AUTOCONCIENCIA (Walter Edgardo Eckart)
Publicado en
octubre 07, 2012
Cuento de fuerte contenido filosófico y teológico que intenta hacer “tomar conciencia” del misterio que significa “serhumano”.
Oportunamente, este texto fue escribanizado y trabajado a nivel popular.
Walter Edgrado Eckart Nació el 21 de junio de 1966 en “Tres Isletas”, provincia del Chaco, República Argentina.
Fue Sacerdote en la Arquidiócesis de Resistencia hasta 1997 y profesor de materias dogmáticas durante 3 años en el Seminario Interdiocesano “La Encarnación” de Resistencia, Chaco.
Actualmente posee una pequeña cadena de ferreterías, colabora con la Arquidiócesis de Resistencia en varios ámbitos y continúa sus estudios.
Está casado hace casi 8 años con María Gloria Mena, a quien dedica muy especialmente este cuento.
Febrero de 2005
I
Siempre creí que el camino de la vida es como una gran ruta asfaltada. Los hombres caminan por ella. Algunos van felices. Otros caminan llorando, con las rodillas ensangrentadas por tantas caídas.
Todos saben que es necesario avanzar, porque desde chicos han oído que la ruta lleva a un lugar especial. Algunos lo describen con palabras como Paz.... Felicidad...... Gozo por siempre.
Todo el mundo repite que la ruta está para ser transitada, que cada uno tiene su ritmo de marcha y su compañía. Dicen que el caminar podrá ser duro, pero nadie se puede detener, ya que hay un ALGUIEN, (algo así como Dios), que está en ella y espera al final de ella, en ese lugar especial ..... la Gran Ciudad.
Algunos, sin embargo, se ríen de todo esto. Aseguran que Dios no está; no está en la ruta ni al final de ésta. Piensan que, en realidad, la vida es dar bien cada paso.
No hay camino seguro, afirman. Una ruta u otra. ¿Qué mas da?. Avanzar o retroceder. ¿A quién le importa?.
A estos, el resto los mira indignado. Los grandes conocedores de la ruta enseñan a los demás que estén alertas, que no se dejen engañar. Enseñan que los que desprecian la ruta no merecen llegar a la Gran Ciudad, aunque aceptan resignados que, por esa cuestión de la misericordia del Dios que está en la ruta y en la ciudad, todavía conservan una chance. No la merecen, pero la conservan.
Las instituciones, los gobiernos, las Iglesias, aunque a veces discrepan entre ellos, recalcan una y otra vez que la ruta es segura. Que tiene carteles señaladores, marcas guías en el asfalto y puestos de descanso. Dicen que vehículos de apoyo acompañan al peregrino y que entonces vale la pena confiar. Es una buena ruta.
Y la gente que peregrina, en general, aunque se queje de la marcha, sabe que la cosa es así. ¿Para qué dejar la ruta si todo ser humano fue confeccionado para llegar a la ciudad? Hay que seguir, y aunque a veces sea molesto, lo que dicen quienes dicen conocer muy bien la ruta, hay que seguir. Vale la pena. ¿Acaso no está al final la Gran Ciudad?
Y así, todos siguen. Algunos medio a los tumbos, ensangrentados, aunque ¿consolados? por las palmadas de otros que les dicen: Ya vamos a llegar a la ciudad..
Otros, un tanto aburridos con la compañía de viaje, piensan que es mejor llegar mal acompañado que detenerse o retroceder gozosos por estar con quien se desea. Incluso los que se ríen de la ruta peregrinan igual. No creen en los testimonios que dan los grandes conocedores, ni aceptan al Dios que está en la ruta y en la ciudad. Pero como temen quedarse bajo el sol para siempre, continúan. Caminan, incluso corren, pero no saben adonde van. De vez en cuando protestan, pero siguen caminando. Es la vida, dicen. ¿Que se puede hacer?. Es la ruta. ¿Acaso se la puede ignorar?
Y así, todos caminan. Se miran unos a otros. El que corre, al ver al de rodillas ensangrentadas piensa para sus adentros: Pobre tipo, qué desgracia la suya. Y sigue corriendo.
Los grandes conocedores de la ruta miran como desde arriba a la peregrinación. Observan, sacan conclusiones, leen los signos de los tiempos, plantean hipótesis y estrategias inteligentes. A ellos les toca conducir. Hay que estar preparados.
Es cierto que no todos caminan. Algunos se arrastran, pero ¿qué se puede hacer?. Siempre habrá gente que se arrastre. Es la ley de la ruta, dicen. Y siguen observando, replanteando una y otra vez las estrategias. Todo sea por llegar a la gran ciudad. Y más vale llegar con las rodillas ensangrentadas que detenerse en perfecto estado de salud.
Todo esto percibí desde mi niñez. En realidad nunca lo había pensado. De entre la gente de la ruta, siempre escuché voces que me decían que las cosas eran así. La ruta o nada.
Me dijeron que había que luchar para caminar cada vez mejor. Correr si es posible. Pero nunca detenerse, porque eso es la perdición, la nada, la angustia.
Esto me lo dijeron mil veces. Me lo repitieron con las palabras, con los gestos, con las actitudes. Y yo les creí. Creí que la ruta es buena, aunque también comprendí que en ella no siempre tiene arreglo el dolor de quién camina como de rodillas. Creí también que hay un Dios que está en la ruta y en la ciudad. Y me enamoré de ese Dios.
Pero me pasó algo curioso. Una vez, caminando por la ruta, se me dio por mirar a los costados (que es algo prohibido) y vi grandes montes a la derecha y a la izquierda. Miré con disimulo, por supuesto. No quería que alguien me viera. Pero debo confesar que me encantó lo que vi. Los montes, las aves, la quietud, y encima.... encima algo que no podía creer. Vi humo y me maravillé. Sentí un consuelo enorme, indescriptible, majestuoso. Cada tanto miraba el humo y me estremecía. Era el humo que venia de en medio del monte. Miraba y me estremecía. Alguien me dijo No mires a los costados.... es pecado. Yo le pedí perdón, pero seguí mirando.
De en medio del monte seguía saliendo humo. Y, como con asombro, dije para mis adentros ¡Ahí hay alguien que vive!. Y me emocioné.
Y entonces, llorando, me salí de la ruta y me fui al monte. Y me volví asombrar al ver lo que vi.
II
Caminar, sin calzado y por el pasto rumbo al monte, fue toda una experiencia. Mucho tiempo llevaba caminando sobre el asfalto de la ruta. Mis pies se habían acostumbrado tanto al frío del piso durante la noche como al calor recalcitrante que me quemaba durante la marcha del día.
Jamás se me ocurrió que podía sentir bajo mis pies un suelo distinto. Ahora, mientras caminaba hacia el monte, sentía tantas cosas: pisaba el yuyo y eso era nuevo para mi; en ocasiones me tropezaba con una raíz que sobresalía en la superficie y también era nuevo para mi; hasta sentí que una espina o algo así atravesaba mi carne, y era toda una novedad; por momentos, otras plantas arañaban mi piel con su gajos; y todo esto me lastimaba pero a la vez me recordaba algo que había perdido cuando estaba en la ruta: me trajo a la memoria que las personas tenemos la capacidad de sentir mientras peregrinamos, de sentir el dolor o el placer, la aridez o la frescura, la aspereza o la suavidad. Y esto me maravillaba. Y pensaba ¿Cuántos pasos hicieron falta para convencerme de que solo era capaz de sentir lo frío o lo ardiente del asfalto?
