• 10
  • COPIAR-MOVER-ELIMINAR POR SELECCIÓN

  • Copiar Mover Eliminar


    Elegir Bloque de Imágenes

    Desde Hasta
  • GUARDAR IMAGEN


  • Guardar por Imagen

    Guardar todas las Imágenes

    Guardar por Selección

    Fijar "Guardar Imágenes"


  • Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35

  • COPIAR-MOVER IMAGEN

  • Copiar Mover

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (5 seg)


    T 4 (s) (8 seg)


    T 5 (10 seg)


    T 6 (15 seg)


    T 7 (20 seg)


    T 8 (30 seg)


    T 9 (40 seg)


    T 10 (50 seg)

    ---------------------

    T 11 (1 min)


    T 12 (5 min)


    T 13 (10 min)


    T 14 (15 min)


    T 15 (20 min)


    T 16 (30 min)


    T 17 (45 min)

    ---------------------

    T 18 (1 hor)


  • Efecto de Cambio

  • SELECCIONADOS


    OPCIONES

    Todos los efectos


    Elegir Efectos


    Desactivar Elegir Efectos


    Borrar Selección


    EFECTOS

    Bounce


    Bounce In


    Bounce In Left


    Bounce In Right


    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


    Wobble


    Zoom In


    Zoom In Down


    Zoom In Up


    Zoom In Left


    Zoom In Right


  • OTRAS OPCIONES
  • ▪ Eliminar Lecturas
  • ▪ Ventana de Música
  • ▪ Zoom del Blog:
  • ▪ Última Lectura
  • ▪ Manual del Blog
  • ▪ Resolución:
  • ▪ Listas, actualizado en
  • ▪ Limpiar Variables
  • ▪ Imágenes por Categoría
  • PUNTO A GUARDAR



  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"
  • CATEGORÍAS
  • ▪ Libros
  • ▪ Relatos
  • ▪ Arte-Gráficos
  • ▪ Bellezas del Cine y Televisión
  • ▪ Biografías
  • ▪ Chistes que Llegan a mi Email
  • ▪ Consejos Sanos Para el Alma
  • ▪ Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • ▪ Datos Interesante. Vale la pena Saber
  • ▪ Fotos: Paisajes y Temas Varios
  • ▪ Historias de Miedo
  • ▪ La Relación de Pareja
  • ▪ La Tía Eulogia
  • ▪ La Vida se ha Convertido en un Lucro
  • ▪ Leyendas Urbanas
  • ▪ Mensajes Para Reflexionar
  • ▪ Personajes de Disney
  • ▪ Salud y Prevención
  • ▪ Sucesos y Proezas que Conmueven
  • ▪ Temas Varios
  • ▪ Tu Relación Contigo Mismo y el Mundo
  • ▪ Un Mundo Inseguro
  • REVISTAS DINERS
  • ▪ Diners-Agosto 1989
  • ▪ Diners-Mayo 1993
  • ▪ Diners-Septiembre 1993
  • ▪ Diners-Noviembre 1993
  • ▪ Diners-Diciembre 1993
  • ▪ Diners-Abril 1994
  • ▪ Diners-Mayo 1994
  • ▪ Diners-Junio 1994
  • ▪ Diners-Julio 1994
  • ▪ Diners-Octubre 1994
  • ▪ Diners-Enero 1995
  • ▪ Diners-Marzo 1995
  • ▪ Diners-Junio 1995
  • ▪ Diners-Septiembre 1995
  • ▪ Diners-Febrero 1996
  • ▪ Diners-Julio 1996
  • ▪ Diners-Septiembre 1996
  • ▪ Diners-Febrero 1998
  • ▪ Diners-Abril 1998
  • ▪ Diners-Mayo 1998
  • ▪ Diners-Octubre 1998
  • ▪ Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • ▪ Selecciones-Enero 1965
  • ▪ Selecciones-Agosto 1965
  • ▪ Selecciones-Julio 1968
  • ▪ Selecciones-Abril 1969
  • ▪ Selecciones-Febrero 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1970
  • ▪ Selecciones-Mayo 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1972
  • ▪ Selecciones-Mayo 1973
  • ▪ Selecciones-Junio 1973
  • ▪ Selecciones-Julio 1973
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1973
  • ▪ Selecciones-Enero 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1974
  • ▪ Selecciones-Mayo 1974
  • ▪ Selecciones-Julio 1974
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1975
  • ▪ Selecciones-Junio 1975
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1975
  • ▪ Selecciones-Marzo 1976
  • ▪ Selecciones-Mayo 1976
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1976
  • ▪ Selecciones-Enero 1977
  • ▪ Selecciones-Febrero 1977
  • ▪ Selecciones-Mayo 1977
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1977
  • ▪ Selecciones-Octubre 1977
  • ▪ Selecciones-Enero 1978
  • ▪ Selecciones-Octubre 1978
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1978
  • ▪ Selecciones-Enero 1979
  • ▪ Selecciones-Marzo 1979
  • ▪ Selecciones-Julio 1979
  • ▪ Selecciones-Agosto 1979
  • ▪ Selecciones-Octubre 1979
  • ▪ Selecciones-Abril 1980
  • ▪ Selecciones-Agosto 1980
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1980
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1980
  • ▪ Selecciones-Febrero 1981
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1981
  • ▪ Selecciones-Abril 1982
  • ▪ Selecciones-Mayo 1983
  • ▪ Selecciones-Julio 1984
  • ▪ Selecciones-Junio 1985
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1987
  • ▪ Selecciones-Abril 1988
  • ▪ Selecciones-Febrero 1989
  • ▪ Selecciones-Abril 1989
  • ▪ Selecciones-Marzo 1990
  • ▪ Selecciones-Abril 1991
  • ▪ Selecciones-Mayo 1991
  • ▪ Selecciones-Octubre 1991
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1991
  • ▪ Selecciones-Febrero 1992
  • ▪ Selecciones-Junio 1992
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1992
  • ▪ Selecciones-Febrero 1994
  • ▪ Selecciones-Mayo 1994
  • ▪ Selecciones-Abril 1995
  • ▪ Selecciones-Mayo 1995
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1995
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1995
  • ▪ Selecciones-Junio 1996
  • ▪ Selecciones-Mayo 1997
  • ▪ Selecciones-Enero 1998
  • ▪ Selecciones-Febrero 1998
  • ▪ Selecciones-Julio 1999
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1999
  • ▪ Selecciones-Febrero 2000
  • ▪ Selecciones-Diciembre 2001
  • ▪ Selecciones-Febrero 2002
  • ▪ Selecciones-Mayo 2005
  • CATEGORIAS
  • Arte-Gráficos
  • Bellezas
  • Biografías
  • Chistes que llegan a mi Email
  • Consejos Sanos para el Alma
  • Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • Datos Interesantes
  • Fotos: Paisajes y Temas varios
  • Historias de Miedo
  • La Relación de Pareja
  • La Tía Eulogia
  • La Vida se ha convertido en un Lucro
  • Leyendas Urbanas
  • Mensajes para Reflexionar
  • Personajes Disney
  • Salud y Prevención
  • Sucesos y Proezas que conmueven
  • Temas Varios
  • Tu Relación Contigo mismo y el Mundo
  • Un Mundo Inseguro
  • TODAS LAS REVISTAS
  • Selecciones
  • Diners
  • REVISTAS DINERS
  • Diners-Agosto 1989
  • Diners-Mayo 1993
  • Diners-Septiembre 1993
  • Diners-Noviembre 1993
  • Diners-Diciembre 1993
  • Diners-Abril 1994
  • Diners-Mayo 1994
  • Diners-Junio 1994
  • Diners-Julio 1994
  • Diners-Octubre 1994
  • Diners-Enero 1995
  • Diners-Marzo 1995
  • Diners-Junio 1995
  • Diners-Septiembre 1995
  • Diners-Febrero 1996
  • Diners-Julio 1996
  • Diners-Septiembre 1996
  • Diners-Febrero 1998
  • Diners-Abril 1998
  • Diners-Mayo 1998
  • Diners-Octubre 1998
  • Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • Selecciones-Enero 1965
  • Selecciones-Agosto 1965
  • Selecciones-Julio 1968
  • Selecciones-Abril 1969
  • Selecciones-Febrero 1970
  • Selecciones-Marzo 1970
  • Selecciones-Mayo 1970
  • Selecciones-Marzo 1972
  • Selecciones-Mayo 1973
  • Selecciones-Junio 1973
  • Selecciones-Julio 1973
  • Selecciones-Diciembre 1973
  • Selecciones-Enero 1974
  • Selecciones-Marzo 1974
  • Selecciones-Mayo 1974
  • Selecciones-Julio 1974
  • Selecciones-Septiembre 1974
  • Selecciones-Marzo 1975
  • Selecciones-Junio 1975
  • Selecciones-Noviembre 1975
  • Selecciones-Marzo 1976
  • Selecciones-Mayo 1976
  • Selecciones-Noviembre 1976
  • Selecciones-Enero 1977
  • Selecciones-Febrero 1977
  • Selecciones-Mayo 1977
  • Selecciones-Octubre 1977
  • Selecciones-Septiembre 1977
  • Selecciones-Enero 1978
  • Selecciones-Octubre 1978
  • Selecciones-Diciembre 1978
  • Selecciones-Enero 1979
  • Selecciones-Marzo 1979
  • Selecciones-Julio 1979
  • Selecciones-Agosto 1979
  • Selecciones-Octubre 1979
  • Selecciones-Abril 1980
  • Selecciones-Agosto 1980
  • Selecciones-Septiembre 1980
  • Selecciones-Diciembre 1980
  • Selecciones-Febrero 1981
  • Selecciones-Septiembre 1981
  • Selecciones-Abril 1982
  • Selecciones-Mayo 1983
  • Selecciones-Julio 1984
  • Selecciones-Junio 1985
  • Selecciones-Septiembre 1987
  • Selecciones-Abril 1988
  • Selecciones-Febrero 1989
  • Selecciones-Abril 1989
  • Selecciones-Marzo 1990
  • Selecciones-Abril 1991
  • Selecciones-Mayo 1991
  • Selecciones-Octubre 1991
  • Selecciones-Diciembre 1991
  • Selecciones-Febrero 1992
  • Selecciones-Junio 1992
  • Selecciones-Septiembre 1992
  • Selecciones-Febrero 1994
  • Selecciones-Mayo 1994
  • Selecciones-Abril 1995
  • Selecciones-Mayo 1995
  • Selecciones-Septiembre 1995
  • Selecciones-Diciembre 1995
  • Selecciones-Junio 1996
  • Selecciones-Mayo 1997
  • Selecciones-Enero 1998
  • Selecciones-Febrero 1998
  • Selecciones-Julio 1999
  • Selecciones-Diciembre 1999
  • Selecciones-Febrero 2000
  • Selecciones-Diciembre 2001
  • Selecciones-Febrero 2002
  • Selecciones-Mayo 2005

  • SOMBRA DEL TEMA
  • ▪ Quitar
  • ▪ Normal
  • Publicaciones con Notas

    Notas de esta Página

    Todas las Notas

    Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Ingresar Clave



    Aceptar

    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
  • Código Hexadecimal


    Seleccionar Efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Tipos de Letra (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Colores (
    0
    )
    Elegir Sección

    Bordes
    Fondo

    Fondo Hora
    Reloj-Fecha
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    LETRA - TIPO

    Desactivado SM
  • ▪ Abrir para Selección Múltiple

  • ▪ Cerrar Selección Múltiple

  • Actual
    (
    )

  • ▪ ADLaM Display: H33-V66

  • ▪ Akaya Kanadaka: H37-V67

  • ▪ Audiowide: H23-V50

  • ▪ Chewy: H35-V67

  • ▪ Croissant One: H35-V67

  • ▪ Delicious Handrawn: H55-V67

  • ▪ Germania One: H43-V67

  • ▪ Kavoon: H33-V67

  • ▪ Limelight: H31-V67

  • ▪ Marhey: H31-V67

  • ▪ Orbitron: H25-V55

  • ▪ Revalia: H23-V54

  • ▪ Ribeye: H33-V67

  • ▪ Saira Stencil One(s): H31-V67

  • ▪ Source Code Pro: H31-V67

  • ▪ Uncial Antiqua: H27-V58

  • CON RELLENO

  • ▪ Cabin Sketch: H31-V67

  • ▪ Fredericka the Great: H37-V67

  • ▪ Rubik Dirt: H29-V66

  • ▪ Rubik Distressed: H29-V66

  • ▪ Rubik Glitch Pop: H29-V66

  • ▪ Rubik Maps: H29-V66

  • ▪ Rubik Maze: H29-V66

  • ▪ Rubik Moonrocks: H29-V66

  • DE PUNTOS

  • ▪ Codystar: H37-V68

  • ▪ Handjet: H51-V67

  • ▪ Raleway Dots: H35-V67

  • DIFERENTE

  • ▪ Barrio: H41-V67

  • ▪ Caesar Dressing: H39-V66

  • ▪ Diplomata SC: H19-V44

  • ▪ Emilys Candy: H35-V67

  • ▪ Faster One: H27-V58

  • ▪ Henny Penny: H29-V64

  • ▪ Jolly Lodger: H55-V67

  • ▪ Kablammo: H33-V66

  • ▪ Monofett: H33-V66

  • ▪ Monoton: H25-V55

  • ▪ Mystery Quest: H37-V67

  • ▪ Nabla: H39-V64

  • ▪ Reggae One: H29-V64

  • ▪ Rye: H29-V65

  • ▪ Silkscreen: H27-V62

  • ▪ Sixtyfour: H19-V46

  • ▪ Smokum: H53-V67

  • ▪ UnifrakturCook: H41-V67

  • ▪ Vast Shadow: H25-V56

  • ▪ Wallpoet: H25-V54

  • ▪ Workbench: H37-V65

  • GRUESA

  • ▪ Bagel Fat One: H32-V66

  • ▪ Bungee Inline: H27-V64

  • ▪ Chango: H23-V52

  • ▪ Coiny: H31-V67

  • ▪ Luckiest Guy : H33-V67

  • ▪ Modak: H35-V67

  • ▪ Oi: H21-V46

  • ▪ Rubik Spray Paint: H29-V65

  • ▪ Ultra: H27-V60

  • HALLOWEEN

  • ▪ Butcherman: H37-V67

  • ▪ Creepster: H47-V67

  • ▪ Eater: H35-V67

  • ▪ Freckle Face: H39-V67

  • ▪ Frijole: H27-V63

  • ▪ Irish Grover: H37-V67

  • ▪ Nosifer: H23-V50

  • ▪ Piedra: H39-V67

  • ▪ Rubik Beastly: H29-V62

  • ▪ Rubik Glitch: H29-V65

  • ▪ Rubik Marker Hatch: H29-V65

  • ▪ Rubik Wet Paint: H29-V65

  • LÍNEA FINA

  • ▪ Almendra Display: H42-V67

  • ▪ Cute Font: H49-V75

  • ▪ Cutive Mono: H31-V67

  • ▪ Hachi Maru Pop: H25-V58

  • ▪ Life Savers: H37-V64

  • ▪ Megrim: H37-V67

  • ▪ Snowburst One: H33-V63

  • MANUSCRITA

  • ▪ Beau Rivage: H27-V55

  • ▪ Butterfly Kids: H59-V71

  • ▪ Explora: H47-V72

  • ▪ Love Light: H35-V61

  • ▪ Mea Culpa: H42-V67

  • ▪ Neonderthaw: H37-V66

  • ▪ Sonsie one: H21-V50

  • ▪ Swanky and Moo Moo: H53-V68

  • ▪ Waterfall: H43-V67

  • SIN RELLENO

  • ▪ Akronim: H51-V68

  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

  • ▪ Londrina Outline: H41-V67

  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

  • ▪ Rubik Iso: H29-V64

  • ▪ Rubik Puddles: H29-V62

  • ▪ Tourney: H37-V66

  • ▪ Train One: H29-V64

  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

  • ▪ Rubik Scribble: H29-V65

  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

  • ▪ Tilt Prism: H33-V67

  • OPCIONES

  • Salir a Opciones de Imágenes
    Dispo. Posic.
    H
    H
    V

    Estilos Predefinidos
    Bordes - Curvatura
    Bordes - Sombra
    Borde-Sombra Actual (
    1
    )

  • ▪ B1 (s)

  • ▪ B2

  • ▪ B3

  • ▪ B4

  • ▪ B5

  • Sombra Iquierda Superior

  • ▪ SIS1

  • ▪ SIS2

  • ▪ SIS3

  • Sombra Derecha Superior

  • ▪ SDS1

  • ▪ SDS2

  • ▪ SDS3

  • Sombra Iquierda Inferior

  • ▪ SII1

  • ▪ SII2

  • ▪ SII3

  • Sombra Derecha Inferior

  • ▪ SDI1

  • ▪ SDI2

  • ▪ SDI3

  • Sombra Superior

  • ▪ SS1

  • ▪ SS2

  • ▪ SS3

  • Sombra Inferior

  • ▪ SI1

  • ▪ SI2

  • ▪ SI3

  • Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Fecha - Formato Horizontal
    Fecha - Formato Vertical
    Fecha - Opacidad
    Fecha - Posición
    Fecha - Quitar
    Fecha - Tamaño
    Fondo - Opacidad
    Imágenes para efectos
    Letra - Negrilla
    Ocultar Reloj - Fecha
    No Ocultar

    Dejar Activado
    No Dejar Activado
  • ▪ Ocultar Reloj y Fecha

  • ▪ Ocultar Reloj

  • ▪ Ocultar Fecha

  • ▪ No Ocultar

  • Ocultar Reloj - 2
    Pausar Reloj
    Reloj - Opacidad
    Reloj - Posición
    Reloj - Presentación
    Reloj - Tamaño
    Reloj - Vertical
    Segundos - Dos Puntos
    Segundos

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Ocultar

  • ▪ Ocultar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Quitar

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)

  • Segundos - Opacidad
    Segundos - Posición
    Segundos - Tamaño
    Seleccionar Efecto para Animar
    Tiempo entre efectos
    SEGUNDOS ACTUALES

    Animación
    (
    seg)

    Color Borde
    (
    seg)

    Color Fondo
    (
    seg)

    Color Fondo cada uno
    (
    seg)

    Color Reloj
    (
    seg)

    Ocultar R-F
    (
    seg)

    Ocultar R-2
    (
    seg)

    Tipos de Letra
    (
    seg)

    SEGUNDOS A ELEGIR

  • ▪ 0.3

  • ▪ 0.7

  • ▪ 1

  • ▪ 1.3

  • ▪ 1.5

  • ▪ 1.7

  • ▪ 2

  • ▪ 3 (s)

  • ▪ 5

  • ▪ 7

  • ▪ 10

  • ▪ 15

  • ▪ 20

  • ▪ 25

  • ▪ 30

  • ▪ 35

  • ▪ 40

  • ▪ 45

  • ▪ 50

  • ▪ 55

  • SECCIÓN A ELEGIR

  • ▪ Animación

  • ▪ Color Borde

  • ▪ Color Fondo

  • ▪ Color Fondo cada uno

  • ▪ Color Reloj

  • ▪ Ocultar R-F

  • ▪ Ocultar R-2

  • ▪ Tipos de Letra

  • ▪ Todo

  • Animar Reloj
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Tipo de Letra
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.2

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.3

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.4

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días


    Programar Estilo
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.2

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.3

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.4

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días

    Programar RELOJES

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar


    Cargar


    Borrar
    ▪ 1 ▪ 2 ▪ 3

    ▪ 4 ▪ 5 ▪ 6
    HORAS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    RELOJES #
    Relojes a cambiar
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 10

    T X


    Programar ESTILOS

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar


    Cargar


    Borrar
    ▪ 1 ▪ 2 ▪ 3

    ▪ 4 ▪ 5 ▪ 6
    HORAS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    ESTILOS #
    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 2

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)(s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 3

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Ocultar Reloj - Fecha

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS
    1
    2
    3


    4
    5
    6
    Borrar Programación
    HORAS
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
    Guardar - Eliminar
    Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

    -------------------------------------------------
    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    LOS INVICTOS (William Faulkner)

    Publicado en junio 24, 2012

    Titulo original: THE UNVANQUISHED


    WILLIAM FAULKNER

    Nació en New Albany (Mississippi) el año 1897 y murió en Oxford (Mississippi) en 1962. Miembro de una antigua familia sudista arruinada por la guerra de Secesión, creció en el peculiar ambiente del sur de los Estados Unidos, impregnado de los recuerdos de la guerra. Aunque acudió a la Universidad, su formación fue la característica de un autodidacta, Durante la Primera Guerra Mundial, para no servir en el ejército de los Estados Unidos. se alistó coma voluntario en la R.A.F. y después de ser herido en Francia regresó a su país donde ejerció diversos oficios. Trabajó durante un tiempo en New York, luego viajó a Francia, pero pronto regresó a Mississippi. Sus primeros libros no revelaron una gran originalidad, pero en El sonido y la furia (1929), utilizó por vez primera en su obra la técnica del monólogo interior. En Sartorius (1929), presenta a la familia que protagonizará una serie de relatos posteriores, todos ellos centrados en la descripción de la irremisible decadencia del sur. Su fama como escritor se inició con la novela Mientras Agonizo (1930), pero Santuario (1931) fue la primera de sus obras que consiguió una auténtica popularidad. Su prestigio se consolidó con Luz de agosto (1932), !Absalón! ¡Ahsalón! (1936), Las palmeras salvajes (1939), Intruso en el Polvo (1949). En 1949 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Son obras de sus últimos años, durante los que no abandonó su vida retirada y sencilla, Requiem por una Mujer (1951), Una Fábula (1954), Los Ladrones (1962). Los invictos (1938) relata con singular maestría los problemas y preocupaciones del viejo sur de los Estados Unidos.



    LA EMBOSCADA
    1


    Detrás del ahumadero, Ringo y yo levantamos aquel verano un mapa viviente. Aunque Vicksburg no era más que un manojo de astillas de la pila de leña y el río sólo un canal escarbado en la apiñada tierra con la punta del azadón, aquello (río, ciudad y terreno) tenía vida, poseyendo incluso, en miniatura, la apreciable aunque pasiva obstinación con que la topografía supera a la artillería, y contra la cual la más brillante de las victorias y la más trágica de las derrotas no son sino el tumultuoso estrépito de un momento. Para Ringo y para mí aquello tenía vida, a pesar del hecho de que el terreno, cuarteado por el sol, absorbía el agua más rápidamente de lo que nosotros podíamos sacarla del pozo, y la misma puesta en escena de la contienda era una inacabable y casi desesperada prueba en la que corríamos sin parar, jadeando, con el chorreante cubo entre el pozo y el campo de batalla, los dos obligados primero a unir fuerzas y emplearnos contra un enemigo común, el tiempo, antes de que pudiéramos producir y mantener intacto como un paño, como un escudo entre nosotros y la realidad, entre nosotros, los hechos y el destino, el modelo de una furiosa victoria imitada y resumida. Parecía que aquella tarde nunca conseguiríamos llenarlo, calarlo lo suficiente, porque hacia tres semanas que ni siquiera había habido rocío. Pero por fin quedó lo bastante empapado, al menos con suficiente aspecto de mojado, y podíamos empezar. Justamente estábamos a punto de comenzar. Entonces, de repente, apareció Loosh ahí parado, observándonos. Era hijo de Joby y tío de Ringo; allí estaba (no sabíamos de dónde había salido; no le habíamos visto asomar ni presentarse), de pie bajo la ardiente y monótona luz del sol de primeras horas de la tarde, con la cabeza descubierta y un poco inclinada, un poco ladeada pero firme y sin torcer, como una bala de cañón (a la que se parecía) apresurada y descuidadamente alojada en cemento, con los ojos algo enrojecidos en los ángulos internos, como se ponen los ojos de los negros cuando han estado bebiendo, mirando hacia abajo, a lo que Ringo y yo llamábamos Vicksburg. Luego vi a Philadelphy, su mujer, al otro lado de la pila de leña, agachada, con una brazada de astillas ya recogida entre su codo doblado, mirando a la espalda de Loosh.



    —¿Qué es eso? —preguntó Loosh.
    —Vicksburg —contesté.

    Loosh se echó a reír. Allí se quedó, riéndose sin ruido, mirando las astillas.

    —Ven aquí, Losh —dijo Philadelphy desde la pila de leña. En su voz también había algo raro, apremiante, temeroso quizá—. Si quieres cenar, será mejor que me traigas un poco de leña.

    Pero no distinguí si era premura o temor; no tuve tiempo de extrañarme o de pensarlo, porque Loosh se agachó de repente, antes de que Ringo o yo pudiéramos movernos, y de un manotazo echó por tierra las astillas.

    —Ahí tenéis vuestra Vicksburg —dijo.
    —¡Loosh! —exclamó Philadelphy.

    Pero Loosh se puso en cuclillas, mirándome con aquella expresión en la cara. Entonces yo no tenía más que doce años: no sabía lo que era el triunfo; incluso desconocía la palabra.

    —Y os diré otra que no conocéis —dijo—. Corinth.
    —¿Corinth? —dije. Philadelphy había soltado la leña y venía rápidamente hacia nosotros.
    —Eso también está en Mississippi. No está lejos. Yo he estado allí.
    —Lo lejos no importa —dijo Loosh.

    Pareció entonces que estaba a punto de recitar un salmo, de cantar; allí en cuclillas, con el ardiente y monótono sol sobre su férreo cráneo y el achatado sesgo de su nariz, no nos miraba ni a mí ni a Ringo; era como si sus ojos, enrojecidos en los ángulos, se le hubieran vuelto del revés en el cráneo y fuese el blanco y liso anverso de las órbitas lo que veíamos.

    —Lo lejos no importa —repitió Loosh—. El caso es que está en el camino.
    —¿En el camino? ¿En qué camino?
    —Pregunta a tu papá. Pregunta al amo John.
    —Está en Tennessee, combatiendo. No puedo preguntarle.
    —¿Crees que está en Tennessee? No tiene nada que hacer ahora en Tennessee.

    Entonces Philadelphy le agarró del brazo.

    —¡Cállate la boca, negro! —exclamó ella, con aquella voz tensa y grave—. ¡Ven acá y recógeme un poco de leña!

    Luego se marcharon. Ni Ringo ni yo les miramos alejarse. Nos quedamos ahí parados, sobre las ruinas de nuestra Vicksburg y la tediosa escarbadura de azadón, que ya ni siquiera tenía aspecto húmedo, mirándonos calladamente.

    —¿Qué? —dijo Ringo—. ¿Qué ha querido decir?
    —Nada —contesté. Me agaché y levanté Vicksburg otra vez—. Ya está.

    Pero Ringo no se movió; sólo me miraba.

    —Loosh se rió. También habló de Corinth. Se rió también de Corinth. ¿Crees que sabe algo que ignoremos nosotros?
    —¡Nada! —dije—. ¿Supones que Loosh pueda saber algo que mi padre desconozca?
    —El amo John está en Tennessee. Quizá no lo sepa él tampoco.
    —¿Crees que estaría allá lejos, en Tennessee, si hubiese yanquis en Corinth? ¿Crees que si hubiera yanquis en Corinth no estarían también allí mi padre, el general Van Dorn y el general Pemberton?

    Pero era consciente de que sólo hablaba por hablar, porque los negros saben cosas, las conocen; habría sido necesario algo más fuerte, mucho más fuerte que las palabras para que sirviera de algo. Así que me agaché, cogí un puñado de polvo con las dos manos, y me levanté: Ringo seguía de pie, sin moverse, sólo mirándome, y así siguió incluso cuando arrojé el polvo.

    —¡Soy el general Pemberton! ¡Yaaaii! ¡Yaaii! —aullé, mientras me agachaba, cogía más polvo, y lo volvía a tirar. Ringo seguía sin moverse.
    —¡Está bien! —exclamé—. Esta vez haré yo de Grant, entonces. Tú puedes ser el general Pemberton.

    Pues era urgente, ya que los negros saben. Lo acordado era que yo fuese el general Pemberton dos veces seguidas y Ringo fuera Grant; luego yo tendría que hacer una vez de Grant, para que Ringo pudiera ser el general Pemberton, o no querría seguir jugando. Pero precisamente ahora era urgente, aun cuando Ringo fuese un negro, porque Ringo y yo habíamos nacido el mismo mes, y ambos nos alimentamos del mismo pecho y dormimos y comimos juntos durante tanto tiempo, que llamaba yaya a mi abuela, lo mismo que yo, y hasta puede que él ya no fuera negro, o que yo tal vez ya no fuese un chico blanco, o que ni siquiera siguiésemos siendo personas ninguno de los dos: los dos últimos invictos, como dos mariposas nocturnas, como dos plumas flotando por encima del huracán. Así estábamos ambos; no vimos en absoluto a Louvinia, mujer de Joby y abuela de Ringo. Estábamos frente a frente, apenas a un brazo de distancia el uno del otro, mutuamente invisibles entre las furiosas y paulatinas sacudidas del polvo que arrojábamos, gritando: ¡Muerte a los bastardos! ¡Matadles! ¡Matadles!», cuando la voz de ella pareció descender sobre nosotros como una enorme mano, aplastando hasta el polvo que habíamos levantado, mientras nos hacíamos ya visibles el uno al otro, manchados de polvo hasta los ojos y todavía a punto de lanzarlo.

    —¡Eh, Bayard! ¡Eh, Ringo!

    Se quedó a unos diez pies de distancia, con los labios aún abiertos por los gritos. Observé que no llevaba el viejo sombrero de padre, que se ponía encima del pañuelo de la cabeza incluso cuando salía de la cocina sólo para recoger leña.

    —¿Que palabra era ésa? —dijo—. ¿Qué os he oído decir? Pero no esperó contestación, y entonces noté que ella también había estado corriendo.
    —¡Mirad quién viene por el camino grande! —dijo.

    Nosotros —Ringo y yo— corrimos como uno solo, saliendo con una zancada de la petrificada inmovilidad, por el patio de atrás y alrededor de la casa, hasta donde estaba yaya, en lo alto de los escalones de la entrada, y adonde Loosh acababa de llegar desde el otro lado, dando la vuelta a la casa y deteniéndose, mirando al camino, hacia el portón. En la primavera, cuando padre vino a casa, Ringo y yo corrimos entonces por el camino para encontrarnos con él, y volvimos, yo montado en un estribo con el brazo de mi padre rodeándome, y Ringo agarrado al otro estribo, corriendo junto al caballo. Pero esta vez no lo hicimos. Subí los escalones y me puse al lado de yaya, mientras Ringo y Loosh se quedaban al pie de la galería, y miramos cómo el garañón de padre entraba por el portón, que ahora no se cerraba nunca, y subía por el camino de entrada. Les observamos: el enorme y enflaquecido caballo casi del color del humo, más claro que la costra de polvo que se le había pegado en la húmeda piel al atravesar el vado que había a tres millas, subiendo por el camino con una marcha firme que no era ni al paso ni al trote, como si la hubiera mantenido durante todo el camino desde Tennessee porque existiese una necesidad de abarcar tierra que prohibiera el sueño y el descanso y relegase algo tan trivial como el galope a ciertos límites aislados de una perpetua e insípida vacación; y mi padre, también mojado por el cruce, con otra costra de polvo en las ennegrecidas botas y los faldones de su guerrera gris, curtida por la intemperie, con sombras más oscuras que en la pechera, en la espalda y en las mangas, donde los deslustrados botones y los deshilachados galones de su rango de coronel brillaban apagadamente, y el sable que pendía suelto pero rígido a su costado como si fuera demasiado pesado para dar tumbos o estuviera incorporado, quizás, al propio muslo viviente y no recibiese del caballo más movimiento del que recibía él mismo. Se detuvo; nos miró a yaya y a mí, en el porche, y a Ringo y a Loosh, abajo.

