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enero 20, 2013
En estos tres conmovedores bocetos de su libro sobre el arte de la cirugía, el autor nos muestra por qué cree que "en el ser humano no alienta la fealdad, sino la esencia misma de lo bello".
Por el Dr. Richard Selzer
I. ¡SONRIA, DOCTOR!
INVITE a aquella joven diabética a pasar al quirófano para amputarle la pierna. Ella no podía ver la ulceración, grande y negra, que le cubría el tobillo y el pie y amenazaba invadir el resto de su cuerpo. Y no la veía porque era ciega. Semejante al delta de un río, una formación gangrenosa extendía sus putrefactas ramificaciones por en medio de los dedos. No podía ver sus lesiones, es verdad, pero las sentía, y no hay dolor comparable al que causa un miembro exangüe que se descompone y supura.
Durante más de un año le había cortado la carne podrida, y limpiado, ungido, y vendado la pierna en un intento por detener o, al menos, retardar el avance del mal. Tres veces por semana venía ella y, en sus tinieblas, se sentaba sobre la mesa. Se mecía mientras tomaba por el muslo la extremidad enferma, como si se tratara de una bomba que fuera a estallar en cualquier momento y a esparcir sus dedos por todo el consultorio. Y yo me limitaba a recortar uno que otro pedacito de aquel tejido, amoratado y tumefacto, que más parecía un pedazo de cuero.
Al fin nos dimos por vencidos. La gangrena nos ganaba la partida, y no teníamos más recursos para rechazarla. Forzosamente había que amputar para que ella, y yo también, pudiéramos seguir viviendo. La mutilación iba á curarnos a los dos. Debía yo empuñar el escalpelo y la sierra, y cercenarle la pierna. Y cuando aquel miembro quedara separado para siempre del resto del cuerpo, yo también sentiría alivio. Ha llegado el día. Espero mientras el anestesista le administra los medicamentos, y observo su cuerpo al relajarse y hundirse en el más profundo sueño. Me acerco y descubro la pierna.
Y ahí, sobre su rodilla ha dibujado, a ciegas, una cara. Es sólo un círculo con orejas, ojos, nariz y boca sonriente. Debajo, en letra de molde, ha escrito: ¡SONRÍA DOCTOR! Minutos más tarde escucho el ruido de la sierra, hasta que una especie de crujido, muy leve, me indica que mi tarea ha terminado.
II. UN HOMBRE DE LETRAS
UN HOMBRE de letras está internado en la unidad de terapia intensiva. Es un profesor, acostumbrado al manejo de la palabra y al trato con los universitarios. Cierto día, mientras hablaba a sus alumnos acerca de la poetisa norteamericana Emily Dickinson, se puso de pronto pálido. En su rostro apareció una mueca de asombro, como si en ese momento hubiera visto y comprendido por vez primera algo cuyo significado había tratado en vano de captar a lo largo de su vida. Era la imagen de una herida, de un golpe demoledor, silencioso e invisible, en las entrañas mismas. Los discípulos no podían saber que su estómago se le había perforado, que incluso mientras hablaba su contenido irrumpía en la cavidad peritoneal como una horda de duendecillos saqueadores.
Tambaleante, dio unos cuantos pasos hasta el escritorio, y se desplomó sobre él. Volvió la cabeza hacia un lado y vomitó sangre en grandes coágulos, como si después de dar a los alumnos hasta lo último de su espíritu, les donara ahora también su sangre.
Llegó a tiempo al quirófano aquel maestro, que antaño me diera clases de poesía. Me hice cargo de él. Le abrí el abdomen y localicé la hemorragia. Le cerré la herida y le apliqué un vendaje. "Ha quedado usted sano", le dije después.
Pero no era cierto. Había empepezado a agonizar, y no estaba en mis manos salvarlo, con todo y la buena fe que dedicaba yo a su caso. Lo trasladamos a la unidad de terapia intensiva. Ni sus familiares ni sus discípulos, podían traspasar la puerta, que funcionaba mediante un dispositivo electrónico, pues había entrado en otro estado del ser, una especie de antecámara extraña a la que ningún visitante tiene acceso...
Lleva tres semanas en ese recinto; las agujas penetran su cuerpo, las sondas de diferentes calibres salen de todos sus orificios. Ahí está: irrigado, dializado, insuflado y drenado, sintiendo cada pinchazo, y cada estrujamiento como el amante siente el deseo sensual que le hormiguea por todo el cuerpo.
En el cuarto una enfermera mide el volumen de orina que el moribundo excreta cada hora; con habilidad y cariño le administra oxígeno por las fosas nasales y le toma el pulso como quien musita avemarías; con el corazón acongojado, con un movimiento de cabeza, anota cada paso de su consunción. Por último, se desentiende de todos los aparatos y pasa a palpar la carne agonizante. Entre suspiros, retira la sábana y procede a asearle las extremidades.
El profesor jamás había visto a esta mujer, e incluso ahora, absorto en la muerte, apenas advierte su presencia. En estos momentos de agonía, la enfermera se ha convertido en su esposa. Llevan los dos una relación íntima, amorosa, de mutua dependencia: un verdadero matrimonio, pues a pesar de que no comparten un pasado común, participan de este presente pavoroso, intenso, y existe entre ambos un vínculo que los une como el voto entre marido y mujer.
Nadie sabe quién recibirá su último aliento. Esta sola reflexión debería hacernos más amables con nuestros semejantes.
III. MI ENCUENTRO CON DIOS
ESTOY junto al lecho donde yace una joven. Una mueca bufonesca (la boca contorsionada por la parálisis) afea su rostro recién operado. Ha quedado seccionada una ramita del nervio facial que corresponde a los músculos labiales. En adelante esa será su expresión. Al operar, con fervor casi religioso, hice todo lo posible por evitarlo, lo aseguro; pero me vi en la necesidad de cortar aquel pequeño nervio para extirpar un tumor en la mejilla.
La acompaña su joven esposo, de pie frente a mí, al otro lado de la cama. A la luz de la lámpara en aquel atardecer, me dan la impresión de encontrarse solos, aislados de mí. ¿Quiénes son, me pregunto, este hombre y la mujer cuya deformación yo mismo he hecho ? Se contemplan y juntan sus manos ávida y generosamente.
—¿Siempre tendré así la boca?
—Sí, por el nervio cortado.
Ella asiente y calla. Su esposo sonríe y dice:
—Me gusta. Me parece que es encantadora.
De pronto sé bien quién es él. Lo comprendo, y bajo la vista. No puede uno ser irreverente cuando se encuentra con un dios. Como si yo no estuviera allí en ese momento, se inclina para besar la boca distorsionada; estoy tan cerca que advierto cómo retuerce los labios para acomodarlos mejor a los de ella y demostrarle así que todavía pueden disfrutar de ese contacto.
Recuerdo que en la antigua Grecia los dioses solían presentarse como simples mortales. Contengo la respiración y dejo que aquel milagro se apodere de mí.
CONDENSADO DE "MORTAL LESSONS". © 1974, 1975, 1976 POR EL DR. RICHARD SELZER