LA INVITACIÓN II (Jude Deveraux)
Publicado en
septiembre 30, 2012
CAPITULO 1
1882
Señor Hunter, me gustaría que me pidiera en matrimonio.
Cole no pudo pronunciar ni una palabra; fue una de las pocas veces en su vida en que de veras se quedó mudo. En varios momentos había optado por no hablar, pero en esas ocasiones unos cuantos miles de palabras habían cruzado por su mente y él simplemente se había negado a dejarlas salir de su boca. Sin embargo, ahora no sucedía nada de eso.
No era que le sorprendiera que una mujer le pidiera que se casara con ella. No deseaba jactarse, pero en su época había recibido algunas propuestas de matrimonio. En fin, quizás habían sido sugerencias más comerciales y no provenían de mujeres a quienes se las pudiera considerar respetables, pero sin duda habían existido mujeres dispuestas a mencionar la palabra "matrimonio".
Lo que resultaba sorprendente era que esa mujer en particular le estuviera hablando de matrimonio. La pequeña criatura pertenecía al tipo de mujeres propensas a fingir que los hombres como él no existían. Era una de esas señoras que apartaban sus faldas cuando él pasaba junto a ellas. Quizá más tarde se encontraban con él detrás del granero, después de la iglesia, pero no le hablaban de matrimonio ni lo invitaban a cenar el domingo por la noche.
Sin embargo, sí creía que esa cosita pequeñita pudiera tener problemas para conseguir un hombre. No había nada que hablara en su favor. Salvo porun frente bastante curvilíneo ———y él ciertamente los había visto mejores—, era del tipo de mujer que uno no notaría ni aun teniéndola sobre las rodillas. Nada bonita, nada fea, ni siquiera acogedora, simplemente muy común. Tenía un insulso pelo marrón, no muy abundante, y parecía que ni una docena de pinzas al rojo vivo pudieran rizarlo. Ojos marrones comunes, naricita común, boquita comun y ordinaria. Nada de una figura de la cual se pudiera hablar, excepto la agradable forma redondeada de la parte superior. Nada de caderas, ninguna curva de verdad.
Y luego estaba su actitud. A Cole le gustaban las mujeres que daban la impresión de ser divertidas en la cama y fuera de ella. Le gustaba una mujer que se riera y que lo hiciera reír, pero esa criaturita estirada no parecía capaz de agudezas, y mucho menos de humor. Se parecía a una maestra no dispuesta a aceptar excusas por una tarea no realizada. Se parecía ala señora que arreglaba las flores de la iglesia todos los domingos, la mujer que uno veía todos los días mientras crecía y cuyo nombre nunca se le ocurría preguntar.
No daba la impresión de estar casada. Tampoco daba la impresión de haber tenido alguna vez a un hombre en su cama, un hombre acurrucado a su lado en busca de calor. Si había tenido un hombre, probablemente había sido uno de esos adictos a una larga camisa de noche y un gorro, y lo que habían hecho había sido únicamente en nombre de la continuación de la raza humana.
Mientras encendía un delgado cigarro, se tomó tiempo para pensar... y recobrarse. Viajaba tanto y conocía tanta gente, que había debido entrenarse a fin de saber juzgar tanto a hombres como a mujeres. Cuando tenía menos de sus treinta y ocho años presentes, solía pensar que las mujeres como ésa se morían por un hombre que las animara un poco. Había aprendido que las mujeres de apariencia fría eran, en su mayor parte, mujeres frías. Cierta vez se había pasado meses tratando de seducir a una sencilla y recatada mujercita parecida a ésta, imaginando sin cesar el volcán dormido debajo de su vestido abotonado en exceso. Pero cuando por fin consiguió sacarle la ropa interior, ella se limitó a yacer allí, con los puñoS apretados y los dientes rechinantes. Fue la única vez en su vida en que no pudo actuar. Después de eso, decidió que era más fácil ir detrás de las mujeres que parecían dispuestas a aceptar sus avances.
De modo que allí estaba una de esas cositas frígidas y ratoniles, con el vestido abotonado hasta la barbilla, los codos apretados contra el cuerpo y, aunque él no podía verlas, estaba seguro de que tenía las rodillas entrecruzadas.
Estaba sentado en una de esas duras sillas tapizadas que la casera consideraba de moda, haciendo tiempo mientras encendía su cigarro y la observaba, esperando a que ella diera el paso siguiente. Por supuesto, hasta ese momento había dado todos los pasos. Le había escrito con el objeto de decirle que deseaba contratar sus servicios para un asunto muy personal y que deseaba ir a verlo a Abilene.
Por su carta —escrita en papel tipo pergamino con caligrafía perfecta— había supuesto que era rica y deseaba que él matara a algún hombre que se había burlado de ella. Ése era el tema por el cual solían escribirle las mujeres. Si un hombre deseaba contratarlo, en general quería que matara a alguien debido a una cantidad de tierra o de ganado, a derechos sobre el agua, a una venganza o a algo por el estilo. Pero con las mujeres se debía siempre al amor. Años atrás, Cole había dejado de intentar que hombres y mujeres creyeran que era un asesino profesional. En realidad, era un pacificador a sueldo. Se sentía un verdadero diplomático. Tenía aptitudes para dirimir discusiones y usaba su talento para hacer lo que podía. Era cierto que a veces la gente resultaba muerta durante las charlas, pero Cole sólo se defendía. Nunca era el primero en sacar.
—Por favor, continúe —dijo cuando el ratoncito se interrumpió. Le había ofrecido un asiento, pero ella había preferido quedarse de pie. Acaso se debiera a que su rígida espalda se rehusaba a doblarse. y ella había insistido en que la puerta de la habitación permaneciera abierta quince centímetros... a fin de que nadie pensara mal.
La mujercita se aclaró la garganta.
—Sé lo que parezco. Seguramente usted cree que soy una solterona solitaria y que necesito un hombre.
Cole debió esforzarse para evitar una sonrisa, dado que eso era justamente lo que estaba pensando. ¿Acaso ahora iba a decirle que no necesitaba un hombre? Todo lo que ella quería era que encontrara al hijo del vecino, que la había dejado plantada, y que lo hiciera desaparecer de la faz de la tierra.
—Trato de no engañarme —prosiguió ella—. No me ilusiono con respecto a mi apariencia ya mi atractivo en relación con los hombres. Por supuesto, me habría gustado tener un marido y media docena de hijos.
Él sí sonrió ante esas palabras. Por lo menos, era sincera acerca de su necesidad de un hombre vital en su cama.
—Pero si realmente anduviera buscando un marido, un padre para mis hijos, por cierto no pensaría en un pistolero envejecido sin medios visibles de subsistencia y con una panza incipiente.
Ante eso, Cole se sentó más derecho en la silla y trató de echar para adentro el abdomen. Tal vez fuera conveniente mantenerse alejado del pastel de manzana de su casera durante unos días. Le costó un gran esfuerzo no apoyarse la mano en el estómago. No es que él estuviera dispuesto, de ninguna manera, a aceptar ese encargo, pensó. ¿ Qué quería decir con eso de "pistolero envejecido"? iVamos, era tan bueno con el revólver como veinte años atrás! Ninguno de esos jovencitos de ahora... Interrumpió sus pensamientos cuando ella empezó a hablar de nuevo.
—No sé qué contarle primero. —Le dedicó una mirada dura, escrutadora. —Me dijeron que usted era el hombre más buen mozo de Texas.
Cole volvió a sonreír.
—La gente habla demasiado —comentó con modestia. —Personalmente, no lo veo.
Él se quedó con el cigarro suspendido en el aire.
—Tal vez fuera buen mozo hace unos años, pero ahora. ..El exceso de sol le puso la piel como un cuero y tiene una expresión dura en los ojos. Supongo, señor Hunter, que es usted un hombre muy egoísta.
Por segunda vez en ese día, Cole se quedó tan sorprendido como mudo. Luego echó la cabeza hacia atrás y se rió. Cuando volvió a mirar a la mujer, ella ni siquiera sonreía.
—Muy bien, señorita... —Latham. Señorita Latham.
—Ah, sí, señorita Latham —dijo con sarcasmo, para luego irritarse consigo mismo. En sus tantas peleas, se había enfrentado con hombres que habían dicho toda clase de cosas acerca de él y de sus antepasados sin lograr enfurecerlo, pero esta mujer común, con sus comentarios sobre su incipiente panza y su supuesto egoísmo, empezaba a sacarlo de las casillas. ¿Quién era ella para hablar así? Era tan insignificante que, si uno la paraba contra una montaña de arena, no sería capaz de determinar dónde empezaba ella y dónde terminaba la arena.
—¿Le importaría decirme qué es lo que quiere de mí? preguntó. Sabía que debía hacerla salir de allí, pero no podía evitar la curiosidad. Estupendo, pensó, un extraño diplomático. Podía hacer que lo mataran gracias a su curiosidad.
—Tengo una hermana un año mayor que yo.
La mujer se dio vuelta y fue hasta la ventana. Al caminar, no mostró ni el más leve movimiento gracioso de caderas, de esos que les gusta mirar a los hombres. Esa mujer caminaba como si estuviera hecha de madera... y le resultaba tan atractiva como un pedazo de madera.
—Mi hermana es todo lo que yo no soy. Mi hermana es hermosa.
Debió de haber percibido los pensamientos de Cole, por que comenzó a dar explicaciones.
—Sé que quienes me ven no pueden creerlo. Tal vez piensen que mi idea de la belleza no está lo bastante desarrollada.
Cole no dijo ni una palabra, pero eso era justamente lo que estaba pensando. No se necesitaba ser muy hermosa para parecer bonita junto a esa pequeña criatura. Por supuesto, cada vez que decía algo desagradable sobre él, se volvía menos atractiva. Se preguntó qué edad tendría. No menos de treinta, supuso. Demasiado madura como para atraer a un hombre. No tendría la media docena de hijos que deseaba.
—Rowena es la más hermosa de las mujeres. Es alta, tiene abundante cabello castaño rojizo y ondulado. Ojos verdes, pestañas grandes, una nariz perfecta y labios bien delineados. Su figura hace temblar a los hombres. Lo sé porque lo he visto más de una vez. —Suspiró profundamente. —Más importante que su belleza, al menos para las mujeres, es que Rowena es una persona adorable. Se preocupa por los demás. Hace cosas por la gente. —Suspiró. —Mi hermana tiene la apariencia y la personalidad de mi madre. En pocas palabras, lo tiene todo.
—¿Quiere que la mate en su nombre?
Cole bromeaba, pero la mujer no rió, cosa que lo hizo dudar acerca de su sentido del humor.
—Sacar a i hermana de esta vida dañaría al mundo. Cole tosió, y casi se ahogó con el humo del cigarro. Nunca había oído a nadie hablar así; sin embargo, ella parecía sincera:
—Mi hermana es una heroína. Lo digo en el mejor de los sentidos. Como todas las heroÍnas, no tiene la menor idea de su heroísmo. Cuando tenía doce años, vio fuego en un orfanato y, sin pensar en su propia seguridad, corrió hacia el edificio en llamas y sacó a todo un grupo de chicos de su dormitorio. Todos la quieren.
—Excepto usted.
La señorita Latham volvió a suspirar y se sentó.
—No, se equivoca. La quiero mucho. —Él vio que temblaba, a pesar de que lo ocultaba muy bien. Sospechó que estaba acostumbrada a esconder sus emociones. —Me resulta difícil explicar lo que siento por Rowena. A veces la quiero ya veces... casi la odio. —Levantó la cabeza en un gesto de orgullo. —Tal vez mi problema consista realmente en los celos.
Por un momento, él la observó, sentada muy quieta en la silla; le sorprendió ver que ni su cara ni su cuerpo reflejaban ninguna emoción. Ni un pestañeo, ni un temblor en las manos. Estaba sentada perfectamente quieta. Hubiera podido ser una magnífica jugadora de póquer .
De repente, Cole supo que se hallaba en problemas porque sintió que empezaba a ablandarse.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó, más rudamente de lo que hubiera querido.
—Hace seis años, mi hermana se casó con un hombre maravilloso. Alto, buen mozo, rico, inteligente. Jonathan es el hombre con quien todas las mujeres sueñan casarse. Viven en Inglaterra, en una hermosa propiedad, y tienen dos hijos adorables. Rowena es del tipo de mujer para quien los sirvientes trabajarían aun sin sueldo.
—¿y qué me dice de usted?
Por primera vez le vio una ligera sonrisa en los labios. —A mis criados, yo les pago más de lo debido, no les exijo nada y, aun así, se ro ban la pla tería.
Ante eso, Cole rió. Después de todo, tal vez ella sí tuviera un poco de sentido del humor .
—Mi problema radica en que mi hermana me quiere mucho. Siempre fue así. En Navidad solía cambiar las tarjetas de los paquetes durante la noche porque la gente tendía a darme regalos útiles y aburridos, mientras que a Rowena le daban cosas hermosas. Por supuesto, yo resultaba ser la propietaria de veinte metros de seda amarilla bordada con motivos de mariposas y ella obtenía diez tomos sobre la vida de Byron, de modo que las dos quedábamos insatisfechas. Pero todo lo hacía en nombre de su amor por mí.
—¿Le gusta Byron?
—Me gustan los libros. y la investigación. Yo soy la inteligente y Rowena es a llamativa. Cuando veo un edificio en llamas, llamo a los bomberos. No corro hacia las llamas, huyo de ellas.
Cole sonrió.
—Yo me parezco más a usted ——comentó.
—Oh, no, no se parece—replicó ella con algo de fuerza—.
Usted, señor Hunter, es como Rowena.
La forma en que lo dijo lo hizo sonar como lo peor que hubieran dicho de él. Su primera reacción fue defenderse. ¿Pero defenderse de qué? No había dicho de su hermana nada que no resultara altamente halagador .
—Lo he investigado en profundidad, señor Hunter, y usted es tan ciegamente heroico como mi hermana. Actúa primero y después piensa. De acuerdo con las fuentes que he consultado, usted arregló por lo menos dos luchas importantes con la menor cantidad de muertes posibles.
Sa bía que no debía, pero tenía que hacerle pagar por lo que había dicho antes.
—No, señora, yo soy sólo lo que usted está viendo... un pistolero envejecido.
—Eso es lo que parece, y es verdad que no tiene futuro. Su utilidad terminará cuando la vista le falle. Por lo que sé, no ha logrado ahorrar dinero a pesar de sus ganancias, principalmente porque tiende a trabajar por poco o por nada. Por un lado, usted es heroico y, por el otro, es tonto.
—Usted sí que sabe halagar a un hombre, señorita Latham. No sé por qué no tiene un marido y una docena de hijos.
—Soy inmune a los insultos de los hombres, de modo que no intente agredirme. Sólo quiero contratarlo para un trabajo, nada más. Al cabo de dos semanas puede salir de mi vida y no volver a verme.
—¿y lo que quiere es que me case con usted?
—No, en realidad no. Sólo debe fingir ser mi esposo durante las dos semanas en que mi hermana vendrá a visitarme.
—Seré curioso, señorita: ¿por qué yo? ¿No cree que un pistolero envejecido es una pobre elección como esposo?
No importaba que hubiera dicho cosas agradables acerca de él; era ese comentario sobre su edad lo que lo molestaba. y también estaba lo de su vista. Veía tan bien como a los dieciocho años. En fin, tal vez la letra de los diarios fuese más pequeña de lo que solía ser, pero... Se obligó a dejar de pensar. Si ella llegaba a hacer otro de sus comentarios despreciativos, terminaría por estrangularla.
—Es por lo que usted representa que lo deseo. Quiero... quiero impresionar a mi hermana. —En su primera demostración de emoción hasta ese momento, extendió las manos en un gesto exasperado. —¿Quién puede entender el amor? Por cierto, yo no puedo. Creo que, si una va a casarse con alguien, debería elegir aun hombre protector, confiable, buen padre. Pero las mujeres no parecen desear algo así. Las mujeres desean hombres peligrosos, hombres que hacen cosas tan infantiles y estúpidas como matar gente antes de que los maten a ellos. En resumen, señor Hunter, las mujeres desean hombres como usted.
Cole renunció a tratar de recordar que debía fumar. Estaba tan fascinado con ella que ni una tonelada de dinamita lo hubiera conmovido.
—¿Se supone que yo impresionaría a su hermana? —preguntó.
—Oh, sí. Usted es justo el tipo de hombre que impresionaría a Rowena. Usted es como Jonathan, sólo que él ha usado su... no sé si llamarlo talento... pero ha usado su capacidad para asustar ala gente y conseguir una enorme cantidad de dinero.
—Supongo que es un verdadero demonio.
—Por supuesto, pero eso es lo que parece gustar a las mujeres. No quiero decir que Jonathan sea una mala persona. Creo que está considerado como un eficiente hombre de negocios. Y, a su manera, es compasivo, tal como lo es usted, sólo que piensa que todos los medios están justificados en tanto las cosas salgan como él quiere.
—¿ y yo soy así?
Le dieron ganas de morderse la lengua, pero no pudo evitar el comentario.
—Sí. A usted no le incumbía terminar con esas luchas, y me asombra su vanidad al pensar que podía acabar con ellas.
—Pero lo hice —no pudo dejar de señalar Cole.
—Sí, ése es el punto. Mire, Jonathan va por allí acumulando dinero, así como usted va por allí interfiriendo en la vida de otras personas, matándolas si se cruzan en su camino.
Cole se sintió casi obligado a disculparse por haber nacido.
—Lamento haberla disgustado, lamento que mujeres como su hermana piensen que valgo algo —dijo con ironía.
—Oh, no se preocupe —replicó ella, tomando sus palabras al pie de la letra—. Soy muy frívola al hacer lo que estoy haciendo. Entiéndalo bien, mi hermana sólo tiene buenas intenciones con respecto a mí, pero planea venir a Texas para encontrarme un marido. Dice que me estoy convirtiendo en una mujer árida, amarga... —Hizo un gesto con la mano como para desechar el tema. —No importa lo que diga Rowena. Dice todo lo que se le pasa por la cabeza.
—Es muy distinta de usted, que representa la verdadera esencia del tacto y la gentileza.
Ella le dirigió una mirada dura para ver si él bromeaba, pero no distinguió ningún signo de humor en sus ojos.
—Rowena ha decidido manejar mi vida, y lo hará si yo no me preocupo por impedirlo.
—Me resulta difícil entender algo. Usted dice que desea un marido e hijos y, obviamente, con sus encantos, no encontrará un marido sin ayuda. Entonces, ¿por qué no permite que su hermana se lo encuentre?
—Porque convencerá a un hombre como usted de que se case conmigo.
Cole se limitó a pestañear. Era difícil pensar en uno mismo como en lo peor que pudiera pasarle a una mujer .Ha bía ha bido unas pocas señoras dispuestas a pensar que él era lo mejor que les podría haber pasado.
Ella suspiró.
—Veo que no me estoy explicando muy bien.
—Probablemente sea culpa mía —dijo Cole con dulzura—. Toda esa pólvora que pasó rozando mi cabeza me volviómuy estúpido a lo largo de los muchos, muchos años de mi vida. Por favor, explíqueme.
—Sí quiero un esposo y pienso tenerlo... algún día. Pero el tipo de esposo que quiero no es el que Rowena tiene en mente. Quiero un hombre sencillo, agradable. No un hombre como Jonathan o usted. No quiero un hombre tan buen mozo como para preocuparme todas las noches por si sale con otras mujeres.
Cole pensó que allí había un cumplido, pero no sabía dónde.
—Quiero un hombre en quien poder confiar, alguien que esté allí cuando me vaya a dormir y cuando me despierte. Quiero un hombre que acune al bebé cuando le estén saliendo los dientes. Quiero un hombre que me cuide cuando esté enferma. En otras palabras, quiero un hombre maduro, un adulto, un hombre que sea lo suficientemente hombre como para saber que hay maneras de resolver una situación sin tener que matar a alguien.
Cole se revolvió en el asiento. Empezaba a desarrollar una profunda aversión por esa mujer.
—¿Entonces por qué no se consigue uno de esos desagradables individuos, si eso es lo que quiere?
No podía creerlo, pero su voz sonaba petulante y hasta celosa.
—¿Puede imaginarse la reacción de mi hermana al venir a visitarme y encontrarme casada con un hombre de poca estatura, calvo, con más conocimientos sobre libros que sobre armas? Rowena se sentiría más apesadumbrada por mí de lo que se siente ahora.
De repente, se puso de pie con los puños apretados. —Señor Hunter, no se imagina lo que fue crecer al lado de una hermana como Rowena. Toda mi vida me compararon con ella. Si ella debía ser la linda, no es justo que también tuviera que ser la talen tosa. Rowena puede hacer lo que sea. Monta como si fuera parte del caballo. Cocina, baila, habla cuatro idiomas. Rowena es absolutamente divina. Solía desafiar ami padre, y él la quería más, justamente por eso. Cuando yo intentaba hacer lo mismo, me mandaba ala cama sin cenar. —Suspiró profundamente, como para calmarse. —Ahora mis padres están muertos, yo vivo en una casa enorme, aterradora, y mi espléndida hermana viene a Texas para encontrarme un marido. Dice que lo hace debido a su amor por mí, pero en realidad lo hace por piedad. Se compadece de mí y cree que nunca conseguiré un marido por mis propios medios; además,cree ser tan encantadora como para convencer aun hombre de que se case conmigo.
Lo miró.
—Hace poco menos de un año que murió mi padre; mientras vivió nunca tuve oportunidad de buscar marido. Decía que había perdido una hija en aras del matrimonio y que se aseguraría de no perder otra. Estoy convencida de poder encontrar marido ahora que estoy libre, pero no para la semana próxima, cuando llegue Rowena. Por lo menos, no un buen marido. Esos hombres son difíciles de hallar y merecen un estudio especial. El matrimonio es una responsabilidad muy grande. Además, aun cuando reciba a Rowena del brazo del hombre que deseo, me compadecería por no tener un fanfarrón de mandíbula dura, un matón maligno y despiadado como su marido.
Cole no pudo evitar pasarse la mano por la mandíbula. ¿Acaso era tan dura? ¿Acaso él era despiadado? ¿Acaso fanfarroneaba? Maldición, esa mujer lo estaba volviendo loco. Si él realmente era un matón despiadado, ella sería la primera de su lista en ser eliminada.
—¿Entonces desea que yo finja ser su marido durante dos semanas en un esfuerzo por impresionar a su hermosa hermana?
—Así es. Le pagaré cinco mil dólares por las dos semanas y, durante ese tiempo, por supuesto, vivirá en una casa confortable y estará bien alimentado.
Hablaba como si él viviera en una cueva y comiera tierra y lombrices durante la cena. Porsupuesto, esa casa de huéspedes necesitaba una buena limpieza y quizá la comida dejara mucho que desear. Sin embargo, cierta vez, en Saint Louis, se había alojado en un espléndido hotel y había comido... En fin, eso había sido después de un trabajo lucrativo; se había quedado allí hasta que se le terminó el dinero. Tal vez el granjero calvo de ella habría hecho algo inteligente con el dinero.
—¿Y? —preguntó la mujer, impaciente.
—Señorita Latham, creo que si tuviera que pasar dos semanas a su lado, me colgarían por asesinato... el suyo.
Aun cuando la observaba atentamente, ella no demostró ninguna emoción... si es que tenía alguna.
—Entonces supongo que está todo decidido. Le deseo lo mejor para el futuro y espero que pueda seguir esquivando las balas por muchos años. Buenos días, señor .
Con esas palabras abandonó la habitación y cerró la puerta tras ella.
Cole se acercó a un armario, sacó una botella de whisky y se sirvió un trago abundante. ¿Qué diría la pequeña señorita Estirada y Decorosa con respecto a beber a esa hora del día ? Tal vez levantaría su irritante naricita en un gesto de desprecio.
Junto a la ventana, apartó la cortina y la observó cruzar la calle. Ningún hombre se dio vuelta para mirarla. Era la mujer menos deseable que había visto. Sin embargo, en ella había algo que lo conmovía.
—jMaldición! —dijo casi gritando. En pocos minutos le había hecho sentir que su vida era un fracaso. jA él! A Coleman Hunter, un hombre conocido en todo el Sudoeste como alguien para ser tenido en cuenta, alguien que podía elegir a cualquier mujer de la región.
Se apartó de la ventana y, al hacerlo, se vio en el espejo colgado encima del escritorio. Se paró de costado, un poco más erguido, y trató de echar el abdomen hacia adentro. No había nada de panza. Su abdomen era tan chato como cuandose batió en su primer duelo. Enojado, tomó el sombrero y salió de la habitación.
Dos horas más tarde se hallaba sentado en el porche delantero de la oficina del sheriff , haciendo pedazos una ramita con un cuchillo. Comenzaba a pensar que esa mujer traía mala suerte. Diez minutos después de dejar la casa de huéspedes, un muchacho se le había acercado corriendo con un telegrama. Su siguiente trabajo, para un ranchero de Plano, había sido cancelado. El hombre quería que alguien se encargara de encontrar y matar a un grupo de cuatreros, pero el telegrama decía que un joven, menos caro, ya había realizado la tarea.
Esa noticia enojó tanto a Cole que fue a lo de Nina para decirle que la deseaba ya. Nina contestó que debía esperar su turno, pues la última vez no le había pagado. ¿Desde cuándo debía pagar por una mujer? Las mujeres se morían por ir ala cama con él.
—Nina —dijo, odiándose por hacerlo—. ¿Tú crees que soy... en fin, ya sabes... atractivo?
Eso la había hecho reír.
—Cole, ¿qué te pasa, querido? ¿Te enamoraste de una muchacha que te considera tan viejo como para ser su padre?
Ése era probablemente el único insulto que la señorita Latham no le había dedicado, pero sí lo había hecho Nina. Primero una solterona amargada y luego una prostituta. Pensó que haría bien en marcharse de Abilene enseguida, antes de que el pelo se le volviera gris y los dientes comenzaran a caérsele.
—¿ Qué es lo que te preocupa? —preguntó el sheriff, que en ese momento estaba sentado junto a él en el porche.
—No me pasa nada —contestó Cole en tono cortante—. ¿Qué te hace pensar que algo me preocupa?
—Pocas veces te vi despierto tan temprano; cuando te levantas de día, en general es para encontrarte con alguien en un tiroteo. ¿Por qué no estás en la taberna, como siempre?
—¿Es eso lo que piensas de mí? ¿Es así como crees que paso mi vida, matando gente, bebiendo y jugando? Si crees que soy semejante vago, ¿por qué no me has arrestado? A fin de cuentas, si soy un asesino, ¿por qué no me colgaste?
El sheriff miró divertido a Cole. Se conocían desde hacía años; lo habían pasado bien juntos hasta que el sheriff consideró que ya había tenido su cuota de revolcones en la cama y de porotos. Se había casado con una viuda rolliza que le dio dos varones que significaban todo para él.
—¿Nina te rechazó?
—No, Nina no me rechazó —mintió Cole—. ¿Qué le pasa a la gente del pueblo? ¿Acaso un hombre no puede hacer algo diferente de vez en cuando?
—Alguien fue a verte hoy. ¿Quién era? ¿Alguno de los muchachos Dalton anda merodeando por aquí y yo no estoy enterado?
Cole no contestó porque en ese momento la pequeña e irritante señorita Latham salía del hotel y empezaba a caminar hacia el banco.
El sheriff observaba a su amigo de toda la vida, tratando de descubrir qué le pasaba, cuando los ojos de Cole cambiaron de repente. Apareció en ellos la mirada que reservaba para jugadores que podrían tener guardado un as en la manga y para famosos pistoleros que podrían sacar en cualquier momento a fin de decir que habían matado a Cole Hunter. Ante la incredulidad del sheriff, Cole había fijado esa mirada en una mujer pequeña, sencilla, vestida con un modesto vestido marrón. En general, Cole se deslumbraba con mujeres vistosas, acostumbradas al satén rojo y al encaje negro. Decía que luchaba contra los hombres para ganarse la vida, de modo que no quería luchar contra las mujeres; deseaba que fueran accesibles.