    —Hola, miss Rosa —dijo—. Hola, chicos.
    —Hola, John —dijo yaya.

    Loosh se acercó y agarró la cabeza de Júpiter; mi padre desmontó ceremoniosamente, mientras el sable chocaba sorda y pesadamente contra su pierna y la bota mojada.

    —Cepíllalo —dijo mi padre—. Dale un buen pienso, pero no lo lleves a pastar. Que se quede en el cercado... Ve con Loosh —dijo, como si Júpiter fuese un niño, dándole una palmada en el flanco cuando Loosh se lo llevaba.

    Entonces pudimos verle bien. Me refiero a padre. No era grande; era simplemente por lo que hacia, por lo que sabíamos que hacia y había estado haciendo en Virginia y en Tennessee, por lo que nos parecía tan grande. Había otros además de él que estaban haciendo cosas, las mismas cosas, pero tal vez fuese porque él era el único que conocíamos, a quien siempre habíamos oído roncar por la noche en una casa tranquila, a quien habíamos visto comer, a quien habíamos escuchado cuando hablaba, de quien sabíamos cómo le gustaba dormir, qué le apetecía comer y cuánto le agradaba hablar. No era alto; pero, de algún modo, parecía más bajo todavía a caballo que a pie, porque Júpiter era grande y, cuando se pensaba en padre, uno creía que también era grande, de manera que cuando se imaginaba a padre montado en Júpiter, era como si se dijese: «Juntos serán excesivamente grandes; es increíble.» De modo que uno no se lo creía y, además, no era así. Se aproximó a los escalones y comenzó a subirlos con el sable, pesado y plano, al costado. Entonces empecé a oler aquello de nuevo, como cada vez que volvía, como aquel día de la primavera pasada en que subí por el camino montado en un estribo: el olor de su ropa, de su barba y también de su cuerpo, que yo tenía por el olor de la pólvora y de la gloria, el de los elegidos por la victoria, pero ahora sé que no es así; ahora comprendo que sólo era la voluntad de resistir, un sarcástico e incluso chistoso rechazo a engañarse a si mismo, lo cual ni siquiera se acerca a ese optimismo por el que se considera que lo que está a punto de sucedernos es, posiblemente, lo peor que podamos sufrir, subió cuatro escalones, golpeando el sable contra cada uno de ellos (así era realmente de alto), luego se detuvo y se quitó el sombrero. Y a eso me refiero: a que hacia cosas más grandes que él. Pudo haberse puesto a la misma altura que yaya, y sólo habría tenido que inclinar un poco la cabeza hacia ella para que le diera un beso. Pero no lo hizo. Se detuvo dos escalones más abajo, con la cabeza descubierta y la frente alzada para que ella la rozara con sus labios, y el hecho de que tuviera entonces que inclinarse un poco, no disminuía para nada la ilusión de altura y talla que él conservaba, al menos, para nosotros.

    —He estado esperándote —dijo yaya.
    —Ah —dijo padre. Luego me miró a mí, que seguía mirándole a él, lo mismo que Ringo, que seguía abajo, al pie de los escalones.
    —Has cabalgado aprisa desde Tennessee —dije.
    —Ah —repitió padre.
    —Tennessee le ha hecho adelgazar —dijo Ringo—. ¿Que es lo que comen allí, amo John? ¿Comen lo mismo que la gente de aquí?

    Entonces lo dije, mirándole a la cara mientras él me miraba a mi:

    —Dice Loosh que no has estado en Tennessee.
    —¿Loosh? —dijo padre—. ¿Loosh?
    —Entra —dijo yaya—. Louvinia te está poniendo la comida en la mesa. Tienes el tiempo justo para lavarte.


    2


    Aquella tarde construimos el corral de troncos. Lo hicimos hondo, en la cañada del arroyo, donde no podría encontrarse a menos que se supiera donde buscar, y no podía verse hasta llegar a las nuevas estacas, cortadas a hachazos, y rezumantes de savia, zigzagueando entre la propia vegetación del bosque. Todos estábamos allí —padre, Joby, Ringo, Loosh y yo—, padre con las botas puestas todavía, pero sin la guerrera, de manera que por primera vez vimos que sus pantalones no eran de los confederados, sino de los yanquis, de un fuerte y flamante paño azul que ellos (él y su escuadrón) habían capturado, y tampoco llevaba el sable. Trabajamos aprisa, talando los arbolillos —sauces y robles, arces de pantano y castaños enanos— y, sin apenas esperar a mondarlos, arrastrándolos con los mulos y a mano también por entre el barro y las zarzas, hacia donde aguardaba padre. Y aquello también era grande: padre estaba en todas partes, con un arbolillo debajo de cada brazo, yendo entre los matorrales y las zarzas casi más de prisa que las mulas, clavando las estacas en su sitio, mientras Joby y Loosh seguían discutiendo sobre cuál de los extremos del tronco había que poner. As¡ era: no es que padre trabajara más aprisa y más duramente que cualquier otro, aun cuando alguien parezca más grande (a los doce años, al menos; para mí y para Ringo a los doce, en todo caso) quedándose quieto y ordenando «Haced esto o lo otro» a quienes están trabajando; era la manera en que lo hacia. Cuando se sentó en su sitio de siempre a la mesa del comedor y hubo terminado la carne de cerdo, las verduras, la torta de maíz y la leche que le trajo Louvinia (mientras nosotros mirábamos y aguardábamos, al menos Ringo y yo, esperando la noche y la conversación, el relato), se limpió la barba y dijo:



    —Ahora vamos a construir un corral nuevo. También tendremos que cortar las estacas.

    Cuando dijo eso, Ringo y yo tuvimos probablemente la misma visión. Allí estaríamos todos —Toby, Loosh, Ringo y yo—, al borde del barranco, formados para una especie de orden, una orden que no participaba de codicia alguna, no ansiaba el ataque ni la victoria, sino más bien esa pasiva aunque dinámica afirmación que debieron haber sentido las tropas de Napoleón, y, frente a nosotros, entre nosotros y el barranco, entre nosotros y los troncos rebosantes de savia que estaban a punto de convertirse en inertes estacas, mi padre. Iba montado en Júpiter; llevaba la capa gris con alamares de coronel; y, mientras le observábamos, desenvainó el sable. Lanzándonos a todos una última y comprensiva mirada, lo blandió, al tiempo que hacia girar a Júpiter mediante el freno acodado; su cabello ondeaba bajo el tricornio, el sable se agitaba y resplandecía; sin chillar, pero con voz fuerte, gritó: «¡Al trote! ¡A medio galope! ¡Carguen!» Luego, sin tener siquiera que movernos, pudimos verle y seguirle a la vez: el hombrecillo (que conjuntamente con el caballo aparentaba exactamente la talla adecuada, porque eso era todo lo grande que necesitaba semejar y, a los doce años, más grande de lo que la mayoría de la gente tendría esperanzas de parecer) iba erguido en los estribos por encima de aquel rayo menguante de color de humo, bajo el arco y los mil destellos del sable con el que los arbolillos escogidos, cortados, mondados y desmochados, saltaban a las bien arregladas hileras, necesitando solamente que los transportaran y colocaran para convertirse en una cerca.

    El sol se había ido de la hondonada cuando acabamos la cerca, es decir, cuando dejamos a Joby y a Loosh para que colocaran los tres últimos travesaños, pero seguía luciendo arriba, en la ladera del prado, cuando la atravesamos cabalgando: yo detrás de padre en una de las mulas, y Ringo en la otra. Pero se había ido hasta de los pastos cuando dejé a padre en casa y volví al establo, donde Ringo ya había atado un ronzal a la vaca. Así que volvimos al corral nuevo con la ternera siguiéndonos, escarbando en el suelo y aguijando a la vaca cada vez que se paraba a arrancar un buche de hierba, y la cerda trotando delante. Ella (la cerda) era la que se movía con lentitud. Parecía ir más despacio que la vaca, incluso cuando ésta se detenía y Ringo se encorvaba por la tirante sacudida del ronzal y se ponía a gritarle, de modo que ya era bastante de noche cuando llegamos al cercado nuevo. Pero allí todavía quedaba mucho espacio para pasar ganado. Aunque no nos habíamos preocupado de eso.

    Los metimos dentro: las dos mulas, la cerda, la vaca y la ternera; pusimos a tientas el último travesaño, y volvimos a casa. La oscuridad era completa entonces, incluso en el prado; podíamos ver la lámpara de la cocina y la sombra de alguien moviéndose a través de la ventana. Cuando entramos Ringo y yo, Louvinia estaba cerrando uno de los grandes baúles del desván que llevaban cuatro años sin bajarse, desde la Navidad que pasamos en Hawkhurst, cuando no había ninguna guerra y aún vivía tío Dennison. Era un baúl grande y pesado incluso cuando estaba vacío; no estaba en la cocina cuando salimos a construir el corral, de modo que debieron bajarlo en cualquier momento durante la tarde, mientras Joby y Loosh estaban en la cañada y no quedaba nadie para llevarlo hasta abajo, salvo yaya y Louvinia, y luego padre, más tarde, después de que volviéramos a casa en las mulas, así que aquello también formaba parte de la urgencia y también de la necesidad; tal vez fue también padre quien bajó el baúl desde el desván. Y cuando entré a cenar, la mesa estaba puesta con los cuchillos y tenedores de la cocina en lugar de los de plata, y el aparador (en el que se guardaba la vajilla de plata desde que yo tenía memoria, y donde había descansado desde entonces excepto los martes por la tarde, cuando yaya y Louvinia y Philadelphy solían limpiarlo, aunque nadie, salvo yaya, quizá, sabía por qué, pues jamás se había usado) estaba vació.

    No tardamos mucho en comer. Padre ya había comido una vez, a primera hora de la tarde, y, además, eso era lo que Ringo y yo estábamos esperando: porque después de la cena, con los músculos relajados y el estómago lleno, llegaba el momento de la charla.

    En la primavera, cuando vino a casa aquella vez, esperamos como lo hacíamos ahora, hasta que se sentó en su butaca de siempre, con los leños de nogal crujiendo y crepitando en el hogar mientras Ringo y yo nos acurrucábamos a cada lado de la chimenea, bajo la repisa, por encima de la cual el mosquete que había capturado y traído de Virginia hacia dos años, reposaba en dos clavijas, cargado, engrasado y listo para usarlo. Entonces escuchamos. Olmos: los nombres, Forrest y Morgan y Barksdale y Van Dorn; las palabras, como «brecha» y «marcha», que no teníamos en Mississippi, aunque contábamos con Barksdale, y con Van Dorn hasta que algún marido le mató, y el general Forrest que pasaba a caballo cierto día por South Street, en Oxford, desde donde le observaba, a través de una ventana, una jovencita que grabó su nombre en el cristal con el diamante de su anillo: Celia Cook.

    Pero nosotros sólo teníamos doce años; no escuchábamos esas cosas. Lo que oíamos Ringo y yo eran el cañón, las banderas y los gritos anónimos. Eso era lo que nos disponíamos a oír aquella noche. Ringo me aguardaba en el vestíbulo; esperamos hasta que padre se hubo acomodado en su butaca, en el cuarto que él y los negros llamaban el Despacho: padre, porque allí estaba su escritorio, donde guardaba la semilla de algodón y de maíz, y en esa habitación solía quitarse las embarradas botas y sentarse en calcetines mientras las botas se secaban en la chimenea, y a donde los perros podían ir y venir impunemente a echarse en la alfombra, ante el fuego, o simplemente a dormir en las noches frías; no sé si fue madre, que murió al nacer yo, quien le dio esa dispensa antes de morir y yaya lo aprobó después, o si fue la propia yaya quien le dio permiso una vez que murió madre; y los negros lo llamaban Despacho, porque tenían que ir a aquella habitación para presentarse ante el vigilante (que se sentaba en una de aquellas sillas rectas y sólidas y además se fumaba uno de los cigarros de padre, pero con el sombrero quitado), y juraban que no era posible que fueran ellos quienes él (el vigilante) decía, ni que hubieran estado donde él afirmaba; y yaya lo llamaba Biblioteca, porque había una estantería de libros que contenía un Coke Upon Littleton, un Josefo, un Corán, un volumen de informes sobre Mississippi fechado en 1848, un Jeremy Taylor, unas Máximas de Napoleón, un tratado de astrología de mil noventa y ocho páginas, una Historia de los Hombres Lobo de Inglaterra, Irlanda y Escocia, incluyendo Gales, por el reverendo Ptolemy Thorndike, M.A. (Edimburgo) y F.R.S.S., las obras completas de Walter Scott, las de Fenimore Cooper y las de Dumas, en rústica y también completas, a excepción de un volumen que a padre se le cayó del bolsillo en Manassas (en la retirada, según dijo).

    Ringo y yo volvimos, pues, a acurrucarnos, y esperamos en silencio mientras yaya cosía junto a la lámpara de la mesa y padre se sentaba en su butaca de siempre, en el sitio acostumbrado, las embarradas botas cruzadas y estiradas hasta las viejas marcas de tacones junto a la yerta y vacía chimenea, mascando tabaco que le había dado Joby. Joby era mucho más viejo que padre. Demasiado viejo para quedarse sin tabaco sólo por causa de la guerra. Había venido a Mississippi con padre, desde Carolina, y había sida su criado personal durante todo el tiempo que estuvo educando y preparando a Simón, el padre de Ringo, para que le sustituyera cuando él (Joby) se hiciera demasiado viejo, lo cual debió de haber ocurrido, sin embargo, algunos años atrás, si no hubiera sido por la guerra. De manera que Simón se marchó con padre y todavía estaba en Tennessee con el ejército. Esperamos a que padre empezara; aguardamos tanto que, por los ruidos que venían de la cocina, supusimos que Louvinia casi había terminado: así que pensé que padre estaba dando tiempo a que Louvinia terminase y viniera a escuchar también, de modo que dije:

    —¿Cómo se puede combatir en las montañas, padre?

    Y eso era lo que él esperaba, aunque no en la forma en que Ringo y yo pensábamos, porque dijo:

    —No se puede. Simplemente, hay que hacerlo. Ahora, chicos, corred a la cama.

    Subimos la escalera. Pero no hasta el final; nos paramos y nos sentamos en el último rellano, justamente fuera del circulo de la luz que venía de la lámpara del vestíbulo, espiando la puerta del Despacho, escuchando; al cabo de un rato, Louvinia cruzó el vestíbulo sin mirar hacia arriba y entró en el despacho. Les oímos a ella y a padre:

    —¿Está preparado el baúl?
    —Si, señor. Está preparado.
    —Entonces, dile a Loosh que coja el farol y las palas y me espere en la cocina.
    —Sí, señor —dijo Louvinia.

    Salió; volvió a atravesar el vestíbulo sin mirar siquiera a las escaleras, cuando ella solía seguirnos hasta arriba, quedarse en la puerta de la alcoba y regañarnos hasta que nos acostábamos: yo en la misma cama, y Ringo en el jergón de al lado. Pero aquella vez no sólo no se preguntaba dónde estaríamos, sino que ni siquiera pensó en dónde no deberíamos estar.

    —Sé lo que hay en ese baúl —susurró Ringo—. Es la plata. ¿Tú que crees?
    —¡Chisss! —dije. Podíamos oír la voz de padre, hablando con yaya. Al rato volvió Louvinia y cruzó el vestíbulo otra vez. Seguimos sentados en el descansillo de arriba, y oímos la voz de padre, que hablaba con yaya y Louvinia.
    —¿Vicksburg? —musitó Ringo.

    Estábamos en la parte oscura; yo no podía verle más que las órbitas de los ojos.

    —¿Que ha caído Vicksburg? ¿Quiere decir que ha caído al rió? ¿Y el general Pemberton con ella?
    —¡Chisssss! —repetí.

    Seguimos sentados muy juntos en la oscuridad, escuchando a padre. Acaso fueran las sombras, o quizá volvíamos a ser las dos mariposas nocturnas, las dos plumas, o tal vez se llega a un punto en que la credulidad, firme y serenamente, declina de modo irrevocable, porque de repente apareció Louvinia encima de nosotros, zarandeándonos hasta despertarnos. Ni siquiera nos regañó. Nos siguió escaleras arriba y se quedó en la puerta de la alcoba; no encendió la lámpara, y tampoco hubiera podido saber si nos habíamos desnudado o no, aunque hubiese prestado la debida atención para sospechar que no lo habíamos hecho. Quizá estuvo, como Ringo y yo, escuchando lo que nosotros creímos oír, aunque sabía que no era así, del mismo modo que sabía que nos quedamos dormidos un rato en las escaleras. «Ya lo han sacado, ahora están en el huerto, cavando», me decía a mí mismo. Porque existe el punto en que la credulidad declina; en alguna parte entre el sueño y la vigilia creí ver o soñé que vi el farol en el huerto, bajo los manzanos. Pero no sé si lo vi o no, porque ya había amanecido, llovía, y mi padre se había ido.


    3


    Debió cabalgar bajo la lluvia, que seguía cayendo durante el desayuno y también a la hora de comer, de modo que parecía que no podríamos salir de casa para nada, hasta que yaya dejó por fin de coser, y dijo:



    —Muy bien. Ve por el libro de cocina, Marengo.

    Ringo vino de la cocina con el libro, y él y yo nos echamos en el suelo, boca abajo, mientras yaya lo abría.

    —¿Qué vamos a leer hoy? —preguntó.
    —Lo del pastel —contesté.
    —Muy bien. ¿Qué clase de pastel?

    Pero no necesitaba preguntarlo, porque Ringo ya estaba respondiendo antes de que ella terminara de hablar.

    —Pastel de coco, yaya.

    El siempre decía pastel de coco, porque nunca habíamos logrado averiguar si Ringo había probado o no el pastel de coco. Habíamos comido alguno antes de Navidad, y Ringo trataba de recordar si en la cocina habían tomado un poco, pero no podía acordarse. De cuando en cuando, para que se decidiese, trataba de ayudarle, de que me dijese a qué sabía y cómo era, y a veces casi se decidía a arriesgarse, antes de cambiar de idea. Porque decía que quizá prefiriese simplemente haber probado el pastel de coco aunque no se acordara, en vez de saber con seguridad que no lo había hecho; y que, si se equivocaba al describirlo, jamás en la vida probaría el pastel de coco.

    —Creo que un poco más no nos hará daño —dijo yaya.

    La lluvia cesó a media tarde; lucia el sol cuando salí a la galería de atrás seguido de Ringo, que empezó a decir «¿A dónde vamos?», cosa que repitió después de pasar por el ahumadero, desde donde yo veía el establo y las cabañas: «¿A dónde vamos ahora?» Antes de llegar al establo descubrimos a Joby y a Loosh al otro lado de la cerca de los pastos, subiendo las mulas del corral nuevo.

    —¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo Ringo.
    —Vigilarle —contesté.
    —¿Vigilarle? ¿Vigilar a quién?

    Observé a Ringo. Me miraba fijamente, con las órbitas de los ojos grandes y tranquilos, como la noche anterior.

    —Hablas de Loosh. ¿Quién nos ha dicho que le vigilemos?
    —Nadie. Pero lo sé.
    —¿Es que lo soñaste, Bayard?
    —Si. Anoche. Estaban mi padre y Louvinia. Mi padre hablaba de vigilar a Loosh, porque él sabe.
    —¿Sabe? —dijo Ringo—. ¿Qué sabe?

    Pero tampoco necesitaba preguntarlo; al instante siguiente se contestó él mismo, mirándome con sus redondos ojos tranquilos, parpadeando un poco.

    —Ayer. Vicksburg. Cuando la derribó. Él ya lo sabía entonces. Igual que cuando dijo que el amo John no estaba en Tennessee y, efectivamente, el amo John no estaba allí. Sigue; ¿qué más te reveló el sueño?
    —Eso es todo. Que le vigiláramos. Que él se enteraría antes que nosotros. Mi padre dijo que Louvinia también tenía que vigilarle: aunque fuera su hijo, ella tenía que ser un poco más honrada todavía. Porque, si le vigilábamos, según lo que hiciese podríamos saber cuándo estaría a punto de ocurrir.
    —¿Cuándo estaría a punto de ocurrir el qué?
    —No lo sé.

    Ringo exhaló un profundo suspiro.

    —Entonces, así es —dijo—. Si te lo hubiera dicho alguien, podría ser mentira. Pero, si lo soñaste, no puede ser mentira, porque allí no había nadie para decírtelo. Así que vamos a vigilarle.

    Les seguimos cuando engancharon las mulas al carro y bajaron más allá de los pastos, donde habían estado cortando leña. Escondidos, les espiamos durante dos días. Entonces nos dimos cuenta de que Louvinia había mantenido todo el tiempo una estrecha vigilancia sobre nosotros. Unas veces, mientras estábamos ocultos, observando cómo cargaban el carro Joby y Loosh, la oíamos llamarnos a gritos, y teníamos que escabullirnos y luego echar a correr para que nos viera llegar desde otra dirección. Otras veces nos encontraba justo antes de que tuviéramos tiempo de dar un rodeo, y Ringo se escondía detrás de mí mientras ella nos regañaba.

    —¿Qué diabluras estáis haciendo ahora? Estáis tramando algo. ¿Qué es?

    Pero no se lo decíamos; la seguíamos de regreso a la cocina, y cuando ya estaba dentro de casa nos movíamos discretamente hasta que volvíamos a perdernos de vista, para luego echar a correr otra vez hacia el escondite y vigilar a Loosh.

    De esa manera, aquella noche estábamos rondando la cabaña donde vivía con Philadelphy, cuando salió. Le seguimos hacia abajo, hasta el corral nuevo, y le vimos montar la mula y marcharse. Echamos a correr, pero cuando nosotros llegamos al camino, sólo pudimos distinguir el paso largo de la mula perdiéndose en la lejanía. Pero habíamos avanzado un buen trecho, porque hasta las llamadas de Louvinia sonaban tenues y vagas. A la luz de las estrellas, miramos el camino, detrás de la mula.

    —Allá es donde está Corinth —dije.

    No volvió hasta el día siguiente, después de oscurecer. No nos apartamos de casa y vigilamos el camino por turno, para que Louvinia estuviera tranquila en caso de que se hiciera tarde antes de que él volviera. Se hizo tarde; nos acompañó a la cama y volvimos a escaparnos; al pasar justamente por la cabaña de Joby, se abrió la puerta y, de algún modo, surgió Loosh de la oscuridad justo al lado de nosotros. Estaba tan cerca de mí que podía tocarle, y él no nos vio en absoluto; de repente, pareció quedarse súbitamente suspendido contra la puerta iluminada, como si le hubieran recortado en lata en el acto de correr, y se metió en la cabaña, con lo que se cerró la puerta y volvió la oscuridad casi antes de que nos diésemos cuenta de qué era lo que habíamos visto. Cuando miramos por la ventana, estaba de pie ante el fuego, con la ropa desgarrada y embarrada por haberse escondido de los vigilantes en pantanos y tierras bajas, y de nuevo con aquella expresión en la cara que parecía embriaguez y no lo era, como si no hubiese dormido en mucho tiempo y no quisiera hacerlo todavía, mientras Joby y Philadelphy, inclinados frente a la lumbre, le miraban: Philadelphy con la boca abierta y también con la misma expresión en el rostro. Entonces vi a Louvinia, de pie en la puerta. No la oímos venir detrás de nosotros, pero allí estaba, con una mano en el quicio de la puerta, mirando a Loosh, y otra vez sin el sombrero viejo de padre.

    —¿Quieres decir que van a liberarnos a todos? —preguntó Philadelphy.
    —Si —contestó Loosh en voz alta, echando la cabeza hacia atrás; ni siquiera miró a Joby cuando éste exclamó:
    —¡Cállate, Loosh!
    —¡Si! —dijo Loosh—. ¡El general Sherman va a limpiar la tierra y toda la raza será libre!

    Entonces Louvinia atravesó el pavimento de dos zancadas y le sacudió fuerte en la cabeza con la mano abierta.

    —!Oye, negro idiota! —exclamó—. ¿Crees que hay suficientes yanquis en el mundo entero para vencer a los blancos?

    Corrimos a casa sin esperar a Louvinia; tampoco nos dimos cuenta entonces de que venía detrás de nosotros. Entramos precipitadamente en la habitación donde estaba yaya, sentada junto a la lámpara, con la Biblia abierta en su regazo; torció el cuello y nos miro por encima de las gafas.

    —¡Vienen hacia acá! —grité—. ¡Vienen a liberarnos!
    —¿Cómo? —dijo ella.
    —¡Les ha visto Loosh! Están ahí mismo, en el camino. ¡Es el general Sherman y va a liberarnos a todos!

    Nos quedamos mirándola, esperando para ver a quién ordenaría descolgar el mosquete: si a Joby, porque era el más viejo, o a Loosh, porque él les había visto y sabría contra qué disparar.

    Entonces se puso a chillar ella también, con voz alta y fuerte como la de Louvinia.

    —¡Oye, Bayard Sartoris! ¿Todavía no estás en la cama? iLouvinia! —gritó.

    Entró Louvinia.

    —Sube a estos niños a la cama, y si esta noche les oyes hacer más alboroto, te doy permiso, mejor dicho, te exijo que les des unos azotes.

    No tardamos mucho en acostarnos. Pero no podíamos hablar, porque Louvinia iba a dormir en la colchoneta del pasillo. Y Ringo tenía miedo de subirse a la cama conmigo, así que me bajé al jergón con él.

    —Tendremos que vigilar el camino —dije.

    Ringo gimoteó.

    —Me parece que tendremos que ser nosotros.
    —¿Tienes miedo?
    —No mucho —dijo—. Sólo que desearía que el amo John estuviera aquí.
    —Pues no está —dije—. Tendremos que ser nosotros.

    Vigilamos el camino durante dos días, tumbados en el bosquecillo de cedros. De cuando en cuando, Louvinia nos llamaba a gritos, pero le decíamos dónde nos hallábamos y que estábamos levantando otro mapa, y, además, ella podía ver la arboleda desde la cocina. Aquello era fresco, umbrío y tranquilo; Ringo se pasaba durmiendo la mayor parte del tiempo, y yo también me echaba alguna siesta. Tuve un sueño: era como si estuviese mirando la vivienda y de pronto desaparecieran la casa y el establo y las cabañas y los árboles y todo, y contemplase un sitio raso y vacío como el aparador, mientras se hacia cada vez más oscuro, y luego dejase súbitamente de verlo; delante de mí pasaba una especie de atemorizada multitud de pequeños personajillos: padre, yaya, Joby, Louvinia, Loosh, Philadelphy, Ringo y yo; entonces, Ringo soltó una exclamación ahogada y miré al camino, en cuyo centro, montado en un brioso caballo bayo y mirando la casa a través de unos gemelos de campaña, había un yanqui.

    Durante largo rato nos quedamos allí tumbados, mirándole. No sé qué habíamos esperado ver, pero supimos inmediatamente lo que era; me acuerdo de que pensé: «Parece simplemente un hombre»; luego, Ringo y yo nos miramos fijamente y gateamos hacia atrás sin recordar cuándo empezamos a arrastrarnos, y después echamos a correr por el prado, hacia la casa. Nos pareció correr durante una eternidad, con las cabezas hacia atrás y los puños apretados, antes de llegar a la valla, saltarla y entrar corriendo en casa. La mecedora de yaya estaba vacía, junto a la mesa donde descansaba su costura.

    —¡Rápido! —dije—. ¡Empújala hacia acá!

    Pero Ringo no se movió; sus ojos parecían pomos de puerta mientras yo arrastraba la mecedora, me subía a ella y empezaba a descolgar el mosquete. Pesaba unas quince libras, aunque el peso no importaba tanto como su longitud; cuando quedó suelto, mosquete, mecedora y todo lo demás se vino abajo con tremendo estrépito. Oímos a yaya incorporarse en la cama, en el piso de arriba, y luego su voz.

    —¿Quién anda ahí?
    —¡Rápido! —dije—. ¡Aprisa!
    —Tengo miedo —dijo Ringo.
    —¡Oye, Bayard...! —dijo yaya—. ¡Louvinia!

    Cogimos el mosquete entre los dos, como un tronco de leña.

    —¿Quieres ser libre? —dije—. ¿Quieres ser libre?

    Lo llevamos de aquel modo, como un tronco, uno por cada extremo, corriendo. Pasamos el bosquecillo a todo correr hacia el camino, y nos agachamos detrás de las madreselvas justo cuando el caballo doblaba la curva. No oímos nada más, acaso por nuestra propia respiración o, quizá, porque no esperábamos oír nada más. Tampoco volvimos a mirar; estábamos demasiado atareados amartillando el mosquete. Habíamos practicado una o dos veces antes, cuando yaya no estaba y Joby iba a revisarlo y a cambiar el fulminante de la oreja del arma. Ringo lo sostuvo mientras yo cogía el cañón con las dos manos, en alto, y me levantaba cerrando las piernas en torno a él, para deslizarme hacia abajo, sobre el percutor, hasta que sonó el resorte. Eso era lo que hacíamos, estábamos demasiado ocupados para mirar: el mosquete se iba apoyando en la espalda de Ringo a medida que él se agachaba, con las manos en las rodillas y jadeando.

    —¡Tira a ese bastardo! ¡Tírale!

    Entonces quedó ajustada la puntería, y cuando cerré los ojos vi al hombre y al brioso caballo desvanecerse en humo. Retumbó como un trueno e hizo tanto humo como un millón de arbustos incendiados; oí relinchar al caballo, pero no vi nada más. Ringo lanzó un gemido.

    —¡Santo Dios, Bayard! ¡Es todo el ejército!


    4


    La casa no parecía hacerse más próxima; sólo estaba allí, suspendida ante nosotros, flotando y aumentando gradualmente de tamaño, como algo perteneciente a un sueño, mientras oía los lamentos de Ringo detrás de mí y, más lejos todavía, los gritos y el ruido de los cascos. Pero por fin llegamos a casa; Louvinia estaba justo al pasar la puerta, con el sombrero viejo de padre encima del pañuelo de la cabeza y la boca abierta, pero no nos detuvimos. Entramos corriendo en la habitación donde estaba yaya, de pie junto a la mecedora vuelta a colocar en su sitio, con una mano en el pecho.



    —¡Le hemos disparado, yaya! —grité—. ¡Le hemos disparado a ese bastardo!
    —¿Cómo?

    Me miró, con la cara casi del mismo color que su pelo, contra el que brillaban las gafas por encima de la frente.

    —¿Qué has dicho, Bayard Sartoris?
    —¡Le hemos matado, yaya! ¡En el portón! Sólo que también estaba todo el ejército, que no lo habíamos visto, y ya vienen.

    Se sentó; se dejó caer en la mecedora, rígidamente, con la mano en el pecho. Pero su voz era más firme que nunca.

    —¿Qué ha pasado? ¡Tú, Marengo! ¿Qué habéis hecho?
    —¡Le hemos disparado a ese bastardo, yaya! ¡Le hemos matado!

    Para entonces ya estaba allí Louvinia también, aún con la boca abierta y una cara como si alguien le hubiera echado ceniza. Pero la expresión de su rostro no era necesaria: oímos las sacudidas de los cascos al deslizarse en el barro y una voz que gritaba:

    —¡Algunos de vosotros dad la vuelta por la parte de atrás!

