NEGOTIUM PERAMBULANS (E. F. Benson)
Publicado en
enero 06, 2013
Posiblemente, el turista accidental que pase por el oeste de Cornualles, al atravesar la desolada llanura elevada que se extiende entre Penzance y el Finis Terrae, haya observado un cartel indicador muy viejo señalando un terreno difícil y que en el desgastado dedo que lo muestra lleva una inscripción medio borrada diciendo: «Polearn 2 millas», aunque es probable que muy pocos hayan sentido la curiosidad de recorrer estas dos millas para ver un lugar al que las guías turísticas dedican un comentario tan superficial. Es descrito en un par de líneas muy poco sugestivas como un pequeño pueblo de pescadores con una iglesia sin ningún interés particular, excepto por los paneles de madera grabada y pintada que forman la baranda del altar y que originalmente pertenecían a otro edificio. Se recuerda al turista que en la iglesia de St. Creed existe una decoración parecida, pero muy superior a ésta en estado de conservación e interés, circunstancia que hace que incluso los más dispuestos a visitar iglesias no se sientan incitados para ir a Polearn. El señuelo es demasiado pobre para desear tragárselo, y una mirada a aquellas tierras difíciles, que cuando no llueve ofrecen un alfombrado de piedras puntiagudas y cuando llueve presenta un río de fango, seguro que le hará decidir no exponer el coche o la bicicleta a este tipo de riesgos en una región tan poco poblada como ésta. Desde Penzance sus ojos casi no han encontrado casa alguna y la posibilidad de un pinchazo al recorrer media docena de accidentadas millas parece un precio demasiado alto para ver unos paneles pintados.
Polearn, por tanto, incluso en el momento álgido de la estación turística, es poco propenso a la invasión y, durante el resto del año, no creo que haya más de un par de personas diarias que atraviesen estas dos larguísimas millas de cuestas rampantes y pedregosas. En este cálculo exiguo no olvido al cartero, siendo pocos los días que, dejando caballo y carro en la cima de la colina, se llega hasta el pueblo, porque a pocos centenares de metros cuesta abajo hay una gran caja blanca que parece un baúl de marinero, puesta al lado del camino, con una hendidura para tirar las cartas y una puerta cerrada con candado. Cuando lleva en la cartera una carta certificada o un paquete demasiado grande para meterlo en las casillas cuadradas del baúl de marinero, debe bajar la cuesta y entregar el enojoso envío personalmente a su propietario, recibiendo a cambio una moneda o algún refrigerio por su amabilidad; pero estas ocasiones son raras y la rutina general es sacar de la caja las cartas que se han depositado y dejar las que él trae. Estas serán recogidas, quizás aquel mismo día o al día siguiente, por un emisario enviado por la administración de correos de Polearn.
Respecto a los pescadores de la localidad, que con su comercio de exportación establecen el vínculo principal entre Polearn y el mundo exterior, nunca les pasaría por la cabeza el subir la pronunciada pendiente y recorrer las seis millas que los separan del mercado de Penzance. La ruta del mar es más corta y adecuada y pueden dejar el pescado en la punta de la escollera. Así pues, aunque la única industria de Polearn es la pesca, no se puede disponer de pescado si no se encarga previamente a algún pescador. Cuando vuelven las barcas vienen más vacías que una casa encantada, ya que el pescado se ha cargado en los vagones que se dirigen rápidamente hacia Londres.
Este aislamiento, durante siglos, de la pequeña comunidad produce igualmente el aislamiento del individuo y explica que no haya nadie tan individualista como la gente de Polearn. A pesar de todo, o así me lo ha parecido siempre, la gente está unida por una misteriosa comprensión, como si todos hubieran sido iniciados en algún antiguo rito, inspirado y compuesto por fuerzas visibles e invisibles. Las tempestades que atacan las costas en invierno, el hechizo de la primavera, los veranos cálidos y tranquilos, la estación de las lluvias y la putrefacción otoñal crean un sortilegio que, poco a poco, se transmite a los habitantes e influye en las fuerzas del bien y del mal que gobiernan el mundo, manifestándose de una manera que tanto puede ser benigna como terrible...