—¿Quién es? —preguntó Cole en tono beligerante, apuntando hacia ella con la hoja de su cuchillo.
Abilene era un pueblo grande, pero al sheríff le enorgullecía afirmar que sabía quién iba y venía por allí.
—Dinero —dijo. Mordió un trozo de tabaco. —Su padre era del Este, vino acá y compró unos cuantos cientos de acres de buena tierra en el norte. Construyó la casa más grande que se había visto, luego se sentó y esperó. La mayor parte de la gente pensó que estaba loco. Cuatro años más tarde, apareció el ferrocarril y él vendió el terreno por un precio cinco veces más grande de lo que lo había pagado. Construyó un pueblo, lo llamó Latham en su honor, luego alquiló los edificios agente que deseaba trabajar. Un hombre duro. Dicen que echa a los inquilinos si le deben veinticuatro horas de alquiler.
—Los echaba —corrigió Cole—. Murió hace casi un año.
—¿Ah, sí? No lo sabía —comentó el sheriff, para que Cole advirtiera su deseo de saber más. Pero Cole siempre lo había acusado de ser un chismoso y no estaba dispuesto a brindarle ninguna información.
—¿ y la esposa?
—Oí decir que también la compró. Vol vió al Este por unos pocos meses y regresó casado. —El sheriffhizo una pausa para sonreír. —Decían que era la mujer más hermosa vista por ojos humanos. Hablé con un vaquero que trabajaba para ellos; me contó que los hombres se quedaban mudos cuando ella andaba cerca. Se limitaban a quedarse parados y mirarla.
—y tuvo una hija igual a ella —dijo Cole en voz baja. El sheríff rió.
—Sí, una verdadera belleza. y luego tuvo una igual a él.
Debe de haber sido una desilusión.
Cole no sabía si defender o no a esa malcriada, pero recordó lo de "pistolero envejecido" y no lo hizo. La próxima vez que un mequetrefe lo retara a duelo, debería enviarle ala señorita Latham. Sus palabras lo harían sangrar más que las balas.
Cuando hacía pedazos la cuarta rama, comenzó el alboroto. Justo delante de las narices soñolientas del sheríff y de la mirada descuidada de Cole, cuatro hombres habían llegado a caballo al banco, se habían cubierto la cara y habían emprendido un asalto. Lo primero que supo el sheríff fue que había un tiroteo; luego, un hombre salió tambaleándose del edificio, apretándose el vientre con una mano ensangrentada.
Cole nunca había pensado que el asalto aun banco fuera asunto suyo. Más que nada, porque hubiera podido encontrarse disparando contra hombres que consideraba amigos, hombres que habían compartido el fuego de un campamento con él, de modo que les dejaba las buenas acciones a seres tan estúpidos como para ponerse una chapa en la camisa. El día anterior se habría quedado sentado donde estaba, mirando, mientras el sheríff saltaba y echaba a correr, con su joven ayudante pisándole los talones.
Pero aquel día pasaba algo distinto. Aquel día, las palabras "Ella está ahí adentro" resonaron en su mente. Eso no tenía sentido, claro, porque él no sentía ningún interés en ella. Si hubiera sido Nina u otra persona conocida, sí habría tenido sentido.
No lo pensó. A pesar de su panza imaginaria y de su edad avanzada y de su vista débil, saltó por encima de la baranda y echó a correr, seis metros más adelante que el sheriff. Fue como una serpiente, en un instante quieta y perezosa bajo el sol, ya siguiente moviéndose en forma tan veloz que resultaba difícil de ver .
Los ladrones no habían tenido en cuenta que un hombre de la reputación de Cole Hunter trataría de impedirles saquear el banco de Abilene. Pensaron que deberían vérselas con un sheriff gordo, un ayudante inexperto y muchos ciudadanos desinteresados. Después de todo, era un banco pequeño, sin gran atractivo para nadie más que una docena de personas. Los ladrones creyeron que sería un asunto fácil, que entrarían y saldrían en cuestión de minutos. Pero todo había ido mal desde el principio. Uno de los granjeros había decidido hacerse el héroe, y el más joven y nervioso de los bandidos se había asustado y le había disparado.
—Salgamos de aquí —gritó uno de los de la banda mientras tomaba una alforja llena de dinero y se dirigía hacia la puerta. Fue lo último que hizo en su vida. Cole Hunter abrió violentamente la puerta con el pie, luego se hizo a un lado para evitar la andanada de balas. Cuando ésta se interrumpió, él entró, con dos pistolas escupiendo fuego, y, una vez que el humo se hubo disipado, había tres hombres muertos en el piso.
El cuarto ladrón se aferró a la persona más cercana para usarla como escudo, y esa persona era casualmente la señorita Latham.
—Baja las armas o le vuelo la cabeza a ella —amenazó el hombre detrás de su máscara, con el revólver apuntado en dirección a la cabeza de la mujer.
Cole se alegró al ver que ella no parecía aterrorizada. No quería decirle nada que le indicara al bandido que la conocía; no quería darle ninguna ventaja. Cuando llegaron el sheriff y su ayudante, les hizo una seña a fin de que permanecieran afuera.
—Están terminados... —dijo Cole con calma, y se agachó para dejar caer sus armas, sin sacar los ojos del hombre que empezaba a caminar en dirección a la puerta. Tenía otra pistola en el cinturón, una pistola de bolsillo de un solo tiro. Podía alcanzarla y disparar, pero antes debía sacar a la señorita Latham del medio. Deseó encontrar la manera de decirle que se apartara del pistolero.
—¿Por qué te metiste en esto, Hunter? —dijo el ladrón—. Generalmente estás de nuestra parte.
El día anterior, Cole se habría sentido complacido ante ese comentario, incluso se habría mostrado de acuerdo, pero hoy algo resultaba distinto. Tal vez fueran los ojos de la señorita Latham, que lo miraban con absoluta confianza. Ella había dicho que era un héroe. —Pasaba por casualidad —dijo—, y necesitaba un poco de excitación. Los hombres deben rodar un poco para no aburrirse.
Los ojos del ladrón sonreían por encima de la máscara. —Lo entiendo —afirmó, sin dejar de caminar hacia la puerta, empujando a la señorita Latham delante de él.
Justo cuando Cole creía que su insinuación sobre "rodar" no había llegado a la señorita Latham, ella mordió el brazo del ladrón y, cuando éste la soltó sorprendido, se dejó caer al suelo y rodó. Cole sacó la pistola de repuesto y disparó, pero no antes de que el bandido hiciera lo mismo. Su bala dio en el antebrazo derecho de Cole una fracción de segundo antes de que el arma de Cole disparara.
CAPITULO 2
Cole se recostó en la cama, con los ojos cerrados frente al resplandor de la luz de la habitación oscurecida. Resultaba difícil de creer, pero su estado de ánimo era peor que el dolor de su cabeza y su estómago, para no mencionar las puntadas del antebrazo derecho. El día anterior había bebido una enorme cantidad de whisky porque el médico se había pasado horas—o al menos eso le pareció— sacándole la bala disparada por ese mal nacido y cuando terminó, le informó que la bala había penetrado hasta el hueso y se lo había roto tan gravemente que su brazo quedaría fuera de circulación durante meses, primero enyesado y luego más tiempo hasta que recobrara el uso de su miembro útil para disparar.
A Cole le había costado todo su autodominio no enfurecerse con el médico y el sheriff. Teniendo en cuenta lo borracho que estaba cuando oyó la noticia, deberían haberle dado una medalla por su capacidad de controlarse. Sólo había podido pensar en que no estaría capacitado para llevar a cabo sus dos trabajos siguientes. Uno era fácil: un hombre rico deseaba más tierras, de modo que había contratado a Cole para convencer a cierto modesto granjero de que él y su familia estarían mejor si le vendía unos pocos acres al hombre rico. Era la clase de cosas en que Cole resultaba bueno porque todo lo que debía hacer era hablar y describir el espléndido cuadro de otras tierras en un lugar distinto. En general, lo único que hacía falta era mencionar la posibilidad de la existencia de oro en alguna parte, y el agotado granjero se mostraba más que dispuesto a abandonar el arado.
El segundo trabajo era más difícil. Un ranchero hacía pasar ganado a través del territorio de un enemigo y había contratado a varios hombres armados para proteger las vacas ya sus arrieros.
Entonces, ¿cómo haría Cole para realizar esos trabajos con un brazo en cabestrillo?.. No podía ir a lo del primer ranchero y decirle la verdad: podía llevar a cabo su tarea, pero sin armas. Si eso se sabía, muy pronto los vecinos contratarían al predicador del lugar para convencer sólo con palabras. Si deseaba seguir teniendo clientela, debía hacer creer que todos los trabajos eran peligrosos y necesitaban que los realizara un hombre que sacara la pistola con rapidez.
Pero ahora estaría inactivo durante meses. ¿ y por qué? Porque una mujer insignificante había dicho algunas cosas que lastimaron sus sentimientos, por eso. Se sintió como un chico de primer grado al recibir su primera mala nota en una prueba de aritmética. Y eso era lo que le recordaba la delgaducha señorita Latham: a su primera maestra, un pajarraco viejo y desdichado que solía decirles, a él ya los otros alumnos, que no valían nada y que nunca llegarían a nada. La señorita Latham le había hecho sentir que debía probarse ante ella y quizás también ante sí mismo. Le había hecho desear demostrarle que no era un criminal.
En ese preciso momento, en su mente resonaban varias preguntas: ¿lo habían herido porque su vista empezaba a fallar, o porque su reacción había sido demasiado lenta? Ambos problemas se relacionaban con su avanzada edad.
Cambió de posición en la cama, tratando de acomodar el cuerpo aunque no pudiese acomodar su mente; abrió apenas los ojos y casi dio un grito de sorpresa. Silenciosa, de pie junto a su cama en la habitación a oscuras, semejante aun fantasma, se hallaba la señorita Latham.
—¿Qué está haciendo aquí? —quiso saber, y su tono demostró su convicción acerca de que era ella la culpable de todo, que él no se habría encontrado donde se encontraba de no haber sido por ella.
—Vine a ofrecerle mis disculpas —dijo la mujer con voz tranquila.
El estaba acostumbrado a las mujeres que lloraban y se le abalanzaban angustiadas, diciendo cosas como " Ayúdeme, ayúdeme". Sin embargo, ese pececito era tan frío como el hielo.
—Ya darle las gracias —agregó ella—. Si usted no hubiera intervenido, no sé qué me habría pasado.
Él se sintió casi ablandado por esa afirmación y estaba a punto de mascullar algo agradable cuando ella agregó:
—Por supuesto, si no hubiera irrumpido en el banco a los tiros, el ladrón no se me habría acercado. Pero supongo que es la intención lo que cuenta.
Cole dejó caer la cabeza sobre la almohada y levantó los ojos hacia el techo.
—Parece que voy a pasar una temporada en el infierno antes de llegar allí. —Volvió a mirarla. —Señorita Latham, si desea ayudarme, ¿por qué no me muestra el pasaje de tren que la sacará de este pueblo? Espero que se aleje lo más posible de mí, y espero que lo haga pronto; todavía me quedan un brazo y dos piernas sanos, y temo que usted les haga sufrir algún daño.
Ella no pareció darse cuenta de su tono irónico, porque dijo:
—Discúlpeme.
Se dio vuelta, se levantó la falda y sacó una billetera de cuero de un bolsillo secreto; luego se volvió hacia él y se la entregó.
Al principio no supo qué le había dado, y cuando espió en medio de la poca luz, ella fue hasta la ventana y levantó la cortina. Cole debió tragarse un comentario acerca de su vista perfecta, a pesar de que ella no había dicho nada sobre su incapacidad para leer en una habitación a oscuras.
—¿Qué es esto? —preguntó en tono cortante.
—Mi pasaje de tren.
—Ya lo veo, pero esto es para Waco , T exas. ¿ Y qué significa esta endemoniada lista?
Para su disgusto, su voz se elevó en las últimas palabras. Agregada al pasaje había una lista de todos los criminales desesperados, peligrosos, asesinos, ladrones de sus propias madres, con quienes él había tenido la desgracia de tropezar . De hecho, había matado auno de ellos.
—¿ Usted qué tiene que ver con estos hombres? ¿ Y por qué este pasaje es para Waco? ¿Por qué no se va a su casa, quede donde quede?
—Voy a Waco porque allí espero encontrar al Waco Kid.
Cole empezó a hablar; luego se derrumbó y dejó la cabeza apoyada en la almohada.
—¿Le importaría decirme qué desea de un asesino embrutecido como el Waco Kid ? —Antes de que pudiera responderle, se volvió hacia ella con los ojos llameantes. —No querrá proponerle casamiento a él, ¿verdad? —dijo con desprecio.
—Claro que sí —contestó ella con calma.
—Alguien debería encerrarla, ¿se da cuenta? Alguien debería protegerla de usted misma. ¿Acaso sabe algo de los hombres de esta lista?
—Desde que recibí la carta en que mi hermana me anunciaba su inminente visita, he tenido tiempo de investigarlo a usted ya nadie más, señor Hunter. A pesar del miedo que parece producirle a cierta gente, aquellos a quienes ha ayudado sólo tienen buenas palabras para usted. Deduje que habría otros parecidos.
—¿ Quiere decir que cree que todos los pistoleros tienen un corazón de oro ?
No había querido decir eso exactamente ni sugerir que él tuviera un corazón de oro, pero no estaba dispuesto a desdecirse.
—No puedo admitir en forma terminante que un hombre propenso a ganarse la vida con un revólver tenga corazón. Pero eso queda entre usted y el Creador. Deberá responderle a Él, no a mí.
—Señora —dijo Cole con los dientes apretados—, puede insultar a un hombre hasta marearlo. Es una suerte que no haya nacido hombre, o no habría vivido más de veinte años. Ahora cuénteme qué planea hacer con esta lista.
—No creo que sea cosa de su incumbencia, señor Hunter . Lo único que le debo es una disculpa y... esto. —Sacó una bolsita de cuero y, por el peso y el sonido, él supo que estaba llena de monedas de —ro. Como no extendió la mano para tomarla, ella la puso sobre una mesita junto a la cama. —Lo que le pasó fue por mi culpa, y me gusta pagar mis deudas. Dudo que un hombre como usted haya ahorrado algo para un caso de emergencia, de modo que el dinero le permitirá vivir hasta que vuelva a estar capacitado para dispararle a la gente. No soporto imaginarlo viviendo en la calle o en el bosque por mi culpa.
Una vez más, había dejado mudo a Cole. Era cierto que nunca había ahorrado ni un centavo. ¿Por qué habría debido hacerlo, cuando en su trabajo nunca se sabía si uno iba a estar vivo al día siguiente? No importaba que durante el último año hubiera empezado a cansarse de dormir en el suelo ya anhelar una cama propia. En realidad, había empezado a desear otras cosas, como una silla que se adecuase a su cuerpo. y quizá le habría gustado disponer de un lugar donde guardar las dos camisas que eran todo lo que tenía en la vida.
No importaba que las palabras de ella fueran ciertas; no quería escucharlas.
—Le aseguro, señorita, que puedo cuidarme solo.
Sabía que la mejor defensa consistía en atacar, de modo que levantó la vista de la lista de forajidos. Si lo había hecho a propósito, no podría haber preparado una nómina más horrible. Señaló el primer nombre. Había repugnancia en su voz cuando habló.
—Este hombre le dispara a la gente por la espalda. Si lo deja a solas en su casa, se robará todo y la dejará muerta. El siguiente está en prisión; el tercero ya murió. —Deslizó el dedo hacia abajo. —Éste: muerto. Muerto. En la cárcel. Colgado. Maté a éste ayer en el banco. —Éste es más peligroso que una víbora.
A éste lo mataron hace seis meses por hacer trampas con las cartas. No. No. ¿De dónde sacó esta lista? ¿La copió de los carteles que dicen "buscado"?
—Para conseguir la mayor parte de esos nombres, me limité a preguntar entre las señoras del pueblo quiénes eran los hombres más excitantes que habían conocido.
—¿Señoras? —preguntó él—. ¿Por casualidad viven en la casa vecina al bar "La liga dorada"?
—Así es —dijo ella con toda seriedad.
—Alguien debería protegerla de usted misma. ¿Por qué no se va a su casa y deja que su hermana le elija un marido? A menos que saque auno de la cárcel, nunca encontrará a alguien peor que éstos. No puede hacer entrar a uno de estos hombres en su casa de mujer rica.
Lentamente, sin ninguna expresión en la cara, ella recogió el pasaje y la lista.
—Por supuesto, tiene razón. Además, mi hermana nunca creería que un hombre se casaría conmigo por otra razón que no fuera el dinero. En fin, mi búsqueda es bastante inútil.
Bajó la vista hacia sus manos mientras se ponía los guantes que ayudaban a terminar de cubrir cada centímetro de su pief por debajo de la barbilla. Sobre su cabeza se balanceaba el más horrible de los sombreros; Cole se preguntó si lo habría encontrado en el almacén de una misión.
—Maldición —murmuró... Esa insípida mujercita, con una lengua capaz de cortar el acero, lo estaba exasperando.
—Usted no está tan mal—se oyó decir—. Apuesto a que si usara colores brillantes y un sombrero con una pluma azul, sería bonita. A cualquier hombre le alegraría tenerla a su lado. Vamos, he visto mujeres tan horribles como para que los pájaros huyeran ante su vista; sin embargo, se casaron y tuvieron esos seis chicos colgados de la falda.
Ella le dedicó una pequeña media sonrisa.
—Usted es muy bondadoso, señor Cole, pero yo ni siquiera puedo comprar un marido. —Antes de que él pudiera decir nada, levantó la cabeza. —Muchas gracias por todo, señor.
Aprecio lo que hizo por mí. Ahora entiendo mejor por qué la , gente adora a mi hermana. Resulta muy... emocionante ser destinataria de un acto de heroísmo. Que alguien arriesgue la vida por una hace que las personas se sientan más valiosas.
No se había sentado en todo ese tiempo y ,como antes, había dejado la puerta abierta los quince centímetros prescriptos. En ese momento se dirigió hacia la puerta; luego, con la mano apoyada en el picaporte,se dio vuelta para mirarlo. Mientras él la observaba, una expresión de sorpresa apareció en su cara y en ese instante en que bajó a guardia, en que no dominó sus rasgoscon un control férreo, casi pareció bonita. Rápidamente, obedeciendo aun impulso que —él estaba seguro— rara vez sentía y mucho menos obedecia, retrocedió hasta la cama, se inclinó y lo besó en la mejilla. Después se fue, tan silenciosamente como había venido.
CAPITULO 3
¡Qué diablos! —maldijo Cole en voz baja, o al menos así lo creyó. En realidad, su exclamación fue tan audible y vigorosa que la dueña de la casa de huéspedes abrió la puerta y entró en el cuarto. Era una viuda que había heredado el edificio al morir el esposo y, aunque había tenido muchas propuestas, no quiso saber nada de otro marido. Le había dicho a Cole que le gustaba charlar con los hombres, pero no quería soportar las patadas de uno en la cama.
—¿Ahora qué pasa? —preguntó con el tono de una mujer casada durante largo tiempo, que ha decidido que hay poca diferencia entre los chicos y los hombres.
—Nada que requiera que me ayuden —graznó Cole de espaldas hacia ella.
Se sentía muy avergonzado porque no podía abotonarse la camisa, mucho menos los pantalones, con el brazo enyesado y en cabestrillo. y además de la torpeza ocasionada por el uso de su mano izquierda, sentía un dolor terrible.
De inmediato, la mujer entendió cuál era su problema y comenzó a ayudarlo a vestirse como si hubiera sido su hijo. Por supuesto, debió ponerse en puntas de pie para llegar a los botones de arriba, principalmente porque, en un esfuerzo por mantener su orgullo intacto, Cole había levantado la barbilla y había enderezado la espalda hasta tenerla tan rígida como el cañón de un rifle.
La señora Harrison sonrió con indulgencia y agradeció al Señor por no haber vuelto a casarse.
—¿Recuerda a esa pequeña muchacha que vino a verlo hace unos días? ¿La que usted salvó en el banco?
—Yo no diría que es una muchacha.
—A mi edad, puedo llamar muchacha a cualquiera.
Dudaba de que la señora Harrison llegara a los cuarenta y cinco años, pero a ella le gustaba fingir que era mayor: le proporcionaba una excusa que ofrecer a los hombres que la pretendían —a ella y a su dinero— y no casarse con ellos.
Con un empujón maternal, lo hizo sentar y comenzó a ponerle las medias y las botas. Cole odiaba lo que estaba haciendo; sabía que podía desempeñarse solo, pero en ese momento le gustaba que lo atendieran. Tal vez sí se estaba poniendo viejo. Sabía de dónde provenía esa idea, de modo que, cuando habló, su tono fue cortante.
—¿Qué pasa con ella?
—Su hermana llegó al pueblo.
—¿Rowena? —preguntó sorprendido, demostrando demasiada curiosidad.
—Creo que ése es su nombre. ¿Conoce a toda la familia?
—No sé nada de ellos. y tampoco me importa. No me conciernen en absoluto.
Como para aumentar su irritación, la señora Harrison no emitió ni una sola palabra más. Por fin, él debió decir algo:
—He oído comentar que es muy hermosa.
La señora Harrison trató de no sonreír, y dio a entender a Cole que sabía que él deseaba enterarse de todo. No lo logró en forma total, pero ambos fingieron que ella hablaba porque así lo deseaba y él era lo bastante cortés como para escucharla.
—Es la mujer más hermosa del mundo. Debería verla. Hoy se bajó del tren, de un vagón particular, imagínese, y todos los hombres en cien metros ala redonda se quedaron paralizados. Es asombrosa. y muy agradable. Cuando cuatro hombres se pelearon por llevarle las valijas, uno habría pensado que nadie se había ofrecido antes para hacerle ese favor, por la forma tan gentil en que actuó. Hasta se mostró sorprendida. Por supuesto, una mujer así no empezó siendo un patito feo. Le llevó años ser tan hermosa, de modo que puede suponerse que hubo muchachos que pelearon por llevarle las valijas durante toda su vida.
Cole no supo por qué, pero ese excesivo homenaje a Rowena le molestó.
—Sí, sí, estoy seguro de que es hermosa, ¿pero cómo está la señorita Latham? No salió lastimada del alboroto, ¿verdad?
—¿Se refiere a si todos esos vaqueros que llevaban las valijas le pasaron por encima? Casi lo hicieron, pero el sheriff...
—¿Qué estaba haciendo él allí?
—Salió corriendo para recibir a esa hermosa mujer. ¿Sabe?
Es una idea horrible, pero si ella tuviera cierta inclinación hacia la deshonestidad, haría una fortuna. Podría entrar por un extremo del pueblo; todos correrían a verla y, por el otro extremo, sus socios podrían robarlo todo y luego huir tranquilamente.
—¿Sería tan gentil como para evitarme el relato de sus planes criminales? No le estaba preguntando por una manada de estúpidos vaqueros que piensan que cualquier mujer bien arreglada es hermosa; le estaba preguntando por la señorita Latham y el robo del banco. Usted sí se acuerda de eso, ¿verdad?
—No sé por qué se pone tan nervioso —comentó la mujer, incorporándose después de ponerle la segunda bota. Lo miró de costado. —A menos que esté enamorado de esa pequeña señorita Latham.
—No estoy enamorado de ninguna mujer. Me sentí interesado, eso es todo.
Pero sabía que eso no era todo. Maldición, no podía evitarlo; se compadecía de esa pobre cosita. ¿Cómo sería estar cerca de una belleza como su hermana ? ¿ y qué estaba haciendo su hermana en Abilene? ¿Acaso no podía dejar tranquila a su insulsa hermanita en lugar de perseguirla por la región y hacer ver la gran diferencia existente entre ambas?
—¿Se siente bien? —preguntó la señora Harrison.
—Claro que me siento bien —contestó Cole en tono cortante; luego se enredó con el reloj al tratar de ponérselo en el bolsillo y casi lo dejó caer. Luchó contra una oleada de dolor cuando lo tomó con los dedos de la mano herida.
—Debería volver a la cama.
—Y usted debería ocuparse de sus asuntos.
Ella enderezó la espalda. Estaba acostumbrada a los hombres deseosos de saber todos los chismes del pueblo que fingían no estar interesados en eso, pero el malhumor de Cole era más de lo que se hallaba dispuesta a tolerar .
—Haga lo que quiera —dijo despectivamente.
CAPITULO 4
Al levantar la mano para golpear la puerta de la habitación del hotel llamada de modo eufemístico la "Suite Presidencial", sintió que debía huir. Todo eso no era asunto suyo; él no tenía nada que ver con la la lengua afilada de la señorita Latham y su molesta hermana. Hacía cuatro horas su casera le había contado lo del arribo de la hermosa hermana mayor de la insípida señorita Latham, y en ese tiempo Co1e no había oído hablar de otra cosa a los habitantes del pueblo. Había oído decir que la hermana mayor, tan dulce y bondadosa, parecía no darse cuenta de su increíble belleza.
Claro, pensó, como un venado ignorante de la presencia del cazador. Como un pistolero ajeno a otro que llega al pueblo.
Cuando se tiene belleza, uno es consciente de ello. Él lo sabía bien. La señorita Latham había dicho que a él lo consideraban el hombre más buen mozo de Texas, un título que, según ella, ya no merecía. En la época en que una periodista, una muchacha no más bonita que la señorita Latham, lo llamó así, él había odiado el apelativo. Pero no se sorprendió. Nadie bendecido con el don de la belleza puede ignorarlo. Durante toda la vida, la gente da vuelta la cabeza y reacciona ante uno. Cuando Cole era un niño, chicas y mujeres querían tocarle los rizos negros y, una vez crecido, las mujeres deseaban tocarle el cuerpo. Nunca había tenido problemas para conseguir a la mujer deseada.
Es decir, hasta esa semana. Primero, la señorita Latham le dijo que él tenía... ¿Qué era lo que había dicho? ¿Mandíbula endurecida? ¿Bizquera?
En fin, eso no importaba, se dijo. Lo que importaba era que le había ofrecido dinero por un trabajo; un trabajo increíblemente estúpido, pero trabajo al fin. y ahora, Con un brazo inutilizado y los contratos cancelados, necesitaba trabajar. No tenía intenciones de fingir estar casado con ella, pero la mujercita parecía necesitar protección contra una hermana tan codiciosa que no se sentiría satisfecha hasta no lograr llamar la atención de todos los hombres, mujeres y niños de Abilene.
Durante los doS días en que la señora Rowena No—Sé—Cuánto había estado en el pueblo, parecía haber establecido contactos con todo el mundo. Co1e no podía entrar en un negocio o en un bar, ni siquiera en el burdel, sin oír hablar de ella. Nina le había dicho que se rumoreaba que Cole conocía a la hermana más joven. " ¿Sabes? —le había comentado—, esa insulsa mujercita de pelo castaño. ¿Puedes imaginarte ala misma mujer dando a luz a dos hermanas tan distintas? No es raro que no haya tenido más hijos después de la segunda."y Nina deseaba saber si Cole podía averiguar cómo hacía Rowena para mantener el pelo tan brillante y tan suave. "Si esa mujer quisiera entrar en mi profesión, haría millones —había agregado—. Deberías sugerírselo."
Después de unas pocas horas de soportar todo eso, Cole estaba harto de la talentosa señora RoWena. Parecía ser el único habitante del pueblo no encandilado por ella. Tal vez fuese porque era el único que la entendía. La belleza era algo extraño.
Una persona fea y una hermosa podían realizar la misma mala acción, pero a la fea iban a juzgarla con mucho más severidad que a la hermosa. Lo había visto ocurrir muchas veces. Había presenciado cómo los miembros de una misma banda, atrapados en un mismo asalto, obtenían sentencias basadas en su apariencia. Al enterarse de que el viejo Ñato Wilson por fin había sido atrapado, supo que no serían indulgentes Con él. A Wilson lo colgaron veinticuatro horas después de su arresto. Pero el buen mozo de Billy Whittier había conseguido en tres ocasiones que lindas muchachas lo ayudaran a escapar del brazo de la justicia.
