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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

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  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    S2
    S3
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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















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    SIDEBAR
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    Widget 7














































































































    PERDIDO EN EL TIEMPO (Daphne Du Maurier)

    Publicado en enero 20, 2013

    Primera edición: marzo de 1977
    RESERVAD0S TODOS LOS DERECHOS
    Título original: The House on the Strand
    Traducción: Jaime Pérez
    Diseño cubierta: Balaguer
    ISBN 84-217-4198-5
    Depósito legal: B-978-1977
    © Daphne Du Maurier, 1969
    © Luis de Caralt Editor S.A., Rosellón 246, Barcelona, 1969, 1977
    para la publicación en lengua española
    Impreso en España - Printed in Spain
    Impreso y encuadernado en Romanyá/Valls
    Verdaguer, I - Capellades/Barcelona
    Agradecimientos


    Deseo agradecer a la señorita Hawkridge, archivera principal del County Record Office, en Truro; al señor H. L. Douch, M. A., encargado del County Museum, en Truro; al señor R. Blewett, M. A., de St. Day; a la señora St. George Saunders; al Public Record Office; a todos aquellos que me han proporcionado información y documentos originales. Muy especialmente deseo expresar mi gratitud al señor J. R. Thomas, de la Tywardreath Old Cornwall Society, cuya continua amabilidad y generosidad al dejarme sus notas sobre la historia del feudo y de la abadía de Tywardreath despertó mi interés y me ayudó en la empresa de mezclar la realidad y la ficción en esta historia de Kilmerth, «Perdido en el tiempo».

    DAPHNE DU MAURIER


    CAPITULO I


    La primera cosa que noté fue la transparencia del aire y el intenso color verde del campo. No existían matices ni contornos vagos en las cosas. Así, las colinas distantes no confundían sus siluetas con el cielo, sino que se recortaban contra él como rocas peladas, que me parecían tan cerca que creía podía tocarlas. Su proximidad aparente me causaba la misma sorpresa y encanto que la que siente un niño al mirar un paisaje por primera vez a través de unos prismáticos. Los objetos cercanos presentaban esa, misma cualidad extraña: el césped se había convertido en un campo de espadas erizadas sobre el suelo más joven y más salvaje que jamás había visto.

    Había esperado otra cosa, una transformación diferente: por ejemplo, una sensación suave de bienestar acompañada de la intoxicación borrosa de un sueño en el que todo aparece definido en la niebla. No imaginaba este impacto tremendo, esta realidad más sólida que la que yo había experimentado hasta entonces, dormido o despierto. Mis sensaciones eran ahora más fuertes: el sentido de la vista, del oído, del olfato, todo se había agudizado. Todo, excepto el sentido del tacto: no podía sentir el suelo bajo mis pies. Magnus me lo había advertido; me había dicho: «no sentirás tu cuerpo tocar objetos inanimados; caminarás, estarás de pie, te sentarás, te abrirás camino a través de esos objetos, pero no sentirás nada; no te preocupes; el hecho mismo de que puedas desplazarte sin sentirlo es la mitad de esta experiencia maravillosa».

    Yo había tomado estas palabras a broma, evidentemente, como uno de los cebos de Magnus para despertar mi curiosidad y mi deseo de hacer yo también la experiencia. Ahora veía que era la pura verdad. Comencé a avanzar; la sensación era deliciosa; me parecía moverme sin esfuerzo, sin sentir contacto con el suelo.

    Bajé por la colina hacia el mar, atravesando los campos cubiertos de hierbas afiladas de color de plata que brillaban intensamente bajo el sol; el cielo, en efecto, que poco antes en mi vida normal había estado cubierto de nubes, ahora aparecía transparente, de un azul deslumbrante. Recordé que la marea se había retirado hacía unos momentos, dejando la arena descubierta, con la hilera de cabinas para los bañistas que formaban como una extraña dentadura y que limitaban al fondo la extensión dorada de la playa. Ahora las cabinas habían desaparecido, lo mismo que las casas al lado de la carretera, los muelles, las chimeneas, los tejados, los edificios, en fin, todo lo que formaba la aldea de Par. Idéntica suerte había sufrido la aldea de St. Austell, que poco antes limitaba el paisaje más allá de la bahía. No quedaba más que la hierba, la maleza y las altas y distantes colinas que me parecían ahora tan cercanas; el mar, por su parte, invadía la playa, cubriéndola como si quisiera devorarla. Hacia el Noroeste los acantilados se recortaban contra el azul del mar. Allí mismo se formaba un amplio estuario en el que penetraba el agua siguiendo los contornos del terreno, hasta desaparecer de mi vista.

    Al llegar al borde del acantilado, miré hacia abajo, hacia el sitio en donde debía encontrarse la carretera, la hostería, el café y las casas cercanas a la colina de Polmear; el mar cubría toda esta parte del terreno, formando una ensenada que penetraba en el valle hacia el Este. La carretera y las casas habían desaparecido, dejando solamente en su lugar una depresión en el terreno a uno y otro lado de la ensenada. El canal corría estrecho entre bancos de arena y de barro; en la marea baja el agua debía retirarse y dejar un camino fangoso que podría recorrerse a pie o a caballo. Bajé hasta la parte inferior de la colina y me detuve a la orilla de la ensenada, tratando de imaginarme la dirección exacta de la carretera que yo conocía tan bien en mi mundo ordinario; imposible; había perdido todo sentido de orientación; mi único guía ahora era la configuración del terreno, el valle y las colinas.

    El agua del canal formaba una abundante espuma sobre la arena. Las burbujas de la corriente acompañaban todo aquello que corre por los ríos después de una lluvia otoñal: manojos de oscuras raíces, plumas, hojas, ramas. Yo estaba seguro: nos encontrábamos en mitad del verano, en un día pesado y cubierto; en cambio, ahora todo indicaba una luz más brillante, la del invierno que se acercaba, en las primeras horas de la tarde, cuando el sol forma una llamarada en el Oeste y se dispone a teñir de púrpura todo el cielo.

    En aquel momento aparecieron ante mi vista los primeros seres vivientes, unas gaviotas que seguían el curso de la marea; otras aves rozaban la superficie del agua; al mismo tiempo, en la parte superior de la colina del otro lado del valle, y recortándose contra el cielo, vi un par de bueyes que abrían un surco en la tierra. Cerré los ojos y los volví a abrir inmediatamente: la yunta había desaparecido detrás de la cumbre; en cambio, la nube de gaviotas, con su algarabía, me decía bien claro que toda la escena era real y no producto de un sueño.

    Bebí hasta el fondo de mis pulmones el aire fresco, El solo hecho de respirar era una dicha que yo nunca había buscado por ella misma; ahora la respiración tenía una cierta cualidad mágica insospechada. Imposible analizar con la fría razón lo que me ocurría en ese momento; en ese nuevo mundo de percepciones maravillosas, no había más que la intensidad de la sensación que me servía de guía.

    Podía permanecer allí indefinidamente, extasiado y feliz vagando entre el cielo y la tierra, lejos del mundo ordinario que yo conocía.

    En ese momento volví la cabeza y vi que no me encontraba solo. No había oído los cascos de un caballo que se acercaba y que debía de haber atravesado los campos como yo; pero en este momento, al marchar sobre la grava, el ruido del metal contra la piedra hirió mis oídos violentamente; al mismo tiempo sentí el olor cálido del caballo bañado de sudor.

    Instintivamente me eché a un lado; con gran sorpresa mía, el hombre que montaba el caballo, lo dirigía directamente contra mí. Al apartarme, le dejé pasar hasta la orilla del agua; allí el hombre revisó su montura; luego miró hacia el mar, calculando la marea. Sentí miedo por primera vez; el hombre no era ciertamente un fantasma, sino un personaje de carne y hueso, con los pies en unos estribos bien reales, con sus manos que apretaban unas riendas sólidas; todo estaba demasiado cerca de mí para sentirme tranquilo; no temía verme derribado: lo que me causaba pánico era el encuentro mismo con este hombre, este salto mío por encima de los siglos.

    El hombre apartó los ojos del mar y los fijó en mí; tal vez me vio, tal vez yo leí en esos ojos profundos un signo de reconocimiento. Sonrió, acarició el cuello de su cabalgadura y luego, con un golpe de sus talones sobre los flancos del animal, atravesó el vado hasta la otra orilla del canal.

    No me había visto; no podía verme; vivía en otro tiempo. ¿Por qué, entonces, ese movimiento rápido sobre la silla de montar para ver dónde me encontraba? ¿Era un desafío? «Sígueme si te atreves», parecía darme a entender; era una invitación apremiante y extraña. Medí la profundidad del agua que había cubierto las patas del caballo hasta más arriba de los cascos y me lancé en su seguimiento sin preocuparme de nada; al llegar a la otra orilla vi qué tenía los pies secos; no había sentido nada.

    El caballero se dirigió hacia la parte superior de la colina; le seguí. El camino que tomábamos estaba lleno de barro y era muy empinado. Al llegar a la cumbre, volvimos hacia la izquierda. Reconocí satisfecho que era la misma dirección que yo había tomado esa mañana en coche; pero toda semejanza terminaba allí, pues ahora no existían las cercas que bordeaban la ruta. A derecha e izquierda se entendían terrenos arados, indefensos contra el viento. Acá y allá se veían sucios pantanales y algunos bosquecillos de aliagas. Llegamos hasta el sitio en que trabajaba la yunta de bueyes. Vi por primera vez al hombre que la conducía: una figura pequeña, cubierta con un capuchón, inclinada pesadamente sobre el yugo de madera; levantó la mano para saludar a mi jinete, gritó algo y luego continuó su trabajo; las gaviotas revoloteaban entretanto sobre su cabeza.

    El saludo de un hombre al otro parecía extremadamente natural. La conmoción que yo había sentido al ver al caballero en el vado, se convirtió primero en sorpresa y ahora en aceptación. Recordé mi primer viaje a Francia cuando era niño; abriendo la ventana del coche-cama había visto pasar delante de mis ojos los campos, las ciudades, las aldeas, las personas que trabajaban la tierra, como ahora este pobre agricultor. Con la curiosidad de un niño, me había preguntado: «esa gente, ¿está viva, como yo, o solamente lo parece?»

    Mi sorpresa y mi curiosidad eran ahora más grandes aún que cuando yo era niño. Miré a mi caballero y a su cabalgadura y me acerqué a distancia suficiente para poder tocarlos y olerlos. Ambos despedían un olor tan fuerte que parecía pertenecer a la esencia de la vida misma. Los riachuelos de sudor en los flancos del animal, la crin al viento, el trazo de espuma en el bocado del freno... la rodilla fuerte del hombre, su cinturón de cuero que aseguraba la túnica, las manos sobre las riendas, el rostro de color rojizo con sus mandíbulas poderosas, la cabellera negra que le caía hasta más abajo de las orejas: todo era realidad pura, y yo un fantasma extraño.

    Tuve unos deseos locos de extender la mano y posarla sobre el caballo, pero recordé el aviso de Magnus: «Si encuentras un personaje del pasado, no se te ocurra tocarlo; a los seres inanimados, no importa que los toques; pero si tratas de palpar un ser viviente, toda la magia se rompe y volverás en ti con una sacudida muy desagradable. Lo he ensayado yo mismo y sé de qué hablo».

    El sendero descendía, después de atravesar el campo arado; el paisaje presentaba un aspecto muy diferente al que yo esperaba: la aldea de Tywardreath, tal como yo la había visto poco antes, estaba totalmente transformada; las cabañas y casas de campo que formaban una especie de arco extendido al norte y al oeste de la iglesia, habían desaparecido; sólo veía un villorrio formado por viviendas dispuestas sin ningún orden; pensé en mi infancia, cuando yo jugaba con casas en miniatura, colocándolas de cualquier modo sobre el piso. Ahora veía chozas pequeñas, con techo de bálago, amontonadas alrededor de una plaza central en la que se movían cerdos, gallinas, dos o tres caballos e innumerables perros. El humo no salía por chimeneas, sino por agujeros en el techo.

    La simetría y la belleza se habían refugiado en la parte inferior del poblado en donde se levantaba la iglesia; no era, sin embargo, la iglesia que yo había conocido pocas horas antes, sino otra, más pequeña y sin campanario; formando un solo bloque con ella, se extendía un largo y bajo edificio de piedra; alrededor de todo este conjunto corría un muro igualmente de piedra. En el interior de este recinto se encontraba un huerto, jardines, algunas dependencias y un bosquecillo; debajo de éste, el terreno descendía hasta un pequeño valle en el que penetraba el mar.

    Hubiera deseado quedarme allí un buen rato contemplando el paisaje, pues me encantaba su simplicidad y su belleza, pero mi jinete continuó su camino y una fuerza interior me impulsaba a seguirle. El sendero bajaba a la plaza central del villorrio; ahora la vida de la gente y de los animales me rodeaba de cerca; unas mujeres, cerca del pozo de agua en un extremo de la plaza, mostraban sus vestidos largos ceñidos a la cintura, sus cabezas cubiertas con un velo que sólo descubría los ojos y las narices.

    La llegada de mi compañero causó sensación. Los perros comenzaron a ladrar, otras mujeres salieron de las viviendas; por una y otra parte se oían gritos y llamadas; reconocí, a pesar del sonido tosco de bis consonantes, el inconfundible acento gutural de Cornish.

    El caballero se dirigió a la izquierda y desmontó delante del recinto protegido por el muro de piedra; ató las riendas a una estaca clavada en el suelo y entró por un portal que tenía adornos de bronce. Una estatua dominaba la entrada; representaba un santo vestido con túnica y llevando en su mano la cruz de San Andrés. Mi olvidada y aun menospreciada educación católica, me obligó hacer la señal de la cruz.

    En ese momento una campana hizo resonar en mí recuerdos olvidados; y tuve miedo de volver a mi infancia.

    En realidad, no tenía nada que temer. No fue una escena de senderos ordenados, de figuras geométricas, de claustros tranquilos, de perfumes de santidad y de un silencio resultante de la oración, lo que encontré: la puerta se abrió sobre un patio lleno de barro; dos hombres perseguían, medio en broma y medio en serio, a un muchacho en cuyos ojos se adivinaba un gran espanto; le golpeaban las piernas desnudas con correas; los dos hombres eran monjes, a juzgar por sus hábitos y por la tonsura; el chico era un novicio; tenía su hábito recogido en la cintura, dejando así las piernas a merced de los golpes de los dos hombres.

    El caballero contempló la pantomima sin moverse; pero cuando el muchacho cayó al fin, en el barro, con parte del hábito encima de su cabeza, de suerte que ahora no sólo las piernas, sino también las espaldas estaban desnudas, el hombre exclamó:

    — No le hagáis sangrar. Al prior le gustan los cerdos tiernos sin salsa; el condimento vendrá después, cuando el cochinillo se haga más fuerte.

    Entretanto la campana llamaba a la oración, pero sin producir el menor efecto en esos hombres.

    El caballero, una vez que su observación fue celebrada con risas por los dos monjes, atravesó el patio y entró en el edificio; en seguida penetró por un pasadizo que parecía dividir la cocina del comedor, a juzgar por el olor a carne asada y a humo que salía de un fogón. Dejando atrás el calor y el sabor de los alimentos en la cocina a la derecha, lo mismo que el frío confort del comedor con los desnudos bancos a la izquierda, mi jinete atravesó una puerta situada en el centro y subió por unas escaleras hasta otra puerta que cerraba el camino. El hombre llamó y entró sin esperar la respuesta.

    La habitación en la que entramos, con su techo de madera y sus muros enyesados, presentaba un cierto aspecto de comodidad; sin embargo, la pobreza limpia, tal como yo la había conocido en mi infancia, estaba allí completamente ausente. El piso de esteras de junco estaba cubierto de huesos medio roídos por los perros; la cama, en uno de los rincones de la habitación, parecía ser el sitio destinado a arrojar los objetos inútiles: una alfombra hecha de piel de oveja, un par de sandalias, una bola de queso sobre un plato de hojalata, una caña de pescar y un perro que se rascaba la cola con los dientes.

    — Salud, padre prior — dijo mi jinete.

    Algo se sentó en la cama, perturbando así al perro, que saltó al suelo; ese algo era un monje de cierta edad, de mejillas sonrosadas y de ojos que mostraban ahora la sorpresa de verse interpelado.

    — Dejé orden de que nadie me molestara — dijo.

    Mi jinete se encogió de hombros.

    — ¿Ni siquiera para el oficio? — preguntó.

    Llamó en seguida al perro, que trepó a su lado, moviendo la cola mordida.

    El sarcasmo del hombre no provocó respuesta en el monje. El prior se cubrió mejor con sus mantas y dobló las rodillas en la cama.

    — Necesito descanso dijo —, todo el descanso posible, a fin de encontrarme reposado para recibir al obispo. ¿Estás al tanto de las noticias?
    — Los rumores no faltan nunca — contestó el jinete.

    No se trata ahora de rumores. Sir John envió un mensaje ayer. El obispo ha salido rumbo a Exeter y estará aquí el lunes; espera alojarse con nosotros durante la noche, después de salir de Launceston.

    — El obispo escoge muy bien el momento de su visita. La fiesta de San Martín, con carne fresca para la cena. No tenéis nada que temer.

    ¿Nada que temer? — La voz petulante del prior subió de tono —. ¿Piensas que puedo mantener en sus carriles a este indisciplinado rebaño? ¿Qué impresión causarán estos monjes en ese nuevo obispo, empeñado como está en dar una buena limpieza a toda la diócesis?

    — Ellos sabrán comportarse como es debido si les prometéis una debida recompensa. Lo que importa es mantenerse en buenos términos con sir John Carminowe.

    El prior se removió inquieto bajo las mantas.

    — Sir John no se deja engañar fácilmente; por otra parte, él mismo tiene que abrirse su propio camino, teniendo un pie en cada uno de los dos campos. Sí, él es nuestro protector; no obstante, no me apoyará si eso no le conviene para sus planes.

    El jinete cogió un hueso de la alfombra de juncos y se lo dio al perro.

    — Sir Henry, como señor de este feudo, tendrá más influencia que sir John en este caso. Vestido de penitente, no hablará en contra vuestra. Estoy seguro de que en este momento se encuentra de rodillas en la capilla.

    Esta observación no le hizo gracia al prior.

    — Como buen mayordomo, tú deberías mostrar más respeto por tu señor — observó él. En seguida añadió pensativamente Henry de Champernoune es un monje mucho mejor que yo.

    El jinete rió.

    — El espíritu está pronto, padre prior, ¿pero la carne...? — Hurgó en las orejas del perro —. Es mejor no hablar de la carne antes de la visita del obispo. — Luego se levantó y se dirigió hacia la cama —. El barco francés está anclado en este momento en Kilmerth. Permanecerá allí dos mareas; ¿queréis darme cartas para él?

    El padre prior arrojó las mantas y saltó de la cama.

    — En nombre de San Antonio, ¿por qué no lo dijiste inmediatamente? — gritó y comenzó a buscar entre el montón de papel en desurden que se encontraba sobre un banco a su lado.

    Presentaba un aspecto digno de lástima vestido con su camisa de dormir; sus delgadas piernas mostraban las venas varicosas, y sus pies, muy sucios, terminaban en dedos cuadrados, como cabezas de martillos.

    — No puedo encontrar nada en este caos — se quejó —. ¿Por qué no están nunca mis papeles en orden? ¿Por qué el hermano Jean nunca está aquí cuando le necesito?

    Tomó una campanilla del banco y la hizo sonar, al mismo tiempo que se enojaba con el jinete, que se echó de nuevo a reir. Casi al instante entró un monje: a juzgar por su rápida respuesta a la llamada, debía de haber estado escuchando detrás de la puerta. Era joven y moreno, con ojos extraordinariamente brillantes.

    — A sus órdenes, padre — dijo en francés y antes de atravesar la habitación hasta hallarse al lado del prior, cruzó un guiño con el jinete.
    — Ven aquí, no te entretengas — exclamó el prior con impaciencia, volviéndose hacia el banco.

    En el momento de pasar al lado del jinete, el monje le murmuró al oído:

    — Te llevaré las cartas esta noche y te enseñaré algo más de las artes que quieres aprender.

    El jinete se inclinó con un reconocimiento mezclado de burla y se dirigió hacia la puerta.

    — Buenas noches, padre prior. No perdáis vuestro sueño a causa de In visita del obispo.

    Buenas noches, Roger, buenas noches. Dios sea contigo.

    Al abandonar la habitación el jinete respiró el aire con una mueca. El moho de la celda del prior había ganado un olor adicional, el perfume del hábito del monje francés.

    Bajamos las escaleras, pero antes de atravesar de nuevo el pasadizo, el jinete se detuvo un momento, luego abrió otra habitación y miró dentro. La puerta daba a la capilla; los monjes que habían estado haciendo la pantomima con el novicio estaban ahora en oración, o más bien, para ser más precisos, estaban haciendo los movimientos de la oración; sus ojos estaban bajos y sus labios se movían. Cuatro monjes más que yo no había visto en el patio se encontraban allí presentes, de los cuales dos estaban completamente dormidos en sus sitiales. El novicio estaba tumbado sobre sus rodillas, llorando silenciosa pero amargamente. La única persona que mostraba cierta dignidad era un hombre de mediana edad, cubierto de un gran manto; largos cabellos grises enmarcaban un rostro amable y hermoso; con sus manos entrelazadas delante con gran reverencia, tenía los ojos fijos sobre el altar. «Éste debe ser — pensé yo —, sir Henry de Champernoune, dueño del feudo y señor de mi jinete, de cuya piedad había hablado el prior.»

    El jinete cerró la puerta y salió al corredor; atravesamos todo el edificio, el patio ahora vacío, y llegamos a la puerta. El campo abierto de la aldea estaba desierto en este momento, pues las mujeres habían abandonado el pozo; las nubes cubrían el cielo, dando una sensación de un día que se acaba. El jinete montó en su caballo y se dirigió hacia el sendero que conducía hacia las tierras labradas.

    Yo no tenía ninguna idea del tiempo, del de Roger o del mío. Aún me encontraba sin el sentido del tacto y podía moverme a mí alrededor sin ningún esfuerzo. Bajamos por un camino hasta la ensenada, que mi jinete atravesó ahora sin mojar las patas de su cabalgadura, pues la marea se había retirado; en seguida se dirigió hacia la parte superior de las colinas que se encontraban al otro lado.

    Cuando llegamos a la cima y el paisaje recobró su aspecto familiar, caí en la cuenta, con gran sorpresa y excitación, que él me llevaba a casa; en efecto, Kilmarth, la casa de campo de Magnus me había prestado para pasar las vacaciones de verano, se encontraba al otro lado del pequeño bosque frente a nosotros. Unos seis o siete caballos pacían en las cercanías; al ver al jinete, uno de ellos levantó la cabeza y relinchó; en seguida todos a una se apartaron y golpeando con los cascos la tierra, emprendieron la fuga. Atravesamos un claro del bosque; el camino se hacía más profundo; de pronto, y justamente enfrente y más abajo del sitio en que nos encontrábamos, vi una vivienda construida de piedra, con el techo de paja y rodeada de un patio lleno de barro. La pocilga formaba parte de la vivienda; el humo salía a través de un único agujero en el techo. Yo reconocí una sola cosa, el sitio en que se encontraba la vivienda, sobre una depresión del terreno.

    El jinete entró en el patio, se apeó y llamó; un muchacho salió de la pesebrera de al lado para hacerse cargo del caballo. Era más joven y más delgado que el jinete, pero tenía los mismos ojos profundos; debía de ser su hermano. Condujo el caballo fuera; entretanto el jinete atravesó la puerta abierta y entró en la casa, que parecía constar de una sola habitación. Siguiéndole de cerca, pude distinguir poca cosa en medio del humo, salvo que los muros estaban hechos de una mezcla de greda y paja, y que el suelo era de tierra desnuda.

    Una escalera al fondo conducía a un desván elevado sólo unos pocos pies sobre el espacio de la habitación; levantando la vista, distinguí haces de paja sobre las planchas de madera. El fuego, alimentado por hojas y ramas, ardía en una concavidad practicada en el muro; una olla colgaba sobre el humo, sostenida por barras de hierro fijadas al suelo de tierra. Una muchacha, con el cabello suelto hasta más abajo de sus hombros, estaba de rodillas junto al fuego; cuando el jinete la .dudó, ella le miró y sonrió.

    Yo me encontraba muy cerca, detrás de él; de repente se volvió, mirando fijamente en mi dirección; yo podía sentir su aliento sobre mis mejillas; instintivamente extendí una mano para apartarlo de mí y sentí un repentino y agudo dolor en los nudillos; vi que estaban sangrando; al mismo tiempo oí el ruido de cristales rotos. Él no estaba ya allí, ni tampoco la muchacha, ni el fuego ahogado por el humo; yo había pasado mi mano a través de una de las ventanas de la vieja cocina del sótano de Kilmarth y me encontraba en el abandonado patio posterior de la casa.

    Tropezando, atravesé la puerta de la cocina, doblado sobre mí mismo, no a causa de la sangre, sino debido a una náusea intolerable que me sacudía de los pies a la cabeza. Temblando todos mis miembros, une apoyé contra el muro de piedra de la cocina; la sangre corría desde mi mano hasta la muñeca.

    Arriba, en la biblioteca, el teléfono comenzó a sonar con insistencia: era una llamada desde un mundo perdido e indeseable. Lo dejé sonar.


    CAPITULO II


    La náusea tardó unos diez minutos en desaparecer. Me senté sobre un montón de troncos de madera en la vieja cocina, esperando. Lo peor de todo era el vértigo: no me atrevía a ponerme de pie. Mi mano no estaba herida de gravedad y pronto detuve la sangre con mi pañuelo. Podía ver la ventana rota desde el sitio en que me encontraba, así como los pedazos de vidrio en el patio. Más tarde podría reconstruir la escena, calcular dónde se encontraba mi jinete, medir las dimensiones de aquella extensa vivienda que no tenía ni sótano ni patio posterior; ahora me era imposible, pues estaba exhausto.

    Me pregunté qué figura habría hecho si alguien me hubiera visto vagando por los campos, atravesando la carretera en la parte baja de la colina y luego subiendo la cuesta hasta Tywardreath. Estaba seguro que yo había ido allí. El estado de mis zapatos, de mis pantalones destrozados y de mi camisa bañada en sudor, todo eso no era el resultado de un paseo tranquilo por las colinas.

    Una vez que la náusea y el vértigo desaparecieron, me dirigí por las escaleras posteriores hacia el salón. Entré en la camarilla en donde Magnus guardaba sus impermeables, sus botas y todo el resto de sus trastos viejos; me miré en el espejo colgado sobre la cubeta. Mi aspecto era bastante normal; un poco pálidas las mejillas, nada más. Necesitaba una bebida fuerte más que ninguna otra cosa. Entonces recordé lo que Magnus me había dicho: «No pruebes el alcohol antes de tres horas, por lo menos, después de haber tomado la droga; luego, ve poco a poco». El té sería un pobre sustituto, pero en todo caso podría ayudar un poco; fui a la cocina para prepararme una taza.

    Esta cocina había sido la sala de familia cuando Magnus era niño; la había transformado recientemente. Mientras esperaba que el agua hirviera, miré por la ventana al patio. Era un recinto enladrillado, rodeado de un muro viejo y cubierto de musgo. Magnus, en un momento de entusiasmo, había querido transformarlo en un patio resguardado en el que pudiera pasearse desnudo, cuando apretara demasiado el calor. Su madre, me confió Magnus, nunca había hecho nada por esta parte de la propiedad, pues estaba contigua a lo que era entonces la sección reservada a la cocina y a sus dependencias.

    Miré todo ahora con ojos diferentes. Imposible reconstruir el escenario que había visto hacía poco: el patio lleno de barro, con la pesebrera a un lado y el camino que conducía al bosque. Imposible verme a mí mismo siguiendo al jinete por entre los árboles. ¿Había sido todo eso una alucinación, producto de la droga infernal? Mientras atravesaba la biblioteca, con la taza de té en la mano, el teléfono comenzó a sonar de nuevo. Sospeché que era Magnus. En efecto. Su voz, decisiva y cortante como siempre, me fortaleció mucho más que la bebida que no podía tomar o que la taza de té. Me dejé caer en una silla y me preparé para una sesión.

    —Te he estado llamando durante horas — dijo Magnus ¿Habías olvidado que me prometiste llamarme a las tres y media? — No lo había olvidado. Pero estaba comprometido en otro sitio.
    —Ya lo pensé, y ¿cómo fue eso?

    Tenía que saborear este momento. Deseaba dejar a Magnus haciendo suposiciones. La idea me daba la sensación agradable de gozar de un poder sobre él; pero no había nada que hacer, yo sabía que tenía que decírselo todo.

    — Resultó — dije —. Éxito cien por cien.

    Caí en la cuenta por el silencio al otro lado de la línea, que este aspecto de la noticia era completamente inesperado. Magnus había previsto un fracaso. Cuando habló de nuevo, su voz tenía un tono más bajo, como si hablara consigo mismo.

    —Apenas lo puedo creer — dijo —. Absolutamente espléndido... En seguida, tomando todo bajo su control, como siempre —. ¿Hiciste exactamente lo que te dije, siguiendo las instrucciones? Dímelo todo, desde el principio... Pero, espera, ¿estás bien?
    — Sí, creo que sí, excepto que me siento terriblemente cansado, que me he cortado la mano y que tuve vértigo y náuseas.
    — Pequeños detalles, amigo mío, pequeños detalles. Hay con frecuencia náuseas después del experimento, pero pasan en seguida. Continúa.

    Su impaciencia alimentaba mi propia excitación. Deseé que él se encontrara conmigo a mi lado en la misma habitación, en lugar de estar a cuatrocientos kilómetros de distancia.

    —Ante todo — dije, bromeando —, rara vez he visto nada tan macabro como tu pretendido laboratorio. El cuarto de Barba-azul sería el nombre apropiado. Todos aquellos embriones guardados en jarros, aquella horrorosa cabeza de mono...
    — Se trata de excelentes ejemplares y que valen muchísimo — me interrumpió —, pero no te desvíes del camino. Yo sé para qué sirven, in no. Dime lo que pasó.

    Tomé un sorbo del té que se enfriaba rápidamente y deposité la taza sobre la mesa.

    — Encontré la hilera de botellas en el aparador cerrado con llave y claramente marcadas A, B y C. Vacié exactamente tres medidas de A en el vaso de las medicinas. Lo bebí, volví a colocar la botella y el vaso, cerré con llave el aparador, lo mismo que el laboratorio, y esperé a que sucediera algo. Y bien, nada sucedió.

    Hice una pausa a fin de que esta información fuera asimilada. Magnus no hizo ningún comentario.

    — Así, pues — continué salí al jardín. Ninguna reacción todavía. Me habías dicho que el factor variaba, que podían ser tres, cinco, diez minutos lo que había que esperar antes de que algo ocurriera. Creía que iba a sentirme mareado, aunque tú no habías dicho nada acerca de un mareo; como nada acontecía, pensé dar una caminata. Así, pues, salté el muro, atravesé el campo y comencé a caminar en dirección de los acantilados.
    — Maldito loco exclamó Magnus —. Te dije que te quedaras en casa ocurriera lo que ocurriera, para el primer experimento.
    — Ya lo sé, pero francamente no esperaba que el experimento resultara. Pensé sentarme y dejarme caer en un delicioso sueño, en caso de que diera resultado.
    — Maldito loco — dijo de nuevo —. No es así como eso ocurre. — Ya lo sé que no es así... ahora — dije.

    Entonces le describí toda la experiencia, desde el momento en que la droga produjo efecto hasta el momento en que rompí el vidrio de la ventana de la antigua cocina del sótano. Magnus no me interrumpió ni una sola vez, excepto cuando yo hacía una pausa para respirar o para tomar un sorbo de té: «continúa... continúa», me decía.

    Cuando hube terminado, incluyendo lo del mareo y de la náusea en la antigua cocina, reinó un completo silencio; yo pensé que habían cortado la comunicación telefónica.

    — Magnos — pregunté —, ¿estás ahí?

    Su voz volvió a mí, clara y fuerte, repitiendo las mismas palabras que había empleado al comienzo de nuestra conversación.

    Espléndido, absolutamente espléndido.

    Quizá... La verdad era que yo me encontraba completamente exhausto, habiendo pasado por todo el proceso del experimento dos veces.

    Magnus comenzó a hablar rápidamente; yo podía imaginármelo claramente, sentado a su mesa de trabajo en Londres, con una mano en el auricular y con la otra buscando su papel de notas y su lápiz.

    — ¿Te das cuenta — dijo — que ésta es la cosa más importante que ha ocurrido desde el momento en que los especialistas en la bioquímica se han apoderado del teonanacal y del ololiuqui? Esas drogas lanzan el cerebro en direcciones diferentes, completamente caóticas. Esto, por lo contrario, está controlado, es algo bien definido. Yo sabía que me las tenía que ver con algo de posibilidades tremendas, pero no podía estar seguro de que no se trataba de un alucinogénico, habiéndolo experimentado solamente en mí mismo. Si esto fuera así, tú y yo habríamos tenido las mismas reacciones físicas, pérdida del tacto, un sentido de la vista más agudo, etc., pero no la misma experiencia de un tiempo transformado. Esto es lo importante. Esto es lo tremendamente impresionante.
    — ¿Quieres decir — añadí yo —, que cuando lo ensayaste en ti mismo, tú también retrocediste en el tiempo? ¿Viste lo mismo que yo?
    — Exactamente. Yo no esperaba más que tú. O más bien, sí, pues otras experiencias hacían eso remotamente posible. Se relacionaban con D. N. A., enzimas equilibrantes moleculares y cosas por el estilo; no quiero hacer lucubraciones que se te escapan, querido amigo; en todo caso, lo que me interesa ahora es que tanto tú como yo volvimos u vivir en una época aparentemente idéntica en el pasado: siglo trece a catorce, ¿no es verdad? Yo también vi a ese tipo que tú describes como tu jinete: Roger, ¿no le llamó así el prior? También vi a la desaliñada muchacha junto al fuego, así como a alguien más, un monje, que me hizo pensar inmediatamente en la abadía de la Edad Media que fue en un tiempo parte de Tywardreath. La cuestión es la siguiente: ¿invierte la droga algún proceso químico en el cerebro, haciéndolo volver a una situación termodinámica definida anterior de su evolución, de suerte que las sensaciones del pasado se repitan ahora en alguna región del cerebro? Si es así, ¿por qué la trama molecular regresa a ese momento concreto del tiempo? ¿Por qué no a ayer, a hace cinco años, o a hace un siglo o veinte años? Podría ser, y esto es lo que me extraña, podría ser que hubiera un vínculo muy poderoso que une al que toma la droga ahora con la primera imagen humana grabada en un cerebro anterior bajo el influjo de la misma droga. Tanto tú como yo vimos al jinete. El impulso interior a seguirlo fue muy urgente. Tú lo sentiste, yo también. Lo que no sé aún es por qué él representa el papel de Virgilio con respecto al nuestro de Dante en este Infierno; de todos modos, él lo representa, no hay manera de evitarlo. He hecho el «viaje», para usar la jerga de los estudiantes, muchas veces, y el personaje está siempre allí. Tú verás que ocurre lo mismo en tu próxima aventura. Él siempre se encarga de guiamos.

    La suposición de que yo iba a continuar como conejo de Indias de Magnus no me sorprendió; era algo típico en nuestra larga amistad en Cambridge y en otras partes. Él daba el tono y yo seguía; Dios sabe en cuántas aventuras poco honorables le acompañé durante nuestros estudios comunes en la universidad y aun más tarde, cuando él comenzó su carrera de biólogo para continuar después como profesor en la Universidad de Londres, en tanto que yo me sometía al trabajo rutinario de una editorial. Mi matrimonio con Vita hacía tres años nos había separado por primera vez, con provecho de ambos, posiblemente. El repentino ofrecimiento de su casa de campo para pasar nuestras vacaciones, que yo acepté con mucho gusto, pues había cesado en un empleo y necesitaba reflexionar sobre el siguiente, me parecía ahora encerrar segundas intenciones. (Vita me instaba a que aceptara la dirección de una floreciente casa editorial en Nueva York administrada por su hermano.) Los largos y tranquilos días con los que Magnus me había tentado para que aceptase su ofrecimiento, comenzaban a tomar ahora otra significación.

    — Escucha, Magnus — le dije —, hice esto por ti hoy, pues tenía curiosidad y además porque me encontraba solo; que la droga tuviera efecto o no, no importaba; pero imposible seguir adelante. Cuando Vita y los niños lleguen, estaré atado a ellos.
    — ¿Cuándo vienen?
    — Los niños terminan la escuela dentro de una semana más o menos. Vita vuelve en avión de Nueva York para recibirlos a su salida y traerlos aquí.
    — Eso está muy bien. Tú puedes lograr mucho en una semana. Escucha, tengo que irme. Te telefonearé mañana a la misma hora. Adiós.

    Se había ido. Me quedé con el auricular en la mano y con mil preguntas que hacer. Siempre el mismo maldito Magnus. Ni siquiera había dicho si yo debía esperar sufrir algunos efectos secundarios de esta diabólica droga, sacada de hongos sintéticos y de células del cerebro de monos, o de quién sabe qué cosa, que él había preparado en esas aterradoras botellas. El vértigo podría venir de nuevo, así como la náusea. Podía quedarme ciego de repente, o loco, o las dos cosas. Al diablo con Magnus y con su maldito experimento...

    Decidí subir al piso superior y tomar un baño. Sería un alivio el quitarme mi camisa bañada en sudor y mis pantalones destrozados, y dejar relajar mi cuerpo en una bañera de agua caliente perfumada con aceite. Magnus podía tener otros defectos, pero no el del mal gusto. Vita aprobaría la decoración de la alcoba que él había puesto a nuestra disposición, la suya propia, la sala de baño, y la habitación, que tenía una magnífica vista sobre el mar.

    Me tendí en la bañera y dejé que el agua llegara hasta la barbilla. Pensé en nuestra última noche en Londres, cuando Magnus me propuso su arriesgado experimento. Previamente me había sugerido solamente que Kilmarth estaba a mi disposición si yo quería ir a alguna parte durante las vacaciones escolares de los niños. Yo había telefoneado a Nueva York para convencer a Vita; ésta no se sintió muy entusiasmada con el proyecto, pues como muchas mujeres americanas, es una planta de tierra caliente, de suerte que prefería tomar las vacaciones bajo un cielo mediterráneo, con un casino en las cercanías; me objetó que siempre llovía en Cornwall, me preguntó si la casa era suficientemente abrigada y si no habría dificultades para procurarnos alimentos. La tranquilicé y aun le hablé de la mujer que vendría todos los días del pueblo para las labores domésticas; finalmente aceptó, sobre todo, me parece, a causa del lavaplatos automático y del nuevo equipo de cocina. Magnus se rió mucho cuando le conté todo esto.

    — Tres años de matrimonio, y el lavaplatos automático es más importante que el lecho doble que haré disponer para vosotros. Te previne que no duraría. Quiero decir, el matrimonio, no la cama.

    Evité el espinoso tema de mi matrimonio, que estaba pasando ahora por un período de crisis después de los apasionantes primeros meses; espinoso sobre todo porque yo deseaba quedarme en Inglaterra y Vita deseaba que me estableciera en los Estados Unidos. En todo caso, ni mi matrimonio ni mi empleo futuro importaban a Magnus, de suerte que él empezó a hablar sobre la casa, los varios cambios que había hecho en ella desde que sus padres murieron; yo había estado allí varias veces cuando estudiábamos en Cambridge; ahora Magnus había convertido el sótano en un laboratorio, sólo para divertirse con experimentos que no tenían nada que ver con su trabajo de Londres.

    Magnus había preparado muy bien el terreno con una excelente comida; yo me encontraba bajo el hechizo habitual de su fuerte personalidad; de repente dijo:

    —He llegado a algo que me parece un éxito en una de mis investigaciones; una mezcla de producto sintético y vegetal que forma una droga capaz de producir un efecto extraordinario en el cerebro.

    Dijo esto como al azar, pero Magnus siempre decía así las cosas que tenían importancia para él.

    — Pensaba que todas las drogas fuertes tienen ese efecto — dije yo —. La gente que toma la mescalina, L.S.D. y otras por el estilo, pasan a un mundo de fantasía lleno de sensaciones exóticas y se imaginan encontrarse en el paraíso.

    Magnus vertió más brandy en mi vaso.

    No se trata de fantasía, el mundo en el que he entrado — dijo —. Es ciertamente muy real.

    Esto excitó mi curiosidad. Un mundo diferente del suyo, tan egoísta, debía de tener una especial atracción.

    —¿Qué clase de mundo? — pregunté.
    — El pasado — contestó.

    Recuerdo que reí al tomar el vaso de brandy en la mano.

    —¿Todos tus pecados, quieres decir? ¿Las fechorías de una juventud desenfrenada?
    — No, no. — Magnus sacudió la cabeza con impaciencia —. No se trata absolutamente de algo personal. Yo no era más que un observador. No, el hecho es... — Se interrumpió y se encogió de hombros —. No te diré lo que he visto: eso estropearía el experimento que tú harás.
    — ¿Me estropearía a mí el experimento?
    — Sí. Quiero que ensayes la misma droga en ti mismo, para ver produce el mismo efecto.

    Moví la cabeza.

    — Oh, no — le dije —, no estamos ahora en Cambridge. Hace. veinte años yo podía tragarme uno de tus menjurges y arriesgar la vida. Pero eso se acabó.
    — No te estoy pidiendo que arriesgues la vida — exclamó con impaciencia —. Te estoy pidiendo que consagres veinte minutos, tal vez una hora, de una tarde en que no tengas nada que hacer, antes de que lleguen Vita y los niños, ensayando sobre ti mismo un experimento que puede cambiar la concepción del tiempo que tenemos hasta ahora.

    No había ninguna duda de que sus palabras eran sinceras. Magnus no era ahora el frívolo Magnus de Cambridge, sino un profesor de biofísica, famoso en su especialidad; aunque yo entendía poco del sentido de su trabajo, sabía, sin embargo, que si realmente él había encontrado alguna droga interesante, podía equivocarse acerca de su importancia, pero no estaba mintiendo sobre el valor que le concedía.

    ¿Por qué yo? — le pregunté —. ¿Por qué no la ensayas en tus alumnos de la Universidad de Londres y en condiciones bien controladas?

    — Porque sería prematuro y porque no estoy preparado para arriesgarme a hablar de ello a nadie, ni aun a mis alumnos.. Tú eres la única persona que sabe que yo he investigado en estas materias que no tienen nada que ver con mi trabajo habitual. Tropecé con esto por casualidad, y tengo que buscar más datos antes de encontrarme satisfecho sobre las posibilidades que presenta. Tengo intenciones de trabajar en ello cuando vaya a Kilmarth en septiembre. Entretanto, tú vas a estar solo en esa casa. Tú podrías ensayar al menos una vez y darme tu informe. Estoy quizá completamente equivocado con respecto a esa droga. No tendrá ningún efecto molesto sobre tu organismo, excepto el dejarte las manos y los pies entumecidos por un momento y hacer que tu cerebro, mi querido amigo, se vuelva un poco más ágil de lo que es en el momento presente.

    Finalmente, y después de otro vaso de brandy, logró convencerme. Me dio instrucciones detalladas sobre el laboratorio, me confió las llaves del armario en donde guardaba la droga y me describió el efecto instantáneo que podía tener; en seguida añadió algo sobre los efectos posteriores, la posibilidad de la náusea. En cambio, cuando le pregunté lo que yo podía ver, se mostró evasivo.

    — No — me dijo —. Yo podría inconscientemente predisponerte a ver lo que yo vi. Tú tienes que hacer el experimento con una mente limpia, sin condicionamientos.

    Algunos días después dejé Londres y me dirigí a Cornwall. La casa estaba aireada y lista; Magnus había escrito a la señora Collins que vivía en Polkerris, pequeña aldea cerca de Kilmarth; encontré floreros llenos de flores y alimentos en la nevera; la estufa estaba encendida en la sala de música y en la biblioteca, aunque nos encontrábamos a mediados de julio; Vita no habría podido hacerlo mejor. Empleé los dos primeros días en gozar de la paz del lugar, así como del confort que, si no recuerdo mal, no existía cuando los padres de Magnus, que eran un poco excéntricos, vivían en la casa. El padre, el comandante Lane, había sido un marino retirado; nos llevaba a navegar en un yate de diez toneladas en el que invariablemente nos mareábamos; la madre había sido una criatura indefinida, al mismo tiempo que encantadora, que se paseaba con un inmenso sombrero. Tanto si hacía buen tiempo como si era malo, dentro y fuera de casa, y que empleaba su tiempo en examinar las rosas muertas en el jardín que ella cultivaba con pasión, pero con muy poco éxito. Yo me burlaba un poco de ellos y les quería sinceramente; cuando murieron, con un intervalo de doce, yo lo sentí casi más que el mismo Magnus.

    Todo esto parecía haber ocurrido mucho tiempo atrás. La casa había cambiado mucho y se encontraba modernizada; sin embargo, algo de la presencia de los padres de Magnus permanecía en ella, o al menos así me lo pareció en aquellos primeros días. Ahora, después del experimento, ya no estaba tan seguro. Tal vez yo nunca me había dado cuenta que la casa abrigaba otros recuerdos, debido al hecho de que nunca antes había entrado en el sótano.

    Salí del baño y me sequé; me mudé de ropa, encendí un cigarrillo bajé a la «sala de música», llamada así en lugar de «sala de estar», pues los padres de Magnus eran buenos intérpretes de duetos. Me pregunté si era aún demasiado pronto para tomar la copa que deseaba tan ardientemente. Mejor estar seguro que tener que arrepentirme después; esperaría aún otra hora.

    Encendí el magnetófono y tomé un disco al azar. El concierto Brandenburgués n.° 3 de Bach me ayudaría a ponerme de nuevo en mis cabales. Magnus debió mezclar los discos la última vez que estuvo allí, pues no fue la música mesurada de Bach la que vino a mis oídos en el momento en que me tendía en el sofá al lado del fuego, sino el murmullo insidioso e inquietante de La Mer de Debussy. Qué rara elección de un disco por parte de Magnus cuando estuvo allí en las vacaciones de Pascua. Yo creía que no podía soportar a los compositores románticos. Debí de haberme equivocado, a no ser que su gusto hubiera cambiado con los arios. O, tal vez, sus aventuras por lo desconocido habían despertado en él el gusto por sonidos más misteriosos, por la invitación mágica del mar sobre la playa. ¿Había visto Magnus el estuario que penetraba profundamente en la tierra firme, tal como yo lo había visto esta tarde? ¿Había contemplado los campos pintados de un verde intenso y limpio, el agua azul avanzando por el valle, los muros de piedra de la abadía recortados contra la colina? No lo sabía: no me lo había dicho. ¡Tantas cosas que no le pregunté en esa conversación por teléfono, bruscamente interrumpida!

    Dejé terminar el disco, pero lejos de calmarme, produjo el efecto contrario. La casa se sumió en un profundo silencio una vez que la música hubo cesado; con el sonido de La Mer que avanzaba y se retiraba en mis oídos, crucé el vestíbulo hasta la biblioteca y miré el mar a través de la ventana. Estaba gris, golpeado por el viento del Oeste que levantaba pequeñas olas en la superficie inmensa. ¡Qué diferente del turbulento y azul océano que yo había contemplado aquella tarde en ese otro mundo!

    Dos escaleras conducen al sótano de Kilmarth. La primera, que sale del vestíbulo, va directamente a la bodega y a la antigua cocina y de ahí pasa a la puerta del patio. La segunda se encuentra al otro lado de la actual cocina, de donde baja a la entrada posterior de la casa, al fregadero, a la despensa y al lavadero. Era el lavadero el que había nido transformado en laboratorio por Magnus.

    Bajé esta escalera, di vuelta a la llave y entré una vez más en el laboratorio. Nada allí tenía un carácter clínico. El viejo sumidero estaba allí todavía, sobre el suelo de piedra y bajo una pequeña ventana con barrotes. A su lado se encontraba el hogar, con un pequeño horno de arcilla, abierto en la espesura del muro, que se empleaba antiguamente para cocer el pan. Del cielorraso lleno de telarañas colgaban ganchos oxidados, de los que debieron pender antiguamente embutidos y jamones.

    Magnus había dispuesto sus curiosos ejemplares sobre los estantes fijados a lo largo del muro. Algunos eran esqueletos, otros eran organismos completos, preservados en una solución química, con la carne de color pálido. La mayor parte eran irreconocibles; me pareció que se trataba de embriones de pollos o de ratones. Los dos ejemplares que reconocí fueron la cabeza de un mono con el cráneo delicado y perfectamente conservado, como la cabeza de un niño antes de nacer, y a su lado la cabeza de otro mono de la que se había extraído el cerebro; éste se encontraba en salmuera, en una vasija, y presentaba un color marrón. Otros vasos y vasijas contenían hongos, plantas y algunas hierbas de formas extrañas, con tentáculos y hojas en espiral.

    Me había burlado de él por teléfono, llamando al laboratorio la cámara de Barba-azul. Ahora, al inspeccionarla de nuevo, con el recuerdo vívido de esta tarde en mi mente, la pequeña habitación parecía cobrar un significado diferente. Me recordaba no tanto al barbudo y poderoso hombre oriental del cuento de hadas, sino una imagen que había olvidado y que me había asustado cuando yo era niño; se llamaba «El Alquimista»: un hombre, desnudo hasta la cintura, estaba de cuclillas al lado de un horno semejante al que veía aquí en el lavadero; encendía el fuego con un fuelle; a su izquierda le acompañaban un monje cubierto con su capuchón y un sacerdote con una cruz; un cuarto personaje, vestido con sombrero y manto de la Edad Media, y apoyado en un bastón, hablaba con los otros tres. Sobre una mesa se veían botellas, un recipiente que contenía cáscaras de huevo, cabellos y gusanos delgados como hilos; en el centro de la habitación se levantaba un trípode y sobre éste una olla que contenía un pequeño lagarto con cabeza de dragón.

    ¿Por qué únicamente ahora, después de treinta cinco años, volvía el recuerdo de esa horrorosa imagen? Di media vuelta, cerré la puerta del laboratorio de Magnus y subí las escaleras. No podía esperar por más tiempo la bebida alcohólica que tanto necesitaba.


    CAPITULO III


    Al día siguiente caía una de esas lloviznas interminables que acompañan a la niebla que se levanta sobre el mar; imposible salir de casa. Me desperté sintiéndome perfectamente normal después de haber dormido mejor que de costumbre; cuando corrí las cortinas y vi el estado del tiempo, volví a la cama de mal humor, preguntándome qué iba a hacer todo el día.

    Este era el tiempo de Cornish sobre el que Vita había expresado mis temores; ya podía imaginarme sus reproches si continuaba así durante las vacaciones, con mis hijastros mirando tristemente por la ventana y obligados luego a pasearse por las playas de Par. Vita marcharía continuamente de la sala de música a la biblioteca, cambiando la disposición de los muebles y diciendo que ella podría ponerlo todo mejor; en seguida telefonearía a alguna de sus múltiples amigas de la embajada americana en Londres que andaban de vacaciones por Cerdeña o Grecia. Pero estos presagios de mala ventura no se cumplirían hasta dentro de algún tiempo; entretanto me quedaban algunos días, secos o húmedos, para mí solo, en los que podía disponer de todo el tiempo a mi gusto.

    La amable señora Collins me trajo el desayuno y el periódico; me compadeció a causa del mal tiempo, diciéndome que el profesor siempre tenía algo que hacer en esa curiosa y pequeña habitación «allá abajo», en el sótano; en seguida me dijo que me prepararía un pollo para el almuerzo. Yo no tenía intención de ir «allá abajo»; abrí el periódico y tomé el café. Pero mi interés por los deportes terminó pronto y mi curiosidad se despertó de nuevo con mayor interés por saber exactamente lo que me había ocurrido el día anterior.

    ¿Había habido alguna comunicación telepática entre Magnus y yo? Ya antes habíamos ensayado eso en Cambridge con cartas y números, pero nunca había resultado, excepto alguna vez y por pura casualidad; en ese tiempo, nosotros habíamos estado más unidos el tino al otro que ahora. No pude figurarme ningún otro medio, telepático o de otra naturaleza, gracias al cual Magnus y yo hubiéramos podido pasar por la misma experiencia a una distancia de tres meses — según parece, él había tomado la droga en Pascua —, a no ser que hubiera una conexión entre esa experiencia y algo relacionado con sucesos ocurridos anteriormente en Kilmarth. Magnus me había sugerido que una parte del cerebro, bajo el influjo de la droga, podía volver a condiciones anteriores, a un período anterior de su historia química. Sin embargo, ¿por qué a ese tiempo preciso? ¿Acaso el jinete había dejado en ella una marca tan fuerte que todos los otros períodos, anteriores y posteriores, habían quedado en la sombra?

    Pensé en los días en que había pasado temporadas en Kilmarth cuando era estudiante. El ambiente de la casa era franco, ligero; recuerdo haber preguntado un día a la señora Lane si la casa estaba encantada. Mi pregunta era tonta, pues ciertamente el ambiente no era un ambiente de fantasmas; hice la pregunta solamente porque la casa era antigua.

    — ¡Por Dios, no! — exclamó ella —. Estamos demasiado encerrados en nosotros mismos para atraer a los fantasmas. Pobres criaturas, deben morirse de tedio, incapaces de llamar la atención de nadie. ¿Por qué lo pregunta?
    — Por nada — le aseguré, temiendo haberla ofendido —. Sólo que la mayor parte de las casas antiguas se precian de alojar algún duende.
    — Pues bien, si hay alguno en Kilmarth, nunca lo hemos oído — comentó ella —. La casa nos ha parecido siempre una casa feliz. No hay nada extraordinario en su historia. Pertenecía a una familia llamada Baker hacia el siglo XVII, que la conservó hasta que los Rashleighs la reconstruyeron en el siglo XVIII. No puedo decirle nada sobre sus orígenes, aunque alguien nos ha dicho que tiene cimientos del siglo XIV.

    Tal fue el fin del asunto; sin embargo, sus comentarios acerca de los orígenes en el siglo XIV volvieron a mi memoria. Pensé en las habitaciones del sótano y en el patio contiguo, así como esa curiosa elección que hizo Magnus del lavadero para convertirlo en laboratorio. Sin duda tenía sus razones. Se encontraba bien lejos de la parte habitada de la casa y allí no podía ser perturbado por visitantes o por la señora Collins.

    Me levanté tarde, escribí algunas cartas en la biblioteca, comí con buen apetito el pollo preparado por la señora Collins y traté de concentrar mis pensamientos en el futuro y en lo que iba a decidir con respecto a aquel ofrecimiento de trabajar como socio en Nueva York. No había nada que hacer. Todo parecía muy remoto. Ya tendría tiempo cuando llegara Vita para discutirlo con ella en detalle.

    Miré por la ventana de la sala de música y vi a la señora Collins subir por el camino hacia su casa. Llovía todavía. Tenía por delante una larga y tediosa tarde. No sé cuándo se me ocurrió la idea. Tal vez estaba anclada en mi inconsciente desde el momento en que me desperté. Quería probar que no había habido ninguna comunicación telepática entre Magnus y yo cuando había tomado la droga el día anterior en el laboratorio. El me había dicho que había realizado su primera experiencia allí, lo mismo que yo. Tal vez algún proceso mental había pasado del uno al otro en el momento en que tragaba el líquido, Influyendo así en el orden de mis ideas y en lo que vi o me imaginé ver la tarde anterior. Si se tomara la droga en otra parte y no en ese fúnebre laboratorio que parecía la celda de un alquimista, ¿no sería el efecto diferente? Nunca lo sabría a menos que lo ensayara.

    Había un pequeño vaso en el aparador de la despensa; lo había visto la noche anterior; lo tomé, lo lavé en el grifo; de esta manera no establecía ninguna relación previa con nada; luego bajé al sótano; me sentía como la sombra de mí mismo cuando era niño y hurtaba una barra de chocolate prohibido durante la cuaresma; di vuelta a la llave de la puerta del laboratorio.

    Fue algo sencillo el pasar de largo junto a los ejemplares que se encontraban en los recipientes y dirigirme a la fila de los frascos pequeños marcados con las respectivas letras A, B, C. Como ayer, conté el número de gotas del frasco A, pero ahora las vertí en el pequeño vaso que había tomado de la despensa. Luego cerré con llave el laboratorio, atravesé el patio hasta llegar al sitio del establo y subí al coche.

    Conduje lentamente subiendo la carretera de entrada a la casa, giré a la izquierda dirigiéndome hacia la carretera principal, bajé la colina de Pomear y me detuve al llegar abajo, para inspeccionar el sitio. Allí, donde se encontraba la hospedería y el asilo, había visto la ensenada el día anterior por la tarde. La configuración del terreno no había variado, a pesar de la moderna carretera; sin embargo, el valle por el que había penetrado la marea era una ciénaga ahora. Tomé la ruta hacia Tywardreath, pensando con cierto recelo que si yo en realidad había tomado esta misma dirección el día anterior bajo el influjo de la droga, hubiera podido ser atropellado por un vehículo.

    Bajé por la estrecha y empinada carretera hasta la aldea y aparqué mi coche un poco más arriba de la iglesia. Todavía llovía un poco y no se veía a nadie. Un coche pasó por la carretera principal de Par y desapareció. Una mujer salió de la tienda de comestibles y marchó en la misma dirección. Nadie más apareció. Salí del coche, abrí la reja de hierro del cementerio de la iglesia y entré al pórtico para protegerme de la lluvia. El patio de la iglesia formaba un declive hacia d Sur; al extremo, se veía un muro, y más allá las casas de los agricultores. Ayer, en ese otro mundo, no existía ningún edificio, sino solamente las aguas azules de la ensenada que cubrían el valle al llegar la marea; la abadía ocupaba el terreno que era hoy el cementerio de In iglesia. Conocía ahora mejor la configuración del terreno. Si la droga surtiera efecto, podría dejar el coche allí y caminar hacia casa. No había nadie en los alrededores. Como un hombre dispuesto a zambullirse en un pozo helado, tomé la pequeña botella y bebí su contenido. En el momento de hacerlo me llené de pánico. Esta segunda dosis podría El recién llegado protestó, aunque buscó al mismo tiempo el apoyo del muro para sostenerse; luego se dejó caer sobre un banco cercano. Roger se encogió de hombros y se volvió a su compañero.

    — Me sorprende que Otto Bodrugan se atreva a aparecer por aquí dijo su amigo —. No hace aún dos años que peleó contra el rey en favor de Lancaster. Dicen que se encontraba en Londres cuando el populacho arrastraba al obispo Stapledon por las calles.
    — No, él no estaba allí — replicó Roger Se encontraba con otros muchos en la fiesta de la reina en Wallingford.
    — De todos modos, su posición es delicada — comentó el otro —. Si yo fuera el obispo, no me mostraría delicado con el hombre de quien se dice que ha contribuido a la muerte de mi predecesor.
    — Su Señoría no tiene tiempo de ocuparse de política — respondió Roger —. Tendrá bastante con ocuparse de su diócesis. Los asuntos pasados no le interesan. Bodrugan se encuentra hoy aquí a causa de su parentesco con Champernoune, ya que su hermana Joanna es la esposa de sir Henry. Asimismo, a causa de sus obligaciones con sir John, a quien aún no ha pagado los doscientos marcos que le pidió prestados.

    Una conmoción en la puerta les hizo a todos avanzar un poco para ver mejor; hubo un pequeño movimiento al pie de la escalera que conducía a nuestra cámara. El obispo entró acompañado por el prior, quien se encontraba más limpio y en mejor forma que la víspera cuando le vi metido en la cama en compañía del perro sucio. Los hombres y las mujeres hicieron una profunda inclinación; el obispo dio a besar su mano a todos; entretanto el prior, agitado a causa del ceremonial, presentaba las personas al obispo. Puesto que yo no entraba en este mundo, podía ir de una parte a otra a mi gusto, a condición de no tocar a nadie; me acerqué a ellos, tratando de descubrir con curiosidad el nombre de cada uno.

    Sir Henry de Champernoune, señor del feudo de Tywardreath decía el prior —, vuelto hace poco de una peregrinación a Santiago de Compostela.

    El caballero de cierta edad avanzó y se inclinó profundamente con una rodilla en tierra. Me impresionaron una vez más su aspecto digno y su elegancia, al mismo tiempo que su humildad. Cuando hubo besado la mano del obispo, se levantó y se volvió hacia la mujer que tenía a su lado.

    — Joanna, mi mujer, su Señoría — dijo.

    Ella se inclinó profundamente, tratando de igualar la humildad de su marido; el gesto no estuvo desprovisto de elegancia. Así, pues, ésta era la mujer que se habría maquillado si no se tratara de la visita del obispo. Me pareció que había hecho bien al prescindir del maquillaje. La toca que rodeaba su rostro era suficiente adorno, pues embellecía los rasgos de cualquier mujer, ordinaria o hermosa. Joanna no era ni una cosa ni otra, pero no me extrañó que su fidelidad a sus obligaciones matrimoniales fuera sospechosa; había visto ojos como los suyos en las mujeres de mi propio mundo, ojos llenos y sensuales; un solo gesto de un hombre, y ellas son presa fácil.

    — Mi hijo y heredero William — continuó su marido.

    Uno de los jóvenes avanzó para rendir homenaje.

    Sir Otto Bodrugan — añadió sir Henry — y su esposa, mi hermana Margaret.

    Se trataba evidentemente de un mundo bien entrelazado; ¿no había yo oído a mi jinete Roger decir que Otto Bodrugan era hermano de Joanna, la esposa de Henry Champernoune, de suerte que así se encontraba doblemente conectado con el señor del feudo? Margaret era pequeña, de color pálido, muy nerviosa; tropezó cuando quiso rendir homenaje al obispo y hubiera caído al suelo si su esposo no la hubiera sostenido. Me gustaba el aspecto de Otto Bodrugan: se adornaba con un hermoso penacho; sería un buen aliado, pensé yo, en un duelo o en un combate. Debía tener también un buen sentido del humor, pues en lugar de ruborizarse o de disgustarse a causa del mal efecto producido por su mujer, se sonrió y la tranquilizó. Sus ojos, castaños como los de su hermana Joanna, eran menos expresivos que los de ella; sentí, sin embargo, que compartía plenamente sus otras cualidades.

    Bodrugan a su vez presentó a su hijo mayor Henry y en seguida marchó atrás para dar paso al hombre que le seguía en la hilera. Este estaba indudablemente impaciente por mostrarse delante de todos. Vestido más ricamente que sir Henry Champernoune o que sir Otto Bodrugan, dejaba ver una sonrisa de confianza en sí mismo.

    Esta vez fue el prior quien hizo la presentación:

    Nuestro amado y respetado protector, sir John Carminowe de Bockenod, sin la ayuda del cual nos hubiéramos encontrado en dificultades financieras en estos calamitosos tiempos.

    Así, pues, aquí estaba el caballero con un pie en cada campo, una esposa encerrada a diez kilómetros de distancia, y otra mujer en esta cámara. Quedé desilusionado, pues esperaba encontrar un tipo apuesto con ojos dominantes. No era nada de eso, sino un hombre pequeño y tieso, inflado de orgullo como un pavo. Lady Joanna debía de contentarse con poco.

    Su Señoría — dijo él con un tono lleno de pomposidad —, nos mentimos profundamente honrados de teneros entre nosotros.

    Se inclinó para besar la mano del obispo con una tal afectación, que si yo hubiera sido Otto Bodrugan, aun debiéndole doscientos marcos, le habría dado tal puntapié en el trasero que con eso hubiera saldado mi deuda.

    El obispo, con sus ojos de mirada aguda, alerta, no perdía detalIe. Parecía un general haciendo la inspección de un nuevo regimiento, anotando mentalmente lo referente a los oficiales: Henry Champernoune ya está pasado, hay que reemplazarlo; Bodrugan, valiente en la acción, pero insubordinado, a juzgar por su participación en la reciente rebelión contra el rey; Carminowe, ambicioso y demasiado celoso, un /lumbre que puede causar problemas. En cuanto al prior, ¿era una mancha de salsa lo que aparecía sobre su hábito? Podía jurar que el obispo lo notó, como yo mismo. Un momento más tarde sus ojos pasaron por encima de las cabezas de los personajes menos importantes y cayeron sobre la figura del cura de la parroquia, que se apoyaba contra el muro para no caerse. Tuve esperanzas, por el bien del prior, de que la inspección no continuara en la cocina del priorato, o peor aún, en la celda del prior.

    Sir John se había levantado y a su vez hacía sus presentaciones.

    —Mi hermano, su Señoría, sir Oliver Carminowe, uno de los comisarios de su Majestad; Isolda, su mujer.

    Tornó del brazo a su hermano y le hizo avanzar; éste parecía, a juzgar por su color encendido y por su mirada perdida, que había pasado las horas de espera en la bodega en compañía del párroco.

    — Su Señoría — dijo, teniendo cuidado de no doblar demasiado la rodilla por miedo de perder el equilibrio al levantarse.

    Era un hombre mejor parecido que su hermano, a pesar de la bebida; era más alto, más ancho de hombros, con una mandíbula fuerte; ciertamente, un individuo con quien no convenía entrar en disputas.

    —Ésa es la que tomaré, si la fortuna me favorece.

    El susurro se produjo muy cerca de mis oídos. El jinete Roger estaba a mi lado una vez más; no me hablaba a mí, sino a su compañero. Había algo de desagradable en la manera como él dirigía mis pensamientos, siempre a mi lado cuando menos esperaba verlo. Tenía razón, sin embargo, en su elección, y yo me preguntaba si ella también se daba cuenta de la mirada de Roger, pues dirigió sus ojos hacia nosotros al levantarse de rendir homenaje al obispo.

    Isolda, la mujer de sir Oliver Carminowe, no tenía una toca que enmarcara su rostro, sino que llevaba sus cabellos rubios atados en dos trenzas; una red con algunas joyas recogía las trenzas y coronaba la parte superior del velo que cubría la cabeza. Tampoco usaba manto, como las otras mujeres; su vestido era menos amplio en la cintura, más ceñido; las mangas llegaban más allá de las muñecas. Posiblemente, siendo más joven que sus compañeras, apenas tenía veinticinco o veintiséis años, seguía más de cerca la moda; si eso era así, no parecía darse cuenta de ello, pues llevaba sus vestidos con encantadora naturalidad. Nunca había visto un rostro tan hermoso ni tan lleno de aburrimiento; cuando nos miró, o mejor cuando miró a Roger y a sus compañeros, sin la menor muestra de interés, un ligero movimiento sobre sus labios traicionaba un bostezo que trataba de ahogar.

    Es el destino de todo hombre, supongo, en un momento u otro de su vida, el ver un rostro en una multitud y no poderlo olvidar nunca; quizá, por un golpe de la fortuna, lo podrá encontrar otro día en un restaurante, en una reunión social. Encontrarlo con frecuencia rompería el encanto. Éste no era ahora el caso. Miraba, atravesando siglos, lo que Shakespeare llamaría «una doncella incomparable», la cual, pobre de mí, no me miraría jamás.

    — Me pregunto cuánto tiempo estará contenta dentro de los muros de Carminowe — murmuró Roger —, y si cuidará de que sus pensamientos no se desvíen. ojalá yo lo supiera. Si yo hubiera vivido en su tiempo, habría remita lado a mi cargo de mayordomo de sir Henry y habría ofrecido mis servicios a sir Oliver y a su señora esposa.
    — Una ventaja para ella replicó el otro— es que no tiene que proporcionarle un heredero, ya que tiene tres hijastros para llenar el puesto. Ella puede disponer de su tiempo como guste, habiendo procurado ya dos hijas a sir Oliver con las que éste puede hacer un buen negocio cuando lleguen a la edad del matrimonio; ahora puede estar tranquila.

    Ése era el valor de la mujer en aquellos tiempos: bien mantenidas con vistas al mercado, luego compradas y vendidas en la plaza, o más bien, en el feudo. Nada extraño que una vez cumplido con su deber, buscaran consuelo a su alrededor, bien fuera tomando un amante, o bien representando un papel activo en las estipulaciones mercantiles referentes a sus propios hijos e hijas.

    — Te digo una cosa — afirmó Roger —. Bodrugan la desea para sí, pero mientras esté en deuda con sir John, debe mirar muy bien en dónde pisa.
    — Te apuesto cinco contra uno que ella no le hace caso.
    — Acepto. Y si ella lo hace, yo haré de intermediario. Ya he representado ese papel entre mi señor y sir John.


    Como testigo de ese tiempo pasado que no era el mío, yo no me comprometía ni tenía ninguna responsabilidad. Podía moverme en su mundo sin ser observado; sabía que pasara lo que pasara, nada podía hacer para impedirlo, ya fuera una comedia, una tragedia o una farsa; en cambio, en mi existencia en el siglo xx yo debía trabajar para labrarme mi propio futuro y el de mi familia.

    Parecía que la recepción había terminado; no así la visita del obispo, pues una campana llamó a vísperas; el grupo de personas se dividió en dos: los más importantes personajes fueron a la capilla de la abadía, mientras los otros se dirigieron a la iglesia, que era una parte de la capilla misma, separada por una entrada con arcos y una reja.

    Pensé que podía prescindir de las vísperas, aunque quedándome cerca de la reja lograría tal vez ver a Isolda; mi guía, del que no podía liberarme, tuvo la misma idea y decidió que ya había perdido demasiado tiempo. Hizo una señal a su compañero con la cabeza, salió del priorato, atravesó el patio y se dirigió a la puerta de entrada. Alguien la había abierto, pues una cantidad de gente, hermanos laicos y sirvientes, estaban allí de pie, riéndose y mirando a los servidores del obispo, que trataban penosamente de hacer entrar la pesada carroza en el patio. Las ruedas estaban atascadas por el barro del camino.

    Otro espectáculo se ofrecía a mi vista: el de los hombres, mujeres y niños que habían invadido la plaza central de la aldea. Una especie de mercado se había establecido allí, con puestos de venta en todas partes; un individuo tocaba un tambor, otro arrancaba sonidos de una especie de arpa y un tercero me ensordecía con el toque de dos cuernos tan grandes como él mismo, que con gran habilidad lograba tocar al mismo tiempo.

    Seguí a Roger y a su amigo a través de la plaza. A cada momento se detenían para saludar a gente conocida. Caí en la cuenta que todo esto no era una manifestación popular en favor de la visita del obispo, sino más bien una especie de paraíso de carniceros; en efecto, cuerpos de cerdos y de carneros recién degollados colgaban en cada puesto de venta; las viviendas que bordeaban la plaza mostraban asimismo igual mercancía. Cada jefe de familia con un cuchillo en la mano estaba en pleno trabajo de despellejar una vieja oveja o de degollar un cerdo; uno o dos individuos pertenecientes sin duda a un grado más alto en la escala feudal, blandían una cabeza de toro y se ganaban así los gritos y los aplausos de la multitud. Se encendieron antorchas a medida que la noche avanzaba; a su luz, los que despellejaban y los que degollaban los animales tomaban un aspecto macabro; trabajaban aprisa, furiosamente, a fin de terminar la tarea antes de la noche; la excitación de la gente crecía cada vez más; el músico, con un cuerno en cada mano, iba de un lado a otro entre la gente y levantaba sus instrumentos por encima de las cabezas de los demás, a fin de aumentar el volumen de la música.

    Dios mediante, tendrán sus estómagos bien rellenos este invierno — observó Roger.

    Yo le había olvidado en medio del tumulto, pero estaba siempre a mi lado.

    — Supongo que has contado el número de animales — dijo su amigo.

    No solamente los he contado, sino que los he examinado antes de dejarlos degollar; no porque sir Henry se diera cuenta o se preocupara por saber si faltaba un centenar de animales de sus rebaños, sino porque mi señora sí se preocuparía. Él está demasiado absorto en sus oraciones para pesar su bolsa y sus propiedades.

    — ¿Ella tiene confianza en ti, entonces?

    Mi caballero se rió.

    — Tiene que tener confianza en mí sabiendo lo que hago para ayudarla en sus aventuras. Cuanto más se apoya en mis consejos, mejor duerme por la noche.

    Roger volvió la cabeza a causa de un ruido que provenía esta vez de la caballeriza de la abadía. Los siervos del obispo habían por fin encontrado sitio para la carroza, tomando el lugar de otros vehículos más pequeños, que aparentemente servían para llevar a damas de alto rango a través de los campos; tres de estos vehículos, adornados como el del obispo con escudos de armas, estaban siendo colocados a la entrada de la abadía.

    Las vísperas habían terminado y los fieles que habían asistido a ellas salían ahora de la iglesia y se mezclaban con la gente de la plaza.

    Roger se abrió camino hacia el patio cuadrangular y en seguida hacia la abadía en la que los huéspedes del prior formaban un grupo antes de la partida. Sir John Carminowe estaba en primera fila, y a su lado la esposa de sir Henry, Joanna de Champernoune. Al acercarnos a ellos, sir John murmuró a los oídos de Joanna:

    ¿Estaréis sola si voy a veros mañana?

    — Quizá — respondió ella Pero es mejor esperar a que os envíe un mensaje.

    Él se inclinó para besar su mano, luego montó el caballo que un servidor tenía de las riendas y desapareció al galope. Joanna le vio irse y en seguida se volvió hacia su mayordomo.

    — Sir Oliver y Lady Isolda pasarán la noche en nuestra casa dijo Trata de ayudarles a partir de aquí pronto. Busca también a sir Henry. Deseo partir cuanto antes.

    Permaneció de pie allí en la entrada, golpeando impacientemente el suelo con el pie; sus grandes ojos estaban seguramente perdidos en imaginar los planes que favorecerían sus ulteriores proyectos. Sir John debía estar impaciente por mantener en ella el fuego del amor.

    Roger entró en la abadía. Le seguí. Venían voces del refectorio. Habiendo preguntado a un monje que se encontraba por allí cerca, se enteró de que sir Oliver Carminowe tomaba algún alimento, acompañado de su séquito, mientras que su esposa todavía se encontraba en la capilla.

    Roger se detuvo un momento, luego se dirigió a la capilla. Pensé en un primer momento que ésta estaba vacía. Los cirios del altar habían sido apagados y la luz era escasa. Dos personas estaban de pie delante de la reja, un hombre y una mujer. Al acercarme vi que eran Otto Bodrugan e Isolda Carminowe. Hablaban en voz baja, de suerte que no pude distinguir lo que decían; en cambio vi que el cansancio y el hastío habían desaparecido del rostro de ella; de repente levantó la cabeza y sonrió.

    Roger me dio un golpecito en el hombro.

    — Es demasiado oscuro para ver algo. ¿Puedo encender las luces?

    No era su voz. Él se había ido, y ellos también. Yo me encontraba de pie en la nave sur de la iglesia con un hombre vestido de clérigo a mi lado.

    — Le vi a usted a la entrada de la iglesia, como si no acabara de decidirse a entrar o a quedarse fuera, a causa de la lluvia. Pues bien, ahora que ha entrado, permítame que le enseñe un poco la iglesia. Soy el coadjutor de St Andrews. Es una antigua iglesia y nos sentimos muy orgullosos de ella.

    Puso su mano en un interruptor y encendió todas las luces. Miré a mi reloj; no sentía el más mínimo vértigo ni náuseas. Eran exactamente las tres y media.


    CAPITULO IV


    No había habido ninguna transición perceptible. Había pasado de un mundo a otro instantáneamente y sin las molestias físicas que había sentido el día anterior. La única dificultad era mental, la adaptación a mi mundo, que exigía un esfuerzo casi intolerable de concentración. Felizmente el coadjutor avanzaba delante de mí por la nave de la iglesia, hablando sin interrupción; si había algo extraño en la expresión de mi rostro, el coadjutor fue lo suficientemente delicado como para no hacer ningún comentario. — Tenemos un buen número de visitantes durante el verano — dijo —. Son personas que se alojan en Par o en Fowey; usted debe ser un fanático del arte, para quedarse paseando fuera de la iglesia en medio de la lluvia.

    Hice un esfuerzo supremo para concentrarme.

    — De hecho, no es la iglesia ni el cementerio lo que me interesa. Alguien me dijo que se levantaba aquí una abadía antiguamente. Me sorprendía ver que podía hablar.
    — Ah, sí, la abadía — dijo el coadjutor —. Hace mucho tiempo que ha desaparecido y no quedan trazos de ella, desafortunadamente. El edificio cayó en ruinas después de la disolución de los monasterios en 1539. Algunos dicen que su emplazamiento era donde se encuentra actualmente Newhouse Farm, justamente debajo de aquí, en el valle; otros, en cambio, dicen que la abadía se encontraba en donde está ahora el cementerio de la iglesia, por el lado sur; pero en realidad nadie lo sabe.

    Me condujo al transepto norte y me mostró la lápida del último prior, que había sido enterrado delante del altar en 1538. Me indicó el púlpito, algunos sitiales y lo que quedaba de la mampara original. Nada de lo que veía ahora se parecía a la pequeña iglesia que había visto hacía poco, con la reja en el muro que la separaba de la capilla de la abadía; tampoco podía, mientras me encontraba allí, al lado del coadjutor, reconstruir en mi imaginación nada de un antiguo crucero y de otra nave.

    — Todo está cambiado — dije.
    — ¿Cambiado? — preguntó el coadjutor, extrañado —. Sí, sin duda. I a iglesia fue reconstruida en gran parte en 1880, quizá de una manera no muy satisfactoria. ¿Está usted desilusionado?
    — No, de ninguna manera — me apresuré a tranquilizarlo —. Se trata de que... Bien, como le decía, mi interés se concentra en tiempos muy antiguos, aun antes de la disolución de los monasterios.
    — Lo comprendo. — El clérigo sonrió con simpatía —. Yo mismo me he preguntado con frecuencia cómo sería todo esto antiguamente, con la abadía al lado. Se trataba de una casa francesa, ya lo sabe usted, dependiente de la abadía benedictina de San Sergio de Angers; creo que la mayor parte de los monjes eran franceses. Me gustaría poder darle a usted más detalles, pero llevo en este sitio pocos años y por otra parte no soy un historiador.
    — Tampoco lo soy yo dije.

    Nos dirigimos hacia el pórtico.

    — ¿Sabe usted algo acerca de los señores del feudo en aquellos tiempos?

    Se detuvo un momento para apagar las luces.

    — Sólo lo que he leído en el Parochial History — dijo el coadjutor —. El feudo es mencionado en Domesday con el nombre de Tiwardrai la casa sobre la arena — y pertenecía a la gran familia de los Cardinham hasta que el último heredero, Isolda, la vendió a los Champernoune en el siglo XIII; cuando éstos murieron el feudo pasó a otras manos.

    ¿Isolda?

    — Sí, Isolda de Cardinham. Se casó con alguien llamado William Ferrers of Bere in Devon, pero me temo que no recuerde los detalles. Usted encontrará mucho más acerca de todo eso en la biblioteca pública de St Austell. — Sonrió de nuevo; pasamos por la puerta al cementerio de la iglesia —. ¿Va usted a quedarse algún tiempo por aquí o está usted sólo de paso? — me preguntó.
    — Me quedo una temporada. El profesor Lane me ha prestado su casa para pasar el verano.
    — ¿Kilmarth? La conozco, por supuesto, pero nunca he entrado en ella. Creo que el profesor Lane no vive allí casi nunca; tampoco frecuenta la iglesia.
    — No, probablemente no — le repliqué.

    Pues bien — dijo cuando nos despedimos —, si tiene deseos de venir, bien sea a un servicio religioso o para echar una ojeada al sitio, me encantaría verle de nuevo.

    Nos dimos la mano; subí la carretera hasta el sitio en que había dejado el coche. Me pregunté si no había sido un poco grosero con el coadjutor. Ni siquiera le había dado las gracias por sus buenos oficios, ni le había dicho mi nombre. Sin duda me consideraría como uno de tantos visitantes de verano, más pesado que los otros y con un tornillo flojo. Entré en el coche, encendí un cigarrillo y traté de reflexionar. El hecho de no haber tenido reacciones físicas molestas me quitaba un peso de encima. Ni siquiera un asomo de náusea o de vértigo; mis miembros no me dolían como la víspera; tampoco estaba sudando.

    Bajé el cristal de la ventanilla del coche y miré la calle y la iglesia. Nada se acomodaba a lo que había visto. La plaza de la aldea, en donde la gente se reunía, debía cubrir todo este sitio y más allá también, allí donde la carretera comenzaba a subir por la colina. El patio de la abadía, en la que los siervos del obispo habían tenido dificultades con la carroza, debería encontrarse en aquel espacio inferior, delante de la peluquería actual, bordeando el muro oriental del cementerio de la iglesia; la abadía misma, según una de las opiniones apuntadas por el coadjutor, debía de ocupar toda la parte sur del actual cementerio. Cerré los ojos. Vi la entrada, el patio, el edificio estrecho con la cocina y el refectorio, el dormitorio de los monjes, la sala capitular en donde había tenido lugar la recepción del obispo, y la celda del prior. En seguida los abrí de nuevo, pero los elementos del cuadro no correspondían al espacio actual; la aguja de la torre de la iglesia acababa por descomponer el plano, tal como yo quería disponerlo. No había nada que hacer, lo único que correspondía entre el pasado y el presente era la disposición del terreno.

    Arrojé el cigarrillo, puse en marcha el coche y tomé la carretera que bordeaba la iglesia. Una sensación extraña de euforia se apoderó de mí a medida que iba llegando al fondo del valle, hasta llegar a las tiendas de Par. Sólo diez minutos antes, todo esto se encontraba bajo el agua; las tierras inclinadas de la abadía confinaban con el mar. Bancos de arena bordeaban en aquel tiempo las amplias líneas del estuario, allí donde se levantaban ahora casas de campo; yo veía las casas y los almacenes sumergidos en el azul del agua del canal... Me detuve en una droguería para comprar pasta para dientes; la sensación de euforia aumentaba mientras la muchacha hacía el paquete. Me parecía que ella no tenía ninguna consistencia, como tampoco la tenían los otros dos clientes ni la droguería misma; sentí que una sonrisa subía furtivamente a mis labios con un deseo de exclamar de improviso: «Ninguno de ustedes existe. Todo esto se encuentra bajo el agua».

    Esperé un poco a la puerta de la droguería; había dejado de llover. El espeso velo que se cernía sobre nuestras cabezas se había desgarrado y dejaba ver un cielo desigual, con manchas azules y nubes de color de humo. Demasiado pronto para regresar a casa. Demasiado temprano para telefonear a Magnus. Una cosa había yo demostrado por lo menos: que esta vez no había habido telepatía posible entre nosotros. Mi amigo había podido intuir algo de mis movimientos el día anterior, pero no hoy. El laboratorio de Kilmarth no era un agujero encantado para conjurar duendes; tampoco el pórtico de la iglesia St Andrew estaba habitado por fantasmas. Magnus debía tener razón en su hipótesis acerca del carácter reversible de algunos procesos químicos primarios del cerebro, producidos por la droga; el condicionamiento sería de tal naturaleza que los sentidos, funcionando en situación y según un efecto secundario de la droga, serían capaces de captar el pasado.

