EL PARÁSITO (Arthur C. Clarke)
Publicado en
marzo 24, 2013
Este es un feo cuento sobre una fea idea; pertenece a la misma categoría que «El otro tigre». Ambos los escribí a principios de los años cincuenta.
Confió en que ambos sean de fantasía, no de ciencia ficción. Pero ¿quién sabe qué poderes podrán tener nuestro remotos descendientes, o qué vicios podrán cultivar para pasar los espantosos mil millones de años antes del fin del tiempo?
No puedes hacer nada —dijo Connolly—. Absolutamente nada. ¿Por qué tienes que seguirme? Estaba de pie, de espaldas a Pearson, contemplando el agua tranquila y azul que llevaba a Italia. A la izquierda, detrás de la flota de pesca anclada, el sol se estaba poniendo con un esplendor mediterráneo, pintando de rojo la tierra y el cielo. Pero ninguno de aquellos hombres se daba cuenta de la belleza que los rodeaba.
Pearson se levantó y salió del sombreado porche del pequeño café a la oblicua luz del sol. Se reunió con Connolly junto a la pared del acantilado, pero tuvo buen cuidado en no acercarse demasiado. Incluso en tiempos normales, a Connolly le disgustaba que le tocasen. Su obsesión, fuese lo que fuere, lo haría ahora doblemente sensible.
—Escucha, Roy —dijo Pearson en tono apremiante—. Hemos sido amigos desde hace veinte años, y deberías saber que esta vez no te dejaré en la estacada. Además...
—Ya lo sé. Lo prometiste a Ruth.
—¿Y por qué no había de hacerlo? A fin de cuentas, es tu esposa. Tiene derecho a saber lo que ha pasado. —Hizo una pausa, eligiendo cuidadosamente las palabras—. Está preocupada, Roy. Mucho más preocupada que si se tratase de otra mujer.
Estuvo a punto de añadir el término «otra vez», pero decidió no hacerlo.
Connolly aplastó el cigarrillo en la pared de granito; después arrojó el filtro blanco al mar, que cayó dando vueltas hacia las aguas a treinta metros por debajo de ellos. Se volvió de cara a su amigo.
—Lo siento, Jack —respondió, y por un momento reveló la personalidad familiar que, según sabía Pearson, debía estar atrapada en alguna parte, dentro del desconocido que estaba a su lado—. Sé que tratas de ayudarme, y te lo agradezco. Pero preferiría que no me hubieses seguido. Sólo empeorarás las cosas.
—Convénceme de esto, y me iré.
Connolly suspiró.
—No podría convencerte más que a aquel psiquiatra a quien me persuadiste de que fuese a ver. ¡Pobre Curtís! Era un hombre muy bienintencionado. Me gustaría que le presentaras mis disculpas.
—Yo no soy psiquiatra y no trato de curarte, si me permites la expresión. Si te gusta ser como eres, allá tú. Pero creo que deberías decirnos lo que ha pasado para que podamos hacer nuestros planes.
—¿Para que me digan que estoy loco?
Pearson se encogió de hombros. Se preguntó si Connolly podía ver, a través de su fingida indiferencia, la preocupación real que estaba tratando de ocultar. Ahora que todos los procedimientos parecían haber fracasado, la actitud de «francamente no me importa» era la única que podía adoptar.
—No estaba pensando en esto. Hay algunos detalles prácticos que resolver. ¿Quieres quedarte indefinidamente aquí? No puedes vivir sin dinero, ni siquiera en Syrene.
—Puedo alojarme en la villa de Clifford Rawnsley todo el tiempo que quiera. Ya sabes que era amigo de mi padre. Ahora la casa está vacía, a excepción de la servidumbre, y ésta no me preocupa.
Connolly se apartó del parapeto en el que se apoyaba.
—Voy a subir al monte antes de que anochezca —dijo.
El tono había sido brusco, pero Pearson sabía que no era de despedida. Podía seguirlo si quería, y esto le dio la primera satisfacción desde que había localizado a Connolly. Era un pequeño triunfo, pero lo necesitaba.