Y ahora esta Rowena fascinaba y engatusaba a todo un pueblo y mientras tanto enterraba a su sumisa hermanita. En fin, tal vez la palabra "sumisa" no fuese la adecuada para describir a la señorita Latham, pero, comparada con la devoradora Rowena, resultaba una débil de carácter.
Por supuesto, nada de eso explicaba por qué él se hallaba parado en el hotel frente a la puerta de la señorita Latham. De veras no pensaba aceptar su oferta de trabajo. ¿Qué clase de trabajo era el que obligaba a un hombre a fingir? Siempre se había enorgullecido de su honestidad. Ahora ni podía pensar en aceptar un trabajo basado en mentiras. Nada de pistolas ni diplomacia, sólo una mentira sobre la otra.
Mientras levantaba la mano, tuvo una premonición de lo que vería: la señorita Latham en actitud de servir a su fantástica, haragana y malcriada hermana.
No estaba preparado para la maravilla que le abrió la puerta. Esperaba sofisticación, una mujer envuelta en sedas y encajes, una cara perfecta. En lugar de eso, su primera visión de Rowena lo sorprendió desprevenido. Su cara —su cara hermosa y exquisita— brillaba por su limpieza; todo su abundante pelo rojizo estaba recogido atrás en una gruesa trenza que le caía sobre el hombro. Unos ojos enormes del color de un lago a la luz de la luna —ni grises ni verdes—lo miraron con cautivador asombro.
—Hola —dijo Rowena en un tono suave que sólo traslucía gracia y gentil curiosidad. Un segundo más tarde, su expresión se tornó más luminosa. —Usted es el señor Hunter, el hombre que le salvó la vida a Dorie. Oh, pase, pase. Esto es un honor. Por favor, siéntese. Dorie, ven a ver quién está aquí.
Cole todavía no había articulado ni una palabra. Lo hicieron pasar y le ofrecieron la silla más cómoda. Junto a él aparecióuna mesa con un cenicero, luego un vaso de whisky y un cigarro; todo parecía salir de la nada. En pocos minutos se sintió como en su casa, como si siempre hubiera vivido allí confortablemente.
—¿Cómo está su brazo? —preguntó Rowena,acercándosele solícita—. El médico dice que pasará un largo tiempo hasta que se recupere. Me sorprende que alguien que tiene tanto que perder haya arriesgado la vida para salvar a una desconocida.Nunca se lo podré agradecer totalmente.
Cole se encontró sonriendo a esos ojos asombrosos, casi ahogándose en ellos. Cuando habló, parecía un adolescente.
—No fue nada, de veras. Cualquier hombre lo habría hecho. —Saboreó el whisky y se dio cuenta de que jamás había probado nada mejor. ¿Lo habría traído de Inglaterra? y el cigarro era suave y gustoso. Nunca se había sentido tan cómodo.
—¿ Cualquier hombre? —repitió Rowena con una sonrisa—. Usted es tan modesto como hábil y valiente. ¿No es maravilloso, Dorie?
Rowena se apartó para que Cole viera a su hermana; él advirtió que había estado tan enceguecido por la belleza y la gentil hospitalidad de Rowena, además de sus halagos, que ni siquiera había reparado en la señorita Latham. Si antes pensaba que era insípida, ahora, junto a su hermana, casi no la veía. Pero, claro, hasta un pavo real en toda su magnificencia habría parecido insípido al lado de Rowena.
La señorita Latham se hallaba reclinada en un sofá con un pie vendado; la expresión de su cara hizo que Cole volviera a la realidad. La señorita Latham sonreía irónicamente. Tenía una expresión de "ya se lo dije" que lo hizo pensar, que lo obligó a recordar la manera en que había sido seducido por la adorable Rowena.
Cole abrió la boca para defenderse. No lo habían acusado, pero la silenciosa comunicación transmitida entre la señorita Latham y él había sido fuerte y clara.
De inmediato, Cole dejó aun lado el cigarro y el whisky y se sentó bien erguido.
—Vine a ver cómo estaba la señorita Latham después del susto que pasó en el banco —dijo—. Espero que se encuentre bien.
Aun mientras hablaba, se irritó consigo mismo por dirigirse a Rowena. ¿Qué le ocurría? Ya antes había visto mujeres hermosas, pero en ésta se percibía algo especial. Parecía no darse cuenta del efecto que causaba en la gente. Se la veía tan fresca como el sol de la mañana, tan inocente como el rocío sobre el césped, tan dulce como...
—Rowena, de veras creo que has conseguido otro enamorado —oyó que decía la señorita Latham.
—No seas ridícula, Dorie —contestó Rowena—. El señor Hunter vino a saludarte a ti. Mira, casi no puede a partar la vista de ti.
Algo del sentido de la realidad iba volviendo a Cole y, mientras miraba de una mujer hacia la otra, vio que lo dicho por la señorita Latham era verdad: Rowena sí quería mucho a su hermana. y se le ocurrió que no tenía ni la menor idea de que su hermana adorada no era poco menos que divinamente hermosa. De hecho, tal vez Rowena veía a todos de esa forma.
Durante un segundo intercambió con la señorita Latham una mirada cargada con esa pregunta; fue recompensado con una de las poco comunes sonrisitas de ella. Era ridículo, por supuesto, pero esa pequeña sonrisa lo hizo sentir bien. Lo hizo sentir parte de algo donde no había nadie más. Rowena podía ser la hermosa, pero su deslucida hermana era la inteligente.
—Señora... Lo siento, no sé su apellido.
—Es Westlake, pero, por favor, llámeme Rowena. Oí hablar tanto de usted que es como si lo conociera.
—¿Ah, sí? —preguntó él con tono socarrón—. ¿La señorita Latham le habló de mí?
Lo hizo sentir bien haber atrapado a la hermana menor en algo. Era demasiado segura de sí misma para su gusto, de modo que resultó agradable descubrir que él la había afectado tanto como ella a él.
—Oh, no —dijo Rowena con inocencia—. Dorie no dijo ni una palaba acerca de usted o de lo ocurrido en el banco. Me lo contó la gente del pueblo.
Ante eso, la señorita Latham le dedicó a él una pequeña ceja levantada para darle a entender que sabía lo que estaba pensando.
jMaldición, esa mujer lo ponía furioso!
—Rowena, ¿por qué está usted aquí? —preguntó, como un padre vigilante. No había sido su intención preguntar eso. No tenía ninguna relación con la señorita Latham, ni tampoco un interés especial. Había jugado con la idea de aceptar su ofrecimiento de trabajo, pero ahora veía que no habría funcionado, sobre todo porque la pequeña señorita Latham sólo lo hacía pensar en asesinarla.
Rowena se echó a reír y ése fue un sonido muy dulce...como él había supuesto.
—He venido a ayudar a mi hermana a decidirse —respondió Rowena con cautivadora sinceridad. Tenía la capacidad de hacerle sentir aun hombre que confiaba en él, solamente en él. —Dorie nunca termina de decidirse. —Le sonrió de tal manera que él sintió que se le derretían los calcetines. —¿Sabe, señor Hunter? ...
—Cole —dijo él.
—Muy gentil de su parte —contestó ella, como si le hubieran concedido un gran don—. Hay un hombre maravilloso en Latham... Allí es donde crecimos y donde Dorie vive todavía... Un hombre que ha estado enamorado de mi hermanita durante años; yo trataré de hacerle ver las cosas con claridad y de convencerla para que se case con él.
Cole le echó una mirada a la señorita Latham, pero ella había bajado la cabeza y estudiaba algo en su falda. De repente, Cole se dio cuenta de que había un vínculo entre él y la señorita Latham. Tal vez fuera muy débil, pero estaba seguro de que lo dicho por ella acerca de su su vida, su hermana, acerca de cómo se sentía con respecto a esa hermosa mujer que quería dirigir sus asuntos, era algo que jamás le había contado a otra persona. La señorita Latham había dicho que Cole era un héroe. Él sabía que no lo era, pero en ese momento sentía... bueno, que podría llegar a ser su guardián. Tal vez lograse interrumpir la intromisión de Rowena, a pesar de que ella tuviera las mejores intenciones del mundo.
—Si no le molesta mi pregunta —dijo Cole—, ¿cómo es el hombre con quien usted quiere que se case?
—¿Alfred? —preguntó Rowena con los ojos brillantes—. Es un hombre adorable, muy dulce. Mide un metro sesenta y cinco. Sé que es poca estatura, pero no para Dorie; ella misma es tan pequeñita, no una enorme vaca como yo, que necesita un hombre de un metro ochenta. Dorie es afortunada, puede elegir a cualquier hombre. Alfred tiene unos cuarenta y tres años y...
—Cincuenta y uno —intervino la señorita Latham con voz inexpresiva, carente de toda emoción.
—¿Ah, sí? En fin, unos pocos años no cuentan. Lo de adentro es lo que importa, y Alfred es una joya. Además, ya tiene experiencia, por decirlo de alguna manera. Estuvo casado y enviudó dos veces, pobrecito, y tiene tres hijos. A Dorie le encantan los chicos; hay mucho lugar para ellos en esa enorme casa que le dejó papá. Pero lo más importante es que Alfred está loco por ella, la sigue a todas partes. Resulta muy agradable verlos juntos.
—Como un salero y un pimentero —comentó la señorita Latham con desagrado.
—¡Dorie! Sólo porque Alfred no tiene mucho pelo y sí unas marcas de nacimiento en la calva, no puede decirse que parezca un pimentero.
Cole se las arregló para esconder una sonrisa, pero cuando miró a la señorita Latham ya no tuvo deseos de sonreír. Lo que para él era una broma, a ella no le resultaba divertido. Había una razón por la cual él nunca se había casado, una razón por la cual permanecía soltero a los treinta y ocho años. Sus padres se odiaban. Su madre se había enamorado de un labrador que cultivaba su tierra, pero el padre la había obligado a casarse con un hombre elegido por él; nunca dos personas se odiaron tanto como sus padres. Él se había ido de su casa a los doce años y no había vuelto. Si sus padres todavía vivían, apostaba a que seguían pelendo sin cesar .
Ahora, al mirar a la deliciosa Rowena, no dudaba de que lo dicho por la señorita Latham era verdad: podía inducir a cualquier hombre a casarse con su insulsa hermana. Si Rowena producía ese efecto en Cole, él imaginaba el efecto que debía de causar en un hombre de poca estatura, calvo, que probablemente jamás había contado ni siquiera con la mirada de una mujer de apariencia normal. Sin lugar a dudas, Rowena podía hacerle creer a la pequeña señorita Latham que estaba deseosa de casarse con un hombre que le recordaba a un pimentero.
Tomó el vaso de whisky, bebió un sorbo y, al volver a mirar a las dos hermanas, le pareció que Rowena no era tan hermosa como le había parecido al principio. Comenzaba a verla como a una abusadora. y la señorita Latham no era tan insulsa como había creído. Era inteligente y podía ser divertida cuando lo deseaba. Merecía algo mejor que un hombre bajo, calvo, que la plantaría con tres chicos para luego irse a gastar su dinero.
Aun mientras abría la boca, Cole no podía creer que iba a decir lo que dijo. Todo lo que sabía era que no podía permitir que la señorita Latham se casara con alguien con quien no quería. Por su mente pasaron miles de imágenes en las que sus padres se gritaban el uno al otro. Nadie merecía una vida como ésa, en especial los niños.
—¿Se lo dirá usted, querida, o se lo digo yo?
La señorita Latham alzó la vista hacia él, pestañeando asombrada, sin tener ni la menor idea de lo que él trataba de decir.
—El mundo va a saberlo pronto. No puedes mantenerlo en secreto para siempre —le dijo él con la voz llena de suavidad halagadora, con la voz de un amante. Miró a Rowena y le dedicó su propia dulce sonrisa, la que había logrado conmover el corazón de no pocas mujeres. —Su hermana y yo estamos comprometidos para casarnos.
Dorie se irguió en el sofá.
—No, por favor, no tiene que hacer esto.
Rowena miraba de uno hacia el otro; miraba la expresión de te—desafío de Cole y la cara de Dorie, ahora roja debido a la turbación. La risa adorable de Rowena llenó la habitación.
—Dorie, querida, me habían dicho que era un héroe, pero no sabía en qué medida. Es tan hidalgo como un caballero antiguo. Te rescató y ahora se siente responsable de ti.
Se volvió hacia Cole.
—Realmente, señor Cole, su preocupación por mi hermana no debe ser excesiva. Que le ha ya salvado la vida no significa que deba hacerse cargo de ella para siempre. Ahora Dorie es responsabilidad mía, así como lo fue de mi padre.
Quizás había cierta hidalguía en él, porque se le erizaron los pelos de la nuca ante esas palabras de Rowena. Hacían quedar a la señorita Latham como un cachorrito viejo y enfermo, amado pero inservible. La verdad era que la señorita Latham estaba lejos de resultar inservible. Era tan inteligente como una universitaria. Sólo una mujer en mil habría entendido lo que él había sugerido al usar la palabra "rodar" durante el asalto al banco. No sólo lo había entendido sino que no había perdido la cabeza, había encontrado la manera de distraer al hombre, y luego se había movido con la velocidad deuna saeta. Y ahora aquí estaba su hermana, hablando como si la señorita Latham fuera algo inútil de lo cual hacía falta desembarazarse 1o antes posible.
—Por favor, no... —empezó Dorie, pero se interrumpió cuando Cole se puso de pie y en un instante cruzó la habitación hacia ella.
Le apoyó la mano no lastimada en el hombro.
—La verdad es, señora Westlake, que su hermana y yo estamos enamorados y pensamos casarnos. Ella se casa conmigo y con nadie más.
Dorie lo miró con ojos implorantes.
—No, no puede hacer esto. Me equivoqué al pedírselo.
—Se volvió hacia Rowena. —Está mintiendo. ¿Acaso algún hombre se enamoró locamente de mí? —Levantó la vista hacia Cole. —No tiene que hacer esto. No debería haber dicho lo que dije. Tendría que haber sabido que no funcionaría. Rowena, déjame contarte lo que hice. Yo...
Cole no sabía cómo hacerla callar, pero debía conseguir que dejase de hablar. No soportaba verla humillarse frente a la hermosa Rowena, cuya expresión decía que ni por un minuto había creído que Cole se hubiera enamorado de su sencilla hermanita. Algo en esa expresión preocupó a Cole.
—Le pedí al señor Hunter que... —empezó a decir Dorie en tono abatido, como una chica que se halla apunto de admitir una mentira y es consciente del castigo posterior.
Sin pensar en lo que hacía, Cole deslizó su brazo no lastimado por los hombros de la señorita Latham y la levantó hacia él. Era una cosita pequeña y frágil, carente de peso. Su objetivo consistía en hacerla callar y, al no disponer de otra mano para taparle la boca, no tuvo más remedio que besarla. No fue un beso apasionado, ni siquiera un beso deseado por él; fue un beso expeditivo rígido, con la boca cerrada, sin cariño.
En pocos segundos lo interrumpió y se volvió desafiante hacia Rowena.
—Ahí tiene. ¿Acaso esto parece... ?
De repente, en su cara apareció una expresión maravillada. Se interrumpió y bajó la vista hacia la mujer que apretaba contra él. Todavía tenía los pies en el aire y su cuerpo estaba tan flojo como el de una muñeca; además, lo miraba con grandes ojos llenos de sorpresa.
Por un momento, el tiempo dejó de existir para Cole. No tenía idea de lo que había pasado, pero el beso compartido con esa mujer —si a esa cosa rígida podía llamársela beso— había sido diferente de cualquier otro. Había besado a cientos de mujeres en su vida. De hecho, le gustaba besar y nunca desperdiciaba la oportunidad cuando se le ofrecía, ya fuera en el bar, ya fuera detrás de la iglesia. Sin embargo, ese beso había sido diferente.
Como si Rowena no estuviera allí, como si él y la mujer que tenía entre sus brazos fueran las dos únicas personas en el mundo, volvió a besarla, esta vez de verdad.
La apretó contra sí y enseguida descubrió que no era tan huesuda como había supuesto sino que tenía agradables curvas. Le gustó su tamaño. Era tan pequeña que imaginó poder envolverse a su alrededor mientras ella se disolvía dentro de él.
Al principio la besó con suavidad, limitándose aprobarla, a probar su frescura, su pureza. Sin lugar a dudas, era el primer hombre que la tocaba, la abrazaba, que apoyaba sus labios en los de ella. Cierta parte de su cerebro recordó que, al conocerla, ella se había mostrado hostil y llena de púas; no pudo relacionar a esa mujer con la morbidez que tenía entre sus brazos. Se abrió a él en una forma en que ninguna otra lo había hecho. Y en su beso había algo que a él le resultaba imposible de identificar, algo que nunca había experimentado. Si no hubiera estado seguro de que las cosas no eran así, habría pensado que era amor. Pero eso era imposible. No había nada entre ellos.
Le dolió el brazo en cabestrillo, pero no lo tuvo en cuenta cuando la rodeó con los dos. Luego, con la mano sana, le hizo mover la cabeza para poder gustar de sus labios más profundamente. Jugueteó con su labio inferior, atrayéndolo con suavidad hacia su propia boca, y tuvo la certeza de no haber probado nunca algo tan dulce.
—¡Santo Dios! —exclamó Rowena con voz llena de sorpresa—. Pensé en tirarles un balde de agua fría.
Trató de hacer una broma, pero nadie se la captó, porque estaba ante dos personas muy confundidas.
—Sí, bueno, yo... —empezó Cole, tartamudeando como un colegial.
El cuerpo que tenía entre los brazos comenzó a adquirir algo de sustancia y supo que debía soltarla; sin embargo, no deseaba hacerlo. Pasaron unos segundos antes de ad vertir que la señorita Latham le había apoyado las manos en los hombros y presionaba con fuerza.
—Señor Hunter —decía—, suélteme.
Cuando el cerebro de Cole empezó a funcionar de nuevo, lo único que él pudo sentir fue turbación.
—Sí, claro —dijo, y luego se apartó de la señorita Latham como si fuera algo prohibido, y ella cayó violentamente en el sofá.
No se inclinó para ayudarla. En realidad, habría hecho cualquier cosa con tal de no tocarla de nuevo.
—Veo que ustedes dos están enamorados —dijo Rowena—. No sabía que las cosas estaban así. Dorie, ¿cónmo pudiste ocultármelo ? Me dejaste creer que el señor Hunter no tenía más razón para salvarte de los ladrones que ser un hombre de gran conciencia, un hombre que se preocupa por los demás, un hombre que...
—Un tonto —intervino Cole, que empezaba a recobrarse. Frotándose los ojos con la mano, miró subrepticiamente a la señorita Latham y observó que estaba tan aturdida como él. Si nada como aquello le había pasado aun hombre de su experiencia, estaba seguro de que tampoco le había pasado a ella.
—¿Saben lo que deben hacer? —preguntó Rowena con el tono de alguien que nunca ha encontrado obstáculos en la vida—. Creo que deben casarse ya mismo. En este instante.
Dorie también empezaba a recobrarse.
—Rowena, eso es ridículo. El señor Hunter ...
—Sí —se oyó decir Cole—. Eso estaría muy bien. Rowena aceptó esa afirmación sin considerarla problemática.
—Iremos a la iglesia ahora mismo y...
—¡N o! —casi gritó Dorie, y ambos la vieron levantarse, con los puños apretados a ambos lados del cuerpo.
—¡Dorie, tu tobillo!
—Rowena, mi tobillo no tiene nada más que un rasguño.Uno no tiene que guardar cama a causa de un rasguño. –Se dirigió a Cole. —Me disculpo, señor Cole, por mi hermana. Le encanta manejar la vida de otras personas y, con su esposo e hijos lejos, me tiene sólo a mí y ahora a usted. —Enderezó la espalda y lo miró. —Sé que usted y yo hablamos de... de ciertos asuntos, pero eso fue hace días. Ahora las cosas han cambiado.
—¿Qué ha cambiado?
Por supuesto, no había cambiado nada. De hecho, todo resultaba demasiado real, demasiado igual. Rowena había venido a Texas para hacer casar a su pesada hermanita, y estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario. Casar a Dorie con un hombre maduro y calvo o con un pistolero le daba lo mismo.
—Rowena —dijo Dorie en voz baja—, ¿puedes dejarnos a solas por un momento? El señor Hunter y yo debemos hablar .
Rowena se rió de una forma que Cole consideró vulgar .
—No sé si debo dejar asolas a una parejita de enamorados. Al menos no hasta después de la boda.
Cole tenía demasiada edad como para soportar a una mujer en actitud de considerar que él tenía pantalones cortos y necesidad de una chaperona. Le dedicó la mirada que había inducido a muchos hombres a no sacar su pistola frente a él.
—Yo... este... Creo que esperaré afuera —dijo Rowena, y huyó precipitadamente.
Doriecomenzó a hablar apenas su hermana hubo salido de la habitación.
—Señor Hunter, cuando usted y yo hablamos hace unos días, me porté como una tonta. Estando sola en Latham, recibí una carta de mi hermana en la que me anunciaba su viaje a los Estados Unidos a fin de cruzar el país hasta Texas para "corregirme" , según sus palabras; eso me dio pánico. Cuando a Rowena se le mete algo en la cabeza, no ve otra cosa. Afirmó que después de la muerte de papá yo me quedaría en casa con mis libros, sin salir ni conocer a nadie, y sin, por supuesto, casarme con nadie. Además, Rowena cree que lo que la hace feliz a ella también hace feliz a los demás. Le gusta estar casada, y por eso supone que yo debo casarme.
—El casamiento es la única forma aceptable de tener esos seis chicos que usted quiere.
—Sí, bueno, a mi edad, casi treinta, soy algo mayor como para empezar con una familia.
—Entonces su hermana tenía razón; usted sí planea enterrarse.
Mientras hablaba, no dejaba de mirarla. Era difícil conciliar lo que veía con lo que había sentido. Ella parecía de madera, pero al tacto no había resultado así. Tal vez él se estaba poniendo senil. Tal vez le haría bien visitar a Nina más a menudo. Pero justo en ese instante, la experiencia de Nina, su aburrimiento, la forma de hablar en el momento menos indicado, todo eso parecía sucio al ser comparado con la frescura de la señorita Latham.
—¡No es asunto suyo ni de mi hermana lo que yo planeo hacer con mi vida! —replicó Dorie en tono cortante.
Cole sabía que tenía razón. También sabía que debía irse y no volver nunca. ¿Pero cuándo había hecho lo que debía hacer? No debería haberse ido de su casa a los doce años. No debería haberse puesto el primer revólver en el cinturón. Si no hubiera tratado de salvar de los asaltantes a esa mujer huesuda, no estaría allí en ese momento, no la habría besado, no se sentiría de esa manera.
Además, en esa mujer había algo que lo intrigaba. Quizás había pasado demasiado tiempo de su vida junto a mujeres de una clase equivocada. Quizá todas las mujeres "buenas" fueran como ella si uno llegaba a conocerlas, pero lo dudaba.
Tal vez su problema consistía en que ella representaba un desafio para él, y un desafío era algo que jamás había logrado rechazar. Todo lo que la gente debía hacer era decirle "Cole, nunca podrás hacer eso" , y el pelo de la nuca se le erizaba y él sabía que debía hacer lo que su desafiante le había dicho que no conseguiría llevar acabo.
La señorita Latham parecía leerle la mente. Parecía entender que él se proponía tomar el asunto como algo que deseaba hacer. Respiró hondo y le dirigió a Cole una mirada muy suave, una mirada que le hizo pensar que era más bonita de lo que había creído al principio.
—Es muy bondadoso de su parte, pero ahora debo pedirle que sea razonable. A la luz de lo que ha pasado, debe comprender que usted y yo ni siquiera podemos fingir estar comprometidos. Es imposible.
A veces esa mujer lo hacía sentir totalmente estúpido. Ni sabía de qué estaba hablando. Todo lo que sabía era que deseaba volver a besarla. ¿Acaso lo ocurrido entre ellos había sido un capricho? ¿Algo que pasaba una sola vez?
—¿Por qué es imposible? ¿Por qué?
—Nuestra mutua atracción lo ha cambiado todo. No tenía idea de que podía haber cierto magnetismo entre nosotros. No me atraen los casi criminales. Puedo asegurarle que lo que yo... nosotros... sentimos fue una sorpresa tanto para mí como para usted. Teniendo en cuenta esa atracción, ni podemos considerar el hecho de pasar un tiempo juntos, bajo ningún concepto. Los probables resultados son demasiado horribles como para pensar en ellos.
Cole miró con ansiedad hacia el vaso de whisky apoyado en la mesa, pero estaba vacío. En ese momento necesitaba desesperadamente un trago. ¿De qué demonios hablaba esa mujer?
—¿ Qué resultados?
Ella lo miró con gran paciencia.
—Señor Hunter, ya admití que todo esto fue un error. Mi error. Le dije que me aterroricé al pensar en la inminente visita de mi hermana y traté de implementar lo que ahora considero un plan muy ingenuo. Siento haber empezado con esto y quisiera ponerle fin.
—¿ Qué resultados? —repitió él, tratando todavía de deducir de qué hablaba ella. En general, entendía a las mujeres; por otra parte, también entendía el inglés.
Ella suspiró como si se viera obligada a explicar la cosa más simple del mundo.
—Cuando nosotros... este... nos besamos, existió una gran atracción recíproca. No pensé que eso sucedería. No sentí esa atracción cuando fui a verlo a su pensión. Está bien concertar un matrimonio simulado con un hombre que a una no la atrae, pero resulta imposible hacerlo con un hombre con quien una quiere... quiere...
Cuando vio que la hermosa cara de Cole todavía no demostraba ni el más mínimo síntoma de comprensión, Dorie siguió hablando.
—Hijos, señor Hunter —completó en tono cortante—.
Hijos. —Hizo una mueca. —Tal vez un hombre como usted no entienda que... que los deberes maritales, por decirlo de alguna manera, no deben ser ejercidos por placer. Lo que un hombre y una mujer hacen juntos crea hijos. Basándome en las sensaciones que tuvimos durante nuestro único beso, pienso que, si pasáramos juntos un tiempo prolongado, nosotros... en fin, terminaríamos en la cama, y yo temo tener un hijo con usted. No puedo imaginar a un padre peor que usted... bueno, si se queda cerca, cosa que dudo. De cualquier manera, no quiero educar sola a un niño; tampoco quiero que mi hijo tenga por padre a un hombre que sólo sabe gatillar un arma.
Por un momento, todo lo que Cole pudo hacer fue parpadear.
—¿Hay algo de whisky por aquí? —preguntó con voz ronca, y luego la miró mientras ella le alcanzaba una botella.
A diferencia de su hermana, no lo sirvió con gracia en un vaso, sino que se limitó a entregarle la botella con la mirada de una maestra de escuela que decía: "¿Ve a qué me refiero?".
No fue fácil, pero Cole dejó la botella sobre la mesa y luego se desplomó pesadamente en una silla y levantó la vista hacia Dorie. Por cierto, no había nada de timidez en su actitud. No le estaba diciendo que lo odiaba y que no quería ir a la cama con él. Le estaba diciendo que nada le habría gustado más que saltar a la cama con él, pero que, si lo hacían, podrían tener un hijo y él resultaría un padre pésimo. Por lo que él sabía, nunca habían tenido en cuenta sus posibilidades como padre. Se había considerado su valor como pistolero rápido, como pacificador, y hasta como amante, claro, pero no como padre de un chico inexistente.
Tal vez sí estaba envejeciendo. No era ésa la forma en que las mujeres solían actuar. Recordaba a algunas que no podían pensar más allá de los primeros botones que él les desabrochaba. En el pasado, si besaba a una mujer y se producía un relampagueo como el que se había dado entre ellos dos, nadie habría pensado durante las dos horas siguientes. Descontrol. Nada de pensamientos. Pasión. Una pasión anticuada.
Pero no era así con la sencillita señorita Latham. Con ella no existía la pérdida del control. Se alejaba de la pasión y decía que la deseaba, pero había consecuencias que no deseaba. Por supuesto, era muy sensata. Las únicas otras mujeres sensatas que ha bía conocido no tenían ansias ni fuego en las venas. Éllo había percibido. Sin embargo, Dorie podía controlarlo todo.