    No se trataba de un sueño nostálgico del que yo había despertado gracias a los golpecitos del coadjutor en mi hombro: yo había pasado de una realidad viviente a otra. ¿Podía ser acaso que el tiempo fuera tina realidad pluridimensional, de suerte que el ayer, el hoy y el mañana se entrecruzaran en múltiples repeticiones? ¿Tal vez se necesitaría un pequeño cambio en los ingredientes, una enzima diferente, para mostrarme el futuro: yo mismo con la cabeza calva, en Nueva York, los niños convertidos en adultos, ya casados, y Vita muerta? La idea me desconcertó. Más bien debía ocuparme ahora de los Champernoune, de los Carminowe y de Isolda. No era posible ninguna comunicación telepática en este caso: Magnus no había mencionado a ninguno de ellos; en cambio, el coadjutor sí lo había hecho y sólo después de que yo había visto a esos personajes como seres vivientes.

    Entonces decidí lo que debía hacer: iría a St. Austell en coche y vería si se encontraba allí algún volumen de historia que confirmara la identidad de esos personajes.

    La biblioteca dominaba la aldea; aparqué mi coche y entré en ella. La chica encargada quiso ayudarme. Me aconsejó que fuera arriba, a la sección de referencias, y que buscara las genealogías en un libro que se llamaba The Visitations of Cornwall.

    Tomé el libro de uno de los estantes y me acomodé en una de las mesas. La primera mirada a la lista de los nombres por orden alfabético no fue alentadora. No encontré ni Cardinhams, ni Champernounes, ni Carminowes. Volví al comienzo de nuevo y me di cuenta de que debí de haberme saltado una página la primera vez, pues ahora encontré a los Carminowe. Recorrí la página con mis ojos; allí estaba un sir John, casado por intereses económicos con una tal Joanna; seguramente encontraría un problema en la identidad de nombres de su esposa y de su querida. Tuvo una abundante familia. Uno de sus nietos, Miles, heredó Boconnoc. Boconnoc... Bockenod... un cambio en la ortografía; ciertamente se trataba del sir John que yo conocía.

    En la página siguiente encontré a su hermano mayor, sir Oliver Carminowe. Había tenido varios hijos de su primera esposa. Recorrí las líneas y encontré a Isolda, su segunda esposa, hija de un Reynold Ferrers of Bere in Devon; al pie de la página vi los nombres de sus hijas, Joanna y Margaret. Había, pues, encontrado la que buscaba, no a la heredera de Devon de que me había hablado el coadjutor de la iglesia de St. Andrews, Isolda Cardinham, sino a una descendiente de ella.

    Separé el pesado volumen; sonreí con satisfacción a un hombre de gafas que leía el Daily Telegraph; me miraba intrigado desde hacía un rato; al mirarle, .ocultó en seguida su rostro detrás del periódico. Mi «doncella incomparable» no era un producto de mi imaginación ni un efecto telepático entre Magnus y yo. Ella había vivido, aunque las fechas de su nacimiento y de su muerte fueran imprecisas.

    Volví el libro al estante, bajé las escaleras, y salí del edificio con el sentimiento de euforia más fuerte aún después de mi descubrimiento. Carminowes, Champernouncs, Bodrugans, todos muertos desde hacía seiscientos años, y sin embargo, vivos en el tiempo real de mi otro mundo.

    Me alejé de St. Austell satisfecho de todo lo que había logrado hacer en una sola tarde, habiendo sido testigo de una recepción en una abadía hacía muchísimo tiempo desaparecida y del espectáculo de la fiesta popular de San Martín en la plaza de la aldea. Y todo eso, gracias a un brebaje preparado por Magnus que no producía malestares físicos, al contrario, que dejaba un sentimiento de bienestar y de placer. Era tan sencillo como dejarse rodar por la pendiente de una colina. Subí la cuesta de Polmear a una velocidad de ochenta kilómetros por hora; sólo después de llegar a la carretera que desciende a Kilmarth, de haber guardado el coche y de haber entrado en la casa, pensé de nuevo en esa comparación: «dejarse rodar por la pendiente...» ¿Era esta sensación de euforia un efecto de la droga? Ayer, la náusea y el vértigo, pues había faltado a las reglas. Hoy, pasando de un mundo a otro sin dificultad, me sentía engreído como un pavo.

    Subí a la biblioteca y marqué el número del teléfono del apartamento de Magnus. Contestó inmediatamente.

    —¿Cómo fue eso? — preguntó.
    — ¿Qué quieres decir? ¿Cómo fue qué? Llovió todo el día.
    — En cambio, el tiempo ha estado muy bueno en Londres — replicó —. Pero deja de lado el tiempo. ¿Cómo estuvo el segundo viaje?

    Su certeza de que yo había hecho un segundo experimento me irritó.

    — ¿Qué te hace pensar que hice un segundo viaje?
    — Uno siempre lo hace.
    —Pues bien, tienes razón, como siempre. Quería probar algo.
    —¿Qué querías probar?
    — Que la experiencia no tenía que ver nada con una comunicación telepática entre nosotros.
    — Te lo podía haber dicho yo — comentó Magnus.

    Quizá. Pero nosotros siempre habíamos hecho la experiencia en la cámara de Barba-azul, y esto podía tener una influencia inconsciente. — Así, pues...

    — Así, pues, vertí el líquido en un pequeño vaso que encontré en tu cuarto; perdona que obre como si me encontrara en mi propia casa; me dirigí a la iglesia y lo tomé en el pórtico.

    Su risa llena de placer me molestó aún más.

    — ¿Qué pasa? — pregunté —. No me digas que tú hiciste lo mismo.

    Precisamente. Pero no en el pórtico, mi querido amigo, sino en el patio del cementerio, ya de noche. Lo que importa es: ¿qué viste?

    Se lo conté todo y terminé con mi encuentro con el coadjutor de la iglesia, con mi visita a la biblioteca pública y con la falta de efectos perniciosos de la droga. Me escuchó sin interrumpirme como lo había hecho el día anterior, y cuando hube concluido, me dijo que esperara un poco, pues iba a servirse una bebida; al mismo tiempo me recordó que yo no debía hacerlo. La imagen del vaso de ginebra agregó combustible a la llama de mi indignación.

    Me parece que te las arreglaste muy bien — me dijo —; se diría que tú has encontrado la más hermosa flor de la región, que es mucho más de lo que yo mismo he logrado, en este o en otro tiempo.

    — ¿Quieres decir que no tuviste la misma experiencia?

    Tuve una experiencia completamente contraria. Nada de una sala capitular o de la plaza central de una aldea. Yo me encontré en el dormitorio de los monjes, y lo que allí pasaba era algo muy diferente.

    — ¿Qué pasaba?
    — Exactamente lo que puedes suponer cuando un hatajo de franceses de la Edad Media se reunían. Emplea tu imaginación.

    Ahora era yo quien reía. La imagen de Magnus haciendo el papel de curioso en medio de esa maloliente comunidad, me trajo de nuevo el buen humor.

    — ¿Sabes lo que pienso? — le dije —. Creo que cada uno de nosotros ha encontrado lo que merece. Yo me encontré con su Señoría el obispo y con la nobleza, que despertaron en mí los olvidados recuerdos de mis aficiones cursis en el colegio de Stonyhurt, y tú te encontraste con las desviaciones sexuales de las que te has privado durante treinta años.
    — ¿Cómo sabes que yo me he privado de ellas?
    — Es verdad; no lo sé. Te otorgo carta de buena conducta.
    — Gracias por el cumplido. Lo que importa es que nada de todo esto puede explicarse por comunicación telepática entre nosotros. ¿De acuerdo?

    De acuerdo.

    — Por lo tanto, lo que hemos visto ha sido gracias a otro canal, el caballero Roger. Él estuvo contigo en la sala capitular y en la plaza del pueblo y en el dormitorio de los monjes conmigo. Él es el cerebro que canaliza la información para nosotros.
    — Sí, pero... ¿por qué?
    — ¿Por qué? No vamos a descubrir eso con sólo un par de viajes. Tienes trabajo por delante.
    — Todo eso está muy bien; sin embargo, es un poco molesto el tener que seguir a sol y a sombra a ese hombre, o ser seguido por él cada vez que hago la experiencia. No le encuentro muy simpático. Tampoco la señora del feudo me cae muy bien.
    — ¿La señora del feudo? — Magnus se detuvo un momento —. Ella es tal vez la que vi en mi tercer viaje. ¿Cabello oscuro, ojos castaños, con aspecto de ramera?
    — Todo eso le cuadra muy bien. Joanna Champernoune — dije. Reímos al mismo tiempo, sorprendidos por lo extraño y fascinante que resultaba el hablar de alguien muerto hacía seis siglos como si la hubiéramos conocido recientemente en una reunión social.

    Discutía problemas relacionados con tierras del feudo — dijo Magnus —. No la pude seguir. A propósito, ¿has notado cómo uno entiende el sentido de la conversación sin tener que hacer una traducción consciente del francés medieval que hablan ellos? Una vez más, él es el vínculo que une el cerebro de Roger al nuestro. Aunque hubiéramos visto alguna vez ese antiguo francés escrito, el inglés antiguo, el francés normando o el cornish, no hubiéramos entendido ni una sola palabra.

    — Tienes razón — dije —. No se me había ocurrido eso, Magnus... — ¿No?

    Me preocupa aún lo referente a los efectos posibles de la droga. Lo que quiero decir es que gracias a Dios no sentí esta vez ni náusea ni vértigo, sino al contrario, un sentimiento formidable de euforia; debo de haber pasado el límite de velocidad en el coche varias veces cuando volvía a casa.

    Magnus no respondió inmediatamente; cuando lo hizo, el tono de su voz era grave.

    — Ésa es una de las razones por las que debemos experimentar la droga. Podría ser un estimulante de efectos catastróficos.
    — ¿Qué quieres decir con eso?
    — El peligro no está en la fascinación de la experiencia misma, que como sabemos, nadie ha sentido antes que nosotros, sino en un estímulo peligroso sobre la parte del cerebro afectada por la droga. Tú comprendes que esa región del cerebro se encuentra cerrada a otros influjos cuando tú estás bajo el efecto de la droga. La parte de coordinación de movimientos del cerebro continúa funcionando, tal como ocurre por ejemplo cuando tú sigues conduciendo un coche sin tener un accidente, aunque hayas ingerido un alto porcentaje de alcohol en la sangre; pero el peligro está siempre allí, y no parece que haya un sistema de alarma que funcione entre una región del cerebro y la otra. Quizá exista, quizá no. Todo esto es una parte de lo que tenemos que descubrir tú y yo.
    — Sí, lo veo — dije —, lo veo.

    Me sentí un poco desinflado. El sentimiento de euforia que había experimentado mientras volvía a casa había sido ciertamente algo inhabitual.

    — Lo mejor es que yo eche una siesta ahora — añadí —. No pensaré más en ello, a no ser que las circunstancias sean absolutamente adecuadas para la experiencia.

    Antes de contestar, Magnus hizo una nueva pausa.

    Eso depende de ti. Tú tienes que juzgar por ti mismo. ¿Tienes alguna otra pregunta que hacerme? Voy a salir a cenar fuera.

    ¿Alguna pregunta?... Docenas de preguntas. Pero con toda seguridad se me ocurrirían claramente cuando Magnus hubiera colgado el teléfono.

    — Espera — dije —. Antes de hacer tu primer viaje, ¿sabías que Roger había vivido en esta casa?
    — De ninguna manera. Mi madre acostumbraba a hablar de los Bakers en el siglo xvii y de los Rashleighs que les sucedieron. No sabíamos nada de sus predecesores, aunque mi padre tenía una vaga idea que los cimientos de la casa remontaban al siglo XIV; no sé quién no lo dijo.
    — ¿Es por eso por lo que convertiste el antiguo lavadero en el cuarto de Barba-azul?
    — No. Me pareció un sitio conveniente; además, el horno en arcilla me pareció interesante, pues conserva el calor si enciendes el fuego; lid puedo mantener líquidos a alta temperatura mientras trabajo en olía cosa. Por otra parte, tiene un ambiente perfecto, nada siniestro; 440 te metas en la cabeza la idea de que estas experiencias son una especie de caza de duendes, mi querido amigo. No estamos conjurando espíritus que vengan del vasto reino inferior...
    — No, ya lo sé — dije.
    —Para simplificarlo todo lo mejor posible: si tú te sientas en un billón para mirar un viejo film en la televisión, los personajes no van a saltar del aparato para espantarte, aunque muchos de ellos ya han muerto. Es algo así lo que te ha pasado esta tarde. Nuestro guía Roger y sus amigos vivieron en un tiempo, pero ahora están bien muertos.

    Comprendí lo que quería decir, pero no me parecía tan simple. Las implicaciones del asunto iban más lejos, y el impacto que me causaban, también; la sensación no era la de ser un testigo de otro mundo, sino de ser un actor en él.

    Me gustaría — dije — que conociéramos algo más sobre nuestro guía. En la biblioteca de St. Austell ya he encontrado referencias a los Carminowe, tal como te lo dije, a John y a su hermano Oliver, a Isolda, la mujer de este último; en cambio, un mayordomo de nombre Roger es un personaje demasiado secundario; es poco probable que se encuentre en un libro de genealogías.

    —Probablemente no, pero no se puede estar seguro. Uno de mis estudiantes tiene un amigo que trabaja en la oficina de registro civil y en el Museo Británico; ya ha comenzado a encargarse del asunto. No le he dicho por qué estoy interesado en él, sólo que quiero una lista de los contribuyentes de la parroquia de Tywardreath en el siglo catorce. 11 deberá encontrar ese dato en el registro de subsidios de 1327, fecha cercana al período que nos interesa. Si aparece algo te lo comunicaré. ¿Tienes noticias de Vita?
    —Ninguna.
    — Lástima que no te las hayas arreglado para enviar a los niños a hacerle compañía en Nueva York.
    — Es endiabladamente caro el viaje. Además, eso me hubiera obligado a partir también.
    — Pues bien, mantenlos lejos de la zona tanto tiempo como puedas. Dile que algo va mal con los conductos del agua. Eso la desanimará.
    —Nada asusta a Vita — le dije —. Ella traería consigo a un especialista en conductos de agua, de la Embajada americana.
    —Entonces apresúrate antes de su llegada. Ahora que pienso, ¿recuerdas la muestra marcada con una B en el laboratorio, al lado del líquido A que estás usando?
    —Sí.
    — Envuélvela cuidadosamente y envíamela por correo. Quiero ponerlo a prueba.

    Entonces, ¿tú vas a experimentarlo sobre ti mismo en Londres?

    — No en mí mismo, sino en un joven y robusto mono. No verá a sus antepasados de la Edad Media, pero sí puede sufrir el vértigo. Adiós.

    Magnus había colgado el teléfono de la manera brusca que le era habitual, dejándome con la acostumbraba sensación de desconcierto. Siempre había sido así, cuando hablábamos, o cuando pasábamos una tarde juntos, en el primer momento yo sentía la excitación de su compañía; de repente él saltaba a un taxi y desaparecía durante varias semanas; yo vagaba entonces por las calles, sin ningún objeto, hasta volver a mi apartamento.

    — ¿Cómo estuvo tu profesor? — acostumbraba preguntar Vita con el tono burlesco que ella adoptaba para hablarme cuando yo había pasado una tarde en compañía de Magnus; el énfasis en el «tu» no - dejaba nunca de herirme.
    — Como siempre — acostumbraba a responderle —. Lleno de ideas locas y divertidas.
    — Me alegro de que hayas pasado un buen rato — decía.

    Se notaba, sin embargo, un tono de voz que indicaba bien claro lo contrario de la alegría. Una vez me dijo después de una visita a Magnus más larga que de costumbre, pues no había vuelto a casa hasta las dos de la mañana, que Magnus me dejaba desinflado, de suerte que al volver a ella más parecía un balón roto que otra cosa.

    Ésa fue una de nuestras primeras disputas de casados. Ella se paseaba de un lado a otro de la sala, golpeando los cojines y limpiando los ceniceros que había llenado esperándome; entretanto, yo permanecía echado en el sofá, confuso. Fuimos a la cama sin decir una palabra, pero al día siguiente, para mi sorpresa y alivio, ella se comportó como si nada hubiera sucedido, rebosante de calor y de encanto femeninos. No se volvió a hablar de Magnus; me hice el propósito de no volver a cenar con él, a menos que Vita tuviera una cena con amigos la misma noche.

    Ahora no me sentía como un balón desinflado después de nuestra conversación telefónica; la expresión, por otra parte, no dejaba de ser ofensiva, ahora que pienso en ello, pues sugiere el mal aliento de alguien cuya respiración hace explosión... No, me sentía más bien un poco incómodo. ¿Por qué se le ocurría de repente a Magnus hacer una experiencia con el líquido contenido en la botella B? ¿Quería asegurarse del resultado de sus observaciones, poniéndolas a prueba primero en un desgraciado mono para someterme a mí en seguida, como conejo de Indias humano, a la misma experiencia, más fuerte que la primera? Había aún suficiente líquido en la botella A para continuar conmigo el experimento...

    El pensamiento me hirió como un choque: ¿continuar conmigo?... Lo mismo diría un alcohólico antes de ir a una nueva borrachera; recordé lo que me había dicho Magnus acerca de la posibilidad de que la droga pudiera ser «negativamente estimulante», crear un hábito. Tal vez ésta era otra razón para ensayarla en un mono. Me imaginé al pobre animal, con los ojos brumosos, saltando en su jaula, anhelando nueva dosis.

    Busqué el vaso que guardaba en mi bolsillo y lo lavé cuidadosamente; no lo volví a colocar en la alacena del cuarto de Magnus, pues temí que la señora Collins lo pusiera en otro sitio cualquiera y yo tuviera entonces que preguntarle por él, lo que sería una molestia. Era todavía demasiado temprano para cenar, pero el plato que me había preparado con jamón y ensalada, frutas y queso era tentador; decidí llevármelo a la sala de música y pasar una larga velada junto al fuego.

    Tomé una serie de discos al azar. No importaba la clase de música; yo continué pensando en las escenas contempladas esa tarde: la recepción en la sala capitular dé la abadía, los animales descuartizados en la plaza de la aldea, el músico cubierto con el capuchón que tocaba la trompa doble en medio de los niños y de los perros bulliciosos; sobre todo, pensaba en aquella hermosa doncella de cabello trenzado y redecilla adornada de perlas, que una tarde, hacía seiscientos años, parecía llena de aburrimiento hasta que unas palabras dichas a su oído y que yo no había podido escuchar, le habían hecho levantar la cabeza y sonreír.


    CAPITULO V


    Una carta enviada por correo aéreo me esperaba al día siguiente sobre la mesa del desayuno. Era de Vita. La había escrito desde la casa de su hermano en Nueva York, Decía que el calor era infernal, que debían permanecer en la piscina todo el día, que su hermano Joe iba a llevar a su familia a Newport en el yate que había alquilado por media semana; que lástima que no hubiéramos conocido sus proyectos más temprano; así yo habría llevado a los chicos en avión y habríamos podido pasar juntos las vacaciones de verano; que ahora era demasiado tarde; por lo menos, ella esperaba que la casa del profesor estuviera bien; «a propósito — decía Vita —, ¿cómo es la casa? ¿Quería yo que ella me trajera alimentos desde Londres? Ella saldría en avión desde Nueva York el miércoles siguiente y esperaba encontrar una carta mía al llegar a nuestro apartamento de Londres».

    Hoy era miércoles. Ella debía llegar al aeropuerto de Londres hacia las diez de la noche; y no encontraría una carta mía, pues no la esperaba antes del fin de semana.

    El pensamiento de que Vita llegaría aquí dentro de algunas horas me aturdió como un golpe. Los días que yo había esperado tener completamente libres para mí, iban a estar perturbados por llamadas telefónicas, preguntas, respuestas, toda la complicación de una vida «en familia». De una manera u otra, antes de que la primera llamada telefónica llegara, tenía que inventar un pretexto para ganar algunos días de plazo, para hacer que Vita permaneciera en Londres con los chicos por lo menos algunos días.

    Magnus había sugerido fallos en las tuberías. Eso podría servir; pero el problema era que Vita al llegar comenzaría a preguntar a la señora Collins acerca de eso, y la señora Collins la miraría con ojos llenos de sorpresa. ¿Decirle que las habitaciones no estaban listas? Sería entonces la culpa de la señora Collins y crearía malas relaciones futuras entre las dos mujeres. ¿Fallos en la electricidad? Eso tenía los mismos inconvenientes que los supuestos fallos en las tuberías. Tampoco podía pretender encontrarme enfermo, pues eso sólo haría que Vita volara más aprisa para llevarme envuelto, en un paquete de mantas, a un hospital de Londres. Ella desconfiaba de todo tratamiento médico que no fuera hecho por los mejores especialistas. En fin, tenía que pensar algo, aunque no fuera más que por Magnus; sería un descalabro que el experimento tuviera que interrumpirse bruscamente después de sólo dos tentativas.

    Era miércoles, Podría experimentar ese día mismo; descanso el Jueves; un nuevo experimento el viernes; descanso el sábado; experiencia el domingo. Si Vita se empeñaba en venir el lunes, pues bien, que viniera el lunes. Este plan me permitía tres «viajes» (la terminonología del L.S.D. era ciertamente exacta). Con tal de que nada resultara mal, de que yo escogiera los momentos aptos, y de que no cometiera ninguna imprudencia, los efectos negativos de la droga serían nulos, tal como había ocurrido el día anterior; lo único inquietante era ese sentimiento de euforia; pero yo podía aceptarlo y tomarlo como una advertencia de peligro. En todo caso, yo no sentía esa euforia ahora; la carta de Vita era sin duda la causa del ligero desánimo que en este momento me dominaba.

    Al terminar el desayuno le dije a la señora Collins que mi esposa llegaba a Londres esa misma noche y que probablemente se nos reuniría con sus hijos el próximo lunes o martes. Inmediatamente la señora Collins preparó una lista de cosas que serían necesarias. Eso me dio la ocasión de bajar hasta Par para conseguirlas y al mismo tiempo para preparar el texto de la carta que Vita debería recibir al día siguiente.

    La primera persona que vi en la tienda de alimentos fue al coadjutor de St. Andrews, que atravesó la tienda para darme los buenos días. Me presenté como Richard Young y le dije que había seguido su consejo y que me había ido a la biblioteca pública del distrito en St. Austell después de salir de la iglesia.

    Usted debe ser un verdadero fanático de la Historia — me dijo sonriendo —. ¿Encontró lo que deseaba?

    — En parte sí — le respondí No encontré en el libro de genealogías a Isolda de Cardinham, pero sí hallé a uno de sus descendientes, Isolda Carminowe, cuyo padre fue un tal Reinald Ferrers of Bere en Devon.
    — El nombre de Reynold Ferrers me suena — añadió el coadjutor —. Si no me equivoco, fue el hijo de sir William Ferrers, que se casó con la heredera. Así, pues, su Isolda sería su nieta. Sé que la heredera vendió el feudo de Tywardreath a uno de los Champernoune en 1269 por cien libras esterlinas, justamente antes de su matrimonio con William Ferrers. Era toda una fortuna en aquellos tiempos.

    Hice un cálculo rápido en mi cabeza. Mi Isolda difícilmente pudo haber nacido antes de 1300. No parecía tener más de unos veintiocho años en la recepción del obispo, lo cual situaría ese suceso hacia 1328.

    Seguí al coadjutor mientras él hacía sus compras.

    »No te preocupes de los alimentos, la señora Collins se encarga de todo eso; es una excelente cocinera, de suerte que no tienes nada que temer a ese respecto. De todos modos, yo estoy seguro de que podrás distraer a los niños hasta el lunes; debe de haber museos y cosas que no han visto aún; por tu parte, tú debes desear ver de nuevo a gente conocida; así, pues, querida mía, sugiero que hagamos planes para la semana próxima; en ese momento no habrá aquí ningún problema.
    »Me alegro mucho de que hayas gozado tanto con Joe y su familia. Sí, tal vez, considerándolo ahora, hubiera sido una buena idea el llevar a los niños a Nueva York, pero es fácil escoger lo mejor después de que todo ha pasado. Espero que no estarás muy cansada después del vuelo. Telefonéame cuando recibas esta carta.
    »Te quiere, DICK.»

    Leí la carta dos veces. Me pareció mejor la segunda vez; daba impresión de veracidad. Tenía que inventar cosas para ayudar a Magnus. Cuando miento, me gusta fundar la mentira sobre una parte de verdad, pues así tranquilizo la conciencia y satisfago un cierto sentido de la justicia. Puse el sello al sobre y lo guardé en mi bolsillo; recordé que Magnus quería que le enviara la botella B por correo. Encontré una caja, papel y un cordel; bajé al laboratorio. Comparé las botellas B y A; no parecía que hubiera ninguna diferencia entre ellas. Todavía llevaba la redoma de ayer en mi bolsillo; era una cosa muy sencilla el medir una segunda dosis del líquido A. Podía usar mi buen juicio para decidir si lo iba a tomar y cuándo lo iba a tomar.

    Cerré el laboratorio; subí las escaleras y miré el aspecto del tiempo desde la ventana de la biblioteca. No llovía, y el cielo se abría del lado del mar. Empaqueté la botella B con cuidado; en seguida me dirigí a Par para enviarla por correo certificado y para depositar la carta para Vita; me pregunté en ese momento, no tanto cómo mi esposa iba a reaccionar a la lectura de la carta, sino cómo iba a comportarse el mono en su primer viaje a lo desconocido. Cumplida mi misión, me dirigí a través de Tywardreath hacia Treesmill.

    La estrecha carretera, bordeada de campos a cada lado, descendía fuertemente hacia un valle; antes de llegar al final, desembocaba en un puente debajo del cual corría la línea de ferrocarril de Par a Plymouth. Detuve el coche cerca del puente y pude oír el ruido de una máquina diesel que salía del túnel, fuera de mi vista, hacia la derecha; pocos momentos después el tren salió, produciendo el ruido característico sobre los rieles; pasó bajo el puente y descendió hacia el valle, rumbo a Par. Recuerdos de los tiempos universitarios volvieron a mí. Magnus y yo veníamos siempre en tren y en el momento en que éste salía del túnel entre Lostwithiel y Par, nos levantábamos para coger nuestras maletas. Se veían los campos en pendiente hacia la izquierda y el valle a la derecha, cubierto de hierbas silvestres; bien pronto el tren llegaba a la estación, un edificio negruzco, grande, con un tablero que decía: «Cambio de trenes en Par para Newquay».

    Ahora, mirando al expreso desaparecer detrás de una curva hacia el valle, observé el terreno desde un ángulo diferente; caí en la cuenta de cómo la construcción del ferrocarril un siglo antes había alterado la configuración del terreno. Las minas de estaño y de cobre habían dejado también sus huellas al otro lado del valle. Recordé que el comandante Lane nos contó una vez durante la cena cómo centenares de hombres habían sido empleados en las minas en tiempos de la reina Victoria; cuando vino la depresión económica, las fábricas de transformación habían sido abandonadas, pues los mineros emigraron para buscar trabajo en la industria moderna de la porcelana china.

    Esa tarde, una vez desaparecidos el tren y su ruido en la distancia, todo volvió a la tranquilidad; nada se movía en el valle, excepto las vacas que pacían en las praderas al pie de la colina. Dejé que el coche bajara suavemente por la carretera. Un arroyuelo perezoso serpenteaba por la pradera; un puente cruzaba la corriente; a un lado, y más arriba, se veían algunas granjas. Bajé la ventanilla del coche y miré alrededor. Un perro ladró desde una granja y vino hacia mí, corriendo; un hombre, cargado con un balde, le seguía. Saqué la cabeza fuera de la ventanilla y le pregunté si esto era Treesmill.

    — Sí dijo él —. Si usted continúa derecho, llegará a la carretera principal que va de Lostwithiel a St. Blazey.
    — A decir verdad, yo buscaba el molino mismo.
    — No ha quedado nada de él — respondió el hombre —. Este edificio que usted ve aquí era la antigua casa del molino. Lo que queda de la antigua corriente de agua es este arroyo. La corriente principal fue desviada hace mucho tiempo, antes de que yo llegara. Dicen que untes de construir este puente, había aquí una ensenada. La corriente pasaba por encima de esta carretera, y la mayor parte del valle se encontraba bajo el agua.
    — Sí — dije —, sí, es muy posible.

    Me señaló una casa del otro lado del puente.

    — Eso era una taberna en otros tiempos, cuando se trabajaba en las minas en Lanescot y en Carrogett. Estaba llena de mineros los sábados por la noche, según dicen. No hay mucha gente que sepa algo sobre lo que pasaba en esos días.
    — ¿Sabe usted si existe alguna granja aquí en el valle qué haya podido ser la casa principal de un feudo en los tiempos más antiguos? Reflexionó un momento antes de contestar.
    — Pues bien, está Trevennor, allá arriba detrás de nosotros, sobre la carretera de Stonybridge, pero nunca he oído decir que fuera antigua; más lejos está Trenadlyn y, por supuesto, Treveryan, arriba del valle, cerca del túnel del ferrocarril. Es una casa buena y antigua, construida hace cientos de años.
    — ¿Cuánto tiempo hace? — pregunté lleno de interés.

    Reflexionó de nuevo.

    — Hubo un anuncio en el periódico local una vez. Un caballero de Oxford vino a verla. Dijeron que había sido construida en 1705.

    Mi interés desapareció. Casas del tiempo de la reina Ana, minas de estaño y cobre, una taberna al lado del arroyo, todo ocurrió siglos después de «mi» tiempo. Me sentí como un arqueólogo que descubre una casa romana en lugar de un campamento de la Edad de Bronce.

    En fin, muchas gracias — le dije —. Buenos días.

    Hice dar media vuelta al coche y remonté la colina. Si los Champernoune habían descendido este camino en 1328, las carrozas no hubieran podido pasar la corriente de agua, a menos que existiera en ese tiempo un puente más antiguo. A mitad del camino hacia la cima, giré a la izquierda por una estrecha carretera y vi las tres granjas mencionadas por el hombre hacía poco. Miré el mapa de carreteras. Esta carretera lateral se reunía con la principal en la parte superior de la colina; el largo túnel debía de correr a gran profundidad bajo la carretera; una buena obra de ingeniería; y efectivamente, la granja a mi derecha era Trevennor, la de enfrente Trenadlyn, y la tercera, cerca de la línea del ferrocarril, Treveryan. Entonces, ¿qué hacer? Dirigirme a cada una de ellas y preguntar: ¿Tienen ustedes inconveniente en que me siente aquí durante una media hora, me tome lo que los adictos a la droga llaman un «fix» y espere a ver qué pasa?

    Los arqueólogos tenían mejor suerte: alguien para financiar sus excavaciones, compañeros llenos de entusiasmo, y ningún riesgo de terminar en un asilo de locos al fin de la jornada. Volví atrás, subí al coche y me dirigí por la pendiente empinada hacia Tywardreath. Un coche bloqueaba el camino, pues trataba de entrar con una caravana en una casa de campo, a mitad del trayecto entre el valle y la cumbre. Frené cerca de la zanja lateral, para permitir al conductor proseguir sus maniobras. Me dio sus disculpas en voz alta y al fin logró aparcar su coche y su caravana al lado de la casa de campo. Saltó del coche y vino hacia mí, dándome de nuevo sus disculpas.

    — Espero que usted pueda pasar ahora — me dijo —. Siento haberle detenido.
    — No se preocupe —,le dije —. No tengo prisa. Usted realizó una proeza al lograr hacer entrar su coche y su remolque.
    — Bueno, estoy acostumbrado. Vivimos aquí; el remolque nos proporciona habitaciones para nuestros huéspedes en verano. Miré el nombre de la propiedad sobre la puerta.
    — Chapel Down, meseta de la capilla. Es un nombre extraño. El hombre sonrió.
    — Eso fue lo que pensamos cuando construimos nuestra casa. Decidimos conservar el nombre del terreno. Ha sido Chapel Down durante siglos, y los campos al otro lado de la carretera se llaman Chapel Park, el parque de la capilla.
    — ¿Tiene algo que ver con la antigua abadía? — pregunté. No entendió mi pregunta.
    — Hubo un par de residencias por aquí cerca, hace algún tiempo, una especie de casas de reunión metodistas. Pero el nombre de los campos viene de un tiempo mucho más antiguo.

    Su esposa salió de la casa acompañada de dos niños; puse en marcha el coche.

    El camino está libre por delante — dijo el hombre.

    Salí de la cuneta y conduje el coche hacia la cumbre de la colina, hasta que la curva de la carretera hizo desaparecer la casa de campo mi vista. En seguida me dirigí hacia un aparcamiento a la derecha, donde había un montón de piedras y de madera.

    Había alcanzado la cima de la colina. Más allá del aparcamiento, la carretera descendía hacia Tywardreath, cuyas primeras casas podía distinguir. Chapel Down... Chapel Park... ¿Podía haberse levantado aquí una capilla en otros tiempos que hubiera sido destruida hacía muchos años? ¿Tal vez en el sitio de la casa de campo del hombre de la caravana, o cerca de la zona de aparcamiento allí donde una casa moderna se levantaba, frente a la carretera?

    Más abajo de esta casa se abría una puerta que conducía a un campo abierto; me dirigí allí, manteniéndome cerca del borde, hasta que el declive del terreno me ocultó de la casa. Este era el campo que el propietario de la caravana había llamado Chapel Park. No tenía nada de especial. Unas vacas pacían al otro lado. Pasé por el seto que se encontraba al final y me encontré en una parte cubierta de alta hierba, un centenar de metros sobre la línea del ferrocarril y teniendo ante mí la extensión del valle.

    Encendí un cigarrillo y contemplé el paisaje. Ninguna capilla a la vista; en cambio, qué hermoso cuadro: la hacienda de Treesmill, lejos, u mi derecha; las otras haciendas más lejos aún, todas protegidas contra el viento y la lluvia; a mis pies, el ferrocarril, y al otro lado la extraña configuración del valle, sin delimitación de campos de cultivo, sino un tapete hecho de sauces, abedules y alisos. Un paraíso para los pájaros en primavera y un buen sitio para los niños que quieran esconderse de las miradas paternas; pero los niños de hoy no salen en busca de nidos de pájaros, al menos mis hijastros no lo hacen.

    Me senté para fumar el cigarrillo; al hacerlo, sentí el pequeño recipiente en mi bolsillo del pecho. Lo saqué y lo miré. Era de tamaño muy cómodo para transportar, y me pregunté si había pertenecido al padre de Magnus; habría sido del tamaño justo para beber un poco de ron durante las travesías en el mar, cuando el viento refrescaba. Si a Vita le disgustara viajar en avión y hubiera preferido un viaje por mar, eso me hubiera dado algunos días más de libertad... Un ruido debajo de mí me hizo mirar hacia el valle. Una locomotora sola subía por los carriles, yendo quién sabe dónde sin su séquito de vagones; la miré avanzar como un gusano por el valle, en medio de los álamos y abedules, pasar por el puente que se encontraba sobre Treesmill y desaparecer al fin por la oscura boca del túnel, una milla más lejos. Abrí el frasco y bebí su contenido.

    «Está bien — me dije a mí mismo —. ¿Qué importa lo que pase? Torno todas las precauciones. Por otra parte, Vita está en medio del Atlántico.» Cerré los ojos.


    CAPITULO VI


    Esta vez, apoyado contra el seto, sin moverme, iba a tratar de descubrir el momento preciso del paso de un mundo al otro. En las ocasiones precedentes, me encontraba caminando, la primera vez a través de los campos, la segunda vez, por el sendero del cementerio de la iglesia.

    Ahora seguramente ocurriría de otra manera, pues me concentraba en el momento del impacto. La sensación de bienestar vendría, así como la pérdida de la gravedad cuando el sentido del tacto abandonara mi cuerpo. Nada de pánico esta vez; asimismo, nada de lluvia molesta. Hacía incluso un poco de calor. El sol debía estar atravesando las nubes, pues sentía el brillo de la luz a través de mis párpados. Di una última chupada a mi cigarrillo y lo dejé caer.

    Si esta sensación agradable iba a durar mucho tiempo, podía dormirme. Los pájaros gozaban aún de la luz del sol; podía oír el canto de un mirlo detrás de mí sobre el seto, y más distintamente todavía, el canto de un cuco en el valle, lejano al principio, pero a mi lado poco después. Escuché el canto del cuco, mi canto preferido, que despertaba recuerdos de travesuras de niño treinta años atrás. Allí, sobre mi cabeza, el pájaro cantaba.

    Abrí los ojos y contemplé su vuelo extraño, irregular, en el cielo; al hacerlo, recordé que estábamos al final del mes de julio. El corto verano de Inglaterra termina para el cuco en junio, lo mismo que para el mirlo; además, las rosas que florecían cerca de mí deberían haberse marchitado a mediados de mayo. Este calor y esta luz pertenecían a otro mundo, a una primavera anterior. Todo sucedió, pues, a pesar de mi concentración, en un instante no registrado en mi cerebro. Todo el intenso color verde que vi el primer día se derramaba por la cuesta de la colina que se encontraba a mis pies; el valle con su tapete de álamos y de abedules yacía cubierto por una capa de agua, que era parte de un amplio estuario que penetraba en la tierra.

    Me puse de pie y vi cómo el río se estrechaba y confundía su curso con el canal del molino debajo de Treesmill; la granja había cambiado de forma; era ahora más estrecha, con techo de paja; la colina de enfrente estaba cubierta de robles, de follaje tierno en el momento de la primavera.

    Inmediatamente debajo de mí, allí donde el campo se cortaba bruscamente para dar paso a la línea del tren, veía ahora una cuesta suavemente inclinada por la cual descendía un amplio camino hacia el estuario; el camino terminaba en un muelle en donde se veían algunas barcas ancladas; el canal era profundo en ese lugar y formaba una especie de recinto cerrado. Una embarcación más grande esperaba en mitad de la corriente, con sus velas medio desplegadas. Podía oír las voces de los hombres que cantaban a bordo; vi una barca que se desprendió de su borda para llevar a alguien a tierra; las voces callaron cuando el hombre de la barca hizo un signo de silencio. Miré alrededor mío; el seto había desaparecido, la colina detrás de mí tenía la misma vegetación que la del frente; a mi izquierda, en lugar de la maleza, un muro de piedra rodeaba una casa, cuyo techo podía ver por encima de los árboles. Un sendero desde el muelle conducía a esta casa.

    Me acerqué un poco. El hombre desembarcó en el muelle y comenzó a subir el camino dirigiéndose hacia el sitio en que yo me encontraba. En ese momento el cuco cantó; el hombre levantó los ojos para mirarlo y se detuvo un momento para tomar aliento; su comportamiento era tan natural, tan ordinario, que me cayó simpático, por la sola razón de que era un ser viviente, en tanto que yo parecía un fantasma irreal. El

    tiempo, sin embargo, no parecía constante, pues ayer era la fiesta de San Martín y hoy, a juzgar por el cuco y las rosas florecidas, debía ser primavera.

    Se acercó de frente, y le reconocí, aunque su expresión ahora era más grave y más solemne que la que tenía el día anterior; se me ocurrió pensar que estas figuras eran como los diamantes, espadas y corazones de un juego de cartas que un paciente jugador barajara en sus manos; de cualquier manera que salieran, presentaban una combinación de figuras que el jugador no podía adivinar. Yo no sabía cómo iba a continuar el juego; ellos tampoco lo sabían.

    Se trataba de Otto Bodrugan, seguido de su hijo Henry; cuando levantó la mano para saludar, el gesto fue tan espontáneo, que yo levanté la mía para responderle y aun le sonreí. Debería haber sabido lo inútil de ello, pues el padre y el hijo pasaron a mi lado hacia la entrada de la casa, mientras Roger el mayordomo salía a recibirlos. El debió encontrarse allí, mirándolos acercarse, aunque yo no le había visto. El aspecto festivo de ayer había desaparecido, lo mismo que esa sonrisa de burla de querer jugar de intermediario de amantes. Llevaba una túnica oscura, como Bodrugan y su hijo; su manera de comportarse era asimismo grave, como la de ellos.

    — ¿Cuáles son las noticias? — preguntó Bodrugan.

    Roger sacudió la cabeza:

    — Se muere rápidamente. Hay pocas esperanzas. Mi señora lady Joanna está dentro, con los otros miembros de la familia. Sir William Ferrers ya ha llegado de Bere, en compañía de lady Matilda. Sir Henry no sufre; hemos cuidado de eso, o mejor dicho, el hermano Jean ha cuidado de eso, pues le ha estado acompañando día y noche.
    — ¿Y cuál ha sido la causa?
    — Ninguna en particular, excepto esa debilidad general que vos sabéis, lo mismo que un enfriamiento general que tuvo cuando pasamos por la última nevada. Delira, pide perdón, habla de sus graves faltas... El párroco ya ha oído su confesión, pero no contento con eso, se ha confesado con el hermano Jean; ha recibido además los últimos sacramentos.

    Roger se hizo a un lado para dejar pasar a Bodrugan y a su hijo a través de la puerta de entrada; pude ver ahora la extensión del edificio, con muros de piedra y techo en declive; daba frente a un patio; una escalera exterior conducía a una habitación superior tal como se ve en las granjas de hoy para subir al granero. Los establos se levantaban detrás de la casa; más allá de los muros de piedra, el camino subía serpenteando hacia Tywardreath; cabañas de techo de paja pertenecientes a los siervos se veían desparramadas a uno y otro lado del sendero.

    Unos perros salieron a nuestro encuentro, ladrando; volvieron atrás con las orejas gachas, cuando Roger les impuso silencio; un siervo con rostro alarmado salió de un rincón de la casa y se los llevó. Bodrugan y su hijo cruzaron la puerta, acompañados de Roger; yo les seguía, como su sombra. Entramos en un vestíbulo largo y estrecho, que se extendía de un extremo a otro de la casa; las pequeñas ventanas daban al patio por el lado oriental y al estuario por el occidental. Una chimenea abierta se encontraba al otro lado; las ramas no daban apenas fuego; a través del ancho del vestíbulo, se encontraba una mesa en caballete, con bancos a sus lados. El vestíbulo era oscuro, en parte a causa del tamaño reducido de las ventanas, en parte al humo, y en parte, en fin, al color rojo oscuro de los muros que le daban un aire sombrío.

    Tres jóvenes estaban sentados a horcajadas sobre los bancos, dos muchachos y una muchacha; su actitud de abandono sugería más bien el espanto entorpecedor ante la muerte, que un dolor real. Reconocí al mayor, William Champernoune, que había sido presentado al obispo. El fue el primero en levantarse para saludar a su tío y a su primo; los dos menores, después de un momento de vacilación, le imitaron. Otto Bodrugan se

    inclinó para besarlos; en seguida los niños, como ocurre cuando un adulto entra en casa en un momento de dolor, aprovecharon la ocasión para abandonar la habitación en compañía de su primo Henry.

    Ahora yo tenía tiempo de observar a los otros personajes en la habitación. No había visto antes a dos de ellos: a un hombre y a una mujer. El hombre tenía el cabello ralo y llevaba larga barba. La mujer era robusta y con una expresión en el rostro que indicaba malos presagios para quien se opusiera a ella; vestía ya de negro, lista para la calamidad cuando viniera; su cofia blanca contrastaba fuertemente un su vestido negro. El hombre debía ser sir William Ferrers, quien, según había dicho Roger, había llegado a toda prisa desde Devon con u esposa Matilda. El tercer ocupante de la habitación no era alguien desconocido para mí; era mi Isolda, sentada en un taburete bajo. 1 labia preparado el luto llevando un vestido de color lila, pero el borde de plata de su vestido brillaba vistosamente, y la cinta de la cabeza, para recoger sus cabellos, había sido colocada con gran cuidado.

    La atmósfera que se respiraba era tensa; Matilda Ferrers tenía una expresión de enojo que iba a causar problemas.

    — Os esperábamos desde hace mucho tiempo — fue su inmediato reproche para Bodrugan mientras éste se acercaba a su silla —. ¿Son necesarias tantas horas para atravesar la bahía u os habéis demorado a propósito a fin de dar tiempo a vuestros hombres de pescar algo?

    Bodrugan besó su mano, no hizo caso del reproche y miró al hombre que se encontraba detrás de ella.

    — ¿Cómo estáis, William? — dijo —. Una hora desde mi playa hasta aquí, con el viento contrario, es un tiempo bien corto. Habría tardado más si hubiera venido a caballo.

    William asintió, con un imperceptible encogimiento de hombros; estaba acostumbrado al mal humor de su esposa.

    — Pienso lo mismo — murmuró —. No hubierais podido venir más pronto y, en todo caso, no hay nada que hacer.
    —¿Nada qué hacer? — repitió Matilda —. Excepto ayudarnos cuando llegue el momento, y unir su voz a la nuestra. Hay que despachar a ese monje francés de su lado y echar al párroco borracho de la cocina. Si él no puede usar la autoridad de un hermano para persuadir a Joanna a que entre en razón, nadie lo podrá.

    Bodrugan volvió la cabeza hacia Isolda. Apenas rozó su mano al saludarla; tampoco ella levantó la vista ni le sonrió; tenían que ser prudentes; una palabra demasiado afectiva podría levantar sospechas.

    Noviembre... mayo... Seis meses debían haber pasado desde el momento de la recepción en la abadía.

    — ¿Dónde está Joanna? — preguntó Bodrugan.
    —En la cámara superior respondió William.

    En este momento caí en la cuenta de su parecido con Isolda. Este era William Ferrers, su hermano, pero por lo menos diez o quizá quince años mayor; su rostro era delgado, y su cabello escaso estaba un poco encanecido.

    —¿Vos os dais cuenta de lo difícil de la situación? — continuó —. Henry no acepta a nadie a su lado excepto al monje francés, el hermano Jean; no recibe más cuidados que los de él; ha rechazado los buenos oficios del médico que trajimos de Devon, un hombre de gran fama. Ahora que el tratamiento del monje ha fallado, Henry ha caído en coma y su fin está próximo, quizá vendrá dentro de unas pocas horas.
    — Si tal es el deseo de Henry y si no está sufriendo, ¿de qué nos podemos quejar? — preguntó Bodrugan.
    — ¡Porque todo eso está mal! — gritó Matilda Henry ha llegado a expresar el deseo de ser enterrado en la capilla de la abadía, cosa que debemos impedir a toda costa. Todos conocen la mala reputación de la abadía, el comportamiento relajado del prior, la falta de disciplina de los monjes. La tumba en ese sitio para una persona de la categoría de Henry, nos pondría en ridículo ante los ojos de todos.
    — ¿Los ojos de quién? — preguntó Bodrugan —. ¿Contempláis a toda Inglaterra o solamente a Devon?

    Matilda se puso roja.

    Sabemos muy bien de qué lado estabais hace siete años, apoyando a una reina adúltera contra su hijo, el legítimo rey. Sin duda ninguna os sentís atraído hacia todo lo que es francés, desde unas fuerzas invasoras, aunque tuvieran que atravesar el canal, hasta unos monjes disolutos que sirven una congregación extranjera.

    Su marido William puso una mano conciliadora sobre el hombro de Matilda.

    — No ganamos nada abriendo antiguas heridas. La parte de Otto en esa rebelión no nos concierne. Sin embargo... — él miró a Bodrugan en ese momento —, Matilda tiene razón en una cosa. No es buena política para un Champernoune ser enterrado entre monjes franceses. Sería más conveniente que vos le enterrarais en Bodrugan, teniendo en cuenta que Joanna conserva una parte de vuestro feudo como dote de su matrimonio. O tal vez sería mucho mejor para él ser enterrado en Bere, donde estamos reconstruyendo la iglesia. Después de todo, Henry es mi primo: mi parentesco es casi tan estrecho como el vuestro.
    — ¡Por amor de Dios! — Isolda interrumpió con impaciencia —. Dejad a Henry reposar donde él quiera. ¿Hemos de portarnos como carniceros que regatean sobre la carne de un cordero, antes de que éste sea degollado?

    Era la primera vez que oía su voz. Hablaba en francés, como los otros, con la misma entonación nasal; sin embargo, quizá a causa de su juventud, o debido al .hecho de que yo me sentía inclinado hacia ella, encontré su acento más musical y más claro que el de los otros. Matilda rompió en llanto, con gran consternación de su marido; entretanto Bodrugan se dirigió a la ventana y miró hacia fuera. En cuanto a Isolda, la causante de esta crisis, golpeó el suelo con el pie y mostró en su rostro una expresión de desdén.

    Miré a Roger que estaba de pie a mi lado. Hacía un supremo esfuerzo para reprimir una sonrisa. En seguida avanzó, con una actitud de respeto hacia todos los presentes; observó a todos en general, aunque yo sospeché que buscaba los ojos de Isolda.

    — Si me lo permitís — dijo daré cuenta a mi señora de la llegada de sir Otto.

    Nadie contestó. Roger, tomando el silencio por una afirmación, se inclinó y salió. Subió las escaleras que conducían a la habitación superior; yo le seguí como si una cuerda nos atara el uno al otro. Entró sin llamar; apartó las pesadas puertas de la habitación, que ocupaban la mitad del espacio del vestíbulo inferior; gran parte de la habitación estaba ocupada por una gran cama y su dosel. Las pequeñas ventanas daban poca luz, pues estaban cubiertas con papel encerado; los cirios encendidos sobre la mesa al pie de la cama formaban sombras monstruosas sobre los muros pintados de rojo.

    Había poca gente allí: Joanna, un monje y el moribundo. Henry de Champernoune estaba incorporado en su cama, gracias a un gran cojín colocado a sus espaldas; el mentón se apoyaba sobre su pecho; un lienzo blanco le cubría la cabeza como un turbante y le daba un extraño parecido con un jefe árabe. Sus ojos estaban cerrados; a juzgar por la palidez de su rostro, estaba a punto de morir. El monje removía un líquido en un recipiente, sobre la mesa, cuando nosotros entramos. Levantó la cabeza. Era el hombre joven que había servido al prior como secretario o ayudante, en mi primera

    visita a la abadía. No dijo nada y continuó removiendo el líquido. Roger se volvió hacia Joanna, quien se encontraba sentada al otro extremo del cuarto. Se la veía perfectamente dueña de sí misma; se ocupaba en ese momento en tejer con hilos de diversos colores. No mostraba el más mínimo dolor en su rostro.

    — ¿Están todos allí? — preguntó sin levantar los ojos de su labor.
    — Los que han sido invitados — respondió el mayordomo —; y ya disputan unos con otros; lady Ferrers comenzó por enfadarse con los niños porque hablaban demasiado fuerte; ahora se las tiene que ver con sir Otto; entretanto lady Carminowe, por la expresión de su rostro, muestra que desearía encontrarse en otra parte. Sir John no ha venido aún.
    — Y no es probable que venga — replicó Joanna —. Le dejé el asunto a su discreción. Si viene demasiado pronto a dar el pésame, se pensará que tiene interés en ello y su hermana lady Ferrers sería la primera en levantar chismes.
    — Ya levanta chismes ahora — dijo Roger.
    — Lo sé. Por eso, cuanto más pronto se arregle todo este asunto, tanto mejor.

    Roger se dirigió al pie de la cama y miró al indefenso sir Henry. — ¿Cuánto tiempo aún? — preguntó al monje.

    — No volverá a despertar. Puedes tocarlo si quieres, no lo sentirá. Esperamos sólo que el corazón deje de latir; entonces la señora podrá anunciar su muerte.

    Roger pasó su mirada del lecho hacia los pequeños recipientes que se encontraban sobre la mesa.

    — ¿Qué le diste de beber?
    — Lo mismo que antes, meconium, el jugo de la planta, con una porción igual de beleño; todo tiene el poder de un trago de aguardiente. Roger miró a Joanna.
    — Será mejor que retire estos vasos, no sea que luego la gente hable acerca del tratamiento dado a sir Henry. Lady Ferrers hizo mención de su médico personal. Difícilmente podrán ir contra vuestra voluntad, pero siempre pueden crearse situaciones difíciles.

    Joanna, ocupada siempre en su labor, se encogió de hombros.

    —Toma los ingredientes, si quieres; yo ya he dispuesto de la mezcla de los líquidos arrojándolos a la pila. Puedes retirar también los vasos, si te parece más seguro, aunque no creo que el hermano Jean tenga nada que temer. Su discreción ha sido absoluta.

    Ella sonrió al monje, quien le correspondió con una mirada expresiva; me pregunté si él también, como el ausente sir John, había encontrado el favor de la dama durante la enfermedad de su marido. Entre los dos, Roger y el monje, recogieron los recipientes, hicieron un paquete con ellos y los metieron en un saco; entretanto, yo pude oír voces en el vestíbulo inferior, lo cual significaba que lady Ferrers se había recobrado de su crisis de llanto.

    — ¿Cómo está mi hermano Otto? — preguntó lady Joanna.
    — No hizo ningún comentario cuando sir William sugirió el entierro de sir Henry en la capilla de Bodrugan como sitio más conveniente que la capilla de la abadía. Me parece que hay pocas probabilidades de que él se mezcle en el asunto, Sir William propone su propia iglesia en Bere como otra alternativa.
    — ¿Con qué propósito?
    — Tal vez para ganar prestigio, ¿quién sabe? No recomendaría esa solución. Una vez que tuvieran el cuerpo de sir Henry en sus manos, podrían crear dificultades. Mientras que en la capilla de la abadía...
    — Todo irá bien. Los deseos de sir Henry serán atendidos, y nosotros en paz. Confío en ti para que no haya problemas con los concesionarios. La gente no ama mucho la abadía.
    — No habrá problemas si se les trata bien, en la celebración del funeral respondió Roger —. Una promesa de mitigación de multas en el próximo juicio y perdón de castigos por mala conducta, les contentará.
    — Esperemos que sea así. — Dejó a un lado su labor y se dirigió al lecho —. ¿Vive todavía?

    El monje tomó el pulso y luego acercó su cabeza al pecho del enfermo.

    — Apenas. Podéis encender los cirios si lo deseáis; mientras la familia se reúne, él habrá muerto.

    Parecían hablar de un mueble que había perdido su utilidad, más bien que del marido que estaba a punto de morir. Joanna volvió a su sitio, tomó un velo negro y comenzó a envolverse con él la cabeza y los hombros. En seguida tomó un espejo de plata que se encontraba sobre la mesa.

    — ¿Debo llevar este velo así, o cubriéndome el rostro? — preguntó al mayordomo.
    — Mejor cubrir también el rostro, a no ser que seáis capaz de llorar a voluntad.
    — No he llorado desde el día de la boda.

    El hermano Jean cruzó las manos de sir Henry sobre el pecho y un trozo de tela para sostener su mandíbula inferior. Se levantó mirar su trabajo; puso un crucifijo entre las manos cruzadas del orto.

    Entretanto Roger arreglaba la mesa.

    — ¿Cuántos cirios necesitas? — preguntó al monje.

    Cinco en el día de la muerte en honor de las cinco llagas de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Tienes una cobertura negra para la cama? — En aquel cofre — intervino Joanna.

    Mientras Roger y el hermano Jean preparaban el lecho, ella se miró por última vez en el espejo, antes de cubrirse el rostro con el velo.

    — Si vos me lo permitís — murmuró el monje —, sugiero que la mejor impresión la daríamos si os arrodilláis al lado de la cama; yo me mantendré a los pies de ella. Así, cuando los miembros de la familia entren, yo podré recitar las oraciones por los difuntos. A no ser que vos prefiráis que lo haga el párroco.
    — Está demasiado borracho para poder subir las escaleras dijo Roger —. Si lady Ferrers llega a verlo, será el fin para ese hombre.
    — Entonces dejadlo tranquilo — ordenó Joanna —, y hagamos lo nuestro. Roger, ¿quieres bajar y llamarlos? A William primero, pues es el heredero.

    Ella se arrodilló al lado de la cama, con la cabeza inclinada en signo de dolor; la levantó, sin embargo, cuando salíamos y dirigiéndose a Roger sobre su hombro, dijo:

    Le costó cerca de cincuenta marcos a mi hermano Otto el entierro, cuando mi padre murió, sin contar los animales que fueron degollados en la fiesta del funeral. No debemos exagerar ahora. No hagas liberalidades.

    Roger abrió la puerta; le seguí. Igual que a mí, el contraste entre el brillo del día en el exterior y la atmósfera fúnebre en el interior, debió llamarle la atención, pues se detuvo un momento en la parte superior de la escalera y miró hacia abajo, más allá de los muros de piedra que rodeaban la propiedad hacia las aguas del estuario. Las velas de la embarcación de Otto Bodrugan estaban recogidas; uno de los hombres, en un bote a estribor, trataba de pescar algo. Los chicos de la casa habían descendido la colina para mirar la embarcación de su tío. Henry, el hijo de Bodrugan, señalaba algo a su primo William, mientras los perros corrían y ladraban de nuevo.

    Caí en la cuenta en ese momento de una manera más intensa que antes, de lo fantástica y macabra que era mi presencia en medio de ellos: invisible, no nacido aún, testigo de sucesos que habían ocurrido siglos atrás, perdidos en la historia. Al mismo tiempo me preguntaba cómo era posible que encontrándome allí sobre esa escalera, mirando sin ser visto, pudiera sentirme comprometido en todo eso y perturbado por esos amores y esas muertes. El hombre que agonizaba hubiera podido ser un pariente de mi mundo: mi padre, por ejemplo, que había muerto cuando yo tenía la edad del joven William. El telegrama anunciando su muerte por los japoneses en el lejano Oriente había llegado en el momento en que mi madre y yo habíamos terminado de almorzar, en un hotel de Gales durante las vacaciones de Pascua. Ella había subido a su habitación y había cerrado la puerta; yo me había paseado por la carretera de entrada al hotel, consciente de la pérdida, pero sin poder llorar y temiendo la mirada de compasión de la recepcionista cuando volviera a entrar al hotel.

    Roger, llevando el paquete con los recipientes manchados con los jugos de las hierbas, bajó hasta el patio y atravesó un portal que conducía al establo. Al parecer, todos los sirvientes de la casa se habían reunido allí; al acercarse el mayordomo, interrumpieron sus conversaciones en voz baja y se dispersaron; sólo quedó uno, que yo había visto ya el día de la recepción al obispo, y que reconocí, por su parecido con Roger, como su hermano. Roger le llamó a su lado con un movimiento de la cabeza.

    — Ha muerto — le dijo —. Ve a la abadía inmediatamente e informa al prior, y dile dé órdenes para que toquen las campanas. El trabajo debe cesar al oírlas, y todo el mundo debe venir de los campos y reunirse en la plaza de la aldea. Inmediatamente después de esto, cabalga a casa y coloca este paquete en el sótano y espera allí mi regreso. Tengo mucho que hacer; no volveré antes de la noche.

    El muchacho asintió con la cabeza y se dirigió al establo. Roger pasó una vez más bajo el portal en dirección al patio. Otto Bodrugan estaba de pie a la entrada de la casa. Roger dudó un momento, luego se dirigió hacia él.

    — Mi señora os pide que vayáis a reuniros con ella, en compañía de sir William, de lady Ferrers y de lady Isolda. Yo iré a llamar a William y a los niños.
    — ¿Ha empeorado sir Henry? — preguntó Bodrugan.
    — Ha muerto, sir Otto. Hace apenas cinco minutos, sin recobrar el conocimiento, en paz, en medio de su sueño.

    Lo siento — dijo Bodrugan —, pero es mejor así. Ruego a Dios que tanto tú como yo podamos abandonar este mundo de una manera tan pacífica, aunque no lo merezcamos. — Ambos hombres hicieron sobre ellos la señal de la cruz. Automáticamente, yo hice lo mismo —. Avisaré a los otros — continuó Bodrugan —. Lady Ferrers puede tener una crisis de histeria, pero no importa. ¿Cómo está mi hermana?

    — Tranquila, sir Otto.
    — Así me lo esperaba.

    Bodrugan hizo una pausa antes de entrar en la casa.

    — Tú sabes muy bien — continuó, con una cierta vacilación en el tono de su voz — que siendo William menor de edad, deberá ceder sus tierras al rey hasta llegar a su mayoría.
    — Sí, lo sé, sir Otto.
    — La confiscación sería nada más que una pequeña formalidad en circunstancias ordinarias — prosiguió Bodrugan —. Como tío que soy de William y por lo tanto su custodio legal, yo debería ser el encargado le administrar las tierras en nombre del Rey. Pero las circunstancias no son ordinarias, debido a la parte que tuve en lo que han llamado
    — El mayordomo conservó un silencio discreto, sin dejar traslucir sus sentimientos —. Por lo tanto dijo Bodrugan —, el delegado del rey será probablemente alguien que goce de mejor nombre que yo, seguramente su primo sir John Carminowe. En ese caso, no dudo que él sabrá disponer todas las cosas de la manera menos enojosa para mi hermana.

    La ironía de su voz era evidente.

    Roger inclinó la cabeza, sin hacer ningún comentario. Bodrugan entró en la casa. La sonrisa de satisfacción del mayordomo desapareció instantáneamente en el momento en que el joven Champernoune, acompañado de su primo Henry, entró riendo y corriendo en el patio, habiendo olvidado momentáneamente la inminencia de la muerte en esa casa. Henry, el mayor del grupo, fue el primero en intuir lo que había pasado. Hizo callar a los dos más pequeños e invitó a William a avanzar. Vi cambiar la expresión en el rostro del joven, que pasó de la risa ligera a la sospecha de algo funesto; me imaginé la rapidez con que el terror se apoderó de él y le hizo sentirse enfermo.

    — ¿Se trata de mi padre...? — preguntó.

    Roger asintió.

    — Toma a tu hermano y a tu hermana contigo — dijo —, y ve- al lado de tu madre. Recuerda, tú eres el primogénito; ella contará contigo como consuelo para los días que se avecinan.

    El joven se agarró al brazo del mayordomo.

    — Tú te quedarás con nosotros, ¿no es verdad? — preguntó —. ¿Y mi tío Otto también?
    — Ya veremos — respondió Roger —. Pero tú eres la cabeza de la familia ahora.

    William hizo un esfuerzo supremo para dominarse. Se volvió hacia sus hermanos y les dijo:

    — Nuestro padre ha muerto. Venid conmigo.

    Entró en la casa, con la cabeza alta, aunque muy pálido. Los niños, asustados, hicieron como se les decía; tomaron la mano de su primo Henry y miraron a Roger. Vi por primera vez algo de compasión sobre el rostro del mayordomo, al mismo tiempo que de orgullo; el joven que él había conocido desde la cuna, no iba a fallarle. Esperó un momento y luego les siguió.

    El vestíbulo parecía desierto. Una cortina que colgaba en un extremo, había sido corrida; se veía una estrecha escalera .que subía a la habitación superior; por esta escalera debieron de subir Otto y los Ferrers, lo mismo que los niños. Pude oír el ruido de pisadas arriba; en seguida, silencio, seguido del murmullo del monje:

    —Requiem aeternam dona eis Domine: et lux perpetua luceat eis. Dije que el vestíbulo parecía desierto, y así era, salvo que la esbelta figura vestida de lila se encontraba allí: Isolda era el único miembro del grupo que no había subido. Al verla, Roger se detuvo, antes de continuar su camino, mostrando un gran respeto.
    — ¿Lady Carminowe no desea presentar las condolencias, con el resto de la familia? — preguntó.

    Isolda no le había visto, volvió la cabeza y le miró fijamente; brillaba un tal frío en sus ojos, que encontrándome yo al lado del mayordomo, me parecía que me cubrían a mí también con una ola de desprecio.

    — No acostumbro a representar una farsa cuando se trata de la muerte — dijo ella.

    Si Roger fue sorprendido, no dio muestras de asombro; mostrando el mismo respeto que antes, continuó:

    — Sir Henry agradecería vuestras oraciones.
    — Él las ha tenido con regularidad durante muchos años, y sobre todo durante las últimas semanas.

    La insinuación en el tono de su voz era evidente para mí y sin duda también para el mayordomo.

    — Sir Henry ha estado enfermo después de hacer su peregrinación a Compostela — replicó él —. Dicen que sir Ralph de Beaupré sufre hoy de la misma enfermedad. Es una fiebre maligna que no tiene remedio. Sir Henry cuidaba muy poco de su propia persona, de suerte que era difícil cuidar de él. Os aseguro que hemos hecho todo lo posible.
    — Entiendo que sir Ralph Beaupré conserva sus facultades mentales a pesar de la fiebre — replicó Isolda —. Mi primo no las mantuvo. No reconocía a ninguno de nosotros durante un mes o más, aunque su frente estaba fresca y la fiebre no era muy alta.
    — No hay dos hombres que se comporten igual en la enfermedad — respondió Roger — Lo que salvará a uno, perjudicará a otro. Si sir Henry perdió sus facultades mentales, eso fue mala suerte suya.

    Mala suerte que fue más efectiva gracias a los brebajes que se le suministraron — dijo ella —. Mi abuela Isolda de Cardinham tenía un tratado de hierbas escrito por un médico muy docto que estuvo en las Cruzadas; ella me lo dejó a mí antes de morir, porque yo llevaba su mismo nombre. Estoy familiarizada con las semillas de la adormidera, de la mandrágora, del abeto marítimo, y sé muy bien el efecto que producen.

    Roger, sorprendido, no le respondió inmediatamente. Luego dijo:

    — Estas hierbas son usadas por todos los boticarios para aliviar dolores. El monje Jean de Meral se formó en el monasterio de Angers y es especialmente hábil. Sir Henry tenía una fe ciega en él.
    — No dudo nada de la fe de sir Henry, de la habilidad del monje o de su celo en emplear esa habilidad, pero una hierba para curar puede volverse fatal, si se aumenta la dosis — replicó Isolda.

    Ella había lanzado un desafío y él lo sabía. Recordé la mesa al pie de la cama y los recipientes encima de ella, recipientes que habían sido envueltos cuidadosamente y llevados a otra parte.

    — Esta casa está de luto dijo Roger —, y continuará así durante varios días. Os aconsejo hablar de este asunto con mi señora, no conmigo. Yo nada tengo que ver en eso.
    — Tampoco yo — respondió Isolda —. Yo hablo movida por el cariño que tengo a mi primo y porque no se me engaña fácilmente. Debes recordar esto.

    Uno de los niños comenzó a llorar en la habitación de arriba, y hubo un súbito silencio en las oraciones, ruido de personas que se movían y pasos en la escalera. La hija de la casa, que no podía tener más de diez años, entró corriendo en nuestra habitación y se arrojó en brazos de Isolda.

    — Dicen que está muerto — dijo la niña — y, sin embargo, abrió sus ojos y me miró una vez antes de cerrarlos de nuevo. Nadie más lo vio, estaban demasiado ocupados con sus oraciones. ¿Quiso decir con eso mi padre que yo debería acompañarlo a la tumba?

    Isolda abrazó a la niña con un aire protector y miró fijamente por encima del hombro a Roger; de repente dijo:

    Si algo malo ha sido perpetrado aquí hoy o ayer, tu serás responsable con los otros cuando llegue el momento. No en este mundo, donde no tenemos pruebas, sino en el futuro delante de Dios.

    Roger avanzó, me parece para hacerla callar o para arrebatarle a la niña; me precipité sobre él para impedírselo, pero tropecé con una piedra suelta. Alrededor mío no había nada, excepto montones de tierra cubiertos de hierba, de malezas de, aliaga y de raíces de un árbol muerto; detrás de mí, se abría un gran agujero en la tierra, de forma circular como una cantera, llena de trastos viejos. Me agarré a un tronco retorcido de aliaga, hice un esfuerzo violento mientras en la distancia pude oír el ruido de una locomotora que pasaba más abajo, en el valle.


    CAPITULO VII


    La cantera era abrupta, cavada en la falda de la colina y cubierta ahora con acebo, hiedra y desperdicios amontonados durante años en medio de piedras y terrones de tierra; el sendero que salía de la cantera conducía a un pequeño agujero, luego a otro, por último a un tercero; todo eso estaba cubierto por montículos y zanjas con abundante hierba. La aliaga se encontraba por todas partes; a causa de mi vértigo no podía ver nada; tropezando contra los montículos tenía un solo pensamiento en mi mente: era preciso salir de esta tierra maldita y encontrar el coche. Era absolutamente necesario encontrar el coche.

    Me agarré al tronco de un árbol para ponerme de pie; allí había más trastos a mis pies, un pedazo de canta y matojos de hierba. El sentido del tacto había vuelto a mis miembros, pero yo tropecé en un terraplén; el mareo crecía lo mismo que la náusea; caí en una zanja y permanecí allí respirando fuertemente con un gran .dolor en el estómago. Eso me dio un pequeño alivio, pues me encontraba muy enfermo; me levanté y subí a otro terraplén. Ahora vi que me hallaba a sólo unos centenares de metros del seto, al lado del cual yo había fumado mi cigarrillo; los terraplenes y la cantera habían estado ocultos de mi vista por un pequeño montículo. Miré hacia abajo una vez más en dirección al valle y vi cómo la cola del tren desaparecía detrás de la estación de Par. En seguida pasé por encima del seto, caminé por la colina arriba atravesando los campos y volví al coche.

    Cuando llegué a donde lo había dejado, me sobrevino otro violento ataque de náuseas. Caminé haciendo eses entre los montones de cemento y las planchas de madera y me sentí de nuevo muy enfermo; el cielo y la tierra daban vueltas alrededor de mi cabeza. El vértigo que había sentido el primer día en el patio, no era nada comparado con éste; me apoyé sobre el montón de cemento esperando que pasara y diciéndome a mí mismo: «nunca más...» con toda la fuerza y con toda la ira de alguien que vuelve en sí después de una anestesia.

    Antes de caer a tierra había visto vagamente que otro coche se encontraba al lado del mío en el aparcamiento; después de un tiempo que me pareció una eternidad, cuando el vértigo y la náusea habían desaparecido y yo me encontraba tosiendo y sonándome la nariz, oí la tuerta del otro coche que se cerraba y caí en la cuenta de que su dueño lamía hacia mí y me estaba observando.

    — ¿Se encuentra usted bien ahora? — preguntó.
    — Sí — dije —; sí, creo que sí.

    Me levanté difícilmente y el hombre extendió su mano para ayudarme. Era más o menos de mi edad, unos cuarenta años, con un rostro bien parecido y mucha fuerza en su brazo.

    — ¿Tiene usted sus llaves?
    — ¿Las llaves...?

    Hurgué en mi bolsillo en busca de las llaves del coche. Dios mío, ¿qué pasaría si las hubiera dejado caer en la cantera, o entre los e rraplenes? Nunca las volvería a encontrar. Afortunadamente, estaban en el bolsillo de mi chaqueta, con el pequeño frasco; mi alivio fue tan grande que inmediatamente me sentí más fuerte y pude llegar hasta el coche sin su ayuda. Una dificultad, sin embargo: no podía introducir la llave en la cerradura.

    — Permítame, yo lo haré — dijo mi buen samaritano.
    — Es muy amable de su parte. Tenga la bondad de disculparme. — Es mi trabajo — respondió él —. Yo soy médico.

    Sentí que los rasgos de mi rostro se endurecían; en seguida traté de sonreir para procurar alejar cualquier sospecha; una ayuda casual de alguien que pasaba por el mismo camino era una cosa; una atención profesional por parte de un médico, era otra. En ese momento me miraba fijamente, con interés y con un cierto reproche en sus ojos. Mc pregunté lo que él estaría pensando.

    — El hecho es — le dije — que debí haber subido la colina demasiado aprisa. Me sentí mareado en la cumbre y luego positivamente enfermo. No pude evitarlo.
    — Está bien — dijo él —, eso ocurre con frecuencia. Supongo que un aparcamiento es un sitio tan bueno como otro para vomitar. Usted se sorprendería de saber lo que uno puede encontrar allí en la temporada del turismo.

    No se dejó engañar. Sin embargo, sus ojos eran particularmente penetrantes. Me pregunté si habría notado la pequeña botella que sobresalía del bolsillo de mi chaqueta.

    — ¿Tiene que ir usted lejos? — preguntó.
    — No — dije —, un par de millas más o menos, nada más.
    — En ese caso — sugirió —, ¿no sería más prudente que usted dejara su coche aquí y me permitiera acompañarlo? Usted podrá enviar por él más tarde.
    — Es muy amable por su parte, pero le aseguro que me encuentro perfectamente ahora. Se trataba de algo pasajero.
    — Hum, más bien violento.
    — Sinceramente, no me pasa nada. Tal vez fue algo que comí en el almuerzo y después al subir la colina...
    — Mire — me interrumpió —, usted no es uno de mis pacientes y yo no estoy tratando de prescribirle un tratamiento. Sólo quiero advertirle que puede ser peligroso el conducir en estas circunstancias.
    — Sí, es muy amable de su parte y le agradezco su consejo.

    En realidad, él podía tener razón. El día anterior yo había ido en coche hasta St. Austell y había vuelto a casa sin ninguna dificultad. Hoy podía ser diferente. El vértigo podía asaltarme de nuevo. Él vio mi vacilación y dijo:

    — Si a usted le parece, lo seguiré en mi coche, sólo para ver si todo va bien.

    No podía negarme sin suscitar más sospechas.

    — Es una gran amabilidad la suya; tan sólo tengo que ir hasta la cumbre de la colina de Palmear.
    — Está en el camino de mi casa; vivo en Fowey — dijo sonriendo.

    Subí tambaleándome un poco a mi coche y salí del aparcamiento.

    El coche del médico me seguía a poca distancia; pensé para mí mismo que si me desviaba hacia el borde podía resultar una catástrofe. Pero atravesé la zona estrecha sn dificultad y suspiré aliviado cuando entré en la carretera principal y me dirigí a la colina de Palmear. Cuando giré a la derecha para dirigirme a .Kilmarth pensé que quizá el médico me seguiría hasta casa, pero él solamente hizo un signo de adiós con la mano y continuó su camino hacia Fowey. De todos modos, demostraba que era un hombre discreto. Quizá pensó que yo me alojaba en Polkerris o en alguna de las granjas

    cercanas: Atravesé el portal, dejé el coche en el garaje y entré en casa. Allí me volví a sentir enfermo.

    La primera cosa que hice cuando me recobré, estando todavía bastante convulso, fue limpiar el pequeño frasco; luego bajé al laboratorio y me puse cerca del vertedero. Era más seguro allí que en la despensa. Fue solamente cuando subí de nuevo y me dejé caer en un sillón en el salón de música, cuando me acordé de los recipientes cuidadosamente empaquetados. Los había dejado en el coche.

    Estaba a punto de levantarme y de bajar al garaje para buscarlos, ya que tendría que limpiarlos aún más cuidadosamente que el pequeño frasco, y guardarlos bajo llave, cuando caí en la cuenta, con una súbita ola de temor, de que había estado a punto de confundir el presente con el pasado; los recipientes habían sido dados al hermano de Roger y no a mí.

    Me senté y permanecí inmóvil; mi corazón batía fuertemente; antes no había tenido una confusión de esa naturaleza; los dos mundos habían aparecido bien distintos el uno del otro; ¿era a causa de la náusea y del vértigo por lo que el pasado y el presente se habían confundido en mi cabeza? ¿O era que me había equivocado al contar las gotas de la droga, haciéndola más potente? No sabría decirlo. Me agarré a los brazos del sillón; eran sólidos, reales; todo a mi alrededor era real: el coche, el doctor, la cantera llena de trastos y de piedras. No así la casa sobre el estuario, ni sus habitantes, ni el hombre moribundo, ni el monje, ni los recipientes cuidadosamente empaquetados: todo eso producto de la droga, una droga que trastornaba un cerebro sano.

    Comencé a ponerme furioso, no tanto conmigo mismo, conejo de lndias voluntario, sino con Magnus. Él no estaba seguro de sus descubrimientos. No sabía lo que había hecho. Nada de extraño, pues, que me pidiera le enviara la botella B a fin de ensayar el contenido en un mono. Él sospechaba que algo iba mal y ahora yo podía decirle de qué trataba. Ya no era ni la euforia ni la depresión, sino la confusión del pensamiento. La mezcla de dos mundos. Pues bien, ya tenía bastante. Recibía mi merecido. Magnus podía realizar en adelante sus experiencias con una docena de monos, no conmigo.

    El teléfono comenzó a sonar. Me levanté de la silla y atravesé la biblioteca para contestar. Malditos sus poderes telepáticos. Iba a decirme que sabía dónde yo había estado; que la casa sobre el estuario le era familiar; que no tenía de qué preocuparme; que todo era completamente seguro con tal de que no tratara de tocar a alguien; que si yo me sentía enfermo o confuso era una consecuencia de la droga, sin importancia. Pero yo pondría todas las cosas en su punto.

    Cogí el auricular, y alguien dijo:

    — Espere un momento, por favor, alguien le llama.

    Oí un pequeño ruido cuando Magnus se puso al habla.

    — Maldito mil veces — dije yo —, ésta es la última vez que me porto como un tonto.

    Oí una exclamación de sorpresa y luego una risa,

    — Gracias por la bienvenida a casa, querido.

    Era Vita. Me quedé estupefacto con el auricular en la mano. ¿Era su voz una parte de la confusión?

    — Querido — repitió ella —, ¿estás ahí? ¿Algo va mal?
    — No, nada va mal, pero ¿qué ha ocurrido? ¿Desde dónde me hablas?
    — Desde el aeropuerto de Londres. Tomé un avión que salió antes; eso es todo. Bill y Diana vendrán a recogerme e iremos a comer fuera esta noche. Pensé que podrías llamar más tarde a nuestro apartamento y que podrías sorprenderte de que yo no respondiera. Perdona si te doy una sorpresa.
    — Está bien, pero olvidémoslo. ¿Cómo estás?
    — Bien, ¿y tú, qué tal? ¿Quién pensabas que era cuando me contaste hace poco en el teléfono? No parecías estar muy contento. — De hecho, creí que era Magnus. Tuve que hacer un trabajo para . te he escrito todo esto en mi carta que no recibirás antes de mañana por la mañana.

    Ella rió, reconocí la entonación de su voz con esa sugerencia de va me lo imaginaba». Luego dijo:

    — Así, pues, tu profesor te ha puesto a trabajar. No me sorprende, pero ¿qué te ha hecho hacer que te ha convertido en un tonto?

    Bueno, un montón de cosas, ya te lo explicaré cuando nos veamos. ¿Cuándo vuelven los niños?

    — Mañana. Su tren llega a una hora imposible por la mañana. Así, pues, he pensado meterlos en el coche e ir en seguida a reunirnos contigo. ¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar ahí?
    — Espera, se trata de eso precisamente, todavía no estamos listos para recibiros; te lo explico todo en mi carta. Espera hasta después del fin de semana.
    — ¿No estáis listos? Pero tú estás ahí desde hace cinco días; pensé que te habrías arreglado con alguna mujer para que viniera a cocinar, a preparar las camas y demás. ¿Nos ha fallado?
    —No, no se trata de eso. Ella no puede ser mejor. Mira, querida, no te lo puedo explicar por teléfono, todo te lo explico en mi carta; de todos modos, no te esperábamos antes del lunes, por lo menos.
    — ¿No te esperábamos? ¿Quieres decir que el profesor está ahí? — No, no...

    Sentía la irritación que se apoderaba de ambos.

    Quiero decir la señora Collins y yo. Ella sólo viene por la mañana, tiene que subir en bicicleta desde Polkerris, la pequeña aldea que se encuentra al pie de la colina; las camas no se han aireado todavía. Ella se sentirá molesta si todo no se encuentra perfectamente a punto; tú te conoces muy bien, la casa te disgustará si no está en perfectas condiciones.

    — Qué tontería, estoy preparada para hacer picnic, lo mismo que los niños. Podemos llevar la comida con nosotros, si eso es lo que te preocupa; también ropa para las camas; ¿hay suficientes sábanas?
    — Montones de sábanas y montones de comida. ¡Oh, querida! No insistas. No conviene que vengas en este momento, ésa es la pura verdad. Lo siento.
    — De acuerdo. Perdóname.

    El tonillo en el «de acuerdo» era típico de Vita, cuando se sentía momentáneamente vencida, pero determinada a ganar la batalla final.

    Mejor que consigas un delantal y una escoba — agregó ella

    Le diré a Bill y a Diana que te has convertido en un criado y que vas a pasar la noche fregando el suelo. Se reirán mucho.

    No es que no quiera verte, querida comencé a decir, pero su «adiós» con la misma inflexión de voz me indicó que yo no había estado muy brillante; ella había colgado el teléfono y se dirigía ahora seguramente al restaurante del aeropuerto para pedir un whisky y fumar tres cigarrillos seguidos en espera de sus amigos.

    Bien, qué importaba. Mi indignación contra Magnus se había vuelto contra Vita, pero ¿cómo podía imaginarme que ella iba a tomar otro avión y telefonearme inesperadamente? Cualquiera, en la misma situación, hubiera cometido el mismo error. Pero la cuestión era ésa precisamente. Mi situación no era la misma que la de cualquier otro: ella era única. Hacía menos de una hora yo había estado viviendo en otro mundo, en otro tiempo, o me lo había imaginado así, gracias a una droga.

    Comencé a pasearme por la biblioteca, el comedor y la sala de música, como alguien que recorriera la cubierta de un barco; me parecía que no estaba seguro de nada; ni de mí mismo, ni de Magnus, ni de Vita, ni de nada que perteneciera a mi mundo inmediato; porque ¿quién podría decir a qué mundo pertenecía yo?: a éste de esta casa prestada, al del apartamento en Londres, al de la oficina que había dejado al abandonar mi empleo, o a aquella casa de luto que se encontraba bajo los escombros amontonados durante siglos; ¿por qué, si tenía la determinación de no volver a ver esa casa, había disuadido a Vita de venir a reunirse conmigo el día siguiente? Las excusas habían venido a mi mente por un reflejo. La náusea y el vértigo habían desaparecido. La droga era peligrosa, sus implicaciones y sus efectos subsiguientes eran desconocidos. Esto también lo aceptaba. Yo amaba a Vita y, sin embargo, no la quería conmigo. ¿Por qué?

    Cogí el teléfono y llamé a Magnus. No hubo respuesta, como tampoco encontraba respuesta a mis preguntas. Aquel doctor de ojos inteligentes hubiera podido tal vez contestarlas. ¿Qué me hubiera dicho? ¿Que una droga alucinatoria podía causarnos curiosos efectos, obrando sobre el inconsciente y trayendo a la superficie de la mente toda una vida de inhibiciones? asta sería una respuesta plausible, pero no satisfactoria. Yo no me había estado moviendo en compañía de fantasmas de mi niñez. La gente que había visto no eran sombras de mi pasado. Roger el mayordomo no era mi super-ego, ni Isolda un sueño de adolescente, un «hubiera podido ser...» ¿O quizá lo eran?

    Traté de comunicarme con Magnus dos o tres veces de nuevo, pero sin resultado; pasé una tarde inquieta, incapaz de leer la prensa, de escuchar un poco de música, o de mirar la televisión. Finalmente, harto de mí mismo y de todo, me fui a la cama y con gran sorpresa mía, dormí como un lirón. Cuando me desperté por la mañana, me sentía perfectamente bien.

