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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
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    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
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    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para dar Zoom o Fijar,
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  • + -

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    EL TIRO DE GRACIA (Marguerite Yourcenar)

    Publicado en julio 08, 2012
    -1939 -


    Prefacio


    El tiro de gracia, novela corta que se sitúa en torno a la guerra del 1914 y a la Revolución rusa, fue escrito en Sorrento en 1938 y publicado tres meses antes de la Segunda Guerra Mundial —la de 1939—, o sea, aproximadamente veinte años despues del incidente que relata. El tema se halla a un mismo tiempo lejos de nosotros y muy cercano; lejos, porque innumerables episodios de guerra civil se han ido superponiendo a estos a lo largo de veinte años, y muy cerca porque el desamparo moral que describe sigue siendo el mismo en que nos vemos aún, y más que nunca, sumidos. El libro se inspira en un suceso auténtico y los tres personajes que aquí se llaman Eric, Sophie y Conrad, son poco más o menos semejantes a como me los había descrito uno de los mejores amigos del principal interesado.



    La aventura me conmovió, como espero que conmoverá al lector. Además, mirándola desde el punto de vista literario, creo que lleva en sí todos los elementos del estilo trágico y, por consiguiente, se presta admirablemente a insertarse en el marco del relato tradicional, que parece haber contenido ciertas características de la tragedia. Unidad de tiempo, de lugar y —como lo definía antaño Corneille con expresion singularmente acertada— unidad de peligro; accion limitada a dos o tres personajes de los cuales uno, al menos, es lo bastante lúcido para tratar de conocerse y juzgarse a sí mismo; finalmente, inevitabilidad del desenlace trágico al que tiende siempre la pasión, pero que, de ordinario, en la vida cotidiana, adopta unas formas insidiosas o más invisibles. El escenario mismo, ese oscuro rincón de un país báltico aislado por la revolución y la guerra, parecía satisfacer —por unas razones análogas a las que Racine expuso perfectamente en su prefacio a Bajazet— las condiciones del juego trágico, liberando la aventura de Sophie y de Eric de lo que serían para nosotros sus contingencias habituales, y dando a la actualidad de ayer esa distancia en el espacio que es casi lo equivalente al alejamiento en el tiempo.

    Mi intencion, al escribir este libro, no era la de recrear un medio o una época, o no lo era sino de forma secundaria. Pero la verdad psicológica que buscamos pasa demasiado por lo individual y particular para que podamos, con la conciencia tranquila, como lo hicieron antes que nosotros nuestros modelos de la época clásica, ignorar o silenciar las realidades exteriores que condicionan una aventura. El lugar que yo llamaba Kratovicé no podía ser únicamente un vestíbulo de tragedia, ni aquellos sangrientos episodios de la guerra civil eran solo un fondo rojo para una historia de amor. Habían creado en sus personajes cierto estado de desesperacion permanente sin el cual sus actos y gestos no tenían explicación.

    Aquel muchacho y aquella muchacha a los que yo solo conocía por un breve resumen de su aventura, no existirían plausiblemente a no ser bajo su propia iluminacion y, siempre que ello fuera posible, dentro de unas circunstancias históricas. De ahí que este tema, elegido porque me ofrecía un conflicto de pasiones y voluntades casi puro, haya terminado por obligarme a desplegar mapas de Estado Mayor, a indagar más detalles en boca de otros testigos oculares, a buscar viejas revistas para tratar de encontrar en ellas el débil eco o el débil reflejo —que por aquella epoca llegaban a Europa occidental— de las oscuras operaciones militares en la frontera de un país perdido. Más tarde, en dos o tres ocasiones, hombres que habían participado en esas mismas guerras en el país báltico, me hicieron el favor de asegurarme espontáneamente que El tiro de gracia coincidía con sus recuerdos, y ninguna crítica favorable me ha tranquilizado nunca tanto sobre la sustancia de uno de mis libros.

    La narracion está escrita en primera persona y puesta en boca del principal personaje, procedimiento al que a menudo he recurrido, pues elimina del libro el punto de vista del autor o, al menos, sus comentarios y permite mostrar a un ser humano haciéndole frente a la vida y esforzándose más o menos honradamente por explicarla, así como, en primer lugar, por recordarla. Pensemos, no obstante, que un largo relato oral hecho por el personaje central de una novela a unos complacientes y silenciosos oyentes es, pese a todo, un convencionalismo literario; en La sonata a Kreutzer o en El inmoralista, el héroe se narra a sí mismo con esa precisión de detalles y esa lógica discursiva; no es así en la vida real; las confesiones verdaderas suelen ser más fragmentarias o repetitivas, más enredosas o más vagas.

    Estas reservas pueden aplicarse tambien, como es natural, al relato que hace el héroe de El tiro de gracia en una sala de espera, a unos camaradas que apenas le hacen caso. Una vez admitido, no obstante, este convencionalismo inicial, depende del autor de una narracion de esta clase el crear a un ser de carne y hueso, con sus cualidades y sus defectos expresados por sus propios tics de lenguaje, sus enjuiciamientos acertados o falsos y los prejuicios que él ignora tener, las mentiras que él confiesa o sus confesiones que son mentiras, sus reticencias e incluso sus olvidos.

    Pero semejante forma literaria tiene el defecto de requerir más que ninguna otra la colaboración del lector: le obliga a reconstruir los acontecimientos y los seres vistos a través de un personaje que dice «yo», como si fuesen unos objetos vistos a través del agua. En la mayoría de los casos, esa desviación del relato en primera persona favorece al individuo que —se supone— se expresa en él; en El tiro de gracia, por el contrario, esa deformación inevitable cuando uno habla de sí va en detrimento del narrador.

    Un hombre como Eric von Lhomond piensa a contracorriente de sí mismo; su horror a engañarse lo empuja a presentar sus actos, en caso de duda, de la manera menos favorable para é; su temor a dar pábulo a críticas lo encierra dentro de una coraza de dureza que no suele soportar un hombre auténticamente duro. De ello resulta que el lector ingenuo puede hacer de Eric von Lhomond un sádico y no un bombre decidido a enfrentarse, sin pestañear, con la atrocidad de sus recuerdos; un bruto con galones, olvidando precisamente que es un bruto, no se obsesionaría con el recuerdo de haber hecho sufrir; también puede el lector tomar por antisemita profesional a ese hombre en quien la burla referida a los judíos forma parte de un conformismo de casta, pero que deja asomar su admiración por el valor de la prestamista israelita e introduce a Grigori Loew en el círculo heroico de los amigos y adversarios muertos.

    Suele ser, como imaginamos muy bien, en las relaciones complicadas entre amor y odio donde más se marca esa separación entre la imagen que el narrador traza de sí mismo y lo que él es o lo que ha sido. Eric parece relegar a un segundo plano a Conrad de Reval, y no ofrece de este amigo ardientemente amado, sino un retrato bastante desdibujado, primero porque no es hombre a quien le guste insistir sobre aquello que más le conmueve y, seguidamente, porque no tiene gran cosa que decirles a unos indiferentes sobre aquel camarada desaparecido antes de haberse afirmado o formado.

    Un oído sagaz tal vez reconocería, en algunas de las alusiones a su amigo, ese tono de ficticia desenvoltura o de imperceptible irritación que uno siente hacia quien amó demasiado. Si, por el contrario, deja en el lugar mejor a Sophie y la pinta con bellos colores hasta en sus flaquezas o en sus pobres excesos, no es sólo porque el amor de la joven lo halaga y hasta lo tranquiliza, es porque el código de Eric le obliga a tratar con respeto a ese adversario, que es una mujer a quien no ama. Otras tergiversaciones son menos voluntarias. Ese hombre, por lo demás clarividente, sistematiza sin quererlo unos impulsos y unos rechazos que fueron los de la primera juventud: quizá estuviera más enamorado de lo que creía de Sophie; con toda seguridad estaba más celoso de ella de lo que su vanidad le permitía reconocer y, por otra parte, su repugnancia y su rebelión en presencia de la insistente pasión de la joven son menos extrañas de lo que él supone, son efectos casi banales del primer encuentro de un hombre con el terrible amor.

    Más allá de la anécdota de la muchacha que se ofrece y del hombre que la rechaza, el tema central de El tiro de gracia es, ante todo, esa comunidad de especie, esa solidaridad de destino entre tres personas sometidas a las mismas privaciones y a los mismos peligros. Eric y Sophie, sobre todo, se parecen por su intransigencia y su apasionado deseo de ir hasta el final de sí mismos. Los extravíos de Sophie se deben, sobre todo, a la necesidad de entregarse en cuerpo y alma, mucho más que al deseo de ser poseída por alguien o de gustar a alguien.

    El afecto que Eric siente por Conrad es más que un comportamiento físico o incluso sentimental; su opción corresponde verdaderamente a cierto ideal de austeridad, a una quimera de camaradería heroica; forma parte de una manera de ver la vida; su erótica incluso es un aspecto de su disciplina. Cuando Eric y Sophie se encuentran al final del libro, he tratado de mostrar, a través de las escasas palabras que merecía la pena intercambiasen entre ellos, esa intimidad o ese parecido más fuerte que los conflictos de la pasión carnal o de vasallaje político, más fuerte incluso que los rencores del deseo frustrado o de la vanidad herida, ese lazo fraternal tan apretado que los une hagan lo que hagan y que explica la hondura misma de sus heridas. En el punto al que han llegado, importa poco cual de esas dos personas da o recibe la muerte. Poco importa incluso que se hayan aborrecido o amado.

    Sé que me inscribo a contracorriente de la moda si añado que una de las razones que me hizo escribir El tiro de gracia es la intrínseca nobleza de sus personajes. Hay que entender bien el sentido de esta palabra, que para mí significa ausencia total de cálculos interesados. No ignoro que existe una suerte de peligroso equívoco en hablar de nobleza en un libro cuyos tres principales personajes pertenecen a una casta privilegiada, de la que son los últimos representantes. Sabemos muy bien que las dos nociones de nobleza moral y de aristocracia no siempre se superponen, ni mucho menos. Y, por otra parte, se caería en el prejuicio popular actual al negarse a admitir que el ideal de la nobleza de sangre, por muy ficticio que sea, ha favorecido en ocasiones en ciertos temperamentos el desarrollo de una independencia o de un orgullo, de una fidelidad o de un desinterés que, por definición, son nobles. Esa dignidad esencial, que a menudo la literatura contemporánea niega por convencionalismo a sus personajes, tiene tan poco que ver, por lo demás, con el origen social, que Eric, pese a sus prejuicios, se la concede a Grigori Loew y se la niega al hábil Volkmar que, sin embargo, pertenece a su medio y a su campo.

    Con el sentimiento de tener que subrayar así lo que debería caer por su propio peso, creo mi deber mencionar finalmente que El tiro de gracia no tiene por objetivo exaltar o desacreditar a ningún grupo ni a clase alguna, a ningún país ni a ningún partido. El hecho mismo de que yo, deliberadamente, le haya puesto a Eric von Lhomond un nombre y unos antepasados franceses —quizá para poder prestarle esa acre lucidez que no es especialmente una característica germánica— se opone a la interpretación que consistiría en hacer de ese personaje un retrato idealizado o, por el contrario, un retrato—caricatura, de un cierto tipo de aristócrata o de oficial aleman. Es por su valor de documento humano (si es que lo tiene), y no político, por lo que fue escrito El tiro de gracia, y así es como debe ser ser juzgado.


    30 de marzo de 1962

    Eran las cinco de la madrugada, estaba lloviendo y Eric von Lhomond, a quien habían herido frente a Zaragoza y asistido a bordo de un buque hospital italiano, esperaba al tren que lo devolvería a Alemania en la cantina de la estación de Pisa. Era un hombre apuesto, pese a haber cumplido ya los cuarenta años y parecía petrificado en una especie de dura juventud. Eric von Lhomond había heredado de sus antepasados franceses, de su madre báltica y de su padre prusiano, su estrecho perfil, sus pálidos ojos azules, su elevada estatura y la arrogancia de sus escasas sonrisas, así como la manera de saludar dando un taconazo, cosa que ahora le impedía la fractura de su pie envuelto en vendas.

    Llegaba la hora incierta en que las personas sensibles se confían, los criminales confiesan y hasta los más silenciosos luchan contra el sueño ayudados por historias y recuerdos. Eric von Lhomond, que siempre había permanecido con obstinación al lado derecho de las barricadas, pertenecía a ese tipo de hombres demasiado jovenes en 1914 para haber hecho otra cosa que no fuera rozar superficialmente el peligro, y a quienes los desórdenes de la Europa de posguerra, la inquietud personal, la incapacidad de satisfacerse y resignarse a un mismo tiempo, transformaron en soldados ocasionales al servicio de todas las causas a medio perder o a medio ganar.

    Había participado en los diversos movimientos que dieron lugar, en Europa central, al advenimiento de Hitler; se le había visto en el Chaco y en Manchuria y, antes de servir a las órdenes de Franco, había ostentado el mando de uno de los cuerpos de voluntarios que participaban en la lucha antibolchevique de Curlandia. Su pie herido, envuelto en vendajes como un niño en sus panales, reposaba de lado sobre una silla y, mientras hablaba, jugueteaba distraídamente con la pulsera, pasada de moda, de un enorme reloj de oro, de tan mal gusto que no había más remedio que admirar su valor por atreverse a llevarlo puesto en la muñeca. De cuando en cuando, con un tic que hacía estremecerse cada vez a sus dos camaradas, golpeaba la mesa, no con el puño, sino con la palma de su mano derecha, recargada con una pesada sortija que ostentaba un blasón, y el tintineo de los vasos despertaba sin cesar al muchacho italiano, mofletudo y con el pelo rizado, que dormía detrás del mostrador.

    Tuvo que interrumpir su relato varias veces para reprender ásperamente, con voz agria, a un viejo cochero tuerto que, chorreando agua como si fuera un canalón, se le acercaba cada cuarto de hora para proponerle intempestivamente dar un paseo hacia la Torre inclinada; uno de los dos hombres aprovechaba esta distracción para pedir otro café solo; se oía el chasquido de una pitillera y el alemán, súbitamente abrumado y agotadas sus fuerzas, suspendiendo un instante la interminable confesión que, en el fondo, solo se hacía a sí mismo, encorvaba la espalda para inclinarse sobre su mechero.


    * * *


    Dice una balada alemana que los muertos van deprisa, pero los vivos también. Yo mismo, a quince años de distancia, no recuerdo muy bien lo que fueron aquellos embrollados episodios de la lucha antibolchevique en Livonia y en Curlandia, todo aquel rincón de guerra civil con sus súbitos accesos y sus complicaciones solapadas, semejantes a las de un fuego mal apagado o a una enfermedad de la piel. Ademas, cada región posee una guerra muy suya: es un producto local, como el centeno y las patatas.

    Los diez meses más intensos de mi vida transcurrieron al mando de unos cuantos hombres, en aquel distrito perdido cuyos nombres rusos, letones o germánicos nada significaban para los lectores de periódicos en Europa o en otros lugares. Bosques de abedules, lagos, campos de remolachas, ciudades pequenas y sórdidas, pueblos piojosos donde nuestros hombres, de cuando en cuando, encontraban la oportunidad de sangrar algún cerdo, viejas moradas señoriales saqueadas por dentro y arañadas por fuera con marcas de balas que habían acabado con el propietario y su familia, usureros judíos divididos cruelmente entre el deseo de hacer fortuna y el miedo a las bayonetas; ejércitos que se dispersaban y transformaban en pandillas de aventureros, en las cuales había más oficiales que soldados, con su acostumbrado personal de iluminados maníacos, de jugadores y de gente decente, de buenos muchachos y de embrutecidos y alcohólicos. En lo referente a crueldad, los verdugos rojos, letones altamente especializados, habían puesto a punto un arte—de—hacer—sufrir que hacía honor a las grandes tradiciones mongólicas.

    El suplicio de la mano china lo reservaban especialmente a los oficiales, a causa de sus legendarios guantes blancos que, por lo demás, no eran sino un recuerdo en el estado de miseria y de humillación aceptada en que todos vivíamos. Digamos únicamente —para dar una idea de los refinamientos a los que puede llegar el furor humano— que el paciente era abofeteado con la piel de su propia mano desollada viva. Podría mencionar otros detalles aun más espantosos, pero los relatos de esta clase oscilan entre el sadismo y la necedad. Los más crueles ejemplos de ferocidad no sirven más que para endurecer en el oyente unas cuantas fibras suplementarias y como el corazón humano ya tiene, poco más o menos, la blandura de una piedra, no creo necesario trabajar en ese sentido. No es que nuestros hombres se quedaran cortos en invenciones, pero en lo que a mí concierne, me contentaba, por lo general, con la muerte sin frases. La crueldad es un lujo para ociosos, como las drogas y las camisas de seda. En lo que se refiere al amor, soy tambien partidario de la perfección simple.

    Además, y cualesquiera que sean los peligros a los que ha elegido hacer frente, un aventurero (en lo que yo me he convertido), a menudo experimenta una especie de incapacidad para comprometerse a fondo con el odio. Tal vez esté generalizando este caso personal de impotencia: de todos los hombres que conozco, yo soy el menos indicado para buscarme excitantes ideológicos a los sentimientos de rencor o de amor que puedan inspirarme mis semejantes; y no he consentido arriesgarme sino por causas en las que no creía.


    * * *


    Los bolcheviques me inspiraban una hostilidad de casta, natural en una epoca en que todavía no existía una confusión tan grande como ahora, ni se habían mezclado las cartas mediante trucos tan hábiles. Pero el infortunio de los rusos blancos no despertaba en mí sino una flaca solicitud y la suerte de Europa nunca me impidió dormir. Preso en el engranaje báltico, me contentaba con representar en él, siempre que podía, el papel de la rueda de metal y, con la menor frecuencia posible, el del dedo aplastado. ¿Qué otra cosa podía hacer un muchacho cuyo padre había caido en Verdun, dejándole por única herencia una cruz de hierro —título que todo lo más servía para casarse con una americana—, un montón de deudas y una madre medio loca que pasaba la vida leyendo los evangelios búdicos y los poemas de Rabindranath Tagore? Conrad, al menos, representaba en esa existencia sin cesar desviada, un punto fijo, un nudo, un corazón. Era báltico con sangre rusa; yo era prusiano con sangre báltica y francesa, así que ambos cabalgábamos sobre dos nacionalidades vecinas. Yo había reconocido en él esa facultad, a un mismo tiempo reprimida y cultivada en mí, de no asirse a nada, de probarlo y despreciarlo todo. Pero basta ya de explicaciones psicológicas de lo que no era sino entendimiento espontáneo de los espíritus, de los caracteres y de los cuerpos, comprendido ese pedazo de carne inexplicable al que habrá que llamar corazón, y que latía en ambos con un admirable sincronismo, aunque algo más debilmente en su pecho que en el mío. Su padre, que simpatizaba con los alemanes, había reventado de tifus en un campo de concentración de los alrededores de Dresde, en el cual se pudrían unos cuantos millares de prisioneros rusos entre la melancolía y la miseria. El mío, orgulloso de nuestro nombre de origen francés, fue muerto de un hachazo que le abrió la cabeza en una trinchera de Argonne, por un soldado negro al servicio de Francia. Tantos malentendidos debían asquearme, en lo sucesivo y para siempre, de cualquier otra convicción que no fuera personal. En 1915, la guerra e incluso el duelo se nos presentaban únicamente bajo el aspecto de largas vacaciones. Escapábamos a los deberes, a los exámenes, a todas las preocupaciones de la adolescencia. Kratovicé se hallaba situado en la frontera, en una especie de callejón sin salida en donde las simpatías y las relaciones familiares obliteraban a veces los pasaportes, por aquella epoca en que empezaban ya a relajarse las disciplinas de guerra. Debido a su viudedad prusiana, mi madre, pese a ser báltica y prima de los condes de Reval, no hubiera sido readmitida por las autoridades rusas, pero estas cerraron durante mucho tiempo los ojos ante la presencia de un niño de dieciséis años. Mi juventud me servía de salvoconducto para vivir con Conrad en aquella propiedad perdida, confiado a los cuidados de su tía, una solterona poco más o menos idiota, que representaba la parte rusa de la familia, así como a los del criado Michel, cuyos instintos eran los de un excelente perro guardián. Recuerdo los baños al amanecer en el agua dulce de los lagos y en el agua salada de los estuarios; y las huellas idénticas de nuestros pies en la arena, prestamente destruidas por la profunda succión del mar; recuerdo asimismo las siestas en el heno, discutiendo problemas del tiempo mientras mascábamos tabaco o brizna de hierba con indiferencia, seguros de hacer mucho mejor las cosas que nuestros mayores y sin percatarnos de que estábamos destinados a catástrofes y locuras diferentes. A mi memoria acuden partidas de patinaje, tardes de invierno en que jugábamos a ese curioso juego del Angel, que consiste en tirarse en la nieve agitando los brazos, de tal modo que en el suelo quedan huellas de alas; y las gratas noches de pesado sueño, en el cuarto de honor de las granjas letonas, tapados con el mejor edredón de plumas que tenían las campesinas, a un mismo tiempo enternecidas y asustadas, en aquellos tiempos de restricciones alimenticias, por nuestros apetitos de dieciséis años.