La primera vez que fui a Polearn contaba diez años y era un chiquillo débil y enfermizo, amenazado por dolencias pulmonares. Los negocios de mi padre lo retenían en Londres, pero se consideró que el abundante aire fresco y la benignidad del clima eran para mi condiciones esenciales si debía llegar hasta la edad adulta. La hermana de mi padre se había casado con el vicario de Polearn, Richard Bolitho, natural del lugar, hecho que me permitió pasar tres años en casa de mis familiares a cambio de pagar una pensión. Richard Bolitho poseía en el pueblo una casa muy bonita, donde vivía más a gusto que en la vicaría, la cual tenía alquilada a un joven artista, John Evans, enamorado del lugar, razón por la que no se separara de él en todo el año. La casa tenía un sólido cobertizo provisto de tejado, abierto por uno de sus costados, que habían construido en el jardín especialmente para mí y donde yo vivía y dormía. Esto hacía que de las veinticuatro horas del día no pasara ni una tras paredes y ventanas. Siempre me hallaba en la bahía con la gente del mar o rondando por los acantilados cubiertos por aulagas que se alzan a derecha e izquierda de la profunda garganta donde se encuentra el pueblo o bien estaba ocupado en futilidades en la punta de la escollera o buscando nidos de pájaro en el bosque con chicos del pueblo. Salvo los domingos y durante las escasas horas del día que iba a la escuela, estaba autorizado a hacer todo lo que me pasara por la cabeza siempre que lo hiciera al aire libre. Las lecciones no eran pesadas, pues mi tío sabía acompañarme por los floridos atajos que atraviesan los matorrales de la aritmética, me llevaba a agradables excursiones a través de los elementos de la gramática latina y, por encima de todo, me forzaba a presentarle diariamente un informe, expuesto con frases claras y gramaticalmente correctas, de todo cuanto ocupaba mis pensamientos y movimientos. Si debía decirle que había corrido por los acantilados, la manera de expresarme debía ser ordenada, no difusa, y acompañada de notas exponiéndole mis observaciones. Esto me ayudaba a entrenar mis dotes de observación, ya que me inducía a explicarle cuales eran las flores que había encontrado y qué pájaros había visto planeando sobre el mar o construyendo el nido en el bosque. De esto debo estarle permanentemente agradecido, pues la observación y la descripción en un lenguaje expresivo de las cosas observadas se convertiría en mi profesión.
De todos modos, más importante aún que las tareas reservadas para los días de cada día era la rutina prescrita para el domingo. En el alma de mi tío incubaba el sombrío rescoldo del calvinismo y el misticismo, que convertía el domingo en el día del terror. En su sermón de la mañana nos chamuscaba con un avance de los fuegos eternos preparados para los pecadores impenitentes y se puede afirmar que no era menos aterrador cuando hablaba a los niños durante la ceremonia de la tarde. Recuerdo perfectamente su exposición de la doctrina del ángel de la guarda. Según afirmaba, un niño podía sentirse seguro amparado por aquella custodia angélica, pero que se guardara de cometer alguna de las numerosas ofensas que podían obligar a su ángel custodio a apartar de él su rostro, pues de la misma manera que había ángeles que nos protegían, también había presencias malignas y ominosas dispuestas a atacarnos. Le gustaba de forma particular entretenerse en éstas. También recuerdo su comentario en el sermón de la mañana sobre los paneles llenos de relieves de la baranda del altar, a los que ya he aludido anteriormente. Se veía en ellos al ángel de la Anunciación y al ángel de la Resurrección, pero también estaba presente la bruja de Endor y, en el cuarto panel, una escena que me inquietaba de manera particular. Aquel cuarto panel —mi tío bajaba del púlpito para señalar los detalles trabajados por el tiempo— representaba la puerta del cementerio de la misma iglesia de Polearn y, de hecho, el parecido era remarcable. En la entrada estaba la figura de un capellán vestido con una túnica y sosteniendo una cruz en la mano. Con aquella cruz se enfrentaba a una criatura terrible parecida a una babosa gigante y que retrocedía al encontrárselo delante. Según la interpretación de mi tío, representaba algún ser de una maldad y de un poder casi infinitos, que sólo podía ser combatido con una fe firme y un corazón puro. Debajo se leía una leyenda que decía: «Negotium perambulans in tenebris», sacada del salmo noventa y uno. Habíamos hallado también la traducción: «la pestilencia que camina por las tinieblas», que sólo reproducía débilmente el latín. De hecho, era más mortal para el alma que cualquier pestilencia, que sólo puede matar el cuerpo: era la Cosa, la Criatura, el Asunto que traficaba en medio de las Tinieblas, un ministro de la ira de Dios entre los perversos...
