LA PUERTA ABIERTA (Margaret Oliphant)
Publicado en
diciembre 30, 2012
Alquilé la casa de Brentwood a mi regreso de la India en el año 18** para alojar temporalmente a mi familia hasta que encontrase un hogar definitivo. La casa ofrecía muchas ventajas que la hacían especialmente apropiada. Estaba dentro del área de Edimburgo, y mi hijo Roland, cuya educación había sido descuidada en exceso, podría ir a la escuela y volver a diario; para él sería mejor que vivir fuera de casa, o que quedarse aquí todo el día a cargo de un tutor. A mí me satisfacía la primera de estas soluciones, pero su madre prefería la segunda. El doctor Simson, que era una persona juiciosa, sugirió una vía intermedia: «Montarle en su pony y dejarle cabalgar todas las mañanas hasta la escuela, para él será lo más saludable del mundo; y cuando haga mal tiempo, que coja el tren.» Su madre aceptó la solución del problema con mayor facilidad de lo que yo esperaba, y nuestro pálido chico, que hasta entonces no había conocido nada más estimulante que Simla, se encontró con las enérgicas brisas del Norte en el suavizado rigor del mes de mayo. Antes de que llegaran las vacaciones de julio, tuvimos la satisfacción de verle adquirir algo del moreno y saludable aspecto que tenían sus compañeros de escuela.
Escocia no aceptaba en aquellos días el sistema inglés de enseñanza. No había un pequeño Eton en Fettes; y, de haberlo habido, no creo que esa clase de exótica elegancia nos hubiera tentado a mi mujer o a mí.
Sentíamos un cariño especial por el muchacho, pues era el único varón que nos quedaba, y estábamos convencidos de que su constitución era muy débil y su espíritu profundamente impresionable. Tenerlo en casa y poder enviarlo a la escuela —combinar las ventajas de las dos alternativas— colmaba todas nuestras aspiraciones.
Las dos chicas también encontraron en Brentwood todo lo que deseaban. Estaban lo bastante cerca de Edimburgo para elegir tantos profesores y clases como fueran necesarios para completar la interminable educación a la que los jóvenes de hoy día parecen estar obligados. Su madre se casó conmigo cuando era más joven que Agatha, ¡y ya me gustaría ver a mí si éstas son capaces de superarla! Yo mismo no tenía entonces más de veinticinco años, una edad en la que, según observo, los jóvenes de hoy se buscan a tientas, sin una idea clara de lo que van a hacer con sus vidas. No obstante, supongo que cada generación tiene un concepto de sí misma que la eleva, en su propia opinión, por encima de las que vienen detrás.
Brentwood está situado en esa hermosa y fértil vertiente de la región, una de las más ricas de Escocia, que se extiende entre las colinas de Pentland y el estuario. Cuando el tiempo está despejado se pueden ver a un lado —como un arco iris que abraza los fértiles campos y las casas dispersas— los reflejos marinos del gran estuario; y, al otro lado, las azuladas cumbres, no tan grandiosas como aquellas a las que estábamos acostumbrados, pero lo bastante altas para alcanzar todo el esplendor de la atmósfera, el juego de las nubes y los suaves resplandores que dan a esta montañosa región un interés y un encanto que ninguna otra puede igualar. Edimburgo, con sus dos alturas menores —el Castillo y Calton Hill—, sus agujas y torres que penetran a través de las brumas, y la Silla de Arturo —agazapada al fondo, como un guardián (ya no demasiado necesario) que reposa junto a su amada ciudad, que ya es capaz, por decirlo así, de cuidar de sí misma sin su ayuda— se extiende a la derecha. Desde el parque y las ventanas del salón podíamos contemplar todas las variedades del paisaje. El colorido era a veces un poco frío, pero otras, tan animado y lleno de vicisitudes como un drama. Nunca me cansaba de él. La pureza de sus matices reanimaba los ojos que habían crecido fatigados por las áridas llanuras y los cielos abrasadores. Resultaba siempre acogedor, y fresco, y lleno de reposo.
El pueblo de Brentwood se extiende más abajo, a los pies de la casa, al otro lado de una estrecha y profunda garganta, en cuyo fondo un torrente —que antaño debió de ser un hermoso y salvaje río— discurre entre las rocas y los árboles. El río, como muchos otros de esta región, fue sacrificado en su más tierna edad a las exigencias de la industria y tuvo que soportar la suciedad de los vertidos de las fábricas de papel. Pero esto no afectaba especialmente nuestro placer, al menos no tanto como sé que afectó a otros. Tal vez nuestras aguas corrían más rápidas; tal vez no estuviera tan estancado como otros por la suciedad y los desperdicios. Nuestra vertiente del valle era encantadoramente accidentée. Estaba cubierta de hermosos árboles y, a través de la espesura, varios senderos descendían en zig zag hasta la orilla, donde se levantaba un rústico puente que cruzaba el arroyo. El pueblo se asienta en la hondonada, al otro lado, en una sucesión de construcciones de apariencia bastante prosaica. La arquitectura rural no es demasiado original en Escocia; las tristes pizarras y las grisáceas piedras son enemigos implacables de lo pintoresco, y aunque a mí no me desagrada el interior de una iglesia, con sus anticuadas naves y galerías, y sus bancos reservados para los pequeños clanes familiares, reconozco que su mediocre aspecto exterior —una iglesia cuadrada como una caja, y con un trozo de chapitel que parece más bien un manguito para colgarla— no mejora en nada el panorama. Con todo, el grupo de casas situadas a diferentes alturas, con sus pequeños jardines y cercados para tender la ropa, la calle principal, que desemboca en un espacio abierto —punto de reunión de esta pequeña sociedad rural—, las mujeres que cuchichean en las puertas, los carros que avanzan con movimientos lentos y pesados..., constituye el centro de un paisaje que era muy agradable contemplar y que estaba surcado por centenares de caminos. Sin embargo, dentro de nuestras propias tierras se podían emprender inmejorables paseos. El valle ofrecía siempre un aspecto maravilloso, tanto en primavera, cuando los bosques rebosan de verdor, como en otoño, con sus tonalidades rojizas. En el parque que rodeaba la casa se encontraban las ruinas de la antigua mansión de Brentwood; una construcción más pequeña y de menor importancia que el sólido edificio georgiano que habitábamos. Las ruinas, sin embargo, eran pintorescas y daban categoría al lugar. Incluso nosotros, que éramos tan sólo inquilinos temporales, sentíamos cierto orgullo, como si aquellas ruinas nos transmitieran algo de su pasada grandeza. El antiguo edificio conservaba todavía los restos de una torre —una masa confusa de piedras tapizadas de hiedra—, y el esqueleto de los muros que se adherían a ella, que ahora aparecían totalmente cubiertos de tierra.
Siento un poco de vergüenza al confesar que nunca las había examinado de cerca. Había una larga estancia —o lo que había sido una larga estancia— de la que todavía quedaba la parte inferior de las ventanas de la planta principal; y, debajo de ellas, otras ventanas en perfecto estado de conservación, aunque cubiertas de polvo y suciedad. También crecía allí de forma caprichosa una salvaje vegetación de zarzas y plantas silvestres de todo tipo. Esto constituía la parte más antigua.
A poca distancia se encontraban dispersos los fragmentos de un edificio ordinario. Uno de esos fragmentos inspiraba cierta compasión por su vulgaridad y su lamentable estado de abandono. Se trataba del final de un bajo frontispicio, un trozo de muro gris sembrado de liquen, en el que se abría el hueco de una puerta de entrada. Probablemente había sido una entrada a las dependencias del servicio, una puerta trasera o un paso a lo que se denominaba offices en Escocia.
Ahora ya no había ninguna estancia a la que entrar, pues la despensa y la cocina habían sido totalmente barridas de la existencia... Y, sin embargo, quedaba aquella puerta, abierta y vacía, expuesta a los vientos, a los conejos y a las criaturas salvajes. La primera vez que llegué a Brentwood me emocionó, como si fuera un melancólico comentario de una vida que se fue para siempre. Una puerta que conducía a la nada —una puerta que alguna vez fue cerrada precipitadamente y sus cerrojos echados con cautela—, ahora vacía también de todo significado. Sí, recuerdo que me impresionó desde el principio; tanto, que se podría decir que mi espíritu estaba predispuesto a concederle una importancia que nada podría justificar.
El verano fue un período de felicidad y descanso para todos nosotros. El calor del sol de la India ardía todavía en nuestras venas, y parecía que jamás nos íbamos a cansar del verdor, de la humedad y la pureza del paisaje septentrional. Incluso las nieblas nos resultaban agradables, ya que contribuían a templar nuestra sangre y nos infundían salud y energía. En otoño, siguiendo la moda de la época, nos fuimos en busca de un cambio que, a decir verdad, no nos hacía ninguna falta. Poco después, cuando la familia se había instalado ya para pasar el invierno, y los días se tornaron más cortos y oscuros y el riguroso imperio del frío se abatió sobre nosotros, se desencadenaron los acontecimientos... Unos acontecimientos que sólo podré justificar molestando al lector con mis asuntos privados. Sin embargo retuvieron revestidos de un carácter tan extraordinario, que espero que las inevitables referencias a mi familia y a mis apremiantes circunstancias personales merezcan el perdón general.
Yo me encontraba en Londres cuando los incidentes comenzaron. En Londres un hombre que ha pasado tantas años en la India se sumerge de nuevo en la trama de interés con los que toda su vida anterior ha estado relacionada y tropieza con viejos amigos a cada paso. Había estado divirtiéndome con media docena de ellos, y disfrutaba tanto del retorno espiritual a mi antigua forma de vida —aunque, a decir verdad, tampoco me desagradó el hecho de haberla dejado atrás—, que desatendí la correspondencia con mi familia. Lo cierto es que había estado de viernes a lunes en la casa de campo del viejo Bembow; y, después, en el viaje de regreso, hice una parada para cenar y dormir en el Sellar, lo cual no me impidió echar un vistazo a las cuadras de Cross, y esto me ocupó otro día. Siempre es peligroso descuidar la correspondencia; en esta vida transitoria, como dice el libro de oraciones, ¿quién puede prever lo que va a suceder? Todo estaba en orden en casa. Sabía exactamente —eso creía yo— lo que me dirían las cartas: «El tiempo ha sido tan bueno que Roland no ha tenido que coger el tren ni una sola vez, y disfruta como nadie con los paseos a caballo.» «Querido papá, seguro que no te olvidarás de nada, pero tráenos esto, y esto, y lo de más allá...»; en fin, una lista tan larga como mi brazo. ¡Mis queridas niñas y mi adorable esposa! No quería olvidarme de sus encargos, o perder sus delicadas cartas, así estuviera el mundo repleto de Bembows y Crosses.
Pero yo estaba convencido de que en mi casa reinaba el bienestar y la tranquilidad. Cuando regresé al club, sin embargo, tres o cuatro cartas me estaban esperando, y observé que alguna de ellas llevaba el sello de «urgente», «entrega inmediata»; ese sello que la gente ansiosa y pasada de moda cree —todavía— que ejercerá alguna influencia en la oficina de correos y acelerará los trámites de envío. Estaba a punto de abrir una de ellas, cuando el conserje del club me trajo dos telegramas, uno dé los cuales, dijo, había llegado la noche anterior. Como se puede suponer, abrí el último, y esto fue lo que leí: «¿Por qué no vienes, o contestas? ¡Por el amor de Dios, ven! Roland ha empeorado.»
Para un hombre que sólo tiene un hijo, un hijo que es la niña de sus ojos, una noticia semejante no puede sino fulminarle como un rayo. El otro telegrama, que abrí con manos temblorosas, desperdiciando un tiempo precioso por mi precipitación, estaba escrito en los mismos términos: «No mejora; el doctor teme una fiebre cerebral. No permitas que nada te retrase.» Lo primero que hice fue consultar los horarios y comprobar si había algún medio de regresar a casa más rápido que el tren nocturno, aunque sabía muy bien que no era posible. Entonces leí las cartas (Dios me perdone), y en ellas se explicaban los detalles con toda claridad. Me contaban que el muchacho tenía desde hacía algún tiempo un aspecto muy pálido y un aire asustado. Su madre lo había notado antes de mi partida, pero no quiso decirme nada para no alarmarme. Este aspecto se había agravado gradualmente, hasta que un día lo vieron llegar a casa galopando frenéticamente, con el pony jadeando y echando espumarajos por la boca. El propio Roland estaba «tan pálido como una mortaja», y tenía la frente bañada en sudor. Durante mucho tiempo se negó a contestar a las preguntas; pero entre tanto se habían operado unos cambios tan extraños en su conducta —su creciente desgana por ir a la escuela, el deseo de que fueran a buscarlo en coche (un lujo absurdo), su aversión a salir fuera de casa, sus sobresaltos nerviosos ante cualquier sonido inesperado—, que su madre se vio obligada a exigir una explicación. Cuando el muchacho —nuestro pequeño Roland, que hasta entonces no había conocido el miedo— empezó a contarle que había oído voces en el parque y que se le habían aparecido sombras entre las ruinas, mi esposa lo metió inmediatamente en la cama y avisó al doctor Simson, que, evidentemente, era lo único que se podía hacer.
Como se puede suponer, abandoné la ciudad aquella misma noche, con el corazón en un puño. No sería capaz de explicar de qué forma soporté las horas que precedieron a la salida del tren. Sin duda debemos estar agradecidos por la rapidez que ofrecen los trenes cuando tenemos prisa, pero para mí habría sido un consuelo partir en un coche de postas en cuanto los caballos hubieran estado preparados. Llegué a Edimburgo muy temprano, en la oscuridad de una mañana de invierno, y ni siquiera me atreví a mirarle a la cara al hombre que había venido a buscarme.
—¿Qué noticias hay? —le pregunté sin apenas tomar aliento.
Mi mujer había enviado el coche, por lo que deduje, antes de que el hombre me contestara, que aquello era una señal de mal agüero. Su respuesta fue la típica respuesta que permite que la imaginación se desborde:
—Exactamente igual.