No hablaron durante la subida; lo cierto es que Pearson apenas si tenía aliento para hacerlo. Connolly caminaba a paso vivo, como si tratase deliberadamente de agotarse. La isla se hundía debajo de ellos; las villas blancas resplandecían como fantasmas en los valles umbríos; las pequeñas barcas de pesca, terminado el trabajo del día, descansaban en el puerto. Y el mar se estaba oscureciendo.
Cuando Pearson alcanzó a su amigo, Connolly estaba sentado delante del santuario que los devotos isleños habían construido en el punto más alto de Syrene. En pleno día, el lugar era frecuentado por los turistas, que se fotografiaban o contemplaban boquiabiertos la belleza de la que les habían hablado y que se extendía debajo de ellos; pero ahora estaba desierto.
Connolly respiraba fatigosamente debido al esfuerzo, pero sus facciones estaban relajadas y de momento parecía tranquilo. La sombra que había nublado su mente se había levantado, y se volvió a Pearson con una expresión que recordaba su antigua y contagiosa sonrisa.
—Él aborrece el ejercicio, Jack. Le espanta.
—¿Y quién es él? —dijo Pearson—. Recuerda que todavía no nos has presentado.
Connolly sonrió ante la muestra de humor de su amigo; después, su rostro se puso grave de repente.
—Dime, Jack —empezó diciendo—. ¿Crees que tengo una imaginación superdesarrollada?
—No; más o menos normal. Eres menos imaginativo que yo, desde luego.
Connolly asintió lentamente con la cabeza.
—Es verdad, Jack, y esto debería ayudarte a creer en mí, porque estoy seguro que nunca habría podido inventar la criatura que me obsesiona. Existe realmente. No sufro de alucinaciones paranoicas o como quiera llamarlo el doctor Curtís.
»¿Recuerdas a Maude White? Todo empezó con ella. La conocí en una de las fiestas de David Trescott, hace un mes y medio. Acababa de reñir con Ruth y estaba bastante harto. Los dos estábamos en una situación difícil y, al estar yo en la ciudad, ella vino al piso conmigo.
Pearson sonrió para sus adentros. ¡Pobre Roy! Era la misma historia de siempre, aunque nunca parecía darse cuenta. Cada aventura era diferente para él, pero no para los demás. Era el eterno Don Juan, siempre buscando y siempre decepcionado, porque lo que buscaba sólo podía encontrarse en la cuna o en la tumba, pero nunca entre las dos.
—Supongo que te reirás de lo que me impresionó tanto; parece muy trivial, pero sin embargo me asustó más que nada en la vida. Sencillamente, fui al mueble bar y preparé las bebidas, como había hecho infinidad de veces. Sólo cuando tendí un vaso a Maude me di cuenta de que había llenado tres. El incidente era tan natural que al principio no reconocí lo que significaba. Después miré como un loco alrededor de la estancia, para ver dónde estaba el otro hombre..., aunque sabía, de alguna manera, que no era un hombre. Desde luego, no estaba allí. No estaba en parte alguna del mundo exterior: estaba escondido en lo más profundo de mi propio cerebro...
La noche era muy silenciosa, sin más sonido que una suave cinta de música que subía en espiral hacia las estrellas desde algún café del pueblo, allá abajo. La luz de la luna naciente resplandecía sobre el mar; en lo alto, los brazos del crucifijo se perfilaban contra la oscuridad. Venus, brillante faro en la frontera del crepúsculo, seguía al sol hacia el oeste.
Pearson esperó, dejando que Connolly se tomase tiempo. Parecía lúcido y bastante razonable, por muy extraña que fuese la historia que contaba. Su cara estaba absolutamente tranquila a la luz de la luna, aunque podía ser la calma que viene después de la aceptación de la derrota.