    Lo primero que hice fue telefonear al apartamento en Londres; Vita estaba a punto de salir a recibir a los niños.

    Querida, siento lo que pasó ayer...

    Pero no había tiempo de hablar de todo eso ahora, pues Vita iba llegar tarde a la estación.

    Muy bien, pero ¿cuándo puedo telefonearte de nuevo? — le pregunté.

    No puedo decírtelo. Depende de lo que los niños deseen hacer. Ademáis, tengo que comprar muchas cosas. Probablemente necesitan blujeans, bañadores, no sé. A propósito, gracias por tu carta. Ciertamente, tu profesor te mantiene ocupado.

    No te preocupes por Magnus... ¿Cómo estuvo la comida con Diana y Bill?

    Agradable. Muchos escándalos de que hablar. Pero debo irme, si no, los niños estarán buscándome inquietos, en la estación Waterloo. Dales un afectuoso recuerdo de mi parte.

    Ella ya había colgado el teléfono. Parecía contenta. La noche pasada en compañía de sus amigos y un buen descanso debieron cambiar sus ideas, lo mismo que mi carta, que ella parecía haber aceptado fácilmente. ¡Qué alivio!... Ahora podía descansar. La señora Collins llamó a la puerta y entró con el desayuno.

    — Me mima usted demasiado — le dije —. Debía haberme levantado hace una hora.
    — Usted está de vacaciones. No hay ninguna razón para levantarse, ¿no es verdad?

    Pensé en estas palabras mientras tomaba mi café. Una observación muy pertinente. «Ninguna razón para levantarse...» Habían terminado para mí los viajes en el metro desde West Kensington hasta Covent Garden, lo mismo que la rutina inevitable en la oficina, las discusiones acerca de temas de publicidad, tales como cubiertas de libros, el valor de autores antiguos y modernos, etc. Todo había terminado, al abandonar

    mi empleo. Ninguna razón, pues, para levantarme... Pero Vita quería que yo comenzara de nuevo, esta vez en su país, al otro lado del Atlántico. Abrirme paso entre la gente en el metro, estrujar a los peatones en las aceras, un edificio de oficinas de treinta pisos, la rutina inevitable, discusiones sobre la publicidad, otras sobre autores modernos y antiguos... Alguna razón para levantarse...

    Había dos cartas en la bandeja, con el desayuno. Una era de mi madre que se encontraba en Shropshire; me decía que el tiempo debía estar espléndido en Cornwall, que me envidiaba mi suerte, pues deberíamos tener mucho sol; sufría de nuevo a causa de su artritis; el pobre de Dobsie se estaba volviendo muy sordo. (Dobsie era mi padrastro y no me extrañaba que se estuviera volviendo sordo; tal vez era un mecanismo de defensa, pues mi madre nunca cerraba la boca), etc., etc. Su escritura grande cubría unas ocho páginas. Tuve remordimientos de conciencia, pues no había ido a verla desde hacía un año; tenía que ser justo con ella: nunca me lo reprochaba. Se había sentido feliz cuando me casé con Vita; se acordaba siempre de los niños, a quienes enviaba regalos en Navidades, lo que yo consideraba ciertamente una gentileza excesiva.

    El otro sobre era largo y delgado y contenía un par de documentos escritos a máquina acompañados de una nota escrita por Magnus.

    «Querido Dick: El melenudo amigo de mi alumno que se pasa su vida ramoneando en el Museo Británico, me ha enviado los documentos que te incluyo aquí. La copia del Lay Subsidy Roll tiene informaciones interesantes; el otro documento, que menciona a tu señor del feudo Champernoune y el lío que se produjo a consecuencia del traslado de su cuerpo, puede distraerte. Pensaré en ti esta tarde; me pregunto si Virgilio está descarriando a Dante. Recuerda que no debes tocarlo; la reacción puede ser cada vez más desagradable. Consérvate a distancia, y todo irá bien. Pensé que era mejor recordártelo antes de que emprendas el próximo viaje,

    Tuyo, MAGNUS.»

    Consideré los dos documentos. El estudiante de investigación histórica había escrito al comienzo del primero: «Del obispo Grandisson de Exeter. Original en latín. Excuse las faltas de la traducción». Decía así:

    «Grandisson. 1329 después de Cristo. Abadía de Tywardreath. John, etc., a sus hijos pertenecientes a una Congregación Religiosa, a los señores, al prior y al Convento de Tywardreath; saludos... etcétera. Según las leyes del Derecho Canónico, sabemos que los cuerpos de los fieles, una vez que han sido enterrados por la Iglesia, no pueden ser exhumados, sino a condición de cumplir lo que dicen esas mismas leyes. Hemos sabido que el cuerpo del señor sir Henry de Champernoune reposa en vuestra iglesia. Algunos, sin embargo, dirigiendo su mirada según un modo de actuar mundano sobre las pompas transitorias de la presente vida más bien que sobre el bien espiritual del alma de dicho señor y sobre los ritos que se prescriben, tratan de exhumar su cuerpo, en circunstancias, que no son aceptables por nuestras leyes, y de trasladarlo a otro sitio sin nuestra licencia. Por lo tanto, y en virtud de la santa obediencia que nos debéis, os ordenamos que os opongáis n tales pretensiones injustas y que no permitáis la exhumación ni el traslado de dicho cuerpo de cualquier manera que sea, antes de que se nos haya consultado sobre el asunto y de que las razones para tal exhumación o traslado, si es que existen, sean examinadas, discutidas y aprobadas; así escaparéis al castigo de Dios y al nuestro. Entretanto, por nuestra parte, mandamos, bajo pena de excomunión, a todos y a cada uno de nuestros súbditos, así como a aquellas personas gracias a las cuales algunos esperan perpetrar un crimen de esta naturaleza, que no se proporcione ninguna ayuda, consejo o favor para que se haga la exhumación o el traslado de que se hace aquí mención. Dado en Paington el 27 de agosto.»

    Magnus había añadido una nota al pie de la página. «Me gusta el estilo directo del obispo Grandisson. Pero ¿de qué se trata? ¿Una disputa familiar o algo más siniestro, de lo que el obispo no estaba al corriente?»

    El segundo documento era una lista de nombres, con el título:

    «Lay Subsidy Roll, 1327, Parroquia de Tiwardryd. Subsidio que hay que pagar de una vigésima parte de todos los bienes movibles... por todos los propietarios que posean bienes por valor de diez shillings o más.»

    Se encontraban allí cuarenta nombres en total; Henry de Champernoune encabezaba la lista; recorrí con la mirada el resto; el número treinta y tres era Roger Kylmerth. Así, pues, no se trataba de una alucinación: él había realmente existido.


    CAPITULO VIII


    Me vestí y fui al garaje por el coche. Tomé la carretera que pasa al lado de Tywardreath y me dirigí a Treesmill. Deliberadamente evité el aparcamiento y bajé la colina hasta llegar al valle; el dueño de la casa de campo Chapel Down, que estaba ocupado en lavar el remolque, me hizo una señal de saludo con su mano; lo mismo ocurrió cuando detuve el coche bajo el puente cercano a la granja Treesmill. El granjero que había encontrado el día anterior conducía sus vacas por la carretera; se detuvo para saludarme. Di gracias al cielo de que ninguno de los dos se hallaba el día anterior en el aparcamiento.

    ¿Encontró usted la casa del señor del feudo? — preguntó el hombre.

    No estoy seguro de haberlo hecho. Creo que voy a dar otro vistazo por aquí. Existe un lugar curioso en mitad de los campos, por aquel lado; está cubierto de matorrales de aliaga. ¿Tiene algún nombre?

    No podía ver el sitio desde el lugar en que nos hallábamos, pero lo señalé aproximadamente: se trataba de la cantera en donde el día anterior, en otro siglo, había seguido a Roger que penetraba en la casa donde sir Henry Champernoune agonizaba.

    — ¿Se refiere usted a Gratten? Creo que usted no encontrará nada allí, excepto piedras sueltas. Era un buen sitio para la pizarra; ahora no hay más que desperdicios. Se dice que cuando se construyeron las casas de Tywardreath el siglo pasado, la mayor parte de las piedras fueron sacadas de allí. Tal vez es verdad.
    — ¿Por qué se llama Gratten?

    No lo sé con exactitud. El campo arado que se encuentra detrás se llama Gratten y es una parte de la hacienda Mount Bennet. El nombre tiene algo que ver con «quemado», supongo. Hay un camino enfrente del que conduce a Stoneybridge y le llevará a usted allí. Pero no encontrará nada de interés.

    — Supongo que no, excepto la vista sobre el valle.
    — Sobre todo trenes y no muchos en este tiempo — dijo el hombre riendo.

    Aparqué el coche a mitad del trayecto hacia la cumbre, enfrente del sendero que conduce a Stoneybridge, tal como me lo había indicado el hombre y atravesé los campos hacia Gratten. La línea del ferrocarril corría más abajo, a mi derecha; el suelo descendía de una manera muy pronunciada hasta un terraplén al lado de la vía férrea; luego bajaba suavemente hasta los pantanos y los matorrales del valle.

    El día anterior, en el otro mundo, había un muelle en ese sitio; en medio del valle, cubierto de árboles ahora, Otto Bodrugan había atado su embarcación que se balanceaba a efectos de la marea que subía.

    Atravesé el sitio en donde había estado el día anterior fumando mi cigarrillo; en seguida pasé por la puerta rota de la valla y me detuve una vez más en medio de los

    terraplenes y zanjas. Hoy, sin el vértigo y sin náusea, podía ver que esos accidentes del terreno no eran una formación natural, sino que debían ser muros cubiertos por la hiedra durante siglos; las depresiones que en mi delirio había pensado eran cráteres, eran, en realidad, vestigios de las habitaciones de una casa.

    Las gentes que habían venido a coger piedras para sus cabañas, lo habían hecho movidos por buenas razones. Cavando en el suelo habían aprovechado los materiales de los fundamentos de un edificio hacía mocho tiempo derruido; la cantera que se encontraba al otro lado era una parte de esta misma excavación. Ahora que se había terminado esta búsqueda, la cantera no era más que un agujero lleno de hierbas inútiles, de trastos viejos y de piezas de metal roídas por el tiempo y por las lluvias del invierno.

    Esa búsqueda había terminado en el momento en que el trabajo de las minas había comenzado; sin embargo, tal como me lo dijo el granjero en Treesmill, no encontré allí nada interesante. Sabía solamente que el día anterior, en otro mundo, yo había estado en el vestíbulo que formaba la parte central de esta casa, que había subido a la habitación superior y, en fin, que había visto morir a su propietario. Ya no existía el patio central, ni los muros, ni el vestíbulo, ni los esta tilos en la parte posterior; no había más que montículos cubiertos de hierba y un pequeño sendero lleno de barro. Una explanada se abría sobre el terreno llano, suave y verde, enfrente de este sitio; podía haber sido parte del patio de otro tiempo; me senté y miré al valle, abajo, tal como lo había hecho Bodrugan desde la pequeña ventana del vestíbulo de Tiwardrai, la casa sobre la playa... Pensé ahora: cuando la marea subía siglos atrás, el tortuoso canal sería de color azul con bancos de arena a uno y otro lado; más arriba se extenderían los campos dorados bajo el sol. Si el canal había tenido suficiente profundidad, Bodrugan pudo levar anclas y zarpar aquella misma noche; si no, él debió volver al barco para dormir con sus hombres y al alba del día siguiente tal vez debió subir a la cubierta para estirar las piernas y mirar hacia la casa enlutada.

    Yo había puesto los documentos recibidos esa mañana por el correo en uno de mis bolsillos; los saqué ahora y los leí de nuevo.

    La orden del obispo Grandisson al prior de la abadía, era de agosto de 1329. Sir Henry Champernoune había muerto al final de abril o comienzos de mayo. Los Ferrers sin duda ninguna eran los que trataban de trasladar su cuerpo de la abadía; Matilda Ferrers debía ser la más interesada de los dos. Me pregunté quién había llevado estos rumores hasta el obispo aprovechando el orgullo eclesiástico para impedir que el cuerpo fuera exhumado y evitar así ulteriores investigaciones. Muy probablemente había sido sir John Carminowe, de común acuerdo con Joanna, a la que él había llevado sin duda ninguna, desde hacía mucho tiempo y con éxito, a su propio lecho. Miré el Lay Subsidy Roll, y recorrí una vez más la lista de los nombres, escogiendo los que correspondían a los sitios que yo encontraba en el mapa actual: Ric Trevynor, Ric Trewiryan, Ric Trenathelon, Julián Polpey, John Polorman, Geoffrey Lampetho... todos, con pequeñas variaciones de ortografía, correspondían a nombres de granjas en el mapa que tenía a mi lado. Así, pues, los hombres que habitaban en ellas, muertos hacía seiscientos años, habían dejado sus nombres a la posteridad; sólo Henry Champernoune, señor del feudo, había apenas dejado una serie de montículos en los que habría de tropezar un intruso, yo mismo, mucho tiempo después. Todos estaban muertos desde hacía cerca de siete siglos, Roger Kylmerth e Isolda Carminowe entre ellos. Lo que ellos habían soñado, los planes que habían hecho, todo eso no importaba ya, todo se había olvidado.

    Me levanté y traté de encontrar entre los montículos el vestíbulo en donde Isolda estaba sentada el día anterior acusando a Roger de complicidad en el crimen. No fue posible. La naturaleza había hecho su trabajo demasiado bien, aquí en el borde de la colina y abajo en el valle, en donde en otro tiempo se abría el estuario: el océano se

    había retirado de la tierra y la hierba había cubierto los muros; los hombres y las mujeres que habían vivido aquí y contemplado el paisaje marítimo, se habían convertido en polvo, desde hacía muchísimo tiempo.

    Volví atrás atravesando de nuevo los campos; me sentía abatido, pues la razón me decía que éste era el fin de la aventura. La emoción estaba en conflicto con la razón, haciendo trizas mi paz interior; para bien o para mal, sabía que me encontraba comprometido. No podía olvidar que me bastaba abrir el laboratorio para que todo eso ocurriera de nuevo. Era tal vez la misma elección que puso al primer H OMBRE en la alternativa de comer o no el fruto del Árbol de la ciencia. Entré en el coche y volví a Kilmarth.

    Pasé toda la tarde escribiendo un relato de lo ocurrido el día anterior dirigido a Magnus; añadí que Vita se encontraba en Londres. En seguida fui a Fowey para poner la carta en el correo y a fin de alquilar un bote para después del fin de semana, cuando Vita y los niños se hubieran reunido conmigo. Ella no gozaría de la calma de Long Island o del lujo de los yates de su hermano Joe, pero este gesto mostraría mi buena voluntad de agradarla; los niños por su parte gozarían mucho.

    No telefoneé a nadie esa noche, y nadie me telefoneó, de suerte que dormí mal, despertándome a cada momento y escuchando en silencio. Continué pensando en Roger Kylmerth, en su alcoba sobre la cocina del edificio original y preguntándome si su hermano había guardado convenientemente los recipientes del hermano Jean seiscientos cincuenta años antes. Debió hacerlo así, porque Henry Champernoune permaneció sin ser perturbado en la capilla de la abadía hasta que esa villa cayó en ruinas.

    No tomé el desayuno en la cama al día siguiente porque estaba muy inquieto. Tomaba mi café en las escaleras al salir de la biblioteca cuando sonó el teléfono. Era Magnus.

    — ¿Cómo te sientes? — preguntó inmediatamente.
    — Cansado; dormí muy mal…
    — Puedes recuperarte más tarde. Duerme una siesta en el patio. Hay varias hamacas en uno de los cuartos; te envidio. Londres es una caldera.
    — Cornwall no lo es — repliqué — y el patio me, da claustrofobia. ¿Recibiste mi carta?
    —Sí, por eso es por lo que te telefoneo. Felicitaciones por tu tercer viaje. No te preocupes por las náuseas, fue culpa tuya, después de todo.
    —Puede ser, pero la confusión de los dos mundos no lo ha sido.
    — Lo sé — concedió Magnus —. Esa confusión me ha interesado mucho, lo mismo que el paso de uno a otro inundo; seis meses o más entre el segundo y tercer viaje. ¿Sabes una cosa? Pienso salir dentro de una semana o dos y reunirme con vosotros para hacer un viaje junios tú y yo.

    Mi primera reacción fue un sentimiento de alegría. En seguida el sentido de la realidad se impuso:

    — Imposible, Vita estará aquí con los niños.
    — Podernos librarnos de ellos; envíalos a Scillies a una jornada en Land's End. Eso nos dará tiempo.
    — No lo creo.

    Él no conocía bien a Vita. Ya me imaginaba las complicaciones.

    — En fin, eso no es urgente, pero podría ser algo formidable. Además, me gustaría echar una mirada a Isolda Carminowe.

    Su voz optimista me hizo recobrar la calma; sonreí.

    — Ella es la chica de Bodrugan y no la nuestra — le dije.
    — Sí, pero ¿por cuánto tiempo? Ellos cambiaban de compañera a todo momento. No veo aún cuál es la situación de Isolda con respecto a los demás.
    — Ella y William Ferrers parecen ser primos de los Champernoune — expliqué yo.
    — Y el marido de Isolda, Oliver Carminowe ausente ayer, de la vera del difunto, ¿es hermano de Matilda y de sir John?
    — Así parece — afirmé.
    —Tengo que apuntar todos estos datos y poner mi esclavo a trabajar, para que me proporcione ulteriores detalles. Lo veo, tenía razón cuando pensaba que Joanna era una ramera. — En seguida, cambiando bruscamente el tono de su voz, dijo —: Así, pues, ¿tú estás satisfecho ahora que la droga haya tenido su efecto y estás convencido de que no se trataba de alucinaciones?
    — Casi, casi — respondí prudentemente.
    — ¿Casi? ¿Los documentos no prueban eso por lo menos?

    Los documentos son un argumento — concedí —, pero no olvides que tú los leiste antes que yo. Así, pues, queda la posibilidad de que tú estuvieras ejerciendo una especie de telepatía sobre mí. A propósito, ¿cómo está el mono?

    — ¿El mono? — Magnus, se quedó en silencio un momento —. El mono ha muerto.
    — ¡Muchas gracias! — dije.
    — Oh, no te preocupes, no fue la droga, lo maté a propósito; tengo que investigar sus células cerebrales. Tardaré algún tiempo, no te impacientes.
    — No me impaciento lo más mínimo, solamente me asusta el riesgo a que estás obligando a mi cerebro.
    — Tu cerebro es diferente. Tú puedes resistir muchísimo más. Además, piensa en Isolda. Un formidable antídoto contra Vita. Aún puedes encontrar que...

    Le interrumpí, sabía exactamente lo que iba a decir.

    — Deja mi vida conyugal tranquila, eso no te importa.
    — Solamente te iba a sugerir, querido amigo, que el pasar de un mundo a otro puede obrar como un estimulante. Sucede todos los días, sin necesidad de drogas, que cuando un hombre tiene una querida a la vuelta de la esquina y una esposa en casa... A propósito, fue un gran hallazgo tuyo el hacer la experiencia en la cantera sobre el valle de Treesmill. Pondré a mis amigos arqueólogos a que hagan excavaciones en ese sitio cuando hayamos terminado con este asunto.

    Me llamó la atención, mientras él hablaba, el ver cómo nuestras actitudes con respecto a la experiencia eran muy diferentes. La suya era científica, fría, no le importaba quién fuera destruido en ese proceso, con tal de lograr probar lo que se proponía. En cambio, yo estaba cogido en la trama de la historia: las gentes que para él eran marionetas de un tiempo pasado, para mí eran personas vivientes. Tuve una visión súbita de aquella casa hacía tanto tiempo desaparecida y reconstruida ahora; dos shillings como derecho de admisión, un aparcamiento en Chapel Down...

    — Así, pues, ¿Roger nunca te condujo allí? — pregunté.
    — ¿Al valle de Treesmill? No. Yo salí solamente una vez de Kilmart y eso fue para ir a la abadía, como ya te he dicho. Prefiero permanecer en mi propio terreno. Te lo contaré todo cuando venga a reunirme contigo. Iré a Cambridge para el fin de semana, pero recuerda que tienes todo el sábado y el domingo libres. Aumenta un poco la dosis, no te hará daño.

    Colgó el teléfono antes de que pudiera preguntarle su número en Cambridge, en caso de necesitarle durante el fin de semana. Acababa de colgar el auricular, cuando de nuevo sonó el teléfono. Esta vez era Vita.

    — La línea estaba ocupada durante largo rato — dijo ella —. Supongo que era el «profesor».
    — Efectivamente.
    — ¿Te encargaba nuevas tareas? No trabajes demasiado, querido. Sentía una especie de acidez en el tono de su voz esta mañana. Acidez que debía derramarse sobre los niños.
    — ¿Qué vas a hacer hoy? — le pregunté sin hacer caso de sus palabras.
    — Los niños van a la piscina, en el Club de Bill. Es lo único que pueden hacer. Sufrimos una ola de calor aquí en Londres. ¿Qué tal está por ahí?
    — El cielo está cubierto — dije mirando por la ventana —. Una zona de baja presión que cruza el Atlántico llegará a Cornwall hacia la medianoche.
    — Parece delicioso. Espero que la señora Collins logrará airear las camas...
    — Hemos previsto todo. He alquilado un yate para la semana próxima, un yate bastante grande, con un piloto a bordo. A los niños les gustará mucho.
    — Y ¿qué dirá mamita?
    —A mamita le gustaría también, si toma pastillas contra el mareo. Tenemos también una playa más allá de los acantilados; hay que cruzar solamente unos campos. No hay toros.
    — Querido, espero que tú estés impaciente por vernos, después de todo.

    La acidez del tono de la voz se volvía ahora dulce y aun meloso.

    —Por supuesto que lo estoy, ¿por qué iba a ser lo contrario?
    — Yo nunca sé qué pensar después de que tú has estado con tu profesor. Siempre hay malentendidos entre nosotros cuando él se halla en los alrededores... Aquí están los niños, quieren saludarte.

    Las voces de mis hijastros eran idénticas, así como su aspecto físico, por más que Teddy tenía doce años y Micky diez. Se decía que ate parecían a su padre, muerto en un accidente de aviación, dos años antes de mi encuentro con Vita. A juzgar por la fotografía de él que llevaban siempre consigo, eso era verdad. El tenía, ellos tenían, la cabeza típicamente teutónica con el cabello cortado muy a ras como muchos jóvenes americanos, ojos azules, inocentes, plantados en un rostro ancho. Eran simpáticos, pero yo podía muy bien pasarme sin ellos. — Hola, Dick —, dijo uno después del otro.

    —Hola — repetí yo, y la palabra me parecía tan extraña como si yo estuviera hablando tongalés.
    — ¿Cómo estáis vosotros dos?
    — Estamos bien.

    Hubo un largo silencio. No se les ocurría decir otra cosa. Tampoco a mí.

    — Estoy impaciente por veros la semana próxima — les dije.

    Oí una conversación en voz baja y en seguida Vita se puso de nuevo al aparato.

    — Están impacientes por ir a nadar. Tengo que irme, cúidate bien, querido; y no trabajes demasiado con el balde y la escoba.

    Salí de la casa y me fui a la caseta de verano que la madre de Magnus había hecho construir hacía algunos años; dirigí mis ojos hacia la bahía. Era un sitio agradable, tranquilo, protegido del viento, excepto por el Sudoeste. Podía ya verme a mí mismo empleando un largo tiempo allí durante las vacaciones jugando con los niños; seguro que traerían el equipo de cricket, un bate y una pelota para jugar en el campo que se extendía más allá de la cerca.

    — Te toca a ti ahora.
    — No, te toca a ti.

    En seguida me imaginaba la voz de Vita que gritaba detrás de las matas de hortensias:

    — Bueno, si vais a pelearos no habrá cricket, os lo aseguro. — Y como último recurso, dirigiéndose a mí —: Haz algo, querido, tú eres aquí el único hombre.

    Pero por lo menos hoy, en esta caseta de verano, mirando a la bahía en el momento en que el sol tocaba el horizonte, reinaba la paz en Kylmerth... Había pronunciado el nombre según su ortografía original, sin caer en la cuenta. La confusión del pensamiento ¿se estaba convirtiendo en un hábito? Demasiado cansado para analizarme, me levanté y vagué de una parte a otra golpeando los setos con un viejo bastón que había encontrado en la alacena. Magnus tenía razón en lo referente a las hamacas; encontré tres. Me encargaría de todo eso por la tarde si tenía suficientes energías.

    —¿Ha perdido usted el apetito? — preguntó la señora Collins cuando yo dejé gran parte de mi almuerzo y le pedí el café.
    — Lo siento, no tiene nada que ver con la calidad de la comida. No me encuentro muy bien.
    —Pensaba que usted parecía un poco cansado. Es el tiempo. Está muy pesado.

    No era el tiempo. Era mi incapacidad de estarme quieto, una especie de intranquilidad que me impulsaba a hacer algo. Caminé a través de los campos hacia el mar, pero todo parecía lo mismo que como yo lo había visto desde la caseta de verano, gris y sin relieve; además, pensé en el esfuerzo de volver a remontar la colina. El tiempo se arrastraba. Escribí una carta a mi madre, describiéndole la casa con todos los detalles, a fin de llenar páginas y páginas; recordé las cartas de niño, que tenía que escribir desde la escuela: «en este semestre me han puesto en otro dormitorio; somos quince». Exhausto física y mentalmente, subí a la habitación a las siete y media, me eché completamente vestido sobre la cama y me dormí a los pocos minutos.

    La lluvia me despertó. No era muy abundante, sólo unas gotas que golpeaban en la ventana abierta; la cortina estaba inflada por el viento.

    Reinaba la oscuridad más completa. Encendí la luz, eran las cuatro media. Había dormido nueve horas seguidas. Mi cansancio había desaparecido completamente y me moría de hambre. Ésta era la ventaja de vivir solo: podía comer y dormir cuando y como lo deseara.

    Bajé las escaleras hasta la cocina y me preparé unas salchichas, huevos y tocino y una taza de té. Me encontré en muy buenas condiciones para comenzar un nuevo día. Pero ¿qué podía hacer a las cinco de la mañana, en este amanecer triste y gris? Una cosa, solamente una osa. En seguida tendría el fin de semana para recobrarme si era necesario…

    Bajé por las escaleras posteriores hasta el sótano, encendiendo todas las luces y silbando. Todo parecía mejor iluminado, mucho más alegre. Aun el laboratorio había perdido su aspecto siniestro de cámara de alquimista, y el medir las gotas en el vaso fue una cosa tan sencilla como el lavarme los dientes.

    — Vamos, Roger, muéstrate, tengamos una entrevista...

    Me senté en el borde de la pila y esperé un largo rato. Nada sucedía. Me puse a mirar a los embriones en las botellas mientras la claridad del día aumentaba poco a poco a través de la ventana. Debía esperar más o menos media hora. ¡Qué estafa! Entonces recordé que Magnus me había sugerido que aumentara la dosis.

    Tomé el cuentagotas y con mucho cuidado dejé caer dos o tres gotas sobre mi lengua y las tragué. ¿Fue efecto de mi imaginación o realidad el hecho de que esta vez tenía un sabor más agrio, un poco Acido?

    Cerré con llave la puerta del laboratorio y atravesé el pasadizo hasta la antigua cocina. Apagué las luces, porque ya la claridad del día se liudo visible en el patio. Oí

    que la puerta de atrás chirriaba, al rozar el piso de piedra, y quedaba abierta a causa del viento. En seguida escuhé el sonido de pisadas y la voz de un hombre.

    «Dios mío — pensé —, la señora Collins dijo que su marido vendría a cortar el césped esta mañana.»

    El hombre pasó la puerta; arrastraba a un joven; no se trataba del marido de la señora Collins, sino de Roger Kylmerth; le seguían cinco hombres llevando antorchas; no era la luz del alba lo que se hacía visible en el patio, sino la oscuridad de la noche.


    CAPÍTULO IX


    Yo había estado apoyado en el aparador de la antigua cocina, pero ahora ya no existía tal mueble, sino solamente el muro de piedra; la cocina misma se había convertido en las habitaciones principales de la casa primitiva con el hogar en un extremo y la escalera que conducía a las alcobas más allá. La muchacha que yo había visto arrodillada junto al hogar el primer día, bajó corriendo las escaleras al oír las pisadas de los hombres y al verla Roger gritó:

    — Vete de aquí, lo que tenemos que decir y hacer no es de tu incumbencia.

    Ella vaciló; un muchacho, su hermano, estaba también allí mirando por encima de su hombro.

    Fuera de aquí vosotros dos — gritó Roger.

    Ellos retrocedieron y subieron la escalera; pero desde donde yo estaba podía ver que se quedaron en cuclillas ocultos a las miradas del grupo de hombres que entraron en la cocina detrás del mayordomo.

    Roger colocó su antorcha sobre un banco; a su luz yo reconocí al muchacho que tenía agarrado; era el joven novicio que yo había visto en mi primera visita a la abadía, el mismo que había sido forzado a corretear por el patio del establo para distraer a sus compañeros monjes y el mismo que decía sus oraciones llorando en la capilla.

    — Le haré hablar — dijo Roger — si vosotros no lográis hacerlo. Hará desatar su lengua el sabor del purgatorio que le espera.

    Lentamente se subió las mangas, mirando fijamente al novicio; el muchacho se alejó del banco, buscando refugio entre los otros hombres que lo rechazaron entre risotadas. Estaba más crecido de lo que yo había visto la última vez, pero era ciertamente la misma persona; la expresión de terror en sus ojos mostraba que el tratamiento que esperaba ahora no era un juego. Roger lo cogió por su hábito y le hizo arrodillarse al lado del banco.

    — Dinos todo lo que sabes, o te arrancaré los cabellos.
    — No sé nada. Lo juro por la Madre de Dios... — gritó el novicio. — No blasfemes — dijo Roger — o prenderé fuego a tu hábito. Tú has espiado bastante y nosotros queremos conocer la verdad. — Tomó antorcha en su mano y la acercó hasta una pulgada de la cabeza del muchacho. El chico se encogió temeroso y comenzó a gritar. Roger le golpeó en la boca —. Vamos, vomita la verdad — dijo.

    La muchacha y su hermano miraban desde la escalera, fascinados. Uno de los cinco hombres se acercó al banco y tocó la oreja del novicio con el cuchillo.

    Le cortaré hasta derramar sangre — sugirió —. En seguida le quemaremos allí donde la piel es más tierna.

    El novicio levantó sus manos pidiendo misericordia.

    — Diré lo que sé, pero no es nada... sólo lo que logré escuchar cuando master Bloyou, el emisario del obispo, hablaba con el prior.

    Roger retiró la antorcha y la colocó de nuevo sobre el banco.

    — ¿Qué dijo? — El asustado novicio miró primero a Roger y después a sus compañeros — . Que el obispo estaba disgustado con el comportamiento de algunos de los hermanos, en especial del hermano Jean; que él, con algunos otros, obraba contra la voluntad del prior y que despilfarra la propiedad del Monasterio en una vida disoluta; que ellos eran un escándalo para toda la Orden y un ejemplo pernicioso para las demás personas; y que el obispo no podía cerrar los ojos ante esta situación en adelante, y que había dado al master Bloyou todos los poderes para poner en vigor el derecho canónico, con la ayuda de sir John Carminowe.

    Se detuvo para tomar aliento, buscando signos de aceptación en el rostro de los hombres; uno de ellos, no el que tenía el cuchillo, se alejó del grupo.

    — A fe mía, es verdad — murmuró —; quiénes somos nosotros para negarlo. Sabemos muy bien que la abadía y sus habitantes son un escándalo. Si los monjes franceses volvieran al sitio al que pertenecen, nos libraríamos de ellos.

    Un murmullo de aprobación se levantó y el hombre del cuchillo, perdiendo interés en el novicio, se volvió hacia Roger:

    — Trefrengy tiene razón en eso. Es evidente que nosotros, que habitamos el valle a este lado de Tywardreath, ganaríamos mucho si la abadía cerrara sus puertas; tenemos una reclamación sobre las tierras del Monasterio que sirven para engordar a los monjes; no nos sentiríamos obligados a hacer pacer nuestros rebaños entre la maleza.

    Roger cruzó sus brazos y golpeó con el pie al novicio que estaba todavía aterrorizado.

    — ¿Quién habla de cerrar la abadía? No el obispo de Exeter; él habla solamente en nombre de la diócesis; puede recomendar al prior que imponga la disciplina a sus monjes, nada más. El rey es el supremo señor, como sabéis muy bien, y cada uno de nosotros, los que dependemos de Champernoune, tenemos un buen trato y recibimos beneficios de la abadía. Más aún, ninguno de vosotros ha dejado de comerciar con los barcos franceses que anclan en nuestra bahía. ¿Hay alguno de vosotros que no haya llenado su bodega, gracias a ellos?

    Nadie respondió. El novicio, creyéndose a salvo, comenzó a arrastrarse para escapar. Pero Roger lo agarró una vez más.

    — No tan aprisa, todavía no he terminado contigo. ¿Qué más le dijo el master Henry Bloyou al prior?
    — Nada más de lo que he dicho — tartamudeó el muchacho.
    — ¿Nada concerniente a la seguridad del reino mismo?

    Roger hizo un movimiento como si quisiera tomar de nuevo la antorcha del banco; el novicio levantó las manos para protegerse.

    — Habló de rumores que venían del Norte; que se preparan secretamente disturbios entre el rey y su madre la reina Isabel, que se convertirán en una guerra abierta dentro de poco tiempo; si eso ocurriera así, se preguntaba quién en el oeste de Inglaterra permanecería leal al joven rey y quién se declararía por la reina y por su amante Mortimer.
    — Me pregunto lo mismo — dijo Roger —. Ahora quédate en ese rincón y calla. Si dices una sola palabra de todo esto afuera, te cortaré la lengua.

    Volvió la cabeza y miró a los cinco hombres, que parecían indecisos; esta última noticia los había reducido al silencio.

    — Y bien — preguntó Roger —, ¿qué pensáis de todo esto? ¿Acaso os habéis vuelto mudos?

    El hombre llamado Trefrengy movió la cabeza.

    — Eso no nos concierne — dijo —; el rey puede pelearse con su madre si lo desea, eso no nos importa.
    — ¿No nos importa? — preguntó Roger —. ¿Aun en el caso de que la reina y Mortimer conservaran el poder en sus manos? Conozco algunas personas aquí que preferirían que todo ocurriera de esa manera, y que serían recompensados si se pusieran de parte de la reina cuando estalle el conflicto. Sí, y que pagarían con liberalidad a quienes siguieran su ejemplo.
    — ¿No será el joven Champernoune? — dijo el hombre del cuchillo —. Es menor de edad y está atado a las faldas de su madre. En cuanto a ti, Roger, tú nunca te arriesgarás en una rebelión contra un rey; en todo caso, mientras mantengas tu posición de mayordomo.

    El hombre se rió con ironía y los otros se unieron a él; el mayordomo por su parte los miró fijamente sin mostrar ninguna emoción.

    — La victoria es segura si actuamos rápido y si se toma el poder inmediatamente — dijo él —; si eso es lo que la reina y Mortimer fraguan, nosotros estaremos en el campo de los vencedores si apoyamos a sus amigos. Quién sabe, tal vez podría haber una nueva distribución de tierras en el feudo... y en lugar de llevar a pacer tus ganados en la maleza, Geoffrey Lampetho, podrías recibir la parte superior de las colinas...

    El hombre del cuchillo se encogió de hombros.

    — Es fácil de decir, pero ¿quiénes son esos amigos que hacen tales promesas? No conozco a nadie.
    — Sir Otto Bodrugan es uno de ellos — dijo Roger en voz baja.

    Se levantó un murmullo entre los hombres; el nombre de Bodrugan repitió una y otra vez; Henry Trefrengy, que había hablado contra los monjes franceses, movió la cabeza una vez más.

    — Es una persona de calidad, pero la última vez que se rebeló contra la Corona en 1322, fracasó y tuvo una multa de mil marcos.
    — Fue recompensado cuatro años más tarde cuando la reina le hizo gobernador de la Isla de Lundy—replicó Roger —. El puerto de Lundy es un sitio muy bueno para recibir a los navíos que portan mas; los hombres pueden permanecer allí en toda seguridad hasta que se les necesite. Bodrugan no es tonto. ¿Qué cosa más sencilla para el, teniendo tierras en Cornwall y en Devon y siendo gobernador de Landy que procurarse hombres y naves para ayudar a la reina?

    Sus argumentos, bien pesados, dichos de una manera suave y persuasiva, parecían lograr su efecto, especialmente en Lampetho.

    — Si existe alguna ventaja para nosotros en eso, le deseo buena suerte y nos pondremos de su lado cuando todo termine. Pero yo no cruzaré el Tamar por nadie, por Bodrugan o por otro, y tú puedes decírselo.
    — Tú mismo puedes decírselo — dijo Roger —; su navío está anclado cerca de aquí. Él sabe que le esperamos aquí. Os lo digo, amigos; la reina Isabel sabrá recompensarlo, lo mismo que a los otros que se pongan de su parte.

    Bajó hasta el pie de la escalera.

    — Baja, Robbie — llamó —; toma una antorcha, atraviesa el campo y mira si llega sir Otto.

    Su hermano bajó la escalera y tomando una de las antorchas salió corriendo al patio que se encontraba detrás de la cocina. Henry Trefrengy, más prudente que sus compañeros, se cogió la barbilla.

    — ¿Qué ventajas tienes, Roger, en ponerte de su parte? ¿Lady Joanna unirá sus fuerzas con las de sus hermanos contra el rey? — preguntó.

    Mi señora no tiene nada que ver en eso — replicó Roger —; está ausente durante algún tiempo en sus propiedades de Trelawn, con sus hijos, con la esposa de Bodrugan y su familia. Ninguno de ellos sabe nada de lo que se fragua.

    — Ella no te lo agradecerá cuando se entere — replicó Trefrengy — y tampoco sir John Carminowe. Todo el mundo sabe que ellos esperan que la esposa de sir John muera para casarse.
    — La mujer de sir John está llena de salud y probablemente continuará así — respondió Roger — y cuando la reina haga a Bodrugan custodio de Restormel Castle y supervisor de todas las tierras de Duchy, mi señora puede perder su interés por sir John y considerar a su hermano con más afecto que ahora. No tengo ninguna duda que seré recompensado por Bodrugan y perdonado por mi señora.

    Sonrió y se rascó la oreja.

    — A fe mía — dijo Lampetho —, sabemos que preparas los planes a tu conveniencia. No importa quién gane, tú estarás a su lado. Bodrugan o sir John como dueños de Restormel Castle te tendrán a ti a su lado con una bolsa bien llena.
    — No lo niego — dijo Roger sonriendo —. Si vosotros tuvierais la misma habilidad, haríais lo mismo.

    Sonaron pisadas en el patio posterior. Roger se dirigió a la puerta y la abrió. Otto Bodrugan se encontraba en el dintel acompañado del joven Robbie.

    Entrad, sir, sois bienvenido en esta casa. Todos somos amigos — dijo Roger.

    Bodrugan entró en la cocina mirando fijamente alrededor suyo sorprendido al ver a ese grupo de hombres que, embarazados a causa de su súbita llegada, retrocedieron hacia el muro. Su túnica estaba atada al cuello por un lazo. Llevaba un cinturón de cuero con una bolsa y una daga; encima de sus hombros, un manto de viaje con bordes de cuero. Presentaba un fuerte contraste con los otros hombres que llevaban capuchones. Era evidente, a juzgar por la serenidad de su rostro, que estaba acostumbrado a dar órdenes.

    — Me alegro de veros — dijo saludando a cada uno —. Henry Trefrengy, ¿no es verdad? y Martin Pnehelek. John Beddyng, te conozco, tu tío me acompañó en el año veintidós. A los otros, no los conozco.
    — Geoffrey Lampetho, sir, y su hermano Philip — dijo Roger —. Trabajan en la hacienda del valle junto a las tierras de Julián Polpeys, debajo del feudo de la abadía.
    — ¿Julián no está aquí, entonces?
    — Nos espera en Polpey.

    Los ojos de Bodrugan cayeron sobre el novicio que estaba todavía tirado junto al banco.

    — ¿Qué está haciendo este monje aquí, entre vosotros? — preguntó.
    — Nos ha procurado información, sir — dijo Roger —. Ha habido algunos problemas en la abadía, una cuestión. de disciplina entre los hermanos que no nos concierne directamente, pero que ha preocupado al obispo, hasta el punto de enviar a master Bloyou desde Exeter para informarse del asunto.
    — ¿Henry Bloyou, un amigo íntimo de sir John Carminowe y de sir William Ferrers, se encuentra todavía en la abadía? — interrogó.

    El novicio, ansioso por granjearse las simpatías, tocó la rodilla de Bodrugan.

    — No, sir, ya se ha ido. Partió ayer para Exeter, pero prometió regresar pronto — dijo.
    — Está bien; levántate, chico, no te haremos ningún daño. — Bodrugan se dirigió entonces al mayordomo —. ¿Le habéis amenazado?

    No hemos tocado un pelo — aseguró Roger —. Únicamente está asustado porque teme que el prior tenga noticia de su presencia aquí. Yo le he asegurado que no lo sabrá.

    Roger hizo una señal a Robbie, para que tomara al novicio y lo llevara a la habitación superior; ambos desaparecieron. El novicio mostraba tanta prisa por escaparse como un perro golpeado.

    Una vez que los dos hubieron partido, Bodrugan, de pie ante el fuego, con sus manos en el cinturón, miró a cada uno de los hombres.

    — No sé lo que Roger os ha dicho sobre las posibilidades de triunfo que tenemos; en todo caso, yo os prometo una mejor suerte cuando el rey esté en prisión.

    Nadie respondió.

    ¿Os ha dicho Roger que la mayor parte del país se declarará en favor de la reina dentro de pocos días? — preguntó.

    Henry Trefrengy, que parecía el portavoz, se atrevió a responder. — Así nos lo ha dicho, pero con muy pocos detalles.

    — Se trata de planear todo a su debido tiempo — replicó Bodrugan —. El Parlamento está ahora en sesión en Nottingham; los planes son apoderarse del rey, sin hacerle ningún daño, por supuesto, hasta que sea mayor de edad. Mientras tanto, la reina Isabel continuará como regente, con Mortimer para ayudarla. Este hombre no goza de mucha popularidad entre algunos, pero es un hombre fuerte, capaz y un buen amigo de mucha gente de Cornish. Me siento orgulloso de contarme entre ellos.

    De nuevo reinó el silencio. Geoffrey Lampetho avanzó un paso. — ¿Qué queréis que hagamos? — preguntó.

    — Venir al Norte conmigo, si queréis; si no lo queréis, y Dios sabe que no puedo obligaros, entonces prometedme jurar fidelidad a la reina Isabel cuando venga la noticia de Nottingham de que hemos prendido al rey.
    — Eso se llama hablar francamente — dijo Roger —; por mi parte yo doy mi asentimiento con mucho gusto y os acompañaré. También yo — dijo otro, el hombre llamado Penhelek. También yo — gritó el tercero, John Beddyng.

    Solamente los hermanos Lampetho y Trefrengy se mostraban reticentes.

    — Juraremos fidelidad cuando llegue el momento — dijo Geoffrey Lampetho —, pero la juraremos en casa y no al otro lado del Tamar.
    — Eso se llama también hablar francamente — dijo Bodrugan —. Si el rey mantuviera el poder, estaríamos en guerra con Francia dentro de diez años, luchando al otro lado del canal. En cambio, apoyando a la reina, favorecemos la paz. Tengo la promesa de cien hombres de mis tierras de Bodrugan, de Tregreham y de Devon. Iremos a ver qué partido toma Julián Polpey.

    Hubo una ligera confusión mientras los hombres se dirigían hacia la puerta.

    — La marea se retira del estuario — dijo Roger —; debemos cruzar el valle por Trefrengy y Lampetho.

    Tengo un caballo para vos, sir. ¡Robbie! — llamó a su hermano que se encontraba en la habitación superior —. ¿Tienes el caballo listo para sir Otto? ¿Y el mío? ¡Vamos, apresúrate!

    Mientras el muchacho bajaba la escalera, Roger le susurró al oído: — El hermano Jean enviará por el novicio más tarde. Vigílalo mientras tanto. En cuanto a mí, no sé cuándo estaré de regreso.

    Nos encontrábamos en el establo, donde se hacinaban hombres y caballos. Sabía que debía seguirlos, porque Roger montaba su cabalgadura al lado de Bodrugan, y donde él iba, yo estaba obligado a seguirle. Las nubes corrían en el cielo, el viento soplaba con fuerza y el paso de los caballos con el tintineo de los arneses llegaba hasta mis oídos. Nunca antes, ni en mi propio mundo ni en el otro tuve un tal sentimiento de solidaridad con la gente. Yo era uno de ellos, aunque no lo supieran. Me encontraba a mis anchas entre ellos, aunque esto tampoco lo supieran. Éste me parece era el secreto

    de la importancia que yo le daba a ese mundo. Ser solidario y al mismo tiempo libre; estar solo y en su compañía; nacer en el tiempo actual y vivir en el tiempo de ellos como un testigo invisible.

    Cabalgaron por el sendero que rodeaba a Kilmarth; en la cumbre de la colina, en lugar de seguir la dirección de la carretera actual, que yo conocía, atravesaron la cima y se dirigieron directamente hacia el valle. El camino era abrupto, y hacía tropezar a los caballos de vez en cuando. La cuesta parecía casi tan escarpada como los bordes de un acantilado. Encontrándome a mí mismo fuera de mi cuerpo, no podía, sin embargo, juzgar los accidentes del terreno; mis únicos guías eran los jinetes que yo acompañaba. A través de la oscuridad vi entonces el brillo del agua; llegamos a la parte inferior del valle y a un puente de madera que cruzaba la corriente; los caballos pasaron en fila india; el camino torcía hacia la izquierda, siguiendo el curso del agua hasta que la corriente se abría en una amplia ensenada más allá de la cual se extendía el océano. Sabía que debía encontrarme en el lado opuesto del valle con respecto a Polmear Hill, pero me encontraba como un extranjero en su mundo, en medio de la noche, y la apreciación de la distancia era imposible; únicamente podía seguir a las cabalgaduras; tenía mis ojos clavados en Roger y en Bodrugan.

    El camino nos condujo a través de algunas granjas; los hermanos Lampetho se apearon y Geoffrey, el mayor, gritó que nos seguiría más tarde; continuamos por el sendero que subía un poco bordeando la ensenada; había otras granjas más allá, cerca de las dunas, donde la corriente entraba en el mar; aun en la oscuridad yo podía ver el brillo de las olas que se rompían contra la playa lejos de nosotros. Alguien salió a nuestro encuentro; ladraban unos perros; nos encontrábamos en otro establo, parecido al de Kilmarth. En el momento en que los hombres se apearon de sus cabalgaduras, la puerta del edificio principal se abrió y yo pude reconocer al hombre que avanzaba hacia nosotros. Se trataba del compañero de Roger, que yo había visto en la abadía, en la recepción del obispo, y el mismo que le había acompañado en la plaza de la aldea. Roger, el primero que se apeó, fue también el primero que se colocó al lado de su amigo; a pesar de la escasa luz de la linterna de la casa, noté que sil expresión cambiaba mientras su amigo le decía en voz baja y apresuradamente algo al oído y le señalaba el extremo de la granja.

    Bodrugan lo notó también, porque saltó del caballo y exclamó:

    — ¿Algo va mal, Julián? ¿Habéis cambiado de opinión desde que os vi la última vez? — indagó.

    Roger dio media vuelta con rapidez.

    — Malas noticias, sir — y llevándole aparte añadió —: y son confidenciales.

    Bodrugan vaciló un momento y luego dijo rápidamente:

    — Como queráis. Puso la mano sobre el hombro del dueño de la casa Tenía esperanzas de reunir armas y hombres en Polpey, Julián. Mi nave está anclada cerca de Kilmerth, debéis haberla visto. Hay varios hombres a bordo listos para el desembarco.

    Julián Polpey movió la cabeza:

    Lo siento, sir Otto, no serán necesarios, como tampoco vuestra persona. Ha llegado una noticia hace menos de diez minutos diciendo que el plan ha fracasado, aun antes de haberse fijado sus últimos detalles. Una mensajera especial os ha traído la noticia personalmente, sin preocuparse de su propia seguridad.

    Pude oír a Roger a mi lado, ordenando a los hombres que volvieran a montar en sus cabalgaduras y que regresaran a Lampetho, donde él se reuniría con ellos. En seguida, pasando las riendas de su caballo al siervo que se encontraba a su lado, se unió a Polpey y a Bodrugan que se dirigían al otro extremo de la casa.

    — Se trata de lady Carminowe — dijo Bodrugan a Roger. Su seguridad había desaparecido. Su rostro enjuto mostraba una gran ansiedad —. Ha traído malas noticias.
    — ¿Lady Carminowe? — exclamó Roger, incrédulo; en seguida, cayendo en la cuenta de quién se trataba, y bajando la voz dijo —: ¿Queréis decir lady Isolda?
    — Estaba de camino hacia Carminowe; adivinando mis movimientos, ha interrumpido su viaje aquí en Polpey.

    Llegamos al otro lado de la casa. Enfrente del camino que conducía a Tywardreath, un vehículo cubierto, parecido a los que había visto en la abadía en la fiesta de San Martín, se encontraba al lado de la entrada; el vehículo era un poco más pequeño, pues estaba tirado por dos caballos solamente.

    Al acercarnos, las cortinas de la ventanilla se abrieron y apareció Isolda; el capuchón oscuro que cubría su cabeza le cayó sobre sus hombros:

    — Gracias a Dios he llegado a tiempo dijo ella —. Vine directamente de Bockenod; tanto John como Oliver están allí, a medio camino de Carminowe, para reunirse con los niños. Lo peor que podía suceder para vuestros propósitos, y que era lo que yo temía, ha acaecido. Antes de mi partida, llegaron noticias de que la reina y Mortimer habían sido recluidos en el castillo de Nottingham. El rey conserva todos los poderes y Mortimer va a ser llevado a Londres para ser juzgado; Otto, es el fin de todos vuestros sueños.

    Roger cambió una mirada con Julián Polpey. Ambos se retiraron discretamente ocultándose en las sombras que cubrían el patio; pude notar el conflicto de emociones en el rostro de Roger. Adiviné lo que estaba pensando. La ambición le había apartado del recto camino, y había apoyado una causa perdida. Únicamente le quedaba urgir a Bodrugan que volviera a su navío, que dispersara a sus hombres y que aconsejara a Isolda continuar su camino; mientras tanto, él mismo, habiendo explicado su cambio de actitud a Lampetho, Trefrengy y el resto de los hombres de la mejor manera posible, podría reinstalarse como un fiel mayordomo de Joanna Champernoune.

    — Os habéis arriesgado a que os descubran al venir aquí — dijo Bodrugan a Isolda.

    La expresión del rostro de él no mostraba ahora la importancia de su fracaso.

    — Si lo he hecho así — replicó ella —, vos conocéis las razones.

    Vi la expresión del rostro de ella, mientras la miraba, lo mismo que la de Bodrugan. Los únicos testigos éramos Roger y yo. Bodrugan se inclinó para besar su mano, y mientras lo hacía oí ruido de ruedas en el camino, y pensé: «Al fin y al cabo, ella ha llegado demasiado tarde para ponerlo en guardia; Oliver, su marido, y sir John la han seguido».

    Me extrañé de que ninguno de ellos escuchara el ruido de las ruedas; de súbito caí en la cuenta de que habían desaparecido. La pequeña carroza ya no existía; en cambio, la camioneta del correo de Par se había detenido delante de la puerta.

    Era la mañana. Me encontraba de pie en el camino que conducía a una pequeña casa en el valle cerca de Polmear, rodeada por una cerca. Traté de esconderme en los matorrales al lado del camino, pero el cartero había ya salido de la camioneta y estaba abriendo la puerta de la verja. En su mirada se veía una mezcla de reconocimiento y de asombro. Seguí la dirección de su mirada y vi mis piernas. Me encontraba completamente mojado: debía haber marchado a través del pantano. Mis zapatos estaban también empapados y mis pantalones destrozados. Esbocé una sonrisa tímida.

    El hombre parecía embarazado.

    — ¿Cómo se encuentra? — preguntó —. Es usted el caballero que vive en Kilmarth, ¿no es verdad?
    — Sí — le repliqué.
    — Pues bien, ésta es Polpey, la casa del señor Graham. Pero dudo que estén levantados tan pronto, pues son apenas las siete de la mañana. ¿Quería usted ver al señor Graham?

    No, claro que no; me levanté temprano, salí a dar un paseo y no sé cómo me perdí en el camino.

    Era una mentira evidente, y así lo parecía. El hombre, sin embargo, pareció aceptarlo.

    — Tengo que entregar estas cartas y en seguida subiré la colina hacia su casa; ¿quiere usted venir conmigo en la furgoneta? Así se ahorrará una caminata.
    — Muchas gracias, es muy amable.

    Desapareció a través de la cerca y yo subí a la furgoneta. Miré el reloj; tenía razón, eran las siete y cinco. La señora Collins debía tardar todavía por lo menos hora y media más, de suerte que tendría tiempo para bañarme y cambiarme.

    Traté de reflexionar sobre lo que había estado haciendo. Debía haber atravesado la carretera principal por la cumbre de la colina y en seguida debía haber descendido y atravesado los terrenos pantanosos del fondo del valle. Yo ni siquiera sabía que esta casa se llamaba Polpey.

    Gracias a Dios no sentía ni náuseas ni vértigo. Mientras esperaba en la furgoneta, vi que todo el resto de mis vestidos estaban también mojados, porque estaba lloviendo en ese momento; y probablemente ya llovía cuando salí de Kilmarth hora y media antes. Me preguntaba si debía completar mi historia, la que había contado al cartero, o dejarla tal y como estaba. Mejor dejarla así...

    El hombre volvió y subió a la furgoneta.

    — No es una mañana muy agradable para una caminata; ha estado lloviendo fuertemente desde medianoche.

    Recordé entonces que había sido precisamente la lluvia y el viento los que me habían despertado al caer sobre las cortinas de mi habitación.

    — No me importa la lluvia, me hace mucha falta hacer ejercicio.
    — Lo mismo me pasa a mí — dijo el cartero, de buen humor —; todo el día estoy conduciendo esta furgoneta; sin embargo, prefiero encontrarme bien envuelto en las mantas que hacer una caminata por el pantano en un tiempo como éste. De todas maneras cada uno es cada unó.

    Él se detuvo en la hostería Ship al pie de la colina y en una o dos casas de campo de los alrededores; mientras íbamos por la carretera principal miré hacia la izquierda para contemplar el valle, pero el terraplén lateral me impedía verlo. Sólo Dios sabe por qué terrenos llenos de agua y lodo me había aventurado. Mis zapatos, empapados de agua, manchaban el piso de la furgoneta. Dejamos la carretera principal y giramos a la derecha, por la que conduce a Kilmarth.

    — Usted no es el único pájaro mañanero — dijo él en el momento en que alcanzamos a ver la puerta de entrada de la casa —. O la señora Collins ha encontrado a alguien que la traiga en coche o usted tiene visitantes.

    Vi el gran portaequipajes de un coche abierto y completamente lleno de maletas. El claxon sonaba sin descanso y dos niños con sombreros en las cabezas para protegerse de la lluvia, subían las escaleras del lado del jardín de la casa.

    La incredulidad dejó paso a la melancolía ante la inminente desgracia.

    —No es la señora Collins — dije —, es mi esposa y su familia. Debieron haber viajado desde Londres durante toda la noche.


    CAPITULO X


    Imposible pasar de largo y entrar por la puerta posterior. El cartero, sonriendo, detuvo la camioneta y abrió la puerta para dejarme salir; los niños ya me habían visto y agitaban sus manos en señal de bienvenida.

    — Gracias por haberme traído.

    Luego musité para mí mismo: «No habría echado de menos esta calurosa recepción».

    Tomé la carta que el cartero me tendía y avancé para hacer frente a mi destino.

    — Hola, Dick — gritaban los niños descendiendo a prisa las escaleras Nosotros tocábamos y tocábamos, pero no podíamos hacernos oír. Mamá está furiosa contigo.
    — Y yo estoy furioso con ella. No os esperaba.
    — Es una sorpresa — dijo Teddy —. Mamá pensó que así sería más gracioso. Micky vino en la parte trasera del coche durmiendo; yo no, yo leía el mapa y daba las instrucciones.

    El ruido del claxon había cesado. Vita salió del Buick, impecable como siempre, llevando el traje perfecto para Piping Rock, en Nueva York. Tenía un nuevo peinado, más rizado; estaba bien, pero su cara parecía demasiado llena. «El ataque es la mejor defensa — pensé —. Acabemos de una vez.»

    — Bueno, en nombre de Dios, podías habérmelo advertido. — Los niños no me dejaban en paz, échales a ellos la culpa.

    Nos besamos y luego nos separamos para examinarnos con los ojos. — ¿Cuánto tiempo habéis estado aquí esperando? — pregunté.

    — Más o menos media hora. Lo hemos intentado por todas partes, pero no hemos podido entrar. Los niños trataron de hacerse oír arrojando piedrecitas a las ventanas. ¿Qué te ha pasado? Estás calado hasta los huesos.
    — Me levanté muy temprano y fui a dar una caminata.
    — ¿Cómo, con esta lluvia? Debes estar loco. Mira, tus pantalones están destrozados y hay una gran rasgadura en tu americana.

    Me cogió el brazo; entretanto, los niños acudieron y me miraban con la boca abierta. Vita comenzó a reír.

    — ¿Adónde diablos has ido para ponerte en este estado? — dijo. Traté de ganar tiempo para recuperar mi aplomo.
    — Mira — dije —, lo mejor que podemos hacer es bajar el equipaje. No lo podemos hacer aquí, pues la puerta principal está cerrada con llave. Sube al coche y ve a la entrada posterior.

    Yo marché delante con los niños indicando el camino. Cuando llegamos a la entrada posterior, recordé que también estaba cerrada con llave desde el interior; yo había salido por la puerta lateral que daba al patio.

    — Esperad aquí — dije —. Yo abriré la puerta.

    Me dirigí a la puerta lateral; la puerta de la antigua cocina estaba entreabierta; debía de haber pasado por allí cuando seguí a Roger y al resto de los conspiradores. Traté de mantener la sangre fría; si la confusión ganaba mi mente, sería fatal.

    — ¡Qué sitio tan extraño! ¿Para qué sirve? — preguntó Micky. Para tomar baños de sol. Cuando hay sol.
    — Si yo fuera el profesor Lane, lo convertiría en una piscina — dijo Teddy.

    Entraron conmigo en la casa hasta la puerta posterior. La abrí y encontré a Vita esperando afuera con impaciencia.

    No te quedes en la lluvia — dije —; los chicos y yo sacaremos las maletas.

    —Muéstranos un poco la casa, antes que nada — dijo ella —. Las maletas pueden esperar. Deseo verlo todo. No me digas que eso es la cocina.
    —Por supuesto que no. Es la cocina de la antigua mansión. Ahora no utilizamos nada de todo esto.

    En realidad, yo nunca había pensado mostrarles la casa comenzando por aquí. Si hubieran llegado el lunes, les hubiera estado esperando en la entrada principal; las cortinas hubieran estado abiertas, todo hubiera estado listo; ahora los chicos, excitados, subían las escaleras corriendo.

    — ¿Dónde está nuestra habitación? — gritaban —. ¿Dónde vamos a dormir?

    «Dios mío — pensé —, dame paciencia.»

    Me volví hacia Vita, que me miraba con una sonrisa.

    — Lo siento, querida. Pero sinceramente...
    — Sinceramente... ¿qué? Estoy tan excitada como ellos. ¿De qué te preocupas?

    ¡De qué me preocupaba! Me imaginé, con una incongruencia total, la manera como Roger Kylmerth en su papel de mayordomo hubiera mostrado una mansión feudal a Isolda Carminowe.

    — De nada, ven.

    La primera cosa que vio Vita, cuando llegamos a la nueva cocina, fueron los restos de comida sobre la mesa; restos de huevos fritos y de salchichas, y las luces todavía encendidas.

    —¡Por Dios! exclamó —. Te preparaste un desayuno caliente antes de tu caminata. Eso es algo nuevo.

    Tenía hambre. No te preocupes por el desorden. La señora Collins lo arreglará todo; ven a la parte anterior de la casa.

    Atravesamos la sala de música, corriendo las cortinas y abriendo los postigos; después del hall, llegamos al comedor y a la biblioteca; una espesa cortina de agua impedía contemplar la hermosa panorámica sobre la bahía que desde allí se divisaba, precisamente lo mejor de la casa, y que con tanta ilusión había esperado mostrarle el lunes.

    — Todo parece diferente cuando hace buen tiempo.

    Es precioso — dijo Vita No pensaba que tu profesor tuviera tan buen gusto. Quedaría mejor, sin embargo, con aquel diván contra el muro, y algunos cojines cerca de la ventana; pero eso lo arreglaremos fácilmente.

    — Bueno, esto es la planta baja. Subamos.

    Me sentía como un agente de la propiedad inmobiliaria que tratara de soslayar una dificultad; mientras tanto, los niños subían corriendo las escaleras llamándose a gritos. Todo había cambiado ahora. El silencio y la paz habían desaparecido; de ahora en adelante únicamente tendría esto, a cambio de algo que yo había compartido en secreto, no sólo con Magnus y sus inmediatos antepasados, sino también con Roger Kylmerth, seiscientos años antes.

    Una vez terminada la inspección del lugar, comenzamos el pesado trabajo de sacar el equipaje; hacia las ocho y media terminamos; la señora Collins llegó en su bicicleta para hacerse cargo de la situación y saludó a Vita y a los niños con simpatía sincera. Todos fueron a la cocina. Subí las escaleras, entré en el baño y deseé ahogarme en él.

    Debió de ser media hora más tarde cuando Vita entró en la alcoba.

    — Gracias a Dios la tenemos a ella dijo —. No tendré nada en absoluto que hacer. Es eficientísima y debe tener por lo menos sesenta años. Ahora puedo además estar tranquila,
    — ¿Qué quieres decir? — grité desde el baño.
    — Me imaginé a la señora Collins como alguien joven y elegante cuando tú trataste de disuadirme de que no viniera — dijo ella; entró en el baño en el momento en que me secaba —. No tengo confianza en tu profesor, pero a este respecto, estoy muy satisfecha. Ahora que estás completamente limpio, puedes besarme de nuevo y prepararme un baño. He estado conduciendo durante siete horas y estoy muerta de cansancio.

    Sí, ella estaba muerta, pero en otro sentido muy determinado, para mí. Yo estaba muerto para su mundo. Podía desplazarme en él mecánicamente, escuchar distraídamente lo que ella decía mientras se desvestía y disponía sus lociones y cremas sobre el tocador, hablando sin interrupción sobre el viaje, su estancia en Londres, lo que hizo en Nueva York, los negocios de su hermano y otra docena de cosas que I orinaban su vida, nuestra vida; pero nada de eso me importaba. Era como oír una música lejana por la radio. Quería volver a entrar en In noche y en la oscuridad cuando el viento soplaba en el valle, escuchar el ruido del mar que se quebraba sobre la costa cerca de la granja Polpey; quería ver de nuevo la expresión en los ojos de Isolda, cuando miraba a Bodrugan desde su pequeña carroza.

    — ... y si ellos forman una sociedad, no será antes del otoño, de suerte que eso no perjudicará tu trabajo — añadía Vita.
    — No.

    La respuesta fue automática; súbitamente ella dio media vuelta con su rostro convertido en una máscara de crema bajo el turbante que llevaba siempre en el baño, y dijo:

    — No has puesto atención ni a una palabra de lo que he dicho. El cambio en el tono de la voz me hizo ponerme alerta. — Sí, claro que he puesto atención.
    — ¿A qué, cuándo? ¿De qué he estado hablando? — me preguntó desafiante.

    Yo estaba arreglando mis cosas en el guardarropa de forma que tuve tiempo para reflexionar.

    — Decías algo acerca del negocio de Joe; una especie de sociedad; excúsame, querida, vuelvo en un minuto.

    Ella cogió la percha que yo tenía en la mano con mi mejor traje y lo arrojó al suelo.

    — No quiero que salgas ahora — dijo.

    Levantó la voz con esa entonación que yo temía tanto.

    — Quiero que permanezcas aquí ahora, prestándome toda tu atención, en lugar de permanecer ahí como una estatua. ¿Qué diablos te ocurre? Parece que estuviera hablando a alguien que viviera en otro mundo.
    — Querida — le dije sentándome en la cama, tirando de ella —, no comencemos mal el día. Tú estás cansada y yo también; si comenzamos a pelearnos, nos agotaremos y lo estropearemos todo para los niños. Si parezco distraído, debes achacarlo al exceso de trabajo. Hice esa caminata bajo la lluvia porque no podía dormir, pero en lugar de recuperarme, parece que más bien me ha acabado de agotar.
    — Entre el millón de cosas que hubieras podido hacer... hubieras podido más bien... bueno de todos modos: ¿por qué no podías dormir?
    — Olvídalo, por Dios, olvídalo, olvídalo.

    Me levanté de la cama. Cogí un montón de ropa y lo llevé a la otra habitación. Cerré la puerta con el pie. Ella no me siguió. Oí que cerraba los grifos y que se sumergía en el agua, haciendo caer una parte de ésta fuera de la bañera.

    La mañana transcurría, y Vita no aparecía por ninguna parte. Abrí la puerta de la alcoba suavemente hacia la una de la tarde y vi que estaba dormida sobre la cama. Cerré de nuevo la puerta y bajé con los niños. Ellos hablaban incansablemente y se

    contentaban con un «sí» o «tal vez» cuando me preguntaban una y otra vez por Vita. La lluvia continuaba, de suerte que era imposible salir a jugar al cricket o a bañarnos en el mar; así, pues, los conduje a Fowey y les dejé comprar helados, revistas del Oeste y rompecabezas.

    La lluvia terminó hacia las cuatro, permitiendo ver un cielo opaco en el que brillaba un sol tibio, sin fuerzas; era suficiente buen tiempo para que los niños se precipitaran hacia el muelle de Town, y me pidieron dar un paseo por el mar. Acepté cualquier cosa para darles gusto y para retrasar el momento del regreso; alquilé un pequeño bote, dotado de un fuera borda, zigzagueamos por todo el puerto; los niños agarraban las plantas acuáticas; al final todos estábamos calados hasta los huesos.

    Llegamos a casa hacia las seis de la tarde; los niños acudieron corriendo a la abundante merienda que la prevenida señora Collins les había preparado. Yo me dirigí tambaleándome hacia la biblioteca para prepararme un buen vaso de whisky y me encontré a una Vita revitalizada, sonriente y en pleno dominio de sí misma; el mobiliario estaba completamente transformado y el mal humor de la mañana, gracias a Dios, completamente desaparecido.

    — ¿Sabes, querido? Me parece que me va a gustar todo esto. En este momento se parece un poco más a nuestro propio apartamento.

    Caí desmadejado sobre un sillón, con el vaso de whisky en la mano y miré con los ojos entrecerrados a Vita que iba de una parte a otra de la habitación, trastrocando la colocación de los floreros con hortensias que tan mañosamente había puesto la señora Collins. Mi estrategia sería de ahora en adelante decir «sí» a todo; cuando la situación exigiera el silencio, permanecer mudo, tratando de adivinar lo que en cada momento conviniera. Estaba en mi segundo vaso de whisky y completamente desprevenido, cuando los niños entraron corriendo en la biblioteca.

    — ¡Eh, Dick! — gritó Teddy —. ¿Qué es esta cosa horrible? Tenía en su mano el frasco con el feto del mono. Salté sobre mis pies.
    — ¡Dios mío! — grité —. ¿Qué rayos habéis estado haciendo?

    Arrebaté el frasco de su mano y me dirigí hacia la puerta. Únicamente en ese momento recordé que al salir del laboratorio esa madrugada después de haber tomado la segunda dosis, no había guardado la llave en el bolsillo, sino que la había dejado en la cerradura.

    — No estábamos haciendo nada — dijo Teddy, ofendido —; solamente estábamos echando una ojeada a las habitaciones vacías que se encuentran abajo.

    Se volvió hacia Vita:

    Hay una pequeña cámara oscura llena de botellas, algo así como el laboratorio apestoso de nuestro colegio. Ven y mira. Mamá, hay algo en un frasco que parece una gallina muerta.

    Salí volando de la biblioteca; bajé las escaleras y atravesé el vestíbulo que conducía al sótano. La puerta del laboratorio estaba abierta de par en par y las luces encendidas. Eché una ojeada rápida. No habían tocado nada, excepto el frasco con el mono. Apagué las luces, me dirigí al pasadizo y cerré la puerta con llave. En ese momento los inflo% llegaban corriendo por la antigua cocina con Vita que les pisaba los talones. Ella parecía preocupada.

    — ¿Qué han hecho? ¿Han estropeado algo? — indagó.
    — No, por suerte dije —. Fue culpa mía por dejar la puerta sin cerrar.

    Ella miraba sobre mis hombros el pasadizo.

    — De todos modos, ¿qué hay allí? — preguntó —. Esa cosa que non mostró Teddy — siguió — parecía espeluznante.
    — Yo me atrevería a decir — respondí — que lo que ocurre es que esta casa pertenece a un profesor de biofísica, y que él utiliza esa pequeña cámara como laboratorio. Si agarro a alguno de los niños cerca de esta habitación de nuevo, habrá un asesinato en esta casa.

    Se retiraron hablando entre sí en voz baja. Vita se dirigió a mí:

    — Debo decir que me parece más bien curioso que el profesor conserve una habitación como esa con toda clase de objetos científicos en ella y que no se asegure de que está convenientemente cerrada.
    — No comiences ahora — dije —. Soy responsable delante de Magnus y te aseguro que no volverá a suceder. Pero si tú hubieras venido la semana próxima en lugar de aparecer esta mañana a una hora imposible, cuando nadie te esperaba, nada de todo esto hubiera sucedido.

    Me miró con sorpresa.

    — ¡Hola, estás temblando! Cualquiera diría que hay dinamita ahí abajo.
    — Tal vez la hay — dije —; en todo caso, esperemos que los niños hayan aprendido la lección.

    Apagué las luces y subimos las escaleras. Yo estaba temblando y con razón. Toda una pesadilla de desgracias venía a mi mente. Ellos podían haber abierto las botellas con la droga, podían haber vaciado el contenido en el vaso pequeño, podían haber vaciado las botellas en la pila. Nunca debía dejar la llave lejos de mí; la palpaba en mi bolsillo. Tal vez sería mejor sacar una copia de la llave y conservar ambas; sería más seguro. Fui a la sala de música y permanecí allí de pie mirando hacia el vacío e introduciendo el dedo meñique en el asa de la llave.

    Vita había subido a la alcoba. Escuché el ¡clic! de un teléfono al descolgarse; el que se encontraba en el hall. Eso quería decir que estaba hablando desde la conexión que teníamos en la alcoba. Fui al baño para lavarme las manos y después me dirigí a la biblioteca. Podía oír a Vita que hablaba por teléfono en la alcoba, encima de mí. No tenía la costumbre de escuchar conversaciones telefónicas ajenas, pero ahora, un instinto furtivo me hizo dirigirme al teléfono que se encontraba en la biblioteca y tomar el auricular.

    — …así, pues, no sé exactamente qué es lo que ocurre; nunca le he oído hablar de esa manera tan brusca a los niños. Ellos están muy sorprendidos y molestos. Dick no parece encontrarse muy bien. Tiene grandes ojeras. Dice que ha estado durmiendo muy mal.
    — Ya era hora de que te reunieras con él — fue el comentario de la otra persona.

    Reconocí la voz. Se trataba de su amiga Diana.

    — ... un esposo solo, es un esposo perdido — continuaba —. Ya te lo había dicho antes. Yo he tenido experiencia con Bill.
    — Oh, Bill! — dijo Vita —. Todos sabemos que nadie puede confiar en Bill cuando está lejos de ti. En fin, no sé... esperemos que haga buen tiempo y que podamos salir frecuentemente. Creo que ha alquilado un bote.
    — Eso parece muy saludable.
    — Sí..., en todo caso espero que «su» profesor no esté tramando algo con Dick. No tengo confianza en ese hombre. Nunca la he tenido y nunca la tendré. Por otra parte, sé que yo no le caigo bien.
    — Me imagino por qué razón — dijo riendo Diana.
    — No seas tonta. Él puede ser así, pero Dick ciertamente no lo es. Es un hombre muy diferente.
    — Quizá ésa es la razón de la atracción que siente por su profesor — dijo Diana.

    Volví a colocar el auricular con mucho cuidado.

    El problema con las mujeres es que tienen una mentalidad tan estrecha, que para ellas todo macho, sea hombre, perro, caballo o pez, sólo tiende al mismo fin, a la realización de la cópula.

    A veces me he preguntado si piensan en alguna otra cosa.

    Vita y su amiga Diana parlotearon por lo menos quince minutos más; cuando bajó las escaleras, fortificada por los consejos femeninos, no hizo alusión a mi comportamiento en el sótano, sino que moviéndose alegremente de aquí para allá, y llevando puesto un delantal de dibujos estrafalarios (parecía como si tuviera manzanas y serpientes estampados), se puso a prepararnos unos bistés para la cena, con perejil y mantequilla.

    — Todos a la cama temprano — dijo cuando los niños, cabizbajos y silenciosos, bostezaban durante la cena.

    El viaje de siete horas en el coche y el paseo por el puerto los había agotado. Después de la cena se instaló en el sofá de la biblioteca y se puso a coserme las desgarraduras de mis pantalones. Yo me senté ante el escritorio de Magnus haciendo alusión a algunas cuentas pendientes, pero en realidad echando otra ojeada al Lay Subsidy Rolls de la parroquia Tywardreath del año 1327. Julián Polpey, Henry Trefrengy y Geoffrey Lampetho estaban allí. Los nombres no significaron nada para mí, cuando vi la lista por primera vez. Pero pudieron haberse grabado en mi inconsciente. Las figuras que yo había visto podían haber sido figuras fantasmagóricas, que yo había seguido por el valle, pasando por las granjas que llevaban todavía sus hombres hoy.

    Vi una carta sin abrir sobre mi mesa; era la que el cartero me había dado esta mañana. En la confusión de la llegada de la familia, me había olvidado de ella. Se trataba de un pedazo de papel escrito a máquina, procedente del estudiante que hacía investigaciones en Londres.

    «El profesor Lane ha pensado que a usted le puede interesar esta nota referente a sir John Carminowe. Él fue el segundo hijo de sir Roger Carminowe de Carminowe. Enrolado en el ejército en 1323. Caballero en 1324. Invitado a tomar parte en el Gran Consejo en Westminsten Nombrado custodio de los castillos de Tremerton y de Res-Rimel, el 27 de abril de 1331. El 12 de octubre del mismo año, nombrado guardián de los bosques, parques, florestas, etc, del rey, y de la caza del rey en el condado de Cornwall, de tal suerte que él tenía que dar cuenta de la flora y fauna de los dichos bosques, parques y florestas cada año, y que él confiaba al mayordomo y a los otros custodios legales bajo su jurisdicción.

    El estudiante había escrito entre paréntesis: «copiado del calendario de Fine Rolls en el año quinto del reinado de Eduardo III». Había añadido una nota al pie de la página: «Octubre veinticuatro. Los Patent Rolls del mismo año, 1331, hacen mención de un permiso concedido a Joanna, última esposa de Henry de Champernoune, para casarse con quien ella quiera entre los súbditos del rey. Paga contribución de diez marcos».

    Así, pues... sir John había conseguido lo que quería y lo que Otto Bodrugan había perdido, mientras Joanna, anticipándose a la muerte de la esposa de sir John, tenía ya una licencia lista para casarse. Yo guardé ese documento con el Lay Subsidy Rolls y, levantándome del escritorio, me dirigí a los estantes de libros en donde yo había visto los volúmenes de la Enciclopedia Británica, heredados del comandante Lane. Tomé el volumen VIII, y busqué Eduardo III.

    Vita se desperezaba en el sofá, bostezando y suspirando a cada instante:

    — Bueno, no sé lo que tú piensas, pero yo me voy a la cama. — Estaré allí en un momento, querida.

    ¿Todavía trabajando duro para tu profesor? — preguntó —. Llévate el libro a la luz, si no, vas a estropearte los ojos. No le respondí.

    «Eduardo III (1312-1377), rey de Inglaterra, hijo mayor de Isabel de Francia, nació en Windsor el 13 de noviembre de 1312. El 13 de enero de 1327 el Parlamento lo reconoció como rey, y fue coronado el 29 del mismo mes y año. Durante los cuatro años siguientes, Isabel y su ministro Mortimer gobernaron en su nombre, por más que oficialmente su tutor era Enrique, conde de Lancaster. En el verano de 1327 tomó parte en una fallida campaña contra Escocia. Se casó con Philippa en York, el 24 de enero de 1328. El 15 de julio de 1330 nació su primer hijo, Eduardo, llamado Príncipe Negro.»

    No se hacía mención de ninguna rebelión. Pero allí estaba la clave.

    «Poco después, Eduardo hizo una tentativa, que tuvo éxito, para librarse de la dependencia degradante que sufría de parte de su madre y de Mortimer. En octubre de 1330 penetró por la noche en el castillo de Nottingham, por un pasaje subterráneo, e hizo prisionero a Mortimer. El 29 de noviembre la ejecución del favorito en Tyburn coronó la emancipación del joven rey. Discretamente, Eduardo puso un velo sobre las relaciones de su madre con Mortimer, tratándola con sumo respeto. No hay ninguna verdad en las narraciones que dicen que la mantuvo en una prisión honorable, pero sí en que la influencia política de la madre había llegado a su fin.»

    Las influencias políticas de Bodrugan también habían terminado en lo que concierne a sus posesiones en Cornwall. Sir John, un año más tarde solamente, fue nombrado custodio de los castillos de Trementon y Restormel; un hombre fiel al rey, teniendo a su lado a Roger, útil para mantener en silencio a sus amigos del valle; la noche de octubre había pasado al olvido. Me preguntaba lo que había ocurrido después de la reunión en la granja de Polpey, cuando Isolda arriesgó su vida para proteger a su amante; me preguntaba también si Bodrugan, pensando con nostalgia en lo que hubiera podido ser, había retornado a sus posesiones, guardando solamente un romántico recuerdo de su amor, y si Isolda, en ausencia de su marido Oliver, tuvo ocasión de volver a ver a Bodrugan en secreto. Yo había estado a su lado mirándolos hacía menos de veinticuatro horas; es decir, hacía seiscientos años...

    Volví a colocar el volumen en el estante; apagué las luces y subí a la alcoba. Vita ya estaba en la cama; se incorporó y miró a través de la ventana hacia el mar.

    Esta habitación es el cielo — dijo —; imagínate lo que sería con una luna llena. Querido, quedaré encantada de este sitio, te lo prometo; es maravilloso encontrarnos de nuevo juntos.

    Permanecí un rato de pie junto a la ventana, mirando hacia la bahía. Roger, desde su alcoba sobre la antigua cocina, debía de tener el mismo paisaje sobre el mar y sobre el cielo; al volverme hacia la cama, recordé las palabras burlonas de Magnus, por teléfono, el día anterior: «únicamente sugiero, mi querido amigo, que el pasaje entre estos dos mundos puede ser un estimulante para tu amor». No era verdad, al contrario.


    CAPITULO XI


    El día siguiente era domingo, y Vita anunció sus intenciones de llevar a los niños a la iglesia. Ella hacía esto de vez en cuando durante las vacaciones. Se pasaban dos o tres semanas sin hacer ninguna mención acerca de deberes religiosos y de pronto, sin ninguna razón y generalmente cuando los niños estaban felices en alguna ocupación, ella entraba en su habitación y les decía:

    — Vamos, os doy cinco minutos para arreglaros.
    — Arreglarnos, ¿para qué? — respondían ellos, levantando los ojos del modelo de un aeroplano o de algo que ocupaba en ese momento su atención.
    — Para ir a la iglesia, naturalmente — respondía ella, saliendo de la habitación.

    Era un tiempo libre para mí, pues me disculpaba valiéndome de mi educación católica. Permanecía entonces en cama hasta muy tarde leyendo la prensa del domingo. Hoy, a pesar del sol que entraba a raudales por la ventana y de la sonrisa de la señora Collins, trayéndonos en un plato el café y las tostadas, Vita parecía preocupada; dijo que había pasado una noche sin descanso. Me sentí inmediatamente culpable, pues yo había dormido como un tronco. Pensé que saber cuán bien o cuán mal duerme uno por la noche es el índice de la calidad de las relaciones conyugales; si uno de los dos pasa mala noche, es culpa del otro y el día siguiente es un día de recriminaciones.

    Este domingo concretamente no iba a ser una excepción a la regla; así, cuando los niños entraron en nuestra alcoba para saludarnos, vestidos con tejanos y con camisa sport, Vita explotó:

    — Aprisa, quitaos todas esas cosas y poneos vuestros trajes domingueros; ¿habéis olvidado que hoy es domingo? Vamos a la iglesia. — Oh, no, mamaíta...

    Debo admitirlo, yo estaba de su parte. El sol brillante, el cielo azul y el mar más allá de los campos... Ellos debían tener un solo pensamiento, descender corriendo a la playa para nadar.

    — Nada de disculpas ahora — dijo ella saliendo de la cama —. Salid inmediatamente y haced lo que os digo. — Se volvió hacia mí —. Supongo que hay aquí una iglesia en las cercanías y tú puedes por lo menos llevarnos en coche.
    — Tienes dos iglesias para elegir, Fowey o Tywardreath. Ahí será adonde os llevaré. — Al decir la palabra, sonreí, porque el nombre tenía un significado especial, pero únicamente para mí solo; continué diciendo inocentemente —: De hecho, es muy interesante históricamente; en otro tiempo hubo una abadía en el sitio en donde se encuentra ahora el cementerio de la iglesia.
    — ¿Has oído eso, Teddy? — exclamó Vita —. Había una abadía en donde se encuentra ahora la iglesia. Siempre has dicho que te interesa la Historia. Apresuraos.

    Rara vez he visto un par de personas con una expresión tan triste en los ojos. Los hombros inclinados y un rictus de tristeza en sus rostros.

    Os llevaré a nadar más tarde — les grité cuando salían de la alcoba.

    Caía muy bien para mis planes el llevarles a Tywardreath. El servicio religioso duraría por lo menos una hora; podría dejarles en la iglesia, aparcar el coche cerca de Treesmill y luego caminar por los campos hasta Gratten. No sabía si podría tener otra ocasión para volver a ver ese sitio. La cantera con sus terraplenes cubiertos de hierba tenía una fascinación muy fuerte sobre mí.

    Mientras conducía a Vita y a los niños, que mostraban siempre la misma falta de entusiasmo, miré a la derecha hacia Polpey; me pregunté qué habría pasado si los actuales propietarios me hubieran descubierto abriéndome camino en medio de la maleza, o peor aún, qué hubiera ocurrido si Julián Polpey hubiera recibido a Roger y a sus acompañantes en el interior de su casa: Me hubiera yo encontrado a mí mismo tratando de entrar violentamente en la nueva granja que ocupaba el sitio del antiguo Polpey. Este pensamiento me hizo gracia y comencé a reír en voz alta.