¡Exactamente igual! ¿Qué demonios podía significar eso?
Tenía la impresión de que los caballos se arrastraban por el largo y sombrío camino. Cuando atravesábamos el parque me pareció escuchar una especie de lamento entre los árboles, y apreté los puños, amenazando con rabia al que los había producido, quienquiera que fuese. ¿Por qué había permitido la estúpida guardesa que alguien viniera a perturbar la tranquilidad del lugar? Si no hubiera estado tan ansioso por llegar a casa, habría parado el coche y habría ido a ver qué clase de vagabundo había entrado y escogido mis terrenos, entre todos los terrenos del mundo —¡y precisamente cuando mi hijo estaba enfermo!— para gemir y lamentarse a su antojo. Al menos no tenía motivos para quejarme de que fuéramos despacio. Los caballos corrieron como centellas a lo largo de la avenida y se pararon delante de la puerta, jadeantes, como si hubieran participado en una carrera. Mi mujer me estaba esperando en la puerta con una candela en la mano, que la hacía parecer todavía más pálida de lo que estaba cuando el viento agitaba la llama de un lado a otro.
—Está durmiendo —me dijo con un susurro, como si temiera despertarlo.
Yo también contesté, en cuanto pude recuperar mi propia voz, en voz baja, como si el tintineo de los arneses de los caballos y el ruido de sus cascos no hubieran sido, de hecho, más peligrosos. Durante unos momentos me quedé parado con ella en la escalinata. Ahora que por fin había llegado a casa sentía un poco de miedo por traspasar el umbral. Y entonces me pareció advertir, aunque no lo observé realmente —si es que tal cosa es posible—, que los caballos se mostraban reticentes a volver, y eso que los establos estaban al otro lado, o tal vez fueran los hombres los que no estaban predispuestos para dar la vuelta. Todo esto se me ocurrió después, porque en ese momento lo único que me interesaba era preguntar y escuchar lo que tuvieran que decirme sobre el estado de mi hijo.
Lo observé desde la puerta de su habitación, pues teníamos miedo de acercarnos más y perturbar aquel bendito sueño. Parecía un sueño normal y no esa especie de letargo en el que según mi mujer caía a veces. Pasamos a la habitación de al lado, que comunicaba con la del chico, y allí me lo explicó todo. Mientras hablaba, se acercaba de vez en cuando a la puerta de comunicación y se asomaba. En su relato había muchos detalles sorprendentes y confusos. Al parecer, desde que comenzó el invierno y empezó a oscurecer más temprano, el chico, que regresaba de la escuela ya caída la noche, había estado escuchando voces entre las ruinas; al principio eran sólo unos gemidos, según contó después, unos gemidos que asustaron tanto a su pony como a él mismo, pero que gradualmente se convirtieron en una voz. Las lágrimas corrían por las mejillas de mi esposa a medida que me describía cómo el niño se incorporaba bruscamente en plena noche y gritaba: «¡Oh, madre, déjame entrar! ¡Oh, madre, déjame entrar!», con un patetismo que le rompía el corazón. ¡Y ella sentada allí todo el tiempo, con la esperanza de hacer cualquier cosa que su hijo pidiera! Pero aunque ella intentaba tranquilizarlo, diciéndole: «Estás en casa, mi amor. Yo estoy aquí, ¿no me conoces? Tu madre está aquí», el pequeño se limitaba a mirarla fijamente y, después de un rato, volvía a incorporarse sobresaltado y profería los mismos gritos. Otras veces estaba mucho más razonable y preguntaba impacientemente por mi regreso, declarando, además, que en cuanto yo llegara, teníamos que ir los dos juntos a dejarlo entrar.
—El doctor piensa que su sistema nervioso debe de haber recibido un shock —dijo mi mujer—. ¡Oh, Henry! ¿No será que le hemos exigido demasiado? ¡Un chico tan delicado como Roland!
Incluso tú pensarías menos en honores y premios si eso perjudicase su salud.
¡Incluso yo! Como si fuera un padre inhumano, capaz de sacrificar a mi hijo para satisfacer mis ambiciones. Pero la pobre estaba tan angustiada que decidí no hacer caso de sus insinuaciones. Después de un rato me convencieron para que me pusiera cómodo, descansara y comiera —desde que recibí sus cartas no me había sido posible hacer ninguna de estas cosas. El mero hecho de estar en casa en semejantes circunstancias, evidentemente, era lo más importante; y como sabía que me avisarían en el momento en que el chico se despertara y preguntara por mí, me decidí, a pesar de la oscuridad y el frío de aquella mañana invernal, a robar una o dos horas de sueño. La verdad es que la tensión soportada durante las últimas horas había conseguido agotarme, y como el chico se había tranquilizado y consolado tanto con la noticia de mi llegada, me dejaron dormir hasta la caída de la tarde.
Cuando entré en la habitación de Roland quedaba todavía suficiente luz para verle la cara, ¡y qué cambio se había producido en dos semanas! Me pareció más pálido y demacrado que cuando vivíamos en la India, en aquellos terribles días en las llanuras. Tenía el pelo más largo y debilitado, y los ojos se destacaban en su lechosa cara como dos luces ardientes. Me agarró la mano y me dio un frío y trémulo apretón; después hizo un gesto para que todos se marcharan de allí.
—Marchaos; tú también, mamá —dijo—. Marchaos.
Estas palabras afectaron bastante a mi esposa. Desde luego no le agradaba que el muchacho tuviera más confianza en otra persona, aunque se tratara de mí; pero era una mujer que jamás pensaba en ella misma y nos dejó solos.
—¿Se han ido ya todos? —dijo ansiosamente—. No me dejan hablar. El doctor me trata como si fuera un loco. ¡Tú sabes que no estoy loco, papá!
—Sí, hijo mío, claro que lo sé; pero estás enfermo y necesitas mucho reposo. Sé que no estás loco, Roland, y también sé que eres una persona razonable e inteligente. Ahora estás enfermo y debes renunciar a muchas cosas; ya las harás cuando estés sano.
Roland agitó su pequeña y delicada mano con gesto de indignación.
—Es que no estoy enfermo, padre —gritó—. ¡Oh! ¡Yo creía que tú me dejarías hablar; creía que lo comprenderías todo! ¿Qué crees que me pasa? Simson es muy bueno, desde luego, pero es sólo un médico. ¿Qué crees que me pasa? No estoy más enfermo que tú. Un médico piensa que estás enfermo desde el momento en que te ve —al fin y al cabo para eso ha venido— y te manda a la cama.
—Que es el mejor sitio para ti en este momento, querido Roland.
—Decidí aguantar hasta que tú volvieras a casa —gritó el pequeño—. Me decía a mí mismo: «No debo asustar a mi madre ni a las niñas.» ¡Pero, padre —volvió a gritar, saltando casi fuera de la cama—, no se trata de una enfermedad, se trata de un secreto!
Sus ojos tenían un brillo tan salvaje, y su cara aparecía tan arrebatada por la emoción, que sentí que el corazón se me hundía en las entrañas. No podían ser sino los efectos de la fiebre..., una fiebre ciertamente funesta. Lo apreté entre mis brazos y lo metí otra vez en la cama.
—Roland —dije, para seguirle la corriente, pues sabía que era la única forma de apaciguarle—, si vas a contarme ese secreto tienes que estar muy tranquilo y no excitarte. Si te excitas no consentiré que hables.
—Sí, padre —contestó.
Se tranquilizó en seguida, como si fuera una persona mayor y lo hubiera comprendido perfectamente. Cuando lo recosté sobre la almohada me obsequió con esa tierna y agradecida mirada que tienen los niños enfermos, una mirada que le pone a uno el corazón en un puño. La debilidad hacía que se le humedecieran los ojos.
—Estaba seguro de que sabrías lo que hacer en cuanto llegaras —dijo.
—Puedes estar seguro, hijo mío. Ahora mantente tranquilo y cuéntamelo todo, como hacen los hombres.
¡Y pensar que estaba engañando a mi propio hijo! Pero lo hacía sólo para complacerle, porque creía que el cerebro de la pobre criatura estaba trastornado.
—Sí, padre. Padre, hay alguien en el parque, alguien a quien han maltratado.
—Calma, hijo; recuerda que no debes excitarte. Ahora dime, ¿quién es esa persona y quién es el que lo ha tratado tan mal? En seguida lo arreglaremos.
—¡Ah! —exclamó Roland—. No es tan fácil como supones. No sé quién es. Es sólo un llanto... ¡Si pudieras oírlo! Se mete en mi cabeza incluso cuando duermo. Y lo oigo tan claro... tan claro. Los demás piensan que estoy soñando o delirando —dijo, mostrando una sonrisa desdeñosa.
Este gesto me sorprendió; parecía indicar que tenía menos fiebre de lo que yo pensaba.
—¿Estás completamente seguro de que no lo has soñado, Roland? —dije.
—¿Soñado? ¿Todo eso?
Estaba a punto de saltar otra vez de la cama, pero recordó algo inesperadamente y se recostó, mostrando la misma sonrisa desdeñosa.
—El pony también lo oyó —dijo—, y brincó como si hubiera sido un disparo. Menos mal que me agarré fuertemente a las riendas... porque estaba muy asustado, padre.
—No debes avergonzarte, hijo —dije, por decir algo.
—Si no me hubiera pegado a su cuello como una sanguijuela, me habría lanzado por encima de su cabeza; y de hecho, no volvió a respirar hasta que llegamos a la puerta de casa. ¿Lo soñó también el pony? —dijo con cierta arrogancia, como si estuviera perdonando mi estupidez; después añadió lentamente—. Al principio, antes de que te marcharas, era sólo un grito. No quise decirte nada porque era absurdo estar tan asustado. Pensé que podía ser un conejo o una liebre que había caído en una trampa, pero exploré por allí a la mañana siguiente y no encontré nada. La primera vez que le oí decir algo fue poco después de que te fueras —se incorporó, apoyó el codo muy cerca de mí y me miró fijamente a los ojos—, y esto es lo que dijo: «¡Oh, madre, déjame entrar! ¡Oh, madre, déjame entrar!»
Tenía los ojos humedecidos, los labios le temblaban y los suaves rasgos de su cara estaban totalmente ablandados y alterados. Cuando terminó de pronunciar aquellas quejumbrosas palabras, se deshizo en un mar de lágrimas.
¿Se trataba de una alucinación? ¿De una fiebre cerebral? ¿De una desordenada fantasía producida por la extremada debilidad corporal? ¿Cómo podría explicarlo? Pensé que lo mejor sería aceptarlo como si fuera verdad.
—Es muy conmovedor, Roland —dije.
—¡Oh, padre, si lo hubieras oído! Me dije: «Si mi padre lo hubiera oído, seguro que habría hecho algo.» Pero mamá, como sabes, llamó en seguida a Simson, y ese señor es un médico, y a los médicos lo único que se les ocurre es mandarte a la cama.
—No debemos culpar a Simson por ser médico, Roland.
—No, no —dijo el chico, con deliciosa tolerancia e indulgencia—; oh, no, eso es lo bueno de él, y además es su profesión, lo sé. Pero tú... tú eres diferente; tú eres un padre, y harás algo... inmediatamente, papá, inmediatamente..., esta misma noche.
—Claro que sí —dije—. Seguramente es un niño que se ha perdido.
Me castigó con una áspera y rápida mirada, que escrutó mi rostro para ver si, después de todo, mi eminencia como padre se reducía a esa desafortunada respuesta. ¿Eso es lo único que se te ocurre?, parecía decirme. Entonces me agarró del hombro y me apretó con su pequeña mano.
—Escucha —dijo, con un estremecimiento en la voz—. Suponte que no estuviera... vivo...
—Entonces, mi querido Roland, ¿cómo habrías podido oírlo? —dije.
Se apartó de mi lado bruscamente.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre? —exclamó malhumorado.
—¿Quieres decirme que era un fantasma? —dije.
Roland retiró la mano; su semblante adquirió una expresión de gran seriedad y dignidad, aunque los labios le temblaban levemente.
—Sea lo que sea..., tú siempre nos has dicho que el nombre es lo de menos, estaba angustiado. ¡Oh, padre, terriblemente angustiado!
—Pero, hijo mío —estaba a punto de volverme loco—, si fuera un niño perdido o un pobre desgraciado... pero, Roland, ¿qué quieres que haga yo?
—Si yo estuviera en tu lugar, sabría qué hacer —dijo el chico con vehemencia—. Es lo que me repetía constantemente: «Mi padre sabrá qué hacer.» ¡Oh, papá, tener que enfrentarme noche tras noche con algo tan horrible, con algo que sufre una angustia tan espantosa...! Y no ser capaz de hacer nada para socorrerlo. No quiero llorar, eso es cosa de niños, lo sé; pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Estar ahí fuera, completamente solo entre las ruinas, sin nadie que te ayude... ¡No puedo soportarlo! ¡No puedo soportarlo! —gritó mi noble hijo.
Estaba muy débil; después de varios intentos por contenerse estalló en un pueril ataque de lágrimas y sollozos.
No recuerdo haber experimentado una mayor perplejidad en toda mi vida. Más tarde, cuando reflexioné sobre ello, me di cuenta de que también había algo cómico en todo el asunto. Ya es bastante desagradable descubrir que la mente de tu hijo está poseída por la convicción de que ha visto —o sentido— un fantasma; pero que te pida, además, que vayas inmediatamente a ayudar a ese fantasma... les aseguro que es la experiencia más insólita con que me he tropezado en toda mi vida. Me considero un hombre sensato, y no soy supersticioso, al menos no más supersticioso que el resto le los mortales. Desde luego, no creo en fantasmas, y no niego —no más que cualquiera— que hay hechos incomprensibles que no puedo fingir que entiendo. La sangre se me helaba en las venas de pensar que Roland fuera una especie de visionario, porque tal cosa es un síntoma de temperamento histérico y salud precaria y, en general, de todo aquello que a un padre le resulta insoportable que padezcan sus hijos. Sin embargo, yo tenía que emprender una investigación acerca de su fantasma, reparar sus males y poner fin a sus angustias; una misión semejante era suficiente para sacar de quicio a cualquier hombre. Lo consolé lo mejor que pude, aunque no le hice ningún tipo de promesa sobre un asunto de naturaleza tan increíble. Y a pesar de ello siguió mostrándose intolerante y rechazó todas mis caricias. Con sollozos que interrumpían a intervalos su voz y lagrimones tan gruesos como gotas de lluvia que le colgaban de sus párpados, volvió a la carga.
