MADRE (Philip Joseph Farmer)
Publicado en
junio 03, 2012
1
Mira, madre. El reloj anda hacia atrás.
Eddie Fetts señaló las manecillas de la esfera de la sala de pilotaje. — El choque debe de haber invertido la marcha — dijo la doctora Paula Fetts. — ¿Cómo es posible? — No sabría decírtelo. No lo sé todo, hijo. — ¡Oh! — Bueno, no me mires con tanta decepción. Estoy especializada en patología, no en electrónica. — No te pongas así, madre. No puedo soportarlo. No ahora. Salió de la sala de pilotaje. Ella le siguió ansiosa. El entierro de la tripulación y de sus compañeros científicos había sido una dura prueba para él. La visión de la sangre siempre le había producido nauseas y mareos; a duras penas había conseguido controlar las manos en la medida suficiente para ayudarla a ensacar los huesos y entrañas desperdigados. Su deseo hubiera sido meter los cuerpos en el horno nuclear, pero ella se lo había prohibido. Los contadores Geiger situados en el centro de la nave tictaqueaban ruidosamente, advirtiendo la presencia de la muerte invisible en la popa. El meteorito que les había golpeado en cuanto la nave salió de la traslación para entrar para entrar en el espacio normal, probablemente había destruido la sala de máquinas. Eso había deducido de las frases incoherentes y chillonas que pronunció un colega antes de salir huyendo rumbo a la sala de pilotaje. Ella había salido corriendo en busca de Eddie. Temía que la puerta de su camarote continuara cerrada, pues él había estado grabando una cinta del aria Pesado es el vuelo del albatros, del Marinero antiguo de Gianelli. Por fortuna, el sistema de emergencia había desconectado automáticamente los circuitos de las cerraduras. Ella le había llamado por su nombre al entrar, temiendo que estuviera herido. Yacía en el suelo, semiinconsciente, pero no había ido a parar allí debido al accidente. La causa estaba en un rincón: un termo de medio litro con una tetina de caucho. La boca abierta de Eddie desprendía un olor a whisky de centeno que ni las pastillas Nodor con seguían ocultar. Con voz tajante, le había ordenado que se levantara y se metiera en la cama. Su voz, la primera que jamás había escuchado él, atravesó la bruma de whisky Old Red Star. Se levantó con dificultad y ella, pese a ser más pequeña, concentró todo su esfuerzo para ayudarle a incorporarse y subir a la cama. Se acostó allí a su lado y ató los cinturones en torno a los dos. Tenía entendido que el bote salvavidas también estaba averiado y que el capitán tendría que arreglárselas para hacer aterrizar la nave sin problemas sobre la superficie de ese planeta, bautizado pero inexplorado, llamado Baudelaire. Todos los demás habían acudido a sentarse detrás del capitán, atados a las sillas de choque, incapaces de ayudarle como no fuera con su silencioso apoyo. El apoyo moral no había sido suficiente. La nave había bajado con una ligera inclinación. Demasiado rápido. Los motores heridos no habían podido retenerla. La proa había recibido la peor parte del impacto. Y con ella las personas que ocupaban su interior. La doctora Fetts estrechaba la cabeza de su hijo contra su pecho y rogaba a Dios en voz alta. Eddie roncaba y mascullaba. Luego se oyó un ruido que hacía pensar en el clamor de las puertas del infierno, un tremendo estampido como si la nave fuera el badajo de una campana gigantesca tañendo el más aterrador mensaje que hayan podido escuchar jamás oídos humanos, un cegador estallido de luz y luego la oscuridad y el silencio. Segundos más tarde, Eddie comenzó a gritar con una voz infantil: — ¡No me dejes morir, Madre! ¡Vuelve! ¡Vuelve! Su madre yacía inconsciente a su lado, pero él no lo sabía. Estuvo llorando un rato, luego volvió a sumirse en su estupor lleno de brumas de whisky de centeno — si es que en algún momento había llegado a salir de él — y se durmió. Otra vez la oscuridad y el silencio. Era el segundo día después del choque, si podía emplearse la palabra «día» para describir el estado crepuscular de Baudelaire. La doctora Fetts seguía a su hijo dondequiera que éste fuese. Sabía que era una persona muy sensible y que se trastornaba fácilmente. Lo había sabido durante toda su vida y siempre había intentado interponerse entre él y cualquier cosa que pudiera causarle problemas. Había tenido bastante éxito hasta tres meses atrás, cuando Eddie se fugó con una chica. Ella era Polina Fameux, la actriz de cabello rubio ceniza y largas piernas cuya imagen tridimensional, grabada en cinta, había sido remitida a las estrellas fronterizas, donde un escaso talento dramático tenía poca importancia y un pecho grande y bien formado importaba mucho. Puesto que Eddie era un conocido tenor del Metropolitan, la boda causó una gran conmoción cuyos ecos se extendieron por toda la galaxia civilizada.La escapada le sentó muy mal a la doctora Fetts, pero confiaba en que había ocultado muy bien su dolor bajo una máscara sonriente. No lamentaba tener que dejarle partir: a fin de cuentas, ya no era su niñito, sino un hombre hecho y derecho. Pero, en realidad, aparte de las temporadas en el Metropolitan y de sus giras, desde que tenía ocho años no se había separado nunca de ella. Entonces fue cuando ella hizo un viaje de luna de miel con su segundo marido. Y en esa ocasión ella y Eddie no habían estado mucho tiempo separados: Eddie se puso muy enfermo y ella tuvo que regresar a toda prisa para cuidarle, pues él insistía en que era la única capaz de lograr que mejorara. Además, los días que pasaba en la ópera no podían considerarse una verdadera separación, ya que él se videocomunicaba con ella cada mediodía y tenían una larga charla, sin importarles lo elevadas que fuesen luego las cuentas del vídeo. Los ecos que provocó la boda de su hijo tenían apenas una semana de antigüedad cuando les siguieron otros aún más sonoros. Estos anunciaban la noticia de la separación de Eddie y su esposa. Quince días más tarde, Polina solicitaba el divorcio por razones de incompatibilidad. Eddie recibió los papeles en el apartamento de su madre. Había regresado a su lado el mismo día que él y Polina decidieron que «la cosa no funcionaba» o, como dijo él a su madre, que «no se llevaban bien». La doctora Fetts sintió, naturalmente, una gran curiosidad por saber el motivo de su separación pero, como les explicó a sus amigos, «respetaba» el silencio de su hijo. Lo que no decía es que estaba convencida de que llegaría un momento en que él se lo contaría todo. Poco después comenzó la «depresión nerviosa» de Eddie. Éste se había mostrado muy irritable, malhumorado y deprimido, pero su estado empeoró el día en que un supuesto amigo le dijo que Polina se reía largo y tendido cada vez que oía pronunciar su nombre. El amigo añadió que Polina había prometido revelar algún día la verdadera historia de su breve unión. Esa noche su madre tuvo que llamar a un médico. Durante los días que siguieron, ella estuvo a punto de renunciar a su puesto de investigadora en patología con De Kruif y dedicar todo su tiempo a ayudarle a «recuperarse». Prueba de la lucha que tenía lugar en su mente era el hecho de que no hubiera logrado decidirse al cabo de una semana. Propensa de natural a considerar rápidamente los problemas y a resolverlos con celeridad, no podía avenirse a renunciar a su grato estudio sobre la regeneración de los tejidos. Cuando ya estaba a punto de hacer lo que para ella era algo increíble y vergonzoso — arrojar una moneda —, recibió una videollamada de su superior. Este le dijo que había sido seleccionada para formar parte de un grupo de biólogos que partirían en una gira de exploración de diez sistemas planetarios previamente seleccionados. Con gran regocijo, tiró los papeles que debían servir para confiar a Eddie a los cuidados de un sanatorio. Y, puesto que él era bastante famoso, se valió de su influencia para conseguir que al Gobierno permitiera que él la acompañara. Aparentemente, Eddie debía realizar un estudios sobre el desarrollo de la ópera en los planetas colonizados por los terráqueos. Las oficinas correspondientes parecían haber pasado por alto el hecho de que la nave no visitaría ningún planeta colonizado. Pero no era ésa la primera vez en la historia de un Gobierno en que su mano izquierda ignoraba lo que hacía la derecha. De hecho, su madre, que se consideraba mucho más capaz de curarle que ninguna de las terapias A, F, J, R, S, K o H en boga, se proponía «reedificarle». Sin duda, algunos de sus amigos daban cuenta de los sorprendentes resultados obtenidos con algunas de las técnicas simbólicas. Por otra parte, dos de sus colegas más íntimos las habían probado todas y no habían apreciado una mejoría en ninguna de ellas. Ella era la madre de Eddie podría hacer mucho más por él que ninguna de esas «alfabetías»; él era carne de su carne, sangre de su sangre. Además tampoco estaba tan enfermo. Sólo se ponía terriblemente azul a veces, pronunciaba teatrales pero insinceras amenazas de suicidio, o bien se limitaba a permanecer sentado con la mirada perdida en el espacio. Pero ella sabía manejarlo. 2
Y ahora ella le siguió en su huida del reloj que andaba hacia atrás, rumbo a su habitación. Y le vio poner un pie en el cuarto, mirar un segundo, para luego volverse hacia su madre con la cara descompuesta.