—Después de aquello, lo primero que recuerdo es que estaba tumbado en la cama mientras Maude me limpiaba la cara con una esponja. Estaba muy asustada: yo me había desmayado y al caer me hice un corte profundo en la frente. Había mucha sangre por todas partes, pero esto no importaba. Lo que realmente me aterrorizaba era la idea de que me había vuelto loco. Parece curioso, ahora que me horroriza mucho más el estar cuerdo.
»Él estaba todavía allí cuando me desperté; y ha estado allí desde entonces. De alguna manera me libré de Maude (no fue fácil) y traté de averiguar lo que había sucedido. Dime, Jack, ¿crees en la telepatía?
La brusca pregunta pilló desprevenido a Pearson.
—Nunca he pensado mucho en ello, pero las pruebas parecen bastante convincentes. ¿Sugieres que otra persona está leyendo tu mente?
—No es tan sencillo. Lo que te estoy contando lo he descubierto poco a poco, generalmente cuando estaba soñando o me hallaba algo bebido. Puedes pensar que esto invalida la prueba, pero yo no lo creo. Al principio fue la única manera en que podía pasar por la barrera que me separa de Omega..., más tarde te diré por qué le llamo así. Pero ahora no hay ningún obstáculo: sé que él está siempre allí, esperando que yo baje la guardia. De día y de noche, borracho o sereno, soy consciente de su presencia. En ocasiones como ésta, permanece quieto, observándome por el rabillo del ojo. Mi única esperanza es que se canse de esperar y que se vaya en busca de otra víctima.
La voz de Connolly, tranquila hasta ahora, se le quebró de pronto.
—Imagínate el horror de aquel descubrimiento: el efecto de saber que cada acción, cada idea o cada deseo que pasa por tu mente está siendo observado y compartido por otro ser. Desde luego, esto significó para mí el fin de toda vida normal. Tuve que dejar a Ruth, sin poder darle una razón. Entonces, para empeorar las cosas, Maude empezó a perseguirme. No me dejaba en paz y me bombardeaba con cartas y llamadas telefónicas. Era un infierno. No podía luchar contra los dos, y por esto me escapé. Y pensé que precisamente en Syrene, él encontraría bastantes cosas de interés para que dejase de molestarme.
—Ahora comprendo —dijo Pearson, a media voz—. Es eso lo que busca. Una especie de voyeur telepático que ya no se contenta sólo con observar...
—Supongo que me estás tomando el pelo —replicó Connolly, sin resentimiento—. Pero no me importa, y además has resumido muy bien la situación, como sueles hacer siempre. Pasó bastante tiempo antes de que yo me diese cuenta de cuál era su juego. Una vez pasada la primera impresión, traté de analizar la cosa racionalmente. Pensé en lo que había precedido al momento del primer reconocimiento, y al fin caí en la cuenta de que no había sido una súbita invasión de mi mente. Él había estado conmigo desde hacía años, tan escondido que no me había dado cuenta. Supongo que eso te hará reír, conociéndome como me conoces. Pero nunca había estado del todo tranquilo con una mujer, ni siquiera cuando hacía el amor, y ahora sé la razón. Omega estaba siempre allí, compartiendo mis emociones, refocilándose con unas pasiones que ya no puede experimentar en su cuerpo.
»La única manera de conservar algún control era contraatacando, tratando de llegar a las manos con él e intentando comprender lo que era. Y al fin lo conseguí. Está muy lejos y su poder debe tener algún límite. Tal vez el primer contacto fue accidental, aunque no estoy seguro de ello.
»Supongo que lo que te he contado hasta ahora, Jack, te resultará bastante difícil de creer, pero no es nada en comparación con lo que voy a decirte. En todo caso, recuerda que estuviste de acuerdo en que no soy un hombre imaginativo, así que a ver si puedes encontrar un fallo en el relato.