—Estará allí ahora... Estará allí toda la noche. ¡Oh, papá, imagínate que yo estuviera en su lugar! No puedo descansar al pensar en ello. ¡No! —gritó, apartando mi mano—. ¡Déjame! Ve y ayúdalo, que mamá se ocupará de mí.
—Pero, Roland, ¿qué puedo hacer yo?
Mi hijo abrió los ojos, que parecían más grandes a causa de la debilidad y la fiebre, y me lanzó una de esas patéticas sonrisas de las que sólo los niños enfermos conocen el secreto.
—Estaba convencido de que tú lo solucionarías en cuanto llegaras. Me decía una y otra vez: «Papá sabrá lo que hacer, y mamá... —sollozó; una expresión de tranquilidad suavizó los rasgos de su cara; sus miembros se relajaron y su cuerpo se hundió dulce y placenteramente en la cama— ... mamá vendrá y se ocupará de mí.»
Llamé a mi esposa y observé cómo Roland se volvía hacia ella dando muestras de esa absoluta confianza que los niños depositan en sus madres. Entonces abandoné la habitación y los dejé solos. Creo que en toda Escocia no había un hombre más asombrado que yo. Debo decir, sin embargo, que mi preocupación por el estado de Roland se labia atenuado en gran medida, lo que no dejaba le ser un consuelo. Quizá se encontraba bajo los efectos de una alucinación, pero su cabeza regía perfectamente, y me dio la impresión de que no estaba tan grave como decían. Las chicas se quedaron un tanto sorprendidas al ver la tranquilidad con que yo me había tomado las cosas.
—¿Cómo lo has encontrado? —me preguntaron ansiosamente, rodeándome y abrazándome.
—Ni la mitad de mal de lo que esperaba —contesté—. Realmente no está tan mal.
—¡Oh, papá, eres un cielo! —dijo Agatha, besándome y gritando por encima de mi hombro, mientras Jeanie, la pequeña, que estaba tan pálida como Roland, me estrechaba entre sus brazos, incapaz de pronunciar una sola palabra.
Yo no sé nada de medicina, ni la mitad de lo que sabe Simson, pero ellas creían en mí, y tenían la esperanza de que las cosas mejorasen a partir de ese momento. Cuando tus hijos te tienen en tal alta estima, sientes que Dios es generoso contigo. Uno se vuelve más humilde y no soberbio. Pero yo no merecía tanto... Recordé que tenía que representar el papel de padre ante el fantasma de Roland y no pude evitar una sonrisa, aunque el asunto era como para echarse a llorar. Realmente era la misión más insólita jamás encomendada a mortal alguno.
Y en ese preciso momento me acordé de las inquietas miradas de los hombres en la oscura mañana, cuando les ordené que llevaran el coche a los establos. Era evidente que no les había agradado y a los caballos tampoco. Recordé que, a pesar de mi preocupación por Roland, les había oído correr precipitadamente por la avenida y que había decidido hablar con ellos más tarde. Me pareció que lo más conveniente era dirigirme a los establos y hacer unas cuantas preguntas. Es muy difícil penetrar en la mentalidad de la gente del campo; por lo que sabía, podía tratarse de una broma pesada, o que tuvieran un oscuro interés en que la casa de Brentwood adquiriese una mala reputación.
Estaba oscureciendo cuando salí de casa, y nadie que conozca el campo necesita que le describa lo impenetrable que es la oscuridad de una noche de noviembre bajo las ramas de los tejos y de los laureles. Durante un rato deambulé perdido entre los arbustos y di dos o tres vueltas, sin ver un palmo a mi alrededor, hasta que conseguí salir al camino de los carruajes, donde los árboles se abrían un poco y se vislumbraba una tenue franja de cielo gris, bajo la cual los grandes tilos y olmos se erguían misteriosamente, como fantasmas. Pero a medida que me aproximaba a la curva de las ruinas el cielo volvía a oscurecerse, y a pesar de que mantenía los ojos y los oídos alerta, me era imposible distinguir nada, y por lo que puedo recordar, tampoco se oía ruido alguno. Y con todo, tenía la impresión de que allí había alguien. Es una sensación que todo el mundo ha tenido alguna vez. Yo mismo he experimentado de una forma tan intensa la sensación de que alguien me estaba observando mientras dormía, que me despertaba súbitamente. Supongo que mi imaginación estaba afectada por la historia de Roland y que la oscuridad está siempre llena de misteriosas sugestiones. Afirmé mis pies con fuerza contra el suelo para darme ánimos y grité enérgicamente: «¿Quién hay ahí?» No obtuve respuesta; a decir verdad, no la esperaba, pero no puedo negar que la impresión había existido. Mi estupidez era tal que ni siquiera me atreví a pararme y volverme, y me puse a caminar de lado, mirando con el rabillo del ojo la oscuridad que se cernía a mis espaldas. Con gran alivio divisé una luz en los establos, que me pareció una especie de oasis en medio de las tinieblas. Me dirigí rápidamente hacia aquel alegre y despejado lugar, y el golpeteo de los cubos de los mozos de cuadra sonó en mis oídos como música celestial.
El cochero era el jefe de esta pequeña colonia, y era precisamente a su casa adonde yo me dirigía para proseguir mis investigaciones. Era originario de aquella región y se había encargado de la casa en ausencia de los dueños, que había durado muchos años. Conocía todas las tradiciones del lugar, y era imposible que no supiera nada de lo que estaba sucediendo. Advertí que los hombres me miraban con inquietud cuando me vieron aparecer a una hora tan inusitada y me siguieron con la mirada fija hasta la casa de Jarvis, que vivía solo con su mujer, pues sus hijos se habían casado y desperdigado por el ancho mundo. La señora Jarvis me recibió con sus preguntas ansiosas: ¿Cómo estaba el pobre señorito? Pero sabían, lo leí en sus caras, que lo que me preocupaba y me había impulsado a presentarme allí de forma tan imprevista obedecía a otras razones.
—¿Ruidos?... Oh sí, claro que hay ruidos... el viento en las ramas y el rumor del agua en la garganta. En cuanto a vagabundos, no, coronel, no abunda por aquí esa clase de ganado; además, Merran pone mucho cuidado en la vigilancia de la puerta del parque.
Jarvis debía de estar nervioso, porque no paraba de moverse mientras hablaba. Se mantenía en la penumbra y sólo me miraba cuando no le quedaba más remedio. Estaba claro que su mente padecía algún trastorno y que tenía sus propios motivos para guardar silencio. Su mujer estaba sentada y le dirigía rápidas miradas de vez en cuando, pero no decía nada. La cocina era confortable, cálida y luminosa, todo lo contrario de la gélida y misteriosa noche que reinaba en el exterior.
—Me parece que te estás burlando de mí, Jarvis—dije.
—¿Burlándome, coronel? Ni mucho menos. ¿Por qué iba a burlarme? Si el mismo diablo estuviera en la vieja mansión, a mí no me interesaría lo más mínimo...
—¡Sandy! ¡Calla! —gritó su mujer, en tono perentorio.
—¿Cómo quieres que me calle, si el coronel está aquí, haciéndome preguntas? Ya he dicho que si el mismo diablo...
—¡Y yo te digo que te calles! —gritó la mujer, con gran excitación—. Tiempo oscuro de noviembre; largas noches..., y con todo lo que sabemos... ¿Cómo te atreves a pronunciar un nombre..., un nombre que no debe ser pronunciado? —arrojó al suelo las medias que estaba repasando y se levantó; estaba muy alterada—. Ya te dije que no podrías ocultarlo. No es una cosa que se pueda callar y, además, todo el pueblo lo sabe. Cuéntaselo al coronel; si no lo haces tú, lo haré yo. ¡No quiero participar en tus secretos, y menos en un secreto que conoce todo el pueblo!
La mujer chasqueó los dedos con aire desdeñoso. En cuanto a Jarvis, a pesar de ser un hombre corpulento, estaba completamente acobardado ante aquella mujer tan decidida, y se limitó a repetirle dos o tres veces su propia abjuración:
—Cállate —y después, cambiando súbitamente de tono, gritó—: ¡Cuéntaselo entonces, maldita sea! Yo me lavo las manos. Si todos los fantasmas de Escocia estuvieran en la vieja torre, ¿crees que me importaría?
Después de esto conseguí sacarles la historia sin demasiada dificultad. En opinión de los Jarvis, y de todos los que vivían por allí, no cabía duda de que la casa estaba encantada. A medida que Sandy y su mujer se animaban, interrumpiéndose el uno al otro en su impaciencia por referirme los hechos, el relato se fue perfilando claramente como la mayor superstición que yo había escuchado hasta entonces, y la verdad es que no estaba desprovisto de poesía y patetismo. Nadie podía decir con exactitud cuánto tiempo había pasado desde que la voz se escuchó por primera vez. Jarvis aseguraba que su padre, que había sido el anterior cochero de Brentwood, jamás había escuchado nada parecido, y que el extraño fenómeno había surgido en los últimos diez años, a raíz del desmantelamiento de la antigua mansión: una fecha sorprendentemente moderna para un cuento que pretendía ser auténtico. Según estos testimonios, y algunos más que recogí después y que estaban en perfecto acuerdo, aquella visita se producía únicamente en los meses de noviembre y diciembre. Durante estos meses, los más oscuros del año, apenas pasaba una noche sin que se manifestaran aquellos gritos inexplicables y, sin embargo, nadie había visto nada, al menos nada que pudiera ser identificado. Algunos, más temerarios o más imaginativos que los demás, habían visto una especie de fluctuante oscuridad, según dijo la señora Jarvis con, un inesperado tono poético. El fenómeno empezaba al caer la noche y continuaba a intervalos hasta el amanecer. A menudo eran gritos y lamentos inarticulados, pero, a veces, las palabras que obsesionaban a mi pobre Roland se habían escuchado claramente: «¡Oh, madre, déjame entrar!» Por otra parte los Jarvis no tenían conocimiento de que se hubiera iniciado alguna investigación. La propiedad de Brentwood había pasado a manos de una rama lejana de la familia que vivió muy poco tiempo allí; y de los muchos que la alquilaron, como había hecho yo, muy pocos permanecieron dos diciembres seguidos. Pero nadie se había tomado la molestia de hacer un examen profundo de los hechos.
—No, no —dijo Jarvis, moviendo la cabeza—; no, no, coronel, ¿quién querría convertirse en el hazmerreír de toda la comarca haciendo averiguaciones sobre un fantasma? Nadie cree en fantasmas. Debe de ser el viento entre los árboles, como dijo el último caballero, o un efecto del agua al correr por las rocas. Dijo que era muy fácil de explicar, pero dejó la casa inmediatamente. Y cuando llegó usted, coronel, hicimos lo posible para que no se enterase de nada. Al fin y al cabo, ¿iba yo a estropear el negocio y perjudicar la propiedad por nada?
—¿Quieres decir que la vida de mi hijo no vale nada? —exclamé, disgustado por sus palabras; y sin poder dominarme continué—: ¡Y en lugar de contármelo todo a mí se lo has contado a él, a un chico de salud tan delicada, a una criatura incapaz de distinguir las evidencias, de juzgar por sí misma, una criatura tan impresionable...!
Yo me paseaba por la habitación cada vez más indignado, porque sentía que todo aquello era injusto. Mi corazón se llenaba de amargura al meditar sobre el estúpido comportamiento de unos criados que habían preferido arriesgar el bienestar y la salud de los hijos de los demás con tal de no dejar la casa vacía. Si me hubieran advertido, habría tomado precauciones; habría dejado la casa o enviado a Roland a otra parte; en fin, podría haber hecho un centenar de cosas que ahora ya no podía hacer. Pero estaba aquí, con un hijo afectado por una fiebre cerebral, y su vida, la vida más preciosa de la tierra, como si hubiera sido puesta en una balanza, dependía de si yo era capaz o no de encontrar una explicación a una vulgar historia de fantasmas. Me paseaba indignado porque me sentía incapaz de tomar una decisión. Llevarme a Roland, en el caso de que pudiera viajar, no ayudaría a calmar su agitada mente; y mucho me temía que una explicación científica sobre la refracción o la reverberación del sonido, o cualquier otra de esas fáciles explicaciones con las que nos contentamos los hombres maduros, tendría muy poco efecto en un niño.
—Coronel —dijo Jarvis solemnemente—, ella será mi testigo. El señorito no ha oído una sola palabra de mis labios... no, ni de los mozos de cuadra, ni de los jardineros, le doy mi palabra. En primer lugar, no es un chico que se preste a hablar. Algunos son habladores y otros no. Algunos te tiran de la lengua hasta que les cuentas todos los chismorreos del pueblo, y todo lo que sabes, y más. Pero el señorito Roland no es de esos, su cabeza está llena de libros. Es educado y amable, y muy buen chico, pero no es de esa clase. Y ya le he dicho, coronel, que a todos nos interesaba que se quedase en Brentwood. Yo mismo me encargué de hacer correr la voz: «Ni una palabra al señorito Roland ni a las señoritas... ni una sola palabra.» Las mujeres del servicio, que no tienen motivos para salir de noche, saben muy poco, o nada, del asunto. Y hay quien piensa que es estupendo tener un fantasma, siempre que no se cruce en su camino. Si usted hubiera escuchado la historia al principio, tal vez habría pensado lo mismo.