Mientras él hablaba, yo me daba cuenta de las miradas que intercambiaban los feligreses y sabía que sus palabras evocaban algún supuesto, algún recuerdo. Movían la cabeza y murmuraban en voz baja, entendían las alusiones. Con aquel espíritu inquisitivo de los niños, no podía descansar hasta que arrancaba la historia a mis compañeros, hijos de los pescadores, cuando a la mañana siguiente nos tostábamos desnudos al sol tras haber tomado un baño. Uno sabía un fragmento, el segundo conocía otro más y, pegando unos con otros terminábamos formando una leyenda verdaderamente alarmante. En pocas líneas, se desarrollaba como sigue:
En otro tiempo hubo una iglesia mucho más antigua que aquella donde mi tío cada domingo nos aterrorizaba con sus palabras. Se alzaba a menos de trescientos metros de distancia, sobre la meseta de terreno llano que había bajo la cantera de la que se habían extraído las piedras. El propietario del solar la derruyó y se hizo construir una casa en el mismo lugar aprovechando los materiales de la ruina. Con un éxtasis de perversidad, conservó el altar, sobre el cual comía y jugaba a los dados. Pero he aquí que, cuando envejeció, se apoderó de él una especie de negra melancolía y quería tener velas encendidas ardiendo toda la noche, pues la oscuridad le causaba gran espanto. Una noche de invierno sobrevino una galerna tan intensa como nunca habíase visto otra, rompió las ventanas de la sala donde cenaba el hombre y apagó las luces. Los criados se presentaron profiriendo gritos de terror y lo encontraron tendido en el suelo en medio de un río de sangre que le salía de la garganta. En el momento de entrar les pareció ver una inmensa sombra negra que se apartaba de él y que, arrastrándose por el suelo y trepando por la pared, se escurría por la ventana rota.
—Allí yacía bien muerto —explicó el último de mis informantes—, y él, un hombre fornido, quedó reducido a un saco de piel y huesos, al que aquella bestia había chupado toda la sangre. Su último suspiro fue un grito en el cual profirió las mismas palabras que pueden leerse en el panel.
—Negotium perambulans in tenebris —me aventuré a decir con avidez.
—Poco más o menos. En todo caso, latín.
—¿Y después? —pregunté.
—No había nadie que quisiera acostarse en aquel lugar. Aquella casa vieja se fue arruinando y hará cosa de tres años que se hundió. Pero, mira por dónde, entonces apareció el Sr. Dooliss, de Penzance, y volvió a reconstruir la mitad de ella. No quiso hacer caso de aquellos seres extraños, ni tampoco de latinajos. Un buen día cogió la botella de whisky y al llegar la noche llevaba encima una buena cogorza. Bien, me voy a casa a cenar.
Prescindiendo de la autenticidad de la leyenda, me explicaron la verdad sobre el Sr. Dooliss de Penzance, quien desde aquel día se convirtió en el objeto de mi ávida curiosidad, especialmente porque la casa que se había construido en la cantera estaba situada al lado del jardín de mi tío. La Cosa que caminaba en medio de la Oscuridad no excitaba especialmente mi imaginación y yo ya estaba tan acostumbrado a dormir solo en el cobertizo que la noche no me inspiraba terror alguno. Pero habría sido muy excitante despertarme a cualquier hora y oír gritar al Sr. Dooliss, ya que esto indicaría que la Cosa lo había atrapado.
Aquella historia se me fue borrando de la cabeza, ensombrecida por cosas más interesantes que pasaban durante el día y, en el transcurso de los dos últimos años de vida al aire libre en el jardín de la vicaría, rara vez pensé en el Sr. Dooliss y en el hado que podía corresponderle por la osadía de vivir en un lugar donde se movía aquella Cosa tenebrosa. Ocasionalmente lograba verlo por encima de la valla del jardín, un hombre que era como una gavilla desmadejada y amarillenta, que caminaba lentamente y vacilando, aunque nunca me lo encontré al otro lado de la reja de su casa, ni en calle alguna del pueblo, ni abajo en la playa. Nadie se metía en su vida y él no se metía en la vida de nadie. Si quería arriesgarse a ser la víctima del legendario monstruo nocturno o beber tranquilamente en su casa hasta morir, era algo que a mí ni me iba ni me venía. Al parecer mi tío había hecho diversos intentos de visitarle cuando vino a instalarse en Polearn; pero se ve que al Sr. Dooliss no debían gustarle los vicarios, porque hacía decir que no estaba en casa y nunca le devolvió la visita.