    Miramos y les vimos pasar a caballo por la ventana con sus guerreras azules y los rifles. Luego, oímos botas y espuelas en el porche.

    —¡Yaya! —dije—. ¡Yaya!

    Pero parecía que ninguno de nosotros pudiera moverse en absoluto; simplemente nos quedamos ahí parados, mirando a yaya, que tenía la mano en el pecho, una expresión cadavérica en el rostro y un tono como de ultratumba en la voz:

    —!Louvinia! ¿Qué es eso? ¿Qué están tratando de decirme?

    Así fue cómo sucedió: una vez que el mosquete decidió dispararse, todo lo que iba a ocurrir después trataría de incorporarse simultáneamente al estampido. Aún podía escucharlo, los oídos me seguían pitando, de manera que yaya y Ringo y yo, todos, parecíamos hablar desde muy lejos.

    —¡Pronto! ¡Aquí! —dijo ella.

    Y entonces Ringo y yo nos acurrucamos uno a cada lado de ella, con la barbilla encima de las rodillas, pegados a sus piernas, mientras los duros picos de la mecedora nos machacaban la espalda y sus faldas se extendían sobre nosotros como una tienda de campaña, y los pesados pasos entraban ya y, según Louvinia nos contó después, el sargento yanqui blandía el mosquete delante de yaya, diciendo:

    —¡Vamos, abuela! ¿Dónde están? ¡Les vimos correr hasta aquí!

    No podíamos ver; simplemente seguíamos en cuclillas, en una especie de tenue luz gris, con aquel olor de yaya que tenían sus ropas, su cama, su habitación y todo lo suyo, y los ojos de Ringo que parecían dos platos de budín de chocolate, pensando ambos, quizá, que yaya jamás en la vida nos había dado azotes salvo por mentir, y eso incluso cuando la mentira no se decía, sólo por quedarse callado, y que primero nos daría unos azotes y luego haría que nos arrodilláramos y ella misma se arrodillaría con nosotros para pedir al Señor que nos perdonara.

    —Se equivocan ustedes —dijo—. No hay niños en esta casa ni en sus alrededores. Aquí no hay absolutamente nadie, excepto mi criada y yo, y la gente de las cabañas.
    —¿Quiere decir que niega haber visto antes este mosquete?
    —Efectivamente.

    Lo dijo con toda tranquilidad; no hizo el menor movimiento, sentada muy tiesa en el borde de la mecedora para que sus faldas siguieran extendidas sobre nosotros.

    —Si duda de mi, puede registrar la casa.
    —No se preocupe por eso; voy a hacerlo... Manda arriba a algunos muchachos —ordenó—. Si encontráis alguna puerta cerrada, ya sabéis lo que tenéis que hacer. Y di a los chicos de la parte de atrás que registren todo el establo, y también las cabañas.
    —No encontrarán ninguna puerta cerrada —dijo yaya—. Al menos, permítame preguntarle...
    —No pregunte nada, abuela. Quédese callada. Más valdría que hubiese hecho sus preguntitas antes de mandar fuera a esos dos diablillos con este fusil.
    —¿Hubo...?

    Oímos cómo se apagaba su voz y luego volvía a alzarse, como si yaya estuviera tras ella con una fusta, haciéndola hablar.

    —¿Está... eso... al que...?
    —¿Muerto? ¡Si, demonios! ¡Se rompió el espinazo y tuvimos que pegarle un tiro!
    —¿Que... tuvieron que... pegarle un tiro?

    Yo tampoco sabía lo que era estar pasmado de espanto, pero as¡ estábamos los tres, Ringo, yaya y yo.

    —Si, ¡por Dios! ¡Tuvimos que pegarle un tiro! ¡El mejor caballo de todo el ejército! El regimiento entero apostaba por él para el próximo domingo...

    Dijo algo más, pero no lo escuchamos. Tampoco respiramos, mirándonos fijamente el uno al otro en la penumbra gris, y estuve a punto de gritar yo también, hasta que yaya dijo:

    —No lo hicieron... No lo hicieron... ¡Oh, gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!
    —No lo hicimos —dijo Ringo.
    —¡Calla! —dije.

    Como no teníamos que haber hablado, era como si hubiésemos debido retener el aliento durante mucho tiempo sin saberlo, y que ya podíamos soltarlo y respirar otra vez. Quizá fuera por eso por lo que, cuando entró el otro hombre no le oímos en absoluto; fue también Louvinia quien lo vio: un coronel de ojos grises y penetrantes, con una barba corta y clara, que se quitó el sombrero y miró a yaya sentada en la mecedora con la mano en el pecho. Pero se dirigió al sargento.

    —¿Qué es esto? —dijo—. ¿Qué ocurre aquí, Harrison?
    —Aquí es a donde corrieron —dijo el sargento—. Estoy registrando la casa.
    —¡Ah! —dijo el coronel. No parecía nada enfadado. Sólo que tenía un tono frió, seco y agradable—. ¿Con autorización de quién?
    —Bueno, alguien de esta casa hizo fuego sobre tropas de los Estados Unidos. Supongo que eso es autorización suficiente.

    Nosotros sólo pudimos oír el ruido; fue Louvinia quien nos dijo que blandió el mosquete y golpeó el suelo con la culata.

    —Y mataron un caballo —dijo el coronel.
    —Era un caballo de los Estados Unidos. Yo mismo he oído decir al general que si tuviera bastantes caballos, no andaría siempre preocupándose de si habría o no alguien para montarlos. Y llegamos aquí, cabalgando tranquilamente por el camino, sin molestar a nadie, además, cuando esos dos diablillos... El mejor caballo de todo el ejército; el regimiento entero apostaba...
    —¡Ah! —dijo el coronel—. Ya veo. ¿Y bien? ¿Les han encontrado?
    —Todavía no. Pero esos rebeldes son como ratas cuando se trata de esconderse. Ella dice que aquí no hay un solo niño.
    —¡Ah! —repitió el coronel.

    Louvinia contó cómo miró entonces a yaya por primera vez. Dijo que pudo ver cómo bajaban sus ojos del rostro de yaya a donde se extendían sus faldas, quedándose allí durante un minuto completo, para volver luego a la cara de ella. Y que yaya le devolvió mirada por mirada, mientras le mentía.

    —¿Debo entender, señora, que no hay niños en esta casa ni en sus alrededores?
    —No hay ninguno. señor —dijo yaya.

    Louvinia contó que él volvió a mirar al sargento.

    —No hay niños aquí, sargento. Evidentemente, el disparo partió de algún otro sitio. Puede llamar a los hombres y hacer que monten.
    —¡Pero; coronel, vimos correr a dos chicos hasta aquí! ¡Todos nosotros les vimos!
    —¿Es que no acaba de oír decir a esta dama que no hay niños aquí? ¿Dónde tiene las orejas, sargento? ¿O es que en realidad quiere que la artillería nos alcance, teniendo aún que cruzar la cañada de un riachuelo a menos de cinco millas?
    —Bueno, señor, usted es el coronel. Pero si yo fuera el coronel...
    —Entonces, indudablemente, yo sería el sargento Harrison. En cuyo caso, creo que debería preocuparme más por conseguir otro caballo para respaldar mi apuesta, que por una anciana dama sin nietos —Louvinia dijo que entonces su mirada se posó ligeramente en yaya y se retiró en seguida—, sola en una casa en la que, con toda probabilidad, y para su placer y satisfacción, me da vergüenza decirlo, espero... no volver a poner los pies jamás. Haga montar a sus hombres y en marcha.

    Seguimos agazapados, sin respirar, y les oímos salir de casa. Escuchamos al sargento llamar a los hombres del establo y alejarse a caballo. Pero no nos movimos todavía, porque el cuerpo de yaya no se había relajado en absoluto, y de ese modo supimos que el coronel seguía allí incluso antes de que hablara con un tono seco, enérgico, duro, con un deje de burla detrás de él.

    —De manera que no tiene usted nietos. Es una lástima, porque dos chicos podrían disfrutar en un sitio como éste: deportes, pesca, el juego de disparar, tal vez el más excitante de todos los juegos, y no lo es menos por ser, quizás, insuficiente en las proximidades de esta casa. Y con un fusil... un arma de gran precisión, por lo que veo.

    Louvinia dijo que el sargento había dejado el mosquete en el rincón, que el coronel lo miraba entonces; nosotros no respirábamos.

    —Aunque tengo entendido que ese arma no le pertenece a usted. Y es mejor así. Porque si ese arma fuera suya —que no lo es—, y tuviera usted dos nietos o, mejor dicho, un nieto y un compañero de juegos negro —que no los tiene—, y si ésta fuese la primera vez —que no lo es—, a la próxima podría salir alguien gravemente herido. Pero ¿qué estoy haciendo? Poner a prueba su paciencia, entreteniéndola en esa incómoda mecedora, mientras pierdo el tiempo soltando un sermón apropiado únicamente para una dama con nietos, o un nieto y un compañero negro.

    Ya estaba a punto de marcharse él también: podíamos saberlo incluso bajo la falda; esta vez fue la propia yaya quien habló:

    —Pocos refrescos puedo ofrecerle, señor. Pero, sí un vaso de leche fría después de lo que ha cabalgado...

    Pero no respondió durante largo rato; Louvinia dijo que sólo contemplaba a yaya con sus penetrantes ojos claros y mantenía el profundo silencio transparente, lleno de burla.

    —No, no —dijo—. Se lo agradezco. Está usted traspasando los límites de la mera cortesía, y haciendo un verdadero alarde.
    —Louvinia —dijo yaya—, conduce al caballero al comedor y sírvele lo que tengamos.

    Ya había salido de la habitación, porque yaya empezó a temblar, y siguió temblando, pero sin relajarse todavía; podíamos oírla jadear.

    —¡No le matamos! —susurré—. ¡No hemos matado a nadie!

    Fue el cuerpo de yaya el que nos advirtió de nuevo; pero esta vez pudimos casi sentir cómo miraba la extendida falda de yaya, donde estábamos agazapados, mientras le daba las gracias por la leche y le decía su nombre y su regimiento.

    —Quizá sea mejor que no tenga usted nietos —dijo—. Porque, sin duda, deseará vivir en paz. Yo tengo tres hijos, ¿sabe? Y ni siquiera he tenido tiempo de llegar a ser abuelo.

    Entonces no había burla alguna en su voz, y Louvinia contó que estaba de pie en la puerta, con el reluciente cobre en el azul añil, el sombrero en la mano y su pelo y barba claros, mirando a yaya sin ninguna burla.

    —No voy a disculparme; los imbéciles claman contra el viento o el fuego. Pero permítame decirle que espero que no llegue usted a tener de nosotros un recuerdo peor que éste.

    Luego se marchó. Oímos sus espuelas en el vestíbulo y en el porche, y después al caballo, desapareciendo en la lejanía, apagándose, y luego yaya se relajó. Se recostó en la mecedora, con la mano en el pecho y los ojos cerrados, mientras gruesas gotas de sudor le corrían por la cara; de repente, empecé a gritar:

    —¡Louvinia! ¡Louvinia!

    Pero entonces abrió ella los ojos y me miró. Luego miró un momento a Ringo, y volvió a mirarme a mí, jadeando.

    —Bayard —dijo—. ¿Qué palabra empleaste?
    —¿Palabra? —dije—. ¿Cuándo, yaya?

    Entonces me acordé; no la miré: seguía recostada en la mecedora, mirándome y jadeando.

    —No la repitas. Has maldecido. Has dicho una palabrota, Bayard.

    No la miré. podía ver los pies de Ringo.

    —Ringo también la ha dicho… —no contestó, pero notaba que seguía mirándome; de pronto, añadí—: Y tú dijiste una mentira. Dijiste que no estábamos aquí.
    —Lo sé —repuso ella. Se movió—. Ayudadme a levantarme.

    Se levantó de la mecedora, apoyándose en nosotros. Ignorábamos lo que trataba de hacer. Simplemente nos mantuvimos tiesos mientras se apoyaba en nosotros y en la mecedora, junto a la cual se dejó caer de rodillas. Ringo se arrodilló primero, y a continuación yo también, mientras ella pedía al Señor que la perdonase por haber dicho una mentira. Luego se levantó; no tuvimos tiempo de ayudarla.

    —Id a la cocina a buscar un barreño de agua y el jabón —dijo—. Coged el jabón nuevo.


    5


    Era tarde, como si el tiempo se nos hubiera escapado mientras permanecíamos atrapados, enredados en el estampido del mosquete, y estuviéramos demasiado ocupados para darnos cuenta de ello; el sol brillaba casi a la misma altura de nuestras caras mientras estábamos en la galería de atrás, escupiendo, enjuagándonos el jabón de la boca, dando vueltas y vueltas al cazo de calabaza, escupiendo directamente al sol. Durante un rato, con sólo respirar podíamos hacer pompas de jabón, pero pronto preferimos solamente escupir. Luego, hasta eso pasó, aunque no el impulso de hacerlo, mientras a lo lejos, hacia el norte, veíamos un distante montón de nubes, tenues y azules en la base, con un tinte cobrizo del sol en la cresta. Cuando padre vino a casa en primavera, tratamos de saber algo de montañas. Por fin señaló el montón de nubes para explicarnos a qué se parecían las montañas. De manera que, desde entonces, Ringo creía que el montón de nubes era Tennessee.



    —Allá están —dijo, escupiendo—. Allá está. Tennessee, donde el amo John suele combatir. También parece enormemente lejos.
    —Demasiado lejos para ir solamente a luchar contra los yanquis —dije, escupiendo también. Pero ya había desaparecido todo: la espuma, las cristalinas, ingrávidas, iridiscentes burbujas; incluso el sabor.



    RETIRADA
    1


    Por la tarde, Loosh detuvo el carro junto a la galería de atrás y desenganchó las mulas; a la hora de cenar habíamos cargado todo en el carro, salvo la ropa de cama con la que dormiríamos aquella noche. Yaya subió entonces al piso de arriba y, cuando volvió a bajar, llevaba el vestido de seda negro de los domingos y el sombrero, y su rostro ya tenía color y los ojos le brillaban.



    —¿Vamos a irnos esta noche? —preguntó Ringo—. Creía que no íbamos a salir hasta mañana.
    —No —contestó yaya—. Pero hace ya tres años que no he salido a ninguna parte; supongo que el Señor me perdonará por prepararme con un día de antelación.

    Se volvió (estábamos en el comedor, con la mesa puesta para cenar) hacia Louvinia.

    —Diles a Joby y a Loosh que estén preparados con el farol y las palas tan pronto como hayan acabado de comer.

    Louvinia puso la torta de maíz en la mesa y, al salir, se detuvo y miró a yaya.

    —¿Quiere decir que va a llevar ese pesado baúl hasta Memphis con usted? ¿Lo va a desenterrar de donde ha estado escondido y seguro desde el verano pasado y va a llevarlo hasta Memphis?
    —Si —dijo yaya—. Voy a seguir las instrucciones del coronel Sartoris según creo que me las dio.

    Estaba comiendo; ni siquiera miró a Louvinia. Louvinia se quedó parada en la puerta de la despensa, mirando a la nuca de yaya.

    —¿Por qué no lo deja aquí, donde está bien escondido y yo puedo cuidar de él? ¿Quién iba a encontrarlo, aunque ellos vivieran otra vez? Es por el amo John por quien han puesto la recompensa; no por un baúl lleno de...
    —Tengo mis razones —dijo yaya—. Haz lo que te he dicho.
    —Muy bien. ¿Pero cómo es que quiere desenterrarlo esta noche, sino se marcha hasta maña...?
    —Haz lo que te he dicho —repitió yaya.
    —Sí, señora —dilo Louvinia.

    Salió, Miré a yaya, que comía con el sombrero descansando en la misma coronilla de la cabeza, mientras Ringo me miraba por detrás de la silla de yaya, haciendo girar un poco los ojos.

    —¿Por qué no dejarlo escondido? —dije—. Será ya demasiada carga para el carro. Joby dice que ese baúl debe pesar unas mil libras.
    —¡Mil disparates! —exclamó yaya—. No me importa que pese diez mil libras.

    Entró Louvinia.

    —Están preparados —dijo—. Me gustaría que me dijera por qué va a desenterrarlo esta noche.
    —Anoche soñé con ello —dijo yaya, mirándola.
    —Oh! —exclamó Louvinia. Ella y Ringo parecían exactamente iguales, salvo que los ojos de Louvinia no giraban tanto como los de él.
    —Soñé que estaba asomada a la ventana y un hombre entraba en el huerto y se dirigía a donde está eso y se quedaba allí, señalándolo con el dedo —dijo yaya. Miró a Louvinia—. Un negro.
    —¿Un negro? —dijo Louvinia.
    —Si —dijo yaya.
    —¿Va a decirnos quién era?
    —No —dijo yaya.

    Louvinia se volvió hacia Ringo.

    —Ve a decirle a tu abuelito y a Loosh que cojan el farol y las palas y vengan acá.

    Joby y Loosh estaban en la cocina. Joby, sentado detrás del fogón con un plato en las rodillas, comiendo. Loosh, sentado en el arcón de madera, con las dos palas entre las rodillas, pero al principio no le vi, le tapaba la sombra de Ringo. La lámpara estaba encima de la mesa y vi la sombra de la cabeza inclinada de Ringo y su brazo, que se movía de un lado a otro, mientras Louvinia permanecía de pie entre nosotros y la lámpara, con las manos en las caderas y los codos hacia afuera, llenando la habitación.

    —Limpia bien esa chimenea —dijo.

    Joby llevaba el farol, yaya iba detrás de él, y luego Loosh; veía el sombrero de ella, la cabeza de Loosh y las hojas de las dos palas por encima de su hombro. Ringo iba resollando detrás de m¡.

    —¿Con quién crees que soñó? —preguntó.
    —¿Por qué no se lo preguntas a ella? —dije. Ya estábamos en el huerto.
    —¡Ja! —dijo Ringo—. ¿Preguntárselo yo? Apuesto a que si ella se quedara aquí, ni un yanqui ni nadie se atrevería a tocarlo, ni siquiera el amo John, si lo supiera.

    Entonces Joby y yaya se detuvieron, y mientras yaya sostenía el farol en alto, Joby y Loosh desenterraron el baúl de donde lo habían escondido aquella noche del verano pasado cuando padre estaba en casa y Louvinia se quedó en la puerta del dormitorio sin encender siquiera la lámpara y Ringo y yo nos acostamos y después yo me asomé o soñé que me asomaba a la ventana y vi (o soñé que vi) el farol. Luego, con yaya aún llevando delante el farol, y Ringo y yo ayudando los dos a cargar el baúl, volvimos a casa. Antes de llegar, Joby empezó a girar hacia donde estaba el carro.

    —Metedlo en casa —dijo yaya.
    —Lo cargaremos ahora mismo y nos evitaremos tener que manejarlo otra vez por la mañana —dijo Joby—. Ven acá, negro —le dijo a Loosh.
    —Metedlo en casa —repitió yaya.

    Así que, al cabo de un momento, Joby se movió en dirección a la casa. Le oíamos resollar, diciendo «¡Ah!» a cada pocos pasos. Una vez en la cocina, soltó violentamente el extremo del baúl.

    —¡Ah! —exclamó—. ¡Ya está, gracias a Dios!
    —Subidlo arriba —dijo yaya.

    Joby se volvió y la miró. Todavía no se había enderezado; medio agachado, se volvió y la miró.

    —¿Cómo? —dijo.
    —Subidlo arriba —repitió—. Lo quiero en mi habitación.
    —¿Quiere decir que va a llevarlo arriba para luego volver a bajarlo por la mañana?
    —Alguien tiene que hacerlo —dijo yaya—. ¿Vas a ayudar, o lo subimos Bayard y yo solos?

    Entonces entró Louvinia. Ya se había desvestido. Parecía tan alta como un fantasma, en una sola dimensión como la funda de una almohada, más alta en camisón que la funda de una almohada; silenciosa como un fantasma sobre sus pies descalzos, que eran del mismo color que la sombra sobre la que se alzaba, de manera que parecía no tener extremidades, con las dos filas de uñas extendidas, ingrávidas y pálidas, como dos hileras de plumas vagamente sucias sobre el suelo, a un pie por debajo del borde del camisón, como si no estuvieran conectadas con ella. Se adelantó, apartó a Joby de un empujón y se agachó para levantar el baúl.

    —Quita de ahí, negro —dijo.

    Joby profirió un gruñido y luego echó a un lado a Louvinia.

    —Quítate, mujer —dijo. Levantó su extremo del baúl y luego se volvió para mirar a Loosh, que no había soltado el suyo—. Si vas a ir sentado encima, levanta los pies —dijo.

    Lo subimos a la habitación de yaya, y Joby ya lo estaba dejando en el suelo otra vez cuando yaya hizo que él y Loosh retiraran la cama de la pared y corrieran detrás el baúl. Ringo y yo volvimos a ayudar. No creo que le faltara mucho para pesar mil Libras.

    —Ahora quiero que todo el mundo se vaya inmediatamente a la cama, para que podamos salir mañana temprano —dijo yaya.
    —Que se lo cree usted —dijo Joby—. Que todo el mundo se levante al amanecer y se hará mediodía antes de que nos pongamos en marcha.
    —No te preocupes por eso —dijo Louvinia—. Haz lo que te dice miss Rosa.

    Salimos; dejamos a yaya junto a la cama, que ahora estaba bastante apartada de la pared y en una posición tan inadecuada que cualquiera se habría dado cuenta en seguida de que allí se ocultaba algo, aunque el baúl, que tanto Ringo y yo como Joby creíamos entonces que pesaba mil libras, hubiera podido ser escondido. Tal como estaba, no hacia más que proclamarlo. Yaya cerró la puerta detrás de nosotros, y entonces Ringo y yo nos paramos en seco en el pasillo y nos miramos. Desde que podía recordar, jamás había habido llave, por dentro o por fuera, en ninguna puerta de la casa. Sin embargo, oímos girar una llave en la cerradura.

    —No sabía que hubiera una llave que encajara ahí, y menos aún que diera la vuelta —dijo Ringo.
    —Y eso es otro asunto tuyo y de Joby —dijo Louvinia. Ella no se había detenido; ya se estaba echando en el camastro y, cuando la miramos, empezó a tirar de la colcha tapándose la cara y la cabeza.
    —Id a acostaros.

    Fuimos a nuestra habitación y comenzamos a desnudarnos. La lámpara estaba encendida y entre las dos sillas se extendía nuestra ropa de los domingos, que nosotros también nos pondríamos para ir a Memphis.

    —¿Con quién crees que soñó ella? —preguntó Ringo. Pero no era necesario contestarle; sabía que Ringo se daría cuenta de que no hacia falta.

    Nos pusimos la ropa de los domingos a la luz de la lámpara, junto a la cual tomamos el desayuno y escuchamos a Louvinia en el piso de arriba mientras quitaba de la cama de yaya y de la mía las sábanas con las que habíamos dormido y enrollaba el jergón de Ringo y lo llevaba todo abajo; al despuntar el día, salimos hacia el sitio en que Loosh y Joby ya habían dejado las mulas enganchadas al carro, y donde Joby se erguía vestido con lo que él también denominaba su ropa de los domingos: la vieja levita y el raído gorro de castor de padre. Luego salió yaya (aún con el sombrero y el vestido de seda negra, como si hubiera dormido con ellos, pasando la noche en pie, tiesa y rígida, con la mano en la llave que había sacado no se sabía de dónde para cerrar su puerta por primera vez, según las noticias que teníamos Ringo y yo), con el chal sobre los hombros y llevando la sombrilla y el mosquete que había descolgado de las clavijas de encima de la chimenea. Tendió el mosquete a Joby.

    —Toma —dijo. Joby lo miró.
    —No vamos a necesitarlo —dijo.
    —Ponlo en el carro —dijo yaya.
    —No. No necesitamos nada parecido. Estaremos en Memphis tan pronto que nadie tendrá tiempo de enterarse de que vamos por el camino. De todos modos, confió en que el amo John haya limpiado bien de yanquis la distancia que hay de aquí a Memphis.

    Esta vez yaya no dijo nada en absoluto. Se quedó ahí parada, sosteniendo el mosquete hasta que, al cabo de un rato, Joby lo cogió y lo metió en el carro.

    —Ahora ve por el baúl —dijo yaya.

    Joby todavía estaba colocando el mosquete dentro del carro; se detuvo, volviendo un poco ligeramente la cabeza.

    —¿Qué? —exclamó. Se volvió algo más, sin mirar aún a yaya, que seguía en los escalones, mirándole; él no nos miraba a ninguno de nosotros; sin dirigirse a nadie en particular, dijo:
    —¿No se lo había dicho?
    —No recuerdo que alguna vez se te ocurriera algo y no se lo contaras a alguien al cabo de diez minutos —dijo yaya—. Pero, ahora, ¿a qué te refieres exactamente?
    —No importa —dijo Joby—. Ven acá, Loosh. Trae a ese chico contigo.

    Pasaron delante de yaya y siguieron su camino. Ella no les miró; era como si hubiesen desaparecido no sólo de su vista, sino también de su pensamiento. Evidentemente, así lo creyó Joby.

    El y yaya eran de ese modo; parecían un hombre y una yegua, una yegua de pura sangre, que soporta al hombre sólo hasta cierto limite, y el hombre sabe que la yegua aguantará lo justo y, cuando llega ese punto, se da cuenta exactamente de lo que va a ocurrir. Y entonces sucede: la yegua le da una coz, no con maldad, sino sólo lo suficiente, y el hombre, como sabe lo que iba a venir, cuando ha sucedido o cree que ya ha sucedido, se alegra, de manera que se tumba o se sienta en el suelo y maldice un poco a la yegua porque piensa que ya se ha terminado, que todo se ha acabado, y entonces la yegua vuelve la cabeza y le da un mordisco. Así eran Joby y yaya, y yaya siempre le hostigaba, no con severidad: sólo lo estrictamente necesario, como ahora; él y Loosh casi estaban cruzando la puerta y yaya seguía sin mirarles siquiera, cuando Joby dijo:

    —No se lo digo. Y creo que ni usted puede discutirlo. Entonces, sin mover nada más que los labios, mientras seguía mirando más allá del carro que aguardaba como si no fuésemos a ningún sitio, y Joby ni siquiera existiera, yaya dijo:
    —Y vuelve a arrimar la cama a la pared.

    Esta vez Joby no contestó. Se quedó absolutamente quieto, sin volverse para mirar a yaya, hasta que Loosh dijo a media voz:

    —Vamos, papi, sigue.

    Siguieron adelante; yaya y yo nos quedamos al fondo de la galería y les oímos sacar a rastras el baúl y empujar otra vez la cama hasta donde había estado el día anterior; les oímos bajar las escaleras con el baúl: los torpes y pausados golpes, resonantes como en un ataúd. Luego salieron a la galería.

    —Ve a ayudarles —dijo sin mirar atrás—. Recuerda que Joby se va haciendo viejo.

    Metimos el baúl en el carro, al lado del mosquete y la cesta de comida, y subimos —yaya en el pescante junto a Joby, con el sombrero en la misma coronilla de la cabeza y el parasol levantado aun antes de que el roció empezara a disiparse— y nos pusimos en marcha. Loosh ya había desaparecido, pero Louvinia aún seguía al borde de la galería con el sombrero viejo de padre encima del pañuelo de la cabeza. Luego dejé de mirar atrás, aunque notaba que Ringo, sentado a mi lado encima del baúl, se volvía a cada pocas yardas, hasta que pasamos el portón y salimos al camino de la ciudad. Después llegamos a la curva donde el verano pasado habíamos visto al sargento yanqui en el brioso caballo.

    —Ya ha desaparecido —dijo Ringo—. iAdiós, Sartoris; hola, Memphis!

    Empezaba a salir el sol cuando tuvimos Jefferson a la vista; pasamos delante de una compañía de tropas que acampaba en un prado junto al camino, y tomaba el desayuno. Sus uniformes ya habían dejado de ser grises; casi eran del color de hojas muertas, y algunos de ellos ni siquiera llevaban uniforme, y un hombre que vestía un par de pantalones azules de los yanquis con una franja amarilla de caballería, como los que padre trajo a casa el verano pasado, nos hizo señas con una sartén.

    —¡Eh, Mississippi! —gritó—. ¡Hurra por Arkansas!

    Dejamos a yaya en casa de la señora Compson, para despedirse de ella y pedirle que se acercara por casa de vez en cuando y cuidara de las flores. Luego, Ringo y yo seguimos en el carro hasta el almacén, y ya salíamos con el saco de sal cuando el tío Buck MacCaslin cruzó la plaza renqueando, agitando el bastón y vociferando, y, detrás de él, el capitán de la compañía que habíamos adelantado mientras desayunaba en los pastos. Eran dos; me refiero a que había dos MacCaslin, gemelos, Amodeus y Theophilus, sólo que todo el mundo les llamaba Buck y Buddy, salvo ellos mismos. Eran solteros, y tenían una gran plantación de tierra de aluvión a unas quince millas de la ciudad. Había en ella una enorme casa colonial construida por su padre, de la que decía la gente que seguía siendo una de las casas más elegantes del país cuando la heredaron. Pero ya no lo era, porque tío Buck y tío Buddy no vivían en ella. Jamás la habían habitado desde que murió su padre. Vivían en una casa de troncos de dos habitaciones con una docena de perros, más o menos, y tenían a sus negros en la mansión. Ya no quedaban ventanas y un niño podía abrir cualquiera de las cerraduras con una horquilla del pelo, pero todas las noches, cuando los negros volvían de los campos, tío Buck o tío Buddy solían meterles en la casa y cerrar la puerta con una llave casi tan grande como una pistola de arzón; probablemente, seguirían cerrando la puerta de entrada mucho después de que el último negro hubiera escapado por atrás. Y la gente decía que tío Buck y tío Buddy lo sabían, y que los negros sabían que ellos lo sabían, sólo que era como un juego con sus reglas: ni tío Buck ni tío Buddy debían atisbar por la esquina trasera de la casa mientras el otro cerraba la puerta, ninguno de los negros tenía que escapar en modo tal que le vieran, aun cuando fuese por un inevitable accidente, ni escaparse en cualquier otro momento; hasta se decía que los que no podían salir mientras cerraban la puerta, se consideraban a sí mismos, voluntariamente, como fuera del juego hasta la noche siguiente. Después, solían colgar la llave en un clavo junto a la puerta y volvían a su casita llena de perros para cenar y jugar una partida de póquer mano a mano; y se afirmaba que ningún hombre del Estado o del rió se habría atrevido a jugar con ellos aun en el caso de que no hicieran trampas, pues tal como lo jugaban entre ellos, apostándose mutuamente negros y carros cargados de algodón, el mismo Dios se habría defendido contra uno, pero contra los dos a la vez incluso Él habría perdido hasta la camisa.