    — ¿Cuál es el chiste? — preguntó Vita.
    — Solamente la vida que llevo — contesté —: conduciros ahora a la iglesia y haberme dado ayer esa caminata por la mañana. ¿Ves el pantano allá abajo? Fue allí en donde me empapé.

    No me sorprende — dije —; qué sitio tan raro para hacer una caminata. ¿Qué esperabas encontrar?

    — ¿Encontrar? Bueno, no lo sé, tal vez una doncella en dificultades. Nunca sabe uno la suerte que le espera.

    Tomé la ruta hacia Tywardreath, con un sentimiento de alegría; el solo hecho de que ella no supiera nada de la verdad, me llenaba de un sentimiento ridículo de exaltación, como el que yo tenía de niño al engañar a mi madre. Era un sentimiento básico, instintivo en todos los hombres. Mis hijastros lo poseían también; ésa era la razón por la que yo los apoyaba cuando ellos cometían pequeñas faltas contra Vita: por ejemplo, comer golosinas entre las comidas o hablar después de apagar las luces.

    Los dejé a la puerta de la iglesia, sin que los niños hubieran dejado todavía la expresión de tristeza en sus rostros.

    — ¿Qué vas a hacer mientras estemos dentro? — preguntó Vita. — Me pasearé un poco.

    Ella se encogió de hombros y entró en el cementerio de la iglesia. Conocía lo que ese gesto significaba: que mi comportamiento en ese momento no estaba acorde con el suyo. Esperaba que el oficio religioso le traería algún consuelo.

    Conduje el coche hacia Treesmill, lo aparqué y comencé a caminar por los campos en dirección a Gratten. La mañana estaba espléndida. Los cálidos rayos del sol llenaban el valle. Una alondra cantaba sobre mi cabeza y descargaba su corazón en el canto. Ojalá hubiera llevado conmigo algunas provisiones y pudiera quedarme todo el día solo, en lugar de tener únicamente una hora para mí.

    No penetré en la cantera llena de higueras y de viejos trastos, sino que me eché en un pequeño montículo cubierto de hierba, preguntándome qué aspecto tendría el lugar durante la noche tachonada de estrellas, o más bien qué aspecto tenía realmente cuando el agua cubría el valle interior. La escena de Lorenzo, acompañado de Jessica, vino a mi mente:

    En una noche así
    Troilus saltó los muros de Troya
    y dejó caer su alma en un suspiro
    pensando en las tiendas de Grecia,
    en las que Cressida descansaba...

    En una noche así
    lloraba Dido con una rama de sauce en sus manos
    sobre las salvajes playas, e invitaba a su amor
    a regresar a Cartago.

    En una noche así
    Medea preparaba las hierbas mágicas
    que volverían joven al viejo Eson...


    Hierbas encantadas era el término exacto. El hecho es que mientras Vita y los niños se preparaban para ir a la iglesia, yo había bajado al laboratorio y había vertido cuatro dosis en el pequeño frasco. Lo tenía en el bolsillo. Sólo Dios sabe cuándo tendría otra ocasión parecida...

    Todo sucedió muy rápidamente. Pero no era de noche sino de día.

    Un día de verano en las últimas horas de la tarde, a juzgar por el color del cielo en el Oeste, que yo podía ver a través de las ventanas del vestíbulo. Yo estaba inclinado sobre un banco en uno de los extremos del vestíbulo. Podía ver la puerta de entrada del patio que estaba rodeado de muros. Lo reconocí en seguida; era la casa principal del feudo. Dos niñas estaban jugando en el patio; tenían más o menos ocho y diez años; era difícil adivinarlo a causa de los vestidos que les llegaban hasta los tobillos; sin embargo,

    el cabello largo y dorado que les caía sobre las espaldas y sus pequeños rostros casi idénticos, indicaban que eran una fiel imagen en miniatura de su madre. Nadie más que Isolda podía tener tales hijas; recordé que Roger había dicho a su compañero Julián Polpey en la recepción del obispo que ella tenía dos hijastros y sólo dos hijas suyas propias. Ahora éstas estaban jugando una especie de juego infantil en un espacio dividido en cuadros, sobre el cual arrojaban pequeñas piezas de madera; a cada momento discutían entre ellas para saber a quién le tocaba el turno; la más joven tomó una de las piezas y la escondió en su falda, lo cual produjo gritos y bofetadas y tirones del cabello. Roger apareció de repente, en el patio, saliendo del vestíbulo en donde había estado observándolas; se interpuso entre ellas y las tomó de la mano.

    — ¿Sabéis lo que pasa a las mujeres que discuten? Sus lenguas se vuelven negras, se enroscan hacia dentro y las ahogan. Eso le pasó una vez a mi hermana, y hubiera muerto si yo no hubiera llegado a tiempo para desenroscársela. Abrid las bocas.

    Las niñas, asustadas, abrieron sus bocas y sacaron la lengua. Roger las tocó con un dedo y las movió un poco.

    — Rogad a Dios que esto surta efecto; puede ser que no lo tenga, a menos que os calméis. Y ahora cerrad la boca y abridla solamente para la próxima comida y para dejar escapar palabras amables. Joanna, tú eres la mayor, tú deberías enseñar a Margaret mejores modales que el de esconder a un hombre en su falda.

    Tomó la figura de madera de la falda de la niña y la colocó en el suelo.

    — Vamos, seguid jugando, yo vigilaré para que el juego sea limpio.

    Se puso de pie con las piernas separadas y les hizo mover las piezas alrededor suyo; ellas lo hicieron al principio con alguna aprensión, luego con más confianza y bien pronto estallaron en risas cuando Roger se balanceó hacia un lado y cayó derribando las piezas, de suerte que tuvieron que volver a colocarlas de nuevo. En ese momento, una mujer, supongo que sería la nodriza, las llamó desde una puerta más allá del vestíbulo; las niñas recogieron las piezas y se las dieron a Roger, quien las recibió y prometió jugar de nuevo al día siguiente; Roger hizo un guiño a la nodriza y le advirtió que debería examinar las lenguas de las niñas más tarde y darle cuenta a él si había síntomas de que se estuvieran volviendo negras.

    Colocó las piezas de madera cerca de la entrada y penetró en el vestíbulo mientras las niñas desaparecían en la otra parte con la nodriza; me pareció la primera vez que Roger mostraba sentimientos humanos. Su papel de mayordomo calculador, frío, posiblemente corrompido, habría sido dejado de lado momentáneamente y con ello toda la ironía y la crueldad que yo había siempre supuesto en él, hasta este momento.

    Se quedó de pie en el vestíbulo escuchando. No había nadie más que nosotros dos; mirando alrededor mío, tuve la sensación de que el sitio había cambiado en cierta manera desde el día del mes de mayo en que Henry Champernoune había muerto; no tenía la apariencia de un sitio permanentemente ocupado, sino más bien de una casa a la cual vienen los propietarios de vez en cuando. No se oía ladrar a los perros, no había ninguna señal de sirvientes, excepto la nodriza de las niñas; se me ocurrió súbitamente que la señora de la casa Joanna Champernoune debía estar ausente también con sus hijos y su hija, tal vez en aquella otra casa feudal de Trelawn que el mayordomo había mencionado a Lampetho y Trefrengy en la cocina de Kilmarth la noche de la rebelión fallida. Roger debía ser ahora el responsable y los niños de Isolda con su nodriza debían de estar allí para descansar a mitad del camino entre una casa y otra. Roger se dirigió a la ventana, a través de la cual entraba la luz del sol poniente; miró afuera. Casi inmediatamente se aplastó contra el muro como si alguien desde fuera pudiera verlo y él prefiriera permanecer oculto. Intrigado, me aventuré a la ventana e inmediatamente adiviné la razón de sus movimientos. Había un banco bajo la ventana con dos personas

    en él, Isolda y Otto Bodrugan; a causa de la disposición del muro, que sobresalía un poco para proteger el banco, todo el que se sentara allí estaba al abrigo de miradas indiscretas, excepto si, como el mayordomo, alguien lo espiara desde la ventana superior.

    El terreno descendía un poco hasta un muro detrás del cual se extendían los campos cortados por el río; en éste se veía anclado el navío de Bodrugan. Yo podía ver el mástil, pero no la cubierta. La marea estaba baja, el canal estrecho, y a ambos lados del curso de agua aparecían bancos de arena cubiertos de toda clase de pájaros salvajes que metían el pico en los charcos dejados por la marea. Bodrugan conservaba las manos de Isolda las suyas y contemplaba sus dedos; en una especie de juego amoroso los mordía, uno después del otro, o más bien simulaba que lo hacía e inventaba muecas, como si tuvieran un sabor amargo.

    Me quedé de pie junto a la ventana mirándoles; me sentí confuso, no por hacer el papel de espía como el mayordomo, sino porque sentía de alguna manera que las relaciones entre estas dos personas, tan apasionadas en otro momento, ahora eran inocentes, sin engaño y absolutamente puras; era la clase de relaciones que yo nunca podría tener.

    Súbitamente, él dejó caer las dos manos de Isolda, que volvieron a su regazo.

    — Dejadme permanecer otra noche sin volver a bordo — dijo él —; en cualquier circunstancia, la marea puede jugarme una mala pasada, de suerte que tal vez encalle si me hago a la vela.
    — Eso no ocurrirá si escogéis el momento apropiado contestó ella —; cuanto más tiempo permanezcáis aquí, más peligroso es para ambos. Sé muy bien cómo corren los chismes. Venir es ya una locura, pues vuestro navío es muy conocido.

    Eso no tiene importancia — dijo él —; vengo con frecuencia a la bahía y a este río, sea para hacer negocios o para distraerme, pescando entre este punto y Chapel Point; fue pura casualidad lo que os trajo a vos también aquí.

    — No, no fue casualidad, lo sabéis muy bien. El mayordomo os llevó mi nota diciéndoos que yo estaría aquí.
    — Roger es un mensajero de confianza. Mi esposa y los niños están en Trelawn, así como mi hermana Joanna. Valía la pena correr el riesgo.
    — Valía la pena, sí, una vez, pero no dos noches seguidas. Tampoco tengo confianza en el mayordomo como vos la tenéis; tengo mis razones.

    Bodrugan frunció el ceño.

    — ¿Os referís a la muerte de Henry? Sigo pensando que sois injusta. Henry estaba agonizando, todos lo sabíamos. Si esos brebajes le hicieron dormir más pronto, libre de todo dolor y con el consentimiento de Joanna, ¿por qué acusarle?
    — Fue tarea demasiado fácil y hecha a propósito — dijo Isolda Lo siento, Otto, pero no puedo perdonar a Joanna, aunque sea vuestra hermana. En cuanto al mayordomo, sin duda alguna ella le paga bien, lo mismo que al monje, su cómplice.

    Miré a Roger. Él no se había movido desde el rincón, sumido en la sombra; podía oírles tanto como yo, y a juzgar por la expresión de sus ojos, las palabras de Isolda le hacían daño.

    — En cuanto al monje — añadió Isolda —, se encuentra todavía en la abadía y gana cada día más influencia. El prior es un trozo de cera entre sus manos y la comunidad sigue el parecer del hermano Jean; éste entra y sale de la abadía cuando quiere.
    — Si él lo hace así, eso no me concierne.
    — Podría importaros si Margaret llega un día a tener tanta fe en su ciencia y conocimiento de las hierbas medicinales como la tenía Joanna ¿Sabíais que él ha tratado a vuestra familia últimamente?
    — No tenía noticia de ello — respondió Bodrugan —; he estado en Lundy, como sabéis, y Margaret encuentra la isla Bodrugan demasiado expuesta al viento; prefiere Trelawn.

    Se levantó del banco y comenzó a pasearse de un lado a otro, enfrente de ella. La escena de amor había terminado, dejando lugar a los problemas domésticos de cada día. Se habían ganado mi simpatía.

    — Margaret tiene mucho de una Champernoune, como el pobre Henry — dijo él Un sacerdote o un monje podría persuadirla a hacer penitencia o a consagrarse totalmente a la oración si así lo pretendiera. Me ocuparé de todo eso.

    Isolda se levantó también del banco, y de pie enfrente de Bodrugan y con sus manos sobre los hombros de él, le miraba fijamente a los ojos. Hubiera podido tocarles con sólo inclinarme fuera de la ventana.

    Parecían pequeños, algunos centímetros más bajos que los adultos de hoy. Sin embargo, él tenía la espalda cuadrada y fuerte, con una cabeza pequeña iluminada por una sonrisa amable; por su parte, ella era apenas más alta que sus dos hijas, y tenía el aspecto delicado de una muñeca de porcelana. Se abrazaron y se besaron. Una vez más tuve esa extraña sensación, una especie de nostalgia que yo experimentaría rara vez en mi propio tiempo, si viera a un par de enamorados desde mi ventana...

    Una simpatía intensa y una gran compasión; sí, ésa era la palabra, compasión. No podía explicarme ese sentimiento de participación en todo lo que hacían; volviendo atrás desde mi tiempo hasta el suyo, los sentía vulnerables y condenados más ciertamente a morir que yo mismo, sabiendo de hecho que ambos se habían convertido en polvo hacía seiscientos años.

    — Os preocupáis por Joanna también — dijo Isolda —; ella está tan lejos del matrimonio con sir John, como lo estaba hace dos años, y en consecuencia pudiera cometer algún desmán. Podría emplear los mismos medios que utilizó con su marido, ahora con la esposa de sir John.
    — Ella no se atrevería, como tampoco John — respondió Bodrugan.
    — Ella se atreve a todo, si le conviene. Tened cuidado vos mismo, si sois un obstáculo en su camino. Tiene un solo pensamiento en la cabeza: ver a John custodio de Restormer y comisario de Cornwall, y verse a sí misma como su esposa, dominando en todos los territorios confiados por la corona.
    — Si todo resulta así, yo no podría impedirlo — dijo Bodrugan.
    — Como hermano, podríais tratar de impedirlo y por lo menos hacer que ese monje no siga pisándole los talones con sus pociones envenenadas.
    — Joanna siempre tuvo la cabeza dura. Siempre ha hecho lo que ha querido. No puedo estar a toda hora de guardia. De todos modos, puedo decir una palabra a Roger.
    — ¿Al mayordomo? Él está tan unido al monje corno ella — dijo Isolda en tono burlón —. Os prevengo de nuevo. No os fiéis de él, Otto, ni en lo que respecta a ella, ni en lo que respecta a nosotros. Él guarda en secreto nuestras entrevistas porque le conviene.

    Una vez, miré el rostro de Roger y vi cómo se ensombrecía. Deseé que alguien lo llamara desde la habitación interior para que no siguiera escuchando. Estas palabras con las que ella manifestaba tan abiertamente la poca estima que le tenía, podrían granjearle la enemistad del mayordomo.

    — Él apoyó mis proyectos en octubre pasado, y lo hará de nuevo — dijo Bodrugan.
    — Os apoyó entonces porque calculó que tendría mucho que ganar con eso — replicó Isolda —. Ahora que podéis hacer poco por él, ¿por qué va a arriesgarse a perder su posición? Una palabra a Joanna, de allí a John y de allí a Oliver, y estamos perdidos.
    — Oliver está en Londres.
    — En Londres, hoy tal vez, pero la malignidad viaja con el viento que sopla. Mañana las palabras volarían a Bere o Bockenod; al día siguiente a Tregest o Carminowe. A Oliver no le importa nada morir o vivir, con tal de tener mujeres en el sitio donde se encuentre; pero su orgullo nunca perdonaría a una esposa infiel. Yo lo sé muy bien.

    Una nube cayó sobre ellos, así como en el cielo sobre las colinas más allá del valle. Todo el brillo del día de verano se había ido. La inocencia había desaparecido y con ella la serenidad de su mundo, la serenidad de mi mundo también. Separados por siglos, yo compartía en cierta manera su culpabilidad.

    — ¿Qué hora es? — preguntó ella.
    — Cerca de las seis, según la posición del sol — contestó Bodrugan —. ¿Por qué?
    — Las niñas deben encontrarse ahora con Alice, y pueden volver en cualquier momento para buscarme; no deben veros aquí conmigo.
    — Roger está con ellas. El se encargará de que nos dejen solos.
    — Sin embargo, debo darles las buenas noches: si no, ellas no montarán nunca en sus caballos.

    Ella comenzó a alejarse por el césped; entretanto el mayordomo desapareció del rincón oscuro y atravesó el vestíbulo. Le seguí intrigado. Ellos no podían estar alojados en esta casa, sino tal vez en Bockenod, pero el Boconoc que yo conocía estaba demasiado lejos para una cabalgata de niños, de suerte que ellos difícilmente llegarían allí antes del ocaso.

    Atravesamos el pasadizo hacia el patio posterior y pasando el portal nos dirigimos a los establos. Robbie, el hermano de Roger, se encontraba allí ensillando las cabalgaduras y ayudando a las niñas a montar; éstas reían y gastaban bromas a la nodriza, quien, encaramada en su caballo, difícilmente lo mantenía quieto.

    — Estará más tranquilo si dos de vosotros montáis en él — dijo Roger —. Robbie se sentará con vos y os dará calor. Delante o detrás de vos, como lo prefiráis. A ti te da lo mismo, ¿no es verdad, Robbie?

    La nodriza, una muchacha de campo, de mejillas sonrosadas, prorrumpió en exclamaciones de alegría, pero al mismo tiempo afirmaba que podía muy bien cabalgar sola; todo esto dio lugar a nuevas bromas que terminaron a una señal de Roger, en el momento en que Isolda entraba en el patio del establo. El mayordomo se dirigió a ella y se inclinó con gran deferencia.

    — Las niñas estarán seguras en compañía de Robbie, pero yo puedo escoltarlas, si vos lo preferís así.
    — Lo prefiero — dijo ella secamente —. Gracias.

    Roger se inclinó y ella atravesó el patio hasta llegar a las niñas; éstas se encontraban ya sobre las cabalgaduras que dominaban con gran facilidad.

    — Permaneceré aquí todavía un rato — les dijo besándolas —. Os seguiré más tarde; no fustiguéis demasiado a los caballos al llegar al camino real, y obedeced a Alice.
    — Obedeceremos a lo que él diga — dijo la más pequeña, señalando con su pequeño látigo a Roger —; de lo contrario, él pellizcará nuestras lenguas para ver si se vuelven negras.
    — No lo dudo — respondió Isolda —, empleará eso o cualquier otro método para imponer silencio.

    El mayordomo sonrió confuso, aunque ella no le miró; Roger avanzó llevando las riendas de los caballos de las niñas en cada mano y condujo a las cabalgaduras hacia la salida principal, haciendo un gesto con la cabeza a Robbie para que hiciera lo mismo con el caballo de la nodriza. Isolda nos acompañó hasta la entrada; en ese momento, me encontré dividido interiormente entre una fuerza que me arrastraba a seguir el grupo dirigido por Roger y un deseo de quedarme y de mirar a Isolda; ésta decía adiós a las niñas, completamente ignorante de mi presencia a su lado.

    Sabía que no debía tocarla. Sabía que si lo hacía, no tendría más efecto sobre ella que un soplo de aire, o menos aún, porque yo nunca había existido en su mundo, ni podía haber existido; ella era alguien real y yo nada más que un fantasma sin forma. Si me diera a mí mismo el placer inútil de acariciar su mejilla, no habría ningún contacto, y ella desaparecería instantáneamente en tanto que yo quedaría con la agonía del vértigo, de la náusea y del remordimiento. Felizmente no tuve que escoger. Ella movió su mano una vez más en señal de despedida, mirando directamente a mis ojos y a través de ellos; luego se volvió y atravesó el patio, de vuelta hacia la casa.

    Seguí al grupo que cabalgaba sobre los campos. Isolda y Bodrugan quedarían solos por unas pocas horas, probablemente se harían el amor. Esperaba con una especie de simpatía trágica que así lo hicieran, porque tenía el sentimiento de que el tiempo se les escapaba a ellos, como también a mí.

    El sendero bajaba a la ensenada donde la corriente del molino, atravesando el valle, se confundía con el agua del mar. Ahora, en marea baja, la ensenada era vadeable; cuando las niñas llegaron allí, Roger soltó las riendas, y golpeando las ancas de los caballos las envió al galope a través de la llanura; las niñas gritaron de placer; hizo lo mismo con el tercer caballo que llevaba a Robbie y a la nodriza; ésta lanzó un grito que debió oírse a uno y otro lado del valle. El herrero cuya fragua se encontraba al otro lado de la corriente salió de su taller sonriendo y tomando un fuelle que se encontraba a su lado, lo dirigió hacia la nodriza de suerte que hizo volar su falda, salpicada ya con el agua de la ensenada. Yo pude ver el brillo del fuego y el yunque en el interior del taller, lo mismo que un par de caballos que esperaban fuera a que les pusieran las herraduras.

    — Toma la barra encendida del fuego, para calentar a la chica — gritó Roger.

    El herrero hizo como si tomara una barra de hierro que arrojaba chispas en todas direcciones; entretanto Robbie, doblado en dos a causa de la risa y medio ahogado por los brazos de la nodriza aterrorizada, espoleó al caballo para hacerle correr más aprisa. El espectáculo hizo salir también al molinero y su ayudante. Vi que eran monjes. En el patio contiguo a la herrería estaba un carro en el que otros dos monjes depositaban las gavillas de trigo; hicieron una pausa en su trabajo y rieron como el herrero; uno de ellos colocó sus dos manos en la boca e imitó al búho, mientras su compañero levantaba sus brazos rápidamente sobre su cabeza como si fueran alas.

    — Escoge una de estas dos cosas, Alice — gritó Roger —: fuego y viento de Rob Rosgof y su forja o ser atada por los hermanos por tu manto a las palas del molino.
    — Las palas del molino, las palas del molino — gritaban las niñas desde el otro lado de la pequeña ensenada, pensando con gran excitación que Alice iba a ser ahogada.

    Luego, súbitamente, tan súbitamente como había comenzado, terminó el juego. Roger atravesó la corriente con el agua que le llegaba a medio muslo y tomando de nuevo las riendas de los caballos los condujo por el sendero que torcía a la derecha, colina arriba; Robbie y la nodriza le seguían de cerca. Me preparaba a seguirles cuando uno de los monjes que trabajaba en el patio del molino lanzó otro grito; al menos pensé que era el monje, me volví para ver de qué se trataba y en lugar de ello vi a un coche conducido por un chófer airado que acababa de detenerse justamente detrás de mí.

    — ¿Por qué no se compra usted una trompetilla para sordos? — gritó al pasar, haciendo un quite a mi lado y casi arrojándome a la cuneta.

    Me quedé confuso, mirando al coche que desaparecía con tres personas en el asiento trasero, vestidas con trajes domingueros y mirándome con sorpresa a través de la ventanilla posterior.

    El tiempo había jugado conmigo demasiado aprisa. La corriente del molino y la forja habían desaparecido; me encontraba en medio de la carretera de Treesmill en el fondo del valle.

    Me incline sobre el puente pequeño que atravesaba el pantano. Había estado a punto de aterrizar en la zanja, en compañía de los pasajeros del coche. No podía pedir disculpas, pues el vehículo había ya desaparecido en la colina opuesta. Me senté, esperando una reacción fisiológica, pero nada acaeció. Mi corazón latía más rápidamente que de costumbre, pero era natural a causa del susto. Tuve suerte de escapar. La culpa no había sido del conductor, sino totalmente mía.

    Comencé a subir la colina hacia la curva en donde había aparcado mi coche; me senté al volante y durante un corto tiempo temí que viniera la confusión a mi mente. No debía volver a la iglesia antes de que mi cabeza estuviera en orden. La imagen de Roger acompañando a las niñas en sus caballos por el sendero de la colina y por el valle estaba nítida en mi mente; pero ya sabía lo que era, parte de aquel otro mundo de nuevo desaparecido. La casa sobre los bancos de arena era ahora la cantera de Gratten cubierta de hierba, hiedra y trastos viejos. Bodrugan e Isolda ya no se harían más el amor. La realidad presente me rodeaba una vez más.

    Miré el reloj y no lo pude creer. Las manecillas indicaban la una y media. El oficio religioso en St. Andrew debía haber terminado hacía una hora y media, o tal vez más.

    Puse en marcha el coche, lleno de remordimiento. La droga me había jugado una mala pasada, confundiendo el tiempo de una manera que no podía comprender. No podía haber permanecido más de media hora en la casa; otros diez minutos siguiendo a Roger y a las niñas en la ensenada. Todo el episodio había pasado rápidamente, y yo no había hecho más que escuchar desde la ventana, mirar a los niños subir a las cabalgaduras y partir. Al subir la colina, estaba más preocupado con la acción de la droga que con la perspectiva de encontrarme con Vita y tener que inventar otra mentira: por ejemplo, que había estado paseándome y que había perdido el camino. «¿Por qué esta distorsión del tiempo?», me pregunté. Recordé entonces que cuando había vuelto al pasado anteriormente, nunca había mirado mi reloj, de suerte que no tenía manera de conocer el ritmo del paso del tiempo.

    Su sol no era mi sol, ni su cielo el mío. ¿No había manera de medir la duración de los efectos de la droga? Como siempre cuando algo iba mal, eché la culpa a Magnus. Debiera haberme prevenido. Me dirigí a la iglesia, pero, por supuesto, nadie estaba allí. Vita debía haber esperado con los niños echando humo de ira; en seguida debió pedirle a alguien que los condujera a casa, o debió encontrar algún taxi.

    Me dirigí a Kilmarth, tratando de inventar una mejor excusa que la de haber perdido mi camino y la de haberse detenido mi reloj. «Gasolina. ¿Podía haberse terminado la gasolina? Un pinchazo, ¿qué tal un pinchazo? ¡Oh, maldita sea...!», pensé.

    Me dirigí por la carretera de entrada y me detuve ante la puerta de la casa. Atravesé el jardín a pie y subí al vestíbulo. La puerta del comedor estaba cerrada. La señora Collins, con una expresión de ansiedad en su rostro, salió de la cocina.

    — Creo que ya han terminado de comer — me dijo —, pero le he guardado algo caliente. ¿Tuvo alguna avería?
    — Sí — le dije con agradecimiento.

    Abrí la puerta del comedor. Los niños se levantaban de la mesa en ese momento, mientras que Vita tomaba el café.

    — Maldito coche... — comencé.

    Los niños se volvieron sin saber si debían reír o salir corriendo. Teddy mostró un tacto insospechado; hizo una señal a Micky; salieron ambos de la habitación, llevando los platos sucios.

    — Querida, lo siento muchísimo. No hubiera querido que ocurriera esto por nada del mundo. No tienes idea...
    — Tengo una idea muy buena — dijo ella —; temo que te hemos estropeado tu domingo.

    No comprendí su ironía. Dudé un momento sin saber si debía continuar o no con mi brillante historia de una avería en la carretera.

    — El coadjutor de la parroquia fue extremadamente amable con nosotros — continuó ella —; su hijo nos condujo a casa en su coche; cuando llegamos, la señora Collins me entregó esto. — Me indicó un telegrama sobre la mesa —. Llegó justamente después de salir para la iglesia. Pensando que era importante lo abrí. Es de tu profesor, naturalmente.

    Me entregó el telegrama puesto desde Cambridge.

    «Buen viaje en este fin de semana. Espero que tu chica se deje ver. Pensaré en vosotros. Saludos. MAGNUS.»

    Lo leí dos veces. Luego miré a Vita, pero ella ya se dirigía hacia la biblioteca lanzando nubes de humo de su cigarrillo al tiempo que la señora Collins entraba con un enorme bistec.


    CAPITULO XII


    Si Magnus hubiera deseado sembrar la confusión deliberadamente, no lo hubiera hecho mejor; pero no podía acusarle. É1 pensaba que Vita se encontraba en Londres. Sin embargo, la redacción del telegrama era desafortunada, por no decir una cosa peor. Catastrófica, sería más preciso. Debió de producir en Vita la imagen de una excursión mía para encontrarnos con alguna chica en las Islas Scilly. Sería difícil probar mi inocencia. La seguí a la biblioteca.

    — Escúchame — le dije cerrando las puertas entre las dos habitaciones en caso de que la señora Collins anduviera por allí —; este telegrama es una broma, es un deseo de tomarme el pelo por parte de Magnus. No seas tonta, y no lo tomes al pie de la letra. Se volvió hacia mí, y me hizo frente, con la actitud clásica de la esposa ultrajada, una mano en las caderas y la otra con el cigarrillo mantenido en un cierto ángulo y con los ojos entrecerrados en medio de un rostro helado.
    — Me importan un comino las bromas de tu profesor; habéis hecho tantas vosotros dos juntos dejándome a mí de lado, que ya no me importan. Si ese telegrama era una broma, buena suerte. Lo repito, siento haber estropeado tu fin de semana. Ahora lo mejor que debes hacer es comer antes de que se enfríe la comida.

    Cogió un periódico del domingo y simuló leerlo. Se lo arrebaté: — Tienes que escucharme.

    Ella aplastó el cigarrillo en el cenicero; luego la tomé de ambas muñecas y , la hice levantarse.

    — Tú sabes perfectamente bien que Magnus es mi más viejo amigo. Más aún, que nos ha prestado su casa, y que ha contratado a la señora Collins para servirnos. A

    cambio de todo esto he estado haciendo algunas investigaciones conectadas con su trabajo. El telegrama era únicamente una manera de desearme mucho éxito.

    Mis palabras no la impresionaron. Su rostro estaba rígido.

    — Tú no eres un científico; ¿qué clase de investigaciones puedes tú realizar y a dónde debías ir?

    Solté sus muñecas y suspiré, como alguien cuya paciencia se ha terminado a causa de la curiosidad de un niño que no comprende nada.

    — No iba a ninguna parte — insistí poniendo énfasis en «ninguna parte» —; tenía proyectado dirigirme a la costa y visitar uno o dos lugares que interesan a Magnus.

    Sí, es muy probable — dijo ella —; no comprendo cómo tu profesor no ha montado aquí una cátedra de historia, teniéndote a ti como asistente. ¿Por qué no se lo sugieres? Por supuesto, yo os estorbaría, pero haría todo lo posible para no ser un obstáculo. Quizá a él le encantaría guardar a los niños.

    — Por Dios — dije abriendo la puerta del comedor —a te estás portando como la esposa de uno de esos viejos chistes que oímos todos los días. Lo más sencillo será llamar a Magnus mañana por la mañana y decirle que tú vas a pedir el divorcio porque sospechas que deseo encontrarme con alguna mujer de vida alegre en Land's End. Magnus perderá la cabeza.

    Entré en el comedor y me senté a la mesa. La salsa era casi un trozo de hielo. Pero eso no importaba. Llené un vaso grande de cerveza para acompañar el bistec y la ensalada antes de atacar el postre. La señora Collins permanecía en silencio con prudencia; trajo el café y luego desapareció. Los niños abajo daban patadas a una piedra en el jardín. Me levanté y les llamé desde la ventana.

    — Os llevaré a nadar más tarde. — Sus rostros se iluminaron visiblemente y vinieron corriendo hasta el pie de la puerta —. Dejadme tomar el café ahora; preguntaré a Vita lo que desea hacer.

    Sus rostros se ensombrecieron.

    Mamá sería seguramente un obstáculo y. aguaría la fiesta. — No os preocupéis, os prometo que os llevaré.

    Entré en la biblioteca. Vita estaba acostada sobre el sofá con los ojos cerrados. Me arrodillé a su lado y la besé.

    — Aparta de tu mente esos sombríos pensamientos — dije Sólo existe una chica en el mundo para mí y ésa eres tú, tú lo sabes. No voy a llevarte en mis brazos a la alcoba, porque dije a los niños que los llevaría a nadar. Tú no querrás estropear su día, ¿no es verdad?

    Vita abrió un ojo.

    — Tú has logrado estropear el mío.
    — Tonterías. ¿Y qué me dices de aquel otro fin de semana que pasé con aquella chica? ¿Debo decirte lo que había pensado hacer con ella? Un espectáculo de strip-tease en Newquey. Ahora sé buena.

    La besé con entusiasmo. Su reacción fue débil, pero por lo menos no me rechazó.

    — Me gustaría comprenderte — dijo ella.
    — Gracias a Dios que no rae comprendes le dije —. Los maridos detestan a las esposas que los comprenden. Es monótono. Ven, vamos a nadar. Hay una pequeña playa completamente vacía al otro lado de los acantilados. Hace mucho calor y no va a llover.

    Ella abrió los ojos.

    — ¿Qué estabas haciendo realmente esta mañana, mientras nosotros estábamos en la iglesa?
    — Vagando en una cantera desierta, a un poco menos de una milla de distancia de la aldea. Antiguamente había galerías que conectaban con la antigua abadía; Magnus y yo estamos interesados en ese sitio. Luego yo no pude poner en marcha el coche que había aparcado sin mucha pericia en una cuneta.

    Son noticias frescas para mí el saber que tu profesor es no sólo un científico, sino un historiador.

    — Y son buenas noticias, ¿no te parece? Le hace salir un poco de esos fetos embotellados. Yo le doy ánimos para que continúe por ese camino.

    Tú le animas en todo, y por eso se aprovecha de ti.

    — Yo me adapto a todo por temperamento. Vamos, los niños están impacientes por salir, sube y muestra tus encantos con un bikini, pero antes ponte algo sobre él, no sea que asustes a las vacas.
    — ¿Vacas? — dijo ella, casi con un alarido —. Yo no voy a ningún campo donde haya vacas.
    — Son vacas mansas, alimentadas con una cierta clase de hierba que las impide correr. Cornwall es famoso por sus vacas.

    Creo que me creyó. Otra cuestión era saber si dio crédito a mi historia de la carretera. En todo caso, ella parecía haber aceptado la paz. Con tal que durara...

    Pasamos una larga y perezosa tarde en la playa. Todos nadábamos y después, mientras los niños chapoteaban aquí y allá en busca de crustáceos inexistentes, Vita y yo nos dejamos caer sobre la arena dorada. Reinaba la paz.

    — ¿Has pensado en el futuro? — preguntó ella de repente. — ¿El futuro? — repetí.

    De hecho estaba mirando en aquel momento al otro lado de la bahía, preguntándome si Bodrugan la había logrado atravesar aquella noche después de despedirse de Isolda. Había mencionado Chapel Point. En otro tiempo el comandante Lane nos había llevado en una excursión en bote desde Fowey hasta Mevagissey, y nos había señalado Chapel Point, que penetraba en el mar justamente antes del puerto de Mevagissey. La casa de Bodrugan debía haberse encontrado por allí cerca. Quizá el nombre existía aún. Yo podía buscarlo en el mapa de caminos.

    — Sí — dije —, lo he pensado. Sería muy bueno que mañana saliéramos en bote; imposible marearse si el mar está tan tranquilo como hoy. Atravesaremos la bahía y echaremos anclas cerca de la costa. Almorzaremos y luego iremos a la playa.

    Magnífico, pero no me refería al futuro inmediato. Me refería al futuro más lejano.

    — ¡Oh, ése! No, querida, francamente no he pensado en ello. He tenido tanto que hacer desde que me he instalado aquí... No apresuremos las cosas.

    Está bien, pero Joe no puede esperar indefinidamente. Creo que él contaba recibir noticias tuyas bastante pronto.

    — Lo sé, pero tengo que estar seguro. Para ti, tu país está muy bien, pues es el tuyo. Para mí es diferente. Echar raíces no será fácil.
    — Tú las has arrancado ya al renunciar a tu empleo en Londres. Para ser sinceros, digamos que tú no tienes raíces. Así, pues, no hay disculpa.

    Ella tenía razón en todos los asuntos prácticos.

    — Tendrás que hacer algo — continuó ella —, bien sea en Inglaterra o en los Estados Unidos. Rechazar la oferta de Joe cuando nadie te ha ofrecido nada comparable en este país, parece una locura. Concedo que yo no soy imparcial — añadió ella, poniendo su mano en la mía — y que me encantaría establecerme de nuevo en casa; pero sólo si tú deseas eso también.

    Yo no lo deseaba, y ése era el problema. Tampoco quería un empleo semejante al que tenía antes, en una agencia literaria o de publicidad. Era el final del camino, el final temporalmente, de una época particular en mi vida. Aún no podía hacer planes para más adelante.

    — Dejemos eso de lado ahora, querida. Recibamos cada momento a medida que llega. Hoy, mañana... Reflexionaré acerca de todo ello, pronto, te lo prometo.

    Ella soltó mi mano, buscando un cigarrillo en el albornoz.

    — Como tú digas — añadió ella con la entonación sobre el «digas» que indicaba sus orígenes americanos —. Pero no me echarás la culpa a mí si un día Joe no puede ayudarte.

    Los niños vinieron corriendo por la playa, con varios trofeos en sus manos, una estrella marina, mejillones y un cangrejo desmesuradamente grande y que apestaba a la legua. El momento de la verdad había pasado. Ahora teníamos que recoger nuestras cosas y trepar colina arriba hasta Kilmarth. En el momento de levantarme miré sobre mi hombro la bahía. La línea de la costa estaba claramente dibujada y las casas blancas por el lado de Chapel Point, a unas ocho millas de distancia, se recortaban a la luz del sol poniente.

    En una noche así...
    Otto saltó los muros de Bodrugan
    y dejó caer su alma en un suspiro
    pensando en el estuario de Treesmill
    cerca de donde Isolda descansaba...


    Pero ¿dormía ella allí efectivamente? Lo más seguro era que ella hubiera seguido a los niños más tarde, después de que Otto hubiera desaparecido; ¿pero hacia dónde? ¿Hacía Bockenod donde vivía el presuntuoso sir John, hermano de su esposo? Demasiado lejos. Algo faltaba. Ella había mencionado otro nombre. Algo como Treng. Debía consultar el mapa. El problema era que casi la mitad de las granjas en Cornwall comenzaban con Treng. No se trataba de Trevennor, Treveryan o Trenadlyn. Entonces, ¿en qué sitio habían pasado la noche Isolda y sus dos hijas?

    — No seré capaz de hacer esto muchas veces — se quejó Vita —. Dios, iqué cuesta!, es como las pistas de esquí de Vermont. Déjame cogerme de tu brazo.

    La verdad era que ellos habían cruzado la corriente cerca del molino y tomado un sendero hacia la derecha; luego yo no los había visto más, a causa de aquel coche, que venía detrás de mí. Podían haber tomado cualquier dirección. Roger iba a pie. Cuando la marea subía, toda la bahía quedaba cubierta. Traté de recordar si había algún bote al lado de la forja del herrero para volver a la abadía.

    — Después de este ejercicio y de respirar este aire puro, dormiré bien esta noche — dijo Vita.
    — Sí — repliqué.

    Había un bote. Alto y fuerte, descansando sobre el borde de la cresta. En la marea alta se aprovechaba seguramente para llevar pasajeros entre la forja del herrero y Treesmill.

    — Te importa un bledo la clase de noche que yo pase y si estoy muerta de cansancio en este momento, ¿no es verdad?

    Me detuve y la miré fijamente.

    — Lo siento, querida, por supuesto que me importa. ¿Para qué volver a ese asunto de una noche sin sueño?

    Te encontrabas a kilómetros de distancia en tus pensamientos; siempre puedo adivinarlo.

    — Seis kilómetros al Norte — le dije — si realmente quieres saberlo; pensaba en un par de niñas que vi cabalgando esta mañana y me preguntaba hacia dónde se dirigían.
    — ¿Cabalgando?

    Seguimos caminando, Vita colgada de mi brazo como un peso muerto.

    — Pues bien, eso es lo más sensato que has dicho hasta ahora — comentó ella —. A los niños les encanta cabalgar. Quizá se alquilan caballos por aquí.
    — Lo dudo, me imagino que venían de alguna granja.
    — Bueno, en todo caso podemos informarnos. ¿Eran guapas las niñas?
    — Encantadoras. Dos niñas de corta edad acompañadas de una mujer joven que debía ser la nodriza y de dos hombres.
    — ¿Y todos cabalgaban?
    — Uno de los hombres iba a pie, teniendo las riendas de las cabalgaduras de las niñas.
    — Entonces debía de tratarse de una escuela de equitación. Infórmate. Puede ser que haya algo más para los niños, además de nadar o de pasear en bote.
    — Sí — dije, y pensé: «qué maravilloso sería poder hacer venir a Roger de su pasado y pedirle que ensillara dos de los caballos de Kilmarth para Teddy y Micky y enviarlos luego a una cabalgada con Robbie, que les haría galopar sobre las arenas de Par. Roger manejaría maravillosamente a Vita. Su más mínimo deseo sería obedecido por el mayordomo. Un poco de infusión de beleño preparado por el hermano Jean le proporcionaría además una noche tranquila y reposada, y si eso fallara...»

    Yo me sonreí.

    — ¿Dónde está el chiste?
    — No hay chiste. — Señalé con el dedo unos matorrales que se encontraban en la dehesa cerca de Kilmarth —. Si alguna vez tienes un ataque al corazón, no te preocupes. Tenemos digital allí. Me avisas y yo prepararé las semillas.

    Muchísimas gracias. Sin duda que el laboratorio del profesor está lleno de ellas, junto con otras semillas envenenadas y con Dios sabe qué mezclas siniestras.

    ¡Cuánta razón tenía! Era una falta de lealtad, sin embargo, permitirle atacar a Magnus.

    — Ya hemos llegado. — Pasamos la verja y entramos en el jardín —. Prepararé una bebida fresca para ti y les niños. Luego me ocuparé de la cena. Carne fría y ensalada.

    Trataba de levantar un poco los ánimos. Los recuerdos de mis extravíos matutinos desaparecían en este afán de complacerles; un marido atento, un padrastro sonriente; mantengamos este clima hasta el momento de ir a la cama y un poco más.

    No fue necesario esforzarme mucho. La natación, la caminata larga y fatigosa y el aire soporífero de Cornish cumplieron su cometido.

    Vita, bostezando delante de un programa de televisión, se fue a la cama hacia las diez; cuando subí una hora después, estaba completamente dormida. El tiempo al día siguiente se anunciaba bueno, a juzgar por el aspecto del cielo; podríamos, pues, zarpar hacia Chapel Point. Bodrugan existía todavía, lo había encontrado en el mapa de caminos después de la cena...


    * * *

    Había suficiente brisa para hacernos salir del puerto de Fowey. Nuestro piloto Tom, un hombre fuerte, con una amplia sonrisa, se ocupó de las velas; los niños le

    ayudaban o le estorbaban; entretanto yo me coloqué cerca del timón. Conocía lo suficiente como para no dirigir el bote contra el viento, o para hacer que las velas flamearan. Ni Vita ni los niños conocían eso, de suerte que quedaron bastante impresionados con mi aire de suficiencia. Bien pronto notamos la estela del agua bajo el casco del bote. Los niños gritaron con excitación, mientras Vita se acomodaba a mi lado; como a todas las mujeres americanas, los pantalones vaqueros le sentaban muy bien; Vita estaba bien formada y el jersey rojo le caía a maravilla.

    — Esto es el cielo — dijo ella, acurrucándose a mi lado y apoyando su cabeza contra mi hombro —. Fue una gran idea tuya el preparar todo esto. El agua no podía estar en mejores condiciones.

    El problema fue que no continuó así por mucho tiempo. Recordé las ocasiones en que acompañábamos al padre de Magnus: después de pasar la boya de Cannis y Gribbin Head, un viento del Oeste chocaba violentamente contra la marea y aumentaba así la velocidad del bote; todo esto era un juego para la gente experimentada en este asunto, como el comandante Lane, pero hacía que el bote se inclinara hacia un lado de suerte que los pasajeros sentados a estribor se vieran a pocos centímetros del agua. Ahora el pasajero era Vita.

    — ¿No sería más prudente que tú dejaras conducir al piloto? dijo ella nerviosamente, después de que el bote se había inclinado a una y otra parte como un caballito de carrusel; era culpa mía por colocarme en dirección contraria al viento; pero en seguida volvió el bote a su posición correcta.
    — Ni una palabra de eso dije con entusiasmo —. Pásate al otro lado y siéntate allí.

    Ella se levantó y enredó su pie en un cabo. Al inclinarme para ayudarla, descuidé mi labor de piloto, lo que hizo que una ola barriera la cubierta y nos mojara a todos.

    Una gota de agua salada no hace mal a nadie — grité, pero los niños no parecían tan seguros y, acompañados de su madre, fueron a buscar refugio en la pequeña cabina en donde se hacinaron como sardinas en lata.

    Es un viento favorable — dijo nuestro piloto Tom, con una sonrisa que cubría todo su rostro —. Estaremos en Mevagissey dentro de poco.

    Descubrí mis dientes imitando su sonrisa confiada. Pero los tres rostros blancos levantados hacia mí desde la cabina no demostraban entusiasmo y tuve la impresión que ninguno de ellos compartía la opinión del piloto.

    Me ofreció un cigarrillo. Después de tres chupadas vi que había sido un error aceptarla y lo dejé caer por la borda, en el momento en que él no me miraba; entretanto él encendía una enorme pipa. Una parte del humo se dirigió hacia la cabina.

    — La señora sentiría menos el balanceo si se sentara en el fondo de la cabina — sugirió Tom —; lo mismo los niños.

    Miré a les niños. El bote estaba bastante tranquilo; sin embargo, apretados en la oscura cabina, ellos sentían el menor movimiento; un bostezo de mal agüero apareció en el rostro de Micky. Vita, con sus ojos completamente abiertos, parecía hipnotizada por el brillante impermeable de Tom, que colgaba de un gancho a la puerta de la cabina y que se balanceaba de un lado a otro con el movimiento del bote, como el cadáver de un hombre ahorcado.

    Tom y yo cambiamos una mirada maliciosa, unidos en una especie de complicidad. Mientras él me reemplazaba en el timón y fumaba su pipa, llevé la familia al fondo de la cabina, en donde Vita y el niño más pequeño estuvieron pronto mareados. Teddy resistió la prueba. Posiblemente porque mantenía su cabeza inclinada hacia atrás.

    — Pronto estaremos a la altura de Black Head — dijo Tom —; allí no habrá balanceo.

    El hacerse cargo Tom del timón tuvo un efecto mágico. O tal vez fue pura casualidad. El balanceo a la manera de un caballito de carrusel cesó y se convirtió en un suave deslizarse. Las caras blancas perdieron su palidez, los dientes dejaron de castañetear y los pasteles preparados por la señora Collins salieron de las servilletas; incluso Vita mostró buen apetito. Pasamos Mevagissey y anclamos en el lado occidental de Chape! Point; no había la más ligera perturbación en el cielo ni el mar y el sol brillaba en todo su esplendor.

    — Es extraordinario cómo inmediatamente que Tom se encargó del bote, el viento cesó — observó Vita, quitándose el jersey y poniéndolo bajo su cabeza como una almohada.
    — Nada de eso — dije yo —. Nos acercábamos a tierra, eso es todo. — Yo sólo sé una cosa — dijo ella que es Tom quien va a tomar el timón de regreso a casa.

    Entretanto Tom se encargaba de los niños. Éstos tenían los bañadores puestos y llevaban toallas en sus manos. Tom, por su parte, tenía todo un equipo de pesca.

    — Si ustedes prefieren quedarse en el bote, yo cuidaré de que los niños no sufran ningún percance. Esta playa no ofrece ningún peligro.

    Yo no quería quedarme a bordo con Vita. Lo que deseaba era atravesar los campos y encontrar a Bodrugan.

    Vita se sentó y, quitándose los anteojos negros, echó una mirada a su alrededor.

    La marea estaba bajando y la playa parecía tentadora, pero vi con satisfacción que estaba temporalmente ocupada por media docena de vacas que se paseaban al azar pisoteando la arena.

    — Yo me quedaré en el bote — dijo Vita tajantemente —; si quiero nadar lo haré desde el bote.

    Bostecé; era mi reacción inmediata al sentirme culpable.

    — Iré a la playa para estirar las piernas; es demasiado pronto para nadar después de un almuerzo tan suculento.
    — Haz como quieras. Es maravilloso esto. Aquellas casas blancas en el promontorio son encantadoras. Se diría que estamos en Italia. La dejé con su imaginación y monté en la chalupa con los otros.
    — Desembárcame allí, a la izquierda de aquellas rocas — le pedí a Tom.
    — ¿Qué vas a hacer? — preguntó Teddy.
    — Caminar.
    —¿No podemos permanecer en la chalupa y pescar bacalao? — indagó.
    — Por supuesto que sí, es lo mejor que podéis hacer.

    Salté a la playa en medio de las vacas, libre de todo estorbo. Los niños también estaban muy contentos de librarse de mi compañía; les miré alejarse. Vita me lanzó un saludo breve, desde el bote anclado. Me volví y marché colina arriba.

    El sendero corría paralelo a una pequeña corriente, luego giraba al lado de una cabaña. El mar desapareció de mi vista. El camino continuaba subiendo hasta llegar a un portal entre viejos muros; a la izquierda aparecían las ruinas de un molino. Me aventuré a través de esa puerta, la granja Bodrugan estaba allí; un gran estanque a mi izquierda debía de haber alimentado la corriente del molino; a mi derecha se levantaba la hermosa casa de la granja de hoy; era del estilo del siglo XVIII, parecida a Kilmarth; a su lado se encontraba un gran muro de piedra, mucho más antiguo, que seguramente enmarcaba la propiedad de Otto en el siglo XIV. Dos niños jugaban bajo las ventanas de la granja; no me vieron; crucé las praderas donde algunas vacas estaban paciendo, y entré en el granero a la derecha.

    Este granero debía de haber estado en uso durante siglos; sin embargo, hace seiscientos años se levantaba aquí tal vez un gran comedor u otras piezas; el recinto al

    otro lado del pasillo podía haber sido la capilla. El conjunto era grande, mucho más grande que el espacio cubierto por montículos y baches que habían formado la casa de los Champernoune, debajo de Gratten; caí en la cuenta ahora de por qué Joanna, nacida Bodrugan en este sitio, pudo haber pensado que la casa en la cresta de Treesmill era un cambio desventajoso cuando se casó con Henry Champernoune.

    Salí del granero, caminé a lo largo de los muros de piedra que rodeaban toda la granja; después, trepando las colinas del otro lado, pude ver de nuevo el mar. Aquí en la cima de la colina existía un terraplén que debió de ser en otro tiempo una especie de mirador sobre la bahía; me pregunté cuántas veces subió Otto aquí desde su casa y miró hacia Black Head y más allá, hacia los acantilados cercanos a Tywardreath y al estuario vecino; el primer acantilado descendía hasta el valle de Lampetho, el segundo hasta los muros de la abadía y el tercero hasta Treesmill y la propiedad de los Champernoune. Él debió de poder ver todo esto en un día claro; quizá también la humilde morada de Kylmerth.

    Éste habría sido el momento preciso para tener el pequeño frasco en el bolsillo, y lograr ver así a Otto inclinándose desde su mirador; debajo de él, en la ensenada protegida en donde pescaban hoy los niños, hubiera podido ver anclado el navío de Bodrugan listo para hacerse a la vela. O quizá regresando más lejos en el tiempo yo hubiera podido verle galopando en aquella primera rebelión contra Eduardo II en 1322; entonces, joven y fanático, había sido condenado a pagar mil marcos por el fracaso de la rebelión. Campeón de causas perdidas, sediento de frutos prohibidos... Cuántas veces, me pregunté, habría Otto atravesado aquella bahía dejando a su incolora Margaret, hermana de Henry Champernoune, recluida en la casa Bodrugan o en la otra propiedad de Trelawn.

    Volví a la playa con mucho calor y cansado. Era curioso, pero parecía exigir un esfuerzo más grande el hacer frente a mi familia sin haber tomado la droga y vivido en ese otro mundo.

    Me sentía agotado, sin energías. Y con una sensación extraña preñada de malos augurios. La imaginación no era suficiente; ansiaba ardientemente esa experiencia viviente que se me negaba ahora, y que yo habría podido suscitar si hubiera tomado unas pocas gotas del recipiente que contenía la droga en el armario cerrado del laboratorio de Kilmarth. Habría sido quizá testigo de escenas interesantes en aquel antiguo paraje sobre la colina, o en la granja misma; mi frustración era absoluta.

    Las vacas se habían retirado de la playa. Los niños habían vuelto al bote y estaban sentados en la cabina tomando el té, mientras sus bañadores se secaban colgados del mástil.

    Vita, de pie sobre la cubierta, tomaba fotos. Un grupo alegre; todo el mundo era feliz; yo era la única persona ajena a todo eso.

    Vestía mi bañador debajo de los pantalones. Me los quité y entré en el agua. Me pareció fría después de la caminata; plantas marinas flotaban en la superficie, como las trenzas de Ofelia. Giré sobre mi espalda y miré al cielo. Me sentía aplastado por una sensación extraña y con un gran decaimiento, como si me encontrara condenado a muerte. Necesitaría esforzarme para estar a tono con la alegría familiar.

    Tom me había visto y conducía ahora la chalupa a la playa para recoger mis prendas de vestir. Nadé hasta el bote y logré subir a él con la ayuda de una cuerda y de las manos de Vita y de los niños.

    — Mira, tres bacalaos — gritó Micky —. Mamá dice que los guisará y los preparará para la cena. También hemos recogido gran cantidad de conchas.

    Vita avanzó hacia mí, con el resto del té.

    — Pareces un poco agotado, ¿caminaste mucho rato?
    — No, sólo atravesé los campos. En otro tiempo se levantaba allí un castillo, pero ya nada queda de él.
    — Debiste haber permanecido en el bote. El baño era un cielo. Sécate con esta toalla; estás temblando, espero que no atrapes un resfriado. Qué disparate zambullirte en agua fría cuando estás sudando.

    Micky puso en mi mano húmeda un pastel que sabía a algodón. Tragué el insípido té. Tom subió a bordo trayendo mis vestidos y pronto levamos anclas y partimos. Tom tenía el timón. Me puse otro jersey y me senté en la cubierta. Vita se sentó a mi lado. El pequeño balanceo a mitad de la bahía, la hizo volverse a la cabina; se envolvió en el impermeable de Tom; miré hacia delante en dirección de Kilmarth que se encontraba oculto detrás de una hilera de árboles. En otro tiempo, navegando más cerca de la costa, Bodrugan debió de tener una visión más clara, mientras dirigía su navío hacia el estuario de Par; si Roger lo hubiera estado observando desde los campos, podía haberle indicado que todo iba bien.

    Me preguntaba quién se sentiría más impaciente: Bodrugan mientras entraba en las aguas del canal, sabiendo que ella lo esperaba en aquella casa vacía, más allá de los muros de piedra, o Isolda, cuando descubría el mástil del navío. Ahora, con el sol a estribor, pasamos por la boya de Cannis y nos dirigimos a Fowey; entramos en el puerto con gran excitación por parte de los niños, pues en ese momento un gran navío, pintado de blanco y escoltado por dos lanchas, salía de allí.

    — ¿Podemos volver mañana? —exclamaron, mientras yo pagaba a Tom y le agradecía su trabajo.
    — Ya veremos — dije usando la conocida fórmula de los adultos que es tan enojosa para los niños.

    «¿Veremos qué?», podían preguntarse ellos. Veremos si todo está en armonía y conforme con los planes de los adultos. El éxito o el fracaso del día dependía del estado de las relaciones entre su madre y yo. Mi problema inmediato al llegar a Kilmarth era telefonear a Magnus antes de que él me llamara.

    Me dirigí furtivamente hacia la biblioteca, esperando el momento propicio; los niños entraron y conectaron la televisión, de forma que tuve que subir a la alcoba. Vita se encontraba en la cocina preparando la cena; ahora o nunca. Marqué el número del teléfono y Magnus contestó inmediatamente.

    — Mira — dije tranquilamente —, no puedo hablar por mucho tiempo. Ha ocurrido lo peor. Vita y los niños han llegado inesperadamente el sábado por la mañana. Casi me cogen con las manos en la masa, y tu telegrama fue una gran calamidad. Vita lo abrió. Desde entonces la situación ha sido espinosa, por no decir algo peor.
    — ¡Oh, querido amigo!... — dijo Magnus con el tono de una vieja tía solterona que tiene que resolver un pequeño problema con la servidumbre de la casa.
    — Nada de ¡querido amigo! ¡Rayos y centellas! — exploté —. Y es el fin del camino también, en lo que respecta a nuestros famosos «viajes», ¿te das cuenta, no es cierto?
    — Tranquilízate, querido amigo, tranquilízate. ¿Dices que llegó y te encontró en mitad de un viaje?
    — No, volvía de uno, a las siete de la mañana. No entraré ahora en detalles.
    — ¿Tuvo éxito?
    — No sé lo que quieres decir con tener éxito. Se trataba de una rebelión inminente contra la Corona. Otto Bodrugan estaba allí y Roger, por supuesto. Te lo contaré todo por escrito mañana, lo mismo que el viaje que hice el domingo.
    — Así, pues, ¿te arriesgaste de nuevo, a pesar de la familia? Espléndido.
    — Solamente porque ellos querían ir a la iglesia, y así yo podía escaparme hasta Gratten. Ahora tengo un problema concerniente al paso del tiempo, Magnus. No puedo explicármelo. El viaje parecía haber durado media hora o a lo más cuarenta minutos, pero de hecho yo estuve «fuera» dos horas y media.
    — ¿Qué dosis tomaste?
    — Lo mismo que el viernes por la noche o unas pocas gotas más. — Sí, lo veo.

    Permaneció en silencio un minuto reflexionando sobre lo que le había dicho.

    — ¿Y bien? ¿Qué significa eso?
    — No estoy seguro. Tengo que investigar un poco. No te preocupes, no es nada serio en este momento de la experiencia. ¿Cómo te sientes ahora?
    — Bien... físicamente bastante fuerte; hemos estado bogando todo el día, pero estoy en una tensión infernal, Magnus.
    — Veré cómo pasa esta semana y trata de calmarte; dentro de pocos días tendré algunos resultados en el laboratorio que podremos discutir juntos; entretanto, ¡buen éxito en tus viajes!
    — Magnus...

    Había colgado. Afortunadamente, porque me pareció oír a Vita que subía las escaleras. En cierto sentido sentí alivio con la perspectiva de verle, aunque esto significaba tener dificultades con Vita. Magnus desplegaría su colección de encantos para calmarla y, en todo caso, sería ahora su responsabilidad y no la mía. Además, estaba preocupado por esta droga. Este sentimiento de depresión podía ser una consecuencia de ella. Me miré en el espejo del lavabo. Había algo raro en mi ojo derecho, estaba enrojecido, con una pequeña mancha en el blanco del ojo. Una pequeña vena rota tal vez, lo cual no tenía importancia; sin embargo, nunca me había ocurrido antes. Esperaba que Vita no se diera cuenta.

    La cena pasó sin percances, los niños parloteaban alegremente, comentando las aventuras del día y saboreando los bacalaos (el más insípido de todos los peces para mi gusto); no quise enfriar su entusiasmo. En el momento de levantarnos de la mesa, sonó el teléfono.

    — Yo contestaré — dijo Vita rápidamente —, puede ser para mí.

    En todo caso no sería Magnus. Los niños y yo preparamos el lavaplatos y yo había comenzado a lavar la vajilla, cuando Vita entró en la cocina. Tenía la expresión en su rostro que yo bien conocía. Resuelta, desafiante.

    — Eran Bill y Diana.
    — ¿Ah, sí?

    Los niños desaparecieron en la biblioteca para mirar la televisión. Yo preparé el café para nosotros dos.

    Van a volar a Dublin desde Exeter — dijo ella —. Ahora están en Exeter. — Luego, antes de que yo pudiera hacer algún comentario, Vita dijo rápidamente —: Están muertos de deseos de ver la casa; así, pues, les sugerí que retrasaran el viaje cuarenta y ocho horas y que vinieran mañana a almorzar con nosotros y a pasar aquí la noche. Aceptaron con entusiasmo.

    Dejé mi taza de café sin probarlo y me dejé caer en la silla de la cocina.

    —Dios mío — dije.


    CAPITULO XIII


    No hay una tensión más insoportable en la vida que la espera de visitantes indeseados. No dije ninguna palabra de protesta después de ese grito de desesperación, pero pasamos la hora antes de ir a la cama en cuartos separados. Vita en la biblioteca, viendo la televisión con los niños y yo en la sala de música, escuchando a Sybelius.

    Al día siguiente Vita estaba sentada en lo que ella llamaba la terraza, en la parte exterior de la sala de música, esperando el claxon del coche de sus amigos; entretanto yo me paseaba arriba y abajo en el interior, con un gin tonic en la mano, mirando el reloj y preguntándome qué era lo peor: la espera del momento cruel en que el coche entrara en la carretera de acceso a la casa, o la impresión de saberlos ya instalados entre nosotros, tumbados en las sillas, con los aparatos fotográficos disparando a cada momento, con su conversación interminable y estridente y con el olor del humo del tabaco de Bill. Tal vez era preferible lo segundo.

    — Aquí llegan — gritaron los niños precipitándose por las escaleras mientras yo avanzaba hacia la ventana como quien va al encuentro de una granada de mortero.

    Vita, como anfitriona, era maravillosa: Kilmarth se transformó instantáneamente en una sala de recibo de una Embajada americana en el extranjero; sólo faltaba la bandera con las barras y las estrellas. La comida preparada por la complaciente señora Collins cubría la mesa. El licor abundaba, el humo de los cigarrillos llenaba el aire; almorzamos a las dos y nos levantamos de la mesa a las tres y media. Los niños, entusiasmados con la promesa de ir a nadar más tarde, desaparecieron en la explanada para jugar al cricket. Las señoras, con gafas de sol, se entregaron complacientemente al chismorreo allí donde no podíamos oírlas. Bill y yo nos instalamos en el patio, esperando poder dormir un poco; pero el sueño fue frecuentemente interrumpido; como a todos los diplomáticos, a Bill le encantaba oír su propia voz. Se entregó a lucubraciones sobre la política internacional y nacional; luego, con una mal disimulada indiferencia y evidentemente siguiendo instrucciones de Diana, abordó el tema de mis planes futuros.

    — He oído decir que vas a entrar en sociedad con Joe. Maravilloso.
    — No me he decidido todavía; hay muchos detalles que tenemos que discutir.

    Sí, naturalmente, tú no puedes decidirte ligeramente, pero ¡qué oportunidad! Su negocio está en pleno desarrollo; nunca te arrepentirás. Especialmente, si no tienes nada que perder aquí en Inglaterra, como me han dicho. No tienes ningún compromiso aquí.

    No respondí. Había decidido no discutir el asunto con él.

    — Por supuesto, Vita puede hacer un hogar en cualquier parte continuó él —. Ella conoce el secreto. Con un apartamento en New York y algún sitio en el campo para pasar los fines de semana, vosotros llevaréis una vida estupenda. Tendréis muchísimas oportunidades para viajar por el país.

    Gruñí, e incliné un viejo sombrero panamá que había pertenecido al comandante Lane, sobre mi ojo derecho, que todavía tenía esa bendita mancha roja; una mancha que hasta ese momento Vita no había notado.

    No me tomes por un intruso — dijo él, bajando la voz pero tú sabes cómo hablan las mujeres. Vita está preocupada. Le dijo a Diana que tú no estabas muy entusiasmado con la idea de establecerte en los Estados Unidos y que ella no puede entender tus razones. Las mujeres siempre piensan lo peor.

    Entonces comenzó una larga y pesada historia acerca de una chica que él había encontrado en Madrid, mientras Diana estaba en las Islas Bahamas con sus padres.

    — La chica tenía sólo diecinueve años. Yo estaba loco por ella. Por supuesto, sabíamos ambos que eso no podía durar. Ella estaba empleada en la Embajada de esa ciudad, y Diana debía volver a Londres cuando terminara sus vacaciones. Estaba tan loco con esa chica que sentí el deseo de cortarme el gaznate cuando me despedí de ella; sin embargo, yo sobreviví, lo mismo que ella. No la he vuelto a ver desde entonces.

    Encendí un cigarrillo, para contraatacar las nubes de humo que salían de su maldito cigarro.

    — Si piensas que tengo alguna chica a la vuelta de la esquina, no puedes estar más equivocado.
    — Eso está muy bien, muy bien. No te reprocharía si la tuvieras. Mientras que lo mantuvieras a espaldas de Vita...

    Reinó un largo silencio, mientras él preparaba, supongo, una nueva táctica. Pero debió pensar que la discreción era el mejor elemento de la valentía, pues añadió bruscamente:

    — ¿No hablaron los niños de ir a nadar?

    Salimos a buscar a nuestras esposas. Su sesión parecía estar en pleno apogeo. Diana era una de aquellas rubias monumentales que según dicen son maravillosas en una reunión social y unas tigresas en casa. Yo no tenía ningún deseo de experimentar una u otra de estas dos facetas. Vita decía que era su mejor amiga y yo lo creía. La sesión terminó inmediatamente cuando aparecimos Bill y yo.

    Diana pasó a segunda marcha, cosa que era su costumbre cuando había delante una presencia masculina.

    — Estás muy bronceado, Dick — dijo ella —; te cae muy bien. Bill se convierte en un cangrejo con el primer rayo de sol.
    — Es el aire del mar — le respondí —. No es algo sintético como en su caso.

    Ella tenía una botella de aceite para el bronceado, y se había estado lubricando las piernas color de azucena.

    — Vamos a la playa a nadar dijo Bill.

    Anímate, querida — añadió —. Así perderás un poco de esa grasa que te sobra.

    Siguió el habitual rito de bromas pesadas, la comedia de los matrimonios delante de terceros de la misma especie. Los amantes nunca harían esto, supuse. La representación se hacía en silencio, y por esa era más agradable. Llevando toallas y albornoces nos dirigimos a la playa. La marea estaba baja, de suerte que para entrar en el agua, el que quería nadar tenía que abrirse camino entre algas marinas y piedras salientes. Era una nueva experiencia para nuestros huéspedes, pero la tomaron con buen humor, jugando en el agua como delfines en una piscina y dándome la razón en mi teoría de que es más fácil entretener a los huéspedes fuera que dentro de casa.

    La velada que se aproximaba iba a ser la verdadera prueba de la hospitalidad. Así resultó. Bill había traído su propia botella de bourbon (un regalo para la casa) y yo saqué el hielo de la nevera, a fin de que él pudiera consumirlo en la terraza. El jerez que bebimos durante la. cena, acompañando al bourbon, resultó una mezcla demasiado rica; mientras el lavaplatos funcionaba en la cocina, entramos tambaleándonos en la sala de música. No tenía que preocuparme más por la mancha en el ojo. Los dos de Bill parecían corno si hubieran sido picados por abejas; entretanto nuestras esposas tenían los colores de camareras de un bar poco respetable.

    Me dirigí al gramófono y puse toda una pila de discos. No importaba cuáles, con tal de que el sonido sirviera para llenar de ruido la reunión. En general, Vita bebía moderadamente, pero cuando tomaba una copa de más, se volvía desagradable. Su voz tomaba una entonación estridente o, al contrario, dulce corno la miel. Esta noche la dulzura era para Bill, quien, sin ninguna timidez, se recostó a su lado en el sofá,

    mientras Diana, golpeando con la mano el sitio vacío a su lado, me arrastraba hacia ella con una sonrisa significativa.

    Caí en la cuenta, con disgusto, que todas estas maniobras habían sido planeadas por las dos mujeres poco antes, y que íbamos a pasar por una de esas terribles veladas de cambio de parejas, para llegar, no hasta las últimas consecuencias, sino hasta sus preliminares. No podía sentirme más aburrido. La única cosa que deseaba era irme a la cama, y solo.

    — Háblame, Dick — decía Diana tan cerca de mí, que tuve que girar mi cabeza como la de la muñeca de un ventrílocuo —; quisiera saberlo todo sobre tu eminente amigo el profesor Lane.
    — ¿Un informe detallado sobre su trabajo? Hay un artículo muy completo acerca de ciertos aspectos de él en el Biochemical journal de hace algunos arios. Posiblemente pueda encontrar un ejemplar en mi apartamento en Londres. Debes leerlo algún día.

    No seas tonto. Sabes perfectamente que no entendería una palabra. Quiero saber cómo es él, su persona. Cuáles son sus aficiones, quiénes son sus amigos.

    — Sus aficiones...

    Pensé en esa palabra. Pensé en un hombre desocupado cazando mariposas.

    — No creo que tenga aficiones, aparte de su trabajo. Le gusta la música, y sobre todo la religiosa, el canto gregoriano y el canto llano.
    — ¿Es eso lo que tenéis en común, la afición por la música?
    — Comenzó de esa manera. Nos encontramos una vez en el mismo banco una tarde en King's College, en un servicio religioso.

    De hecho no habíamos ido allí por la música, sino por un niño de la masa coral, que tenía una aureola de cabellos rubios como el joven Samuel. Aunque el encuentro fue accidental, fue el primero de muchos. No es que yo sintiera inclinación hacia los niños de las corales, pero la combinación de una santa inocencia con cantos religiosos y con un halo de rizos dorados, era estéticamente tan agradable, que a los veinte años yo quedé encandilado durante varios días.

    — Teddy me dijo que había una habitación cerrada con llave en el sótano, con cabezas de monos. ¡Qué espanto!
    — Una cabeza de mono, para ser exactos, y varios otros ejemplares en frascos. Muy tóxicos y que deben estar fuera del alcance de todos.
    — ¿Oíste eso, Bill? — dijo Vita desde el otro sofá. Noté con repugnancia que él había puesto su brazo alrededor de sus hombros, y que la cabeza de Vita reposaba contra él Esta casa está construida sobre dinamita. Un descuido y volaremos en el aire.
    — ¿Un descuido? — preguntó Bill, guiñándole un ojo —. ¿Qué pasaría si nos acercáramos un poco más? Si la dinamita nos lanza a todos por el aire, no me importa, pero preferiría pedir permiso antes a Dick.
    — Dick se queda aquí — dijo Diana —; si queréis que la cabeza del mono explote, podéis bajar vosotros dos; Dick y yo bajaremos después. De esa manera, todos seremos felices, pero en dos mundos diferentes. ¿No es verdad, Dick?
    — Sí, estoy completamente de acuerdo. En todo caso, estoy harto de este mundo. Así, pues, si vosotros tres deseáis amontonaros sobre un sofá, hacedlo y buen provecho. Hay un cuarto de bourbon en aquella botella. Yo me voy a la cama.

    Me levanté y dejé la habitación. Ahora que había roto el grupo, todo ese juego de caricias se detendría automáticamente; ellos se quedarían sentados durante una hora o más, discutiendo las diferentes facetas de mi temperamento, cómo había o debía haber cambiado, cómo deberían tratarme, cuál sería mi futuro, etc.

    Me desvestí, metí la cabeza en agua helada, corrí las cortinas, salté a la cama y caí inmediatamente dormido.

    La luna me despertó. Pasaba a través de las rendijas de las cortinas que Vita había en parte descorrido. Estaba acostada a mi lado, y roncaba, cosa que hacía rara vez, con la boca completamente abierta; debería ser el efecto de aquel cuarto de bourbon. Miré mi reloj, eran las tres y media. Me levanté, me puse unos pantalones y un jersey.

    Me detuve en el rellano de las escaleras, y traté de oír el menor ruido en la habitación de los huéspedes. Silencio absoluto. Lo mismo en la habitación de los niños. Descendí las escaleras hacia el sótano y luego hacia el laboratorio. Estaba perfectamente en mis cabales, ni entusiasmado ni decaído. Nunca me había sentido mejor. Estaba decidido a hacer un nuevo viaje, eso era todo. Verter cuatro gotas en el frasco, sacar el coche del garaje, descender al valle de Treesmill, aparcar el coche, y caminar a Gratten. La luna estaba brillante; cuando comenzara a desaparecer en el Oeste, vendría la aurora. Si el tiempo me jugaba una mala pasada y el viaje duraba hasta el desayuno, ¿qué importaba? Regresaría cuando estuviera listo para volver. Vita y sus amigos no tendrían más que aceptarlo así.

    «En una noche así...» ¿Una cita con quién? El mundo de hoy estaba dormido, y mi mundo no se había despertado todavía hasta que la droga tomara posesión de mí. Tywardreath era una aldea fantasma en el momento en que yo la bordeaba, pero en mí tiempo yo sabía que atravesaba la plaza central de la aldea y que la abadía se levantaba solemnemente aislada detrás de esos muros de piedra. Descendí la carretera de Treesmill; la luz de la luna llenaba el valle, haciendo resaltar las viviendas de las granjas del otro lado. Aparqué el coche cerca de la cuneta y atravesando el portal penetré en el campo. En seguida me dirigí hacia la depresión que se encontraba cerca de la cantera, que había formado parte del vestíbulo original; allí en la oscuridad cerca de la raíz de un árbol y en un claro de luna, tragué el contenido del frasco. En un primer momento, nada sucedió, excepto un zumbido en mis oídos que nunca había experimentado antes. Me apoyé contra el tronco del árbol y esperé. Algo se movió.

    Una liebre, quizá; el zumbido en mis oídos aumentaba. Un pedazo de hierro oxidado cayó en la cantera. El zumbido formaba parte del mundo que se encontraba alrededor mío, pasando de ser un sonido que se escuchaba en mis oídos hasta confundirse con el rechinamiento de algo en el gran vestíbulo y con el gemido del viento en el exterior. La lluvia caía de un cielo gris; avanzando un poco, miré hacia fuera y vi que el agua del estuario había subido, con olas que avanzaban desde el mar. Los árboles que se encontraban en la colina opuesta se inclinaban al mismo tiempo; las hojas de otoño volaban con la fuerza del viento y las aves que venían del Norte formaban una masa bulliciosa que desapareció muy pronto. No me encontraba solo. Roger estaba a mi lado escrutando la costa conmigo; su rostro mostraba preocupación; cuando una racha de viento más fuerte golpeaba el edificio, movía la cabeza y murmuraba: «Dios quiera que no se atreva a venir aquí con este tiempo».

    Miré a mi alrededor y vi que habían sido colocadas unas cortinas a través del vestíbulo dividiéndolo en dos partes; las voces venían del otro lado. Seguí a Roger cuando atravesó el vestíbulo y apartó las cortinas. Pensé por un momento, que el tiempo me había jugado otra mala pasada, llevándome a un momento que yo había ya vivido, porque una cama se encontraba contra el muro, y alguien yacía en ella; entretanto Joanna Champernoune estaba sentada a los pies de esa cama y el monje Jean a la cabecera. Pero acercándome vi que el enfermo no era su marido, sino Henry Bodrugan, el primogénito de Otto, y sobrino de Joanna; aparte, con un pañuelo cubriendo su boca, estaba sir John Carminowe. El muchacho, evidentemente con una gran fiebre, trataba de levantarse, llamando. a su padre; el monje le enjugaba el sudor de su frente y trataba de hacerle descansar sobre la almohada.

    — Imposible dejarlo aquí, teniendo la servidumbre en Trelawn y sin nadie que se cuide de él — dijo Joanna —. Aunque tratáramos de llevarle allí, no lo lograríamos antes de la caída de la noche, con este tiempo. En cambio podríamos tenerlo bajo vuestro techo en Bockenood, dentro de una hora.
    — Yo no me arriesgaría a eso — respondió sir John —. Si se trata de la viruela, como teme el monje, ningún miembro de mi familia la ha tenido todavía. No hay otra solución más que dejarlo aquí bajo el cuidado de Roger.

    Miró al mayordomo; sus ojos reflejaban temor y yo pensé qué pobre figura hacía delante de Joanna, mostrando tal pánico ante un posible contagio de la enfermedad. La apostura de pavo real que tenía en la recepción del obispo, había desaparecido. Sir John había ganado peso y sus cabellos eran grises. Roger, siempre respetuoso delante de sus señores, inclinó la cabeza, pero noté un brillo de burla en sus ojos.

    — Haré con gusto lo que ordene mi señora — dijo él —. Tuve la viruela de niño y mi padre murió a consecuencia de ella. El sobrino de mi señora es joven y fuerte. Se recobrará. Por otra parte, no estamos seguros de que ésa sea la enfermedad. Muchas clases de fiebres comienzan de la misma manera. Dentro de veinticuatro horas será quizá de nuevo él mismo.

    Joanna se levantó de su silla y se acercó a la cama. Todavía llevaba su atuendo de viuda y recordé la nota escrita por el estudiante tomada del Patent Rolls y con fecha de octubre 1331:

    «Licencia dada a Joanna, última esposa de Henry de Champernoune, para casarse con cualquier persona que ella quiera, que sea leal al rey.»

    Si sir John era todavía su preferido, el matrimonio aún no se había celebrado.

    — Esperemos que sea así — dijo ella lentamente —, pero soy de la opinión del monje. He visto la viruela antes. La tuve yo misma de niña, lo mismo que Otto. Si fuera posible enviar un mensaje a Bodrugan, Otto mismo vendría y lo llevaría a casa.— Se volvió hacia Roger ¿Cómo está la marea? ¿Ha cubierto la ensenada?
    — Está cubierta desde hace una hora o más — replicó Roger y la marea sigue subiendo. Imposible atravesar la ensenada antes de que baje. Si no, yo podría cabalgar hasta Bodrugan y dar la noticia a sir Otto.
    — Entonces, no hay nada más que hacer que dejar a Henry a tus cuidados — dijo Joanna —, a pesar de la falta de sirvientes en la casa.

    Luego se volvió hacia sir John:

    — Vendré con vos hasta Bokenod, y me dirigiré a Trelawn, al romper el alba, para avisar a Margaret. Ella es quien debería encontrarse a la cabecera de la cama de su hijo.

    El monje, en medio de los cuidados prodigados al joven Henry, había estado escuchando cada una de esas palabras.

    — Hay otra solución, señora. La celda de los huéspedes en la abadía está libre y ni yo ni mis hermanos los monjes tememos a la viruela. Henry Bodrugan se encontraría mejor bajo nuestro techo que aquí. Y yo tomaría a mi cargo el velarlo día y noche.

    Noté la expresión de alivio en el rostro de sir John, así como en el de Joanna: pasara lo que pasara, ellos no serían responsables.

    — Deberíamos haber decidido eso antes — dijo Joanna —. Así nos encontraríamos ya de camino hacia casa, antes de estallar esta tormenta.
    — ¿Qué pensáis, John? ¿No os parece, quizá, la mejor solución?

    Así parece — dijo él rápidamente —. Es decir, si el mayordomo puede disponerlo todo para el traslado a la abadía. Nosotros no nos atreveríamos a tomarlo en nuestra carroza por miedo al contagia.

    — ¿Contagio a quién? — dijo riendo Joanna —. ¿Queréis decir a vos mismo? Podéis escoltarnos a caballo con vuestro pañuelo sobre la boca, como lo tenéis ahora. Venid, ya hemos tardado bastante.

    Tomada la decisión, Joanna no se preocupó más de su sobrino, sino que se dirigió hacia la puerta del gran vestíbulo escoltada por sir John; éste abrió la puerta, pero tuvo que volver atrás, arrastrado por la fuerza del viento.

    — Sería mejor para vos — dijo ella con ironía — que viajarais cómodamente a mi lado, a pesar del muchacho enfermo; no tendríais que soportar el viento golpeando a vuestras espaldas cuando lleguemos a campo abierto.
    — No temo por mí mismo — comenzó a decir. En seguida, viendo al mayordomo a su lado, dijo —: ¿Comprendes? Mi mujer es delicada y mis hijos también. El riesgo sería demasiado grande.
    — Demasiado grande, ciertamente, sir John. Sois prudente — dijo Roger.

    Prudente, maldita sea, pensé, lo mismo que Roger, a juzgar por la expresión de su rostro; y Joanna también...

    Acompañamos la carroza a través del patio en medio del viento enfurecido; entretanto, sir John montaba sobre su caballo. En seguida volvimos al vestíbulo. El monje cubría al medio inconsciente Henry con mantas.

    — Están listos y esperando — dijo Roger —. Podemos transportar el colchón entre nosotros dos. Ahora que estamos solos, ¿qué esperanza tienes de que el chico se recupere?

    El monje se encogió de hombros.

    — Como tú mismo has dicho, el chico es joven y fuerte, y hemos visto a moribundos recuperarse, y a sanos morir. Que permanezca en la abadía bajo mis cuidados, y yo ensayaré en él ciertas medicinas.
    — Ten mucho cuidado en esta ocasión — dijo Roger —. Si fracasas, tendrás que responder ante su padre, y en ese caso ni el prior mismo podría protegerte.

    El monje sonrió.

    — Según entiendo, sir Otto Bodrugan ya tendrá bastantes dificultades con protegerse, a sí mismo. ¿Sabes que sir Oliver Carminowe se alojó en Bokenod anoche y que salió esta mañana de madrugada sin decir a nadie adónde se dirigía? Si ha cabalgado ocultamente a lo largo de la costa, es únicamente por una razón. Para buscar al amante de su esposa y matarlo.
    — Que lo intente una vez — respondió Roger —. Bodrugan es el mejor espadachín del condado.

    Una vez más, el monje se encogió de hombros.

    — Es posible, pero Oliver Carminowe usó otros métodos cuando combatió contra sus enemigos en Escocia. No daría mucho por la vida de Bodrugan si cayera en una emboscada.

    El mayordomo le hizo una seña para qué guardara silencio en el momento en que el joven Henry abrió los ojos.

    — ¿Dónde está mi padre? ¿Adónde vais a llevarme?
    — Vuestro padre está en su casa, señor—dijo Roger —. Hemos enviado a buscarle, vendrá a vuestro lado mañana por la mañana. Esta noche vais a descansar en la abadía, bajo los cuidados del hermano Jean. Después, si os sentís más fuerte y si vuestro padre lo quiere, podéis dirigiros a Bodrugan o a Trelawn.

    El muchacho miró a uno y a otro con espanto.

    — No quiero ir a la abadía, prefiero ir a casa esta noche.
    — Imposible, señor — respondió Roger cortésmente —. Sopla un vendaval muy fuerte y los caballos no pueden avanzar rápidamente; mi señora os espera en su carroza

    y os llevará a la abadía. Allí os encontraréis en seguridad en la celda de huéspedes dentro de media hora.

    Lo llevaron en el colchón. El muchacho protestaba débilmente. Atravesaron el vestíbulo y pasaron por el patio hasta la carroza que les esperaba; lo extendieron a los pies de su tía. Luego el monje subió a su lado. Joanna miró a su mayordomo a través de la ventana abierta. El velo se había caído de su rostro y noté cómo sus rasgos se habían endurecido desde la última vez que la había visto. Su boca estaba caída. Se le notaban las ojeras.

    Se acercó a la ventana de manera que su sobrino no pudiera oírla.

    — Hay rumores de posibles dificultades entre sir Oliver y mi hermano. No sé si sir Oliver se encuentra en las cercanías o no. En todo caso ésta es una de las razones de por qué quiero alejarme, y pronto.
    — Como lo deseéis, señora — respondió el mayordomo.
    — Ni sir John ni yo misma queremos tomar parte en esa disputa. No nos concierne. Si llegan a las manos, mi hermano es capaz de cuidarse de sí mismo. Mis órdenes respecto a ti es que no favorezcas ni a uno ni a otro, sino de que te ocupes únicamente de mis asuntos. ¿Entendido?
    — Perfectamente, señora.