En eso tenía razón, si bien no arrojaba ninguna luz que disipara mis dudas. Si nos hubieran contado la historia desde el principio, es posible que toda la familia hubiera considerado la posesión de un fantasma como una ventaja incuestionable. Es la moda. Pero nunca tenemos en cuenta el riesgo que entraña jugar con la imaginación de los jóvenes, sino que exclamamos, según el dictado de la moda: «¡Y tiene un fantasma y todo...! ¡Desde luego no se puede pedir nada más para que sea perfecto!» Ni yo mismo hubiera podido resistirme. Naturalmente, la idea de un fantasma me habría hecho reír; pero, después de todo, pensar que era mío habría halagado mi vanidad. Oh, sí, no pretendo ser una excepción. Para las chicas habría sido delicioso. Me era fácil imaginar su impaciencia, su interés, su entusiasmo. No; si nos lo hubieran contado, habríamos cerrado el negocio lo más rápido posible, de puro estúpidos que somos.
—¿Y nadie ha tratado de investigar —dije-para saber de qué se trata realmente?
—¡Ay, coronel! —dijo la mujer del cochero—. ¿Quién querría investigar, como dice usted, una cosa en la que nadie cree? Sería el hazmerreír de toda la comarca, como dice mi hombre.
—Pero tú sí que crees en ello —dije, volviéndome rápidamente hacia la mujer.
La había cogido por sorpresa. Dio un paso hacia atrás, apartándose de mí.
—¡Dios mío, coronel, no me asuste...! Hay cosas espantosas en este mundo... Una persona sin educación no sabe lo que pensar. Y el sacerdote y la gente culta se ríen en tu cara. ¡Indagar sobre algo que no existe! No, no, es mejor dejar las cosas como están.
—Ven conmigo, Jarvis —dije con impaciencia—, al menos lo intentaremos. Nadie se enterará. Volveré después de cenar y haremos un serio intento por averiguar qué es, si es que es algo. Si lo escucho, cosa que dudo, puedes estar seguro de que no descansaré hasta que descifre el misterio. Estate preparado a las diez.
—¿Yo, coronel? —repitió, limpiándose el sudor de la frente. Su rechoncha cara le colgaba en blandos pliegues, le temblaban las rodillas y la voz se le quedaba atascada en la garganta. Entonces empezó a frotarse las manos y a sonreírme de forma desaprobadora y estúpida.
—No hay nada que yo no hiciera por complacerle, coronel —dijo, dando un paso hacia atrás—. Seguro que ella recordará que yo siempre he dicho que jamás había tratado con un caballero más noble y educado...
Jarvis hizo una pausa y me miró, frotándose otra vez las manos.
—¿Y bien? —dije.
—¡Pero, señor! —se acercó, con la misma estúpida e insinuante sonrisa—. Dése cuenta de que yo no puedo caminar. Con un caballo entre las piernas o con las riendas en la mano, no soy inferior a ningún otro hombre; pero a pie, coronel... No es por las apariciones... Yo he sido siempre de caballería, ¿comprende? —se rió roncamente y añadió —: Pero enfrentarse con una cosa incomprensible, y a pie, coronel...
—Bien, señor; si yo puedo hacerlo —dije ásperamente—, ¿por qué usted no?
—Bueno, coronel, hay una gran diferencia. En primer lugar, usted puede vagabundear por el campo, y no le pasa nada; pero a mí una caminata me cansa más que cien millas a caballo. En segundo lugar, usted es un caballero y hace lo que le place; usted no es tan viejo como yo, y lo que me propone es en beneficio de su propio hijo, y además, coronel...
—El cree en ello y usted no —dijo la mujer.
—¿Vendría usted conmigo? —dije, volviéndome hacia ella.
La mujer dio un salto hacia atrás, desconcertada, y volcó la silla.
—¿Yo? —dijo, con un chillido que concluyó en una especie de risa histérica—. Yo le acompañaría, pero ¿qué diría la gente del pueblo al enterarse de que el coronel Mortimer anda por ahí con una vieja tonta pegada a sus talones?
La sugerencia me hizo reír, a pesar de que no tenía ninguna gana de hacerlo.
—Lamento que tengas tan poco espíritu, Jarvis —dije—. Supongo que tendré que buscar a otro.
Jarvis, herido por lo que acababa de decir, empezó a protestar, pero le corté en seguida. Mi mayordomo era un soldado que había luchado a mi lado en la India, y se suponía que no le tenía miedo a nadie, ya fuera hombre o demonio, y de ninguna manera al primero. Además, estaba perdiendo el tiempo allí. Los Jarvis experimentaron un gran alivio al librarse de mí. Me acompañaron hasta la puerta dando muestras de una exagerada cortesía. En el exterior, los dos mozos de cuadra esperaban muy cerca, y mi súbita salida los desconcertó un poco. No puedo asegurar que hubieran estado escuchando, pero estaban lo suficientemente cerca para haber cogido algún fragmento de la conversación. Cuando pasé delante de ellos agité la mano en respuesta a sus saludos, y me dio la impresión de que ello también se alegraban de verme marchar.
Parecerá extraño, pero debo añadir, en honor a la verdad, que, a pesar de estar empeñado en llevar a cabo la investigación que le había prometido a mi hijo Roland, y de estar convencido de que su salud —y tal vez su vida— dependían del resultado de mis averiguaciones, sentí una inexplicable repugnancia a pasar por las ruinas cuando caminaba de regreso a casa. Mi curiosidad era intensa; y con todo, mi voluntad no podía dominar a mi cuerpo, que me impulsaba a pasar de largo. Es probable que los científicos lo interpreten de otra manera y atribuyan mi cobardía al estado de mi estómago. Continué avanzando, pero si hubiera hecho caso a mis impulsos, habría cambiado de dirección y echado a correr inmediatamente. Todo mi ser se rebelaba contra ello; mi pulso se aceleró, y mi corazón empezó a latir violentamente, como si asestasen martillazos contra mis oídos y cada uno de mis centros sensitivos.
Era una noche muy oscura, como he dicho; la vieja mansión, con su informe torre, surgía amenazadora a través de las tinieblas, como una pesada masa, más negra aún que la propia noche. Por otra parte, los grandes y sombríos cedros, de los que estábamos tan orgullosos, contribuían a cerrar la noche. Mi confusión era tan grande, que me desvié del camino y no pude evitar lanzar un grito cuando me golpeé con algo sólido. ¿Qué era? El contacto con la cal y la dura piedra, y las espinosas ramas de las zarzas me devolvieron a la realidad. «Oh, es el viejo frontispicio» —dije en voz alta, y solté una risita para tranquilizarme. El áspero tacto de las piedras me reconfortó. A medida que las palpaba, desaparecía mi estúpida locura visionaria. ¿Por qué una cosa tan fácil de explicar me había desviado del sendero en medio de la oscuridad? Este pensamiento me infundió nuevos ánimos, como si una mano sabia me hubiera quitado de encima las necedades de la superstición. Después de todo, ¡qué absurdo!. ¿Qué importancia podría tener que yo tomara un camino u otro? Me eché a reír de nuevo, esta vez más animado. Y de pronto, en un instante de vértigo, la sangre se me heló en las venas; un escalofrío me recorrió la columna vertebral y las fuerzas me abandonaron. A mi lado, muy cerca de mis pies, sentí un suspiro. No era un gemido ni un lamento; no, no era algo tan tangible... Era un suspiro bajo, tenue e inarticulado. Di un salto hacia atrás y mi corazón dejó de latir. ¿Un error? No, no era posible que me hubiera equivocado. Lo había sentido nítidamente, como si hubiera sido mi propia voz. Era un suspiro débil y fatigado, muy prolongado, como si se alargara al máximo para vaciar en él toda la tristeza del mundo. Escuchar una cosa semejante en la oscuridad, en la soledad de la noche, aunque todavía era temprano, producía un efecto que soy incapaz de describir. En ese momento sentí algo frío que se deslizaba sobre mí, algo que subía hasta mis cabellos y bajaba hasta mis pies, que estaban clavados en la tierra. Con voz temblorosa grité: «¿Quién está ahí?», igual que había hecho antes; pero no obtuve respuesta.
No sé cómo me las arreglé para llegar a casa; ya no sentía indiferencia hacia aquella cosa, fuera lo que fuera, que rondaba por las ruinas. Mi escepticismo sehabía disipado como la niebla. Ahora estaba firmemente convencido, al igual que Roland, de que allí había algo; y no quería engañarme a mí mismo pensando que había sido una alucinación. Hay movimientos y sonidos en la naturaleza perfectamente comprensibles, como el crujido de las pequeñas ramas en la escarcha, o la gravilla del sendero, que a veces producen un efecto tan fantástico que uno se pregunta intrigado quién lo ha producido; pero esto sucede cuando no hay un verdadero misterio. Les aseguro que estos efectos son incomparablemente más turbadores cuando se sospecha que hay algo. Yo distinguía y comprendía aquellos sonidos; pero no comprendía el susurro. No era una simple manifestación de la Naturaleza; había una intención, un sentimiento..., el espíritu de una criatura invisible. Ciertamente, la naturaleza humana se estremece cuando se enfrenta con un hecho semejante. Era la manifestación de una criatura invisible, donde perduran aún sensaciones, sentimientos, una capacidad de expresarse a sí mismo.
Ahora no tenía la necesidad imperiosa de dar la espalda al escenario de los acontecimientos que había experimentado al ir hacia las cuadras, pero corrí a casa impelido por el deseo de hacer lo que fuera preciso para descifrar el misterio. Cuando llegué, Bagley estaba en el salón, como de costumbre. Siempre estaba allí a esa hora de la tarde, aparentando estar muy ocupado, pero yo sabía que jamás hacía nada. La puerta se abrió y me precipité jadeando en el interior. Sin embargo, la serenidad de su mirada cuando vino a ayudarme a quitarme el abrigo me tranquilizó por un momento. Cualquier cosa que se apartara de la normalidad, cualquier cosa incomprensible o ilógica se desvanecía en presencia de Bagley. Si ustedes lo vieran, se maravillarían de su compostura: la perfección de la raya de sus cabellos, el modo de anudarse la corbata en el blanco cuello, la caída de los pantalones: todo perfectas obras de arte. Pero lo que marcaba la diferencia es que cualquiera podía ver cómo estaban realizadas. Me arrojé literalmente sobre él, sin darme cuenta del enorme contraste que existía entre la moderación de este hombre y la clase de asunto que yo iba a proponerle.
—Bagley —dije—, quiero que vengas conmigo esta noche a buscar...
—Furtivos, coronel —dijo con un rebosante destello de placer.
—No, Bagley, es algo mucho peor —exclamé.
—Bien, coronel. ¿A qué hora? —dijo, a pesar de que yo no le había explicado todavía de qué se trataba.
Salimos a las diez de la noche. En el interior de la casa todo estaba en calma. Mi mujer acompañaba a Roland, que había pasado el día tranquilo, según me informó, y que (a pesar de que la fiebre debía seguir su curso) había mejorado desde que yo llegué. Le aconsejé a Bagley que se pusiera un grueso abrigo sobre su chaqueta de noche, al igual que había hecho yo, y también unas fuertes botas, porque el suelo estaba como una esponja, o peor. Mientras hablaba con él, casi me olvidé de la aventura que íbamos a emprender.
La oscuridad era más espesa que antes. Bagley no se apartaba de mi lado. Yo llevaba una pequeña linterna que nos ayudaba a orientarnos. Por fin llegamos a la curva en que los senderos se bifurcan. A un lado estaba el césped, con la pista para jugar a los bolos, del que las chicas se habían apoderado para jugar al croquet. Era un precioso recinto rodeado por grandes setos de acebo, que tendrían más de trescientos años de edad. Más allá se destacaban las ruinas. A ambos lados se extendían las tinieblas; pero antes de llegar a las ruinas había una pequeña abertura desde la que podíamos vislumbrar los árboles y la línea más iluminada de la avenida. Pensé que era mejor parar allí y tomar aliento.
—Bagley —dije—, hay algo en las ruinas que no puedo comprender. Allí nos dirigimos. Mantén los ojos abiertos y camina con mucho cuidado. Estate preparado para atacar cualquier cosa extraña que veas, ya sea hombre o mujer. No le hagas daño, pero captúralo; ya te digo, cualquier cosa que veas.
—Coronel —dijo Bagley, con un pequeño temblor en su aliento—, dicen que hay algo allí..., algo que no se puede calificar ni de hombre ni de mujer.
No había tiempo de explicaciones.
—¿Te atreves a seguirme, compañero? Esta es la cuestión —dije.
Bagley se cuadró sin decir una palabra y saludó. En ese momento supe que no tenía nada que temer.
Avanzamos hasta el lugar donde yo suponía que había llegado cuando escuché el suspiro. La oscuridad, sin embargo, era tan densa que todas las referencias de árboles y senderos habían desaparecido. En determinados momentos notábamos que caminábamos sobre la grava; en otros nos sumergíamos silenciosamente en la resbaladiza hierba: eso era todo. Apagué mi linterna porque no deseaba espantar a nadie, quienquiera que fuese. Creo que Bagley seguía exactamente mis pasos según nos acercábamos al lugar donde yo suponía que se levantaba la inextricable masa de ruinas de la antigua mansión. Era harto trabajoso avanzar a tientas en su busca, y la única señal de nuestros progresos eran las impresiones que producían nuestros pies en la tierra húmeda. Al cabo de un rato me paré para intentar averiguar dónde nos encontrábamos. Todo estaba muy silencioso, pero no más de lo que es usual en una noche de invierno. Los sonidos que ya he mencionado —el rumor de las ramas; el rodar de alguna piedra, el crujido de las hojas muertas, el deslizamiento de una criatura entre la hierba— eran perceptibles si se prestaba atención. Quizá estos ruidos son misteriosos cuando la mente no está preocupada, pero en aquellos momentos los sentía como signos reveladores de que la Naturaleza estaba viva, a pesar de la gélida mortaja de la escarcha. Mientras permanecíamos allí, silenciosos e inmóviles, llegó hasta nuestros oídos el prolongado ulular de una lechuza desde los árboles de la garganta. Bagley había entrado en un estado de nerviosismo general, y se sobresaltó con el grito, aunque no sabía exactamente qué era lo que le asustaba. Para mí aquel grito fue agradable y estimulante, pues me resultaba comprensible.