— Neddie está destruido, madre. Destruido del todo. Ella echó una mirada al piano. Se había desprendido de los soportes de la pared en el momento del impacto para ir a estrellarse contra la pared contraria. Para Eddie no era simplemente un piano; era Neddie. Les ponía nombres a todas la cosas con las que tenía un contacto algo prolongado. Era como si saltase de un diminutivo a otro, al igual que un antiguo marino que se sentía perdido si no tenía cerca los puntos familiares y de nombre conocido de la línea costera. En caso contrario, Eddie se sentía flotar impotente en un océano caótico, un mar anónimo y amorfo. O, una analogía más característica de él, era como el asiduo de los clubs nocturnos que se siente sumergido, a punto de ahogarse, a menos que salte de una mesa a la siguiente, pasando de un grupo de caras conocida al otro, evitando las falsas figuras sin facciones y sin nombres de las mesas de los desconocidos. No lloró por Neddie. Ella hubiera deseado que lo hiciera. Estuvo muy apático durante todo el viaje. Nada, ni siquiera el esplendor único de las estrellas desnudas o el carácter inexpresablemente foráneo de los planetas extraños había parecido reanimarle durante demasiado tiempo. Si al menos llorase o riera con fuerza o diera alguna señal de estar reaccionando violentamente ante lo que sucedía. Incluso le hubiera complacido que la golpeara airado o que la insultara. Pero no, ni siquiera mientras recogían los cuerpos mutilados, cuando durante un rato pareció a punto de vomitar, cedió a las exigencias de expresión de su cuerpo. Ella pensaba que si él vomitase, eso le haría sentirse mucho mejor, le ayudaría a librarse de buena parte del malestar psíquico junto con el físico. Pero Eddie no lo hizo. Siguió metiendo los trozos de carne y los huesos en grandes bolsas de plástico con una mirada fija de resentimiento y obcecación. Ahora ella confiaba que la pérdida de su piano haría brotar las lágrimas y le estremecería las espaldas. Entonces podría estrecharle entre sus brazos y ofrecerle su simpatía. Volvería a ser su niñito, asustado de la oscuridad, asustado del perro muerto por un coche, que buscaría entre sus brazos la protección segura, el amor seguro. — No te preocupes, Baby — le dijo —. Cuando nos rescaten, te compraremos otro. — ¡Cuando nos rescaten...! — Arqueó las cejas y se sentó en el borde de la cama —. ¿Y ahora qué haremos? Ella adoptó una actitud muy decidida y eficiente. — La ultrarradio entró automáticamente en funcionamiento en el instante mismo en que recibimos el choque del meteorito. Si ha resistido el impacto, todavía estará mandando señales de socorro. De lo contrario, nada podemos hacer para remediarlo. Ninguno de los dos sabe cómo repararla. Sin embargo es posible que en los cinco años transcurridos desde que fue localizado este planeta, hayan aterrizado aquí otras expediciones. No de la Tierra, sino de alguna de las colonias, o de planetas no humanos. ¿Quién sabe? Vale la pena probar suerte. Ya veremos. Un simple vistazo bastó para hacer trizas sus esperanzas. La ultrarradio había quedado rota retorcida hasta hacerle perder todo parecido con el aparato que emitía ondas más rápidas que la luz a través del no—éter. — ¡Bueno, no tiene remedio! — exclamó la doctora Fetts con falso optimismo —. ¿Y qué más da? Hubiera sido demasiado fácil. Vamos al almacén a ver qué encontramos. Eddie se encogió de hombros y la siguió. Una vez allí, ella insistió en que cada uno debía coger una panradio. Si tenían que separarse por cualquier motivo, siempre podrían comunicarse y también localizar al otro con los sintonizadores direccionales incorporados. Ya habían utilizado antes esos instrumentos y por tanto conocían sus capacidades y sabían lo esenciales que resultaban en los campamentos y excursiones. Las panradios eran cilindros livianos de aproximadamente medio metro de alto y unos veinte centímetros de diámetro. Muy compactos, contenían los mecanismos de dos docenas de utensilios distintos. Sus baterías tenían un año de duración si no se recargaban, eran prácticamente indestructibles y funcionaban bajo casi cualquier tipo de condiciones. Sacaron las panradios al exterior, procurando no acercarse a la parte de la nave que tenía un enorme boquete. Eddie exploró las bandas de onda larga mientras su madre movía el mando que abarcaba todas las bandas de onda corta. En realidad, ninguno de los dos tenía esperanzas de oír algo, pero era preferible probar que quedarse sin hacer nada. Como no localizaba ningún ruido significativo en las frecuencias moduladas, Eddie pasó a las ondas continuas. Quedó estupefacto al oír una transmisión en morse. — ¡Eh, mamá! ¡Hay alguien los mil kilociclos! ¡Algo no modulado! — Naturalmente, hijo — dijo ella un poco exasperada en medio de su entusiasmo —. ¿Qué otra cosa puedes esperar tratándose de una señal radiotelegráfica? Localizó la banda en su propio cilindro. Ella miró con ojos inexpresivos. — No entiendo nada de radio, pero eso no es morse. — ¿Cómo? ¡No puede ser! ¡Debes haberte equivocado! — N—no lo creo. — ¿Lo es o no lo es? Cielos, hijo, ¡nunca puedes estar seguro de nada! Subió el volumen. Los dos habían aprendido galacto—morse mediante técnicas de aprendizaje durante el sueño y de inmediato pudo constatar lo que decía su hijo. — Tienes razón. ¿A ti qué te parece? Su rápido oído seleccionó los compases. — No es un morse simple. Hay cuatro compases de distinta duración. Escuchó un poco más. — Sin duda tienen un cierto ritmo. Alcanzo a distinguir unas claras agrupaciones. ¡Ah! Es la sexta vez que oigo ésta. Y ahí va otra. Y otra. La doctora Fetts movió su cabeza rubio ceniza. No lograba distinguir nada más que una serie de sonidos: sst—sst—sst. Eddie echó un vistazo al indicador de dirección. — Proceden del nordeste con inclinación este. ¿Crees que debemos intentar localizarlos? — Naturalmente — replicó ella —. Pero será mejor que comamos primero. No sabemos a qué distancia están, ni qué encontraremos allí. Prepara el material para la expedición, mientras yo cocino algo caliente. — De acuerdo — dijo con un entusiasmo como no lo había manifestado en largo tiempo. Cuando volvió se comió todo el contenido del gran plato que su madre había preparado en el hornillo de la cocina, la cual no había sufrido ningún daño. — Siempre has hecho el mejor puchero del mundo — dijo Eddie. — Gracias. Me alegra verte comer otra vez, hijo. Estoy sorprendida. Creí que todo esto te pondría enfermo. El hizo un gesto vago pero enérgico con la mano. — El desafío de lo desconocido. Tengo una cierta sensación de que esto va a resultar mucho mejor de lo que esperábamos. Mucho mejor. Ella se le acercó y olfateó su aliento. El olor era limpio, inocente, sin rastros ni siquiera de estofado. Eso significaba que había tomado Nodor, lo cual probablemente era señal de que había estado bebiendo un poco de whisky de centeno a escondidas. ¿Cómo se explicaba si no su temerario desdén ante los posibles peligros? No era propio de él. La doctora no dijo nada, pues sabía que si él intentaba ocultar una botella entre sus ropas o en su mochila mientras trataban de localizar las señales de radio, ella no tardaría en descubrirla y se la quitaría. El ni siquiera protestaría; se limitaría a dejársela arrebatar de su mano fláccida mientras sus labios se hincharían en un gesto de resentimiento. 3
Emprendieron la marcha. Los dos llevaban mochilas y las panradios. Él llevaba una escopeta al hombro y ella había añadido a su mochila su pequeño y bien provisto botiquín.
