EL INSTANTE DECISIVO (Stanley Ellin)
Publicado en
julio 29, 2012
Forma parte integrante del volumen “La especialidad de la casa” pp. 201-227.
Trad. de Georgina Rojo de Rubens.
Buenos Aires, Emecé, 1975.HUGO LOZIER era la excepción a la regla que dice que a la gente no le gustan las personas muy seguras de sí. Por supuesto, todos hemos tenido oportunidad de conocer gente segura de sí —esas voces mesuradas pero que perforan todas las otras, en una discusión; esos dedos índices duros, tratando de convencernos a fuerza de puntazos en el pecho; esas palabras finales, llenas de vida, en todo tema que se trate —y me imagino que todos compartimos idéntica amalgama de envidia y desagrado por ellos. Desagrado, por que a nadie le gusta que le hagan callar a gritos o a puntazos en el pecho; y envidia, porque todos querríamos ser tan ricos en seguridad personal como para hacer callar a otros, a gritos o a puntazos. En cuanto a mí, como mi trabajo me obligaba a concurrir con regularidad a ciertos lugares de este mundo atómico en estado permanente de confusión; y la única tarea firme consistía en hacer distinciones sutiles en asuntos de política, encontraba cada vez más difícil llegar a emitir un juicio absoluto. A este respecto, Hugo me dijo una vez, que era una suerte que mis jefes de departamento no estuvieran cortados del mismo paño. En cuyo caso, sólo Dios sabe lo que ocurriría, entonces, con el país. Aunque no me gustó lo que dijo, tuve —he aquí, nuevamente, mi mala suerte— que admitir que tenía derecho a decirlo. A pesar de esto, y, a pesar de que Hugo era mi cuñado —vínculo extraño, pensándolo bien— me gustaba muchísimo el muchacho, cosa que le pasaba a todos los .que lo conocían. Era un hombre grande, bien parecido, con ojos azul claro, coloradote, y con un genio rápido, expansivo, capaz de apreciar lo que uno le ofreciera. Tenía una generosidad arrolladora, de esa excelente calidad —tan poco común— que nos hace sentir que, al aceptar un favor, estamos favorecido al donante. No diría que su sentido del humor fuera extraordinario, pero, a veces, el buen humor, a secas, puede sustituirlo adecuadamente —como ocurría en el caso de Hugo—. El aspecto borrascoso de su carácter lo reservaba para las ocasiones en que alguien —quizá necesitando su ayuda— no había recurrido a él. Lo que significaba que, diez minutos después de que Hugo te conociera y le cayeras en gracia, estabas en tu derecho a pedirle cualquier cosa que te pudiera ofrecer. Alrededor de un mes después de casarse con mi hermana Isabel, ella le contó lo mucho que me gustaba un magnífico cuadro de Copley que tenía en su galería personal, en Hilltop; y todavía me acuerdo con horror, cuando, inesperadamente, llegó el cuadro a la pieza y media donde yo vivía —embalado y con tarjeta—. Al fin después de bastante forcejeo, conseguí que lo aceptara de vuelta, usando como argumento el que el cuadro valía, sin duda alguna, mucho más que todo el edificio en que yo vivía y, lamentando que, en mi pared, no luciera debidamente. Creo que sospechó que yo mentía; pero, siendo como era Hugo, nunca se le hubiera ocurrido acusarme abiertamente de eso.
No cabe duda de que Hilltop y los doscientos años de tradición Lozier vivida allí, habían contribuido mucho para que Hugo fuera así. Los primeros Lozier habían construido la finca, echando abajo las colinas que miraban el río; habían trabajado mucho y prosperado con exceso; las generaciones sucesivas habían invertido sus rentas con tal prudencia, que el dinero y la posición económica llegaron a erigir una altísima pared entre Hilltop y el resto del mundo. A decir verdad, Hugo era un hombre muy del siglo XVIII que, de una u otra manera, se encontró en el siglo XX, y había sacado provecho de la situación.Hilltop misma era casi una réplica de la casa Dane, no lejos de ahí, célebre, pero largo tiempo desalquilada, y tan impresionante como para deslumbrar a cualquiera. La casa era de piedra desgastada por el tiempo; tenía gracia, a pesar de su tamaño, y, las vastas extensiones de césped que llegaban hasta el borde del río habían sido cuidadas con tal fanática dedicación en el correr de los años, que se habían convertido en alfombras de verde purísimo, que, con la brisa, cambiaban, como por obra de magia, su lustre. Los jardines se extendían desde el otro extremo de la casa hasta los bosquecillos que escondían, a medias, los establos y las dependencias para el personal. Por delante del extremo apartado de los bosquecillos pasaba el camino angosto que llevaba al pueblo. Todos los propietarios contribuían al mantenimiento de este camino, y creo justo decir que, a pesar de ser Hugo quien contribuía con más piedra, era, sin embargo, quien menos lo usaba.La vida de Hugo se circunscribía a Hilltop. Sólo por extrema necesidad se conseguía hacerle salir; y si alguien lo encontraba fuera de Hilltop, él le hacía sentir que estaba contando los minutos para volver a su casa. Si uno se descuidaba no era difícil que se encontrase volviendo con él a Hilltop, sin poder arrancar del sitio, olvidándose del correr de las irrecuperables semanas. Yo lo sé. Creo que pasé más tiempo en Hilltop que en mi propio departamento, después de que mi hermana introdujo a Hugo en la familia.Hubo una época en que yo me preguntaba cómo Isabel se había adaptado a su matrimonio, teniendo en cuenta que, antes de conocer a Hugo, había sido tan inquieta y frívola como bonita. Cuando se lo pregunté, sin ambages, me dijo:—Nuestro matrimonio es una maravilla, querido. Tan maravilloso como tuve la certeza de que lo sería, cuando conocí a Hugo.Me contó que su primer encuentro había tenido lugar en una exposición de arte, una muestra de tipo ultramoderno; ella había estado estudiando una de las más desconcertantes mezclas que se exhibían, cuando paró mientes en este hombre alto, bien parecido, que la miraba fijamente. Y, según ella, había estado a punto de ponerlo en su sitio, cuando él le dijo abruptamente:—¿Le encanta eso? —Se sorprendió al oír la pregunta tan distinta de lo que esperaba.—No sé —dijo, sin entusiasmo—. ¿Es obligatorio que me encante?—No —dijo el extraño— es una tontería mayúscula. Venga conmigo: quiero mostrarle algo que merece la pena. —Y, me dijo Isabel, pisándole los talones como un cachorro, se fue con él. Recorrieron, de punta a rabo, toda la exposición. Él le decía qué era bueno, y qué era malo, en voz bien alta, de modo que en el trayecto se fue formando un grupo grande que los seguía—. ¿Te lo imaginas, querido?