    Pero había algo más que eso respecto a tío Buck y tío Buddy. Padre decía que estaban adelantados a su tiempo; que no sólo poseían, sino que también ponían en práctica ideas sobre las relaciones sociales que quizá serían populares cincuenta años después de la muerte de ambos. Tales ideas eran acerca de la tierra. Creían que la tierra no era propiedad de las personas, sino que las personas pertenecían a la tierra y que la tierra les permitiría vivir en ella o fuera de ella y disfrutarla sólo en la medida en que se comportaran, y que si no se portaban bien, las despediría con una sacudida, como un perro que se quita las moscas de encima. Seguían una especie de método para llevar la contabilidad que debía ser aún más complicado que el tanteo de las apuestas que se hacían entre si, y por el cual todos sus negros llegarían a ser libres, no con libertad regalada, sino ganada, no comprándola con dinero a tío Buck y tío Buddy, sino lograda con trabajo en la plantación. Sólo que había otros además de los negros, y ésa era la razón por la que tío Buck cruzaba la plaza renqueando, agitando el bastón hacia mí y vociferando, o al menos lo que hacía que tío Buck cojeara y gritara y blandiera el bastón. Un día contó padre que de repente se dieron cuenta de que si el país se dividía alguna vez en feudos particulares, ya fuera por los votos o por las armas, ninguna familia podría contender con los MacCaslin porque todas las demás familias sólo podrían reclutar a sus primos y parientes, mientras que tío Buck y tío Buddy ya dispondrían de un ejército. Lo formarían los pequeños labradores, la gente a quien los negros llamaban «basura blanca: hombres que no habían poseído esclavos y que vivían, algunos de ellos, peor aun que los esclavos de las grandes plantaciones. Ese era otro aspecto de las ideas que tío Buck y tío Buddy tenían acerca de los hombres y de la tierra, de las cuales decía padre que aún no estaban extendidas, y por las que tío Buck y tío Buddy convencieron a los blancos para que mancomunaran sus sembrados de pobre e insignificante tierra junto con los negros y la plantación de los MacCaslin, prometiéndoles a cambio nadie sabía exactamente qué, salvo que sus mujeres e hijos tenían zapatos, cosa que no todos habían tenido antes, y muchos de ellos hasta iban a la escuela. De todos modos, ellos (los blancos, la basura) consideraban a tío Buck y tío Buddy como la misma Divinidad, de manera que cuando padre empezó a reclutar su primer regimiento para dirigirse a Virginia y tío Buck y tío Buddy fueron a la ciudad para alistarse y los otros decidieron que eran demasiado viejos (pasaban de los setenta), por un momento pareció como si el regimiento de padre tuviera que librar su primera batalla en nuestras mismas praderas. Al principio, tío Buck y tío Buddy dijeron que formarían una compañía con sus propios hombres en oposición a los de padre. Luego se dieron cuenta de que aquello no detendría a padre, así que entonces tío Buck y tío Buddy apretaron realmente las clavijas a padre. Le dijeron que si no les dejaba marchar, los soldados rasos que constituían el sólido bloque de votos de la basura blanca que ellos dominaban, no sólo obligarían a padre a convocar una elección especial de oficiales antes de que el regimiento saliera de los prados, sino que también degradarían a padre de coronel a comandante o, quizás, a capitán. A padre no le preocupaba cómo le llamaran; le habría dado igual ser coronel o cabo, con tal que le dejaran dar órdenes, y probablemente no le habría importado que el mismo Dios le hubiera degradado a soldado raso; era la idea de que en los hombres que él mandaba pudiera estar latente el poder, por no decir el deseo, de agraviarle de aquella manera. Así que llegaron a un acuerdo; al fin decidieron que se permitiría marchar a uno de los MacCaslin. Padre y tío Buck y tío Buddy cerraron el trato con un apretón de manos y lo cumplieron; al verano siguiente, después de la segunda batalla de Manassas, cuando los soldados degradaron a padre, los votos de MacCaslin le apoyaron, se retiraron del regimiento junto con padre, volvieron a Mississippi con él y formaron su caballería irregular. De modo que tenía que marcharse uno, y entre ellos decidieron cuál había de ser: lo resolvieron de la única forma posible mediante la cual el triunfador pudiese estar seguro de que se había ganado ese derecho y el perdedor tener la certeza de que le había derrotado un adversario mejor que él; tío Buddy miró a tío Buck, y dijo:

    —De acuerdo, Philus, viejo zopenco hijo de puta. Saca las cartas.

    Padre contó que aquello fue magnifico, que lo presenció gente que jamás había visto nada igual en cuanto a frialdad y despiadada habilidad. Jugaron tres manos de póquer cerrado, las dos primeras dadas por turno para que el ganador de la segunda repartiese la tercera; ahí se sentaron (alguien había extendido una manta y el regimiento entero miraba), el uno frente al otro, con sus dos viejas caras que no se parecían tan exactamente entre si como se asemejaban a algo que uno recordaba al cabo del tiempo: el retrato de alguien que había muerto hacia mucho y al que con sólo mirarle se sabía que había sido predicador cien años atrás en algún sitio como Massachusetts; se quedaron allí sentados e igualaron correctamente las posturas con las cartas boca abajo sin que, por lo visto, les miraran siguiera el dorso, de moda que tuvieron que dar cartas ocho o diez veces antes de que los jueces pudieran estar seguros de que ninguno de ellos conocía verdaderamente la mano que tenía el otro. Y perdió tío Buck: así que ahora tío Buddy era sargento en la brigada de Trennant, en Virginia, y tío Buck venía renqueando por la plaza, agitando el bastón hacia mí y aullando:

    —!Voto a Dios, ése es! ¡Es el chico de John Sartoris! El capitán se acercó y me miró.
    —He oído hablar de tu padre —dijo.
    —¿Que ha oído hablar de él? —gritó tío Buck. Pero la gente ya había empezado a pararse en la acera para escucharle, como hacia siempre, sonriéndose de modo que él no pudiera verlo.

    »—¿Quién no ha oído hablar de él en este país? Pregunte alguna vez a los yanquis por él. ¡Por Cristo!, reclutó de su propio bolsillo el primer maldito regimiento de Mississippi, y lo llevó a Virginia y vapuleó a los yanquis a diestra y siniestra antes de descubrir que lo que había comprado y pagado no era un regimiento de soldados sino una asamblea de políticos y de imbéciles. ¡De imbéciles, repito! —gritó, sacudiendo el bastón hacia mí y mirando airadamente con sus feroces ojos llorosos, semejantes a los de un viejo halcón, mientras la gente le escuchaba y sonreía a lo largo de la calle, donde él no pudiera verlo, y el desconocido capitán le contemplaba con cierta curiosidad porque nunca había oído hablar a tío Buck; y yo no dejaba de pensar en Louvinia, con el sombrero viejo de padre puesto, y de desear que tío Buck acabase y se callara para que nosotros pudiéramos seguir nuestro camino.

    »—¡Imbéciles, repito! No me importa si aquí hay personas que aún afirman ser parientes de los hombres que le eligieron coronel y le siguieron, a él y a Stonewall Jackson, hasta llegar a la distancia de un escupitajo de Washington sin apenas perder un solo hombre, y luego, al año siguiente, cambiaron de parecer y votaron para degradarle a comandante y elegir en su lugar a un tipo abominable que ni siquiera sabía por qué extremo del rifle se disparaba hasta que John Sartoris se lo enseñó.

    Dejó de gritar con tanta facilidad como había empezado, pero los gritos estaban ahí mismo, esperando comenzar de nuevo tan pronto como encontrara algo más que vocear.

    —No diré que Dios os guarde a ti y a tu abuela en el camino, muchacho, porque, ¡por Cristo!, no necesitáis la ayuda de Dios ni de nadie más; lo único que tienes que decir es: «Soy el chico de John Sartoris; corred al cañaveral, conejos», y luego ver cómo huyen los hijoputas de barrigas azules.
    —¿Es que se marchan, se van de aquí? —preguntó el capitán.

    Entonces tío Buck empezó a aullar de nuevo, entregándose a los gritos con facilidad, sin tener siquiera que tomar aliento.

    —¿Marcharse? ¡Por Satanás! ¿Quién va a cuidar de ellos por aquí? John Sartoris es un maldito imbécil; votaron para que abandonara su propio regimiento particular en atención a él, para que pudiera irse a casa y cuidar de su familia, sabiendo que si él no lo hacia, probablemente no lo haría nadie de por aquí. Pero aquello no iba con John Sartoris, porque John Sartoris es un tremendo y maldito cobarde egoísta, que tiene miedo de quedarse en casa, donde los yanquis podrían atraparle. Si, señor. Tiene tanto miedo que necesita reclutar otra partida de hombres para que le protejan cada vez que se acerca a cien pies de una brigada yanqui. Explora el país de arriba abajo, buscando yanquis para luego eludirles: pero, si yo estuviera en su lugar, habría vuelto a Virginia y enseñado a ese nuevo coronel lo que es combatir. Pero John Sartoris no. Es un cobarde y un imbécil. Lo mejor que puede hacer es esquivar a los yanquis y huir de ellos hasta que tengan que poner precio a su cabeza, y ahora debe mandar a su familia fuera del país: a Memphis, donde el Ejército de la Unión quizá cuide de ella, porque no parece que su gobierno ni sus conciudadanos vayan a hacerlo.

    Entonces se quedó sin aliento, o sin palabras, en todo caso, ahí parado con la barba manchada de tabaco, temblando, mientras le chorreaba más tabaco de la boca y agitaba el bastón hacia mi. De modo que levanté las riendas; sólo habló el capitán, que no me perdía de vista.

    —¿Cuántos hombres tiene tu padre en su regimiento? —preguntó.
    —No es un regimiento, señor —contesté—. Calculo que tendrá unos cincuenta.
    —¿Cincuenta? —dijo el capitán—. ¿Cincuenta? La semana pasada hicimos un prisionero que dijo que tenía mas de mil. Dijo que el coronel Sartoris no combatía; que sólo robaba caballos.

    Pero a tío Buck le quedaba suficiente aire para reírse. Parecía una gallina, dándose palmadas en la pierna y agarrado a la rueda del carro como si estuviera a punto de caerse.

    —¡Eso es! ¡Ese es John Sartoris! Él captura los caballos; cualquier imbécil puede salir y atrapar a un yanqui. Estos dos condenados chicos lo hicieron el verano pasado... bajaron al portón y volvieron con un regimiento, y ellos sólo... ¿Cuántos años tienes, chico?
    —Catorce —dije.
    —Todavía no tenemos catorce —dijo Ringo—. Pero los cumpliremos en septiembre, si vivimos y no pasa nada... Creo que yaya estará esperándonos, Bayard.

    Tío Buck dejó de reírse. Dio un paso atrás y dijo: —Adelante. Os queda mucho camino.

    Hice girar el carro.

    —Cuida de tu abuela, chico, o John Sartoris te desollará vivo. ¡Y si él no lo hace, yo lo haré! —Cuando el carro estuvo derecho, echó a andar a su lado, renqueando—. ¡Y cuando le veas, dile que he dicho que deje tranquilos a los caballos durante una temporada y mate a los hijoputas de barrigas azules! ¡Que les mate!
    —Si, señor —contesté, y seguimos adelante.
    —Ese mala lengua ha tenido suerte de que yaya no estuviera aquí —dijo Ringo.

    Ella y Joby nos estaban esperando a la puerta de los Compson.

    Joby tenía otra cesta con una servilleta por encima, de la que sobresalían el cuello de una botella y algunos esquejes de rosal. Entonces Ringo y yo nos sentamos otra vez en la parte de atrás y él se volvía a cada pocos pasos, diciendo:

    —¡Adiós, Jefferson! ¡Hola, Memphis!

    Después de llegar a lo alto de la primera colina, miró hacia atrás y, esta vez con tranquilidad, dijo:

    —Suponte que nunca acaben de combatir.
    —Muy bien —contesté—. Supongámoslo. —No volví la vista.

    A mediodía nos paramos en un arroyo y yaya abrió la cesta, sacó los esquejes de rosal y se los tendió a Ringo.

    —Después de beber, moja las raíces en el arroyo —dijo—. Las raíces, envueltas en un paño, aún tenían tierra; cuando Ringo se agachó hacia el agua, le vi pellizcar un poco de barro y empezar a guardárselo en el bolsillo. Entonces levantó los ojos, vio que le estaba mirando e hizo como si fuera a tirarlo. Pero no lo hizo.
    —Supongo que puedo guardarme barro, si quiero —dijo.
    —Pero no es barro de Sartoris —dije.
    —Lo sé —dijo—. Pero es más duro que el barro de Memphis. Más sólido que el que tú tienes.
    —¿Qué te apuestas? —dije. Me miró—. ¿Qué te juegas?
    —¿Qué te juegas tú? —contestó él.
    —Ya lo sabes —dije. Se hurgó en el bolsillo y sacó la hebilla que desprendimos de la silla del yanqui cuando matamos el caballo el verano pasado.
    —Échamela aquí —dijo. Así que me saqué del bolsillo la caja de rapé y le vacié la mitad de la tierra (era algo más que tierra de Sartoris; también era Vicksburg: en ella estaban los gritos de guerra, las formaciones de batalla, las fatigadas armas, lo último inconquistable) en la mano.
    —Lo sé —dijo—. Es de detrás del ahumadero. Te has traído un montón.
    —Si —contesté—. He traído lo suficiente para que dure.

    Remojábamos los esquejes cada vez que nos deteníamos y abríamos la cesta, y al cuarto día aún quedaba algo de comida, porque al menos una vez por día nos deteníamos en casas del camino y comíamos en ellas, y la segunda noche cenamos y desayunamos en la misma casa. Pero ni siquiera entonces entró yaya a dormir. Se hizo la cama en el carro, junto al arcón, y Joby durmió debajo del carro con el rifle al lado, como cuando acampábamos en el camino. Sólo que no solíamos hacerlo exactamente en el camino, sino metidos un poco en el bosque; a la tercera noche, yaya estaba en el carro y Joby y Ringo y yo debajo de él, cuando aparecieron unos caballos y yaya dijo:

    —¡Joby! ¡El rifle!

    Alguien desmontó, le quitó el rifle a Joby, encendieron una antorcha y vimos el color gris.

    —¿Memphis? —dijo el oficial—. No pueden ir a Memphis. Ayer hubo un combate en Cockrum y los caminos están llenos de patrullas yanquis. No sé cómo demonios —excúseme, señora (detrás de mí, dijo Ringo: "Ve a buscar el jabón")— han llegado tan lejos. Si yo fuera usted, ni siquiera intentaría volver, me detendría en la primera casa que encontrara y ahí me quedaría.
    —Creo que seguiremos adelante —dijo yaya—, tal como nos dijo John... el coronel Sartoris. Mi hermana vive en Memphis; allí vamos.
    —¿El coronel Sartoris? —dijo el oficial—. ¿Se lo dijo el coronel Sartoris?
    —Soy su suegra —dijo yaya—. Este es su hijo.
    —¡Por Dios, señora! No puede dar un paso más. ¿No comprende que si les capturan a usted y a este muchacho, casi podrían obligarle a presentarse y entregarse?

    Yaya le miró; estaba sentada en el carro y llevaba el sombrero puesto.

    —Evidentemente, mi experiencia con los yanquis ha sido diferente de la suya. No tengo motivos para creer que sus oficiales —supongo que seguirá habiendo oficiales entre ellos— molesten a una mujer y dos niños. Se lo agradezco, pero mi hijo nos ha ordenado que vayamos a Memphis. Si hay alguna información que mi conductor deba saber, le agradecería que le diera instrucciones.
    —Entonces, permítame que les dé escolta. O, mejor aún, hay una casa a una milla de distancia; dé la vuelta y espere allí. El coronel Sartoris estuvo ayer en Cokrum; creo que podré encontrarle y llevarle hasta usted.
    —Gracias —dijo yaya—. Dondequiera que el coronel Sartoris esté, sin duda se hallará ocupado en sus propios asuntos. Creo que seguiremos hasta Memphis, tal como nos ordenó.

    De modo que se marcharon, y Joby volvió debajo del carro y puso el mosquete entre nosotros, pero, cada vez que me daba la vuelta, chocaba con él, así que le hice apartarlo y él trató de ponerlo en el carro, junto a yaya, y ella no se lo permitió, de manera que lo apoyó contra un árbol y nos dormimos: luego, tomamos el desayuno y seguimos adelante, mientras Ringo y Joby miraban detrás de cada árbol que pasábamos.

    —No vais a encontrarles detrás de cada árbol que pasemos —dije.

    No les encontramos. Habíamos dejado atrás una casa incendiada, y estábamos pasando por otra en la que un viejo caballo blanco miraba desde el otro lado de la puerta de la cuadra, cuando distinguí a seis hombres corriendo por el campo de al lado, y luego vimos una nube de polvo que venía de un sendero que cruzaba el camino.

    —Parece como si esa gente tratara de que los yanquis se apoderen de sus animales, haciéndolos correr así, de uno a otro lado del camino a plena luz del día —dijo Joby.

    Emergieron de la nube de polvo al galope, sin vernos en absoluto, cruzando el camino, y los primeros diez o doce ya habían saltado la zanja con pistolas en la mano, como cuando uno corre con un tronco de leña para el fogón en equilibrio sobre la palma de la mano; y el último salió de la polvareda con cinco hombres corriendo y agarrados a los estribos, mientras nosotros nos quedábamos quietos en el carro, Joby con la boca abierta y los ojos como platos y sujetando las mulas como si estuvieran sentados en las voleas, y yo había olvidado el aspecto que tenían las guerreras azules..

    Todo sucedió sin más ni más, velozmente: sudorosos caballos de ojos salvajes y hombres de caras salvajes colmadas de gritos, y luego yaya, erguida en el carro y golpeando en la cabeza a los cinco hombres con la sombrilla mientras ellos desenganchaban los arreos y cortaban con navajas los arneses de las mulas. No dijeron una sola palabra; ni siquiera miraron a yaya cuando les golpeaba; sólo desengancharon las mulas del carro, y luego las dos mulas y los cinco hombres desaparecieron juntos en otra nube de polvo, y las mulas salieron de la polvareda, remontándose como halcones, con dos hombres montados en ellas y otros dos cayéndose hacia atrás, justamente por encima de las colas de las mulas, y el quinto hombre corriendo ya, también, y los dos que estaban tendidos de espaldas en el camino levantándose con trozos de tiras de cuero pegadas a ellos como una suerte de virutas negras de una serrería. Los tres salieron en persecución de las mulas, y luego oímos pistoletazos a lo lejos, como si se encendiera un puñado de fósforos a la vez, y Joby aún sentado en el pescante con la boca abierta todavía y los extremos de las riendas cortadas en la mano, y yaya aún de pie en el carro con la torcida sombrilla en alto y gritándonos a Ringo y a mí mientras saltábamos fuera del carro y cruzábamos corriendo el camino.

    —El establo —dijo—. ¡El establo!

    Mientras corríamos cuesta arriba hacia la casa, veíamos a las mulas que seguían galopando por el campo, y a los tres hombres corriendo a su vez.

    Cuando dimos la vuelta a la casa, también vimos el carro en el camino, con Joby en el pescante, la lengua sacada rígidamente hacia delante, y yaya erguida, agitando la sombrilla hacia nosotros y, aunque no podía oírla, sabía que seguía gritando. Nuestras mulas se habían metido en el bosque, pero los tres hombres seguían por el campo, y el viejo caballo blanco también les observaba desde la puerta del establo; no nos vio hasta que bufó y dio una sacudida hacia atrás y pateó sobre algo que había detrás de él. Era una tosca casilla para herrar, y él estaba trabado con una cuerda a la escalerilla del sobrado e incluso había una pipa en el suelo, encendida todavía.

    Subimos por la escalera y lo montamos, y, cuando salimos del establo, aún pudimos ver a los tres hombres; pero tuvimos que detenernos mientras Ringo desmontaba para abrir el portillo del cercado y volvía a montar otra vez, de modo que ya habían desaparecido para entonces. Cuando llegamos al bosque, no había señal de ellos y tampoco podíamos oír nada, aparte de las tripas del viejo caballo. Entonces continuamos más despacio, porque de todos modos el viejo caballo no podía seguir de prisa, así que procuramos escuchar, y casi anochecía cuando volvimos al camino.

    —Pasaron por aquí —dijo Ringo. Había huellas de mula—. Son las huellas de Tinney y de Old Hundred. Las reconocería en cualquier parte. Han tirado a los yanquis y regresan a casa.
    —¿Estás seguro? —dije.
    —¿Que si estoy seguro? ¿Crees que no he seguido a las mulas en mi vida y que no puedo distinguir sus huellas cuando las veo...? ¡Tira p'alante, caballo!

    Seguimos la marcha, pero el viejo caballo no podía ir muy aprisa. Al cabo de un rato salió la luna, pero Ringo seguía diciendo que podía ver las huellas de nuestras mulas. Así que continuamos, sólo que ahora el caballo iba más despacio que nunca, porque muy pronto tuve que sujetar y ayudar a Ringo cuando resbaló, y poco después Ringo me cogió y me sujetó a mí cuando yo resbalé sin darme cuenta siquiera de que me había dormido. No sabíamos qué hora era ni nos importaba; después de un tiempo oímos el lento y sordo resonar de madera bajo los cascos del caballo y salimos del camino y atamos la brida a un arbolito; probablemente, ya estábamos dormidos al arrastrarnos bajo el puente; sin duda, seguimos arrastrándonos aún dormidos. Porque si no nos hubiéramos movido, no nos habrían encontrado.

    Me desperté, creyendo aún que soñaba con un trueno. Era de día; incluso debajo del puente, rodeado de espesa maleza, pudimos sentir el sol, aunque no inmediatamente; durante un rato nos quedamos ahí sentados, bajo el fuerte repiqueteo, mientras los sueltos tablones del puente chascaban y bailaban bajo los cascos; seguimos sentados, mirándonos fijamente el uno al otro durante un momento, a la pálida luz filtrada por los juncos, casi sin despertarnos del todo. Quizá era eso, tal vez seguíamos dormidos, el sopor nos había atrapado tan súbitamente que no tuvimos tiempo de pensar en yanquis ni en cualquier otra cosa; salimos de debajo del puente y echamos a correr sin tener memoria de haber empezado a movernos; miré una vez hacia atrás y (el camino, el puente, estaba unos cinco o seis pies más alto que el terreno inmediato) parecía como si todo el contorno del mundo estuviera lleno de caballos que corrían a lo largo del cielo. Entonces, todo volvió a estar en consonancia, igual que ayer; aunque nuestras piernas siguieron corriendo, Ringo y yo nos lanzamos como dos conejos a una mata de zarzas y, sin sentir desgarrones, nos quedamos tumbados boca abajo mientras nos envolvía un estrépito de caballos y gritos de hombres, y luego unas manos fuertes, arañando y triturando sin consideración alguna, nos sacaron a rastras de la maleza y nos pusieron en pie. Entonces reapareció el campo visual: un vacío, un intervalo de sorprendente paz y tranquilidad palpitante de roció, mientras Ringo y yo quedábamos en un circulo de caballos y de hombres montados y a pie. Entonces reconocí al imponente Júpiter, inmóvil y pálido en el amanecer como una llamarada hipnótica, y después a padre que me zarandeaba y aullaba:

    —¿Dónde está tu abuela? ¿Dónde está miss Rosa?

    Y luego Ringo, en un tono de absoluta sorpresa, exclamó:

    —¡Nos hemos olvidado de yaya!
    —¿Que os habéis olvidado? —aulló padre—. ¿Queréis decir que salisteis huyendo y la dejasteis ahí sentada en el carro, en medio del camino?
    —Dios mío, amo John —dijo Ringo—. Usted sabe que ningún yanqui la molestaría, si estuviese al tanto de lo que le conviene.

    Padre soltó un juramento:

    —¿A qué distancia la dejasteis?
    —Fue sobre las tres de la tarde de ayer —contesté—. Cabalgamos un poco anoche.

    Padre se volvió hacia los otros.

    —Muchachos, dos de vosotros montadles en la grupa; nosotros llevaremos ese caballo —luego se detuvo y se dirigió de nuevo a nosotros—: ¿Habéis comido algo?
    —¿Comer? —dijo Ringo—. Mi estómago cree que me han rebanado el gaznate.

    Padre sacó de la alforja una torta de maíz, la partió y nos la dio.

    —¿Dónde cogisteis ese caballo? —dijo.
    —Lo tomamos prestado —contesté después de un momento.
    —¿De quién? —dijo padre.
    —No lo sabemos —dijo Ringo al cabo de un momento—. El dueño no estaba allí.

    Uno de los hombres se echó a reír. Padre le lanzó una mirada cortante, y él se calló. Pero sólo por un momento, porque de repente todos empezaron a alborotar y a dar alaridos, y padre les iba mirando mientras la cara se le ponía cada vez más colorada.

    —No diga una palabra, coronel —dijo uno de ellos—. ¡Hurra por Sartoris!

    Volvimos al galope; no estaba lejos; llegamos al campo por donde habían corrido aquellos hombres y a la casa con el establo, y en el camino aún pudimos ver las tiras de los arneses en el sitio donde los habían cortado. Pero el carro no estaba. Padre llevó el viejo caballo hacia la casa y llamó en el suelo del porche con la pistola, pero la puerta de la casa estaba abierta y no salió nadie; volvimos a meter en el establo al viejo caballo; la pipa aún estaba en el suelo, junto a la volcada casilla de herrar. Volvimos al camino y padre detuvo a Júpiter en medio del revoltijo de tiras de los arneses.

    —Condenados chicos —dijo—. Condenados chicos.

    Cuando proseguimos la marcha, fuimos más despacio; tres hombres avanzaban en cabeza, fuera del alcance de la vista. Por la tarde, uno de ellos volvió al galope, y padre nos dejó a Ringo y a mí con otros tres, y él y los demás se adelantaron; casi había anochecido cuando volvieron, con los caballos algo sudorosos y trayendo otros dos nuevos con mantas azules bajo las sillas y las siglas U.S. marcadas a fuego en los lomos.

    —Le dije que ningún yanqui detendría a yaya —dijo Ringo—. Apuesto a que ahora mismo está en Memphis.
    —Espero, por vuestro bien, que así sea —dijo padre. Señaló bruscamente con la mano a los nuevos caballos—. Tú y Bayard montaréis en ésos.

    Ringo se dirigió a uno de ellos.

    —Espera —dijo padre—, el tuyo es el otro.
    —¿Quiere decir que me pertenece? —dijo Ringo.
    —No —dijo padre—. Lo tomas prestado.

    Entonces, todos nos quedamos mirando los intentos de Ringo por montar su caballo. El caballo permaneció absolutamente inmóvil hasta que sintió el peso de Ringo en el estribo; luego dio una vuelta completa hasta presentar a Ringo su otro flanco; la primera vez, Ringo acabó tumbado de espaldas en el camino.

    —Móntalo por ese lado —dijo padre, riéndose.

    Ringo miró al caballo y luego a padre, diciendo:

    —¿Montarlo por el lado contrario? sabía que los yanquis no eran normales, pero lo que no sabía es que sus caballos tampoco lo eran.
    —Monta —dijo padre—. Está ciego del ojo de acá.

    Se hizo de noche mientras cabalgábamos, y al cabo de un rato me despertó alguien que me sujetaba en la silla, y nos detuvimos en unos árboles y encendieron fuego, pero Ringo y yo no nos despertamos ni para comer, y luego volvió a amanecer y se habían ido todos, menos padre y otros once, pero tampoco entonces nos pusimos en marcha; nos quedamos todo el día en la arboleda.

    —¿Qué vamos a hacer ahora? —dije.
    —Voy a llevaros a casa, condenados chicos, y luego iré a Memphis a buscar a tu abuela —dijo padre.

    Partimos justo antes de oscurecer; miramos durante un rato a Ringo, que intentaba montar su caballo por el lado izquierdo, y después seguimos adelante. Cabalgamos hasta el amanecer y volvimos a detenernos. Esta vez no encendimos fuego; tampoco desensillamos inmediatamente los caballos; nos quedamos escondidos en el bosque, y luego padre me despertó de un manotazo. Ya había salido el sol y seguimos tumbados, oyendo pasar una columna de infantería yanqui por el camino, y después volví a dormirme. Era mediodía cuando me desperté. Entonces había fuego, sobre el cual se asaba un cochinillo, y después comimos.

    —A medianoche estaremos en casa —dijo padre.

    Júpiter estaba descansado. Durante un rato rechazó la brida y luego no quería que padre lo montara, y aun después de emprender la marcha quería adelantarse; padre tuvo que retenerlo entre Ringo y yo. Ringo estaba a su derecha.

    —Será mejor que tú y Bayard cambiéis de lado —le dijo padre a Ringo—, para que tu caballo vea lo que hay junto a él.
    —Va muy bien —dijo Ringo—. Le gusta ir así. Quizá porque puede oler que Júpiter es otro caballo y sabe que no pretende montarlo ni cabalgar en él.
    —Muy bien —dijo padre—. Pero vigílalo.

    Seguimos adelante. Mi caballo y el de Ringo podían ir magníficamente; cuando miré atrás, los otros venían a un buen tramo de distancia, más allá del polvo que levantábamos. No faltaba mucho para el anochecer.

    —Me gustaría saber que tu abuela está bien —dijo padre.
    —¡Por Dios, amo John! —exclamó Ringo—. ¿Sigue preocupado por yaya? La conozco de toda la vida y yo no estoy preocupado por ella.

    Era formidable contemplar a Júpiter, con la cabeza alta v mirando a mi caballo y al de Ringo, abriéndose camino poco a poco y empezando a adelantarse.

    —Voy a soltarlo un poco —dijo padre—. Tened cuidado, tú y Ringo.

    Entonces creí que había desaparecido. Salió como un cohete, enderezándose un poquito. Pero hubiera debido comprender que padre seguía reteniéndolo, porque a la vista estaba que él seguía tirando, pero a lo largo del camino había una valla en zigzag que de repente empezó a borrarse, y entonces me di cuenta de que Júpiter no nos había adelantado, que éramos los tres los que enfilábamos como golondrinas hacia la cresta de la colina, donde el camino se inclinaba bruscamente, y yo pensaba, «Vamos pegados a Júpiter. Vamos pegados a Júpiter», cuando padre miró atrás y le vi los ojos y los dientes entre la barba y comprendí que seguía reteniendo a Júpiter con la embocadura.

    —Cuidado ahora —dijo, y entonces Júpiter salió disparado de entre nosotros: partió exactamente como yo había visto salir a un halcón de un prado de salvia y elevarse por encima de una cerca.

    Cuando llegaron a la cresta de la colina, pude ver el cielo por debajo de ellos y las copas de los árboles más allá de la colina, como si estuvieran volando, navegando en el vacío para caer al otro lado de la colina, como el halcón; sólo que no volaron. Era como si mi padre hubiera detenido a Júpiter en pleno aire sobre la cima de la colina; le vi erguirse en los estribos con el sombrero en la mano levantada, y luego Ringo y yo les alcanzamos aun antes de que se nos ocurriera la idea de sofrenar a nuestros caballos mientras Júpiter tenía el bocado metido hasta la grupa, y después padre sacudió al de Ringo con el sombrero en el ojo ciego y le vi virar y saltar limpiamente por encima de la valla en zigzag, y oí aullar a Ringo mientras yo sobrepasaba la cresta de la colina, con padre justo detrás de mí disparando la pistola y gritando:

    —¡Rodeadles, muchachos! ¡Que no escape un solo hombre!