»No sé si has leído alguna vez que la telepatía es, de alguna manera, independiente del tiempo. Yo sé que lo es. Omega no pertenece a nuestra era: está en alguna parte del futuro a una distancia inconmensurable de nosotros. Durante un tiempo pensé que debía ser uno de los últimos hombres, y por esto le puse aquel nombre. Pero ahora no estoy seguro; tal vez pertenece a una era en la que hay innumerables razas humanas diferentes, esparcidas por todo el universo; algunas todavía en auge, y otras en plena decadencia. Su pueblo, dondequiera que esté, ha alcanzado las alturas y caído desde ellas a unas profundidades que nunca conocerán las bestias. Todo él respira maldad, Jack; la maldad substancial que la mayoría de nosotros no conoceremos jamás. Sin embargo, a veces casi me compadezco de él, porque sé qué le ha hecho como es.
»Jack, ¿te has preguntado alguna vez lo que hará la raza humana cuando la ciencia lo haya descubierto todo, cuando no haya más mundos por explorar, cuando todas las estrellas hayan revelado sus secretos?
Omega es una de las respuestas. Espero que no sea la única, porque si así fuese todos nuestros esfuerzos habrían sido en vano. Espero que él y su raza sean un cáncer aislado en un universo todavía sano; pero no puedo estar seguro.
»Han mimado sus cuerpos hasta hacerlos inútiles y han descubierto su error demasiado tarde. Tal vez pensaron, como algunos hombres, que podían vivii sólo con la inteligencia. Y quizá son inmortales, } ésta es su verdadera perdición. A lo largo del tiempo sus mentes han estado corroyendo sus débiles cuerpos, buscando algún alivio a su tedio insoportable. "V al fin han encontrado la única manera de lograrlo: enviando sus mentes a una era anterior y más viril, y convirtiéndose en parásitos de las emociones d« otros.
»Me pregunto cuántos serán. Tal vez explican to dos los casos que solíamos llamar de posesión. ¡Come habrán saqueado el pasado para saciar su hambre ¿Te los imaginas volando como cuervos alrededor de Imperio Romano en decadencia, disputándose la: mentes de Nerón, Calígula y Tiberio? Tal vez Omega no consiguió hacerse con aquellos grandes premios O tal vez no tiene mucho entre lo que elegir y tiene que apoderarse de cualquier mente con la que pueda establecer contacto en cualquier tiempo, pasando d< ella a la siguiente a la primera oportunidad.
»Naturalmente, todo esto lo descubrí con mucha lentitud. Creo que él se regocija más al saber que percibo su presencia. Creo que me ayuda deliberada mente, rompiendo su propio lado de la barrera. Por que al fin pude verle.
Connolly se interrumpió. Pearson miró a su alrededor y vio que ya no estaban solos en la cima del monte. Una joven pareja, cogida de la mano, subía por la carretera en dirección al crucifijo. Ambos tenían la belleza física tan común entre los isleños. No reparaban en la noche que los envolvía ni en los espectadores, y pasaron junto a nosotros sin la menor señal de reconocimiento. Una sonrisa amarga se pintó en los labios de Connolly mientras los veía alejarse.
—Supongo que debería avergonzarme, pero pensaba que a lo mejor él me dejaba y se iba detrás de aquel muchacho. Pero no ha querido; aunque me niego a seguirle el juego, se queda para ver qué sucede.
—Ibas a decirme cómo es —dijo Pearson, contrariado por la interrupción.
Connolly encendió un cigarrillo y aspiró profundamente antes de responder.
—¿Puedes imaginarte una habitación sin paredes? El está en un espacio hueco, en forma de huevo, rodeado de una niebla azul que siempre parece estar girando y retorciéndose, pero nunca cambia de posición. No hay entrada ni salida, ni gravedad, a menos que haya aprendido a desafiarla. Porque él flota en el centro, y a su alrededor hay un círculo de cortos cilindros aflautados que giran lentamente en el aire. Creo que deben ser algún tipo de máquinas sometidas a su voluntad. Y una vez había un óvalo grande suspendido a su lado, con brazos humanos y muy bien formados. Sólo podía ser un robot; pero las manos y los dedos parecían vivos. Le palpaban y daban masajes, tratándole como a un niño pequeño. Era horrible...