    Ni siquiera faltaban mujeres en aquel Edén septentrional aislado en plena guerra: Conrad se habría enganchado de buen grado a sus enaguas de colores, de no haber yo tratado con desprecio aquellos caprichos, pues él era de esas personas escrupulosas y delicadas a quienes el desprecio hiere profundamente, y que dudan de sus más caras predilecciones en cuanto las ridiculizan una querida o un amigo. En lo moral, la diferencia existente entre Conrad y yo era absoluta y sutil, como la del mármol y el alabastro. La languidez de Conrad era cosa de la edad: tenía una de esas naturalezas que adquieren y conservan todos los pliegues con la suavidad acariciadora de un bonito terciopelo. Era fácil imaginarle, a los treinta años, convertido en un señor rural embrutecido, corriendo detrás de las muchachas o de los gañanes de la granja; o en un joven oficial de la Guardia, elegante, tímido y buen jinete; o en un dócil funcionario bajo el régimen ruso; o también —contribuyendo a ello la terminación de la guerra— como poeta tras las huellas de T. S. Eliot o de Jean Cocteau, en los bares de Berlín. Las diferencias entre nosotros sólo existían en cuanto a lo moral, pues nuestro físico era muy parecido: ambos éramos iguales, esbeltos, duros, flexibles, con el mismo tono tostado en la piel y el mismo color de ojos. Los cabellos de Conrad eran de un rubio más pálido, pero eso no tiene importancia. En el campo, la gente nos tomaba por hermanos, lo que arreglaba bien las cosas cuando nos hallábamos en presencia de quienes no eran comprensivos con las amistades ardientes; cuando ambos protestábamos, movidos por una pasión de verdad literal, consentían, todo lo más, en rebajar un poco ese parentesco tan verosímil y nos colocaban la etiqueta de primos hermanos. Si, en ocasiones, se me ocurre perder una noche —que hubiera podido consagrar al sueño, al placer o, simplemente, a la soledad— hablando en la terraza de un café con intelectuales desesperados, siempre les sorprendo afirmándoles que yo he conocido la dicha, la verdadera, la auténtica, la moneda de oro inalterable que uno puede trocar por un puñado de céntimos o por un fajo de marcos de los de después de la guerra, pero que no deja por ello de ser semejante a sí misma, y a la que no afecta ninguna devaluación. El recuerdo de un semejante estado de cosas cura de la filosofía alemana; ayuda a simplificar la vida y puede hacer también todo lo contrario. Y si aquella felicidad emanaba de Conrad o de mi juventud, lo mismo me da, puesto que mi juventud y Conrad murieron al mismo tiempo. La dureza de la época y el horrible tic que desfiguraba el rostro de la tía Prascovie no impedían, pues, que Kratovicé fuera una suerte de gran paraíso tranquilo, sin prohibiciones y sin serpientes. En cuanto a la chica, siempre iba mal peinada, descuidada, se atracaba de libros que le prestaba un joven estudiante de Riga y despreciaba a los hombres.

    Llegó la época, sin embargo, en que tuve que pasar subrepticiamente la frontera para ir a Alemania con objeto de alistarme, bajo pena de faltar a lo más limpio que había en mi. Mi entrenamiento se hizo bajo el mando de unos sargentos debilitados por el hambre y los retortijones de vientre, que sólo pensaban en coleccionar cartillas de pan, rodeado de camaradas entre los cuales había algunos que eran agradables y que ya preludiaban el gran jaleo de la posguerra. Dos meses más y me hubieran destinado a tapar una brecha abierta en nuestras filas por la artillería aliada, con lo cual quizás estuviese yo ahora apaciblemente amalgamado con la tierra francesa, con los vinos de Francia y con las moras que recogen los niños franceses. Pero llegaba justo a tiempo para asistir a la total derrota de nuestros ejércitos y a la fracasada victoria de los de enfrente. Comenzaban los hermosos tiempos del armisticio, de la revolución y de la inflación. Yo estaba arruinado, como es natural, y compartía con sesenta millones de hombres una falta total de porvenir. Era la época apropiada para morder el anzuelo sentimental de una doctrina de derechas o de izquierdas, pero yo jamás pude tragarme aquella miseria de palabras. Ya he dicho que únicamente los determinantes humanos tienen poder sobre mí, con la más entera ausencia de pretextos: mis decisiones siempre fueron tal rostro o tal cuerpo. La caldera rusa, que se preparaba a estallar, extendía por Europa una humareda de ideas que pasaban por nuevas; Kratovicé daba refugio a un estado mayor del ejército rojo; las comunicaciones entre Alemania y los países balticos se hacían precarias y Conrad, además, pertenecía a esa clase de tipos que no escriben. Me creía un adulto: era mi única ilusión de muchacho y, en cualquier caso, si se me comparaba con los adolescentes y con la vieja loca de Kratovice, no hay duda de que yo representaba la experiencia y la edad madura. Despertaba en mí un sentido muy familiar de las responsabilidades hasta el punto de envolver en ese mismo deseo de protección a la muchacha joven y a la tía.

    A pesar de sus preferencias pacifistas, mi madre dio su aprobación a mi alistamiento en el cuerpo de voluntarios del general barón von Wirtz, que participaba en la lucha antibolchevique en Estonia y en Curlandia. La pobre mujer poseía en aquel país unas propiedades amenazadas por las repercusiones de la revolución bolchevique y sus rentas —cada vez menos seguras— constituían su única garantía contra un destino de planchadora o de doncella en un hotel. Y una vez dicho esto, no es menos cierto que el comunismo en el Este y la inflación en Alemania llegaban a punto para permitirle disimular ante sus amigas que estábamos arruinados mucho antes de que el Kaiser, Rusia o Francia, arrastraran Europa a la guerra. Más valía pasar por víctima de una catástrofe que por la viuda de un hombre que se había dejado embaucar en París por las mujeres, y en Montecarlo, por los «croupiers».

    Yo tenía amigos en Curlandia; conocía el país, hablaba la lengua e incluso algunos dialectos locales. A pesar de todos mis esfuerzos por llegar lo antes posible a Kratovice, tardé, no obstante, tres meses en franquear los aproximadamente cien kilómetros que lo separaban de Riga. Tres meses de verano húmedo y algodonoso de nieblas, invadido por el zumbido de las ofertas que hacían los mercaderes judíos, procedentes de Nueva York, para comprar en buenas condiciones las joyas de los emigrantes rusos. Tres meses de disciplina aún estricta, de cotilleos de estado mayor, de operaciones militares sin consecuencias, de humo de tabaco y de inquietud sorda y lancinante como un dolor de muelas. A principios de la décima semana, pálido y encantado como Orestes desde el primer verso de una tragedia de Racine, vi reaparecer a un Conrad bien ataviado con un uniforme que debía de haberle costado a la tía uno de sus últimos diamantes, y con una pequena cicatriz en los labios que le daba el aspecto de estar masticando distraídamente violetas. Había conservado una inocencia de niño, una dulzura de mujer y esa bravura de sonámbulo que antaño demostraba al montar encima de un toro o de una ola; pasaba las veladas componiendo malos versos a la manera de Rilke. A la primera ojeada, me di cuenta de que su vida se había detenido en mi ausencia; me fue más duro tener que admitir, a pesar de las apariencias, que lo mismo me sucedía a mí. Lejos de Conrad, había vivido como quien viaja. Todo en él me inspiraba una confianza absoluta, que jamás he podido depositar después en otra persona. A su lado, el espíritu y el cuerpo sólo podían estar en reposo, sosegados por tanta sencillez y franqueza. Era el compañero de guerra ideal, del mismo modo que había sido el ideal compañero de infancia. La amistad es, ante todo, certidumbre, y eso es lo que la distingue del amor. Es también respeto y aceptación total del otro ser. Mi amigo me devolvió hasta el último céntimo de las sumas de estimación y confianza que yo había suscrito a su nombre, y me lo probó con su muerte. Los dones diversos que poseía Conrad le hubieran permitido mejor que a mí salir bien parado en condiciones menos desoladoras que la revolución y la guerra; sus versos habrían gustado; su belleza también; le hubiera sido fácil triunfar en París cerca de las mujeres que protegen a los artistas, o perderse por Berlín en los ambientes que participan del arte. Yo me había embarcado únicamente por él en aquel embrollo báltico, cuando todas las probabilidades de triunfo se hallaban del lado siniestro; pronto quedó claro que él permanecía allí sólo por mi. Por él me entere de que Kratovicé había sufrido una ocupación roja de corta duración y singularmente inofensiva, gracias quizá a la presencia del joven judío Grigori Loew, ahora disfrazado de teniente del ejército bolchevique que antaño —cuando era dependiente de una librería en Riga— aconsejaba a Sophie en sus lecturas. De entonces acá, la mansión —que había sido recuperada por nuestras tropas— seguía situada en plena zona de combates, expuesta a las sorpresas y ataques de las ametralladoras. Durante la última alarma, las mujeres se habían refugiado en el sotano y Sonia —tenían el mal gusto de llamarla así— había insistido para salir, con un valor cercano a la locura, con el fin de dar un paseo a su perro.

    La presencia de nuestras tropas en la mansión me inquietaba casi tanto como la ceremonia de los Rojos, y debía drenar fatalmente los últimos recursos de mi amigo. Yo empezaba a conocer las interioridades de la guerra civil en un ejército en disolución: los más listos se constituirían evidentemente unos cuarteles de invierno en aquellas localidades que ofreciesen el incentivo de una buena provisión de vinos y de mujeres poco más o menos intacta. No era la guerra ni la revolución, sino sus salvadores, quienes arruinaban al país. Esto me preocupaba poco, pero Kratovicé sí que me importaba. Alegué que mis conocimientos de topografía y de los recursos del distrito podían ser aprovechados. Después de tergiversaciones sin fin, acabaron por percatarse de lo que saltaba a la vista y conseguí, gracias a la complicidad de unos y a la inteligencia de otros, que me dieran la orden de reorganizar las brigadas de voluntarios en la sección sudoeste del país. Lastimoso cargo, del que tomamos posesión Conrad y yo, en un estado más lastimoso aún, cubiertos de barro hasta los huesos e irreconocibles, hasta tal punto que los perros de Kratovicé —a donde no llegamos hasta el final de una de las más cerradas noches oscuras— se pusieron a ladrarnos. Para demostrar, sin duda, mis conocimientos topográficos, habíamos estado pateando el barro por los pantanos hasta el amanecer, justo a dos pasos de los puestos rojos más avanzados. Nuestros hermanos de armas se levantaron de la mesa —cuando llegamos, aun estaban sentados a ella— y nos hicieron endosarnos generosamente dos batas que habían pertenecido a Conrad en tiempos mejores, y que hallamos enriquecidas con manchas y agujeros producidos por la ceniza de los cigarros. Tantas emociones habían empeorado el tic de la tía Prascovie: sus muecas hubieran conseguido hacer huir en desorden a todo un ejército enemigo. En cuanto a Sophie, había perdido ya la hinchazón de la adolescencia; estaba muy guapa; la moda del pelo corto le sentaba muy bien. En su rostro malhumorado se marcaba un pliegue amargo en la comisura de los labios; ya no leía, pero se pasaba las tardes hurgando furiosamente el fuego del salón, con unos suspiros de aburrimiento dignos de una heroína de Ibsen a quien todo asquea.

    Pero anticipo las cosas, y más valdría que describiera con exactitud el momento de nuestro retorno; aquella puerta que abrió Michel ataviado en forma ridícula, con una librea encima de su pantalón de soldado y un farol de los que se utilizan en las cuadras, colgando de la mano, en aquel vestíbulo donde ya no encendían las arañas de cristal. Las paredes de mármol blanco seguían teniendo ese aspecto glacial que recordaba a una decoración mural de estilo Luis XV, que hubieran tallado en la misma nieve, en una vivienda esquimal. ¿Cómo olvidar la expresión de dulzura enternecida y de asco profundo en el rostro de Conrad al volver a aquella casa, justo lo bastante intacta como para sentir como un ultraje cada pequeño deterioro, desde la gran estrella irregular producida por un disparo en el espejo de la escalera de honor hasta las huellas de los dedos en el picaporte de las puertas? Las dos mujeres vivían casi encerradas entre las cuatro paredes de un gabinete, en el primer piso; el claro sonido de la voz de Conrad las hizo aventurarse hasta el umbral; arriba de la escalera vi asomar una cabeza despeinada y rubia. Sophie se dejó resbalar por el pasamanos, seguida del perro, que ladraba tras sus talones. Se arrojó al cuello de su hermano y luego al mío, con saltos y risas de alegría.

    —¿Eres tú? ¿Es usted?
    —¡Presente! —dijo Conrad—. No lo creas, ¡es el príncipe de Trebizonde! Y enlazó a su hermana, dando con ella una vuelta de vals en el recibidor. En cuanto su pareja la soltó, para precipitarse con las manos tendidas hacia un camarada, Sophie se detuvo delante de mí, con las mejillas enrojecidas como después de un baile.
    —¡Eric! ¡Cuanto ha cambiado!
    —¿No es verdad? Estoy des—co—no—cido.
    —No —contestó ella meneando la cabeza.
    —¡A la salud del hermano pródigo! —exclamó el joven Franz von Aland, de pie en el umbral del comedor, con una copa de aguardiente en la mano y corriendo detrás de la joven—. ¡Vamos, Sophie, sólo un sorbito!
    —¿Me está tomando el pelo? —dijo la adolescente haciendo una mueca burlona y abalanzándose bruscamente, pasó por debajo del brazo tendido del joven oficial y desapareció por el resquicio de la puerta entornada de una cristalera que llevaba al «office». Gritó—: ¡Voy a decir que les preparen algo de comer!

    Entretanto, la tía Prascovie, acodada a la baranda del primer piso y embadurnada dulcemente la cara con sus lágrimas, daba gracias a todos los santos ortodoxos por haber escuchado sus plegarias por nosotros, y hacía gorgoritos, como si fuese una vieja tórtola enferma. Su cuarto, que hedía a cera y a muerto, estaba atiborrado de íconos ennegrecidos por el humo de los cirios. Había uno de ellos, muy antiguo, cuyos párpados de plata habían contenido, en tiempos, dos esmeraldas. Durante la breve ocupación bolchevique, un soldado había hecho saltar las piedras preciosas y ahora la tía Prascovie rezaba ante aquella protectora ciega. Al cabo de un instante, Michel subió del sótano con una fuente de pescado ahumado. Conrad llamó en vano a su hermana y Franz von Aland nos aseguró encogiéndose de hombros que no volveríamos a verla en toda la velada. Cenamos sin ella.

    La volví a ver al día siguiente en la habitación de su hermano; siempre hallaba el modo de eclipsarse con una flexibilidad de gata joven y aun salvaje. Sin embargo, con la primera emoción de nuestra llegada, me había besado en los labios y yo no podía evitar cierta melancolía al pensar que aquel era el primer beso que me había dado una mujer joven, y que mi padre no me había dado hermanas. En la medida de lo posible, quedaba claro que aceptaba a Sophie como tal. La vida del caserón seguía su curso en los intervalos de la guerra, reducido su personal a una vieja criada y al jardinero Michel, con la molesta presencia de unos cuantos oficiales rusos evadidos de Kronstadt, como si fueran los invitados de una aburrida cacería que no terminase nunca. En dos o tres ocasiones, nos despertaron unos disparos lejanos y, durante aquellas noches interminables, matamos el tiempo jugando los tres a las cartas con un muerto; a ese muerto hipotético del «bridge» casi siempre podíamos darle un nombre, un apellido: el de uno de nuestros hombres caído recientemente al alcanzarle una bala enemiga. El desabrimiento de Sophie se iba derritiendo por momentos, sin arrebatarle nada de su encanto asustadizo y hosco, como el de esos países que conservan una aspereza invernal cuando ha vuelto la primavera. La luz prudente y concentrada de una lámpara transformaba en resplandor la palidez de su rostro y de sus manos, Sophie tenía mi edad, lo que hubiera debido informarme, pero a pesar de la plenitud de su cuerpo, lo que sobre todo me chocaba en ella era su aspecto de adolescente herida. Era evidente que, con sólo dos años de guerra, no bastaba para que se hubiera modificado hasta tal punto cada rasgo de su rostro en el sentido de la obcecación y de lo trágico. Bien era verdad que, a la edad en que las muchachas frecuentan los bailes de sociedad, ella había padecido los horrores del tiroteo, de los relatos de violaciones y torturas, hambre en ocasiones, angustia siempre; había presenciado el asesinato de sus primos de Riga, fusilados por una escuadra roja detrás de la tapia de su casa, y el esfuerzo que había tenido que hacer para acostumbrarse a unos espectáculos tan diferentes de sus sueños de niña hubiera bastado para abrirle dolorosamente los ojos. Pero, o me equivoco mucho, o Sophie no era cariñosa; sólo tenía un corazón de una infinita generosidad; a menudo se confunden los síntomas de estas dos enfermedades tan parecidas. Yo me percataba de que algo le había sucedido, algo aun más esencial que la conmoción de su país y del mundo, y empezaba por fin a comprender lo que debieron ser para ella aquellos meses de promiscuidad con unos hombres enloquecidos por el alcohol y la continua sobreexcitación del peligro. Unos brutos que, unos años atrás, hubieran sido para ella parejas de baile, le habían enseñado harto de prisa la realidad escondida por debajo de las palabras de amor. Cuántos golpes a la puerta de su cuarto de adolescente, cuantos brazos rodeándole la cintura, de los que había tenido que librarse violentamente, corriendo el riesgo de arrugar al pobre vestido ya desgastado, y los senos jóvenes... Yo tenía ante mí a una niña ultrajada por la sospecha incluso del deseo, toda esa parte de mi ser que me diferencia de los banales aventureros, para quienes son buenas todas las ocasiones de engañar a una mujer, no podía sino aprobar plenamente la desesperación de Sonia. Finalmente, una mañana en el parque donde Michel arrancaba unas patatas, me enteré del secreto que ya todos conocían y que nuestros camaradas, empero, tuvieron la elegancia de silenciar hasta el final, de suerte que Conrad jamás se enteró. Sophie había sido violada por un sargento lituano, más tarde herido y evacuado a las últimas filas. El hombre estaba borracho y al día siguiente se había arrodillado en la espaciosa sala delante de treinta personas, lloriqueando y pidiendo perdón; y esta escena debió de ser para la niña todavía más repugnante que el amargo cuarto de hora de la víspera. Durante semanas enteras, la adolescente había vivido con aquel recuerdo y con la fobia de un posible embarazo. Por muy grande que llegara a ser más tarde mi intimidad con Sophie, nunca tuve el valor de referirme a aquella desgracia: era entre nosotros un tema siempre eludido y siempre presente.

    Y, sin embargo, cosa extraña, aquel relato me acercó a ella. Perfectamente inocente o perfectamente bien guardada, Sophie no me hubiera inspirado más que sentimientos de vago aburrimiento y de molestia secreta, como las hijas de las amigas que mi madre tenía en Berlín; mancillada, su experiencia se asemejaba a la mía y el episodio del sargento equilibraba de forma extraña para mí el único y odioso recuerdo que yo tenía de una casa de mujeres en Bruselas. Después, distraída por padecimientos aún peores, pareció olvidar por completo aquel incidente al que daba vueltas y más vueltas mi pensamiento, y esa distracción tan profunda acaso constituya la única disculpa a los tormentos que yo le causé. Mi presencia y la de su hermano le devolvían poco a poco su rango de ama de casa en Kratovicé, que antes había perdido hasta el punto de no ser allí sino una prisionera asustada. Consintió en presidir las comidas con una especie de orgullo enternecedor; los oficiales le besaban la mano. Por un corto espacio de tiempo, sus ojos recobraron el cándido brillo que no era sino el resplandor de un alma de reina. Más tarde, aquellos ojos que todo lo decían se enturbiaron de nuevo y no volví a verlos brillar con su admirable limpidez más que una vez, en unas circunstancias cuyo recuerdo aun tengo muy presente.

    ¿Por qué se enamorarán las mujeres precisamente de los hombres que no les son destinados, sin dejarles más opción que la de cambiar su naturaleza o aborrecerlas? Al día siguiente de mi regreso a Kratovicé, los subidos rubores de Sophie, sus desapariciones repentinas, aquella mirada a hurtadillas que tan mal correspondía a su rectitud, me hicieron suponer una turbación muy natural en una muchacha atraída por un recién llegado. Más tarde, ya enterado de su desventura, aprendí a interpretar más correctamente aquellos síntomas de humillación mortal que se producían también en presencia de su hermano. Pero seguí contentándome durante mucho tiempo con aquella explicación —que fue exacta en un principio— cuando ya todo Kratovicé hablaba con ternura y alegría de la pasión que Sophie sentía por mí, aunque yo seguía creyendo en el mito de la jovencita asustada. Tardé en percatarme de que aquellas mejillas, tan pronto pálidas como muy sonrosadas, aquel rostro y aquellas manos temblorosos y dominados al mismo tiempo, y aquellos silencios, y aquel flujo de palabras precipitadas, significaban algo distinto de la verguenza e incluso más que el deseo. No soy fatuo, lo cual es bastante fácil para un hombre que desprecia a las mujeres y que, como para confirmarse en la opinión que tiene de ellas, ha elegido frecuentar únicamente a las peores. Todo me predisponía a engañarme sobre Sophie, tanto más cuanto que su voz dulce y ruda al mismo tiempo, su pelo corto, sus blusas y sus zapatones siempre llenos de barro hacían de ella a mis ojos el hermano de su hermano. Me engañé y luego reconocí mi error, hasta el día en que por fin descubrí en ese mismo error la única parte de verdad sustancial que he probado en mi vida. Entretanto y para acabar de arreglarlo, Sophie me inspiraba la fácil camaradería que un hombre siente por los muchachos cuando no los ama. Esta postura tan falsa era tanto más peligrosa cuanto que Sophie, nacida la misma semana que yo, no era menor sino mayor que yo en desgracias. A partir de cierto momento, ella fue quien llevó el juego; y jugó muy fuerte, pues le iba en ello la vida. Además, mi atención se hallaba forzosamente dividida, y la suya entera. Yo tenía a Conrad, y la guerra y unas cuantas ambiciones que surgieron después. No pasó mucho tiempo sin que para ella ya no hubiera más que yo, como si toda la humanidad de nuestro alrededor se hubiese transformado en accesorios de tragedia. Ayudaba a la criada en los trabajos de la cocina y del corral para que yo pudiera comer cuanto quisiera y, cuando tuvo amantes, sólo fue para exasperarme. Yo estaba fatalmente destinado a perder —aunque no para alegría suya— y tuve que acudir a toda mi inercia para resistir al peso de un ser que se abandonaba por entero por la pendiente.