—Señor Hunter, ¿se siente bien?
No, quería decir. No se sentía bien. Estaba bien antes de conocer a esa mujer, pero ahora comenzaba a dudar de toda lo que le había pasado. Debía asegurarse de que su vida no había sido un desperdicio. No tenía raíces. No tenía hogar. Nunca había tenido un hogar. Claro, no lo había querido; de haberlo hecho, se habría quedado en algún lugar. Y, si hubiera tenido un hijo, habría sido tan buen padre como cualquiera. En realidad, le gustaba pensar que estaba capacitado para enseñarle ciertas cosas aun chico. Y no solamente con respecto aun revólver. Algo había aprendido en la vida, y tal vez quisiera dejarlo en herencia.
De repente consideró importante hacerle ver a esa mujer que era un poco más que un pistolero. Y que es un héroe. Si alguna otra persona lo hubiera llamado héroe, se habría sentido halagado, pero la señorita Latham había logrado que la palabra "héroe" representara solamente aun insensato sin ideas acerca de su futuro y de las consecuencias de sus acciones.
—¿Cómo voy mantenerme hasta que se cure mi brazo?
Ella pareció sorprenderse.
—N o lo sé. ¿Desea algo de dinero ? Quiero decir, es debido a mí que usted... Bueno, en realidad no es sólo por culpa mía, pero me siento algo responsable de su herida. Le puedo dar un cheque.
—No quiero caridad. Quiero un trabajo.
Ella se permitió una pequeña sonrisa; lo único que podía permitirse, pensó Cole.
—La próxima vez que quiera asesinar a alguien, pensaré en usted.
—Yo no asesino ala gente —replicó él en tono cortante.
—Por cierto, no con el brazo como lo tiene ahora. —La boca se le transformó en una línea severa. —Señor Hunter,le hablé sobre su futuro hace unos días, antes de que esto pasara, yen ese momento su futuro no le preocupaba. Incluso traté de advertirle que podría suceder algo como esto.
¿Por qué se sentía como si le estuviera hablando su madre?
Ella solía decir: "Te dije que esto pasaría. Pero, claro, no estabas dispuesto a escucharme. Tenías que hacerlo a tu manera. Jamás escuchas a nadie".
Cole se pasó una mano por los ojos. Si alguna vez asesinaba a alguien, sería a esa mujer. Además de desear matarla, quería demostrarle que valía algo.
—Señorita Latham, usted me ofreció un trabajo. Acepto esa oferta.
Le tocó a ella el turno de sentarse.
—N o —susurró—. Es un error.
Él sintió que volvía a ser dueño de la situación. —Señorita Latham, cuénteme, ¿qué hace con su tiempo? —No entiendo.
—Su tiempo. ¿Qué hace con su tiempo en Latham? No la veo como una integrante del círculo de costura. No la veo ,organizando tés y reuniones al aire libre. ¿ Qué hace en ese pueblo heredado de su padre?
Ella volvió a sorprenderse.
—Parece que también usted anduvo investigando. Que el cielo lo ayudara, pero ante el cumplido de esa cosita huesuda sintió que lo invadía una agradable sensación de calidez. Debió controlarse mientras esperaba la respuesta.
—Soy propietaria —repuso ella; luego hizo una pausa y Cole percibió cierta emoción en su cara. Después de todo, no era una perfecta jugadora de póquer. —Mi padre me dejó el pueblo de Latham porque Rowena tenía un esposo rico. —Hizo una pausa. —Mi padre no pensaba en la posibilidad de que yo encontrase un marido, rico o no, de modo que me dejó los medios necesarios para mantenerme. De todas maneras, Latham es un pueblo pequeño que no existiría si no fuera por el ferrocarril; los pocos negocios y las casas me pertenecen.
—¿Es una recolectora de alquileres?
Sabía que resultaba mezquino de su parte, pero deseaba hacer ver que su actividad era trivial porque ella había desvalorizado la suya.
—Y alguien que arregla los techos y escucha las razones acerca de por qué el alquiler se paga tarde, alguien que se ocupa de todo en ese pueblo. Si me permite, le daré un consejo, señor Hunter: si alguna vez le ofrecen un pueblo, no lo acepte.
Él se rió.
—Lo tendré en cuenta. Nunca me habían dado ese consejo.
—Por un instante, la miró allí sentada, con las manos cruzadas sobre la falda. —Me parece que necesita aun hombre por más razones de las vinculadas con su necesidad de sacarse a su hermana de encima.
—Por supuesto —admitió ella, dedicándole esa mirada que lo acusaba de no ser demasiado inteligente—. Lo sé. Deseo mucho tener un esposo. Quisiera contar con un hombre que se encargara del manejo de Latham. Mi padre no toleraba la negligencia en la gente. Él era... —Pareció buscar la palabra adecuada.
—¿Un tirano?
—Exactamente —dijo la señorita Latham, y levantó hacia él unos ojos que brillaban en forma muy bonita—. Era un espantoso tirano. Yo lo quería, pero también le tenía terror, como todos los demás. Excepto Rowena, claro, aunque ésa es otra historia. Mi padre decía que ninguna de sus hijas tenía voluntad, que éramos demasiado débiles, pero que por lo menos yo no me casaría con un sinvergüenza ávido de mi dinero, como podría hacerlo Rowena.
—¿Por qué no ? —preguntó Cole, sabiendo que su duda era ridícula.
—Mi padre decía que yo era demasiado sensata como para casarme con un sinvergüenza. Decía que me casaría con un hombre cuerdo y honesto.
—¿Entonces por qué no se casa con el pimentero? –no pudo evitar preguntarle.
—Alfred no sabría cómo mostrarse firme con los inquilinos. He tratado de decirle a Rowena que Alfred trabaja ahora sólo porque debe hacerlo. Si tuviera mi dinero, no movería un dedo. A pesar de su apariencia diligente, es muy perezoso. Deseo encontrar un hombre trabajador, que pueda encargarse de los inquilinos de mi padre mientras yo me quedo en casa.
—Tiene su vida bien planificada, por cierto.
—Claro. Si uno no planifica, se pasa la vida a la deriva. Eso está bien para la juventud, pero no somos jóvenes para siempre.
Cole se movió incómodo en su asiento.
—Si no le importa, me gustaría hacerle una pregunta personal. —No esperó que Dorie le diera permiso. —¿Acaso alguna vez hizo algo insensato?
Ella no vaciló.
—Le pedí a un pistolero que se casara conmigo.
Cole dio un respingo. Por un instante no tuvo nada que decir, de modo que sacó del bolsillo un cigarro delgado y luego se le hizo imposible sostenerlo y encenderlo al mismo tiempo. Tal vez se debiera a su vanidad, pero estaba acostumbrado a que las mujeres le prestaran atención. Si se hubiera hallado en la habitación con cualquier otra persona de sexo femenino, ella habría revoloteado a su alrededor y lo hubiera ayudado a encender el cigarro. Sin embargo, la señorita Latham se limitó a quedarse sentada y observarlo, sin ofrecerle nada.
Irritado, tiró el cigarro apagado sobre una mesa cercana. —Señorita Latham, tiene razón. Tiene razón en todo. Empiezo a sentir que mis días de asesino a sangre fría van llegando a su fin. —Se interrumpió para darle tiempo a que lo contradijera, pero ella no lo hizo. —¿Por qué no hacemos un trato? Yo la ayudaré si usted me ayuda a mí.
—¿Qué quiere decir?
—Usted vino a verme hace unos días porque deseaba hacerle creer a su hermana que ya tenía un marido; de ese modo, ella la dejaría en paz y usted continuaría con su... investigación, creo que dijo.
Esperó su gesto de asentimiento.
—Desea terminar su investigación destinada a encontrar un marido adecuado, un hombre capaz de cobrar sus rentas, atender los reclamos de sus inquilinos y ser un padre afectuoso para sus hijos. ¿Correcto?
—Sí.
—Lo que yo necesito es un lugar donde vivir hasta que mi brazo se cure. Además, podría llegar a resultar agradable aprender un oficio.
—Ya veo, pero ser dueño de un pueblo no es exactamente un oficio.
—Tal vez aprenda a estar al frente de una taberna. Quizá cuando todo esto termine pueda comprarme un negocio y establecerme.
—No saldrá bien.
—¿Por qué no? —preguntó él.
—Por lo de... ya sabe. No lograremos mantenernos alejados demasiado tiempo.
Cole no podía creer lo que oía. Tal vez se debiera a que él era tan buen mozo, pero antes nunca se había visto obligado a perseguir de verdad a una mujer. Las mujeres siempre iban a él. Ah, claro, fingían que los encuentros eran accidentales, pero no lo eran. Todo lo que debía hacer era llegar aun pueblo y a las pocas horas varias muchachas bonitas se ubicaban en lugares donde él pudiera verlas. Y allí estaba esa mujer casi enana (una mujer que admitía tener como único pretendiente aun petiso con la calva manchada, que probablemente andaba a la pesca de su dinero) que le decía que él —¡él, Cole Hunter!no podría controlarse si estaba demasiado tiempo cerca de ella.
—Confíe en mí, señorita Latham —dijo con gran ironía—. Me las arreglaré para no perder el control.
Aun cuando tenga que ir al burdel siete noches por semana, pensó. Realmente, iesa mujer era demasiado pesada! La insinuación acerca de su presunto descontrol con respecto a ella era más de lo que podía aceptar. Aunque no fuera por otra cosa, deseaba probarle lo equivocada que estaba.
—Conociendo a Rowena, sé que no abandonará Texas hasta no vernos casados —continuó ella, ajena a los pensamientos de Cole—. Si nuestro falso compromiso dura cuatro años, se quedará y esperará cuatro años. Mi hermana podrá parecer dulce y suave, pero por dentro es de hierro.
—¿Cómo se equivocó tanto su padre al pensar que sus hijas eran débiles? —masculló Cole.
Sabía que, ante los ojos de la señorita Latham, sus conocimientos y habilidades resultaban carentes de valor, pero la vida le había enseñado a tomar decisiones rá pidas. Y quizá las palabras de ella y el haber sido baleado le hicieran ver las cosas de un modo distinto. Dejando de lado el tema del dinero, ¿qué iba a hacer hasta que su brazo se pusiera bien?
Tal vez ella no quisiera seguir adelante con su propuesta original; sin embargo, Cole había captado la forma en que sus ojos demostraron un sentimiento de culpa ante la mención de su brazo herido. Nunca en su vida había sentido otra cosa que ternura por una mujer, pero ésta lo desafiaba. Rápidamente, decidió utilizar lo que había logrado saber de ella. Si la señorita Latham pensaba que Rowena podía ser prepotente, era porque jamás había visto a Cole Hunter en acción.
—Está bien, señorita. Aunque no hay ninguna razón que la haga sentir responsable por lo sucedido con mi brazo, el hecho es que, excepto por su pago del otro día, todas mis posesiones en esta tierra se reducen a dos dólares y veinticinco centavos.
Era la verdad, aunque antes ya se había visto en situaciones peores. No obstante, siempre había encontrado quien lo respaldara en una partida de póquer y siempre había conseguido ganar lo suficiente para seguir adelante. Por supuesto, no era necesario que ella lo supiera.
—Según mi opinión, usted está en deuda conmigo —agregó.
—Ya le ofrecí pagarle.
—Y yo le contesté que no deseaba caridad. Quiero aprender un oficio. —Tanto como quería la peste bubónica. No se veía en plan de atender un negocio, aun cuando allí se vendiera cerveza a los borrachos. —Con usted veo la oportunidad de aprender algo que me ayude en mis últimos años. Por primera vez veo una salida para mi vida de muerte y degradación. Veo la posibilidad de llegar a ser respetable. Veo una manera de mejorar y comenzar a vivir como los demás. Es la primera vez que se me ofrece semejante posibilidad y, contrariamente a su opinión sobre mí, no soy un tonto. Señorita Latham, quiero aprovechar esta oportunidad.
Cole pensó que quizá no había seguido su verdadera vocación. Tal vez debería haber sido predicador o vendedor ambulante. O tal vez senador. Vaya, estaba tan lleno de inspiración como para llegar a presidente.
Antes de que ella pudiera hablar, siguió adelante, para no perder la ventaja que iba ganando.
—Deseo preguntarle algo. ¿Cuántos hombres la han besado? Ella parpadeó.
—S... sólo usted.
—Lo imaginé. Usted parece creer que hubo algo especial entre nosotros, algo diferente. Permítame asegurarle que no fue así. Esa sensación que experimentamos es la misma que se da en todos los besos de un hombre y una mujer. Si usted besara a su señor Pimentero, sentiría lo mismo.
Ella trató de ocultar su decepción, pero élla notó en su cara y esa expresión casi lo obligó a retirar la mentira. Sin embargo, no lo hizo.
—El problema parece estar en que usted piensa que, si pasamos cierto tiempo juntos, yo no sabré controlarme y me moriré si no puedo meterme en la cama con usted. Nada más lejos de la verdad.
Siguió adelante, sin permitirle decir ni una palabra.
—Señorita Latham, le ofrezco una propuesta de negocios: cásese conmigo por seis meses y yo me haré cargo de su pueblo durante ese tiempo. Después de esos seis meses, si mi trabajo resulta eficiente, quiero que me dé cinco mil dólares. Ése será mi respaldo para cualquier cosa que quiera hacer en la vida.
—¿No sería más simple contratarlo como gestor para que se ocupe de mis alquileres?
!Maldición, esa mujer tenía una forma desconcertante de llegar a la verdad! Le dedicó una ligera sonrisa.
—A menos que yo sea algo más queun gestor, su hermana se saldrá con la suya. —Alzó una ceja. —Tal vez me inviten a su casamiento con Alfred. ¿Asistirán los hijos de él? A propósito, ¿qué edad tienen?
—Veinticinco, veintitrés y veinte —contestó ella.
Cole se sorprendió tanto que se quedó mudo por un momento.
—Ya no usan pañales, ¿verdad? —dijo en voz baja, pensando que esa mujercita no era en absoluto lo que parecía al principio. En su primer encuentro, él había creído que no necesitaba a nadie, que era capaz de hacerse cargo de sí misma y de la mitad del mundo, pero ahora tenía una imagen más clara de la razón que la había empujado a proponerle matrimonio aun pistolero.
Una parte de Cole sabía que era el "héroe" que había en él lo que despertaba, pero empezaba a sentirse protector con respecto a Dorie. Su hermana trataba de casarla con un hombre haragán, padre de tres hijos mayores. Sin lugar a dudas, los cuatro se mudarían a su casa, tomarían por asalto el pueblo y derrocharían su dinero.
Se sentía cansado de hablar, cansado de argumentar. De repente experimentó una gran simpatía por Rowena. No era raro que temiera dejar a su desvalida hermana sola en una casa enorme, a merced de todos los buscadores de oro de la región. No era raro que tratara de obligarla a casarse con un hombre que la protegería. El error de Rowena consistía en pensar que ese viejo con hijos grandes era el indicado para llevar a cabo la tarea.
—Usted va a casarse conmigo, ¿entiende? Si lo desea, después puede sobornar a un juez para que anule el matrimonio, pero en este preciso instante nos necesitamos el uno al otro. Usted necesita protección frente a su bien intencionada hermana; yo necesito un lugar donde colgar el sombrero hasta que me cure. —Para cuando terminó de hablar, la había tomado con fuerza por los brazos y la había levantado del piso. Su nariz estaba cerca de la de ella. —Y no diga ni una palabra sobre chicos o sobre mi manera de matar a la gente o sobre ninguna otra cosa. Voy a poner en orden ese pueblo suyo. Suena como si los inquilinos estuvieran aprovechándose de usted con eso de pagar los alquileres a ragañadientes.
—¿Los va a matar? —preguntó ella casi sin respirar.
Él disminuyó la presión con que la sostenía, de modo que casi la hizo caer al piso. ¿Lo hacía a propósito o conseguía enfurecerlo sin ninguna intención?
—Tenga —dijo con la voz llena de cólera. Empezó a desabrocharse el cinturón, cosa que le provocó un dolor nada insignificante. De hecho, la puntada le atravesó todo el brazo y la herida comenzó a sangrar, pero habría preferido morirse antes que renunciar a su valeroso gesto. Estaba mareado de dolor cuando le entregó el cinturón a manera de primitiva ofrenda; sólo la fuerza de voluntad lo mantenía en pie. —Le doy mi revólver—agregó—. No lo usaré para cobrar las rentas en su pueblo y, si trato de tocarla, de cualquier manera que sea, tiene permiso para disparar contra mí. Ahora, ¿cerramos el trato?
En silencio, con gran seriedad, Dorie tomó el pesado cinturón de sus manos. Pareció demorar largo tiempo en decidirse, pero al fin dijo sí y eso fue todo.
Cole no sabía si sentirse contento o aterrorizado, pero, no dejó traslucir ninguna emoción.
—Entonces está todo arreglado. ¿ Vamos? Su hermana nos está esperando.
Le ofreció el brazo sano. Tras de un solo segundo de vacilación, Dorie deslizó una pequeña mano alrededor de su antebrazo y se dirigieron hacia la puerta. Ella llevaba en la mano izquierda el cinturón de Cole, uno de cuyos extremos se arrastraba por el piso.
CAPITULO 5
Dorie trató de no sentarse en el borde de su butaca, pero el dominarse le resultaba difícil. El autocontrol había sido su máxima preocupación en los años previos, pero ahora lo consideraba casi imposible. Estaba en el dormitorio del vagón privado de Rowena —préstamo de algún atontado admirador sin esperanzas—, frente al extraño que ahora era su esposo.
Al urdir el plan de fingirse casada con un pistolero, la idea le había parecido brillante. Por fin asombraría a todo el mundo. Sorprendería a su hermana, quien creía no ignorar nada con respecto a Dorie; sorprendería a los habitantes de Latham, que se habían reído de ella por ser una solterona. Casi deseaba que su padre todavía estuviese vivo para poder asombrarlo a él también. Claro que tenía sus dudas acerca de que algo pudiera asombrar a Charles Latham. Si Dorie hubiese anunciado su casamiento con un tractor, él no se habría asombrado, se habría limitado a decir no. Si el Presidente de los Estados Unidos hubiese deseado casarse con Dorie, su padre habría dicho no. Había proclamado que una sola de sus hijas tendría permiso para irse, de modo que la otra debía permanecer a su lado mientras él viviera.
Dorie había crecido dentro de una casa junto a un rígido totalitario, un amo más que un padre, un hombre que admitía sólo sus opiniones dentro de esa casa y fuera de ella, en su propio pueblo privado. Lo único que lograba conmoverlo era la belleza de Rowena.
Charles Latham se había casado a propósito con una mujer casi fea, diciendo que quería una esposa dispuesta a serle fiel. Rowena siempre se había preguntado si le habría dicho eso a su madre, pero, claro, Rowena vivía en una nube de ensueños y romance. Por supuesto, Charles Latham le había dicho a su asustada y pequeña esposa que se había casado con ella porque era apta para tener hijos y porque ningún otro hombre la desearía. Dorie se preguntaba si su madre se habría dejado morir después del nacimiento de la segunda hija. Sin lugar a dudas, se había enterado con todo detalle de la decepción de su esposo ante el hecho de tener otra niña y no el varón que continuaría su apellido y, por lo tanto, había decidido desaparecer.
La de su madre no fue la única vida gobernada por la voluntad de hierro de Charles Latham. Después de la muerte de su padre, Dorie descubrió que no sabía qué hacer con su libertad. Siempre había tenido aun padre que le indicaba cuándo ir a la cama, cuándo levantarse, cuándo comer. Su existencia estaba planificada y organizada por él.
Por supuesto, se daba cuenta de que su existencia aislada, vi vida casi por entero en compañía de su padre, la había hecho un poco... distinta. A Rowena, su increíble belleza le había permitido tener una vida algo más parecida a la de las otras personas. Una mujer con la apariencia de Rowena no necesitaba salir de la casa para conocer gente: la gen te iba a ella. A pesar de los intentos de su padre por aislarla, Rowena había alternado con otras personas hasta que por fin apareció Jonathan Westlake y se la llevó para siempre.
Sin embargo, nadie había ido en busca de Dorie. Ningún buen mozo se había arriesgado a desafiar la ira de su padre golpeando ala puerta para preguntar por ella. Aun cuando lo hubieran hecho, su padre los habría rechazado: Dorie no era lo bastante hermosa como para hacerlo cambiar de idea.
De modo que Rowena había dejado Latham hacía seis años; se había liberado de su padre, pero Dorie se quedó. Dorie se había quedado en esa casa enorme, sombría, trabajando en calidad de ama de llaves y secretaria. Al anochecer se sentaba en el mismo cuarto con él, sin hablar, sin buscar compañerismo; se limitaba a permanecer allí sentada. Él decía que dos mujeres lo habían abandonado y que de ninguna manera permitiría que lo hiciese la tercera; en consecuencia, rara vez Dorie podía salir del radio de su mirada.
Cuando el padre murió, a Dorie le resultó difícil sentir otra cosa además de alivio. Quizá lo había querido, pero él nunca había permitido en esa casa la presencia d e algo tan d ulce como el amor. Charles Latham creía en la disciplina en todas las cosas. Cierta vez, Rowena comentó que tal vez su padre había besado a su madre sólo dos veces en la vida... yeso había sido cuando todavía creían que los besos producían bebés.
Durante todos esos años con su padre, mientras suprimía cualquier emoción y vivía atemorizada por él y por su ira, Dorie había soñado con lo que haría cuando fuera libre; de esa forma, igualaba la muerte de él con su propia libertad. Imaginaba cosas tan alocadas como viajar a tierras extrañas. Se imaginaba con la belleza de Rowena, capaz de hacer temblar a los hombres con el movimiento de sus pestañas.
Lo que no imaginaba era llegar a ser depositaria de la carga de administrar todo un pueblo. Personas que había visto de lejos, casi desconocidas para ella, de la noche ala mañana se convirtieron en una enorme mano abierta que le pedía que la llenara. Debió encontrar el dinero para arreglar techos, reconstruir porches, limpiar desagües. El trabajo que había que hacer parecía no tener fin.
Luego, como si Dorie no tuviera suficientes problemas, Rowena telegrafió para anunciar su llegada en cuestión de días. y Rowena, la querida, dulce Rowena, que no podía mantener la boca cerrada ante nada, anunciaba en su mensaje su intención de encontrar un marido para su hermana durante su visita.
Por supuesto, el telegrafista había compartido esa información con todo Latham y por lo menos la mitad de las personas que atravesaban el pueblo en tren. Dorie no se habría sorprendido si le hubieran dicho que toda la población de San Francisco estaba al tanto de los planes de su entrometida hermana con respecto a encontrarle un marido.
Dorie amaba a su hermana, pero a veces Rowena no tenía sentido común. ¿Acaso pensaba que Dorie se entusiasmaría al leer el telegrama y diría: "Oh, magnífico, mi hermana va a casarme con un hombre a quien ni siquiera conozco"?
Mientras Dorie se recobraba de esa conmoción y oía a diario las risas, disimuladas o no, de sus inquilinos viejos y jóvenes, su bienintencionada hermana mandó otro telegrama para pedirle que no se casara con Alfred antes de que ella llegara.
Quizá la mención de Alfred había sido provocada por la misma Dorie. Hacía dos años, antes de la muerte de su padre, Rowena había escrito desde su hermosa casa de Inglaterra para comentar que estaba tan preocupada por su hermanita que volvería a los Estados Unidos a fin de encontrarle un esposo. Eso ha bía horrorizado a Dorie porque sabía que, si su padre se enteraba de la existencia de la más mínima probabilidad de perder a su otra hija, le haría la vida imposible. Después de la deserción de Rowena —así pensaba Dorie con respecto a su casamiento—, el padre había mantenido a su hija menor tan prisionera como le fue posible, pero con el correr de los años había suavizado el yugo. Paulatinamente, a Dorie le había sido permitido pasear por el prado trasero y sentarse junto al río para leer por la tarde. El padre también la llevaba con él en su carruaje cuando iba a cobrar las rentas. De hecho, a medida que pasaban los meses después de la partida de Rowena, Dorie y su padre se habían ido convirtiendo en compañeros. Claro, no hablaban, pero la relación entre ellos ya no era tan similar ala de una prisionera y su guardián.
Si Rowena se salía con la suya y volvía a fin de obligar a su padre a permitir el casamiento de Dorie, ella sabía que su vida se convertiría en un infierno. Si hubiera pensado que Rowena alcanzaría su objetivo de encontrarle un hombre maravilloso, Dorie se habría alegrado y se lo habría admitido. Pero el gusto de Rowena en materia de hombres se encaminaba hacia poetas que usaban camisas con fruncidos y decían cosas tan necias como "La vida es una ruta que pocos pueden transitar" .Cosas que no tenían sentido para Dorie y que, sin embargo, hacían temblar las rodillas de Rowena. Dorie le había hecho notar miles de veces que ella no tenía la sabiduría necesaria para elegir a un hombre tan fuerte e inteligente como Jonathan, que Jonathan la había elegido a ella y luego la había perseguido; en realidad, la había acosado hasta que Rowena se rindió por cansancio.
Para protegerse, para evitar encontrarse casada con un hombre inclinado a beber jerez y usar anillo en el meñique, Dorie había empezado a escribirle a su hermana para decirle que planeaba casarse con un hombre de Latham. Por desgra—cia, no había previsto inventar a un hombre. Un hombre ficti—cio podría haber sido asesinado en una tragedia romántica y en ese momento Dorie estaría llevando luto. En lugar de eso, le escribió acerca de alguien muy conocido por ambas: Alfred Smythe. En el momento de empezar con las cartas, la segunda esposa de Alfred acababa de morir. Cuando Dorie y su padre fueron a darle el pésame, Alfred —a quien Dorie consideraba tan viejo como su padre—la había mirado como preguntándo—se si no podría llegar a ser la número tres.
A partir de allí todo se había convertido en una bola de nieve cada vez más grande. Para su gran sorpresa, Dorie descubrió que tenía talento para la ficción, tal vez porque en la realidad no vivía de veras. Fue así como decidió vivir el papel y empezó a crear un gran romance con Alfred. Cuanto más escribía, más entusiastas eran las respuestas de Rowena, de modo que las descripciones de Dorie se hicieron más extrava—gantes. Comenzó a ensalzar a Alfred, a hablar de su caminar elegante, de lo peligrosamente atractivo que resultaba. Le contó a Rowena que Alfred parecía un simple comerciante, pero la verdad era que estaba involucrado en algo arriesgado y temerario. Dado que el conocimiento de Dorie acerca de la temeridad se limitaba a escapar del ojo vigilante de su padre durante una hora, nunca explicó con claridad cuál era la actividad de Alfred. Además, las sugerencias resultaban mu—cho más excitantes que la realidad.
Después, Rowena se cansó de esperar un anuncio de casamiento por parte de Dorie, de modo que envió una carta en la que decía que volvería a casa para arreglar la boda. Dorie se apresuró a contestar que ella y Alfred se habían separado: el viaje de Rowena no era necesario. Rowena mandó un telegra—ma, visto por todo Latham, para decir que iría a encontrarle otro marido a su apesadumbrada hermana.
Después del segundo mensaje de Rowena, Dorie sintió pánico. ¿ Qué iba a hacer? A su manera, Rowena era tan prepo—tente como su padre. Luego de todas las cartas apasionadas recibidas, Rowena creía sinceramente que Dorie estaba enamo—rada de ese horrible y pequeñito Alfred Smythe, de modo que no se sentía culpable por empujarla a casarse.
En lo único en que pudo pensar Dorie fue en casarse con otro. Debía ser alguien que satisficiera el espÍritu romántico de Rowena y que la hiciera creer en un súbito enamoramiento después de su gran pasión por Alfred.
No por nada Dorie era hija de su padre. Cuando se decidió a conseguir un marido, su primera idea fue comprar uno como si se tratara de un par de zapatos. Después de todo, su padre se había comprado una esposa. Volvió al Este,leyó la nómina de las quiebras en los periódicos, se hizo amigo del primero que encontró con una hija lo bastante poco atractiva como para no hacerlo preocuparse por las futuras atenciones de otros hombres. Más tarde, pagó las deudas del padre y se casó con la muchacha.