En realidad, pensaba en esto pero no me importaba demasiado contestarme. Ahora estaba rumbo al monte, caminando en medio del pasto. Y eso me excitaba, me recordaba que vivía. Y ya entraba a sospechar que la vida era más grande que el mero caminar por la ruta.
En una ocasión volví la mirada hacia la ruta que estaba dejando. Pude observar que el número de peregrinos conformaban una cola interminable, infinita. En realidad era imposible decir donde había comenzado y donde terminaba. De todos modos, fue muy gozoso ver a esa gran muchedumbre.
Hasta incluso pude distinguir a la distancia a uno de los grandes conocedores de la ruta. Creo que estaba alertando al pueblo sobre algunos baches que comenzaban a aparecer y a los cuales -decía- había que enfrentarse con valentía, había que rellenarlos por el bien de los que venían detrás.
Volví la mirada al monte y seguí caminado. A pesar de que había recorrido una distancia pequeña, los pies ya me comenzaron a doler. De todos modos seguí avanzando, hasta que llegué a los primeros árboles. Me detuve. Los observé con entusiasmo. Percibí el aroma del entorno. Por primera vez tomé entre mis manos un puñado de tierra. Que hermoso. Seguí caminando un poco y ya estaba dentro del monte. Comencé a buscar el humo que había visto en la ruta. En un momento lo percibí como fragancia. Avancé un poco más y lo encontré. Y me maravillé. Era una pequeña fogata que estaba siendo realimentada. Me maravillé porque en torno al fuego había no una sino varias personas. Un grupo bastante grande: jóvenes, niños, adultos y ancianos. Me miraban tranquilamente. Uno de ellos se levantó, caminó hacia mi y mientras me ofrecía una taza de café me dijo No te conocemos pero te damos la bienvenida. Sentate a compartir con nosotros.
Yo le hice caso. Estuvimos todos en silencio algunos minutos. Luego les pregunté quiénes eran y porqué estaban en el monte. El de la taza de café me dijo que todos habían hecho lo mismo que yo. En algún momento, mientras estaban en la ruta, miraron hacia los costados. Y vieron lo mismo que yo: un poco de humo que salía del monte. También ellos, uno a uno, fueron dejando la ruta e internándose en el monte, en busca del fuego que provocaba el humo.
Me explicaron, además, que esto ha pasado desde el principio de la historia de la humanidad. Siempre estuvo la ruta, con sus guías y carteles indicadores. Pero también, y en cierta forma desde antes, estuvo el monte al costado. Y siempre hubo gente que dejó la ruta y se internó en el monte.
Entonces les pregunté hacia donde marchaban, y me contestaron que hacia el mismo lugar al que van los peregrinos de la ruta. Hacia la Gran Ciudad.
No esperaba esa respuesta. Entonces pregunte con inocencia acerca de cómo era eso posible si para caminar hacia la Ciudad de Dios es necesario recorrer la ruta donde está Dios.
El de la taza de café tomó nuevamente la palabra y me explicó que Dios ciertamente está en la ruta y en la ciudad en la que la ruta termina. Pero me dijo también que Dios es más grande que la ruta y que la ciudad, y que entonces también está en el monte, y por eso también el monte es una senda para llegar a la Gran ciudad, aunque distinta.
Yo abrí mis ojos y me pareció que me faltaba el aire. Medio balbuceando les confesé que era la primera vez que yo oía cosa semejante. Siempre me dijeron que Dios estaba en la ruta, que la ruta era segura, que no había que detenerse, que valía la pena llegar a la Gran ciudad.
Ciertamente -me contestaron- pero la vida es más compleja que las enseñanzas que uno pueda recibir. Y luego callaron.
Yo no soporté tantas novedades. Bajé la cabeza y lloré. Alguien me abrazó, secó mis lágrimas y me regalo un pañuelo....
III
Esa noche no pude dormir.
En esta etapa de mi existencia comenzaba a entender algunas cosas. En lo más íntimo de mi, vivir siempre había significado transitar la ruta. Y de algún modo la ruta me había seducido. Es segura, hasta en cierta manera confortable.
Pensando en lo peregrinos, comprendí que esto es importante, porque es importante que la gente se sienta segura al caminar. Cuando pasa esto las personas saben que está haciendo las cosas bien, redescubren la importancia de las normas de convivencia social y aunque cada uno se sabe original también se sabe enmarcado dentro de la generalidad de los casos. Nadie es tan original como para ser indiferente a aquello que es propio de lo humano.
Además, en la ruta se encuentran muchas retribuciones. Por ejemplo, cuando se camina bien los otros expresan su aprobación. También, claro, se enojan cuando uno camina mal. Entre paréntesis ¿Por qué se enojarán? ¿Será acaso por el “especial” amor que se prodiga a quién se equivoca....?
Por otra parte, en la ruta el caminante encuentra mucha gente. Ama a mucha gente. Hay de todos los tipos. También hay muchísima gente macanuda, sencilla, enamorada de la vida. Y estos contagian las ganas de vivir. Y también contagian las ganas de creer en Dios.
De todas maneras, ahora estaba comenzando a reentender algunas cuestiones. Por ejemplo, estaba comenzando a ver que, aunque sea junto con otros, en última instancia es cada uno el que tiene la responsabilidad en el caminar y en el modo que se ha elegido de hacerlo, y esto independientemente de la opinión de los demás. Esto, que puede parecer una cursilería, en realidad es clave para la vida, sobre todo si se lo ha comprendido no sólo con el intelecto sino también con el corazón. Es cada uno el que se tiene que hacer cargo de la propia vida. Sólo así la humanización es posible. Sólo así la vida se convierte, en medio de la rutina, en una novedad permanente.
Pensaba en esto y me estremecía.
Y a raíz de esto me di cuenta de lo absurdo de algunos consuelos que la gente, a veces, recibe en la ruta: ¡Ánimo! En la ciudad todo va a mejorar.
Tontos consuelos que defienden las normas consensuadas y se olvidan del hombre.
Si al caminar una persona no rebozara en su corazón de gozo, ¿quién podría asegurar que jamás vaya a abandonar la marcha y se quede a mitad de camino, sin nunca llegar a la Gran Ciudad?.
Pensaba en esto y me estremecía.
Me estaba comenzando a dar cuenta también de que hay una especie de gran regla que es la brújula de todo caminar. Es aquella que dice que para marchar, la primera tarea del ser humano es diferenciar lo absoluto de lo relativo.
Y como en sentido estricto sólo es absoluto el Dios que está en la ruta y al final de ésta, todo lo demás se distancia infinitamente de Él, todo lo demás se opaca; y así, aún cuando lo relativo pueda llegar a ser instrumento para encontrar al Dios de la ruta, nunca deja de ser relativo, y nunca se debe permitir que deje de serlo. Si eso aconteciera, si convirtiéramos lo relativo en absoluto, entonces la ruta no se diferenciaría de la ciudad; el monte no existiría, ni a la derecha ni a la izquierda; como tampoco existirían los grupos que vagan por el monte. En definitiva todo sería una ilusión. Todo se confundiría y ya no habría que buscar a Dios, porque Dios sería la confusión misma, en la cual todos no serían sino un ingrediente más.