—Sí —dije—. Me lo imagino.Ya entonces yo había compartido situaciones parecidas con Hugo, y había aprendido, de fuente directa, que su férrea confianza en sí resistía todos los embates.—Bien —siguió diciendo Isabel— tengo que reconocer que, al principio, yo estaba desanimada, pero, luego, comencé a darme cuenta de que él sabía muy bien de qué hablaba y que era absolutamente sincero. No era nada pedante; pero quería, a todo trance, que yo viera las cosas como él las veía. Para todo es así. La gente, en general, busca y rebusca y da vueltas antes de decidirse a hacer algo: qué pedir en un restaurante; cómo organizar sus tareas, o por quién votar. Hugo siempre sabe. ¿No te parece que todos esos estados nerviosos y complejos y cosas por el estilo, provienen de no saber? Bueno, me quedo con Hugo, y le dejo el resto a los psiquiatras.Así eran las cosas: un edén con el césped impecable, sin nervios ni complejos, y ni la vislumbre de la serpiente, a la vista. Es decir, hasta el día en que entró Raymond en escena.Ese día estábamos en la terraza: Hugo e Isabel y yo, derritiéndonos lentamente, bajo el sol de agosto, hasta convertirnos en una especie de somnolencia líquida. Tan embotados estábamos, que nadie hacía ni siquiera un esfuerzo para conversar. Yo estaba tirado con la cara tapada por una gorra de hilo, sintiéndome perfectamente feliz, escuchando los ruidos estivales a mi alrededor: el suave y constante siseo de la brisa en los álamos cercanos; el chapoteo y chorrear de los remos que llegaba del río que corría abajo; y, de tanto en tanto, el melancólico tintineo de la campana de una de las ovejas del rebaño del césped. El rebaño había sido una humorada de Hugo: juraba que nada beneficiaba tanto al césped como que unas pocas ovejas pastaran en él. De acuerdo con este precepto, y para agregar una nota simpáticamente pastoral al paisaje, todos los veranos, se soltaban sobre el pasto, seis o siete ovejas gordas y somnolientas. El primer signo que me advirtió que algo raro pasaba lo dieron las ovejas —el súbito sonido de sus campanas tañendo enloquecidamente, y, luego, el continuo balar que hacía pensar que una manada de lobos las asaltaban. Oí que Hugo lanzaba una palabrota, con ira, y, cuando abrí los ojos, lo que vi me resultó más incongruente que si hubiera visto una manada de lobos. Era un perro negro, lanudo, pavoneando su corte de pelo a la payaso, un collar rojo vivo; perseguía con alegría a las aterradas ovejas alrededor del parque. Era evidente que el perro no tenía intención de dañarlas —probablemente le resultaban increíblemente divertidas como compañeras de juego— pero también era evidente que las ovejas, presas de púnico, no lo entendían así, y que, probablemente, acabarían cayendo al río antes de que terminara la diversión.En el escaso instante que necesité para comprender todo esto, Hugo ya había saltado la pared de la terraza, que era baja, y estaba entre las ovejas, alejándolas del borde del agua, y dándole órdenes a gritos al perro, que concebía las cosas en forma diferente.— ¡Quieto! ¡Aquí! —gritaba—. ¡A mi lado! —Y luego, como si se tratase de uno de sus galgos, le ordenaba con severidad—: ¡Venga! —Creo que más le hubiera valido recoger una piedra o un palo con qué amenazarlo, pues el perro no prestaba la menor atención a las palabras de Hugo. Muy por el contrario, ladrando muy contento, se dirigió, otra vez, a las ovejas, esta vez con Hugo siguiéndolo inútilmente. Un minuto más tarde, una voz que salía de entre los álamos cerca del borde del césped, inmovilizó al perro.—¡Assieds! —gritaba la voz, jadeando—. ¡Assiedstoi! Luego apareció el hombre: bajo, bien vestido, trotando a través del césped. Hugo se detuvo esperando, con la cara poniéndosele oscura, de rabia. Nosotros lo observábamos. Isabel me apretó el brazo.—Vayámonos —susurró—. ¡A Hugo no le gusta que lo pongan en ridículo!Llegamos a tiempo para oír a Hugo lanzando una andanada:—No hay derecho a tener un perro, cuando no se o sabe educar para que se quede en su sitio. —El hombre atendía con toda cortesía. Tenía una cara simpática: delgada e inteligente, cruzada por líneas pequeñas en los extremos de los ojos. Había algo también en esos ojos que no podía ocultarse: una burla amable; una vislumbre de curiosa percepción enfocando el mundo, como la de una lente fotográfica. Hugo no era capaz de notar esas cosas, pero, ahí estaban, sin embargo. Yo me sentí inmediatamente atraído. Había además, algo en la cara del recién llegado que hacía que uno lo sintiera familiar, a la vez que fuera de alcance: la frente alta, el pelo empezando a ralear; pero, por más que hurgué en mi memoria durante el largo y solemne sermón de Hugo, no encontré la respuesta. Hugo terminó haciendo algunas observaciones sobre los mejores métodos para educar a los perros; y, al llegar a ese punto, todos tuvimos la sensación de que Hugo trataba de colocarse en la actitud del que perdona.—Siempre que no haya habido ningún daño... —dijo.El hombre asintió, sereno.—Lo malo es empezar con el paso cambiado con los vecinos...Hugo pareció sobresaltado.—¿Vecinos? —dijo, casi con grosería—. ¿Quiere decir que usted vive por aquí?El hombre señaló en dirección a los álamos.—Del otro lado de los bosques.—¿En la casa Dane?La casa de Dane, para Hugo, era casi tan sagrada como Hilltop. Una vez me había explicado que, si llegaran a ofrecerle el lugar en venta, no dejaría de tomar la oportunidad al vuelo. El tono con que habló traslucía más incredulidad, que el sentirse herido.—¡No lo puedo creer! —exclamó.— ¡Oh, sí! —le aseguró el hombre— la casa Dane. Hace años, en una fiesta que se dio en ella, tomé parte en una comedia, y siempre tuve la esperanza de llegar a ser el dueño.Las palabras "tomé parte en una comedia" me dieron la clave, eso, y un cierto acento, apenas perceptible, por detrás de la precisión con que se expresaba en inglés. Había nacido y se había educado en Marsella, de ahí el acento, y mucho antes de mi época, ya se había convertido en leyenda.—Usted es Raymond, ¿no? —dije—. ¿Carlos Raymond?