    Al revés de la mayoría de los hombres algo reflexivos, no acostumbro ni a despreciarme a mí mismo ni a sentir amor propio: demasiado me doy cuenta de que cada acto es completo, necesario e inevitable, aunque imprevisto en el minuto que antecede al mismo y superado al minuto siguiente. Atrapado en una serie de decisiones todas definitivas, al igual que un animal en la trampa, no había tenido tiempo de ser un problema a mis propios ojos. Pero si la adolescencia es una época de inadaptación al orden natural de las cosas, forzoso será reconocer que yo había permanecido más adolescente, más inadaptado de lo que creía, pues el descubrimiento de aquel simple amor de Sophie provocó en mí tal estupor que llegó a convertirse en escándalo. En las circunstancias en que me encontraba, sorprenderse significaba estar en peligro y estar en peligro era saltar. Yo hubiera debido aborrecer a Sophie: nunca se dio ella cuenta del mérito que por mi parte había en no hacerlo así. Pero todo enamorado a quien desprecian conserva el beneficio de un chantaje bastante bajo sobre nuestro orgullo: la complacencia que uno siente por sí mismo y el asombro al verse apreciado como siempre esperó serlo conspiran a este resultado y uno acaba resignándose a desempeñar el papel de un Dios. Debo decir también que la infatuación de Sophie era menos insensata de lo que parece; después de tantos sinsabores, encontraba por fin a un hombre perteneciente a su medio y a su infancia, y todas las novelas que había leído entre los doce y los dieciocho años le enseñaban que la amistad por el hermano termina siendo amor a la hermana. Esta oscura suposición del instinto era acertada puesto que no se le podía reprochar el no tener en cuenta una singularidad imprevisible. De cuna noble, bien parecido, lo bastante joven para autorizar cualquier esperanza, yo estaba hecho para reunir en mí todas las aspiraciones de una niña hasta el momento secuestrada entre unos cuantos brutos despreciables y el más seductor de los hermanos, pero al que la naturaleza no parecía haber dotado de ninguna veleidad para el incesto. Y para que ni siquiera el incesto faltase al cuadro, la magia de los recuerdos me transformaba en una suerte de hermano mayor. Imposible no jugar cuando se tienen todas las cartas en la mano: lo único que podía yo hacer era dejar pasar mi turno, pero también eso es jugar. Pronto se estableció, entre Sophie y yo, una intimidad de víctima a verdugo. La crueldad no provenía de mí; las circunstancias se encargaban de ponerla; aunque no es seguro que yo no encontrase cierto placer en ello. La ceguera de los hermanos se parece a la de los maridos, pues Conrad no sospechaba nada. El era una de esas naturalezas amasadas con sueños que, gracias al más feliz de los instintos, descuidan el lado irritante y falseado de la realidad, y recaen con todo su peso sobre la evidencia de las noches, sobre la sencillez de los días. Seguro de un corazón fraterno cuyos lugares recónditos no necesitaba explorar, dormía, leía, arriesgaba su vida, asumía la permanencia telegráfica y garabateaba unos versos que seguían siendo el insulso reflejo de un alma encantadora. Durante semanas enteras, Sophie pasó por todas las angustias de las enamoradas que se creen incomprendidas y se exasperan por ello; luego, irritada por lo que ella creía mi necedad, se hartó de una situación que sólo place a las imaginaciones románticas —y ella no era más romantica de lo que puede serlo un cuchillo—; me hizo unas confesiones que ella suponía completas y que eran sublimes en cuanto a sobrentendidos.

    —¡Que bien se está aquí! —decía instalándose en una de las cabañas del parque, durante uno de los breves momentos en que estábamos solos, procurándonos esta ocasión con las artimañas que, de ordinario, son propias de los amantes. Y esparcía a su alrededor las cenizas de su pipa corta de campesina.
    —Sí, se está bien —repetí yo, embriagado por aquella ternura reciente como por la introducción de un nuevo tema musical en mi vida, y acaricié torpemente aquellos brazos prietos que veía ante mí, apoyados en la mesa del jardín, de la misma manera que acariciaría a un hermoso perro o a un caballo que me hubieran regalado.
    —¿Tienes confianza en mí?
    —El día no es más puro que el fondo de su corazón, querida amiga.
    —Eric —y apoyaba pesadamente la barbilla en sus manos cruzadas—, prefiero decirle en seguida que me he enamorado de usted... Cuando quiera, ya sabe... ¿Comprende? E incluso aunque no sea serio...
    —Con usted, las cosas son siempre serias, Sophie.
    —No —dijo ella—. No me cree.

    Y echando hacia atrás la cabeza con desenfado, en un ademán de desafío que resultaba más dulce que todas las caricias, prosiguió:

    —No se figure que soy así de buena con todo el mundo.

    Ambos éramos demasiado jóvenes para ser del todo sencillos, pero había en Sophie una rectitud desconcertante que multiplicaba las posibilidades de error. Una mesa de pino que olía a resina me separaba de aquella criatura que se me ofrecía sin rodeos, y yo continuaba dibujando a tinta china, en un mapa de estado mayor raído, una línea de puntos cada vez menos firmes. Como si quisiera evitar hasta la sospecha de buscar complicidad en mí, Sophie había elegido su vestido más viejo, llevaba la cara lavada, ambos nos sentábamos en sendos taburetes de madera y Michel no andaba muy lejos de allí, cortando troncos de leña en el patio. En aquel instante en que ella creía llegar al colmo del impudor, su ingenuidad hubiera encantado a cualquier madre. Un candor semejante, por lo demás, superaba en cuanto a eficacia a la mayor de las astucias: si yo hubiese amado a Sophie, hubiera sido un certero golpe por parte de un ser en quien yo veía lo contrario de una mujer. Me batí en retirada alegando los primeros pretextos que se me ocurrieron y encontrándole, por vez primera, un sabor innoble a la verdad. Entendámonos: lo que de innoble tenía la verdad era, precisamente, que me obligaba a mentirle a Sonia. A partir de aquel momento, lo más juicioso hubiera sido esquivar la presencia de la muchacha pero, ademas de que no resultaba muy fácil huir uno del otro en nuestra vida de asediados, pronto fui incapaz de pasarme sin ese alcohol con el que estaba resuelto a no emborracharme. Admito que una complacencia tal para consigo mismo merece unas cuantas patadas, pero el amor de Sophie me había inspirado mis primeras dudas sobre la legitimidad de mis ideas sobre la vida: su completo don de sí me reafirmaba, por el contrario, en mi dignidad o mi vanidad de hombre. Lo cómico de la cosa era que Sophie me había amado precisamente por mi frialdad y mi repulsa: me hubiera rechazado horrorizada si, en nuestros primeros encuentros, hubiese advertido en mis ojos esa luz que deseaba ahora, muriéndose por no verla. Por una interiorización sobre sí misma, siempre fácil para las naturalezas honradas, se creyó perdida por la audacia de su propia confesión: era no darse cuenta de que el orgullo posee su propio agradecimiento, como la carne. Saltando de un extremo a otro, tomó la decisión de reprimirse, de la misma manera que una mujer de antaño apretaba heroicamente los cordones de su corsé. A partir de entonces, ya no vi ante mí más que un rostro de músculos tensos, que se crispaba para no temblar. Alcanzaba de golpe la belleza de los acróbatas y de los mártires. La niña se había subido por su propio impulso a la plataforma estrecha del amor sin esperanzas, sin reservas y sin preguntas; era seguro que no podría mantenerse en ella mucho tiempo. Nada me conmueve tanto como el valor, un sacrificio tan total merecía por mi parte la más entera confianza. Ella nunca creyó que yo se la hubiera otorgado, sin imaginarse hasta donde puede llegar mi desconfianza respecto a otras personas. A pesar de las apariencias, no me arrepiento de haberme entregado a Sophie tanto como era en mí posible hacerlo: a la primera ojeada, ya había reconocido en ella un temperamento inalterable, con el que se podía concluir un pacto precisamente tan peligroso y tan seguro como con un elemento: uno puede confiar en el fuego, a condición de saber que su ley es morir o quemar.

    Espero que nuestra vida juntos le dejara a Sophie algunos recuerdos tan hermosos como los míos: poco importa, por lo demás, puesto que no vivió lo suficiente como para atesorar su pasado. La nieve hizo su aparición por San Miguel; sobrevino el deshielo, seguido por más nevadas. Por las noches, con todas las luces apagadas, la mansión parecía un navio abandonado y preso en un banco de nieve. Conrad trabajaba sólo en la torre; yo concentraba mi atención en los partes esparcidos sobre mi mesa. Sophie entraba en mi cuarto a tientas, con precauciones de ciega. Se sentaba en la cama y balanceaba las piernas, bien abrigados los tobillos con unos calcetines gordos de lana. Aunque seguramente se reprochaba como si fuera un crimen el faltar a las condiciones de nuestro acuerdo, Sophie era una mujer y no podía dejar de serlo, del mismo modo que las rosas no pueden dejar de ser rosas. Todo en ella gritaba un deseo en el que el alma se hallaba mil veces más interesada aún que la carne. Corrían las horas; la conversación languidecía o derivaba hacia las injurias; Sophie inventaba pretextos para no dejar mi habitación; sola conmigo, buscaba sin querer esas ocasiones que, en las mujeres, son lo equivalente a una violación. Por muy irritado que yo estuviera, me gustaba aquella especie de agotadora esgrima, pues mi rostro llevaba una mascara de protección y el suyo no. La estancia fría y sofocante, maculada por el olor de una estufa avara, se transformaba en gimnasio, en el que un hombre joven y una muchacha, perpetuamente en guardia, se sobreexcitaban luchando hasta llegar el alba. Las primeras luces del día nos traían a Conrad, cansado y contento como un niño que sale del colegio. Algunos camaradas dispuestos a marchar conmigo a los puestos avanzados asomaban la cabeza por la puerta entreabierta, pidiéndonos que los dejáramos entrar a beber con nosotros el primer aguardiente del día. Conrad se sentaba junto a Sophie para enseñarle a silbar, en medio de risas locas, unos cuantos compases de una canción inglesa y atribuía al alcohol el simple hecho de que sus manos temblaran.

    A menudo me he dicho que tal vez Sophie acogió mi primer rechazo con secreto alivio y que había en su oferta una buena parte de sacrificio. Su único mal recuerdo era aún lo bastante reciente como para que ella aportase al amor físico más audacia, pero también más temores que otras mujeres. Además, mi Sophie era tímida, lo que explicaba sus ataques de valentía. Era demasiado joven para sospechar que la existencia no está hecha de súbitos impulsos y de obstinada constancia, sino de compromisos y olvidos. Desde ese punto de vista, siempre hubiera permanecido demasiado joven, aunque hubiese muerto a los sesenta años. Mas Sophie pronto rebasó ese período en que el don de sí persiste como acto apasionado para llegar al estado en que resulta tan natural entregarse como respirar para vivir. Yo fui, en lo sucesivo, la respuesta que ella se daba a sí misma, y sus desgracias anteriores le parecieron lo suficientemente explicadas por mi ausencia. Había sufrido porque el amor aún no se había levantado sobre el paisaje de su vida y a esa falta de luz venía a sumarse la rudeza de los dificultosos caminos por donde la había conducido el azar de los tiempos. Ahora que amaba se iba quitando una tras otra sus últimas vacilaciones, con la sencillez de un viajero transido que se va desnudando al sol para secar sus empapadas ropas, y se mantenía desnuda ante mí, como ninguna otra mujer lo estuvo jamás. Y quizá, al haber agotado horriblemente de golpe todos sus terrores y resistencias al hombre, ya sólo podía ofrecer a su primer amor aquella arrebatadora dulzura de un fruto que se ofrece a un mismo tiempo a la boca y al cuchillo. Una pasión así todo lo consiente y se contenta con poco: me bastaba con entrar en una habitación donde ella se encontrara para que el rostro de Sophie pusiera inmediatamente esa expresión reposada que uno tiene cuando está en la cama. Cuando la tocaba tenía la impresión de que toda la sangre que había en sus venas se transformaba en miel. La mejor miel, a la larga, acaba por fermentar: no sospechaba yo que iba a pagar al ciento por uno cada una de mis culpas, y que la resignación con que Sophie las había aceptado me sería añadida a la cuenta. El amor había puesto a Sophie en mis manos como si fuera un guante de un tejido a un mismo tiempo flexible y fuerte; cuando la dejaba podía volver a encontrármela horas más tarde en el mismo sitio, como un objeto abandonado. Tuve con ella, alternativamente, insolencias y dulzuras que todas tendieron hacia un mismo objetivo, que era el de hacerla amar y sufrir más, y la vanidad me comprometió con ella tanto como lo hubiera hecho el deseo. Más tarde, cuando empezó a importarme, suprimí la dulzura. Yo estaba seguro de que Sophie no revelaría a nadie sus padecimientos, pero, en cambio, me extraña que no tomase a Conrad por confidente de nuestras escasas alegrías. Debía de existir ya entre nosotros una tácita complicidad, puesto que ambos nos poníamos de acuerdo para tratar a Conrad como a un niño.

    Siempre se habla como si las tragedias sucedieran en el vacío; no obstante, se hallan condicionadas por el contexto. Nuestra parte de felicidad o de infortunio en Kratovicé tenía por marco aquellos pasillos de ventanas tapiadas, por donde tropezábamos sin cesar; aquel salón en donde los bolcheviques habían robado únicamente una panoplia de armas chinas, y en cuyo interior un retrato de mujer, agujereado por una bayoneta, nos contemplaba colgado del entrepaño, como si le divirtiese nuestra aventura. El tiempo desempeñaba allí su papel, por la ofensiva esperada con impaciencia y por el perpetuo riesgo de morir. Los atractivos que las otras mujeres obtienen de su tocador, de los conciliábulos con el peluquero y con la modista, de todos los espejismos de una vida, pese a todo diferente de la del hombre y a menudo maravillosamente protegida, Sophie los debía a las molestas promiscuidades de una casa transformada en cuartel, a su ropa interior de lana rosa que se veía obligada a zurcir delante de nosotros a la luz de la lámpara, a nuestras camisas, que ella lavaba con un jabón de fabricación casera que le agrietaba las manos. Aquellos continuos roces de una existencia siempre en guardia nos dejaban a un mismo tiempo en carne viva y endurecidos. Recuerdo la noche en que Sophie se encargó de degollar y desplumar para nosotros unos cuantos pollos éticos: nunca he visto en un semblante tan resuelto tal ausencia de crueldad. Soplé una tras otra las pocas plumas que se le habían enredado en el pelo; un insulso olor a sangre ascendía de sus manos. Volvía de estas tareas abrumada por el peso de sus botas para la nieve, tiraba en cualquier sitio su pelliza húmeda, se negaba a comer o bien atacaba con glotonería unas horribles «crêpes» que se obstinaba en prepararnos con harina estropeada. Con semejante régimen no paraba de adelgazar.

    Prodigaba su celo con todos nosotros, pero una sonrisa bastaba para comunicarme que sólo a mi servía. Debía de ser buena, pues desperdiciaba todas las ocasiones de hacerme sufrir. Al verse frente a un fracaso que las mujeres no perdonan, hizo lo que suelen hacer los corazones altruistas cuando se ven reducidos a la desesperación: buscó, para abofetearse con ellas, las peores explicaciones sobre sí misma; enjuició su caso como lo hubiera hecho la tía Prascovie, si la tía Prascovie hubiese sido capaz de hacerlo. Se creyó indigna: semejante inocencia hubiera merecido que se pusieran de rodillas ante ella. Ni un momento, además, pensó en revocar aquel don de sí misma, para ella tan definido como si yo lo hubiera aceptado. Era un rasgo propio de su altivo temperamento: no recogía la limosna que rechazaba un pobre. Estoy seguro de que me despreciaba y así lo espero por ella, pero todo el desprecio del mundo no impedía que, en un arrebato de amor, me habría besado las manos. Yo acechaba con avidez algún movimiento de cólera, un reproche merecido, cualquier acto que hubiera sido para ella lo equivalente a un sacrilegio, pero se mantuvo siempre al nivel de lo que yo pedía a su absurdo amor. Un desvío por su parte me hubiese tranquilizado y decepcionado a un mismo tiempo. Me acompañaba en mis reconocimientos alrededor del parque, lo que debían de ser para ella algo así como los paseos de los condenados a muerte. A mí me gustaba la lluvia fría en nuestras nucas, sus cabellos pegados al igual que los míos, la tos que ella ahogaba tapándose la boca con la mano, sus dedos que manoseaban una caña cortada junto al estanque liso y desierto, donde flotaba aquel día el cadaver de un enemigo. Bruscamente se adosaba a un árbol y, durante un cuarto de hora, yo la dejaba hablar de amor. Una noche, empapados hasta los huesos, tuvimos que refugiarnos en las ruinas del pabellón de caza; nos quitamos la ropa, codo con codo, en la angosta estancia que aún conservaba el techo; yo ponía una especie de bravuconería en tratar a aquella adversaria como a un enemigo. Envuelta en la manta de un caballo secó, delante del fuego que acababa de encender, mi uniforme y su vestido de lana. A la vuelta tuvimos que ponernos a cubierto varias veces para sortear las balas; yo la cogía por la cintura, como un amante, para tumbarla a la fuerza junto a mí en una cuneta, debido a un impulso que demostraba, no obstante, que yo no quería que muriese. En medio de tantos tormentos, me irritaba ver asomar a sus ojos una esperanza admirable: había en ella esa certidumbre de que algo se les debe, que las mujeres suelen conservar hasta el martirio. Una carencia tan patética de desesperación da la razón a la teoría católica que sitúa a las almas medianamente inocentes en el Purgatorio, sin precipitarlas en el Infierno. De nosotros dos, era ella a quien hubiera compadecido; sin embargo, creo que llevaba la mejor parte.

    Esa espantosa soledad de un ser que ama, ella la acentuaba pensando de manera distinta a todos nosotros. Sophie apenas ocultaba su simpatía por los Rojos: para un corazón como el suyo la elegancia suprema consistía, evidentemente, en darle la razón al enemigo. Acostumbrada a pensar en contra de sí misma, tal vez pusiera la misma generosidad en justificar al adversario como en absolverme. Aquellas tendencias de Sophie databan de la época de la adolescencia. Conrad las hubiera compartido, de no ser porque siempre aceptaba de entrada mis ideas sobre la vida. Aquel mes de octubre fue uno de los más desastrosos de la guerra civil. Casi por completo abandonados por von Wirtz, quien se acantonaba estrictamente en el interior de las provincias bálticas, manteníamos, en el despacho del administrador de Kratovicé, unos conciliábulos de náufragos. Sophie asistía a estas sesiones apoyada la espalda en el marco de la puerta; luchaba, sin duda, por mantener una especie de equilibrio entre unas convicciones que, después de todo, constituían su único bien personal, y la camaradería que la hacía sentirse obligada para con nosotros. Más de una vez debió desear que una bomba pusiera fin a nuestras palabrerías de estado mayor, y su deseo estuvo con frecuencia a punto de realizarse. Mostraba tan poco su ternura, por lo demás, que vio fusilar a varios prisioneros rojos debajo de sus ventanas sin una palabra de protesta. Yo presentía que cada una de las resoluciones tomadas en su presencia provocaban en ella una explosión interior de odio; en los detalles de orden práctico, por el contrario, daba su opinión con un sentido común de aldeana. Cuando estábamos solos discutíamos sobre las consecuencias de aquella guerra y sobre el porvenir del marxismo con una violencia en la que había, de una y otra parte, una necesidad de coartada. No me ocultaba sus preferencias, era lo único que la pasión no había modificado en ella. Curioso de ver hasta dónde podía llegar la bajeza de Sophie —sublime, por ser consecuencia de su amor— traté, en más de una ocasión, de que la adolescente se contradijera en sus principios o, más bien, en las ideas que le había inculcado Loew. No era tan fácil como hubiera podido creerse; estallaba en indignadas protestas. Había en ella una extrana necesidad de aborrecer todo lo que yo era salvo a mí mismo. Pero no por ello dejaba de tener una total confianza en mí, lo que la empujaba asimismo a hacerme comprometedoras confesiones que no le habría hecho a nadie. Un día conseguí que llevara a espaldas una carga de municiones hasta las primeras líneas de fuego: aceptó con avidez aquella oportunidad de morir. En cambio, jamás consintió en disparar a nuestro lado. Era una pena: ya a los dieciseis años había dado muestras de una maravillosa habilidad para el tiro en las cacerías.

    Se inventó rivales. En sus averiguaciones, que me exasperaban, tal vez interviniesen menos los celos que la curiosidad. Como un enfermo que se siente perdido, ya no pedía medicamentos pero seguía buscando explicaciones. Exigió nombres que yo tuve la imprudencia de no inventar. Un día me aseguró que hubiera renunciado a mí sin pensar en beneficio de una mujer a quien yo amara: era conocerse mal a sí misma, pues si hubiera existido esa mujer, Sophie hubiera dicho que era indigna de mí y hubiera tratado de que yo la abandonase. La hipótesis romántica de que yo hubiera dejado a una querida en Alemania no habría bastado para luchar contra aquella intimidad de los días, aquella vecindad de las noches. Por otra parte, en nuestra vida tan aislada, sus sospechas sólo podían ir dirigidas a dos o tres criaturas cuyas amabilidades no hubieran explicado nada, ni podían satisfacer a nadie. Me hizo unas escenas absurdas a propósito de una campesina pelirroja que se encargaba de amasarnos el pan. Fue en una de esas noches cuando cometí la brutalidad de decirle a Sophie que, de haber necesitado yo a una mujer, sería ella la última a la que hubiera ido a buscar, y era cierto, pero por unas razones que nada tenían que ver con la falta de belleza. Pertenecía a su sexo y, naturalmente, sólo se le ocurrió esta razón; la vi tambalearse como la muchacha de una posada a quien derriba el puñetazo de un borracho. Salió corriendo, subió las escaleras agarrándose a la barandilla; yo la oía sollozar y tropezar con los peldaños.