El mediodía de finales de otoño aparecía coronado por un débil sol rojizo que apenas conseguía hacerse visible entre la eterna doble capa de nubes. Su compañero, una mancha lila todavía más pequeña, se estaba poniendo en el horizonte noroccidental. Caminaban en una especie de brillante penumbra, lo mejor jamás logrado en Baudelaire. Sin embargo, a pesar de la escasa luz, el aire era cálido. Era un fenómeno común a algunos planetas situados detrás de la nebulosa Cabeza de Caballo, un fenómeno que se estaba estudiando pero que aún no se había podido explicar. El terreno era ondulado con muchas quebradas profundas. De trecho en trecho se alzaban prominencias lo suficientemente elevadas y de laderas lo bastante empinadas como para considerarlas un embrión de montaña. Sin embargo, teniendo en cuenta lo accidentado del terreno, la vegetación era sorprendentemente abundante. Matorrales, enredaderas y pequeños árboles de colores verde claro, rojo y amarillo se aferraban a cada trocito de terreno, horizontal o vertical. Todos tenían hojas anchas que giraban con el sol para captar la luz. De vez en cuando, mientras los dos terráqueos avanzaban ruidosamente a través del bosque, pequeñas criaturas multicolores parecidas a insectos o mamíferos se deslizaban de un escondrijo a otro. Eddie decidió llevar la escopeta empuñada y luego, después de verse obligados a subir y bajar dificultosamente los barrancos y colinas y a abrirse paso entre una maleza inesperadamente enmarañada, volvió a colgársela al hombro, suspendida de una correa. Pese al esfuerzo realizado no se cansaron fácilmente. Pesaban unos diez kilos menos de lo que habrían pesado en la Tierra y, aunque el aire era menos denso, también era más rico en oxígeno. La doctora Fetts seguía el paso de Eddie. Con treinta años más que el joven de veintitrés, hubiera podido pasar por su hermana mayor, incluso después de un detallado examen. De eso se encargaban las pastillas de longevidad. Sin embargo, él la trataba con toda la cortesía y caballerosidad debidas a la propia madre y la ayudaba a subir por las pendientes, aun cuando las subidas, tal vez por la amplitud de su pecho, no parecían obligarla a inspirar mayor cantidad de aire. Hicieron un alto junto a un barranco para averiguar su posición relativa. — Han cesado las señales — dijo él. — Evidentemente — replicó ella. En aquel momento comenzó a brincar el detector de radar incorporado al aparato. Los dos levantaron automáticamente la vista. — No hay ninguna nave en el aire. — No puede proceder de ninguna de esas colinas — puntualizó ella —. Sólo hay una gran piedra en la cima de cada una. — Sin embargo, viene de ahí, creo. ¡Oh! ¿Has visto lo mismo que yo? Parecía como una larga vara que ha desaparecido detrás de esa roca grande. Ella concentró la mirada bajo la pálida luz. — Creo que lo has imaginado, hijo. Yo no he visto nada. Entonces, mientras aún continuaba la señal del radar, se inició de nuevo el siseo. Poco después se oyó un fuerte ruido al que siguió un total silencio. — Subamos a ver qué encontramos — dijo ella. — Algo raro — comentó él. Ella no le contestó. Cruzaron la cañada e iniciaron el ascenso. Cuando estaban a mitad del camino les desconcertó un súbito y denso olor que llegó con una ráfaga de viento. — Huele como una jaula llena de monos — dijo él. — Monos en celo — añadió ella. Si él tenía el oído más aguzado, el olfato de ella era más penetrante. Continuaron subiendo. El detector hizo sonar su diminuto gong histérico. Eddie se detuvo, perplejo. El detector indicaba que las pulsaciones del radar no procedían, como antes, de la cima de la colina por la que subían, sino de la colina situada al otro lado. La panradio se quedó bruscamente muda. — ¿Y ahora qué hacemos? — Terminar lo que hemos empezado. Explorar esa colina. Luego nos ocuparemos de la otra. Él se encogió de hombros y luego se apresuró a seguir el alto cuerpo delgado de su madre enfundado en su mono de pantalones largos. El olor la había literalmente calentado, y nada podía detenerla. El le dio alcance justo antes de que llegara a la roca del tamaño de un chalet que coronaba la colina. Ella se detuvo a examinar atentamente la aguja del detector, que osciló frenéticamente antes de detenerse en el punto neutro. El olor a monos era muy intenso. — ¿Crees que podría ser algún tipo de mineral generador de radio? — preguntó ella desilusionada. — No. Esos grupos de notas eran semánticos. Y este olor... — Entonces, ¿qué...? El no sabía si alegrarse o no de que ella le hubiera traspasado tan evidente e inesperadamente todo el peso de la responsabilidad y de la acción. Fue presa al mismo tiempo del orgullo y de un curioso encogimiento. Pero, en todo caso, sintió entusiasmo. Casi se sentía, pensó, como si estuviera a punto de descubrir lo que venía buscando desde hacía largo tiempo. No hubiera sabido decir cuál había sido el objeto de su búsqueda. Pero se sentía excitado y no demasiado asustado. Descolgó el arma, una combinación de escopeta y rifle con dos cañones. La panradio seguía callada. — Tal vez la roca sirva de camuflaje a un equipo de espionaje — dijo Eddie. Sonaba absurdo, incluso a sus propios oídos. Oyó jadear y gritar a su madre a sus espaldas. Giró en redondo y levantó la escopeta, pero no había nada a lo cuál disparar. Temblorosa y diciendo palabras incoherentes, ella estaba señalando la cima de la colina situada al otro lado del valle. Él logró, distinguir una larga y fina antena que aparentemente se proyectaba de la monstruosa roca allí agazapada. Simultáneamente, dos pensamientos pugnaron por ocupar el primer lugar en su mente: primero, que era más que una coincidencia que ambas colinas tuvieran estructuras de piedra caso idénticas en su cima; y segundo, que debían haber levantado hacía poco la antena, pues estaba seguro de no haberla visto la última vez que había mirado. Nunca llegó a comunicar sus conclusiones a su madre, pues algo fino, flexible e irresistible le agarró por detrás. Se sintió elevado en el aire y arrastrado hacia atrás. Dejó caer la escopeta e intentó coger los tentáculos que le aprisionaban y zafarse de ellos con sus manos desnudas. Pero fue en vano. Alcanzó a divisar por última vez a su madre que huía corriendo colina abajo. Luego cayó una cortina y se encontró sumido en la total oscuridad. 4
Eddie se sintió girar, todavía suspendido. Aunque no podía saberlo con certeza, le pareció estar mirando exactamente en dirección contraria. De repente se soltaron los tentáculos que le sujetaban las piernas y los brazos. Sólo su cintura continuaba atrapada. La presión era tan fuerte que gritó de dolor.