Pero no. Ahora veía algunas cosas en claro. Una cosa es la ruta, otra los carteles que están en ella; otra cosa son los conocedores y guías que conducen y alertan de peligros a los hombres. Otra cosa es la ciudad y otra distinta es el monte, el de la izquierda y el de la derecha; y otra cosa también distinta son los hombres del monte; y otra mi propia vida.
Estas cosas son distintas, pero relativas. Dios no es distinto. Es simplemente el absoluto. No es una alternativa más entre cosas relativas. Dios es más grande que todo eso. Dios hizo posible lo relativo, pero no para dejarle su lugar, sino para que sirvan al hombre en la tarea de encontrarse con Él.
Y así, ¿divagando? entre estas ideas la noche fue pasando y el sol del amanecer comenzó a iluminar mi rostro. Alguien me tocó el hombro y me ofreció una nueva taza de café. Había que reanudar la marcha. La gran ciudad esperaba.
IV
Haciendo caso a mi primer impulso me levanté y me dispuse a emprender la marcha. Pero después tuve la sensación de abrir los ojos y ver como quién ve por primera vez. Miré a los hombres, miré el monte, a un lado y al otro; miré la copa de los árboles, el cielo. Lentamente bajé la vista y contemplé mis manos, mi ropa, mis pies, la tierra.
Busqué con mis ojos al de la taza de café, indagué en su rostro. Miré a los otros, hasta que confesé: No tengo seguridad de querer hacerlo, les dije.
Al escucharme la mayoría sonrió. Alguien me contestó: Ya lo sabemos, pero debes decidirlo.
Bajé nuevamente la mirada y contemple la tierra. Después les dije que tal vez eso me llevaría un poco de tiempo.
Al principio nadie contestó nada, hasta que otro dijo que me esperarían, que no tuviera prisa en decidirlo.
El de la taza de café, mientras yo seguía mirando la tierra, me dijo que en la ruta las personas son muchas, incontables. Me dijo también que eso tiene sus ventajas. Por ejemplo, si alguien se retrasa en la marcha sabe que siempre tendrá alguien que viene detrás y que entonces siempre es posible caminar en compañía de otros. Porque no existe en la ruta el principio o el fin de la peregrinación. Siempre hay alguien que camina más adelante o más atrás que uno.
Además están los guías y los grandes conocedores, que siempre moderan el ritmo de la marcha.
Pero también me dijo que, de todos modos, hay desventajas.
Por ejemplo, me explicó, al ser tantos, a veces no importa demasiado la presencia de alguien en particular. Más bien se busca que sea el conjunto el que avance, que la cosa funcione bien globalmente. Que todo se desarrolle según lo planeado. Y eso hace, en ocasiones, que las rodillas sangrantes de alguien solo sean percibidas por la propia persona y no por los demás. Un par de rodillas enfermas en medio de una gran multitud son, con suerte, un detalle insignificante. Siempre ha sido así en la realidad aunque, por supuesto, una y otra vez se dice que toda persona es única e irrepetible, y que todas cuentan. Pero esto se proclama a manera de un ideal. Y uno tiene la impresión de que es un ideal inútil, porque a lo largo de los siglos el gran ideal pareciera que siempre fue impotente a la hora de formar mentes, corazones y brazos que transformen la realidad según ese mismo ideal. Aunque, claro está, hubo excepciones.
Y siguió explicándome. Me dijo entonces que en el monte la cosa es distinta. Al conformar un grupo tan reducido, las personas ven como una bendición del cielo el ingreso de un nuevo miembro. Algo así como un don de lo alto en favor de los demás. Cada vez que alguien se suma a la comunidad que peregrina en el monte, se reaviva la esperanza de muchos, pues eso significa que habrá más brazos para cargar a los enfermos, más ojos para ver el camino, más corazón para hacer presente el amor. Y todo eso es muy bueno. Y además es necesario para el que camina en el monte. Y por eso me esperarían, hasta que yo decidiera.
Yo había escuchado todo esto en silencio y, aunque no dije nada para no interrumpir, en un momento me pareció ver, detrás de unos arboles, algo así como la silueta de una mujer muy bella . Seguramente fue sólo una ilusión.
Volviendo a lo que había oído, no se por qué sentí en mi interior un sentimiento fraterno. Me alegré de escuchar aquellas palabras; y en medio del asombro me alegré también de que mi presencia, mi vida, significara un bien para alguien. Esta gente me veía como una bendición. Nunca imaginé que alguien pudiera verme de este modo.
En fin, de todas formas les dije que, en todo caso, no bastaba que me esperasen. Tal vez tendría necesidad de hablar, de preguntar....
Alguien me respondió que la única espera que vale es aquella que se hace brazo tendido y mano ofrecida para con el que la necesita; y que esto mismo vale en lo que se refiere a la espera de Dios.
Me dijo que todo estaba bien. Que las carpas se alzarían de vuelta, que el fuego se volvería a encender y que una nueva taza de café circularía entre las manos de todos.
V
Todo parecía estar dispuesto. El fuego encendido, las carpas armadas, el café ofrecido a todos.
Yo me senté en torno al fuego y esperé que los demás hicieran lo mismo. Pero no fue así. Me urgía hablar, confesar mis miedos, preguntar; y sin embargo, el resto parecía como de sobremesa. Algunos dialogaban sobre planes futuros que mejorasen la marcha en el monte (algo así como cuando los ciudadanos se dicen unos a otros las cosas que debieran hacer los gobiernos o los políticos para mejorar la cosa).
Otros rememoraban historias pasadas, anécdotas de antiguos pasos ya dados en el monte. Otros, todavía, tarareaban alguna canción que habían aprendido cuando aún estaban en la ruta. Me pareció que una de esas melodías correspondía a una especie de himno nacional, o algo así. No entendí por qué se reían después de tararearlo.
Yo me entré a impacientar. ¿Cómo era que nadie me preguntaba nada?. Tuve la sensación fugaz de que nadie me veía. De todos modos esperé un poco más, y como todo seguía igual, exploté.
Me levanté, dejé el café en el suelo y les pregunté si es que acaso ya se habían arrepentido de la promesa que me habían hecho, acerca de ayudarme a ver qué debía decidir.
Los diálogos se interrumpieron, se hizo el silencio. Uno a uno se fueron acercando. Todos fijaron sus miradas en mí. Luego se miraron unos a otros como si buscasen ponerse de acuerdo en algo.
Finalmente uno de ellos se me acercó, me arrastró del brazo, me llevó aparte, por una especie de picada, mientras los otros retomaron sus diálogos y sus cantos.
Mientras caminábamos, puso su mano derecha en mi hombro izquierdo, como suele hacer un padre con un hijo o una hija, y me dijo algunas cosas.
Me explicó que es muy bueno aprender a preguntar sobre las cosas de la vida, aunque me aclaró que no todas las preguntas tienen respuestas en este mundo. Por eso, es importante preguntar acerca de aquellas cosas que son respondibles.
Y me dijo también que las únicas preguntas que valen, que humanizan, son aquellas cuyas respuestas son capaces de transformar nuestra existencia. Y como no siempre son las preguntas más importantes las que generan respuestas con capacidad de iluminar y transformar nuestras vidas, hay que ser muy cuidadosos en la selección de preguntas. No sea cosa que, ingenuamente, caigamos en la trampa de responder grandes preguntas cuyas respuestas son estériles para nosotros y olvidemos aquellas otras, las preguntas sencillas, sobre cosas sencillas, muchas veces obvias, que, sin embargo, son capaces de dar una dirección a nuestro caminar. Porque, me aclaró, cualquier pregunta y cualquier respuesta, está siempre al servicio del peregrino; y no al revés.