Tras tres años de sol, viento y lluvia, yo había vencido completamente aquellos primeros síntomas y me había convertido en un chico de trece años fuerte y robusto. Me enviaron a Eton y Cambridge y, habiendo finalizado la preparación necesaria, me convertí en abogado. Ocho años más tarde ya ganaba un sueldo anual de cinco cifras y había invertido en determinados valores una suma que me podía reportar dividendos, que teniendo en cuenta mis gustos sencillos y mis costumbres frugales, me ofrecían todas las comodidades necesarias a este lado del sepulcro. Tenía al alcance los premios que otorga la profesión y no poseía ambición alguna que me espoleara ni deseaba tampoco esposa e hijos, por lo que me figuro debo ser un soltero natural. De hecho, sólo tenía una ambición que a lo largo de aquellos años de actividad me había estado tentando, como la visión de unas montañas azules y lejanas, y era regresar a Polearn y vivir aislado del mundo en compañía del mar y las colinas vestidas de aulagas, donde había jugado con los amigos, y explorar los secretos que ocultaban. Tenía metido aquel sortilegio en mi corazón y puedo decir sinceramente que casi no había pasado un solo día en todos aquellos años sin aquel pensamiento y aquel deseo presentes en mi cabeza. Por mucho que me comunicara frecuentemente con mi tío durante toda su vida y, tras su muerte, con su viuda —que aún vivía—, desde que me embarcara en mi profesión no había regresado nunca más, porque sabía que si volvía me costaría demasiado marcharme otra vez. Tenía decidido regresar tan pronto hubiera logrado mi independencia, y nunca más me iría de allí. Pero me marché y ahora no habría nada en el mundo que me hiciera desviar del camino que conduce de Penzance al Finis Terrae y contemplar aquellas paredes que cierran el valle y se alzan, abruptas, sobre los techos del pueblo y escuchar el chillido de las gaviotas que pescan en la bahía. Y todo porque una de las cosas invisibles que forman parte de las fuerzas oscuras salió a la luz y yo la vi con mis propios ojos.
La casa donde pasé aquellos tres años de mi infancia había sido cedida a mi tía con carácter vitalicio y, cuando le comuniqué mi intención de regresar a Polearn, me sugirió que, mientras no encontrara la casa adecuada, fuera a vivir con ella, siempre que yo no encontrara inconveniente en aquella proposición.
«La casa es demasiado grande para una vieja que vive sola —me comentó por carta— y con frecuencia pienso que no iría desencaminada si la dejase y me instalara en una casa más pequeña, suficiente para mí y mis necesidades. Ven a compartirla conmigo, querido sobrino y, si te molesto, que uno de los dos marche. Quizás te guste la soledad, como a la mayoría de la gente de Polearn, y entonces marcharás tú. O bien seré yo quien te deje. Una de las razones principales de haberme quedado todos estos años en esta casa ha sido el deseo de no dejarla arruinar. Las casas se arruinan, tú ya lo sabes, si no se vive en ellas. Poco a poco se mueren, el alma se les debilita y termina abandonándolas. ¿No te explicaron estas simplezas en tus años de estudio en Londres?...»
Como era natural, acepté entusiasmado aquel arreglo momentáneo y un atardecer de junio me encontré al inicio de aquella costa que bajaba hasta Polearn y nuevamente descendí hasta el profundo valle encastrado entre montañas. Parecía que el tiempo se hubiera detenido: aquel cartel indicador tan gastado —o su substituto— aún señalaba con el dedo delgaducho aquella bajada y, unos cuantos centenares de metros más allá, había aquella caja blanca donde se intercambiaban las cartas. Mis ojos topaban una a una con cosas recordadas y lo que veían no había empequeñecido, como suele pasar con los escenarios de la niñez al ser revisitados y meterlos en una escala más pequeña. Allá estaba la administración de correos, también la iglesia y, muy cerca de ella, la vicaría, y más allá, toda aquella vegetación que aislaba la casa a donde me dirigía desde el camino y, aún más allá, los techos grises de la casa de la cantera, húmedos y brillantes, barridos por la brisa mojada de la tarde que sopla desde el mar. Todo era exactamente como lo recordaba y, por encima de todo, aquella sensación de reclusión y aislamiento. En algún lugar más arriba de las copas de los árboles se encaramaba aquel sendero que unía la carretera a Penzance... pero todo estaba inconmensurablemente lejano. Los años transcurridos desde la última vez que aparecí en la famosa puerta se disipaban como el vaho del aliento en aquel aire caliente y suave. Habían palacios de justicia en algún lugar del libro gris de la memoria y, si me entretenía girando las hojas, me dirían que me había hecho un nombre y una buena renta. Pero ahora el libro gris se había cerrado porque yo volvía a estar en Polearn y su hechizo me envolvía.
Si Polearn no había cambiado, tampoco lo había hecho la tía Hester, que salió a la puerta a recibirme. Siempre había sido delicada y blanca como la porcelana y el paso de los años no la había envejecido sino sólo había servido para refinarla. Mientras permanecíamos sentados hablando tras la cena, me informó de todas las novedades acaecidas en Polearn durante aquellos años. Los cambios de los que me habló solo sirvieron para confirmar la inmutabilidad de los hechos. Volviendo a recordar nombres, le pregunté por la casa de la cantera y por el Sr. Dooliss, y me di cuenta de que su rostro se oscureció un tanto, como si la sombra de una nube acabara de enturbiar un día de primavera.