    Debió pasar toda la noche mirándose en el espejo enmarcado de blanco que había en su cuarto de soltera, preguntándose si de verdad su rostro y su cuerpo sólo podían gustar a unos sargentos ebrios, y si sus ojos, su boca y sus cabellos causaban perjuicio al amor que llevaba dentro. El espejo le devolvió unos ojos de niña y de ángel, un rostro algo ancho, no formado aún del todo, que era como la misma tierra en primavera, con una comarca y unos campos suaves atravesados por un río de lágrimas; mejillas del color del sol y de la nieve; una boca cuyo tono sonrosado casi hacía temblar, y unos cabellos tan rubios como el buen pan que ya no teníamos. Sintió horror de todas aquellas cosas que la traicionaban, que de nada le servían para conquistar al hombre amado y, comparándose con desesperación a las fotografías de Pearl White y de la Emperatriz de Rusia colgadas de las paredes de su habitación lloró hasta el amanecer sin lograr arruinar sus párpados de veinte años. Al día siguiente, advertía que, por primera vez, había omitido ponerse, para dormir, dos bigudíes que, en las noches de alarma, la hacían parecerse a una Medusa tocada de serpientes. Aceptando de una vez por todas su fealdad, consentía heroicamente en aparecer ante mí con su pelo liso. Elogié este peinado liso; como yo había previsto, aquello consiguió reanimarla; pero un resto de inquietud por su supuesta falta de atractivo sirvió para darle una mayor seguridad, como si al no tener ya miedo a ejercer un chantaje sobre mí con su belleza, se sintiera con mayor derecho a ser considerada como amiga.

    Yo había ido a Riga para discutir las condiciones de la próxima ofensiva, llevándome conmigo a dos camaradas en el epiléptico Ford de los filmes cómicos americanos. Las operaciones tendrían por base Kratovicé y Conrad se quedo allí para ocuparse de los preparativos, con esa mezcla de actividad y languidez que sólo he visto en él y que tranquilizaba a nuestros hombres. En la hipótesis en que todos los «Sí» condicionales del porvenir se hubieran realizado, él hubiera sido un admirable ayudante del Bonaparte que yo nunca pretendí ser, uno de esos discípulos ideales sin los cuales no puede explicarse el maestro. Durante dos horas seguidas resbalando a lo largo de las carreteras heladas, nos expusimos a todas las variedades de muerte súbita a las que se arriesga un automovilista que pasa sus vacaciones de Navidad en Suiza. Yo estaba exasperado por el cariz que iban tomando tanto la guerra como mis asuntos íntimos. La participación en la defensa antibolchevique de Curlandia no sólo significaba peligro de muerte; hay que decir también que la contabilidad, las enfermedades el telégrafo y la presencia pesada o solapada de nuestros camaradas envenenaban poco a poco mis relaciones con mi amigo. La ternura humana necesita soledad a su alrededor y un mínimo de sosiego dentro de la inseguridad. Se hace mal el amor o se vive mal la amistad en un dormitorio de tropa, entre dos faenas de quitar estiércol. Al revés de lo que yo había esperado, la vida en Kratovicé se había convertido para mí en ese estiércol. Tan sólo Sophie resistía en aquella atmósfera de un tedio siniestro y verdaderamente mortal, y es bastante natural, pues la infelicidad resiste mejor los contratiempos que su contraria. Pero era precisamente para huir de Sophie por lo que yo me había apuntado para ir a Riga. La ciudad estaba más lugubre que nunca con aquel clima de noviembre. Sólo recuerdo la irritación que provocaron en nosotros las moratorias de von Wirtz, y el espantoso champan que bebimos en una «boîte» rusa, en compañía de una auténtica judía de Moscú y de dos húngaras que se hacían pasar por francesas pero cuyo acento parisino me hubiera hecho gritar. Desde hacía meses, no tenía ningún contacto con la moda y me costaba mucho acostumbrarme a los ridículos sombreros encasquetados que llevaban las mujeres.

    Hacia las cuatro de la madrugada, me encontré en un cuarto del único hotel aceptable que existía en Riga, en compañía de una de las dos húngaras, con la mente justo lo bastante lúcida para decirme que, en cualquier caso, yo hubiera preferido a la judía. Pongamos que hubiera, en tanta conformidad con los usos establecidos, un noventa y ocho por ciento de deseo de no singularizarme ante nuestros camaradas y el resto, de desafío a mí mismo: no siempre se coacciona uno en el sentido de la virtud. Las intenciones de un hombre forman una madeja tan embrollada que me es imposible, a la distancia en que me hallo de todo esto, dilucidar si yo esperaba de este modo acercarme a Sophie por caminos desviados o bien insultarla, asimilando un deseo que yo sabía purísimo a media hora de placer en una cama deshecha, en brazos de una mujer cualquiera. Un poco de mi repugnancia debía forzosamente salpicarla a ella, y puede que yo empezara a necesitar que fortaleciesen mi desprecio. No puedo disimular que un temor bastante mezquino a verme comprometido a fondo contribuía a mi prudencia respecto a la joven; siempre me dio horror comprometerme y ¿cuál es la mujer enamorada con la que uno no se compromete? Aquella cantante de los cafés de Budapest, al menos, no pretendía estorbar mi porvenir. Hay que decir, sin embargo, que se agarró a mí durante aquellos cuatro días en Riga con la tenacidad de un pulpo, al que recordaban sus dedos enguantados de blanco. En esos corazones abiertos a todo el que pasa, suele existir siempre un lugar vacío debajo de una lámpara color de rosa en donde tratan desesperadamente de instalar a cualquiera. Abandoné Riga con una suerte de alivio malhumorado, diciéndome que yo nada tenía en común con aquella gente, con aquella guerra ni con aquel país, ni tampoco con los escasos placeres que el hombre ha inventado para distraerse de la vida. Pensando por primera vez en el porvenir, hice el proyecto de emigrar con Conrad al Canadá, y de vivir en una granja, a orillas de los grandes lagos, sin tener en cuenta que con ello sacrificaba gran parte de los gustos de mi amigo.

    Conrad y su hermana me esperaban en la escalinata, debajo de la marquesina en la que los cañonazos del día anterior no habían dejado ni un cristal intacto, de suerte que aquellos armazones de hierro vacíos se asemejaban a una enorme hoja seca y recortada de la que únicamente quedaran las nerviaciones. La lluvia se colaba por los agujeros y Sophie se habia puesto un pañuelo en la cabeza a la manera de las campesinas. Ambos se habían cansado mucho sustituyéndome durante mi ausencia: Conrad estaba tan pálido como el nácar y mis inquietudes por su salud —que yo sabía frágil— me hicieron olvidar aquella noche todo lo demás. Sophie había ordenado que nos subieran una de las últimas botellas de vino francés escondidas al fondo de la bodega. Mis camaradas, desabrochándose los capotes, se sentaron a la mesa bromeando sobre lo que, para ellos, habían sido los buenos ratos de Riga; Conrad fruncía el ceño con expresión de sorpresa divertida y cortés; también él había hecho conmigo la experiencia de esas sombrías veladas en reacción contra sí mismo, y una húngara de más o de menos no lo escandalizaba. Sophie se mordió los labios al percatarse de que había derramado un poco de borgoña al llenar mi vaso. Salió en busca de una esponja y puso tanto cuidado en hacer desaparecer aquella mancha como si hubiera sido la huella de un crimen. Yo me había traído unos libros de Riga: aquella noche, bajo la pantalla improvisada con una servilleta, vi dormirse a Conrad con un sueño de niño en la cama contigua, a pesar del ruido de pasos que hacía la tía Prascovie, paseando día y noche por el piso de arriba y mascullando oraciones, a las que atribuía nuestra relativa salvaguardia. Entre el hermano y la hermana era Conrad quien, paradójicamente, respondía mejor a la idea que uno tiene de una jovencita cuyos antepasados fueron príncipes. La máscara morena de Sophie, sus manos agrietadas escurriendo la esponja, me habían recordado de pronto al joven mozo de cuadra Karl, encargado de cepillar a los poneys de nuestra infancia. Después del rostro untado, empolvado y sobado de la húngara, Sophie resultaba mal cuidada y, al mismo tiempo, incomparable.

    La aventura de Riga le hizo mucho daño a Sophie, aunque sin sorprenderla; por primera vez, yo me conducía como ella esperaba. Nuestra intimidad no disminuyó por eso, sino que aumentó, por el contrario; además, esa clase de relaciones indefinidas son indestructibles. Ambos teníamos uno para con el otro una desordenada franqueza. Hay que recordar que la moda de entonces colocaba la total sinceridad por encima de todo. En lugar de hablar de amor, hablábamos sobre el amor, engañando con palabras la inquietud que otro habría resuelto con actos, y de la que no podíamos huir debido a las circunstancias. Sophie mencionaba, sin la menor reticencia, su única experiencia amorosa, aunque sin confesar que había sido involuntaria. Por mi parte, yo no disimulaba nada, sino lo esencial. Aquella niña, con el ceño fruncido, seguía con atención casi grotesca mis historias de putas. Creo que empezó a tener amantes sólo para alcanzar con relación a mí ese grado de seducción que ella les suponía a las mujeres perdidas. Es tan corta la distancia entre la inocencia total y el completo envilecimiento que descendió de golpe hasta ese nivel de bajeza sensual en la que trataba de caer para gustar, y vi operarse ante mis ojos una tranformación más asombrosa y casi tan convencional como las que pueden verse en un escenario teatral. Primero fueron sólo unos detalles patéticos de tan ingenuos: halló el modo de procurarse maquillaje y descubrió las medias de seda. Aquellos ojos pintarrajeados de rímmel, aquellos encendidos pómulos salientes no me repugnaban en su rostro más de lo que hubieran podido hacerlo las cicatrices de mis propios golpes. Me parecía que aquella boca, antaño divinamente pálida, no mentía mucho al esforzarse por dar la impresión de que sangraba. Algunos muchachos —Franz von Aland, entre ellos— trataban de capturar a aquella gran mariposa, devorada ante sus ojos por una llama inexplicable. Yo mismo, más seducido desde que otros lo estaban y atribuyendo falsamente mis vacilaciones a escrúpulos, llegué a sentir que Sophie fuera precisamente la hermana del único ser a quien yo me sentía ligado por una especie de pacto. No lo hubiera pensado dos veces, sin embargo, de no ser porque ella tenía para mí las únicas miradas que importaban.

    El instinto de las mujeres es tan sucinto que es fácil desempeñar el papel de astrólogo respecto a ellas: aquella muchacha con modales y aficiones masculinas siguió el ancho camino polvoriento de las heroínas de tragedia; quiso aturdirse para olvidar. Las conversaciones, las sonrisas y bailes salvajes al son de un chirriante gramófono, los imprudentes paseos por la zona de fuego, se repitieron con unos acompañantes que supieron aprovecharse de ella más que yo. Franz von Aland fue el primero en beneficiarse de esa fase, tan inevitable en las mujeres enamoradas e insatisfechas como el período de agitación en los paralíticos totales. Se había prendado de Sophie con un amor casi tan servil como el que la joven sentía por mí. Aceptó con mil amores ser mi sustituto: apenas si sus ambiciones osaban llegar hasta ahí. Cuando estaba a solas conmigo, Franz parecía estar siempre dispuesto a pedirme las insulsas disculpas de un excursionista que acaba de aventurarse por el camino de una propiedad particular. Sophie debía vengarse de él, de mí y de sí misma contándole inagotablemente nuestro amor. La sumisión asustada de Franz no era lo más a proposito para reconciliarme con la idea de obtener la felicidad con las mujeres. Aún recuerdo, con una especie de compasión, su aire de perro al que le dan un terrón de azucar, ante las más mínimas amabilidades de una Sophie desdeñosa, exasperada y fácil. Aquel desafortunado buen muchacho que, durante su corta vida, no hizo sino acumular sinsabores —desde el colegio, del que había sido expulsado por un robo que no había cometido, hasta el asesinato de sus padres a manos de los bolcheviques, en 1917, pasando por una grave operación de apendicitis—, cayó preso unas semanas más tarde y encontramos su cadáver torturado, con una llaga negruzca alrededor del cuello, producida por la larga mecha flexible de una torcida de cera consumida. Sophie supo la noticia por mí, con todos los atenuantes posibles y no me disgusto ver que aquella imagen atroz no hacía sino añadirse a tantas otras muchas que ella había presenciado.

    Hubo otros episodios carnales nacidos de la misma necesidad de acallar un momento aquel insoportable monólogo de amor que ella proseguía en el fondo de sí misma, episodios que interrumpía avergonzada, tras unos cuantos torpes abrazos, por la misma incapacidad de olvidar. El más odioso de aquellos vagos amores pasajeros fue para mí cierto oficial ruso escapado de las cárceles bolcheviques, que permaneció con nosotros ocho días antes de salir para Suecia, encargado de una misteriosa e ilusoria misión cerca de uno de los Grandes Duques. Yo había recogido, desde la primera noche, de labios de aquel borracho, increíbles historias de mujeres amorosa y minuciosamente detalladas, que no hicieron sino ayudarme a imaginar lo que acaecía entre Sophie y él, en el divan de cuero de la casa del jardinero. No hubiera podido seguir tolerando la cercanía de la muchacha si hubiera leído en su rostro, aunque sólo fuera una vez, algo que se pareciese a la dicha. Pero ella me lo confesaba todo; sus manos aún me tocaban con menudos gestos desalentados que más parecían tanteos de ciego que caricias, y cada mañana veía yo ante mí a una mujer desesperada porque el hombre a quien amaba no era aquel con quien acababa de acostarse.

    Una noche, aproximadamente un mes después de haber regresado yo de Riga, me hallaba trabajando en la torre con Conrad, quien se aplicaba cuanto podía en fumar una larga pipa alemana. Yo acababa de volver del pueblo, donde nuestros hombres trataban de consolidar como podían nuestras trincheras de barro; era una de esas noches de niebla espesa —las más tranquizadoras de todas— en que las hostilidades se interrumpían de una y otra parte, como consecuencia de la desaparición del enemigo. Mi cazadora empapada humeaba sobre la estufa a la que Conrad alimentaba con unas horribles astillitas húmedas, sacrificadas una tras otra con el suspiro de pena que da un poeta al ver arder sus árboles, cuando el sargento Chopin entro para transmitirme un mensaje. Desde el hueco de la puerta, su rostro colorado e inquieto me hizo una seña por encima de la cabeza agachada de Conrad. Lo seguí hasta el rellano; aquel tal Chopin —en lo civil empleado de banco en Varsovia— era el hijo de un intendente polaco del conde de Reval; tenía una mujer, dos hijos y un gran sentido común, y sentía tierna adoración por Conrad y por su hermana, que lo trataban como a un hermano de leche. Desde el comienzo de la Revolución, había acudido a Kratovicé donde desempeñaba, desde entonces, el oficio de hombre de confianza. Me susurró que al atravesar los sótanos, se había encontrado a Sophie completamente borracha, sentada a la mesa de la cocina —siempre desierta a esas horas que, a pesar de sus instancias seguramente torpes, no había logrado convencer a la joven para que subiese a su habitación.

    —Mire usted, señor (me llamaba señor) —me dijo—, piense en el bochorno que mañana sentirá si alguien la ve en semejante estado...

    El excelente muchacho aun creía en el pudor de Sophie, y lo más curioso es que no se equivocaba. Bajé la escalera de caracol, tratando de que no crujiesen por las escaleras mis botas mal engrasadas. En aquella noche de tregua, todos dormían en Kratovicé; un ruido confuso de ronquidos ascendía de la espaciosa sala del primer piso, en donde treinta muchachos agotados dormían a pierna suelta. Sophie estaba sentada en la cocina, ante la mesa grande de madera desnuda; se mecía blandamente sobre las patas desiguales de una silla cuyo respaldo formaba con el suelo un ángulo inquietante, exponiendo a mis ojos unas piernas enfundadas en medias de seda color caramelo, más propias de un joven dios que de una joven diosa. Una botella con un resto de alcohol oscilaba en su mano izquierda. Estaba increíblemente bebida y, a la luz de la estufa, mostraba un rostro maculado de manchas rojas. Le puse la mano en el hombro; por primera vez, no reaccióno a mi contacto con su estremecimiento horrible y delicioso de pájaro herido; la euforia del coñac la inmunizaba contra el amor. Volvió hacia mí un semblante de mirada vaga y me dijo con voz insegura como sus ojos:

    —Vaya a darle las buenas noches a Texas, Eric. Está acostado en el «office».

    Encendí un mechero para poder guiarme por aquel reducto donde continuamente tropezaba con montones de patatas que se desmoronaban. El ridículo perrito estaba tendido bajo la lona de un cochecito viejo de niño; más tarde me enteraría de que Texas había muerto al estallarle una granada enterrada en el parque, que el había tratado de desenterrar con la punta del negro hocico, al igual que hacía con las trufas. Convertido en papilla, recordaba a uno de esos perros aplastados por un tranvía en la avenida de una gran ciudad. Levanté con precaución el escandaloso paquete, cogí una azada y salí al patio para cavar un hoyo. La superficie del suelo se había deshelado con las lluvias; enterré a Texas en aquel barro donde él se revolcaba, cuando estaba vivo, con tanto placer. Cuando regrese a la cocina, Sophie acababa de beberse la última gota de coñac; tiró la botella a las brasas y las paredes de vidrio explotaron con un sordo chasquido; se levantó con torpeza y dijo con voz blanda, apoyándose en mi hombro:

    —Pobre Texas... Es una lástima. El, por lo menos, me quería...

    El aliento le olía a alcohol. Ya en la escalera, le fallaron las piernas y tuve que arrastrarla cogiéndola por debajo de los brazos, a lo largo de todos los peldaños, por donde iba dejando un rastro de vomitonas; me parecía acompañar hasta su cabina a la pasajera de un barco que padeciese mareo. Se desplomó en un sillón de su cuartito desordenado, mientras yo le abría la cama. Tenía las manos y las piernas heladas. Le puse encima un montón de mantas y un abrigo. Incorporándose sobre el codo, continuaba vomitando sin darse cuenta, con la boca abierta, como la estatua de una fuente. Finalmente, se tendió en el hueco formado por la cama, inerte, aplastada, trasudada como un cadáver; el pelo, que se le pegaba a las mejillas, formaba en su rostro rubias cuchilladas. Su pulso resbalaba entre mis dedos, a un mismo tiempo agitado y casi insensible. Debía de haber conservado en su interior esa lucidez propia de la embriaguez, del miedo y del vértigo, pues me contó que había sentido, durante toda aquella noche, las mismas sensaciones de un viaje en trineo o en un tobogán de las montañas rusas, los sobresaltos, el frío, los silbidos del viento y de las arterias, la impresión de estar inmóvil y sin embargo correr a toda velocidad en dirección a un abismo del que ya ni siquiera tiene uno miedo. Yo conozco esa impresión de velocidad mortal que da el alcohol a un alma que flaquea. Ella siempre pensó que aquella velada de Buen Samaritano a la cabecera de su lecho sucio me había dejado uno de los recuerdos más repugnantes de mi vida. No hubiera podido convencerla de que aquella palidez, aquellas manchas, aquel peligro y aquel abandono, más completo que el del amor, me resultaban tranquilizadores y hermosos; y que su cuerpo, tendido allí con todo su peso, me recordaba el de ciertos camaradas a quienes yo había cuidado en su mismo estado y el de Conrad... He olvidado mencionar que, al desnudarla y a la altura de su seno izquierdo, reparé en una larga cicatriz producida por un cuchillo que no había hecho más que herir profundamente la carne. Más tarde me confesó que había sido un torpe intento de suicidio. ¿Habría sucedido en la época de su amor por mí o en la del sátiro lituano? Es algo que nunca pude saber. Y no suelo mentir, de no verme forzado a ello.

    El sargento Chopin no se había equivocado: Sophie, después del incidente, mostró una confusión de colegiala que ha abusado del champán en un banquete de bodas. Durante unos cuantos días, tuve a mi lado a una amiga melancólicamente razonable y cuya mirada parecía darme las gracias o pedirme perdon. Se habían dado algunos casos de tifus en los barracones: ella se obstinó en cuidarlos y ni Conrad ni yo pudimos disuadirla; acabé por dejar que aquella loca —al parecer decidida a morir ante mis ojos— hiciera lo que quisiese. Menos de una semana más tarde, tuvo que guardar cama; creímos que se había contagiado. Sólo padecía agotamiento, desconsuelo y cansancio de un amor que cambiaba de forma sin cesar, como una enfermedad nerviosa que cada día presentara nuevos síntomas y, al mismo tiempo, de la carencia de felicidad y de muchos excesos. Fui yo entonces quien entró en su habitación cada mañana, en las primeras horas del alba. Todo Kratovicé nos creía amantes, cosa que la halagaba, supongo, y que, por lo demás, también a mí me convenía. Yo inquiría sobre su enfermedad con la solicitud de un médico de familia; sentado en su cama, mi comportamiento resultaba ridículamente fraternal. Si mi dulzura hubiera sido algo calculado para hacerle más daño a Sophie, no habría logrado mayor éxito. Con las rodillas dobladas bajo la manta y la barbilla apoyada en las manos, fijaba en mí unos enormes ojos asombrados y llenos de incansables lágrimas. Mis atenciones, mi ternura, el roce de mis manos acariciándole los cabellos, Sophie no podía gozarlos ya con buena conciencia, había pasado la época en que podía hacerlo. El recuerdo de sus asuntos de cama en los meses pasados le daba esas ganas de huir a cualquier parte fuera de sí misma, tan familiar a los desgraciados que ya no se soportan. Trataba de levantarse de la cama como un enfermo que va a morir. Yo la acostaba otra vez y le arreglaba el embozo de las sabanas arrugadas, en las que se revolcaría —yo lo sabía muy bien— en cuanto saliera. Si me encogía de hombros manifestando que ninguno de aquellos juegos físicos tenía importancia, le infligía a su amor propio una herida todavía más escocedora, con el pretexto de calmar sus remordimientos. Y también a ese algo más profundo, más esencial aún que el amor propio como es la oscura estimación que un cuerpo tiene de sí mismo. A la luz de aquella nueva indulgencia, mis durezas, mis rechazos, mis desdenes tomaron para ella el aspecto de una prueba cuya importancia no había sabido captar, de un examen que no había conseguido aprobar. Al igual que un nadador agotado de cansancio, se vio hundir a dos brazadas de la orilla, en el momento en que quizá yo hubiese empezado a amarla. Aunque la hubiera poseído entonces habría llorado horrorizada por no haberme sabido esperar. Padeció todos los tormentos propios de las mujeres adúlteras castigadas con dulzura y su desesperación aún se acrecentaba en los escasos momentos lúcidos en que Sophie recordaba que, después de todo, no tenía por que guardarme su cuerpo. Y, no obstante, la cólera, la repugnancia, la ternura, la ironía, un vago anhelo por mi parte y por la suya un odio naciente, todos aquellos sentimientos contrarios, nos unían uno al otro como a dos amantes o a dos bailarines. Ese lazo tan deseado existía verdademente entre ambos y el mayor suplicio de mi Sophie consistió seguramente en sentirlo a un mismo tiempo tan sofocante y tan impalpable.