—Prefiero ser Raymond a secas. —Se sonrió, contrariando su pequeña vanidad personal—. Me halaga que me haya reconocido.No creo que así fuera. A Raymond el mago, el gran Raymond, no podía dejar de reconocérselo dondequiera que fuera. Raymond, el prestidigitador que había arrojado sombra sobre el estréllate de Thurston; el artista del escamoteo, que casi había superado a Houdini, no debía ser propenso a subestimarse...Había comenzado con una caja con trucos corrientes en el repertorio de los magos profesionales; había llegado muy por encima de esas pruebas de escamoteo que, me imagino, todos conocemos ahora: el ataúd de plomo lacrado y luego puesto bajo un lago de un pie de hielo; los chalecos de fuerza de acero soldado; las bóvedas del Banco de Inglaterra; el exquisito nudo del suicida que pasa por el cuello y dobla las dos piernas juntas, de modo que el movimiento de una pierna ajusta el lazo del cuello, todas éstas las había conocido Raymond y se había librado de ellas. Y luego, en el pináculo de la fama, había desaparecido, y su nombre había quedado relegado al pasado. Cuando le pregunté por qué, se encogió de hombros.—Un hombre trabaja, o por dinero o por amor a su trabajo. Si ha perdido el amor a su trabajo, y tiene todo el dinero que necesita, ¿a qué seguir?—Pero abandonar una gran carrera... —protesté.—Me bastaba saber que la casa me esperaba aquí.—¿Quiere decir que nunca se propuso vivir en otro sitio que éste?—Nunca... ni una sola vez en todos estos años. —Nos hizo un guiño y nos sonrió abiertamente—. Por supuesto, no les oculté mis intenciones a la sucesión de los Dane, y, cuando llegó el momento de vender, fui el primero y único con quien trataron.—No es fácil que usted abandone una idea —dijo Hugo, con voz ansiosa.Raymond se rió.—¿Una idea? Se había vuelto una verdadera obsesión. En el curso de mi vida he viajado por muchas partes del mundo, pero por hermoso que fuera el lugar, yo sabía que no podía compararse con esa casa al borde de los bosques, con el río al pie de la colina y las sierras más allá. Algún día, me decía, cuando deje de viajar, vendré aquí, y, como Cándido, cultivaré mi jardín.Pasó la mano por la cabeza del perro y miró a su alrededor, con aire de gran satisfacción.—Y, ahora, aquí me tienen —dijo.Ahí estaba, en realidad, y pronto se hizo evidente que su llegada estaba operando un cambio en Hilltop. Mejor dicho, ya que Hilltop era el reflejo de Hugo, era evidente que se estaba operando un cambio en Hugo. Se volvía irritable e inquieto, y más agresivamente seguro de sí que nunca. No había perdido su afabilidad y sus buenos sentimientos —formaban parte de su personalidad tanto como su altanería— pero tenía que luchar con más empeño para mostrarlos. Me recordaba a quien le ha entrado una partícula de polvo en el ojo; trata —sin conseguirlo— de sacarla; y, sea como sea, tiene que seguir con ella en el ojo. Naturalmente, Raymond era la partícula de polvo, y, a veces, yo tuve la impresión de que le gustaba desempeñar ese rol. Nada le hubiera costado quedarse cerca de su casa y cultivar su jardín; o pegar recortes en su álbum, o cualquier otra cosa de las que hacen los actores ya retirados; pero, evidentemente, a él le resultaba imposible hacerlo. Tenía la costumbre de presentarse en Hilltop, en cualquier momento, del mismo modo que Hugo iba a la casa Dane y pasaba largas y turbulentas veladas allí.Ambos debían haber sabido que, no habiendo nacido el uno para el otro, la solución más fácil y lógica hubiera sido mantenerse a distancia. Pero tenían la afinidad de las fuerzas positivas y negativas, y, cuando estaban juntos en una pieza, el crepitar de la corriente contraria entre ellos era tan fuerte, que casi podía vérsela en el aire. Cualquier tema daba origen a una discusión y debatían sobre el tema. Como armadura y armas, Hugo usaba su mole de seguridad; Raymond, chasqueteando su estoque, tratando de descubrir una hendija en la armadura de su contrincante. Creo que lo que más le irritaba a Raymond era el descubrir que la. armadura no tenía hendijas. Como hombre naturalmente interesado en investigar los hechos en todos sus aspectos, la forma directa de imponer su voluntad que tenía Hugo, lo hacía sentirse continuamente ultrajado. No dudó en hacérselo saber a Hugo.—Usted es un auténtico hombre medieval —le dijo—. Y, de entre todas las cosas que el hombre ha aprendido desde esa época, la más importante es que no existen respuestas fáciles, ni soluciones que se puedan dar instantáneamente, como un castañeteo de los dedos. Desearía que algún día tuviera que estar frente al dilema perfecto, a la pregunta sin respuesta. Para usted, eso sería una revelación. Aprendería más en ese minuto, que lo que se imagina.No mejoró Hugo las cosas, cuando contestó, con frialdad.—Y yo digo, que, para un hombre con cerebro y coraje para usarlo, no existe el dilema perfecto.Quizá fuera este tipo de episodios los que desembocaron en el conflicto que siguió, o quizá Raymond procedió inspirado por los más inocentes móviles estéticos. Fueran los motivos los que fueran, los resultados se presentaron en formas inevitables y peligrosas. Partieron del proyecto que Raymond describió, con detalle, una tarde. Ahora que vivía en la casa Dane, había descubierto que era demasiado grande; le resultaba abrumadora.—Como un museo —explicó—. Me descubro ambulando por los interminables corredores, como un alma en pena.También el parque necesitaba ser diseñado con criterio que combinase lo práctico con lo hermoso. Los añosos árboles eran muy lindos, pero, como decía Raymond, había demasiados.—Por los árboles, no puedo, literalmente, ver el río, y me fascina el espectáculo del agua que corre —dijo.En conjunto, se harían cambios drásticos. Se demolerían dos alas de la casa; se talarían los árboles para formar una ancha alameda que llevara al río: a todo se le añadiría vida. Dejaría de ser un museo; se convertiría en el hogar perfecto con que soñaba hacía años.Al comenzar Raymond su recitado, Hugo estaba cómodamente echado en una silla. Cuando Raymond trazó la vivida imagen de lo que aquello iba a ser, Hugo se fue enderezando más y más, hasta que se puso rígido como un soldado de caballería sobre la silla, con los labios apretados. Se puso rojo; cerraba y abría los puños, con ritmo siniestro. No estallaba por milagro —milagro que no duró mucho—. Por la expresión de Isabel, me di cuenta de que ella también se hacía cargo de la situación; pero ni ella, ni yo podíamos hacer nada. Cuando Raymond, después de dar los últimos brochazos a su brillante descripción, dijo complacido: "Y ¿qué le parece?", no hubo cómo contener a Hugo.Se inclinó lentamente.