—Sí, el Sr. Dooliss —me dijo—, ¡pobre Sr. Dooliss! ¡Claro que lo recuerdo! Ya debe hacer diez años o más que murió. Nunca te lo comuniqué por carta porque fue terrible y no tenía ganas de entristecer tus recuerdos de Polearn. Tu tío siempre había pensado que podía suceder una cosa como ésta si continuaba bebiendo tan lamentablemente... ¡y aún peor! Aunque nadie supo exactamente qué sucedió, es lo que cabe suponer.
—Pero, ¿cómo fue todo, más o menos, tía Hester?
—Pues bien, como es natural no te lo puedo explicar con exactitud, y nadie podría hacerlo. Pero era un gran pecador y el escándalo que provocó en Newlyn fue una vergüenza. Además, vivía en la casa de la cantera... No sé si debes recordar un sermón que dio una vez tu tío, cuando bajando del púlpito explicó aquel panel de la baranda del altar. Quiero decir aquello de esa horrible criatura apostada en la puerta del cementerio.
—Sí, lo recuerdo perfectamente —le respondí.
—Supongo que debió impresionarte, como impresionó a todo el mundo que lo escuchó, una impresión que quedó grabada en todos nosotros cuando pasó aquella catástrofe. No sé cómo fue, pero el Sr. Dooliss se enteró del sermón de tu tío y, una vez que debía estar bebido, irrumpió en la iglesia y dejó el panel reducido a trocitos. Parece que pensaba que era mágico y que, si lo destruía, seguramente se libraría del hado terrible que ya lo amenazaba. Es necesario que te diga que, antes de cometer aquel terrible sacrilegio, había sido un hombre obsesionado: odiaba la oscuridad y la temía, pensando que aquella criatura representada en el panel lo perseguía, creía que si tenía las velas encendidas, se libraría. Pero estaba tan trastornado que le parecía que aquel panel era el causante de sus terrores y, como te he dicho, irrumpió en la iglesia e intentó destruirlo. Y ahora te explicaré por qué he dicho que lo intentó. Cierto que a la mañana siguiente, cuando tu tío fue a la iglesia a decir maitines, lo encontró convertido en astillas y, sabiendo el miedo que provocaba el panel al Sr. Dooliss, se dirigió inmediatamente a la casa de la cantera y lo acusó de destructor. El hombre no lo negó; muy al contrario, se vanaglorió de lo hecho. Y aunque era temprano, continuó allí sentado bebiendo su whisky.
»—¡Ya puedes ver que se ha hecho de la Cosa de que hablabas —le dijo— y también de tu sermón! ¡Ya ves que caso hago de las supersticiones!
»Tu tío se fue sin responder a aquella blasfemia, con intención de dirigirse derecho a Penzance e informar a la policía de aquel ultraje a la iglesia; sin embargo, al salir de la casa de la cantera se metió de nuevo en la iglesia para poder dar detalles sobre los desperfectos, y se encontró con el panel en su sitio, intacto e ileso. Él, no obstante, lo había visto destrozado y el mismo Sr. Dooliss le había confesado que la destrucción era obra suya. Pero era un hecho que estaba allí, ¿y quién habría podido decir si había sido el poder de Dios o algún otro poder el que lo había recompuesto?»
Así era Polearn verdaderamente, y era el espíritu de Polearn el que me hacía aceptar todo lo que me decía mi tía Hester como hecho comprobado. Había pasado de esa manera. Y continuaba como si nada con aquella su voz tranquila:
—Tu tío reconocía que allí había intervenido algún poder que estaba por encima del de la policía y ya no fue a informar del hecho a Penzance porque habían desaparecido todas las pruebas.
Me cayó encima un súbito raudal de palabras.
—Debía haber algún error —dije— puesto que el panel no se había roto...
Ella sonrió.