De modo que Dorie pensó en contratar a un hombre necesitado de dinero, alguien tan romántico como para que su hermana la dejara en paz. Le había llevado días confeccionar una lista de los candidatos apropiados, y luego, por pura suerte, descubrió que el herrero de Latham conocía a uno de ellos, un hombre considerado un asesino. Sin embargo, el herrero le dijo que Cole Hunter tenía el corazón más blando que él había visto. Cole no lo sabía, y era tan rápido en sacar que nadie se atrevía a decírselo, pero su corazón blando era objeto de grandes bromas entre los asesinos de verdad. "Su sangre es demasiado cálida —había dicho el herrero—. De veras odia matar a alguien."
Dado que Dorie deseaba pedirle que fingiera estar casado con ella, la información constituía una buena noticia.
Lo había encontrado en Abilene y no había resultado lo que esperaba. Peor aún, pareció no gustar de ella para nada. Por supuesto, eso no la sorprendió. Nunca había tenido éxito con los hombres. Claro que no tenía ninguna experiencia, pero cuando Rowena todavía vivía en Latham, Dorie había conocido a algunos muchachos, casi hombres, que iban a visitar a su atractiva hermana. y todos los encuentros habían resultado desastrosos.
Rowena aclaraba: "Dorie, no debes decirle a Charles Pembroke que tiene la inteligencia de una zanahoria y la gracia de un elefante con zapatillas de ballet".
Durante un tiempo, Dorie había tratado de mantener la boca cerrada y observar... y aprender, pero Rowena comenzó a cansarla. Rowena sólo sabía abrir la boca en un gesto de admiración ante cualquier ser humano de sexo masculino, no importaba lo estúpido o repulsivo que fuera. Eso no le parecía sincero a Dorie, a quien por sobre todas las cosas le gustaba la sinceridad.
Al final, por supuesto, Rowena se casó y tuvo dos hijos hermosos mientras Dorie se limitaba a vivir sola en una casa enorme, sombría, sin dejar de darle dinero a la gente. Todavía no lograba comprender por qué los hombres preferían mentiras en lugar de verdades, pero así parecía ser todo.
En cuanto al señor Hunter, no conseguía descubrir cómo era en realidad. Lo había entendido cuando lo conoció y le dijo la verdad. Al igual que los otros hombres, su sinceridad pareció no gustarle. Dorie sabía que Rowena le habría mentido y lo habría halagado hasta que él quedara rendido a sus pies. Pero Dorie le había dicho la verdad y él había dejado bien claro que no la soportaba.
Desafortunadamente, eso le dolió. Ante su propia sorpresa, Cole Hunter le había caído en gracia. No sabía por qué, pero él le gustaba. Tal vez se debiera a su aspecto heroico. La verdad era que, cuando la salvó en el banco, se había sentido... bueno, como la heroína de esas novelas que su padre no le permitía leer.
Sin embargo, el señor Hunter no había sentido lo mismo que ella. Cuando Dorie fue a su habitación para disculparse por las palabras —no sabía bien cuáles— que lo habían enojado tanto la primera vez, sólo consiguió enfurecerlo.
Más tarde, él había aparecido en el cuarto de su hotel y le había dicho que debían casarse. Tal vez pensaba que Rowena formaba parte del casamiento con Dorie. Eso era lo único que parecía tener sentido. Se había mostrado profundamente disgustado con ella a solas, pero quiso casarse después de ver a Rowena.
En fin, después de todo, ¿qué importancia tenía? El arreglo era temporal; a los seis meses él ya se habría marchado. Se llevaría sus cinco mil dólares y Dorie quedaría igual que antes. No era tan tonta como para creer esa cháchara acerca de aprender un oficio; sabía que él sólo quería el dinero... y quizás una oportunidad con Rowena, pero, en fin, todos los hombres parecían querer eso. Era un arreglo perfecto.
En ese momento estaba sentada frente a él, con una mesita entre ambos. La enorme cama se cernía tras ellos, y el anillo de bodas —cortesía de Rowena— le pesaba en el dedo mientras jugueteaba con la comida de su plato. Pasaron unos segundos hasta que se dio cuenta de que el señor Hunter estaba hablando.
—¿Cómo? —dijo, mirándolo.
—Decía que, si desea conseguir un marido, un marido de verdad, debería mostrarse más... más encantadora.
Dorie sólo pudo parpadear. Encantadora. Era una palabra que había escuchado en relación con el nombre de Rowena y con hechizos de brujas, pero nada más.
Desde esa pequeña farsa fría llamada boda, Cole se preguntaba qué demonios había hecho. Nunca se había considerado un romántico, pero esa ceremonia rápida, aburrida, con el sacerdote ansioso por volver a su cena, no era su idea de un casamiento. ¿Acaso no se suponía que una mujer debía desear flores y un bonito vestido? ¿Acaso no se suponía que las mujeres debían ser sentimentales con respecto a las bodas y esas cosas? ¿Acaso no se suponía que el hombre actuara como si eso no le importara, aunque secretamente le gustara el perfume de las flores y la visión de una novia llena de encajes?
Desde la boda, ella no había dicho ni una palabra; se había limitado a dejar que esa mandona hermana suya se encargara de todo. Después de pasar unas pocas horas junto a Rowena, Cole empezaba a darse cuenta de que, debajo de su aspecto engatusador y meloso, había una médula de acero. Lo había halagado tanto que, de haberle creído, habría pensado que era el hombre más valiente y buen mozo del planeta. Pero mientras lo adulaba, se había asegurado de que su hermanita terminara casada. Le dijo a Dorie dónde se realizaría el casamiento, dónde pasarían la luna de miel, cuándo regresarían a Latham. Organizó la cena de bodas e hizo empacar la ropa de Dorie para el viaje. Al final de la ceremonia, dijo: "Ahora puedes besarlo, Dorie".
Fue ahí cuando él hizo valer sus derechos. “Ahora es mi esposa", dijo en voz baja, con el tono que había usado para advertir a ciertos compañeros de juego que sospecha ba de ellos y de sus cartas. Una cosa buena de Rowena era que parecía saber cuándo emprender la retirada. Gentilmente, dejó de dar órdenes y se hizo a un lado, sonriendo feliz, complacida por haber arreglado todo.
En fin, él estaba allí con una extraña que era y no era su esposa, y sentía la repentina necesidad de conocerla mejor. ¿Era tan dura como él había creído la primera vez que la vio, o tan dulce como parecía a veces? ¿Era calculadora o ingenua? ¿Intentaba herir con esa afilada lengua suya o simplemente no sabía hablar de otra manera?
—Temo no saber cómo resultar encantadora —dijo ella sin apartar la vista de su comida—. Dejo el encanto para mi hermana.
Después de ese día, él sabía que para vadear el “encanto" de Rowena uno necesitaba botas muy altas. Mientras la miraba, Cole se dio cuenta de que nunca la había visto sonreír de verdad. ¿Acaso sonreía? ¿Cómo se la vería con una sonrisa en la cara?
Se sentó más derecho, como un maestro.
—Atención, señorita Latham... ejem... señora Hunter –se corrigió, y descubrió que le gustaba el sonido de ese nombre—. Vamos a darle una lección sobre encanto.
Ella levantó los ojos, sorprendida.
—Contésteme esto: si se encuentra a solas con un hombre y desea establecer una conversación con él, ¿qué le dice?
La expresión de ella reveló que se estaba tomando todo muy en serio.
—¿Él que hace?
—Él no hace nada. En casi todo el mundo le corresponde a la mujer empezar con la sociabilidad. El hombre debe pertenecer al tipo fuerte, silencioso, y la mujer debe hacerlo hablar.
—Ah —dijo Dorie. Eso era algo que nunca había oído antes, pero explicaba ciertas cosas difíciles de entender. –Bueno, ¿qué hace para ganarse la vida? ¿Cómo se mantiene? Tal vez ahí haya un tema de conversación.
—Observación correcta. El hombre es un campesino.
—Bueno, entonces le preguntaría por su cosecha. —Mmmm —dijo Cole—. Eso estaría bien para un hombre lo bastante viejo como para ser su padre... ¿ Qué le parece un hombre joven, buen mozo, de hombros anchos?
Un pequeño destello de humor apareció en los ojos de Dorie.
Cole no sonrió. Extendió las manos y dijo:
—De este ancho; no, de éste.
Los ojos de Dorie brillaron un poco más.
—Señor Hunter, ningún hombre tiene los hombros de ese ancho.
Por un instante, Cole pareció ponerse a la defensiva mientras observaba sus manos, luego sus hombros, y comprobaba que el ancho coincidía. Cuando abrió la boca para señalar que sus hombros sí eran de ese tamaño, la miró a los ojos y vio que ella bromeaba a costa de él. "Bueno, bueno —pensó—, se lo haré pagar ."
—Pensándolo mejor, el hombre que está junto a usted es un renombrado pacificador .
—¿Pacificador? ¿Se refiere aun pistolero? ¿A un asesino? La expresión de Cole era muy seria.
—Señora Hunter, ¿me hará el favor de escuchar la descripción de la tarea? El tema de la lección es el encanto, y hasta ahora no me ha demostrado conocer el significado de la palabra.
—Lo conozco, claro. Quiere decir mentir. Eso asombró a Cole.
—¿Encanto quiere decir mentir?
—Rowena ejercita el encanto por medio de la mentira. —Por favor, haga una demostración.
Dorie empezó a decir que le resultaba imposible demostrarle lo que quería decir al referirse a las mentiras de Rowena, pero luego recordó haber observado mucho a su hermana. Debería estar capacitada para imitarla.
Con los codos apoyados en la mesa, se inclinó sobre el plato; su cara quedó cerca de la de él y sus pestañas se agitaron.
—Oh, señor Hunter, oí hablar tanto de usted. Me enteré de su sabiduría, de su disposición para dirimir disputas y salvar pueblos enteros sin ayuda de nadie. ¡Mi Dios, usted sí que es un hombre importante! Sabe, anduve buscando un zafiro del color de sus ojos y no puedo encontrar ese matiz de azul en ningún lado. La próxima vez que vaya a lo de mi joyero tal vez quiera acompañarme para que él vea exactamente lo que quiero.
Dorie se separó de la mesa con los brazos cruzados sobre el pecho.
Por un instante, Cole se quedó mudo. Les había estado tomando el pelo a él y a su hermana, claro, pero maldita sea, de todos modos le había gustado lo que acababa de escuchar. Tuvo el deseo casi incontrolable de tomar el cuchillo y mirarse los ojos en él.
Lo que lo obligó a reprimirse fue la mirada de Dorie, una mirada que sugería que ella estaba al tanto sus pensamientos. Otro punto a su favor, pensó Cole.
—Las mentiras —dijo— son terribles. Usted sabe que los hombres también mienten, ¿verdad?
—No le mienten a Rowena. No tienen necesidad de hacerlo. ¿Cómo pueden mentir acerca de su belleza?
—El encanto verdadero no implica la mentira.
—¡Ja! Rowena es una experta en materia de encanto, y sin embargo lo único que hace es mentir.
—Entonces no se trata de— encanto verdadero. Lo que conquista el corazón de los hombres es su belleza. ¿Pero qué pasará con ella cuando su belleza desaparezca? Ningún hombre creerá sus mentiras cuando sus labios dejen de ser hermosos.
Vio que estaba muy interesada. Obviamente, le gustaban las mentiras que sonaban a verdad.
—Vamos, déjeme demostrarle lo que es el encanto verdadero. Déme la mano.
Ella mantuvo la mano apretada en un puño, cerca del cuerpo.
—Si me dice un montón de mentiras realmente torpes acerca de mi magnífica belleza, no me gustará.
—¿Podría reconocerme un poco de sentido común? Ahora, ¡déme la mano!
Maldición, esa mujer lo afectaba mucho. Estaba seguro de que no había otra en la Tierra dispuesta a rechazar una lección sobre la seducción. En especial, cuando el hombre que intentaba seducirla era su esposo.
Con suavidad le tomó la mano. Con otra mujer se habría preocupado por no asustarla, pero dudaba de que algo asustara a esa pequeña criatura. Sin soltársela, la llevó hasta su cara, pero no se la besó. En lugar de eso, la apretó contra su mejilla.
—¿Sabe qué es lo me gusta de usted, señora Hunter? —No esperó respuesta. —Me gusta su sinceridad. Toda mi vida escuché cumplidos. Los hombres me temían demasiado como para decirme algo desagradable. y las mujeres estaban tan complacidas con mi aspecto que ronroneaban cuando me tenian cerca.
En la palabra "ronroneaban" hizo deslizar la erre en una forma tan suave y sedosa que los ojos de Dorie se agrandaron.
—Es refrescante conocer a una mujer dispuesta a mostrarse sincera conmigo, a decirme que debo aprender ciertas cosas. y ese desafío resulta revitalizador para mi mente. Usted me hace sentir deseoso de trabajar mucho frente a sus ojos; me hace sentir deseos de demostrarle que puedo realizar la tarea, aun cuando usted piense que no estoy capacitado para llevarla acabo.
Acercó la mano de Dorie a sus labios y comenzó a besarle los nudillos uno por uno.
—En cuanto a la belleza, hay en usted un brillo que su hermana no puede igualar. Ella es una rosa en plena floración, exquisita, llamativa, pero usted es una violeta dulce y tímida, suave y fuerte a la vez. La suya no es la clase de belleza que una persona ve sólo con la mirada. Su belleza es más delicada. Uno debe buscarla y, por eso, vale mucho más.
Dorie permanecía sin moverse mientras sus ojos se agrandaban cada vez más ante cada palabra de él. Pequeñas sensaciones cosquilleantes iban de su mano a su brazo y después se extendían por todo su cuerpo.
Bruscamente, él le soltó la mano.
—Ahí tiene —dijo—. Eso es lo que quería decir. Encanto sin mentiras.
Dorie debió sacudir la cabeza para aclarar sus ideas. —Mentiras encantadoras. Eso es lo que pienso yo —dijo. —¿ y para usted cuál es la verdad?
—Usted cree que soy una latosa y una pesada. Sin embargo, soy una latosa rica y usted necesita dinero.
Cole no sabía cuándo se había sentido más insultado. Le estaba diciendo que se había casado con ella sólo por dinero, lo cual, por supuesto, no era verdad. Se había casado con ella porque... iMaldición! No sabía exactamente por qué se había casado con ella, pero no era sólo por dinero. Un hombre que se casaba por dinero era... era... ¿Cuál era la palabra? Un gigoló, ahí está. No le importaba que lo llamaran asesino, pero no iba a permitir que lo considerasen un aprovechador de mujeres.
Bruscamente, se puso de pie.
—Aclaremos algo ahora mismo. Me casé porque usted necesitaba protección y me está pagando por ella. Soy una especie de guardaespaldas suyo. Cuando mi brazo esté sano y su hermana se vaya, nos daremos la mano, nos separaremos y todo habrá terminado. ¿Está de acuerdo?
—Por supuesto —dijo Dorie con calma, claros los ojos, sin ninguna emoción en ellos.
—Ahora, si no le importa, me voy a la cama. Ha sido un día muy largo.
Ante eso, los ojos de Dorie se agrandaron lo suficiente como para que él supiera lo que estaba pensando.
Sin saber exactamente por qué se sentía tan enojado, tomó dos alforjas que estaban apoyadas contra la pared, las arrojó sobre la cama y así creó una separación entre los dos lados. Tal vez su cólera se debiera al hecho de que toda su vida había debido rechazar a las mujeres y ahora, de repente, esa cosita ratonil actuaba como si él se hubiera convertido en un sátiro, en algo vil y repulsivo. Le disgustaba tanto que hasta se había negado a darle la mano cuando estaban sentados a la mesa.
—Ahí tiene —dijo en tono malintencionado mientras señalaba la cama dividida—. ¿Eso le parece correcto a su sentido de la propiedad? No sé por qué sigue pensando que soy un desflorador de vírgenes reacias; puedo asegurarle que no es así.
—No quise decir... —empezó ella, pero se interrumpió. —Limítese a ir a la cama. No la molestaré, de manera que puede dejar de estar tan preocupada.
—No estoy preocupada —replicó ella en voz baja, antes de ir a desvestirse detrás de un pequeño y bonito biombo situado junto a la cama.
Rowena había hablado a solas con Dorie después de que Cole anunciara que iban a casarse. Rowena había dicho muchas tonterías acerca de no estar asustada y de tratar de hacer todo lo posible para que el señor Hunter sintiera que el listo era él. "Eso es importante para un hombre —había dicho Rowena—. Es muy necesario para un hombre." Dorie no tenía ni la más remota idea de qué hablaba su hermana.
—¡Por todos los diablos! —oyó exclamar al señor Cole, antes de que un ligero tintineo anunciara que un botón había golpeado contra la loza de la jofaina.
Al espiar por detrás del biombo, vio a Cole muy ceñudo, concentrado en tratar de desvestirse a pesar de su brazo incapacitado. Un héroe, pensó, un hombre reacio a pedir ayuda.
Con un enorme camisón blanco que la cubría desde el cuello hasta los pies, dio la vuelta al biombo y se acercó a él. Enseguida vio que estaba a punto de decirte que podía desvestirse solo, pero por fin Dorie se sintió competente. Durante el último año de su vida, su padre había estado inválido; ella había sido la única a quien le había permitido cuidarlo. Estaba acostumbrada a vestir y desvestir aun hombre grande.
—Vamos, déjeme a mí —dijo con voz eficiente, y en pocos minutos desvistió a Cole y lo dejó con sus largos calzoncillos de algodón. No se dio cuenta de que él la miraba con una sonrisa divertida, algo incrédula.
Tampoco se dio cuenta de la forma en que le miraba el pelo abundante, apretado en una inocente trenza. Durante el día, lo llevaba muy tirante, asombrosamente prolijo, sin una hebra fuera de lugar. Pero en ese momento se lo veía suave, con pequeños rizos alrededor de la cara. Y, extrañamente, el severo camisón casi resultaba provocativo. Él estaba acostumbrado a mujeres con encajes negros o rojos, no aun blanco puro, virginal. Verla cubierta por completo lo hizo preguntarse qué habría debajo de esa tela más que si hubiera sido una seda transparente.
Después de dejarlo en ropa interior, ella apartó las mantas y casi lo empujó dentro de la cama. Luego, como si lo hubiera hecho mil veces —lo cual era cierto—, lo arropó, le dio un rápido beso en la frente, apagó una de las lámparas ubicadas junto a la cama y se dirigió a la puerta.
Tenía la mano en el picaporte cuando se dio cuenta del lugar donde se hallaba y de lo que acababa de hacer. Asombrada, se dio vuelta para mirarlo. Cole tenía la cabeza apoyada en el brazo sano y le sonreía ampliamente.
Ambos se echaron a reír con espontaneidad.
—¿No tengo derecho a un cuento antes de dormir? —preguntó Cole, y Dorie se puso colorada.
—Mi padre... —comenzó a explicar, pero luego se rió y agregó—: ¿Qué clase de cuento desea? ¿Uno sobre asaltantes de bancos y duelos al mediodía?
—¿Acaso mis amigos figurarían en él?
Eso la hizo reír aún más.
—Si es sobre criminales, debe incluir a sus amigos, ¿no es así?
Él frunció el entrecejo a medias y sonrió a medias. —Suena como que, si yo fuera enviado a prisión, allí me encontraría con una reunión familiar.
—Sospecho que lo más cerca que estuvo de la iglesia fue al ir a un cementerio —contestó ella. Intentó hacer un chiste, pero la supuesta gracia cayó en el vacío porque había demasiada verdad en sus palabras. Ni ella ni Cole querían pensar en lo cerca que él vivía de la muerte.
Había una lámpara encendida junto a su lado de la cama, y ahora que había tomado conciencia de que no estaba en la casa de su padre y de que ese hombre no era el anciano inválido, se acercó a su lugar. Negándose a mirar las pesadas alforjas que Cole había puesto en la mitad de la cama, apartó la frazada, apagó la lámpara y se deslizó dentro del lecho con la espalda vuelta hacia él. Pasó un rato antes de que hablara.
—¿Sus padres eran agradables?
—No. —Él dudó. —¿y los suyos? ¿Le gustaba ese tirano padre suyo? —preguntó.
—Nunca lo pensé. Supongo que sí. No conocí a mi madre. —¿Entonces su hermana es el único familiar que tiene? —Sí. y vive más allá de un continente y de un océano.
—Hizo una pausa. —Y tiene un esposo y dos hijos.
—Lo cuál significa que usted está sola.
Ella no contestó, aunque él no lo esperaba. El tren se movía y hacía un sonido fuerte, pero ese sonido parecía envolverlos.
Cole pensó que la escena era casi íntima, con los dos juntos en la cama, sin tocarse. Nunca había pasado una noche entera con una mujer; tenía como norma terminar el asunto e irse. Había descubierto que, después del sexo, los sentidos de un hombre quedaban adormecidos y él se convertía en una presa fácil para cualquier delincuente que quisiera probarse matando a Cole Hunter. Aquélla era una experiencia nueva: estar con una mujer para otra cosa que no fuera el sexo. Se dio vuelta, dobló el brazo y apoyó la cabeza en la mano.
—¿Tiene sueño? Quiero decir, si tiene sueño, yo...
Ella también se dio vuelta para mirarlo. Aun en medio de la poca luz lunar que pasaba a través de las cortinas, sus ojos eran brillantes y vivos.
—No tengo nada de sueño. ¿Quiere charlar?
Eso era ridículo, por supuesto. Él era un hombre de acción, no de palabras. Oh, claro que podía hablar cuando era necesario. A menudo usaba palabras para solucionar una discusión en lugar de recurrir a las armas, aunque no estaba hecho para las conversaciones inútiles. Sin embargo, en ese instante se sentía demasiado excitado como para dormir. Tal vez se debiera al hecho de hallarse acostado junto a una mujer prohibida para él. Tal vez se debiera a la cosa increíble que había hecho ese día: se había casado. O tal vez se debiera a que esa mujer comenzaba a gustarle. Sólo Dios sabía por qué. No se adecuaba para nada a su ideal femenino, pero hasta ese momento no había sentido deseos de saltar a la cama con ella lo más pronto posible para luego irse enseguida.
—¿ Cómo se llama ? Sé que su hermana la llama Dorie, pero hoy el sacerdote dijo otro nombre.
—Apollodoria. Es griego, o al menos eso era lo que decía mi padre. También decía que era un nombre ridículo, pero fue un deseo de mi madre en su lecho de muerte, de modo que me lo puso.
Él se reclinó en la cama con un brazo debajo de la cabeza.
—Apollodoria. Me gusta. Me alegra que su padre haya estado de acuerdo.
—Nuestra cocinera contaba una historia: mi madre había jurado perseguirlo desde el otro mundo si no me ponía el nombre deseado por ella. Mi padre no era supersticioso, pero tampoco estaba dispuesto a arriesgarse.
Cole rió. Ella tenía la virtud de hacer que incluso las cosas más horribles sonaran divertidas.
—Hábleme de su pueblo. Ése que la hizo aconsejarme no aceptar uno como regalo.
—Latham es muy pequeño. Tiene sólo unos doscientos habitantes, pero la población crece de tal manera que la gente debe ocuparse de otras cosas los domingos, además de descansar.
Cole volvió a reírse y esperó el resto de la descripción.
¿Qué podía inspirar más a una persona que la aprobación?, pensó Dorie. Todos esos años con su padre había guardado silencio. Él odiaba eso que denominaba sus comentarios im—pertinentes. Sólo deseaba que ella estuviera allí, y hasta el último año de su vida nunca había esperado que hiciera algo más que permanecer sentada cerca de él para poder verla. A fin de escapar del increíble tedio de su vida, Dorie se había convertido en una observadora de las demás personas: las analizaba y trataba de entender cómo eran, y llenaba los blancos con su propia imaginación.
Todos los días acompañaba a su padre en el carruaje, sentada perfectamente quieta mientras él hablaba con sus inquilinos y respondía en forma negativa a todo lo que le pedían. Ella nunca había compartido sus observaciones con nadie.
Pero ahora, allí había un hombre que se reía con deleite de sus palabras.
—Latham es un pueblo pacífico. En realidad, hay pocos problemas. Estoy segura de que lo encontrará aburrido. Hacemos un picnic el 4 de Julio. Todos van a la iglesia. El año pasado, lo más interesante que pasó fue que el sombrero de la señora Sheren se le voló justo cuando la gente se iba de la iglesia. El sombrero voló por encima del río, le pegó al toro del señor Lester en la cabeza y quedó colgado del cuerno izquierdo. Lo gracioso fue que el señor Lester había traído ese toro desde Montana y se había jactado de que era el animal más fiero y de peor genio de Texas. Tal vez lo fuera, pero de veras quedaba mal con un bonito sombrero de paja adornado con cerezas y hojas de glicina.
Cole no pudo decir ni una palabra; sonreía en medio de la oscuridad y disfrutaba del relato. Ella era una buena narradora. Le contó acerca de las tiendas y de la casa de huéspedes y de los pasajeros del tren.
A medida que escuchaba, Cole se daba cuenta de que ninguna de las historias la incluía. Todas eran relatadas desde el punto de vista de un observador. Era como si ella hubiera estado sentada detrás de una ventana, mirando pasar la vida. No se quejó, no dio a entender que su vida había sido aislada, transcurrida junto aun padre que no le daba ni cariño ni aprobación; pero Cole escuchó lo que ella no dijo.
Fuera lo que fuese lo que estaba apunto de contestar, se vio interrumpido cuando el conductor frenó y el tren empezó a detenerse a los tumbos. De no haber estado en la cama, podrían haberse caído. Una pena, pensó Cole. Si se hubieran caído, ella quizás habría aterrizado en sus brazos. A pesar de todos sus rasgos irritantes, hacía surgir el protector que había en él.
Durante unos momentos se oyó el chirrido de los frenos y el empuje del tren que se negaba a detenerse. En medio de una brusca sacudida, Cole extendió instintivamente la mano sana para tomar a Dorie por el hombro e impedir que cayera al suelo. Como una de las alforjas puestas entre ellos se deslizó y amenazó con golpear la cabeza de ella, Cole la arrojó fuera de la cama.
Cuando el tren por fin se detuvo, se encontró suspendido sobre Dorie, en actitud de protegerla de flechas y balas.
—¿Le importa si le doy un beso de buenas noches? —se oyó decir. Si tenía treinta y ocho años hacía unos pocos días, en ese momento tenía alrededor de doce y le hacía la corte a una chica debajo de un manzano.
—Creo...creo que estará bien —contestó ella en un susurro.
—Claro —comentó, mientras se decía que era ridículo estar tan excitado. Había besado a montones de mujeres. Por supuesto, ninguna de ellas era su esposa, se recordó.
Con un puntapié experto, empujó la otra alforja hacia los pies de la cama, desde donde cayó al suelo. Luego, cuando ya no había ninguna barrera entre los dos, lentamente se inclinó sobre ella para apretar los labios contra los suyos. Había mentido en forma desmedida cuando le dijo que no había habido nada especial en el beso anterior. El recuerdo de ese beso lo perseguía. Para decir la verdad, casi no había pensado en otra cosa.
En el segundo en que sus labios tocaron los de ella, supo que aquel primer beso no había sido un capricho. Se sintió inundado por la fuerza y la profundidad del sentimiento. Fue como si nunca hubiera besado a otra mujer, como si nunca hubiera experimentado la sensación de tocar a una mujer .
Se apartó de ella, la miró a los ojos, vio que estaban llenos de asombro. Por un instante no supo qué estaba pensando; no supo si le había gustado o no su beso suave y gentil, pero luego ella levantó la mano y le tocó el pelo de la frente. Nunca en la vida el contacto con alguien lo había enardecido tanto.