Me dijo entonces que éste había sido el motivo por el cual nadie se acercó cuando yo me había ubicado en torno a la fogata. Les pareció conveniente que tuviera yo la ocasión y el tiempo necesario para seleccionar mis preguntas.
Escuché todo esto con suma atención, y entendí que tenía razón. Para mi sorpresa, nuevamente me pareció ver, entre los árboles, la silueta de una mujer. No se por qué me pareció que la conocía de alguna parte.
Seguimos caminando en silencio y al cabo de un rato, cuando ya empezábamos a pegar la vuelta, yo le dije que entonces, según me parecía, la primera pregunta que debía formularme era acerca de cómo debía proceder para seleccionar mis preguntas.
Como si hubiera estando esperando mis palabras, inmediatamente me contestó que no. Me dijo que, en su opinión, lo primero que debía yo preguntarme era acerca de si en realidad tenía preguntas legítimas por contestar. Porque a lo mejor -y por ejemplo- mi estancia en el monte pudiera no ser más que una aventura, como cuando algunos niños se empecinan en tomar aquello que es prohibido aunque después vuelvan presurosos a cobijarse en los brazos de sus padres.
Me quedé pensando. Después le pregunté sobre cómo era posible saber si tenía preguntas por contestar.
El se detuvo, me miró y me dijo que acababa de cometer un nuevo error. Me explicó que no se trata de saber. Nadie sabe que tiene preguntas por contestar.
Es en el corazón desde donde el hombre descubre la necesidad de preguntarle a Dios, a la vida y a los hombres: ¿Por qué me siento mal o por qué me siento bien? ¿Por qué experimento la soledad o por qué siento el corazón colmado de paz? ¿Por qué el hambre de la gente o el exagerado bienestar de muchos? ¿Por qué soy feliz o por qué desgraciado? ¿Por qué me siento valiente o por qué atemorizado? ¿Qué haré de mi vida o que dejaré de hacer? ¿Por qué algunos caen al caminar y otros no?
Me dijo que son estos tipos de preguntas las que merecen ser respondidas, porque brotan siempre de un corazón que necesita luz para plenificarse, porque aunque se esté muy bien, aún así, siempre aspiramos, desde lo más profundo de nuestra intimidad, a estar un poco mejor. Y además, porque son preguntas que emergen en el contexto de nuestra situación presente y concreta, y no como aquellas viejas cuestiones teóricas intemporales cuyas respuestas arrojaban una luz auténtica pero que a nadie interesaba.
Lo pensé un momento y después le dije que, si esa era la situación, quería saber entonces por qué sentía la sensación de que si llegara yo a escoger el monte en vez de la ruta estaría escogiendo el pecado.
Terminé de decirle esto y caí en la cuenta de que ya estábamos de regreso. El fuego estaba encendido. Todos estaban en torno al fuego. Una taza de café circulaba pasando de una mano a otra. Me pareció que había dos lugares que estaban esperando ser ocupados por alguien.
Nos miraron un momento y sonrieron. Uno se levantó, se acercó hacia mi, me tomó del brazo y me llevó hacia uno de los lugares vacíos de la ronda. Me invitó a que me sentara. Él, por su parte, ocupó el otro lugar vacío, que estaba enfrente del mío, y le dejó el suyo propio a mi compañero de caminata.
Después me miró un rato, como investigándome, y comenzó a decirme que, tal vez, ciertamente podría ser pecado estar en el monte. Sin embargo, él creía que había que hablar mucho sobre esto para llegar a una conclusión.
Yo lo interrumpí y le pregunté cómo había adivinado mi pregunta.
Sonrió él y sonrieron todos.
Me dijo que le resultaba simpático que todavía yo no lo comprendiera. Me preguntó cómo era que todavía no caía en la cuenta de que cuando una pregunta es legítima está como latente en todo corazón; y que muchas veces sólo es necesario una circunstancia de vida para que aflore en la conciencia con toda su fuerza.
Después me aclaró que todos los que estaban en el monte pasaron por la misma experiencia y se formularon las mismas preguntas. Obviamente, eran preguntas que necesitaban respuestas porque surgían de corazones que estaban en la incertidumbre y la confusión pero que buscaban plenitud.
Y continuó hablándome de mis dudas y del pecado.
Me dijo que, en la opinión del grupo, sería muy simplista entender al pecado como la mera trasgresión a una ley, aunque esta fuera divina.
Me pidió que recordara que, desde el principio de la historia de la humanidad, una realidad misteriosa y angustiante acompaña la marcha de cualquier peregrino, tanto de la ruta como del monte.
Esta realidad misteriosa -continuó- trastorna de tal modo el corazón, la mente y la vida del peregrino que éste, cualquiera sea el punto del camino en el que se encuentre, constata siempre una especie de conflicto en su interior según el cual, por una parte, siente el impulso de buscar incansablemente al Dios de la ruta y la ciudad y, a la vez, siente un impulso contrario, según el cuál detesta y desprecia eso mismo que busca.
Y esto, me dijo, hace que muchas veces el peregrino no se entienda a sí mismo; que desee una cosa pero haga otra, que busque la verdad pero encuentre la mentira, que desee el amor pero elija el desamor.
Ahora bien, me explicó, esto acontece tanto en la ruta como en el monte; y acontece en aquellos que están adelantados como en los que recién comienzan a caminar.
Por eso, aunque en la ruta -por ejemplo- existan muchas cosas que, bajo la formas de leyes rigen el caminar de los peregrinos -los carteles, las indicaciones, las orientaciones de los guías-, éstos -de todos modos- buscan algo más que la ley para que les alivie la marcha; y a veces, cuando alguien no encuentra lo que busca en la ruta, se arriesga y mira al costado, y ve entonces el monte. Y así, algunos dejan la ruta y van al monte.
Por eso, me reiteró, sería muy simplista entender al pecado como la mera trasgresión a una ley, aunque ésta fuera divina.
Les parecía más bien, que el pecado tenía que ver con la posición que se asumía frente al autor de la ley.
Luego me hizo notar que si esto era así, entonces el pecado, al involucrar a dos personas -a Dios y al hombre- debía ser entendido en términos de relación personal.
Y aquí venía, aparentemente, el problema.
Si es cierto que Dios se puede comunicar al modo humano -entre otras cosas porque asumió la condición humana- también es cierto que el hombre, por el contrario, sólo puede hablarle a Dios al modo humano. No tiene la capacidad de hacerlo a la manera divina.
Y por esto, tal pareciera, las relaciones entre Dios y el ser humano adquieren la características humanas.
Y esto significa muchas cosas.
Significa, por ejemplo, que tanto la obediencia como la desobediencia, el amor como el desamor, se deben entender a lo humano, aunque todo esto pueda ser, según los casos, plenificado o denunciado por la acción del Dios que está en la ruta -y en el monte- y al final de estos.
Y entonces, me dijo, conviene a veces mirar cómo un peregrino se relaciona con otro, de manera de aprender algo acerca de cómo ha de ser la relación con Dios.
Y así, si pensáramos, por ejemplo -y sólo por ejemplo- en la desobediencia en el plano humano, entenderíamos que, aunque se dan frecuentemente entre los hombres, no siempre rompen la relación entre las personas.