—Has pasado mucho tiempo en Londres, querido sobrino...—me dijo—; déjame que te explique el resto de la historia. Aquella noche, por alguna razón, no pude dormir. Hacía mucho calor y parecía que me faltase aire. Supongo que debes pensar que el insomnio queda explicado con ese bochorno. De tanto en tanto me levantaba de la cama y me aproximaba a la ventana para intentar respirar un poco, y desde allí, la primera vez que me levanté de la cama vi que la casa de la cantera resplandecía. Pero la segunda vez me di cuenta de que estaba completamente a oscuras y, cuando me preguntaba cuál podría ser el motivo, escuché un grito terrible y, al poco, los pasos de alguien que caminaba muy deprisa por el camino que estaba al otro lado de la puerta. Mientras corría no paraba de chillar: «¡Luz, luz! ¡Dadme luz o me atrapará!». Era horrible el escucharlo y fui corriendo a despertar a mi marido, que dormía en el vestidor al otro lado del pasillo. No me demoré nada, si bien los gritos habían despertado todo el pueblo y, al llegar a la escollera, descubrió que todo había concluido. La marea se había retirado y, al pie de las rocas yacía el cuerpo del Sr. Dooliss. Seguramente debía haberse seccionado alguna arteria al chocar contra alguna de aquellas piedras tan angulosas. Se había desangrado hasta morir y, aunque era un hombre corpulento, su cuerpo parecía un saco de huesos. A pesar de todo, a su alrededor no había ningún charco de sangre, como sería de esperar. Solo la piel y los huesos, como si hubieran chupado hasta la última gota de sangre.
Me incliné hacia delante.
—Tanto tú como yo sabemos qué pasó, querido sobrino —continuó ella— o, al menos, nos lo imaginamos. Dios dispone de instrumentos para vengarse de quienes traen la maldad a lugares que son sagrados. Sus caminos son oscuros y misteriosos.
Imagino fácilmente qué hubiera pensado de tal historia si me la hubieran relatado en Londres.
Existía una justificación obvia: el hombre en cuestión había sido un bebedor y, por tanto, no es extraño que los demonios del delirio lo persiguieran. Pero aquí, en Polearn, la situación era diferente.
—¿Y quién vive ahora en la casa de la cantera? —pregunté—. Hace muchos años los hijos de los pescadores me contaron la historia del hombre que la construyó y el espantoso fin que tuvo. Ahora ha sucedido lo mismo. No debe haber nadie que ose vivir allí de nuevo.
Le leí en la cara, incluso antes de formularle la pregunta, que sí existía tal persona.
—Sí, vuelven a habitarla —contestó ella—, dado que la ceguera no conoce freno... No sé si te acuerdas de él. Hace muchos años ocupó la vicaría.
—John Evans —dije yo.
—Sí, un hombre agradable, por cierto. Tu tío estaba muy satisfecho por tener un inquilino tan buena persona como él. Y ahora...
Se levantó.
—Tía Hester, no deberías dejar las frases a medio decir —le recriminé.
Ella negó con la cabeza.
—Es una frase que se acabará sola —replicó—. ¡Qué noche! Debo retirarme a dormir y tú también deberías hacerlo o pensarán que queremos tener la luz encendida cuando oscurece.
Antes de meterme en la cama, corrí las cortinas y abrí las ventanas de par en par para que así el aire tibio procedente del mar entrara en el dormitorio. Al contemplar el jardín, la luz de la luna iluminó el techo, brillante por el rocío, del cobertizo donde había vivido tres años. Como todo lo demás, me transportó a los viejos tiempos que ahora revivía, como si formaran una sola pieza con el presente y no existiera una laguna de más de veinte años separándolos. Estos dos espacios de tiempo se ajustaban como gotitas de mercurio que se reúnen para formar una luminosa esfera llena de misteriosas luces y reflejos. Alzando un tanto los ojos, vi sobre la negra pared de la colina las ventanas de la casa de la cantera aún iluminadas.
La mañana, como suele pasar tantas veces, no rompió la ilusión. Cuando comencé a recobrar la consciencia, me imaginé que volvía a ser un niño y despertaba en el cobertizo del jardín y aunque, al despertarme completamente, aquella ilusión me hizo reír, el hecho en el que se basaba era real. Ahora como entonces, solo, era necesario hallarse aquí, recorrer de nuevo los acantilados y escuchar el estallido de las vainas entre los arbustos; pasearse por la costa hasta la cueva donde tomar el baño, flotar, dejarse llevar por el agua, nadar en la marea caliente y tostarse sobre la arena, contemplar las gaviotas que van pescando, vagar por la punta de la escollera con los pescadores, ver en sus ojos y escuchar en sus tranquilas palabras que hay cosas secretas que, sin ellos saberlo, forman parte de sus instintos y de su propia esencia. Habían en mí poderes y presencias; los blancos chopos erguidos junto al riachuelo que borboteaba por el valle lo sabían y de tanto en tanto soltaban un centelleo, como la chispa de blancura que se observaba bajo las hojas, que lo demostraba; incluso las piedras que pavimentaban la calle estaban impregnadas de ello... Yo no quería otra cosa que tenderme allí e impregnarme. Ya lo había hecho, de niño, de una manera inconsciente, pero ahora el proceso debía ser consciente. Debía saber qué sacudida de fuerzas, fructíferas y misteriosas, hervían al mediodía en las laderas de la colina y centelleaban de noche sobre el mar. Era factible conocerlas, incluso era posible dominarlas por quienes eran maestros en sortilegios, pero nunca podía hablarse de ellas, porque habitaban la parte más interior, estaban injertadas en la vida entera del mundo. Existían oscuros secretos del mismo modo que hay poderes claros y amables, y sin duda pertenecía a esos aquel «negotium perambulans in tenebris» que, aunque poseedor de una mortal malignidad, no podía ser considerado únicamente como un mal, sino como vengador de hechos sacrílegos e impíos... Todo esto formaba parte del hechizo de Polearn, y sus semillas hacía mucho tiempo que residían, aletargadas, en mí interior. Ahora, empero, rebrotaban. ¿Quién podía pronosticar qué extraña flor se abriría en sus tallos?