    Una noche (ya que, finalmente, casi todos los recuerdos que conservo de Sophie son nocturnos, salvo el último, que tiene el color macilento del alba), una noche, pues, de bombardeo aéreo, advertí que se recortaba un cuadrado de luz en el balcón de Sophie. Los ataques aéreos, hasta el momento, habían sido muy escasos en nuestra guerra de pájaros de ciénaga; por primera vez en Kratovicé, la muerte nos caía del cielo. Parecía inadmisible que Sophie quisiera atraer el peligro, no sólo sobre ella misma, sino sobre los suyos y sobre todos nosotros. Su cuarto estaba en el segundo piso del ala derecha; la puerta estaba cerrada pero no con cerrojo. Sophie permanecía sentada ante su mesa dentro del círculo de luz proyectado por una lámpara grande de petróleo colgada del techo. El ventanal abierto enmarcaba el claro paisaje de la noche helada. Los esfuerzos que tuve que hacer para cerrar los postigos hinchados por las recientes lluvias otoñales me recordaron las ventanas atrancadas a toda prisa, en las noches de tormenta, en los hoteles de ciertas estaciones de montaña, cuando era niño. Sophie me contemplaba con una mueca triste. Finalmente, me dijo:

    —Eric, ¿le molesta que yo muera?

    Yo aborrecía aquellas inflexiones roncas, pero tiernas, que adoptaba desde que se comportaba como una mujer. El estrépito de una bomba me evitó contestar. Provenía del Este, del lado del estanque, lo que me hizo esperar que la tormenta se alejaría. Al día siguiente, me enteré de que un obús había caído en la orilla y unos cuantos juncos tronchados estuvieron flotando en el agua por espacio de unos días, mezclados con los vientres blancos de los peces muertos y con los restos de una barca rota.

    —Sí —prosiguió lentamente, con el tono de alguien que trata de comprender—, tengo miedo y, pensándolo bien, es extraño.

    Pues no debería importarme la muerte, ¿no le parece?

    —Lo que usted quiera, Sophie —respondí yo con acritud—; pero esa desdichada anciana vive en una habitación que está a dos pasos de la suya. Y Conrad...
    —¡Oh, Conrad! —dijo ella con un acento de infinito cansancio; y se levantó sujetándose a la mesa con ambas manos, como una inválida que vacila al abandonar su sillón.

    Su voz implicaba tanta indiferencia respecto a la suerte que pudiera correr su hermano que me pregunté si no habría empezado a odiarle. Mas había llegado, simplemente, a ese estado de embrutecimiento en que nada importa ya, y había dejado de inquietarse por la salvación de los suyos, al mismo tiempo que de admirar a Lenin.

    —A menudo —dijo ella acercándose a mí— pienso que está mal no tener miedo. Si yo fuera feliz —prosiguió, y ahora hablaba de nuevo con esa voz a un mismo tiempo ruda y dulce que me conmovía como las notas bajas de un violoncello—, creo que la muerte no me importaría nada. Cinco minutos de felicidad serían para mí como una señal enviada por Dios. ¿Es usted feliz, Eric?
    —Sí, lo soy —contesté yo de mala gana, percatándome al instante de que estaba diciendo una mentira.
    —¡Ah! Es que no lo parece... —repuso con un tono de burla al que asomaba la colegiala de antaño—. ¿Y porque es feliz no le molesta morir?

    Su aspecto era el de una criadita que acabara de despertarse a media noche tras oír un timbrazo y que no se hubiera despabilado del todo, con su toquilla negra remendada por encima de una blusa de franela de colegiala. Nunca sabré por qué hice aquel gesto ridículo e indecente de abrir de nuevo los postigos. Las talas de árboles que tanto deploraba Conrad habían desnudado al paisaje y la vista llegaba hasta el río en donde, como todas las noches, se oían disparos intermitentes e inútiles contestándose unos a otros. El avión enemigo seguía dando vueltas en el cielo verdoso y el silencio se llenaba de aquel horrible zumbido de motor, como si todo el espacio fuera sólo una habitación por donde girase torpemente una avispa gigante. Arrastré a Sophie hasta el balcón, como un amante cuando hay claro de luna. Contemplábamos abajo el grueso pincel luminoso dibujado por la lámpara y oscilando sobre la nieve. No debía de hacer mucho viento, pues el reflejo apenas se movía. Con el brazo rodeando la cintura de Sophie, yo sentía la impresión de estar auscultando su corazón; aquel corazón, agotado, vacilaba para luego dispararse de nuevo, con un ritmo que era el ritmo mismo del valor, y yo pensaba únicamente —que yo recuerde— que si ambos moríamos aquella noche, yo estaría a su lado y prefería morir así. De pronto, estallo un estruendo enorme junto a nosotros; Sophie se tapó los oídos como si todo aquel estrépito fuese más horroroso que la muerte. El obús había caído esta vez a menos de un tiro de piedra, encima del tejado de chapa ondulada del establo: aquella noche, dos de nuestros caballos pagaron por nosotros. En el increíble silencio que siguió, se oyó asimismo el ruido de un muro de ladrillos derrumbándose a sacudidas y el horrible relincho de un caballo que moría. Detrás de nosotros, el cristal se había hecho añicos; al entrar en el cuarto, caminábamos sobre cristales rotos. Apagué la lámpara, al igual que uno la apaga tras haber hecho el amor.

    Sophie me siguió hasta el pasillo. Allí seguía ardiendo una inofensiva lamparilla al pie de una de las imagenes piadosas de tía Prascovie. Sophie respiraba alteradamente; su rostro ostentaba una radiante palidez, lo que me demostró que me había entendido. He vivido con Sophie momentos aún más tragicos, pero ninguno tan solemne ni tan cercano a un intercambio de promesas. Su hora en mi vida fue esa. Alzó sus manos manchadas por la herrumbre de la barandilla en la que nos habíamos apoyado juntos un minuto antes y se arrojó en mis brazos como si acabaran de herirla en aquel mismo instante.

    Lo más extraño es que ese gesto, que ella había tardado más de diez semanas en hacer, yo lo acepté. Ahora que está muerta y que he dejado de creer en los milagros, estoy satisfecho de haber besado su boca y sus rudos cabellos al menos una vez. Y de aquella mujer —semejante a un gran país conquistado en donde no entré nunca— conservo, en cualquier caso, el grado exacto de tibieza que aquel día tenía su saliva, y el olor de su piel viva. Y si alguna vez he podido amar a Sophie con toda la sencillez de los sentidos y del corazón, fue en aquel momento en que ambos poseíamos una inocencia de resucitados. Ella palpitaba, apretándose contra mí, y ninguno de mis encuentros casuales con mujeres o prostitutas me habían preparado para esa horrible dulzura. Aquel cuerpo a un mismo tiempo deshecho y rígido por la alegría pesaba en mis brazos con peso tan misterioso como lo hubiera hecho la tierra, si unas horas atrás hubiera penetrado en la muerte. No sé en qué momento se tornó en horror el deleite, desencadenando en mí el recuerdo de una estrella de mar que mi madre, antaño, me había puesto en la mano, lo que me provocó una crisis de convulsiones para gran susto de los bañistas. Me aparté de Sophie con un salvajismo que debió parecerle muy cruel a aquel cuerpo al que dejaba indefenso la felicidad. Abrió los ojos (los había cerrado) y vio en mi rostro algo más insoportable, sin duda, que el odio o el espanto, pues retrocedió, se tapó la cara con el codo levantado, al igual que una niña a quien abofetean, y fue la última vez que la vi llorar ante mis ojos. Tuve después otras dos entrevistas con Sophie sin testigos, antes de que todo se cumpliese. Pero a partir de aquella noche, todo sucedió como si uno de los dos estuviera ya muerto: yo en lo que a ella concernía y ella, en esa parte de sí misma que me había ofrecido su confianza a fuerza de amarme.

    Lo que más se parece a las fases monótonas del amor son las repeticiones infatigables o sublimes de los cuartetos de Beethoven. Durante aquellas sombrías semanas de adviento (y la tía Prascovie, multiplicando sus días de ayuno, no nos permitía olvidar el calendario de la iglesia), la vida continuaba en casa con su habitual porcentaje de calamidades, irritaciones y catástrofes. Vi morir o me enteré de la muerte de algunos escasos amigos; Conrad fue levemente herido; del pueblo, conquistado y perdido por tres veces consecutivas, no quedaba von Wirth. Desde que había muerto Franz bajo la nieve. En cuanto a Sophie, estaba serena, resuelta, servicial y obstinada. Fue por entonces cuando Volkmar se refugió en la mansión para pasar el invierno, junto con los supervivientes de un regimiento que nos enviaba von Wirth. Desde que había muerto Franz von Aland, nuestro pequeño cuerpo expedicionario alemán se había ido diezmando de día en día, siendo reemplazado por una mezcla de elementos bálticos y de rusos blancos. Yo conocía a aquel Volkmar, por haberlo aborrecido cuando tenía quince años, en la clase del profesor de matemáticas donde nos enviaban tres veces por semana durante los meses de invierno que pasábamos en Riga. Se parecía a mí como una caricatura se parece a su modelo: era correcto, hosco, ambicioso e interesado. Pertenecía a esa clase de hombres a un tiempo estúpidos y nacidos para triunfar, que sólo tienen en cuenta nuevos hechos en la medida en que pueden sacar algo de ellos, y basan sus cálculos en las constantes de la vida. De no ser por la guerra, Sophie no hubiera sido para él; se arrojó sobre aquella ocasión. Yo ya sabía que una mujer aislada en pleno cuartel adquiere sobre los hombres un prestigio que participa de la opereta y de la tragedia. A nosotros nos habían creído amantes, lo que era literalmente falso; no pasaron ni quince días sin que a ellos les pusieran la etiqueta de prometidos. Yo había soportado sin sufrir los encuentros de una Sophie medio sonámbula con muchachos que no hacían —y ni siquiera eso— sino procurarle momentos de olvido. Sus relaciones con Volkmar me inquietaron, porque ella me las ocultaba. No es que disimulara nada, simplemente me arrebataba mi derecho a inmiscuirme en su vida. Y bien es verdad que yo era menos culpable hacia ella que al principio de nuestra amistad, pero siempre se ve uno castigado a destiempo. Sophie era, sin embargo, lo bastante generosa para seguir teniendo conmigo afectuosas atenciones, y tanto más quizá cuanto que empezaba a juzgarme. Yo me equivocaba, pues, sobre el final de este amor al igual que me había equivocado respecto a su comienzo. Hay momentos en que aún creo que ella me amó hasta su último suspiro, pero desconfío de una opinión en la que mi orgullo se halla comprometido hasta tal punto. Había en Sophie un fondo de salud mental tan fuerte como para permitirle toda suerte de convalecencias amorosas: hay veces en que me la imagino casada con Volkmar, como una ama de casa rodeada de niños, aprisionando en una faja de goma rosa su ancha cintura de mujer cuarentona. Lo que invalida esta imagen es que Sophie murió exactamente en la misma atmósfera y luz pertenecientes a nuestro amor. En ese sentido y como se decía por entonces, tengo la impresión de haber ganado la guerra. Para expresarme de una manera menos odiosa, digamos simplemente que yo había sido más exacto en mis deducciones que Volkmar en sus cálculos y que existía, ciertamente, una afinidad de especie entre Sophie y yo. Pero durante aquella semana de Navidad, Volkmar gozó todos los triunfos.

    Aún llamaba yo alguna vez por las noches a la puerta de Sophie para humillarme asegurándome que no estaba sola; antaño, es decir, un mes antes, en las mismas circunstancias la risa falsa y provocativa de Sophie me hubiese tranquilizado casi tanto como lo hubieran hecho sus lágrimas. Pero abrían la puerta; la glacial corrección de aquella escena contrastaba con el antiguo desorden de ropa esparcida por el suelo y de botellas de licor; y Volkmar me ofrecía, con un gesto seco, su pitillera. No hay nada que soporte menos que el verme tratado con indulgencia; daba media vuelta figurándome sus murmuraciones y los insulsos besos que se darían después de salir yo. Hablaban de mí, además, y yo tenía razón al no ponerlo en duda. Entre Volkmar y yo existía un odio tan cordial que hay momentos en que me pregunto si no habría puesto sus ojos en Sophie únicamente porque todo Kratovicé nos unía. Pero preciso es que aquella mujer me interesara más apasionadamente de lo que suponía, cuando tanto me cuesta admitir que aquel imbécil la amase.

    Jamás vi velada de Navidad más alegre que en Kratovicé durante aquel invierno de guerra. Irritado por los ridículos preparativos de Conrad y de Sophie, yo me había eclipsado con el pretexto de un informe que debía hacer. Hacia la medianoche, la curiosidad, el hambre y el murmullo de risas, así como el sonido algo cascado de uno de mis discos preferidos, me llevaron al salón donde las parejas daban vueltas a la luz de una lumbre de leña y de dos docenas de lámparas descabaladas. Una vez más, sentía la impresión de no participar en la alegría de los demás y por mi culpa, pero la amargura no era menor por ello. Habían preparado una cena a base de jamón crudo, de manzanas y de whisky, sobre una de las consolas ornada con recargados dorados; la misma Sophie había amasado el pan. La enorme anchura de espaldas del médico Paul Rugen me ocultaba la mitad de la estancia; con un plato en las rodillas aquel gigante despachaba con rapidez su parte de vituallas, con la premura de siempre por volver al hospital instalado en las antiguas cocheras del príncipe Pierre. Yo hubiera perdonado a Sophie de haber sido a éste y no a Volkmar a quien ella hubiera acudido. Chopin, que tenía una solitaria predilección por los juegos de sociedad, se afanaba por construir un edificio con cerillas en el gollete roto de una botella. Conrad, con su habitual torpeza, se había cortado en un dedo al tratar de partir el jamón en lonchas finas; con un pañuelo envolviéndole el índice a modo de venda, trataba de aprovechar la silueta del mismo para proyectar sombras diversas en la pared con ambas manos. Estaba pálido y todavía cojeaba un poco debido a una herida reciente. De cuando en cuando paraba de gesticular para ocuparse del gramófono.

    La Paloma había dado paso a no sé qué canciones gangosas; Sophie cambiaba de pareja a cada baile. Bailar era una de las cosas que mejor hacía: giraba como una llama de fuego, ondulaba como una flor, se deslizaba como un cisne. Se había puesto un vestido azul, a la moda de 1914, el único traje de baile que poseyó en su vida, y aún así, creo que no se lo puso más de dos veces. Aquel vestido, a un mismo tiempo pasado de moda y nuevo, bastaba para transformar en heroína de novela a nuestra camarada del día anterior. Una multitud de muchachas vestidas de tul azul se reflejaban en todos los espejos y eran las únicas invitadas de la fiesta; el resto de los hombres se veía reducido a formar parejas entre sí. Aquella misma mañana, pese a su pierna enferma, Conrad se había obstinado en trepar a lo alto de un roble para apoderarse de una mata de muérdago; esta imprudencia, propia de un chiquillo, había provocado la primera de las dos únicas querellas que con mi amigo tuve. La ocurrencia de esa mata de muérdago provenía de Volkmar; colgada de la sombría araña de cristal, que ninguno de nosotros había visto encendida desde las Navidades de nuestra infancia, servía a los jóvenes de pretexto para besar a su pareja. Cada uno de aquellos jóvenes pegó por turno sus labios a los de una Sophie altiva, divertida, condescendiente, bonachona y tierna. Cuando yo entré en el salón le había llegado el turno a Volkmar; se dieron un beso que yo sabía, por experiencia, distinto de un beso de amor, pero que significaba indudablemente alegría, confianza, entendimiento. La exclamación de Conrad: «¡Anda, Eric! ¡Sólo faltabas tú!», obligó a Sophie a volver la cabeza. Ya permanecí en el hueco de la puerta, lejos de todas las luces, cerca del salón de música: Sophie era miope pero me reconoció, sin embargo, pues cerró los ojos. Apoyó las manos sobre aquellas aborrecidas hombreras que los Rojos clavaban, en ocasiones, en la carne de los oficiales blancos prisioneros, y el segundo abrazo que le dio a Volkmar fue un beso de desafío. Su pareja inclinaba sobre ella un rostro enternecido y apasionado a un mismo tiempo; si esa expresión es la del amor, locas están las mujeres cuando no huyen de nosotros y mi desconfianza hacia ellas no carece de razón. Con su atavío azul, que le dejaba los hombros al descubierto, y echando hacia atrás sus cortos cabellos —un poco quemados al rizárselos con las tenacillas—, Sophie le ofrecía a aquel bruto los labios más provocativos y falsos que jamás vi en una estrella de cine a quien se le van los ojos detrás de la cámara. Aquello era demasiado. La cogí por el brazo y le di una bofetada. La sacudida o la sorpresa fueron tan grandes que retrocedió, dio una vuelta sobre sí misma, tropezó con el pie en una silla y cayó al suelo. Empezó a sangrar por la nariz, lo que vino a añadirse a la ridiculez de aquella escena.

    El estupor de Volkmar fue tal que tardó un momento en abalanzarse sobre mí. Rugen se interpuso y creo que me sentó a la fuerza en un sillón Voltaire. Por poco acaba la fiesta con un numerito de boxeo; en pleno tumulto, Volkmar se desgañitaba reclamando disculpas. Creyeron que estábamos borrachos, lo que arregló la situación. Salíamos al día siguiente para una peligrosa misión y no se bate uno en duelo con un camarada, en una noche de Navidad y por una mujer a la que no ama. Me obligaron a estrechar la mano de Volkmar y el hecho es que yo echaba pestes únicamente contra mí. En cuanto a Sophie, había desaparecido con un gran crujido de tul arrugado. Al arrancarla a su pareja, yo había roto el cierre del fino collar de perlas que llevaba al cuello y que le había regalado su tía Galitzine el día de su confirmación. El inútil juguete estaba en el suelo, y yo me lo metí maquinalmente en el bolsillo. Nunca tuve después la ocasión de devolvérselo a Sophie y he pensado a menudo en venderlo, durante mis períodos de penuria, pero las perlas se habían puesto amarillentas y ningún joyero las hubiera aceptado. Aún lo conservo o, más bien, lo conservaba, en el fondo de un maletín que me robaron este año en España. Hay algunos objetos que uno guarda sin saber por qué.

    Aquella noche, mis idas y venidas de la ventana al armario tuvieron la misma regularidad que los paseos de la tía Prascovie. Yo paseaba descalzo y mis pasos sobre el piso no podían despertar a Conrad que dormía detrás de la cortina. Más de diez veces, buscando en la oscuridad mis zapatos y mi chaqueta, estuve a punto de ir a la habitación de Sophie, a la que estaba seguro de encontrar sola esta vez. Movido por la ridícula necesidad de ver claro de un cerebro apenas adulto, aún seguía preguntándome si quería a esa mujer. Y bien es cierto que hasta el momento me faltaba esa prueba con la cual los menos groseros de entre nosotros averiguan la autenticidad del amor, y Dios sabe que le guardaba rencor a Sophie por mis propias vacilaciones. Pero lo peor de aquella muchacha que se abandonaba a todos era que uno no podía pensar en comprometerse con ella si no era para toda la vida. En una época en que todo era indeciso, yo me decía que aquella mujer, al menos, era fuerte como la tierra, sobre la cual puede uno edificar o acostarse. Hubiera sido hermoso empezar un nuevo mundo con ella, en una soledad de náufragos. Yo sabía que, hasta ahora, había vivido encerrado en unos límites; mi posición se haría inaguantable. Conrad envejecería, yo también y la guerra no siempre serviría de excusa para todo. Al pie del armario de luna, unas repulsas no todas innobles triunfaban sobre unas conformidades no todas desinteresadas. Me preguntaba, con una supuesta sangre fría, lo que contaba hacer con aquella mujer y la verdad era que no estaba dispuesto a considerar a Conrad como a mi cuñado. No abandona uno a un amigo divinamente joven, de veinte años, para seducir —pese a uno mismo— a su hermana. Y luego, como si mi vaivén por la habitación me hubiera llevado a la otra extremidad del péndulo, volvía a ser temporalmente ese personaje a quien importaba un bledo mis complicaciones personales y que se parecía, sin duda, rasgo por rasgo, a todos los de mi raza que, antes que yo, habían buscado novia. Aquel muchacho, menos complicado de lo que habitualmente soy, palpitaba como cualquiera al recuerdo de unos blancos senos. Un poco antes de levantarse el sol —si es que se levantaba, en aquellos días grises— oí el dulce rumor fantasmal que producen las vestiduras femeninas temblando al viento de un corredor; se oía rascar la puerta como lo hace un animal familiar cuando quiere que su amo le abra la puerta, y la respiración entrecortada de una mujer tras haber corrido hasta el final de su destino. Sophie hablaba en voz baja, pegada la boca a la puerta de roble, y las cuatro o cinco lenguas que conocía —entre ellas el francés y el ruso— le servían para murmurar de diferentes formas esas torpes palabras que, en todos los países, son siempre las más trilladas y más puras.

    —Eric, mi único amigo, le suplico que me perdone.
    —Sophie, querida Sophie, me voy... La veré en la cocina mañana, a la hora en que salgamos. Tengo que hablarle... Discúlpeme.
    —Eric, yo soy quien le pide perdón.