Luego, con las puntas de las botas chocando contra algo elástico, le empujaron hacia delante. Inmovilizado, enfrentándose a no sabía qué horrible monstruo, de pronto se sintió asaltado, no por un afilado pico, unos dientes, o un cuchillo o cualquier otro instrumento cortante o desgarrante, sino por una densa nube de aquel mismo olor a mono. En otras circunstancias, tal vez hubiera vomitado. En ese momento su estómago no tuvo tiempo de decidir si debía hacer limpieza o no. El tentáculo le izó más alto y le arrojó contra algo suave y muelle — algo carnoso y femenino —, casi como un seno por su textura y su suavidad y calor, y por la suave curva que insinuaba. Alargó las manos y los pies para protegerse, pues por un instante pensó que iba a hundirse y a quedar cubierto, envuelto, absorbido. La idea de una especie de ameba gargantuesca oculta dentro de una roca hueca — o de un caparazón en forma de roca — le hizo retorcerse y gritar y debatirse contra la sustancia protoplásmica. Pero no ocurrió nada por el estilo. No se hundió en una gelatina lisa y pegajosa que le arrancaría la piel y luego la carne y por fin disolvería sus huesos. Simplemente se vio empujado varias veces contra la suave prominencia. Cada vez la empujó, la pateó o la golpeó. Después de una docena de esos actos aparentemente sin sentido, le mantuvieron suspendido, como si lo que le estuviera moviendo se sintiera desconcertado por su comportamiento. Había dejado de gritar. Sólo oía su ronco jadeo y los siseos y golpeteos de la panradio. Apenas tuvo tiempo de advertir su presencia, cuando los siseos cambiaron de ritmo y formaron una pauta identificable: tres unidades que resonaban una y otra vez. — ¿Quién es usted? ¿Quién es usted? Claro que también podría haberle dicho: «Qué es usted?» o «¿Qué diablos pasa?» o «¿No smoz ka pop?» o nada, semánticamente hablando. Pero no creía que fuera esto último. Y cuando le depositaron suavemente en el suelo y el tentáculo desapareció Dios sabe dónde en la oscuridad, tuvo la certeza de que la criatura se estaba comunicando — o intentaba comunicarse — con él. Esta idea le impulsó a contenerse y no ponerse a gritar y a dar vueltas por la oscura y fétida cámara, buscando enloquecidamente una salida. Dominó su pánico y abrió una pequeña tapa en un lado de la panradio e introdujo el índice de la mano derecha. Allí lo mantuvo presto sobre el pulsador y, llegado el momento, cuando la cosa dejó de transmitir, repitió, lo mejor que pudo, las pulsaciones que había recibido. No tuvo necesidad de encender la luz y hacer girar el mando para situarse en la banda de mil kilociclos. El instrumento adecuaría automáticamente esa frecuencia a la que acababa de recibir. El aspecto más curioso de todo el procedimiento fue que todo su cuerpo temblaba de forma casi incontrolable, a excepción de una sola parte: su dedo índice, la única unidad que parecía poseer una función definida en esa situación por lo demás incomprensible. Era la sección de su cuerpo que le ayudaba a sobrevivir, la única que sabía cómo hacerlo en ese momento. Incluso su cerebro parecía no tener conexión alguna con el dedo. Ese dígito representaba su persona y el resto sólo se hallaba casualmente vinculado a él. Cuando hizo una pausa, el transmisor comenzó a sonar de nuevo. Esta vez se trataba de unidades imposibles de identificar. Entre tanto, el detector de radar había empezado a sonar. En algún lugar del negro agujero, algo le apuntaba fijamente con un rayo. Apretó un botón en la parte superior de la panradio y el foco incorporado iluminó la zona situada delante de él. Vio una sustancia como de goma de un color gris rojizo. Sobre la pared había un bulto más o menos circular de color gris pálido y de más de un metro de diámetro. A su alrededor, prestándole un aspecto de medusa, se enroscaban doce tentáculos muy largos y finos. Aunque temía que si les daba la espalda los tentáculos lo agarrarían de nuevo, su curiosidad le hizo volverse e inspeccionar con el intenso haz de luz el lugar donde se hallaba. Se encontraba en una cámara de forma ovoide de unos diez metros, por cuatro de ancho y casi tres metros de altura en la parte central. Las paredes estaban hechas de un material gris rojizo, liso a excepción de unas franjas irregulares de tubos azules o rojos. ¿Venas y arterias? Una porción de la pared, del tamaño de una puerta, presentaba una hendidura vertical, rodeada de tentáculos. Supuso que debía ser una especie de iris y que se había abierto para arrastrarle al interior. Grupos de tentáculos en forma de estrella de mar aparecían de trecho en trecho en las paredes o suspendidos del techo. En la pared situada frente al iris había una vara larga y flexible con un collar cartilaginoso en torno al extremo libre. Cada vez que Eddie se movía, la vara también lo hacía, siguiéndole como un punto ciego con una antena de radar sigue la pista del objeto que está localizando. Y eso era. Y si no se equivocaba, la vara era también un transmisor—receptor de ondas continuas. Recorrió todo el lugar con su luz. Cuando la enfocó sobre el lugar más apartado de él, se quedó sin respiración. ¡Diez criaturas estaban agazapadas muy juntas y le miraban! Eran del tamaño de un cerdito y a lo que más se parecían era a unos caracoles sin caparazón; no tenían ojos y la antena que crecía en la frente de cada una de ellas era un duplicado en miniatura de la de la pared. No parecían peligrosas. Sus bocas abiertas eran pequeñas y sin dientes y debían avanzar con lentitud, pues se movían como los caracoles, apoyándose en un largo pedestal de carne, un pie muscular. Sin embargo, si caía dormido podrían reducirle por la fuerza del número y tal vez esas bocas vertieran un ácido capaz de disolverlo, o a lo mejor encerraban un secreto aguijón emponzoñado. Sus especulaciones se vieron interrumpidas violentamente. Se sintió agarrado, izado en el aire y traspasado a otro grupo de tentáculos quo lo transportaron al otro lado de la vara — antena y le acercaron a las pequeñas criaturas. Justo antes de llegar a su lado, le dejaron suspendido de cara a la pared. Y en ella se abrió un iris hasta entonces invisible. Lo iluminó con su foco pero no logró distinguir nada excepto convulsiones de carne. Su panradio emitió una nueva pauta de dit—dot—dit—dats. El iris se ensanchó hasta adquirir la amplitud, suficiente para dejar pasar su cuerpo si lo metían con la cabeza por delante. O con los pies por delante. Tanto daba. Las convulsiones se calmaron y la abertura se convirtió en un túnel. O una garganta. De millares de pequeñas cavidades emergieron miles de dientes diminutos y afilados como cuchillos. Centellearon un momento y volvieron a hundirse y, antes de que desaparecieran, otros miles de perversos punzones asomaron entre las fauces abiertas. Un triturador de carne. Detrás del asesino despliegue, al final de la garganta, había una enorme bolsa de agua. De ella se desprendía un vapor, acompañado de un olor que le recordó el puchero de su madre. Oscuros bocados, presumiblemente de carne, y trozos de verdura flotaban sobre la superficie en ebullición, Luego el iris se cerró y le volvieron de cara a las babosas. Un tentáculo le golpeó las nalgas suave pero significativamente. Y la panradio siseó una advertencia. Eddie no era estúpido. Comprendió que las diez criaturas no eran peligrosas a menos que las importunara. En cuyo caso ya acababa de ver a dónde iría a parar si no se portaba bien. Nuevamente se sintió levantado y transportado a lo largo de la pared para quedar apretado junto a la mancha gris claro. El olor a monos, que se había desvanecido, volvió a hacerse penetrante. Eddie localizó su lugar de procedencia, un orificio muy pequeño que se veía junto a la pared. Cuando no reaccionó — todavía no tenía la menor idea de cómo se esperaba que actuase — los tentáculos le soltaron de forma tan inesperada que cayó de espaldas. La carne cedió bajo su peso y se levantó ileso. ¿Qué debía hacer a continuación? Examinar sus recursos. Hizo un rápido inventario: La panradio. Un saco de dormir, que no necesitaría si la temperatura se mantenía al nivel actual, demasiado cálido. Una botella de cápsulas de whisky Old Red Star. Un termo con una tetina. Una caja de raciones A—2—Z. Un hornillo plegable. Cartuchos para su escopeta, que había quedado abandonada fuera del caparazón en forma de roca de la criatura... Un rollo de papel higiénico. Cepillo de dientes. Dentífrico. Jabón. Toallas. Pastillas: Nodor, hormonas, vitaminas, de longevidad, para los reflejos y somníferos. Y un alambre fino como un hilo, que desenrollado tenía treinta metros de largo y cuya estructura molecular encerraba un centenar de sinfonías, ocho óperas, mil piezas musicales de distintos tipos y dos mil grandes obras literarias que abarcaban desde Sófocles y Dostoievsky hasta el último bestseller. La grabaciones podían tocarse en la panradio. Eddie introdujo la cinta en el aparato, apretó un botón y ordenó: — «Che gélida manina» de Puccini en grabación de Eddie Fetts, por favor. Y mientras escuchaba aprobadoramente su propia magnífica voz, abrió una lata que había encontrado en el fondo de su mochila. Su madre la había llenado con el resto del puchero que habían comido el último día en la nave. Ignorante de su situación, pero por algún motivo seguro de que de momento estaba a salvo, Eddie masticó con deleite la carne y las verduras. A veces le resultaba muy fácil efectuar la transición de la nausea al apetito. Vació la lata y terminó la comida con algunas galletas y una barrita de chocolate. Nada de controlar las raciones. Comería bien mientras le quedara comida. Luego, si no encontraba nada, tendría que... Pero para entonces — se tranquilizó chupándose los dedos — su madre, que estaba en libertad, ya habría encontrado alguna manera de sacarle de apuros. Siempre lo había hecho. 5
La panradio, que había permanecido callada durante un rato, empezó a sonar. Eddie iluminó la antena y vio que apuntaba hacia las criaturas en forma de caracol a quienes, según su costumbre, ya les había puesto un apodo. Las llamó Sluggos.