    Ella inclinó la cabeza y luego fijó su atención sobre el joven Henry que se encontraba a sus pies. Roger hizo un signo al conductor y el pesado vehículo continuó su camino, subiendo el sendero lleno de barro hacia la abadía; lo seguían sir John a caballo y un sirviente, ambos bastante inclinados sobre sus cabalgaduras a causa del viento y de la lluvia que les golpeaba duramente. Tan pronto como llegaron a la cumbre y desaparecieron, Roger se dirigió rápidamente al establo y llamó a Robbie. Su hermano vino inmediatamente trayendo un caballo.

    — Cabalga como un demonio hacia Tregest, y avísale a lady Isolda que permanezca allí. Bodrugan tenía que ir allá, pero nunca se aventurará en esta tormenta. Se encuentre o no sir Oliver en su compañía, lady Isolda debe recibir este mensaje sin falta.

    El muchacho saltó sobre el caballo, atravesó el campo hacia esta parte del estuario. Según recordaba, Roger había dicho que era imposible atravesarlo a causa de la marea. Robbie debería cruzar, pues, la corriente más arriba, en el sitio llamado Tregest, Este nombre no me sonaba. Recordaba que no había nada que se llamara Tregest en el mapa de carreteras.

    Roger atravesó el patio y se dirigió hacia la colina que daba sobre la ensenada. Aquí la fuerza del viento casi le hizo caer; pero él continuó descendiendo en medio de la lluvia, bajando por el abrupto camino que conducía al muelle. Había una expresión de angustia en su rostro, muy diferente de su expresión habitual de aplomo; mientras marchaba, o mejor, mientras corría, miraba la desembocadura de la corriente, allí donde entraba en el amplio estuario de Par. La sensación de desgracia inminente que yo había sentido cuando volví de mi expedición anterior a la bahía se apoderó de nuevo de mí; yo sentía que era la misma que se apoderaba ahora de Roger, de suerte que de alguna manera nosotros participábamos en el mismo sentimiento de miedo y de ansiedad.

    Una especie de abrigo se abrió para nosotros cerca del muelle a causa de la colina que se encontraba a nuestras espaldas. Pero la corriente misma estaba muy agitada, con olas muy pronunciadas, que arrastraban consigo toda clase de desechos otoñales, ramas, troncos y plantas marinas, todo lo cual era picoteado por una nube de gaviotas que luchaban contra el fuerte vendaval.

    Vimos el navío al mismo tiempo; no parecía la misma nave que yo había admirado anclada una tarde de verano; ahora se balanceaba como si estuviera ebria, con

    su mástil roto, con las vergas inclinadas sobre la cubierta y con las velas colgando. El timón debía haber desaparecido, porque la nave estaba sin control, a merced del viento y de la marea, que la llevaban hacia delante lateralmente, con la quilla vuelta hacia las arenas poco profundas en que se rompían las olas del mar. Yo no podía distinguir cuántas personas luchaban a bordo; había por lo menos tres. Trataban de botar una chalupa que se encontraba enredada entre las velas y las vergas caídas. Roger puso sus manos en forma de bocina y gritó. Pero no podían oírle a causa del viento. Saltó al muro del muelle y movió sus brazos; uno de los hombres a bordo lo vio. Debía de ser el mismo Otto Bodrugan, y le contestó de la misma manera señalando la orilla opuesta.

    — ¡A este lado del canal! ¡A este lado del canal! — gritaba Roger, pero su voz se perdía en el viento.

    Ellos no podían oírle, pues estaban ocupados en botar la chalupa desde la borda.

    Sin duda ninguna, Bodrugan conocía muy bien el canal; si lograban arrojar el pequeño bote, podrían llegar a tierra firme sin dificultad, a pesar de las olas del mar que rompían contra las arenas bajas. No era lo mismo que el mar abierto, más peligroso. Aunque el río fuera más ancho en el sitio donde la embarcación encallara, podrían en el peor de los casos esperar la subida de la marea.

    En ese momento vi la razón del miedo de Roger, y por qué él trataba de atraer a Bodrugan y sus compañeros hasta esta orilla. Una columna de jinetes en fila india cabalgaba por el otro lado. A causa de la configuración del terreno, los hombres de a bordo no podían verla.

    Roger continuaba sus gritos y sus signos, pero los hombres del navío interpretaron todo eso como señales de aliento en el esfuerzo que realizaban para botar la pequeña embarcación y replicaban de la misma manera. Poco después y mientras la nave iba a la deriva subiendo el canal, ellos lograron arrojar el bote y subieron a él. Un cable iba desde la quilla del navío hasta el bote; dos de los hombres remaban. Bodrugan, encogido en la popa y apretando fuertemente el cable, trataba de dirigir la embarcación hacia la orilla opuesta. Estaban demasiado ocupados en su tarea para poner atención a los gestos de Roger. Mientras ellos se dirigían lentamente hacia la otra orilla, vi a los jinetes, más o menos una docena, desmontar cerca de la hilera de árboles. Aprovechando que quedaban invisibles a los ojos de los tres hombres, descendieron a la ensenada, en el sitio donde la playa se hace más profunda y donde la tierra penetra en el agua, formando una especie de banco de arena. Roger gritó por última vez moviendo sus brazos con desesperación; olvidando mi situación de fantasma, yo hice lo mismo, pero no pude proferir ningún sonido; era más impotente como aliado que ningún espectador en un partido de futbol tratando de animar al equipo perdedor; mientras la chalupa se acercaba a la playa, los enemigos ocultos tras la hilera de árboles llegaron hasta el banco de arena.

    De repente, el cable se rompió, en el momento en que el navío encallaba. Bodrugan, perdiendo pie, cayó en medio de sus hombres; la chalupa se volcó, arrojándolos al agua. Estaban tan cerca de la playa, que el río no tenía una gran profundidad en el sitio en que cayeron. Bodrugan fue el primero en ponerse de pie, con el agua a la altura del pecho. Entretanto, los otros se colocaban a su lado y Bodrugan respondía al último aviso de Roger con un grito de triunfo.

    Fue su último grito. La banda de hombres cayó sobre ellos antes de que tuvieran tiempo de volver sus cabezas o de defenderse; eran doce contra tres y antes de que la lluvia que caía sobre nosotros más pesada que nunca los ocultara a nuestra vista, pude ver, con una mezcla de repugnancia y horror, que en lugar de arrastrar a las víctimas hacia el banco de arena, para rematarlos allí con la espada o con el puñal, estaban sumergiendo sus cabezas en el agua. Uno de ellos ya había dejado de resistir, el otro se

    debatía; necesitaron ocho hombres para sumergir a Bodrugan. Roger comenzó a correr a lo largo del borde del río hacia el molino, maldiciendo. Sabía que todo era en vano, que corríamos inútilmente, pues mucho antes de que él pudiera conseguir ayuda, ya todo habría terminado.

    Llegamos al sitio de la ensenada debajo del molino. Tal como Roger había dicho poco antes a Joanna, el agua corría en ese sitio furiosamente; la corriente era profunda y alcanzaba casi el nivel de la puerta de la forja. De nuevo, Roger puso las manos en bocina.

    — Rob Rosgof — gritó —. Rob Rosgof.

    La figura espantada del herrero apareció a la puerta, acompañado de su esposa.

    Roger indicó el sitio, corriendo abajo. El hombre hizo un ademán negativo con sus manos y meneó la cabeza. En seguida señaló con el pulgar de su mano derecha la colina detrás de él. Toda esta pantomima sin palabras quería decir que había tenido noticias de la emboscada, pero que no había podido hacer nada. Arrastró consigo a su esposa al interior de la herrería y aseguró la puerta desde el interior con una tranca.

    Roger se dirigió con desesperación hacia el molino. Los tres monjes que yo había visto el domingo por la mañana cuando las hijas de Isolda cabalgaban atravesando la ensenada, salieron a su encuentro.

    Bodrugan y sus hombres han sido arrastrados hasta la playa— gritó Roger — Su barco yace encallado. Han preparado una emboscada contra ellos. Son ahora hombres muertos: tres contra una docena de hombres armados.

    No sé qué sentimiento dominaba en su rostro: la ira, la tristeza o su impotencia para acudir en auxilio de Bodrugan.

    — ¿Dónde está lady Champernoune? — preguntó uno de los monjes.
    — ¿Sir John Carminowe? Hemos visto esta tarde su carroza a la entrada de la propiedad.
    — Su sobrino, el hijo de Bodrugan, está enfermo — contestó Roger —. Le han llevado a la abadía. Ellos, por su parte, se dirigen ahora hacia Bockenod. He enviado a Robbie a Tregest para prevenir a los de esa casa. Pido a Dios que ninguno de ellos se atreva a salir de allí, pues su vida correría también peligro.

    Permanecimos clavados en ese sitio, junto al patio del molino, sin saber si debíamos quedarnos o marcharnos, mirando fijamente la corriente, allí donde los irregulares bancos de arena de la ensenada ocultaban el navío encallado y la escena criminal que se desarrollaba en ese momento.

    — ¿Quién preparó la emboscada? — preguntó el monje —. Bodrugan tenía enemigos en otro tiempo, cuando el rey estaba firmemente establecido en su trono.
    — Sir Oliver Carminowe. ¿Quién más puede ser? — respondió Roger —. Combatieron en bandos diferentes en la rebelión del año 22, pero si hoy le asesina, es por otra causa diferente.

    No se oía más que el viento, el ruido sordo de la corriente al arrastrarse entre los estrechos bancos de arena, y los chillidos de las gaviotas que rozaban la superficie del agua. Entonces uno de los monjes señaló el extremo de la ensenada y gritó:

    — Han echado el bote al agua, y suben ahora con la marea.

    No se trataba de un bote. Al menos, no era un bote completo, sino más bien las planchas de la cubierta, arrancadas para formar una especie de balsa. Subía lentamente, haciendo círculos, arrastrada por la marea. Algo se encontraba atado a las planchas. Se sumergía y volvía a aparecer en seguida. Roger miró a los monjes. Yo le miré a él. Todos a una nos lanzamos corriendo por la orilla hacia el sitio de la ensenada a donde el remolino de agua arrastraba las tablas cubiertas de espuma. Mientras esperábamos allí, la balsa, con lo que llevaba atado, se levantó y se sumergió con la fuerza de la marea.

    En ese mismo momento, se oyeron unos gritos al otro lado de la corriente; eran los caballeros que salían del grupo de árboles. Cabalgaron por el camino que conducía a la forja. Se detuvieron luego en silencio.

    Nos precipitamos a la corriente, Roger, los monjes y yo.

    El jefe de la cuadrilla gritó:

    — Es un regalo de cumpleaños para mi esposa, Roger Kylmerth. Te encargo que se lo hagas llegar a ella, con mis felicitaciones. Una vez que lo haya recibido, dile que la espero en Carminowe.

    Soltó una carcajada. Sus hombres le acompañaron. Luego volvieron sus cabalgaduras y partieron al galope hacia lo alto de la colina.

    Roger y el primer monje arrastraron las tablas sobre la playa. I otros hicieron la señal de la cruz y comenzaron a rezar. Uno de ellos cayó de rodillas a la orilla del agua. No había ninguna herida causada por un cuchillo en el cuerpo de Bodrugan. Ninguna señal de violencia. El agua salía de su boca. Sus ojos estaban abiertos. Le habían ahogado antes de atarlo a las tablas.

    Roger le desató y le condujo en sus brazos hacia el molino. El agua chorreaba de los cabellos de Bodrugan.

    — Dios de misericordia — musitaba Roger —. ¿Cómo voy a decírselo a ella?

    No hubo necesidad. Cuando dábamos vuelta hacia el molino, vimos los caballos, con Robbie e Isolda; ésta llevaba los cabellos húmedos y sueltos sobre sus hombros; su manto flotaba al viento como una vela. Robbie, con una mirada, se dio cuenta de la situación y tendió la mano para tomar las bridas del caballo de Isolda y hacerle volver atrás. Pero ella ya había desmontado y venía corriendo hacia nosotros desde lo alto de la colina.

    — Oh, amor mío.., amor mío; oh, no... oh, no... oh, no...

    Su voz, que era un grito claro y fuerte al comienzo, terminó en un gemido sordo.

    Roger depositó el cuerpo en el suelo y corrió hacia ella. Lo mismo hice yo. Al querer sujetarla por las manos, ella resbaló y cayó a tierra. Yo, en lugar de estar cogiendo su vestido, me encontré debatiéndome contra montones de paja almacenados en un viejo cobertizo, al otro lado de la carretera que conduce a la granja de Treesmill.


    CAPITULO XIV


    Me quedé allí postrado esperando que pasaran el vértigo y las náuseas. Sabía que tenía que soportarlos. Cuanto más quieto permaneciera, tanto más rápidamente pasarían. Ya había amanecido. Tuve suficiente dominio de mí mismo como para mirar el reloj. Eran las cinco y veinte. Si permaneciera aún un cuarto de hora sin moverme, todo se arreglaría. Si la gente de la granja de Treesmill se hubiera levantado, era muy poco probable que alguien viniera a este cobertizo, que se encontraba al lado de un muro en un huerto casi abandonado. La corriente pasaba a pocos pasos de ese sitio. Era todo lo que quedaba de la marea furiosa en la ensenada y en el valle...

    Mi corazón latía fuertemente, pero pronto se calmó. El temible vértigo no era tan malo como el que había experimentado al volver en mí en Gratten antes de encontrarme con aquel médico en el aparcamiento.

    Cinco minutos, diez, quince... Me puse de pie penosamente. Salí del huerto arrastrándome y me dirigí hacia lo alto de la colina. Hasta allí todo iba bien. Subí al coche y esperé otros cinco minutos. Puse en marcha el motor y conduje con mucho cuidado hacia Kilmarth. Tenía tiempo suficiente para guardar el coche en el garaje y

    para encerrar el pequeño frasco en el laboratorio. Lo más prudente sería subir luego a la alcoba y tratar de dormir un poco.

    No había nada que hacer, me dije a mí mismo. Roger tomaría a Isolda de regreso a ese sitio llamado Tregest. El cuerpo del pobre Bodrugan estaría a salvo con los monjes. Alguien tendría que llevar la noticia a Joanna a Bockenod. Roger se encargaría de eso, yo estaba seguro. Yo tenía ahora un cierto aprecio e incluso afecto por ese hombre: se había sentido muy sinceramente conmovido por la horrorosa muerte de Bodrugan; además, habíamos compartido juntos ese macabro espectáculo. Yo había, pues, tenido razón al sentir el presentimiento de una tragedia inminente en la playa cercana a Chapel Point, antes de zarpar hacia Fowey con Vita y los niños. Vita y los niños...

    Entraba en el garaje cuando me acordé de ellos. Al mismo tiempo lo comprendí todo: había conducido el coche a casa en un mundo, mientras tenía mi cerebro en el otro. Había conducido a casa con una parte de mi cerebro sensible al hecho de que tenía entre mis manos el volante del coche y que yo pertenecía al presente, mientras el resto de mí mismo vivía aún en el pasado, pensando que Roger se encontraba de camino hacia Tregest con Isolda.

    Comencé a sudar copiosamente. Me quedé completamente quieto en el coche. Mis manos temblaban. Eso no debía volver a ocurrir. Tenía que dominarme. Eran justamente las seis de la mañana. Vita y los niños, y esos malditos huéspedes, dormían en el piso de arriba en ese momento: Roger e Isolda estaban muertos desde hacía seis siglos. Yo me encontraba en mi propio tiempo...

    Entré por la puerta posterior de la casa. Guardé el pequeño frasco. Era completamente de día. La casa, sin embargo, estaba sumida en un silencio total. Subí las escaleras, entré en la cocina y comencé a preparar un poco de té. El remedio era una taza de té, una taza de té hirviendo. El ruido de la tetera era reconfortante; me senté a la mesa, recordando todo lo que habíamos bebido la noche anterior. La cocina conservaba aún el olor de los langostinos que habíamos comido. Me levanté y abrí la ventana.

    Bebía la segunda taza cuando oí el crujido de las escaleras. En el momento en que iba a escaparme hacia el sótano y permanecer oculto, la puerta se abrió y Bill efitró. Sonrió tímidamente.

    — Hola dijo Dos cabezas con una misma y única idea. Me desperté, me pareció oír el ruido de un coche, y en ese momento sentí una sed tremenda. ¿Es té lo que estás tomando?
    — Sí — le dije— .Toma una taza. ¿Diana se ha despertado?
    — No. Y si es verdad que conozco a mi esposa un poco, no se despertará tan pronto. Estuvimos un poco pesados anoche, ¿no es verdad? Espero que no estés disgustado.

    No te preocupes.

    Le preparé una taza de té. Se sentó a la mesa. Presentaba un aspecto poco brillante. Su pijama, de color rosa vivo, no estaba a tono con su aspecto decaído.

    — Estás vestido — dijo —. ¿Hace tiempo que te has levantado? — Sí — dije En realidad, he salido a dar una vuelta. No podía dormir.
    — ¿Entonces fue tu coche el que oí entrar?
    — Seguramente.

    El té me hacía bien, pero al mismo tiempo me hacía sudar. Podía sentir el sudor descender por mi rostro.

    — Tienes un aspecto algo extraño dijo Bill mirándome con unos ojos escudriñadores
    —.¿Te encuentras bien?

    Tomé un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y me enjugué la frente. El corazón comenzó de nuevo a batir fuertemente. Debía de ser algo relacionado con el té.

    — Lo que pasa es que he sido testigo de un crimen horrible. No lo puedo apartar de mi memoria.

    Dije estas palabras despacio, arrastrándolas, como si en lugar de té hubiera tomado una fuerte dosis de alcohol y perdido el control de mí mismo.

    Bill depositó la taza sobre la mesa y me miró fijamente. — ¿Qué estás diciendo?

    — Necesitaba aire fresco — dije, hablando ahora rápidamente —. Así, pues, tomé el coche y me dirigí hacia un sitio que conozco y que se encuentra a unos cinco kilómetros de aquí, cerca de la bahía. Un navío había encallado. Soplaba un viento infernal, de suerte que los tripulantes tuvieron que saltar en una chalupa y tratar de llegar a la otra orilla. En el momento de desembarcar ocurrió esa cosa espantosa... — Me serví otra taza de té, a pesar del temblor de mis manos —. Esos asesinos, esos malditos asesinos de la otra orilla... El tipo de la chalupa no tenía manera de escapar. No le clavaron un cuchillo, o algo por el estilo, sino que le sumergieron la cabeza en el agua y le ahogaron.
    — ¡Dios santo! — dijo Bill —. ¡Dios santo, qué cosa tan terrible! ¿Estás seguro?
    — Sí, lo vi con mis propios ojos. Yo vi al pobre diablo ahogarse...

    Me levanté de la mesa y comencé a pasearme por la cocina.

    Y bien, ¿qué vas a hacer? — me preguntó ¿No sería mejor que telefonearas a la policía?

    — ¿La policía? La policía no tiene nada que hacer allí. En lo que estoy pensando ahora es en el hijo de ese hombre. Está enfermo y alguien tendrá que encargarse de darle la noticia a él y a los otros parientes.
    — Pero, por Dios, Dick, tu deber es informar a la policía. Comprendo que no desees encontrarte mezclado en todo eso, pero se trata de un asesinato. ¿Y dices que conocías al hombre que ha sido ahogado y a su hijo?

    Miré a Bill. Luego dejé a un lado la taza de té. ¡Santo Cristo, ya había sucedido lo que temía! La confusión. ¡La confusión de los dos mundos!... Tenía todo el cuerpo bañado en sudor.

    — No, no les conozco personalmente. Les he visto alguna vez solamente. Tenían un yate, que mantenían anclado al otro lado de la bahía. He oído a la gente mencionar a la familia. Tienes razón, no debo mezclarme en ese asunto. Y de todos modos, yo no era el único testigo. Había alguien más observando, y él vio todo lo que pasó. Estoy seguro que él dará parte a la policía. En realidad, es probable que ya lo haya hecho.
    — ¿Le hablaste a ese hombre?
    — No, él no me vio.
    — Pues bien, no sé — dijo Bill —. Pienso todavía que debes avisar a la policía. ¿Quieres que lo haga en tu lugar?
    — No, de ninguna manera. Y ni una palabra a Diana o a Vita. Júralo.

    Me miró con gran extrañeza.

    — Lo comprendo — dijo —. Les causaría un efecto terrible. Dios mío, debiste pasar por una prueba terrible.
    — Me encuentro bien — dije —. Me encuentro bien. Me senté a la mesa de la cocina.
    — Toma un poco más de té.
    — No, gracias. No quiero nada.
    — Todo esto prueba lo que te estaba diciendo, Dick. La criminalidad aumenta en todas partes, en todos los países civilizados del mundo. Las autoridades tienen que dominar la situación. ¿Quién hubiera pensado que podría ocurrir algo así aquí, en este

    rincón perdido en los mapas, en Cornwall? ¿Dices que era una banda de asesinos? ¿Tienes idea de dónde venían? ¿Eran gente de estos contornos?

    Moví la cabeza.

    — No, no lo creo. No tengo idea de quiénes eran.
    — ¿Y estás seguro de que esa otra persona vio todo lo que pasó y que fue a dar parte a la policía?
    — Sí, le vi corriendo hacia la granja más cercana. Allí tienen un teléfono.
    — Espero que tengas razón.

    Permanecimos sentados un buen rato en silencio. Bill suspiraba y movía la cabeza.

    — ¡Qué experiencia has tenido! ¡Qué horrible experiencia!

    Puse mis manos en los bolsillos para que Bill no notara cómo temblaban.

    — Mira, Bill, creo que subiré y me acostaré. No quiero que Vita se entere que estuve fuera. Tampoco quiero que Diana se entere. Deseo que todo esto quede en absoluta reserva entre tú y yo. Nada podemos hacer ahora. Quiero que olvides todo esto.
    —De acuerdo en lo de no decir nada a nadie. Pero nunca podré olvidar lo que me has dicho. Andaré con cuidado para enterarme de lo que diga la prensa o la radio. A propósito, tendremos que partir hacia las diez, si vamos a tomar el avión en Exeter. ¿Os parece bien?

    Por supuesto. Lo que siento es haber estropeado tu mañana.

    — Mi querido Dick, soy yo quien debe compadecerte. Vete a la cama y trata de descansar. No te molestes en levantarte para despedirnos. Ya inventaremos una disculpa. — Sonrió y extendió la mano —. Hemos pasado un tiempo delicioso con vosotros. Un millón de gracias por todo. Espero que nada venga a estropear vuestras vacaciones. Os escribiremos desde Irlanda.
    — Gracias, Bill, mil gracias.

    Subí las escaleras. Me desvestí en un cuarto contiguo a la alcoba. Inmediatamente tuve que dirigirme al lavabo. Vomité durante cinco minutos. El ruido debió despertar a Vita, pues la oí llamarme desde la alcoba.

    — ¿Eres tú? ¿Qué te pasa?
    — El moscatel mezclado con el bourbon — le dije —. Lo siento, apenas puedo tenerme en pie. Me echaré en el diván. Todavía es muy temprano, son las seis y media.

    Cerré la puerta y me eché en el diván. Me encontraba de nuevo en el mundo de hoy, pero sólo Dios sabía cuánto tiempo tendría que permanecer aún en este estado. Una cosa era cierta. Tan pronto como Bill y Diana se fueran, debía telefonear a Magnus.

    El inconsciente es algo extraño. Estaba tan trastornado con ese asunto de la confusión de los dos mundos, que por poco le cuento a Bill todo lo concerniente al experimento; cinco minutos después de haberme echado en el diván, dormía profundamente y soñaba, no con el destino trágico de Bodrugan, sino con un partido de cricket en Stonyhurst; uno de los muchachos del equipo había sido golpeado en la cabeza con la pelota y moría veinticuatro horas más tarde; no había pensado en ese incidente en los últimos veinticinco años, por lo menos.

    Cuando me desperté un poco después de las nueve, me sentí perfectamente lúcido; me molestaba un poco un entumecimiento; por otra parte, el ojo derecho se encontraba más rojo que nunca. Me bañé y me afeité. Escuché ruidos en la pieza contigua, donde se encontraban nuestros huéspedes. Esperé hasta que oí a Bill y Diana bajar las escaleras. En seguida llamé a Magnus. Mala suerte. No estaba en su apartamento. Dejé, pues, un mensaje a su secretaria en la Universidad diciéndole que necesitaba hablarle urgentemente, pero que era mejor que yo le telefoneara a él, no él a mí. Asomé la cabeza por la ventana que daba al patio y le pedí a Teddy que me trajera una taza de

    café. Bajaría al vestíbulo cinco minutos antes de la partida de nuestros huéspedes, ni un minuto antes.

    — ¿Qué le pasa a tu ojo? ¿Te caíste al suelo o te golpeaste contra algo? — me preguntó mi hijastro cuando vino a traerme el café.
    — No, creo que es a consecuencia del viento que aguantamos el lunes.
    — Te levantaste temprano esta mañana. Os escuché a ti y a Bill hablando en la cocina.

    Estaba preparando un poco de té. Bebimos demasiado anoche. — Creo que es eso lo que está afectando tu ojo más que el viento marino.

    El muchacho me miró de una manera que me recordó las miradas irónicas de su madre. Me di la vuelta. En ese momento caí en la cuenta de que la habitación se encontraba justamente sobre la cocina; quizá había escuchado nuestra conversación.

    — De todas maneras — le pregunté antes de abandonar la habitación —, ¿de qué hablábamos Bill y yo?
    — ¿Cómo iba a saberlo? ¿Crees que levanté las tablas del piso para enterarme?

    No, pensé; en cambio, su madre sí que lo habría hecho, si hubiera escuchado a su marido conversando con alguno de sus huéspedes a las seis de la mañana.

    Terminé de vestirme, terminé de beber mi café y volví al rellano de la escalera, en el momento justo para ayudar a Bill a bajar sus maletas. Me saludó con una mirada de complicidad. Las mujeres hablaban en el vestíbulo.

    — ¿Dormiste algo?
    — Sí — le respondí —. Me encuentro muy bien ahora.

    Me miraba fijamente el ojo derecho.

    — No hay más explicación para esto que las copas de bourbon. A propósito, Teddy nos escuchó hablando esta mañana.
    — Lo sé — me dijo — . Le oí cuando se lo dijo a Vita. Todo está bien, no te preocupes.

    Me dio unas palmaditas en el hombro. Bajamos las escaleras.

    — ¡Cielos! gritó Vita —. ¿Qué te ha pasado en ese ojo? — Alergia por el bourbon mezclado con los langostinos. Le ocurre eso a alguna gente.

    Las dos mujeres insistían en examinarme. Sugerían toda clase de remedios, desde ungüentos hasta penicilina.

    — No pudo ser el bourbon — dijo Diana —. No quiero ser indiscreta, pero el hecho es que lo noté ya a nuestra llegada ayer. Me pregunté a mí misma: «¿Qué le ha pasado a Dick en ese ojo?»

    No me dijiste nada — se quejó Vita.

    Ya era bastante. Puse una mano sobre un hombro de cada una y las empujé hacia la salida.

    Ninguna de vosotras va a ganar un premio de belleza esta mañana. Y no es el bourbon lo que me despertó esta mañana, sino los ronquidos de Vita. Así, pues, callaos.

    Tuvimos que instalarnos sobre las escaleras de la entrada, a fin de que Bill tomara la consabida fotografía. Eran cerca de las diez y media cuando finalmente partieron. Una vez más, el apretón de manos de Bill fue el de un conspirador a su cómplice.

    — Espero que tendremos este buen tiempo en Irlanda — dijo —. Estaré alerta mirando los periódicos y escuchando la radio para enterarme de lo que pasa aquí en Cornwall.

    Me miró, haciendo un gesto imperceptible con la cabeza. Quería decir que estaría atento para enterarse de los detalles del crimen alevoso.

    — Enviadnos postales — dijo Vita —. Ojalá pudiéramos acompañaros.
    — Tú siempre puedes hacerlo — dije —, cuando te encuentres harta de Cornwall.

    No eran quizá las palabras más alentadoras y gentiles que yo podía haber dicho. Cuando terminamos de mover nuestros brazos diciendo adiós a Bill y Diana que se alejaban en el coche, nos dirigimos hacia casa; Vita tenía una expresión ausente y enigmática en sus ojos.

    — En realidad creo que te alegrarías si los niños y yo nos fuéramos con ellos. Así tendrías de nuevo la casa para ti solo.
    — No digas tonterías.
    — Pues bien, tú manifestaste muy claramente tus sentimientos anoche, cuando te fuiste a la cama inmediatamente después de comer.
    — Me fui a la cama porque me hacía maldita la gracia verte a ti acurrucada en los brazos de Bill y a Diana esperando hacer lo mismo en los míos. No valgo para esta clase de juegos de amor, y tú deberías saberlo ya a estas horas.
    — ¡Juegos de amor! — rió Vita —. ¡Qué tontería! Bill y Diana son mis viejos amigos. ¿Dónde está ese tan cacareado sentido del humor inglés?
    — No en la misma línea que el tuyo. Yo tengo un humor más macabro: Si tiro de la alfombra sobre la que te encuentras de pie y caes patas arriba, entonces es cuando me muero de risa.

    Regresamos a la casa. Justamente en ese momento sonó el teléfono. Fui a la biblioteca para contestar. Vita me siguió. Temí que fuera Magnus. Era él.

    — ¿Diga? — dije secamente, poniéndome en guardia.

    Recibí tu mensaje, pero he estado muy ocupado. ¿El momento no es propicio?

    — No.
    — ¿Quieres decir que hay moros en la costa? ¿Que Vita está en la habitación?
    — Eso mismo.
    — Lo comprendo. Contesta sí o no. ¿Ha pasado algo?
    — Pues bien, hemos tenido visita. Llegaron ayer y acaban de partir.

    Vita encendía un cigarrillo.

    — Si es tu profesor, y no sé quién más puede ser, dale mis saludos. — De acuerdo. Vita te envía saludos.
    — Devuélveselos. Pregúntale si no tiene inconveniente en que vaya ahí a pasar el fin de semana. Llegaría el viernes por la noche.

    Tuve un sobresalto, de alegría o de otra cosa, no lo sé. En todo caso, sentí un gran alivio. Magnus me reemplazaría en la experiencia.

    — Magnus desea saber si puede venir el viernes y quedarse el fin de semana con nosotros.
    — Claro que sí — contestó Vita —. Al fin y al cabo, es su casa. Te divertirás mucho más recibiendo a tu amigo que soportando a los míos.
    — Vita dice que por supuesto que sí — dije.

    Espléndido. Te enviaré una nota diciéndote la hora del tren. Ahora, respecto a tu llamada urgente. ¿Es algo relacionado con nuestro otro mundo?

    — Sí.
    — ¿Hiciste un nuevo viaje?
    — Sí.
    — ¿Con efectos desagradables?

    Me detuve un momento antes de contestar y miré a Vita. No había hecho ningún movimiento que indicara que iba a abandonar la habitación.

    — En este momento me siento un poco mal; algo que comí o que bebí me ha sentado pésimamente. He tenido vómitos y tengo un ojo enrojecido. Tal vez se debe al bourbon tomado antes de la langosta.
    — Todo eso combinado con el «viaje». Puedes tener razón. ¿Qué hay sobre la confusión de los dos mundos?
    — Eso también. Apenas puedo distinguirlos cuando despierto. — Ya lo veo. ¿Alguien se ha dado cuenta?

    Miré de nuevo a Vita.

    — Pues bien, anoche nos echamos una cana al aire. Los dos hombres nos levantamos temprano esta mañana. Yo había tenido una pesadilla terrible; le conté algo de eso a Bill, el amigo de Vita, mientras bebíamos una taza de té.
    — ¿Cuánto le dijiste exactamente?
    — ¿Acerca de la pesadilla? Bueno, pues justamente eso. Fue algo muy real. Ya sabes cómo son las pesadillas. Vi a alguien atacado y ahogado por una banda de asesinos.
    — Que te sirva de lección comentó Vita —. Parece más bien que se trata de las dos raciones de langosta que del bourbon. ¿Era uno de nuestros amigos?
    — Sí. ¿Recuerdas ese tipo que tenía un bote en Chapel Point hace años y que siempre venía a hacer una excursión a Par? Pues bien, la pesadilla fue acerca de él. Soñé que su barco perdió su mástil en una tormenta. Cuando el hombre logró al fin llegar a la costa, fue asesinado por un individuo que pensaba que él cortejaba a su esposa.

    Vita rió.

    — Si quieres mi opinión — dijo ella —, un sueño de tal naturaleza indica una conciencia que no está tranquila. Tú pensaste que yo me dejaba ganar por los encantos de Bill. Tu pesadilla tan real no es más que un resultado de todo eso. Déjame hablar con tu profesor.

    Cruzó la habitación y tomó el auricular.

    — ¿Cómo está usted, Magnus? — Su voz estaba impregnada de un encanto muy bien calculado Me encantará verle a usted aquí en su propia casa el próximo fin de semana. Tal vez usted logrará mejorar un poco el humor de Dick. En este momento está un poco ácido. — Sonrió, mirándome —. ¿Qué le pasa a su ojo derecho? No tengo la más mínima idea. Parece como si hubiera perdido un encuentro de boxeo. Sí, por supuesto, trataré de mantenerle en sus casillas, mientras usted viene, pero no es fácil, porque Dick es muy díscolo. Oh, a propósito, tal vez usted podrá ayudarme. A mis niños les encanta montar a caballo. Dick me dice que vio algunos niños cabalgando y gozando inmensamente el domingo por la mañana mientras nosotros estábamos en la iglesia. Me pregunto si no existen establos en que alquilen cabalgaduras en alguna parte al otro lado de esa aldea. ¿Cómo se llama? Tywardreath. ¿Usted no sabe? Bueno, no se preocupe, tal vez la señora Collins pueda informarme. ¿Qué? Espere, voy a preguntárselo...

    Vita se volvió hacia mí —: Dice que si los niños eran las hijas de un tal Oliver Carminowe y de su esposa. Son dos viejos amigos suyos.

    Sí. Estoy casi seguro que eran ellos. Pero no sé dónde viven.

    Vita volvió al aparato.

    — Dick dice que sí, aunque no comprendo cómo pueda conocerlos si nunca ha sido presentado a ellos. Ah, sí; si la madre es hermosa, él la habrá visto en alguna parte; por eso sabe él muy bien de quién se trataba. — Vita se volvió hacia mí, mientras hablaba con Magnus —. Sí, haga eso. Si usted logra verles el próximo fin de semana, podremos invitarles a que vengan a beber una copa con nosotros; así podremos presentarla a Dick. Hasta el viernes, pues.

    Me pasó el auricular. Magnus estaba riendo al otro extremo de la línea.

    — ¿Qué es eso de entrar en contacto con los Carminowe? — pregunté.
    — Me las arreglé muy bien con Vita, ¿no te parece? En todo caso, es lo que pienso hacer, si logramos desembarazarnos de ella y de los niños. Entretanto, yo haré que mi amigo averigüe algo sobre Bodrugan. Así, pues, terminó de una manera trágica. ¿Te ha sorprendido?

    Sí — le dije.

    — Roger estaba allí, por supuesto. ¿Tuvo algo que ver en el asesinato?
    — No.
    — Me alegro de oír eso. Mira, Dick, esto es importante. Prohibido absolutamente hacer otro viaje, excepto si lo hacemos juntos. No importa lo fuerte que sea la tentación. Tienes que jurármelo, y «sudarlo». ¿De acuerdo?
    — Sí.
    — Como te dije antes, tendré listos los primeros resultados del laboratorio el día que te vea. Entretanto, abstenerse. Ahora debo irme. Cúidate.
    — Lo trataré. Adiós.

    Era como cortar el único vínculo entre los dos mundos.

    — Anímate, querido — dijo Vita —. Antes de tres días estará aquí. ¿No es maravilloso? Y ahora, ¿qué tal si subimos al baño y hacemos algo por ese ojo?

    Más tarde, una vez que el ojo había sido lavado y que Vita desapareció en la cocina para comunicar a la señora Collins que Magnus vendría el próximo fin de semana y para discutir con ella las preferencias gastronómicas del huésped, saqué el mapa de carreteras y busqué de nuevo Tregest. Simplemente no se encontraba allí. Los nombres de Treesmill, Treveryan, Trenadlyn y Trevennor, que se hallaban también en el Lay Subsidy Roll de 1327, aparecían en el mapa. Pero eso era todo.

    Quizá Magnus encontraría la respuesta con la ayuda de su estudiante en Londres.

    En ese momento entró Vita en la biblioteca.

    — Le pregunté a la señora Collins sobre los Carminowe, pero ella nunca ha oído hablar de ellos. ¿Son amigos íntimos de Magnus? Me sorprendí por un momento al oírla pronunciar ese nombre. Sabía que tenía que tener mucho cuidado. De lo contrario, la confusión de los dos mundos podría producirse de nuevo.

    Me parece más bien que los ha perdido de vista, y aun dudo si los ha visto últimamente. Ya sabes que Magnus viene aquí rara vez.

    — No se encuentran en la guía telefónica. He mirado allí. ¿Qué hace Oliver Carminowe?
    — ¿Qué hace? — repetí —. En realidad, no lo sé. Creo que estuvo en el ejército alguna vez. Se trataba de algo así como de un empleo oficial. Tendrás que preguntarle a Magnus.
    — Y su esposa, ¿es muy atractiva?

    Bueno, lo era. Nunca he hablado con ella.

    — Pero tú la has visto alguna vez, cuando has venido aquí. — Solamente de lejos. Ella no me reconocería.
    — ¿Estaba ella por aquí cuando vosotros veníais siendo estudiantes de la Universidad?
    — Pudo haber estado, pero nunca tuve ocasión de ser presentado a ella o a su marido. Sé muy poco acerca de ellos.
    — Sin embargo, sabías lo suficiente como para reconocer a sus niñas cuando las viste el otro día...

    Me sentía un poco acorralado.

    Querida, ¿qué quieres? Magnus hacía alusión de vez en cuando a sus amigos y conocidos; los Carminowe se encontraban entre ellos. Eso es todo. Oliver Carminowe estaba ya casado; Isolda es su segunda mujer; tienen des niñas. ¿Estás satisfecha?

    — ¿Isolda? Qué nombre tan romántico.
    — No más romántico que Vita. ¿Podemos dejarla en paz?
    — Es curioso que la señora Collins nunca haya oído hablar de ellos. Ella es una mina de información sobre toda la gente de la región. En todo caso, existen unos establos muy buenos subiendo por la carretera que va de aquí a Menabilly Barton, dice la señora Collins. Voy a hacer algún convenio con la gente que se ocupa de ellos.
    — Qué buena suerte. ¿Por qué no lo haces inmediatamente?

    Me miró fijamente un momento. Luego dio media vuelta y salió de la habitación. Disimuladamente saqué mi pañuelo y me enjugué la frente, que estaba de nuevo bañada de sudor. Era una suerte que la estirpe de los Carminowe se hubiera ya extinguido: si no, Vita desenterraría a uno de ellos y le tendríamos, con gran sorpresa suya, como invitado a comer el domingo siguiente.

    Faltaban aún cerca de tres días para que Magnus viniera a rescatarme. Era difícil lograr que Vita se desentendiera de un asunto, una vez que su curiosidad había sido despertada. Era característico de su sentido malicioso del humor, el haber calificado de romántico el nombre de Isolda.

    El resto del día pasó sin ningún percance, gracias a Dios. Tampoco volví a sufrir de la confusión de los dos mundos. Era tanta la alegría de verme libre de los huéspedes, que todo lo demás importaba poco. Los niños partieron a hacer una cabalgada. Vita, aunque tal vez estaba molesta después de la tormenta, de hecho tuvo el buen sentido de no manifestarlo; tampoco se hizo ninguna mención ulterior a la reunión del otro día por la noche. Nos acostamos pronto y dormimos como lirones hasta el día siguiente, jueves, que amaneció lloviendo. Eso no me importaba. En cambio, Vita y los niños lo sintieron mucho, pues habían planeado otra excursión en el bote.

    — Espero que no tendremos un fin de semana lluvioso — dijo Vita —. ¿Qué haría entonces con los niños? Tú no querrás que estén en casa mientras el profesor se encuentre aquí.
    — No te preocupes por Magnus. Tendrá un montón de sugerencias para los niños y para nosotros mismos. En todo caso, él y yo tendremos trabajo que hacer.
    — ¿Qué clase de trabajo? ¿Seguro que no os meteréis en esa habitación misteriosa del sótano?

    Se encontraba más cerca de la verdad de lo que pensaba.

    — No lo sé exactamente — dije con vaguedad Tiene miles de notas que quizá querrá revisar conmigo. Investigaciones históricas y cosas por el, estilo. Te he hablado ya de su nueva afición.
    — Pues bien, Teddy está interesado en eso, y yo también podría estarlo — contestó Vita —. Sería interesante si pudiéramos hacer un pic-nic en algún sitio histórico. ¿Qué tal Tintagel? La señora Collins dice que todo el mundo debe visitar Tintagel.
    — No es el tipo de sitios históricos que interesan a Magnus. Hay demasiados turistas. Veremos qué desea hacer cuando llegue.

    Me preguntaba cómo nos libraríamos de ellos si Magnus deseaba visitar Gratten. De todos modos, eso era problema suyo y no mío.

    El día transcurría pesadamente. Una caminata monótona por las arenas de Par hizo poco para animarnos. Magnus había querido que yo jurara y que «sudara». Esa noche comprendí lo que quería decir.

    Estaba bañado de sudor. Rara vez, o nunca, había pasado por esta molestia de la humanidad en un grado tan agudo. Quizá en la universidad, después de un ejercicio violento, aunque mis compañeros sudaban más copiosamente que yo. Ahora, en cambio, después de un esfuerzo moderado, o aun encontrándome en reposo, comenzaba a sudar

    por todos los poros; el sudor tenía un olor especialmente ácido que yo esperaba que nadie notaría.

    La primera vez que me aconteció esto, después de la caminata por las arenas de Par, pensé que era simplemente consecuencia del ejercicio físico; pero no era eso: después de haber tomado una ducha y mientras Vita y los niños miraban la televisión y yo me encontraba cómodamente instalado en un sillón, el fenómeno comenzó de nuevo; al principio, una sensación súbita de frío; en seguida el sudor empezó a brotar de mi frente, mi cuello, mis brazos, mi pecho, durante cinco minutos; cuando se detuvo, mi camisa estaba empapada. Es cosa de risa, cuando eso le ocurre a otro, como el mareo. Ahora esta consecuencia de la droga me causó pánico. Desconecté el tocadiscos y subí a la alcoba para mudarme de ropa. Me preguntaba con terror qué debería hacer si el fenómeno se repetía cuando me encontrara en cama con Vita.

    Mi nerviosismo no era la mejor preparación para pasar una noche tranquila. Vita pasaba por uno de sus períodos de parloteo ininterrumpido que duró esta vez todo el tiempo de desvestirnos y de meterme en la cama. Yo no me sentiría más nervioso si fuera un marido en su noche de bodas. Me eché lo más lejos posible, en mi lado de la cama, y bostecé exageradamente, como si estuviera agobiado por el sueño. Apagamos las luces. Mi respiración profunda debía indicar un sueño muy pesado; todo ello convenció o no convenció a Vita; el hecho es que después de una o dos tentativas de acercarse a mí, a las que no puse atención, Vita se volvió hacia su propio lado y se quedó dormida.

    Me quedé despierto, pensando en el cúmulo de reproches que descargaría sobre Magnus cuando llegara. Náusea, vértigo, confusión del tiempo, hemorragia en el ojo, y ahora un sudor ácido; y todo eso ¿para qué? Un fragmento de tiempo revivido, que había muerto hacía siglos, que no tenía ninguna influencia sobre el presente, que no servía de nada ni para él ni para mí, y que sería de tan poco provecho para su mundo o el mío, como un olvidado cuaderno de memorias escondido en un cajón lleno de polvo. Así argumentaba yo hasta medianoche y aun más tarde. Sin embargo, el sentido común tiene la costumbre de desaparecer cuando el demonio del insomnio se apodera de nosotros; así, mientras veía las agujas del reloj que marcaban las dos y luego las tres de la mañana, recordé cómo había caminado en aquel otro inundo con la libertad de alguien que sueña, pero con la percepción de quien está despierto. Roger no era una foto instantánea en el álbum del tiempo. En esta cuarta dimensión en la que yo había penetrado sin saberlo gracias a Magnus, Roger vivía y se movía, comía y dormía debajo de mí en su casa de Kylmerth, realizando su Ahora viviente que coincidía con mi inmediato Presente.

    ¿Soy yo guarda de mi hermano? El grito de protesta de Caín tomó súbitamente una significación para mí en el momento en que el reloj marcaba las tres y diez. Roger era mi guarda y yo el suyo. No había ni pasado, ni presente, ni futuro. Todo lo que es viviente es una parte de la totalidad. Estamos unidos el uno al otro en el tiempo y en la eternidad; una vez que nuestros sentidos se despertasen (como lo fueron los míos por la droga) a una nueva comprensión de su mundo y del mío, la unión se consumaría, ya no habría separación posible, ya la muerte desaparecería... asta debería ser la consecuencia última de la droga: al moverse libremente en el tiempo, la muerte sería destruida. Esto era lo que Magnus no había comprendido todavía. Para él, la droga liberaba una trama en el cerebro que hacía posible la experiencia del pasado. Para mí, ella demostraba que el pasado existía en el presente, que todos éramos participantes, testigos. Yo era Roger, yo era Bodrugan, yo era Caín; y al identificarme con todos ellos, yo era más yo mismo.

    Me sentía al borde de un descubrimiento cuando me quedé dormido.


    CAPITULO XV


    No desperté hasta las diez. Vita estaba de pie cerca de la cama con el desayuno y las tostadas.

    — ¡Vaya! — dije —. Debí de haber dormido demasiado.
    — Sí — dijo Vita; mirándome luego fijamente, añadió —: ¿Te sientes bien?

    Me senté en la cama.

    — Perfectamente. ¿Por qué lo dices?
    — Estuviste inquieto toda la noche y sudaste muchísimo. Fíjate, la camisa de tu pijama está húmeda.

    Así era. Me la quité y dije:

    — Es algo curioso. Sé buena y tráeme una toalla.

    Me la trajo. Me froté con ella, antes de tomar el café.

    — Es el ejercicio que hicimos con los niños en la playa de Par.
    — Yo no diría eso — replicó ella, mirándome intrigada —. De todos modos, tomaste una ducha al regreso. Nunca noté que sudaras copiosamente después de hacer ejercicio.

    Bueno, eso pasa a veces. Es la edad. Quizá es la menopausia masculina que se me echa encima.

    — Espero que no. Qué cosa tan desagradable.

    Se dirigió al tocador y se miró en el espejo, como si fuera a encontrar allí la respuesta.

    — Es curioso — continuó Vita pero tanto Diana como yo hemos notado que tú no pareces encontrarte muy bien, a pesar del bronceado de la piel después de la excursión en el bote. — En seguida, volviéndose bruscamente hacia mí, añadió —: Debes admitir que tú no eres tú mismo por completo. No sé de qué se trata, pero me preocupa, querido. Estás de mal humor, distraído, como si algo absorbiera tus pensamientos en cada momento. Además, esa mancha tan rara en tu ojo...
    — Por Dios — la interrumpí —, ¿quieres dejar eso? Admito que me disgusté cuando Diana y Bill estuvieron aquí, y te pido me excuses.

    Bebimos demasiado, eso es todo. ¿Tenemos que volver sobre eso cada cinco minutos?

    — Ahí estás de nuevo, siempre a la defensiva. Espero que la llegada de tu profesor te ponga de nuevo en forma.

    Sí que lo hará, pero a condición de que este interrogatorio acerca de comportamientos dudosos no continúe durante todo el fin de semana.

    Vita rió. Mejor dicho, su boca tomó el rictus que es de rigor cuando una esposa desea herir a su marido.

    — Nunca me atrevería a hacer un interrogatorio al profesor. Su estado de salud y su comportamiento no me interesan. Pero los tuyos sí. Sucede que soy tu esposa y que te quiero.

    Abandonó la alcoba y bajó las escaleras. Mientras ponía mantequilla sobre la tostada pensé que era un buen comienzo del día: Vita enojada, yo con ese maldito fenómeno del sudor, y Magnus que debía llegar esa misma noche.

    Había una tarjeta suya en el plato, que yo descubrí al levantar una tostada. Me pregunté si Vita la había ocultado allí deliberadamente. Decía que tomaría el tren de las cuatro y media en Londres y que llegaría a St. Austell hacia las diez. Era un alivio para mí. Eso quería decir que Vita y los niños podían irse a la cama o al menos que

    esperarían sólo a su llegada; en seguida Magnus y yo tendríamos todo el tiempo para discutir nuestros asuntos. Me levanté con nuevos ánimos, tomé una ducha y me vestí, con la firme determinación de reconciliarme con Vita y de agradar a los niños.

    — Magnus no vendrá hasta después de las diez — grité por la escalera —. Así, pues, no habrá que preocuparse por la cena. Él comerá en el tren. ¿Qué queréis que hagamos hoy?
    — Vamos a pasear en bote — gritaron los niños, que se encontraban vagando por el vestíbulo con esa actitud de los pequeños que no saben cómo ocupar el día.
    — No hay viento — dije, después de mirar por la ventana.
    — Entonces alquila un bote con motor — dijo Vita saliendo de la cocina.

    Decidí darles gusto a todos. Nos embarcamos en Fowey en compañía de nuestro piloto Tom, quien nos proporcionó un antiguo bote salvavidas dotado de un viejo motor que nos hacía volar a cinco nudos por hora, ni un centímetro más. Llevábamos el almuérzo preparado para tomarlo al aire libre. Nos dirigimos hacia el Este. Salimos del puerto y anclamos en Lantivit Bay. Allí comimos, nos bañamos, nadamos. Todo el mundo feliz. Media docena de peces pescados en el camino de vuelta completaron el contento de Teddy y Micky; pescados que pondrían a prueba las cualidades culinarias de Vita en la cena. La jornada había sido un éxito completo.

    — Por favor, di que volveremos mañana — pidieron los niños.

    Vita, mirándome, les respondió que todo dependería del profesor. Vi cómo se ensombrecían sus rostros y comprendí lo que debían sentir. ¿Qué podía ser más aburrido que tener que acomodarse a este amigo imponente de su padrastro? Además, su instinto les decía que ese buen señor no le caía muy en gracia a su madre.

    — Podréis ir de todos modos con Tom, aunque Magnus y yo tengamos otros planes.

    Una buena idea, pensé, para quedarnos tranquilos mi amigo y yo: Vita no permitiría ir a los niños solos con Tom.

    Llegamos a Kilmarth hacia las siete. Vita fue inmediatamente a la cocina a encargarse de la cena. Yo subí a tomar una ducha y a cambiarme. Hacia las ocho menos diez bajé al comedor y vi la nota que se encontraba en mi sitio en la mesa. Era la escritura de la señora Collins, y decía: «Han transmitido un telegrama por teléfono. Dice que el profesor Lane tomará el tren de las 2.30 en lugar del de las 4.30 y que llegará a St. Austell a las 7.30».

    ¡Santo cielo! Magnus debía haber estado gastando suela en la estación de St. Austell durante los últimos veinte minutos... Me precipité a la cocina.

    — ¡Catástrofe! — exclamé —. Mira esto. Acabo de encontrar esta nota. Magnus ha tomado el tren más temprano. ¿Por qué diablos no telefoneó? ¡Qué maldito enredo!

    Vita, distraída miraba uno de los pescados que preparaba en ese momento.

    — ¿Estará aquí para la cena, entonces? Dios mío, yo no puedo darle una comida como ésta. Lo menos que se puede decir es que Magnus podría tener más consideraciones con nosotros. Seguramente...
    — Seguramente Magnus comerá tu pescado — grité, mientras corría escaleras abajo —. Probablemente se ha criado con eso. Además, tenemos queso y frutas. ¿Por qué te preocupas?

    Puse en marcha el coche. Estaba en parte de acuerdo con Vita: cambiar el momento de su llegada, sabiendo que quizá nos encontrábamos fuera de casa todo el día, era mostrar poca consideración por nosotros. Pero ése era Magnus. Un tren que salía más pronto debió convenirle y lo tomó. Si yo llegara tarde para recibirle, tomaría un taxi. No dejaría de hacerme un signo con la mano al cruzarnos en la carretera...

    La mala suerte me esperaba en St. Austell. Algún atontado había atravesado su coche en la carretera, de suerte que una larga cola de vehículos esperaba el momento de pasar. Eran las nueve menos cuarto cuando llegué a la estación. No había trazas de Magnus, y con razón. El andén estaba vacío y todo parecía cerrado. Finalmente descubrí un mozo al otro lado de la estación. Me dijo que el tren de las siete y media había llegado puntualmente.

    — Lo suponía. No se trata de eso. Lo que ocurre es que debía recibir a alguien y esa persona no está aquí.
    — Pues bien, señor. Probablemente se cansó de esperar y tomó un taxi.
    — Si hubiera hecho eso, habría telefoneado o dejado un mensaje en la oficina. ¿Estaba usted aquí cuando llegó el tren?
    — No. La oficina estará abierta de nuevo a tiempo para el próximo tren a las diez menos cuarto.
    — Eso no me interesa — dije con impaciencia.

    Pobre diablo, él no tenía la culpa.

    — Vamos a hacer lo siguiente, señor. Abriré la oficina y veré si n amigo ha dejado alguna nota para usted.

    Nos dirigimos hacia la oficina. Con dificultad, o al menos así me I() pareció, el mozo introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Yo le seguí de cerca. Lo primero que noté fue una maleta contra el muro con las iniciales M. A. L.

    — Allí está. Es su maleta. ¿Pero por qué la dejó aquí?

    El mozo se dirigió a la mesa y tomó una nota. «Maleta con las iniciales M. A. L. dejada en consigna al llegar el tren de las 7.30. Entregarla al señor Richard Young.»

    — ¿Es usted el señor Young?
    — Sí. ¿Pero dónde está el profesor Lane?

    El mozo continuó leyendo: «El propietario de la maleta, el profesor Lane, ha dejado un mensaje diciendo que había cambiado de opinión y que descendería del tren en Par y caminaría desde allí. El encargado dice que el señor Young comprendería». Me tendió el pedazo de papel. Lo leí yo mismo.

    — No entiendo — dije más exasperado que nunca —. No sabía que los trenes de Londres se detuvieran ahora en Par.
    — No se detienen. Paran en Bodmin Road. Quien desee ir a Par hace el transbordo allí. Es lo que su amigo debió de haber hecho. — Qué maldita tontería — dije.

    El mozo rió.

    — En fin, es una noche muy agradable para pasearse. No hay nada escrito sobre los gustos de cada uno.

    Le di las gracias por todo y volví al coche. Deposité la maleta en el asiento posterior. Lo que me ponía de mal humor era ignorar por qué diablos Magnus había alterado todo lo convenido. Debía de estar en ese momento en Kilmarth, tomando la sopa de pescado y haciendo bromas con Vita y los niños a costa mía. Regresé a toda velocidad y llegué a las nueve y media, furioso. Vita, que se había maquillado y puesto un vestido nuevo sin mangas, apareció a la puerta de la sala de música en el momento en que yo subía corriendo las escaleras.

    — ¿Qué os ha pasado a vosotros dos? — comenzó, con una sonrisa que se desvaneció al verme entrar solo —. ¿Dónde está Magnus?
    — ¿Quieres decir que no ha llegado aún? — exclamé.
    — ¿Llegado? — repitió ella, sorprendida —. Por supuesto que no ha llegado. Fuiste al tren, ¿no es verdad?
    — Santo cielo, ¿qué diablos está pasando? Mira, Magnus no estaba en St. Austell. Sólo encontré su maleta. Dejó un mensaje con el encargado del tren que debía llegar a las 7.30 diciendo que descendería en Par y que caminaría hasta aquí. No me preguntes por qué. Una de sus malditas ideas. Pero él ya debía estar aquí.

    Me dirigí a la sala de música para servirme una bebida. Vita me acompañó. Entretanto los chicos corrieron al coche para coger la maleta.

    — Realmente — exclamó Vita —, esperaba más consideración de tu profesor. En primer lugar, cambia de tren; luego modifica su itinerario y por último no se molesta en aparecer a la hora convenida. Espero que habrá encontrado un taxi en Par y habrá ido a cenar a alguna parte.

    Quizá. Pero, ¿por qué no telefoneó para avisarnos?

    Es tu amigo, no el mío, querido. Suponía que conocías sus mañas. En fin, no voy a esperar más tiempo. Me muero de hambre.

    Un trozo de pescado fue reservado para la cena de Magnus, aunque yo estaba seguro de que él preferiría un jugo de naranja y una taza de café. Vita y yo comimos un trozo de pastel que ella había traído de Londres y que había guardado en la nevera. Entretanto Teddy telefoneó, o mejor dicho, trató de telefonear a la estación de Par, sin resultado. Nadie respondía.

    — ¿Sabes? — dijo el muchacho —. Quizá el profesor ha sido raptado por una organización que busca documentos secretos.
    — Es muy probable — dije —. Le dará media hora. Si no aparece, llamaré a Scotland Yard.
    — O quizá tuvo un ataque al corazón al subir la colina de Polmear sugirió Micky —. La señora Collins me dijo que su abuelo había muerto en una caminata, un día que había perdido el autobús. Aparté mi plato y bebí el último sorbo de whisky.
    — Estás sudando de nuevo, querido. Me lo explico muy bien. Pero, ¿no crees que deberías subir a la alcoba y cambiarte?

    Acepté su sugerencia y salí del comedor. En el rellano de la escalera miré hacia la alcoba de huéspedes. ¿Por qué diablos Magnus no había telefoneado para decirnos lo que iba a hacer? O al menos, ¿por qué no escribió una nota en lugar de dejar al guarda un mensaje verbal que podía ser mal transmitido? Corrí las cortinas y encendí la luz de al lado de la cama, lo cual le dio un aspecto más acogedor.

    La maleta de Magnus reposaba sobre una silla al pie del lecho. Intenté abrirla. Con gran sorpresa mía, lo logré.

    Magnus hacía la maleta metódicamente, al contrario que yo. Unos pijamas de color azul y una bata de casa se encontraban bajo un pliego de papel de seda, junto con un par de babuchas de cuero envueltas en su cartucho de papel celofán. Debajo, un par de trajes y una muda de ropa interior. En fin, me dije, esto no es un hotel de primera categoría: puede deshacer él mismo su maleta. Lo único que el anfitrión hace por su huésped es colocar el pijama sobre la almohada y la bata de casa sobre una silla.

    Tomé ambas cosas de la maleta. Al hacerlo, noté que había un sobre largo y de color castaño debajo del pijama. Escrito a máquina se leía:

    «Otto Bodrugan. Mandamiento e inquisición. Octubre 10. Eduardo III (1331).»

    El estudiante debía haberse puesto a su trabajo de nuevo. Me senté sobre la cama y abrí el sobre. Se trataba de la copia de un documento con los nombres de las propiedades de Otto Bodrugan en (.1 momento de su muerte. El feudo de Bodrugan se encontraba allí. Otto pagaba un tributo por él a Joanna: «Heredad de Henry de Campo Arnulphi» (eso debía de ser Champernoune). Seguía otro párrafo: «Henry, su hijo, de veintidós años de edad, fue su heredero; murió tres semanas después de su padre, de suerte que no tomó posesión de la herencia mencionada más arriba, ni tuvo noticia de la

    muerte de su padre. William, hijo del mencionado Otto y hermano de Henry, fue el heredero siguiente, cuando cumplió veinte años de edad al día siguiente de la fiesta de San Gil».

    Tuve una extraña sensación al leer algo que ya sabía. El monje había hecho un buen trabajo, o quizá un pésimo trabajo, y el joven Henry no había sobrevivido largo tiempo en la enfermería de la abadía. Me alegré de que no hubiera tenido noticia de la muerte de su padre.

    Seguía una larga lista de propiedades que Henry habría heredado. En seguida una nota, tomada del Calendar of Fine Rolls:

    «Octubre 10. Westminster, 1331. Orden dada al confiscador de esta región de Trent, para que tome posesión en nombre del rey de las tierras del fallecido Otto Bodrugan, arrendatario principal.»

    El estudiante había escrito «vuelva la página, por favor», al pie del documento. Al hacerlo así, encontré una media hoja, que transcribía algo tomado también del Calendar of Fine Rolls, con fecha del 14 de noviembre de 1331, en Windsor:

    «Orden dada al confiscador de esta región de Trend de tomar posesión en nombre del rey de las tierras de John de Carminowe, fallecido, arrendatario principal. Lo mismo, concerniente a las tierras de Henry, hijo de Otto Bodrugan.»

    Así, pues, John debió de haber contraído la enfermedad que tanto temía, y morir inmediatamente; Joanna había perdido, pues, la ocasión de escoger un segundo marido...

    Olvidé el presente y todo lo referente a Magnus, y permanecí sentado en la cama de la alcoba de huéspedes, pensando en el otro mundo y preguntándome qué consejo le habría dado Roger a la desilusionada Joanna Champernoune. Si es que él Ie había dado un consejo... Con In muerte de los dos Bodrugan, y siendo el sucesor un menor de edad, ella debió de acariciar las mejores esperanzas de aumentar su dominio con las tierras de Bodrugan; pero justamente en ese momento, cuando el poder se encontraba casi entre sus manos, la suerte había cambiado; John, el custodio de los castillos de Restormel y de Tremerton, había muerto a su vez... Casi sentí compasión por ella. También por sir John, un hombre sin suerte, pues se había protegido en vano contra la infección. ¿Quién recibiría la custodia de las tierras y de los bosques del condado de Cornwall en su lugar? No su hermano Oliver, esperaba yo, el asesino...

    — ¿Qué vas a hacer? — preguntó Vita desde las escaleras.

    ¿Hacer? ¿Qué podía yo hacer? Oliver ya había abandonado el lugar, en compañía de la banda de sus sanguinarios compañeros, dejando a Isolda al cuidado de Roger. No sabía aún qué le había ocurrido a Isolda...

    Oí a Vita subir las escaleras. Instintivamente volví a meter los papeles en el sobre y lo guardé todo en mi bolsillo. Cerré la maleta. Debía volver al presente. No era el momento de confundir ahora los dos mundos.

    — Estaba sacando el pijama y la bata de casa de la maleta de Magnus — dije, en el momento en que ella entraba en la habitación —. Estará agotado cuando llegue aquí.
    — ¿Por qué no le preparas también el baño? ¿Y dispones la bandeja para el desayuno? No me pareció que fueras tan atento con Bill y Diana.

    No hice caso de su sarcasmo y me dirigí a nuestra alcoba. El ruido de la televisión venía de la biblioteca en el piso inferior.

    — Es hora de que los chicos vayan a la cama — dije sin mucha convicción.
    — Les prometí que podrían esperar la llegada del profesor dijo Vita —. Pero creo que tienes razón, no tienen por qué quedarse levantados tanto tiempo. ¿No crees que deberías ir a Par? Quizá el profesor esté en un bar tratando de ahogar sus penas.
    — Magnus no es el tipo de personas que se pasa el tiempo en un bar.
    — Y bien, entonces, ha debido de encontrarse con viejos amigos y ha cenado con ellos en vez de hacerlo con nosotros.
    — Muy poco probable. Y maldita su falta de educación, al no telefonear. — Descendimos juntos las escaleras y entramos en el vestíbulo —. De todos modos, él no tiene amigos en estos lugares, que yo sepa.

    De repente Vita exclamó:

    — Ya lo sé: ¡Ha encontrado a los Carminowe! Ellos no tienen teléfono. Eso es lo que ha pasado. Ha debido encontrarlos en Par, y ellos le han invitado a cenar.

    La miré, con una nube de confusión en mi cerebro. ¿De qué diablos estaba hablando? De repente caí en la cuenta de todo. El mensaje dado al empleado de la estación tomó todo su sentido. «El propietario de la maleta, el profesor Lane, ha dejado un mensaje diciendo que había cambiado de opinión y que descendería del tren en Par y caminaría desde allí. El encargado dice que el señor Young comprenderá.»

    Magnus había tomado la conexión de trenes locales de Bodmin Road a Par, porque así atravesaría más lentamente por el valle de Treesmill. Sabía, gracias a la descripción que le envié, que le bastaba mirar hacia arriba a la izquierda, después de pasar la granja de

    Treesmill, para ver Gratten. Después, y siendo aún de día cuando el I ten llegara a Par, Magnus habría caminado por la carretera de Tywardreath y atravesado los campos para examinar el lugar.

    — Dios mío — exclamé —. Qué tonto he sido. No se me había ocurrido. Por supuesto, es eso lo que ha pasado.
    — ¿Quieres decir que ha ido a ver a los Carminowe?

    Creo que estaba cansado. Creo que estaba excitado. Creo que estaba aliviado de un gran peso. Todo eso al mismo tiempo. No tenía humor para explicar nada, o para inventar una mentira. La cosa más natural salió de mi boca, sin pensarlo.

    — Sí.

    Corrí por las escaleras abajo y atravesé el camino hasta llegar al coche.

    — ¡Pero tú no sabes dónde viven los Carminowe! — gritó Vita.

    No le respondí. Le envié un gesto de despedida con mi mano y subí al coche. En un instante recorrí a toda velocidad la carretera de entrada a Kilmarth y desemboqué en la carretera principal.

    Estaba bastante oscuro. Sólo brillaba una pálida luna. Tomé, sin embargo, el atajo que forma la vía que daba vuelta a la aldea. No encontré a nadie en la ruta. Aparqué el coche cerca de la casa llamada Hill Crest. Si Magnus descubriera el coche antes de que yo le encontrara a él, lo reconocería y me esperaría allí. No era fácil atravesar los campos hacia Gratten; tropezaba en los montículos y en los baches; comencé a llamar a Magnus por su nombre cuando nadie podría oírme desde la casa; pero no respondió. Recorrí todo el sitio cuidadosamente. No había ninguna señal suya. Bajé por el camino que descendía hasta el valle, llegué hasta la granja de Treesmill, pero Magnus no estaba allí tampoco. Entonces me dirigí de nuevo hacia la cimbre de la colina, de vuelta hacia el coche. Lo encontré como lo había dejado, vacío. Conduje hasta la aldea. Recorrí el cementerio. El reloj de la Iglesia indicaba las once y media.

    Fui al teléfono que se encontraba cerca de la peluquería y llamé a Kilmarth. Vita respondió inmediatamente.

    — ¿Has tenido suerte? — preguntó.

    Sentí un vacío en el estómago. Esperaba que hubiera llegado a

    No, no hay trazas de él.

    — ¿Y los Carminowe? ¿Encontraste su casa?

    No — dije —. Creo que he seguido una mala pista. Me equivoqué tontamente. En realidad, no tengo idea de dónde viven. Bueno, alguien debe de saberlo — dijo Vita —. ¿Por qué no preguntas a la policía?

    — No, eso no serviría para nada. Mira, bajaré a la estación y conduciré lentamente hacia casa. No hay nada más que hacer.

    Pero la estación de Par estaba cerrada durante la noche, y por más que di la vuelta a Par dos veces, no encontré a Magnus.

    Comencé a rezar: «¡Dios, haz que le vea caminando por la colina de Polmear!» Sabía muy bien qué aspecto debería presentar, si los faros del coche le iluminaran a un lado de la carretera: vería su figura delgada y angulosa, con esa manera tan suya de caminar a largas zancadas. Yo haría sonar la bocina del coche, él se detendría y yo le diría: ¿Por qué demonios...»

    Pero Magnus no estaba allí. No había nadie allí. Penetré en la carretera de entrada a Kilmarth. Descendí del coche y subí lentamente las escaleras exteriores de la casa. Vita me esperaba en la puerta. Parecía angustiada y triste.

    — Algo ha debido pasarle — dijo ella —. Creo que debes avisar a la policía.

    Pasé a su lado y subí las escaleras.

    — Voy a sacar sus cosas de la maleta — dije —. Pudo haber dejado una nota en ella. No sé...

    Saqué sus vestidos de la maleta 5r los colgué en el guardarropa. Puse su máquina de afeitar y demás instrumentos de aseo en el baño. Continué diciéndome interiormente que en cualquier momento iba a escuchar el ruido de un coche en la carretera de entrada y que Magnus saldría de él, riendo. Vita me llamaría desde las escaleras: «¡Dick, ya está aquí, ya ha llegado!»

    No había ninguna nota. Busqué en todos sus bolsillos. Nada.

    Cogí la bata de casa, que yo había ya desempacado. Mi mano se cerró sobre algo redondo en el bolsillo izquierdo. Lo saqué. Era una pequeña botella que reconocí al punto. Tenía la letra B. Era la misma que yo le había enviado por correo una semana antes. Estaba vacía.


    CAPITULO XVI


    Me dirigí a mi habitación, tomé una de mis maletas, guardé en ella la pequeña botella y los documentos referentes a Bodrugan y la cerré. Luego fui al encuentro de Vita.

    — ¿Encontraste algo? — me preguntó.

    Moví la cabeza negativamente. Vita me acompañó hasta la sala de música. Me serví un vaso de whisky.

    — Deberías servirte un vaso tú también — le dije.
    — No tengo ganas — me respondió. Se sentó en el sofá y encendió un cigarrillo Estoy segura que debemos telefonear a la policía.
    — ¿Para decir que Magnus ha tenido la idea de vagar un poco por los campos? Tonterías. Él sabe muy bien lo que hace. Debe conocer el distrito como la palma de su mano, en un perímetro de varias millas.

    El reloj dio la medianoche. Si Magnus descendió del tren en Par, debía estar caminando desde hacía cuatro horas y media...

    — Vete a la cama — le dije —. Pareces muy cansada. Esperaré, por si llega. Me tenderé en el sofá, si me coge el sueño. Tan pronto amanezca, si estoy despierto y si él no ha aparecido todavía, tomaré el coche y le buscaré de nuevo.

    Era verdad: Vita tenía un aspecto de cansancio casi enfermizo. No trataba de desembarazarme de ella. Se puso de pie, sin saber qué hacer. Se dirigió hacia la puerta. Me miró por encima del hombro.

    — Hay algo extraño en todo esto — dijo lentamente —. Tengo el presentimiento de que sabes más de lo que dices.

    No había preparado ninguna respuesta para eso.

    — Bien, trata de dormir un poco — continuó Vita —. Algo me dice que vas a necesitarlo.

    Oí la puerta de la habitación que se cerraba. Me eché sobre el sofá, con las manos en la nuca. Traté de reflexionar. Solamente había dos alternativas. La primera, que era la que yo había imaginado al principio: Magnus había decidido encontrar el emplazamiento de Gratten; habiendo perdido el camino, o habiéndose doblado un tobillo, había decidido esperar en algún sitio hasta que amaneciera; la segunda... y ésta era la que yo temía: Magnus había emprendido un «viaje». Había vertido el contenido de la botella B en algún pequeño recipiente que él llevaba en su bolsillo, había descendido del tren en Par y había caminado hacia Gratten, hacia la iglesia, hacia algún sitio de la región, y entonces había bebido el contenido y esperado... esperado a que surtiera efecto. Una vez que esto hubiera ocurrido, Magnus no sería responsable de su comportamiento. Si el tiempo lo arrastró hacia aquel otro mundo que ambos conocíamos, Magnus no sería necesariamente testigo de lo mismo que yo había visto; la escena podía ser diferente, el momento revivido anterior o posterior; en todo caso, la consecuencia funesta de tocar a alguien, sería la misma tanto para él como para mí: náusea, vértigo, confusión mental. Magnus, según me parecía, no había experimentado la droga en sí mismo desde hacía tres o cuatro meses; quizá él, aun siendo el descubridor, no tenía la misma fortaleza para resistir sus malos efectos, como yo, su conejo de Indias.

    Cerré los ojos y traté de imaginarme el cuadro: Magnus que sale de la estación, que sube a la colina y atraviesa los campos hasta llegar a Gratten; luego, Magnus que bebe la droga, riendo para sí mismo: «¡ganaré una etapa sobre Dick!» Luego, el salto hacia el tiempo pasado, con la bahía allá abajo, los muros de la casa alrededor de mi amigo, Roger a su lado conduciéndole ¿a dónde?... ¿A qué encuentro extraño en la colina o sobre la playa? ¿En qué mes, en qué año? ¿Vería Magnus lo que yo vi, el barco que encallaba, sin mástiles, al entrar en el estuario y los jinetes corriendo sobre la orilla opuesta? ¿Vería a Bodrugan ahogarse? En tal caso, su reacción podía ser diferente de la mía. Conociendo yo su temperamento dramático, Magnus podía haberse lanzado de cabeza a la corriente y tratado de llegar a la otra orilla; pero entonces no había allí una corriente, sino un valle lleno de maleza, de pantano, de árboles. Magnus podía encontrarse allí ahora, en aquella tierra desértica, pidiendo auxilio, sin que nadie le oyera. No había nada que hacer. Nada, hasta la madrugada.

    Logré dormirme; me desperté con un sobresalto a causa de una pesadilla que se desvaneció inmediatamente; en seguida volví a dormirme. Un sueño más profundo cayó sobre mí al amanecer, pues recuerdo que me desperté una vez y miré el reloj: eran las cinco y media; luego me dije que otros veinte minutos no me harían mal; cuando me desperté de nuevo eran las siete y diez.

    Me preparé una taza de té. Subí al baño, me lavé y me afeité. Vita ya estaba despierta. No me hizo ninguna pregunta. Sabía que Magnus no había llegado.

    — Voy a la estación de Par — le dije —. Allí sabrán si Magnus entregó su billete en este sitio. En seguida trataré de seguir sus movimientos desde allí. Alguien debe haberle visto.
    — Será mucho más sencillo si vas directamente a la policía.
    — Lo haré, si nadie puede darme razón de Magnus en la estación.
    — Si tú no lo haces, lo haré yo misma — dijo Vita en el momento en que yo salía de la habitación.

    Un primer contratiempo en la estación: alguien que pasaba por allí me dijo que no abrirían la oficina hasta dentro de una hora. Empleé ese tiempo en ir al puente que pasa por encima de la línea del ferrocarril y desde el cual se divisa el valle. En otro tiempo todo esto había sido un amplio estuario. El navío de Bodrugan, destrozado por la tormenta, habría pasado a la deriva por este sitio exactamente. Arrastrado por la marea y por el viento, sir Otto había buscado refugio cerca del promontorio, pero allí había encontrado la muerte. Hoy, en parte un pantano y en parte abundante maleza, era relativamente fácil trazar el curso primitivo de la corriente a través del mismo valle. Un hombre, enfermo o herido, podía yacer bajo los matorrales durante días, durante semanas, sin que nadie se enterase. El terreno sobre el que se levantaba la estación, el espacio abierto entre Par y el pueblo vecino de St. Blazey, era aún en gran parte un campo yermo; había lugares allí en los que nadie se aventuraba. Excepto quizá alguien cuya mente se encontrara sobre la cubierta de un navío que atravesaba aguas profundas, mientras su cuerpo se debatía entre el pantano y la maleza.

    Volví a la estación y encontré la oficina abierta. Por primera vez tuve la evidencia de que Magnus había llegado. El empleado no sólo había recibido su billete, sino que lo recordaba. Alto, con los cabellos grises, sin sombrero, una americana y pantalones oscuros, sonriente y con un bastón. En cambio, el empleado no había visto la dirección tomada por Magnus al salir de la estación.

    Subí al coche y recorrí medio trayecto de la carretera que conducía II la colina. Allí comenzaba un sendero hacia la izquierda, que Magnus pudo haber tomado. Lo seguí, atravesando los campos en dirección a Gratten. Hacía un calor húmedo, que presagiaba un día de alta temperatura. El granjero a quien pertenecía el terreno debió de haber abierto una puerta en alguna parte después de la noche anterior, pues las vacas vagaban por la ladera de la colina, entre los matorrales y los terraplenes, siguiéndome con curiosidad hasta la entrada de la cantera.

    Busqué con mucho cuidado, inspeccioné cada rincón, todas las zanjas, pero sin resultado. Miré abajo, al valle, más allá de la línea del ferrocarril, hacia la masa de árboles y de maleza que cubrían lo que en otro tiempo era el lecho del río. Parecían un tapete de hilos de seda que tenían todos los matices del verde dorado. Si Magnus se encontraba allí, nadie podría encontrarlo, a no ser con perros rastreadores.

    Entonces supe lo que tenía que hacer, lo que debía haber hecho antes, lo que debía haber hecho la noche anterior. Tenía que ir a la policía. Debía ir allí, como cualquier otra persona cuyo huésped no ha aparecido y han pasado ya doce horas desde la llegada del tren, y se sabe que llegó precisamente en el tren que había anunciado.

    Recordé que había un puesto de policía en Tywardreath. Hice mi triste camino de regreso en esa dirección. Me sentía incómodo, culpable, como se sienten aquellas personas que nunca han tenido líos con la policía, excepto en pequeños problemas de circulación. Por otra parte, mi historia, tal como la transmití al sargento, parecía bochornosa y en cierta manera indicaba una falta de responsabilidad por mi parte.

    — Quiero denunciar la pérdida de una persona.

    En ese momento tuve ante mis ojos la imagen de uno de aquellos carteles en que la fotografía de un criminal aparece con las palabras «SE BUSCA» en la parte inferior. Respiré hondo y conté todo lo sucedido desde el día anterior.

    El sargento tenía buena voluntad de ayudarme. Era extremadamente simpático.

    — No he tenido el placer de conocer personalmente al profesor Lane, pero por supuesto todos sabemos quién es. Usted ha debido de pasar una noche llena de ansiedad.

    Sí.

    — No se nos ha comunicado ningún accidente — dijo el sargento —, pero, evidentemente, me pondré. en contacto con Liskeard y St. Austell. ¿Quiere tomar una taza de té, señor Young?

    Acepté agradecido. Entretanto, él fue al teléfono. Tuve la misma sensación dolorosa que se siente en la sala de espera de un hospital mientras están operando a un ser querido. No podía hacer nada. El sargento regresó.

    No hay comunicación de ningún accidente. Están pasando aviso a los coches patrulla del distrito, y a los otros puestos de policía. Creo que lo mejor que usted puede hacer es regresar a Kilmarth y esperar allí las noticias que le comunicaremos. Quizá el profesor se torció un tobillo y pasó la noche en una de las granjas. Es verdad que la mayor parte tienen teléfono, y es extraño que él no le haya llamado a usted para avisarle. No hay precedentes de pérdida de la memoria, supongo.

    — No, nunca. Estaba en muy buena forma, además. Cenamos juntos en Londres hace algunas pocas semanas, y no le noté nada.
    — Pues bien, no se preocupe usted demasiado. Probablemente habrá una explicación muy simple para todo esto.

    Volví al coche, con la misma sensación molesta. Me dirigí a la iglesia. Pude oír el órgano. Debían estar en un ensayo del coro. Pasé la verja y fui a sentarme sobre una de las tumbas, cerca del muro que rodeaba el huerto de la abadía en otro tiempo. El sitio en que yo me sentaba en ese momento debió de ser el dormitorio de los monjes, en la parte sur de la abadía. Cerca se hallaría la cámara de huéspedes en donde el joven Henry Bodrugan murió de viruela. En ese otro tiempo, quizá el joven estaba a punto de morir. Quizá el hermano Jean estaba preparando alguno de sus diabólicos brebajes que habrían de arreglarlo todo rápidamente; en seguida enviaría un mensaje a Roger para que diera la noticia a la madre de Henry y a su tía, Joanna Champernoune. Me sumergía en malos presentimientos referentes a uno y otro mundo: a Roger, al monje, al joven Bodrugan, a Magnus. Todos nos encontrábamos unidos como eslabones de una misma cadena a través de los siglos.

    En una noche así
    Medea preparaba las hierbas mágicas
    que rejuvenecerían al viejo Eson...


    Magnus pudo sentarse en este mismo sitio y tomar aquí la droga. Pudo encaminarse a no importa qué sitio de los que yo había visitado.

    Me dirigí en coche a la granja donde había vivido Julián Polpey seis siglos antes y marché a lo largo del sendero hasta Lampetho. Si yo había atravesado este sitio pantanoso con mi cuerpo en el presente y mi cerebro en el pasado, Magnus pudo haber hecho lo mismo. Ahora no existía la marea sino la maleza y las charcas; sin embargo, el sitio me parecía conocido, como si lo hubiera visto en un sueño ya olvidado. El sendero se perdía en el fango; no podía ver la manera de atravesar el valle hasta el otro lado. Sólo Dios sabe cómo logré hacerlo de noche siguiendo a Otto y a los otros

    conspiradores. Volví atrás. Un viejo salió de la granja de Lampetho y llamó a un perro que corría ladrando hacia mí. Me preguntó si había perdido mi camino. Le dije que no, y le pedí excusas por haber entrado en su propiedad.

    — Por casualidad, ¿no ha visto usted a alguien pasar por aquí anoche? — le pregunté —. Un hombre alto, con cabellos grises y apoyándose en un bastón.

    El viejo movió la cabeza.

    — No tenemos muchos visitantes que vengan por estos lados. El camino no conduce a ninguna parte, excepto a esta granja. La mayor parte se quedan en la playa de Par.

    Le di las gracias y volví al coche. Pero no estaba convencido. El hombre podía haberse encontrado en el interior de la casa entre las 8,30 y las 9. Magnus podía, pues, hallarse tendido en medio de la ciénaga, abajo de la granja... Pero, de todos modos, alguien debió verlo. El efecto de la droga tuvo que haber cesado horas antes. Si la tomó a las ocho y media, o a las nueve, Magnus debió volver en sí hacia las diez, o las once, o a medianoche.

    Un coche de la policía esperaba a la entrada de la casa cuando llegué. Al entrar oí a Vita decir:

    — Aquí está mi marido.

    Un oficial de policía y un alguacil la acompañaban en la sala de música.

    — Temo que no tengamos noticias útiles para usted, señor Young — dijo el inspector Solamente una pequeña pista, que puede conducimos a algo. Un hombre de la apariencia del profesor fue visto anoche entre las nueve y las nueve y media caminando a lo largo de la ruta de Stonybridge, arriba de Treesmill y más allá de la granja de Trenadlyn.
    — ¿La granja de Trenadlyn? — repetí.