»¿Has visto alguna vez lémures o társidos espectrales? Se les parece bastante: una pesadilla disfrazada de hombre, con grandes ojos malignos. Y lo más raro es que contradice lo que pensábamos de la evolución: está cubierto de una fina capa de vello tan azul como la morada en que vive. Siempre que lo he visto estaba en la misma posición: encogido hacia arriba, como un niño durmiendo. Creo que sus piernas deben estar completamente atrofiadas, y tal vez también los brazos. Sólo su cerebro está todavía activo, buscando su presa a lo largo de los siglos.
»Y ahora ya sabes por qué ni tú ni nadie podéis hacer nada. Los psiquiatras podrían curarme si estuviese loco, pero la ciencia que pueda con Omega aún no ha sido inventada.
Connolly hizo una pausa y sonrió con ironía.
—Precisamente porque estoy cuerdo, sé que no me vas a creer. Así que no hay un terreno común en el que podamos encontrarnos.
Pearson se levantó de la piedra en que se hallaba sentado, con un ligero temblor. La noche se estaba enfriando, pero esto no era nada en comparación con el sentimiento de impotencia interior que se había apoderado de él mientras Connolly le hablaba.
—Te seré franco, Roy —dijo, hablando lentamente—. No te creo, desde luego. Pero si tú crees en Omega, es real para ti; y lo aceptaré sobre esta base y lucharé contigo contra él.
—Puede ser un juego peligroso. ¿Sabemos acaso lo que es capaz de hacer si se ve acorralado?
—Correré este riesgo —repuso Pearson, echando a andar cuesta abajo. Connolly lo siguió, sin discutir—. Y ahora dime, ¿qué piensas hacer tú?
—Relajarme. Evitar las emociones. Y sobre todo mantenerme lejos de las mujeres, de Ruth, de Maude, de todas ellas. Esto ha sido lo más difícil. No es fácil romper con los hábitos de toda una vida.
—Esto sí que lo creo —dijo Pearson, con cierta sequedad—. ¿Y has tenido éxito hasta ahora?
—Un éxito total. Mira, el propio afán de Omega va contra sus fines, infundiéndome una especie de repugnancia y de desprecio de mí mismo cuando pienso en el sexo. ¡Y pensar que me burlé de los mojigatos durante toda mi vida, y que ahora me he convertido en uno de ellos...!
Aquí está la respuesta, se dijo Pearson con súbita inspiración. Nunca lo habría creído, pero el pasado de Connolly al fin había podido con él. Omega no era más que un símbolo de la conciencia, una personificación de la culpa. Cuando Connolly se diese cuenta de esto, dejaría de obsesionarse. En cuanto a la naturaleza notablemente detallada de la alucinación, era otro ejemplo de los trucos de que es capaz la mente humana para engañarse a sí misma. Tenía que haber alguna razón que explicara por qué la obsesión había tomado esta forma, pero esto no tenía tanta importancia.
Pearson se lo explicó a Connolly con cierta prolijidad mientras se acercaban al pueblo. El lo escuchaba con tanta paciencia que Pearson tuvo la desagradable impresión de que ahora Connolly le estaba tomando el pelo, pero continuó seriamente hasta el final. Cuando hubo terminado, Connolly lanzó una risa breve y nada divertida.
—Tu interpretación es tan lógica como la mía, pero ninguno podrá convencer al otro. Si tú tienes razón, con el tiempo podré volver a ser «normal». No puedo rebatir esta posibilidad; sencillamente, no creo en ella. Tú no puedes imaginarte lo real que es Omega para mí. Más real que tú; porque si cierro los ojos tú desapareces y en cambio él sigue estando presente. ¡Quisiera saber a qué está esperando! He dejado atrás mi antigua vida; él sabe que no volveré a ella mientras él esté aquí. Entonces, ¿qué va a ganar quedándose? —Se volvió a Pearson con ansiedad febril—. Esto es lo que realmente me espanta, Jack. Él debe saber cuál será mi futuro; toda mi vida debe ser como un libro que puede abrir donde le plazca. Por consiguiente, tengo que pasar por alguna experiencia que está deseando saborear. A veces..., a veces me pregunto si será mi muerte.