    Hay un limite para lo que un muchacho puede aceptar y asimilar; no para lo que puede creer, porque un muchacho puede creer cualquier cosa si se le da tiempo, sino para lo que puede aceptar, un limite en el tiempo, en ese mismo tiempo en que alimenta la fe en lo increíble. Y yo seguía siendo un niño en el instante en que mi caballo y el de padre pasaron por encima de la colina y parecieron dejar de galopar, y flotar, colgar suspendidos en una sola dimensión sin tiempo, mientras padre sujetaba por las riendas a mi caballo con una mano y oía al animal medio ciego de Ringo irrumpiendo y tropezando entre los árboles a nuestra derecha y a Ringo chillando, y miré tranquilamente el panorama que había bajo nosotros en lugar del que había delante: el oscurecer, el fuego, el arroyo discurriendo suave y sereno bajo el puente, todos los fusiles colocados en cuidadoso y pulcro pabellón, y nadie a cincuenta pies entre ellos y los hombres, las caras, las azules guerreras y pantalones y botas yanquis, en cuclillas alrededor de la hoguera, con tazas en la mano y mirando a la cresta de la colina con la misma expresión de sosiego en todos los rostros, como si fueran otros tantos muñecos. Padre ya tenía otra vez el sombrero en la cabeza, enseñaba los dientes y los ojos le brillaban como los de un gato.

    —Teniente —dijo, con voz fuerte, haciendo virar con un golpe a mi caballo—, vuelva a lo alto de la colina y rodéeles con las tropas por la derecha de ellos. ¡Adelante! —siseó, dando a mi caballo una palmada en la grupa—. ¡Mete bulla! ¡Chilla! Procura hacer lo mismo que Ringo.
    —Muchachos —dijo, mientras ellos seguían con la vista levantada hacia él; ni siquiera habían dejado las tazas—. Muchachos, soy John Sartoris y creo que os he atrapado.

    Ringo fue el único difícil de capturar. El resto de los hombres de padre vino en tropel por la colina, tirando de las riendas, y creo que durante un momento sus caras tenían la misma expresión que la de los yanquis, y de cuando en cuando yo dejaba de desbrozar la maleza y oía a Ringo que chillaba y se lamentaba por su lado y volvía a gritar.

    —¡Amo John! ¡Eh, amo John! ¡Venga acá, rápido!

    Me llamaba a mi, gritaba Bayard y coronel y amo John y yaya hasta parecer una compañía, por lo menos, y luego aullaba a su caballo otra vez y corría de un lado para otro. Creo que había vuelto a olvidar lo del ojo y trataba de montar de nuevo por el flanco contrario, hasta que padre dijo al fin:

    —Muy bien, chicos, podéis venir.

    Ya era casi de noche. Habían reanimado el fuego y los yanquis seguían sentados en torno a él, y padre y los demás estaban de pie apuntándoles con las pistolas, mientras dos de ellos despojaban a los yanquis de pantalones y botas. Ringo seguía chillando en la arboleda.

    —Creo que será mejor que vayas y saques de apuros al teniente Marengo —dijo padre. Sólo que en aquel instante el caballo de Ringo surgió con el ojo ciego tan grande como un plato y aún trotando en círculo con la cabeza entre las rodillas, y luego apareció Ringo. Parecía más impetuoso que el caballo, y hablaba sin parar; venía diciendo: «Le voy a hablar a yaya de vosotros, de cómo hacéis correr a mi caballo.» Entonces vio a los yanquis. Ya tenía la boca abierta, y casi se agachó un momento, mirándoles. Luego, chilló:
    —¡Cuidado! ¡Cójales! ¡Cójales, amo John! ¡Robaron a Old Hundred y a Tinney!

    Cenamos todos juntos: padre y nosotros, y los yanquis en ropa interior. El oficial se dirigió a padre. Dijo:

    —Coronel, supongo que nos ha engañado. No creo que tenga más hombres de los que veo.
    —podría tratar de marcharse, y demostrar su punto de vista.
    —¿Marcharnos? ¿As¡? ¿Para que todos los negros y viejas que hay de aquí a Memphis nos disparen tomándonos por fantasmas...? Supongo que podremos dormir con mantas, ¿verdad?
    —Ciertamente, capitán. Y, con su permiso, voy a retirarme ahora, para que puedan ir acomodándose.

    Volvimos a la oscuridad. Les vimos alrededor del fuego, extendiendo las mantas en el suelo.

    —¿Para qué demonios quiere sesenta prisioneros, John? —dijo uno de los hombres de padre.
    —Yo no les atrapé —dijo padre. Nos miró a mí y a Ringo—. Les habéis capturado vosotros, chicos. ¿Qué queréis hacer con ellos?
    —Fusilarles —dijo Ringo—. No es la primera vez que yo y Bayard disparamos contra los yanquis.
    —No —dijo padre—. Tengo un plan mejor que ése. Uno que Joe Johnston nos agradecerá. —Se volvió hacia los que estaban tras él—. ¿Habéis cogido los fusiles y la munición?
    —Si —contestó alguno.
    —¿Provisiones, botas, ropa?
    —Todo menos las mantas, coronel.
    —Las cogeremos por la mañana —dijo padre—. Ahora, esperemos.

    Nos sentamos allí, en la oscuridad. Los yanquis iban a acostarse. Uno de ellos se acercó al fuego y cogió un palo. Luego se detuvo. No volvió la cabeza y no oímos nada ni vimos moverse a nadie. Entonces volvió a dejar el palo y regresó a su manta.

    —Esperad —siseó padre. Al cabo de un rato se apagó el fuego—. Ahora, escuchad —susurró padre.

    De modo que ahí nos quedamos, en la oscuridad, y escuchamos a los yanquis arrastrarse a hurtadillas en ropa interior hacia los matorrales. Una vez oímos un chapoteo y a alguien que maldecía, y luego un ruido como si alguien se hubiera tapado la boca de golpe con la mano. Padre no se reía abiertamente; sólo se estremecía ahí sentado.

    —Cuidado con las serpientes mocasines —siseó uno detrás de nosotros.

    Debieron tardar dos horas en llegar a los matorrales. Luego, dijo Padre:

    —Coged una manta cada uno y vayamos a dormir. El sol estaba alto cuando él nos despertó.

    Estaremos en casa a la hora de comer —dijo.

    Y así, después de un tiempo llegamos al arroyo; pasamos la poza donde Ringo y yo habíamos aprendido a nadar, empezamos a pasar los campos y llegamos a donde Ringo y yo nos habíamos escondido el verano pasado para contemplar al primer yanqui que habíamos visto, y luego divisamos también la casa, y Ringo dijo:

    —Aquí estamos, Sartoris; que los que quieran Memphis, la tomen y se queden con ella.

    Íbamos mirando la casa, y era como aquel día en que corrimos por el prado y la casa no parecía acercarse nada en absoluto. Nosotros no vimos el carro; fue padre quien lo vio venir por el camino de Jefferson, con yaya flaca y erguida en el pescante llevando en la mano los esquejes de rosal de la señora Compson envueltos en un trozo nuevo de papel, y Joby chillando y dando con la tralla a los desconocidos caballos, y padre nos detuvo en el portón con el sombrero quitado, mientras el carro entraba primero. Yaya no dijo ni palabra. Sólo nos miró a Ringo y a mí y siguió adelante con nosotros detrás y no se paró en la casa. El carro entró en el huerto y se detuvo junto al hoyo de donde habíamos desenterrado el baúl, y yaya continuó sin decir palabra: fue padre quien desmontó, subió al carro, cogió un extremo del baúl y dijo por encima del hombro:

    —Subid acá, chicos.

    Volvimos a enterrar el baúl, y caminamos detrás del carro hacia casa. Entramos en el salón de atrás y padre volvió a colgar el mosquete en las clavijas, encima de la repisa de la chimenea, mientras yaya dejaba los esquejes de rosal de la señora Compson y se quitaba el sombrero mirándonos a Ringo y a mi.

    —Id a buscar el jabón —dijo.
    —No hemos dicho ninguna palabrota —dije—. Pregúntale a padre.
    —Se han portado muy bien, miss Rosa —dijo padre. Yaya nos miró. Luego se acercó y puso la mano encima de mí y luego encima de Ringo, y dijo:
    —Id arriba...
    —¿Cómo se las arreglaron usted y Joby para conseguir esos caballos? —dijo padre.
    —Los tomé prestados —dijo ella. Seguía mirándonos—. Id arriba y quitaos la...
    —¿De quién? —dijo padre. Yaya miró un instante a padre, y luego a nosotros de nuevo.
    —No lo sé. No había nadie allí ... quitaos la ropa de los domingos —dijo.

    Al día siguiente hizo calor, así que solamente trabajamos hasta la hora de la comida y luego lo dejamos. Hacia demasiado calor incluso para que Ringo y yo montáramos a caballo. A las seis de la tarde continuaba el calor; a esa hora, los escalones de la entrada seguían rezumando resina hirviente. Padre estaba sentado en calcetines y mangas de camisa con los pies encima de la baranda del porche, y Ringo y yo en los escalones, esperando a que refrescara lo suficiente para cabalgar, cuando les vimos entrar por el portón: eran unos cincuenta, venían de prisa y me acuerdo de lo calientes que parecían las guerreras azules.

    —Padre —dije—. ¡Padre!
    —No corráis —dijo—. Ringo, tú da la vuelta a la casa y ensilla a Júpiter. Bayard, tú entra en casa y dile a Louvinia que me lleve las botas y las pistolas a la puerta de atrás; luego ve a ayudar a Ringo. Ahora, no corráis; id andando.

    Louvinia estaba pelando guisantes. Cuando se levantó, el cuenco se rompió en el suelo.

    —¡Dios mío! —exclamó—. ¡Oh, Dios mío! ¿Otra vez?

    Luego eché a correr. Ringo acababa de doblar la esquina de la casa; corrimos los dos. Júpiter estaba comiendo en el pesebre; nos tiró unos reveses: sus pezuñas golpearon dos veces, como pistoletazos, en la pared, justamente al lado de mi cabeza, antes de que Ringo saltara del comedero a su cabeza. Le pusimos la brida, pero rechazó la silla.

    —¡Trae tu caballo y ponlo del lado ciego! —le chillaba yo a Ringo, cuando entró padre corriendo con las botas en la mano; miramos colina arriba, hacia casa, y vimos a uno de ellos doblar la esquina a caballo, llevando una carabina corta en la mano como si fuera una linterna.
    —Marchaos —dijo padre. Montó como un pájaro en la desnuda grupa de Júpiter, reteniéndolo un instante mientras bajaba la vista hacia nosotros. No habló alto en absoluto; ni siquiera pareció tener prisa—. Cuidad de yaya —dijo—. Muy bien, Jupi. Vámonos.

    La cabeza de Júpiter enfiló por el zaguán hacia la cancela de atrás; otra vez salió disparado por entre Ringo y yo, igual que hizo el día anterior, mientras padre empezaba a alzarlo y yo pensaba: «No puede saltar por ese pequeño hueco.» Júpiter embistió la mampara con el pecho, sólo que pareció abrirse de golpe antes de que llegara a tocarla, y volví a verles, a él y a padre, como si volaran por el aire, con rotos tablones bailando y haciendo remolinos alrededor de ellos al tiempo que se perdían de vista. Y luego el yanqui entró montado en el establo y nos vio, se echó a tierra y nos apuntó a quemarropa con una mano, como si fuera una pistola, y dijo:

    —¿Adónde ha ido ese rebelde hijo de puta?

    Mientras corríamos con la vista hacia atrás, mirando el humo que empezaba a salir de las ventanas del piso de abajo. Louvinia no cejaba en sus intentos de contarnos lo sucedido.

    —Amo John sentado en el porche y los yanquis metiendo los caballos en los macizos de flores y diciendo: «Hermano, queremos saber dónde vive el rebelde John Sartoris", y amo John dice: «¿Eh?» con la mano en la oreja y la cara con aire de haber nacido tonto como el tío Mitchell, y yanqui dice: «Sartoris, John Sartoris», y amo John dice: «¿Quién? ¿Quién dice?», hasta que se da cuenta de que yanqui había aguantado todo lo que podía, y amo John dice: «Ah, John Sartoris. ¿Por qué no lo ha dicho desde el principio?», y yanqui le maldice por estúpido idiota y amo John dice: « ¿Eh, qué pasa?», y yanqui dice: «Ah, Nada! ¡Nada!; Enséñame dónde está John Sartoris antes de que te ponga una soga al cuello a ti también!», y amo John dice: «Deje que me ponga los zapatos y se lo enseñaré». y entra en casa cojeando, y luego echa a correr por el vestíbulo hacia mí y dice: «Las botas y las pistolas, Louvinia. Cuida de miss Rosa y de los niños», y voy a la puerta, pero sólo soy una negra. Yanqui dice: «Esta mujer miente. Creo que ese hombre era el propio Sartoris. Ve a mirar al establo, rápido, a ver si está ahí ese garañón pardo» —hasta que yaya la paró y empezó a zarandearla.
    —!Calla! dijo yaya—. ¡Calla! ¿No comprendes que Loosh les ha enseñado dónde está enterrada la plata? Llama a Joby. ¡De prisa! —hizo que Louvinia se volviera hacia las cabañas y la golpeó de la misma forma en que padre sacudió e hizo volver a mi caballo cuando bajamos cabalgando por la colina hacia los yanquis, y luego yaya se volvió y echó a correr hacia la casa; sólo que ahora era Louvinia quien la sujetaba y yaya la que trataba de escaparse.
    —¡No vuelva allá, miss Rosa! —dijo Louvinia—. ¡Bayard, agárrala; ayúdame, Bayard! ¡La van a matar!
    —¡Suéltame! —dijo yaya—. ¡Llama a Joby! ¡Loosh les ha enseñado dónde está la plata!

    Pero la sujetamos; era fuerte y delgada y ágil como un gato. pero la sujetamos. Oíamos cómo bullía el humo, o quizás era otra cosa, tal vez los yanquis y el fuego haciendo el mismo ruido. Y entonces vi a Loosh. venía de su cabaña, con un bulto al hombro liado en un pañuelo de colores y Philadelphy detrás de él, y su cara tenía la misma expresión que aquella noche del verano pasado cuando Ringo y yo nos asomamos a la ventana y le vimos después de que volviera de entrevistarse con los yanquis. Yaya dejó de forcejear, y dijo:

    —Loosh.

    El se paró y la miró; parecía como si estuviera dormido, como si ni nos viera o contemplara algo que nosotros no podíamos ver. Pero Philadelphy nos vio; reculó detrás de él, mirando a yaya, y dijo:

    —Intenté detenerle, miss Rosa. Ante Dios juro que lo intenté.
    —Loosh —dijo yaya—. ¿Te vas tú también?
    —Si —dijo Loosh—, me voy. Me han liberado; el propio ángel de Dios me ha proclamado libre y me envía al Jordán con la gente. Ya no pertenezco a John Sartoris. Me pertenezco a mí mismo y a Dios.
    —Pero la plata pertenece a John Sartoris —dijo yaya—. ¿Quién eres tú para regalarla?
    —¿Y usted me pregunta eso? —dijo Loosh—. ¿Dónde está John Sartoris? ¿Por qué no viene él a preguntármelo? Que Dios pregunte a John Sartoris cómo se llama el hombre que me entregó a él. Que el hombre que me sepultó en la negra sombra se lo pregunte al hombre que me desenterró libre.

    No nos miraba; ni siquiera creo que pudiera vernos. Siguió adelante.

    —Ante Dios, miss Rosa —dijo Philadelphy—, traté de detenerle. Lo intenté.
    —No te vayas, Philadelphy —dijo yaya—. ¿No ves que te lleva a la miseria y al hambre?

    Philadelphy se echó a llorar.

    —Lo se. Sé que lo que le dijeron no puede ser verdad. Pero es mi marido. Creo que debo ir con él.

    Siguieron su camino. Había vuelto Louvinia; ella y Ringo estaban detrás de nosotros. El humo subía, amarillo y lento, y en el crepúsculo se volvía de color cobrizo, como polvo; semejante a la polvareda que asciende del camino por encima de los pies que la levantan y sigue subiendo poco a poco y se queda suspendida, esperando disiparse.

    —¡Qué bastardos, yaya! —dije—. ¡Qué bastardos!

    Y luego lo repetimos los tres, yaya y yo y Ringo, diciendo al unísono:

    —¡Qué bastardos! ¡Qué bastardos! ¡Qué bastardos!



    INCURSIÓN
    1


    Yaya escribió la nota con jugo de moras.



    —Llevádsela inmediatamente a la señora Compson y volved en seguida —dijo—. No os detengáis en ningún sitio.
    —¿Pretende que vayamos andando? —dijo Ringo—. ¿Quiere que recorramos a pie las cuatro millas que hay hasta Jefferson y la vuelta, con los dos caballos parados en el corral sin hacer nada?
    —Son caballos prestados —dijo yaya—. Voy a cuidar de ellos hasta que pueda devolverlos.
    —Creo que no sabe adónde nos manda ir, ni hasta cuándo va a cuidar de...
    —¿Quieres que te dé unos azotes?
    —No —dijo Ringo.

    Fuimos andando a Jefferson, dimos la nota a la señora Compson, recogimos el sombrero y la sombrilla y el espejo de mano, y volvimos caminando a casa. Aquella tarde engrasamos el carro y. por la noche, después de cenar, yaya cogió otra vez el jugo de moras y escribió en un trozo de papel:

    «Coronel Nathaniel G. Dick, Regimiento de Caballería número... de Ohio»,


    y lo dobló y se lo prendió dentro del vestido.

    —Así no se me olvida —dijo.
    —Si se le olvidara, me parece que esos chicos del demonio podrían recordárselo —dijo Louvinia—. Estoy segura de que ellos no le han olvidado: entrando por esa puerta para evitar que los otros les agarraran de debajo de sus faldas y les clavaran a la puerta del establo como dos pieles de mapache.
    —Si —dijo yaya—. Ahora, vámonos a la cama.

    Entonces vivíamos en la cabaña de Joby. con una colcha escarlata clavada por un extremo a un montante de donde colgaba para hacer dos cuartos. Joby estaba esperando con el carro cuando salió yaya con el sombrero de la señora Compson puesto, y se metió en el carro y le dijo a Ringo que abriera la sombrilla y cogiera las riendas. Luego, todos nos pararnos y observamos cómo Joby introducía algo en el carro, debajo de las colchas; se trataba del cañón y las partes metálicas del mosquete, que Ringo y yo encontramos en las cenizas de la casa.

    —¿Qué es eso? —preguntó yaya. Joby no la miraba.
    —Si ellos ven aunque sólo sea la parte del final, quizá piensen que es un fusil entero —dijo.
    —¿Y luego qué? —replicó yaya. Joby no miraba entonces a nadie.
    —Sólo hago lo que puedo para ayudar a recuperar la plata y las mulas —dijo.

    Louvinia tampoco dijo nada. Simplemente, ella y yaya miraban a Joby. Al cabo de un momento, él sacó del carro el cañón del mosquete. Yaya empuñó las riendas.

    —Llévele con usted —dijo Louvinia—. Por lo menos podrá atender a los caballos.
    —No —dijo yaya—. ¿No ves que ya tengo demasiadas cosas de que ocuparme?
    —Entonces, quédese y deje que vaya yo —dijo Louvinia—. Yo las recuperaré.
    —No —repuso yaya—. No me pasara nada. Preguntaré hasta encontrar al coronel Dick, y luego cargaremos el arcón en el carro y Loosh conducirá las mulas y regresaremos a casa.

    Entonces Louvinia empezó a comportarse igual que hizo tío Buck MacCaslin aquella mañana que salimos para Memphis. Se quedó agarrada a la rueda del carro, miró a yaya por debajo del sombrero viejo de padre, y empezó a chillar.

    —¡No malgaste el tiempo ni en coroneles ni en nada! ¡Dígales a los negros que le envíen a Loosh y mándele a él a por el baúl y las mulas, y luego déle de latigazos! —el carro se estaba moviendo ya; había soltado la rueda y caminaba a su lado, gritando a yaya—: ¡Coja esa sombrilla y rómpasela encima!
    —Muy bien —dijo yaya.

    El carro siguió adelante; pasamos el montón de cenizas del que sobresalían las chimeneas; Ringo y yo también habíamos encontrado el mecanismo del gran reloj de pared. El sol estaba saliendo entonces, reflejándose en las chimeneas: entre ellas, aún podía ver a Louvinia, de pie frente a la cabaña, haciéndose sombra con la mano en los ojos para vernos. Joby seguía detrás de ella, sosteniendo el cañón del mosquete. Habían derribado las vallas por completo; y después salimos al camino.

    —¿Quieres que conduzca yo? —dije.
    —Yo lo haré —contestó yaya—. Son caballos prestados.
    —Pues hasta un yanqui podría decir nada más mirarlos que no serían capaces ni de seguir el paso a un regimiento de infantería —dijo Ringo—. Y me gustaría saber cómo podría alguien hacer daño a este par de caballos a menos que no tuviera suficiente fuerza para impedir que se tendieran en el camino para ser atropellados por su propio carro.

    Continuamos hasta el oscurecer, y acampamos. Al amanecer ya estábamos de nuevo en el camino.

    —Será mejor que me dejes conducir un poco —dije.
    —Conduciré yo —dijo yaya—. Fui yo quien los tomó prestados.
    —Si quieres hacer algo, puedes llevar un rato la sombrilla —dijo Ringo—. Y dar un descanso a mi brazo. —Cogí la sombrilla y él se tumbó en el carro, tapándose los ojos con el sombrero y añadiendo—: Llámame cuando estemos cerca de Hawkhurst, para que pueda ponerme a buscar ese ferrocarril del que hablas.

    As¡ viajó durante los seis días siguientes: tumbado de espaldas en la cama del carro con el sombrero en los ojos, durmiendo o cumpliendo su turno de sostener la sombrilla por encima de yaya y teniéndome despierto con el tema del ferrocarril, que él jamás había visto, pero yo si, en la Navidad que pasamos en Hawkhurst. Así éramos Ringo y yo. Casi teníamos la misma edad, y padre siempre decía que Ringo era un poco más listo que yo, pero eso no contaba para nosotros, como tampoco importaba el distinto color de nuestra piel. Lo importante era lo que uno de nosotros hubiera hecho o visto y que el otro desconociera, y desde aquella Navidad le llevaba ventaja a Ringo, porque yo había visto la vía férrea y una locomotora. Sólo que ahora se que Ringo poseía algo más, aunque ninguno de los dos veríamos comprobada mi opinión hasta pasado algún tiempo, y ni siquiera entonces la reconoceríamos como tal. Era como si Ringo también lo viera de ese modo, y que el ferrocarril, la arremetida de la locomotora que él esperaba ver, simbolizase aquello: el movimiento, el impulso de moverse que ya bullía en la cabeza de su gente, más oscuro que ellos mismos, irracional, siguiendo y persiguiendo una ilusión, un sueño; una forma brillante que ellos no podían conocer porque en su tradición no había nada, y nada en la memoria de los viejos, para contárselo a los otros. «Eso es lo que encontraremos»; ni él ni ellos podían saber qué era aquello, y sin embargo existía: uno de esos impulsos inexplicables pero invencibles que surgen en las razas humanas a intervalos y las llevan a seguir un camino y abandonar toda la seguridad y la intimidad de la tierra y el hogar y partir, sin saber adónde, con las manos vacías, ciegos hacia todo salvo a la esperanza y al destino.

    Seguimos adelante; no íbamos de prisa. O quizá teníamos la impresión de ir despacio porque habíamos entrado en una comarca donde no parecía vivir nadie en absoluto; en todo el día no vimos ni una casa. Yo no pregunté y yaya no dijo nada; simplemente iba ahí sentada, debajo de la sombrilla, con el sombrero de la señora Compson puesto, mientras los caballos iban al paso e incluso nuestro propio polvo se movía delante de nosotros; al cabo de un rato, hasta Ringo se incorporó y miro en torno.

    Pero poco después se acabaron las colinas y Ringo gritó de pronto:

    —¡Cuidado! ¡ahí vienen otra vez para quitarnos éstos!

    Nosotros también lo vimos entonces —una nube de polvo a lo lejos, por el oeste, avanzando despacio, con demasiada lentitud para que fueran hombres a caballo, y luego el camino por el que íbamos desembocó directamente en otro muy ancho que se alargaba recto hacia el este, como hacia el ferrocarril cuando yaya y yo estuvimos allí aquella Navidad de antes de la guerra; y de pronto me acordé.

    —Ese es el camino de Hawkhurst —dije.

    Pero Ringo no escuchaba: estaba atento a la polvareda; entonces se para el carro, los caballos bajaron la cabeza y nuestro polvo volvió a rebasarnos mientras la enorme polvareda se acercaba lentamente por el oeste.

    —¿No les veis venir? gritó Ringo—. ¡Vámonos de aquí!
    —No son yanquis —dijo yaya—. Los yanquis ya han pasado por aquí.

    Entonces. también lo vimos nosotros: una casa incendiada, como la nuestra, tres chimeneas que se erguían por encima de un montón de cenizas, y una mujer y un niño –blancos— que nos miraban por detrás de ellas. Yaya miró la nube de polvo luego el ancho camino desierto que iba hacia al este.

    —Ese es el camino —dijo.

    Proseguirnos la marcha. Parecía que ahora íbamos más despacio que nunca, con la nube de polvo detrás de nosotros y las casas y desmotadoras quemadas y las vallas derribadas a cada lado, y las mujeres y niños blancos —no vimos un solo negro— mirándonos desde las cabañas de los negros, donde vivían ahora. Igual que nosotros; no nos detuvimos.

    —Pobre gente —dijo yaya—. Ojalá tuviera lo suficiente para compartirlo con ellos.

    Cuando se puso el sol, salimos del camino y acampamos; Ringo empezó a mirar atrás, y dijo:

    —Sea lo que sea, nos hemos largado y los hemos dejado atrás. No veo polvo.

    Esta vez dormimos los tres en el carro. No sé qué hora sería, sólo que me desperté de pronto. Yaya estaba incorporada en el carro. Pude ver su cabeza contra las ramas y las estrellas. De repente, estábamos los tres sentados en el carro, escuchando. Avanzaban por el camino. Parecían ser unos cincuenta; oíamos sus apresurados pasos y una especie de murmullo jadeante. No era exactamente un cántico; no sonaba tan alto. Sólo era un ruido, una respiración, una especie de resuello, una salmodia susurrante y pasos siseando raudos en la densa polvareda. También pude oír a mujeres, y entonces, de pronto, empecé a olerles.

    —¡Negros! —dije—.
    —iChshhhh!

    No podíamos verles y ellos tampoco nos veían a nosotros; quizá ni siquiera miraban; sólo andaban de prisa en la oscuridad, mientras continuaba el jadeante y apresurado murmullo. Y entonces salió el sol y nosotros también seguimos la marcha por aquel ancho camino desierto, entre las casas, desmotadoras y vallas quemadas. Antes, había sido como pasar por una comarca en donde nadie había vivido jamás; ahora era como pasar por una en donde todo el mundo hubiera muerto en el mismo instante. Aquella noche nos despertamos tres veces; nos incorporamos en el carro, en la oscuridad, y oímos pasar a los negros por el camino. La última vez fue después de amanecer y de dar el pienso a los caballos. Entonces eran una gran multitud, y pareció como si fueran corriendo, como si tuvieran que correr para ir por delante de la luz del día. Luego, desaparecieron. Ringo y yo habíamos recogido ya los arneses, cuando yaya dijo:

    —Esperad. Silencio.

    Sólo era una mujer: podíamos oírla jadear y sollozar, y después escuchamos otro ruido. Yaya empezó a bajarse del carro, y dijo:

    —Se ha caído. Enganchad y venid.

    Cuando volvimos al camino, la mujer estaba como ovillada en la cuneta sosteniendo algo en los brazos, y yaya de pie a su lado. Era un niño de pocos meses; lo apretaba como si yaya fuera a quitárselo.

    —Estoy enferma y no podía seguirles —dijo—. Se marcharon y me dejaron.
    —¿Va tu marido con ellos? —le preguntó yaya.
    —Sí —contestó la mujer—. Todos van allá.
    —¿A quién perteneces? —dijo yaya. Pero no contestó. Se quedó agachada en el polvo, encorvada sobre el niño—.
    —¿Darás la vuelta y regresarás a casa, si te doy algo de comer? —dijo yaya. Ella siguió sin contestar. Simplemente se quedó en cuclillas—. Ya ves que no puedes seguir con ellos, y no te van esperar. ¿Quieres morirte ahí, en el camino, para que te coman los buitres?

    Pero ni siquiera miró a yaya; solamente permaneció agachada.

    —Es al Jordán a donde vamos —dijo—. Jesús me acompañará hasta allá.
    —Monta en el carro —dijo yaya. Subió; volvió a agacharse igual que había hecho en el camino, sujetando al niño, sin mirar a ninguna parte; simplemente se acurrucó y empezó a mecerse sobre las nalgas mientras el carro se balanceaba y traqueteaba. El sol ya estaba alto; bajamos por una larga pendiente y empezamos a cruzar la cañada de un río.
    —Me bajo aquí —dijo. Yaya paró el carro y ella se apeó. No había nada en absoluto, salvo gruesos alcornoques y cedros y la espesa maleza aún llena de sombra.
    —Vuélvete a casa, muchacha —dijo yaya. Pero ella se quedó ahí parada—. Pásame la cesta —dijo yaya.

    Se la alcancé, la abrió y le dio a la mujer un trozo de pan y carne. Seguimos adelante; empezamos a subir la loma. Cuando miré atrás, aún seguía allí, de pie, con el niño en brazos y el pan y la carne que yaya le había dado. No miraba hacia nosotros.

    —¿Estaban los otros ahí, en esa cañada? —preguntó yaya a Ringo.
    —Si —contestó Ringo—. Les ha encontrado. Aunque calculo que volverá a perderse esta noche.

    Continuamos; subimos la loma y rebasamos la cima. Esta vez, el camino estaba vacío cuando miré atrás. Era la mañana del sexto día.


    2


    Entrada la tarde, volvimos a descender: doblamos una curva con las últimas sombras horizontales y nuestro propio polvo quieto, y vi el cementerio de la loma y el marmóreo fuste de la sepultura de tío Dennison; había una paloma entre los cedros. Ringo se había vuelto a dormir en el carro con el sombrero por encima, pero se despertó tan pronto como hablé, aunque no lo hice en voz alta ni dirigiéndome a él.



    —Ahí está Hawkhurst —dije.
    —¿Hawkhurst? —dijo, incorporándose—. ¿Dónde está ese ferrocarril?

    Ya estaba de rodillas, buscando algo que tendría que encontrar para estar igualado conmigo y que, cuando lo viera, sólo habría de reconocer de oídas.

    —¿Dónde está? ¿Dónde?
    —Tendrás que esperar.
    —Me parece que llevo esperándolo toda mi vida —dijo—. Supongo que luego me dirás que también se lo han llevado los yanquis.

    El sol empezaba a ponerse. Porque, de pronto, lo vi brillar de frente, por el sitio en donde debería haber estado la casa y ya no estaba. Pero no me sorprendió; sólo me dio pena por Ringo, porque (yo sólo tenía entonces catorce años) si la casa ya no estaba, también se habrían llevado el ferrocarril, pues nadie preferiría una casa antes que un ferrocarril. No nos detuvimos; sólo miramos tranquilamente al mismo montón de cenizas, a las cuatro chimeneas que se erguían sombrías y desoladas, iguales que las de casa. Cuando llegamos al portón, primo Denny corría hacia nosotros por el camino de entrada. tenía diez años: corrió hacia el carro con los ojos desorbitados y la boca abierta, dando alaridos.