Por ejemplo: si una madre manda al niño a comprar el pan y éste le desobedece, aunque la madre le dé una reprimenda no por eso dejan de ser madre e hijo; como tampoco desaparece el amor que se tienen ni desaparecen las mutuas responsabilidades en el ámbito familiar.
Es decir, en el plano humano, la trasgresión a un mandato (anda a comprar el pan) no siempre ni de por sí incluye la ruptura de la relación; y, menos aún, diluye el amor.
Desde esta perspectiva -y salvando las distancias- pareciera que no siempre la trasgresión de la ley implica, de por sí, la ruptura de la relación entre Dios y el hombre.
Más bien da la impresión de que al trasgredir la ley, el hombre pierde sus seguridades y queda, en lo que se refiere a Dios, a merced de su misericordia, sin méritos propios a favor.
Es como si de pronto desaparecieran todas las mediaciones dadas por el Dios de la ruta y solo quedaran, frente a frente, el hombre y Dios. Dios, sabiendo que su voluntad no se ha cumplido; y el hombre, con la conciencia de haber desobedecido. Sin embargo, pareciera, se mantiene la relación.
Y así, si hay relación -la cual ya es una forma de comunión entre las personas- pareciera que el diálogo todavía es posible. Y entonces, tal vez Dios encontrará dolores escondidos en el corazón del hombre que, aunque no justifican la desobediencia, ayudan a entenderla; y el hombre, tal vez, pensará para sus adentros Te amo, pero no puedo obedecerte.
Y así, pareciera, Dios encuentra motivos para perdonar sin faltar a su justicia; y el hombre, aunque se sabe en falta, piensa que el amor del Eterno, por ser perfectamente amor, es capaz de ir más allá de la ley que no se ha cumplido. Y entonces el hombre se alegra, se siente libre, y agradece al Dios que está en la ruta -y en el monte- y al final de estos, y se regocija por el amor que recibe, y siente el impulso de hacer lo mismo frente a los demás hombres.
Se sabe amado y perdonado por Dios, aunque condenado por la ley, que no es mala; es muy buena, pero incapaz de amar, comprender y acompañar el camino del hombre.
Y, entonces, a Dios le apuesta -no a la ley-. Y a Él se confía. Y recién entonces busca y se siente capaz de vivir la ley plenamente; tan plenamente como en ese momento de la marcha es capaz de hacerlo.
Yo escuché todo esto con suma atención y quedé como quién se ha paralizado. Mi confusión aumentó. Ya no sabía qué pensar. Tuve que contener las lágrimas para no hacer nuevamente un papelón.
Tomé un sorbo frío de café, me levanté y me fui a la picada. Miré al cielo por unos minutos y me dormí...
VI
Me despertaron y me dijeron que era hora de retomar la marcha y avanzar. Yo me turbé.
Les pregunté, con cierta bronca, por qué íbamos a retomar lar marcha si mi situación no había cambiado. En efecto, seguía yo con muchas preguntas y miedos en el corazón.
Sonrieron y con cierta picardía me dijeron que, en realidad, en la vida se camina y se avanza no sólo cuando se dan pasos en la ruta o en el monte; sino también cuando uno busca con rectitud la propia verdad, la de los demás y la de Dios; y cuando encontrándola se anima uno a enfrentarse con paz a eso que encontró; y cuando enfrentándose se anima a elegir con sensatez.
Yo entendí el mensaje.
Comprendí que dilucidar las cuestiones que me afligían no era una pérdida de tiempo. Se requería tiempo, pero ese tiempo no era algo perdido sino una forma de avanzar en la gran peregrinación de la vida.
De todos modos, retomando lo último que me habían dicho, les pregunté a qué se referían cuando expresaron que se debía elegir con sensatez.
Me respondieron que lo que se elige es el modo de ser feliz, ya que esto es la aspiración suprema de cualquier ser humano, por la sencilla razón de que para esto le fue dada la vida.
Evidentemente que yo hice algún gesto con mi rostro, como de no entender, porque uno de ellos siguió explicándome.
Me dijo que el corazón del ser humano es como una especie de alcancía, que quiere recibir una moneda auténtica en especial. Esta moneda en una de sus caras lo tiene Dios y su designio. En la otra la felicidad. Cuando la moneda entra en el corazón del hombre, en el corazón de una sociedad, se convierte en una gran tesoro que ya nadie quiere desechar; no porque haya una ley que prohiba hacerlo, sino porque en ella se ha encontrado todo lo que se esperaba, todo lo que se ansiaba, y más.
Pero me dijo también que esto representa un gran problema. Porque, aunque parezca desquiciante y existan en verdad las dos caras de la moneda, no existe la moneda en cuanto tal.
Me dijo que le toca a cada ser humano confeccionar la moneda y recibirla en el corazón. Y para eso sirve la vida.
Ha ocurrido, sin embargo, que algunos de los grandes conocedores de la ruta y del Dios de la ruta ofrecieron, en su momento, monedas ya armadas. Pero bueno...esto ya corresponde al pasado, y seguramente ¿jamás? se va a volver a repetir.
Y así -siguió explicándome- el pecado, del cual habíamos hablado durante la noche, consiste fundamentalmente en emplear la vida, a sabiendas, para armar falsas monedas: o una moneda que ¿tiene? en su segunda cara la felicidad pero no a Dios en la primera; o una moneda que ¿tiene? en su primera cara a Dios pero no la felicidad en la segunda.
De todos modos, me aclaró, cuando un peregrino tiene la desgracia de armar una mala moneda, las consecuencias no siempre son iguales. Cuando alguien, por ejemplo, confecciona una moneda en la que no está Dios en la cara que debiera estar, normalmente el resto se escandaliza en seguida, como si hubieran estado esperando hacerlo, y muchos dedos lo señalan acusando sin piedad, y muchas mentes piensan ¡Qué vergüenza, esto es increíble!.
Pero por otra parte, -y paradójicamente- cuando un peregrino, al armar su moneda, lo ubica a Dios correctamente pero no logra poner la felicidad en la segunda cara, el número de dedos acusatorios y mentes indignadas, muchas veces, disminuye notablemente. Más todavía. Algunos lo ven como algo que linda con lo heroico. Y una gran mayoría proclama que Hizo lo que se debía hacer. Fue valiente, aunque sus mentes siguen pensando, como a veces en la ruta, Pobre tipo. Que desgracia la suya.
En esto casos, sólo el peregrino que ha pasado por la experiencia de armar, alguna vez, una mala moneda, sabe que ambas son igualmente deshumanizantes; sólo que la segunda, según las épocas y las culturas, puede llegar a parecer -como lobo disfrazado de cordero- más virtuosa o digna del hombre que la otra.
Me dijo también que la auténtica moneda tiene en cuenta el estado del corazón que la va a recibir. Por ejemplo, si se trata de una corazón más o menos sano, la moneda puede ser metálica; pero si fuera una corazón con muchas heridas y llagas, tal vez tenga que ser de terciopelo, cosa de no producir un daño mayor.
Y también en este caso, a veces la cosa se vuelve controvertida. Muchos se escandalizan de que alguien reconozca con humildad que no pudo usar más que el terciopelo para la confección de la tan preciosa moneda.
Por eso, me aseguró, elegir el modo significa no sólo ver, en lo concreto de la propia existencia, cómo se engrampan las dos caras que conforman la auténtica moneda, sino que significa también encontrar el material adecuado que se va a usar.