—Una lechuza —dije en voz baja.
—Sssí, Coronel —dijo Bagley, al que le castañeteaban los dientes.
Permanecimos inmóviles durante cinco minutos, mientras la voz de la lechuza quebraba la quietud del aire, ensanchándose en círculos y perdiéndose finalmente en la oscuridad. Este sonido, que no es de los más agradables de escuchar, casi consiguió alegrarme. Era natural y mitigaba la tensión de mi mente. Reanudé el camino con renovadas fuerzas, pues mi excitación nerviosa se había suavizado. De repente, muy cerca, a nuestros pies, estalló un grito. Me lancé hacia atrás impelido por la sorpresa y el terror y fui a parar bruscamente contra la superficie áspera de los muros y las zarzas con las que me había golpeado antes. Este nuevo sonido surgía de la tierra... Era una débil, quejumbrosa y dolorida voz, llena de angustia y sufrimiento. El contraste entre este sonido y el grito de la lechuza era indescriptible. Uno era saludable, por lo que tenía de salvaje y natural, y no hacía mal a nadie; el otro le helaba a uno la sangre en las venas, y estaba preñado de miseria humana. Con gran esfuerzo —pues me temblaban las manos, a pesar de que hacía lo imposible por mantener la serenidad—, conseguí encender la linterna. La luz se proyectó como algo vivo, e iluminó el lugar en un instante. Estábamos dentro de lo que podía haber sido el interior del edificio en ruinas, del que sólo quedaba el frontispicio. Estaba ahí, al alcance de la mano, con su puerta vacía, que comunicaba directamente con las tinieblas del parque. La linterna iluminaba un trozo del muro, cubierto de brillante hiedra, que parecía una nube de oscuro verdor. Iluminaba también las zarzas y los espinos, que se agitaban sombríamente a uno y otro lado; y debajo, aquella puerta abierta y vacía..., una puerta que conducía a la nada. La voz surgía del exterior y se extinguía justamente al llegar al extraño escenario que nos mostraba la luz. Hubo un momento de silencio, pero en seguida estalló de nuevo. El sonido era tan cercano, tan penetrante, tan angustioso, que la linterna se me cayó de las manos como consecuencia del sobresalto nervioso que experimenté. Mientras la buscaba a tientas en la oscuridad, Bagley me agarró de la mano. Creo que el hombre debía de estar de rodillas, pero en esos momentos yo estaba demasiado alterado para fijarme en los pequeños detalles. Se aferró a mí, aterrorizado, olvidando su acostumbrada corrección.
—Por amor de Dios, ¿qué es eso, señor?
Si yo me dejaba dominar por el pánico también, estábamos perdidos.
—No lo sé —dije—. No sé más que tú; eso es lo que tenemos que averiguar. Arriba, compañero, arriba.
Le ayudé a incorporarse.
—¿Prefieres dar la vuelta y examinar la otra parte, o quedarte aquí con la linterna?
Bagley jadeó, y me miró con cara de terror.
—¿No podemos quedarnos juntos, coronel? —dijo; las rodillas le temblaban ostensiblemente.
Le empujé contra la esquina del muro y le puse la linterna en la mano.
—No te muevas de aquí hasta que vuelva. Controla tus nervios y no permitas que nada ni nadie pase por aquí.
La voz estaba a dos o tres metros de nosotros, de eso no cabía duda.
Me encaminé hacia la otra parte del muro, poniendo el mayor cuidado en no separarme de él. La linterna temblaba en las manos de Bagley, pero a través de la puerta vacía se distinguía perfectamente un bloque de luz rectangular que enmarcaba los desmoronados contornos y las masas colgantes de follaje. Al otro lado me pareció ver una especie de bulto. ¿Estaría aquella cosa incomprensible acurrucada allí, en la oscuridad? Me precipité hacia adelante, atravesando el rayo de luz que incidía en el vacío umbral e intenté agarrarlo con las manos... No era más que un enebro que crecía cerca del muro. Mientras tanto, la visión de una figura que atravesaba el umbral había llevado a Bagley al límite de la excitación nerviosa y se abalanzó contra mí, agarrándome por la espalda.
—¡Ya lo tengo, coronel! ¡Ya lo tengo! —gritó, con un tono de voz insospechadamente eufórico.
El pobre hombre había experimentado un gran alivio al pensar que había atrapado a un simple ser humano. Pero en ese preciso instante la voz brotó de nuevo en medio de nosotros, a nuestros pies, tan cercana e intensa que era materialmente imposible que existiera una separación. Bagley se apartó violentamente de mi lado y se estrelló contra el muro, con la mandíbula desencajada, como si le estuvieran matando. Supongo que en ese mismo instante se dio cuenta de que era a mí a quien había atrapado. Yo, por mi parte, apenas podía dominarme. Le arrebaté la linterna y enfoqué frenéticamente a mi alrededor. Pero nada..., allí no había nada; sólo el enebro —un enebro que juraría que no había visto hasta entonces—, la tupida y brillante hiedra y las zarzas que se agitaban. El sonido estaba ahora a mi lado, pegado a mis oídos; y lloraba, y lloraba como si suplicase por su vida. Yo no sé si escuché las mismas palabras que Roland había escuchado, o si, debido al grado de mi excitación, la imaginación de mi hijo se había apoderado de la mía. La angustiosa voz continuó y la articulación de las palabras era cada vez más nítida, pero ahora se movía de un lado a otro, como si la criatura se desplazara lentamente de atrás hacia adelante. «¡Madre! ¡Madre!», y a continuación una explosión de gemidos y lamentos. A medida que mis nervios se relajaban y me familiarizaba con aquel extraño fenómeno (estoy convencido de que el cerebro humano termina por asimilar cualquier cosa), la impresión de que una desgraciada y miserable criatura se paseaba de un lado a otro de la puerta vacía era cada vez más fuerte. A veces —aunque tal vez fuera cosa de mi imaginación— me parecía escuchar el sonido de unos golpes en la puerta; luego volvían a estallar los sollozos: «¡Oh, madre, madre!» Y todo esto sucedía cerca... muy cerca del lugar donde yo me encontraba con mi linterna... Ahora delante de mí, ahora detrás... Una criatura desasosegada, angustiada, que lloraba y gemía ante una puerta vacía... una puerta que nadie podría abrir o cerrar nunca más. —¿Lo oyes, Bagley? ¿Entiendes lo que dice? —grité, cruzando el umbral. Bagley permanecía pegado al muro, con los ojos vidriosos, medio muerto de espanto. Movió levemente los labios, intentando responderme, pero de su boca no salía ningún sonido. Después levantó la mano con un curioso movimiento imperativo, como si ordenara que me callara y escuchase. No puedo precisar el tiempo que permanecí escuchando en absoluto silencio. Para mí, aquellos extraños acontecimientos comenzaron a cobrar un interés inusitado, y caí presa de una excitación que no se puede expresar con palabras. Era la evocación de una escena que cualquier ser humano podía comprender: a alguien le era negada la entrada, y ese alguien vagaba de un lado a otro con desasosiego y desesperación. En ocasiones la voz caía al suelo, como si se hubiera tumbado; después se alejaba unos pasos y se tornaba más clara y penetrante: «¡Oh, madre, madre, déjame entrar! ¡Oh, madre, madre, déjame entrar!» Cada palabra era articulada perfectamente. No es extraño que mi hijo se hubiera vuelto loco de pena, intenté concentrar mis pensamientos en Roland y en la confianza que tenía en que yo fuera capaz de hacer algo, pero mi cabeza daba vueltas por la emoción, incluso en esos momentos en que ya había superado parcialmente mi terror. Las palabras se extinguieron finalmente, y sólo quedaron los angustiosos sollozos y lamentos. «En nombre de Dios, ¿quién eres?», grité, sintiendo que usar el nombre de Dios en tales circunstancias era un acto de irreverencia para un hombre que, como yo, no creía en fantasmas ni en cosas sobrenaturales; pero, a fin de cuentas, ya lo había hecho. Me quedé esperando, mientras el corazón me daba tumbos del miedo que tenía a ser respondido. No sabría explicar por qué me sucedían estas cosas, pero tenía la impresión de que si había una respuesta, excedería el límite de lo que yo podía soportar. Pero no sucedió tal cosa. El lamento prosiguió, y después, como si se tratara de una escena real, el tono de la voz se fue elevando y las palabras se repitieron una vez más: «¡Oh, madre, déjame entrar! ¡Oh, madre, déjame entrar!», con una expresión de angustia que le partía a uno el corazón.
Como si se tratara de una escena real. ¿Qué quiero decir con esto? Supongo que a medida que se desarrollaban los acontecimientos me sentía menos perturbado. Empecé a recobrar el uso de mis sentidos. Trataba de explicarme el misterio diciéndome que todo esto había sucedido en el pasado, que era el recuerdo de una escena real. No puedo decir por qué me parecía tan satisfactoria y tranquilizadora esta explicación, pero lo cierto es que me tranquilizaba. Seguí escuchando, pero ahora con ánimo diferente, como si fuera espectador de una representación dramática, olvidándome de Bagley, al que creía desmayado contra el muro. Estaba tan absorbido por esta extraña representación que volví en mí violentamente ante la repentina aparición de algo que hizo que el corazón, me diera un vuelco una vez más. Era una figura alargada y negra que movía los brazos en el portal. «¡Entre! ¡Entre! ¡Entre!», gritaba roncamente, con un tono de voz grave y profundo. Y entonces, el pobre Bagley cayó sin sentido a través del umbral. Era un hombre menos complicado que yo, y no había sido capaz de soportarlo por más tiempo. Su repentina aparición me había hecho confundirlo con un ser sobrenatural y, evidentemente, a él le había sucedido lo mismo, de manera que tardé unos segundos en reaccionar. Más tarde recordé que desde el momento en que me puse a atender a Bagley, la voz se había dejado de escuchar. Tardé un rato en conseguir que se recobrara. Realmente debía de haber sido una escena sorprendente; la luz de la linterna se proyectaba y formaba un círculo luminosos en la oscuridad, la pálida cara de Bagley yacía sobre la negra tierra, y yo estaba encima de él, haciendo lo posible para que volviera en sí. Probablemente, si alguien me hubiera visto en ese momento habría pensado que estaba asesinándole. Al fin mis esfuerzos fueron recompensados y conseguí derramarle un poco de brandy en la garganta; se incorporó y miró alrededor desconcertado.
—¿Qué sucede?.—dijo, pero en seguida me reconoció y se esforzó por mantenerse derecho—. Le ruego que me perdone, coronel —añadió débilmente.
Lo llevé a casa como pude, sosteniéndole con mis brazos. El gran hombre estaba tan débil como un niño. Afortunadamente, tardó en recordar lo que había sucedido. Desde el momento en que Bagley cayó al suelo, la voz había cesado y todo quedó en silencio.
—Tiene usted una epidemia en casa, coronel —me dijo Simson a la mañana siguiente —. ¿Qué significa todo esto? Ahora tenemos al mayordomo desvariando acerca de una voz. Esto no se puede tolerar; y, por lo que veo, usted también está complicado en el asunto.
—Sí, estoy complicado, doctor. Pensé que lo mejor sería hablarle a usted con franqueza. Desde luego, el tratamiento de Roland es perfecto, pero el chico no tiene alucinaciones: está tan cuerdo como usted o como yo. Todo lo que dice es cierto.
—Tan cuerdo como usted o como yo... Yo nunca he puesto en duda que el muchacho estuviera cuerdo. Padece trastornos cerebrales, fiebre. No sé lo que le habrá pasado a usted, pero hay algo muy extraño en su mirada.
—Doctor —dije—, no nos puede mandar a todos a la cama. Más vale que atienda y escuche la relación completa de los hechos.
El doctor se encogió de hombros, pero me escuchó pacientemente. Estaba claro que no creía una sola palabra de la historia, pero me escuchó desde el principio hasta el final.
—Mi querido amigo —dijo—. El chico me contó exactamente lo mismo. Es una epidemia. Cuando una persona cae víctima de este tipo de trastornos es casi seguro que dos o tres más terminarán acompañándole.
—Entonces, ¿cuál es su explicación? —dije.
—¡Oh, mi explicación! Ese es otro tema. Nuestros cerebros son propensos a extravagancias y caprichos que no tienen explicación. Podría ser una alucinación, una mala pasada de los ecos o los vientos, una ilusión acústica u otro...
—Acompáñeme esta noche y juzgue usted mismo —dije.
La proposición hizo reír abiertamente al doctor.
—Nos es mala idea —dijo—, pero mi reputación quedará arruinada para siempre si llega a saberse que John Simson ha ido a cazar fantasmas.
—Ya veo —dije—, intenta usted impresionarnos con sus ilusiones acústicas a nosotros, que no somos tan instruidos, pero no se atreve a examinar realmente el fenómeno porque teme que se rían de usted. ¡Eso es ciencia!
—No es ciencia..., es sentido común —dijo el doctor—. Es evidente que se trata de una delusión. Empeñarse en investigarlo no hace sino fomentar una tendencia malsana. ¿Qué beneficio se obtiene de una investigación? Incluso en la suposición de que consiguiera convencerme, me negaría a creerlo.
—Yo habría afirmado lo mismo ayer —dije—. Y no pretendo convencerle ni que se lo crea. Si usted prueba que es una delusión, le estaré enormemente agradecido. Venga; alguien tiene que acompañarme.
—Es usted un exagerado —dijo el doctor—. Ha trastornado a ese pobre hombre, y por lo que se refiere a este asunto, lo ha convertido en un lunático de por vida; y ahora pretende hacer lo mismo conmigo. En fin, por esta vez accederé a sus deseos. Para salvar las apariencias, si me prepara una cama vendré después de mi última visita.