—¿Realmente, quiere saber lo que pienso?—Vamos, Hugo —dijo Isabel, alarmada—. Por favor, Hugo. —Hugo no la tomó en cuenta.—¿Realmente quiere saberlo? —le preguntó a Raymond. Raymond frunció el ceño.—Por supuesto.—Entonces, se lo diré —dijo Hugo. Respiró hondo—. Pienso que nadie, a no ser un maldito iconoclasta, puede concebir la atrocidad que usted propone. Pienso que usted es de los que gozan destrozando todo lo que tenga un sello de tradición o estabilidad. Si pudiera, usted sacaría, a puntapiés, los soportes del mundo entero.—Un momento —dijo Raymond, pálido y furioso—. Creo que confunde cambio con destrucción. Me imagino que entiende que no me propongo destruir nada; sino hacer algunos cambios necesarios.—¿Necesarios? —dijo Hugo, con mofa—. ¿Arrancar de cuajo una magnífica hilera de árboles que desde hace siglos, está ahí? ¿Destrozar una casa, sólida como un roca? Para mí, eso es una destrucción insensata.—No entiendo. Renovar un paisaje, darle nueva forma...—No quiero discutir —interrumpió Hugo—. ¡Le digo directamente que no tiene derecho a echar a perder esa propiedad!Los dos estaban de pie, mirándose a la cara, agresivamente. Lo único que me impedía estar realmente asustado era la convicción de que Hugo no llegaría a la violencia, y que Raymond era por demás controlado, para llegar a enfurecerse. El momento de amenaza pasó como por obra de magia. Raymond, como divertido, frunció los labios y lo miró a Hugo, estudiándolo con amable interés.—Me doy cuenta —dijo—. Fui un tonto en no comprender, desde el primer momento. Esta propiedad, que, dije, me parece un museo debe quedar tal cual está, y yo debo ser su custodio; un cuidador del pasado, o, podríamos decir, cuidador de sus reliquias. —Sacudió la cabeza sonriendo—. Pero ese papel no está de acuerdo con mi temperamento. Le saco el sombrero al pasado, sin duda, pero prefiero hacerle la corte al presente. Por ese motivo, seguiré adelante con mis planes, y espero que no sean obstáculo para nuestra amistad.Recuerdo haber pensado, cuando, al día siguiente, fui a la ciudad donde me esperaba una larga semana de calor y de trabajo, que Raymond había manejado el asunto con gran habilidad, y que, gracias a Dios, la cosa no había ido más lejos. Por lo tanto, me tomó de sorpresa, al final de la semana, el llamado de Isabel.Era horrible, me dijo, peor que nunca, el asunto de Hugo Raymond, y la casa Dane. Contaba con que yo fuera a Hilltop, al día siguiente: no podía dejar de ir. Había planeado el modo de solucionarlo; pero necesitaba que yo estuviera allí, para prestarle apoyo. Después de todo, yo era una de las pocas personas a quien Hugo escuchaba, y ella contaba conmigo.—Contabas conmigo, ¿para qué? —dije. No quería verme enredado en este asunto—. En cuanto a que Hugo me escuche, Isabel, ¿no te parece que exageras? No creo que necesite mi consejo para sus asuntos personales.—Si te vas a poner quisquilloso...—No me pongo quisquilloso —rebatí—. Pero no quiero verme mezclado en esto. Hugo sabe cómo cuidarse.—Quizá demasiado.—Y eso, ¿qué quiere decir?—No te puedo explicar ahora —lloriqueó Isabel—. Mañana te lo diré todo. Querido, si tienes algo de cariño por tu hermana, toma el tren de la mañana. Créeme, el asunto es serio.Llegué con el tren de la mañana, mal dispuesto. Tengo un tipo de imaginación superactiva, capaz de construir, con muy pocos elementos, un desastre cósmico. Cuando llegué a la casa, esperaba cualquier cosa. Pero, superficialmente, al menos, todo estaba en paz. Hugo me saludó con afecto; Isabel, cordial, como siempre. El almuerzo transcurrió muy agradablemente, y charlamos largo, sin tocar el tema de Raymond o de la casa Dane. No dije que Isabel me hubiera llamado, pero hasta el momento en que quedé solo con ella, no dejé de pensar, con creciente indignación, que en cierto modo lo que Isabel había hecho conmigo era un atropello.—Bien, querría que me explicaras todo este misterio. Sólo Dios sabe lo que temía encontrar aquí, pero hasta ahora no he visto nada de lo que temía. Y quisiera una explicación por el mal rato que me has hecho pasar desde que llamaste.—Está bien —dijo, muy seria—. Te la daré. Ven.Marchó delante de mí, cruzando los jardines, por delante de los establos y de las casas de los servidores. Cerca del camino privado que quedaba más allá del último monte de árboles, dijo de pronto:—Cuando viniste a la casa en el auto de la estación, ¿no notaste nada raro en este camino?—No. Nada.—Me lo imagino. La entrada de autos que lleva a la casa, dobla demasiado lejos de aquí. Pero vas a poder verlo y darte cuenta.Así fue. En el medio del camino había una silla, y, sentado en ella, un hombre gordo, leyendo apaciblemente una revista. Reconocí al hombre en seguida: era uno de los peones de los establos. Tenía el aspecto pacífico de quien ha estado sentado un largo rato, y espera seguir sentado mucho más tiempo. No necesité más de un segundo para darme cuenta de qué hacía sentado ahí; pero Isabel no me dio oportunidad de usar mi capacidad deductiva. Cuando nos acercamos a él, el hombre se puso de pie y nos sonrió.—Guillermo —dijo Isabel— ¿podría decirle a mi hermano qué órdenes le ha dado el señor Lozier?—¡Cómo no! —dijo el hombre, muy animadamente—. El señor Lozier nos dijo que uno de nosotros tenía que estar siempre sentado, justo aquí, y que detuviéramos y mandáramos de vuelta todo camión que viéramos transportando, a la casa Dane, materiales de construcción, o algo semejante. No debíamos decirle nada, sino que ésta es una propiedad privada y que ellos estaban violando la ley. Si llegasen a tocarnos, no teníamos más que llamar a la policía. ¡Eso es todo!—¿Han hecho volver algún camión? —preguntó Isabel para que yo me enterara. El hombre pareció sorprendido.—Usted sabe señora Lozier —dijo—. Hubo un par de ellos el primer día que nos instalamos aquí, nada más. Tampoco hubo discusión, —me explicó—. Los conductores no se hacen los graciosos, cuando se les habla de violación de la propiedad privada.Cuando estuvimos nuevamente lejos del camino, me golpeé la frente con la mano.— ¡Es increíble! —dije—. Hugo debe saber que esto no se hace impunemente. Este camino es el único que lleva a la propiedad Dane, y hace tiempo que está librado al público, ya que ha dejado de ser una propiedad privada.Isabel asintió.