—Ah, Dorie —dijo, y la atrajo hacia él mientras se daba vuelta hacia su lado de la cama. Maldijo su poca habilidad para estrecharla entre ambos brazos, pero la abrazó tan fuerte como pudo con uno solo. y Dorie no necesitó que la abrazaran demasiado cuando estuvo encima de él, dando vuelta la cara para empezar a besarlo más profundamente. "Es muy lista —pensó él—. Aprende con rapidez."
Justo cuando estaba apunto de demostrarle lo que era capaz de hacer su lengua, una bala golpeó contra la ventana, hizo añicos el vidrio y terminó su trayecto en el lado de la cama de Dorie. Si hubiera aparecido un minuto antes, le habría atravesado el corazón.
CAPITULO 6
¡Hunter! ¿Está ahí?
Ante la primera explosión, Cole había envuelto a Dorie con el brazo y se había tirado de la cama, protegiendo el cuerpo de ella con el suyo al golpear contra el piso. En el momento de caer, había tomado su revólver de la mesa de noche. Ahora, apretándola contra él, le susurró:
—¿Se encuentra bien?
Ella hizo un gesto de asentimiento y él se alegró al ver que no había histeria en sus ojos; mejor todavía, tampoco había preguntas. Lo miraba como esperando órdenes, dispuesta a obedecerlo. En ese momento pensó que tal vez la amaba. ¿Qué hombre no amaría a una mujer capaz de aceptar órdenes?
—No se levante. Veré quién es —dijo.
Ella hizo lo que le ordenaron y se acurrucó contra una de las paredes del vagón.
Con gran precaución, Cole fue hacia la ventana de la parte opuesta del vagón y espió hacia afuera. Había luna llena y distinguió a cuatro jinetes. El de adelante, sentado ahorcajadas en un enorme caballo bayo —su silueta mostraba una exagerada indiferencia, como si el hombre no tuviera ni una sola preocupación— era alguien difícil de confundir u olvidar.
Cole se sentó en el piso, apoyó la espalda en la pared y maldijo en voz baja en forma muy vívida.
—Nunca oí la mayoría de esas palabras —dijo Dorie suavemente, sobresaltando tanto a Cole que éste le apuntó y martilló el arma antes de darse cuenta de lo que hacía.
Dorie se había arrastrado hasta él por debajo de la cama; sólo se le veía la cara por debajo de la colcha que caía hasta el piso. Ante el sonido del gatillo, volvió a deslizarse hacia la protección de la cama. Cuando supo que se hallaba a salvo, que no le dispararían, espió de nuevo.
—¿Quién es? —susurró.
—Winotka Ford. —Cole volvió a apoyar la cabeza contra la pared del vagón. —Oí decir que había muerto. De otra forma, jamás habría subido a este tren. —Se sentía lleno de rabia contra sí mismo. —¿Cómo pude ser tan estúpido? —La miró. —El hombre al que maté en el asalto del banco era su hermano menor. Debí haber sabido que Ford vendría a buscarme, pero, como ya te expliqué, oí comentar que estaba muerto. Tal vez oí decir que medio Texas deseaba que lo estuviera.
Varios disparos rompieron el silencio de la noche. —Sal de ahí, Hunter, y encuéntrate con tu Hacedor. ¡Te voy a ver morir!
—¿ Qué haremos? —preguntó Dorie, levantando la vista hacia Cole como si supiera que él podía resolver cualquier problema.
Me dedica de nuevo la mirada del héroe —pensó Cole—. Al menos moriré con la certeza de que alguien me consideró algo más que un mísero pistolero .
—Nosotros no haremos nada —dijo—. Usted va a quedarse aquí mientras yo salgo a enfrentanne con Ford.
—jHunter! —se oyó gritar afuera.
—Está bien —gritó Cole en dirección a la ventana—.Espera. Debo vestirme. Un hombre tiene derecho a morir con las botas puestas. —Mientras se ponía de pie, miró a Dorie. —Ayúdeme a vestirme.
Ella salió de abajo de la cama con un movimiento rápido y ágil, recogió la ropa de él y lo ayudó a ponerse todo encima de los calzoncillos largos.
—Espero no ser demasiado curiosa, ¿pero cómo va a sacar el revólver si ni siquiera puede abotonarse la camisa?
—Lo sacaré con la mano izquierda.
—Ah, claro. Ambidiestro.
Coleno se molestó en tratar de deducir qué significaba eso. —Deme la camisa. Dorie se apartó de él; luego, con rapidez, tomó su cepillo de pelo y, volviéndose bruscamente, se lo tiró. Cole intentó agarrarlo con la mano izquierda, pero no lo logró y el cepillo golpeó contra el piso.
—¿Es tan bueno para sacar con la izquierda como para agarrar cosas en el aire?
—Cállese y ayúdeme con las botas —ordenó él; luego, mientras ella lo ayudaba, le habló en voz calma, muy tranquila—. No sé si él sabe o no que usted está aquí. Dudo que le importe. Su problema es conmigo, no con usted.
Ella estaba arrodillada frente a él, poniéndole una bota y, de repente, una gran tristeza lo invadió. Había estado tan cerca de tener lo que nunca ha bía creído que podría tener un hombre como él. Nunca había pensado en tener una esposa y quizás hijos, pero ahora se daba cuenta de que tal vez ésa fuera la razón por la cual había aceptado casarse con aquella mujercita tan pura y fresca. Era lo bastante sagaz como para saber que jamás volvería a tener una oportunidad con alguien como ella.
Una mujer virginal nunca volvería a acercarse a él para ofrecerle una vida distinta de la que siempre había conocido.
Ahora la oportunidad había desaparecido. No dudaba de que ésos eran sus últimos minutos. Winotka Ford, con una madre cheyenne y un padre norteamericano, era un delincuente perverso. Nunca había querido a su hermano, a quien Cole había matado, pero nunca había necesitado una excusa para llamar a alguien en medio de la noche y matarlo. La venganza era tan buena excusa como cualquier otra. A Ford no le interesaban las peleas parejas. No se enfrentaría con un hombre en mitad de la calle para ver quién sacaba primero. A Ford le gustaba detener diligencias y matar a todos los pasajeros sólo por placer.
Lo único que le quedaba por hacer a Cole era proteger a Dorie. Se inclinó hacia ella, le levantó la barbilla y la miró a los ojos.
—En el mismo instante en que yo salga por esa puerta, quiero que salga por la de enfrente y se mezcle con los otros pasajeros. ¿Me entiende? No importa lo que oiga afuera, quédese en el tren y no permita que Ford sepa que es mi esposa.
De repente, Cole se sintió mal. Si Ford lo mataba, ¿quién le impediría a ese asesino subir al tren y saquearlo? Aun cuando no supiera que Dorie era su esposa, vería que era joven y vulnerable y bonita, pensó, con el pelo que le caía sobre la espalda en una gruesa trenza, con el suave volado del camisón alrededor del cuello y esa forma de levantar la vista hacia él. Cole contempló lo que estaba a punto de perder.
Rápidamente, con gran fervor, la besó y, al apartarse de ella, estaba casi mareado.
—La veré más tarde, ¿está bien? —dijo, fingiendo que volvería. —Luego agregó: —Pídale a su hermana que la cuide. y dígale que yo pienso que usted merece algo mejor que un hombre como el señor Pimentero.
Deseaba que le sonriera, pero Dorie no lo hizo. Sus ojos eran enormes; él supo que si se quedaba un minuto más se ahogaría en ellos y moriría en ese mismo instante. Lo que lo había mantenido vivo a lo largo de los años era que no le importaba vivir o morir. Pero ahora sí le importaba. Le importaba mucho.
—Hunter, te quedan diez segundos antes de que entre —gritó Ford.
—Cuídese, Apollodoria —susurró Cole. Luego se irguió y se dirigió a la puerta trasera del vagón.
—Te tomaste tu tiempo —dijo Ford cuando Cole salió a la plataforma de la parte posterior del tren.
Cole se mantuvo quieto, esperando que el hombre diera el primer paso. Su única probabilidad de supervivencia consistía en dejarse caer al piso de la plataforma y empezar a disparar ante el primer movimiento de cualquiera de los cuatro hombres. Tal vez pudiera deshacerse de tres de ellos antes de caer . Así quedarían tres menos Con posibilidades de hacerle daño a Dorie. Primero se encargaría de Ford; después, quizá sus hombres se dispersaran, o quizá los cobardes del tren, que debían de estar mirando por todas las ventanillas, se atrevieran a ayudar.
CAPITULO 7
En un instante, Cole tenía el corazón en la garganta porque sabía que estaba viendo loS últimos minutos de su vida, y al siguiente no supo qué había pasado. Dorie salió rápida—mente del tren, con su pequeño cuerpo casi escondido bajo un mar de volados y la voluminosa falda de su camisón. Se había soltado el pelo, permitiendo que surgiera en múltiples rizos. Él había creído que era lacio y ahora veía por qué lo llevaba siempre atado en una forma tan severa. Domar ese pelo era como domar un caballo salvaje de las praderas. Se le ondulaba alrededor de su cabeza como una nube color miel. y maldición, pensó, ella parecía realmente un ángel. Jamás se había sentido tan protector en relación con ningún otro ser humano.
Apenas la vio, supo que algo andaba muy mal. ¿Uno de los hombres de Ford ya había subido al tren? ¿Alguien la había tocado? Empezó dar un paso en su dirección, empezó a ladrar una orden, pero ella no le dio oportunidad de decir ni una palabra antes de embarcarse en un chillido agónico.
—No pueden matarlo antes de que me devuelva el oro que nos robó a mí ya mi hermana. Es el único que sabe dónde está.
—¡Dorie! —exclamó Cole en tono cortante. Trató de acercarse a ella sin apartar la vista de los cuatro jinetes que lo observaban.
Dorie se apartó de Cole con un gesto de horror exagerado, como si fuera a morirse instantáneamente de alguna vil enfermedad si él la tocaba.
A pesar de sí mismo, Cole frunció el entrecejo ante ese gesto y la expresión horrorizada de su cara.
—¡No se me acerque! Prefiero morir antes de que me toque. —Miró al hombre del caballo bayo. —oh, señor Ford, no se imagina lo espantoso que es. iMe está usando!
Dorie había logrado atrapar la atención de Cole y de los cuatro forajidos tanto como la de los cobardes pasajeros que miraban por las ventanillas, resguardados por el acero del tren.
Mientras ella comenzaba a bajar por la plataforma, Cole extendió la mano hacia la parte trasera de su camisón, pero Dorie lo eludió.
—Señor Ford, usted parece ser un hombre capaz de ayudar a una dama —dijo.
Winotka Ford tenía unos pómulos con los cuales podrían haberse cortado bifes; una cicatriz de varios centímetros cruzaba uno de ellos. Su pelo, largo hasta los hombros, no había tocado el agua desde la última vez que él había vadeado un río, y sus ojos eran tan fríos que asustaban a las serpientes de cascabel. No parecía un hombre dispuesto a ayudar a nadie.
—Este hombre, este hombre horrible, mató a su hermano para raptarme. Sabía que yo era rica, más rica de lo que él podría haber imaginado. Sabía que mi padre tenía millones en barras de oro escondidas en su casa. Lo sabía y usó esa información en mi contra. Pensé que era mi amigo; pensé que era una buena persona después de que me rescatara en el asalto. Yo... yo me casé con él.
Ford miró a Cole, todavía quieto en la plataforma, todavía preparado para sacar. Si Cole se movía para alejar a Dorie de esos hombres, perdería su punto de ventaja y, con su mano derecha inutilizada, no podría mantener la fuera del alcance de las balas. Era un prisionero de su situación.
—¿ Te casaste con una chica rica, Hunter? —preguntó Ford con voz falsa e insinuante. Le gustaba jugar con la gente antes de matarla.
Dorie se encargó de responder .
—Se casó conmigo, después obligó a mi hermana a darle cincuenta mil dólares en oro para esconderlos. No sé dónde. Ya no sé nada. No aparta las manos de mí el tiempo suficiente como para dejame pensar .
—¡Dorie! —esclamó Cole y, horrorizado, oyó su propia voz dolorida. No la había tocado, la había tratado con todo respeto. ¿Cómo podía irse a la tumba con esas últimas palabras entre ellos? ¿Acaso sus pocos besos la habían molestado tanto?
Dorie lo ignoró.
—Haga que me diga dónde escondió el oro y después puede matarlo. O quizá sea yo quien apriete el gatillo. Me gustaría verlo muerto después de la forma en que me trató.
Entonces, Cole comprendió lo que ella estaba haciendo; se maldijo por no haberlo entendido antes. Había estado tan ciego debido a sus palabras acerca del casamiento, que no había captado lo que decía con respecto al oro. Miró a Ford.
—No hay ningún oro —dijo con calma—. No tengo oro escondido en ninguna parte.
—jMentiroso! —le gritó Dorie, y luego escupió para dar mayor énfasis a su invectiva.
Cole se resistía a admitirlo, pero ese gesto lo sorprendió. ¿Dónde había aprendido a hacer algo tan vulgar?
Ford se echó a reír: un sonido horrible porque no lo hacía muy a menudo. Su risa sonaba como la rueda de una carreta enmohecida por el tiempo, que trataba de rodar sin haber sido engrasada.
—¿A quién se supone que debo creerle? ¿A ti o a esta pequeña dama?
—No le crea a él. ¡No hace otra cosa que mentir! —aulló Dorie—. Nos mintió a mí ya mi hermana. Le miente a todo el mundo. Lo balearon y ya no pudo seguir ganando dinero con el crimen, entonces me convenció de que me casara con él; luego obligó a mi hermana a darle todo el oro que tenía. Me estaba llevando a Latham para apoderarse del resto. Creo que planea matarme y quemar la casa de mi papá. Creo...
—iCállese! —le gritó Cole y, con gran eficacia, consiguió que ella dejara de hablar. Se volvió hacia Ford. —Está tratando de salvarme la vida. No hay ningún oro; no tiene oro en ninguna parte. Es tan pobre como un usurpador de tierras. Tu problema es conmigo, no con ella. Dorie, camine hasta el final del tren y permanezca alejada de esto.
—¡Ja! —dijo ella—. Prefiero morirme antes de obedecer otra de sus órdenes. Señor Ford, no se imagina las cosas horribles que me obligó a hacer. Cosas repugnantes que ninguna dama debería soportar. —Corrió hacia Ford, puso las manos en el estribo de su montura y lo miró con ojos implorantes. —No soy pobre. Si lo fuera, no estaría viajando en un vagón privado, ¿verdad? No trato de salvarle la vida. Lo odio. Me ha sacado mucho y quiero que me lo devuelva. Haga que me diga dónde está el oro. Luego puede matarlo. Él no me importa nada. Nada.
Cole vio que Ford empezaba a escucharla.
"Oro" era la única palabra que escuchaba alguien como Ford; tal vez también escuchaba la sugerencia de algo sucio y siniestro en lo que Dorie decía con respecto a lo que le había hecho Cole.
En cuanto al propio Cole, le costaba controlar su cólera ante las palabras de Dorie. ¿Acaso ella lo había engañado desde el principio? ¿Era algo distinto de lo que parecía? ¿Cómo sabía lo de las "cosas repugnantes" , esas cosas que ninguna dama debería soportar? ¿Dónde lo había aprendido?
—¡Watkins! —dijo bruscamente Ford—. Dales tu caballo a Hunter ya la pequeña... dama —agregó en tono burlón—. Volveremos al campamento y pensaremos en esto.
Por un momento, Cole pensó en matar a todos los que pudiera. Pero sabía que él también acabaría muerto, y entonces, ¿quién cuidaría a Dorie? Acababa de contarle a esa escoria que era rica; más aún, se había mostrado como un objeto sexual. Esos hombres querrían saber qué cosas sucias le había hecho él, querrían enterarse de los detalles y repetir la expe—riencia.
—Está mintiendo —dijo, pero ad virtió que sus palabras no cambiaban la situación. ¿Qué palabras podía decir susceptibles de competir con "oro" y "sexo"?
—Lo veremos más tarde —comentó Ford—. Ahora suban al caballo.
—Deja que se vista —pidió Cole, tratando de ganar tiempo.
Tal vez un rayo alcanzara a Ford ya sus hombres. Tal vez un regimiento de caballería viniera a rescatarlos. Tal vez esos gallinas del tren se decidieran a ayudar. y tal vez Winotka Ford se arrepintiera en los dos próximos segundos. Seguro.
—No quiero montar con él —dijo Dorie, amparándose detrás del caballo de Ford con los brazos cruzados sobre e] pecho en un gesto de protección, como si estuviera anticipando ]os golpes de Cole.
—Puede montar conmigo —ofreció uno de los hombres, mirándola con lascivia.
—No, dásela a Hunter, a ella le gusta mucho —ordenó Ford, con los ojos preparados para ver todo incluso a la luz de la luna. Iba a disfrutar contemplando a Dorie sentada tan cerca de un hombre al que odiaba. La desgracia de los demás le daba gran placer. Cuando era el causante de esa desgracia, su placer se combinaba con poder y se sentía doblemente gratificado.
—Baja antes de que te rompa en pedazos —le dijo a Co—le—. y nada de cambios de ropa. Nos vamos ya mismo.
Cole nunca se había visto en un aprieto semejante. Pero claro, nunca había sido responsable de otro ser humano. En toda su vida sólo había tenido que cuidarse y protegerse a sí mismo. Si lo hubieran matado, su muerte no habría significado nada para nadie; nadie se habría enterado de que ya no estaba en la tierra. Sin embargo, ahora las cosas eran distintas. Si esa noche lo mataban, algo horrible le sucedería a otro ser humano, a una persona que había empezado a importarle. Sabía que no se habían casado debido a las razones correctas, pero había jurado permanecer junto a ella, cuidarla hasta que la muerte los separase.
Por supuesto, la muerte no estaba tan lejos porque dentro de pocos minutos él iba a retorcerle el cuello a su esposa.
Quince minutos más tarde se hallaba montado a caballo, con Dorie acomodada delante de él, su largo camisón flotando alrededor de sus piernas y los pies enfundados en chinelas. Estaba recostada contra él, que la rodeaba con los brazos para sostener las riendas. Durante diez minutos, mientras no dejaban de cabalgar, Cole había estado diciéndole lo que pensaba de su estupidez.
—Debería haberse quedado donde estaba. Si hubiera hecho lo que le dije...
—Probablemente ahora usted estaría muerto –completó ella, bostezando y reclinándose contra su pecho.
A pesar de sí mismo (ella era ca paz de hacer aflorar lo peor que había en él), dijo:
—Será mejor que no se acerque mucho a mí si no quiere que le haga cosas repugnantes.
—¿Cómo cuáles? —preguntó ella, con el tono de un científico preparado para tomar notas acerca de los esquemas de comportamiento de otra civilización.
—No tengo ni la menor idea. Fue usted la que le contó al mundo que yo no podía sacarle las manos de encima. jMaldición, Dorie! Nos ha metido en un verdadero lío. ¿Por qué no me dejó pelear con él?
—Porque no quería que muriera ——contestó ella con firmeza.
Por un instante, se ablandó. Una parte de él se sentía agradecida por no haber muerto, por supuesto, pero deseaba de todo corazón que ella se hallara a salvo en lugar de permanecer en poder de un delincuente sin conciencia.
—¿Porqué le habló a Ford, ya todos los que pudieran oírla, de acerca de como yo... como yo... .
—¿Cómo no podía sacarme las manos de encima?
Su orgullo no quería pedirle una respuesta, pero en ese preciso instante todos sus sentimientos se encontraban en un estado de dolor y confusión.
—Sí —susurró.
—Mi padre nunca me permitió hacer nada de lo que yo deseaba. Rowena decía que le gustaba estar en contra de los demás; yo creo que se limitaba a ser mezquino. Si yo quería leer un libro, me hacía salir en el carruaje con él. Si yo decía que era un día hermoso y deseaba salir, nos quedábamos en casa, encerrados en una habitación. Pensé que tal vez ese forajido fuese tan mezquino como mi padre. Si hubiera dicho que deseaba quedarme con usted, él habría hecho todo lo posible por separarnos, de modo que hice lo que aprendí con mi padre: le dije que deseaba hacer lo opuesto, que quería alejarme de usted. —Se acurrucó un poco más contra su pecho. —Parece que funcionó.
Toda su vida Cole había pensado que las mujeres pertenecen al sexo débil. Necesitaban protección. Sin embargo, esa mujer lo obligaba a volver a reflexionar en lo que consideraba una certeza. Impulsivamente, inclinó la cabeza y la besó en el cuello.
—¡Basta! —gritó ella—. ¡Aparte sus pegajosas manos de mí! ¡Lo odio! ¡No me toque!
Un poco más adelante, Winotka Ford se rió. Probablemen—te, esa noche se estaba riendo más de lo que se había reído en los últimos diez años.
—No tiene por qué exagerar—dijo Cole, herido a pesar de sí mismo.
—Sí, debo hacerlo o ese bandido no sacará ningún placer de todo esto.
Tal vez se debiera a ese sentimiento de protección, tan poco familiar, que ella había hecho aflorar en él, pero no le gustaba pensar que Dorie hubiera conocido a alguien remotamente parecido a Winotka Ford. Habría preferido pensar que había tenido un padre dispuesto a brindarle lindos vestidos y chupetines en las tardes dominicales. Empezaba a darse cuenta de que la opulenta infancia de esa mujercita había sido tan pobre como la suya.
Se obligó a no pensar más en eso, se dijo que debía dejar de ser tan melodramático. En aquel momento, su mayor preocupacion consistía en sacarlos del lío en que los había metido Dorie. De haber estado solo, habría tratado de salir a los tiros a pesar de su brazo en cabestrillo. Pero ahora debía cuidar de ella.
Aunque no le resultaba agradable, trató de recordar lo que Dorie le había dicho a Ford. Parecía que él, Cole, tenía cincuenta mil dólares cuyo paradero solo él conocía. Eso significaba que Ford podía hacerle de todo, menos matarlo, para descubrir dónde estaba el oro. Además, recordaba que Dorie había mencionado la existencia de más oro en la casa de Latham.
—¿ Tiene oro escondido en la casa de su padre?
—No ——contestó ella con voz adormilada—. ¿Por qué? Apretó el brazo alrededor de su cuerpo en un gesto de advertencia.
—Ah, eso —dijo ella al recordar lo que le había contado a ese hombre espantoso y sucio—. Debía darle una razón para que no me matara, de modo que aseguré saber dónde había más dinero escondido. Pero no existe. Mi padre lo puso todo en fideicomiso en un banco de Filadelfia. Me dan la menor cantidad posible una vez al mes.
—Escúcheme —dijo Cole, inclinándose de manera tal que su boca quedó casi pegada a la oreja de ella—. Quiero que me ayude a salir de este lío. Le seguiré diciendo a Ford que usted tiene dinero y que yo voy a conseguirlo. Le diré que es la única razón por la cual me casé.
—¿Es verdad? —preguntó ella.
—¿Es verdad qué?
Ella sabía que Cole entendía su pregunta, de manera que no se molestó en contestarle. Obviamente, él no quería hacerle saber lo que ella deseaba.
Cole no quería decir nada que pudiera hacerle pensar en el amor. Las mujeres enamoradas hacían cosas estúpidas. Por supuesto, eran ciegamente leales a un hombre, sin importar que él fuera o no un montón de estiércol, pero a menudo ponían en peligro su propia vida durante el proceso.
—Quiero los cinco mil dólares que me prometió, y eso es todo. Después, posiblemente no quiera volver a ver el estado de Texas.
No era capaz de mentir tan bien como para afirmar que no quería volver a verla, pero eso era lo que pretendía sugerir. Si ella pensaba que no le importaba, se mostraría más obediente cuando llegara el momento.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Dorie, deprimida. Cole no se permitió sentir nada ante su tono de voz.
—Haré que Ford se dé cuenta de que no puede llegar al oro sin mí, y que yo no puedo alcanzarlo sin usted. Le diré que usted mintió cuando afirmó que no le gustaba mi contacto. —Hubo algo de orgullo en su voz al decir eso. —Le diré que la convencí de que confiara en mí y me revelara cómo obtener el dinero. Sólo un esposo puede hacerlo, y por eso me casé. Usted debe firmar ciertos papeles.
Como no hubo ninguna respuesta, se inclinó hacia ella. —¿Está dormida?
—No. ¿Eso significa que... en fin, que me cortejará? ¿Muchos besos en la mano, esa clase de cosas? Tratará de persuadirme de que firme unos papeles, ¿no es así?
Él no había ido tan lejos en sus pensamientos, pero tal vez ésa era la idea correcta.
—Sí. ¿No le parece bien?
—¿Por qué no empuña el revólver contra mi cabeza y amenaza con matarme si no firmo?
La pequeña dama no tenía un pelo de tonta.
—Quizá su padre le preocupaban las estupideces que haría usted al tratar con un hombre, de modo que en su testamento estipuló que debía firmar ante testigos.
—Podría apoderarse de mi hermana hasta que yo firme. Él sonrió en la oscuridad. Vaya que ella era capaz de poner a un hombre en su lugar .
—Su hermana ya partió hacia Inglaterra, ¿recuerda? —Tomó aliento. —No creo que Ford tenga una mente tan inteligente como la de usted. Sólo le diré que yo, su marido, debo persua—dirla de que me deje todo el dinero. Debemos comparecer juntos; de esa forma los hombres de Ford no me atarán aun palo para golpearme hasta dejarme medio muerto. ¿Eso contesta todas sus preguntas?
—¿Contesta las preguntas de sus amigos delincuentes? Cole estuvo apunto echarse a reír. En lugarde eso, hundió la cara en su cuello.
—¿Cree que podrá fingir que le gusto?
—¿Acaso no he probado ya que soy una gran actriz? —respondió ella, logrando que Cole apartara la cara de su cuello.
No estaba seguro, pero pensó que ella le acababa de decir algo terrible.
—Apoye la cabeza y duerma un poco. Deje descansar a esa pequeña mente tortuosa. Es probable que nos detengamos unas horas antes del amanecer, pero trate de dormir hasta entonces.
Ella volvió a acurrucarse contra él, aunque no se durmió. En cambio, se dedicó a sentir ese pecho fuerte apretado contra su espalda. Un brazo de él la rodeaba y el otro le sostenía el costado del cuerpo de modo que la palma de su mano se apoyaba en sus costillas. El mentón de Cole estaba cerca de su frente; percibía su aliento en medio del aire frío de la noche. Sus muslos pequeños rozaban los de él, endurecidos Por años de cabalgar, musculosos debido a tanto someter a caballos indómitos.
Dorie sabía que debía sentirse aterrorizada por lo que sucedía. Sabía que debía estar asustada y preocupada, incluso temblorosa. Sin embargo, la verdad era que una parte de ella ni pensaba en lo que pasaría al día siguiente. Sólo podía pensar en el ahora. Los últimos días habían sido los mejores de su vida. Siempre había vivido de acuerdo con la lógica. Había planeado todo hasta el más mínimo detalle. Había estudiado a su padre como si hubiera sido un libro de texto útil para un curso que debía aprobar, y se había enseñado a sí misma cómo tratar con él. Había aprendido sus horarios, su filosofía de la vida —"toma todo lo que puedas"— y sus hábitos. Usando su cerebro, se había adaptado a él.
Había encontrado a Cole Hunter a través de la lógica. Lo había elegido basándose en cosas que había oído decir o que había leído, teniendo en cuenta su necesidad de un hombre apto para realizar una determinada tarea.
Sin embargo, Dorie había aprendido que, mientras su padre actuaba en una forma predecible, otras personas no lo hacían. Cole Hunter no hacía nada de acuerdo con sus propias previsiones. Cuando le había propuesto matrimonio, él se había enojado, pero Dorie había esperado eso: siempre hacía enojar a los hombres. Lo que no había esperado era su creciente ternura con respecto a ella y esa ternura empezaba a gustarle. A veces le gustaba su manera de mirarla. Cosa extraña, lo que a él más parecía complacerlo era lo que a su padre lo hacía enojar: sus comentarios impertinentes. Su padre odiaba que ella dijera o hiciera algo inteligente, algo que él no se le había ocurrido.Su padre necesitaba creer que todas las mujeres eran tontas, entonces él se sentía justificado en cada cosa mezquina o despreciable que les hacía a las hijas.