    La sorpresa debió reflejarse en mi rostro, pues el inspector dijo inmediatamente:

    — ¿La conoce usted entonces?
    — Sí, claro que sí. Está mucho más arriba en el valle que Treesmill; es la pequeña granja que se encuentra al lado mismo de la carretera.
    — Exacto. ¿Tiene usted alguna idea de por qué el profesor Lana podía encontrarse en ese sitio, señor Young?
    — No — dije vacilando —. No... no hay nada que haya podido invitarle a seguir ese camino. Yo habría esperado más bien que caminara hacia la parte inferior del valle, más cerca de Treesmill.
    — Pues bien, la información que tenemos es que un caballero fue visto por Trenadlyn entre las nueve y las nueve y media. La señora Richards, esposa del señor Richards, dueño de la granja, le vio por la ventana. En cambio, su hermano, que trabaja en la granja de Great Treveryan, no vio a nadie. Si el profesor Lane se dirigía hacia Kilmarth, parece que tomó un largo rodeo, aun en el caso de que quisiera hacer un poco de ejercicio después de estar sentado en el tren mucho tiempo.
    — Sí, pienso lo mismo — dije. Luego añadí con cierta vacilación —: Inspector, el profesor Lane está muy interesado en sitios de interés histórico. Tal pudo ser la razón de su caminata. Creo que buscaba el emplazamiento de una antigua mansión feudal que debió encontrarse por ese lado. Pero no pudo ser ninguna de las granjas que usted ha mencionado, pues en ese caso, el profesor habría llamado a la puerta de una de ellas.

    Ahora sabía por qué Magnus (pues debía haber sido Magnus el hombre visto por la mujer, según su propia descripción) había estado caminando más allá de Trenadlyn sobre la ruta de Stonybridge. Era el camino tornado por Isolda y Robbie, cuando habían cabalgado hacia el estuario de Treesmill, en donde encontraron el cadáver del desgraciado Bodrugan. Era el único camino hacia el desconocido Tregest cuando el

    estuario estaba cubierto por la inundación del río o por la marea. Magnus, al pasar por la granja de Trenadlyn, debía encontrarse en ese tiempo, siguiendo a Roger y a Isolda.

    Vita, sin poder contenerse ya más, se volvió hacia mí impulsivamente.

    — Querido, todo este asunto de un interés histórico no tiene nada que ver aquí. Por favor, no te enfades si me entrometo, pero es algo esencial. — Se volvió hacia el inspector —: Estoy segura, como lo estaba mi marido anoche, de que el profesor Lane iba a visitar a algunos de sus amigos, llamados Carminowe. Oliver Carminowe no tiene su nombre en el anuario telefónico, pero ciertamente vive en este distrito, por allí por donde el profesor Lane fue visto anoche.

    Es evidente para mí que él se dirigía hacia allí; cuanto antes se tome contacto con esa gente, mejor.

    Hubo un corto silencio después de su intervención exaltada. El inspector me miró. La expresión de su rostro había cambiado; ya no reflejaba preocupación, sino sorpresa y aun reproche.

    — ¿Es verdad eso, señor Young? Usted no me dijo nada acerca de la posibilidad de que el profesor Lane visitase a algunos de sus amigos.

    Sentí que mi boca temblaba en una sonrisa.

    — No, inspector, por supuesto que no. Pero no se trata de una visita del profesor a algún amigo. Me temo que mi esposa se dejó tomar el pelo por el profesor; yo, tontamente, no hice nada para descubrirle la verdad y continué la broma. No existe ninguna persona que se llame Carminowe.
    — ¿No existe? — dijo Vita —. Pero si tú viste a sus niñas cabalgando el domingo por la mañana; dos niñas acompañadas de su nodriza. Me lo dijiste.
    — Te lo dije, sí. Pero repito que te estábamos tomando el pelo.

    Me miró con incredulidad. Podía decir, por la expresión de sus ojos, que creía que yo estaba mintiendo para cubrir a Magnus y a mí mismo y librarnos de una situación molesta. En seguida encendió un cigarrillo, echó una mirada al inspector y se encogió de hombros.

    — Qué broma tan tonta. Excúseme, inspector.
    — No se preocupe, señora — dijo el inspector, con una expresión aún más dura que antes —. Se nos toma el pelo de vez en cuando, sobre todo en nuestra profesión de policías. Se volvió en seguida hacia mí —: ¿Está usted seguro de eso, señor Young? ¿No conoce usted a nadie a quien el profesor Lane hubiera querido visitar después de su llegada a la estación de Par?
    — Absolutamente seguro, no. Lo que yo sé es que nosotros somos mis únicos amigos aquí y que él venía a pasar el fin de semana en nuestra compañía. La casa pertenece al profesor, como usted sabe. Nos la ha prestado durante las vacaciones. Con toda sinceridad, inspector, yo no comencé a preocuparme acerca de la suerte del profesor Lane hasta esta mañana. Conoce muy bien toda la región, pues su padre, el comandante Lane, poseía ya esta casa desde hacía mucho tiempo. Estaba seguro de que no podría perderse y de que aparecería de un momento a otro con una explicación aceptable acerca del motivo de su tardanza.
    — Lo comprendo — dijo el inspector.

    Nadie dijo nada durante un rato. Yo tenía la impresión de que mi historia no le convencía, como no convencía tampoco a Vita, y de que ambos pensaban que Magnus había emprendido alguna operación sospechosa en la que yo trataba de protegerle. Y realmente era verdad.

    — Ahora caigo en la cuenta — dije —; yo debí de haberme puesto en contacto con usted desde anoche. El profesor Lane se habrá torcido un tobillo. Quizá ha estado pidiendo auxilio, sin que nadie le oiga.

    No debe de haber mucha circulación por esa carretera, una vez que cae la noche.

    — No— dijo el inspector —. Sin embargo, la gente de Trenadlyn y de Treveryan se habrán levantado pronto esta mañana; si hubiera habido un accidente en ese sitio, con alguien pidiendo auxilio, va habrían avisado. Lo más probable es que el profesor se haya dirigido hacia la carretera principal; allí ha podido tomar una de las dos direcciones, o bien hacia Lostwithiel o de regreso hacia Fowey.
    — ¿El nombre de Tregest no le sugiere a usted nada? — pregunté cautelosamente.
    — ¿Tregest? — El inspector pensó un momento, luego movió negativamente la cabeza —. No, nada en absoluto. No me suena. ¿Es el nombre de un lugar?
    — Creo que existía una granja de tal nombre en este distrito, en otro tiempo. El profesor Lane pudo haber tratado de encontrarlo. Es algo que tiene relación con sus investigaciones históricas.

    En ese momento tuve otra idea:

    — Trelawn, ¿dónde se encuentra exactamente Trelawn?
    — ¿Trelawn? — repitió el inspector con sorpresa —. Es una finca situada a unas pocas millas de Looe. Debe encontrarse a unas 18 millas o más de aquí. Seguramente que el profesor no trataría de dirigirse allí a pie a las nueve de la noche.
    — No, ciertamente que no. Es que estoy tratando de recordar nombres de interés histórico.
    — Sí, querido — interrumpió Vita —, pero como dice el inspector, difícilmente Magnus habría tratado de buscar cosas de ese tipo a muchas millas de distancia, sin telefonearnos antes. Eso es lo que no puedo entender, por qué no trató de ponerse en contacto con nosotros por teléfono.
    — Aparentemente, señora Young, el profesor Lane no telefoneó, porque pensó que el señor Young sabría hacia dónde se dirigía.
    — Sí— dije — y yo no lo sabía. Y no lo sé aún. Ojalá lo supiera. El teléfono sonó repentinamente, sobresaltándonos. Era como una respuesta a nuestras palabras.
    — Yo contestaré — dijo Vita, quien se encontraba cerca de la puerta.

    Atravesó el vestíbulo y pasó a la biblioteca. Nosotros permanecimos en la sala de música, escuchando lo que decía.

    — Sí — dijo ella brevemente —, aquí está. Le llamaré.

    Volvió a la habitación y dijo al inspector que la llamada era para él. Esperamos durante tres o cuatro minutos, que nos parecieron interminables. El inspector contestaba con monosílabos, con una voz apagada. Miré mi reloj. Eran justamente las doce y media. No había caído en la cuenta de que era tan tarde. Al volver me miró. Vi en la expresión de su rostro que algo había sucedido.

    — Lo siento muchísimo, señor Young, pero creo que son malas noticias.
    — De acuerdo. Dígame.

    Nunca se está preparado. Siempre se espera algo, en los momentos angustia: por ejemplo, que todo se resuelva bien. Ahora, en el fino de Magnus, yo esperaba, a pesar del tiempo transcurrido después de su desaparición, que el inspector me dijera que alguien le había encontrado en el camino, perdida la memoria, y que le había conducía al hospital.

    Vita vino y se puso a mi lado, con su mano en la mía.

    — Era un mensaje del puesto de policía de Liskeard. Una de nuestras patrullas ha encontrado el cuerpo de alguien que responde a las señas del profesor Lane, cerca de la línea del ferrocarril, a este lado del túnel de Treveryan. Parece que recibió un golpe en la cabeza, dado por un tren. Ni el conductor ni el guardia le habían visto. Parece que logró trepar a una choza abandonada un poco más arriba de la línea del ferrocarril y que allí sucumbió. Tiene el aspecto de haber muerto hace ya algunas horas.

    Permanecí inmóvil, mirando al inspector. Quedé paralizado por el choque emotivo. Era como si la vida misma se retirara, dejándome vacío: un cadáver, como Magnus. Sólo sentía la mano de Vita.

    — Lo comprendo dije, pero no era mi voz —. ¿Qué quiere usted que haga?
    — En este momento están de camino hacia el depósito de cadáveres de Fowey. Siento terriblemente tener que molestarle en estas circunstancias, pero creo que lo mejor es que vayamos allí inmediatamente para identificar el cadáver. Me gustaría pensar que no se trata del profesor Lane, tanto por usted como por la señora Young. Pero me temo que no les pueda ofrecer muchas esperanzas.

    No, claro que no.

    Dejé la mano de Vita y me dirigí hacia la puerta. Salimos al caliente patio exterior. Unos boy-scouts levantaban sus tiendas en el campo que se extendía más allá de las praderas de Kilmarth. Podía oírles gritar y reír, y clavar las estacas de las tiendas en el suelo.


    CAPITULO XVII


    El depósito de cadáveres era un pequeño edificio de ladrillo rojo, próximo a la estación de Fowey. No había nadie cuando llegamos. La patrulla de la policía debía encontrarse aún en camino. Al salir del coche, el inspector me miró y me dijo:

    — Señor Young, tendremos que esperar un poco. Me gustaría ofrecerle una taza de café y un bocadillo.
    — Muchas gracias — le dije —, pero me encuentro muy bien.

    No sé si debo insistir. Sin embargo, me parece que debería tomar algo. Se sentirá usted mejor.

    Cedí a sus instancias. Me condujo a una cafetería, al otro lado de la calle. Tomamos una taza de café. Pedí también un bocadillo de jamón. Mientras estaba sentado allí, me acordé del tiempo pasado, cuando siendo estudiantes Magnus y yo veníamos en tren hasta Par, a fin de pasar algunos días con sus padres. Recordé el traqueteo del tren sobre la vía y el paso del túnel con la repentina aparición de la luz del día al final; los campos verdes se extendían a uno y otro lado. Magnus debió de hacer este trayecto miles de veces cuando era niño. Ahora había encontrado la muerte a la entrada de ese mismo túnel.

    Eso sería un enigma para los demás: para la policía, para sus múltiples amigos, para todo el mundo, excepto para mí. Me preguntarían por qué un hombre de su inteligencia había decidido pasearse al lado de la línea del ferrocarril en una noche de verano y yo tendría que responder que no lo sabía. Pero yo sí lo sabía. Magnus había estado caminando en un tiempo en que no había línea de ferrocarril y en el que la colina no era más que un terreno cubierto de hierba y de maleza. Entonces no se abría la enorme boca del túnel en el flanco de la colina, no se levantaban los postes de corriente eléctrica, no se habían construido las carreteras: sólo existía un terreno cubierto de hierba por el cual un hombre, quizá, conducía una cabalgadura por la brida...

    — ¿Perdón? — dije.

    El inspector me estaba preguntando si el profesor Lane tenía parientes.

    — Excúseme, por favor. No había oído lo que me preguntaba. No, el comandante y la señora Lane murieron hace ya algunos años, y no tuvieron más hijos. Nunca oí al profesor hablar de primos o de otros parientes.

    Debía de haber algún abogado que se ocupara de sus asuntos y un Banco que se encargara de su dinero. Pero yo no conocía ni siquiera el nombre de su secretaria.

    Nuestras relaciones, tan íntimas, nunca se habían ocupado de los detalles de la vida ordinaria. Quizá hubiera alguna otra persona que estuviera al corriente de todo eso.

    En ese momento el alguacil entró para decir al inspector que la patrulla de policía había llegado, lo mismo que la ambulancia. Nos dirigimos hacia el depósito de cadáveres. El alguacil dijo algo en voz baja, que yo no oí. El inspector se volvió hacia mí.

    — El doctor Powell se encontraba en la estación de policía en Tywardreath cuando llegó el mensaje de la patrulla; ha decidido hacer un reconocimiento preliminar del cuerpo. Será después el médico forense quien se encargará del informe definitivo.
    — Sí — dije.

    Médico forense... informe... todo el papeleo legal.

    Entré en el edificio. La primera persona que vi fue al doctor que había encontrado en el aparcamiento y que me había visto recobrarme del ataque de vértigo y náuseas diez días antes. Noté en sus ojos que me reconocía, pero no lo dejó translucir cuando el inspector nos presentó.

    — Siento muchísimo todo esto — dijo. En seguida, bruscamente, añadió —: Si usted no ha visto antes a alguien que haya perecido violentamente en un accidente, sobre todo a un amigo, debo prevenirle que es un espectáculo duro de soportar. Este hombre ha recibido una profunda herida en la cabeza.

    Me condujo a la camilla que se encontraba sobre una larga mesa era Magnus, pero parecía diferente, más pequeño. Tenía una cavidad llena de sangre sobre el ojo derecho. Su americana estaba manchada de sangre y uno de sus pantalones estaba desgarrado.

    — Sí — dije —. Es el profesor Lane.

    Di media vuelta y partí, pues Magnus no estaba realmente allí. Estaba aún marchando sobre los campos, arriba de Treesmill, o liando una ojeada de asombro alrededor suyo en un mundo todavía desconocido.

    — Si eso es un consuelo para usted, le diré que no pudo vivir mucho tiempo después de recibir tal golpe. Sólo Dios sabe cómo pudo trepar esos pocos metros para llegar a la cabaña abandonada. No debía tener consciencia de sus movimientos. Debió morir pocos momentos después.

    Nada poda servirme de consuelo, pero le agradecí sus buenas intenciones.

    — ¿Quiere usted decir — pregunté — que el profesor no estuvo allí caído mucho tiempo, preguntándose por qué nadie acudía en su ayuda?
    — No, ciertamente no. En todo caso, el inspector le comunicará ulteriores detalles, tan pronto como examinemos las heridas.

    Un bastón se apoyaba en el extremo de la mesa. El sargento se lo indicó al inspector.

    — El bastón quedó entre la línea y la cabaña abandonada — dijo. El inspector me miró, y yo asentí.
    — Sí, es uno de los muchos que poseía. Su padre coleccionaba bastones. Hay por lo menos una docena en su apartamento de Londres.
    — Lo mejor que podemos hacer ahora es conducirle a usted de nuevo a Kilmarth — dijo el inspector Por supuesto, le mantendremos al corriente de todo. Sabe usted muy bien que tendrá que dar su testimonio en nuestra indagación.
    — Sí, por supuesto — dije.

    Me preguntaba qué ocurriría con el cuerpo de Magnus después de la autopsia. Quizá permanecería allí hasta después del fin de semana. Pero eso no importaba. Nada importaba ahora.

    Al darme la mano para despedirnos, el inspector dijo que probablemente iría a Kilmarth el lunes para hacerme algunas preguntas, por si yo podía agregar algo a lo que ya había dicho.

    — Usted sabe, señor Young, si ha podido tratarse de amnesia o incluso de suicidio.
    — Amnesia, eso quiere decir una pérdida de la memoria, ¿no es verdad? Muy poco probable. En cuanto al suicidio, es absolutamente imposible. El profesor sería la última persona del mundo que hiciera tal cosa. Además, no tenía ningún motivo. Estaba impaciente por pasar el fin de semana con nosotros. Por otra parte, se encontraba de excelente humor cuando hablamos por teléfono.
    — De acuerdo. En fin — continuó el inspector —. Esto es lo que el médico forense querrá oír de usted mismo.

    El alguacil me condujo a casa. Bajé de su coche y caminé lentamente por el jardín. Subí las escaleras de la entrada. Me serví un whisky triple y me eché en el diván de uno de los cuartos. Debí dormirme inmediatamente. Cuando me desperté, eran ya las últimas horas de la tarde. Los últimos rayos del sol poniente penetraban por la ventana occidental de la habitación que daba al patio. Vita esperaba sentada a mi lado, con un libro en sus manos.

    — ¿Qué hora es? — pregunté.
    — Más o menos las seis y media. Pensé que lo mejor era dejarte descansar. El doctor que te vio en el depósito de cadáveres ha telefoneado esta tarde. Me ha preguntado si te encontrabas bien. Le he dicho que dormías. Me ha aconsejado dejarte dormir lo más posible.

    Vita puso su mano en la mía. Era un gesto reconfortante, como si yo hubiera vuelto a mi infancia.

    — ¿Qué has hecho con los niños? La casa parece muy tranquila.
    — La señora Collins se ha portado de una manera maravillosa. Se los ha llevado a Polkerris para pasar el día con ella. Su marido les iba a llevar a pescar después del almuerzo. Les traerá aquí hacia las siete. Llegarán de un momento a otro.

    Guardé silencio un momento.

    — Esto no debe estropearles sus vacaciones.
    — No te preocupes por ellos o por mí. Ya nos haremos cargo de nosotros mismos. Lo que me preocupa es el choque que todo esto ha producido en ti.

    Le agradecí que no siguiera tratando el tema y que no me preguntara por qué eso había ocurrido, qué había estado haciendo Magnus, por qué no se percató del tren que se acercaba, por qué el conductor no le había visto, etc. Esas cuestiones no nos llevarían además a ninguna parte.

    — Tengo que telefonear. Hay que avisar a la Universidad.
    — El inspector se está encargando de todo eso dijo Vita —. Volvió aquí, poco tiempo después de tu llegada. Quiso ver la maleta de Magnus. Le dije que tú la habías abierto ayer y que no habías encontrado nada. Tampoco él. Dejó los vestidos en el armario.

    Recordé la botella que se encontraba en mi propia maleta, así como los papeles referentes a Bodrugan.

    — ¿Qué más quería?
    — Nada. Solamente dijo que lo dejáramos todo a su cargo, y que se pondría en contacto contigo el lunes.

    Abrí mis brazos y la atraje hacia mí.

    — Gracias, querida. Eres un gran apoyo para mí. Todavía no puedo pensar como es debido.
    —No hagas todavía ningún esfuerzo. Ojalá pudiera decir o hacer algo más.

    Oímos a los niños hablando en su habitación. Debieron de haber entrado por la puerta posterior.

    — Iré a verles — dijo Vita Querrán cenar. ¿Deseas que te suba algo a ti también?
    — No, yo bajaré. Tengo que aparecer delante de ellos algún día.

    Permanecí todavía un rato en el diván, mirando los rayos del sol que agonizaba entre los árboles. En seguida tomé una ducha y me vestí. A pesar de las conmociones del día, mi ojo había vuelto a su estado normal. Esa perturbación pudo ser algo casual, sin ninguna relación con la droga. En todo caso, era algo que ya nunca podría averiguar.

    Vita estaba dando de comer a los niños en la cocina. Pude oír lo que decían, mientras yo atravesaba el vestíbulo reuniendo mis fuerzas antes de entrar.

    — Pues bien, te apuesto lo que quieras a que se trataba de una intriga internacional. — La voz un poco chillona y nasal de Teddy pasó a través de la puerta abierta —. Es lógico que el profesor tuviera cierta información secreta, quizá algo que ver con la guerra biológica, y que hubiera convenido en encontrarse con alguien cerca del túnel; el hombre resultó un espía, y le golpeó en la cabeza. La policía de aquí no pensará en eso y el servicio secreto tendrá que intervenir.
    — No seas tonto, Teddy — dijo Vita bruscamente —. Ésa es justamente la manera como se crean rumores estúpidos. Dick se disgustaría muchísimo si te oyera decir esas cosas. Espero que no hayas dicho algo por el estilo a la señora Collins.
    — Fue el señor Collins quien primero habló de ello — intervino Mickey —. Dijo que nunca se sabe lo que los científicos traen entre manos en estos tiempos; que quizá el profesor estaba buscando un sitio para establecer un laboratorio secreto en el valle de Treesmill.

    Esta conversación me volvió a mis cabales. Pensé cómo Magnus habría bromeado con todo eso, cómo habría ayudado a crear otras fantasías del mismo género. Tosí fuertemente y entré en la cocina en el momento que Vita decía:

    Los niños levantaron los ojos. Sus pequeños rostros tomaron la expresión de un malestar tímido, lo que es habitual cuando los menores se encuentran de repente frente a una situación en la que los adultos, según piensan ellos, deben estar sumergidos en el dolor.

    — ¡Hola! — dije —. ¿Pasasteis un día agradable?
    — No estuvo mal murmuró Teddy, ruborizándose —. Fuimos de pesca.
    — ¿Habéis cogido algo?
    — Algunos merlanes. Mamá los está cocinando ahora.
    — Pues bien, si queda algo, me invito a probarlos. He tomado una taza de café en Fowey, con un bocadillo. Con eso tengo para todo el día.

    Ellos quizá pensaron que yo me mantendría de pie, con la cabeza y los hombros caídos, pues mostraron un gran alivio cuando me vieron tomar un cazamoscas y aplastar una avispa contra el vidrio de la ventana, diciendo «la agarré», con un gran alivio de mi parte. Más tarde, mientras estábamos comiendo, les dije:

    — Es posible que la próxima semana esté muy ocupado, porque van a comenzar una investigación sobre la muerte de Magnus; habrá varios asuntos a los cuales tendré que atender, pero haré que Tom os lleve en uno de sus botes desde Fowey; en un bote de vela o de motor, como lo prefiráis.
    — Muchísimas gracias — dijo Teddy; Micky, cayendo en la cuenta de que el tema de Magnus ya no era un tema prohibido, dijo con la boca llena —. ¿Aparecerá la historia del profesor Lane en la televisión esta noche?
    — No lo creo repliqué —. No se trata de un cantor de ye-ye o de un político.
    — Mala suerte — dijo él —. De todas maneras miraremos la televisión, por si acaso.

    Pero no se mencionó nada en ella, con gran desencanto de los niños y, según me parece, también de Vita; por mi parte fue un alivio. Sabía que en los días siguientes tendríamos más ruido publicitario de lo conveniente, una vez que la prensa estuviera al corriente del asunto. Así sucedió, en efecto. El teléfono comenzó a sonar en las primeras horas de la mañana, aun siendo domingo; Vita y yo pasamos la mayor parte del día respondiendo al teléfono. Finalmente lo desconectamos y nos instalamos en el patio, en donde los periodistas, aunque llamaran a la puerta, no nos encontrarían. La mañana siguiente Vita llevó los niños a Par para hacer algunas compras; entretanto yo abrí la correspondencia. Las pocas cartas que había recibido no tenían nada que ver con la catástrofe. Tomé la última del pequeño montón de cartas y vi con un sobresalto que estaba dirigida a mí y escrita a lápiz con la letra de Magnus; llevaba el sello de Exeter. La abrí:

    «Querido Dick:
    »Te escribo en el tren, y probablemente mi letra será ilegible. Si encuentro un buzón a mano en Exeter, la despacharé desde allí. Probablemente no hay necesidad de escribírtela y en el momento en que la recibas el sábado por la mañana, habremos ya pasado, espero, por una espléndida experiencia juntos, con la perspectiva de pasar otras muchas más. Pero te escribo como una medida de prudencia en el caso de que ocurra algo. Lo que he encontrado hasta ahora es bastante concluyente; estamos a punto de hallar algo de grandísima importancia, relativo al funcionamiento del cerebro. En resumen y en un lenguaje para profanos, el proceso químico de las células cerebrales conectadas con la memoria es capaz de ser reproducido, de suerte que podamos repetirlo tal como ha evolucionado desde el momento de nuestra infancia; te hablo en estos términos, porque no encuentro otros ahora; en esas mismas células la composición química depende de nuestra herencia, del legado de nuestros antepasados a partir de los tiempos más primitivos. El hecho de que yo sea un genio y tú una persona ordinaria depende únicamente de los mensajes transmitidos hasta nosotros por esas mismas células y luego distribuidos al resto de las células de nuestro cuerpo. Exceptuando nuestras características personales, las células sobre las cuales estoy trabajando, y que llamaré la red memorial, guardan no solamente nuestras experiencias pasadas, sino también los reflejos y los hábitos de los esquemas cerebrales que hemos heredado. Estos hábitos, si logran surgir al nivel de la conciencia, nos permitirán ver, oír, ser testigos de sucesos que ocurrieron en el pasado; no porque un antepasado nuestro determinado haya vivido tina escena particular cualquiera, sino porque, gracias a un procedimiento científico (en este caso la droga), los esquemas heredados de los antepasados aparecen en primer plano y dominan el campo de la conciencia. Las consecuencias, en el terreno histórico, no me interesan; en cambio, desde el punto de vista biológico, el dominio de la herencia cerebral es para mí de un enorme interés y abre posibilidades incalculables.
    »En cuanto a la droga misma, es verdad que es peligrosa y que puede ser mortífera, si se toma en una dosis excesiva; más aún, si cae en manos de gente de pocos escrúpulos, puede agregar un cúmulo de desgracias a nuestro mundo ya suficientemente perturbado. Así, pues, querido amigo, si algo me pasa, destruye todo lo que queda en la cámara de Barba-azul. Mis colaboradores tienen instrucciones parecidas en Londres; son gente de confianza; en todo caso, ellos no saben nada sobre el alcance de mi descubrimiento, pues he trabajado en él completamente solo. En cuanto a ti, si no te vuelvo a ver, olvida todo este asunto. Si nos vemos esta noche, tal como lo hemos previsto y si tomamos una caminata juntos o quizá «un viaje», tal como lo espero, deseo tener la suerte de ver más de cerca a Isolda. Esta, según los documentos que tengo en mi

    maleta, debió perder a su amado tal como tú dijiste y debe encontrarse necesitada de consuelo. Podemos descubrir al mismo tiempo si Roger Kylmerth pudo proporcionárselo. No tengo tiempo de agregar nada más. Ya llegamos a Exeter. Hasta pronto, en este mundo o en el otro.

    »MAGNUS.»

    Si no hubiéramos salido de paseo el viernes, yo habría encontrado el mensaje telefónico a tiempo... si me hubiera dirigido directamente a Gratten después de salir de la estación de St. Austell, en lugar de ir a casa...: demasiados «sí», y ninguno de ellos resultó. Aun esta carta, que llegó como un mensaje póstumo, debía haberme llegado el sábado por la mañana, en vez de este lunes. No es que esto hubiera tenido algún provecho, ni que dijera algo nuevo acerca de las intenciones verdaderas de Magnus; en el momento en que la puso al correo, quizá todavía no había tomado ninguna decisión. La carta era una medida de seguridad, como decía él, en caso de que ocurriera algo. La leí una y otra vez; después encendí una cerilla y la quemé.

    Bajé al sótano, atravesé la vieja cocina y me dirigí al laboratorio. No había entrado allí desde la mañana del viernes, después de regresar de Gratten, cuando Bill había bajado y me había encontrado preparando el té en la cocina. La hilera de jarrones y de botellas, la cabeza del mono, los fetos de gallinas y los hongos no me amenazaban ahora, como tampoco lo habían hecho desde el primer experimento. En este momento, cuando su dueño mágico había partido para no volver nunca más, presentaban una apariencia triste y casi trágica. Ninguna mano encantada les volvería a la vida; nadie extraería los jugos, ni pondría los huesos a fermentar en alguna olla.

    Cogí los jarros que contenían diferentes líquidos y los vacié en la pila. Después los lavé y los volví a colocar en el armario. Podían haber servido para conservar frutas, mermeladas o para no importa qué uso; no había ninguna marca distintiva sobre ellos; sólo etiquetas que yo retiré y guardé aparte. En seguida fui a buscar un viejo saco que recordé haber visto en la buhardilla y me puse a abrir los recipientes restantes que contenían los fetos y la cabeza del mono. Guardé todo en el saco, después de haber vertido el líquido en la pila y teniendo cuidado de no tocar nada con mis manos. Hice lo mismo con los hongos que coloqué también en el saco. Sólo quedaron dos pequeñas botellas, la botella A que contenía el resto de la droga que yo había utilizado hasta ese momento, y la botella C, que yo nunca había tocado. La botella B la había enviado a Magnus y se encontraba ahora vacía en mi maleta. No vertí el contenido de ninguna de estas botellas en la pila, sino que las guardé en mi bolsillo. En seguida me dirigí a la puerta y escuché. La señora Collins iba de una parte a otra, entre la cocina y la despensa; podía escuchar su radio funcionando.

    Cargué el saco a mi espalda y cerré la puerta del laboratorio. Después me dirigí a través de la puerta posterior y subí hasta el jardín de la cocina, detrás del establo; en seguida subí al bosque que se encuentra arriba en la colina. Me dirigí hacia el sitio en que la maleza es más espesa, donde hay tupidos laureles y rododendros que no han florecido durante años, ramas rotas de árboles muertos, hojas caídas en otoños sucesivos; tomé luego una de las ramas muertas y abrí un agujero en la tierra húmeda y oscura; vertí el contenido del saco y aplasté la cabeza del mono con una piedra hasta que desapareció toda apariencia de un ser viviente; sólo quedaron pedazos de hueso y una masa gelatinosa; los fetos mezclados con los otros fragmentos quedaron irreconocibles, como las entrañas de un pez destripado. Cubrí todo con tierra y con hojas; una frase vino a mi memoria: «las cenizas a las cenizas, el polvo al polvo»; era como si estuviera enterrando a Magnus o a su trabajo.

    Volví a casa pasando por el sótano y por las escaleras laterales; evité así encontrarme con la señora Collins; sin embargo, ésta debió de oírme entrar al vestíbulo, pues dijo:

    — ¿Es usted, señor Young?
    — Sí.

    Le estuve buscando por todas partes y no le pude encontrar. El inspector de Liskeard le llamó por teléfono.

    — Paseaba por el jardín. Yo le telefonearé.

    Subí las escaleras y me dirigí al cuarto contiguo a nuestra alcoba; metí las botellas A y C en mi maleta, al lado de la botella B; la cerré con llave y guardé ésta conmigo; me lavé y bajé a la biblioteca. Telefoneé a la estación de Policía de St. Austell. — Lo siento, inspector. Me encontraba en el jardín cuando usted telefoneó.

    — Está bien, señor Young. Pensé que le gustaría conocer las últimas noticias. Hemos progresado algo. Se trataba de un tren de carga.

    Pasaba por el túnel de Treveryan hacia las diez menos diez. El maquinista no vió nada al lado de la línea férrea cuando se acercaban al túnel, pero estos trenes de carga son a veces muy largos y éste no llevaba ningún guardafrenos en la parte posterior; así, pues, cuando la máquina entró en el túnel, no había nadie para observar si alguien se acercaba al ferrocarril y si era golpeado por uno de los vagones.

    — Lo comprendo. Muchísimas gracias. ¿Piensa usted que eso fue lo que sucedió?
    — Pues bien, señor Young, todo parece indicarlo. Se diría que el profesor Lane debió marchar por la carretera hasta más allá de la granja Trenadlyn, pero antes de llegar a la carretera principal debió de entrar en un campo que llaman Higher Gum, que se encuentra encima de Treveryan; desde allí se dirigiría diagonalmente hacia el ferrocarril. Es posible, atravesando la cerca de alambres y trepando por el terraplén, llegar hasta la línea del ferrocarril; en todo caso, cualquiera que hiciera eso tenía que darse cuenta de que el tren de carga se acercaba. Era de noche, por supuesto, pero hay una señal justamente a la entrada del túnel; además, un tren de carga no es nada silencioso, con el sonido del pito que obligatoriamente tiene que hacer sonar antes de entrar en el túnel.

    Sí, era verdad, me dije; pero hace seis siglos no había señales, ni cerca de alambres, ni ferrocarriles, ni pitos que advirtieran la proximidad de un tren...

    — ¿Quiere usted decir que quien oyera el tren subir por el valle, aunque se encontrara a una distancia considerable, debía estar ciego o completamente sordo?
    — Sí, señor Young, algo así. Por supuesto, es posible colocarse uno al lado de la línea del ferrocarril cuando pasa el tren; hay suficiente espacio a uno y otro lado y parece ser que esto era lo que el profesor Lane quería. Hemos encontrado marcas en el suelo en el sitio donde él se deslizó, lo mismo que en el terraplén por el cual tuvo que trepar para llegar a la cabaña.

    Reflexioné un momento y en seguida dije:

    — Inspector, ¿sería posible que yo fuera y mirara el sitio exacto?
    — En realidad, señor Young, era eso precisamente lo que iba a sugerirle, pero no sabía cómo reaccionaría usted. Podría ser útil tanto para nosotros como para usted.
    — Entonces estaré listo cuando usted quiera.

    Digamos a las once y media en la estación de Policía de Tywardreath.

    Eran ya las once. Sacaba mi coche del garaje cuando Vita entraba con el Buick en compañía de los niños. Salieron de él llevando cestos de provisiones.

    — ¿A dónde vas? — preguntó Vita.
    — El inspector quiere que observe el sitio cerca del túnel en donde encontraron a Magnus. Ya saben lo que ocurrió: un tren de carga que pasaba a las diez menos diez lo golpeó. El maquinista ya ha estado en el túnel.
    — Idos de aquí — dijo Vita secamente a los niños —. Tomad estas cosas y llevadlas a la señora Collins.

    Cuando los niños no podían oír, me preguntó:

    — ¿Por qué Magnus se encontraba sobre la línea férrea? Eso no tiene ningún sentido, ¿sabes lo que la gente va a decir? Lo he oído en una de las tiendas. Me pareció horrible...: han dicho que debía de tratarse de un suicidio.
    — Completamente absurdo — dije.

    Sí, ya lo sé..., pero cuando alguien es muy conocido y ocurre un desastre, siempre se levantan estos rumores. Por otra parte, los científicos parecen ser personas diferentes de las demás.

    — Todos lo somos, los policías, los antiguos agentes de publicidad...; no me esperes para el almuerzo, no sé cuándo estaré de vuelta.

    El inspector me llevó al sitio del cual me había hablado por teléfono, en la carretera que pasa por encima de la granja de Treferyan. En el camino, el inspector me dijo que había entrado en contacto con la persona más importante de los colaboradores de Magnus, pero que no habían logrado obtener nuevas luces referentes a la catástrofe.

    — El hombre estaba muy impresionado, naturalmente — continuó el inspector —. Sabía que el profesor Lane iba a pasar el fin de semana con usted y que estaba impaciente por ello. Está de acuerdo con usted en afirmar que el profesor se encontraba en perfectas condiciones. A propósito, parece que él no tenía ninguna noticia acerca de las aficiones arqueológicas del profesor, pero concedió que podía ser sin duda ninguna una de sus aficiones privadas.

    Tomamos la carretera de Treesmill más allá de Tywardreath y entramos en la ruta de Stonebrydge; atravesamos Trenadlyn y Treveryan. Subimos hasta cerca de la cima de la colina y aparcamos el coche al lado de una puerta que se abría sobre el campo.

    — Lo que es difícil de entender — observó el inspector — es por qué, si el sitio que interesaba al profesor Lane era la granja de Treveryan, no llamó allí, sino que marchó a través de los campos más allá de la granja.

    Eché una ojeada alrededor mío. Treveryan se encontraba a mi izquierda dominando el valle más arriba del sitio por el que pasaba la línea férrea. Más allá de ésta el terreno continuaba descendiendo. Hace algunos siglos la disposición del terreno debía ser la misma, pero una corriente de agua bastante ancha pasaba por el valle, más abajo de la granja; en realidad, era más que una corriente, un verdadero río, que en el deshielo del otoño debía inundar la planicie antes de desembocar en el estuario de Treesmill.

    — ¿Existe todavía una corriente de agua por allí? — pregunté señalando con el dedo la parte inferior del valle.
    — ¿Todavía? — repitió el inspector, asombrado —. Hay una zanja en la base de la colina más abajo de la línea férrea: usted puede llamar a eso una corriente si quiere; el terreno es pantanoso.

    Descendimos la colina. Podíamos ver ya la línea férrea y a nuestra derecha la tenebrosa boca del túnel.

    — Pudo haber existido un camino aquí en otro tiempo — dije yo —que descendía hasta el valle, y un vado para pasar al otro lado.

    Es posible dijo el inspector —. Sin embargo, no hay muchos trazos de todo ello.

    Magnus había querido vadear la corriente. Había estado siguiendo a alguien a caballo que atravesaba el río. Por lo tanto, debió moverse con rapidez. No era una noche

    de verano o la alborada de un día claro: era el otoño, el viento soplaba y la lluvia caía pesadamente sobre la colina...

    Continuamos bajando hasta la línea férrea, cerca del túnel. A una corta distancia a nuestra izquierda se abría un pasadizo debajo de la línea férrea que unía los dos campos situados a uno y otro lado de ésta. Algunos animales domésticos se protegían allí de las moscas.

    — ¿Ve usted? — dijo el inspector —. El granjero o cualquier otra persona no necesita atravesar la línea férrea para pasar al otro lado. Pueden hacerlo a través del pasadizo subterráneo, allí donde están esos animales.
    — Sí, pero el profesor pudo no haberlo visto si caminaba un poco más arriba. En ese caso era más simple cruzar la línea férrea directamente.
    — ¿Qué quiere usted decir? ¿Trepar sobre el terraplén, pasar la cerca y descender hasta la línea férrea? ¿Y todo eso en la oscuridad? Yo tendría buen cuidado de no hacerlo así.

    De hecho, eso fue lo que hicimos en ese momento, en plena luz del día. El inspector iba delante y yo le seguía; una vez que nos encontramos sobre la cerca, me mostró con el dedo la cabaña abandonada situada a algunos metros sobre el terraplén, dominando la línea férrea.

    — El terreno está pisoteado, porque estuvimos aquí ayer — continuó el inspector —, pero las huellas del profesor Lane eran muy claras; se veía muy bien el sitio desde donde se arrastró para subir a la cabaña abandonada; estando casi inconsciente en ese momento, mostró una fortaleza casi sobrehumana para realizar ese esfuerzo.

    ¿En qué mundo se encontraba Magnus en ese momento, en el presente o en el pasado? ¿No había visto el tren de carga que se dirigía hacia el túnel en el momento en que trepaba sobre el terraplén? Cuando la locomotora estaba ya en el túnel, ¿trató Magnus de atravesar la línea férrea, que en su imaginación era simplemente una pradera tranquila que bajaba hasta el valle? ¿Y fue así como Magnus resultó atropellado por el tren? En uno u otro mundo, en todo caso, fue para él el golpe de gracia. Quizá no supo ni siquiera qué fue lo que le había golpeado. El instinto de conservación le hizo trepar hasta la cabaña; allí, quizá, sin sentir el abandono ni la soledad, murió tranquilamente.

    El inspector y yo nos detuvimos un momento contemplando la cabaña vacía. Me mostró el sitio en donde Magnus había muerto. El lugar no presentaba ningún aspecto íntimo ni personal, era como un cobertizo para herramientas abandonado hacía mucho tiempo por el jardinero.

    — Esta cabaña no ha sido empleada durante muchos años — dijo el inspector —. Los obreros que trabajaban en la línea férrea acostumbraban a tomar el té con pastas en este sitio. Actualmente se emplea en su lugar la cabaña que está situada más abajo, y aun así, no se hace frecuentemente.

    Nos apartamos de allí y volvimos a recorrer el mismo camino. Miré hacia las colinas del otro lado, algunas de ellas estaban cubiertas de un tupido bosque, Hacia la izquierda vi una granja y más al Norte un grupo de edificios. Pregunté sus nombres. La Granja se llamaba Colwyth; un pequeño edificio junto a ella había sido en otro tiempo una escuela. Una tercera construcción que apenas podíamos distinguir era otra granja llamada Strickstenton.

    — Nos encontramos en los límites de tres parroquias — me informó el inspector —: Tywardreath, St. Sampsons of Goland y Lanlivery. El señor Kendall de Pelyn es un gran propietario en estas regiones. Ahora bien, existe una antigua casa feudal que le puede interesar a usted: Pelyn, que se encuentra justamente un poco más abajo de la carretera que conduce a Lostwithiel. Esta casa ha sido posesión de la familia durante siglos.
    — ¿Durante cuántos siglos?
    — Señor Young, yo no soy un experto en eso. ¿Cuatro, quizá?

    El nombre de Tregest no pudo haberse convertido en Pelyn. Ninguno de los nombres que yo encontraba sobre el mapa convenía a Tregest. Sin embargo, en alguna parte y a una distancia que podía recorrerse a pie Magnus había estado siguiendo a Roger que se dirigía hacia la residencia de Carminowe; ésta bien podía haber sido la casa principal de un feudo o una granja.

    — Inspector, aun ahora, y a pesar de lo que usted me ha mostrado, creo que el profesor Lane pretendía encontrar el origen de la corriente en la parte superior del valle y cruzarla hasta el otro lado.
    — ¿Con qué propósito, señor Young?

    Me miró de una manera no antipática, sino más bien curiosa, tratando de entender mi punto de vista.

    — Si usted está contagiado por la curiosidad de las épocas pasadas, comprenderá que un historiador, un arqueólogo o simplemente un curioso, está como dominado por una fiebre en la sangre: nunca estará satisfecho si no resuelve el problema que se le plantea. Yo opino que el profesor Lane tenía una sola idea en la cabeza y que por ella decidió bajarse del tren en Par en vez de hacerlo en St. Austell. Tenía la determinación de subir por este valle, movido por una razón que tal vez nosotros nunca encontraremos; y lo hizo así, a pesar de la línea férrea.
    — ¿Y permaneció aquí de pie, en el momento en que el tren pasaba y luego súbitamente atravesó la línea cuando los últimos vagones se encontraban enfrente de él?
    — Inspector, eso no lo sé. Su oído era bueno, lo mismo que su vista; y él amaba la vida. No se arrojó contra la parte posterior del tren deliberadamente.
    — Espero que usted convenza al médico forense, señor Young, por el bien del profesor Lane. Usted casi ha logrado convencerme.
    — ¿Casi?
    — Yo soy un policía, señor Young, y hay un elemento que falta en alguna parte; pero estoy de acuerdo con usted: quizá nunca lo encontraremos.

    Volvimos sobre nuestros pasos atravesando el amplio terreno abierto, hasta la entrada en la cumbre de la colina. Mientras volvíamos a casa le pregunté si tenía alguna idea acerca del tiempo que tardaría la investigación.

    — No puedo decírselo exactamente. Muchos factores influyen en eso. El médico forense hará todo lo posible para apresurar las cosas, pero bien puede tomar diez o quince días, especialmente si el médico forense tiene que acudir a un Juzgado a causa de las circunstancias extrañas de esta muerte. A propósito, el médico de la región está de vacaciones, de suerte que el médico forense preguntó al doctor Powell si podría hacer la autopsia, ya que él había ya examinado el cadáver. El doctor Powell ha aceptado. Tendremos su informe hoy mismo.

    Pensé en todas las veces en que Magnus había diseccionado animales, pájaros, plantas, poniendo en su trabajo una fría indiferencia que yo no podía menos que admirar. Una vez me invitó a mirar cómo él separaba los órganos de un cerdo que acababa de matar. Resistí cinco minutos y luego mi estómago se rebeló. Si alguien tenía que abrir el cadáver de Magnus, me alegré que fuera el doctor Powell.

    Llegamos a la estación de policía, en el momento justo en que el alguacil salía. Dijo algo al inspector, quien se volvió hacia mí:

    — Hemos terminado el registro de las ropas y efectos del profesor Lane. Estamos dispuestos a entregarle todo a usted si acepta esa responsabilidad.
    — Ciertamente. Dudo que nadie los reclame. Espero con impaciencia ponerme en contacto con su abogado, no importa quién sea.

    El alguacil volvió a los pocos minutos, con un paquete envuelto en papel marrón. La cartera de mano estaba aparte, lo mismo que un libro que Magnus debía haber estado leyendo en el tren: The Experiencies of an Irish R. M., por Somerville y Ross. No podía imaginarme nada más inapropiado para conducir a alguien a una crisis cerebral o a un suicidio.

    — Espero que usted haya anotado el título del libro, a fin de llamar la atención sobre él al médico forense — dije al inspector.

    Me aseguró que así lo había hecho. Sabía que nunca abriría el paquete envuelto en papel marrón; en todo caso yo estaba contento de poseer la cartera de mano y el bastón.

    Conduje mi coche hasta Kilmarth. Me sentía cansado, decaído y muy lejos de haber llegado a una conclusión. Antes de abandonar la carretera principal, me detuve en la cumbre de la colina de Polmear, para permitir a un coche que me adelantara. Reconocí a su conductor, el doctor Powell. Se detuvo a un lado de la carretera y yo hice lo mismo. Salió de su coche y se acercó a mí.

    — ¿Cómo se siente usted?
    — Bien — le dije —. Acabo de mirar el túnel de Treveryan con el inspector.
    — ¿Le dijo a usted que yo había efectuado ya la autopsia del cadáver?
    —Sí.
    — Mi informe irá al médico forense. Usted será debidamente informado a su tiempo. Confidencialmente creo que a usted le gustaría saber que fue el golpe en la cabeza lo que mató al profesor Lane; le produjo una abundante hemorragia cerebral. Tuvo otras heridas debidas también a la caída; no hay duda alguna, debió estrellarse contra uno de los vagones del tren de carga.

    Gracias. Es muy amable de su parte decirme todo esto personalmente.

    — Usted era su amigo y la persona más directamente allegada a él. Solamente una cosa: tengo que enviar el contenido del estómago para un análisis. En realidad, es algo rutinario. Es sólo para contentar al médico forense y al jurado y mostrarles que no estaba cargado de whisky o de algo por el estilo en ese momento.

    Sí, por supuesto.

    — Bien, eso es todo. Nos veremos en el Juzgado.

    Regresó a su coche y yo me dirigí lentamente hacia Kilmarth. Magnus acostumbraba a beber moderadamente durante el día. Es probable que hubiera tomado un gin-tonic en el tren. Quizá una taza de té por la tarde. Todo esto aparecería en el análisis. ¿Qué más?

    Encontré a Vita y a los niños en la mesa. Había habido toda una serie de llamadas telefónicas por la mañana; incluso una del abogado de Magnus, un hombre llamado Dench, asimismo Bill y Diana habían telefoneado desde Irlanda, en donde habían recibido la noticia por la radio.

    — Esto va a ser interminable — suspiró Vita —. ¿Dijo algo el inspector referente a la encuesta?
    — Probablemente no se terminará hasta dentro de diez o quince días.
    — Entonces, no nos quedarán muchas vacaciones dijo ella suspirando de nuevo.

    Los chicos salieron de la habitación para preparar el siguiente paseo. Vita se volvió hacia mí, con una expresión de preocupación en su rostro:

    — No he dicho nada delante de ellos, pero Bill está asustado con estas noticias; no porque la tragedia en sí misma sea algo espeluznante, sino sobre todo porque se pregunta si no hay algo escondido detrás de todo eso. No quiso darme más detalles, pero dijo que tú comprenderías lo que él quería decir.

    Dejé caer el cuchillo y el tenedor sobre la mesa.

    — ¿Bill dijo eso?
    — Bill habló de una manera bastante enigmática. Pero, ¿es verdad que tú le dijiste que una banda de asesinos en estas cercanías se dedicaban a atacar a la gente? Bill esperaba por otra parte que tú hubieras dado cuenta de todo eso a la policía.

    Sólo faltaba eso. Bill, con su afán de ayudar, no hacía más que complicar las cosas.

    — Bill está loco. Nunca le dije nada de eso.
    — Ah, bueno, está bien... — En seguida agregó ella con una expresión de preocupación en su rostro —: En todo caso, espero que tú hayas dicho al inspector todo lo que sabes.

    Los chicos volvieron a la cocina y terminamos en silencio. Después cogí el paquete envuelto en papel marrón, la cartera de mano y el bastón y me fui a la habitación de huéspedes. Esos objetos se quedarían allí con el resto de las cosas de Magnus encerradas en el armario. Yo podría emplear el bastón; era la última cosa que Magnus había tenido en sus manos.

    Recordé su colección de bastones en su apartamento de Londres. Había un bastón pistola y un bastón espada, un bastón con un catalejo y otro con la cabeza de un pájaro en el pomo. Este último era más bien sencillo con una contera de plata de forma vulgar, que tenía grabadas las iniciales del comandante Lane. Fue él quien le inició en esta afición de coleccionar bastones; vagamente recordé el día en que me mostró concretamente este bastón en una ocasión en que yo me encontraba en Kilmarth. Tenía un secreto, no recuerdo cuál; en todo caso, haciendo presión en el pomo, saltaba un resorte. Lo intenté, pero nada sucedió. Ensayé de nuevo al mismo tiempo que hacía girar la empuñadura y algo sonó. Desenrosqué la empuñadura, que quedó entre mis dedos, dejando ver un espacio vacío suficientemente grande como para contener una ración de licor o de cualquier otro líquido. Todo había sido limpiado cuidadosamente, probablemente el paño usado para eso había sido arrojado o quemado en el momento en que emprendió su última caminata; en todo caso, ahora yo sabía con absoluta certeza lo que este bastón había contenido.


    CAPITULO XVIII


    El abogado, Herbert Dench, telefoneó de nuevo por la tarde y me expresó su gran sorpresa y su hondo sentimiento ante la muerte repentina de su cliente. Le dije que la encuesta duraría diez o quince días y le sugerí que dejara los preparativos de los funerales a mi cargo; le invité a venir el día del entierro. Todo esto le pareció muy bien. Sentí un gran alivio, porque era sin duda una persona coco simpática; eso significaba que no le tendríamos con nosotros más de un par de horas.

    — No abusaría de su tiempo, señor Young, si no fuera debido al respeto que sentía por el finado profesor Lane y por las circunstancias trágicas de su muerte; por otra parte, usted es el beneficiario de su testamento.
    — Oh, no había pensado... — dije sorprendido, y esperé que se tratara de los bastones.
    — Es algo de lo que yo preferiría no hablar por teléfono — añadió el abogado.

    Fue solamente después de haber colgado el teléfono, cuando caí en la cuenta de la situación extraña y molesta en la que me encontraba, viviendo gratis en la casa de Magnus únicamente por una concesión verbal de su parte. Quizá las intenciones del

    abogado eran sacarnos de allí en el plazo más corto posible, tal vez inmediatamente después de la encuesta. Este pensamiento me sobresaltó. Seguramente no haría eso. Por supuesto, yo me ofrecería a pagar un alquiler, pero él podía poner algunas objeciones, por ejemplo, que el sitio debía ser cerrado o pasado a un agente de ventas de fincas. Me sentí deprimido y sin ningún deseo de hacer un gesto que tal vez podría empeorar las cosas.

    Pasé el resto de la tarde en llamadas telefónicas, disponiéndolo todo para el entierro, después de ponerme de acuerdo con la policía y de comunicar al abogado lo que se había dispuesto. Nada parecía tener relación con Magnus. Lo que el agente de ventas de fincas hiciera, lo que ocurriera a su cuerpo, las formalidades preliminares al entierro, todo eso no tenía ninguna relación con el hombre que había sido mi amigo. Era como si Magnus formara parte ahora de ese mundo que yo conocía, el de Isolda y Roger.

    Vita entró en la biblioteca cuando yo había terminado de telefonear. Me encontraba sentado delante del escritorio de Magnus al lado de la ventana que daba sobre el mar.

    Vita permaneció de pie a mi lado y puso su mano sobre mi hombro:

    — Querido, he estado pensando; cuando termine la encuesta, ¿no te parece que sería mejor que nos fuéramos de aquí? Sería difícil para nosotros el permanecer en este sitio, pues sería siempre causa de tristeza para ti; de todas maneras, no hay ningún motivo para quedarnos aquí, ¿no es verdad?
    — ¿Qué motivo? — pregunté.
    — Pues bien, el habernos prestado la casa; ahora que Magnus está muerto, no puedo menos de sentirme como una intrusa, y además no tenemos en realidad ningún derecho de permanecer aquí. Ciertamente, sería mucho más conveniente que pasáramos el resto de las vacaciones en otra parte. Es sólo el comienzo de agosto. Bill me decía por teléfono que Irlanda es maravillosa; han encontrado un hotel delicioso en Connemara; es un viejo castillo con zona de pesca privada.
    — Estoy seguro que sí lo han encontrado, pero a un precio de veinte guineas por noche; además, estará seguramente lleno de tus compatriotas.
    — No seas injusto. Bill pretendía únicamente ayudarnos. Suponía que tú querías abandonar este lugar.
    — Pues bien, no lo quiero. Por lo menos no saldré antes de que el abogado nos expulse; y eso es diferente.

    Le dije a Vita que el entierro se había fijado para el jueves y que Dench vendría, así como quizá alguno de los colaboradores de Magnus. La perspectiva de huéspedes para el almuerzo, la cena o aun para pernoctar con nosotros, le hizo olvidar el proyecto de Irlanda. De hecho, no tuvimos que hacer frente a lo peor, porque Dench y el colaborador más importante de Magnus, John Willis, asistieron al entierro, y aceptaron nuestra invitación para el almuerzo, pero regresaron a Londres en el tren de la noche. Los chicos fueron enviados a una excursión de pesca durante todo el jueves en compañía de Tom.

    Recuerdo muy poco lo que pasó en la ceremonia del entierro, excepto el pensar que Magnus hubiera preferido un proceso químico mucho más sencillo para disponer de su cuerpo. Nuestros compañeros de duelo, Herbert Dench y John Willis, gente sin pretensiones, comieron con buen apetito y nos distrajeron con historias de viudas indias que debían sacrificarse sobre la hoguera que consumía el cuerpo de sus esposos. Dench había nacido en la India y nos aseguró que él había sido testigo de uno de estos sacrificios cuando era niño.

    John Willis era de pequeña estatura, de aspecto ratonil, con unos ojos profundos escondidos detrás de unas gafas de concha. Se diría que se encontraría a sus anchas detrás de las rejas de un Banco. No podía imaginármelo al lado de Magnus, ayudándole a tratar monos o a diseccionar células cerebrales. Era muy parco en palabras. Pero eso no importaba, pues el abogado hablaba por todos.

    Una vez terminado el almuerzo, nos dirigimos a la biblioteca. Herbert Dench tomó su cartera de mano, a fin de proceder a la lectura oficial del testamento, en el cual, según parecía, John Willis tenía algo que ver, lo mismo que yo. Vita, con mucho tacto, quiso retirarse, pero el abogado le pidió que permaneciera.

    — No tiene que irse, señora Young. Es algo breve y que le interesa.

    Tenía razón. Prescindiendo del lenguaje legal, Magnus había dejado todos sus bienes en dinero efectivo a su colega, para consagrarlos a la investigación biológica. Su apartamento en Londres, lo mismo que sus efectos personales, debían ser vendidos y el dinero destinado a ese mismo objeto. Se hacía excepción de su biblioteca privada, que dejaba a John Willis, como signo de agradecimiento por su cooperación profesional y por su amistad. A mí me dejaba Kilmarth con todo lo que contenía. Yo podía disponer de ello como quisiera. Lo hacía en recuerdo de los años de amistad que se remontaban hacia la época de estudiantes, y también debido al hecho de que los antiguos ocupantes de la casa habrían deseado eso mismo. Eso era todo.

    — Supongo — dijo el abogado sonriendo que por antiguos ocupantes se refiere a sus padres, el comandante Lane y su señora, que usted ha conocido, señor Young, ¿no es verdad?
    — Sí, yo les estimaba mucho — respondí, dominado por la sorpresa. — Pues bien, todo se arregla perfectamente. Es una casa deliciosa. Espero que ustedes sean muy felices en ella.

    Miré a Vita. Estaba encendiendo un cigarrillo. Era su táctica de defensa en momentos difíciles.

    — Qué generosidad... qué generosidad tan extraordinaria por parte del profesor — dijo ella —. En realidad, no sé qué decir. Por supuesto, corresponde a Dick decidir si tiene intenciones de conservarla o no. Nuestros planes futuros están todavía muy imprecisos.

    Hubo un momento de silencio embarazoso, mientras Herbert Dench nos miraba a uno después del otro.

    — Naturalmente, ustedes tienen muchas cosas que discutir en privado.. Por supuesto, saben que la casa tendrá que ser evaluada para los efectos testamentarios. Les agradecería que me permitieran recorrerla ahora mismo, si no es mucha molestia.
    — Por supuesto que no.

    Nos levantamos. Vita dijo:

    — El profesor tenía un laboratorio en el sótano. Un lugar inquietante, al menos así pensaban mis hijos. Supongo que todos los objetos que se encuentran allí no pertenecen a la casa, sino que tienen que ser enviados a su propio laboratorio de Londres, ¿no es verdad? Quizá el señor Willis sabría de qué se trataba exactamente.

    La inocencia parecía brillar en su rostro. Pero yo sabía muy bien que la mención que hacía del laboratorio tenía intenciones ocultas y que ella deseaba saber lo que se encontraba allí.

    — ¿Un laboratorio? ¿Realizaba el profesor Lane algún trabajo aquí? — preguntó el abogado.

    En ese momento se dirigió al señor Willis.

    El hombre pequeño de aspecto ratonil pestañeó tras sus gafas gruesas.

    — Lo dudo mucho. En todo caso, si había algo, sería de poca importancia desde el punto de vista científico, y sin ninguna relación con sus investigaciones en Londres. Pudo haber hecho algunas experiencias aquí, pero sólo para divertirse en un día de lluvia. Ciertamente, nada más. De lo contrario, lo hubiera mencionado.

    Excelente. Si este hombre sabía algo, ciertamente no se iba a comprometer. Pude ver que Vita estaba a punto de decir que yo le había explicado un día que el contenido del laboratorio era de valor científico incalculable. Por eso sugerí que visitáramos el laboratorio antes de pasar al resto de la casa.

    — Venga con nosotros dije a Willis —. Usted es experto en estas cosas. El cuarto era en tiempos del comandante Lane un antiguo lavadero. Magnus introdujo allí una cantidad de jarras y recipientes.

    Me miró, pero no dijo nada. Descendimos al sótano. Abrí la puerta.

    — Aquí estamos. Nada extraordinario. Sólo una colección de viejos jarros, tal como les he dicho.

    El rostro de Vita era digno de ser estudiado atentamente: una mezcla de sorpresa, incredulidad y curiosidad. Una pregunta brillaba en sus ojos. Ya no estaban allí ni la cabeza del mono, ni los fetos de las gallinas; sólo una fila de botellas y recipientes vacíos. Con todo, dio muestras de un gran sentido común al no abrir la boca.

    — Bien, bien — dijo el abogado —. El tasador puede poner seis peniques como precio de cada jarro. ¿Qué le parece, señor Willis? El biofísico esbozó una sonrisa:
    — Yo diría que la madre del profesor Lane ha podido conservar aquí mermeladas en otro tiempo.
    — La despensa lo llaman — dijo riendo el abogado —. La criada almacenaría aquí provisiones de fruta para todo el año. Fíjense en esos ganchos que cuelgan del cieloraso; probablemente guardaban aquí carne también. Grandes trozos de jamón. Pues bien, señora Young, todo esto será en adelante parte de sus dominios en esta casa, y no de su marido. Le recomendaría una máquina de lavar en aquel rincón, para ahorrar gastos en el lavado de la ropa. Es caro instalarla, pero el gasto se compensará en dos años, sobre todo si se tiene una familia con niños pequeños.

    Se dirigió, todavía riendo, hacia el pasadizo. Le seguimos. Cerré la puerta con llave. Willis, que se había quedado un poco atrás, recogió algo del suelo. Era una de las etiquetas de uno de los jarros. Me la dio, sin decirme una palabra. Yo la guardé en el bolsillo. Luego subimos las escaleras para continuar la inspección de la casa, Herbert Dench sugería que si queríamos hacer fructificar la propiedad, podíamos convertirla en una serie de apartamentos para veraneantes, dejando para nuestro uso privado nuestra alcoba actual con sus dependencias. Continuaba explicando su idea a Vita cuando atravesábamos el jardín. Vi que Willis miraba su reloj.

    — Creo que ustedes ya han soportado bastante nuestra compañía. Le he dicho a Dench que podríamos él y yo ir al cuartel general de la policía en Liskeard y contestar a las preguntas que los agentes de policía deben hacernos. Si usted telefonea pidiendo un taxi, podremos estar allí dentro de poco y tomar la cena antes de que salga el tren nocturno para Londres.

    Yo mismo les conduciré allí. Esperen un momento, tengo algo que mostrarles. — Fui al piso superior y bajé con el bastón de Magnus —. Esto fue encontrado junto al cuerpo de Magnus. Pertenece a la colección de bastones que Magnus tenía en Londres, ¿Creen ustedes que me permitirán conservarlo?

    — Ciertamente — dijo el abogado —, lo mismo que los otros. Estoy contentísimo de que ustedes hayan recibido esta casa y espero que no la venderán.

    No pretendo hacerlo.

    Vita y Dench se quedaron un momento en la terraza.

    Willis me habló de una manera reposada:

    — Creo que tendremos que hacer más o menos la misma declaración en la encuesta: A Magnus le encantaba caminar. Si quiso dar un largo paseo después de pasar varias horas en el tren, nadie debe extrañarse.
    — Sí — dije.
    — A propósito, un joven amigo mío, estudiante, ha estado investigando en el Museo Británico y en los Archivos Públicos, para buscar datos históricos que Magnus necesitaba. ¿Quiere usted que él continúe haciéndolo?

    Dudé un momento.

    — Podría ser útil... Sí. Si encuentra algo, dígale que me lo envíe aquí.
    — Lo haré.

    Por primera vez descubrí en sus ojos un sentimiento de vacío y de incertidumbre.

    — ¿Cuáles son sus planes para el futuro? — le pregunté.
    — Continuaré haciendo lo mismo que antes, supongo. Trataré de hacer avanzar algo del trabajo de Magnus. Pero será difícil. Como jefe y como colega, él es irreemplazable. Usted debe saberlo.
    — Lo sé.

    Vita y el abogado se acercaron. Willis y yo no volvimos a decir una sola palabra. Después de una taza de té que nadie deseaba, pero que Vita insistió en servirnos, Willis manifestó su deseo de partir rumbo a Liskeard. Sabía yo ahora por qué Magnus le había elegido como miembro más importante del grupo de sus colaboradores. Además de la competencia profesional, la lealtad y la discreción eran cualidades preciosas en este hombre de aspecto tan poco impresionante.

    Una vez que nos encontrábamos en el coche, Dench preguntó si podríamos recorrer parte del camino que Magnus había cubierto el viernes por la noche. Les conduje, pues, por la ruta de Stonybride, más allá de la granja de Treveryan, hasta la cumbre de la colina. Desde allí les señalé los campos que descendían hasta el túnel.

    — Es increíble — murmuró Dench —, absolutamente increíble. Y era oscuro, en ese momento. Confieso que no me gusta nada.
    — ¿Qué quiere usted decir? — le pregunté.
    — Pues que si esto no tiene sentido para mí, tampoco lo tendrá para el médico forense ni para el jurado. Ellos tendrán que ver que hay algo que se oculta detrás de todo esto.
    — ¿Qué, por ejemplo?
    — Una especie de impulso irresistible de llegar hasta ese túnel. Una vez que llegó allí, ya sabemos lo que pasó.
    — No estoy de acuerdo — dijo Willis —. Como usted ha dicho; estaba oscuro en ese momento, o casi oscuro. No se podría ver el túnel ni la línea férreá desde aquí. Yo creo que a Magnus se le ocurrió descender hasta el valle, quizá echar un vistazo a la granja desde el otro lado; al llegar al fondo del campo, tropezó con el terraplén de la vía férrea, que le ocultaba, en parte, la visión del terreno. Subió al terraplén y en ese momento le atropelló el tren.
    — Es posible. Pero qué ocurrencia tan extraña.
    — Extraña para una mentalidad de hombre de leyes, pero no para el profesor Lane. El era un investigador en todos los sentidos de la palabra.

    Después de dejarles en el cuartel general de policía, me dirigí a casa. A casa... La palabra tenía ahora un nuevo significado. Era mi casa. El lugar me pertenecía, como había pertenecido a Magnus, La tensión y la depresión que había sentido durante el día comenzaron a disminuir. Magnus había muerto, es verdad; nunca le vería de nuevo, ni oiría su voz, ni me alegraría de estar en su compañía, ni sentiría su presencia en el telón

    de fondo de mi existencia. Sin embargo... el lazo que nos había unido nunca se rompería, ya que la casa que le había pertenecido era ahora mía. De esta manera yo nunca le perdería. De esta manera... nunca me encontraría solo.

    Pasé cerca de Boconnoc, que en otro tiempo se llamaba Bockenod, antes de bajar por la colina hacia Lostwithiel. Pensé en el pobre sir John Carminowe, contagiado ahora de viruela, y cabalgando al lado de la fea carroza de Joanna Champernoune, en aquella noche batida por el viento de octubre de 1331; dentro de un mes habría de morir, habiendo gozado de su posición como custodio de los castillos de Restormel y de Tremerton durante siete meses escasos.

    Más allá de Lostwithiel, tomé la ruta de Treesmill, para tener una perspectiva mejor sobre las granjas situadas al otro lado del valle. Strickenstenton se levantaba a la izquierda de la estrecha carretera.

    Según el vistazo breve que le eché encima, parecía muy antigua, y estaba situada en un lugar que las guías turísticas calificarían de «pintoresco». Las tierras cubiertas de pastizales bajaban suavemente hasta llegar a un pequeño bosque.

    Cuando me encontré fuera de posibles miradas indiscretas, bajé del coche. Miré hacia la línea férrea, al otro lado del valle. El túnel aparecía claramente. En ese mismo momento emergió un tren, como una serpiente de cabeza amarilla, que avanzó zigzagueando más abajo de la granja de Treveryan y que desapareció después en el fondo del valle. El tren de carga que había matado a Magnus había avanzado en dirección contraria: había subido por el terreno inclinado y había desaparecido por el túnel como un reptil que busca los espacios subterráneos, mientras que Magnus, que no había visto ni oído nada, se arrastraba medio muerto hasta la cabaña.

    Conduje el coche a lo largo de la estrecha carretera en espiral. Noté, a mi izquierda, el accidente de terreno que pasaba al lado de la granja de Colwyth y que llegaba hasta el fondo del valle; según mi opinión, era lo que quedaba del primitivo curso del río. En alguna época, antes de que el tren atravesara estas tierras, debió de existir un sendero desde Gran Treveryan hasta la otra granja más pequeña, Little Treveryan, que se encontraba al otro lado, extremo del valle. Cualquiera de estas dos granjas podía ser el «Tregest» de los Carminowe.

    Descendí hasta Treesmill, y luego subí hasta Tywardreath. Desde allí telefoneé a Vita.

    — Querida, me parece una descortesía dejar a Dench y a Willis solos en Liskeard. Esperaré aquí hasta que hayan terminado sus asuntos con la policía. Luego, cenaré con ellos.
    — Hazlo así, si es necesario. Pero no tardes demasiado. Nu tienes que esperar hasta la llegada del tren.
    — Haré todo lo posible. En todo caso, eso depende de lo que tengamos que discutir juntos.
    — De acuerdo. Te esperaré.

    Colgué el teléfono y regresé al coche. Volví a Treesmill y subí por la carretera hasta llegar al punto en donde hay una desviación hacia Colwyth. Tomé esta última. Pasé más allá de la granja. La carretera se hacía cada vez más inclinada, hasta que terminó bruscamente, delante de un terreno fangoso, al pie de la colina. A la izquierda, atravesando una verja, se veía la entrada a la granja de Little Treveryan. La casa con sus dependencias estaba oculta por los árboles, pero aquí se leía una inscrpción: «W. P. Kelly. Carpintero».

    Atravesé el terreno fangoso en el coche, que aparqué fuera de la carretera, y junto a una hilera de árboles. La línea férrea pasaba a unos pocos centenares de metros.

    Miré al reloj. Era un poco más de las cinco. Abrí el cofre del coche y saqué el bastón de Magnus, dentro del cual yo había vertido el resto del contenido de la botella A, antes de mostrársela a Willis en la biblioteca.


    CAPITULO XIX


    Estaba nevando. Los copos de nieve caían sobre mi cabeza y mis manos; todo el paisaje vestía una espesa capa blanca; la hierba verde había desaparecido, así como la hilera de árboles; la nieve borraba el contorno de las colinas lejanas. Tampoco se veía ninguna granja cerca de mí. El río era de color negro y de unos veinte pies de anchura en el sitio en que yo me encontraba. La nieve se apelmazaba a uno y otro lado de la corriente; pequeñas avalanchas de nieve se precipitaban al río y dejaban ver la tierra pantanosa que habían cubierto. Hacía un frío cortante; no el frío seco que corre •con el viento en las tierras altas, sino el frío húmedo de un valle en el que no penetra la luz del sol. El silencio era fúnebre, pues el río corría a mi lado sin hacer ningún ruido y los tristes sauces y los alisos de las orillas parecían mudos fantasmas con los brazos extendidos. El peso de la nieve sobre las ramas les daba al mismo tiempo un aspecto burlesco; entretanto la nieve seguía cayendo desde un cielo gris.

    Mi cabeza, ordinariamente lúcida después de tomar la droga, se encontraba en ese momento completamente confusa. Esperaba algo semejante al día de otoño, cuya imagen había guardado en mi memoria, de la experiencia anterior, cuando Bodrugan había sido ahogado y Roger llevaba su cuerpo chorreando agua hacia Isolda. Ahora estaba solo, sin guía. Únicamente el río a mis pies me indicaba que me encontraba en el valle.

    Caminé en dirección contraria a la corriente, tanteando como un hombre ciego, sabiendo por instinto que si conservaba el río a mi izquierda, debía de estarme moviendo hacia el Norte y que en algún sitio la corriente se estrecharía y yo encontraría un puente o un vado para pasar al otro lado. Nunca me había sentido tan solo y desamparado. La hora en este extraño mundo la había calculado antes por la altura del sol durante el día o por las estrellas, cuando tenía que atravesar el valle de noche. Pero ahora, en el fondo de este silencio y bajo la cortina de nieve, no había manera de saber si era por la mañana o por la tarde. Me encontraba perdido, no en el presente, con indicadores familiares a mano y con la presencia de algún vehículo, sino en el enigmático pasado.

    El primer ruido que rompió el silencio fue el de algo que caía al agua. Avanzando rápidamente vi una nutria que se zambullía y que nadaba en contra de la corriente. En ese momento un perro la perseguía, y luego un segundo, e inmediatamente después media docena de perros avanzaron por la orilla del río ladrando. Luego se precipitaron al agua persiguiendo a la nutria. Alguien gritó; otro respondió; un grupo de hombres venían corriendo hacia el río, riendo y lanzando exclamaciones para animar a los perros. Vi a los hombres que salían de una hilera de árboles un poco más allá del sitio en que me encontraba, allí donde el río gira a la derecha. Dos de los hombres entraron en el agua con bastones; un tercero, con un largo látigo en su mano que hacía restallar en el aire, se detuvo para pinchar la oreja de un perro que se había detenido acobardado a la orilla del agua.

    Me acerqué para observarlos mejor. Vi cómo el río se estrechaba a unos sesenta metros más lejos; a la izquierda, en el sitio donde crecía un grupo de árboles, la tierra

    dejaba paso al agua, formando una especie de pequeño lago cubierto con una ligera capa de hielo.

    Los hombres y los perros lograron que la nutria entrara en el canal que alimentaba este pequeño lago; al instante se precipitaron sobre ella; los perros ladraban furiosamente y los hombres se abrían camino con los bastones. Los perros se hundieron en el momento en que el hielo cedió; la sangre manchó el hielo cuando la nutria fue destrozada por las feroces dentelladas de los canes.

    El lago debía de ser poco profundo, porque los hombres, siguiendo a los perros, se aventuraron sobre la capa de hielo que ya mostraba abundantes resquebrajaduras. El primero de todos era el hombre que empuñaba el látigo; se distinguía de los demás, no sólo a causa de su estatura, sino también por su atuendo: una chaqueta abotonada hasta el cuello y un alto sombrero de castor en forma de cono.

    — Conducid los perros a la orilla — gritó el hombre —. Preferiría perderos a todos vosotros antes que a uno solo de mis perros.

    Inclinándose en ese momento, agarró lo que quedaba de la nutria y lo arrojó al otro lado del río. Los perros, privados de su presa, avanzaron sobre el hielo para recuperarla; entretanto los hombres, menos ágiles que los animales e incomodados por sus vestidos, se abrían camino pesadamente gritando, maldiciendo. Sus túnicas y capuchones estaban cubiertos de copos de nieve.

    La escena era en parte brutal y en parte macabra, pues el hombre del sombrero en forma de cono, una vez que vio que sus perros estaban a salvo, volvió su atención hacia sus compañeros de infortunio con una risa burlona. Si bien era verdad que él mismo se encontraba mojado hasta los muslos, tenía por lo menos botas para proteger sus pies, mientras que sus servidores, o los que yo suponía que eran tales, habían perdido algunos de ellos su calzado cuando el hielo se rompió y ahora trataban de buscarlos con las manos ateridas por el frío en el fondo del lago.

    El señor, entretanto, continuaba riendo; llegó a la orilla y quitándose su sombrero cónico lo sacudió antes de volver a ponérselo en la cabeza. Reconocí el rostro de rasgos duros y de mentón prominente, a pesar de encontrarme a unos quince metros de distancia. Se trataba de Oliver Carminowe.

    Miraba fijamente en mi dirección. Por más que yo sabía que no podía verme y que yo no pertenecía a su mundo, la manera como me miraba sin moverse, con su cabeza vuelta hacia mí, sin hacer ningún caso a sus servidores, que se quejaban amargamente, me causó un extraño sentimiento de incomodidad y casi de miedo.

    — Si quieres hablar conmigo, ven aquí — gritó repentinamente.

    La sorpresa me hizo avanzar hacia el borde del lago; pero entonces, con gran alivio, vi a Roger de pie a mi lado y convertido en cierta manera en mi protector y portavoz. ¿Cuánto tiempo había estado allí? No lo sabía. Debía de haber marchado a mi lado a lo largo del río.

    — Salud, sir Oliver. En Treesmill la profundidad del río llega hasta los hombros lo mismo que en vuestra propiedad, según me dijo la viuda de Rob Rosgof en la herrería. Me preguntaba cómo habíais logrado pasar, vos y lady Isolda.
    — Viajamos muy bien, con alimentos suficientes para resistir un asedio de varias semanas, lo que Dios no permita. El viento puede cambiar dentro de un día o dos y traernos la lluvia; entonces, si el camino no se inunda, saldremos hacia Carminowe. En cuanto a mi señora esposa, permanece en su habitación la mitad del día en compañía- de sus tristes pensamientos, de suerte que me concede muy poco de su tiempo.

    Oliver hablaba con desprecio al tiempo que miraba a Roger acercándose a la orilla del río.

    — Depende de ella el seguirme o no a Carminowe — continuó él —. Al menos mis hijos obedecerán a mi voluntad, si lady Isolda no lo hace. Joanna ya está prometida a John Petyt of Ardeva; aunque es todavía una niña, se pavonea delante del espejo como si fuera ya una novia de catorce años, madura ya para caer en las manos de su impaciente esposo. Puedes decir a su madrina, lady Champernoune, todo eso con mis respetos. Quizá ella desea una suerte igual antes de que pasen demasiados años.

    Soltó una carcajada y en seguida, señalando a los perros que se dispersaban entre los árboles, dijo:

    — Si no temes vadear el río por allí, por donde las planchas del puente están podridas, trataré de encontrar una garra de nutria para que la lleves como regalo de mi parte a lady Champernoune. Eso puede refrescarle la memoria acerca de su hermano Otto cuando estaba húmedo y ensangrentado; ella podría clavar la garra sobre los muros de Trelawn como un recuerdo de él. La otra garra la enviaré con el mismo propósito a mi propia esposa, a no ser que ya los perros la hayan devorado.

    Dio media vuelta y se dirigió hacia los árboles dando gritos a los perros. Entretanto Roger, avanzando por la orilla del río, conmigo a su lado, llegó hasta un puente rústico hecho de troncos de madera amarrados; el puente estaba resbaladizo a causa de la nieve que lo cubría; una parte de él se sumergía en el agua. Oliver Carminowe y sus acompañantes se quedaron mirando a Roger, que marchaba por el puente, y cuando éste se rompió bajo su peso dejando caer al hombre en el agua, todos estallaron en risotadas esperando verle dar media vuelta y regresar. Pero Roger avanzó por el agua, que le llegaba hasta cerca de la cintura, llegó a la orilla empapado mientras yo le seguía completamente seco. Se dirigió en línea recta al sitio donde se encontraba Carminowe con el látigo en su mano, y dijo:

    — Yo llevaré la garra, si me la dais.

    Pensé que recibiría un latigazo en el rostro y creo que él esperaba lo mismo; pero Carminowe, sonriendo, hizo restallar el látigo contra los perros; haciéndoles apartarse del cuerpo de la nutria, tomó el cuchillo de su cinturón y cortó las dos garras del animal.

    — Tienes más agallas que mi mayordomo de Carminowe. Te respeto por eso y no por otra cosa. Ea, toma la garra y cuélgala en tu cocina de Kylmerth entre las vasijas de plata y cobre que sin duda has robado de la abadía. Pero antes, acompañamos a presentar tus respetos a lady Carminowe en persona. Ella debe preferir ver a un hombre de vez en cuando en lugar de la ardilla domesticada que la entretiene.

    Roger tomó la garra y la guardó en su bolsa sin decir nada. Avanzamos entre los árboles cubiertos de nieve; subimos la colina; no tenía idea de si nos dirigíamos a la derecha o a la izquierda, pues había perdido todo sentido de orientación; sólo sabía que el río se encontraba a nuestras espaldas y que la nieve continuaba cayendo.

    Un sendero bordeado de bancos de nieve nos condujo a una casa hecha de piedra, arrinconada contra la colina. Carminowe abrió de una patada la puerta y entramos en un vestíbulo cuadrado; inmediatamente nos saludaron los dos perros de la casa que saltaron sobre Oliver; en seguida las niñas Joanna y Margaret, a quienes yo había visto cabalgando a través de la ensenada de Treesmill en una tarde de verano, vinieron a nuestro encuentro. Una tercera persona, un poco mayor que las niñas, pues tenía unos dieciséis años, y que yo supuse sería la hija del primer matrimonio de Carminowe, permaneció sonriendo cerca del hogar. No salió a su encuentro para abrazarle y tomó un aire petulante cuando vio que Carminowe no estaba solo.

    — La dueña, Sybell, que trata de enseñar a mis niñas mejores modales que su madre — dijo Carminowe.

    El mayordomo se inclinó y se volvió hacia las dos niñas, que después de haber besado a su padre, vinieron a saludarle. La mayor, Joanna, había crecido mucho y daba

    las primeras señas de entrar en la edad adulta; se sonrojó y apartó sus largos cabellos de la mejilla, riéndose entre dientes; entretanto la más joven, quien tenía todavía algunos años por delante antes de estar madura para entrar en el mercado matrimonial, presentó su pequeña mano a Roger, y le dio un golpecito en la rodilla.

    — Me prometiste un potro la última vez que nos vimos y un pequeño látigo como el de tu hermano Robbie. No me gustan las personas que no guardan su palabra.
    — El potro te está esperando, lo mismo que el látigo, si Alicia os lleva un día al otro lado del valle, cuando termine la nieve — respondió Roger con seriedad.
    — Alicia nos ha abandonado — respondió la niña y dijo señalando con el dedo desdeñosamente a la dueña Sybell —: ahora la tenemos a ella para que cuide de nosotras, pero es demasiado gorda para ir en las ancas de tu caballo o del de Robbie.

    La niña se parecía tanto a su madre cuando hablaba, que quedé encantado; Roger debió haber visto también la semejanza; pues sonrió y tocó su cabello. Pero su padre, irritado, dijo secamente a la niña que se mordiera la lengua o de lo contrario la enviaría a la cama sin comer.

    — Ven a secarte junto al fuego — dijo Oliver adustamente a Roger mientras se desembarazaba de los perros —. Tú, Joanna, di a tu madre que el mayordomo ha atravesado el valle desde Tywardreath, y que tiene un mensaje de su señora, si ella quiere recibirlo. Tomó la otra garra y la balanceó delante de los ojos de Sybell.
    — Se la daremos a Isolda o la emplearás tú para calentarte. Estará seca dentro de poco tiempo y bajo tu manto será la cosa más parecida a la mano de un hombre en una noche de invierno.

    Ella se crispó de una manera afectada y retrocedió mientras él la perseguía riendo. Vi por la expresión en los ojos de Roger que éste había comprendido perfectamente la clase de relaciones que existían entre la dueña y su señor. La nieve podía permanecer en las colinas durante días y semanas. Había poco que tentara al señor de esta casa a volver a Carminowe.

    Mi madre te recibirá, Roger — dijo Joanna al entrar en el vestíbulo.

    Atravesamos el pasadizo hasta la habitación contigua.

    Isolda estaba de pie junto a la ventana, mirando caer la nieve. Una pequeña ardilla roja con una campanilla en el cuello estaba echada a sus pies agarrando su vestido. Cuando entramos dio media vuelta y nos miró; aunque a mis ojos parecía tan hermosa como siempre, sin embargo, noté con sorpresa que estaba mucho más delgada, más pálida y que un mechón de cabellos blancos atravesaba su pelo rubio.

    — Me alegro de veros, Roger. Ha habido pocos contactos entre nuestras casas en los últimos tiempos; además, nosotros vamos rara vez a Tregest en estos días, como sabéis muy bien. ¿Cómo está mi prima? ¿Traéis un mensaje de su parte?

    Su voz, que yo recordaba clara y fuerte, casi desafiante, era ahora apagada. Luego, cayendo en la cuenta de que Roger quería hablarle en privado, pidió a su hija que los dejara solos.

    No traigo ningún mensaje, señora — dijo Roger lentamente —. La familia se encuentra en Trelawn, o mejor dicho, estaban allí según las últimas noticias. Vine únicamente movido por la consideración que os tengo; la viuda de Rob Rosgof me dijo que os encontrabais aquí y que no estabais muy bien.

    — Estoy tan bien como lo estaré siempre. Aquí o en Carminowe, los días son siempre iguales.
    — Ésa no es manera de hablar, señora. En otro tiempo mostrabais más optimismo.
    — En otro tiempo, sí, pero entonces yo era más joven... yo iba y venía a mi capricho, pues sir Oliver permanecía casi todo el tiempo en Westminster. Ahora, quizá a

    causa del despecho de no haber sido nombrado custodio de los bosques y parque de Cornwall después de la muerte de sir John, como esperaba, sir Oliver pasa sus días coleccionando mujeres. La que está ahora de turno, es apenas más que una niña. ¿Habéis visto a Sybell?

    — Sí, señora.