¡Que maravilla!, dije, y me quedé mudo durante unos momentos, hasta que me sobresalté: ¡No podía creerlo! Otra vez me parecía estar viendo la silueta de una bella mujer. Y otra vez tuve la sensación de que ya la conocía.
VII
Nuevamente me quedé en silencio, y por un largo rato.
Y pensé que, tal vez y salvando nuevamente las distancias, me estaba pasando algo parecido a lo que aconteció con algunos de esos grandes hombres que aparecen en la Biblia, que enmudecieron cuando Dios habló, y entonces sólo pudieron gozar, y maravillarse, y volver a gozar, y volver a maravillarse, por aquella Palabra que les había embriagado el corazón.
Pensé para mis adentros ¡Cuanta sabiduría hay en la gente del monte! e inmediatamente pregunté ¿Cómo es que nadie en la ruta ha enseñado cosa parecida?
Me dijeron que, en realidad y para ser justos, no se podía decir -en rigor- que nadie en la ruta nunca haya enseñado estas cuestiones a los peregrinos. De todos modos, me aseguraron, el gran problema no estaba en que se haya dicho o dejado de decir.
Más bien, pareciera, la dificultad estaría en que muy pocos fueron los que se animaron a vivir y a hablar conforme a lo que en verdad creían y a lo que en verdad pensaban. Aunque, en realidad, este tipo de cosas pasa en todas partes. Tanto en la ruta como en el monte. Siempre hay gente que cree y piensa de una manera pero vive y se expresa de otra totalmente distinta. Y esto, en algún momento, confunde y desalienta a los demás.
Pero además, varios de los pocos que tuvieron la valentía de ser coherentes entre lo que pensaban y vivían, fueron sospechados, con mucha facilidad y de inmediato, de cualquier cosa: o eran -según los casos- ateos, fideistas, herejes, racionalistas, etc.; o eran resentidos sociales, frustrados, inmaduros, ególatras o enfermos.
Es lamentable que también hayan sido muy pocos los que comprendieron que, aunque fueran todo esto y más, seguían siendo, a pesar de todo, seres humanos, peregrinos de la ruta, buscadores de la gran ciudad.
Y que entonces, aunque sus respuestas pudiesen estar equivocadas, sus preguntas no perdían validez, porque también ellos buscaban plenitud; y que entonces, aún cuando las respuestas fuesen despreciables, se debían tomar con mucho respeto y seriedad aquellas preguntas aunque hubiesen dado, en la práctica, tan desgraciadas respuestas, como muchos dijeron en su momento, al ver a algunos en camino directo a la perdición.
Finalmente, me explicaron que ya no valía la pena seguir indagando sobre esto. Era una pregunta estéril que, en consecuencia, iba a generar una respuesta también estéril, incapaz de trasformar mi vida y orientar mi decisión. Por eso, me recordaron, debía ejercitarme con más esmero en seleccionar las preguntas que bailoteaban dentro mío. No fuese cosa que preguntas tontas me distrajesen de las importantes, cuyas respuestas necesitaba para dilucidar mi actual situación.
Me quedé nuevamente en silencio. No se si pensaba o si simplemente me daba el tiempo para asimilar lo que acababa de escuchar.
De todas maneras, al cabo de un rato les confesé que tenía una sensación extraña. Sentía que era como una carga para ellos, una especie de problema, pues comprendía que disfrutaba hablando con ellos, recibiendo lo que recibía, pero que no veía en que aportaba yo. Algo así como que no encontraba mi lugar.
Uno del grupo se acercó, me tomó de los hombros con sus dos manos, y mientras me miraba me dijo que estaban felices de tenerme entre ellos; y de escucharme; y de responderme humildemente en lo que podían, pues lo poco que me brindaban ya justificaba, en cierto modo, la estancia de ellos en el monte y que, en consecuencia, cabría esperar alguna recompensa por parte del Dios que está en la ruta -y en el monte- y al final de estos, sobre todo si llegara a ser que transitar en el monte cuadraba en la categoría de pecado.
Además, me dijo que, de seguir yo en el monte, en algún momento prestaría ese mismo servicio a otra persona que dejase la ruta; y que, aunque dejase yo el monte y volviese a la ruta, de todas formas esto era valioso, pues podría compartirlo con los peregrinos del asfalto, y así la gente de la ruta se enteraría que tiene hermanos en el monte que, aunque piensen tal vez distinto, son también peregrinos del vida y, tal como ellos en el asfalto, también éstos caminan cada día entre alegrías y tristezas, buscando llegar a la Gran Ciudad.
Después me hizo una confidencia: me dijo que, al margen de todo lo que habíamos charlado y en relación a aquello de que yo sentía como que no estaba en mi lugar, él quería compartirme algo que le pasaba en relación a mi: me expresó que en algo -no sabía en qué- me veía diferente, tanto de la gente del monte como de la ruta; y que eso le desconcertaba.
Una vez más opté por el silencio. Ya no quería preguntar ni explicar. Ahora sólo deseaba hablarle, en mi intimidad, al Dios que está en la ruta -y en el monte- y al final de estos. Y así lo hice. Y me puse entonces a rezar.
Y mientras lo hacía pensé, como para mis adentros, ¡Que increíble! También en el monte se puede rezar. E inmediatamente, con humor y recordando a algunos de los grandes conocedores de la ruta, me pregunté ¿Será lícito? ¿Será válido?. Y me sonreí.
VIII
Las últimas horas de ese día las dediqué a compartir con la gente del monte. Traté de conocerlos y de darme a conocer un poco más. Pensando en la última charla, había caído en la cuenta de que, hasta el momento, lo único que sabían los demás era que yo había dejado la ruta y que, temporalmente, estaba ahora en el monte.
Hablábamos de cualquier cosa.
Sobre la nochecita, me recosté en un árbol, y comencé a mirar a los ancianos enseñando no sé que cuestiones a los niños, y a los jóvenes ayudando a sus padres con las carpas y el fuego; y traté de entender a esa gente, y traté de imaginarme cómo sería mi vida si llegara yo a escoger el monte.
Uno del grupo -el anciano con el cual ya había hablado antes- se me acercó, se sentó a mi lado y se quedó en silencio, contemplando también él lo mismo que yo.
Después me preguntó si creía yo que algunos valores eran dignos de ser defendido a cualquier precio.
Lo miré y le contesté que si. Le dije que, ciertamente, hay valores que deben ser defendidos con uñas y dientes, como el valor de la vida humana, el de la justicia, el de la honestidad.....y así tantos otros.
Además, le dije que yo creía que con igual fuerza debía también ser defendido el valor de la fe y la religión.
El anciano frunció el ceño y con cierta picardía, me preguntó si yo, en lo personal, tenía interés en defender algunos de los valores que acababa de mencionar.
Nuevamente le conteste que sí. Y no sólo eso. Le dije, además, que yo, de hecho, intentaba vivir estas cosas cada día; y que no me entraba en la cabeza hacerme indiferente a cosas tan contradictorias entre si como la verdad y la mentira, la justicia y la injusticia, la honestidad y la corrupción; y así tantas otras.
Pero también le confesé que en muchas ocasiones había sentido yo una cierta confusión a la hora de distinguir los auténticos de los falsos valores..
Cuando terminé de hablar, el anciano se sonrió, puso su mano en mi cabeza y jugueteó con mi pelo.