No tardé mucho en encontrar a John Evans. Una mañana, mientras estaba tumbado en la playa, se me acercó arrastrando los pies por la arena un robusto hombre de mediana edad con rostro de Sileno. Al estar más cerca se paró, frunció las cejas y me miró fijamente.
—Vaya, ¿no eres aquel chico que vivía en el jardín del vicario? —me preguntó—. ¿No sabes quién soy?
Lo supe al escuchar su voz. Esta fue la que me informó y, al reconocerla, vi los rasgos de aquel chico fuerte y despierto convertidos en grotesca caricatura.
—Sí, tú eres John Evans —le respondí—. Eras muy amable conmigo, solías hacerme dibujos.
—Así es y ahora te los volveré a hacer. ¿Te has bañado? Es algo arriesgado. Nunca se sabe qué anida en el mar, ni tampoco en tierra, la verdad sea dicha. No es que yo haga caso de esto. Me dedico sólo al trabajo y al whisky. ¡Ay, Dios mío! Desde la última vez que te vi he aprendido bastante a pintar, y también a beber, si te soy franco. Ya sabes que vivo en la casa de la cantera y debo decir que es un lugar que te provoca sed. Vente y le echarás un vistazo, si te parece bien. Te has instalado con tu tía, ¿no?. Podría pintarle un buen retrato, posee una cara interesante, y sabe un montón de cosas. Quienes viven en Polearn deben saber muchas cosas, aunque yo no haga demasiado caso de este tipo de asuntos.
No sabría decir si alguna vez había sentido repulsión y atracción al mismo tiempo como en esa ocasión. Tras aquel grosero rostro se escondía algo que horrorizaba y fascinaba a la vez. Con su hablar ceceante sucedía lo mismo. En cuanto a sus pinturas, ¿cómo debían ser éstas?
—Justamente pensaba en regresar a casa —le comenté—. Gustosamente me pasaría por allí, si no te importa.
A través del jardín descuidado y rebosante de vegetación me hizo entrar en aquella casa donde no había puesto los pies en toda mi vida. Un gato gris muy grande tomaba el sol en la ventana y una vieja servía la comida en un rincón de la helada estancia situada tras la puerta de entrada. Sus paredes eran de piedra, y unas molduras llenas de relieves se engastaban en los muros, fragmentos de gárgolas e imágenes escultóricas que testificaban su procedencia de la iglesia derruida. En un rincón se hallaba una tabla de madera oblonga y decorada con relieves, cargada con toda la parafernalia del oficio de pintor y, apoyadas en las paredes, un grupo de telas.
Acercó su dedo gordo a la cabeza de un ángel que formaba parte del anaquel de la chimenea y, riéndose dijo:
—Un aire de santidad, por eso intentamos atenuarlo por lo que respecta a los propósitos ordinarios de la vida con un arte de un tipo muy distinto. ¿Quieres beber algo? ¿No? Entonces puedes ir repasando mis pinturas mientras me acicalo un poco.
Tenía motivos para sentirse orgulloso de su talento: sabía pintar y, por lo que se veía, pintaba cualquier tema, pero no había visto yo nunca pinturas tan inexplicablemente malévolas. Habían estudios exquisitos de árboles, pero te dabas cuenta que algo acechaba desde sombras temblorosas. Había un dibujo del gato tomando el sol en la ventana, tal como antes lo había visto y, a pesar de todo, no era un gato sino una bestia de espantosa malignidad. Había un chico desnudo tumbado en la arena y no era un ser humano, sino una ser maligno recién salido del mar. Habían sobre todo pinturas del jardín rebosante de plantas, aquel jardín que parecía una selva, y vislumbrabas entre los arbustos presencias preparadas para arrojarse sobre ti...