    Ella es su dueña. Sería conveniente que yo muriera para ambos, porque entonces él podría casarse con ella e instalarla legalmente en Carminowe.

    Se detuvo para coger a la ardilla que se encontraba a sus pies; sonriendo por primera vez desde que entramos en esta habitación que estaba pobremente amueblada como la celda de una monja, dijo:

    — Ésta es mi confidente ahora. Toma nueces de mi mano y me mira con ojos inteligentes. Adoptando una expresión de seriedad, Isolda agregó —: Soy una prisionera, lo sabéis, tanto aquí como cuando estoy en Carminowe. Se me prohibe aun enviar una palabra a mi hermano sir William Ferris at Bere, a quien se le ha dicho que he perdido el juicio y que soy, por lo tanto, una persona peligrosa. Todos lo creen. Enferma corporalmente sí lo he estado, pero hasta ahora mi mente ha permanecido lúcida.

    No sé si sir William lo cree o no; en todo caso, ha habido rumores acerca de vuestra enfermedad durante varios meses. Es la razón por la que he venido, señora, a fin de probarme a mí mismo que todo eso era una mentira.

    Isolda, con la ardilla en sus brazos, podía haber sido su propia hija Margaret; miraba al mayordomo fijamente como si pesara interiormente su lealtad.

    — No me gustabais en otro tiempo. Teníais una mirada demasiado astuta; os abríais camino según vuestra propia ventaja; puesto que os convenía mejor servir a una mujer que a un hombre, dejasteis que mi primo sir Henry Champernoune muriera.
    — Señora, él estaba mortalmente enfermo. Habría muerto de todas maneras a las pocas semanas.
    — Quizá, pero la manera como terminó sus días mostraba una precipitación indebida de vuestra parte. Eso me enseñó una cosa: a desconfiar de las bebidas preparadas por un monje francés. Sir Oliver tratará de librarse de mí por otros medios, por el cuchillo o por el estrangulamiento. No esperará a la naturaleza para terminar conmigo.

    Isolda dejó la ardilla en el suelo y se dirigió hacia la ventana; miró una vez más a la nieve que caía suavemente.

    — Antes de que él me mate, preferiría partir y perecer. Con los campos cubiertos de nieve como ahora, yo me helaría bien pronto. ¿Qué pensáis de todo eso, Roger? ¿Me llevaréis en un saco sobre vuestras espaldas y me arrojaréis por el acantilado? Os lo agradecería.

    Ella estaba bromeando; sin embargo, Roger cruzó la habitación y, colocándose a su lado, cerca de la ventana, mientras miraba al cielo gris, murmuró:

    — Bien podría ser, señora, si tuvierais el valor suficiente. — Tengo valor, si vos tenéis los medios.

    Se miraron el uno al otro, mientras la idea súbitamente tomaba cuerpo en sus mentes. Isolda dijo rápidamente:

    — Si saliéramos de aquí y nos dirigiéramos a casa de mi hermano en Bere, sir Oliver no se atrevería a seguirme, pues entonces no podría mantener sus mentiras referentes a mi locura. Pero con este tiempo los caminos son impracticables. No podría llegar hasta Devon.
    — Ahora no, pero cuando los caminos estén practicables todo eso es posible.
    — ¿Dónde me esconderíais? Sir Oliver tiene que pasar solamente el valle para buscarme en la mansión de Champernoune encima de Treesmill.
    — Dejadle que lo haga. Encontraría el sitio vacío con mi señora en Trelawn. Existen otros escondites si vos os arriesgáis a confiar en mí. — ¿Por ejemplo?
    — Mi propia casa, Kylmarth. Mi hermano Robbie está allí lo mismo que mi hermana Bess. No es más que una granja rústica, pero vos seríais bien recibida allí en espera de que el tiempo cambie.

    Isolda no dijo nada por el momento. Noté por la expresión de sus ojos que abrigaba todavía algunas dudas sobre la integridad del mayordomo.

    — Es cuestión de elegir — dijo al fin —. Permanecer aquí como prisionera a la merced de los caprichos de mi marido, que apenas puede contenerse para no desembarazarse de una esposa que es como un reproche viviente, o aceptar vuestra hospitalidad, que vos podréis interrumpir en el momento que os plazca.

    Nunca ocurrirá esto y nunca os negaremos nuestra hospitalidad, a no ser que vos misma lo queráis así.

    Ella miró de nuevo la nieve que caía y el cielo que se oscurecía cada vez más, lo cual significaba no sólo que el tiempo empeoraba, sino también la proximidad de una noche de invierno llena de amenazas.

    Estoy lista.

    Isolda abrió un cofre que se encontraba contra el muro; sacó un manto provisto de capuchón, un vestido de lana, un par de zapatos de cuero que nunca debieron haber servido fuera de casa, excepto para guardarlos en un saco al lado de la silla de montar.

    — Mi propia hija Joanna saltó por esta ventana la semana pasada después de una disputa con su hermana Margaret para demostrar que no se encontraba demasiado gorda. Yo soy suficientemente delgada. ¿Qué decís? ¿Me falta valor ahora?
    — Nunca os ha faltado, señora, sólo la ocasión de ponerlo en práctica. ¿Conocéis el bosque que se encuentra más allá de los pastizales?
    — Debo conocerlo. He cabalgado por esos lugares con frecuencia, cuando era libre.

    Entonces, cerrad la puerta con llave después de que yo haya salido. Saltad por la ventana y dirigíos allí. Yo me ocuparé de que el sendero se encuentre libre y de que todos los habitantes de esta mansión permanezcan en el interior. Diré a sir Oliver que os habéis despedido de mí y que deseáis permanecer sola.

    — ¿Y las niñas? Joanna continuará imitando a Sybell, como ha estado haciendo desde las últimas semanas. Pero Margaret... — Se detuvo un momento. Su valor perdía fuerza —. Una vez que haya perdido a Margaret, no me quedará nada...
    — Os quedará vuestra voluntad de sobrevivir. Si conserváis esto, conservaréis todo el resto. También a vuestras hijas.
    — Partid aprisa, antes de que cambie de parecer.

    Habiendo salido de la habitación, oí que Isolda cerraba la puerta desde el interior. Miré a Roger y me pregunté si él se daba cuenta de lo que había hecho: incitar a Isolda a arriesgar su futuro y su vida en una fuga que seguramente fracasaría. La casa estaba ahora sumida en el silencio. Atravesamos el pasadizo hasta llegar al vestíbulo, en donde sólo se hallaban ahora las niñas y los perros. Joanna hacía gestos delante del espejo; su largo cabello estaba ahora peinado en dos trenzas, adornadas con una cinta que poco antes llevaba Sybell; Margaret, por su parte, estaba sentada en un banco, con el sombrero de forma cónica de su padre sobre su cabeza y con el largo látigo en su mano. Miró a Roger con ojos severos cuando éste entró en el vestíbulo.

    — Mira: en lugar de un caballo sólo tengo un banco, y por silla de montar, una alfombra. No te volveré a recordar tu falta de palabra...
    — No tendrás que hacerlo de nuevo, te lo prometo. Conozco lo que debo hacer. ¿Dónde está vuestro padre?
    — Está arriba. Se hizo una herida en el dedo al tratar de cortar la garra de la nutria. Sybell le está vendando la herida.
    — No querrá que le interrumpas — dijo Joanna —. Le gusta dormir un poco antes de la cena. Sybell le arrulla con su canto. Así se duerme más pronto y come con mejor apetito. Por lo menos, así lo asegura él.
    — No lo dudo replicó Roger —. En ese caso, por favor, dad las gracias y decid adiós a sir Oliver de mi parte. Vuestra madre está cansada y no desea ver a nadie. ¿Queréis decir esto a sir Oliver?
    — Yo lo haré, si me acuerdo — prometió Joanna.
    — Yo se lo diré — dijo Margaret —, y le despertaré también, si no baja a las seis. Anoche cenamos a las siete. No me gusta comer tan tarde.

    Roger se despidió de ellas. Abrió la puerta del vestíbulo y salió al patio. Cerró la puerta suavemente. Se dirigió hacia la parte posterior de la casa y prestó oídos. Algunos ruidos venían de la parte de la casa perteneciente a la cocina y a sus dependencias, pero las puertas y ventanas estaban todas cerradas y aseguradas desde el interior. Algunos perros ladraban en las dependencias que se encontraban en la parte posterior de la casa. Dentro de media hora, y aun antes, sería de noche. El terreno cubierto de matorrales, más allá del campo abierto, era una zona oscura, con manchas blancas de nieve. Las colinas del otro lado aparecían desiertas y desnudas bajo el cielo gris. Las huellas que habíamos hecho al subir la colina estaban ahora casi borradas por la nieve fresca; en cambio, a su lado, se veían huellas recientes, de pies que marchaban aprisa, como los de un niño que corriera buscando refugio, como las de un bailarín que apenas tocara el suelo. Roger las deshizo, marchando a largas zancadas y arrojando la nieve delante de él mientras descendía rápidamente hacia el matorral. Si alguien siguiera este camino antes de la noche, sólo vería las huellas de Roger, que, por otra parte, pronto estarían también cubiertas por la nieve que caía.

    Isolda nos esperaba a la entrada del bosque. Llevaba consigo a la pequeña ardilla. Se cubría con el abrigo de lana y la capucha estaba atada bajo su barbilla. El vestido que ella había tratado de mantener recogido, gracias al cinturón que la ceñía, caía dé nuevo hasta más abajo de sus tobillos. Sonreía, como hubiera sonreído también su hija Margaret si se encontrara haciendo una travesura, y con la promesa de un caballo como recompensa, en lugar de un destino desconocido.

    — Vestí a mi almohada con mi traje de dormir y lo cubrí todo con las mantas. Puede engañar a alguien que venga a verme esta noche en mi habitación.
    — Dadme vuestra mano. No os ocupéis de vuestro vestido, dejadlo arrastrar sobre la nieve. Bess os dará un traje seco cuando lleguemos a casa.

    Isolda rió y puso su mano en la suya. Al hacerlo, yo sentí como si la pusiera también en la mía y que Roger y yo la levantábamos y la arrastrábamos sobre la nieve; sentía también que Roger no era ya un mayordomo al servicio de otra mujer y yo un fantasma perteneciente a otro mundo, sino que éramos hombres que compartíamos un mismo destino y un común amor; amor que ninguno de nosotros dos se atrevería a deshonrar, en su mundo o en el mío.

    Cuando llegamos al puente que se encontraba medio derruido en mitad de la corriente, Roger dijo:

    — Debéis confiar en mí una vez más y permitirme llevaros en mis brazos como lo haría con vuestra hija Margaret.

    Pero si me dejáis caer, no os tiraré de las orejas, como lo haría ciertamente mi hija.

    Roger rió. La pasó sin dificultad hasta la otra orilla. De nuevo, estaba mojado hasta la cintura. Continuamos marchando a lo largo de los pequeños y oscuros arbustos. El silencio a nuestro alrededor no estaba ahora cargado de presagios, como cuando yo atravesaba solo este sitio poco antes. Más bien, era un silencio mágico, lleno de emociones.

    Roger se dirigió a Isolda:

    — La nieve será más espesa en el sitio del valle cercano a la granja de Treveryan. Si Ric Treveryan nos viera, quizá no dejaría de hablar. ¿Tenéis aliento suficiente todavía para subir la colina y seguir el sendero que allí se encuentra? Robbie me espera en este sitio con los caballos. Escogeréis con cuál de nosotros dos preferís cabalgar. Yo soy el más prudente.

    Entonces escojo a Robbie. Esta noche abandono la prudencia para siempre.

    Giramos hacia la izquierda y comenzamos a trepar la cuesta. El río corría a nuestra espalda. Las piernas de mis dos compañeros se hundían hasta las rodillas en la nieve, haciendo la marcha muy penosa y lenta.

    Esperad un momento — dijo Roger, dejando la mano de Isolda —. Puede haber una zanja en este sitio, antes de llegar al sendero.

    Roger avanzó entonces, barriendo la nieve con sus manos. Me quedé entonces sólo en compañía de Isolda. Pude contemplar a mis anchas su rostro pequeño, con rasgos llenos de resolución, bajo el capuchón de su manto.

    — Todo está en orden. La nieve es más dura en este lugar. Ya bajo a buscaros.

    Le miré cuando descendía deslizándose hacia ella. Me pareció de repente que eran más bien dos hombres los que se dirigían hacia Isolda y que ambos la ayudaban después a subir. Debía ser Robbie, que habiendo oído las voces de su hermano, había bajado hasta este sitio desde el sendero.

    Un secreto instinto me dijo que no debía moverme, ni trepar, sino dejar partir a Isolda sola para ser recibida por las manos de los dos hombres. Ella se apartó de mí. La perdí pronto de vista, lo mismo que a Roger y a la tercera silueta, en medio del temporal de nieve.

    Permanecí enclavado en el mismo sitio, temblando, teniendo entre mis manos los hilos de alambre de la verja que me separaban de la línea férrea. Ahora no era la nieve la que cubría las colinas opuestas, sino más bien el color gris de las lonas que cubrían los vagones del tren de carga, que en ese momento penetraba con gran ruido en el oscuro túnel...


    CAPITULO XX


    El instinto de conservación es algo común a todos los seres vivientes; en el hombre está quizá ligado a aquel cerebro primitivo que según Magnus forma parte de nuestra herencia común. En mi caso ciertamente ese instinto dio una señal de alarma: si no hubiera sido así, habría muerto como Magnus y por la misma causa. Recuerdo haberme desprendido ciegamente de la cerca que bordea la línea férrea y dirigirme al pasadizo subterráneo donde se encontraban los animales domésticos. Oí al tren pasar con gran ruido sobre mi cabeza. Atravesé una verja y me encontré en un campo abierto más allá de la granja de Little Treveryan, propiedad del carpintero; era allí donde había dejado el coche.

    No sentí ni náuseas ni vértigo; el instinto que me hizo despertar me había ahorrado estas molestias, así como me había salvado la vida. Mientras permanecí

    sentado ante el volante del coche, temblando todavía, me pregunté si en el caso de que Magnus y yo nos hubiéramos aventurado juntos en un «viaje» el viernes por la noche, hubiera ocurrido lo que los periodistas llaman una doble tragedia. ¿O quizá nos hubiéramos salvado los dos? Nadie podría saberlo ahora. La ocasión de pasearnos juntos en otro mundo, había desaparecido para siempre. Yo sabía solamente una cosa, que ningún otro sabría jamás: la causa de su muerte. Magnus había extendido su mano para ayudar a Isolda. que se hundía en la nieve. Aunque el instinto le avisó que no lo hiciera, como a mí, sin embargo, Magnus no debió hacerle caso, mostrando así más valor que yo.

    Eran más de las siete y media cuando puse en marcha el coche. Al pasar por el sitio pantanoso aún no sabía hasta dónde había caminado en el otro mundo, ni cuál de las dos granjas correspondía a Tregest. De todas maneras eso ya no importaba. Isolda había logrado escapar en aquella noche de invierno de 1332 o 1333 o quizá aún más tarde; se había dirigido hacia Kilmarth; si logró llegar allí o no, un día yo lo descubriría quizá. No ahora, ni mañana, sino algún día...

    Mi objetivo inmediato debería ser conservar mis fuerzas y mi lucidez mental para la investigación judicial y sobre todo vigilar los efectos consecuentes de la droga. No sería nada bueno aparecer en la corte con los ojos llenos de manchas de sangre o con un sudor enfermizo, sobre todo si iba a tener los ojos escrutadores del doctor Powell clavados sobre mí.

    No tenía apetito; al llegar a casa hacia las ocho y media y después de aparcar el coche en la cumbre de la colina a fin de matar un poco el tiempo, llamé a Vita y le dije que habíamos cenado en el Hotel de Liskeard y que me encontraba muerto de sueño.

    Vita y los niños estaban comiendo en la cocina; me dirigí hacia la alcoba y guardé el bastón de Magnus en el armario. En ese momento yo sabía plenamente lo que significa vivir «una doble vida». El bastón, las botellas encerradas con llave en la maleta, eran como las llaves del apartamento de otra mujer que yo podía aprovechar cuando llegara la ocasión. Pero más incitante todavía y más insidioso era el saber que esa mujer podía encontrarse bajo mi propio techo en ese mismo momento, esa noche, pero viviendo en su propio tiempo.

    Permanecí en la cama con las manos detrás de mi cabeza preguntándome cómo Robbie y su hermana habían recibido al huésped inesperado. Por de pronto, vestidos secos para Isolda; luego una comida parca delante del fuego; los jóvenes en silencio y Roger haciendo el papel de anfitrión; en seguida Isolda se dirigía a la cama subiendo por la escalera hacia uno de aquellos colchones de paja, desde donde oía el ruido del ganado en la cuadra cercana. El sueño podía venir pronto a causa del cansancio; sin embargo, más probablemente ella concibió el sueño muy tarde a causa de lo extraño de la situación y de la preocupación por sus niñas a las que quizá nunca volvería a ver.

    Cerré los ojos tratando de imaginarme el recinto frío y oscuro. Debería corresponder a la pequeña alcoba actual que se encontraba en el primer piso, ocupada en otro tiempo por la cocinera de la señora Lane y que estaba llena hoy de toda clase de cajas y baúles. Isolda: cuán cercana de Roger que se encontraba en la cocina, abajo, pero ¡cuán inalcanzable entonces y ahora!

    — Querido...

    Era Vita que se inclinaba sobre mí; mi imaginación y la confusión de mis pensamientos me la hacían aparecer diferente de lo que ella era y cuando la aparté de mi lado, no era la mujer en carne y hueso y la esposa que yo apartaba, sino el fantasma que yo sabía bien nunca podía responder a -la realidad presente: Isolda. En este momento, cuando abrí mis ojos, porque debía de haber dormido durante cierto tiempo, Vita estaba sentada delante del tocador con su cara cubierta de crema.

    — Pues bien — dijo ella sonriendo y mirándome a través del espejo —, si ésa es la manera como celebras tu herencia, poca gracia me hace.

    La toalla que cubría la parte superior de su cabeza como un turbante y la máscara de crema sobre su rostro, le daban un aspecto de payaso. Súbitamente me sentí asqueado por el mundo de comedia en el que me encontraba; deseé no formar parte de él, ni hoy ni mañana ni nunca. Quise vomitar. Salté de la cama y dije:

    Dormiré en la habitación contigua.

    Vita me miró con sus dos ojos que parecían los agujeros de una máscara:

    — ¿Qué diablos pasa? ¿Qué he hecho?
    — No has hecho nada. Quiero dormir solo.

    Atravesé el cuarto de baño y me dirigí hacia la otra alcoba; Vita me siguió; el vestido de cama que usaba flotaba sobre sus rodillas y producía un efecto grotesco culminado por el turbante; por primera vez me sorprendió la impresión de ver sus uñas pintadas que hacían aparecer sus manos como garras.

    — No creo que estuvieras con esos señores, en absoluto. Los dejaste en Liskeard y has estado bebiendo en algún bar. Es eso, ¿no? — No.
    — De todos modos algo ha pasado. Has estado en alguna otra parte y no quieres decirme la verdad. Todo lo que dices o lo que haces no es más que una gran mentira. Mentiste al abogado y a ese tal Willis acerca del laboratorio; mentiste a la policía acerca del modo como murió el profesor. Por Dios, ¿qué hay detrás de todo esto? ¿Existía algún pacto secreto entre vosotros dos, de suerte que tú sabías durante todo este tiempo que él se iba a matar?

    Puse mis manos sobre sus hombros y comencé a sacarla de la habitación:

    — No he estado bebiendo. No ha habido ningún pacto secreto de suicidio. Magnus murió en un accidente, atropellado por un tren de carga que entraba en un túnel. He estado junto a la línea férrea hace una hora y estuve a punto de que me ocurriera lo mismo: ésa es la verdad y si no la aceptas, tanto peor. No puedo obligarte.

    Ella tropezó contra la puerta del cuarto de baño. Al volverse para mirarme, vi una nueva expresión en su rostro: no de cólera, sino de sorpresa y de repugnancia.

    — ¿Fuiste allí y permaneciste un rato en el sitio en que Magnus murió? ¿Fuiste allí y deliberadamente miraste un tren pasar que hubiera podido matarte a ti también?
    — Sí.
    — Entonces te diré lo que pienso. Pienso que eso es malsano, morboso, loco, y lo peor de todo es que tú serías capaz después de tal experiencia de venir aquí y hacerme el amor. Eso nunca lo perdonaré o lo olvidaré. Así, pues, por Dios, vete a dormir en la otra alcoba. Lo prefiero así.

    Salió dando un portazo. Esta vez yo sabía que no se trataba de una de sus cóleras pasajeras, sino de algo fundamental que le salía de lo más íntimo de sus sentimientos ofendidos. Así lo comprendí y aún la estimé más a causa de ello. Me sentí invadido por un sentimiento extraño de compasión. Pero no había nada que decir, ni nada que hacer.

    Al día siguiente nos encontramos, no como marido y mujer después de una dificultad doméstica, sino como dos extraños que forzados por las circunstancias tuvieran que compartir el mismo techo, vestirse, comer, pasar de una habitación a otra, hacer planes para el día y bromear con los niños, quienes, por otra parte, eran suyos y no míos, y esto último hacía que la división fuera aún más completa.

    Yo sentía muy bien su profunda desdicha; notaba sus suspiros, sus pasos arrastrados, la diferente entonación de su voz. Los niños, sensibles como pequeños animales al cambio de atmósfera, nos miraban con ojos penetrantes.

    — ¿Es verdad que el profesor te ha dejado su casa? — me preguntó Teddy a solas.
    — Sí, algo inesperado, pero muy gentil de su parte.
    — ¿Entonces vendremos aquí todos los días de fiesta?
    — No lo sé. Eso depende de Vita.

    El chico comenzó a coger en sus manos cosas de las mesas y volvía a ponerlas en su sitio y a dar pequeños golpes en los respaldos de las sillas.

    No creo que a mamá le guste mucho este sitio.

    — ¿Y a ti?

    Se encogió de hombros.

    — No está mal.

    Ayer, a causa de la excursión de pesca y del maravilloso Tom, reinaba el entusiasmo. Hoy, a causa del mal humor de los adultos, reinaba la apatía y la inseguridad. Por supuesto, era culpa mía. Todo lo que ocurriera en esa casa, había sido, era y sería culpa mía.

    No podía decírselo, ni tampoco pedirle perdón.

    — No te preocupes — le dije —. Todo resultará bien. Quizá pasaréis las vacaciones de Navidad en New York.
    — ¡Olé!... ¡Fantástico!

    Teddy salió corriendo de la habitación hacia la terraza llamando a Micky:

    — Dick dice que quizá pasemos las vacaciones próximas de nuevo en casa.

    Los gritos de entusiasmo de los dos hermanos resumían su actitud hacia Cornwall, Inglaterra, Europa y, sin duda alguna, también hacia su padrastro.

    Nos las arreglamos para pasar el fin de semana de alguna manera, aunque el tiempo se había estropeado, haciéndolo todo más difícil. Mientras los chicos jugaban a una especie de tenis en el sótano, pues yo podía oír el golpe de la pelota contra los muros de abajo, y mientras Vita escribía una carta de diez páginas a Bill y Diana, yo examiné todos los libros de Magnus, desde las novelas de mar que formaban parte de la biblioteca del comandante Lane, hasta los libros escogidos por Magnus mismo. Yo los tocaba con una especie de posesión orgullosa. Allí estaba el tercer volumen de The Parochial History of the Cornwall (de la letra L a la N); pero no había trazos de los otros volúmenes; más allá aparecía The Story of the Windjammer. Saqué el primero y miré la lista de las parroquias. Lanlivery estaba allí; en el capítulo que le era consagrado había un sitio especial para el castillo de Restormer. ¡Pobre sir John! Su autoridad como custodio del castillo, durante siete meses, no era ni siquiera mencionada. Iba a volver a colocar el libro en su sitio, con la intención de leerlo más despacio en otra ocasión, cuando una línea al comienzo de la página llamó mi atención:

    «El feudo de Steckstenton o de Strickstenton, originariamente Tregesteynton, perteneció a los Carminowe de Boconnoc y pasó de ellos a los Courtenay y luego a los representantes de la familia Pitt. El estado de Strikstenton es propiedad de N. Kendall.»

    Tregesteynton... los Carminowe de Boconnoc. Lo había encontrado al fin, pero demasiado tarde. Si lo hubiera sabido diez días antes, si lo hubiéramos sabido ambos... Magnus podía haber cruzado el valle más abajo, en Treesmill y no hubiera tenido que morir. En cuanto a la casa principal del feudo, su emplazamiento seguramente se encontraba más abajo de la actual granja. El jueves anterior, cuando penetré por allí, pude haber visto a sus propietarios actuales.

    Strickstenton... Tregesteynton. Una cosa era cierta: yo podía mencionar este nombre en el tribunal gi el médico forense lo preguntaba.

    La fecha para la investigación se había fijado para el viernes por la mañana, antes de lo que esperaba. Dench y Wills harían lo que hicieron antes, viajar en un tren de noche y regresar cuando la investigación hubiera terminado. Me felicitaba a mí mismo mientras me afeitaba el día de la investigación de no tener que sufrir molestias

    fisiológicas a causa de la droga, tales como un sudor abundante o manchas rojas en los ojos. A pesar del distanciamiento con Vita, los últimos días habían pasado en relativa paz.

    De repente, sin ninguna razón aparente, la máquina de afeitar se escapó de mis manos y se estrelló contra el lavabo. Traté de cogerla, pero mis dedos no tenían un movimiento coordinado: estaban entumecidos como por un calambre. No los sentía. No funcionaban. Me dije a mí mismo que se trataba del nerviosismo normal anterior a una investigación judicial. Pero durante el desayuno, mientras tenía en mi mano la taza de café, de repente ésta se deslizó de mi mano y dejó derramar el líquido sobre la mesa.

    Tomábamos el desayuno en el comedor, a fin de estar a tiempo para la investigación; Vita estaba sentada enfrente de mí. — Lo siento; qué torpeza.

    Vita miró mi mano, que había comenzado a temblar. El temblor parecía subir desde los dedos hasta el codo. No podía controlarlo. Metí mi mano en el bolsillo de la chaqueta y la apoyé contra el costado hasta que el temblor desapareció.

    — ¿Qué pasa? — preguntó Vita —. Tu mano está temblando.
    — Es un entumecimiento. Dormí sobre ella toda la noche.
    — Pues bien, caliéntala con el aliento o haz algo. Estira los dedos, a fin de volver a poner la circulación de la sangre en marcha.

    Vita comenzó a limpiar la mesa y me sirvió una nueva taza de café. La tomé con mi mano izquierda, pero ya no tenía más apetito. Me preguntaba cómo podría conducir el coche con una mano temblando o paralizada. Había dicho a Vita que prefería asistir a la investigación solo, pues no había ninguna razón para que ella me acompañara. Pero cuando llegó el momento de partir, mi mano todavía no respondía, aunque el temblor había ya pasado.

    — Mira, creo que tendrás que conducirme a St. Austell. La mano derecha tiene todavía este maldito calambre.

    La calurosa simpatía que habría mostrado una semana antes, había desaparecido.

    — Te conduciré, por supuesto, pero es algo curioso, ¿no es verdad?, ese repentino calambre. Nunca lo habías tenido antes. Mejor es que conserves la mano en el bolsillo, no sea que el médico forense piense que has estado bebiendo.

    No era una observación adecuada para hacerme sentir a mis anchas. Asimismo, el solo hecho de estar en el coche como un pasajero al lado de Vita en lugar de ser yo quien conducía, hería mi amor propio. Me sentí incómodo, lleno de frustración, y comencé a perder el sentido de la coordinación en las respuestas que había preparado tan cuidadosamente para el tribunal.

    Cuando llegamos a White Hart y encontramos a Dench y Willis, Vita dijo sin necesidad ninguna y como presentando excusas por encontrarse allí:

    — Dick está lisiado. Tuve que hacerle de chófer.

    Tuve que explicar todo el maldito asunto. Había poco tiempo que perder, de suerte que entré con los otros en el edificio donde había de efectuarse la investigación. Me sentía como un hombre marcado. El médico forense, quien indudablemente era una persona inofensiva en su vida privada, parecía a mis ojos como el juez de un Tribunal criminal y el jurado en su conjunto como acusadores inclinados a encontrar culpable al acusado.

    La sesión comenzó con la declaración de la policía referente al encuentro del cadáver. Era algo objetivo; sin embargo, mientras yo la escuchaba, pensé cuán extraña debía sonar en oídos ajenos; la conducta de Magnus aparecía como la de alguien que hubiera perdido momentáneamente la razón y hubiera atentado contra su propia vida.

    En seguida el juez llamó al doctor Powell para que leyera su declaración. La leyó con voz clara e insensible que me hizo recordar la voz de uno de los sacerdotes deportistas de Stonyhurst.

    — Se trata del cadáver bien preservado de un hombre de unos cuarenta y cinco años. Cuando fue examinado por primera vez a la una de la tarde del sábado 3 de agosto, la muerte había ocurrido unas catorce horas antes. La autopsia llevada a cabo al día siguiente, mostró heridas superficiales en las rodillas y en el pecho, una herida más profunda en la parte superior del brazo derecho y en los hombros, así como un desgarramiento en el lado derecho del cuero cabelludo. Subyacente a esto último apareció una fractura en la región parietal derecha del cráneo acompañada de un desgarramiento del cerebro con una hemorragia abundante procedente de la arteria derecha media meníngea. Se encontró que el estómago contenía más o menos un cuartillo de líquido y de comida mezclados que en un análisis posterior no mostró anormalidad alguna ni trazos de alcohol. Se hicieron análisis de la sangre, la cual resultó normal. El corazón, los pulmones, el hígado y los riñones eran normales y sanos. En mi opinión la muerte fue el resultado de una hemorragia cerebral, consecuencia de un fuerte golpe en la cabeza.

    Sentí un gran alivio. Desapareció momentáneamente la tensión. Me pregunté si John Willis se comportaría de la misma manera o si al contrario sería una nueva causa de preocupación para mí.

    El médico forense preguntó entonces al doctor Powell si las heridas cerebrales podían haber sido causadas por un violento choque contra un vehículo, tal como un tren de carga.

    — Ciertamente que sí. Un aspecto importante es que la muerte no fue instantánea. El hombre tuvo suficiente fuerza para arrastrarse algunos metros hasta la cabaña. El golpe en la cabeza fue bastante para causar una fractura muy seria, pero la muerte resultante de la hemorragia ocurrió probablemente cinco o diez minutos más tarde.
    — Gracias, doctor Powell — dijo el médico forense.

    En seguida oí pronunciar mi nombre. Me levanté, preguntándome si el hecho de llevar mi mano en el bolsillo me daba el aspecto de tomarlo todo un poco a la ligera; quizá nadie lo notaría.

    El médico forense me dirigió la palabra:

    — Señor Young, tengo aquí su declaración y propongo que sea leída al jurado. Por favor, interrumpa si hay algo que usted desee corregir.

    En la declaración leída por él daba la impresión de que yo era un hombre insensible; como si me hubiera preocupado más de la cena que de la suerte del profesor. El jurado tendría la impresión de un haragán matando el tiempo de su espera con una almohada detrás de la cabeza y una botella de whisky al alcance de la mano.

    El médico forense me preguntó, una vez que la declaración fue leída:

    — Señor Young, ¿no se le ocurrió a usted entrar en contacto con la policía el viernes por la noche? ¿Por qué?
    — Pensé que no era necesario. Esperaba que el profesor aparecería de un momento a otro.
    — ¿No le sorprendió a usted que él descendiera del tren en Par y que marchara a pie en lugar de encontrarse con usted en St. Austell, como estaba convenido?
    — Sí, me sorprendió, pero eso estaba en armonía con su carácter.

    Si él tenía algún objetivo delante de sus ojos, lo llevaría a cabo de todas maneras. La puntualidad no significaba nada para él en esas circunstancias.

    — ¿Y cuál piensa usted que era el objetivo concreto que tenía el profesor Lane aquella noche? — preguntó el médico forense.
    — Pues bien, él había comenzado a interesarse en cuestiones históricas del distrito y en el emplazamiento primitivo de las antiguas mansiones feudales. Habíamos hecho proyectos de visitar algunas de ellas durante el fin de semana. Cuando el profesor no apareció, imaginé que debía haber decidido caminar hacia algún sitio particular del que no me había hablado antes. Después de haber hecho mi declaración a la policía, creo que he encontrado el emplazamiento que el profesor estaba buscando.

    Pensaba que el jurado se interesaría por esta declaración, pero no fue así.

    — Quizá podría usted hablarnos un poco de eso — dijo el médico forense.
    — Por supuesto.

    Recobraba poco a poco la confianza en mí mismo y bendecía interiormente el Parochial History.

    — Opino ahora que el profesor estaba tratando de localizar la mansión feudal de Strikstenton en la parroquia de Lanlivery. Eso no lo sabía yo en el momento del accidente. Esta propiedad perteneció antaño a una familia llamada Courtenay (tuve buen cuidado de no mencionar los Carminowe a causa de Vita). Esta misma familia poseyó alguna vez nuestro Treveryan. El camino más corto entre estas casas, a vuelo de pájaro, sería el de cruzar el valle más arriba de la actual granja de Treveryan y caminar a través del bosque hasta Strikstenton.

    El médico forense pidió un mapa y lo examinó atentamente.

    Veo lo que usted quiere decir, señor Young, pero seguramente existe un pasadizo bajo la línea férrea que el profesor Lane debía haber tomado, en lugar de cruzar las vías.

    — Sí, pero él no tenía mapa. Y quizá no conocía su existencia.
    — Así, pues, ¿él cruzó las vías, a pesar del hecho de que ya estaba completamente oscuro y de que en ese momento un tren de carga subía del valle?
    — No creo que al profesor Lane le inquietara la oscuridad. Y, evidentemente, no oyó el tren: estaba completamente absorto en su investigación.
    — ¿Tan absorto, señor Young, que pasó por encima de la cerca de alambre y bajó por el terraplén en el momento en que el tren pasaba? — No creo que haya bajado caminando el terraplén. Resbaló y cayó. No olviden que estaba nevando en ese momento.

    Vi que el médico forense me miraba fijamente, lo mismo que los miembros del jurado.

    Excuse, señor Young; ¿dijo usted que estaba nevando?

    Necesité uno o dos segundos para recobrarme. Sentía el sudor brotar de mi frente.

    — Lo siento, me he confundido. El hecho es que el profesor Lane tenía un interés particular en las condiciones climatológicas de la Edad Media. Su teoría era que los inviernos eran mucho más fuertes en aquella época que ahora. Antes de que se abrieran las líneas del ferrocarril sobre la colina que domina el valle de Treesmill, el terreno debía descender continuamente hasta el fondo del mismo valle, de suerte que habría ventisqueros en ese sitio haciendo las comunicaciones entre Treveryan y Strikstenton imposibles. Pienso que el profesor estaba tan absorto en todo esto y en la inclinación general del terreno delante suyo y de cómo todo esto habría sido afectado por las nevadas, que no se dio cuenta de nada más.

    Rostros incrédulos me miraban desde el jurado. Vi a uno de los hombres hacer un signo con la cabeza a su compañero, como queriéndole decir que yo era un lunático o que el profesor lo había sido.

    — Gracias, señor Young, eso es todo — dijo el médico forense.

    Me senté, enjugándome el sudor y sintiendo un temblor que se apoderaba de mi brazo desde el codo hasta la muñeca. Llamó en seguida a John Willis. este declaró que su colega se encontraba en las mejores condiciones de salud cuando lo vio antes del fin

    de semana, que aquél había emprendido una investigación secreta de gran importancia para el país sin ninguna relación con la visita a Cornwall; que esta última sólo iba a ser una visita privada relacionada con una afición personal del profesor, de carácter sobre todo histórico.

    — Debo añadir que estoy completamente de acuerdo con el señor Young en su opinión sobre la manera cómo el profesor Lane encontró la muerte. No soy un arqueólogo ni un historiador, pero ciertamente el profesor Lane tenía teorías personales interesantes de la extensión de las nevadas de los siglos pasados.

    Durante cerca de tres minutos el señor Willis habló en una jerga tan por encima de mi cabeza y de las cabezas de todos los allí presentes, que Magnus mismo no habría podido superarlo en el caso de que después de una buena comida hubiera querido imitar el lenguaje de las más esotéricas publicaciones científicas.

    — Gracias, señor Willis — murmuró el médico forense, cuando aquél hubo terminado —, muy interesante; estoy seguro de que todos hemos apreciado su información.

    La investigación había terminado. El médico forense, resumiéndolo todo, indicó que aunque las circunstancias fueran inhabituales, no encontraba ninguna razón para suponer que el profesor Lane había marchado deliberadamente sobre la vía en el momento en que el tren pasaba.

    El veredicto fue de muerte por accidente, con una advertencia a los ferrocarriles británicos, sector occidental, de que sería conveniente realizar una inspección general de las cercas y de las señales de peligro a lo largo de la línea.

    Todo había terminado. Herbert Dench se volvió a mí con una sonrisa en el momento en que salía del edificio y me dijo:

    — Resultado muy satisfactorio, desde cualquier punto de vista, para todos los implicados en el asunto. Sugiero que lo celebremos en el White Hart. Temía un veredicto diferente. Pudo haber ocurrido así, a no ser por la relación suya y de Willis referente a esa preocupación extraordinaria del profesor Lane acerca de las condiciones invernales. Recuerdo haber oído un caso similar en el Himalaya...

    El abogado se embarcó entonces, mientras nos dirigíamos hacia el hotel, en una historia referente a un hombre de ciencia que durante tres semanas había vivido a una altura inverosímil y en condiciones espeluznantes, con el fin de estudiar los efectos atmosféricos sobre ciertas bacterias. Yo no podía ver la relación entre uno y otro caso, pero me alegré del respiro que me proporcionaba.

    Cuando llegamos a nuestro destino me dirigí directamente al bar y me emborraché dulce e inofensivamente. Nadie lo notó y lo que es mejor, el temblor de mi mano desapareció inmediatamente. Quizá, después de todo, no eran más que nervios.

    — Bueno, no debemos impedirle gozar de su deliciosa nueva posesión — dijo el abogado después de terminar nuestro frugal y alegre almuerzo —. Willis y yo podemos marchar hasta la estación.

    Mientras nos dirigíamos a la estación dije a Willis:

    — No sé cómo agradecerle su declaración. Magnus hubiera llamado a eso una notable hazaña.

    Willis lo admitió:

    — Hizo impacto, aunque usted me hizo temblar un poco. No estaba preparado para esa cuestión de la nieve. De todos modos servirá para probar lo que mi jefe decía siempre: el lego aceptará cualquier cosa si se le presenta de una manera autorizada. — Me guiñó un ojo detrás de sus gafas y agregó en voz baja —: Usted se desembarazó de todo lo que había en los jarros, ¿no es cierto? ¿Nada ha quedado que pueda causar algún daño a usted o a otra persona?
    — Todo está quemado y enterrado bajo los escombros de muchos años — le respondí.

    Está bien, no queremos más desastres.

    Dudó un momento, como si fuera a decirme algo más, pero el abogado y Vita nos esperaban a la entrada del Hotel. La ocasión había pasado; nos dijimos adiós, nos dimos la mano y nos dispersamos.

    Mientras nos dirigíamos al aparcamiento, Vita comentó sarcásticamente:

    — He notado que tu mano se recobró tan pronto como entraste en el bar. Sea como fuere, yo conduciré.
    — Como quieras.

    Echándome el sombrero a los ojos me preparé a dormir. Mi conciencia me remordía, sin embargo. Había mentido a Willis. La botella A y la B estaban vacías, pero el contenido de la botella C estaba intacto en mi maleta.


    CAPITULO XXI


    Los efectos de la alegre comida en el White Hart pasaron después de un par de horas, pero me dejaron con un humor negro y con la determinación de ser el amo en mi propia casa. La investigación había terminado, y a pesar de la metedura de pata referente a la nieve, o quizá a causa de ella, el nombre de Magnus permanecía limpio. La policía estaba satisfecha, el interés de la gente del lugar desaparecería pronto. Lo único que yo podría temer sería la intrusión de mi esposa. Tendría que tratar eso de frente e inmediatamente. Los chicos habían salido para una cabalgada y no habían vuelto aún. Salí en busca de Vita y la encontré a la entrada del cuarto de los chicos.

    — ¿Sabes? — dijo ella —. Ese abogado tenía perfectamente razón. Podrías disponer una docena de pequeños apartamentos en este lugar. Quizá más, si aprovecharnos también el sótano. Podríamos pedir prestado dinero a Joe. — Me sonrió —. ¿Tienes alguna idea mejor? El profesor no te dejó dinero para el mantenimiento de la casa y tú no tienes ningún empleo a menos que cruces el océano y de que Joe te proporcione uno. Así, pues... ¿qué tal si somos realistas una vez, por lo menos?

    Di media vuelta y bajé a la sala de música. Esperaba que ella me seguiría y así lo hizo. Me planté delante de la chimenea, el sitio propio desde tiempos inmemoriales del amo de la casa, y dije:

    — Que todo quede bien claro. Ésta es mi casa y lo que yo haga de ella me importa a mí solo. No quiero sugerencias ni de tu parte ni de los abogados, ni de los amigos, ni de nadie. Tengo intenciones de instalarme aquí; si tú no deseas vivir aquí conmigo, puedes tomar tus propias disposiciones.

    Encendió un cigarrillo y echó al aire una gran bocanada de humo. Se puso muy pálida.

    — ¿Es un ultimátum?
    — Llámalo como quieras. Es establecer un hecho. Magnos me ha dejado esta casa y tengo el propósito de pasar mi vida aquí, en tu compañía y con los niños, si tú deseas compartirla. No puedo hablar más claramente.
    — ¿Quieres decir que has desistido de la asociación que Joe te ha ofrecido en New York?
    — Yo nunca tuve esa idea. Fuiste tú quien la tuvo en mi lugar.
    — ¿Y cómo piensas que vamos a vivir?
    — No tengo la menor idea y por el momento no me importa. Habiendo trabajado en una editorial durante veinte años, conozco algo del oficio y puedo convertirme yo mismo en un autor. Podría comenzar escribiendo la historia de esta casa.

    Vita rió y apagó el cigarrillo recién encendido en el cenicero más cercano.

    — ¡Santo cielo! Bueno, por lo menos eso podría mantenerte ocupado. ¿Y qué haré yo entretanto? ¿Formar parte de una asociación benéfica o algo por el estilo?
    — Tú puedes hacer lo que las otras esposas hacen, adaptarte.

    Querido, cuando acepté casarme contigo y vivir en Inglaterra, tenías un empleo bien remunerado en Londres. Has renunciado a él sin ninguna razón y ahora quieres establecerte en este rincón perdido en donde ni tú ni yo conocemos un alma, a centenares de kilómetros de nuestros amigos; esto no tiene pies ni cabeza.

    Habíamos llegado a un callejón sin salida. Tampoco me gustaba el que me llamara querido cuando nos encontrábamos en medio de una disputa. En todo caso, la situación me molestaba. Había dicho lo que había dicho y una discusión no llevaría a ninguna parte. Además, tenía un deseo intenso de levantarme y de ir a la alcoba para examinar la botella C. Si no recordaba mal, era un poco diferente de las botellas A y B. Quizá debía habérsela dado a Willis para que la ensayara en los monos del laboratorio. Pero si lo hubiera hecho así, quizá nunca la recuperaría.

    — ¿Por qué no tomas el metro e imaginas algo para las cortinas y alfombras y se lo envías a Bill y a Diana a fin de que ellos den su opinión?

    No quería ser sarcástico. Ella podía hacer lo que quisiera dentro de una medida razonable con el mobiliario de Magnus arreglado según el gusto de un solterón. Disponer las habitaciones de una manera distinta había sido siempre una de las aficiones preferidas de Vita. Eso la contentaría durante algunas horas.

    Mi esfuerzo para establecer la paz tuvo un efecto contrario. Sus ojos se llenaron de lágrimas y dijo:

    — Sabes que viviría no importa dónde con tal de saber que tú me amas todavía.

    Me las arreglo muy bien con la cólera y soy capaz de devolver golpe por golpe. Pero me siento desarmado delante de las lágrimas. Abrí mis brazos y se arrojó en ellos inmediatamente buscando consuelo corno un niño.

    — Tú has cambiado mucho en estas últimas semanas — dijo ella —. A duras penas te reconozco.
    — No he cambiado. Te quiero. Por supuesto que te quiero.

    La verdad es lo más difícil de manifestar a los demás y aun a uno mismo. Yo amaba a Vita, después de todos los ratos pasados juntos durante meses y años, por todos los altibajos de la vida matrimonial que pueden ser preciosos y exasperantes, monótonos e inestimables. Había aprendido a aceptar sus defectos, así como ella los míos. Con demasiada frecuencia, disputando, nos habíamos dicho palabras hirientes. Con demasiada frecuencia, también, habiéndonos acostumbrado a una vida común, nos habíamos callado las cosas tiernas que teníamos que decirnos. Lo grave era que en lo más íntimo de nosotros mismos, una zona secreta había permanecido como dormida, esperando su despertar. Yo no podía compartir con Vita o con ningún otro los secretos de este mundo nuevo para mí. Con Magnus, sí... pero Magnus era un hombre y estaba muerto. Vita no era una Medea con quien pudiera preparar hierbas encantadas.

    — Querida, trata de soportarme en estos momentos. Es un período crítico para mí. Sencillamente, no puedo ver un camino. Me siento corno si me encontrara de pie sobre la arena de la playa esperando la marea para sumergirme en ella. No puedo explicártelo.
    — Podré sumergirme en lo que quieras. si me tomas contigo. — Lo sé, lo sé...

    Se enjugó los ojos y se sonó. En esos momentos los rasgos de su cara presentaban un aspecto lamentable, lo que me hizo sentirme aún más incómodo.

    — ¿Qué hora es? Tendré que ir a recoger los niños — dijo ella. — Iremos juntos.

    Me alegré de este pretexto para prolongar ese momento de buenas relaciones que comenzaba y para enaltecerme no sólo a sus ojos sino también a los míos. Una atmósfera de alegría comenzó a reinar. El ambiente que se había presentado tan amargo y tan pesado, con resentimientos no confesados, se esclareció y se hizo casi normal.

    Aquella noche volví de mi exilio voluntario de la alcoba contigua, pero no sin alguna tristeza. Debía sacrificarme en bien de las buenas relaciones. Además, el diván era muy duro.

    El tiempo era bueno y el fin de semana pasó en medio de salidas marítimas, de pic-nics con los chicos, de excursiones, etc. Mientras yo volvía a asumir mi papel de marido, padrastro y jefe de la casa, hice mis planes en secreto para la semana siguiente. Tenía que buscar un día libre para mí solo. Vita misma en su inocencia me proporcionó la oportunidad.

    — ¿Sabías que la señora Collins tiene una hija en Bude? — me dijo el lunes por la mañana —. Le prometí llevarla uno de estos días allí, dejarla con su hija y recogerla de nuevo por la tarde. ¿Qué te parece? Los niños están deseosos de ir, lo mismo que yo. Fingí no estar muy entusiasmado con la idea.
    — Hay mucho tráfico y Bude estará abarrotado de turistas. —Nos da igual. Podemos levantarnos temprano. Además, sólo se encuentra a setenta kilómetros.

    Adopté la apariencia de un padre de familia con mucho trabajo pendiente.

    — Si no te importa, preferiría no tomar parte en ese paseo. Bude o una tarde de agosto no es para mí el ideal para descansar.
    — Está bien... está bien. Nos divertiremos mucho más sin ti.

    Fijamos la fecha del miércoles. Ningún comerciante debía venir a verme ese día, de manera que todo salía a pedir de boca. Si Vita y los chicos salían con la señora Collins a las diez y media y la recogían hacia las cinco de la tarde, no estarían de vuelta antes de las siete.

    El miércoles amaneció un día bueno, felizmente; vi al grupo salir en el Buick poco después de las diez y media. Tenía por lo menos ocho horas para hacer un experimento y recobrarme. Fui a la alcoba y tomé la botella C de la maleta. Era exactamente el mismo líquido o por lo menos así me lo pareció. Sin embargo, tenía un pequeño sedimento marrón, como el que tiene un brebaje dejado durante todo el invierno y olvidado en algún sitio. Quité el tapón y olí: no tenía más color u olor que el del agua estancada, o aún menos. Vertí cuatro gotas en el extremo del bastón hueco y en seguida volví a tapar la botella en previsión de un uso futuro. Vertí otra dosis en el pequeño vaso de medicinas que todavía estaba con los jarros sobre la repisa en la antigua alacena.

    Sentí una extraña sensación al encontrarme de nuevo allí, sabiendo que el sótano alrededor mío y toda la casa estaban libres de sus actuales ocupantes. Tuve la esperanza en las sombras que los personajes de mi mundo secreto aparecieran.

    Una vez que hube tragado la dosis, fui a sentarme en la vieja cocina, con la excitación y la curiosidad de un aficionado al teatro que acaba de acomodarse en el palco esperando el tercer acto de una pieza emocionante.

    En este caso, fuera que los actores estuvieran en huelga o que hubiera alguna falla en la dirección, las cortinas de mi secreto teatro no se levantaban y la escena aparecía siempre igual. Permanecí sentado en el sótano durante una hora, pero nada sucedió. Salí al patio pensando que el aire fresco podría surtir efecto, pero el tiempo obstinadamente permanecía siendo el de un miércoles por la mañana a mediados del mes de agosto. Podía haber tomado más bien un vaso de leche en lugar de la droga del frasco C; el efecto hubiera sido el mismo.

    A las doce volví al laboratorio y vertí unas pocas gotas más en mi boca. En otra ocasión eso había logrado el efecto sin producir consecuencias desastrosas después.

    Regresé al patio y permanecí allí hasta después de la una. Pero nada sucedió tampoco, de suerte que subí a la cocina y tomé un poco de alimento. Quería decir que el contenido de la botella C había perdido su eficacia o que Magnus de una manera u otra había fallado en la combinación de sus ingredientes. Si eso era así, podía despedirme de mis «viajes». El telón se había levantado con mi caminata a través de la corriente cerca de Treesmill en medio de la nieve, para caer al lado del túnel, al final del tercer acto. Era el final de la pieza de teatro.

    Este pensamiento era tan devastador que me sentí enfermo. Había perdido, no sólo a Magnus, sino a ese otro mundo: éste permanecía allí, alrededor mío, pero fuera de mi alcance; los personajes de ese mundo continuarían sus aventuras en su tiempo, pero sin mí; yo, por mi parte, debería continuar mi camino en un mundo tan monótono como sólo Dios sabe. El vínculo entre los dos mundos se había roto.

    Descendí de nuevo al sótano y salí al patio, pensando que paseándome por esos antiguos muros una fuerza secreta me alcanzaría, que quizá el rostro de Roger me miraría a través de la puerta de su habitación, o que Robbie saldría de las cuadras conduciendo su caballo. Yo sabía que ellos se encontraban allí y que yo no podía verles. Isolda estaba también allí, esperando que la nieve se derritiera. La casa estaba habitada por personajes vivos, no por personajes muertos: yo era más bien en este caso el fantasma merodeador e irreal.

    Este deseo de ver, de escuchar, de encontrarme con ellos, era tan intenso, que se me hizo intolerable. Era como si mi cerebro estuviera encendido con un tremendo fuego. No podía descansar. No podía dedicarme a una tarea en la casa o en el jardín. Todo el día lo iba a pasar en vano y lo que había sido una promesa de horas maravillosamente mágicas resultaría tan sólo un tiempo monótono e inútil. Saqué el coche y me dirigí a Tywardreath. La vista de la sólida iglesia parroquial era como una burla para mi mal humor, Ella no tenía derecho a estar allí en su forma presente. Tuve el deseo de barrerla del terreno, dejar sólo la nave sur y la capilla de la abadía, el conjunto rodeado por los muros del cementerio parroquial. Me dirigí hacia el aparcamiento situado en la parte superior de la colina, más allá de la curva de la carretera que domina a Treesmill. Aparqué el coche, pensando que si descendiera por la carretera y cruzara los campos hasta llegar a Gratten, el recuerdo de lo que había visto una vez me consolaría.

    Permanecí de pie al lado del coche. Tomé un cigarrillo, pero éste no había tocado mis labios, cuando me sentí sacudir de los pies a la cabeza como si hubiera marchado sobre un cable de alta tensión, No era ahora un paso sereno desde el presente hasta el pasado, sino una sensación dolorosa, con rayos de luz dentro de mis ojos y truenos en mis oídos.

    «Ya estamos, voy a morir.»

    Inmediatamente las centellas desaparecieron, lo mismo que los truenos y vi un grupo de gente subiendo hacia el sitio en que me encontraba y dirigiéndose apresuradamente hacia un edificio que se encontraba al otro lado de la carretera. Otra multitud venía de la dirección de Tywardreath: hombres, mujeres y niños, algunos caminando y otros corriendo. El edificio era grande, de forma irregular y con algo a su costado que parecía ser una pequeña capilla. Yo había visto la aldea antes, en la fiesta de San Martin, pero en esa ocasión la había visto desde el otro lado de la plaza central, más allá de los muros la abadía. Ahora no había ni puestos de venta ni músicos ambulantes ni animales degollados.

    El aire era cortante y frío. Los baches del camino estaban llenos de nieve sucia y muy compacta a causa de haber permanecido allí durante mucho tiempo. Los pequeños agujeros de la carretera se habían (invertido en cráteres de hielo destrozado. Las tierras de labrantío a ambos lados estaban cubiertas de escarcha. Los hombres, las mujeres y los niños se cubrían con mantos provistos de capuchones. Los rasgos (le sus rostros eran agudos como de aves de rapiña y la atmósfera que se respiraba no era de fiesta, sino más bien de pillaje: la multitud parecía dirigirse hacia un espectáculo que podía resultar trágico.

    Me acerqué al edificio y descubrí un carruaje cubierto, cerca de la entrada de la capilla, con siervos de guardia. Reconocí el escudo de armas de los Champernoune, lo mismo que los rostros de algunos de los personajes. Roger mismo estaba de pie a la entrada de la capilla con los brazos cruzados.

    La puerta principal del edificio estaba cerrada, pero en ese momento se abrió y un hombre mejor vestido que los demás salió en compañía de otro; los reconocí, porque los había visto la noche en que Otto Bodrugan les había invitado a acompañarle en su rebelión contra el rey: eran Julián Polpey y Henry Tregenfy. Se dirigieron hacia el sendero y atravesando la multitud se detuvieron cerca del sitio en que yo me encontraba.

    Polpey dijo:

    — Que Dios me libre del odio de una mujer. Roger ha conservado el puesto durante diez años. Ahora es despedido sin ningún motivo. El nuevo mayordomo es Phil Hornwyck.
    — El joven William le volverá a tomar a su cargo cuando sea mayor de edad, sin duda alguna — replicó Trefengy Él tiene el sentido de la justicia que era propio de su padre. Pero yo no, podía olfatear que pasaría todo esto en los últimos doce meses. La verdad desnuda es que a ella le falta no sólo un marido, sino también un hombre y que Roger ya estaba hasta la coronilla.
    — Él encontrará trabajo en otra parte.

    El último que habló, Geoffrey Lampetho, se había abierto camino a través del gentío para reunirse con ellos.

    — Se dice que hay una mujer en su casa. Tú debes saberlo, Trefengy, siendo su vecino.
    — No sé nada — respondió Trefengy secamente —. Roger se ocupa de sus cosas y yo de las mías. En un tiempo como éste cualquier cristiano no daría abrigo a un extraño que encontrara en su camino...

    Lampetho soltó una risotada y le golpeó con el codo.

    — Bien dicho, pero no puedes negarlo. ¿Por qué otro motivo viene aquí lady Champernoune desde Trelawm, sin importarle el estado de los caminos, si no es para sacarla de su madriguera?
    — Entré en la casa de impuestos antes de vosotros — continuó —. Ella esperaba en la habitación interior mientras Hornwyck recogía el dinero. Toda la pintura del mundo no podría ocultar la negra expresión de su rostro: el despido de Roger no será el fin de este asunto. Ahora tendremos un espectáculo para el pueblo; ¿os quedaréis aquí para el regocijo común?

    Julián Polpey sacudió su cabeza con disgusto.

    — Yo no. ¿Por qué tendremos que soportar en Tywardreath esta costumbre traída de otra parte y que nos convierte en bárbaros? Lady Champernoune debe estar mal de la cabeza para haber pensado en eso. Me voy a casa.

    Se volvió y desapareció entre la multitud, que era ahora muy densa, en la cumbre de la colina donde se levantaba la capilla y a lo largo del camino hacia Treesmill. Un

    aire de expectativa animaba los rostros de la multitud, con una mezcla de resentimiento y de curiosidad. Geoffrey Lampetho se rió de nuevo indicándolo a su compañero.

    Enferma de la cabeza, quizá; en todo caso esta viuda le servirá de chivo expiatorio para descargar su conciencia; además, el espectáculo endulzará nuestra cuaresma. No hay nada que atraiga más a una multitud que un castigo público.

    Volvió su cabeza como todos los demás hacia el valle. Henry Trefengy se dirigió hacia la capilla pasando al lado de los siervos de Champernoune. Roger se encontraba allí, de pie. Yo estaba a su lado.

    — Siento lo que ha ocurrido. Ninguna recompensa, ninguna señal de gratitud. Diez años de tu vida perdidos por nada.

    Roger respondió secamente:

    — Perdidos, no; William será mayor de edad en junio y se casará. Tanto su madre como el monje perderán toda su influencia. ¿Sabes que el obispo de Exeter lo ha expulsado por fin y que debe regresar a la abadía de Angers?
    — ¡Dios sea loado! — exclamó Trefengy —. La abadía y la parroquia apestan por causa suya. Fíjate en la gente más allá...

    Roger miró en la dirección que le indicaba Trefengy; la multitud esperaba impaciente.

    — Pude haber actuado duramente en mi oficio de mayordomo, pero el convertir en espectáculo el castigo de la viuda de Rob Rosgof es más de lo que yo podía soportar. Me opuse a ello y ésta fue una de las causas de mi despido. El monje es el responsable de todo, queriendo satisfacer la vanidad y la lujuria de mi señora.

    La entrada de la capilla se oscureció y la pequeña y delgada silueta de Jean de Meral apareció en el marco de la puerta. Puso su mano sobre el hombro de Roger.

    — En otro tiempo no eras tan escrupuloso — le dijo —. ¿Has olvidado aquellas noches en las bodegas de la abadía y en la tuya propia? Te enseñé algo más que la filosofía, en aquellas ocasiones.
    — Quita las manos de mí — respondió Roger secamente —. Compartí la responsabilidad contigo y con tus hermanos monjes cuando dejaste morir al joven Henry en la abadía, habiendo podido salvarle.
    — Y ahora, para mostrar simpatía por el muerto, ¿albergas a una esposa adúltera bajo tu techo? — El monje sonreía —. Todos somos hipócritas, amigo mío. Te prevengo: mi señora conoce la identidad de tu protegida y es en parte a causa de ella por lo que lady Champernoune se encuentra hoy aquí en Tywardreath. Tiene algunas proposiciones que hacer a lady Isolda cuando este asunto de la viuda de Rosgof haya sido arreglado.

    Trefengy intervino:

    — Un asunto que, quiéralo Dios, será conservado en las memorias de esta casa durante muchos años para vergüenza tuya.
    — Olvidas que soy un ave de paso y que dentro de poco tiempo emprenderé el vuelo hacia Francia.

    Se hizo un movimiento en la multitud. Un hombre apareció en la puerta de la casa que Lampetho había llamado la casa de los impuestos. Era un hombre fuerte, con el rostro encarnado. Tenía un documento en la mano. A su lado, envuelta en un manto que la cubría de la cabeza a los pies, apareció Joanna Champernoune.

    El hombre, que supuse era el nuevo mayordomo Hornwyck, avanzó para dirigirse a la multitud, mientras desenrollaba el documento. Leyó en voz alta:

    — Habitantes todos de Tywardreath, hombres libres, arrendatarios o siervos: quienes de vosotros pagáis tributo, lo habéis hecho hoy en esta casa de impuestos. Y ya que el feudo de Tywardreath perteneció en otro tiempo a lady Isolda Cardinham de

    Cardinham, quien lo vendió al abuelo de nuestro último señor, se ha decidido introducir aquí una práctica establecida en las tierras de Cardinham desde la Conquista. — El mayordomo hizo una pausa, a fin de producir una impresión más profunda en los oyentes —. La práctica consiste en lo siguiente: cualquier viuda de un arrendatario que haya recibido en usufructo las tierras de su difunto marido, si se aparta del recto camino de la castidad, deberá, o bien abandonar las tierras, o hacer una debida penitencia para conservarlas. Esta penitencia deberá hacerse delante del señor y del mayordomo del feudo. En este día, y delante de lady Joanna Champernoune, en representación del señor del feudo William, menor de edad, y delante de mí, mayordomo de la casa, María, viuda de Robert Rosgof, debe hacer penitencia pública si desea conservar sus tierras.

    Un murmullo se levantó de en medio de la multitud. Una mezcla entraña de excitación y de curiosidad. Un grito se oyó repentinamente. Venía del camino que bajaba hacia Treesmill.

    Era Trefrengy.

    — Ella nunca se presentará. María Rosgof tiene un hijo que preferiría dejar diez veces las tierras antes que permitir que su madre sea deshonrada públicamente.
    — Te equivocas — replicó el monje —. El sabe que la deshonra de su madre le será de provecho dentro de seis meses, cuando ella dé a luz un hijo bastardo. Entonces él podrá arrojarlos a ambos de la casa y quedarse con las tierras.
    — Entonces es que tú le has persuadido — interrumpió Roger —. Y al hacerlo, has sacado también para ti una buena tajada.

    Los gritos de la multitud aumentaron. La gente se empujaba hacia delante. Vi un desfile de personas que subían la colina desde Treesmill, dirigiéndose hacia nosotros a baso ligero. Dos hombres encabezaban el desfile, haciendo restallar sus látigos. Detrás venían cinco hombres que escoltaban a un personaje montado sobre lo que parecía a primera vista un pequeño caballo. Se acercaron. Las risas se convirtieron en gritos de burla cuando la mujer estuvo a punto de caer del animal. Uno de los hombres la sostuvo sobre la montura con una mano, mientras con la otra blandía un rastrillo. En realidad, la mujer no montaba un pequeño caballo, sino sobre una oveja negra, cuyos cuernos estaban adornados con papeles de colores. Los dos hombres que se encontraban inmediatamente a su lado, le habían colocado un cabestro, a fin de dirigirla. El animal, asustado y aun aterrorizado al ver la multitud, tropezaba y corcoveaba tratando de hacer caer a la mujer. Esta última vestía de negro, en armonía con el color de la bestia. Cubría su cabeza con un velo y llevaba las manos atadas por delante con una soga. Pude ver sus dedos que se agarraban crispadamente al cuello del animal.

    La procesión vino tropezando hasta la casa de los impuestos. Al llegar delante de la entrada en donde se encontraban Joanna y Hornwyck, los hombres de la escolta quitaron el cabestro; el que tenía el rastrillo para la paja arrancó el velo del rostro de la mujer. No podía tener más de treinta y cinco años. Sus ojos reflejaban un terror tan grande corno el de la oveja que la llevaba. Su pelo negro, cortado burdamente, caía sobre su frente corno la parte anterior de un techo de paja. Las exclamaciones cesaron cuando la mujer, temblando, inclinó su cabeza delante de Joanna.

    — María Rosgof, ¿admites tu pecado? — preguntó en voz alta Hornwyck.
    — Lo admito con toda humildad — respondió la mujer en voz baja.
    — Habla más fuerte, a fin de que todos te oigan, y levanta la cabeza — gritó el mayordomo.

    La desventurada mujer levantó el rostro hacia Joanna. Su cara blanca estaba ahora encendida.

    — Me he acostado con otro hombre, menos de seis meses después de la muerte de mi marido, perdiendo así el derecho sobre las tierras que guardo en representación de mi

    hijo. Pido perdón a mi señora y a los jueces de este feudo, y ruego que se me confíen de nuevo las mismas tierras, una vez que haya confesado mi incontinencia. Si doy a luz un hijo bastardo, mi propio hijo tomará posesión de las tierras y obrará conmigo a su beneplácito.

    Joanna hizo una señal a su mayordomo, quien se inclinó para oír lo que ella le decía en voz baja. En seguida Hornwyck se dirigió una vez más a la penitente.

    — Mi señora no puede condonar tu falta, siendo ésta de tal naturaleza que es abominable delante de todo el mundo. Pero puesto que la has admitido tú misma y la has confesado delante de los jueces del feudo y de otra gente de esta parroquia, te concede en su clemencia que vuelvas a recibir las tierras de las que eres arrendataria.

    La mujer inclinó la cabeza y murmuró unas palabras de gratitud. Luego preguntó con lágrimas en los ojos si tenía que soportar algún otro castigo.

    — Sí. Baja de la oveja que te ha transportado para tu vergüenza, y marcha de rodillas hasta la capilla. Confiesa tu pecado delante del altar. El hermano Jean oirá tu confesión.

    Los dos hombres que tenían cogido el animal, agarraron a la mujer, la hicieron apearse y luego la obligaron a ponerse de rodillas. Mientras la penitente se arrastraba penosamente sobre el camino a causa de sus vestidos, un gran rugido se levantó de la multitud, como si esta degradación absoluta de alguien les sirviera para descargar su propio sentimiento de vergüenza.

    El monje esperó a la puerta hasta que la mujer llegó arrastrándose hasta sus pies. Luego dio media vuelta y entró en la capilla. La mujer le siguió.

    A una señal de Hornwyck, los hombres dejaron libre a la oveja. asta inmediatamente saltó aterrorizada y se dirigió hacia la multitud, abriéndose camino entre la gente, que prorrumpió en risas histéricas. Mientras alguien la conducía hacia Treesmill, los otros comenzaron a arrojarle pelotas de nieve, bastones, piedras, todo lo que podían encontrar a mano. Con esta súbita descarga de la tensión, todo el mundo comenzó a reír, a hacer bromas, a correr. Un ambiente de fiesta se apoderó de todos, creando un paréntesis de alivio en la gris estación del invierno y en la Cuaresma que hacía poco había comenzado. Bien pronto todo el mundo se dispersó. Delante de la casa sólo quedaron Joanna y Hornwyck; Roger y Trefrengy permanecieron aparte, a un lado.

    Joanna se dirigió a su mayordomo:

    — Di a mis servidores que estoy lista para partir. Nada me detiene aquí en Tywardreath, excepto un cierto asunto que puedo arreglar de camino hacia casa.

    El mayordomo descendió por el sendero para preparar la partida de Joanna. Los servidores abrieron la puerta de la carroza con prontitud. Joanna se detuvo un momento para mirar a Roger que se encontraba al otro lado del camino.

    — La gente quedó satisfecha, aunque tú no lo estés. En adelante pagarán más prontamente los tributos. Esta costumbre tiene la ventaja de inspirar terror. Quizá se establezca en los otros feudos cercanos.
    — Que Dios no lo quiera — respondió Roger.

    Geoffrey Lampetho tenía razón en lo que había dicho referente al color del rostro de Joanna. O quizá la atmósfera de la casa de los impuestos había sido demasiado cerrada. La palidez cubría sus mejillas, que ahora, con el aumento de peso, eran dos masas blandas, caídas. Parecía haber envejecido diez años desde la última vez que la había visto. El brillo de sus ojos pardos se había apagado. Ahora estaban duros como el ágata.

    Puso su mano sobre el brazo de Roger.

    — Ven; nos hemos conocido durante demasiado tiempo para que tengamos que recurrir a mentiras y subterfugios. Tengo un mensaje para lady Isolda de parte de su

    hermano sir William Ferrers, y he prometido transmitirlo en persona. Si me cierras ahora tu puerta, puedo pedir a cincuenta hombres de mi feudo que la derriben.

    — Y yo puedo buscar otros cincuenta desde aquí hasta Fowey para impedirlo. Pero vos podéis acompañarme hasta Kylmerth y pedir una entrevista. Que os sea concedida o no, eso no lo puedo decir.

    Joanna sonrió.

    — Lo haré — dijo.

    Recogió el borde de su vestido y se dirigió por el sendero hacia la carroza. El monje la siguió. En otro tiempo era Roger quien la ayudaba a subir al vehículo. Ahora era el nuevo mayordomo Hornwyck, derramando orgullo por sus ojos.

    Roger, dirigiéndose hacia una puerta al lado de la capilla, montó sobre su caballo. Golpeó con sus talones los flancos del animal y avanzó por el camino. El vehículo cargado con Joanna y el monje le siguió. Unos pocos curiosos miraban desde arriba de la colina, mientras Roger y los que le seguían se dirigían a través de la plaza central de la aldea al lado de los muros de la abadía, por el camino helado.

    Una campana sonó en la abadía. Roger y el vehículo de Joanna comenzaron a alejarse de mí; comencé a correr, temiendo perderles de vista. En ese momento mi corazón comenzó a latir fuertemente. Sentí un zumbido en mis oídos. Vi la carroza que avanzaba balanceándose y hacía un alto en el camino. Se abrió la ventanilla y Joanna en persona sacó la cabeza y me hizo señas con la mano. Avancé tropezando hacia ella, con el aliento entrecortado y con el zumbido en los oídos cada vez más fuerte, convertido ahora en un ruido ensordecedor. De repente todo cesó y me encontré de pie, tratando de mantener el equilibrio; el reloj de St. Andrew daba las siete; el Buick se había detenido a un lado de la carretera, delante de mí. Vita me hacía señas desde la ventanilla. Una expresión de sorpresa cubría los rostros de los niños y de la señora Collins.


    CAPITULO XXII


    Todos hablaban al mismo tiempo. Los niños reían. Oí que Micky decía:

    — Te vimos corriendo por la colina abajo. Tenías un aspecto tan cómico...

    Teddy interrumpió:

    — Mamá te llamó y te hizo señas, pero al principio no la oíste. Parecías mirar hacia otra parte.

    Vita me miraba intensamente por la ventana abierta.

    — Mejor es que entres — dijo —. Apenas puedes mantenerte en pie. La señora Collins, ruborizada y con la sorpresa reflejada en su rostro, me abrió la portezuela. Obedecí a Vita mecánicamente, olvidando mi propio coche que me esperaba en el aparcamiento. Me senté al lado de la señora Collins. Pasamos al lado de la aldea y tomamos la carretera de Polmear.
    — Ciertamente es mucho mejor venir por esta ruta — dijo Vita —. La señora Collins nos dijo que era más corta que la que pasa por St. Blazey y Par.

    Yo no podía recordar dónde habían estado o lo que habían estado haciendo. Aunque el zumbido en mis oídos había cesado, el corazón latía aún con fuerza y el vértigo no estaba lejos.

    — Almorzamos en Bude — comentó Teddy —. Teníamos planchas para hacer el surfin, pero mamá no nos permitió entrar lejos en el mar, porque había olas inmensas, más grandes que aquí. Debías haber venido con nosotros.

    Es verdad, se trataba de Bude; habían ido a pasar el día en esa localidad, dejándome solo en la casa. Pero ¿qué estaba yo haciendo vagando por los terrenos de Tywardreath? Al pasar por los edificios de la parte baja de la colina de Polmear, eché una mirada hacia el valle en donde vivían Polpey y Lampetho. Recordé que Julián Polpey no se había quedado para ver el horrible espectáculo que se desarrollaba al exterior de la casa de impuestos, sino que se había marchado a casa; recordé también que Geoffrey Lampetho había sido uno de los que habían arrojado piedras a la oveja, en medio de los gritos de la multitud.

    Era el fin de todo. Me encontraba al final de la ruta. No ocurriría nada de eso de nuevo.

    La señora Collins decía algo a Vita: que la dejara apearse del coche en la cumbre de la colina de Polkerris. Lo único que supe después, fue que ella había desaparecido y que Vita nos había conducido hasta Kilmarth.

    — Entrad aprisa — dijo ella a los niños —. Dejad los bañadores en el armario y comenzad a preparar la cena.

    Cuando ellos habían desaparecido, Vita se volvió hacia mí, al pie de las escaleras de la entrada.

    — ¿Serás capaz de hacerlo? — me dijo.
    — ¿De hacer qué?

    Todavía me encontraba, aturdido y no podía seguir sus palabras.

    — Subir las escaleras. Te tambaleabas hace un momento cuando te encontramos. Me sentí terriblemente incómoda delante de la señora Collins y de los niños. ¿Cuánto has bebido?
    — ¿Bebido? No he bebido ni una gota.
    — Por Dios, no comiences a mentir de nuevo. Ha sido un largo viaje y estoy cansada. Ven, yo te ayudaré a subir.

    Quizá ésa era la mejor respuesta. Quizá lo mejor era que Vita pensara que yo me había metido en un bar todo el día.

    Salí del coche. Vita tenía razón: me bamboleaba sobre mis pies. Me alegré de tener el apoyo de su brazo para atravesar el jardín y subir las escaleras de la entrada.

    — En un momento me encontraré bien. Me sentaré en la biblioteca. — Mejor es que vayas directamente a la cama. Los niños nunca te han visto antes en este estado. No dejarán de notarlo.
    — No quiero ir a la cama. Me sentaré en la biblioteca y cerraré la puerta. Ellos no tienen que entrar allí.
    — Bueno, si insistes en llevar tu idea adelante... — Encogió los hombros con impaciencia Les diré que comeremos en la cocina. Por todos los santos, no aparezcas por allí. Te llevaré algo de comer más tarde.

    La oí atravesar el vestíbulo y entrar en la cocina, dando un portazo. Me dejé caer en un sillón de la biblioteca y cerré los ojos. Una pesadez extraña se apoderó de mí. Quería dormir. Vita tenía razón. Hubiera sido mejor irme a la cama, pero en ese momento no tenía la fuerza necesaria para levantarme del sillón. Si permanecía allí en medio de la paz de ese lugar, el cansancio y el agotamiento pasarían pronto. Mala suerte para los chicos si había un programa de televisión interesante, ya que el aparato se encontraba en la biblioteca. Pero mañana les contentaría, llevándoles a una excursión en bote hasta Chapel Point. También tenía que contentar a Vita. La excursión nos ayudaría a volver a reconciliarnos y a un nuevo punto de partida.

    Me desperté con sobresalto. La habitación estaba sumida en la oscuridad. Miré al reloj. Eran casi las nueve y media. Había dormido durante cerca de dos horas. Me sentía bien y con hambre. Atravesé el comedor y me dirigí al vestíbulo. Oí el tocadiscos que

    funcionaba en la sala de música, aunque la puerta estaba cerrada. Debían de haber terminado de comer hacía mucho rato, pues las luces de la cocina estaban apagadas. Inspeccioné la nevera en búsqueda de huevos y de jamón. Apenas había puesto la cacerola sobre el fuego, oí a alguien que marchaba en el sótano. Fui al rellano de las escaleras posteriores y llamé, pensando que se trataba de uno de los dos chicos, que me podía al mismo tiempo informar sobre el estado de ánimo de Vita en ese momento. Nadie contestó.

    — ¿Teddy? — grité —. ¿Micky?

    Las pisadas se oían claramente. Iban de la antigua cocina hacia el antiguo lavadero. Bajé las escaleras, buscando a tientas el interruptor de las luces, pero éste no se encontraba en el lugar que yo imaginaba. Tuve que descender apoyándome en el muro. Cualquiera que fuera el que se encontraba allí, debía haber pasado por el antiguo lavadero hasta el patio, pues le escuché caminar por ese sitio y sacar agua del viejo pozo sellado que se encontraba en el extremo más cercano del patio y que ya nadie utilizaba.

    Ahora otras pisadas venían de la escalera y no del patio. Me di vuelta y vi que las escaleras de piedra habían desaparecido y que las pisadas venían de una antigua escalera de madera que conducía a la alcoba superior. La oscuridad había desaparecido. Ahora era la luz de una triste tarde de invierno la que llenaba la habitación. Una mujer descendía las escaleras, con una vela encendida en sus manos.

    De nuevo comenzó el zumbido en mis oídos, con el estampido de un ,trueno. La droga surtía su efecto sin haber sido renovada. Yo no la deseaba ahora. Tenía miedo. Eso significaba que el presente y el pasado iban a confundirse, en un momento en que Vita y los niños se encontraban conmigo, en la parte anterior de la casa.

    La mujer pasó a mi lado, protegiendo la llama de la corriente de aire con una mano. Era Isolda. Me aplasté contra el muro y contuve mi respiración, pues ciertamente ella desaparecería al menor de mis movimientos: todo eso no podía ser más que un producto de mi imaginación, una prolongación de lo que yo había visto esa tarde.

    Isolda colocó el cirio sobre un banco. Encendió otro que se encontraba a un lado. En seguida comenzó a tararear un trozo de una antigua y dulce canción. Entretanto yo oía también en la distancia el ruido del tocadiscos en la sala de música.

    — Robbie — llamó ella —. Robbie, ¿estás ahí?

    El muchacho entró del patio por la puerta baja y colocó el balde lleno de agua sobre el piso de la cocina.

    — ¿Hiela aún? — preguntó ella.
    — Sí, y continuará así hasta que pase la luna llena. Debéis permanecer aquí aún unos días, si es que podéis soportarnos.
    — ¿Soportaros? — Isolda sonrió —. Más bien, alegrarme con vosotros. Ojalá mis hijas tuvieran tan buenos modales como tú y Bess y me hablaran como vosotros lo hacéis a Roger.
    — Si lo hacemos así es por consideración hacia vos. Roger nos habló duramente y aun usó del látigo con nosotros antes de que vos llegarais.

    El muchacho rió, sacudiendo un mechón de cabellos de su frente. Levantando el balde con agua, vertió un poco en la jarra que se encontraba sobre la mesa.

    — Ahora comemos bien — añadió —. Carne todos los días en lugar de pescado salado. El cerdo que degollé ayer debía haber esperado hasta después de la cuaresma, si vos no hubierais honrado nuestra mesa. Bess y yo desearíamos teneros siempre con nosotros y no dejaros partir cuando la nieve se funda.

    Entonces, ya lo entiendo — dijo Isolda bromeando —. No es por mí misma por lo que me queréis aquí, sino a causa de la comida mejor.

    El muchacho frunció el ceño. sin estar seguro de lo que ella quería decir. Luego su rostro se iluminó y sonrió de nuevo.

    — No, eso no es verdad. Tuvimos miedo cuando llegasteis; temíamos que fuerais a tomar un aire de gran señora y de que no pudiéramos agradaros. No ha sido así, pues vos podríais ser uno de nosotros. Bess os quiere mucho, lo mismo que yo. En cuanto a Roger, sólo Dios sabe las veces, que ha prodigado alabanzas sobre vos ante nosotros en los dos últimos años, y aun desde antes.

    Se ruborizó, sin saber de repente qué decir, como si hubiera hablado demasiado. Isolda extendió su mano y tocó su brazo.

    — Querido Robbie, yo también os quiero a ti y a Bess, y aprecio mucho la acogida que me habéis dispensado durante las semanas pasadas. Nunca lo olvidaré.

    Un ruido de pisadas me hizo levantar la cabeza:. Era la chica que bajaba las escaleras. Ahora, ciertamente estaba mucho más limpia que la primera vez. Llevaba sus cabellos largos y bien peinados y un rostro inmaculado.

    — Oigo que Roger llega. Ocúpate del caballo, mientras yo pongo la mesa.

    El muchacho salió al patio. Su hermana colocó nuevo combustible en el hogar. El fuego prendió en las ramas, brotaron grandes llamaradas y el humo se extendió sobre los negruzcos muros. Al ver a Bess mirando sonriente a Isolda por encima de sus hombros, me di cuenta de que el mismo cuadro debió repetirse día tras día durante las últimas semanas. Las cuatro personas debían haberse sentado a la rústica mesa iluminada por las dos velas de sebo y aderezada con la vajilla de estaño, durante todo este tiempo de invierno.

    — Aquí está vuestro hermano — dijo Isolda, dirigiéndose hacia la puerta abierta.

    Roger entraba en ese momento en el patio, se apeaba del caballo y entregaba las riendas a Robbie. Todavía no era de noche. El patio, mucho más grande que el que yo había conocido, se extendía hasta los muros levantados en la parte superior del campo, de suerte que a través de la puerta abierta yo podía ver el terreno que descendía hasta el mar y la amplia extensión de la bahía. El barro en el patio estaba duro como el hielo y el aire cortante como un cuchillo; los árboles negros y desnudos más allá del matorral, se recortaban contra el cielo de invierno.

    Robbie condujo el caballo a las cuadras. Roger cruzó el patio y se dirigió a Isolda.

    — Traes malas noticias — dijo ella —. Lo puedo ver en la expresión de tu rostro.
    — Mi señora sabe que os encontráis aquí — dijo Roger —. Está de camino para veros, con un mensaje de vuestro hermano. Si lo deseáis, puedo echar a rodar por la colina abajo la carroza. Robbie y yo no tendremos dificultad en dominar a los siervos que la acompañan.
    — No tendríais dificultad ahora, quizá, pero más tarde ella podría perjudicaros a todos vosotros, a ti, a Bess y a Robbie. Yo no permitiría eso por nada del mundo.
    — Prefiero que arrasen la casa desde sus cimientos a que os hagan algún daño — dijo Roger.

    El mayordomo permanecía de pie, mirándola. Instintivamente caí en la cuenta de que su amor por ella, a causa de la vida en común durante los últimos días, había llegado a tal punto, que ya no podía arder oculto, sino que tenía que alcanzar el cielo o ser sofocado violentamente.

    — Sé bien que así es, pero todo nuevo sufrimiento que aparezca en mi camino debo soportarlo sola. Si, como se dirá en el porvenir, yo he traído el deshonor a dos casas, a la de mi marido y a la de Otto Bodrugan, no haré lo mismo con la tuya.
    — ¿Deshonor? —Roger extendió sus brazos y miró alrededor suyo el estrecho círculo de muros que rodeaban el patio y a las cuadras en donde los caballos y las vacas

    se protegían del frío —. Ésa fue la granja de mi padre y será la de Robbie cuando yo muera. Aun si os hubierais alojado en ella solamente una noche y no quince como lo habéis hecho, ya sería suficiente para honrarla durante siglos.

    Ella debió sentir la profundidad de sus sentimientos en la voz, y posiblemente también adivinar la pasión amorosa, pues una repentina sombra cubrió su rostro, como si una voz interior le hubiese murmurado: «Hasta aquí, no más lejos». Dirigiéndose hacia la puerta abierta, miró más allá de los campos hacia la bahía.

    — Quince noches y en cada una de ellas, desde el momento en que he estado con vosotros, lo mismo que durante el día, he estado mirando hacia Chapel Point, recordando que su barco acostumbraba a anclar en ese sitio, abajo de Bodrugan, y que ésa fue la bahía de donde zarpó para encontrarme en la ensenada de Treesmill. Una parte de mí misma ha muerto con él, Roger, el día en que fue ahogado, y creo que tú lo sabes.