    El que pretende recordar palabra por palabra una conversación siempre me pareció un mentiroso o un mitómano. A mí nunca me quedan sino briznas, un texto lleno de agujeros, como un documento comido por los gusanos. Mis propias palabras, incluso en el instante en que las pronuncio, no las oigo. En cuanto a las de mi interlocutor, se me escapan y sólo recuerdo el movimiento de una boca al alcance de mis labios. Todo lo demás no es sino reconstitución arbitraria y falseada, y esto vale igualmente para las demás palabras que trato de recordar aquí. Si me acuerdo poco más o menos sin error de las pobres insulseces que nos dijimos aquella noche, se debe probablemente a que éstas fueron las últimas palabras dulces que Sophie me dijo en su vida. Tuve que renunciar a dar la vuelta a la llave en la cerradura sin hacer ruido. Uno cree vacilar o haber tomado una decisión, pero siempre se debe a razones pequeñas el que la balanza se incline a uno u otro lado. Mi cobardía o mi valor no llegaban hasta el punto de poner a Conrad frente a una explicación. Conrad, con su ingenuidad, había creído ver en mi gesto del día anterior una protesta contra las familiaridades que el primer recién llegado se tomaba con su hermana; ignoro todavía si yo me habría resignado a confesarle alguna vez que, durante cuatro meses, había estado mintiéndole por omisión. Mi amigo daba vueltas en la cama soñando, con los involuntarios gemidos que le arrancaba el roce de su pierna herida contra la sábana; volví a tenderme en mi cama, con las manos bajo la nuca y traté de no pensar más que en la expedición del día siguiente. Si hubiera poseído a Sophie aquella noche, creo que hubiera gozado con avidez de aquella mujer a quien acababa de marcar como algo mío ante los ojos de todos. Sophie, por fin dichosa, hubiera sido seguramente invulnerable a los ataques que pronto iban a separarnos para siempre: hubiera sido, pues, de mí, de quien fatalmente hubiera venido la ruptura. Tras unas cuantas semanas de desencanto o de deleite, mi vicio —desesperante e indispensable al mismo tiempo—— me hubiera reconquistado; y ese vicio, pese a lo que pueda creerse, consiste menos en el amor por los chicos jóvenes que en amor a la soledad. Las mujeres no pueden vivir en soledad; todas la destrozan, aunque sólo sea para crear en ella un jardín. El ser que me constituye en aquello más inexorablemente personal que hay dentro de mí, hubiera terminado por vencer, con lo cual, de buen o mal grado, hubiera abandonado a Sophie, al igual que un jefe de Estado Mayor abandona una provincia demasiado alejada de la metrópolis. La hora de Volkmar hubiera vuelto infaliblemente a sonar para ella o, en su defecto, la hora de lanzarse a la calle. Hay cosas más limpias que una serie tal de desgarramientos y mentiras, que recuerdan el idilio del viajante y la criada, y hoy me parece que la desgracia no arregló tan mal las cosas. No es menos cierto que perdí probablemente una de las mejores oportunidades de mi vida. Pero existen oportunidades que, pese a todo, nuestro espíritu rechaza.

    Hacia las siete de la mañana bajé a la cocina, en donde Volkmar me esperaba ya preparado para marchar. Sophie había calentado café y preparado unas provisiones con los restos de la cena de la noche anterior; era perfecta en esos cuidados propios de la mujer de un soldado. Nos dijo adiós en el patio, poco más o menos en el mismo lugar donde yo había enterrado a Texas una noche de noviembre. No estuvimos a solas ni un instante. Dispuesto a comprometerme en cuanto regresara, no me disgustaba, sin embargo, poner entre mi declaración y yo un plazo de tiempo que tal vez tuviese la duración de la muerte. Los tres parecíamos haber olvidado los incidentes de la víspera; aquella cicatrización, al menos aparente, era un rasgo de nuestra vida sin cesar cauterizada por la guerra. Volkmar y yo besamos la mano que nos tendían, y que siguió haciéndonos señas desde lejos, señas que cada uno de nosotros creía destinadas a él solo. Nuestros hombres nos esperaban junto a los barracones, en cuclillas alrededor de una lumbre. Nevaba, lo que empeoraría el cansancio del camino, pero quizá nos salvaguardase de sorpresas. Los puentes habían saltado, pero el río estaba helado y seguro. Nuestro objetivo era llegar hasta Munau, en donde Broussaroff se hallaba bloqueado en una situación más expuesta que la nuestra, y proteger —en caso de necesidad— su repliegue sobre nuestras líneas.

    Las comunicaciones telefónicas estaban cortadas desde hacía unos días entre Munau y nosotros, sin que supiéramos si era menester atribuirlo a la tempestad o al enemigo. En realidad, el pueblo había caído en manos de los Rojos la víspera de Navidad. El resto de las tropas de Brussarof, duramente afectado, se había refugiado en Gurna. El mismo Brussarof se hallaba gravemente herido y murió una semana más tarde. En ausencia de otros jefes, me incumbió la responsabilidad de organizar la retirada. Intenté un contraataque sobre Munau, con la esperanza de recobrar a los prisioneros y el material de guerra, lo que logró únicamente debilitarnos más aún. Brussarof, en sus momentos de lucidez, se obstinaba en no abandonar Burna, cuya importancia estratégica exageraba. Además, yo siempre consideré bastante incapaz a ese supuesto héroe de la ofensiva de 1914 contra nuestra Prusia Oriental. Era indispensable que uno de nosotros se acercase a Kratovicé para traer a Rugen, y seguidamente se encargara de llevarle a von Wirtz un informe exacto sobre nuestra situación, o más bien dos informes, el de Brussarof y el mío. Si elegí a Volkmar para esta misión fue porque era el único que poseía el tacto suficiente para tratar con el comandante en jefe, y para convencer a Rugen de que se reuniese con nosotros, pues no he dicho que una de las particularidades de Paul consistía en albergar una aversión sorprendente hacia los oficiales de la Rusia Imperial, incluso hacia aquellos que militaban en nuestras filas, que eran casi tan irreductiblemente hostiles a los emigrados como a los bolcheviques. Además y por una curiosa deformación profesional, la abnegación de Paul por los heridos no iba más alla de las paredes de su ambulancia. Brussarof, que estaba muriéndose en Gurna, le interesaba menos que cualquiera de los heridos que había operado recientemente.

    Entendámonos, no quiero ser acusado de mayor perfidia de la que soy capaz. Yo no trataba de quitarme de encima a un rival (este término hace sonreír) encargándole una misión peligrosa. Partir no era más peligroso que quedarse y no creo que Volkmar me guardara rencor por exponerlo a un riesgo suplementario. Tal vez se lo esperase y, llegado el caso, él hubiera hecho lo mismo conmigo. La otra solución hubiera sido volver yo mismo a Kratovicé dejando el mando en manos de Volkmar; pues Brussarof estaba delirando y ya no contaba para nada. En aquel momento, Volkmar se enfadó de que se le atribuyese el papel menos importante; tal y como después sucediernn las cosas supongo que me agradecería el haber tomado sobre mí la mayor responsabilidad. Tampoco es cierto que yo lo mandase a Kratovicé para ofrecerle una última oportunidad de suplantarme definitivamente cerca de Sophie: esas son finuras de las que uno no se da cuenta hasta después. Yo no desconfiaba de Volkmar, lo que tal vez hubiera sido normal entre ambos: contra todo lo esperado había dado muestras de ser bastante buena persona durante aquellos días que pasamos uno al lado de otro. En esto, como en muchas otras cosas, me fallaba el olfato. Las virtudes de camaradería de Volkmar no eran, para hablar con propiedad, un revestimiento hipócrita, sino una especie de gracia de estado militar que él se ponía y se quitaba junto con el uniforme. Hay que decir también que sentía hacia mí un antiguo odio animal y no sólo interesado. Yo era, a sus ojos, un objeto de escándalo probablemente tan repugnante como una araña. Es posible que creyera un deber advertirle a Sophie en contra mía y aún debo agradecerle el no haber jugado esa carta antes. Yo me suponía que era peligroso para mí ponerlo frente a Sophie, a suponer que ésta me importase mucho, pero no era el momento adecuado para consideraciones de esa clase y, de todos modos, mi orgullo me hubiese impedido detenerme en ellas. En cuanto a perjudicarme cerca de von Wirtz, estoy persuadido de que no lo hizo. Aquel tal Volkmar era un hombre honrado, hasta cierto punto, como todo el mundo.

    Rugen llegó unos días más tarde, flanqueado por camiones blindados y una ambulancia. Nuestra estancia en Gurna no podía prolongarse, así que determiné llevarnos a Brussarof a la fuerza. Murió por el camino, como era de prever, y resultaría tan molesto de muerto coma lo fue de vivo. Nos atacaron más arriba del río y sólo conseguí salvar a un puñado de hombres con los que seguí hasta Kratovicé. Los errores que cometí durante aquella retirada en miniatura me sirvieron unos meses más tarde para las operaciones efectuadas en la frontera de Polonia, y cada uno de aquellos muertos de Gurna me ayudo después a salvar una docena de vidas. Poco importa: los vencidos nunca tienen razón y yo merecía todos los vituperios que cayeron sobre mí, salvo el de no haber obedecido las órdenes de un enfermo cuyo cerebro empezaba ya a disgregarse. La muerte de Paul, sobre todo, me trastornó: yo no tenía otro amigo. Me doy cuenta de que esta afirmación parece contradecir todo lo que llevo dicho hasta aquí. Si uno se detiene a pensarlo, es bastante difícil, sin embargo, poner de acuerdo esas contradicciones. Pasé la primera noche que siguió a mi regreso en los barracones, tendido en uno de esos jergones cuajados de piojos que añadían a nuestros peligros el del tifus exantemático, y creo que dormí con la pesadez de un muerto. No había cambiado de resolución en lo que a Sophie concernía y, por lo demás, carecía de tiempo para pensar en ella, mas tal vez no quisiera poner el pie en la trampa inmediatamente, aun habiendo aceptado ser atrapado en ella. Todo, aquella noche, me parecía innoble, inútil, embrutecedor y gris.

    Al día siguiente, en una mañana de nieve derretida y de viento del oeste, franqueé la corta distancia existente entre los barracones y la mansión. Para subir al despacho de Conrad, lo hice por la escalera de honor, atestada de paja y de cajones hundidos, en lugar de subir por la de servicio, que yo casi siempre utilizaba.

    No me había lavado ni afeitado y me encontraba en estado de absoluta inferioridad en caso de hallarme ante una escena de reproches o de amor. La escalera estaba muy oscura, tan sólo iluminada por la luz de una rendija de un postigo cerrado. Entre el primero y el segundo piso me encontré súbitamente cara a cara con Sophie que bajaba la escalera. Llevaba puesta la pelliza y las botas para la nieve, así como una ligera toquilla de lana tapándole la cabeza, a la manera de esos pañuelos de seda que se ponen las mujeres este año en las playas. En la mano sostenía un paquete envuelto en un trapo de cocina atado por las cuatro puntas, pero yo ya la había visto en muchas otras ocasiones con paquetes semejantes en sus visitas a la ambulancia o a la mujer del jardinero. Nada de todo aquello era nuevo para mí y lo único que hubiese podido ponerme sobre aviso hubiera sido su mirada. Pero procuró eludir la mía.

    —Sophie, ¿cómo sale usted con un tiempo tan malo? —bromeé yo tratando de cogerle la muñeca.
    —Sí —dijo ella—. Me marcho.

    Su voz me hizo comprender que se trataba de algo serio y que, en efecto, estaba decidida a salir.

    —¿Adónde va usted?
    —Eso no le incumbe —dijo ella apartando la muñeca con seco ademán, y en su garganta se notó una ligera hinchazón, semejante al bulto que en el cuello tienen las palomas, indicando así que se tragaba un sollozo.
    —¿Y se puede saber por qué se marcha, querida?
    —¡Ya estoy harta! —repitió ella con un movimiento convulsivo en los labios, que al instante me recordó el tic de la tía Prascovie—. ¡Ya estoy harta!

    Y cambiando su ridículo paquete de la mano izquierda a la mano derecha, paquete que le daba el aspecto de una criada a quien hubieran echado a la calle, se abalanzó para escapar y sólo consiguió bajar un peldaño, lo que nos acercó a pesar suyo. Entonces, respaldándose contra el muro de manera tal que le permitiese dejar entre ambos el mayor espacio posible, alzó hacia mí, por primera vez, unos ojos horrorizados.

    —¡Ah! —dijo—. Todos ustedes me dan asco.

    Estoy seguro de que las palabras que después soltó al azar no eran de ella, y no es difícil adivinar de quién las tomaba. Parecía una fuente escupiendo lodo. Su rostro tomaba la expresión de una grosera campesina: en ocasiones he visto esas explosiones de obscenidad en las mujeres del pueblo. Poco importaba que sus acusaciones fueran o no justificadas y además, todo lo que se suele decir sobre esas materias son siempre falsedades, pues las verdades sensuales escapan al lenguaje y están hechas únicamente para ser susurradas de unos labios a otros. La situación se esclarecía: yo tenía ante mí a un adversario y el haber supuesto que había odio dentro de la abnegación de Sophie me tranquilizaba al menos sobre mi clarividencia. Es posible que una confidencia total por mi parte le hubiera impedido pasarse de esta manera al enemigo, mas esas consideraciones resultan inútiles, como las que establecen la posible victoria de Napoleón en Waterloo.

    —¿Y supongo que todas esas infamias las sabe usted por Volkmar?
    —¡Oh, ese...! —contestó con tal aire de desprecio que no me dejó duda alguna sobre los sentimientos que albergaba por él. En aquel momento debía de confundirnos a ambos en un mismo desprecio, y junto con nosotros a todo el resto de los hombres.
    —¿Sabe usted lo que me extraña? Que esas encantadoras ideas no se le hayan ocurrido hace ya mucho tiempo —dije con el tono más despreocupado posible y tratando, no obstante, de arrastrarla a uno de esos debates en que ella se hubiera perdido dos meses atrás.
    —Sí —respondió distraídamente—. Sí, pero no tiene importancia.

    No estaba mintiendo: nada tiene importancia para las mujeres si no es ellas mismas, y cualquier otra opción les parece una locura crónica o una aberración pasajera. Le iba a preguntar ásperamente qué era lo que le importaba entonces, cuando vi descomponerse su rostro y sus ojos, estremeciéndose en un nuevo ataque de desesperación, como si estuviera bajo la punzada intensa de una neuralgia.

    —De todos modos, nunca creí que mezclara usted a Conrad en esto.

    Volvió debilmente la cabeza y sus pálidas mejillas se llenaron de fuego, como si la vergüenza de semejante acusación fuera demasiado grande para no salpicarla también a ella.

    Comprendí entonces que la indiferencia hacia los suyos, que tanto me había escandalizado en Sophie, era un síntoma engañoso, una astucia del instinto para mantenerlos lejos de la miseria y del fango en que ella creía haber caído; que su ternura hacia su hermano había seguido manando a través de mí, invisible como un manantial en el agua salada del mar. Aún más, había investido a Conrad con todos los privilegios y virtudes a los que renunciaba, como si aquel frágil muchacho fuera su inocencia. El ver que ella tomaba su defensa en contra mía me alcanzó en el punto más sensible de mi mala conciencia. Todas las respuestas hubieran sido buenas, salvo aquella con la que tropecé por irritación, por timidez, por un deseo apresurado de herir para vengarme. En lo más profundo de nosotros vive un patán insolente y obtuso, y él fue quien replicó:

    —Las mujeres del arroyo no tienen por qué encargarse de vigilar las costumbres, querida amiga.

    Me miró con sorpresa, como si, de todos modos, no se esperase aquello y me percaté demasiado tarde de que hubiese aceptado con gozo una negativa por mi parte y que, en cambio, una confesión hubiera provocado en ella un torrente de lágrimas. Inclinada hacia adelante y frunciendo el ceño buscó una respuesta a esta frasecita que nos separaba más que una mentira o que un vicio y, al no encontrar más que un poco de saliva en su boca, me escupió a la cara. Apoyado en la barandilla la miré estúpidamente bajar las escaleras, con paso a un mismo tiempo pesado y rápido. Una vez abajo se enganchó sin querer la pelliza en el clavo herrumbroso de un cajón de embalaje y tiró, desgarrando todo un trozo del chaquetón de nutria. Un instante después oí cerrarse la puerta del vestíbulo.

    Me limpié la cara con la manga antes de entrar a ver a Conrad. El ruido de ametralladora y de máquina de coser del telégrafo crepitaba al otro lado de las contraventanas abiertas. Conrad estaba trabajando de espaldas a la ventana, acodado a una enorme mesa de roble esculpido, en medio de aquel despacho donde un abuelo maníaco había amontonado una grotesca colección de recuerdos de caza. Una serie ridícula y siniestra de animalitos disecados llenaba las estanterías y siempre me acordaré de una ardilla ataviada de manera risible con una chaqueta y un gorrito tirolés, cubriendo su pelaje comido por los gusanos. Pasé unos cuantos de los momentos más críticos de mi vida en aquella estancia que olía a alcanfor y a naftalina. Conrad apenas levantó, al verme, su cara pálida y surcada por el agotamiento y la inquietud. Me fijé en que el mechón de pelo rubio, que se obstinaba en caer sobre su frente, empezaba a ser menos tupido y brillante que antaño: empezaría a quedarse calvo a los treinta años. Conrad, como buen ruso, era uno de los fanáticos admiradores de Brussarof; me creía equivocado, tanto más cuanto que se había angustiado mucho por mí. Me interrumpió en cuanto empecé a hablar.

    —Volkmar no creía que Brussarof estuviese herido mortalmente.
    —Volkmar no es médico —le contesté yo, y el choque que me produjo este nombre hizo que se desbordara en mí todo el rencor contra aquel personaje, del que no me sentía capaz diez minutos antes—. Paul pensó en seguida que a Brussarof no le quedaban más de cuarenta y ocho horas de vida...
    —Y como Paul no esta aquí, sólo nos queda creer en tu palabra.
    —Di en seguida que hubieras preferido que no volviese.
    —¡Ah, cuánto asco me dais todos! —dijo cogiéndose la cara entre sus estrechas manos, y me sorprendió lo idéntico que fue aquel grito al de la fugitiva. El hermano y hermana eran igualmente puros, intolerantes e irreductibles.

    Mi amigo no de perdonó jamás la pérdida de aquel anciano imprudente y mal informado, pero sostuvo en público hasta el final ese modo de obrar que para sí juzgaba imperdonable. De pie ante la ventana, yo escuchaba a Conrad sin interrumpirle; aún más, apenas si le oía. Una figura pequeña, que se destacaba sobre un fondo de nieve, de barro y de cielo gris, ocupaba mi atención y mi único temor era que Conrad se levantase cojeando y acudiera a su vez a echar una ojeada por la ventana. Esta daba al patio y, más alla de la antigua panadería, se vislumbraba un recodo de la carretera que conducía al pueblo de Mârba, a la otra orilla del lago. Sophie caminaba penosamente, arrancando con esfuerzo del suelo sus pesadas botas, que iban dejando tras ella unas huellas enormes; agachaba la nuca, cegada sin duda por el viento, y su hatillo le hacía parecerse, desde lejos, a una vendedora ambulante. Contuve la respiración hasta el momento en que su cabeza, envuelta en la toquilla, desapareció por detrás del pequeño muro en ruinas que bordeaba la carretera. La censura que la voz de Conrad seguía vertiendo sobre mí, yo la aceptaba a cambio de los justificados reproches que hubiera tenido derecho a hacerme de haber sabido que yo consentía en que Sophie se marchara sola y sin esperanza de regresar, en una dirección desconocida. Estoy seguro de que, en aquel momento, ella tenía justo el valor necesario para seguir andando sin volver atrás la cabeza. Conrad y yo hubiéramos podido alcanzarla fácilmente y traerla a casa a la fuerza, y eso era precisamente lo que no quería. Por rencor, en primer lugar y además porque después de lo sucedido entre ella y yo, ya no soportaba volver a verla, ni que entre nosotros se instalara de nuevo aquella situación monótona y tensa. Por curiosidad también, y aunque sólo fuera por dejar a los acontecimientos la oportunidad de desarrollarse por sí mismos. Una cosa al menos estaba clara: ella no iba a arrojarse en brazos de Volkmar. Contrariamente también a la idea que un momento antes me había pasado por la cabeza, aquel camino de sirga abandonado no la llevaba a las avanzadillas rusas. Yo conocía demasiado bien a Sophie para saber que nunca volveríamos a verla viva en Kratovicé, pero conservaba, pese a todo, la certidumbre de que un día u otro nos encontraríamos frente a frente. Aún habiendo sabido en qué circunstancias, creo que no habría hecho nada por interponerme en su camino. Sophie no era ninguna niña y yo respeto lo suficiente a las personas, a mi manera, como para no impedirles que tomen sus responsabilidades.

    Por muy extrano que esto pueda parecer, pasaron cerca de treinta horas antes de que fuera descubierta la desaparición de Sophie. Como era de esperar, fue Chopin quien dio la alarma. Había visto a Sophie el día anterior al mediodía, en el lugar en que el camino que va hacia Marba se separa de la orilla y se adentra por un bosquecillo de pinos. Sophie le había pedido un cigarrillo y, como sólo le quedaba uno, él lo había compartido con ella. Se habían sentado uno al lado del otro en el banco viejo que aún quedaba allí, testimonio desvencijado de una época en que todo el estanque se hallaba comprendido dentro de los límites del parque, y Sophie le había preguntado por su mujer a Chopin, pues esta acababa de dar a luz en una clínica de Varsovia. Al marcharse, ella le había pedido que no contara nada de aquel encuentro.

    —Sobre todo, nada de habladurías, ¿me has comprendido? Es Eric quien me envía, sabes...