Después me invitó a caminar nuevamente por la picada. Y así lo hicimos.
Su paso era bastante lento y yo tuve que hacer un esfuerzo para adaptarme.
Y mientras caminábamos me compartió algunas cosas.
Me dijo, por ejemplo, que todo lo que hay de verdadero, noble, y justo en la faz de la tierra, merece la pena ser defendido porque, en última instancia, todo ello brota de Dios.
Por eso, me sugirió, que si yo tenía la sospecha de que estaba en camino de perdición, que transitaba la tiniebla del pecado, debía preguntarme cómo era que entonces yo amaba y buscaba vivir valores tan grandes -como los mencionados- que tenían la capacidad de hacer presente, en medio de los hombres, la luz que sólo puede brotar de Dios.
En relación a esto me dijo Si estás camino a la perdición ¿como puede ser que busques la luz de la verdad? Si estás camino a la perdición ¿cómo es que buscas el amor? ¿No nos enseñaron, acaso, que el que transita la senda de la muerte detesta la vida; y el que camina en la mentira rechaza la verdad? ¿Cómo se puede marchar al averno si a la vez se lo busca a Dios y se lucha, en medio de dificultades, por aquellas cosas que brotan del corazón del Eterno?
Y así siguió hablándome un buen rato.
Después volvimos al lugar de antes y yo me senté y nuevamente recosté mis espaldas en aquel árbol; y una vez más el anciano se sentó a mi lado.
Se quedó un momento en silencio y, con la mirada como perdida en la tierra, dijo en voz alta lo que pareció ser casi una confesión personal: el monte -balbuceó- no es la antesala de la condenación sino el terciopelo con el que muchos confeccionan la propia y auténtica moneda.
Hizo una pausa, me miró y me dijo: Y en cuanto a ti, tu confusión acerca de los valores tal vez desaparezca cuando redescubras tu lugar.
Se sonrió, se levantó y se fue, a paso lento.
IX
Pasé en el monte algunos días más.
Seguí observando a la gente y dándome a conocer; seguí también preguntando y recibiendo respuestas. Y de a poco, casi sin darme cuenta, creo que me fui enamorando del monte y descubriendo una gran cercanía fraternal con aquellos peregrinos que marchaban por picadas que había que inventar a cada paso.
Una mañana, la tercera de la séptima semana, me levanté, me acerqué a la ronda que ya se había formado en torno al fuego, me senté en el que ya comenzaba a ser mi lugar y de inmediato recibí una taza de café.
Bebí algunos sorbos, los miré a todos y finalmente -medio temblando- le dije que si no se oponían, yo había tomado la decisión de seguir mi marcha a través del monte, en compañía de todos ellos.
También les expresé que esperaba tener una tarea concreta en la comunidad de los peregrinos, algo así como una función propia; y que había aceptado correr los riesgos propios del caminar en el monte; y que además quería, finalmente, agradecerles por todo lo que habían hecho por mi; por el amor que me habían brindado, por la hospitalidad, y -sobre todo- por haber estado tan atentos a las cuestiones que me afligían, especialmente en aquellos primeros días en los que había yo dejado la ruta y me había internado en el monte.
El de la taza de café me dijo entonces si podía yo expresar los motivos por los cuales había tomado tan importante decisión.
De inmediato recordé la última charla con el anciano y les respondí a todos con sus mismas palabras. Le dije que dejaba la ruta porque había comprendido, que el monte no es la antesala de la condenación sino el terciopelo con el que muchos confeccionan la propia y auténtica moneda.
Y yo creía ahora ser parte de esos muchos. Es como que necesitaba encontrar mi identidad más profunda. Lo había intentado en la ruta pero fracasé. Muchos años había buscado confeccionar tan preciosa moneda pero nunca había tenido entre mis manos más que el metal que hería mi corazón llagado. Ahora, por el contrario, me había enamorado de la suavidad del terciopelo y por fin tenía la oportunidad de comenzar a armar mi preciada y auténtica moneda, la única capaz de justificar mi propia existencia.
Terminé de hablar y, para mi sorpresa, uno de los niños levantó la mano -como pidiendo la palabra- y con la mirada me preguntó si estaba dispuesto a escucharlo. Yo asentí con la cabeza y entonces me dijo que, dado que yo había elegido el monte, debía saber algunas cosas.
Me explicó que la marcha en el monte es más difícil de lo que parece. Por ejemplo, me dijo, en el monte solo se camina durante el día. No como en la ruta, que uno puede caminar a todas horas porque siempre están las marcas y carteles que evitan que los peregrino se desvíen involuntariamente del rumbo adecuado. Y aunque no estuvieran las marcas, el mismo asfalto hace las veces de gran señal. Basta que uno sienta que pisa tierra para comprender que se está apartando de la ruta.
En el monte -continuó- no es así.
Durante el día el sol es el único guía. El naciente y el poniente se convierten como en las agujas de una especie de brújula natural.
Pero durante la noche todo cambia. El sol ya no está, y las figuras que forman las estrellas no siempre se pueden percibir porque las copas de los árboles impiden a veces contemplar el firmamento.
Por eso, como en el monte el camino se hace cada día, a cada paso, más vale no arriesgarse. No sea cosa que se desgasten inútilmente las fuerzas en hacer una picada que no conduzca a ninguna parte. Es preferible esperar la luz del sol. Recién entonces uno tiene la certeza de caminar hacia donde quiere llegar. Y así -siguió- el caminar en el monte es mucho más lento que en la ruta.
Por eso también, los peregrinos del monte caminan entre la certeza y el desconcierto. Durante el día lo ven todo bastante claro. Pero durante la noche todo se vuelve confusión. Hasta el descanso nocturno llega a parecer una pérdida de tiempo, un destructor de ideales, aunque sea -en realidad- la expresión de la prudencia que se necesita para llegar a la Gran Ciudad.
En el monte -concluyó- no hay lugar para la ansiedad. En el monte sólo caben la constancia y el respeto a las leyes del monte.
Yo me sonreí.
¿De donde sacaste todo esto? le pregunté
Me dijo que su padre le había explicado todo esto y más en una ocasión muy especial. Fue cierta vez que el había hecho la travesura de internarse -a escondidas- en el monte y durante la noche, para ver cómo era cuando se está solo y lejos del campamento.
Y siguió contándome toda la historia, aunque yo ya no lo escuchaba. Me había quedado pensando en lo anterior. De todos modos, cuando me pareció que había terminado con el relato le pregunté si su padre le había pegado por haber hecho semejante travesura.
De ningún modo - me dijo -. Un castigo nunca enseña a conocer el monte, sino sólo a temer transitar por él. Mi padre no me pegó. Me enseñó las leyes de la marcha en el monte y luego me acompañó unos metros en mi travesura hasta que comprendimos que debíamos retornar al campamento.
Me volví a sonreír.
X
Las palabras de aquel niño me impactaron más de lo que yo pensaba..
Durante todo el día sus palabras me dieron vuelta en la cabeza. Y mientras más lo pensaba más entendía que tenían mucho de verdad.
Se me ocurrió que tal vez yo había idealizado el monte. De todos modos me parecía mejor que la ruta.
Por la noche, después de cenar, me acerqué al anciano y le expresé mis sensaciones. Le comencé a contar lo que había discurrido durante el día pero, a mitad de mi relato me interrumpió bruscamente. Tan bruscamente como nunca lo había hecho antes.