Los Sluggos se arrastraron hacia la pared y se detuvieron cerca de ella. Sus bocas, situadas en la parte superior de su cabeza, se abrieron como si fueran otros tantos pajaritos hambrientos. El iris se abrió y dos labios formaron como un pitorro. Por él empezó a caer agua hirviendo y trozos de carne y de verduras. ¡Puchero! Puchero que caía exactamente en cada una de las bocas abiertas. Así aprendió Eddie la segunda frase en la lengua de la Madre Polifema. El primer mensaje había sido: «¿Qué eres?» Éste decía: «¡Ven y cógelo!» Decidió experimentar y transmitió una repetición de lo que acababa de oír. Al unísono, todos los Sluggos — excepto el que estaba recibiendo su alimento — se volvieron hacia él y avanzaron un par de pasos antes de detenerse, desconcertados. Dado que Eddie estaba transmitiendo, los Sluggos debían tener una especie de localizador de dirección incorporado. De lo contrario, no habrían podido distinguir sus pulsaciones de las de su madre. Inmediatamente después, un tentáculo golpeó a Eddie en la espalda y le hizo caer. La panradio siseó su tercer mensaje inteligible: «¡No vuelvas a hacer eso!»Y luego un cuarto mensaje: «Por aquí, niños», que los diez pequeños obedecieron dando media vuelta y volviendo a sus posiciones anteriores. Sí, eran los hijos y vivían, comían, dormían, jugaban y aprendían a comunicarse en el vientre de su madre, la Madre. Eran las crías móviles de ese enorme ente inmóvil que había cazado a Eddie como una rana caza una mosca. Aquella Madre..., la misma que un día había sido un Sluggo como los otros hasta que adquirió el tamaño de un cerdo y fue expulsada del vientre de su madre. Y que se dejó caer, hecha una bola, por la ladera de su colina natal, se alargó al llegar abajo, trepó centímetro a centímetro por la otra colina, rodó ladera abajo y así sucesivamente. Hasta encontrar el caparazón vacío de un adulto ya muerto. O, suponiendo que deseara ser un ciudadano de primera clase y no una ocupante sin prestigio, debía buscar una colina alta con la cima desocupada — o cualquier prominencia que permitiera avistar una gran extensión de terreno — e instalarse allí. Y una vez allí extendía muchos zarcillos finos como un hilo que introducía en el suelo y entre las hendiduras de las rocas, zarcillos que se alimentaban de la grasa de su cuerpo y crecían y se alargaban hacia abajo y se ramificaban en otros zarcillos. En las profundidades subterráneas, las raicillas ponían en práctica si química instintiva; buscaban y encontraban el agua, el calcio, el hierro, el cobre, el nitrógeno, los carbonos, acariciaban lombrices de tierra, gusanos y larvas, sustrayéndoles los secretos de sus grasas y proteínas; descomponían la sustancia extraída en insignificantes partículas coloidales; las succionaban a través de los conductos filiformes de los zarcillos y hasta el pálido y cada vez más delgado cuerpo tendido sobre un espacio plano en la cima de una serranía, una colina, un pico. Allí, en base a los modelos almacenados en las moléculas del cerebelo, su cuerpo cogía los ladrillos de elementos y con ellos construía un caparazón muy fino del material más abundante, un caparazón protector del tamaño suficiente para que ella pudiera expandirse hasta llenarlo mientras sus enemigos naturales — los astutos y hambrientos predadores que acechaban en la luz crepuscular de Baudelaire — lo olfateaban y arañaban en vano. Luego, con su mole entumecida siempre creciente, reabsorbía la dura caparazón. Y si ningún diente afilado conseguía localizarla durante ese proceso que ocupaba algunos días, volvía luego a secretar otro, más grande. Y así sucesivamente, hasta haber pasado por una docena o más de caparazones, hasta convertirse en el monstruoso y muy modificado cuerpo de una hembra adulta y virgen. Por fuera estaba recubierta del material que tanto se parecía a una roca, que realmente era piedra: ya fuese granito, diorita, mármol, basalto o tal vez simplemente piedra caliza. O, a veces, hierro, vidrio o celulosa. Dentro se encontraba el cerebro de localización central, probablemente tan grande como el de un hombre. Y en torno a éste, las toneladas de órganos: el sistema nervioso, el potente corazón, o corazones, los cuatro estómagos, los generadores de microondas y ondas largas, los riñones, los intestinos, las tráqueas, los órganos olfativos y gustativos, el centro de producción de perfumes que elaboraba olores destinados a atraer a los animales y los pájaros hasta una distancia que permitiera su captura, y el enorme útero. Y las antenas: la pequeña antena anterior, para adiestrar y vigilar a los pequeños, y una larga y potente vara exterior, que se levantaba sobre el caparazón y podía retraerse en caso de peligro. El paso siguiente era la transformación de virgen en madre, el tránsito del estado inferior al superior, como indicaba, en su lenguaje pulsante, una pausa más larga antes de cada palabra. Para ocupar un lugar destacado dentro de su sociedad, primero tenía que ser desflorada. Impúdica, sin remilgos, ella misma tomaba la iniciativa, se declaraba y se entregaba. Tras lo cual devoraba a su pareja. El reloj de la panradio de Eddie le indicó que ya estaba en su trigésimo día de reclusión cuando recibió esta información. Se quedó horrorizado, no porque ello fuera contrario a su ética, sino debido a que él mismo había sido seleccionado como pareja. Y como cena. Su dedo tecleó: «Explícame, madre, a qué te refieres». Hasta ese momento no se había preguntado cómo podía reproducirse una especie que carecía de machos. Ahora descubría que, para las madres, todas las demás criaturas eran machos. Las madres eran inmóviles y hembras. Los seres móviles eran machos. Eddie era un ser móvil. Luego era un macho. Se había acercado a esa madre en concreto durante la época de celo, esto es, en la mitad del desarrollo de una camada de pequeños. Ella le había detectado mientras avanzaba por la hondonada del fondo del valle. Cuando estuvo al pie de la colina, ella captó su olor. Era desconocido para ella. La mejor aproximación que pudo lograr en su almacén de memoria fue el de una bestia semejante a él. Por la descripción que le dio, Eddie dedujo que debía ser un antropoide. De modo que emitió el olor sexual de ese animal, seleccionado entre los muchos que componían su repertorio. Cuando él cayó aparentemente en la trampa, ella le atrapó. Él debía haber atacado el punto de la concepción, ese abultamiento gris claro de la pared. Una vez abierto y desgarrado en la medida suficiente para iniciar el misterioso proceso del embarazo, habría sido arrojado al iris del estómago. Afortunadamente, no poseía un pico afilado, unos colmillos, unas garras adecuadas. Y ella había oído repetir sus propias señales a través de la panradio. Eddie no comprendía por qué era necesario recurrir a un ser móvil para el apareamiento. Una madre poseía la inteligencia suficiente para coger una piedra afilada y lacerarse ella misma ese punto. Ella le dio a entender que la concepción no podía iniciarse a menos que fuera acompañada de una cierta excitación de los nervios, un frenesí y su satisfacción. La madre no sabia por qué era necesario tal estado emocional. Eddie intentó hablarle de cosas tales como los genes y los cromosomas y su necesaria presencia en las especies altamente desarrolladas. La madre no le entendió. Eddie se preguntó si el número de cortes y rasgaduras en el punto indicado correspondería al número de crías. O si había un gran número de potencialidades contenidas en las cintas hereditarias que se extendían bajo la piel reproductora. Y si la casual irritación y consiguiente estimulación de los genes sería equivalente a la combinación al azar de los genes en el apareamiento entre un macho y una hembra humanos, dando lugar así a una descendencia con características que eran combinación de las de los padres. ¿O el inevitable gesto de devorar al móvil después del acto respondía a algo más que un reflejo emocional y nutritivo? ¿Indicaba tal vez que el móvil recogía nódulos dispersos de genes. como semillas duras, entre sus garras y colmillos, junto con los trozos de piel desgarrada, que estos genes sobrevivían a la ebullición en el estómago—puchero y luego eran expulsados con las heces? ¿Donde los animales y los pájaros los recogían con su pico, sus dientes o sus patas y luego, al ser atrapados por otras madres en ese proceso de violación indirecta, transmitían los agentes portadores de la herencia a los puntos de concepción que atacaban, depositando e implantando los nódulos en la piel y la sangre del abultamiento al mismo tiempo que recogían otros? ¿A continuación, los móviles eran devorados, digeridos y expulsados en ese misterioso, pero ingenioso e interminable ciclo? ¿Se aseguraba así, con la continua aunque azarosa recombinación de genes, la posibilidad de una variación de la descendencia, la oportunidad de que se produjeran mutaciones, etcétera? La madre le transmitió su desconcierto. Eddie se dio por vencido. Nunca lo sabría. ¿Y era importante averiguarlo, a fin de cuentas? Decidió que no y se incorporó de su posición yacente para pedir agua. Ella abrió su iris y vertió un tibio medio litro en el termo de Eddie. El arrojó una pastilla en el agua, la agitó hasta que se disolvió y se bebió una imitación aceptable del Old Red Star. Prefería el whisky de centeno áspero y fuerte, aunque podría haber obtenido otro de calidad más suave. Deseaba un efecto rápido. El sabor era lo de