Se encontraban entre las casas de las afueras del pueblo, y delante de ellos empezaba la vida nocturna de Syrene. Y al no estar solos, se produjo un cambio sutil en la actitud de Connolly. En la cima del monte se había mostrado, ya que no en su manera normal, al menos amigable y dispuesto a hablar. Pero ahora, al ver a la multitud despreocupada y feliz, pareció encogerse dentro de sí mismo. Se quedó atrás mientras Pearson avanzaba, y al poco rato se negó a seguir adelante.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Pearson—. Supongo que vendrás al hotel y cenarás conmigo, ¿no?
Connolly sacudió la cabeza.
—No puedo —dijo—. Encontraría demasiada gente.
Era una observación asombrosa por parte de un hombre a quien siempre había encantado el gentío y las fiestas. Demostraba sobre todo lo mucho que había cambiado. Y antes de que Pearson hubiese pensado una respuesta adecuada, giró sobre sus talones y se metió en una calle lateral. Molesto y contrariado, Pearson empezó a seguirle, pero enseguida pensó que sería inútil.
Aquella noche mandó un largo telegrama a Ruth, tranquilizándola lo mejor que pudo. Después se sintió cansado y se metió en la cama.
Pero durante una hora no pudo dormir. Su cuerpo estaba agotado pero el cerebro seguía activo. Permaneció tumbado en la cama, observando el movimiento de un rayo de luna en los dibujos de la pared, marcando el paso del tiempo tan inexorablemente como en la era lejana a la que se había asomado Connolly. Desde luego, esto era pura fantasía; pero a despecho de su voluntad, Pearson empezaba a aceptar a Omega como una amenaza real y viva. Y en cierto sentido Omega era real, tan real como otras abstracciones mentales: el ego y la mente subconsciente.
Pearson se preguntó si Connolly había hecho bien en volver a Syrene. En tiempos de crisis emocional (había habido otras, pero ninguna tan importante como ésta), la reacción de Connolly era siempre la misma. Volvía una vez más a la adorable isla donde sus encantadores e inútiles padres lo habían engendrado y donde había pasado su juventud. Pearson sabía muy bien que ahora estaba buscando la alegría que sólo había conocido durante un período de su vida, y que en vano había tratado de encontrar en brazos de Ruth y de las otras mujeres que no habían podido resistírsele.
Pearson no pretendía criticar a su desdichado amigo. Nunca juzgaba a nadie; se limitaba a observar con amable y vivo interés que no podía llamarse tolerancia, porque la tolerancia implicaba la relajación de normas que nunca había seguido.
Después de una noche inquieta, Pearson se sumió al fin en un sueño tan profundo que se despertó una hora más tarde que de costumbre. Desayunó en su cuarto y bajó después a recepción, para ver si había respuesta de Ruth. Alguien había llegado por la noche: había dos maletas, evidentemente inglesas, en un rincón del vestíbulo, esperando a que el mozo cargase con ellas. Pearson miró las etiquetas, por simple curiosidad, para ver quién podía ser su compatriota. Entonces se puso rígido, miró rápidamente a su alrededor y se dirigió a toda prisa al recepcionista.
—Esa dama inglesa —dijo ansiosamente—, ¿cuándo ha llegado?
—Hace una hora, signar, en el barco de la mañana.
—¿Está aquí?
El recepcionista pareció un poco indeciso, pero capituló amablemente.
—No, signar. Tenía mucha prisa y me pregunte dónde podía encontrar al señor Connolly. Se lo dije, Supongo que hice bien.