Nadie de nosotros -me dijo con cierta dureza- impedirá que te quedes en el monte. Sin embargo, creo que debes sincerarte frente tu propia verdad. He pensado mucho en esto últimos días y he llegado a algunas conclusiones.
En primer lugar, continuó, creo que en realidad nunca te interesó el monte sino solo la posibilidad de escapar de la ruta.
Amas la ruta pero crees que te lastima al asfixiarte; quieres el monte pero no lo amas porque no lo entiendes. No intentes traer la ruta al monte ni llevarte el monte a la ruta. Simplemente acepta con paz que existen ambas cosas y trata de entender la verdad del conjunto.
En segundo lugar, hay otra cuestión. Pensando en estos días, como te decía, creo que he descubierto tu verdadera identidad. Ya se quién eres. Antes pasaste por la ruta. Ahora estás en el monte. No te corrompas optando en forma excluyente por el asfalto o por el monte. Deja todo esto y vuelve a ocupar tu lugar.
Fue lo último que esperaba escuchar. De todos modos comprendí que el anciano estaba en lo cierto.
Y decidí volver a ocupar mi lugar. Me puse en camino, mientras nuevamente percibía la silueta de aquella mujer .........
Epílogo
Mucho he compartido acerca de mi paso por la ruta y el monte. Y recién ahora, sobre el final, caigo en la cuenta de que todavía no me he presentado. Como verán, hay detalles que se me escapan.
De todos modos sé que a muchos no les importará en lo más mínimo conocer mi nombre. Pero, tal vez (y solo tal vez), a algunos les interese conocer mi función.
Después de todo lo que les he compartido, no sé qué imagen se habrán hecho de mi.
A lo mejor alguien haya supuesto que soy un gran personaje,....alguien conocido, famoso; y otros, tal vez, pensaron sencillamente que estaban frente a un desquiciado.
En realidad soy....¿cómo de decirlo?....Soy una simple ama de llaves. Espero no haberlos decepcionado.
Si. Soy el ama de llaves de un caserón más o menos viejo. En su exterior es bastante conocido. Solo un ciego podría no verlo.
Es enorme. Realmente grande. Como esos que se hacían antes. Con muchos recintos, habitaciones, patios y jardines.
En cierta forma es una construcción imponente pero, curiosamente, sus paredes son muy delgadas. Yo diría que demasiado. Tanto es así que a veces, cuando se desata un temporal, aseguro todo de la mejor manera posible y me digo a mi misma que todo está bien, que una vez más va a resistir el embate del viento; y, sin embargo, igual me invade el temor.
Y esto me pasa una y otra vez; y siempre termino maravillada de la resistencia que tiene a pesar de los años.
Por otra parte, a pesar de que estoy en la casa prácticamente desde que fue construida, tengo que reconocer que todavía no la conozco en su totalidad. Y no es por pereza o falta de interés. En general soy bastante diligente.
Más bien creo que, nuevamente, es por temor. Hay tantas historias que han corrido en torno a la vieja casona (si ustedes supieran....); tantas historias que, a veces, una no quiere revisar todo lo que hay por miedo a lo que pueda descubrir; o bien, por el complejo de no entender ciertas cosas que acontecen.
En fin. De todas maneras, hago lo que puedo. Y la paso bastante bien. No me puedo quejar de mi vida aquí en la casa.
Y aunque es cierto que tengo un poco de dificultad para relacionarme, creo, sin embargo, haber cultivado un razonable círculo de amigos. Y eso me reconforta mucho.
Por ejemplo, suelo recibir frecuentemente la visita de una amiga, de un poco más edad que yo. ¡Esa sí que es toda una dama!. Una tipa realmente de gran estilo, muy bella, muy seductora y de una tremenda delicadeza en el trato. Me encanta la forma en que me habla, aunque a veces tenemos nuestras serias disputas, que no siempre son tranquilas y armoniosas.
De todos modos la quiero y le tengo mucha confianza.
Una vez me supe confidenciar con ella. En realidad fue ella la que me enseño mi oficio. Y también me enseño a resolver -o al menos a entender- algunos de los problemas de la casa; porque, como les dije hoy, la casona es grande y también misteriosa, y está llena de problemas, y de cosas que no siempre comprendo.
Para que se me entienda bien: es en la casa en donde están la ruta y el monte; aquí viven, (a modo de memorial y no de simple recuerdo) hermanos que transitan la ruta y otros que caminan en el monte: niños, jóvenes, adultos y ancianos. Todos.
Aquí se puede caminar rápido o arrastrándose, con las rodillas ensangrentadas; aquí se escucha siempre la voz de los grandes conocedores de la ruta y de los ancianos del monte; aquí los hombres construyen la auténtica o la falsa moneda. Aquí se camina rumbo a la Gran Ciudad o se reniega de ella.
Y todo esto resulta, en la práctica, mucho más complejo que en la teoría. ¿Me quieren decir cómo es posible vivir en una casa así?
La verdad es que a veces me siento un poco sola; aunque -también- tengo que reconocer que ya estoy acostumbrada y le he tomado cariño a todo esto, más allá de que, en ocasiones, me cueste mucho asumir las funciones que me corresponden.
Tanto es así que, aún cuando he sido enseñada en estas cuestiones, tengo que reconocer que durante ciertos períodos me confundo y hago tonterías, como esto de escaparme a la zona del monte.
Por eso, aunque creo ser -modestia aparte- una buena ama de llaves, con el tiempo me voy dando cuenta de que tengo un problema, o varios....no sé. Digo uno para hablar del más significativo: todavía no he llegado a la madurez.
Primero me había enrolado en la parte de la ruta. Nada era mejor que la ruta. La ruta era todo. Y esto es comprensible: yo aprendí a gatear en la ruta.....Mis primeros raspones los hizo el asfalto.
Después, como algunas adolescentes, de un día para el otro, me decepcioné profundamente de la parte de la ruta y de unos cuantos que en ella peregrinan. Y entonces, como les acabo de contar, me interné en el monte. Lo conocí. ¡Lo descubrí!. Y me deslumbró. Me gustó muchísimo hasta que......bueno..... ya saben como terminó todo eso. En fin....
En realidad estas aventuras mías tienen ciertamente su lado negativo; pero también tienen uno que es positivo. Y aquí lo positivo es que una aprende.
Recordando mi estancia en la ruta y mi paso por el monte, creo que fueron experiencias interesantes y educadoras. No es que me justifique. Simplemente creo que todas estas cosas me hicieron comprender muchas otras.
Por ejemplo: después de mi última charla con el anciano del monte, comprendí que mi función no es estar ni sólo en el asfalto ni solo en el monte. No puedo pactar en forma exclusiva ni con uno ni con otro. Eso sería corromperme, como dijo el anciano.
Me di cuenta que, después de todo, no soy más que una ama de llaves, y me toca a mi abrir la puerta del viejo, misterioso e incognocible corazón humano, para dar paso a mi amiga, la bella dama de la Verdad, cuya silueta yo percibí, varias veces, no solo en la ruta sino también en el monte, detrás de los árboles.
La ruta y el monte acontecen en todo corazón. Y de todo lo que les he contado, cualquier parecido con el mundo exterior es mera coincidencia.
A propósito, algunos me llaman Razón, otros Inteligencia, otros Conciencia. En fin, eso no importa porque .....¡Perdón! Están llamando a la puerta......!