—Es lo que Raymond le dijo a Hugo, pocos días atrás. Vino hecho una furia, y discutieron acremente. Cuando Raymond le dijo que lo iba a llevar arrastrado a los tribunales, Hugo le contestó que, con gusto, pasaría el resto de su vida pleiteando por este asunto. Y eso no fue lo peor. Lo último que dijo Raymond fue que Hugo no ignoraba que la violencia invita a la violencia. Desde ese momento, me he pasado esperando el minuto en que estalle una guerra aquí. ¿No lo ves así? Ese hombre bloqueando el camino es una provocación constante, y estoy aterrada.Yo lo comprendía, y, mientras más estudiaba el asunto, más peligroso me parecía.—Pero tengo un plan —dijo Isabel, fogosamente—. Por eso te pedí que vinieras. Esta noche doy una comida informal, para pocas personas. Quiero que sea una especie de conferencia de paz. Estarás tú, el doctor Wynant, Hugo les tiene mucha simpatía a los dos, y, —dudó—, ...Raymond.— ¡No! —dije—. ¿Vendrá realmente?—Fui a verlo ayer y charlamos largo. Le expliqué todo: que los vecinos pueden sentarse a la mesa juntos y llegar a un entendimiento; y le hablé del cariño entre hermanos y... le debo haber parecido muy inspirada y cursi, pero, surtió efecto. Prometió venir.Tuve un presentimiento.—¿Hugo sabe todo esto?—¿De la comida? Si.—Te pregunto si sabe que Raymond vendrá.—No. No sabe. —Cuando vio que la miraba con dureza, exclamó con ímpetu desafiante—: Bueno, había que hacer algo y lo he hecho, eso es todo. ¿No es mejor que quedarse sentado a la espera de Dios sabe qué?Hasta el momento en que todos estuvimos sentados a la mesa del comedor esa noche, yo le hubiera dado la razón. La llegada de Raymond había sacudido a Hugo, pero, salvo una mirada de costado que le dirigió a Isabel —que quería decir mucho— se sobrepuso y ocultó sus sentimientos bastante bien. Hizo bien las presentaciones; mantuvo la conversación en su grupo, y, en general, hizo el papel de anfitrión, muy satisfactoriamente. Fue la presencia del doctor Wynant — ¡oh, ironía!— quien consiguió este triunfo para Isabel; pero fue también él, quien lo convirtió en desastre El doctor Wynant era un distinguido cirujano, bajo, canoso, corpulento. Tenía un modo brusco y decidido.A pesar de su posición social, estaba encantado como un chicuelo de conocer a Raymond, y, al rato, eran íntimos. Cuando —durante la comida— Hugo se dio cuenta de que casi toda la atención se concentraba en Raymond, y casi nada en él, el manto del buen anfitrión comenzó a deslizarse, y las inevitables fallas del plan de Isabel se pusieron de manifiesto. Hay gente que goza invitando a celebridades, y es feliz con la gloria reflejada; pero Hugo no era uno de éstos. Además consideraba al cirujano como a uno de sus más íntimos amigos, y mi observación es que los hombres seguros de sí, son los más celosos de sus amistades. Cuando el hombre que uno más odia, traspasa los límites en una amistad muy cotizada... En una palabra, yo estaba preparado para lo peor, sólo con ponerme en el lugar de Hugo, y con mirar a Raymond, sentado frente a mí, que peroraba alegre y despreocupadamente. La oportunidad para Hugo se presentó cuando Raymond estaba sumergido en una disertación sobre los trucos que se usan para hacer escamoteos. Estaba diciendo que eran innumerables; que casi todo lo que uno agarrara, por simple que fuera, podía servir: un alambre, un poco de chatarra, hasta un pedazo de papel, él los había usado a todos, según el caso.—Pero, de todos ellos —dijo, con repentina solemnidad— sólo por uno, me jugaría la vida. Es curioso: es algo que no se ve, y no se le toma con la mano, a decir verdad para mucha gente, ni existe. Sin embargo, es el que he usado con más frecuencia y que nunca me ha fallado.Con los ojos brillando de interés, el médico se acercó.—Y, ¿cuál es?—Es el conocimiento de la gente, mi amigo. O, con otras palabras, el conocimiento de la naturaleza humana. Para mí, es un instrumento tan indispensable como el escalpelo para usted.—¿De eso se trata? —dijo Hugo, con una voz tan aguda que todos los ojos se volvieron hacia él—. Usted hace que la prestidigitación aparezca como una rama dé la psicología.—Quizá —dijo Raymond, quien al mirar a Hugo, lo estaba calibrando—. Como usted ve no hay ningún misterio en esto. Mi profesión, que, para mí, es más bien un arte, no es otra cosa que el arte de dar instrucciones erradas, y yo no soy sino uno de los muchos que la practican.—Nunca hubiera pensado que había muchos artistas del escamoteo en estos días —observó el médico.—Así es —dijo Raymond— pero observen que yo me referí al arte de dar instrucciones erradas. El artista del escamoteo, el maestro prestidigitador, son unos pocos de los que practican la forma más exótica de ese arte. Pero, ¿y los otros? ¿Líos que actúan en política, en publicidad, en el arte de vender? —Repitió su gesto habitual: con el dedo a lo largo de la nariz, guiñó el ojo—. Yo diría que todos ellos han hecho de mi arte, negocio.El médico sonrió.—Ya que no ha mezclado a la medicina en esto, no me opongo a su razonamiento —dijo—. Pero lo que quiero saber es qué rol tiene, exactamente, en su profesión este conocimiento de la naturaleza humana.—El rol siguiente —dijo Raymond—. Hay que andar con cuidado al juzgar a una persona. Luego, si uno le descubre algunas debilidades, puede sentar una premisa falsa, que se le aceptará sin cuestionársele. Tragada la falsa premisa, lo demás es fácil: la víctima sólo verá lo que el mago quiere que vea, dará su voto a ese candidato, o comprará la mercadería, confiando en esa propaganda. —Se encogió de hombros—. Y en eso consiste todo.—¿Sólo en eso? —dijo Hugo—. ¿Pero qué pasa cuando usted trata con gente suficientemente inteligente como para rechazar su premisa falsa? En ese caso, ¿cómo hace sus trucos? ¿O procede como si les vendiera cuentas de colores a los salvajes?—No tiene derecho a decir eso, Hugo —dijo el médico—. El hombre expresa sus ideas. No hay por qué discutírselas.—¿Por qué no? —dijo Hugo, con los ojos fijos en Raymond—. Veo que está lleno de ideas originales y me gustaría saber hasta dónde llega en su esfuerzo por defenderlas.Raymond se llevó la servilleta a los labios con un movimiento rápido y preciso; la colocó con cuidado en la mesa delante de él. —Abreviando —dijo, dirigiéndose a Hugo— usted querría una demostración de mi arte.—Depende —dijo Hugo—. No quiero trucos, como sacar pitilleras o conejos de un sombrero, o pavadas de ese estilo. Quiero algo de categoría.