    Chopin estaba acostumbrado a verla llevar peligrosos mensajes por orden mía, cosa que me reprochaba en silencio. Al día siguiente, no obstante, me preguntó si yo le había encargado alguna misión a la muchacha, en dirección a Mârba. Tuve que contentarme con encogerme de hombros; Conrad, inquieto, insistió; tuve entonces que mentir y manifestarle que no había visto a Sophie desde que había regresado. Hubiera sido más prudente admitir que me había cruzado con ella por la escalera, pero uno miente casi siempre para sí mismo y para esforzarse por alejar un recuerdo.

    Al día siguiente, unos refugiados rusos recién llegados a Kratovicé aludieron a una joven campesina vestida con una pelliza de pieles, con quien habían tropezado a lo largo del camino, bajo el tejadillo de una choza en donde estuvieron descansando durante una ráfaga de nieve. Habían intercambiado con ella saludos y bromas entorpecidas por su ignorancia del dialecto, y ella les había ofrecido su pan. A las preguntas que uno de ellos le había hecho en alemán, ella había contestado meneando la cabeza, como si no conociese más que el dialecto local. Chopin insistió para que Conrad organizase una búsqueda por los alrededores, lo que no dio ningún resultado. Todas las granjas que por aquella parte había estaban abandonadas y las huellas solitarias que se encontraron en la nieve hubieran podido pertenecer igualmente a un merodeador o a un soldado. Al día siguiente, el mal tiempo disuadió incluso al mismo Chopin de continuar sus exploraciones y un nuevo ataque de los Rojos nos obligó a preocuparnos de otra cosa que no fuera la huida de Sophie.

    Conrad no me había encargado la custodia de su hermana y yo, después de todo, no era quien la había empujado voluntariamente por los caminos. No obstante, durante todas aquellas largas noches, la imagen de la joven pateando el barro helado obsesionó mi insomnio tan obstinadamente como si se hubiera tratado de un fantasma. Y de hecho, Sophie muerta nunca me persiguió tanto como lo hacía por aquel entonces Sophie desaparecida. A fuerza de reflexionar sobre las circunstancias de su partida, di con una pista que guardé para mí. Me figuraba desde hacía mucho tiempo que la toma de Kratovicé a los Rojos no había interrumpido por completo las relaciones entre Sophie y el antiguo dependiente de la librería, Grigori Loew. Ahora bien, el camino hacia Mârba también llevaba a Lilienkron, en donde la madre de Loew ejercía la doble y lucrativa profesión de comadrona y de modista. Su marido, Jacob Loew, había practicado el oficio casi tan oficial y más lucrativo aún de la usura, mucho tiempo sin saberlo su hijo —quiero creerlo así— y después para gran repugnancia de éste. Durante las represalias de las tropas antibolcheviques, el tío Loew fue asesinado en el umbral de la prendería y ahora desempeñaba, en la pequeña comunidad judía de Lilienkron, el interesante puesto de mártir. En cuanto a la mujer, aunque sospechosa desde todos los puntos de vista, puesto que su hijo era un alto mando del ejército bolchevique, había conseguido hasta ese día seguir en la comarca, y tanta habilidad o bajeza no me predisponían a su favor. Después de todo, la lámpara colgante de porcelana y el salón tapizado de reps escarlata de la familia Loew habían sido para Sophie la única experiencia personal fuera de Kratovicé, y desde el momento en que ella nos dejaba, no podía hacer más que volverse hacia ellos. Yo no ignoraba que había consultado a la tía Loew, por aquella época en que se creía amenazada por enfermedad o embarazo, consecuencia de la violación que fue su primer infortunio. Para una mujer como ella, el haber puesto ya una vez su confianza en aquella matrona israelita era una razón para confiarse de nuevo y siempre. Además —y yo debía de ser bastante perspicaz para percatarme de ello a la primera ojeada, pese a mis prejuicios más queridos—, el rostro de aquella anciana deformado por la grasa reflejaba una densa bondad. En la vida de cuartel que le habíamos hecho llevar a Sophie, quedaba siempre entre ellas dos la francmasonería de las mujeres.

    Con el pretexto de contribuciones de guerra, salí para Lilienkron llevando conmigo a unos cuantos hombres en un viejo camión blindado. El chirriante vehículo se detuvo delante de la casa medio rural, medio urbana, en donde la tía Loew tendía su colada al sol de febrero y aprovechaba, para extenderla bien, el jardín abandonado de sus vecinos ausentes. Por encima de su vestido negro y del delantal de tela blanca, reconocí la pelliza corta y rota de Sophie, ridículamente estrecha para la cintura de la vieja. El registro no hizo sino revelar la cantidad esperada de barrenos esmaltados, de antisépticos y de revistas de moda traídas de Berlín, que databan de cinco o seis años atrás. Mientras mis soldados revolvían los armarios atestados de ropa vieja, que algunas campesinas a corto de dinero habían dejado en pago a la comadrona, la tía Loew me hizo sentar en el canapé rojo del comedor. Al mismo tiempo que se negaba a explicarme cómo se hallaba en su poder la pelliza de Sophie, insistía para que tomase al menos un vaso de té, con una mezcla de asquerosa obsequiosidad y de hospitalidad bíblica. Semejante refinamiento de cortesía acabó por parecerme sospechoso y entré en la cocina justo a tiempo para impedir que las llamas que lamían el samovar terminaran de consumir una decena de mensajes del querido Grigori. La tía Loew, por superstición maternal, había guardado aquellos papeles comprometedores, de los cuales el último databa de quince días atrás por lo menos y, por consiguiente, nada podían revelarme de lo que yo iba buscando. Convicta de entendimiento con los Rojos, la vieja judía iría derechita al paredón, aunque aquellos papeles ennegrecidos sólo contuvieran futiles testimonios de afecto filial, y aún así, podía tratarse de un código. Las pruebas eran más que suficientes para justificar una detención a los propios ojos de la interesada. Cuando volvimos a sentarnos en el diván tapizado de reps rojo, la anciana se resignó a transigir entre el silencio y la confesión. Confesó que Sophie, extenuada, había estado en su casa descansando el jueves por la tarde; se había vuelto a marchar ya de noche. En cuanto al objetivo de su visita, en un principio no obtuve ni la más mínima aclaración.

    —Quería verme, eso es todo —dijo con tono enigmático la vieja judía, guiñando los ojos con nerviosismo, unos ojos que aún seguían siendo hermosos a pesar de sus párpados hinchados.
    —¿Estaba encinta?

    Aquello no era sólo una brutalidad gratuita. Un hombre a corto de certidumbres llega lejos por el campo de las hipótesis. Si alguna de aquellas aventuras de Sophie hubiera tenido consecuencias, la joven hubiera huído de mí exactamente de la misma manera que lo había hecho, y la disputa de la escalera hubiese servido para camuflar las razones secretas de aquella huída.

    —Vamos, señor oficial. Una persona como la joven condesa no es como una de estas campesinas.

    Acabó por confesar que Sophie había ido a Lilienkron con la intención de pedir ropa de hombre prestada, de la que había pertenecido a Grigori.

    —Se probó la ropa en ese mismo sitio en donde usted se encuentra ahora, señor oficial. Yo no podía negársela. Pero no le estaba bien, era demasiado alta.

    Recordé, en efecto, que a la edad de diecisiete años, Sophie ya le llevaba la cabeza al desmedrado dependiente de la librería. Resultaba cómico imaginarla esforzándose por ponerse los pantalones y la chaqueta de Grigori.

    La tía Loew le había ofrecido un vestido de campesina, pero Sophie se había obstinado en su idea y terminaron por encontrarle ropa de hombre poco más o menos decente. También le habían procurado un guía.

    —¿Y quien es ese guía?
    —Todavía no ha vuelto —se contentó con responder la vieja judía, cuyas mejillas caídas empezaron a temblar.
    —Y es precisamente porque no ha vuelto por lo que usted no ha tenido carta de su hijo esta semana. ¿Dónde están?
    —Si lo supiera, señor, creo que tampoco se lo diría —repuso ella con cierta nobleza—. Pero aún suponiendo que lo supiera hace unos días, ya se figurará usted que mis informaciones no tendrían ningún valor en estos momentos.

    Aquello era de sentido común y la gruesa mujer que, a pesar suyo, daba muestras de terror físico, no carecía de un secreto coraje. Sus manos cruzadas sobre el vientre temblaban convulsivamente, pero las bayonetas hubieran sido tan impotentes con ella como con la madre de los Macabeos. Yo ya estaba decidido a dejar la vida salva a aquella mujer que, después de todo, no había hecho más que entrar en la partida que Sophie y yo jugábamos uno contra el otro. Aquello no arregló nada, pues unas semanas más tarde unos soldados acabaron con la anciana judía, pero en lo que a mí concernía, lo mismo hubiera podido aplastar a un gusano que matar a aquella desdichada. Hubiera sido menos indulgente de haber tenido a Grigori o a Volkmar frente a mí.

    —¿Y la señorita de Reval le había confiado seguramente su proyecto desde hace mucho tiempo?
    —No. Había hablado de ello el pasado otoño —dijo con esa tímida manera de mirar que trata de percatarse de si el interlocutor está o no informado—. Desde entonces, no había vuelto a decir nada.
    —Bien —dije levantándome, y metí al mismo tiempo en mi bolsillo el paquete carbonizado de las cartas de Grigori.
    —¿Sabe usted a cuantos peligros se ha expuesto al ayudar a la señorita de Reval a pasarse al enemigo?
    —Mi hijo me dijo que me pusiera al servicio de la joven condesa —me contestó la comadrona, a quien parecía importarle poco la fraseología de los nuevos tiempos—. Si ha conseguido reunirse con él —anadió como a pesar suyo, y su voz no pudo contener un cacareo de orgullo—, pienso que mi Gregori y ella se habrán casado. Esto facilita también las cosas.

    En el camión que me devolvía a Kratovicé, me puse a reír en alto de mi solicitud para con la joven señora Loew. Cierto era que, con toda probabilidad, el cuerpo de Sophie más bien estaría en aquel momento tendido en una cuneta o detrás de un matorral, con las rodillas dobladas, los cabellos manchados de barro, semejante al cadáver de una perdiz o de un faisán deteriorado por un cazador furtivo. De las dos posibilidades, es natural que yo prefiriese esta última.

    No le oculté nada a Conrad de los informes obtenidos en Lilienkron. Yo necesitaba, sin duda, saborear aquella amargura en compañía de alguien. Estaba claro que Sophie había obedecido al impulso que empuja a una mujer abandonada o seducida —incluso sin tendencia a soluciones extremas— a entrar en un convento o en un burdel. Sólo Loew me estropeaba un poco estas consideraciones, pero yo tenía la suficiente experiencia por aquella época para saber que uno no elige a los comparsas de su vida. Yo había sido el único obstáculo para que no creciera en Sophie el germen revolucionario; desde el momento en que arrancaba ese amor, no podía sino comprometerse a fondo por un camino jalonado con las lecturas de su adolescencia, por la camaradería excitante del joven Grigori y por esa repugnancia que las almas sin ilusiones sienten por el medio que las vio crecer. Pero Conrad tenía esa tara nerviosa de no poder aceptar nunca los hechos tal y como son, sin prolongaciones dudosas de interpretaciones o hipótesis. A mí me afectaba el mismo vicio pero, al menos, mis suposiciones no se convertían —como en su caso— en un mito o en una novela vivida. Cuanto más reflexionaba Conrad sobre aquella secreta huida, sin una carta, sin un beso de adiós, más sospechaba la existencia de otros motivos, que más valía dejar en la sombra, para la desaparición de Sophie. Aquel largo invierno en Kratovicé había convertido a los hermanos en extraños uno para el otro, tanto como sólo pueden llegar a serlo dos miembros de la misma familia. Después de mi regreso a Lilienkron, Sophie ya no fue para Conrad más que una espía cuya presencia entre nosotros explicaba nuestros sinsabores e incluso mi reciente derrota en Gurma.

    Yo estaba tan seguro de la integridad de Sophie como de su valor, y aquellas acusaciones imbéciles abrieron una brecha en nuestra amistad. Siempre vi cierta bajeza en quienes creen con tanta facilidad en la indignidad de los demás. Mi estimación por Conrad disminuyó un poco a causa de esto, hasta el día en que comprendí que hacer de Sophie una Mata—Hari de película o de novela popular tal vez fuese para mi amigo una ingenua manera de honrar a su hermana, de prestarle a aquel rostro de grandes ojos locos esa belleza sobrecogedora que su ceguera de hermano no le había permitido hasta ahora reconocer en ellos. Peor aún: el indignado estupor de Chopin fue tal que aceptó sin discusión las explicaciones románticas y policiales de Conrad. Chopin había adorado a Sophie; su decepción era demasiado fuerte para que no le escupiese a aquel ídolo que se había pasado al enemigo. De nosotros tres, yo era ciertamente el de corazón menos puro y, no obstante, era el único que confiaba en Sophie, el único que trataba de pronunciar ese veredicto de inocencia que Sophie pudo, con toda justicia, aplicarse a sí misma antes de morir. Y es que los corazones puros se acomodan a una buena dosis de prejuicios, cuya ausencia quizá compense en los cínicos a la de los escrúpulos. También es verdad que yo ganaba más que perdía con aquel suceso, y no podía por menos —como tan a menudo me ha ocurrido en la vida— de hacer guiños de complicidad a aquella desgracia. Se pretende que el destino sobresale como nadie en el arte de apretar los nudos en torno al cuello del condenado a muerte; a mi entender, lo que sabe hacer muy bien, sobre todo, es romper los hilos. A la larga y lo queramos o no, nos saca de apuros liberándonos de todo.

    A partir de aquel día, Sophie quedó tan definitivamente enterrada para nosotros como si una bala hubiese agujereado su cuerpo y yo me hubiera traído su cadaver de Lilienkron. El vacío producido por su partida no fue proporcionado al lugar que había parecido ocupar entre nosotros. Había bastado con que desapareciese Sophie para que en aquella casa sin mujeres (la tía Prascovie era, todo lo más, un fantasma) reinase una calma propia de un convento de hombres o del sepulcro. Nuestro grupo, más reducido cada vez, recuperaba la gran tradición de la austeridad y del valor viriles. Kratovicé volvía a ser lo que había sido en tiempos que creíamos caducos: un puesto de la Orden Teutónica, una ciudadela avanzada de Caballeros Portadores de Espadas. Cuando pienso, pese a todo, en Kratovicé como en una cierta noción de la felicidad, recuerdo aquel período casi tanto como el de mi infancia. Europa nos traicionaba; el gobierno de Lloyd George favorecía a los soviets, von Wirk se iba a Alemania, abandonando definitivamente el embrollo ruso—báltico; las negociaciones de Dorpat, desde hacía tiempo, habían arrebatado toda la legalidad y casi todo sentido a nuestro núcleo de resistencia obstinado e inútil; al otro lado del continente ruso, Wrangel, sustituyendo a Denikine, pronto firmaría la lamentable declaración de Sebastopol, casi de la misma forma que un hombre firma su sentencia de muerte, y las dos ofensivas victoriosas de mayo y agosto en el frente de Polonia, aún no habían suscitado unas esperanzas pronto aniquiladas por el armisticio de septiembre y el consecutivo aplastamiento de Crimea... Pero este resumen que estoy haciendo aquí, lo cuento después de haber pasado los acontecimientos, al igual que la Historia, y no impide que yo viviera durante aquellas semanas tan libre de inquietudes como si al día siguiente tuviera que morir o vivir para siempre. El peligro saca a la luz lo peor del alma humana, pero también lo mejor. Como en el alma humana, generalmente, hay más malo que bueno, la atmósfera de la guerra es, a fin de cuentas, la más asquerosa que existe. Pero esto no me hará ser injusto con los escasos momentos de grandeza que pudo comportar. Si la atmósfera de Kratovicé era mortal para los microbios de la bajeza, fue seguramente porque tuve el privilegio de vivir junto a unos seres esencialmente puros. Los temperamentos como el de Conrad son frágiles y donde mejor se sienten es en el interior de una armadura. Entregados al mundo, a las mujeres, a los negocios, a los éxitos fáciles, su solapada disolución siempre me recordó al repugnante marchitamiento de los lirios, de esas sombrías flores en forma de hierro de lanza, cuya pegajosa agonía contrasta con el desecamiento heroico de las rosas. He conocido poco más o menos todos los sentimientos bajos, y no puedo decir que sea refractario al miedo. En cuanto a temores, Conrad era absolutamente virgen. Existen seres así, y son, a menudo, los más frágiles de todos, que viven a sus anchas en la muerte como si ésta fuera su elemento natal. Se habla con frecuencia de esa especie de investidura de los tuberculosos destinados a morir jóvenes; pero a veces he visto, en muchachos destinados a una muerte violenta, esa ligereza que es a un mismo tiempo su virtud y su privilegio de dioses.

    El treinta de abril, en un día de rubia bruma y de luz tierna, abandonamos melancólicamente Kratovicé ya indefendible, con su parque triste, que después transformaron en parque de juegos para obreros soviéticos, y su asolado bosque por donde merodeaban aún, hasta los primeros años de la guerra, los únicos uros supervivientes de la prehistoria. La tía Prascovie se había negado a salir de allí y la habíamos dejado en manos de una vieja sirvienta. Más tarde me enteré de que sobrevivió a todas nuestras desgracias. El camino se hallaba cortado detrás de nosotros, pero yo albergaba la esperanza de reunirme con las fuerzas antibolcheviques en el suroeste de la comarca y, en efecto, conseguí alcanzarlas cinco semanas más tarde, con el ejército polaco aún en plena ofensiva. Contaba, para ayudarme a abrirme paso de aquel modo desesperado, con la rebelión de los campesinos del distrito, agotados por el hambre; no me equivoqué, pero aquellos desdichados no tenían la posibilidad de darnos de comer, así que el hambre y el tifus se llevaron su cuota correspondiente de hombres antes de llegar a Vitna. Dije antes que el Kratovicé de comienzos de la guerra era Conrad y no mi juventud; es posible también que aquella mezcla de indigencia y de grandeza, de marchas forzadas y de cabelleras de sauces mojadas, en los campos inundados por la crecida de los ríos, de fusilamientos y de repentinos silencios, de retortijones de estómago y de estrellas temblando en la noche pálida, como nunca las vi temblar después, fuese para mí Conrad y no la guerra, y la aventura al margen de una causa perdida. Cuando pienso en aquellos últimos días de la vida de mi amigo, evoco automáticamente el poco conocido cuadro de Rembrandt que el azar de una mañana de aburrimiento y de nieve me hizo descubrir unos años más tarde en la Galería Frick de Nueva York, en donde me hizo el efecto de un fantasma con un número de orden y figurando en el catálogo. Aquel joven erguido sobre un caballo pálido, aquel semblante a un mismo tiempo sensible y hosco, aquel paisaje desolado en donde el animal alarmado parece olerse la desgracia, y la Muerte y la Locura infinitamente más presentes que en el viejo grabado alemán, pues para sentirlas muy cerca ni siquiera hace falta su símbolo... Fui mediocre en Manchuria, y me alabo de no haber desempeñado en España sino un papel lo más insignificante posible. Mis cualidades de jefe sólo dieron su medida en aquella retirada, y frente a un puñado de hombres a los que me ataba mi único pacto humano. Comparado con aquellos eslavos que se abismaban vivos en la desgracia, yo representaba el espíritu geométrico, el mapa de Estado Mayor, el orden. En el pueblo de Novogrodno, fuimos atacados por un destacamento de jinetes cosacos. Conrad, Chopin, unos cincuenta hombres más y yo nos atrincheramos en el cementerio, separados del resto de nuestras tropas, acantonadas en la aldea, por una amplia ondulación de terreno semejante a la palma de una mano. Al llegar la noche, los últimos caballos enemigos desaparecieron por los campos de centeno, pero Conrad, herido en el vientre, estaba agonizando.

    Me temí que le faltase el valor para pasar ese amargo cuarto de hora más largo que toda su vida, ese mismo valor que a menudo nace de pronto en los que han temblado hasta entonces. Pero cuando por fin me fue posible ocuparme de él, ya había franqueado esa línea de demarcación ideal más alla de la cual ya no se le tiene miedo a la muerte. Chopin le había metido en la herida uno de aquellos paquetes de vendas que con tanto cuidado reservábamos; para las heridas menos graves, empleábamos musgo seco. Caía la noche; Conrad reclamaba luz con una voz débil, obstinada, infantil, como si la oscuridad fuese lo peor de la muerte. Encendí uno de los faroles de hierro que, por aquellas tierras, cuelgan sobre las tumbas. Aquella lamparilla visible desde muy lejos en la noche clara, podía atraer los disparos, pero me importaba un bledo, como podrán figurarse. Sufría hasta tal punto que, más de una vez, pensé en rematarlo; si no lo hice, fue por cobardía. En pocas horas lo vi cambiar de edad y casi cambiar de siglo: se fue pareciendo sucesivamente a un oficial herido de las campañas de Charles XII, a un caballero de la Edad Media tendido en un sepulcro, en fin, a cualquier moribundo sin características de casta o de época, a un joven campesino, a un batelero de esas provincias del Norte de donde procedía su familia. Murió al amanecer, irreconocible, casi inconsciente, atiborrado de ron que Chopin y yo le dábamos, alternativamente: nos relevábamos para sostener a la altura de sus labios el vaso lleno hasta el borde y para apartar de su rostro a un enjambre empedernido de mosquitos.

    Apuntaba el día y había que partir, mas yo me aferraba salvajemente a la idea de celebrar una especie de funerales; no podía enterrarlo así, como un perro, en un rincón del asolado cementerio. Dejé a Chopin con él y atravesé las hileras de tumbas, tropezando, en medio de aquella semipenumbra, con otros heridos. Llamé a la puerta del cuarto situado al extremo del jardín. El sacerdote había pasado la noche en el sótano, temiendo a cada instante que volvieran a empezar los fusilamientos; me lo encontré estupefacto de terror; creo que tuve que sacarlo de allí pegándole con la culata de mi fusil. Un poco más tranquilo, accedió a seguirme con un libro en la mano; pero una vez reintegrado a sus funciones, se produjo la indudable gracia de estado y la breve absolución fue dada con la misma solemnidad que en el coro de una catedral. Yo tenía la curiosa impresión de haber llevado a Conrad a buen puerto: muerto a manos del enemigo, bendecido por un sacerdote, entraba en una categoría de destino que hubieran aprobado sus antepasados; escapaba a los azares del día siguiente. El disgusto personal no tiene que ver nada con esa opinión, a la que de nuevo suscribo cada uno de los días de estos veinte años, y el porvenir no me hará cambiar la idea de que aquella muerte fue una suerte para él.