    —Denny —dijo yaya—, ¿nos reconoces?
    —Si —dijo primo Denny. Me miró, chillando—: ¡Ven a ver!
    —¿Dónde está tu madre? —preguntó yaya.
    —En la cabaña de Jingus —contestó primo Denny; ni siquiera miró a yaya—.
    —¡Quemaron la casa! —aulló—. ¡Venid a ver lo que han hecho con las vías!

    Echamos a correr los tres. Yaya gritó algo, me di la vuelta, dejé la sombrilla en el carro, gritándole a mi vez, «¡Si, señora!» y seguí corriendo y alcancé por el camino a primo Denny y a Ringo, y subimos la colina y entonces apareció a la vista. La vez anterior que yaya y yo estuvimos allí, primo Denny me enseñó la vía férrea, pero él era tan pequeño que Jingus tenía que llevarle a cuestas. Era la cosa más recta que había visto jamás, discurriendo derecha, vacía y tranquila por un largo y desierto tajo entre los árboles y también entre el campo, y la luz del sol la llenaba como el agua al río, sólo que iba más seguida que cualquier río, con las traviesas cortadas iguales, lisas y pulidas, y la luz se reflejaba en los rieles como sobre dos hilos de tela de araña, deslizándose en derechura hasta perderse de vista en la lejanía.

    Parecía limpia y arreglada, como el patio de atrás de la cabaña de Louvinia cuando lo barría los sábados por la mañana, con aquellos dos hilitos que no daban impresión de ser lo bastante fuertes para que nada pasase por encima corriendo derecho, de prisa y ligero, como si fueran cobrando velocidad para saltar limpiamente al otro lado del mundo.

    Jingus sabía cuándo venía el tren; me cogía de la mano al tiempo que llevaba a primo Denny, y nos poníamos entre los rieles y nos enseñaba por dónde venia, y luego nos indicaba hasta dónde la sombra de un pino muerto se acercaría a una estaca que él había clavado en el suelo, y entonces se oiría el silbido. Y nosotros retrocedíamos, mirábamos la sombra y luego oíamos el silbato; sonaba y se iba haciendo cada vez, más fuerte, y Jingus se acercaba a la vía, se quitaba el sombrero y lo levantaba. con el rostro vuelto hacia nosotros y la boca abierta, gritando: «Mirad ahora! ¡Atención!», cuando ni siquiera le oíamos a causa del ruido del tren; y luego pasaba de largo; venía rugiendo y desaparecía; el cauce que habían abierto entre los árboles se llenaba de humo y de ruido y de chispas y de metal que brincaba, y luego volvía a quedarse vacío, y sólo el viejo sombrero de Jingus saltaba y rebotaba a lo largo de las desiertas vías, como si estuviera vivo.

    Pero esta vez lo que vimos era algo parecido a montones de negra paja apilada a cada pocas yardas, y corrimos hacia la zanja y vimos que habían arrancado las traviesas, amontonándolas y prendiéndoles fuego. Y primo Denny seguía chillando.

    —¡Venid a ver lo que han hecho con los rieles!

    Estaban detrás de los árboles: era como si cuatro o cinco hombres hubieran cogido cada rail y lo hubiesen atado en torno a un árbol, igual que se ata una caña de maíz verde alrededor de la vara de un carro. Ringo también se puso a vociferar.

    —¿Qué es eso? —gritó—. ¿Qué es eso?
    —¡Por encima de eso es por donde pasa! —chilló primo Denny.
    —¿Quieres decir que tiene que venir hasta aquí y correr de un lado a otro por aquellos árboles, como una ardilla? —gritó Ringo.

    Entonces oímos el caballo todos a la vez; sólo tuvimos tiempo de ver cómo Bobolink salía al camino de entre los árboles y cruzaba el ramal por el aire. Decían que era la mejor amazona del país.

    —¡Ahí va Dru! —chilló primo Denny—. ¡Vamos! ¡Ha ido al río a ver a los negros! ¡Vamos!

    El y Ringo echaron a correr otra vez. Cuando dejé atrás las chimeneas ya estaban entrando en el establo. La prima Drusilla acababa de desensillar a Bobolink y, cuando yo entré, le frotaba con un saco. Primo Denny seguía gritando:

    —¿Qué es lo que has visto? ¿Qué están haciendo?
    —Lo contaré en casa —dijo prima Drusilla. Entonces me vio. No era alta; lo parecía por el modo en que se erguía y caminaba. Llevaba pantalones, como un hombre. Era la mejor amazona del país. Cuando yaya y yo estuvimos allí aquella Navidad de antes de la guerra, Gavin Breckbridge, con quien hacia buena pareja, acababa de regalarle a Bobolink: hacían buena pareja, Jingus no necesitaba decir que eran la mejor pareja de Alabama y también de Mississippi. Pero Gavin murió en Shiloh, así que no llegaron a casarse. Se acercó a mí y me puso la mano en el hombro.
    —Hola —dijo—. Hola, John Sartoris —miró a Ringo—. ¿Este es Ringo?
    —Así es cómo me llaman —dijo Ringo—. ¿Qué pasa con ese ferrocarril?
    —¿Qué tal estás? —le preguntó prima Drusilla.
    —Me las voy apañando —contestó Ringo—. ¿Qué pasa con ese ferrocarril?
    —También te lo contaré esta noche —dijo Drusilla.
    —Yo daré la última mano a Bobolink por ti. —dije.
    —¿De veras? —dijo. Se acercó a la cabeza de Bobolink—. ¿Tolerarás al primo Bayard, muchacho? Entonces os veré en casa —añadió, y salió.
    —Tendréis que esconder bien a ese caballo cuando vengan los yanquis —dijo Ringo.
    —¿Ese caballo? —dijo primo Denny—. No queda ni un maldito yanqui que se atreva a meterse con el caballo de Dru —había dejado de gritar, pero en seguida empezó otra vez—: Cuando vinieron a pegar fuego a la casa Dru cogió la pistola y vino corriendo acá —llevaba el vestido de los domingos—, y ellos pisándole los talones. Llegó corriendo y de un salto montó a pele en Bobolink, sin esperar siquiera a ponerle la brida, y uno de ellos le gritó ahí mismo, en la puerta: «Alto! ». y Dru le dijo: «¡Apártate o te pisoteo! ». y él chillando: «¡Alto! ¡Alto!», también con la pistola sacada —primo Denny gritaba ahora a voz en cuello—. y Dru se agachó a la oreja de Bobolink y dijo: «¡Mátale Bob! «, y el yanqui saltó hacia atrás justo a tiempo. Todo el terreno estaba lleno de ellos y Dru paró a Bobolink, desmontó de un brinco con su vestido de los domingos, puso la pistola en la oreja de Bobolink, y dijo: «No puedo mataros a todos porque no tengo bastantes balas, y además no serviría de nada; pero solo necesito un disparo para el caballo, y ¿qué pasaría? ¡Así que incendiaron la casa y se marcharon! —Entonces hablaba a grito pelado, mientras Ringo le miraba en forma tan desorbitada que con un bastonazo se le podrían haber saltado los ojos de la cara—. ¡Vamos! —aulló primo Denny—. ¡Vamos a escuchar lo que pasa con los negros del rió!
    —Yo tengo que oír hablar de negros durante toda mi vida —dijo Ringo—. Quiero oír algo de ese ferrocarril.

    Cuando llegamos a la casa, prima Drusilla ya estaba hablando, dirigiéndose sobre todo a yaya, aunque no era acerca del ferrocarril. Llevaba el pelo corto; debía de parecerse al de padre, que le contaba a yaya cómo él y sus hombres se lo cortaban mutuamente con una bayoneta. Estaba tostada por el sol y tenía manos fuertes y ásperas, como un trabajador. Hablaba principalmente para yaya.

    —Empezaron a pasar por el camino de allá mientras la casa aún ardía. No pudimos saber cuántos eran; hombres y mujeres llevando niños que no podían andar, y ancianos y ancianas que deberían estar en su casa esperando la muerte. Iban cantando, andando por el camino y cantando, sin mirar siquiera a los lados. El polvo no se asentó ni en dos días, porque siguieron pasando durante toda la noche; nos quedamos en vela, oyéndoles, y, a la mañana siguiente, los viejos que no podían resistir más estaban sentados o tirados a cada pocas yardas en el camino, y hasta seguían arrastrándose, llamando a los otros para que les ayudaran; y los otros —jóvenes y fuertes—, sin pararse, sin mirarles siquiera. No creo que les oyeran ni que les vieran. «Vamos al Jordán —me dijeron—. Vamos a cruzar el Jordán.»
    —Eso es lo que dijo Loosh —dijo yaya—. Que el general Sherman les conducía a todos al Jordán.
    —Si —dijo prima Drusilla—.

    El río. Se han parado allí; es como un rió estancado. Los yanquis han enviado una brigada de caballería con el fin de contenerles mientras construyen el puente para que pasen la infantería y la artillería; están perfectamente hasta que llegan allá y ven o huelen el agua. Entonces es cuando enloquecen. No hay lucha: es como si ni vieran los caballos que les empujan hacia atrás ni las espadas envainadas que les golpean; es como si no pudieran ver nada más que el agua y la otra orilla. No están furiosos, ni luchan: sólo son hombres, mujeres y niños que cantan y rezan y tratan de llegar a ese puente inacabado o al mismo fondo de la corriente, mientras la caballería les rechaza, golpeándoles con la vaina de las espadas. No sé cuándo habrán comido; nadie sabe exactamente desde qué distancia han venido algunos de ellos. Sólo pasan por aquí, sin comida ni nada, tal como dejaron lo que estuvieran haciendo cuando el espíritu, o la voz, o lo que sea, les ordenó ponerse en marcha. Durante el día, hacen alto y descansan; luego, por la noche, siguen caminando. Después les oiremos —la despertaré—, marchando por el camino hasta que la caballería les contenga. había un oficial, un comandante, que se tomó su tiempo pero al final vio que yo no era uno de sus hombres: dijo: «¿No puede hacer algo por ellos? ¿Prometerles algo para que vuelvan a sus casas?» Pero parecía que no pudieran verme ni oírme; sólo existían el rió y la orilla del otro lado. Pero ya lo verá usted misma mañana, cuando volvamos.

    —Drusilla —dijo tía Louise—, no vas a volver ni mañana ni ningún otro día.
    —Van a minar el puente para volarlo cuando haya pasado el ejército —dijo prima Drusilla—. Nadie sabe lo que harán entonces.
    —Pero nosotros no tenemos la culpa —dijo tía Louise—.

    Esto lo han causado los propios yanquis; que carguen con la responsabilidad.

    —Esos negros no son yanquis, madre —dijo prima Drusilla—. Al menos habrá una persona allí que tampoco lo sea. —Miro a yaya—. Cuatro, contando a Bayard y a Ringo.

    Tía Louise miró a yaya.

    —No irás. Rosa. Lo prohíbo. Mi hermano John me lo agradecerá.
    —Creo que iré —dijo yaya—. De todos modos, tengo que recuperar la plata.
    —Y las mulas —dijo Ringo—. No se olvide de ellas. Y no se preocupe por yaya. Ella decide lo que quiere hacer, y luego se arrodilla durante diez segundos y le dice a Dios lo que se propone, y después se levanta y lo hace. Y aquellos a quienes no les guste, pueden apartarse de su camino o salir atropellados. Pero ese ferrocarril...
    —Y ahora creo que será mejor que nos acostemos —dijo yaya.

    Pero aún no lo hicimos; yo también tenía que enterarme de lo del ferrocarril; probablemente, era más la necesidad de quedar igualado con Ringo (o aun delante de él, porque yo había visto la vía férrea cuando había ferrocarril, y él no) que la atracción de un muchacho por el humo y la furia y el estruendo y la velocidad. Nos sentamos allí, en aquella cabaña de esclavos, dividida, como la cabaña de Louvinia en casa, en dos habitaciones mediante una colcha colgada, al otro lado de la cual tía Louise y yaya estaban ya en la cama, y donde primo Denny debía estar también de no haber sido por el permiso que le habían dado aquella noche para escuchar con nosotros, aunque no necesitaba oírlo otra vez porque había estado presente cuando todo ocurrió; Ringo y yo nos quedamos sentados, escuchando a prima Drusilla y mirándonos fijamente el uno al otro con la misma asombrada e incrédula pregunta: ¿En dónde podíamos haber estado en aquel momento? ¿Qué podíamos estar haciendo, aun a cien millas de distancia, para no haberlo notado, presentido, y habernos detenido para mirarnos, exaltados, estupefactos, mientras aquello sucedía? Porque, para nosotros, lo importante era eso. Ringo y yo habíamos visto yanquis; habíamos disparado a uno; acurrucados como dos ratas, habíamos oído a yaya, desarmada y sin levantarse siquiera de la mecedora, poner en fuga de la biblioteca a todo un regimiento. Y habíamos oído relatos de batallas y combates y conocido a quienes habían participado en ellos, no sólo en la persona de padre cuando aparecía una o dos veces al año y sin avisar en su fuerte caballo flaco procedente del otro lado de la región del montón de nubes que Ringo identificaba con Tennessee, sino también en las personas de otros hombres que de hecho volvían a casa con brazos y piernas de menos. Pero así era: había hombres que perdían brazos y piernas en serrerías: viejos que hablaban a jóvenes y niños de guerras y de batallas antes de saber cómo escribirlo: y qué mezquina precisión para utilizar evasivas respecto a la situación en el espacio o en la cronología, ante quien le importara o insistiera. Pero, dinos, viejo, di la verdad: ¿lo viste tú? ¿De veras estuviste ahí? Porque las guerras son guerras: la misma explosión de la pólvora cuando había pólvora, la misma estocada y quite del sable cuando no la había: una sola historia, un solo relato, el mismo que el siguiente o el anterior. De manera que sabíamos que había guerra; teníamos que creerlo, igual que debíamos creer que la clase de vida qua habíamos llevado durante los últimos tres años se llamaba privación y sufrimiento. Sin embargo, no teníamos pruebas de ello. En realidad, teníamos incluso menos que falta de pruebas; nos habían arrojado a la cara el mismo ruin e ineludible anverso de las pruebas: se había visto a padre (y a los demás hombres también) volver a casa, a pie, como vagabundos, o montados en caballos esmirriados, con ropas gastadas y remendadas (y, a veces, claramente robadas), sin ir precedidos por ninguna bandera ni tambores, ni tampoco seguidos por dos hombres que llevaran el paso sin lustre ni galones dorados en las guerreras y con vainas en las que no descansaba espada alguna, casi arrastrándose realmente hasta casa para pasar dos, tres, o siete días ejecutando tareas que no sólo carecían de gloria (arar la tierra, reparar vallas, matar animales para el ahumadero) y para las que no tenían habilidad, sino cuya necesidad era, además, fruto de las ocupaciones de su ausencia, las cuales no podían demostrar a su regreso: trabajos en cuya desmañada realización la entera presencia de padre parecía (para nosotros: Ringo y yo) emanar una especie de humildad y justificación. como si dijera: «Creedme, chicos; os doy mi palabra: hay más que eso, no importa lo que parezca. No puedo demostrarlo, de modo que tendréis que creerme, simplemente.» Y luego que hubiera ocurrido en un lugar donde podríamos haber estado para verlo, y no estuvimos. Y no se trataba del ataque y contraataque de la caballería apestando a sudor, algo de lo que rebosa toda historia de guerra, ni el galopante estruendo de los cañones revolviéndose y preparándose para la acción y los estampidos continuados en el lívido fulgor sucio de su propio y endiablado infierno que hasta un niño reconocería, ni harapientas filas de debilitada infantería lanzando alaridos bajo una andrajosa bandera, cosa que constituye una parte real de ese artificio infantil. Porque eso era: un intervalo, un espacio en el que los cañones, encogidos como sapos, los hombres jadeantes, los caballos temblorosos se detenían en semicírculo, en torno al campo de batalla, bajo la furia mermante del humo y de los débiles gritos, permitiendo el triste asunto que se arrastraba desde hacia tres años para petrificarse en un instante irrevocable y presentarle un gambito también irrevocable, no por dos regimientos, ni por dos baterías ni aun por dos generales, sino por dos locomotoras.

    Prima Drusilla lo contó mientras seguíamos sentados ahí, en la cabaña que olía a recién encalada y también (un poco todavía) a negros. Probablemente nos explicó la razón (debía saberla): qué punto de vista estratégico, qué desesperado juego, no para la conservación, pues se había perdido toda esperanza, sino al menos para el aplazamiento, a lo cual se tendía. Pero eso no significaba nada para nosotros. No oíamos, ni siquiera escuchábamos: seguíamos ahí sentados en la cabaña, y esperamos y contemplamos aquel ferrocarril que ya no existía, que ahora consistía en unas cuantas pilas de traviesas quemadas entre las cuales ya crecía hierba verde, en unos pocos hilos de acero atados y retorcidos en torno a los troncos de los árboles, que se ajustaban ya a la corteza viva llegando a ser parte indistinguible de la crecida maleza que acababa de aceptarlos, pero que para nosotros seguía fluyendo prístino e intacto y recto y estrecho, como la senda misma de la gloria, igual que discurría para todos aquellos que estuvieron allí y contemplaron lo que Ringo y yo no pudimos ver. Drusilla también nos habló de eso; salieron a relucir «Atlanta» y «Chattanooga» —los nombres, el principio y el fin—, pero, para nosotros, no significaban más que para el resto de los observadores —blancos y negros, viejos y niños, mujeres que durante meses no sabían aún si eran viudas o habían perdido a sus hijos— reunidos, advertidos por medios secretos, para contemplar la llamada efímera y el fulgor deslumbrante del indomable espíritu, sometido durante tres años, libre de las trabas de la carne. Lo contó (y Ringo y yo empezamos a verlo ya; también estábamos allí): el depósito de locomotoras de Atlanta, donde aguardaba la máquina; estábamos allí, éramos de los que solían (debían hacerlo) deslizarse dentro del depósito en la oscuridad, para acariciar ruedas y émbolos y flancos de hierro, para hablarles en voz baja, en la oscuridad, como el amante a la amada, o el jinete al caballo, halagándoles cruelmente para conseguir un esfuerzo que alcanzara algo por lo cual ella o él recibirían aniquilación a cambio (y quién no pagaría ese precio), halagándoles, susurrándoles, acariciándoles, tendiendo al momento supremo: formábamos parte de ellos —los viejos, los niños, las mujeres—, reunidos para observar, atraídos y advertidos por esa vía clandestina de los oprimidos, ya privados de todo salvo de la voluntad y de la maña para engañar, volviendo rostros secretos, inescrutables e impasibles, hacia los enemigos azules que vivían entre ellos. Porque ellos sabían lo que iba a pasar. Drusilla también nos lo contó: cómo parecían saber, de alguna manera, el momento exacto en que la máquina salía de Atlanta; era como si los propios generales grises hubieran enviado la contraseña, como si les hubieran dicho: «Habéis sufrido durante tres años; ahora os daremos, a vosotros y a vuestros hijos, un atisbo de aquello por lo que habéis padecido y os han rechazado.» Porque todo se reducía a eso. Ahora lo sé. Ni el paso triunfal de cien máquinas con sus trenes de vagones podía haber cambiado la situación o sus consecuencias; ni, desde luego, dos máquinas solas chirriando separadamente a lo largo de cien yardas por la adormecida soledad de aquella vía que desde hacia más de un año no había visto el humo ni oído la campana. No creo que se pretendiera hacer eso. Era como un torneo entre dos caballeros acorazados de antaño, no por ganancia material, sino por principios: honor negado con honor, valor negado con valor; las hazañas realizadas no con miras al fin, sino por el placer de la acción, enfrentados a la prueba definitiva y sin demostrar nada, salvo la exactitud de la muerte y la vanidad de toda empresa. Lo vimos, estábamos allí, como si la voz de Drusilla nos hubiera transportado hasta el rayo de luz que vaga por el espacio y en el que aún se oculta la furiosa sombra —el breve tramo de la vía que entra en el campo visual de un solo par de ojos y en ningún otro sitio, que no viene de ninguna parte y no tiene ni necesita destino, la máquina que no surge a la vista pero que está cautiva en la visión humana, en atronadora pero nebulosa furia, solitaria, inviolada y desierta, gimiendo por el silbato su vapor precioso que podría significar segundos en el instante de pasar y millas al final del viaje (y diez veces más barato que su precio), el ardiente chorro humeante de la chimenea, la campana lanzada al vuelo, la estrellada cruz de San Andrés enganchada en el techo de la cabina del maquinista, las ruedas y las relucientes bielas motrices sobre las cuales las guarniciones de bronce brillaban como mismísimas espuelas de oro, y luego desapareciera y se esfumara. Sólo que no desaparecería ni tampoco se esfumaría en tanto que hubiera vencidos, o descendientes de vencidos, para contarlo y para escuchar el relato.

    —La otra, la yanqui, iba justamente detrás de ella —dijo Drusilla—. Pero no la alcanzó. Luego, al día siguiente, vinieron y arrancaron los rieles. Lo hicieron para que no volviéramos a repetirlo: podían arrancar las vías, pero no podían remediar el hecho de que lo hubiéramos conseguido. No podían arrebatarnos eso.

    Nosotros —Ringo y yo— sabíamos lo que ella quería decir; salimos y nos quedamos juntos en la puerta antes de que Ringo se fuera a la cabaña de miss Lena, donde iba a dormir.

    —Sé lo que estás pensando —dijo Ringo.

    Padre tenía razón; era más listo que yo. Pero lo he oído tan bien como tú. He escuchado las mismas palabras que tú.

    —Sólo que yo vi la vía antes de que la arrancaran. Vi el sitio donde pasaría eso.
    —Pero, cuando viste la vía, no sabias que iba a pasar eso. Así que no importa. Yo lo he oído. Y creo que a mí tampoco me lo quitarán jamás.

    Entonces se marchó, y yo volví a entrar en la casa, tras la cortina donde Denny ya dormía en el jergón. Drusilla no estaba allí, pero no tuve tiempo de preguntarme en dónde estaría, porque me puse a pensar que probablemente no dormiría nada en absoluto, a pesar de que ya era tarde. Luego se hizo más tarde todavía y Denny me zarandeaba, y me acuerdo de que entonces pensé que él tampoco estaba falto de sueño, que simplemente por haber descubierto la guerra durante tres o cuatro seguidos, había adquirido. incluso a los diez años tan sólo, esa cualidad con que padre y los demás hombres habían vuelto del frente: la facultad de pasarse sin dormir ni comer, necesitando únicamente la oportunidad de sobrevivir.

    —Dice Dru que salgas, si quieres oírles pasar —siseó.

    Ella estaba fuera de la cabaña; ni siquiera se había desvestido. La contemplé a la luz de las estrellas: la corta cabellera desigual, la camisa y los pantalones masculinos.

    —¿Les oyes? —dijo.

    podíamos oírlo de nuevo, igual que en el carro: los apresurados pasos, el ruido como si fueran cantando en jadeantes murmullos, pasando rápidamente ante el portón y alejándose por el camino.

    —Es el tercero de esta noche —dijo prima Drusilla—. Pasaron dos mientras yo estaba abajo, en el portón. Estabais cansados y por eso no os desperté antes.
    —Creí que era tarde —dije—. Ni siquiera te has metido en la cama, ¿verdad?
    —No —dijo ella—. He renunciado a dormir.
    —¿Renunciado a dormir? —dije—. ¿Por qué?

    Me miró. Yo era tan alto como ella: no podíamos vernos la cara: sólo distinguía su cabeza, con el corto cabello a trasquilones, como si se lo hubiera cortado ella misma, sin molestarse en coger el espejo, y el cuello, que se le había afinado y fortalecido, como las manos, desde la vez que yaya y yo estuvimos allí.

    —Estoy haciendo callar al perro —dijo.
    —¿Al perro? —dije—. No he visto ningún perro.
    —No. Ahora está callado. Sólo tengo que enseñarle el palo de vez en cuando —me estaba mirando—. ¿Por qué no quedarse despierto ahora? ¿Quién quiere dormir, con todo lo que está pasando, con tanto como hay que ver? La vida solía ser aburrida, comprendes. Estúpida. Una vivía en la misma casa en que había nacido su padre, y los hijos e hijas de padre tenían que criar y mimar a los hijos e hijas de los mismos esclavos negros; y luego crecía una y se enamoraba de su agradable pretendiente, y a su debido tiempo se casaba con él, con el mismo traje de novia que su madre, quizás, y con los mismos regalos de plata que ella había recibido: y después sentaba una la cabeza para siempre, mientras tenía hijos que alimentar y bañar y vestir hasta que también fueran mayores; y luego una se moría tranquilamente, y también su marido, y les enterraban juntos, tal vez en una tarde de verano justo antes de la hora de la cena. Estúpida, como ves. Pero, ahora, una puede ver por sí misma cómo son las cosas; ahora es magnífico: ya no hay que preocuparse por la casa ni por la plata, porque pegaron fuego a una y se llevaron la otra; y no hay que preocuparse por los negros, porque vagabundean toda la noche por los caminos, esperando una oportunidad para ahogarse en un Jordán casero; y no hay que preocuparse por tener hijos que bailar y alimentar y cambiar de ropa, porque los jóvenes pueden marcharse a caballo y encontrar la muerte en las bellas batallas; y ni siquiera hay que dormir sola, ni tampoco dormir en absoluto; así que todo lo que hay que hacer es enseñar el palo al perro de vez en cuando, y decir, «Gracias, Dios mío, gracias!», ¿Comprendes? Mira. Ya han desaparecido. Y será mejor que te vayas a la cama para que podamos salir por la mañana temprano. Tardaremos mucho en alcanzarles.
    —¿No vas a entrar ahora? —dije.
    —Todavía no —dijo ella. Pero no nos movimos. Entonces me puso la mano en el hombro, y añadió—:
    —Escucha. Cuando vuelvas a casa y veas a tío John, pregúntale si puedo ir allí y marchar con su escuadrón. Dile que sé montar, y quizá pueda aprender a disparar. ¿Lo harás?
    —Si —contesté—. Y también le diré que no tienes miedo.
    —¿No? —dijo ella—. No he pensado en ello. De todos modos, no importa. Sólo dile que sé montar y que no me fatigo. —Tenia la mano en mi hombro; la sentía delgada y fuerte—. ¿Harás eso por mi? Pídele que me deje ir, Bayard.
    —Muy bien —dije. Luego, añadí—: Espero que te deje.
    —Yo también —dijo ella—. Ahora, vuélvete a la cama. Buenas noches.

    Volví al jergón y después me dormí; Denny me despertó zarandeándome otra vez; al salir el sol estábamos de nuevo en el camino, con Drusilla montada en Bobolink, cabalgando junto al carro. Pero no por mucho tiempo.

    Casi inmediatamente, empezamos a ver el polvo, y hasta creí que ya podía olerles, a pesar de que la distancia que nos separaba no disminuía de manera apreciable, porque ellos marchaban casi tan rápidamente como nosotros. No llegamos a alcanzarles, del mismo modo que no llega a alcanzarse la marea. Simplemente se sigue adelante, y de repente se da uno cuenta de que el movimiento está alrededor, debajo, envolviéndole, como si el lento e implacable poder se hiciera por fin consciente de su presencia y hubiera soltado un tentáculo, una antena, para recogerle con él y arrebatarle despiadadamente. Solos, por parejas, en grupos y en familias empezaron a surgir del bosque, enfrente, por detrás y junto a nosotros; cubrían y ocultaban de la vista el camino exactamente igual que si se hubiera desbordado una corriente de agua, tapando el camino, y luego las mismas ruedas del carro en que viajábamos, y nuestros dos caballos, lo mismo que Bobolink, abriéndose paso lentamente entre una masa de cabezas y hombros: hombres y mujeres llevando niños pequeños y arrastrando de la mano a los mayores, viejos y mujeres descansando en improvisados bastones y camillas, y algunos muy viejos sentados al borde del camino e incluso llamándonos cuando pasábamos: hubo una anciana que incluso camino junto al carro, agarrándose a la cama y suplicando a yaya que al menos le permitiera ver el rió antes de morir.

    Pero la mayoría no nos miro. Hasta podríamos no haber estado allí. Ni siquiera les pedimos que nos dejaran pasar, porque, con sólo mirar sus rostros, comprendíamos que no podían vernos. Ya no cantaban, sólo se apresuraban, mientras nuestros caballos marchaban lentamente a través de ellos, entre los inexpresivos ojos que no miraban a nada más allá de sus caras, cuajadas de polvo y de sudor, avanzando a lentas y pavorosas arremetidas, como si condujéramos contra la corriente de un río lleno de troncos flotantes, y el polvo y el olor de ellos estaban en todas partes, y yaya, con aspecto de ponerse cada vez más enferma y el sombrero de la señora Compson puesto, sentada muy tiesa bajo la sombrilla que Ringo sujetaba, y ya había entrado la tarde, aunque no lo sabíamos, como también ignorábamos cuantas millas habíamos recorrido. De pronto, llegamos al rió, donde la caballería les rechazaba del puente. Al principio solo era un ruido, como viento, como si el aire se enroscara entre el polvo mismo. No supimos qué era hasta que vimos que Drusilla tiraba de las riendas a Bobolink, con su pálida y pequeña cara vuelta hacia nosotros por encima del polvo, la boca abierta y gritando débilmente:

    —¡Cuidado, tía Rosa! ¡Oh, cuidado!

    Fue como si todos los oyéramos al mismo tiempo: nosotros, en el carro y en el caballo; ellos, todos en torno con la capa de polvo y sudor. Hicieron una suerte de largo y quejumbroso sonido, y luego sentí que el carro se alzaba enteramente del suelo y empezaba a precipitarse hacia adelante. Vi a nuestros viejos caballos de escuálidos costillares levantarse sobre las patas traseras durante un instante, y al siguiente, volverse de lado sobre sus huellas; y vi a Drusilla, erguida como el percutor de una pistola, que se inclinaba un poco hacia adelante para refrenar a Bobolink, y vi que hombres, mujeres y niños se metían bajo los caballos y pudimos sentir cómo el carro les pasaba por encima mientras les oíamos gritar. Y nos resultaba tan difícil parar, como si la tierra se hubiera inclinado y nos dejara caer a todos en el río.

    Ocurrió de prisa, sin más ni más, como pasaba siempre que alguien llamado Sartoris o Millard entraba en el campo visual, auditivo u olfativo de los yanquis, como si los yanquis no fueran personas, ni una creencia, ni una forma de conducta, sino más bien una especie de barranco, de precipicio en el que yaya, Ringo y yo caíamos atropelladamente cada vez que nos acercábamos a ellos. Se ponía el sol: ya era un subido color rosáceo, brillante y tranquilo, más allá de los árboles y reflejándose en el rió, y entonces pudimos verlo claramente: la marea de negros, contenidos a la entrada del puente por un destacamento de caballería; el rió, como una sábana de cristal soflamado bajo el delicado arco del puente que la retaguardia de la columna yanqui justamente cruzaba entonces. Su diminuta silueta se perfilaba muy por encima de la plácida corriente; recuerdo las cabezas de caballos y mulas todas mezcladas entre las bayonetas, y las bocas de los cañones apuntando hacia arriba y una especie de acompasado torrente cruzando el alto y suave aire rosado, como pinzas de caña bruscamente empujadas a lo largo de un tendedero de ropa, mientras el cántico se oía en todas partes de un lado a otro de la orilla del tío, con las voces de las mujeres viniendo débiles y agudas: «¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya!»