—Algo de categoría —repitió Raymond. Recorrió la pieza con la vista, y luego, dirigiéndose a Hugo, señaló la enorme puerta cerrada de roble, que separaba el comedor del living-room, donde nos habíamos reunido antes de la comida.—Esa puerta no está con llave, ¿no?—No —dijo Hugo— no está con llave. Hace años que no se le echa llave.—¿Pero tiene llave?Hugo sacó su llavero, y con cierto esfuerzo desprendió una llave antigua, pesada.—Sí, es la misma que usamos para la despensa.Muy a pesar suyo, se estaba interesando en la demostración.—Bien. No, no me la dé. Désela al médico. ¿Confía en su honorabilidad, sin duda?—Sí —dijo secamente Hugo—. Confío.—Muy bien. Ahora, doctor, ¿quiere llegar hasta esa puerta y echarle llave?El médico marchó, con paso firme y decidido, hacia la puerta; metió la llave en la cerradura, y la hizo girar. El chasquido del pestillo al entrar en su sitio se oyó con claridad en el silencio de la pieza. El médico regresó a la mesa llevando la llave, pero Raymond lo detuvo con un gesto.—La llave no tiene que salir de su mano, o todo se viene abajo —le advirtió—. Ahora —dijo Raymond— para el acto final, me aproximo a la puerta, muevo ligeramente mi pañuelo frente a ella... —el pañuelo apenas rozó la cerradura— y ¡presto!, ¡la puerta está sin llave!El médico fue hacia la puerta, tomó el perillón, lo hizo girar con cierta duda, y vio, con auténtico asombro, que la puerta se abría silenciosamente.—¡Al diablo! —dijo.—Evidentemente nos hemos tragado una premisa falsa con la facilidad con que se traga una ostra —dijo Isabel.Hugo era el único que interpretaba el truco como una afrenta personal.—Bien —preguntó—: ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo armó la trampa?—¿Yo? —dijo Raymond, con voz de reproche, y nos sonrió, evidentemente divertido—. Ustedes lo hicieron todo. Yo no hice más que utilizar un poco de mi conocimiento de la naturaleza humana para conducirlos a donde quería llegar.—Adivino parte de lo que ocurrió. La puerta había sido preparada, y, cuando el doctor creyó que estaba echándole llave, en realidad, la estaba abriendo. Ésa es la explicación, ¿no? —dije yo.Raymond asintió.—Exactamente. La puerta había sido cerrada. De eso me había ocupado yo, porque sospechaba que, en el curso de la velada, no sería difícil que alguien me pusiera en un brete; y quise ponerme a cubierto. Nada más simple: deliberadamente entré aquí, último, y, al hacerlo, utilicé esto. —Levantó la mano para que viéramos la hojuela de metal que había usado—. No es más que una llave de metal; pero basta para abrir una cerradura vieja y primitiva.Por un momento Raymond se quedó serio, para luego continuar animadamente:—Nuestro anfitrión mismo, expuso la falsa premisa al decir que la puerta no tenía puesto el cerrojo. Se siente tan seguro de sí, que no se le ocurrió comprobar algo evidente. El médico también es muy seguro de sí, y también cayó en la trampa. Como ven, hay veces en que el sentirse seguro, puede resultar peligroso.—Hasta aquí estoy de acuerdo —admitió el médico, muy a pesar suyo— aunque en mi campo de acción eso suena a herejía. —Le arrojó juguetonamente la llave a Hugo, que la dejó caer, sin hacer intento de recogerla—. Bien, Hugo, te guste o no te guste, tienes que admitir que el hombre ha demostrado lo que se proponía.—¿Te parece? —dijo Hugo. Se sonreía un poco ahora; pero era claro que estaba trazando un plan.—Vamos, hombre —dijo el médico, con algo de impaciencia—. Te engañaron, lo mismo que a todos nosotros. Eso no puedes negarlo.—Así es —reiteró Isabel.Se me ocurre que, de pronto, vio que ésa era la oportunidad que había estado esperando: hacer que la tertulia desembocara en una conferencia de paz. Yo le hubiera advertido que había elegido un mal momento. No me gustaba la mirada de Hugo, una mirada velada, que no era natural en él. De ordinario, cuando estaba realmente enfadado, estallaba como una tormenta; pero, pasados los truenos y rayos, se disculpaba con sinceridad. En este caso, su actitud era otra: había una cierta inercia que me alarmaba. Pasó el brazo, como un gancho, por el respaldo de la silla, apoyó el otro en la mesa, sentándose medio de costado, con los ojos clavados en Raymond.—Parece que estoy en minoría de uno —dijo—. Pero lamento decirle que su truco me desilusionó. No porque no estuviera muy hábilmente hecho, concedido, por supuesto, sino porque no es más que lo que se podría esperar de un cerrajero competente.—Este es un caso como el del zorro, que, al no poder alcanzar a tocar las uvas, se justificó diciendo que estaban verdes —dijo el médico con sorna.Hugo movió la cabeza negando.—No, lo único que digo es que, cuando una puerta tiene cerradura, y usted tiene la llave en la mano, no es ninguna hazaña abrirla. Teniendo en cuenta la reputación de nuestro amigo, esperaba una demostración de más categoría que ésa.Raymond hizo una mueca.—Como mi propósito era entretener —dijo— debo pedir disculpas por haberlos desilusionado.—Oh, no me quejo del entretenimiento, como tal. Pero en cuanto a que sea una prueba verdadera...—¿Una prueba verdadera?—Algo un poquito diferente. Digamos, una puerta sin cerraduras ni llaves que puedan ser estropeadas. Una puerta cerrada que pueda abrirse con la punta de los dedos, y que, sin embargo, sea imposible abrirla. ¿Qué le parece?Raymond entrecerró los ojos pensativamente, como si estudiase la imagen que le proponía.—Me parece muy interesante —dijo, por fin—. Dígame algo más sobre eso.—No —dijo Hugo, y me di cuenta, por la inesperada ansiedad de su voz, que éste era el momento justo que él había estado buscando—. Voy a hacer algo más que hablar de ella. Se la mostraré.Se puso de pie bruscamente y todos lo imitamos, salvo Isabel, que se quedó sentada. Cuando le pregunté si quería ir con nosotros, movió la cabeza negativamente, y se quedó observándonos, sin esperanzas de reconciliación, mientras salíamos. Tuve noción de que nos dirigíamos a las bodegas cuando, al pasar, Hugo recogió una linterna; pero a una sección de las bodegas que yo no había visto antes. En unas pocas oportunidades había bajado para escoger una botella de vino de los estantes; pero, en este caso, pasamos por delante de las botellas para entrar en una cámara larga y tenuemente iluminada, que quedaba detrás de la bodega. Nuestros pies raspaban con ruido la áspera piedra del piso; las paredes circundantes mostraban manchas de filtraciones, y, a pesar de que, afuera, la noche era templada, yo sentía el frío desagradable de la humedad, que me ponía carne de gallina. Cuando el médico tuvo un escalofrío, y dijo, con voz hueca:—Éstas son las tumbas mismas de la Atlántida —comprendí que no era yo el único que experimentaba esa sensación, y me sentí aliviado.Nos detuvimos en el extremo de la cámara, frente a lo que se podría describir como un armario de piedra, que iba desde el piso hasta el techo, en el rincón más apartado de la cámara. Tenía alrededor de cuatro pies de ancho y no llegaba al doble en largo. La puerta abierta mostraba una negrura impenetrable. Hugo entró en la oscuridad y, de un tirón, colocó la puerta en su lugar.