Cerró los ojos y se apoyó con todo su peso contra Cole. Él pareció cerrarse alrededor de ella, protegiéndola, manteniéndola alejada de cualquier peligro.
CAPITULO 8
Déjame tenerla.
Dorie se despertó con lentitud, consciente de que el caballo se había detenido y de que Cole la obligaba a enderezarse. Parado a su izquierda, con los brazos ansiosamente levanta dos, se hallaba uno de los acompañantes del forajido que pretendía matar a su esposo. Como no estaba del todo despierta, no tuvo tiempo de recordar la historia que les había contado a esos hombres; por un momento olvidó que había proclamado su odio por Cole Hunter. Reaccionó en forma instintiva ante la vista del horrible delincuente que intentaba bajarla del caballo: se dio vuelta y se abrazó con fuerza al cuello de Cole.
Winotka Ford no era brillante, pero sí lo bastante listo como para reconocer un problema si lo veía. No le gustaba que lo tomaran por tonto. Inclinándose sobre su montura, fulminó a Cole con la mirada bajo la luz de la luna.
—¿Qué está pasando? —quiso saber; su voz era baja y amenazadora.
Cole intentó actuar como si no hubiera sucedido nada raro.
—He tenido horas para hablar con ella. —Dado que Ford seguía mirándolo con ferocidad, se encogió de hombros y agregó: —Tal vez tú tengas problemas para atraer a las mujeres; a mí me das tres horas a solas con una y puedo con vencerla de cualquier cosa.
Con eso, desmontó y ayudó abajar a Dorie con el brazo sano.
Pasó un minuto entero antes de que Ford entendiera lo dicho por Cole. ¿Qué podían hacer, salvo estar de acuerdo con él? ¿ Qué hombre iba a adelantarse para admitir que era incapaz de convencer a una mujer de nada? Esos hombres habían exigido y amenazado, habían chantajeado y ordenado, pero ninguno de ellos había utilizado palabras cariñosas. Nunca habían usado palabras aptas para lograr que una mujer, por su propia voluntad, les rodeara el cuello con los brazos e hiciera descansar su cuerpo contra el de ellos.
Cole deseaba llevarse a Dorie lejos de esos hombres boquiabiertos y suspicaces, pero con un brazo inutilizado no podía. Y extrañaba el poder que daba un revólver apoyado en la cadera; extrañaba la fuerza que le hubiera dado para protegerla. Las únicas armas en que podía confiar en ese momento eran su tamaño, su reputación y su habilidad para paralizar a alguien con la mirada.
Sólo quedaban dos horas antes del amanecer y Ford había decretado que los caballos necesitaban descansar, de modo que ellos también se recostarían un rato. Tratando de establecer una cierta situación de independencia, Cole ubicó su montura tan lejos como se atrevió. No quería que pensaran que trataría de escapar apenas los demás se durmieran. Por supuesto, lo habría intentado de no haber estado Dorie con él, pero no haría nada que pusiera en peligro la vida de ella.
Uno de los hombres encendió una fogata, puso una cafetera sobre el fuego y frió un poco de tocino. Cuando Dorie regresó después de unos minutos de privacidad entre los árboles, Cole le alcanzó una taza humeante de café tan malo que ella lo escupió.
—Bébalo. La hará entrar en calor —le dijo en voz baja, ocultándola, con su cuerpo enorme, de la vista de los otros hombres sentados alrededor de la fogata.
Hasta ese momento, Ford y sus compañeros no habían tenido mucho tiempo para pensar en lo ocurrido, pero quizás ahora lo tendrían. Ford había planeado matar a Cole Hunter, un pistolero famoso, sabiendo que nunca sería procesado. Todo lo que debía hacer era decir que habla sido una lucha limpia y, después de presentar algunos testigos, quedaría libre. El pasado de Cole impediría que la gente pensara en otra cosa que no fuera un duelo, limpio o no. Pero en lugar de asesinar a un hombre, ahora Ford debía vérselas con dos rehenes. No importaba que Cole hubiera sido el primero en raptar a la mujer; era su marido. Si algo le pasaba a ella, sería Ford quien tendría problemas. En consecuencia, mejor sería que ella fuera merecedora de las molestias que se estaba tomando por su culpa.
—Beba el café y coma esto —le dijo Cole a Dorie al ofrecerle un trozo de tocino duro.
Obediente, Dorie intentó masticar el tocino y beber el café. Claro que tenía hambre; lo que pasaba era que la comida tenía gusto a zapato viejo y el agua parecía provenir de una lata oxidada. Sin embargo, era algo caliente y Cole deseaba que comiera, de modo que comió.
Cole la miró. Ella tenía una mancha de tierra en la mejilla y estaba parada bajo la luz de la luna con un camisón que alguna vez había sido blanquísimo y que ahora se veía rasgado y sucio. Experimentó un ataque de culpa. Él la había metido en eso. Si nunca lo hubiera conocido, se hallaría a salvo, no en peligro de morir en cualquier momento. Sin dejar de mirarla, se juró que, aun cuando muriera en el intento, la sacaría de esa situación.
Ford mandó aun hombre de guardia, en parte para vigilar a Cole y en parte para protegerse de posibles buscador es de recompensas. Los otros hombres se recostaron sobre unas mantas y se durmieron enseguida.
Cole le indicó a Dorie la cama que le había preparado con la intención de ofrecerle toda la comodidad posible al aire libre. Ella se negó a descansar sobre el relativo bienestar de las mantas mientras él trataba de dormir sobre la tierra desnuda, a pocos centímetros de distancia.
—No me quedaré con la única cama —susurró Dorie.
El hombre de guardia los observaba descaradamente; aun en la oscuridad la forma en que brillaron sus ojos hizo que a Dorie se le erizara la piel.
—Necesita descansar —dijo Cole, exasperado. —Usted se congelará sin una manta. El fuego está a cinco metros de distancia.
—Estoy acostumbrado a dormir al aire libre—le respondió en tono cortante.
—Más razón para que use las mantas y la montura como almohada. Yo estoy acostumbrada a un colchón de plumas y a sábanas blancas, limpias. Ahora le toca a usted tener el mejor lugar donde dormir .
Empezaba a darse cuenta de que era tan testaruda como para que se pasaran toda la noche discutiendo, y él quería dormir el mayor tiempo posible. Sólo Dios sabía lo que les aguardaba en los próximos días.
—Está bien —se resignó, con la intención de solucionar el tema—. Tendremos que dormir juntos.
Sabiendo que ella se rehusaría y que él terminaría durmiendo en el suelo, se acostó sobre la manta y le extendió el brazo sano en un gesto de invitación. Pensó que Dorie le daría una larga lista de razones por las cuales no debían dormir juntos, pero ella no dudó ni un instante. Enseguida, de muy buena gana, se metió entre sus brazos, haciendo encajar expertamente su cuerpo en el suyo; le apoyó la cabeza en el brazo y deslizó un muslo firme entre los suyos.
—Oh, Dios —susurró Cole en una plegaria silenciosa. Jamás le había parecido tan bueno un cuerpo femenino. Todas las mujeres que había tenido habían sido ilícitas o ilegales. Si la mujer con quien se hallaba en la cama no era una prostituta, entonces era la hermana o la esposa de alguien, o en cierta forma pertenecía a otro hombre. Sin embargo, ésta le pertene—cía a él. Quizá no para siempre, quizá no por las razones correctas, pero por lo menos sí le pertenecía en ese momento. Aunque fuera ridículo por lo irreal y efímero, la idea de que tenía derecho a estrecharla entre sus brazos le hacía gustar más de ella.
Creía que era menuda, pero no lo era. Era exactamente del tamaño apropiado ; se adecuaba a las curvas de su cuerpo como si hubieran sido hechos el uno para el otro. Ella se acurrucó contra su pecho, haciendo latir violentamente el corazón de Cole.
Era tan inocente como un recién nacido o tan lujuriosa como la más pequeña cortesana de la Tierra, pensó. Fuera lo que fuere, Cole sabía que, si alguien hubiera intentado apartarlo de ella en ese momento, lo habría matado.
En cuanto a Dorie, nunca había sentido nada mejor que estar cerca de Cole. No se debía sólo a su virginidad, sino también a que ella nunca había gozado de ningún placer sensorial en la vida. En su infancia no había habido abrazos. Su madre vivió para acunar y acariciar a su hija mayor, pero murió al nacer la menor. Su padre había decidido que la más mínima demostración de afecto implicaba "malcriar" , de modo que prohibió hasta la más superficial caricia para sus hijas. La dulce disposición de Rowena atraía las caricias prohibidas de todos, pero la pequeña Dorie, con su temperamento tranquilo y sus ojos fríos, que eran la viva imagen de los de su padre, hacía que la gente lo pensara dos veces antes de arriesgarse a ser castigada por tocarla. En definitiva, Dorie había vivido sin las caricias que otros chicos recibían como algo natural. La gente decía que la pequeña señorita Dorie era autosuficiente y que no necesitaba de nadie, cuando la realidad era otra. Ella habría querido saltar al regazo de alguien como veía hacer a Rowena, pero no sabía instintivamente cómo importunar aun adulto hasta que deseara tenerla en sus brazos, ni siquiera había descubierto cómo pedirlo.
Cole Hunter era la única persona, además de Rowena, que se había atrevido a acercarse a ese aparente exterior helado. Y comenzaba a ver lo que Rowena había sabido siempre: que la frialdad de Dorie era sólo una defensa para esconderle al mundo lo que tanto necesitaba.
Cuando Cole la tuvo entre sus brazos, pareció desatar algo enterrado muy dentro de Dorie: la necesidad de sentir un corazón latiendo contra el suyo, su aliento mezclándose con el de otro ser humano, la piel contra la piel.
Cuando Cole la tomó en sus brazos, supo que era para darle calor y protección, pero hubo algo en el cuerpo grande junto al suyo que la hizo sentir tan bien, tan adecuada. Deseó deslizarse dentro de él, estar más cerca de él de lo que ya estaba.
El corazón de Dorie empezó a latir con más fuerza, como si lo hiciera con mayor poder, más hondo dentro de su pecho. Y no sólo oía el corazón de él contra su mejilla; también lo sentía. Quiso acercarse más, pero la tela de la camisa se lo impidió. Esa tela le resultó tan gruesa e impenetrable como el cuero.
Se dio cuenta de la sorpresa de su voz cuando él dijo:
—¿Qué está haciendo? —lo cual no impidió que le desabrochara los botones de la camisa y apoyara la mejilla sobre su piel.
Cuando le dijo que los botones le lastimaban la cara, era la verdad. Incluso la trama de algodón le lastimaba la piel, le lastimaba el corazón.
Mientras Dorie le apartaba la camisa y acomodaba la cara contra su pecho desnudo, Cole levantó los ojos hacia el cielo y maldijo en silencio.
Sonriente, más feliz de lo que nunca había estado en la vida, Dorie movió su mejilla contra el pecho de él y, cuando sus labios tocaron la piel, sin pensarlo lo besó.
—¡Basta! —ordenó Cole, tomándola por los hombros y alejándola de él. Su voz fue tan terrible como para transmitir su cólera sin llegar a gritar.
Dorie pestañeó, inconsciente por un momento de lo que había hecho o de por qué había llevado acabo algo tan prohibido como besar el pecho desnudo de ese hombre.
—Le... le pido disculpas, señor Hunter —dijo cuando se dio cuenta de lo que había hecho y de por qué él estaba enojado. Obviamente, no quería que lo tocara más de lo necesario. Se puso rígida entre sus brazos; en menos de un segundo se transformó de suave y dócil en indoblegable. —No sé qué me pasó, señor Hunter, yo...
—¡Terminela! —dijo él, irritado porque Dorie le abrochaba la camisa.
—Pero yo...
Él le empujó su cabeza hacia abajo antes de que ella pudiera decir otra palabra.
Sin embargo, Dorie no iba a quedarse tranquila. Estaba cansada y, al mismo tiempo, tan llena de energía como nunca en su vida. Parte de su mente decía que debía comportarse como una dama, pero la otra parte le preguntaba por qué importaban las buenas maneras de una dama si lo más probable era que muriera dentro de las siguientes veinticuatro horas. Cuando ese hombre horrible, Ford, descubriera que no había oro en su casa, no era probable que se echara a reír, que dijera: "Qué buen chiste" , y los dejara ir. Posiblemente les pegara un tiro en la cabeza y nunca más volviera a pensar en el asunto.
Cuando ella estuviera muerta, ¿escribirían en su epitafio "Fue una dama hasta el final"?
—¿Es maravilloso? —le preguntó a Cole.
—¿Es maravilloso qué? —gruñó él, tratando de hacer ver que ella le impedía dormir.
Dorie tenía el oído apretado contra su pecho, de modo que por los latidos fuertes de su corazón sabía que él estaba tan lejos del sueño como ella. Por eso, se sintió autorizada para seguir hablando.
—Hacer el amor —susurró—. ¿Es muy bueno? Como él no dijo nada, continuó.
—Rowena no quiere hablarme del tema. En fin, conozco... el proceso, pero no sé exactamente qué se siente. Rowena dice que es obligación del esposo enseñarle a la esposa todo lo que debe saber, pero nunca pensé que conseguiría uno. Me refiero aun esposo. —Vaciló un instante, luego continuó rápidamen—te. —Bien, no es que piense que usted es realmente mi esposo. Sé que no lo es. Es sólo que, tal como están las cosas, tal vez no vuelva a conseguir otro, así que se me ocurrió preguntarle a usted.
Esperó un instante; él se tomó tanto tiempo para contestar que ella pensó que no lo haría.
—Sí, es bueno —respondió Cole por fin—. Pero podría ser mejor .
Eso la hizo levantar la cabeza para mirarlo, pero de inmediato él se la empujó hacia abajo. Parecía desear que ni un centímetro de ella se alejara de su cuerpo.
—No debería preguntarme sobre hacer el amor. Yo sólo conozco la fornicación. Mi experiencia se basa en asuntos rápidos, terminados tan pronto como sea posible, antes de que aparezca alguien que me persigue con un revól ver o que desea esa misma cama.
—Pero seguramente...
—Hubo algunos buenos momentos, pero siempre me pregunté qué se sentiría al estar con una mujer que fuera mía, solamente mía. —Bajó la voz. —Con una mujer que nunca ha pertenecido a otro hombre. Una mujerque nunca va a pertenecer a nadie más que a mí.
—Yo nunca... tuve otro hombre —dijo ella con suavidad.
—Lo sé. y por eso merece algo mejor que un pistolero envejecido.
—Oh —dijo ella—. ¿Quiere decir que es demasiado viejo para... ?
No estaba segura de haber dicho lo exactamente incorrecto o lo exactamente correcto, pero él le puso la mano debajo de la nuca y le levantó la cabeza para besarla. Era justo el beso con que había soñado. En los días en que se sentaba en silencio junto a su padre, había imaginado cómo sería lucir tan hermosa como Rowena y tener a un hombre apuesto que la besara con ternura y pasión.
Cole le movió la cabeza hacia un costado y profundizó el beso; cuando su mano le rodeó uno de los pechos, Dorie ni pensó en apartarse. Si alguien la hubiera visto la semana anterior, habría pensado que sería capaz de emprenderla a latigazos con el hombre que se atreviera a tocarla; sin embargo, al hacerlo Cole, su cuerpo pareció abrirse al de él. Se movió de tal forma que las caderas de ambos quedaron pegadas; luego deslizó una pierna entre las de él y, al mover el muslo, oyó un gemido.
Cuando Cole la alejó, Dorie trató de retenerlo, pero él le empujó la cabeza para que sus labios permanecieran apartados.
—Escúcheme, Dorie, y escúcheme bien. No soy lo que usted cree. No soy un maldito héroe. Soy lo que dijo al conocerme: un pistolero envejecido. No sé cómo viví tanto tiempo... Un accidente de la naturaleza, supongo. Usted tenía razón; la mayoría de nosotros muere antes de los treinta. En este momento estoy viviendo un tiempo prestado. No tendría que seguir vivo, y estoy seguro de que no me queda mucho tiempo.
—Pero...
—¡No! —dijo él en tono cortante—. Lo veo y lo siento.
Al decir esas palabras, no pudo evitar deslizar la mano por la espalda de ella para sentirle las curvas del cuerpo. No pudo resistir el deseo de rodearle las nalgas redondeadas y apretarla contra él. Tampoco pudo evitar el gemido que escapó de su garganta. Habría preferido morirse antes que decirle que era la mujer más deseable de cuantas había conocido, que preferiría pasar una noche con ella antes que con ninguna otra mujer, ni siquiera una mujer dos veces más hermosa que su hermana.
—Debemos permanecer juntos hasta que yo la saque de esto; después usted vuelve a su mundo y yo al mío. No pertenecemos a la misma clase. Provenimos de lugares distintos.
—Tal vez pertenecemos a la misma clase y simplemente nacimos en lugares distintos. Tal vez usted habría sido distinto de haber nacido hijo de mi padre.
—Probablemente habría terminado colgado por matar a ese malvado —masculló él en voz baja.
Dorie sonrió. Sabía que a Cole su padre no le gustaba porque no se había portado bien con ella. Satisfecha, se acurrucó contra él.
—Me gusta —dijo—. Usted me gusta mucho. Es un buen hombre.
No supo que sus palabras lo sorprendieron. Varias mujeres habían afirmado que lo amaban, pero ninguna le había dicho que le gustaba o que era una buena persona. y sin embargo, cuando Dorie dijo esas palabras, él las creyó.
La apretó más contra él, percibió su calor y su pureza. Resultaba extraño, pero cuando ella estaba cerca se sentía una buena persona. Todos las peleas de su vida parecían haberle sucedido a otro. y cuando Dorie levantaba la vista hacia él, se sentía capaz de hacer cualquier cosa.
—La sacaré de esto, mi amor —susurró.
Ella no contestó porque se había dormido. Confiaba tanto en él que se había quedado dormida entre sus brazos. Cole supo que moriría antes de permitir que algo o alguien le hiciera daño.
CAPITULO 9
No iré —dijo Dorie, de pie junto al caballo montado por Cole, con los brazos cruzados so bre el pecho y la vista fija en un punto frente a ella—. No lo haré y eso es todo. Puede matarme o no, ¡pero no lo haré!
Cole decidió que cualquier buen pensamiento que él hubiera tenido acerca de Dorie, de las mujeres en general, era obra del diablo. Sólo el diablo podía haberlo inducido a tener buenos pensamientos con respecto a una criatura tan testaruda —por no decir estúpida— como ésa.
Cuando Ford se recobró de la sorpresa —pocos hombres y ninguna mujer le habían dicho no— sacó el revólver de la cartuchera. En ese momento Cole bajó del caballo e interpuso su cuerpo entre Dorie y la bala que podía llegar enseguida.
Debo permanecer tranquilo —se dijo—. Debo razonar con ella, tratar de persuadirla. A las mujeres les gustan las palabras dulces.
—jMaldita sea! —fueron las primeras palabras que salieron de su boca, dichas entre dientes apretados—. ¿No se da cuenta de la seriedad de todo esto? Podrían matarla. Podrían...
—No le diré dónde está el oro aunque me mate —insistió
Dorie sin mirar a Cole. Su boca era una línea rígida.
—Dorie... —empezó Cole. Luego dijo: —iQué demonios!
Le rodeó la cintura con el brazo e intentó obligarla a subir al caballo.
Era menuda, cierto, pero impetuosa, y Cole tenía un solo brazo disponible. Cuando trató de levantarla, luchó contra él agitando brazos y piernas, luego poniendo rígido el cuerpo, luego empujándolo.
En pocos segundos se hallaban en medio de lo que parecía ser una competencia entre músculo y testarudez.
Fue la vieja y ronca risa de Ford lo que obligó a Cole a soltarla para intentar agarrarla mejor.
—Lárgala —ordenó Ford.
Enseguida Cole dejó a Dorie en el suelo y puso su cuerpo entre el de ella y el de Ford.
—No vas a hacerle daño —dijo, con los ojos relampagueantes.
Ford se rió con aire burlón.
—Hunter, creo que ustedes mintieron al decir que no se gustaban.
Ante eso, Cole sintió que un escalofrío le recorría la columna. Si Ford descubría esa mentira, deduciría que también habían mentido acerca de otras cosas. Pronto se daría cuenta de que no había razón para dejarlos con vida.
En ese intante sintió que era capaz de estrangular a Dorie con todo gusto. Durante días había pensado que por primera vez había conocido a una mujer con algo de sentido común. y esa mañana ella había demostrado ser la... bueno, la más tonta de las tontas. Carecía por completo de cerebro.
Esa mañana, después de sólo dos horas de sueño, les habían ordenado que montaran. Habían cabalgado durante tres horas hasta llegar aun cerro desde el cual se veía un pueblito que parecía ser un nido de oportunidades para pecar . Alguna vez había habido una razón para su existencia, pero había desaparecido hacía tanto tiempo que nadie la recordaba. En los últimos días de vida del pueblo, después de la partida de la gente deseosa de ganarse el sustento, habían llegado los jugadores y los asesinos. En ese momento no era más que un lugar apto para que los hombres —o las mujeres— perdieran su dinero o su vida. También era, por supuesto, la base de Winotka Ford, el único lugar de la tierra donde se sentía a salvo. Se detuvieron en la cima del cerro, mirando los pocos edificios en ruinas, para asegurarse de que no había un sheriff con un grupo armado, ni soldados, ni nadie que significara un problema.Fue entonces, mientras Cole y Dorie estaban todavía montados en su caballo, cuando ella habló.
—¿Vamos a ir allí abajo?
—Sí —dijo Cole, tratando de pensar en cómo escapar de ese lugar. No tenía dinero para sobornos; no podía abrirse camino con un arma. Una vez que estuvieran adentro, ¿cómo harían para salir?
—No puedo entrar en el pueblo en camisón —dijo Dorie con una voz que presagiaba llanto.
—Nadie lo notará —contestó él en tono distraído, preguntándose si allí habría conocidos de ella. Si era así, esperaba no haber matado a ningún pariente.
—Usted no entiende—insistió Dorie—. No puedo hacer esto. ¿Por qué lo molestaba con cosas sin importancia?
—Dorie, durante dos días estuvo viajando a través del estado de Texas en camisón. ¿Qué significan unas pocas horas más? Le daremos algo que ponerse cuando lleguemos al pueblo.
No sabía con qué dinero le compraría un vestido, pero no podía decírselo.
—No —dijo ella con voz desesperada—. Hasta ahora nadie me vio. Si vamos al pueblo, encontraremos mujeres.
La miró como diciéndole que estaba loca.
—Estuvo en camisón delante de un grupo de hombres. ¿Acaso no es peor que ser vista por mujeres?
¿Por qué los hombres eran tan estúpidos?, se preguntó ella. ¿Cómo hacían sus madres para enseñarles a atarse los cordones de los zapatos si no tenían cerebro? Le dirigió una mirada llena de paciencia.
—A los hombres les gusta ver mujeres en camisón. A pesar de mi limitada experiencia, lo sé. —Su tono preguntaba por qué no lo sabía él. —Las mujeres se ríen de otras mujeres que llegan al pueblo vestidas con un camisón sucio.
Cole se quedó con la boca abierta.
—¿ Cuatro hombres peligrosos están apunto de matarla, y usted se preocupa porque otras mujeres se le reirán?
Ella cruzó los brazos.
—Es una cuestión de dignidad.
—Ésta es una cuestión de vida o muerte. —Se pasó la mano por la cara. ¿Acaso algún hombre había entendido a una mujer? —Mire ese lugar —dijo por encima del hombro de Dorie.
Sólo unos ocho edificios permanecían en pie. Dos eran estructuras incendiadas y el techo de otro parecía haber sido volado. Los carteles colgaban en ángulos precarios; había tramos faltantes en las aceras de madera. Incluso mientras miraban, tres hombres comenzaron a dispararse y en pocos minutos uno estaba muerto. Las personas que pasaban por allí ni siquiera se detuvieron ante esa imagen muy habitual de sangre derramada. Un hombre con aspecto de enterrador arrastró el cadáver fuera de la calle.
—¿Estamos apunto de entrar en ese lugar infame, y usted se preocupa por ser vista en camisón? —Sonrió detrás de la cabeza de ella. —¿Tiene miedo de no ser aceptada en la sociedad femenina local si no va vestida de manera adecuada ?
Resultaba evidente que Cole no la entendía en absoluto. Con un ágil movimiento, se bajó del caballo y le dijo que no entraría en el pueblo en camisón. Ninguna de sus palabras logró convencerla de cambiar de actitud.
—Dorie —dijo él con exagerada paciencia—, en este momento tiene más ropa encima que cualquier mujer de ese pueblo. No está indecentemente desnuda.
No iba a contestarle porque ni siquiera ella se entendía bien. Pero sí sabía que no podía entrar a caballo en ese extraño pueblito vestida con más o menos quince metros de algodón casi blanco.
—Dorie, usted... —empezó Cole.
—Baja a buscarle un vestido —ordenó Ford, mirando a uno de sus hombres y haciendo un gesto en dirección al pueblo.
Ante eso, Cole intercambió con Ford una mirada milenaria.
Decía que un hombre nunca había entendido ni nunca entendería a una mujer; tampoco tenía sentido intentarlo.
Dorie, contenta por haber bajado del caballo, se dirigió al único lugar sombreado de la zona, debajo de un pino, y allí se sentó y acomodó los pliegues de su camisón con la actitud propia de la dama que era.
Cole levantó el brazo sano en un gesto de impotencia, luego tomó la cantimplora de su montura y se acercó a ella para ofrecerle agua. No se atrevió a dirigirle la palabra por miedo a perder la paciencia y enojarse. Si era tan testaruda con respecto a algo tan trivial, ¿se rehusaría a hacer lo que debía cuando intentaran escapar?
Después de un rato, se acostó en el pasto junto a ella, se puso el sombrero sobre la cara y se durmió enseguida; no se despertó hasta oír el galope de un caballo que se acercaba. Automáticamente, intentó sacar el revólver, pero enseguida hizo un gesto de dolor al sentir una puntada en el brazo herido y recordar que su arma no estaba en su lugar .
—Lo conseguí —decía uno de los hombres de Ford con una voz tan ansiosa como la de un chico.
Sin lugar a dudas, era la primera vez —y, si Cole se salía con la suya, la última— que le compraba un vestido a una señora. El hombre había desmontado y le hablaba a Ford; su expresión indicaba que estaba tan feliz como si acabara de llevar a cabo su primera tarea en un banco.
—Casi no tiene uso. Se lo pedí a Ellie, porque es la única del pueblo tan pequeña como esta mujer. Ellie no quería dármelo, pero le dije que era para ti. Claro, aclaró que no quería que se lo mancharan con sangre. —Con orgullo, mostró un montón de terciopelo rojo oscuro y una bolsa de lona con ropa interior. —Es de París —anunció.
Cole se echó a reír burlonamente.
—¿París, Tennessee? —preguntó, mirando el vestido que exhibía el hombre. Era un vestido de prostituta: muy poca tela por encima de la cintura, estrecho en las caderas, con un abultamiento exagerado para marcar las curvas traseras femeninas. —Devuélvelo. No se lo pondrá.
—Oh, sí, me lo pondré —intervino Dorie, adelantándose para apropiarse del vestido que el hombre sostenía con sus manos sucias.
—jNo lo hará! —gritó Cole, indignado—. En la parte superior de esa cosa no hay nada. Estarás... Estarás casi desnuda.
—Habla usted peor que el predicador de Willoughby.
Cole se asombró.
—¿Willoughby?
—El lugar donde vivo, donde está el oro —dijo ella significativamente.
Cole estaba enojado por el vestido, pero se enojó más porque había hecho semejante comentario sin haberlo puesto sobre aviso. La chica se le iba de las manos.
—No va a ponerse ese vestido —insistió, arrancándoselo de las manos.
—Sí, lo haré.
Trató de recuperarlo, pero él lo sostuvo detrás de su espalda. Dorie hizo un nuevo intento y, al no conseguir nada, se dio vuelta y se cruzó de brazos.