    Entonces había lucha; los caballos se empinaban y arremetían contra ellos, los soldados de caballería les golpeaban con la vaina de las espadas, manteniéndoles lejos del puente mientras el último de infantería empezaba a cruzar; de repente, había un oficial junto al carro blandiendo la vaina de la espada por la punta, como un palo, colgándose del carro y gritando hacia nosotros. No sé de dónde salió ni cómo llegó hasta nosotros, pero ahí estaba, con su pequeña cara pálida de barba cerdosa y una línea de sangre en ella, sin sombrero y con la boca abierta.

    —¡Vuélvanse! —aullaba—. ¡Vuélvanse! ¡Vamos a volar el puente!

    Chillaba justo en la cara de yaya, mientras ella le gritaba a su vez con el sombrero de la señora Compson caído a un lado de la cabeza, que no estaba ni una yarda separada de la del yanqui.

    —¡Quiero mi plata! ¡Soy la suegra de John Sartoris! Envíeme al coronel Dick.

    Entonces se marchó el oficial yanqui, justo en medio del griterío, golpeando las cabezas de los negros con el sable, con su pequeña cara sangrienta y aullante y todo. No sé adónde fue, del mismo modo que tampoco sé de dónde vino: simplemente se esfumó, aún agarrado al carro y golpeando en torno con el sable, y entonces apareció prima Drusilla montada en Bobolink; sujetaba por el ronzal al caballo de nuestra izquierda y trataba de volver al carro de costado. Me preparé para saltar a tierra y ayudarla.

    —Quédate en el carro —no chilló; sólo lo dijo—. Coge las riendas y dales la vuelta.

    Cuando logramos poner al carro de lado, nos paramos. Y luego, por un momento, pensé que íbamos hacia atrás, hasta comprender que eran los negros. Después vi que se había quebrado la caballería; vi rodar toda la turba, caballos y hombres y sables y negros, hacia el extremo del puente como cuando se rompe un dique, a diez segundos exactos detrás del último soldado de infantería. Y luego desapareció el puente. Yo lo estaba mirando en aquel mismo momento; vi la brecha abierta entre la infantería y la oleada de negros y de caballería, con un pequeño tramo vacío del puente uniéndolos en el aire por encima del agua y entonces hubo un brillante resplandor, sentí una succión en las entrañas y un golpe de aire me dio en la parte de atrás de la cabeza. No oí nada en absoluto. Simplemente seguí sentado en el carro con un zumbido extraño en los oídos y un sabor raro en la boca, contemplando a hombres diminutos y caballos de juguete y trozos de tablones flotando en el aire, por encima de la corriente. Pero no oí nada en absoluto, ni siquiera a prima Drusilla. Ya estaba justo al lado del carro, inclinándose hacia nosotros, con expresión apremiante y la boca abierta, sin que ningún sonido saliera en absoluto de ella.

    —¿Qué? —dije.
    —¡Quédate en el carro!
    —¡No puedo oírte!

    Eso es lo que dije, lo que yo creía; ni siquiera entonces me di cuenta de que el carro volvía a moverse. Pero, luego, si; era como si toda la larga orilla del rió se hubiese desviado, elevándose por debajo de nosotros y precipitándose hacia el agua sobre otro rió de caras que no podían ver ni oír. Prima Drusilla agarró otra vez por la brida al caballo de la izquierda, y yo también tiré, y yaya estaba de pie en el carro, golpeando las caras con la sombrilla de la señora Compson, y luego, la brida, enteramente podrida, se rompió en la mano de prima Drusilla.

    —¡Vete! —exclamé. ¡El carro flotará!
    —Sí —dijo ella—. Quedaos en él. Vigila a tía Rosa y a Ringo.
    —Si —dije.

    Entonces se marchó. La adelantamos; se volvió, y de nuevo inmovilizando como una piedra a Bobolink, inclinándose hacia él, hablándole y dándole palmadas en la quijada, desapareció. Quizá se hundiera entonces la orilla. No lo sé. Ni siquiera me daba cuenta de que estábamos en el rió. Era como si la tierra y las caras y todo se hubiese derrumbado debajo del carro, y todos nos precipitásemos lentamente hacia abajo, con las caras mirando al cielo y los ojos ciegos y las bocas abiertas y los brazos alzados. A mucha altura, en el aire, al otro lado del rió, vi un despeñadero y un gran fuego que se extendía rápidamente hacia un lado; y entonces, el carro empezó de pronto a moverse de costado, velozmente, y después un caballo muerto emergió por entre los rostros ululantes y volvió a hundirse poco a poco, igual que un pez buscando comida, arrastrando en la grupa a un hombre enganchado en el estribo con uniforme negro, pero luego me di cuenta de que era azul, sólo que estaba mojado. Los negros chillaban y pude notar que la cama del carro se ladeaba y deslizaba mientras se agarraban a ella. Yaya estaba de rodillas a mi lado, golpeando los vociferantes rostros con la sombrilla de la señora Compson. Detrás de nosotros, seguían marchando hacia la orilla y metiéndose en el rió, cantando.


    3


    Una patrulla yanqui nos ayudó a Ringo y a mí a cortar los arneses de los caballos ahogados y a arrastrar el carro a tierra. Rociamos con agua a yaya hasta que volvió en si, mientras varios de ellos preparaban arneses con cuerdas y aparejaban dos de sus caballos. Había un camino en lo alto del farallón, y entonces vimos las hogueras a lo largo de la orilla. Seguían cantando al otro lado del río, pero más suavemente. Había patrullas que cabalgaban de un lado a otro del despeñadero, por la parte más cercana, y pelotones de infantería, por abajo, en el agua, donde las hogueras. Luego, empezamos a pasar entre hileras de tiendas de campaña, con yaya recostada contra mi, y entonces pude verle la cara: pálida e inmóvil, tenía los ojos cerrados. Parecía vieja y cansada; no me había dado cuenta de lo vieja y pequeña que era. Después, empezamos a pasar grandes hogueras, con negros en ropa mojada, encogidos en torno a ellas, y soldados que les iban repartiendo comida; luego llegamos a una calle amplia, y nos paramos delante de una tienda con un centinela en la entrada y un farol en el interior. Los soldados miraron a yaya.



    —Será mejor que la llevemos al hospital —dijo uno de ellos.

    Yaya abrió los ojos; intentó incorporarse.

    —No —dijo—. Sólo llévenme ante el coronel Dick. Entonces me pondré bien.

    La llevaron dentro de la tienda y la pusieron en una silla.

    Ella no se había movido; se quedó ahí sentada, con los ojos cerrados y un mechón de mojados cabellos pegado a la cara, cuando entró el coronel Dick. Yo no le había visto antes —sólo había oído su voz cuando Ringo y yo nos quedamos acurrucados bajo la falda de yaya, reteniendo la respiración—, pero le reconocí inmediatamente, con su barba clara y los duros ojos brillantes, inclinado por encima de yaya, diciendo:

    —Maldita sea esta guerra. Maldita. Maldita sea.
    —Se llevaron la plata y los negros y las mulas —dijo yaya—. He venido a recuperarlos.
    —Los tendrá —dijo él—, si es que están en alguna parte de esta unidad. Veré al general personalmente. —Entonces nos miró a Ringo y a mi—. ¡Ah! Creo que también nos hemos visto antes.

    Luego, volvió a marcharse.

    Hacia calor en la tienda y había tranquilidad, con tres moscas revoloteando alrededor del farol, y afuera se oía el rumor del ejército, como viento a lo lejos. Ringo ya estaba dormido, sentado en el suelo, con la cabeza apoyada en las rodillas, y yo no estaba mucho mejor, porque, de pronto, había vuelto el coronel Dick con un ordenanza que escribía en la mesa, y yaya había vuelto a sentarse con los ojos cerrados y la cara pálida.

    —Quizá puedas describirlos tú —me dijo el coronel Dick.
    —Yo lo haré —dijo yaya. No abrió los ojos—. El cofre de la plata está atado con cuerda de cáñamo. La cuerda era nueva. Dos negros, Loosh y Philadelphy. Las mulas, Old Hundred y Tinney.
    —¿Ha tomado nota? —preguntó el coronel Dick, volviéndose para ver escribir al ordenanza, quien miró lo que había escrito, y dijo:
    —Supongo que el general se alegrará de darle el doble de plata y de mulas, si se llevan la misma cantidad de negros.
    —Ahora iré a ver al general —dijo el coronel Dick.

    Más tarde, estábamos de nuevo en movimiento. No sé cuánto tiempo pasó, porque tuvieron que despertarnos a Ringo y a mí; otra vez íbamos en el carro, del que tiraban dos caballos del ejército por aquella larga y ancha calle; venía otro oficial con nosotros, y el coronel Dick había desaparecido. Llegamos ante un montón de baúles y cajas que parecía más alto que una montaña. Detrás, había un corral de cuerdas, lleno de mulas y, además, esperando de pie, a un lado, lo que parecían ser mil negros, hombres, mujeres y niños, con la ropa mojada secándoseles encima. Y entonces todo empezó a ir de prisa otra vez; yaya se quedó en el carro, con los ojos ya completamente abiertos y el teniente leyendo el papel y los soldados sacando a empujones cofres y baúles del montón.

    —Diez cofres atados con cuerda de cáñamo —leyó el teniente—. ¿Los tenéis...? Ciento diez mulas. Dice que de Philadelphia. Esto está en Mississippi. Traed esas mulas de Mississippi. Deben tener trabas y ronzal.
    —No tenemos ciento diez mulas de Mississippi —dijo el sargento.
    —Trae lo que tengamos. De prisa. —Se volvió a yaya—. Y ahí están sus negros, señora.

    Yaya le miraba con ojos tan desorbitados como los de Ringo. Había retrocedido un poco, con la mano en el pecho.

    —Pero, no son... no son... —dijo.
    —¿No son todos suyos? —dijo el teniente—. Lo sé. El general ha ordenado que se le entregaran otros cien, con sus respetos.
    —Pero eso no es... Nosotros no... —balbuceó yaya.
    —Quiere que también le devuelvan la casa —dijo el sargento—. No tenemos ninguna casa, abuela. Tendrá que arreglárselas con baúles y negros y mulas. De todos modos, no tendría sitio en el carro para ella.

    Nos quedamos allí sentados mientras cargaban los diez baúles en el carro. Apenas cupieron todos. Trajeron otro equipo de maderos y arneses, y engancharon cuatro mulas.

    —Negros, que salga uno de vosotros que sepa manejar dos pares de mulas —dijo el teniente.

    Uno de los negros se acercó y subió al pescante con yaya; ninguno de nosotros le había visto antes. Detrás de nosotros, iban sacando las mulas del corral.

    —¿Quiere que vayan montadas algunas mujeres? —preguntó el teniente.
    —Si —musitó yaya.
    —Vamos —dijo el teniente—. Sólo una en cada mula, venga.

    Luego me tendió el papel.

    —Ahí tienes. Hay un vado a veinte millas río arriba; podéis cruzar por allí. Más valdría que os marcharais de aquí antes de que más negros de ésos decidieran ir con vosotros.

    Viajamos hasta el amanecer, con los diez baffles en el carro y nuestro ejército de negros detrás. Yaya no se había movido, sentada junto al negro desconocido, con el sombrero de la señora Compson puesto y la sombrilla en la mano. Pero no iba dormida, porque cuando hubo luz suficiente para leer, dijo:

    —Para el carro.

    El carro se detuvo. Se volvió y me miró, diciéndome: —Déjame ver ese papel.

    Desdoblamos el papel y miramos la pulcra caligrafía:

    «Cuartel General de Campaña
    Cuerpo de Ejército n.°...
    Distrito de Tennessee…
    14 de agosto de 1863…

    A todos los comandantes de brigada, coroneles y demás jefes: Se asegurarán de que el portador recupere íntegramente los siguientes bienes, a saber: Diez (10) baúles atados con cuerda de cáñamo y conteniendo plata. Ciento diez (110) mulas capturadas sin amarrar cerca de Philadelphia, en Mississippi. Ciento diez (110) negros de ambos sexos, pertenecientes a la misma localidad y que se habían extraviado.
    Además, deberán ocuparse de que al portador se le suministre la comida y el forraje necesarios para facilitarle el tránsito a su destino. «Por orden del General en Jefe.»


    Nos miramos unos a otros a la pálida luz.

    —Calculo que irá a devolverlos ahora mismo —dijo Ringo.

    Yaya me miró.

    —Podemos conseguir comida, y forraje también —dije.
    —Si —dijo yaya—. Intenté explicárselo. Tú y Ringo me oísteis. Es obra de Dios.

    Nos paramos y dormimos hasta mediodía. Por la tarde llegamos al vado. Ya habíamos empezado a bajar la barranca, cuando vimos el escuadrón de caballería. Era demasiado tarde para detenernos.

    —Lo han descubierto y nos han atajado —dijo Ringo. Era demasiado tarde: un oficial y dos soldados cabalgaban ya hacia nosotros.
    —Les diré la verdad —dijo yaya—. No hemos hecho nada.

    Se quedó ahí sentada, de nuevo recostada un poco hacia atrás, con una mano ya levantada y extendiendo el papel con la otra cuando llegaron. El oficial era hombre de recia estructura y cara colorada; nos miró, cogió el papel, lo leyó y se puso a maldecir. Se quedó montado en el caballo, blasfemando mientras le observábamos.

    —¿Cuántas le faltan? –preguntó.
    —¿Cuántas me faltan de qué? —dijo yaya.
    —¡Mulas! —bramó el oficial—. ¡Mulas! ¡Mulas! ¿Es que tengo aspecto de guardar algún baúl con plata, o negros, atados con cuerda de cáñamo?
    —Nosotros... —dijo yaya, con la mano en el pecho, mirándole; creo que fue Ringo quien primero comprendió lo que quería decir.
    —Faltan cincuenta —dijo Ringo.
    —Cincuenta, ¿eh? —dijo el oficial. Juró otra vez, se volvió hacia uno de los soldados que estaba detrás de él y le maldijo, añadiendo—: ¡Cuéntalas! ¿Crees que voy a fiarme de su palabra?

    El soldado contó las mulas: no nos movimos; creo que ni respiramos apenas.

    —Sesenta y tres —dijo. El oficial nos miró, diciendo:
    —De sesenta y tres a ciento diez van cuarenta y siete —soltó una maldición—. ¡Traed cuarenta y siete mulas! ¡De prisa! —Volvió a mirarnos—. Creían que iban a birlarme a mi tres mulas, ¿eh?
    —Cuarenta y siete serán suficientes —dijo Ringo—. Sólo que calculo que nos vendría bien comer algo, como dice el papel.

    Cruzamos el vado. No nos detuvimos, sino que seguimos adelante tan pronto como trajeron las otras mulas y algunas mujeres más montaron en ellas. Proseguimos viaje. Entonces ya se había puesto el sol, pero no nos paramos.

    —¡Ja! —exclamó Ringo—. ¿Y de quién fue obra esto?

    Seguimos sin parar hasta medianoche. Esta vez fue a Ringo a quien miró yaya.

    —Ringo —dijo.
    —No he dicho nada que no dijera el papel —protestó Ringo—. Fue el otro quien lo dijo: no fui yo. Lo único que he hecho ha sido decir cuántas faltaban para ciento diez; nunca dije que quisiéramos tantas. Además, ya es inútil lamentarse por ello; no sabemos qué puede pasarnos antes de llegar a casa. Ahora, lo importante es saber qué vamos a hacer con todos estos negros.
    —Si —repuso yaya.

    Guisamos y comimos las provisiones que nos había dado el oficial de caballería; entonces, yaya dijo que se adelantaran todos los negros que vivieran en Alabama. Eran casi la mitad.

    —Supongo que todos vosotros querréis cruzar algunos ríos más y correr detrás del Ejército yanqui, ¿no? —dijo yaya. Se quedaron quietos, moviendo los pies en el polvo—. ¿Cómo? ¿Ninguno de vosotros quiere marcharse? —siguieron sin moverse—. Entonces, ¿a quién vais a hacer caso en adelante?
    —A usted, señora —contestó uno de ellos al cabo del rato.
    —Muy bien —dijo yaya—. Entonces, escuchadme. Marchaos a casa. Y si alguna vez me entero de que alguno de vosotros se extravía otra vez del mismo modo, yo me ocuparé de ello. Ahora, poneos en fila y acercaos de uno en uno mientras reparto la comida.

    Pasó mucho tiempo hasta que se marchó el último; cuando nos pusimos otra vez en marcha, casi teníamos suficientes mulas para que todo el mundo fuera montado, pero no bastaban, y Ringo conducía entonces. No lo pidió; simplemente se subió y cogió las riendas, con yaya en el pescante, junto a el; sólo una vez le dijo que no fuera tan de prisa. Así que yo tuve que ir atrás, sentado en uno de los baúles, y por la tarde me dormí; al parar el carro, me desperté. Acabábamos de bajar de una colina al llano, y entonces les vi, más allá de un sembrado: unos doce soldados de caballería con guerreras azules. Ellos no nos habían visto todavía, siguieron trotando mientras yaya y Ringo les observaban.

    —Casi no merece la pena que nos molestemos —dijo Ringo—. Sin embargo, llevan caballos.
    —Ya tenemos ciento diez —dijo yaya—. Eso es todo lo que pide el papel.
    —Muy bien —repuso Ringo—. ¿Quiere seguir adelante? Yaya no respondió; siguió sentada, recostada un poco hacia atrás, de nuevo con la mano en el pecho.
    —Bueno, ¿que quiere hacer? Tiene que decidirse en seguida, o se marcharán —dijo Ringo.

    La miró; ella no se movió. Ringo se inclinó por fuera del carro.

    —¡Eh! —gritó.

    Ellos miraron rápidamente hacia atrás, nos vieron y dieron la vuelta en redondo.

    —¡Yaya dice que vengáis acá! —gritó Ringo.
    —Oye, Ringo —susurró yaya.
    —Muy bien —dijo Ringo—. ¿Quiere que les diga que no hagan caso?

    Ella no respondió; con aquella especie de consumida expresión en la cara y la mano en la pechera del vestido, miraba más allá de Ringo, a los dos yanquis que venían cabalgando por el sembrado. Eran un teniente y un sargento; el teniente no parecía mucho mayor que Ringo y yo. Vio a yaya y se descubrió. Entonces, yaya se quitó la mano del pecho; tenía el papel en ella: se lo alargó al teniente sin decir palabra. El teniente lo desdobló y el sargento miró por encima de su hombro. Luego, el sargento nos miró, y dijo:

    —Aquí dice mulas, no caballos.
    —Sólo las cien primeras eran mulas —dijo Ringo—. Los doce restantes son caballos.
    —¡Maldita sea! —exclamó el teniente. Parecía como una niña maldiciendo—. ¡Le dije al capitán Bowen que no montáramos animales capturados!
    —¿Quiere decir que les va a dar los caballos?
    —¿Qué otra cosa puedo hacer? —dijo el teniente. Parecía que estaba a punto de echarse a llorar—. ¡Es la propia firma del general!

    Así que ya tuvimos suficientes animales para que montaran todos, excepto quince o veinte. Reanudamos la marcha. Los soldados estaban en pie debajo de un árbol, al lado del camino, con sus sillas y bridas en el suelo. Al arrancar nosotros, él se puso a correr junto al carro; daba la impresión de que iba a soltar las lágrimas, corriendo así, con el sombrero en la mano, mirando a yaya.

    —Encontrarán tropas en algún sitio —dijo—. Estoy seguro. ¿Querrán decirles dónde estamos y que nos envíen algo, monturas o carros, cualquier cosa en la que podamos ir? ¿No se les olvidará?
    —A unas veinte o treinta millas atrás, hay varios de los suyos que afirman tener tres mulas de sobra —dijo Ringo—. Pero, cuando veamos a algunos más, les diremos lo de ustedes.

    Seguimos. Apareció un pueblo a la vista, pero lo pasamos dando un rodeo; Ringo no quería siquiera parar y enviar el mensaje del teniente, pero yaya le hizo detenerse, y mandamos el mensaje por medio de un negro.

    —Ahí va otra boca menos que alimentar —dijo Ringo.

    Continuamos la marcha. Entonces íbamos más de prisa, cambiando de mulas a cada pocas millas; una mujer nos dijo que ya estábamos de nuevo en Mississippi, y luego, por la tarde, subimos por la colina y ahí aparecieron nuestras chimeneas, erguidas hacia el sol, y la cabaña detrás de ellas y Louvinia inclinada sobre un barreño de lavar y las prendas agitándose en la cuerda, luminosas y plácidas.

    —Para el carro —dijo yaya.

    Nos detuvimos: el carro, las ciento veintidós mulas y caballos, y los negros que nunca tuvimos tiempo de contar. Yaya se apeó despacio y se dirigió a Ringo.

    —Baja —le dijo; luego me miró a mi—. Tú también —añadió—. Porque no dijiste nada en absoluto.

    Bajamos del carro. Nos miró.

    —Hemos mentido —dijo.
    —Fue el papel quien mintió; nosotros, no —dijo Ringo.
    —El papel decía ciento diez. Tenemos ciento veintidós —dijo yaya—. Poneos de rodillas.
    —Pero ellos las robaron antes que nosotros —dijo Ringo.
    —Pero nosotros mentimos. Arrodillaos —dijo yaya.

    Ella se arrodilló primero. Después, nos quedamos los tres arrodillados junto al camino, mientras ella rezaba. La colada ondeaba suave, plácida y luminosa en el tendedero.

    Y entonces nos vio Louvinia; ya corría por los pastos mientras yaya rezaba.



    PARADA EN TERCIA
    1


    Cuando Ab Snopes salió para Memphis con las nueve mulas, Ringo, Joby y yo trabajamos en un corral nuevo. Luego, Ringo se marchó montado en su mula y sólo nos quedamos Joby y yo. Una vez bajó yaya y miró el nuevo tramo de estacas; el corral sería entonces dos acres más ancho. Aquél era el segundo día después de la marcha de Ringo. Por la noche, mientras yaya y yo estábamos sentados ante el fuego, regresó Ab Snopes. Dijo que sólo había conseguido cuatrocientos cincuenta dólares por las nueve mulas. Es decir, sacó el dinero del bolsillo y se lo dio a yaya, que lo contó y dijo:



    —Esto son sólo cincuenta dólares por cabeza.
    —Exactamente —dijo Ab—. Si usted puede hacerlo mejor, en su mano está llevar usted misma la próxima recua. Yo ya he reconocido que ni siquiera puedo competir con usted cuando se trata de conseguir mulas; quizá tampoco pueda competir con usted a la hora de venderlas.

    Siempre masticaba algo —tabaco cuando lo conseguía, corteza de sauce cuando no lo tenía—, jamás llevaba cuello y nadie afirmó nunca que alguna vez le hubieran visto con uniforme, aunque cuando padre estaba fuera, en algunas ocasiones solía hablar mucho sobre los días en que estaba en el escuadrón de padre y sobre lo que él y padre solían hacer. Pero, cuando una vez pregunté a padre acerca de ello, me contestó, «¿Quién? ¿Ab Snopes?» y se echó a reír. Pero fue padre quien en cierto modo indicó a Ab que cuidase de yaya mientras él se hallaba fuera; sólo que a mí y a Ringo también nos dijo que tuviéramos cuidado con Ab, que Ab era bueno a su modo, pero que era como un mulo: mientras se le pudieran seguir las huellas, mejor sería vigilarle. Pero Ab y yaya se las arreglaron muy bien, aunque siempre que Ab llevaba una recua de mulas a Memphis y volvía con el dinero solía ocurrir lo mismo:

    —Si, señora —dijo Ab—. Es fácil hablar de ello sin moverse de aquí ni correr riesgos. Pero soy yo quien tiene que pasar a escondidas a esas malditas bestias a lo largo de más de cien millas hasta Memphis, mientras Forrest y Smith combaten a ambos lados de mi camino, y yo sin saber nunca cuándo voy a tropezarme con una patrulla confederada o yanqui que me confisque hasta la última mula junto con los condenados ronzales. Y luego tengo que meterlas dentro del mismísimo meollo del Ejército yanqui en Memphis y tratar de vendérselas a un oficial de aprovisionamiento que, en cualquier momento, es capaz de reconocerlas como las mismas mulas que me compró no hace ni dos semanas. Si. Es muy fácil hablar para los que se quedan ahí sentados, haciéndose ricos y sin correr riesgos.
    —Supongo que se figura que traerlas aquí para que usted las venda, no entraña ningún riesgo —dijo yaya.
    —El riesgo de quedarse sin papeles con membrete impreso —dijo Ab—. Si no está satisfecha con sacar solamente quinientos o seiscientos dólares cada vez, ¿por qué no requisa más mulas a un tiempo? ¿Por qué no redacta una carta para que el general Smith le entregue a usted su tren de economato, con cuatro vagones cargados de zapatos nuevos? O. mejor aún, entérese del día en que llega el oficial pagador y llévese a rastras todo el vagón de la paga: entonces, ni siquiera tendríamos que molestarnos en encontrar comprador.

    El dinero estaba en billetes nuevos. Yaya los dobló con cuidado y los metió en la lata, pero no se la guardó inmediatamente en el vestido (mientras Ab andaba por allí, nunca volvía a esconderla en la tabla suelta de debajo de su cama). Se quedó ahí sentada, mirando el fuego, con la lata en las manos y el cordel que la sostenía colgándole alrededor del cuello. Ya no parecía flaca ni vieja. Y tampoco enferma. Simplemente tenía el aspecto de quien ha dejado de dormir por las noches.

    —Tenemos más mulas —dijo ella—, si es que quiere venderlas. Hay más de cien que se niega...
    —Tengo derecho a negarme —dijo Ab; entonces empezó a chillar—. ¡Si, señor! Creo que no tengo mucho juicio, de lo contrario no estaría haciendo nada de esto. Pero tengo el suficiente como para no llevarle las mulas a un oficial yanqui y decirle que las cicatrices que tienen en la grupa, donde usted y ese condenado negro borraron a fuego la marca US., son huellas de mataduras. ¡Por Dios Santo que yo...!
    —Ya está bien —dijo yaya—. ¿Ha comido algo?
    —Yo... —dijo Ab. Entonces dejó de chillar. Volvió a mascar y añadió—: Sí, señora. He comido.
    —Entonces, será mejor que se vaya a casa y descanse un poco —dijo yaya—. Hay un nuevo regimiento de refresco en Mottstown. Ringo bajó a verlo hace dos días. Así que pronto necesitaremos el corral nuevo.

    Ab dejó de mascar, y dijo:

    —¿Ah, si? Probablemente vengan de Memphis. Quizá sean los mismos que se han quedado con las nueve mulas que acabamos de vender.

    Yaya le miró, y dijo:

    —De manera que entonces, las ha vendido hace más de tres días.

    Ab empezó a decir algo, pero yaya no le dio tiempo, añadiendo:

    —Váyase a casa a descansar. Ringo estará de vuelta mañana, probablemente, y entonces tendrá usted ocasión de enterarse de si son las mismas mulas. Quizá también yo tenga la oportunidad de averiguar lo que dicen que le pagaron por ellas.

    Ab se paró en la puerta, miró a yaya y dijo:

    —Es usted lista. Si, señora. Tiene usted todos mis respetos. Ni el propio John Sartoris tiene nada que enseñarle. Va día y noche armando alboroto por todo el país con un centenar de hombres armados, y todo lo que puede darles para montar son unos escuálidos jamelgos. Y usted se queda ahí sentada en esta cabaña, sin otra cosa que un manojo de condenados papeles con membrete impreso, y tiene que construir un corral más grande para guardar los animales que aún no puede poner a la venta. ¿Cuántas cabezas de mula les ha revendido a los yanquis?
    —Ciento cinco —contestó yaya.
    —Ciento cinco —repitió Ab—. ¿Por cuánto dinero contante y sonante, en números redondos?

    Pero no esperó a que ella respondiera; se lo dijo él mismo.

    —Por seis mil setecientos veintidós dólares con sesenta y cinco centavos, quitando el dólar con treinta y cinco centavos que me gasté en whisky aquella vez que la serpiente mordió a una de las mulas.

    Sus palabras sonaban tan sólidas y firmes como grandes ruedas de roble circulando por arena mojada.

    —Empezó usted hace un año, con dos. Tiene cuarenta y pico en el corral, y el doble de ese número entregadas contra recibo. Y calculo que ha revendido unas cincuenta más a los yanquis ciento cinco veces, por una suma total de seis mil setecientos veintidós dólares con sesenta y cinco centavos, y tengo entendido que dentro de un día o dos pretende usted volver a requisar unas cuantas más.

    Me miró y añadió:

    —Muchacho, cuando crezcas y te pongas a hacer algo por tu cuenta, no malgastes el tiempo aprendiendo a ser abogado ni nada parecido. Ahorra dinero y compra un manojo de papeles con membrete impreso —no creo que importe mucho lo que digan— y luego se los das a tu abuela. pidiéndole únicamente que te confié el trabajo de contar el dinero cuando vaya viniendo.

    Volvió a mirar a yaya.

    —Cuando se marchó, el coronel Sartoris me dijo que la protegiera de ellos y del general Grant. Lo que me pregunto es si no sería mejor decirle a Abe Lincoln que protegiera al general Grant de miss Rosa Millard. Les deseo buenas noches a todos y cada uno.

    Salió. Yaya miró al fuego, con la lata en la mano. Pero no contenía seis mil dólares. No había mil dólares en ella. Ab Snopes lo sabia, sólo que yo no me figuraba que le fuera posible creérselo. Luego se levantó; me miró, callada. No parecía enferma; no era eso.

    —Creo que es hora de irse a la cama —dijo.

    Se fue al otro lado de la colcha, que volvió a su posición hasta quedar colgando derecha del montante, y oí la tabla suelta cuando escondió la lata bajo el piso, y luego el ruido que hizo cuando se agarró a los pies de la cama para arrodillarse. Tenía que hacer otro ruido al levantarse, pero cuando sonó, yo ya me había desnudado y metido en el jergón. Las sábanas estaban frías pero, al sonar el ruido, ya había estado en ellas el rato suficiente como para que empezaran a entibiarse.

    Al día siguiente vino Snopes y nos ayudó a Joby y a mí en el corral nuevo, de manera que lo terminamos a primeras horas de la tarde y luego me volví a la cabaña. Casi había llegado cuando vi a Ringo montado en la mula, cruzando el portón. Yaya también le había visto, porque cuando aparté la colcha estaba de rodillas en el rincón, sacando el visillo de la ventana de debajo de la tabla suelta del piso. Mientras desenrollaba el visillo encima de la cama, oímos a Ringo apearse de la mula y soltarle gritos mientras la ataba al tendedero de Louvinia.

    Entonces, yaya se puso en pie y miró la colcha hasta que Ringo la retiró a un lado y entró. Y luego parecieron dos personas jugando a las adivinanzas en clave.

    —Número... de Infantería de Illinois —dijo Ringo. Se acercó al mapa de encima de la cama, y añadió—: Coronel G. W. Newberry. Salió de Memphis hace ocho días.

    Yaya le observó mientras él se acercaba a la cama, y le preguntó:

    —¿Cuántas hay?
    —Diecinueve cabezas —contestó Ringo—. Cuatro con; quince sin.

    Yaya continuó observándole; no tuvo que formular para nada la siguiente pregunta.

    —Doce —dijo Ringo—. De aquella recua de Oxford. Yaya miró el mapa; ambos lo miraban.
    —El veintidós de julio —dijo yaya.
    —Si, señora —dijo Ringo.