menos, pues le desagradaba el sabor de todos los licores. De modo que bebía lo mismo que bebían los vagabundos e incluso se estremecía como ellos cuando maldecían el destino que les había hecho caer tan bajo y les obligaba a tomar ese mejunje. El whisky de centeno le quemó el vientre y difundió rápidamente, a través de sus extremidades y hasta su cabeza, su calor atemperado sólo por la noción de que cada vez le quedaban menos cápsulas. Y cuando se le terminaran, ¿qué? En momentos así era cuando más echaba de menos a su madre. Al pensar en ella le cayeron un par de grandes lágrimas. Sorbió por la nariz y bebió un poco más y cuando el más grande de los Sluggos se le acercó para que le rascara la espalda, en vez de hacerlo le dio un trago de Old Red Star. Un trago para el Sluggo. Ociosamente, se preguntó qué efecto tendría la afición al whisky de centeno sobre el futuro de la raza cuando esas vírgenes se convirtieran en madres. En aquel momento le vino inesperadamente a la memoria lo que le pareció una idea salvadora. Esas criaturas podían absorber los elementos que precisaban de la tierra y reproducir con ellos estructuras moleculares muy complejas. A condición, naturalmente, de contar con una muestra de la sustancia deseada para estudiarla en algún críptico órgano. Bueno, nada más sencillo que darle a la madre una de las preciadas cápsulas. A partir de una de ellas podría obtener un número infinito. ¡Con ellas y el abundante agua que podía succionar del arroyo próximo a través de los zarcillos subterráneos huecos, podría producir un crudo de maestro destilador! Chasqueó los labios y se disponía a transmitirle su solicitud, cuando lo que ella le estaba diciendo penetró en su cerebro. En tono bastante rencoroso, la madre le comentaba que su vecina del otro lado del valle empezaba a darse ínfulas porque también ella tenía prisionero un móvil capaz de comunicarse. 6
Las madres poseían una sociedad tan jerárquica como el protocolo de las cenas oficiales en Washington o el orden de picoteo en un corral. El factor de peso era el prestigio, y éste dependía de la potencia transmisora, de la altura de la prominencia sobre la cual estaba instalada la madre, la cual determinaba la extensión del territorio que abarcaba su radar, y de la abundancia y novedad e ingeniosidad de los chismes que difundía. La criatura que había capturado a Eddie era una reina. Tenía preferencia con respecto a treinta y tantos de su clase; todas éstas tenían que dejarla transmitir primero y ninguna se atrevía a iniciar su tecleteo hasta que ella hubiera terminado. Luego le tocaba a la siguiente en el orden de jerarquía y así sucesivamente hasta llegar a la última. La número uno podía interrumpir en cualquier momento a cualquiera de ellas, y si alguna de categoría inferior tenía algo interesante que transmitir, podía interrumpir a la que estuviera hablando en ese momento y solicitar permiso de la reina para contar su historia.
Eddie sabía todo esto, pero no podía escuchar directamente los comadreos de colina a colina. El grueso caparazón de falso granito se lo impedía y le obligaba a depender de la antena del vientre de la madre para recibir información de segunda mano. De vez en cuando, la madre abría la puerta y dejaba salir a las crías. En el exterior, éstas hacían prácticas de transmisión con los Sluggos de la madre del otro lado del valle. Ocasionalmente, aquella madre se dignaba transmitir las pulsaciones de sus crías y la guardiana de Eddie hacía otro tanto con las suyas. Era un toma y daca. La primera vez que las crías se deslizaron por la salida—iris, Eddie intentó, a semejanza de Ulises, hacerse pasar por una de ellas y deslizarse fuera confundido con el resto del grupo. La madre, ciega, pero no un Polifemo, le cogió con sus tentáculos y le metió otra vez dentro. Ese incidente le sugirió la idea de llamarla Polifema. Eddie sabía que ella había aumentado enormemente su ya importante prestigio por el hecho de poseer ese objeto único, un móvil capaz de transmitir. Tanto había crecido su importancia que las madres situadas en los bordes de su zona habían transmitido la noticia a otras zonas. Todo el continente estaba al tanto de sus noticias, antes de que Eddie hubiera conseguido aprender su lengua. Polifema se había convertido en una verdadera cronista de sociedad; decenas de miles de ocupantes de las cimas de las colinas escuchaban atentamente sus descripciones de sus relaciones con la paradoja ambulante: un macho semántico. Todo iba de maravilla. Luego, muy recientemente, la madre del otro lado del valle había capturado una criatura parecida. Y de golpe se había convertido en la número dos de la zona y aguardaba el menor fallo por parte de Polifema para arrebatarle el primer puesto. La noticia excitó muchísimo a Eddie. Con frecuencia tenía fantasías sobre su madre y se preguntaba qué estaría haciendo. Muchas de estas fantasías acababan de manera bastante curiosa con recriminaciones por lo bajo, en las que le reprochaba casi con voz audible que le hubiera abandonado y no intentara rescatarle. Luego tomaba conciencia de lo que estaba haciendo y se avergonzaba. Pero la sensación de abandono seguía tiñendo sus pensamientos. Ahora que sabía que ella estaba viva y que había sido capturada, probablemente mientras intentaba rescatarlo, salió del letargo que últimamente le había hecho dormitar de la mañana a la noche. Le preguntó a Polifema si quería abrir la entrada para que él pudiera comunicarse directamente con el otro prisionero. Ella dijo que sí. Ansiosa de escuchar una conversación entre dos móviles, se mostró muy cooperativa. Lo que ambos se dirían le proporcionaría material para un cúmulo de chismorreos. Lo único que empañaba su alegría era que la otra madre también tendría acceso a la conversación. Luego recordó que seguía siendo la número uno y que sería la primera en transmitir los detalles, lo cual la hizo estremecerse de tal forma, llena de orgullo y de éxtasis, que Eddie sintió temblar el suelo. El iris se abrió, Eddie lo cruzó y miró hacia el otro lado del valle. Las colinas continuaban cubiertas de verde, rojo y amarillo, como si las plantas de Baudelaire no perdieran sus hojas durante el invierno. Pero algunas manchas blancas revelaban que había llegado el invierno. Eddie se estremeció al contacto del aire frío con su piel desnuda. Hacía tiempo que se había despojado de sus ropas. Las prendas resultaban demasiado incómodas con el calor del vientre; además, Eddie, humano como era, tenía que expulsar sus productos de desecho. Y Polifema, madre como era, tenía que limpiar periódicamente la suciedad con agua caliente procedente de uno de sus estómagos. Cada vez que las aberturas de los conductos soltaban chorros que arrastraban los elementos indeseables expulsándolos a través del iris, Eddie quedaba empapado. Cuando se despojó de sus ropas, éstas también salieron flotando. Sólo a base de sentarse sobre su mochila pudo impedir que ésta corriera igual suerte. Después, una corriente de aire caliente procedente de las mismas aberturas y creada en la poderosa batería de pulmones se encargaba de secarlo a él y a los Sluggos. Eddie se sentía bastante cómodo — siempre le había gustado ducharse —, pero la pérdida de sus ropas había sido otra de las cosas que le impedían escapar. Una vez fuera, no tardaría en morir congelado a menos que localizara rápidamente la nave. Y no estaba seguro de recordar el camino de regreso. Conque ahora, cuando salió fuera, en seguida retrocedió un par de pasos y dejó que el aire caliente que exhalaba Polifema, cayera como una capa sobre sus hombros. Luego escudriñó el escaso kilómetro que le separaba de su madre, pero no pudo verla. La penumbra imperante y la oscuridad del interior no iluminado de su carcelera ocultaban su figura. Eddie transmitió en morse: «Cambia al talkie; la misma frecuencia». Paula Fetts así lo hizo. Empezó a preguntarle frenéticamente si estaba bien. Él respondió que estaba perfectamente. — ¿Me has echado mucho de menos, hijo? — Oh, muchísimo. Incluso en el momento de decirlo se preguntó vagamente por qué su voz sonaba tan falsa. Probablemente debía ser la desesperación de no poder volver a verla jamás. — Casi me he vuelto loca, Eddie. Cuando te atraparon, huí tan rápido como pude. No tenía idea de qué clase de horrible monstruo nos había atacado. Y entonces, cuando había descendido la mitad de la ladera, me caí y me rompí una pierna... — ¡Oh, no, madre! — Sí. Pero conseguí arrastrarme cojeando hasta la nave. Y una vez allí, me entablillé y me puse inyecciones para recomponer los huesos. Pero mi sistema no reaccionó como hubiera debido. A ciertas personas les ocurre, ya sabes, y tardé el doble en curarme. »Pero cuando estuve en condiciones de andar, cogí una escopeta y una caja de dinamita. Me disponía a volar lo que creía una especie de fortaleza de roca, una atalaya de alguna clase de ser extraterrestre. No tenía idea de la verdadera naturaleza de estas bestias. Sin embargo, primero decidí reconocer el terreno. Me proponía espiar la roca desde el otro lado del valle. Pero esa cosa me capturó. »Escúchame bien, hijo. Antes de que se corte la transmisión, quiero decirte que no debes desesperar. Pronto saldré de aquí y acudiré a salvarte. — ¿Cómo? — Si recuerdas bien, mi equipo de laboratorio contiene una serie de carcinógenos para estudios de campo. Bueno, sabrás que a veces el punto de concepción de una madre, en vez de procrear