—Aquí la tienen —dijo abruptamente—. Madera sólida, de cuatro pulgadas de espesor. Ajusta bien en el marco, de modo que es casi hermética. Es una linda obra de carpintería, de las que se hacían hace doscientos años. Sin cerrojo, ni pestillo. Sólo un anillo incrustado a cada lado de la puerta, que se usa como manija. —Empujó la puerta suavemente y ésta, al ser tocada, giró sin hacer el menor ruido—. ¿Ven? Está tan perfectamente equilibrada sobre las bisagras, que se mueve como una pluma.—Pero, ¿para qué sirve? —pregunté—. Habrá sido hecha para un fin especial.Hugo lanzó una carcajada breve.—Fue hecha con una finalidad. En tiempos pasados, cuando un sirviente cometía un delito, y no creo que el delito fuera más que contestarle a alguno de los antiguos Loziers, se le encerraba aquí para que se arrepintiera. Y como el aire del interior de la cámara, en el mejor de los casos, deja de ser respirable al cabo de unas pocas horas, o se arrepentía pronto o de nada le valía el demorarse.—¿Y esa puerta? —preguntó el médico con cautela—. Esa puerta impresionante, que se abre apenas se la toca y deja entrar todo el aire necesario, ¿qué le impedía al sirviente abrirla?—Mira —dijo Hugo. Recorrió el interior de la celda con la linterna, nosotros apiñados detrás de él, para mirar adentro. El círculo de luz llegaba hasta la pared opuesta y señalaba una cadena, corta y pesada, que colgaba a poca más altura de la cabeza, con un collar en forma de U, pendiendo del último eslabón.—Entiendo —dijo Raymond. Fueron las primeras palabras que le oí decir desde que salinos del comedor—. Es verdaderamente ingenioso. El hombre se pone de pie de espaldas a la pared y mirando hacia la puerta. Se le coloca el collar alrededor del cuelo, y, entonces, evidentemente no tiene cerrojo, se le fija, a martillazos, alrededor del cuello. Se cierra la puerta, y el hombre pasa las pocas horas que siguen, como si estuviera en una percha invisible, estirando los pies para tomar el anillo de la puerta, que está fuera de su alcance. Si tiene suerte, no se estrangulará con el collar de hierro, y quizá viva hasta que alguien se decida a abrirle la puerta.— ¡Dios mío! —dijo el médico—. Me hace sentir como si lo estuviera viviendo; como si fuera yo quien pasa esas angustias.Raymond se sonrió levemente.—Yo he pasado por experiencias semejantes, y, créame, la realidad es siempre algo peor que lo que podamos imaginar. Hay siempre un último momento de terror, de pánico, en que el corazón golpea, tan enloquecidamente, que creemos que va a explotar a través de las costillas, y el sudor frío lo empapa a uno, con cada respiración. Es entonces cuando hay que hacerse fuerte; hay que dispersar toda debilidad, y recordar todas las lecciones aprendidas. ¡Si no lo haces...! —Con el borde de la mano recorrió rápidamente su cuello delgado—. Desgraciadamente, la víctima corriente de este ardid, sucumbe... —concluyó con tristeza— al faltarle el coraje y el conocimiento indispensables para salvarse.—Pero a usted no le pasaría eso —dijo Hugo.—No tengo motivos para pensar que podría sucederme lo mismo.—Es decir —dijo Hugo, con creciente ansiedad en la voz— que, en exactamente las mismas condiciones en que haya estado encadenado alguien ahí adentro, hace doscientos años, ¿usted conseguiría abrir la puerta?Había en su voz tal tono de desafío, que no podía ignorárselo. Raymond permaneció un momento en silencio, con la cara tensa, antes de contestar.—Sí —dijo—. No sería fácil, a fuerza de ser simple el problema se vuelve apabullante. Pero se le podría encontrar solución.—¿Cuánto tiempo cree que necesitará?—Una hora, a lo sumo.Hugo había dado todo un rodeo, para llegar a este punto. Hizo la pregunta, lentamente, paladeando las palabras.—¿Quisiera que apostáramos?—¡Vaya, vaya! —dijo el médico—. Esto no me gusta nada.—Y yo propongo que interrumpamos para tomar un trago —interpuse—. La diversión es diversión; pero si nos quedamos jugando aquí abajo, vamos a terminar todos con pulmonía.Ni Hugo ni Raymond parecieron haber oído una palabra de lo que dije. Estaban de pie, mirándose fijo, Hugo, sobre espinas; Raymond, meditando, hasta que éste dijo.—¿Cuál es su apuesta?—Ésta. Si usted pierde, antes de un mes, se va de la casa Dane, y me la vende a mí.—¿Y si gano?No le fue fácil a Hugo; pero al fin lo largó.—En ese caso, seré yo quien se vaya. Y si usted no quiere comprar Hilltop, se la venderé al primero que se presente.Para cualquiera que conociera a Hugo, oírle semejante declaración era tan fantástico, tan sorprendente que, al principio, nos quedamos mudos. El primero en recuperarse fue el médico.—No puedes hablar por ti solo, Hugo —le advirtió—. Tienes mujer. Y hay que consultarla antes de dar un paso como éste.—¿Apostamos? —le preguntó Hugo a Raymond—. ¿Acepta o rechaza la apuesta?—Antes de contestarle, hay algo que debo explicar. —Raymond se detuvo. Luego continuó, lentamente—. Temo haberles dado la impresión, por orgullo tal vez, de que, cuando me retiré de mi trabajo, lo hice por aburrimiento, por falta de interés en él. Ésa no es toda la verdad. En realidad, hace unos años, me pidieron que me hiciera ver por un médico: me auscultó el corazón, e, inesperadamente, éste pasó a ocupar el primer puesto en mi vida. Les digo esto, porque, a pesar de que su desafío me parece una manera interesante y poco corriente de arreglar diferencias entre vecinos, me veo obligado a rechazarla por motivos de salud.—Su salud era muy buena, hasta hace un minuto —dijo Hugo, con voz dura.—Quizá no tan buena como usted querría pensar, mi amigo.—En otras palabras —dijo Hugo acremente— no hay cómplices a mano; ni llaves en su bolsillo que salgan en su ayuda, y no hay modo de hacer que nadie crea lo que no existe. De modo que tiene que reconocer que está derrotado.Raymond se puso rígido.