— Bien, ¿te gusta mi estilo? —me preguntó levantándose con el vaso en la mano. No había diluido el vaso de alcohol que se había servido—. Intento captar la esencia de lo que veo, no simplemente la piel y la envoltura, sino la naturaleza, el centro de donde sale y aquello que lo origina. Tienen mucho en común un gato y una fucsia, si los observas con atención. Todo surgió del limo del pozo y todo retornará allí. Me gustaría pintar tu retrato algún día. Como dijo el loco, nada más debes sonreír al espejo porque en él se refleja la Naturaleza.
Tras aquel primer encuentro, lo vi de tanto en tanto durante los meses de aquel maravilloso verano. A menudo se encerraba en su casa y pintaba durante días y días; otras veces lo encontraba algún atardecer vagando por la escollera, siempre solo, y aquella repulsión y aquel interés que me inspiraba crecían a cada encuentro. Parecía avanzar más y más por aquel camino de conocimientos secretos que lo conducía al santuario del mal donde lo esperaba la iniciación completa... Y de pronto llegó el final.
Me tropecé con él un atardecer de octubre en los acantilados, cuando el sol de la tarde aún brillaba en el cielo, pero con sorprendente rapidez llegó desde el Oeste la negrura de una nube tan espesa como nunca nadie había visto. El cielo absorbió la luz, y la oscuridad cayó en capas cada vez más espesas. Súbitamente, él se dio cuenta.
—Debo volver tan rápido como pueda —me dijo—. Dentro de unos minutos será de noche y la criada esta fuera. No encenderá las luces.
Y marchó con una extraordinaria agilidad tratándose de una persona que camina arrastrando los pies y que a duras penas puede levantarlos. No tardó nada en ponerse a correr atropelladamente. En medio de la creciente oscuridad pude observar que tenía la cara húmeda por el sudor de un inexplicable terror.
—Debes acompañarme —me dijo jadeando—, porque cuanto antes encendamos las luces, mejor. No puedo permanecer sin luz.
Me esforcé en seguirlo, pues parecía que el terror le diera alas. A pesar de todo, fui tras él y, cuando llegué a la puerta del jardín, ya había recorrido la mitad del camino que conducía a la casa. Lo vi entrar, dejar la puerta bien abierta y hurgar en las cerillas. Pero la mano le temblaba de tal modo que era incapaz de trasladar la llama a la mecha de las luces.
— Pero, ¿por qué tienes tanta prisa? —le pregunté.
De pronto observó la puerta abierta detrás mío y saltó de la silla que tenía al lado de la mesa —aquella mesa que en otro tiempo fuera altar de Dios— dejando escapar un bufido y un grito.
—¡No, no! —exclamó—. ¡Vete!...
Al girarme, vi lo que él estaba contemplando. La Cosa había entrado y ahora reptaba por el suelo dirigiéndose hacia él, como una oruga gigante. Emanaba una luz fosforescente y fría, y aunque la oscuridad exterior se había convertido en negrura, podía ver claramente a aquel ser gracias a la luz terrible de su propia presencia. Salía también de ella un olor de corrupción y putrefacción, de limo que ha permanecido largo tiempo bajo el agua. Parecía no tener cabeza, si bien delante se le apreciaba un orificio de piel arrugada que se abría y cerraba, todo lleno de babas en derredor. No tenía pelo y, respecto a la forma y la textura, parecía una babosa. Cuando avanzaba, la parte delantera se alzaba del suelo, como una serpiente que se prepara a atacar, y se aprestaba a dirigirse hacia él...
Al ver aquello y al oír los alaridos agónicos que profería, el pánico que se había apoderado de mí se transformó en una valentía sin esperanza y, con manos impotentes y paralizadas, quise coger la Cosa. Pero no me fue posible: aunque allí había un elemento material, resultaba imposible sujetarlo y las manos se me hundían en un fango espeso. Era luchar contra una pesadilla.
Me parece que sólo transcurrieron escasos segundos antes de que todo terminara. Los gritos de aquel desgraciado se volvieron gemidos y murmullos cuando la Cosa le cayó encima. Todavía jadeó una o dos veces antes de quedar inmóvil. Durante un momento más largo aún escuché ruidos de chapoteo y de sorber, hasta que la Cosa se deslizó silenciosamente por el suelo de la misma manera que había entrado. Encendí aquella luz donde había visto al hombre hurgando y allí en el suelo lo encontré: tan sólo un arrugado saco de piel que contenía unos puntiagudos huesos.
Fin