crías, después del desgarramiento del apareamiento, experimenta un proceso canceroso, lo contrario del embarazo. He inyectado un carcinógeno en ese punto y se ha desarrollado un bonito carcinoma. Dentro de pocos días habrá muerto. — ¡Mamá! ¡Quedarás sepultada bajo es masa en putrefacción! — No. Esta criatura me ha dicho que cuando una de su especie muere, un reflejo abre los labios. Se trata de dejar salir a las crías, si las hay. Escúchame bien, yo... Un tentáculo se enroscó en torno a su cuerpo y le introdujo otra vez a través del iris, luego éste se cerró. Cuando cambió otra vez a ondas continuas, oyó decir: «¿Por qué no te has comunicado? ¿Qué hacías? ¡Dímelo! ¡Habla!» Eddie se lo explicó. Siguió un silencio que sólo podía interpretarse como estupefacción. Cuando la madre hubo recuperado sus sentidos, dijo: «En adelante, hablarás con el otro macho a través de mí». Evidentemente, envidiaba y detestaba su capacidad para cambiar de onda y, tal vez, se le hacía difícil aceptar la idea. — Por favor — insistió, sin imaginar cuán peligrosas eran las aguas que estaba vadeando —, por favor; déjame hablar directamente con mi madre... Por primera vez la oyó tartamudear. — ¿Q—Q—Qué? ¿Tu ma—ma madre? — Sí. Claro. El suelo se estremeció violentamente bajo sus pies. Eddie gritó y afianzó los pies para no caer y luego encendió la luz. Las paredes temblaban como gelatina después de una sacudida y las columnas vasculares habían pasado de su color rojo y azul habitual a una tonalidad gris. El iris de entrada colgaba abierto, como una boca fláccida, y el aire se enfrió. Podía percibir en las plantas de los pies el descenso de la temperatura del cuerpo de la madre. Tardó un rato en comprender lo que ocurría. Polifema había caído en una especie de estupor. No llegó a averiguar lo que podría haber ocurrido si ella no hubiera salido de ese estado. Tal vez habría muerto y le habría obligado a salir al mundo invernal antes de que su madre pudiera escapar. En ese caso, y si no hubiera logrado encontrar la nave, habría muerto. Acurrucado en el rincón más tibio de la cámara ovoide, Eddie consideró esa idea y se estremeció de un modo que no justificaba el solo efecto del aire exterior. 7
Pero Polifema tenía su propio método de recuperación. Este consistía en escupir el contenido de su estómago—puchero, que sin duda se había llenado de toxinas secretadas por su sistema a consecuencia del choque emocional recibido. La expulsión de ese material era la manifestación física de la catarsis psíquica. La oleada fue tan salvaje que su hijo adoptivo casi se vio arrastrado con la corriente caliente, pero ella, en una reacción instintiva, había enrollado sus tentáculos en torno al cuerpo de Eddie y de los Sluggos. Después del primer vómito siguió vaciando las otras tres bolsas de agua, la segunda caliente, la tercera tibia y la cuarta, que se acababa de llenar, fría.
Eddie soltó un grito al contacto del agua helada. Los iris de Polifema volvieron a cerrarse. Gradualmente cesaron los temblores del suelo y las paredes; fue subiendo la temperatura; y sus venas y arterias recobraron su color rojo y azul. Se había recuperado. O eso parecía. Pero cuando, después de veinticuatro horas de espera, él volvió a tocar cautelosamente el tema, descubrió que ella no sólo no estaba dispuesta a hablar de ello, sino que se negaba también a reconocer la existencia del otro móvil. Eddie, abandonada toda esperanza de entenderse hablando, estuvo reflexionando un buen rato. La única conclusión a que supo llegar, y estaba seguro de comprender lo bastante bien la psicología de la madre como para que aquélla fuera válida, era que el concepto de una hembra móvil le resultaba totalmente inaceptable. Su mundo estaba dividido en dos categorías: los móviles y su especie, las inmóviles. Los móviles se identificaban con la comida y el apareamiento. Móvil significaba macho. Las madres eran hembras. A las ocupantes de las cimas de las colinas probablemente no se les había ocurrido pensar nunca cómo se reproducían los móviles. Su ciencia y su filosofía se situaban al nivel corporal instintivo. Eddie nunca pudo averiguar si imaginaban que la continuada población de móviles se mantenía a través de algún proceso de generación espontánea o de división semejante a la de las amebas, o si imaginaban que crecían como coles. Desde su punto de vista, ellas eran hembras y el resto del cosmos protoplasmático era macho. Y no había vuelta de hoja. Cualquier otra idea era más que indecente, obscena y blasfema. Era... inconcebible. Las palabras de Eddie le habían causado un profundo trauma a Polifema. Y aunque parecía haberse recuperado, en algún punto de esas toneladas de carne inconcebiblemente compleja seguía ocultándose una herida. Esta floreció como una flor oculta, de un color rojo intenso, y su sombra impedía el acceso de determinada memoria; de determinada región, a la luz de la conciencia. Esa sombra dolorosa cubría el tiempo y el suceso que la madre consideraba necesario marcar con las palabras NO TOCAR, por razones inescrutables para el ser humano. De este modo, aunque Eddie no lo expresó con palabras, en las células de su cuerpo comprendió, percibió y supo lo que luego ocurriría, igual como si sus huesos lo estuvieran anunciando y su cerebro no lo oyera. Sesenta y seis horas después, según el reloj de la panradio, los labios de entrada de Polifema se abrieron. Sus tentáculos se proyectaron fuera. Cuando volvieron a entrar, sostenían a la madre de Eddie, que se debatía impotente. Eddie, sobresaltado de un letargo, horrorizado, paralizado, vio cómo ella le arrojaba su equipo de laboratorio y le oyó pronunciar un grito inarticulado. Y luego la vio caer, con la cabeza por delante, en el iris del estómago. Polifema había escogido el único método seguro para destruir la evidencia. Eddie permaneció tendido boca abajo, con la nariz aplastada contra la carne cálida y ligeramente palpitante del suelo. De vez en cuando sus manos se cerraban espasmódicamente como si quisiera aferrar algo que alguien pareciera poner continuamente a su alcance para apartarlo luego. No supo cuánto tiempo pasó allí tendido, pues no volvió a mirar el reloj. Finalmente, se sentó en la oscuridad y se echó a reír como un loco. — Madre siempre hizo un puchero estupendo. Eso le hizo perder el control. Se reclinó apoyándose sobre las manos, dejó caer la cabeza hacia atrás y empezó a aullar como un lobo bajo la luna llena. Naturalmente, Polifema era sorda como una tapia, pero podía detectar su postura a través del radar, y su fino olfato dedujo del olor de su cuerpo que Eddie sufría un miedo y una angustia terribles: Un tentáculo se deslizó y le abrazó suavemente. — ¿Qué sucede? — siseó la panradio. Él introdujo el dedo en el agujero del transmisor. — ¡He perdido a mi madre! — ¿Qué? — Se ha ido y ya nunca volverá. — No lo entiendo. Yo estoy aquí. Eddie dejó de llorar e irguió la cabeza como si estuviera escuchando alguna voz interior. Sollozó todavía un poco, se secó las lágrimas lentamente, se zafó del tentáculo, lo acarició, se acercó a su mochila que estaba en un rincón y sacó la botella con las cápsulas de Old Red Star. Dejó caer una en el termo y le dio la otra a ella con el ruego de que la reprodujera, si era posible. Luego se tendió de costado, se recostó sobre un codo como un romano en sus momentos de sensualidad, chupó el whisky de centeno a través de la tetilla y escuchó una miscelánea de Beethoven, Moussorgsky, Verdi, Strauss, Porter, Feinstein y Waxworth. Transcurrió el tiempo — si allí existía algo así — alrededor de Eddie. Cuando se cansaba de la música o de las obras de teatro o de los libros, escuchaba las emisiones de la zona. Cuando tenía hambre, se levantaba y caminaba — o muchas veces sólo se arrastraba — hasta el iris del puchero. En la mochila tenía algunas latas de raciones; había pensado comer de ellas hasta tener la seguridad de que..., ¿qué era lo que le estaba prohibido comer? ¿Veneno? Polifema y los Sluggos habían devorado algo. Pero lo había olvidado en algún punto de su orgía de música y whisky de centeno. Ahora comía con bastante apetito y sin pensar en nada excepto la satisfacción de sus deseos. A veces se abría la puerta del iris y entraba saltando Billy el Verdulero. Billy parecía un cruce entre un grillo y un canguro. Era del tamaño de un perro pastor y traía un cargamento de verduras, frutas y nueces en una bolsa marsupial.. Los extraía con relucientes garras verdes y quitinosas y se los entregaba a la madre a cambio de una comida de puchero. Feliz en su simbiosis, sorbía alegremente, con sus ojos multifacéticos, que giraban independientemente el uno del otro, fijos el uno en los Sluggos y el otro en Eddie. Obedeciendo a un impulso, Eddie abandonó la banda de mil kilociclos. Ésa era, aparentemente, su señal natural. Billy transmitía una señal cuando tenía alimentos para la madre. Y Polifema se comunicaba a su vez con él cuando los necesitaba. La actuación de Billy no tenía nada de inteligente; transmitía por mero instinto. Y la madre, fuera de la frecuencia «semántica», estaba limitada a esa sola banda. Pero el sistema funcionaba perfectamente. 8
Todo marchaba estupendamente. ¿Qué más podía desear un hombre? Comida gratis, suministros ilimitados de licor, una mullida cama, aire acondicionado, duchas, música, obras intelectuales (grabadas), conversaciones interesantes (buena parte de ellas sobre su persona), aislamiento y seguridad.