    Me preguntaba cuáles habían sido los sueños de Roger y si había imaginado una situación en la que su vida y la de Isolda pudieran reunirse de alguna manera: no por el matrimonio, ni siquiera como amantes, sino en una intimidad especial, intuitiva y silenciosa, que nadie más habría de compartir. Fuera esto u otra cosa, de todos modos el sueño se desvaneció. Al nombrar a Bodrugan, Isolda se lo había dado a entender.

    — Sí, siempre lo he sabido. Si os he dado motivo para que penséis otra cosa, perdonadme.

    Roger levantó la cabeza y escuchó. Isolda hizo lo mismo. De más allá del oscuro matorral que se encontraba más arriba de la granja, vino un ruido de voces y de pasos que se acercaban. Tres de los servidores de Champernoune aparecieron entre los árboles desnudos.

    — ¿Roger Kylmerth? — llamó uno de ellos —. Tu camino es demasiado irregular para lograr que la carroza de mi señora baje hasta vuestra casa. Ella espera en lo alto de la colina.

    Entonces debe permanecer allí o bajar a pie con vuestra ayuda. Es el mismo camino para nosotros.

    Los hombres dudaron un momento y hablaron entre sí. Isolda, a una señal de Roger, se volvió rápidamente y atravesó el patio hasta la casa. Roger silbó. Robbie apareció a la puerta del establo.

    — Lady Champernoune está arriba, con algunos de sus servidores — dijo Roger calmadamente Puede haber reunido a otros en el camino de aquí a Tywardreath, de suerte que podemos tener dificultades. No te alejes por si te necesito.

    Robbie asintió y entró en el establo.

    Cada vez hacía más frío y era más densa la oscuridad. Los árboles que dominaban el matorral se recortaban más agudamente contra el cielo. En ese momento vi las luces de las primeras antorchas sobre la colina. Joanna descendía, en compañía de tres servidores y del monje. Bajaban lentamente y en silencio. El manto oscuro de Joanna se confundía con el hábito del monje, como si los dos no fueran más que uno. De pie al lado de Roger, mirando cómo avanzaban, me parecía que el grupo tenía algo de siniestro. Los personajes, cubiertos con capuchones, hubieran podido ser los componentes de una procesión fúnebre que se dirigiera a través de un cementerio hacia una tumba abierta.

    Cuando llegaron a la puerta del patio, Joanna se detuvo y echó una ojeada alrededor. Luego dijo a Roger:

    — En los diez años que me has servido, nunca pensaste recibirme en tu casa.
    — No, mi señora. Vos nunca me pedisteis refugio, ni lo deseasteis. Siempre tuvisteis suficiente consuelo bajo vuestro propio techo.

    La ironía no la hirió, o si lo hizo, ella prefirió disimular. Roger les acompañó hacia la casa.

    — ¿Dónde deberán esperar mis servidores? Haz el favor de llevarles a la cocina.
    — Vivimos en la cocina. Allí es en donde lady Carminowe os recibirá. Vuestros hombres encontrarán un lugar bastante caliente en compañía de las vacas y de los caballos, en el establo.

    Se hizo a un lado para dejar pasar a Joanna y al monje. Luego les siguió. Al atravesar el umbral, vi que la mesa con los dos cirios había sido corrida más cerca del fuego. Isolda estaba sentada a la cabecera, sola. Bess debía de haber subido a la alcoba superior.

    Joanna echó una mirada a su alrededor, un poco perdida al encontrarse en tal escenario. Dios sabe lo que ella había esperado. Quizá una comodidad más grande, con muebles robados de su propia casa feudal abandonada.

    — Así, pues... — comenzó Joanna al cabo de un rato —, éste es el refugio, bastante cálido y agradable, sin duda, en una noche de invierno, si no se tiene en cuenta el olor de los animales al otro lado del patio. ¿Cómo os encontráis, Isolda?

    Muy bien, como lo podéis ver. Aquí he recibido más muestras de amabilidad en dos semanas que en otros tantos meses o años pasados en Tregesteynton o Carminowe.

    — No lo dudo. El contraste siempre ha abierto el apetito adormecido. Una vez habéis soñado con poseer el castillo de Bodrugan, pero aun en el caso de que Otto viviera todavía, vos os hubierais hartado allí lo mismo que lo habéis hecho con otros hombres y con otras propiedades, incluyendo vuestro propio marido. Pues bien, he aquí una buena recompensa. Y decidme, ¿los dos hermanos comparten vuestro lecho, aquí, junto al fuego?

    Oí la respiración agitada de Roger mientras avanzaba para colocarse entre las dos mujeres. Pero Isolda le hizo una señal que le detuvo. El pálido rostro de ésta, a la luz de los dos cirios, esbozó una sonrisa.

    — Todavía no. El mayor es demasiado orgulloso, y el menor es demasiado joven. Mis avances amorosos han caído en oídos sordos. ¿Qué queréis de mí, Joanna? ¿Traéis un mensaje de William? Si es así, hablad claramente y despachemos el asunto.

    El monje, que había permanecido de pie junto a la puerta, sacó un pliego de su hábito y quiso entregárselo a Joanna, pero ésta le apartó de sí.

    — Lee la carta a lady Carminowe. No tengo deseos de cansar mis ojos en esta luz escasa. — Dirigiéndose a Roger, añadió —: Tú puedes dejarnos solos. Los asuntos de nuestra familia ya no te conciernen. Ya te mezclaste bastante en ellos cuando eras mi mayordomo.

    Ésta es su casa y tiene derecho de permanecer aquí. Además, es mi amigo, y prefiero que se quede — dijo Isolda, tajante.

    Joanna se encogió de hombros y fue a sentarse al extremo opuesto de la mesa, frente a Isolda.

    — Si lady Carminowe lo permite — dijo el monje con voz suave —, ésta es la carta de su hermano, sir William Ferrers; llegó a Trelawn hace pocos días; sir William pensó que su mensajero encontraría allí a lady Carminowe en compañía de lady Champernoune. Dice así:

    «Muy querida hermana:
    »La noticia de vuestra fuga de Tregesteynton no nos ha llegado aquí a Bere hasta la semana pasada, debido al mal tiempo y al mal estado de los caminos. Me encuentro perdido, sin poder comprende, vuestra acción ni vuestra gran imprudencia. Debéis saber que al abandonar a vuestro marido y a vuestras hijas, perdéis todo derecho a su amor y, me siento obligado a decirlo, también al mío. No puedo asegurar que Oliver os reciba

    algún día de nuevo en Carminowe, movido por caridad cristiana. Yo lo dudo, pues él debe temer una perniciosa influencia vuestra sobre sus hijas. Por mi parte, no puedo ofreceros protección en Bere, pues Matilda, como hermana que es de Oliver, tiene demasiado amor a su hermano para ofrecer hospitalidad a su esposa fugitiva. En realidad, ella se encuentra en tal estado de amargura desde que supo que le habíais abandonado, que no podría soportar vuestra presencia con nosotros y con nuestros cinco hijos. Parece, pues, que el único camino abierto para vos es buscar refugio en el convento de religiosas de Devon; conozco a la abadesa; allí podríais permanecer hasta que Oliver o algún otro miembro de la familia quiera recibiros. Confío en que nuestra pariente, Joanna, hará que sus servidores os acompañen hasta Cornworthy.

    »Adiós, en la Voluntad de Cristo, vuestro infeliz hermano,
    »WILLIAM FERRERS.»


    El monje dobló la carta y se la pasó por sobre la mesa a Isolda. — Podéis ver vos misma, señora — murmuró el monje —, que la carta está escrita de puño y letra de vuestro hermano sir William, y que lleva su firma. No hay ningún engaño.

    Isolda apenas le echó una ojeada:

    — Tienes mucha razón. No hay engaño. Joanna sonrió:
    — Si William hubiera sabido que os encontrabais aquí y no en Trelawn, dudo que os hubiera escrito en términos tan generosos y que la abadesa de Cornworthy quisiera abriros las puertas del convento. Pero podéis contar con mi discreción, guardaré el secreto y haré lo necesario para que os escolten hasta Devon. Dos días bajo mí techo para llevar a cabo los preparativos necesarios, un cambio de vestido del que tenéis tanta necesidad, y ya estaréis de camino hacia el convento.

    Se recostó contra el respaldo de la silla, con una mirada de triunfo en sus ojos.

    — Me dicen que el aire de Cornworthy es muy saludable. Las religiosas viven allí hasta una edad muy avanzada.
    — Si así es, recluyámonos vos y yo detrás de los muros de un convento — replicó Isolda —. Las viudas, cuando sus hijos se casan, como lo hará vuestro William el año próximo, necesitan encontrar un nuevo refugio, lo mismo que las esposas fugitivas. Seremos hermanas en el infortunio.

    Con un orgullo desafiante, Isolda miró fijamente a Joanna. La luz de los cirios, arrojando sombras sobre los muros, desfiguraba el aspecto de las dos mujeres. La sombra de Joanna, a causa del capuchón de su manto y de su velo de viuda, parecía un cangrejo monstruoso.

    Joanna jugó con sus sortijas, pasándolas de un dedo al otro.

    — Olvidáis que tengo licencia para volverme a casar. Lo podré hacer en el momento en que escoja a uno de mis muchos pretendientes. En cambio, vos estás ligada a Oliver y además habéis incurrido en su enojo. Hay otro camino abierto para vos, además del convento de Cornworthy, si lo preferís, y es permanecer aquí como una ramera, haciendo vida común con mi ex mayordomo. Pero os prevengo que la parroquia puede obligaros a pasar lo mismo que obligó hoy a uno de mis arrendatarios en Tywardreath y forzaros a hacer penitencia en la capilla del feudo, conducida sobre una oveja negra.

    Soltó una carcajada. Volviéndose hacia el monje, que estaba de pie al lado de su silla, le dijo:

    — ¿Qué dices, hermano Jean? Podríamos montar al uno sobre una oveja y al otro sobre un chivo, y hacerles cabalgar juntos, renunciar a las tierras de Kylmerth.

    Yo sabía que eso iba a suceder. Roger agarró al monje y lo arrojó contra el muro. Luego, inclinándose sobre Joanna, la hizo ponerse de pie de un tirón.

    — Insultadme a mí cuanto queráis, pero no a lady Carminowe. Esta es mi casa. Salid de aquí.
    — Lo haré cuando ella haya tomado una decisión. Tengo sólo tres servidores en vuestra cuadra, pero una docena o más me esperan arriba en la colina, impacientes por vengarse de antiguas ofensas.
    — Pues bien, hacedles venir — dijo Roger —, soltando a Joanna —. Robbie y yo podemos defender nuestra casa contra vuestros servidores y contra toda la parroquia si lo queréis.

    Su voz, fuerte ahora a causa de la cólera había penetrado en la habitación superior. Bess bajó corriendo por la escalera, pálida y temerosa, y fue a sentarse sobre el banco cerca de la mesa, al lado de Isolda.

    — ¿Quién es ésta? — preguntó Joanna -. ¿Una tercera oveja en el rebaño? ¿Cuántas otras mujerzuelas albergas en tu casa?
    — Bess es la hermana de Roger y mía — respondió Isolda, poniendo su brazo sobre los hombros de la asustada niña —. Y ahora, Joanna, llamad a vuestros servidores a fin de que esta casa se vea libre de vuestra presencia. Dios sabe que hemos soportado vuestros insultos suficientemente.
    — ¿Hemos? Así, pues, ¿os contáis como uno de ellos? — Sí, mientras reciba su hospitalidad.
    — Así, pues, ¿no pensáis acompañarme hasta Trelawn?

    Isolda dudó un momento, mirando primero a Roger y luego a Bess. Pero antes de que pudiera replicar, el monje salió de la sombra del muro y avanzó hasta el centro de la habitación.

    — Existe una tercera solución para lady Carminowe — dijo en voz baja —. Me embarco desde Fowey dentro de veinticuatro horas, rumbo a nuestra abadía mayor de San Sergio y San Basilio en Angers. Si ella y la niña quieren acompañarme a Francia, sé que podrán encontrar asilo allí. Nadie les molestará, y estarán a salvo de toda persecución. Aun su misma existencia será relegada al olvido, una vez se encuentren en el extranjero, y lady Carminowe tendrá la ocasión de comenzar una nueva vida en un medio más agradable que el recinto de un convento.

    La propuesta era una treta tan evidente para sacar a Isolda y a Bess de la tutela de Roger y disponer de ellas a su guisa, que esperé que Joanna se opusiera. Por el contrario, Joanna sonrió y se encogió de hombros.

    — A decir verdad, hermano Jean, muestras verdaderos sentimientos cristianos. ¿Qué decís, Isolda? Ahora tenéis tres alternativas: reclusión en Cornworthy, vida en la pocilga de Kylmerth, o la protección de los monjes benedictinos al otro lado del Canal. Yo sé muy bien lo que escogería.

    Echó una ojeada a su alrededor como lo había hecho al entrar. Moviéndose por el interior de la habitación, tocó los muros ennegrecidos por el humo, hizo un gesto de disgusto, se examinó los dedos, luego se los limpió con el pañuelo,. y finalmente se detuvo delante de la escalera que conducía a la habitación superior. Con un pie en un peldaño, dijo:

    — ¿Ocupáis uno de los cuatro jergones? ¿Y con pulgas? Si vais a Devon o a Francia, os agradecería que antes rociarais bien vuestro traje con vinagre.

    El zumbido comenzó en mis oídos. Luego el ruido atronador. Las figuras empezaron a desvanecerse, excepto la de Joanna, de pie, cerca de la escalera. Ella me miraba fijamente, con sus ojos muy abiertos. No me importaba lo que ocurriría después. Quería poner mis manos alrededor de su cuello y estrangularla, antes de que desapareciera de mi vista como los otros. Crucé la habitación y me puse de pie a su

    lado. Ella no desapareció. Comenzó a gritar cuando yo la sacudí violentamente con mis manos apretadas en su cuello blanco y delicado.

    — Maldita... maldita... maldita...

    Unos gritos salían de ella; otros venían de alguna parte superior. Aflojé mis manos. Miré hacia arriba. Los niños estaban de cuclillas sobre el rellano de la escalera. Vita se apoyaba contra la barandilla, a mi lado. Me miraba aterrorizada, con el rostro demacrado y con sus manos en el cuello.

    — ¡Dios mío! — exclamé —. Vita... amor mío... ¡Oh, Dios mío!...

    Caí hacia delante y me apoyé en la veranda, a su lado. Vomitaba. Estaba poseído por el maldito vértigo. Incapaz de controlarlo.

    Vita se arrastró, alejándose de mí. Subió las escaleras para buscar refugio cerca de los niños.

    Comenzaron a gritar, todos juntos, de nuevo.


    CAPITULO XXIII


    No había nada que hacer. Permanecí en las escaleras apoyándome en la barandilla, con las piernas y los brazos extendidos de una manera grotesca. El cielo raso y los muros giraban a mi alrededor. Si cerraba los ojos, el vértigo aumentaba. Relámpagos de luz dorada parecían atravesar la oscuridad interior.

    Los gritos de espanto de Vita cesaron. Los niños continuaron llorando. Oí cómo el llanto desapareció cuando entraron en la cocina y cerraron ambas puertas.

    Cegado y calenturiento por el mareo y la náusea, comencé a arrastrarme escaleras arriba, peldaño por peldaño. Al llegar al rellano superior, me puse de pie balanceándome y me dirigí a través de la cocina hacia el vestíbulo. Las luces estaban encendidas y las puertas abiertas. Vita y los niños debían haber corrido hacia la alcoba ulterior y cerrado las puertas con llave.

    Avancé tambaleándome hacia el recibidor y cogí el teléfono. El piso y el cielo raso se confundían en una mancha negra. Permanecí sentado con el auricular en mi mano hasta que el piso se convirtió en algo firme y hasta que el listín de teléfonos apareció como algo legible en lugar de ser una selva de puntos y rayas negras.

    Encontré por fin el número del doctor Powell, lo marqué y cuando contestó, la tensión interior mía se descargó. Sentía el sudor correr por mi rostro.

    — Soy el señor Richard Young, desde Kilmarth. Usted me recuerda tal vez, soy el amigo del profesor Lane.
    — Ah, ¿sí?

    El doctor parecía sorprendido. Después de todo yo no era uno de sus pacientes. Era sólo un rostro perdido entre centenares de veraneantes.

    La cosa más espantosa ha ocurrido, doctor. He perdido por un momento la cabeza y he tratado de estrangular a mi esposa. Quizá le he hecho daño grave, no lo sé.

    Mi voz era tranquila, sin emoción, aunque mi corazón latía fuertemente, y me daba perfecta cuenta de lo que había acontecido. En ese momento no existía confusión entre los dos mundos.

    — ¿Está inconsciente su esposa?
    — No, no lo creo. Está arriba con los niños. Deben haberse encerrado con llave en la alcoba. Le estoy hablando desde el recibidor, abajo.

    Permaneció en silencio durante un momento terrible: temí me dijera que eso no le concernía y que debía más bien llamar a la policía. Pero en seguida dijo:

    — Está bien, iré allí inmediatamente.

    Colgué el auricular y enjugué el sudor de mi rostro. El vértigo había pasado y ya podía permanecer de pie sin caerme. Bajé lentamente las escaleras y me dirigí al cuarto de baño. Estaba cerrado.

    — Querida — llamé —, no te preocupes, todo está bien. Acabo de telefonear al doctor. Vendrá inmediatamente. Permanece allí con los niños hasta que oigas llegar su coche.

    Vita no contestó y yo llamé aún más alto:

    — Vita, Teddy, Micky, no os asustéis, el doctor ya viene. Todo se arreglará.

    Bajé las escaleras, abrí la puerta principal y permanecí de pie, esperando, en las escaleras de entrada. Era una noche clara con un cielo tachonado de estrellas. Reinaba el silencio; los campistas en el terreno al otro lado de Polkerris debían haberse retirado al interior de sus tiendas. Miré el reloj. Eran las once menos veinte. En ese momento oí el ruido del coche del doctor que subía por la carretera principal de Fowey. Comencé a sudar, no de miedo, sino de alivio. Hizo girar el coche siguiendo la carretera de entrada y se detuvo delante de la casa. Atravesé el jardín para ir a su encuentro. — Gracias a Dios que usted ha venido.

    Entramos juntos en la casa y le indiqué las escaleras.

    — Primera habitación a la derecha. Es mi habitación, pero mi esposa se ha cerrado con llave en el cuarto de baño que está más lejos. Dígales que usted está aquí. Le esperaré abajo.

    Subió corriendo las escaleras de dos en dos. Quedé pensando que el silencio que reinaba arriba significaba que Vita estaba agonizando, que ella yacía sobre la cama y que los dos niños se encontraban acurrucados cerca de ella con demasiado terror para moverse.

    Me dirigí a la sala de música y me senté, preguntándome lo que ocurriría si el médico me dijera que Vita había muerto. Todo eso estaba ocurriendo. Todo eso era verdad.

    El doctor permaneció arriba largo rato. De pronto escuché el ruido del mobiliario que cambiaba de lugar. Debían estar arrastrando el diván a través del cuarto de baño hasta la alcoba. Pude oír la voz del doctor y de Teddy. Me pregunté qué diablos estaban haciendo. Me puse de pie y me dirigí a las escaleras para escuchar, pero ellos habían atravesado de nuevo la alcoba y cerrado la puerta. Me senté en la sala de música esperando.

    El doctor bajó en el mismo instante en que el reloj del vestíbulo marcaba las once.

    — Todo está en orden. Nada de pánico. Su esposa se encuentra bien, lo mismo que sus hijastros. Y usted, ¿cómo está? Traté de levantarme, pero él me hizo sentar de nuevo.
    — ¿Le he hecho mucho mal a ella?
    — Señales ligeras en el cuello, nada más. Pueden aparecer un poco azules mañana, pero se disimularán si ella usa una bufanda. — ¿Le ha dicho ella lo que ocurrió?
    — ¿Y qué tal si es usted quien me lo dice?
    — Preferiría oír la versión de Vita primero.

    Encendió un cigarrillo. Luego dijo:

    — Pues bien, entiendo que usted no quiso cenar por razones que usted conoce mejor que yo. Su esposa pasó la velada aquí con los niños, mientras usted se encerraba en la biblioteca. Luego ellos decidieron irse a la cama. Ella vio que usted había ido a la cocina y encendido las luces. Había un poco de jamón sobre el fogón, pero completamente quemado. El fuego continuaba, pero nadie estaba en la cocina. Entonces

    ella se dirigió al sótano. Parece que usted estaba de pie allí, cerca de la antigua cocina; según me dijo su esposa, usted esperaba que ella bajara las escaleras. Pero tan pronto como usted la vio, se dirigió al pie de las escaleras y comenzó a insultarla. En seguida puso usted sus manos en el cuello de ella y trató de estrangularla.

    — Sí, eso es.

    El doctor me miró fijamente. Quizá había pensado que yo habría de negarlo todo.

    — Ella insiste en que usted estaba completamente ebrio y que no sabía lo que estaba haciendo. En todo caso ha sido una experiencia macabra para todos ellos. Así ella como los niños estaban con los pelos de punta. Tanto más cuanto que, según entiendo, usted no es un hombre aficionado a la bebida.
    — No, no lo soy. Y yo no estaba ebrio.

    No contestó durante unos instantes. Vino hacia mí y permaneció de pie delante de mí. Tomó una pequeña linterna y examinó mis ojos. Después tomó mi pulso.

    — ¿Qué tipo está tomando? — preguntó bruscamente.
    — ¿Qué tipo?...
    — Sí, qué tipo de droga. Dígamelo francamente y entonces sabré cómo tratarle.
    — Ése es justamente el problema, que no lo sé.
    — ¿Es algo que el profesor Lane le dio a usted?
    — Sí.

    Se sentó sobre el brazo del sofá al lado de mi silla:

    — ¿Por vía oral o inyectada?
    — Por vía oral.
    — ¿Le estaba tratando para un fin específico?
    — No. Era un experimento. Algo a lo cual me ofrecí voluntariamente. Nunca he tomado drogas en mi vida antes de venir aquí.

    Continuó mirándome fijamente con sus ojos inteligentes. Supe que no había más remedio que decírselo todo.

    — ¿Estaba el profesor Lane bajo el influjo de la misma droga cuando vino al encuentro del tren de carga?
    — Sí.

    Se levantó del sofá y comenzó a pasearse arriba y abajo de la habitación, tomando objetos de las mesas y volviéndolos a colocar, como hacía Magnus cuando tenía que tomar una decisión.

    — Tendré que internarlo a usted en un hospital para someterlo a un período de observación.
    — No, por el amor de Dios...

    Me levanté de la silla.

    — Mire, tengo la droga en una botella arriba en mi habitación. Es todo lo que ha quedado. Una botella. Magnus me dijo que destruyera todo lo que encontrara en su laboratorio, y así lo hice: todo está enterrado en el bosque que se encuentra más allá del jardín. Sólo guardé esta botella y he tomado un poco esta mañana. Debe ser algo diferente, algo más fuerte, no lo sé, pero en todo caso, llévesela, analícela y haga lo que quiera. Seguramente que usted comprende, después de lo que ha pasado esta noche, que yo no podría utilizarla de nuevo. ¡Dios mío! He podido matar a mi esposa.

    Ya lo sé. Y por eso es por lo que usted debe ir a un hospital. No, él no lo sabía. Él no lo entendía. ¿Cómo podía entenderlo?

    — Mire, yo no vi a Vita al píe de las escaleras. No era a ella a quien yo quería estrangular. Era a otra mujer.
    — ¿Qué mujer?
    — Una mujer llamada Joanna. Vivió hace seiscientos años. Ella se encontraba allí en la antigua cocina de la granja lo mismo que los otros. Isolda Carminowe, el monje Jean de Meral, y el dueño de la granja, que había sido su mayordomo, Roger Kylmerth.

    Extendió su mano y tomó mi brazo.

    — Está bien, tranquilícese, lo comprendo. ¿Usted tomó la droga y luego bajó las escaleras y vio toda esa gente en el sótano?
    — Sí, pero no solamente allí. Les he visto también en Tywardreath en la antigua casa feudal, debajo de Gratten y en la abadía. Ese es el efecto de la droga. Le lleva a usted hacia el pasado, directamente al corazón de otro mundo más antiguo.

    Me oí a mí mismo hablar cada vez más fuerte, en medio de mi entusiasmo. Él continuaba agarrando mi brazo con fuerza.

    — ¿Usted no me cree? ¿Cómo podría usted creerme? Pero le juro que los he visto, que les he oído hablar, que les he visto moverse, y que incluso he visto a un hombre, el amante de Isolda, Otto Bodugran, ser asesinado cerca del estuario de Treesmill.
    — Claro que le creo. Ahora, ¿qué tal si vamos juntos a su habitación y me entrega lo que queda de la droga?

    Le conduje por las escaleras a mi alcoba y tomé la botella de la maleta que estaba cerrada con llave. No la examinó. La guardó inmediatamente en su maletín.

    — Ahora le diré lo que voy a hacer. Le daré un calmante bastante fuerte, que le hará dormir hasta mañana por la mañana. ¿Existe alguna otra habitación en la que pueda usted reposar?
    — Sí. La habitación de huéspedes, al otro lado del rellano de la escalera.
    — Muy bien. Recoja un pijama y vamos.

    Nos dirigimos hacia la habitación de huéspedes. Me desnudé y me metí en la cama, sintiéndome súbitamente sumiso, como un niño que no tiene que tomar decisiones.

    — Haré todo lo que usted diga. Si quiere hágame dormir para siempre.
    — Nunca haré eso. — Sonrió por primera vez —. Cuando usted abra sus ojos mañana, seré yo probablemente lo primero que verá. — ¿Entonces no me empaquetará usted para el hospital?
    — Probablemente no. Hablaremos de eso mañana.

    Sacó una jeringuilla de su maletín.

    — No me importa lo que usted le diga a mi esposa, con tal que no le hable de la droga; déjela continuar pensando que yo estaba borracho como una cuba. No importa lo que pase, pero Vita debe ignorar lo referente a la droga. Ella no quería mucho a Magnus, es decir, al profesor Lane, y si ella llega a saber algo acerca de esto, abominará todavía más su memoria.
    — Estoy seguro de que ella lo haría — contestó el médico, mientras desinfectaba con un poco de algodón y alcohol mi brazo antes de inyectarme —. Y usted no podría reprochárselo.
    — El hecho es que ella estaba celosa. Él y yo nos habíamos conocido hace mucho tiempo. Fuimos condiscípulos en Cambridge. Con frecuencia yo venía aquí en compañía de Magnus. Siempre estábamos juntos. Los mismos problemas nos intrigaban. Los mismos chistes nos hacían reír. Magnus y yo... Magnus y yo...

    La profundidad de un abismo, o el dulce y profundo sueño de la muerte, no me importaba. Cinco horas, cinco meses, cinco años... De hecho, como supe más tarde, fueron cinco días. El doctor parecía estar siempre a mi lado cuando abría los ojos, para darme otra inyección, o sentado al pie de la cama, balanceando las piernas y escuchando lo que yo decía. A veces, Vita asomaba la cabeza por la puerta, con una sonrisa tímida, y desaparecía. Ella y la señora Collins debían haber preparado mi cama, debían haberme

    lavado, alimentado, aunque no recuerdo haber comido nada. Lo que ocurrió en esos días está completamente confuso en mi memoria. Pude haber maldecido, destrozado la ropa de la cama, o simplemente haber dormido; me dijeron que dormí y que hablé. Hablé, no a Vita ni a la señora Collins, sino al doctor. ¿Cuántas sesiones tuvimos entre una y otra inyección? No lo sé. Tampoco sé lo que dije, pero entiendo que conté toda la historia desde el principio. La consecuencia de ello fue que en la semana siguiente, cuando me encontraba más o menos normal y sentado en una silla en la alcoba en lugar de estar tendido en la cama, tanto el cuerpo como el alma se sentían no solamente descansados sino completamente purgados.

    Así se lo dije al doctor mientras tomábamos una taza de café que Vita nos había traído. Rió y dijo que una purga completa nunca hacía mal a nadie. Se sorprendía de la cantidad de cosas que la gente almacenaba en las buhardillas y en los sótanos de su vida interior, que ellos habían olvidado completamente y que sería mucho mejor sacarlos a la luz del sol.

    — Fíjese — me dijo —, limpiar el alma es más fácil para usted que para otros, a causa de sus antecedentes católicos.

    Le miré fijamente.

    — ¿Cómo sabe usted que yo era católico?
    — Todo vino con la purga.

    Me sentí extrañamente sorprendido, Había imaginado que le había contado todo desde el comienzo hasta el fin acerca del experimento y que le había descrito con todos los pelos y señales lo que ocurría en el otro mundo. El hecho de que yo hubiera nacido y de que hubiera sido educado católicamente no tenía ninguna relación con ello.

    — Soy muy mal católico. No he asistido a misa desde hace muchos años. En cuanto a la confesión...
    — Ya lo sé, todo eso está en su buhardilla o en su sótano: su desprecio por la vida monacal, por los padrastros, por las viudas que se vuelven a casar y otras cosas por el estilo.

    Serví otra taza de café para él y para mí; puse gran cantidad de azúcar en la mía y la removí con impaciencia.

    Escúcheme, eso no tiene sentido. Nunca he pensado en los monjes, en las viudas o en los padrastros, con excepción de mí mismo. El hecho es que esa gente vivía en el siglo XIV y que yo pude verlos, gracias a los efectos de la droga.

    — Sí, enteramente gracias a los efectos de la droga.

    Se levantó bruscamente de la silla y se paseó por la habitación.

    — Hice con la botella que usted me dio lo que usted debía haber hecho después de la investigación. La envié al asistente jefe del profesor Lane, a John Willis, con una nota diciéndole que usted había estado en problemas a causa de su contenido, y que desearía tener un informe sobre ello tan pronto como fuera posible. Fue tan amable como para telefonearme inmediatamente después de recibir mi mensaje.
    — ¿Y bien?
    — Pues es usted un hombre muy afortunado de encontrarse con vida. Y no solamente con vida, sino en esta casa y no en un manicomio. Esa botella contenía probablemente el material más poderosamente alucinógeno que se ha descubierto hasta ahora, así como otras substancias de las cuales el señor Willis todavía no está seguro. Aparentemente el profesor Lane trabajaba en esta droga por su propia cuenta: nunca hizo confidencias completas a su colaborador en este campo.

    Un hombre afortunado de encontrarse con vida, es posible. Afortunado de no estar confinado en un manicomio, también. Pero todo esto me lo había dicho yo mismo antes, cuando comencé el experimento.

    — ¿Trata usted de decirme que todo lo que he visto es una alucinación, desenterrada de las más profundas capas de mi inconsciente?
    — No, no es eso. Pienso que el profesor Lane estaba experimentando algo que podía haber sido extraordinariamente importante sobre la manera de funcionar el cerebro y que él le escogió a usted como un conejillo de Indias, porque sabía que usted haría todo lo que le pidiera; asimismo, el profesor Lane sabía que usted era una persona muy apta para ese experimento.

    Caminó alrededor de la mesa y terminó su taza de café.

    — A propósito, todo lo que usted me ha dicho será guardado con un secreto tan sagrado como si lo hubiera dicho en un confesonario. Tuve que luchar contra su esposa para mantenerlo a usted aquí en lugar de enviarlo en una ambulancia a un especialista de Harley Street, que le hubiera enviado a usted inmediatamente a una clínica por seis meses. Creo que ella tiene confianza en mí ahora.
    — ¿Qué le ha dicho usted?
    — Le he dicho que usted estuvo al borde de una crisis nerviosa definitiva y que sufría a causa del efecto retardado procedente del choque recibido por la muerte súbita del profesor Lane; cosa que, y usted estará de acuerdo conmigo, es perfectamente posible.

    Me levanté de la silla vacilando un poco y me dirigí hacia la ventana. El ganado estaba paciendo de nuevo en los campos. Pude oír a nuestros niños jugando cricket cerca del huerto.

    Usted puede decir lo que le parezca mejor — dije lentamente —; sugestión, crisis nerviosa, conciencia católica, etc., pero el hecho es que he estado en ese otro mundo, que lo he visto, que lo he conocido. Era un mundo cruel, duro y con frecuencia sangriento. Lo mismo se puede decir de los personajes que lo habitaban, excepto de Isolda, y al final de Roger. Pero, a fe mía, ese mundo producía en mí una fascinación que no encuentro en el mundo de hoy.

    Se acercó a mí, junto a la ventana. Me dio un cigarrillo y fumamos un rato en silencio.

    — Otro mundo — dijo por fin —. Creo que todos llevamos uno dentro, de una manera o de otra: usted, el profesor Lane, su esposa, yo mismo. Lo veríamos de una manera diferente si hiciéramos el mismo experimento con la droga, cosa que Dios no permita.

    Sonrió y arrojó la colilla del cigarrillo por la ventana.

    — Me parece que mi propia esposa no miraría con muy buenos ojos a una Isolda a la que yo hubiera tenido la ocurrencia de ir a buscar al valle de Treesmill. Lo cual no quiere decir que yo no haya hecho algo parecido durante años. Pero yo soy un hombre demasiado realista para retroceder seis siglos con una probabilidad muy pequeña de poder encontrarla.
    — Mi Isolda existió — insistí tenazmente —. Yo he visto genealogías y documentos históricos que lo prueban. Todos esos personajes han vivido. Tengo documentos en la biblioteca que no mienten.
    — Por supuesto que existieron, y lo que es más, tuvieron dos niñas llamadas Joanna y Margaret. Usted me ha hablado de ellas. Algunas veces las niñas son más fascinantes que los niños... y usted tiene un par de hijastros.
    — ¿Y qué diablos quiere decir eso?
    — Nada. Es sólo una observación. El mundo que llevamos dentro proporciona respuestas, a veces. Es una manera de escaparnos de nosotros mismos. Una fuga de la realidad. Usted no deseaba vivir en Londres ni en New York. El siglo XIV le proporcionaba una escapatoria. El problema es que el soñar despierto, así como las

    drogas alucinógenas, pueden crear un hábito: Cuanto más se da a ellos, más profundamente penetran en usted, de suerte que al final le llevan al manicomio.

    Tenía la impresión de que todo lo que decía se proponía llevarme a tomar unas resoluciones prácticas, como por ejemplo, sobreponerme, conseguir un empleo, establecerme en una oficina, acostarme con Vita, tener niños, mirar con optimismo la llegada de la edad madura y esperar retirarme al final a una casa confortable como una planta de primavera en un invernadero.

    — ¿Qué desea usted que yo haga? — le pregunté —. Vamos, dígamelo francamente.

    Se volvió desde la ventana y me miró fijamente a los ojos.

    — Sinceramente, no me interesa lo que usted haga. Eso no me concierne. Habiendo sido su consejero médico y director espiritual durante menos de una semana, me gustaría volverle a ver durante varios años. Me alegraría poder recetar los antibióticos ordinarios cuando usted tenga un resfriado. Pero para el futuro inmediato sugiero que salga de esta casa cuanto antes, antes de que usted sienta la necesidad de visitar de nuevo el sótano.

    Respiré profundamente.

    — Así me lo había imaginado — dije —. Usted ha estado hablando con Vita.
    — Naturalmente que he hablado con su esposa y aparte de algunos defectos femeninos, es una mujer notable. Cuando digo que usted debe salir de la casa, no quiero decir que sea para siempre. Pero por lo menos durante las próximas semanas usted debería alejarse de aquí. Debe comprender por qué razón.

    Lo comprendía, pero como un ratón arrinconado que trata de ganar tiempo.

    — Está bien — dije ¿Qué sugiere? ¿A dónde podemos ir con los niños?

    Bueno, bueno, ellos no le molestan, ¿no es verdad?

    — No... no, yo los quiero mucho.
    — Pueden ir a no importa dónde, con tal de que sea lejos del influjo de Roger Kylmerth.
    — ¿Mi «alter ego»? No nos parecemos en nada.
    — Los «alter ego» nunca se parecen al original. El mío es un poeta de largos cabellos que se desmaya cuando ve sangre. Me sigue a todas partes desde que yo terminé mis estudios médicos.

    Reí a pesar mío. Este hombre hacía aparecer todo muy simple.

    — Ojalá usted hubiera conocido a Magnus. Usted me lo recuerda de una manera extraña.
    — Me gustaría haberlo conocido. Sin embargo, insisto seriamente en que usted debe partir de aquí. Su esposa sugiere Irlanda. Es un país muy agradable para hacer largas caminatas, para la pesca, para encontrar grandes tesoros al pie de las colinas...
    — Sí, y para encontrar a dos compatriotas de mi mujer, que hacen turismo en los mejores hoteles.
    — Su esposa me los ha mencionado, pero, según entiendo, ya se han ido, hartos del mal tiempo; han volado a la soleada España. Así, pues, no tiene por qué preocuparse por ellos. Creo que Irlanda es una buena idea, pues bastan tres horas de coche desde aquí hasta Exeter y desde allí se puede tomar un avión directo. Luego alquilar un coche y ya están ustedes listos.

    Vita y el doctor lo habían planeado todo. Yo estaba en la trampa. No había manera de salir. Debía poner buena cara y reconocer mi derrota.

    — Supongamos que yo rehúse. ¿Tendré que volver a la cama?
    — Yo haría venir una ambulancia y le haría transportar a un hospital. He pensado que Irlanda es una idea mejor, pero todo depende de usted.

    Cinco minutos más tarde se había ido. Pude oír el ruido del coche que subía por la carretera. La reacción después de la crisis fue absoluta. La purga había sido muy fuerte. Todavía no sabía cuánto le había dicho. Sin duda un revoltijo de todo lo que yo había pensado o hecho desde la edad de tres años. Como todos los médicos con propensiones hacia el psicoanálisis, éste había reunido todos esos elementos y se había formado de mí la idea ordinaria de un descarriado con inclinaciones homosexuales, que había sufrido desde su nacimiento un complejo referente a su madre, luego otro complejo de padrastro con una repugnancia hacia la copulación, con una esposa viuda, y en fin, que sentía un deseo reprimido de aventuras con una rubia que nunca había existido excepto en la imaginación.

    Todo encajaba a la perfección. La abadía era Stonyhurst, el hermano Jean era aquel imbécil que me enseñó historia, Joanna era mi madre y Vita reunidas en una sola persona, y Otto Bodrugan era el hermoso y alegre aventurero que yo deseaba ser. El hecho de que hubiera vivido y de que eso pudiera probarse, no había impresionado al doctor Powell. Era una lástima que él mismo no hubiera ensayado la droga en lugar de enviar la botella C a John Willis. En ese caso, hubiera podido pensar mejor lo que decía.

    Bueno, todo había terminado. Debía seguir su diagnóstico, así como sus proyectos de vacaciones para mí. Dios sabe que eso era lo menos que podía hacer después de haber estado a punto de matar a Vita.

    Era curioso que el médico no hubiera dicho nada acerca de efectos subsiguientes de la droga. Quizá había tratado de eso con John Willis y éste le había tranquilizado. Pero entonces, John Willis, ¿no sabía nada acerca de la mancha roja en el ojo, ni de los sudores, ni de la náusea, ni del vértigo? Nadie lo sabía, aunque el doctor Powell habría podido sospecharlo, especialmente después de nuestro primer encuentro. En todo caso, yo me sentía normal ahora. Demasiado normal, a decir verdad. Me sentía como un niño al que le han dado una azotaina y que ha prometido portarse bien.

    Abrí la puerta y llamé a Vita. Subió corriendo las escaleras. Caí en la cuenta, con un sentimiento de vergüenza y de culpabilidad, de lo que ella debía haber sufrido durante la última semana. Había perdido los colores y parecía más delgada. Su cabello, ordinariamente inmaculado, estaba peinado hacia atrás, denotando la prisa con que había sido hecho. En sus ojos brillaba una expresión de preocupación y de infelicidad que yo nunca había visto antes.

    — Me dijo que estabas de acuerdo en partir — dijo ella —. Fue idea suya, no mía, te lo aseguro. Sólo deseo lo que sea mejor para ti. — Ya lo sé. Él tiene razón.
    — ¿No estás enojado entonces? Tenía tanto miedo de que lo estuvieras...

    Entró y se sentó a mi lado sobre la cama. Puse mi brazo sobre sus hombros.

    — Debes prometerme una sola cosa — le dije —, y es olvidar todo lo sucedido hasta ahora. Sé que es imposible, pero te lo ruego...
    — Has estado enfermo. Conozco la razón, pues el doctor me lo ha explicado todo. Se lo dijo también a los niños y ellos lo han entendido. No te reprochamos nada, querido. Sólo deseamos que te recuperes y que seamos felices.
    — ¿No sentirán terror a mi lado?
    — Por Dios, no. Tuvieron un gran susto. Pero han sido tan buenos y serviciales, sobre todo Teddy. Te quieren mucho, no sé ti tú te das cuenta perfecta de eso.
    — Sí, claro que sí. Y eso hace que todo sea más trágico. Pero todo ha pasado ya. ¿Cuándo partimos?

    Vita dudó un momento.

    — El doctor Powell dice que podrás viajar el viernes; así, pues, le he dicho que nos consiga los billetes.

    Viernes... pasado mañana.

    — Está bien, si es eso lo que él dice. Creo que debo moverme un poco para ponerme en forma. Saca alguna de las cosas que hemos de empaquetar.
    — Con tal que no trabajes demasiado. Enviaré a Teddy para que te ayude.

    Me dejó con muchas cartas sin abrir y antes de que yo hubiera terminado de abrirlas y de arrojar la mayor parte de ellas en la papelera, Teddy ya estaba a la puerta de la habitación.

    — Mamá dice que quizá necesites ayuda para empaquetar tus cosas — dijo tímidamente.
    — Sí, claro que necesito. Tú eres un buen chico. He oído que has sido el cabeza de familia durante la última semana y que lo has hecho muy bien.

    Se sonrojó de placer.

    — Oh, no lo sé. No he hecho nada. Responder al teléfono algunas veces. Alguien llamó ayer y preguntó si te encontrabas mejor. Envió sus saludos. Un tal señor Willis. Dejó el número de su teléfono en caso de que quieras hablarle. Dejó también otro número de teléfono. Los he copiado aquí.

    Sacó un pequeño cuaderno y arrancó una hoja. Reconocí el primer número. Era del laboratorio de Magnus, pero el otro me era desconocido.

    — ¿Este número es el de su propia casa? ¿O dijo él de qué se trataba?
    — Sí, dijo que era el número de un señor Davies que trabaja en el Museo Británico. Dijo que quizá tú querrías ponerte en contacto con el señor Davies antes de sus vacaciones.

    Guardé la página en mi bolsillo y me dirigí con Teddy a la alcoba. El diván no estaba ya allí. Supe entonces lo que aquellos ruidos de muebles que se arrastraban querían decir la noche en que vino el doctor: habían llevado la cama hacia la alcoba matrimonial y la habían puesto junto a la ventana.

    — Micky y yo hemos dormido aquí con mamá. Necesitaba compañía.

    Era una manera delicada de decir que necesitaba protección. Le dejé en la alcoba sacando las cosas del ropero, y cogí el auricular al lado de la cama.

    Me contestó una voz neta y clara, aunque algo reservada. Se trataba del señor Davies.

    — Yo soy Richard Young, un amigo del profesor Lane; usted sabe quién soy, me parece.
    — Sí, ciertamente, señor Young, y espero que se encuentre mejor. He sabido por el señor Willis todo lo que usted ha padecido.
    — Oh, no es nada serio. Pero voy a salir de Viaje y creo que usted también va a hacer lo mismo. Así, pues, me he preguntado si quizá usted tiene algo para mí.
    — Desgraciadamente no es mucho, según temo. Si usted lo permite, tomaré mis notas y se las leeré.

    Esperé mientras él depositaba el auricular y buscaba entre sus papeles. Tenía el sentimiento desagradable de que yo estaba haciendo trampa y de que el doctor Powell no lo aprobaría.

    — ¿Está usted ahí, señor Young?
    — Sí, aquí estoy.
    — Espero que usted no se desilusionará. Se trata solamente de algunos extractos tomados de los registros del obispo Grandisson de Exeter; uno es de 1334 y el otro de 1335. El primero se refiere a la abadía de Tywardreath y el segundo a Oliver Carminowe. El primero es una carta del obispo de Exeter a la abadía de Angers, y dice así:

    «John, etc., etc., obispo de Exeter, envía sus saludos y su afecto en el Señor. Como nosotros expulsamos de nuestros rebaños la oveja enferma que siembra el mal

    entre sus compañeras, así, para que no contamine a los demás miembros de nuestro rebaño, hacemos en el caso del hermano Jean de Meral, un monje de tu monasterio que vive actualmente en la abadía de Tywardreath, en el territorio de nuestra diócesis. Esta abadía está gobernada por un prior de la orden de San Benito. A causa, pues, de sus ultrajantes abusos y de su falta de comportamiento conveniente, a pesar de nuestras frecuentes y suaves admoniciones, y a causa de lo que siento vergüenza en decir, para no mencionar sus otros pecados manifiestos, pues él se ha endurecido cada vez más en su maldad, hemos decidido con todo el respeto y amor por vuestra Orden y por ti mismo, remitirlo a ti de nuevo, para que sea sujeto a la disciplina del Monasterio y corregido por su mal comportamiento. Que Dios mismo te mantenga en el gobierno de tu rebaño con buena salud y durante mucho tiempo».

    Se aclaró la voz.

    El original está en latín; así, pues, usted comprende... ésta es mi traducción. No podía menos de pensar, mientras lo copiaba, cuánto hubiera agradado esta manera de expresarse al profesor Lane.

    — Sí, le hubiera agradado muchísimo.

    Se aclaró de nuevo la voz.

    — El segundo extracto es muy corto y quizá no le interese. Se trata sólo de que el 21 de abril del año 1335, el obispo Grandisson recibió a sir Oliver Carminowe y a su esposa Sybell, que se habían casado clandestinamente sin proclamas ni licencias. Ellos afirmaron que lo habían hecho por ignorancia. El obispo levantó las penas canónicas y confirmó el matrimonio, que parece había tenido lugar en fecha anterior no establecida, en la capilla privada de sir Oliver en Carminowe, en la parroquia de Mawgan-in-Meneage. Se tomaron disposiciones contra el sacerdote que los casó. Eso es todo.
    — ¿Se dice algo sobre lo que ocurrió a la esposa anterior, Isolda?

    No. Supongo que murió, posiblemente poco tiempo antes; este matrimonio fue clandestino justamente porque tuvo lugar muy poco tiempo después de su muerte. Quizá Sybell estaba encinta, y era necesaria una ceremonia privada para conservar su buen nombre. Lo siento, señor Young, pero no he podido encontrar nada más.

    — No se preocupe, lo que me ha dicho es muy importante. Felices vacaciones.
    — Gracias. Le deseo lo mismo.

    Colgué el auricular. Teddy me llamaba desde la alcoba. — ¡Dick!

    — ¿Sí?

    Teddy vino desde el cuarto de baño, con el bastón de Magnus en su mano.

    — ¿Llevarás esto contigo? Es demasiado grande para meterlo en la maleta.

    No había visto el bastón desde el momento en que había vertido en él el líquido incoloro de la botella C una semana antes. Había olvidado todo eso.

    — Si no lo quieres, lo dejaré en el armario, donde lo encontré. — No, dámelo. Lo quiero.

    Hizo como si me apuntara sonriendo, teniéndolo en su mano como una lanza. Luego lo lanzó suavemente al aire. Yo lo agarré y así firmemente en mi mano.


    CAPITULO XXIV


    Nos sentamos en la sala de espera del aeropuerto de Exeter, atentos a la llamada para subir a bordo. El despegue sería a las doce y media. El Buick estaba aparcado detrás del aeropuerto y debía permanecer allí hasta nuestro regreso, en una fecha todavía no fijada. Había comprado sandwiches para todos nosotros y, mientras los comíamos,

    eché una ojeada a nuestros compañeros de viaje. Aquella tarde saldrían vuelos para las Islas del Canal y para Dublin. La sala de espera estaba llena de gente: algunos sacerdotes que regresaban de algún congreso, un grupo de escolares, grupos familiares como el nuestro y los turistas de rigor. También se veía un grupo de seis personas que por su conversación alborotada indicaban que volvían de una ruidosa fiesta familiar.

    — Espero — dijo Vita — que no nos encontraremos en medio de esa gente en el avión.

    Los niños no podían retener más la risa, porque uno de los del grupo se había disfrazado con una nariz postiza y con un bigote tan grande que al beber la cerveza le quedaba cubierto de espuma.

    — La única cosa que podemos hacer — dije yo — es apresurarnos en el momento en que llamen para nuestro vuelo, de suerte que nos encontremos delante y lejos de ellos.
    — Si el hombre de la nariz postiza se sienta a mi lado, gritaré — dijo Vita.

    Su comentario hizo estallar de nuevo las carcajadas de los niños. Me alegré de haber pedido abundantes raciones de sidra para los niños y coñac con soda, nuestra bebida de fiesta, para Vita y para mí; ésa era la razón, más bien que el grupo festivo, que hacía reír a los niños y hacer muecas ridículas a Vita ante su espejo de mano. Yo vigilaba atentamente nuestro avión hasta que lo vi estacionado en la pista listo para partir. En un determinado momento estaban retirando los camiones del equipaje y una azafata se dirigía hacia la puerta de la sala de espera.

    — ¡Maldición! — dije —. Sabía que era un error el tomar tanto café y coñac. Mira, querida, tengo que ir al lavabo. Si llaman para pasar a bordo, vete con los niños y consigue asientos en la parte delantera, como te he dicho. Si me encuentro en medio del grupo de gente, ya me las arreglaré para acomodarme en un sitio posterior. Cambiaré de puesto, una vez hayamos levantado el vuelo. Mientras vosotros tres estéis juntos, todo irá bien. Toma vuestros tiquets para pasar a bordo; yo guardaré el mío, por si acaso.
    — ¡Oh, Dick, por favor! — exclamó Vita —. Podías haber ido antes. ¡Sólo a ti se te ocurre!
    — Lo siento. La naturaleza tiene sus exigencias...

    Caminé rápidamente atravesando la sala de espera en el momento que la azafata entraba. Aguardé en el interior de los lavabos. Oí que llamaban a los pasajeros de nuestro vuelo por el altavoz. Después de unos pocos minutos, cuando salí, nuestro grupo caminaba en compañía de la azafata hacia el avión. Vita y los niños iban delante. Desaparecieron dentro del aparato, seguidos por los niños estudiantes y por los sacerdotes. Entonces o nunca: salí rápidamente por la puerta principal del aeropuerto y me dirigí al aparcamiento. En un segundo había puesto en marcha el Buick y lo había llevado hasta la entrada principal del aeropuerto.

    En seguida me detuve a un lado de la carretera y escuché. Podía oír el ruido de los motores del avión antes de emprender la marcha, lo cual significaba que todo el mundo estaba a bordo. Si los motores se detenían, eso quería decir que mis planes habían fallado y que la azafata había descubierto mi ausencia. Eran las doce y treinta y cinco exactamente. Escuché cómo los motores aumentaron sus revoluciones y. en unos pocos minutos, con el corazón latiéndome fuertemente, vi la silueta plateada del avión que corría por la pista y despegaba, ganando altura hasta perderse entre las nubes. Era increíble. Yo permanecí sentado al volante del Buick, completamente solo.

    Debían aterrizar en Dublín a la una y media. Sabía exactamente lo que Vita iba a hacer. Llamaría por teléfono desde el aeropuerto de Dublin al señor Powell en Fowey, pero éste no estaría en casa, pues era su día de vacaciones. Así me lo había comunicado esa misma mañana cuando le llamé después del desayuno para despedirme. El médico

    me había dicho que si el tiempo era bueno iba a tomar a su familia a la costa norte para hacer un poco de esquí acuático y que pensaría en nosotros. Añadió que le gustaría recibir una carta nuestra desde Irlanda diciendo: «Ojalá usted estuviera aquí con nosotros».

    Comencé a cantar al dirigirme por la carretera principal. Iba a algo más de cien kilómetros por hora. Eso debía experimentar un criminal después de haber robado con éxito un Banco, en el momento de sentirse seguro. Lástima que no tenía un día completo para dirigirme a Bere y buscar a sir William Ferrers y a su esposa Matilda. Había encontrado el emplazamiento de su mansión en el mapa. Se encontraba al otro lado del río Tomar, en Devon, y me preguntaba si la casa existía todavía. Probablemente no, y en caso de que así fuera, seguramente se habría convertido en una granja como la de los Car minowe. Al mismo tiempo había podido localizar a Carminowe en el mapa, cuando Teddy estaba en mi habitación haciendo mi equipaje. También había encontrado la referencia sobre Carminowe en el viejo volumen de la Parochial History. Carminowe se encontraba en Mawgan-in-Meneage cerca de Loe Pool. El escritor decía que la antigua mansión con la capilla se había convertido en ruinas en el reinado de Jaime I.

    Tomé la ruta de Launceston, después de Okehamton, puesto que era más corto por ese camino. Pasé de Devon a Cornwall y me dirigí hacia la región de Bodmin, como una paloma mensajera que regresa a su palomar. Canté con más entusiasmo todavía, porque aunque Vita me había vencido una vez y estaba en este momento a punto de aterrizar en Dublin, yo me encontraba lejos de su alcance. Este sería mi último «viaje». Ocurriera lo que ocurriera en este momento, yo no podía perjudicarla a ella ni a. los niños, pues se encontraban a salvo en tierra extranjera.

    En una noche así
    Dido, de pie con una rama de sauce en su mano
    sobre la playa salvaje, invitaba a su amor
    a volver a Cartago...


    El problema era que el amante de Isolda había muerto en el estuario de Treesmill sobre la playa. Me preguntaba si las amenazas de los muros conventuales o los insultos de Joanna o la promesa del monje de un salvoconducto hacia un refugio sospechoso en Angers, habían hecho caer a- Isolda en los brazos de Roger.

    El futuro era muy incierto, seiscientos años antes, para las esposas que abandonaban a sus maridos, especialmente cuando éstos habían puesto sus miradas en otra mujer. Habría convenido a Oliver Carminowe y a la familia Ferrers que Isolda desapareciera simplemente, lo cual habría ciertamente ocurrido si hubiera hecho caso a Joanna. De todas formas, permanecer bajo el techo de Roger, era solamente una medida provisional que no podía durar mucho tiempo.

    Mientras atravesaba la región de Podmin alegrándome de que cada kilómetro me acercaba a casa, mi entusiasmo se enfriaba al caer en la cuenta de que no solamente éste iba a ser mi último viaje a ese otro mundo, sino también que al entrar en él, yo no podía escoger ni el sitio ni el momento preciso. El deshielo pudo haber llegado ya y terminado la cuaresma. Quizá el verano había comenzado e Isolda, habiendo tomado una resolución dolorosa, se encontraba languideciendo detrás de los muros de un convento en alguna parte de Devon. En ese caso, ella había salido de la vida de Roger y de la mía.

    Me preguntaba si Magnus, en el caso de que hubiera continuado en vida, habría perfeccionado el factor tiempo, dejando así al experimentador la elección del momento de abandonar el otro mundo. Por ejemplo, que por una alteración infinitesimal de la dosis, yo pudiera convocar a voluntad a los personajes en el sótano en el momento en

    que les había dejado antes. Nunca durante las cortas semanas del experimento había ocurrido así. Siempre había habido un lapso de tiempo indefinido entre una y otra aparición. El carruaje de Joanna no me estaría esperando ahora en la cumbre de la colina de Kylmerth; Roger, Isolda y Bess habrían ya abandonado la cocina de la granja. Las pocas gotas guardadas en el bastón de Magnus podían garantizar solamente mi entrada en ese mundo, pero no lo que encontraría en él.

    La señal de stop al llegar a la carretera de Lostwithiel a St. Blacey me hizo volver en mí. Durante los últimos treinta y cinco kilómetros había conducido el coche como un autómata. Recordé la desviación que me llevaría más allá de Tregesteynton hasta el valle de Treesmill. Penetré en este último con una extraña sensación de nostalgia. Al pasar por la actual granja de Strikstenton un perrito salió a la carretera ladrando. Pensé en la pequeña Margaret, la hija menor de Isolda, que deseaba tener un pequeño látigo como el de Robbie, y en Joanna, la mayor, que se pavoneaba delante del espejo mientras su padre perseguía a Sybell por las escaleras amenazándola con la garra de la nutria.

    Descendí al valle, y tan intensa era mi identificación con el pasado, que olvidé momentáneamente que el río ya no existía. Busqué la choza de Rosgof al lado del estuario sobre la colina opuesta: pero, por supuesto, no existía ningún río ni ningún estuario, sólo la carretera que giraba a la izquierda, y unas vacas que pacían en los campos.

    Hubiera preferido encontrarme en el Triumph, porque el Buick era demasiado grande y visible. Con un impulso repentino, aparqué al lado del puente cerca del molino; caminando un poco por la carretera, atravesé la puerta del campo que conducía a Gratten. Sabía que debía permanecer allí algunos momentos entre los montículos antes de regresar a casa, pues una vez en Kilmarth el futuro sería incierto. El último experimento podía muy bien llevarme hacia algo desconocido.

    Quería llevar en mi mente la imagen del valle de Treesmill tal como aparecía en esta tarde de agosto, dejando a la imaginación y a la memoria realizar su trabajo, representándome el río sinuoso y el estuario, lo mismo que el pequeño puerto debajo de la casa ya desaparecida.

    Habían reunido la cosecha en el campo de Chapel Park, detrás de Gratten, pero en el sitio en donde yo me encontraba sólo había hierba que algunas vacas comían.

    Llegué al primer matorral y subí a la parte superior del montículo que dominaba el lugar; en seguida miré el manto de hierba por el cual en otro tiempo pasaba el sendero que conducía al sitio donde Isolda y Bodrugan se habían sentado cogidos de las manos. Un hombre estaba acostado allí, fumando un cigarrillo y con su chaqueta dispuesta como almohada bajo su cabeza. Lo miré fijamente con incredulidad, pensando que mi mala consciencia debía haber conjurado su imagen. Pero no era un error. El hombre que yacía allí era muy real. Se trataba del doctor Powell.

    Quedé de pie un momento, mirándolo. En seguida y con decisión desenrosqué el extremo del bastón de Magnus y bebí la droga. Volví a colocar el pomo en el bastón. Luego bajé del montículo y me acerqué a él.

    — Pensé que usted se había ido a practicar esquí acuático en el Norte.

    Se sentó inmediatamente. Tuve la sensación por primera vez desde que le conocí de que lo había sorprendido, y esto me daba ventaja sobre él. Era una sensación extremadamente agradable. Se recobró rápidamente y el aspecto de sorpresa cedió ante una sonrisa acogedora.

    — Cambié de opinión, y dejé a la familia que se fuera sin mí. Parece que usted hizo lo mismo.
    — Sí, pero Vita me venció, después de todo.
    — ¿Qué tiene que ver su esposa con todo esto?
    — ¿No le telefoneó a usted desde Dublín?
    — No.

    Entonces me tocó a mi sorprenderme y mirarle fijamente.

    — ¿Pues qué diablos está usted haciendo aquí, esperándome?
    — No le estaba esperando. Más que desafiar al Atlántico, preferí explorar su territorio. Ha sido una inspiración que según parece ha dado resultado. Usted puede mostrarme el camino.

    La confianza en mí mismo comenzó a abandonarme. Parecía que él estaba jugando mi propio juego y que me estaba venciendo.

    — Mire, ¿no quiere usted saber lo que ocurrió en el aeropuerto?
    — No tengo ningún interés especial. El avión emprendió el vuelo, lo sé, porque telefoneé a Exeter para cerciorarme. No pudieron decirme si usted se encontraba en él o no. En todo caso, yo sabía que si usted no estaba allí, se dirigiría a Kilmarth, y que si yo fuera allí a tomar una taza de té, le encontraría a usted en el sótano. Entretanto una curiosidad ardiente me indujo a alejarme durante media hora y venir a este sitio.

    Su excesiva seguridad me enfureció. Pero yo estaba todavía más enojado conmigo mismo. Si hubiera tomado la otra carretera, si no hubiera venido a través del valle de Treesmill para permitirme unos momentos de nostalgia infantil, me habría ya encontrado en Kilmarth con media hora por lo menos entre mis manos antes de que el médico llegara para tomar posesión del terreno.

    — Está bien, sé que he hecho una jugarreta a Vita y a los niños. Probablemente ella le está telefoneando a usted desde el aeropuerto de Dublín sin conseguir respuesta. Lo que me molesta es que usted me dejara ir, sabiendo lo que podía pasar. La culpa es casi tanto suya como mía.
    — Estoy de acuerdo. Yo también merezco reproches y ambos nos disculparemos cuando hablemos con ella por teléfono. Pero yo quería darle una oportunidad para ver si usted podía lograr salir adelante, sin que yo tuviera que tomar otras medidas.
    — ¿Qué medidas?
    — Mantenerle encerrado en un hospital, ya que usted es un verdadero adicto a la droga.

    Le miré pensativo, apoyándome en el bastón de Magnus.

    — Usted sabe muy bien que le di a usted la botella C y que ésa era la última. Por otra parte, usted debió registrar la casa muy bien mientras yacía yo postrado en cama durante una semana.
    — Sí, la registré y la volví a registrar hoy. Le dije a la señora Collins que estaba buscando un tesoro escondido y me parece que ella me creyó. Soy un tipo desconfiado, ¿verdad?
    — Sí. Y evidentemente usted no encontró nada, pues nada había que encontrar.
    — Es verdad. Y tiene usted mucha suerte de que eso sea así. Tengo en mi bolsillo el último informe de Willis.
    — ¿Y qué dice?
    — Solamente que la droga contiene una substancia venenosa que puede afectar seriamente el sistema nervioso central.
    — Muéstremelo.

    Sacudió negativamente su cabeza y de repente él ya no se encontraba allí. Los muros me rodeaban y yo estaba de pie en el vestíbulo de la casa feudal de los Champernoune, mirando por la ventana la lluvia que caía. Me dominó el pánico, porque no debía ocurrir eso o por lo menos no tan pronto. Había contado con encontrarme en casa detrás de mis propios muros con Roger a mi lado como guía protector. No estaba aquí; el vestíbulo aparecía vacío y tenía otro aspecto. Parecía haber un mobiliario más

    abundante y otros tapices. La cortina que cubría la entrada de la escalera superior estaba corrida.

    Alguien gritaba en la alcoba superior y yo podía oír el ruido de pisadas sobre el suelo.

    Miré de nuevo por la ventana y vi, por la lluvia que caía, que debía de ser el otoño; el grupo de árboles al otro lado de la colina donde Oliver Carminowe se había escondido con sus hombres esperando a Bodrugan, tenía como entonces un color amarillo intenso. En cambio, hoy no soplaba el viento arrojando las hojas sobre la tierra. Una brisa más suave las hacía moverse y una capa de neblina se extendía sobre el río más arriba de Lanescot.

    El llanto se convirtió en una risa aguda; por la escalera bajaron rodando una pelota y un cubo de agua, uno al lado del otro, hasta llegar al vestíbulo en donde la pelota rodó lentamente bajo la mesa.

    Oí la voz de un hombre que decía con cierta ansiedad: «Ten cuidado de no caer, Elizabeth». Entretanto alguien, riendo siempre, bajó cojeando por las escaleras en busca del juguete. Era una niña. Se detuvo un momento con las manos apretadas, arrastrando un largo vestido y con un absurdo sombrero sobre su cabello rojizo. Su parecido con Joanna Champernoune era sorprendente al mismo tiempo que trágico, pues esta niña era anormal. Tenía doce años, más o menos. Mostraba una boca relajada, con un labio inferior caído y los ojos perdidos. La niña asintió riendo, cogió de nuevo la pelota y el cubo y comenzó a arrojarlos al aire, gritando con placer. De repente, cansada del juego, los dejó a un lado y comenzó a girar sobre sí misma, hasta sentirse mareada. Luego se sentó en el suelo sin moverse, mirando fijamente sus zapatos. La voz del hombre llamó de nuevo desde arriba: «Elizabeth, Elizabeth...» La niña se puso difícilmente de pie, y sonrió mirando al cielo raso.

    Se oyeron unas pisadas de alguien que bajaba por la escalera. Apareció un hombre vestido con una túnica larga y suelta hasta los tobillos y con la cabeza cubierta con un gorro de dormir. Por un momento pensé que yo había ido demasiado lejos hacia atrás en el tiempo y que se trataba de Henry Champernoune que estaba allí de pie débil y pálido como en su última enfermedad. Pero era el hijo de Henry, William, quien era solamente un adolescente cuando le vi por última vez, abriéndose camino para tomar su puesto como cabeza de familia, cuando Roger le anunció la muerte de su padre.

    Ahora parecía tener treinta y cinco años, o más. Caí en la cuenta con desaliento de que el tiempo había saltado por lo menos veinte años, y de que todos los meses y años del intervalo estaban enterrados para siempre. Nunca los conocería.

    El invierno helado de 1335 no significaba nada para este William, que era entonces un menor de edad. Ahora era el dueño de su propia casa por más que, según parecía, debía luchar contra la enfermedad, sumergido en una especie de sino maléfico familiar.

    — Ven, hija mía, amor mío — decía, extendiendo sus brazos.

    La niña puso un dedo en la boca y lo chupó. Sacudió sus hombros y luego, cambiando de propósito, recogió su cubo y la pelota y se las entregó a su padre.

    — Jugar& contigo arriba, no aquí. Katie ha estado también enferma y no puedo dejarla sola.
    — Ella no tendrá mis juguetes, no se lo permitiré — dijo Elizabeth moviendo su cabeza a un lado y otro; extendió luego su mano para arrebatar los juguetes a su padre.
    — ¿Cómo? ¿No permitirás tener a tu hermana lo que ella misma te ha dado? Seguramente que no es mi Lise la que habla. Mi Lise ha volado por la chimenea y es una niña mala la que ha ocupado su puesto.

    Chasqueó la lengua en signo de reprobación. Al oírlo, la boca de la niña hizo un puchero y sus ojos se llenaron de lágrimas; se arrojó sobre su padre llorando amargamente y agarrándose a su larga túnica.

    — Está bien, está bien, papá no quería decir eso, papá quiere a su Lise, pero ella no debe molestarlo, pues todavía está débil y enfermo lo mismo que la pobre Katie. Ven, vamos arriba; ella puede vernos desde su cama y si tú arrojas la pelota muy alto, ella estará contenta y quizá sonreirá.

    Tomó la mano de la niña y la condujo por las escaleras. En este momento alguien atravesó la puerta que conducía a la cocina. William oyó las pisadas y volvió su cabeza.

    — Asegúrate de que todas las puertas estén bien cerradas antes de irte, y di a los sirvientes que hagan lo mismo. No le abras a nadie. Dios sabe cómo me molesta dar esta orden, pero no puedo hacer otra cosa. Enfermos vagabundos esperan la oscuridad antes de llamar a las puertas.
    — Lo sé, ha habido muchos en Tywardreath y la muerte se ha extendido a causa de ellos.

    No había ninguna duda sobre la identidad del que hablaba. Era Robbie, más grave y más grueso que el Robbie que yo había conocido, con una barba como la de su hermano.

    — Ten cuidado cuando cabalgues por el camino. Los mismos enfermos enloquecidos pueden derribarte pensando que, puesto que tú vas a caballo, tienes un poder para mantenerte en salud que ellos no poseen.

    No tengáis cuidado, sir William, ya me cuidaré de mí mismo. No os abandonaría en una noche así, si no fuera por Roger. Hace cinco días que le dejé en casa y está solo.

    Lo sé, lo sé. Que Dios os guarde y os conserve esta noche.

    Condujo a su hija por las escaleras hasta la habitación superior. Yo seguí a Robbie hasta la cocina. Tres servidores estaban sentados allí de una manera descuidada, atizando el fuego. Uno de ellos tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada contra el muro. Robbie le transmitió la orden de William y el hombre dijo:

    — Que Dios esté con nosotros— sin abrir los ojos.

    Robbie cerró la puerta y atravesó el patio del establo. Su caballo estaba atado a un poste interior. Montó en él y comenzó a cabalgar lentamente colina arriba en medio de la lluvia. Pasó a través de las cabañas que formaban parte de la propiedad. Todas las puertas estaban firmemente cerradas. El humo salía de dos de ellas solamente. Las otras parecían desiertas. Alcanzamos la parte superior de la colina. Robbie, en lugar de girar a la derecha por el camino que conducía a la aldea, se detuvo al lado de la casa de los impuestos a la izquierda. Bajó del caballo, lo ató a la puerta y se dirigió hacia el edificio de la capilla que se encontraba a un lado. Abrió la puerta y entró. Le seguí. La capilla era pequeña, tenía poco más de seis metros de largo y cinco de ancho con una sola ventana hacia oriente, detrás del altar. Robbie, haciendo el signo de la cruz, se arrodilló e inclinó la cabeza mientras oraba. Una inscripción en latín debajo de la ventana decía lo siguiente:

    «Matilda Champernoune construyó esta capilla en memoria de su esposo William Champernoune, que murió en 1304.»

    Una piedra delante del presbiterio llevaba sus iniciales y la fecha de su muerte, que yo no pude descifrar. Una piedra similar a la izquierda llevaba las iniciales H. C. No había vitrales en la capilla ni estatuas sepulcrales apoyadas contra los muros: se trataba de un oratorio, de una capilla conmemorativa.

    Cuando Robbie se levantó, vi que había otra piedra delante del presbiterio, con dos letras grabadas: I. C. La fecha era 1335. Al seguir a Robbie afuera y bajar hacia la

    aldea, comprendí a qué nombre correspondían esas iniciales; no era ninguno de los Champernoune.

    La desolación reinaba a mi alrededor, tanto al lado de la casa de los impuestos, como en la misma aldea. No se veía gente en la plaza, ni animales, ni perros ladrando. Las puertas de las pequeñas habitaciones apretadas alrededor de la plaza estaban cerradas, como las de la mansión principal. Una cabra aislada y al parecer medio muerta de hambre, con los huesos de las ancas sobresaliendo lastimosamente de su cuerpo endeble, daba de mamar a un cabrito.

    Subimos por el sendero que pasaba más arriba de la abadía. Mirando por encima de los muros, no pude ver ningún signo de vida. No había humo que saliera de la cocina ni de la casa capitular. Todo el lugar parecía abandonado, las manzanas se pudrían en los árboles. Al pasar por las tierras de labrantío, en la parte alta, vi que el terreno no había sido removido y que una parte del trigo no había sido recogido y que se pudría sobre la tierra, como si un ciclón lo hubiera cortado y dejado allí abandonado. Al descender a los sitios de pastoreo el ganado de la abadía, que vagaba suelto por el campo, vino hacia nosotros mugiendo desesperadamente, como si Robbie sobre su caballo pudiera conducirlo de nuevo a casa.

    Cruzamos el vado sin dificultad, pues la marea estaba baja. La arena sobresalía del agua, con su color marrón sucio bajo la lluvia. Un hilo delgado de humo salía de la habitación de Julián Polpey; éste, al menos, había sobrevivido a la calamidad. En cambio, la granja de Lampetho, en el valle, parecía tan desnuda y desierta como las de la plaza del pueblo.

    No era el mundo que yo había conocido, el que había aprendido a amar y por el cual suspiraba a causa de su cualidad mágica de amor y de odio y por su falta absoluta de monotonía. Era un mundo que semejaba, en su estéril desolación, al más horroroso paisaje del siglo XX después de un desastre y sobre el que pesaba una absoluta desesperanza.

    Robbie cabalgó por la colina que dominaba el estuario. Pasando por entre los apretados arbustos, llegó al patio de Kylmerth rodeado por un muro. No salía humo de la chimenea. Robbie saltó del caballo y lo dejó sin atar en el patio. Corrió por el camino de entrada y abrió la puerta.

    — ¡Roger! — oí que gritaba —. ¡Roger! — una vez más.

    La cocina estaba vacía, las chamizas no alimentaban el fuego. Los restos de una comida cubrían la mesa. Mientras Robbie trepaba corriendo las escaleras hacia el desván, vi una rata que cruzó la habitación y desapareció.

    No debía de haber nadie en el desván, pues Robbie bajó inmediatamente, abrió la puerta que daba salida al patio y que mostraba al mismo tiempo un estrecho pasadizo que desembocaba en un recinto para reserva de alimentos. Las rendijas del espeso muro dejaban filtrar el aire y la luz. La corriente de aire era escasa para disipar el olor de moho y de frutas podridas. Una olla de hierro se levantaba sobre un trípode en un extremo del recinto. A su lado yacían vasijas, jarros, una horca para la paja, un fuelle. Este cuarto de los trastos era un sitio extraño para habitación de un enfermo. Roger debió haber arrastrado su camilla desde el desván y luego permanecer allí durante noches y días, incapaz de moverse por la debilidad o por falta de voluntad.

    — Roger... — murmuró Robbie —. ¡Roger!

    El enfermo abrió los ojos. No le reconocí. Su cabello estaba blanco, sus ojos hundidos y los rasgos de su rostro tensos y demacrados. Por el escaso pelo de su barba se podía ver su carne pálida y magullada. La hinchazón había ganado la garganta y el cuello, detrás de las orejas.

    Dijo algo en voz baja. Pedía agua, me parece. Robbie se levantó y corrió a la cocina. Yo quedé de rodillas a su lado, mirando fijamente al hombre que yo había visto en otro tiempo tan lleno de confianza en sí mismo.

    Robbie volvió con una jarra de agua. Poniendo su brazo detrás de la cabeza de su hermano, le ayudó a beber. Pero después de dos sorbos, Roger tosió y se dejó caer de nuevo sobre el lecho, abriendo la boca en busca de aire.

    — No hay remedio — dijo —. La hinchazón ha ganado la garganta e impide pasar el líquido. Humedece los labios solamente, ya es suficiente alivio.
    — ¿Cuánto tiempo has permanecido aquí?

    No puedo decirlo. Cuatro o cinco días, quizá. Poco después de tu partida, supe que había contraído la peste. Entonces traje mi lecho aquí a fin de que pudieras reposar tranquilamente arriba cuando regresaras. ¿Cómo está sir William?

    — Se ha recobrado, gracias a Dios, lo mismo que la pequeña Katherine. Elizabeth ha escapado al contagio todavía, lo mismo que los servidores. Más de sesenta han muerto esta semana en Tywardreath. La abadía está cerrada, como sabes, el prior y los hermanos han partido para Minster.
    — No es ninguna pérdida. Podemos arreglárnoslas sin ellos. ¿Has visitado la capilla?

    Sí, y he recitado la oración de costumbre.

    Robbie humedeció de nuevo los labios de su hermano. De una manera ruda y tierna a la vez, trató de aliviar la hinchazón detrás de las orejas.

    — Ya te lo he dicho, no hay remedio. Es el fin. No hay ningún sacerdote que pueda asistirme espiritualmente, ni una tumba en el cementerio con los otros. Entiérrame al borde del acantilado, Robbie, en donde mis huesos puedan oler el mar.
    — Iré a Polpey y traeré conmigo a Bess. Te cuidaremos entre los dos.
    — No, de ninguna manera. Ella tiene sus niños a quienes cuidar, lo mismo que Julián. Oye mi confesión, Robbie. Hay algo que ha pesado sobre mi conciencia durante los últimos trece años.

    Roger trató de incorporarse, pero no pudo. Robbie, con lágrimas sobre sus mejillas, apartó el cabello que caía sobre los ojos de su hermano.

    — Si se trata de ti y de lady Carminowe, no tengo necesidad de oír nada, Roger; Bess y yo sabíamos que tú la amabas, y que la amas aún. También nosotros. No ha habido pecado en ello.
    — No hay pecado en amar, pero sí en asesinar.
    — ¿Asesinar?

    Robbie, de rodillas al lado de su hermano, le miraba fijamente, asustado. Sacudió la cabeza.

    — Estás delirando, Roger dijo suavemente —. Todos sabemos cómo murió. Había estado enferma durante semanas antes de venir y de esconderse en medio de nosotros. Cuando trataron de llevársela por la fuerza, ella les prometió seguirles al cabo de una semana. Sólo así le permitieron permanecer aquí.
    — Pero ella habría partido, si yo no lo hubiera impedido.
    — ¿Cómo lo impediste? Ella murió antes de que la semana hubiera

    pasado, aquí, en la alcoba superior, con los brazos de Bess y los tuyos rodeándola.

    — Murió porque yo no permití que ella sufriera. Murió porque... si ella hubiera cumplido lo prometido y viajado a Trelawn y luego a Devon, habría soportado semanas de agonía, quizá aun meses, tal como padeció nuestra propia madre cuando éramos jóvenes. Así, pues, yo hice que nos dejara en medio del sueño, sin saber nada de lo que yo había hecho. Os oculté todo esto a ti y a Bess.

    Extendió su mano y cogió la de Robbie. La apretó fuertemente.

    — ¿Nunca te preguntaste lo que yo hacía cuando en aquellos tiempos yo permanecía hasta muy tarde en la abadía, o cuando invitaba a Jean de Meral aquí a este sótano?
    — Sabía que los barcos franceses traían mercancías y que tú las llevabas a la abadía: vino y otros productos que necesitaban los monjes. Llevaban una buena vida gracias a todas esas cosas.
    — Me enseñaron también sus secretos: cómo hacer soñar a los hombres y conjurar visiones, en lugar de orar; cómo buscar un paraíso sobre la tierra que duraría solamente unas horas; cómo hacer morir... Pero cuando el joven Bodrugan murió a causa de los cuidados de Meral, sentí repugnancia por ese juego y no volví a tomar parte en él. Pero había aprendido los secretos muy bien e hice uso de ellos cuando llegó la ocasión. Le di a ella algo que le aliviara sus sufrimientos y que la hiciera partir pacíficamente. Fue un asesinato, Robbie, y un pecado mortal. Y nadie lo sabe, sino tú.

    El esfuerzo por hablar había agotado todas sus energías. Robbie, perdido y asustado en presencia de la muerte, dejó la mano de su hermano y levantándose se dirigió tropezando ciegamente hacia la cocina, buscando, según creo, otra manta para cubrir a Roger. Yo permanecí de rodillas. Roger abrió los ojos por última vez y me miró fijamente. Creo que pedía la absolución, pero no había nadie allí para dársela, en su propio tiempo. Me pregunté si no era precisamente por esto por lo que había viajado seis siglos para buscarla. «Sal, alma cristiana de este mundo, en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó; en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, que sufrió por ti; en el nombre del Espíritu Santo, que te santificó...»

    No pude recordar el resto de la oración. Pero no importaba, pues Roger estaba ya muerto. La luz entraba por los postigos de la ventana entreabierta del antiguo lavadero. Me encontraba allí, de rodillas, sobre el suelo de piedra del laboratorio, entre botellas y jarros vacíos. No sentía náusea ni vértigo, ni zumbido en mis oídos. Sólo un gran silencio, y un sentimiento de paz maravilloso.

    Levanté la cabeza y vi al doctor apoyado de pie contra el muro mirándome.

    — Ha terminado — dije —. Ha muerto. Está libre. Todo ha terminado.

    El doctor extendió su mano y tomó mi brazo. Me condujo fuera de la habitación y me hizo subir las escaleras. Pasamos por la parte anterior de la casa hasta la biblioteca. Nos sentamos cerca de la ventana, mirando el mar.

    Hábleme de eso — dijo él.

    — ¿No lo sabe usted?

    Había pensado, al verle en el laboratorio, que él había compartido la experiencia conmigo, pero luego caí en la cuenta de que eso era imposible.

    El doctor explicó:

    Esperé junto con usted un rato en el sitio en que nos encontrábamos. Luego le acompañé hasta lo alto de la colina y le seguí desde mi coche. Se detuvo por un momento en el campo que domina Tywardreath, cerca del cruce de las dos carreteras. En seguida descendió a través de la aldea y siguió la ruta de Polmear. Por último vino aquí. Caminaba usted normalmente, más rápido de como lo hubiera hecho yo mismo. Cuando usted se internó en el bosque, yo continué en el coche hasta esta casa. Sabía que iba a encontrarle a usted aquí.

    Me levanté del sitio junto a la ventana y fui al estante de libros. Tomé uno de los volúmenes de la Enciclopedia Británica.

    — ¿Qué busca usted?

    Volví las páginas hasta encontrar lo que quería.

    — La fecha de la Peste Negra — dije —. Fue en 1348. Trece años después de la muerte de Isolda.

    Volví a colocar el libro en el estante.

    — La peste bubónica — comentó el doctor —. Es endémica en el Lejano Oriente. Hay algunos casos en Vietnam. Es una enfermedad horrible que causa una muerte muy dolorosa.

    Lo sé. Acabo de ver justamente a Roger Kylmerth morir de ella en la antigua lavandería convertida en laboratorio por Magnus.

    Volví al asiento junto a la ventana y tomé de nuevo el bastón de Magnus.

    — Usted debe haberse preguntado cómo me las arreglé para hacer mi último «viaje». Esta es la explicación.

    Desenrosqué el pomo del bastón y le mostré el pequeño recipiente interior. Lo tomó en sus manos y lo invirtió. Estaba completamente vacío.

    — Lo siento — dije —, pero cuando le vi a usted sentado abajo de Gratten, sabía que tenía que hacerlo. Era mi última oportunidad. Y estoy contento de haberlo hecho, pues ahora todo ha terminado definitivamente. No habrá más tentaciones. No más deseos de escaparme hacia otro mundo. Le he dicho a usted que Roger estaba libre. Pues bien, yo también lo estoy ahora.

    No me contestó. Continuaba mirando el interior del bastón.

    — Y ahora, antes de que tratemos de ponernos en contacto con Vita en el aeropuerto de Dublín, ¿qué tal si usted me dice el resto de lo que estaba escrito en el informe de Willis?

    Tomó el bastón, volvió a colocar el pomo en el extremo, y me lo devolvió,

    — Lo he quemado con la llama de mi encendedor, mientras usted estaba arrodillado en el sótano recitando la oración por los agonizantes. Me pareció que era el momento de hacerlo. Preferí destruir ese informe antes que dejarlo en el archivo de mi oficina.
    — Eso no es una respuesta.
    — Pues es todo lo que usted tendrá.

    El teléfono comenzó a sonar en el vestíbulo. Me pregunté cuántas veces había estado sonando.

    — Debe ser Vita — dije —. Ahora es la cuenta atrás, para el momento crítico. Deberé ponerme de nuevo de rodillas. ¿Le diré que quedé encerrado en los lavabos y que me reuniré con ella mañana?
    — Sería más prudente decirle que usted espera poder reunirse con ella más tarde, quizá dentro de algunas semanas — dijo lentamente.
    — Pero eso es absurdo — respondí frunciendo el ceño —. No hay nada que me retenga aquí. Le he dicho que todo ha terminado y que soy libre.

    No dijo nada. Permaneció sentado mirándome.

    El teléfono continuó sonando. Atravesé la habitación para responder. Algo molesto ocurrió cuando tomé el auricular. No pude sostenerlo debidamente: mis dedos y la palma de la mano estaban paralizados. El auricular se deslizó de mi mano y se estrelló contra el suelo.


    FIN

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    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

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