Pearson maldijo para sus adentros. Era un golpe increíble de mala suerte, algo contra lo que nunca habría soñado protegerse. Maude White era una mujer todavía más resuelta de lo que había insinuado Connolly. Había conseguido averiguar dónde había huido él, y el orgullo o el deseo, o ambas cosas, la habían impulsado a seguirlo. No era de extrañar que hubiese venido a este hotel pues era una elección casi inevitable para los ingleses que visitaban Syrene.
Mientras subía por la carretera hacia la villa, Pear-son luchó contra un creciente sentimiento de inutilidad. No tenía la menor idea de lo que haría cuando se encontrase con Connolly y Maude. Sólo sentía un vago pero apremiante impulso de ayudar. Si podía alcanzar a Maude antes de que llegase a la villa, tal vez podría convencerla de que Connolly estaba enfermo y de que su intervención sólo podía serle perjudicial. Sin embargo, ¿era esto verdad? Era muy posible que ya hubiese tenido lugar una conmovedora reconciliación y que ninguno de los dos tuviese el menor deseo de verle.
Cuando Pearson cruzó la verja y se detuvo para recobrar aliento, estaban conversando en el bien cuidado jardín de la villa. Connolly estaba sentado en una silla de hierro forjado, a la sombra de una palmera, mientras Maude paseaba arriba y abajo a pocos metros de distancia. Hablaba rápidamente; Pearson no podía distinguir sus palabras, pero era evidente por su tono de voz que estaba suplicando a Connolly. Era una situación embarazosa. Mientras Pearson todavía estaba preguntándose si debía seguir adelante, Connolly levantó la mirada y lo descubrió. Su cara era una máscara completamente inexpresiva; no mostraba satisfacción ni resentimiento.
Maude giró en redondo para ver quién era el intruso, y Pearson pudo ver su cara por primera vez. Era una mujer hermosa, pero la desesperación y la cólera había deformado sus facciones hasta convertirla en personaje de tragedia griega. Sufría no sólo la amargura de verse desdeñada sino también la angustia de no saber por qué.
La llegada de Pearson debió de actuar como un fulminante de sus emociones reprimidas. De pronto le volvió la espalda y se enfrentó a Connolly, que seguía observándola con ojos apagados. De momento, Pearson no pudo ver lo que estaba haciendo; después, gritó horrorizado:
—¡Cuidado, Roy!
Connolly se movió con sorprendente rapidez, como si de pronto hubiese salido de un trance. Agarró la muñeca de Maude, y tras un breve forcejeo se apartó de ella, mirando con asombro algo que llevaba en la mano. La mujer permaneció inmóvil, paralizada por el miedo y la vergüenza, apretándose los labios con los nudillos de los dedos.
Connolly sujetó con fuerza la pistola con la mano derecha y la acarició amorosamente con la izquierda. Maude lanzó un gemido ahogado.
—¡Sólo quería asustarte, Roy! ¡Te lo juro!
—Esta bien, querida —la tranquilizó suavemente Connolly—. Te creo. No te preocupes.
Su voz era perfectamente natural. Se volvió hacia Pearson y le dirigió una de sus viejas sonrisas infantiles.
—Así que esto es lo que él estaba esperando, Jack —dijo—. No voy a defraudarle.
—¡No! —gritó Pearson, pálido de terror—. ¡Detente, Roy, por el amor de Dios!
Pero Connolly hizo caso omiso de la súplica de su amigo y volvió la pistola contra su cabeza. En aquel momento, Pearson supo al fin, con terrible claridad, que Omega era real y que ya estaría buscando un nuevo ser en el que alojarse.
No vio el fogonazo de la pistola ni oyó la débil pero clara detonación. El mundo que conocía se había borrado de su vista, y ahora lo rodeaban las sombras fijas pero espeluznantes de la habitación azul. Mirando desde su centro (como habrían mirado a tantos otros a lo largo de milenios) había dos ojos grandes y sin párpados. De momento estaban saciados..., pero sólo de momento.
Fin