—Si no puedo ponerme ese vestido, no iré al pueblo y nadie tendrá el oro.
Cole nunca se había enfrentado con un problema de esa naturaleza. Debido a su apostura, jamás le había costado convencer a una mujer de que le dijera sí. Claro, nunca había sido tan tonto como para prohibirle a una mujer hacer algo que obviamente deseaba.
En forma instintiva, se volvió hacia los otros hombres, pero vio con disgusto que los observaban como si él y Dorie fueran actores ambulantes que montaban una obra para entretenerlos. Ni siquiera Ford, que se limpiaba las uñas con un cuchillo tan grande como para desollar aun búfalo, parecía tener apuro con respecto a la finalización de la disputa.
—Dorie, debe ser razonable —dijo Cole mientras daba un paso hacia ella, quien inició un nuevo ataque.
—¿Qué hay de malo en que me ponga este vestido? ¿Cree que en ese pueblo tienen una selección de ropa para que las mujeres usen en la iglesia? Además, ¿acaso es asunto suyo?
Ya enojado, Cole vio que ese comentario lo ponía todavía más furioso.
—¡No quiero que todo el pueblo salga a mirarla! —gritó—.¡Usted es mi esposa!
Ante su incredulidad, la expresión de Dorie se suavizó con una sonrisa. Parecía haberla complacido mucho.
—Déme el vestido —dijo ella en voz baja, extendiendo la mano.
¿Cómo podía algo tan pequeño como ella llevar a un hombre hasta el borde de la locura? O tal vez no fuera locura, sino lágrimas de frustración lo que le inundaba la mente. No era un tonto; sabía cuándo estaba vencido. Nunca lograría subirla al caballo en camisón, ni tampoco podría comprarle ropa respetable.
Resignado, le dio el vestido. Dorie se escondió detrás de la roca más próxima para ponérselo.
Una vez fuera de la vista, se sintió feliz ante el contacto con el terciopelo. Deseaba algo decente que ponerse, pero aquello era mucho, mucho mejor de lo que había esperado. Era la clase de vestido con que una mujer soñaba, un vestido que obligaría a los hombres a reparar en ella. Era la clase de vestido que nunca le habían permitido usar en la casa de su padre. Él siempre la inspeccionaba, asegurándose de que su pelo estuviera recogido en forma bien tirante, de que cada centímetro de su piel quedara cubierto. Se enojaba cuando no llevaba guantes para esconder sus manos ante los hombres.
Se arrancó el camisón virginal y comenzó el largo e intrincado proceso de vestirse: camisa interior, calzones largos con moños color rosa en la rodilla, bonitas medias negras con una sola corrida, ligas de encaje, un corsé que su padre habría considerado indecente —satén negro con cinta rosa en los bordes—, cubrecorsé, dos enaguas, ambas con ojales reforza—dos y, por último, el vestido. Contuvo el aliento y deslizó el terciopelo por encima de su cabeza.
El traje era rojo oscuro, pero verticalmente, cada diez centímetros, tenía aplicadas tiras de satén púrpura. Cuando el vestido flotó encima de la cabeza de Dorie,supo que iba a caerle bien. y así fue. Por supuesto, iba a tener que renunciar a respirar para que su cintura se adaptara a la medida, ¿pero qué importaba algo tan insignificante como respirar? Era cierto que la parte superior casi no existía; el escote era tan bajo que sus pechos quedaban expuestos por encima del borde. y aun para la propia Dorie resultaba muy agradable el contraste entre el rojo oscuro y su piel marfilina, jamás tocada por el sol.
Deleitada, descubrió que el vestido se abrochaba en la parte delantera con lo que parecían ser cientos de pequeños ganchillos. Desconocía la causa; por lo general, los vestidos se abrochaban por atrás. Se le ocurrió que, de esa forma, el traje podía ponerse y sacarse con mayor facilidad, cosa que, por supuesto, era la razón de la existencia de los ganchos en el frente.Cuando tuvo puestos los bonitos zaptos, salió de su refugio detrás de la roca para ver las caras de cuatro hombres estupefactos y su corazón alzó vuelo.
¿Cuántas miles de veces había visto a Rowena entrar en una habitación y dejar a los hombres convertidos en piedra? Todas las voces callaban y, tanto hombres como mujeres, la miraban fijo. Incluso había visto grupos de chicos que dejaban de moverse ante la aparición de su hermosa hermana.
Pero nada de eso le había pasado a Dorie. Podría haber entrado en una habitación montada en un elefante blanco, detrás de una banda de bronces, y nadie se habría dado cuenta.Al menos eso era lo que había pensado siempre.
—¿Estoy bien?—preguntó con la voz tímida que le había oído a Rowena toda la vida. Ella, junto con otras personas, siempre había pensado que Rowena era modesta. La idea era similar a esto: "¿No es adorable? Es tan hermosa y, sin embargo, no se da cuenta. Como todos los demás, pregunta si está bien". En ese momento, Dorie entendió lo buena que era verdaderamente su hermana. Rowena no necesitaba preguntar cómo se la veía; los ojos de la gente eran espejos y le decían lo maravillosa que lucía. Cuando preguntaba si estaba presentable, en realidad trataba de hacer sentir cómodos a los demás, de no infundirles una admiración temerosa ante su belleza. Hacía creer a la gente que no sabía que dejaba a todos sin aliento.
Ahora, por primera vez en su vida, Dorie participaba de ese juego tan grato.
—¿Acaso nadie va a decir nada? —preguntó con toda la inocencia de una niña de cuatro años en su primera fiesta. Pero la diferencia era que Dorie no tenía cuatro años.
Cole no podía moverse; se limitó a quedarse allí parado mientras la contemplaba. No era hermosa como su hermana, pero, a su manera, Dorie era más seductora. Su pelo, liberado del yugo y sometido a largas horas de viento y sol, flotaba alrededor de su cabeza como una nube, suave, abundante, atrayente. Su pequeña cara con forma de corazón era una mezcla de inocencia y gran inteligencia. El brillo de sus ojos no se debía al sol sino a la mente prodigiosa que trabajaba día y noche. Una boca bonita, pequeña pero de labios llenos, curvada sobre una barbilla firme, y debajo de eso...
Las manos de Cole se convirtieron en puños. No era un hombre posesivo. Nunca había tenido nada en la vida y nunca había querido tenerlo. Por cierto, jamás había considerado de su propiedad a ningún ser humano. Pero ahora Dorie, bueno, le hacía pensar que lo que estaba mostrando a esos hombres era suyo... y lo estaba mostrando antes de que él lo viera en privado.
Al conocerla, había creído que no tenía figura. Un busto agradable, sí, pero lo que veía en ese momento era mucho más que "agradable" .Ella tenía un cuello largo, grácil, digno de ser cubierto con diamantes, y hombros de forma y declive perfectos. Todo eso se resolvía en unos pechos hermosos que sobresalían exquisitamente por encima del terciopelo que se estrechaba alrededor de la pequeñísima cintura.
Si hubiera tenido que emplear una sola palabra para describirla, habría elegido "elegante". Se había puesto un vestido que habría hecho parecer una buscona a cualquier otra mujer, pero Dorie lograba lucir como si estuviera apunto de tomar el té con la reina. No sabía cómo lo había conseguidoi tal vez todos esos libros que había leído se reflejaban en sus ojos. Tal vez era por su forma de moverse. Tal vez era que, al tener conciencia de no ser una desvergonzada, no permitía que los demás la vieran así.
Por otra parte, tal vez toda esa piel color crema lo cegaba de tal manera que le impedía pensar con claridad.
—¿Acaso nadie va a decir nada? —preguntó Dorie, deseosa de permanecer durante un año o dos con esos hombres boquiabiertos frente a ella. Sin embargo, ansiaba oír las pocas palabras que ningún hombre le había dedicado, palabras como "hermosa" , "exquisita" , "divina" .En realidad, la vieja y sencilla "bonita" podría haber servido para empezar.
Cole sabía muy bien lo que ella deseaba y prefería que lo colgaran antes de darle el gusto. Al menos no se lo daría delante de esos babosos. ¿No había oído decir que en algunos países los hombres obligaban a sus mujeres a usar velos que las cubrían de los pies a la cabeza? Los hombres de esos países eran muy sabios.
En cuestión de segundos, Cole había sacado la manta del lomo de su caballo y trataba de envolver a Dorie con ella.
—Realmente, señor Hunter, hace demasiado calor para una capa —dijo ella mientras se apartaba de él y miraba con inocencia por encima del hombro.
Cuando los otros hombres comenzaron a reírse, Cole tuvo la certeza de que, si antes no quería matarlos, ahora sí lo deseaba.
—¿Alguien puede ayudarme a montar? —preguntó Dorie en su mejor tono de bella sureña, haciendo aletear las pesta—ñas—. Creo que este terciopelo es demasiaaado pesado. —No dijo las palabras "demasiado pesado para esta pobrecita de mí" , pero allí estaban.
En forma asombrosa, teniendo en cuenta que podía usar un solo brazo, Cole se las arregló para levantarla del suelo y tirarla sobre la montura en forma tan.violenta que los dientes de ella vibraron. Dorie ni siquiera perdió la sonrisa.
Tampoco la perdió durante los treinta minutos que demoraron en llegar al pueblo, tiempo en el cual Cole no dejó de sermonearla. Le habló "por su propio bien" acerca de la forma en que se estaba exhibiendo, convirtiéndose en un espectáculo público. Hasta le dijo que el sol le arruinaría la piel. Le habló acerca de lo que los hombres pensarían de ella. Cuando dijo: " ¿ Qué diría su padre?" , Dorie se echó a reír. Nunca le había inspirado celos a nadie, y debía admitir que la hacía sentir muy bien poner celoso aun hombre como Cole Hunter porque otros la miraban.
—¿Qué dirán los hombres del pueblo cuando me vean? —preguntó suavemente mientras se reclinaba contra él.
—Que usted es una mujer de la calle —contestó Cole enseguida.
—Si me viera usted, ¿qué pensaría? —preguntó antes de que él siguiera agrediendo la moral.
Cole estuvo a punto de responder que la consideraría en venta, pero no pudo. A pesar de lo que Dorie llevaba encima, todavía había alrededor de ella un halo que parecía decir: "se mira y no se toca".
—Pensaría que es hermosa. Pensaría que es un ángel venido a la Tierra —respondió en voz baja mientras le besaba el hombro desnudo.
Eso fue más que suficiente para ella.
—Lo quiero —dijo con toda su alma.
Co1e dejó de besarle el hombro y no contestó. No podía permitirse decir lo que sentía. Una mujer tan pura y buena como Dorie merecía algo mejor que un pistolero envejecido. Merecía lo mejor de lo mejor. y en ese momento él deseaba ser un hombre digno de ella.
Cole tuvo que dejar de pensar en Dorie cuando Ford pasó junto a los dos y dijo:
—¿Sabes, Hunter? Ustedes dos son tan condenadamente divertidos que lamentaré matarlos si descubro que me han estado tomando por tonto. No me gustan ni las trampas en las cartas ni los mentirosos.
Mientras se alejaba, Dorie comentó:
—Pero apuesto a que le gustan las lagartijas, porque su madre debe de ha ber sido una.
Co1e no le contestó.
CAPITULO 10
Dorie —le dijo Cole al oído, tratando de ignorar que la parte superior del vestido la dejaba casi desnuda—. Quiero que me escuche, y que me escuche bien. ¿Me entiende?
Ella asintió, consciente de que él estaba a punto de decirle algo terrible.
—Averigüé lo que planean hacer con nosotros.
Sabía que debía de ser algo serio, porque de otra manera él no habría esperado a estar tan cerca del pueblo para hablarle.
—No vamos a quedarnos en el pueblo. Parece que un hombre que odia a Ford —se interrumpió para emitir un sonido que significaba: " ¿Hay alguno que no lo odie?"—, un viejo enemigo suyo, está allá y Ford no quiere encontrarse con él. Pensé que tendríamos una posibilidad al estar rodeados de otras personas, pero no será así. Ford planea obtener víveres y cerveza y marchar hacia las colinas. Creo que nos obligará a decirle dónde está el oro, o no saldremos vivos de las colinas.
Pasó un brazo alrededor de la cintura de Dorie. —Trataré de que Ford me lleve al bar con él y, mientras esté allí, armaré un alboroto e intentaré conseguirun arma. Cuando la tenga, volveré a la calle, robaré un caballo y me dirigiré hacia el sur. Quiero que usted se quede en el caballo y, cuando oiga el alboroto, huya hacia el norte. Sino salgo del bar o si se oyen disparos, vaya hacia el norte lo más rápido que pueda. Ni siquiera se dé vuelta a mirar. ¿Me entiende?
—¿Dónde nos encontraremos? Él tomó aliento.
—No lo haremos. —Cuando ella trató de mirarlo, no se lo permitió. —Dorie, ya hicimos lo que queríamos; logré que su hermana no la obligara a casarse con el señor Pimentero. Ahora debe darse cuenta de que no puede haber nada más entre nosotros. Tengo demasiados enemigos.
Dorie sabía que se preocupaba por ella; elegía renunciar a todo en la vida para que ella estuviera a salvo. El pueblo que—daba cerca y sólo tenía unos pocos minutos para tomar la decisión más importante de su existencia.
—¿Me quiere? —quiso saber.
—Sí —dijo él—, pero mis sentimientos no significan nada. Significarán menos que nada si usted muere.
Ella se dio vuelta para mirarlo.
—Si pudiera, ¿le gustaría vivir en Latham conmigo? ¿A yudarme a administrar el pueblo?
Sonriendo, le besó la nariz.
—Nada me gustaría más que tener mi propia cama, mi propio caballo, mi propia...
Le miró el pelo, los labios, los ojos, consciente de que probablemente la estaba viendo por última vez. Si no lo mataban durante la hora siguiente, cabalgaría en una dirección ya ella la haría seguir el camino opuesto. Sería difícil, pero nunca iba a permitirse visitarla en su tranquilo pueblito. Ella merecía algo mejor que estar atada toda la vida aun "pistolero envejecido" .
—Dorie —dijo, y le apoyó la mano en la parte posterior del cuello para darle vuelta la cara y besarla. Un beso de despedida.
Pero ella lo rechazó.
A pesar de sus buenas intenciones, la cólera invadió a Cole.
Tal vez Dorie no deseaba besarlo porque lo estaba viendo tal como era: un hombre que los había metido en ese problema. Tal vez la mención de su adorado Latham la había hecho darse cuenta de lo que era él y de quién era ella.
Cuando llegaron al pueblo, la mandíbula de Cole se había endurecido. Haría lo posible por sacarla de ahí sana y salva; eso sería lo último entre ellos.
Dorie se había negado a besar a Cole porque sentía que eso representaba una despedida. y no iba a decir adiós después de pasarse toda una vida tratando de encontrar un hombre como él. Lo amaba y se disponía a conservarlo. Vivo.
Por supuesto, no sabía cómo impedir que lo mataran por su causa, pero esperaba que se le ocurriera algo.
La primera falla del plan rápidamente urdido por Cole fue que Ford insistió en que ambos entraran en el bar con él. Cole deseaba que uno de los hombres se quedara afuera con ella para vigilarla, pero Ford no quiso que el grupo se separara. En eso fue sabio, pero Dorie dudaba de una sabiduría que permi—tía una parada para conseguir una o dos botellas de whisky cuando se trataba de mantener prisionero aun hombre como Cole Hunter.
Recordó que Cole planeaba provocar un alboroto. ¿Qué significaba eso para un hombre con sus antecedentes? Quizás iniciara una pelea y, en el forcejeo subsiguiente, se suponía que Dorie debía correr hacia la salida, saltar aun caballo e irse antes de que los hombres se dieran cuenta de su desaparición. ¿Era eso lo que él pensaba de ella como persona? Le había dicho que lo amaba. ¿Acaso creía que sólo lo amaba cuando las cosas andaban bien y que, cuando salían mal, ella estaba dispuesta a irse?
Al entrar en el bar, Dorie no vio mucho al principio, porque estaba encandilada por la luz del sol, pero cuando sus ojos se aclararon, vio menos. Había mucho humo y, a juzgar por el olor, se había bebido la misma cantidad de cerveza quese había derramado. Había hombres por todas partes, hombres que no tenían apariencia de concurrir a la iglesia los domingos. En sus manos sostenían cartas o vasos mientras miraban alrededor del lugar como si cada persona fuera un enemigo.
También había algunas mujeres que se movían con indolencia por el salón, sin ninguna expresión en los ojos. Dorie había oído hablar de esas "malas" mujeres y siempre había pensado que eran peligrosas y fatalmente atrayentes. Creía que poseían gran cantidad de conocimientos acerca de los secretos masculinos; pero las mujeres de ese bar sólo lucían sucias y cansadas. Tuvo la sensación de que lo que más deseaban era una bañera rebosante de agua caliente, un jabón perfumado y una buena noche de sueño.
En suma, el bar la desilusionó. ¿Dónde estaban el peligro y la intriga? Aquél no era más que un lugar lleno de gente cansada y aburrida.
Estaba tan absorta en sus observaciones que casi no vio que Cole trataba de apoderarse del revólver que descansaba en la cartuchera de un jugador de cartas. Todo lo que debía hacer el hombre era cambiar de posición, y Cole sería atrapado en medio del robo. Dorie no creía que el jugador que miraba ceñudo sus cartas estuviera dispuesto a perdonar a Cole en caso de descubrirlo.
No pensó antes de actuar. Lo único que pudo pensar fue en las palabras "provocar un alboroto". Cole necesitaba asegurar—se de que la atención de la gente del bar, incluidos Ford y sus hombres, estuviera concentrada en otra cosa que no fuera él, para conseguir robar el revólver. Necesitaba que la gente del bar estuviera menos alerta.
En menos de un minuto, Dorie avanzó a empujones hasta ubicarse frente al más gordo de los secuaces de Ford, y empezó a cantar. Lo había hecho en la iglesia, pero nada más, de modo que no sabía muchas canciones aptas para ser cantadas en un bar. Sí sabía una pequeña melodía sobre un pájaro cantor y creyó que a los hombres les gustaría.
Al pensarlo mejor, dudó de que alguno de los presentes fuera experto en música o muy exigente con respecto a lo que escuchaba.
Cuando la habitación llena de gente se dispuso a contemplarla, unas pocas notas se le ahogaron en la garganta. A diferencia del director de coro de Latham, nadie se quejó. En cambio, todos se mostraron pendientes de la parte superior de su vestido o, más bien, de lo que faltaba en la parte superior de su vestido.
Dorie se llevó la mano ala garganta y siguió cantando. —¡Dorie! —siseó Cole.
Dio un paso en su dirección, pero ella lo eludió con la esperanza de que no perdiera demasiado tiempo en obligarla a hacer lo que él quería. Ya había obedecido a los hombres más que lo suficiente. Hacer lo que querían los hombres conducía a una vida muy aburrida y, además, ella había aprendido algo en las últimas semanas. Había obedecido a su padre y, el consecuencia, él la había convertido en su prisionera, exigién dole que hiciera cada vez más cosas. Rowena lo había desobedecido y había sido premiada con el amor y la libertad Ahora, Dorie desobedecía al señor Hunter a cada momento y caramba, él estaba enamorado de ella. Cuando saliera de ese lío, pensaría en toda esa filosofía con mayor detenimiento, aur cuando ya percibía que no tenía mucho sentido. Entretanto. planeaba desobedecerle tanto al señor Hunter, que tal vez él terminara besándole los pies... o cualquier otro lugar que deseara, pensó.
Dado que todos los ojos se hallaban fijos en ella, Dorie se alejó de los hombres de Ford y nadie trató de detenerla. Después de tres estribillos de la canción del pájaro, empezó con una pequeña melodía que había oído cantar a la esposa del tendero.
A los pocos minutos supo que estaba perdiendo público, pero, hasta ese momento, Cole no había hecho más que permanecer parado en su lugar y mirarla con furia. No se dedicaba a conseguir un revólver, caballos o cualquier otra cosa. Y parecía que los hombres del bar volvían a sentir mayor interés por sus cartas que por una cantante a medio vestir. Cuando se trataba de hombres acostumbrados a matarse a diario, costaba mucho atraer su atención.
Dorie no pensó en lo que hacía; se limitó a hacerlo. Su único objetivo consistía en despertar el interés de los hombres para que no miraran a Cole. Rápidamente, se adelantó desde el fondo del bar, trepó aun taburete y desde allí subió al mostrador. Luego comenzó a caminar por la larga superficie de caoba arruinada, cantando con más fuerza. Al mirar a su público, vio que Cole por fin había recobrado la razón y buscaba un revólver.
En el ínterin, Dorie había empezado a disfrutar. Quizá se debiera al hecho de haber vivido tanto tiempo confinada en un lugar demasiado reducido. Quizá se debiera a tantos años de permanecer sentada, inadvertida, mientras su hermana mayor atraía la atención de todos los hombres. O quizás era sólo que le resultaba agradable que los hombres la miraran. No sabía por qué, pero empezaba a di vertirse.
Primero repitió la canción del pájaro, pero esta vez la cantó como si el pajarito que piaba en el árbol tuviera un sentido distinto del original. Y entonces vio que Cole se acercaba a una mesa en busca de unas monedas y que uno de los jugadores estaba a punto de descubrirlo. Para mantenerlo interesado, Dorie se levantó la falda a fin de mostrar el tobillo.
La reacción masculina fue tan entusiasta que ella levantó un poco más el terciopelo rojo. Cuánta alharaca, pensó, por algo tan común como un tobillo.
Alguien se puso a tocar el piano y, a pesar de que algunas teclas habían desaparecido a causa de las balas, el sonido resultaba bastante alegre. Dorie se esforzó mas por eso que empezaba a considerar un baile. Se dirigió al otro extremo del mostrador, pero no se limitó a caminar; se pavoneó balanceando las caderas como tantas veces se lo había visto hacer a Rowena. Al llegar al otro extremo, miró a los hombres por encima del hombro izquierdo. Luego, con lentitud, deslizó hacia abajo uno de los hombros del vestido.
Cuando Cole salió del bar, Dorie sintió tanto miedo de que Ford lo advirtiese que comenzó a desabrocharse el frente del vestido, de un gancho por vez, mientras se movía lentamente, tan despacio que los hombres comenzaron a golpear con los jarros de cerveza sobre la su perficie de las mesas sucias y viejas.
En realidad, no se preocupó hasta que llegó al ultimo gancho sin que Cole diera señales de vida. No la dejaría a merced de esos bárbaros, ¿ verdad ? Regresaría para rescatarla, ¿verdad?
Con lentitud, el vestido cayó a su alrededor y enseguida una de las mujeres se adueñó de él. Dorie supuso que era Ellie, la propietaria. Eso la dejó sólo con su ropa interior.
Después vinieron las enaguas y todavía no había señales de Cole. Le tocó el turno al cubrecorsé, que enseguida fue recogido por la mujer que permanecía a sus pies como si fuera una extraña criada.
—¿Puedo tomar algo? —tartamudeó Dorie al dirigirse al hombre que atendía el mostrador, pero él no prestó atención a sus palabras. Sus ojos, como los de todos los demás esperaban lo que vendría a continuación.
Estaba manipulando con torpeza los ganchos del corsé cuando Cole, montado en un enorme caballo color castaño, con tres hombres detras de él, irrumpió violentamente en el bar . Dorie nunca se había sentido tan contenta de ver a alguien.
En pocos minutos se generalizó el caos causado por la entrada de los cuatro hombres a caballo (según Dorie, los animales sólo podían mejorar el olor del lugar), y causado también por la decepción masculina ante la interrupción del espectaculo.
Dorie no necesitó adivinar el estado de ánimo de Cole. Después de cabalgar hasta el mostrador, en medio de una gran conmoción en la que salieron a relucir varios revólveres, no la miró a la cara sino que la tomó por la cintura,la tiró boca abajo sobre la montura y salió del bar al galope.
—No debería haberte dejado allí —decía Cole. Estaban juntos en la cama o, mejor dicho, estaban juntos en la litera de un tren que se dirigía a Latham. Hacía tres días que la sermoneaba. Dorie se preguntaba si no sería un récord. Sin embargo, había dejado de quejarse el tiempo suficiente como para hacerle el amor en cada oportunidad posible desde que lograron escapar de Winotka Ford y sus hombres. Sólo una vez Dorie opinó que ella había ayudado. De acuerdo con Cole, no era así. Si ella lo hubiera obedecido, él la habría rescatado más pronto.
Dorie se limitó a decir "Sí, querido" y se acurrucó contra él en busca de más besos.
Después de sacarles armas y algo de dinero a los jugadores del bar, Cole había corrido hacia afuera, había encontrado a los hombres deseosos de matar a Ford y los había llevado al bar. Pensaba que todos se mezclarían en una misma pelea.
Por supuesto, ledijo a Dorie que la peor parte del problema había consistido en ese sensual e indecente baile suyo. ¡Mientras se quitaba la ropa!
Nunca le dio la más mínima oportunidad de defenderse, pero al cabo de un tiempo ella se dio cuenta de lo celoso que estaba, y ya no quiso defenderse. Muchas veces había inspirado la cólera de los hombres, nunca sus celos, y descubrió que eso le gustaba mucho. También se dio cuenta de que Cole estaba preocupado porque tal vez a ella le gustaba balancearse y sacarse la ropa frente a los hombres. Dorie quiso defenderse, decirle que lo había hecho por él, que odiaba la forma en que los hombres la miraban, pero nunca le fue dada la oportuni—dad. y más tarde, cuando sí la tuvo, pensó que quizás un poco de misterio era mejor que saberlo todo.
La primera vez lo había hecho callar mostrándole cómo habría terminado su actuación en el bar. Para ese entonces, él le había comprado un vestido demasiado grande que la cubría completamente, así como un sombrero tan enorme como un barril que le escondía la cara. Sin interrumpir su invectiva acerca de cómo lo había desobedecido y se había puesto en peligro, Cole los registró a ambos en un hotel en calidad de marido y mujer. Una vez adentro, Dorie comenzó a desprenderse de la ropa, capa por capa. El estaba sentado en una silla y no dijo ni una palabra más después de que los tres primeros botones de su vestido estuvieron desabrochados.
De modo que en ese momento estaban encamino a Latham, abrazados en la litera del tren.
—Dorie, ¿te gustó actuar para esos hombres? –preguntó Cole.
Ella no contestó; en lugar de eso, lo besó. No entraba en sus planes decirle la verdad.
—Está bien —comentó él, pero Dorie vio que su silencio lo molestaba—. No me lo digas. Para hablar de otro tema, cuéntame algo sobre ese pueblo tuyo. ¿Se parece al de Ford?
A Dorie no le gustó su tono condescendiente: implicaba que Latham se gobernaba por sí mismo, cosa que no era cierta.
—No es fácil manejar un pueblo entero —dijo—. Ya te dije que el señor Wexler no quiere pagar su alquiler .
—¿Por qué no? —dijo él en medio de un bostezo.
—Porque todas las mujeres del pueblo lo aman. No, no, no me mires así. El señor Wexler es un hombrecito horrible, pero fabrica un tónico que adoran todas las vecinas. Personalmente, no me gusta; me da sueño. Los hombres se lo dan a sus esposas porque las hace decir sí, cosa que les encanta escuchar, ya lo aprendí. En fin, el señor Wexler no está dispuesto apagar el alquiler y cada vez que trato de desalojarlo, el pueblo entero quiere atarme a un palo y prenderme fuego. Realmente, no sé qué hacer. ¿De qué te ríes?
Sin dejar de reírse, Cole le frotó la nariz contra el cuello.
—¿Sabes? Antes creía que las personas buenas eran distintas de las malas, pero aprendí que sólo les ponen distintas etiquetas a sus botellas. —La besó varias veces. —Apollodoria, mi amor, cuando te conocí pensé que no necesitabas a nadie. Pensé que te bastabas a ti misma. Sin embargo, a cada minuto que pasa descubro que me necesitas mucho en tu vida.
—¡Ja! —dijo Dorie—. Te salvé en ese pueblito inmundo. Si no hubiera sido por mí...
—¿Mmmm?
Ella no dijo ni una palabra más.
Fin