—No reconozco semejante cosa. Tengo conmigo todos los instrumentos que podría necesitar, aun para una prueba como ésta. Créame, serían suficientes Hugo lanzó una risotada, cuyo eco recorrió los corredores a nuestras espaldas. Fue ese sonido, estoy seguro, el desprecio corporizado en esa risa que iba rebotando, de pared a pared, alrededor de nosotros, lo que hizo que Raymond entrara en la celda.Hugo esgrimió el martillo, un martillo pesado aunque de mango corto, que ajustaba el collar formando un pequeño círculo alrededor del cuello de Raymond, dando golpes fuertes y parejos en el hierro asegurado contra la pared. Cuando hubo terminado, vi el pálido reflejo de los números luminosos del reloj, que Raymond estudiaba en la oscuridad.—Son las once —dijo con calma—. La apuesta es que antes de medianoche, esta puerta se abrirá, y que se acepta cualquier método que se use para conseguirlo. Ésas son las condiciones, y, ustedes, señores, son testigos de esto.Entonces se cerró la puerta y comenzó el caminar, íbamos y veníamos, los otros tres, sin pausa, como si alguien nos obligara a dibujar todas las posibles formas geométricas en ese piso de piedra: el médico, con su paso rápido, impaciente; y yo, siguiendo el compás de los trancos largos y nerviosos de Hugo: una marcha tonta, sin sentido, yendo y viniendo, cruzando nuestras propias sombras; cada uno llevando cuenta del tiempo, contando los segundos que pasaban, y sintiendo vergüenza de llegar a ser el primero que mirase su reloj.Durante un rato, hubo un contrapunto a este raspar el piso, que provenía de la celda: era un tintineo de cadenas, apenas perceptible, que llegaba a breves intervalos regulares. Le seguía un largo silencio; y a éste, un renacer del sonido. Cuando hubo, nuevamente, una pausa, ya no pude contenerme. Acerqué mi reloj a la mortecina luz amarillenta de la lámpara que pendía del techo, y, con consternación vi que sólo habían pasado veinte minutos. Desde este momento, los otros dos miraban el reloj sin escrúpulos de conciencia, con lo que la espera se hacía más difícil de sobrellevar que cuando no teníamos idea de la hora. Sorprendí al médico dándole cuerda al reloj, con giros cortos y rápidos; a los pocos minutos, tratar de darle cuerda nuevamente, y dejar caer la mano, desagradado al ver que ya lo había hecho. Hugo, cuando caminaba, se acercaba el reloj a los ojos, como si, concentrándose, pudiera arrastrar el minutero más velozmente alrededor del cuadrante.Habían pasado treinta minutos. Cuarenta. Cuarenta y cinco.Recuerdo que cuando miré el reloj y vi que faltaban menos de quince minutos, me pregunté si sería capaz de aguantar siquiera ese breve lapso. El frío me había penetrado en tal forma, que me producía dolor. Me estremecí cuando vi la cara de Hugo empapada, y mientras yo lo observaba, las gotas de traspiración se juntaban antes de deslizarse. Fue en ese momento, mientras, fascinado, lo estaba mirando, que ocurrió lo que voy a contar: un sonido que parecía un lamento de agonía, atravesó las paredes de la celda, estremeciéndose sobre nosotros como si deletreara las palabras. "¡Doctor!", gritaba. "¡Aire!".Era la voz de Raymond; pero el espesor de la pared, al obstruir su paso, la convertía en un sonido alto y agudo. Lo que era evidente era la nota de auténtico terror; y la súplica que surgía de ese terror.— ¡Aire! —chillaba, y la palabra borboteaba hasta que se disolvía en un prolongado sonido, sin sentido. Y luego se calló. Juntos dimos un salto hacia la puerta, pero Hugo fue el primero en llegar, cerrando el paso, de espaldas contra la puerta. En la mano izquierda llevaba el martillo con que había sujetado el collar de Raymond.— ¡No se muevan! —gritó—. No den un paso más o...Su furia, que la amenaza del martillo hacía evidente, nos detuvo.—Hugo —suplicó el médico—. Sé lo que piensas; pero olvídate de eso; la apuesta ha terminado, y, bajo mi responsabilidad, voy a abrir la puerta. Puedes confiar en mi palabra.—No sé hasta qué punto puedo confiar. Pero ¿recuerda las condiciones de la apuesta, doctor? La puerta se debe abrir dentro de la hora, por cualquier medio que sea, ¿Entiende ahora? Raymond nos está engañando a los dos. Está fingiendo una escena de muerte para que usted, dé un empujón, abra la puerta, y ganar así, con su intervención, la apuesta. ¡Pero la apuesta es conmigo, con nadie más, y yo seré quien diga la última palabra!Vi, por la manera en que hablaba, a pesar de la tensión que le hacía temblar la voz, que tenía total dominio de sus facultades, lo que agravaba las cosas.—¿Cómo sabes que está fingiendo? —le pregunté—. Nos dijo que sufría del corazón. Dijo que, en casos como éste, había siempre un momento, en que tenía que luchar contra el pánico, que lo dejaba extenuado. ¿Qué derecho tienes de jugar la vida de este hombre, como si se tratara de un juego de apuestas?—¡Demonios! ¿No ves que nunca mencionó su malestar al corazón hasta que no se sospechó que había una apuesta de por medio? ¿No ves que armó su trampa así, del mismo modo que se volvió para echar llave a la puerta cuando pasaba al comedor? ¡Pero esta vez, nadie le va a deshacer la trampa, nadie!—Escúchame —dijo el médico, con una voz que chasqueaba como un látigo—. ¿Admites la más leve posibilidad de que ese hombre esté muerto, o muriéndose, ahí adentro?—Sí, es posible... ¡todo es posible!—No es momento de hacer distinciones sutiles. Lo que te digo es, que si ese hombre está en un aprieto, los segundos cuentan, y le estás robando ese tiempo. ¡Y si el caso es así, te juro que daré testimonio en el juicio que te haré, y juraré que tú lo asesinaste! ¿Es esto lo que buscas?Hugo hundió la cabeza en el pecho, pero sin soltar el martillo. Se le oía respirar con dificultad; cuando levantó la cabeza, tenía la cara gris y ojerosa. El tormento de la indecisión se leía en todas las líneas pálidas y sudorosas de la cara.Y entonces fue que, de pronto, interpreté el sentido de las palabras de Raymond ese día, cuando le dijo a Hugo que, frente a una encrucijada, podría surgir una revelación: la revelación de lo que un hombre puede descubrir en sí, cuando se ve obligado a mirar en las profundidades de su ser. Hugo lo había descubierto, al fin.En ese sombrío sótano, mientras los segundos implacables atronaban nuestros oídos, más y más fuerte, esperamos para ver qué haría.Fin