso.
»En fin, más vale que haya sucedido todo como ha sucedido. Dios tenga piedad de mí y perdone mis culpas. Conozco que se acerca la hora en que me llamará Dios a su tremendo tribunal. Aun así, no puedo menos de pensar en usía y de anhelar que usía me perdone. Yo he sido su ángel malo, y me arrepiento de ello y lo deploro. Compadézcame usía; pero no me llore, porque descansaré con la muerte. Y no permita el cielo que la paz del alma de usía se turbe y que se obscurezca su luz al pensar usía en mi último pecado y en el único, sin duda, que usía cometió por mi causa e instigado por mí y por todos los espíritus del Averno que me auxiliaban entonces.»
Así terminaba el escrito de La Caramba.
En cuanto al marqués, sólo el padre Atanasio, su confesor, supo lo que padecía, recordando su fea, aunque momentánea falta, y pensando, ya en el misterioso afecto que La Caramba le había inspirado, ya en la singular pasión que tuvo por él aquella mujer, pasión que fue tomando diversas formas y condiciones, que sin duda no extinguió el desengaño ni la penitencia, y que no se desprendió del ser de ella hasta que se desprendió de ella el alma al exhalar el postrer suspiro.
Madrid, 1897.
Fin