Así pues, acordamos encontrarnos en la puerta del parque y visitar directamente el escenario de los acontecimientos, sin pasar antes por la casa, para que nadie se enterase de nuestras investigaciones. Desde luego era absurdo esperar que el motivo de la repentina enfermedad de Bagley no hubiera llegado al conocimiento de los criados, y era preferible actuar con la mayor discreción. El día se me hizo interminable. Tuve que resignarme a emplear parte de él en hacerle compañía a Roland, lo que constituía para mí una experiencia penosa, porque, ¿qué podía decirle al muchacho? Seguía mejorando, pero su estado general era todavía bastante precario. La temblorosa vehemencia con que se dirigió a mí cuando su madre abandonó el cuarto me llenó de preocupación.
—¡Padre! —dijo en voz baja.
—Sí, hijo mío. Estoy concentrado toda mi atención en el asunto; no es posible hacer más de lo que hago. No he llegado a ninguna conclusión... todavía; pero no he olvidado nada de lo que me dijiste.
Está claro que lo que no podía hacer en ese momento era proporcionarle a su activa imaginación un estímulo para que le diese más vueltas al misterio. Era una situación difícil, porque el muchacho necesitaba una satisfacción. Me miró con tristeza; sus grandes ojos azules brillaban intensamente en su cara blanca y consumida.
—Tienes que confiar en mí—dije.
—Sí, padre. Mi padre me comprende —dijo para sí mismo, como si estuviera calmando alguna duda interior.
Lo dejé tan pronto como pude. Para mí, el chico era lo más precioso que había en la tierra, y su salud constituía mi mayor preocupación; y, a pesar de todo, he de confesar que con la tensión del otro asunto preferí apartarlo de mi mente y no pensar más en él.
Aquella noche, a las once, me encontré con Simson en la puerta del parque. Había venido en tren, y yo mismo le abrí la puerta con cuidado. Lo curioso es que estaba tan absorbido por la investigación que íbamos a iniciar, que apenas reparé en que pasaba por las ruinas cuando fui a buscarle. Yo llevaba mi linterna y él me enseñó una gruesa antorcha que había preparado.
—No hay nada como la luz —dijo, con su habitual tono de burla.
Era una noche muy tranquila, sin apenas un sonido, aunque no tan oscura. No tuvimos dificultad en seguir el sendero. A medida que nos aproximábamos al objetivo, podíamos oír un débil gemido, interrumpido ocasionalmente por un llanto amargo.
—Tal vez sea su voz —dijo el doctor—.Ya me suponía qué sería algo por el estilo. Es una pobre bestia que ha caído en una de sus infernales trampas. Estará en algún lugar entre los arbustos.
No dije nada. No tenía miedo, sino una especie de sensación de triunfo al pensar en lo que nos esperaba. Lo conduje hacia el lugar donde Bagley y yo habíamos estado la noche anterior. Un silencio semejante sólo se puede dar en una noche de invierno; era tan profundo que escuchamos en la lejanía el pateo de los caballos en los establos y el golpe de una ventana que se cerraba en la casa. Simson encendió la antorcha y avanzó cautelosamente, escrutando todos los rincones. Parecíamos dos bandidos al acecho de algún infortunado viajero. Pero ningún sonido interrumpía la quietud de la noche. Los gemidos habían cesado bastante antes de que llegáramos a las ruinas. Una o dos estrellas parpadeaban en el cielo, como si nuestros extraños movimientos les causaran cierta sorpresa. El doctor Simson profería mansas risitas entre dientes.
—Ya me lo temía —dijo—. Pasa lo mismo en las sesiones de espiritismo y las otras formas de invocación al más allá. La presencia de un escéptico impide cualquier manifestación. ¿Cuánto tiempo tendremos que estar aquí? Oh, no me quejo. Sólo cuando usted esté satisfecho... Yo ya tengo suficiente.
No puedo negar que estaba enormemente defraudado por este resultado. Me hacía quedar como un estúpido crédulo. Ninguna otra cosa podía rebajarme más ante los ojos del doctor. En el futuro tendría que soportar sus interminables monsergas, y su materialismo y escepticismo aumentarían hasta hacerse intolerables.
—Realmente parece —dije— que no va a haber ninguna...
—Manifestación —concluyó, riendo—; eso es lo que dicen los médiums. No habrá manifestación debido a la presencia de un incrédulo.
Su risa me resultó extraordinariamente incómoda en medio de aquel silencio; y ahora ya era casi medianoche. Pero la risa pareció la señal; antes de que se extinguiera por completo, los gemidos que habíamos escuchado antes surgieron de nuevo. Se iniciaron a cierta distancia, pero se fueron acercando poco a poco, como si el que los profería estuviera caminando y quejándose a la vez. Ahora ya no era posible pensar que fuera una liebre apresada en una trampa. La aproximación era lenta, como si se tratara de una persona débil que necesitara hacer breves paradas y silencios. Simson, un tanto desconcertado por estos primeros sonidos, dijo sin reflexionar:
—Ese niño no debería salir tan tarde.
Pero sabía tan bien como yo que no era la voz de un niño. A medida que se aproximaba aumentaba el desconcierto del doctor. Se acercó a la puerta con la antorcha en la mano y se quedó quieto, mirando en dirección al sonido. La antorcha no tenía ninguna protección y la llama osciló en el aire de la noche, aunque apenas hacía viento. Proyecté la uniforme y blanca luz de mi linterna sobre el mismo espacio. Fue como un incendio en medio de las tinieblas. Un helado estremecimiento me invadió cuando se produjo la primera manifestación de la voz, pero confieso que, según se acercaba, mi único sentimiento fue de satisfacción. El escéptico burlón ya no se burlaría más.
La luz iluminó su cara, y reveló una expresión de total perplejidad. Si estaba asustado lo disimulaba perfectamente; lo cierto es que estaba perplejo. Después, los acontecimientos que tuvieron lugar la noche anterior fueron representados una vez más. Yo asistía a su desarrollo con un extraño sentimiento de repetición. Cada lamento, cada gemido parecía exactamente el mismo. Escuchaba sin atender a mis propias emociones, pensando únicamente en el efecto que produciría en Simson. El hombre mantenía una actitud valerosa, en general. Las idas y venidas de la voz se producían, si podemos confiar en nuestros sentidos, justamente frente a aquella puerta abierta, en ese espacio vacío, iluminado por la luz que caía y resplandecía entre las relucientes hojas de los acebos que crecían a poca distancia. Ni un conejo podría haber cruzado por la hierba sin ser visto: pero allí no había nada. Al cabo de un rato, Simson, con cierta prudencia y resistencia corporal, al menos esa era mi impresión, se encaminó con su antorcha hacia el espacio iluminado. Su figura se recortó con claridad contra el acebo. En ese preciso momento la voz descendió, según su costumbre, como si se arrojara al suelo delante de la puerta. Simson retrocedió bruscamente; parecía haber topado con algo; después bajó la antorcha, con intención de examinar el terreno.
—¿Ve usted algo? —susurré al contemplar su acción, mientras un escalofrío de pánico me recorría los huesos.
—Nada..., sólo un condenado enebro... —dijo.
Yo sabía que su contestación no tenía sentido, porque el enebro estaba en la otra parte. Después se puso a dar vueltas, escrutando con su antorcha todos los rincones, y finalmente volvió a mi lado, a lo que había sido la parte interior. Ya no se burlaba; su rostro aparecía pálido y desencajado.
—¿Cuánto tiempo dura esto? —me susurró, como si temiera interrumpir a alguien que estuviera hablando.
Yo había llegado a un estado de perturbación que me impedía fijarme en si las sucesiones o cambios de voz tenían la misma duración que los de la última noche. De pronto, mientras Simson hablaba, un suave y repetido sollozo atravesó el aire y se extinguió. Si hubiera habido algo visible, habría jurado que en aquel momento estaba acurrucándose en el suelo, al lado de la puerta.
Caminamos hacia la casa en completo silencio, y sólo cuando la tuvimos a la vista me atreví a preguntar.
—¿Qué piensa de todo esto?
—No puedo decir lo que pienso —dijo con rapidez.
Aunque era un hombre moderado, rechazó el clarete que yo iba a ofrecerle, y se tragó el brandy sin diluir que había en la bandeja.
—Escuche, no creo una palabra —dijo, una vez encendida su candela—, y no puedo decirle lo que pienso —añadió desde la mitad de la escalera.
Esta exploración, sin embargo, no me había ayudado a solucionar el problema. Yo tenía que socorrer a una criatura angustiada, que lloraba y suplicaba en la oscuridad, y que para mí poseía ya una personalidad tan clara y definida como cualquier otra. Y si no era capaz de hacerlo, ¿qué le diría a Roland? Tenía el presentimiento de que mi hijo podría morir si no encontraba la manera de ayudar a esa criatura. Puede que les sorprenda que me refiera a ella de esta manera.
Realmente no sabía si era un hombre o una mujer; pero no dudaba de que era un alma en pena, al igual que no dudaba de mi propia existencia, y mi obligación consistía en mitigar esa pena y liberarlo, si era posible. ¿Alguna vez ha tenido un padre preocupado y temeroso por la vida de su único hijo una tarea comparable a ésta? El corazón me decía, por fantástico que pueda parecer, que tenía que cumplir de algún modo este cometido, o perdería a mi hijo para siempre, y pueden comprender que yo prefería morir a que sucediera tal cosa. Pero incluso mi muerte no serviría de nada..., a no ser que me condujera al mismo mundo donde se encontraba el buscador de la puerta.
A la mañana siguiente Simson salió antes del desayuno, y regresó con señales evidentes en sus botas de haber caminado por la húmeda hierba, y un aire de fatiga y preocupación que no decía mucho a favor de la noche que había pasado. Después del desayuno se recuperó un poco y visitó a sus pacientes, ya que Bagley continuaba enfermo. Le acompañé a la estación, pues quería saber su opinión acerca del estado del chiquillo.
—Evoluciona favorablemente —dijo—; por ahora no hay complicaciones. Pero tenga en cuenta que el chico no está para que juguemos con su salud, Mortimer. No le cuente ni una palabra de lo que sucedió anoche.
Entonces me sentí obligado a relatarle mi última entrevista con Roland, y la inaudita petición que me había hecho. Aunque intentó sonreír, pude comprobar que esta información le dejó sumamente desconcertado.
—Entonces tendremos que ser perjuros —dijo— y jurar que usted lo exorcizó. —Pero el doctor era un hombre demasiado bondadoso para quedarse satisfecho con aquello—: La situación es condenadamente delicada para usted, Mortimer. Me gustaría reír, pero no puedo. Espero, por su bien, encontrar una salida a este embrollo. A propósito —añadió en voz baja—, ¿se fijó usted en el enebro que había a mi izquierda?
—Había uno a la derecha de la puerta. Ya noté anoche que cometía usted el mismo error.
—¡Error! —gritó, alzando el cuello de su abrigo, como si tuviera frío. Después lanzó una risita baja y extraña— No había ningún enebro allí esta mañana, ni a la izquierda ni a la derecha. Vaya usted y compruébelo.
Unos minutos después, desde la plataforma del tren, se volvió y me hizo señas para que me acercara.
—Volveré esta noche —dijo a modo de despedida.
Creo que apenas le presté atención al tema del enebro, pues mis preocupaciones particulares me parecían absurdas y anticuadas en medio del bullicio de la estación. La noche anterior había sentido una incomparable satisfacción con la estrepitosa derrota del escéptico doctor. Pero ahora tenía que enfrentarme con la parte más delicada del problema. Desde la estación me encaminé directamente a la rectoría, que estaba situada en una pequeña meseta en la orilla opuesta a los bosques de Brentwood. El sacerdote pertenecía a esa clase de gente que antiguamente abundaba en Escocia, y que a medida que pasa el tiempo es menos frecuente. Era un hombre de familia acomodada, educado al estilo escocés, fuerte en filosofía, no tan fuerte en griego y, sobre todo, fuerte en experiencia —un hombre que se había encontrado en el curso de su vida con las personas más notables de Escocia— y del que se decía que estaba extraordinariamente versado en doctrina, sin infringir la tolerancia, virtud para la cual los ancianos —gente bondadosa al fin y al cabo— están especialmente dotados. Estaba chapado a la antigua, y quizá no reflexionaba tanto en los abstrusos problemas teológicos como los jóvenes, ni se interesaba por los áridos problemas que plantean la confesión o la fe; pero comprendía la naturaleza humana, lo que tal vez es más útil. Me dispensó una cordial bienvenida.
—Adelante, coronel Mortimer —dijo—. Me alegro de verle; es señal de que el niño mejora. ¿Se encuentra bien? ¡Dios sea alabado! ¡Que el Señor le proteja y le bendiga! Este pobre siervo reza mucho por él, y eso no puede hacerle daño a nadie.
—Necesitará todas las oraciones, doctor Montcrieff —dije—, y también su consejo.
Entonces le conté toda la historia; más de lo que le había contado a Simson. El viejo sacerdote me escuchó sin poder contener algunas exclamaciones de asombro y al final se le empañaron los ojos.
—Es hermoso —dijo—. No recuerdo haber oído nada parecido. Es tan hermoso como cuando Burns deseó la liberación de... bueno, de alguien por el que no se rezaba en ninguna iglesia. ¡Ay! Así que el chico quiere que usted consuele a ese pobre espíritu extraviado... ¡Dios le bendiga! Hay algo sublime en todo esto, coronel Mortimer. ¡Incluso la fe que el niño tiene en su padre! Me gustaría hablar de ello en un sermón. —El anciano caballero me dirigió una mirada de alarma, y dijo—: No, no: no quería decir sermón, pero debo escribir un artículo en el Children's Record.
Vi el pensamiento que había cruzado por su cabeza. Pensó, o temió que yo pensara, en un sermón fúnebre. Pueden creerme: la idea no me resultó agradable.