Si no la hubiera bautizado ya, la habría llamado Madre Gracia. Y no todo se agotaba con la comodidades materiales. Ella le daba una respuesta para todos sus interrogantes, todos... Excepto uno. Nunca lo manifestó vocalmente. De hecho, habría sido incapaz de hacerlo. Probablemente no tenía conciencia de que deseara preguntar algo así. Pero Polifema lo expresó un día cuando le pidió que le hiciera un favor. Eddie reaccionó como si le hubieran ultrajado. — ¡Eso no! ¡Eso no! Se atragantó y luego pensó que era ridículo... Ella no... — Pues sí — dijo adoptando una expresión de desconcierto. Se levantó y abrió el estuche con el material de laboratorio. Mientras buscaba un bisturí, descubrió los carcinógenos. Los arrojó muy lejos a través de los labios entreabiertos y salieron rodando colina abajo. Luego dio media vuelta y, bisturí en mano, se acerco de un salto al abultamiento gris claro de la pared. Y se detuvo, con la vista fija en él, mientras se le escapaba el instrumento de la mano Lo recogió y lo hundió débilmente y ni siquiera hizo un rasguño en la piel. Volvió a soltarlo. — ¿Qué sucede? ¿Que sucede? — balbuceó la panradio que colgaba de su muñeca. De pronto, una abertura próxima emitió una densa nube de olor humano — sudor de hombre — en su cara. Y se detuvo, con el cuerpo doblado, medio en cuclillas, aparentemente paralizado. Hasta que los tentáculos lo agarraron con furia y lo arrastraron hacia el iris del estómago, que se abría ancho como un hombre. Eddie gritó y se retorció, hundió el dedo en la panradio y transmitió: «¡De acuerdo! ¡De acuerdo!» Y cuando se encontró otra vez frente al punto indicado, se abalanzó con repentina y salvaje alegría y lo apuñaló salvajemente. — ¡Toma! ¡Y toma! P... — gritó, el resto se perdía en un alarido sin sentido. Siguió cortando desenfrenadamente la piel y podría haber continuado hasta extirpar la zona si Polifema no hubiese intervenido y le hubiera arrastrado otra vez hasta el iris de su estómago. Diez segundos permaneció allí suspendido, impotente y sollozando con una mezcla de gloria y terror. Los reflejos de Polifema casi fueron más fuertes que su cerebro. Por fortuna, una fría chispa de razón iluminó un rincón de la vasta, oscura y ardiente capilla de su frenesí. Las convulsiones que daban paso a la humeante bolsa llena de carne se cerraron y los pliegues carnosos se reagruparon. Eddie recibió inesperadamente una ducha de agua caliente de lo que él llamaba el estómago «sanitario». El iris se cerró. El tentáculo lo depositó en el suelo. El bisturí volvió a la mochila. La madre permaneció un largo rato aparentemente perturbada por la idea de lo que podría haberle hecho a Eddie. No se atrevió a transmitir hasta que se hubieron serenado sus nervios. Cuando estuvo calmada, no habló del peligro que él había corrido. Y él tampoco lo mencionó. Eddie era feliz. Se sentía como si, por algún motivo, acabara de dispararse un resorte que había permanecido apretado contra sus intestinos desde que él y su mujer se habían separado. Había desaparecido el vago dolor sordo de abandono y la insatisfacción, la ligera fiebre y el entumecimiento de sus entrañas y la apatía que a veces le afligía. Se sentía estupendamente. Entre tanto, algo parecido al afecto se había iluminado, como una minúscula vela bajo el esbelto e imponente techo de una catedral. El caparazón de la madre albergaba algo más que a Eddie; ahora se arqueaba sobre una emoción nueva para su especie. Así lo demostró el próximo suceso que llenó a Eddie de terror. Pues las heridas del abultamiento se cerraron y éste se hinchó hasta convertirse en una gran bolsa. Luego la bolsa se rompió y diez Sluggos del tamaño de un ratón cayeron al suelo. El impacto produjo el mismo efecto que la palmada de un médico en las nalgas de un recién nacido; la sorpresa y el dolor les hizo inhalar su primera bocanada de aire; sus incontroladas y débiles pulsaciones llenaron el éter de informes SOS. Cuando Eddie no estaba hablando con Polifema, o escuchando sus transmisiones, o bebiendo, o durmiendo, o comiendo, o pasándose la cinta, jugaba con los Sluggos. En cierto sentido, era su padre. En realidad, cuando adquirieron el tamaño de un cerdo, a su progenitora empezó a resultarle difícil distinguir a Eddie de las crías. Puesto que ya no caminaba casi nunca y con frecuencia estaba gateando entre ellos, la madre no conseguía detectarle demasiado bien. Además, algo en el denso aire húmedo o en su dieta le había hecho perder todo el pelo del cuerpo. Había engordado mucho. En términos generales, era idéntico a las pálidas crías suaves, redondas y pelonas. Tenían un aire de familia. Pero con una diferencia. Cuando llegó el momento de la expulsión de las vírgenes, Eddie se agazapó, sollozando, en un rincón y no se movió de allí hasta que tuvo la certeza de que la madre no iba a arrojarle al frío, duro y hambriento mundo. Superada la crisis final, volvió a ocupar el centro de la cámara. El pánico había muerto en su pecho, pero todavía el temblaban los nervios. Llenó el termo y luego estuvo escuchando un rato su propia voz de tenor cantando el aria de las Cosas del mar de ópera preferida, Marinero antiguo de Gianelli. De pronto rompió a cantar y acompañó su propia voz y se sitió más conmovido que nunca por las palabras finales: Y de mi cuello tan libre
cayó el albatros y se hundió
como plomo en el mar.
Luego, con la voz muda pero el corazón todavía cantando, cambió de sintonía y escuchó la transmisión de Polifema. La madre tenía problemas. No conseguía describir exactamente a sus oyentes de todo el continente esa nueva y casi inexpresable emoción que el móvil había despertado en ella. Era un concepto para el cual no estaba preparado su lenguaje. Y los muchos litros de whisky Old Red Star que circulaban por su corriente sanguínea tampoco contribuían a arreglar las cosas. Eddie chupó la tetilla de plástico y movió perezosamente la cabeza en señal de simpatía hacia sus esfuerzos por encontrar las palabras adecuadas. Finalmente, el termo se desprendió de su mano. Se durmió tendido de costado, hecho una bola, con las rodillas junto al pecho y los brazos cruzados, la cabeza inclinada hacia delante. Como el cronómetro de la sala de mandos cuyas manecillas habían comenzado a andar hacia atrás después del choque, el reloj de su cuerpo también marchaba hacia atrás, hacia atrás... En la oscuridad, en la humedad, caliente y seguro, bien alimentado, muy amado. FIN