    Después, y salvo en lo que concierne a los detalles puramente estratégicos, hay un fallo en mi memoria. Creo que hay en cada vida unos períodos durante los cuales el hombre existe realmente, y otros en que sólo es un aglomerado de responsabilidades, de fatigas y, para las mentes débiles, de vanidad. Por las noches, como no podía pegar un ojo, leía tendido encima de unos sacos, en un pajar, un volumen descabalado de las Memorias de Retz, que había cogido de la biblioteca de Kratovicé, y si la falta completa de ilusiones y de esperanzas es lo que caracteriza a los muertos, aquella cama no se diferenciaba esencialmente de la otra en donde Conrad empezaba a descomponerse. Pero sé muy bien que siempre existirá, entre vivos y muertos, una separación misteriosa cuya naturaleza ignoramos, y que los más sagaces de entre nosotros saben tanto sobre la muerte como una solterona sobre el amor. Si el hecho de morir es una especie de ascenso, no le disputo a Conrad esa misteriosa superioridad de rango. En cuanto a Sophie, se me había ido por completo de la cabeza. Del mismo modo que una mujer, a quien dejamos en plena calle, va perdiendo su individualidad a medida que se aleja y ya no es, desde lejos, sino un transeunte igual que los demás, las emociones que ella me había procurado se hundían a distancia en la insignificante banalidad del amor; ya no me quedaba de ella más que uno de esos recuerdos descoloridos que le hacen a uno encogerse de hombros cuando los encuentra al fondo de su memoria, como una fotografía harto borrosa y tomada a contraluz durante un paseo olvidado. Más tarde, la imagen se ha visto reforzada por un baño de ácido. Yo me hallaba extenuado; un poco después, todo el mes que siguió a mi regreso a Alemania lo pasé durmiendo. Todo el final de esta historia transcurre para mí en una atmósfera que no está compuesta por ensoñaciones ni pesadillas, sino por un pesadísimo sueño. Me dormía de pie, como un caballo cansado. No trato ni mucho menos de alegar que fui irresponsable; el mal que podía haberle hecho a Sophie ya estaba hecho desde hace mucho tiempo y la más deliberada voluntad no hubiera podido añadir gran cosa. Es cierto que, en este último acto, yo no fui sino un comparsa sonámbulo. Me dirán que también había, en los melodramas románticos, papeles mudos y llamativos de verdugos. Mas tengo la impresión de que Sophie, a partir de un momento, había tomado en mano las riendas de su destino y sé que no me equivoco puesto que, en ocasiones, he tenido la bajeza de sufrir por ello. A falta de otras posesiones, bien podemos dejarle la iniciativa de su muerte.

    El destino rizó el rizo en el pueblecito de Kovo, en la confluencia de dos ríos cuyo nombre resulta impronunciable, pocos días antes de que llegaran las tropas polacas. El río se había salido de su cauce al final de las grandes crecidas primaverales, transformando el distrito en un islote empapado y lleno de barro donde al menos nos hallábamos algo protegidos contra cualquier ataque que viniera del Norte. Casi todas las tropas enemigas establecidas por aquellos parajes habían sido llevadas al oeste para hacer frente a la ofensiva polaca. Comparados con aquella comarca, los alredededores de Kratovicé eran una región próspera. Ocupamos sin mayor dificultad el pueblo vacío en sus tres cuartas partes debido al hambre y a las ejecuciones recientes, así como los edificios de la pequeña estación inutilizada desde finales de la Guerra Mundial, en donde se pudrían vagones de madera sobre raíles llenos de herrumbre. Los restos de un regimiento bolchevique duramente diezmado en el frente de Polonia se hallaban acantonados en los antiguos talleres de unas hilaturas que un industrial suizo había instalado en Kovo, antes de la guerra. A corto de municiones y víveres, aun poseían, con todo, los suficientes para que sus reservas nos ayudaran después a resistir hasta la llegada de la división polaca que nos salvó. Las hilaturas de Warner estaban situadas en pleno terreno inundado: parece que estoy viendo aún aquella hilera de cobertizos muy bajos destacándose sobre el cielo grisáceo, lamidos ya por las aguas del río cuya crecida se iba convirtiendo en desastre con la llegada de las primeras tormentas. Varios de nuestros hombres se ahogaron en aquel barro, en el que uno se hundía hasta la mitad del cuerpo, como cazadores de patos salvajes en una ciénaga. La tenaz resistencia de los Rojos no cedió hasta que las aguas no empezaron a crecer de nuevo, llevándose una parte de los edificios, ya minados por cinco años de intemperies y de abandono. Nuestros hombres se encarnizaron con ellos, como si aquellos pocos cobertizos tomados por asalto les ayudaran a ajustar antiguas cuentas al enemigo.

    Grigori Loew fue uno de los primeros cadáveres que encontré en el corredor de la fábrica Warner. Había conservado, en la muerte, su aire de tímido estudiante y de empleado obsequioso, lo que no le impedía ostentar su peculiar dignidad, de la que no carece casi ningún muerto. Yo estaba destinado a encontrar, tarde o temprano, a mis dos únicos enemigos personales en posesión de unas situaciones infinitamente más estables que la mía, y que aniquilaban casi por completo cualquier idea de venganza. He vuelto a ver a Volkmar durante mi viaje a América del Sur; representaba a su país en Caracas; tenía por delante una brillante carrera y, como si quisiera hacer más irrisoria toda veleidad de venganza, lo había olvidado todo. Grigori Loew estaba aun más lejos de mi alcance. Mandé que registraran su cadáver sin encontrar en sus bolsillos ni un sólo papel que me informase sobre la suerte de Sophie. En cambio, llevaba consigo un ejemplar del Libro de Horas de Rilke, libro que también le gustaba mucho a Conrad. Aquel Grigori había sido probablemente, en aquel país y en aquella época, el único hombre con quien yo hubiese podido charlar agradablemente durante un cuarto de hora. Hay que reconocer que aquella manía judía de elevarse por encima de la prendería paterna había producido en Grigori Loew esos hermosos frutos psicológicos como son la abnegación a una causa, la afición a la poesía lírica, la amistad hacia una joven ardiente y, finalmente, ese privilegio algo trillado de una hermosa muerte.

    Un puñado de soldados seguía resistiendo en el pajar del heno situado en lo alto de la granja. La larga galería sobre pilotes, vacilando ante el empuje de las aguas, se derrumbó por fin con unos cuantos hombres agarrados a una gruesa viga. Puestos a escoger entre ahogarse y ser ejecutados, los supervivientes tuvieron que rendirse sin hacerse ilusiones sobre el destino que les esperaba. De una y otra parte ya no se hacían prisioneros, pues ¿cómo arrastrar prisioneros consigo por aquellas asoladas tierras? Uno detrás de otro, seis o siete hombres extenuados bajaron con paso de borrachos por la pendiente escalera que llevaba del granero al cobertizo, atestado de bultos de lino enmohecido y que antaño sirvió de almacén. El primero, un gigante rubio herido en la cadera, se tambaleó, falló un peldaño y cayó al suelo donde fue rematado por alguien. De repente, en la parte de arriba de la escalera, vi asomar una cabellera enredada y resplandeciente, idéntica a la que había visto desaparecer bajo tierra tres semanas atrás. El anciano jardinero Michel, que había venido conmigo haciéndome de ordenanza, levantó la cabeza embrutecida por tantos acontecimientos y fatigas y exclamó estúpidamente:

    —Señorita...

    Sí que era Sophie, y me hizo desde lejos una seña indiferente y distraída con la cabeza, como una mujer que reconoce a alguien pero a quien no le interesa ser abordada. Vestida y calzada igual que los demás, se la hubiese tomado por un joven soldado. Atravesó con paso largo y ágil el grupito vacilante amontonado entre el polvo y la penumbra, se acercó al joven gigante rubio tendido al pie de la escalera y le echó la misma mirada dura y tierna con que una noche de noviembre miró al perro Texas. Se arrodilló para cerrarle los ojos. Cuando volvió a levantarse, su rostro había recobrado esa expresión vacía, monótona y tranquila como la de los campos de arado bajo un cielo de otoño. Obligamos a los prisioneros a que ayudasen en el transporte de las reservas de municiones y víveres hasta la estación de Kovo. Sophie caminaba la última, dejando colgar las manos; parecía un muchacho desenvuelto a quien acaban de eximir de un trabajo forzado y silbaba Tipperary.

    Chopin y yo caminábamos uno junto al otro, a cierta distancia, y nuestros semblantes consternados debían de parecerse a los de unos padres en un entierro. Callábamos y ambos, en aquel momento, deseábamos salvar a la joven, desconfiando de que el otro se opusiera a su intención. A Chopin, al menos, aquella crisis de indulgencia se le pasó muy pronto y unas horas más tarde estaba tan decidido al extremo rigor como el mismo Conrad lo hubiera estado en su lugar. Para ganar tiempo, comencé por interrogar a los prisioneros. Los encerramos en un vagón de ganado olvidado en la vía y me los fueron trayendo uno tras otro a la oficina del jefe de estación. El primero al que interrogué —un campesino ruso— no entendió ni una palabra de las preguntas, que yo le hice para guardar las formas, embrutecido como estaba por el cansancio, el coraje resignado y la indiferencia a todo. Tenía treinta años más que yo y nunca me he sentido más joven que ante aquel granjero que hubiera podido ser mi padre. Lo despedí, asqueado. Sophie hizo después su aparición entre dos soldados que lo mismo hubieran podido ser criados encargados de anunciar su presencia en un baile mundano. Por espacio de un instante, leí en su rostro ese miedo particular que no es otro sino el temor a que falle el valor. Se acercó a la mesa de madera desnuda a la que yo me acodaba y dijo muy deprisa:

    —No espere informes de mí, Eric. No diré nada y no sé nada.
    —No la he hecho venir aquí para pedirle informes —le contesté senalándole una silla.

    Ella dudó un momento y acabó por sentarse.

    —Entonces, ¿por qué?
    —Para aclarar algunas cosas. ¿Sabe que Grigori Loew ha muerto?

    Agachó la cabeza solemnemente pero sin gran disgusto. Había puesto aquella misma cara en Kratovicé, cada vez que le anunciaban la muerte de alguno de nuestros camaradas que le era a un mismo tiempo indiferente y querido.

    —Vi a su madre en Lilienkron el mes pasado. Pretendió que se había casado usted con Grigori.
    —¿Yo? ¡Vaya ocurrencia! —dijo ella en francés y me bastó oír el sonido de aquella frase para volver al Kratovicé de antaño.
    —No obstante, ¿se acostaban juntos?
    —¡Vaya ocurrencia! —repitió—. Lo mismo sucedió con Volkmar: en seguida se figuró usted que éramos novios. Ya sabe que yo se lo contaba todo —continuó con su tranquila sencillez infantil.

    Y luego, con tono sentencioso, añadió:

    —Grigori era una persona estupenda.
    —Empiezo a creerlo —dije—. Pero, ¿y ese herido a quien se acercó usted antes?
    —Sí —dijo ella—. Al parecer aún seguimos siendo más amigos de lo que pensábamos puesto que ha adivinado usted.

    Juntó pensativamente las manos y su mirada volvió a adoptar esa expresión fija y vaga, mirando más allá del interlocutor, que es propia de los miopes pero también de los seres absortos en una idea o en un recuerdo.

    —Era muy bueno. No sé como me las hubiera arreglado yo sin él —dijo con el tono de una lección que se hubiese aprendido literalmente de memoria.
    —¿Fue dificil vivir allí para usted?
    —No, me encontraba bien.

    Recordé que yo también me encontraba bien durante aquella primavera siniestra. La serenidad que de ella emanaba era de las que uno no puede arrebatar nunca completamente a un ser que ha conocido la felicidad en sus formas más elementales y seguras. ¿Habría encontrado esa felicidad junto a aquel hombre o su tranquilidad provenía de la cercanía de la muerte y el hábito al peligro? Fuera lo que fuese, ella ya no me amaba en aquel momento: ya no le preocupaba el efecto que pudiera producir sobre mí.

    —¿Y ahora? —le dije indicándole un paquete de cigarrillos abierto, encima de la mesa.

    Lo rechazó haciendo un gesto con la mano.

    —¿Ahora? —me preguntó con tono sorprendido.
    —¿Tiene usted familia en Polonia?
    —¡Ah! —repuso ella—. Tiene usted intención de llevarme a Polonia. ¿Es también idea de Conrad?
    —Conrad ha muerto —le contesté con la mayor sencillez que pude.
    —Lo siento, Eric —dijo suavemente, como si aquella pérdida no le concerniese a ella.
    —¿Tanto interes tiene en morir?

    Las respuestas sinceras nunca son claras ni rápidas. Reflexionaba, frunciendo el ceño, lo que dibujaba en su frente las arrugas que podría tener dentro de veinte años. Yo asistía a ese misterioso cálculo que hizo Lázaro, sin duda, demasiado tarde y después de haber resucitado, en que el miedo sirve de contrapeso al cansancio, la desesperación al valor y el sentimiento de haber hecho ya bastante al deseo de seguir aun comiendo alguna vez, durmiendo algunas noches y viendo amanecer por las mañanas. Añádase a esto dos o tres docenas de recuerdos dichosos o desgraciados que, según los temperamentos, nos ayudan a contenernos o nos precipitan hacia la muerte.

    Por fin dijo, y su respuesta era, seguramente, la más pertinente posible:

    —¿Que van a hacer con los demás?

    No respondí nada y no responder bastaba para decirlo todo. Se levantó, como quien acaba de concluir un negocio que no le atañe personalmente.

    —En lo que a usted concierne —dije levantándome—, ya sabe que haré lo imposible. No prometo nada más.
    —No le pido a usted tanto —exclamó ella.

    Y volviéndose a medias, escribió con el dedo en el cristal empañado algo que borró inmediatamente.

    —¿No quiere usted deberme nada?
    —Ni siquiera es por eso —contestó ella con el tono de quien se desinteresa de la conversación.

    Yo había dado unos pasos en su dirección, fascinado pese a todo por aquella criatura revestida para mí de un doble prestigio: el de ser a un mismo tiempo una moribunda y un soldado. Si hubiese podido dejarme rodar por la pendiente, creo que hubiera balbuceado palabras de ternura sin ilación que ella se hubiera dado el gusto de rechazar con desprecio. Pero, ¿dónde hallar unas palabras que no estuvieran falseadas hace mucho, hasta el punto de haberse vuelto inutilizables? Reconozco, por lo demás, que esto no es verdad sino en la medida en que había en nosotros algo irremediablemente obstinado que no prohibía confiar en las palabras. Un verdadero amor aún podía salvarnos, a ella del presente y a mí del porvenir. Pero ese verdadero amor, Sophie sólo lo había encontrado en un joven campesino ruso al que acababan de matar en un pajar.

    Puse las manos torpemente en su pecho, como para asegurarme de que su corazón latía aún. Tuve que contentarme con repetir una vez más:

    —Haré cuanto pueda.
    —No trate ya de hacerlo, Eric —dijo ella apartándose de mí, sin que yo supiese si se refería a aquel gesto de amante o a mi promesa—. No resulta adecuado en usted.

    Y acercándose a la mesa, toco una campanilla olvidada en el despacho del jefe de estación. Apareció un soldado. Cuando ella se fue, me di cuenta de que me había robado el paquete de cigarrillos.

    Nadie durmió seguramente aquella noche, y Chopin aún menos que los demás. Se supone que ambos compartíamos el pobre diván del jefe de estación; durante toda la noche lo vi ir y venir por el cuarto, proyectando en la pared su sombra de hombre gordo y vencido por los sinsabores. En dos o tres ocasiones, se paró ante mí, me puso la mano en la manga y movió la cabeza, para luego reanudar sus resignadas idas y venidas a largos y pesados pasos. Sabía, al igual que yo, que nos veríamos deshonrados de forma inútil, si les proponíamos a nuestros camaradas que soltaran únicamente a esa mujer, una mujer de la que nadie ignoraba que se había pasado al enemigo. Chopin suspiró. Me di la vuelta hacia la pared para no verlo; hubiera sido muy difícil para mí contenerme y no gritarle y, sin embargo, era a él sobre todo a quien yo compadecía. En cuanto a Sophie, no podía pensar en ella sin sentir en la boca del estómago una especie de náusea de odio que me hacía aplaudir su muerte. La reacción llegaba y yo me golpeaba la cabeza contra lo inevitable al igual que un prisionero se la golpea contra las paredes de su celda. El horror para mí no consistía tanto en la muerte de Sophie como en su obstinación en morir. Yo comprendía que un hombre mejor que yo hubiera hallado un recurso admirable, pero nunca me hice ilusiones sobre la genialidad de mi corazón. La desaparición de la hermana de Conrad liquidaría al menos mi juventud pasada, cortaría los últimos puentes entre aquel país y yo. Finalmente, recordaba las otras muertes a las que yo había asistido como si la ejecución de Sophie se viera justificada por ellas. Luego, pensando en el poco valor que tiene el producto humano, me decía que le estaba dando harta importancia a un cadáver de mujer, que apenas me habría enternecido de haberlo encontrado ya frío en el pasillo de la fábrica Warner.

    Al día siguiente, Chopin se me adelantó en el terraplén situado entre la estación y la granja comunal. Los prisioneros, agrupados sobre una vía de aparcamiento, parecían un poco más muertos que la víspera. Aquellos de nuestros hombres que se habían turnado para vigilarlos estaban agotados por este trabajo suplementario y parecían sin fuerzas igualmente. Yo era quien había insistido para que esperásemos al amanecer; el esfuerzo al que me creía obligado para salvar a Sophie no había tenido otro resultado que el de hacerles pasar a todos una mala noche más. Sophie estaba sentada sobre un montón de maderas, y los tacones de sus recios zapatos habían hecho maquinalmente unas marcas en el suelo. Fumaba sin parar los cigarrillos robados; esta era la única señal de angustia en ella y el aire fresco de la mañana ponía en sus mejillas lindos y sanos colores. Sus ojos distraídos no parecieron percatarse de mi presencia. Lo contrario me hubiera hecho gritar, sin duda. Se parecía demasiado a su hermano, de todos modos, para que yo no sintiera la impresión de verlo morir dos veces.

    Siempre era Michel quien se encargaba, en aquellas ocasiones, de asumir el papel de verdugo, como si no hiciera sino continuar ejerciendo sus funciones de carnicero, que desempeñaba para nosotros en Kratovicé cuando por casualidad, había que matar a alguna res. Chopin había dado órdenes de que se ejecutara a Sophie la última, ignoro todavía hoy si fue por exceso de rigor o por darle a alguno de nosotros la oportunidad de defenderla. Michel empezó por el ruso a quien yo había interrogado la víspera. Sophie echó una rápida y furtiva ojeada sobre lo que ocurría a su izquierda y luego volvió la cabeza como una mujer que se esfuerza por no ver un gesto obsceno que se está cometiendo a su lado. Cuatro o cinco veces se oyó aquel ruido de detonación y de caja que estalla, cuyo horror nadie había parecido advertir hasta entonces. De pronto, Sophie le hizo una seña a Michel, la seña discreta y perentoria de un ama de casa que da las últimas ordenes a un criado en presencia de sus invitados. Michel se adelantó, encorvando la espalda, con la misma sumisión estupefacta con que se disponía a matarla, y Sophie le murmuró al oído unas palabras que no pude adivinar por el movimiento de sus labios.

    —Bien, señorita.

    El antiguo jardinero se acercó a mí y me dijo al oído, con el tono malhumorado y deprecatorio de un viejo servidor intimidado, que no ignora que será despedido por transmitir aquel mensaje:

    —Ella ordena... La señorita le pide... Quiere que sea usted quien...

    Me tendió el revólver; yo cogí el mío y di un paso adelante automáticamente. Durante aquel trayecto tan corto, tuve tiempo de repetirme por lo menos diez veces que tal vez Sophie quisiera acudir a mí por ultima vez para que la salvase, y que esa orden no era sino un pretexto para hacerlo en voz baja. Pero no despegó los labios: con ademán distraído, empezó a desabrochar la parte de arriba de su chaqueta, como si yo fuera a aplicarle el revólver en el mismo corazón. Debo decir que mis escasos pensamientos iban todos a ese cuerpo vivo y cálido, que la intimidad de nuestra vida en común me había hecho tan familiar casi como el de un amigo, y me sentí oprimido por una suerte de dolor absurdo, pensando en los niños que aquella mujer hubiera podido traer al mundo y que hubieran heredado su valentía y sus ojos. Pero no nos pertenece a nosotros poblar los estudios ni las trincheras del porvenir. Un paso más y me hallé tan cerca de Sophie que hubiera podido besarla en la nuca o ponerle la mano en el hombro, que se movía con pequeñas sacudidas casi imperceptibles, pero ya no veía de ella más que el contorno de un perfil lejano. Respiraba demasiado aprisa y yo me aferraba a la idea de que, algún tiempo atrás, yo había deseado rematar a Conrad y que aquello era un poco lo mismo. Disparé volviendo la cabeza, a la manera de un niño asustado que tira un petardo en la noche de Navidad. El primer disparo no hizo sino llevarle parte de la cara, lo que me impedirá saber qué expresión pondría Sophie en la muerte. Al segundo disparo, todo se cumplió. Pensé al principio que, al pedirme que fuese yo quien realizara aquel acto, ella había creído darme una última prueba de amor y la más definitiva de todas. Comprendí después que lo único que deseaba era vengarse y dejarme una herencia de remordimientos. Su cálculo fue certero: los tengo algunas veces. Siempre se ve uno cogido en la trampa con esas mujeres.


    Fin

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    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

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