No puedo decir que el doctor Montcrieff me diera algún consejo. ¿Acaso es posible dar un consejo en un asunto de tal naturaleza? Sin embargo dijo:
—Creo que yo también debo ir. Soy un hombre viejo; soy menos propenso a asustarme que aquellos que están todavía lejos del mundo invisible. Este misterio me obliga a pensar en mi propio viaje al más allá. No tengo ideas rígidas sobre esta materia. Iré yo también; y, tal vez, en el momento adecuado, el Señor nos ilumine y nos muestre lo que hay que hacer.
Sus palabras me aliviaron un poco, mucho más de lo que Simson había hecho. No sentía un gran deseo por aclarar las causas del fenómeno. Era otra cosa lo que me preocupaba: mi hijo. En cuanto al desgraciado espíritu de la puerta abierta, como he dicho, dudaba menos de su existencia que de la mía. Para mí no era un fantasma. Había conocido a la criatura..., y sufría. Esta era mi impresión sobre ella; la misma que tenía Roland. La primera vez que la escuché me destrozó los nervios; pero ahora ya no tenía miedo: un hombre se acostumbra a todo. El problema consistía en hacer algo por ella. ¿Cómo ayudar a un ser invisible, un ser que, alguna vez en el tiempo, había sido mortal? «Tal vez, en el momento adecuado, el Señor nos ilumine y nos muestre lo que hay que hacer.» Desde luego, es una frase de lo más anticuada, y, probablemente, una semana antes yo me habría reído (aunque sin malicia) de la credulidad del doctor Montcrieff; pero había un gran consuelo, no sé si racional o de otro tipo que no podría explicar, en el simple tono de sus palabras.
El camino que llevaba a la estación y al pueblo atravesaba la garganta, pero no pasaba por las ruinas. A pesar de que la luz del sol, el aire fresco, la belleza de los árboles y el sonido del agua son excelentes tranquilizantes para el espíritu, mi mente estaba tan absorbida por el misterio, que no pude evitar torcer a la izquierda cuando llegué a lo alto de la garganta, y encaminarme hacia el lugar que se podría denominar como el escenario de mis pensamientos.
Estaba bañado por la luz del sol, como el resto del mundo. El ruinoso frontispicio miraba al Este, y debido a la posición que ocupaba el sol en ese momento, la luz entraba a raudales por el portal, proyectando —tal y como la linterna había hecho— un torrente de luz sobre la hierba húmeda de la otra parte. Había una extraña fascinación en la puerta abierta —tan inútil, una especie de emblema de la vanidad—; una puerta completamente aislada, libre —de modo que uno podría ir adonde se le antojara, a pesar de su primitiva función de cierre—; una entrada que ya no tenía sentido, que no conducía a lugar alguno. ¿Y por qué razón una criatura debía suplicar y sollozar para entrar a... un lugar que ya no existía, o permanecer afuera, en el umbral de la nada? Era imposible reflexionar durante mucho tiempo en ello sin que la cabeza te diera vueltas. No obstante recordé lo que Simson me había dicho del enebro y me reí para mis adentros al considerar la inexactitud de su observación y lo equivocado que puede estar incluso un hombre de ciencia. Ahora mismo me parecía estar viendo la luz de mi linterna reflejándose en la superficie húmeda y brillante de las hojas puntiagudas de la derecha..., ¡y él habría sido capaz de ir a la hoguera manteniendo que estaba a la izquierda! Me acerqué a comprobarlo. Y, en efecto, el doctor estaba en lo cierto, al menos en una cosa: allí no había ningún enebro, ni a la derecha ni a la izquierda. Esto me dejó desconcertado, aunque, al fin y al cabo, no se trataba más que de un mero detalle. No había nada: tan sólo unas zarzas que el viento agitaba, y la hierba que crecía al pie de los muros. Pero, después de todo, aunque por un momento había conseguido impresionarme, ¿qué importaba? Había huellas, como si alguien hubiera caminado arriba y abajo, frente a la puerta; pero podían ser nuestras, y, además, todo aparecía diáfano y reinaba la paz y el silencio. Durante un rato examiné el resto de las ruinas —las que formaban el cuerpo principal de la vieja mansión— como ya había hecho anteriormente. Sobre la hierba se destacaban algunas señales desperdigadas, pero no se podía afirmar con certeza que fueran pisadas; de cualquier modo, aquello no explicaba nada. El primer día había examinado cuidadosamente las habitaciones en ruinas. Estaban llenas de tierra y escombros, helechos marchitos y zarzas; desde luego, nadie podía guarecerse allí.
Me molestó enormemente que Jarvis me viera salir de aquel lugar; venía a pedirme instrucciones. No sé si mis expediciones nocturnas habían llegado al conocimiento de los criados, pero su mirada era harto significativa. Había en ella algo que me recordó el sentimiento que yo mismo había experimentado cuando Simson tuvo que tragarse su escepticismo. Jarvis estaba satisfecho de que la veracidad de su relato hubiera quedado fuera de toda duda. Yo jamás había hablado a uno de mis sirvientes en un tono tan perentorio como el que empleé con él. Lo envié a paseo «con cajas destempladas», según me dijo el hombre más tarde. La verdad es que en aquel momento no toleraba ningún tipo de interferencia.
Pero lo más extraño de todo es que no era capaz de enfrentarme con Roland. No subí a su cuarto, como habría hecho de forma natural en otras circunstancias. Las chicas no lo comprendían. Veían algo misterioso en todo ello.
—Mamá se ha ido a la cama —dijo Agatha—; Roland ha pasado muy buena noche.
—¡Te quiero tanto, papá! —exclamó la pequeña Jeanie, abrazándome de la forma tan encantadora en que ella solía hacerlo.
Al final me vi obligado a ir, pero ¿qué podía decirle? Lo único que podía hacer era besarle y decirle que estuviera tranquilo, que estaba haciendo lo imposible por resolverlo. Hay algo místico en la paciencia de un niño.
—Me pondré bueno, ¿verdad, papá? —dijo.
—¡Dios lo quiera! Eso espero, Roland.
—¡Oh, sí, todo saldrá bien!
Quizá el chico se daba cuenta de que yo estaba muy nervioso, y que por esa razón no me quedaba con él el tiempo que yo hubiera deseado. Pero las niñas estaban muy sorprendidas y me miraban con gestos de extrañeza.
—Si yo estuviera mala, papá, y tú te quedaras tan poco tiempo a mi lado, se me partiría el corazón —dijo Agatha.
Pero el niño tuvo un sentimiento de simpatía. Comprendía que en otras circunstancias yo jamás me habría comportado de esa manera. Me encerré en la biblioteca, pero no conseguí tranquilizarme y me paseé de un lado a otro como una fiera enjaulada. ¿Qué podía hacer? Y si no era capaz de hacer nada, ¿qué sería de mi hijo? Estas eran las preguntas que me perseguían sin descanso por los vericuetos de mi cerebro.
Simson volvió a la hora de la cena, y cuando la casa se quedó en silencio y los sirvientes se fueron a la cama, salimos a encontrarnos con el doctor Montcrieff, como se había convenido, en lo alto de la garganta. Simson, por su parte, estaba dispuesto a burlarse del teólogo.
—Si hay que hacer encantamientos, cortaré por lo sano.
No le repliqué. No le había invitado; podía irse o quedarse, lo dejaba a su antojo. Según avanzábamos, crecía su locuacidad más de lo que mi espíritu podía soportar.
—Una cosa es cierta —dijo—: tiene que haber intervención humana. Todo esto de las apariciones no son más que bobadas. Nunca he estudiado a fondo las leyes del sonido, y hay muchos aspectos de la ventriloquia de los que apenas sabemos nada.
—Si no le importa —dije—, me gustaría que se reservara esa clase de comentarios para usted mismo, Simson. No estoy de humor para soportarlos.
—Oh, creo que sé respetar las creencias ajenas —dijo.
El simple tono de su voz me resultó extremadamente irritante. No me explico cómo la gente puede aguantar a estos científicos cuando no se está de humor para escuchar sus sarcásticas opiniones. El doctor Montcrieff se reunió con nosotros a las once, la misma hora en que iniciamos la exploración la noche anterior. Era un hombre voluminoso, de rostro venerable y cabellos blancos; viejo, pero rebosante de vigor, a quien un paseo en una noche fría intimidaba menos que a muchos jóvenes. Al igual que yo, llevaba una linterna. Estábamos bien provistos de medios de iluminación, y éramos hombres resueltos. Celebramos un rápido consejo, y decidimos separarnos y apostarnos en lugares diferentes. El doctor Montcrieff se quedó en el interior —si es que se puede hablar de interior cuando no hay más que un muro—. Simson se colocó en la parte cercana a las ruinas, para interceptar cualquier comunicación con el cuerpo principal de la vieja mansión, que era el tema que se le había metido en la cabeza. Yo me aposté al otro lado. Es evidente que nada podía acercarse sin ser visto. También la noche anterior había sido así. Ahora, con nuestras tres luces proyectándose en medio de las tinieblas, todo el lugar aparecía iluminado. La linterna del doctor Montcrieff —una linterna antigua que no se podía apagar, provista de una tapadera calada y ornamental— brilló con fuerza en la oscuridad y arrojó un haz de luz hacia arriba. La había colocado en la hierba, en lo que podía haber sido el centro de la habitación. La iluminación adicional que Simson y yo suministrábamos desde ambos lados, impidió que se produjese el efecto acostumbrado de un chorro de luz saliendo de la puerta. Al margen de estos detalles, todo era igual a la noche anterior.
Y lo que ocurrió fue exactamente lo mismo, con el mismo sentido de repetición, punto por punto, que yo había presenciado las noches precedentes. Les aseguro que sentí como si el dueño de la voz, al caminar de arriba abajo, en su tormento, me empujará y me desplazara de un lado a otro, aunque estas son palabras completamente vacías si tenemos en cuenta que la luz de mi linterna y la de la antorcha de Simson se proyectaban con nitidez a lo largo de una amplia extensión de hierba, sin encontrar sombra o interrupción alguna. Yo, por mi parte, había dejado de estar asustado. Mi corazón se desgarraba de piedad y preocupación: piedad por una atormentada criatura humana que gemía y suplicaba de esa forma, y preocupado por mí mismo y por mi hijo. ¡Dios! Si no encontraba ayuda —¿y qué ayuda podría encontrar?— Roland moriría.
Permanecimos en absoluto silencio hasta que se agotó el primer estallido, como yo sabía (por experiencia) que ocurriría. El doctor Montcrieff, para quien el fenómeno era nuevo, permanecía completamente inmóvil al otro lado del muro, igual que nosotros en nuestros puestos. Mientras se oía la voz, mi corazón se había mantenido a un ritmo casi normal. Ya me había acostumbrado, y mi pulso no se aceleraba como me había ocurrido la primera vez. Pero en el instante en que se arrojó sollozando ante la puerta (no puedo usar otras palabras), sucedió algo que hizo que la sangre me hirviera y que el corazón me subiera a la boca. Era una voz que procedía de la parte interior del muro: la voz familiar del anciano sacerdote.
Estaba preparado para oír algún tipo de abjuración; pero, desde luego, no para lo que oí. La voz le brotó balbuciente, como si estuviera demasiado conmovido para una correcta pronunciación.
—¡Willie! ¡Willie! ¡Dios nos asista! ¿Eres tú?
Estas sencillas palabras me produjeron el efecto que la voz de la invisible criatura había dejado de producirme. Pensé que el anciano, a quien había expuesto a semejante peligro, se había vuelto loco de terror. Corrí hacia la otra parte del muro, enloquecido yo mismo ante esta idea. El hombre seguía en pie, en el mismo lugar donde le había dejado; la linterna que yacía a sus pies proyectaba sobre la hierba su sombra borrosa y alargada. Mientras me acercaba, elevé la luz de mi linterna para verle la cara. Estaba muy pálido; tenía los ojos húmedos y brillantes, la boca entreabierta y los labios temblorosos. No pareció verme, ni oírme. Simson y yo, que habíamos pasado ya por esa experiencia, nos arrimamos el uno al otro para darnos ánimos y poder resistirlo. Poro él ni siquiera se enteró de que yo estaba allí. Todo su ser parecía absorbido por la angustia y la ternura. Alzó las manos, temblando; aunque yo creo que temblaba por la angustia, no por el miedo. Y entonces empezó a hablar:
—Willie, si eres tú..., y si esto no es un engaño de Satán, eres tú... ¡Willie, muchacho! ¿Por qué vienes aquí y espantas a personas que no te conocen? ¿Por qué no vienes a mí?
Pareció esperar una respuesta. Cuando se extinguió su voz, su semblante, con todas las facciones en movimiento, continuó hablando. Simson me produjo otro terrible sobresalto al deslizarse sigilosamente a través de la puerta con su antorcha, espantado, con una curiosidad tan desesperada como la mía. Pero el sacerdote continuó hablando con otra persona, sin reparar en Simson. Su voz tenía ahora un tono de reconvención.
—¿Te parece justo venir aquí? Tu madre murió con tu nombre en los labios. ¿Acaso piensas que habría sido capaz de cerrarle la puerta a su propio hijo? ¿Crees que el Señor te cerrará la puerta, criatura de poca fe? ¡No! ¡Te lo prohíbo! —gritó el anciano.
La angustiada voz reanudó los lamentos. El sacerdote avanzó un poco, repitiendo sus últimas palabras en un tono imperativo.
—¡Te lo prohíbo! ¡No supliques más! ¡Regresa a tu mundo, espíritu errante! ¡Regresa! ¿Me oyes? ¡Yo que te bauticé, que me esforcé a tu lado, que he intercedido por ti ante el Señor!... —en ese momento bajó el tono—: Y ella también, ¡pobre mujer! Es a ella a quien suplicas. Ya no está aquí. La hallarás con el Señor. Ve allá y búscala..., pero no aquí. ¿Me oyes, muchacho? Ve tras ella. El Señor te dejará entrar, aunque sea tarde. ¡Ten valor, muchacho! Si has de postraste, y llorar y suplicar, que sea ante la puerta del Cielo, no ante las ruinas del portal de la casa de tu madre.
Se detuvo para tomar aliento. La voz también se había callado; pero no como lo había hecho siempre, cuando se cerraba la serie y se agotaban las repeticiones, sino con un gemido entrecortado, como si estuviera abrumada. Entonces el sacerdote volvió a hablar.
—¿Me estás oyendo, Will? Oh, criatura, siempre te gustaron las cosas miserables. Déjalas ahora. ¡Ve a la casa del Padre..., del Padre! ¿Me estás oyendo?
El anciano cayó al suelo de rodillas, levantó el rostro y extendió sus temblorosas manos hacia el cielo, completamente blanco bajo la luz que se abría paso a través de las tinieblas. Yo resistí todo el tiempo que pude, y, entonces, no sé por qué razón, yo también caí de rodillas. Simson permanecía de pie en el umbral, con una expresión en el rostro que es imposible describir con palabras; el labio inferior caído, y la mirada fija, de demente. Parecía que era a él, a aquella imagen de profunda ignorancia y asombro, a quien estábamos rogando. Durante todo ese tiempo, la voz permanecía en el mismo sitio, emitiendo un sollozo bajo y contenido.
—Señor —dijo el sacerdote—; Señor, llévalo a tu morada eterna. La madre a quien suplica está Contigo. ¿Quién sino Tú puede abrirle la puerta? Señor, ¿acaso es demasiado tarde o demasiado difícil para Ti? Señor, ¡haz que la mujer lo deje entrar! ¡Haz que ella lo deje entrar!
Salté hacia adelante para coger con los brazos algo que se lanzó frenéticamente a través de la puerta. La ilusión fue tan fuerte que no me detuve hasta que noté que mi frente rozaba la pared y mis manos apretaban un puñado de tierra: allí no había nadie a quien salvar de una caída, como yo, en mi desvarío, había creído. Simson alargó la mano y me ayudó a levantarme. Estaba tembloroso y helado, con el labio inferior colgando, y apenas podía articular palabra.
—Se ha ido... —dijo tartamudeando—. Se ha ido.
—Nos apoyamos el uno en el otro durante un momento, temblando de tal manera los dos que todo el escenario parecía temblar también, como si fuera a disolverse y desaparecer. No podré olvidarlo mientras viva: el resplandor de aquellas extrañas luces, la oscuridad que se cernía alrededor, y la figura arrodillada, con toda la blancura de la luz concentrada sobre su cabeza canosa y venerable y sus manos, que se extendían hacia lo alto. Un misterioso y solemne silencio nos envolvía. Sólo una palabra brotaba a intervalos de los labios del sacerdote:
—¡Señor! ¡Señor!
No nos veía, y tampoco pensaba en nosotros.
Nunca sabré cuánto tiempo estuvimos allí, como centinelas, vigilando sus plegarias, mientras sosteníamos las luces confusos y aturdidos, sin comprender apenas lo que hacíamos. Por fin el anciano levantó sus rodillas del suelo, se estiró en toda su altura, elevó los brazos, tal como se hace en Escocia al finalizar un servicio religioso, y, con aire de solemnidad, dio su bendición apostólica... Pero ¿a qué? A la tierra silenciosa, a los bosques tenebrosos, a la inmensidad del cielo..., pues nosotros no éramos más que meros espectadores que apenas pudimos pronunciar, jadeantes, la palabra ¡amén!
Yo creía que debía de ser medianoche cuando emprendimos el camino de regreso. En realidad era mucho más tarde. El doctor Montcrieff me cogió del brazo. Caminaba lentamente, dando muestras de estar extenuado. Se diría que veníamos de velar a un muerto. Había algo que hacía que el mismo aire se mantuviera solemne y quieto. Algo parecido a esa sensación de alivio que queda siempre después de una lucha a muerte. La perseverante Naturaleza, que no conoce el desaliento, resurgía en nosotros según retornábamos a los caminos ordinarios de la vida. Durante un rato no intercambiamos ninguna palabra; pero cuando salimos de entre los árboles y nos acercamos a los terrenos despejados que se abrían en las proximidades de la casa, desde donde podíamos contemplar la bóveda celeste, el propio doctor Montcrieff fue el primero en tomar la palabra.
—Debo marcharme —dijo—. Me temo que ya es muy tarde. Bajaré por la garganta, por el mismo camino por el que vine.
—Pero no solo. Yo le acompaño, doctor.
—Bien. No me opongo. Soy viejo, y la agitación me agota más que el trabajo. Sí, le agradeceré que me permita apoyarme en su brazo. Esta noche, coronel, me ha prestado muy buenos servicios.
Apreté su mano bajo mi brazo, sin fuerzas para responderle. Pero Simson, que se había decidido a acompañarnos y avanzaba con su antorcha encendida en un estado de semiinconsciencia, volvió en sí, aparentemente, al oír el sonido de nuestras voces, y apagó la tosca llama con un movimiento brusco, como si se sintiera avergonzado.
—Deje que yo lleve la linterna —dijo—; es muy pesada.
Se recuperó de una sacudida y, en un instante, el espectador pasmado que había sido se convirtió en el habitual cínico y escéptico.
—Me gustaría hacerle una pregunta —dijo—. ¿Cree usted en el Purgatorio, doctor? Que yo sepa, no es dogma de la Iglesia.
—Señor —dijo el doctor Montcrieff—, a veces un hombre viejo como yo no está seguro de lo que cree. Sólo hay una cosa que me parece indudable: el amor y la bondad de Dios.
—Pero yo creía que eso era en esta vida. No soy teólogo...
—Señor —respondió el anciano, con un temblor que recorrió todo su esqueleto—, si yo viera a un amigo atravesando la puerta del infierno, no desesperaría, pues su Padre aún podría cogerle de la mano..., si llorara como tú.
—Reconozco que es muy extraño. No consigo entenderlo. Tiene que haber intervención humana, estoy seguro. Doctor, ¿cómo logró usted saber de quién se trataba?
El sacerdote extendió la mano con el gesto de impaciencia que mostraría un hombre al que le preguntaran cómo había reconocido a su hermano.
—¡Bah! —dijo, y luego añadió en tono solemne—: ¿Cómo no iba a reconocer a una persona a la que conozco mejor, mucho mejor, de lo que le conozco a usted?
—Entonces, ¿usted lo vio?
El doctor Montcrieff no respondió. Se limitó a mover la mano otra vez con gesto de impaciencia, y siguió andando, apoyándose con fuerza en mi brazo. Caminamos largo rato sin decir palabra, metiéndonos por sombríos senderos, escarpados y resbaladizos a causa de la humedad invernal. El aire permanecía en calma; apenas un susurro en las ramas de los árboles, que se confundía con el sonido del agua del arroyo, en dirección al cual estábamos descendiendo. Cuando volvimos a hablar, lo hicimos sobre temas sin trascendencia, como la altura del río o las lluvias recientes. Nos despedimos del sacerdote en la puerta de su casa, donde apareció la vieja ama de llaves, que le esperaba con gran preocupación.
—¡Eh, soy yo, padre! ¿Es que el señorito ha empeorado? —gritó.
—Nada de eso, está mucho mejor. ¡Dios le bendiga! —dijo el doctor Montcrieff.
Creo que, si en el camino de regreso, Simson hubiera empezado otra vez con sus preguntas, le habría arrojado contra las rocas, pero tuvo el acierto de permanecer callado. Hacía muchas noches que el cielo no aparecía tan despejado. Por encima de los árboles resplandecían algunas estrellas diseminadas, cuya luz penetraba la baldía oscuridad y las desnudas ramas. El viento, como he dicho, las agitaba suavemente, produciendo una tenue y sosegada cadencia. Era un sonido real, como todos los sonidos de la Naturaleza, y nos sumergía en un remanso de paz y serenidad. Pensé que ese sonido era como la respiración de una persona dormida, y que Roland debía de estar durmiendo, satisfecho y tranquilo. En cuanto llegamos, subimos a su habitación.
Allí reinaba la completa calma del sueño. Mi esposa me miró somnoljenta y sonrió.
—Creo que está mucho mejor, pero llegas muy tarde —susurró, cubriendo la lámpara con la mano para que el doctor pudiera ver a su paciente.
El niño había recuperado algo de su color natural. Mientras estábamos alrededor de la cama, se despertó. Sus ojos reflejaban esa felicidad que tiene un niño medio despierto, y aunque deseaban volver a cerrarse, parecían agradecer la interrupción y la suave luz. Me incliné sobre él y besé su frente húmeda y fresca.
—Todo está bien, Roland —dije.
Me contempló con una mirada de placer; después me cogió la mano, apoyó su mejilla en ella, y se quedó dormido.
Durante algunas noches vigilé las ruinas. Hasta la medianoche empleaba todas las horas de oscuridad rondando en torno a aquel pedazo de muro que estaba ligado a tantas emociones; pero no escuché nada, ni vi nada que se apartase del apacible curso de la Naturaleza... Y, que yo sepa, no se ha vuelto a escuchar nada.
Él doctor Montcrieff me contó la historia del joven, cuyo nombre había pronunciado sin vacilar en las ruinas. No le pregunté, como hizo Simson, de qué manera había conseguido reconocerlo. Había sido un hijo pródigo; débil, necio, fácil de embaucar, «de los que se dejan llevar», como dice la gente. Todo lo que habíamos oído sucedió en la vida real, afirmó el sacerdote. El joven había regresado a casa uno o dos días después de la muerte de su madre —que era el ama de llaves de la vieja mansión—, y, enloquecido por la noticia, se arrojó al suelo, ante la puerta, suplicando a su madre que le dejara entrar. El anciano apenas podía hablar a causa de las lágrimas. Yo estoy convencido —¡que el Cielo nos proteja, qué poco sabemos de las cosas!— que una escena como aquélla podía quedar grabada en el oculto corazón de la Naturaleza. No pretendo dar una explicación, pero la repetición de la escena me impresionó desde el principio, por su terrible carácter insólito e incomprensible, casi mecánico, como si el invisible actor no pudiera rebasar un límite o introducir una variación y estuviera condenado a representarlo eternamente. Otra cosa que me impresionó poderosamente fue la semejanza con que el anciano sacerdote y mi hijo interpretaron el extraño fenómeno. El doctor Montcrieff no estaba aterrorizado, como yo mismo y los demás lo estuvimos. Para él no se trataba de un fantasma, como nosotros, me temo, lo consideramos vulgarmente, sino una desdichada criatura a quien había reconocido en medio de aquellas dramáticas circunstancias, exactamente igual que si hubiera estado vivo, y no dudó en ningún momento de su identidad. Y a Roland le pasaba lo mismo. Para él, aquella alma en pena —si es que era un alma—, aquella voz del más allá, era un pobre ser humano afligido, a quien había que socorrer y liberar de su tormento. Cuando se puso bueno, me habló con absoluta franqueza.
—Yo sabía que mi padre encontraría la manera de ayudarlo —dijo.
Esto sucedió cuando se encontraba fuerte y restablecido, y el temor de que se convirtiera en un histérico o un visionario, había quedado felizmente atrás.
Debo añadir un curioso detalle que no parece guardar relación con lo anterior, pero que Simson utilizó con profusión para sostener su teoría de la intervención de un agente humano, que estaba decidido a encontrar a cualquier precio. Durante los días en que tuvieron lugar los acontecimientos, él había inspeccionado las ruinas minuciosamente, pero después, cuando todo había finalizado, una tarde de domingo que paseábamos casualmente por allí, disfrutando de las horas de ocio, Simson descubrió con su bastón una vieja ventana que estaba cegada por la tierra y los escombros. Saltó al interior, muy excitado, y me dijo que le siguiera. Nos encontramos con una pequeña cueva —pues aquello tenía más de cueva que de habitación— completamente oculta bajo la hiedra de las ruinas. En un rincón había un montón de paja, como si alguien se hubiera preparado un lecho en aquel lugar, y por el suelo todavía se veían algunos mendrugos de pan. Simson me explicó que alguien se había alojado allí, y no hacía mucho tiempo, de manera que le parecía indudable que ese ser desconocido era el autor de los misteriosos sonidos.
—Ya le dije que había intervención humana —dijo triunfalmente.
Olvidaba, supongo, que tanto él como yo habíamos estado allí parados con nuestras luces sin ver nada, mientras el espacio que mediaba entre nosotros era atravesado de manera audible por algo que podía hablar, llorar y sufrir. No se puede razonar con hombres de esta clase. Y, sin embargo, estaba siempre dispuesto a reírse de mí, con el apoyo que le brindaban sus débiles argumentos.
—Yo mismo estaba desconcertado, pues no acertaba a comprenderlo, pero nunca dudé que en el fondo del problema había un agente humano. Aquí lo tiene: debe de haber sido un tipo muy listo —dijo el doctor.
Bagley dejó de estar a mi servicio tan pronto como se encontró bien. Me aseguró que no era por falta de aprecio; pero que no podía soportar «ese tipo de cosas». Estaba tan debilitado y cadavérico que me alegré de hacerle un regalo y dejarle marchar. Por mi parte me pareció una cuestión de honor permanecer allí dos años, el tiempo por el que había alquilado la casa de Brentwood; pero no renové el alquiler. Para entonces ya nos habíamos instalado y encontrado un confortable hogar propio.
Debo decir, para finalizar, que siempre que el doctor me desafía con su terquedad, consigo devolver la seriedad a su rostro y desbaratar sus protestas al recordarle el enebro. Para mí es un asunto de escasa importancia. Es posible que estuviera equivocado. No me preocupaba que estuviera a uno u otro lado; pero el efecto que le produjo a Simson fue muy diferente. Podía pensar que la voz angustiada, el alma en pena, no era sino el resultado de un truco de ventriloquia, o reverberaciones, o —si lo prefieren— una elaborada y prolongada broma ejecutada por un vagabundo que se había alojado en la vieja torre. Pero el enebro le desconcertaba. Así de diferentes son los efectos que un mismo hecho produce en la mente de personas diferentes.
Fin