    Yaya se sentó en el tronco aserrado, delante del mapa. Era el único visillo que Louvinia tenía; lo había dibujado Ringo (padre tenía razón: era más listo que yo; incluso había aprendido a dibujar, él, que incluso se negó a tratar de aprender a escribir su nombre cuando Loosh me estaba enseñando a mi; había aprendido a dibujar inmediatamente, con sólo coger la pluma, él, que no tenía inclinación para ello y que jamás negó que no la tuviera, pero aprendió a dibujar simplemente porque alguien tenía que hacerlo) junto con yaya, que le indicó dónde trazar las ciudades. Pero fue yaya quien escribió la leyenda, con su pulcra caligrafía de araña, como la que empleaba en el libro de cocina, escribiendo en el mapa junto a cada ciudad: coronel o comandante o capitán Fulano de Tal, Tal o Cual regimiento o escuadrón. Y, a continuación, más abajo, 12, o 9. o 21 mulas. Y, alrededor de cuatro ciudades, leyendas y lo demás, con purpúreo jugo de moras en vez de tinta, un circulo con una flecha y, en grandes letras claras. Completa.

    Estudiaron el mapa; la cabeza de yaya se veía blanca e inmóvil por donde caía la luz que entraba por la ventana, y Ringo estaba inclinado por encima de ella. Había crecido durante el verano; ya era más alto que yo, quizá debido al ejercicio de cabalgar por la región pendiente de nuevos regimientos con mulas, y había llegado a tratarme igual que yaya: como si tuviera la misma edad de ella en vez de la mía.

    —Ya vendimos esas doce en julio —dijo yaya—. Con eso sólo nos quedan siete. Y dices que hay cuatro marcadas.
    —Eso fue en julio pasado —dijo Ringo—. Ahora estamos en octubre. Ya se han olvidado. Además, mire aquí —puso el dedo en el mapa—. Requisamos esas doce en Madison, el doce de abril, las condujimos a Memphis y las vendimos, y recuperamos las catorce y tres más aparte, aquí, en Caledonia, el tres de mayo.
    —Pero eso estaba a cuatro condados de distancia —dijo yaya—. Oxford y Mottstown sólo están a pocas millas.
    —¡Bah! —exclamó Ringo—. Esa gente está demasiado ocupada en mantenernos sometidos para que puedan reconocer a diez o doce bestias insignificantes. Además, si las reconocen en Memphis, es problema de Ab Snopes, no nuestro.
    —Mister Snopes —dijo yaya.
    —Muy bien —dijo Ringo. Miró el mapa—. Diecinueve cabezas, y ni a dos jornadas de distancia. Sólo cuarenta y ocho horas y las metemos en el corral.

    Yaya miró el mapa.

    —Creo que no deberíamos arriesgarnos —dijo—. Hasta ahora hemos tenido éxito. Demasiado éxito, quizá.
    —Diecinueve cabezas —dijo Ringo—. Cuatro para guardar y quince para revendérselas a ellos. Eso haría exactamente doscientas cuarenta y ocho cabezas de mulas confederadas que hemos recuperado y sobre las que hemos sacado intereses, aparte del dinero.
    —No sé qué hacer —dijo yaya—. Quiero pensarlo.
    —Muy bien —dijo Ringo.

    Yaya siguió sentada ante el mapa, sin moverse. Ringo no parecía tolerante, pero tampoco impaciente; simplemente se quedó en pie, delgado y más alto que yo, contra la luz de la ventana, rascándose. Luego empezó a hurgarse los dientes con la uña del dedo meñique de la mano derecha; se miró la uña y escupió algo, y luego dijo:

    —Ya deben haber pasado cinco minutos.

    Volvió un poco la cabeza hacia mi, sin moverse, y añadió:

    —Trae la pluma y la tinta.

    Guardaban el papel debajo de la misma tabla del piso, junto con el mapa y la lata. No sé cómo ni dónde lo consiguió Ringo. Sólo que volvió una noche con unas cien hojas selladas con el membrete oficial:

    EJERCITO DE LOS ESTADOS UNIDOS. DISTRITO DE TENNESSEE. También consiguió la pluma y la tinta al mismo tiempo; me la cogió, y ahora era Ringo quien estaba sentado en el tronco aserrado y yaya quien se inclinaba por encima de él. Yaya todavía conservaba la primera carta —el oficio que el coronel Dick nos había dado el año anterior en Alabama—, también la guardaba en la lata y Ringo había aprendido a copiarla de tal modo que ni el propio coronel Dick podría haber notado la diferencia. Lo único que tenían que hacer era añadir el regimiento adecuado y cualquier número de mulas que Ringo hubiera examinado y aprobado, y la firma con el nombre del general correspondiente. Al principio, Ringo siempre quería firmar con el nombre de Grant, y cuando yaya dijo que aquello ya no surtiría efecto, con el de Lincoln. Por último, yaya descubrió que Ringo se negaba a que los yanquis pensaran que la familia de padre tuviera tratos con alguien inferior al general en jefe. Pero al fin comprendió él que yaya tenía razón, que debían tener cuidado con el nombre del general que ponían en la carta, así como con las mulas que requisaban. Ahora usaban el del general Smith; él y Forrest combatían diariamente a lo largo del camino de Memphis, y Ringo siempre sabía maniobrar entre ellos.

    Escribió la fecha y la ciudad, el cuartel general, el nombre del coronel Newberry y la primera línea. Luego se detuvo; no alzó la pluma.

    —¿Qué nombre quiere esta vez? —preguntó.
    —Me preocupa esto —dijo yaya—. No deberíamos arriesgarnos.
    —La última vez estábamos en la «F» —dijo Ringo—. Ahora toca la «H». Piense en un nombre con «H».
    —Señora Mary Harris —dijo yaya.
    —Ya hemos empleado Mary —dijo Ringo—. ¿Qué le parece Prunella Harris?
    —Esta vez estoy preocupada —dijo yaya.
    —Señora Prunella Harris —dijo Ringo, mientras escribía—. Pero también hemos agotado la «P». Ahora me acuerdo. Creo que nos hemos quedado sin letras, tal vez podamos empezar con números. Entonces tendríamos novecientos noventa y nueve antes de empezar a preocuparnos.

    Terminó el oficio y lo firmó: «General Smith»; salvo por el número de mulas, parecía exactamente como si el hombre que firmó el que nos dio el coronel Dick se llamase general Smith. Luego yaya se volvió y me miró.

    —Dile a mister Snopes que esté preparado al amanecer —dijo.

    Subimos al carro, con Ab Snopes y sus dos hombres siguiéndonos en dos mulas. Sólo fuimos lo bastante de prisa como para llegar al campamento a la hora de la cena, porque yaya y Ringo habían descubierto que era el mejor momento: todo el ganado estaba a mano, y los hombres solían estar demasiado hambrientos o soñolientos, o algo parecido, para pensar con rapidez, en caso de que les diera por pensar, y teníamos el tiempo justo de coger las mulas y de perdernos de vista antes de que se hiciera de noche. Entonces, si decidían perseguirnos, para cuando nos encontraran en la oscuridad no podrían capturar otra cosa que el carro, con yaya y yo dentro de él.

    Así lo hicimos; sólo que esta vez lo preparamos bien. Dejamos a Ab Snopes y sus hombres en el bosque, al otro lado del campamento, y yaya y Ringo y yo nos detuvimos delante de la tienda del coronel Newberry exactamente en el momento preciso, y yaya pasó ante el centinela y entró en la tienda, caminando derecha y flaca, con el chal por encima de los hombros, el sombrero de la señora Compson en la cabeza, la sombrilla en una mano y el oficio (el que habían hecho ella y Ringo) del general Smith en la otra, y Ringo y yo nos quedamos en el carro, mirando los fuegos en que se cocinaba por la arboleda, oliendo el café y la carne. Siempre era lo mismo. Yaya desaparecía dentro de la tienda, o de la casa, y entonces, al cabo de un minuto más o menos, alguien chillaba en el interior de la tienda o de la casa, y luego gritaba el centinela de la puerta y después un sargento, o, incluso, a veces, un oficial, que solía ser un teniente, entraba de prisa en la tienda o en la casa y entonces Ringo y yo oíamos maldecir a alguien, y al poco rato salían todos, yaya andando erguida y tiesa, sin parecer mucho más alta que primo Denny en Hawkhurst, y tres o cuatro oficiales detrás de ella, poniéndose cada vez más frenéticos. Después traían las mulas amarradas en reata, yaya y Ringo ya podían calcularlo al segundo: tendría que quedar justo la luz suficiente para saber que eran mulas, y yaya subía al carro mientras Ringo iba con las piernas colgando por la entrada trasera, sujetando el ramal de cabeza, y emprendíamos la marcha, sin prisa, para que cuando volviéramos al bosque donde aguardaban Ab Snopes y sus hombres no pudiera distinguirse que eran mulas. Entonces, Ringo montaba en la mula de cabeza y torcían por el bosque, mientras yaya y yo seguíamos hacia casa.

    Eso fue lo que hicimos esta vez; sólo que entonces pasó algo; ni siquiera podíamos ver nuestra propia pareja cuando oímos los cascos que venían al galope. Llegaban veloces y furiosos; yaya se incorporó de golpe, rápida y tiesa, sosteniendo la sombrilla de la señora Compson.

    —¡Ese condenado Ringo! —exclamó—. Esta vez he tenido mis dudas todo el tiempo.

    Luego nos rodearon, nos cayeron encima como las mismas sombras, rebosantes de caballos y de hombres frenéticos que gritaban:

    —¡Alto! ¡Alto! ¡Si tratan de escapar, disparad al par de mulas!

    Y yaya y yo sentados en el carro y hombres que empujaban a las mulas hacia atrás y los animales dando tirones y tropezando en sus propios arreos, mientras algunos bramaban:

    —¿Dónde están las mulas? ¡Las mulas han desaparecido!

    Y el oficial blasfemaba y aullaba:

    —¡Claro que han desaparecido!

    Maldecía a yaya y a la oscuridad y a los hombres y a las mulas. Entonces, alguien encendió una cerilla y vimos al oficial montado en el caballo, al lado del carro, mientras un soldado prendía una madera resinosa con otra.

    —¿Dónde están las mulas? —preguntó el oficial.
    —¿Qué mulas? —dijo yaya.
    —¡No me venga con mentiras! —aulló el oficial—. ¡Las mulas que acaba de sacar del campamento con ese oficio falsificado! ¡Esta vez la hemos cogido! ¡Sabíamos que volvería a aparecer! ¡Hace un mes que en todo el distrito se recibieron órdenes de alerta contra usted! Ese maldito Newberry tenía su copia en el bolsillo mientras usted hablaba con él —entonces maldijo al coronel Newberry—. ¡Tenían que dejarla libre a usted y hacerle un consejo de guerra a él! ¿Dónde están el chico negro y las mulas, señora Prunella Harris?
    —No sé de qué está usted hablando —dijo yaya—. No tengo mulas, salvo esta pareja que conduzco. Y me llamo Rosa Millard. Voy camino de casa, más allá de Jefferson.

    El oficial se echó a reír: se quedó montado en el caballo, riéndose.

    —De modo que ése es su nombre verdadero, ¿eh? Bien, bien, bien. Así que al fin ha empezado a decir la verdad. Venga, dígame dónde están esas mulas, y cuénteme dónde están escondidas las otras que nos ha robado.

    Entonces chilló Ringo. Él y Ab Snopes y las mulas habían torcido por el bosque, a la derecha del camino, pero cuando chilló estaba al lado izquierdo.

    —¡Eh, los del camino! —gritó—. ¡Se ha escapado una! ¡Cortadle el paso en el camino!

    Y eso fue todo. El soldado soltó la astilla resinosa y el oficial dio la vuelta a su caballo, espoleándole ya y gritando:

    —¡Que dos hombres se queden aquí!

    Quizá todos pensasen que se refería a otros dos, porque sólo hubo un gran estrépito en arbustos y árboles, como si por ellos pasara un ciclón, y luego yaya y yo nos quedamos sentados en el carro, como antes de que escucháramos los cascos.

    —Vamos —dijo yaya. Ya estaba apeándose del carro.
    —¿Vamos a abandonar la pareja y el carro? —pregunté.
    —Si —contestó yaya—. Sospechaba esto desde el principio.

    No podíamos ver nada dentro del bosque; íbamos a tientas, yo ayudaba a caminar a yaya, cuyo brazo casi no parecía más grueso que un lápiz, pero no temblaba.

    —Ya estamos bastante lejos —dijo.

    Descubrí un leño y nos sentamos. Les oíamos más allá del camino, moviéndose con violencia, gritando y maldiciendo. El sonido venía ya muy lejano.

    —Y el par de mulas también —dijo yaya.
    —Pero tenemos otras diecinueve —dije—. Eso hace doscientas cuarenta y ocho.

    Ahí sentados encima del tronco, en la oscuridad, el tiempo se nos hizo largo. Volvieron al cabo de un rato; oíamos maldecir al oficial, y a los caballos tropezando e irrumpiendo otra vez en el camino. Y entonces descubrió que el carro estaba vacío y se puso a maldecir terriblemente contra yaya, contra mí y contra los dos hombres a quienes había ordenado quedarse allí. Siguió renegando mientras daban la vuelta al carro. Luego se marcharon. Después de un tiempo dejamos de oírles. Yaya se levantó y volvimos a tientas al camino, y así seguimos hacia casa. Pasado un rato la convencí de que parásemos a descansar, y mientras estábamos allí sentados, al lado del camino. oímos venir el buggy. Nos levantamos, Ringo nos vio y paró.

    —¿Chillé lo bastante fuerte? —preguntó.
    —Si —contestó yaya, y luego añadió—: ¿Bien?
    —Muy bien —dijo Ringo—. Le dije a Ab Snopes que se ocultara con ellas en la cañada de Hickahala hasta mañana por la noche. Todas excepto estas dos.
    —Mister Snopes —le corrigió yaya.
    —Muy bien —dijo Ringo—. Suban y vamos a casa.

    Yaya no se movió; yo sabía por qué, incluso antes de que hablara.

    —¿De dónde has sacado ese buggy?
    —Lo tomé prestado —dijo Ringo—. No había yanquis cerca, así que no necesité papeles.

    Subimos. El buggy se puso en marcha. Tenía la impresión de que ya hubiera pasado toda la noche, pero todavía no estaba muy entrada —lo sabía por las estrellas—; llegaríamos a casa alrededor de medianoche. Seguimos adelante.

    —Me figuro que fuisteis y les dijisteis quiénes somos —dijo Ringo.
    —Si —contestó yaya.
    —Bueno, supongo que esto se ha terminado —dijo Ringo—. De todos modos, traficamos con doscientas cuarenta y ocho cabezas mientras duró el negocio.
    —Doscientas cuarenta y seis —dijo yaya—. Hemos perdido la pareja.


    2


    Llegamos a casa pasada la medianoche; ya era domingo y, por la mañana, cuando fuimos a la iglesia, allí estaba esperando la mayor multitud que jamás hubiera visto, a pesar de que Ab Snopes no volverla con las nuevas mulas hasta el día siguiente. Por eso creí que se habrían enterado de algún modo de lo de la noche pasada y que también sabrían, como Ringo, que aquello era el final y que ahora habría que hacer balance y cerrar el libro de cuentas. Fuimos con retraso porque yaya hizo que Ringo se levantara al amanecer y devolviera el buggy al sitio de donde lo había recogido. De modo que cuando llegamos a la iglesia, ya estaban dentro, esperando. El hermano Fortinbride nos recibió en la puerta, y mientras avanzábamos por el pasillo hacia nuestro banco, todos ellos se volvieron en sus sitios mirando a yaya —los viejos, las mujeres, los niños y quizá una docena de negros que se habían quedado sin blancos—. observándola exactamente igual que los perros raposeros de padre solían mirarle a él cuando entraba en la perrera. Ringo llevaba el libro; subió al coro; miré atrás y le vi con los brazos encima de la barandilla apoyados sobre el libro.



    Nos sentamos en nuestro banco, igual que antes de la guerra, salvo por padre: yaya inmóvil y erguida, con su vestido de algodón de los domingos y el chal y el sombrero que la señora Compson le había prestado hacia un año, derecha y tranquila, sosteniendo en las manos el libro de oraciones sobre el regazo, como siempre, aunque no había habido un servicio episcopaliano en la iglesia desde hacía casi tres años. El hermano Fortinbride era metodista, y no se lo que la gente era. El verano pasado, cuando volvimos de Alabama con la primera recua de mulas, yaya mandó a buscarles, envió recado a los cerros donde vivían en cabañas de sucios suelos, en pequeñas y pobres granjas sin esclavos. Hubo que hacer tres o cuatro intentos para que vinieran, pero al fin llegaron todos: hombres y mujeres y niños y la docena de negros que quedaron libres por casualidad y no sabían qué hacer. Creo que fue la primera iglesia con un coro para esclavos que varios de ellos hubieran visto jamás, con Ringo y los otros doce sentados allá arriba, en las altas sombras, donde había suficiente espacio para doscientos; y me acordé de antes, cuando padre estaba en el banco con nosotros y el bosquecillo de fuera se llenaba de carruajes de las otras plantaciones, y el doctor Worsham con su estola bajo el altar, y por cada blanco de la nave había diez negros en el coro. Y creo que aquel primer domingo en que yaya se arrodilló en público, fue la primera vez que vieron a alguien arrodillarse en una iglesia.

    El hermano Fortinbride tampoco era pastor. Era soldado raso en el regimiento de padre y resultó gravemente herido en el primer combate que entabló el regimiento; le dieron por muerto, pero él dijo que se le apareció Jesús y le dijo que se levantara y viviera, y padre le envió de vuelta para que muriera en casa, sólo que no murió. Pero decían que no le había quedado estómago en absoluto, y todo el mundo creía que la comida que tomábamos en 1862 y 1863 acabaría matándole, aunque la hubiese comido guisada por mujeres en lugar de cocer él mismo las hierbas que recogía en las orillas de las acequias. Pero no murió, así que de todos modos tal vez fuera por Jesús, como él decía. De esa manera, cuando volvimos con la primera recua de mulas y el dinero y la comida, y yaya avisó a todos los necesitados, fue como si el hermano Fortinbride hubiera surgido de debajo de la misma tierra con los nombres e historias de todas las gentes de la colina en la punta de la lengua, como si tal vez fuera cierto lo que afirmaba; que el Señor les tenía a ambos, a yaya y a él, en el pensamiento cuando creó a los otros. Así que allí se quedaría, donde solía situarse el doctor Worsham, y hablaba tranquilamente de Dios durante un ratito, con el pelo clareando donde él mismo se lo cortaba y los huesos como si fueran a salírsele por en medio de la cara, con un chaquetón que se había vuelto verde hacia mucho tiempo y con remiendos que él mismo había cosido encima; uno de ellos era de piel de caballo sin curtir y otro de un trozo de lona de tienda de campaña en el que aún podía verse un poco de marca U.S.A. Nunca hablaba mucho; nadie podía ya hablar mucho sobre los ejércitos confederados. Pienso que llega un momento en el cual hasta los predicadores dejan de creer que Dios va a cambiar su plan para dar la victoria al bando donde no queda nada en que pueda apoyarse la victoria. Simplemente dijo que la victoria sin Dios es escarnio e ilusión, pero que la derrota con Dios no es una derrota. Luego dejó de hablar, y se quedó inmóvil, con los viejos y las mujeres y los niños y los once o doce negros perdidos en su libertad, con ropas hechas de costales de algodón y sacos de harina. aún observando a yaya —sólo que ya no del modo en que los sabuesos solían mirar a padre, sino como contemplaban el alimento en manos de Loosh cuando iba a darles la comida—, y después dijo:

    —Hermanos y hermanas, la hermana Millard desea hacer confesión pública.

    Yaya se levantó. No se acercó al altar; simplemente se quedó ahí parada, en el banco, con la cara al frente, llevando el chal y el sombrero de la señora Compson y el vestido que Louvinia lavaba y planchaba todos los sábados, sosteniendo el libro de oraciones, que antes llevaba su nombre grabado en letras doradas, pero ahora el único modo en que podía leerse, era pasando el dedo por encima; en tono reposado, como el del hermano Fortinbride, dijo:

    —He pecado. Quiero que todos vosotros recéis por mi.

    Se arrodilló en el banco; parecía más pequeña que primo Denny; ahora sólo podían ver el sombrero de la señora Compson por encima del respaldo del banco. No estoy seguro de si rezaba o no. Y el hermano Fortinbride tampoco rezaba: no en voz alta, en todo caso. Ringo y yo acabábamos entonces de cumplir quince años, pero podía figurarme lo que se le habría ocurrido decir al doctor Worsham: que no todos los soldados llevaban armas y que también rendían servicio, y que un niño salvado del hambre y del frío vale más a los ojos del cielo que mil enemigos muertos. Pero el hermano Fortinbride no lo dijo. Creo que lo pensó; cuando quería, siempre podía soltar un sermón. Era como si dijese para sí: «Las palabras son buenas en tiempo de paz, cuando todo el mundo está tranquilo y a gusto. Pero ahora creo que podrán excusarnos.» Simplemente se quedó ahí parado, donde solía ponerse el doctor Worsham y también el obispo, con su anillo que parecía tan grande como una diana de pistola. Después, yaya se levantó; no tuve tiempo de ayudarla; se incorporó, y luego atravesó la iglesia un prolongado rumor, una suerte de sonido como un suspiro que, según Ringo, era el susurro de los costales de algodón y de los sacos de harina cuando ellos volvieron a respirar; y yaya se volvió y miró atrás, hacia el coro; sólo que Ringo ya se estaba acercando.

    —Trae el libro —dijo ella.

    Era un voluminoso libro de cuentas; pesaba casi quince libras. Lo abrieron en el atril, poniéndose uno a cada lado del pupitre, mientras yaya sacaba el bote de hojalata del vestido y extendía el dinero encima del libro. Pero nadie se movió hasta que empezó a llamarles por su nombre. Entonces se acercaron uno por uno, mientras Ringo leía en el libro los nombres, la fecha y la cantidad que habían recibido anteriormente. En primer lugar, yaya les hacía decir lo que pensaban hacer con el dinero, y luego les obligaba a decirle cómo lo habían gastado, a la vez que miraba el libro para comprobar si le habían mentido. Y aquellos a quienes había prestado mulas con la marca borrada —las que Ab Snopes tenia miedo de poner a la venta—, tenían que explicarle cómo se portaba la mula y cuánto trabajo había realizado, y de vez en cuando le quitaba la mula a un hombre o a una mujer y se la daba a otros, rompiendo el recibo viejo y haciendo firmar el nuevo al hombre o a la mujer, indicándoles el día en que tenían que recoger la mula.

    De modo que ya había atardecido cuando Ringo cerró el libro y juntó los recibos, y yaya terminó de meter de nuevo en el bote de hojalata el resto del dinero sobrante y ella y el hermano Fortinbride sostuvieron su conversación acostumbrada.

    —Me las arreglo estupendamente con la mula —dijo él—. No necesito dinero.
    —Tonterías —repuso yaya—. Por muchos días que viva usted, nunca sacará bastante sustento de la tierra como para dar de comer a un pájaro. Coja este dinero.
    —No —dijo el hermano Fortinbride—. Me las apaño muy bien.

    Volvimos a casa; Ringo llevaba el libro.

    —Ha extendido un recibo por cuatro mulas a las que todavía no ha puesto los ojos encima —dijo—. ¿Qué va a hacer con eso?
    —Calculo que estarán aquí mañana por la mañana —contestó yaya.

    Y estuvieron; Ab Snopes llegó mientras estábamos desayunando. Se apoyó en la puerta con los ojos un poco enrojecidos por la falta de sueño y miró a yaya.

    —Si, señora —dijo—. No quiero ser rico nunca; sólo quiero ser dichoso. ¿Sabe lo que ha hecho? —Sólo que nadie se lo preguntó, así que nos lo dijo de todos modos—. Ocurrió durante todo el día de ayer; creo que ya no debe quedar ni un regimiento yanqui en Mississippi. Podría decirse que la guerra ha dado la vuelta por fin y se dirige otra vez al Norte. Si, señor. El regimiento en el que hizo requisa el sábado, no se ha quedado lo suficiente ni para caldear el terreno. Usted logró confiscar la última tanda de ganado yanqui en el último momento en que un ser vivo podía hacerlo. Sólo cometió un error: les quitó las últimas diecinueve mulas un poco demasiado tarde para tener a alguien a quien revendérselas.


    3


    Era un día luminoso y cálido; vimos brillar los rifles y los bocados de los caballos a mucha distancia, acercándose por el camino. Pero esta vez Ringo ni siquiera se movió. Simplemente dejó de dibujar, levantó la vista del papel y dijo:



    —Así que Ab Snopes mentía. ¡Santo Dios! ¿Es que nunca vamos a librarnos de ellos?

    Sólo iba un teniente; para entonces, Ringo y yo sabíamos distinguir las diferentes graduaciones de sus oficiales mejor que los rangos de los confederados, porque un día hicimos cuentas y los únicos oficiales confederados que habíamos visto eran padre y el capitán que habló con nosotros y con tío Buck MacCaslin aquel día en Jefferson, antes de que Grant le prendiera fuego. Y aquélla iba a ser la última vez que veríamos uniformes, salvo como símbolos ambulantes del orgullo y de la indomable obstinación de los vencidos, pero entonces no teníamos conciencia de ello.

    Como digo, sólo iba un teniente. Aparentaba unos cuarenta años y parecía furioso y alegre, ambas cosas a la vez. Ringo no le reconoció porque no estuvo con nosotros en el carro, pero yo si: por la manera en que montaba, o quizá por el aspecto iracundo y ufano que tenía al mismo tiempo, como si hubiera estado furioso durante varios días, pensando en cuánto disfrutaría de su ira cuando llegara el momento adecuado. Y él también me reconoció a mi; me lanzó una sola mirada y dijo: «¡Ah!», enseñando los dientes y haciendo avanzar al caballo para mirar el dibujo de Ringo. Detrás de él había una docena de soldados de caballería; no les prestamos especial atención.

    —¡Ah! —volvió a decir; luego, añadió—: ¿Qué es eso?
    —Una casa —contestó Ringo.

    Ringo todavía no le había mirado bien. Él había visto muchos más yanquis que yo.

    —Mírela.

    El teniente me miró a mí y volvió a exclamar: «¡Ah!», entre dientes: lo decía de cuando en cuando mientras hablaba con Ringo. Echó un vistazo al dibujo de Ringo y luego alzó los ojos hacia la arboleda en donde las chimeneas se destacaban del montón de escombros y pavesas. Ya crecía hierba y maleza entre las cenizas, y a menos que se estuviera al tanto, lo único que se distinguía eran las cuatro chimeneas. Algunas varas de San José aún estaban en flor.

    —¡Oh! —dijo el oficial—. Ya veo. La estas dibujando tal como era antes.
    —Exacto —dijo Ringo—. ¿Para qué querría dibujarla tal como es ahora? Puedo andar por aquí diez veces al día y verla tal como es ahora. Incluso puedo pasar a caballo por ese portón y hacer lo mismo.

    Esta vez el teniente no dijo: «¡Ah!» No hizo nada todavía; creo que seguía disfrutando un poco más de la espera para ponerse bien furioso. Simplemente soltó una especie de gruñido.

    —Cuando acabes aquí, puedes trasladarte a la ciudad y estar ocupado todo el invierno. ¿no? —dijo.

    Luego volvió a echarse hacia atrás en la silla. Tampoco esta vez dijo: «Ah!»: fueron sus ojos quienes lo dijeron, fijándose en mi. Eran de un color parecido a leche aguada. como la taba de la pata de un jamón.

    —Muy bien —dijo—. ¿Quién vive ahí, ahora? ¿Como se llama ella hoy, eh?

    Ringo ya le estaba observando, aunque creo que aún no sospechaba de quién se trataba.

    —No vive nadie —dijo—. Hay goteras en el techo.

    Uno de los hombres hizo una especie de ruido; quizás era una carcajada. El teniente empezó a caracolear con su caballo y luego se paró; después se puso a mirar fijamente a Ringo mientras abría la boca.

    —¡Oh! —dijo Ringo—. Dice usted allá atrás, en las cabañas de los negros. Creí que seguía preocupándose por las chimeneas.

    Esta vez el soldado rompió a reír y el teniente dio una vuelta brusca, maldiciendo al soldado; si no lo hubiera hecho antes, debería haberle reconocido entonces. Soltó maldiciones contra todos ellos, ahí montado, mientras se le congestionaba la cara.

    —¡Condenación... condenación... condenación! —bramó—. Largaos de aquí! Él dijo que el corral está ahí abajo, en la cañada más allá de... ¡Si encontráis hombre, mujer o niño que se atreva a sonreiros, disparad contra ellos! ¡Vamos!

    Los soldados se marcharon, subiendo al galope por el camino de entrada y dispersándose al cruzar el prado. El teniente nos miró a Ringo y a mí; volvió a decir: «¡Ah!», mientras nos fulminaba con los ojos.

    —Vosotros, chicos. venid conmigo. ¡Aligerad!

    No nos esperó; también se lanzó al galope. Echamos a correr, Ringo me miró.

    —«Él» dijo que el corral estaba en la cañada —dijo—. ¿Quién crees que es «él»?
    —No lo sé —contesté.
    —Pues creo que yo sí —repuso él.

    Pero no hablamos nada más. Seguimos subiendo a la carrera por el camino de entrada. El teniente ya había llegado a la cabaña, y yaya salió a la puerta. Creo que ella también le había visto, porque ya tenía puesta la cofia para el sol. Nos dirigieron una mirada y luego yaya también se puso en marcha, caminando derecha por el sendero hacia el corral, sin prisa, con el teniente detrás de ella, montado en el caballo. A él podíamos verle los hombros y la cabeza y de cuando en cuando la mano y el brazo, pero no podíamos oír lo que decía.

    —Creo que esto acaba con todo —dijo Ringo.

    Pero le oímos antes de llegar al cercado nuevo. Entonces les vimos, parados en la cerca que Joby y yo acabábamos de terminar: yaya erguida e inmóvil, cubierta con la cofia para el sol, y el chal ceñido sobre los hombros y los brazos cruzados por debajo, de modo que parecía más pequeña que nadie de quien pudiera acordarme, como si durante aquellos cuatro años no se hubiera hecho más vieja o más débil, sino cada vez más pequeña y más tiesa y más y más indomable; y el teniente a su lado, con una mano en la cadera y la otra blandiendo todo un montón de papeles delante de la cara de yaya.

    —Parece que tiene ahí todo lo que hemos escrito —dijo Ringo.

    Los caballos de los soldados estaban atados a lo largo de la cerca; ellos ya estaban dentro del corral, y junto con Joby y Ab Snopes tenían apartadas en un rincón a las cuarenta y tantas mulas de antes y a las diecinueve últimas. Las mulas seguían tratando de escaparse, sólo que no lo parecía. Era como si cada una de ellas se empeñara en poner de lado la gran cicatriz de la quemadura con la que yaya y Ringo habían borrado la marca U.S., de manera que el teniente tuviera que verla.

    —¡Y supongo que dirá que esas cicatrices son huellas de torpes mataduras! —exclamó el teniente—. Ha estado empleando sierras de desecho como arreos, ¿verdad? Preferiría combatir todas las mañanas, durante seis meses, con toda la brigada de Forrest, antes que pasar el mismo período de tiempo tratando de proteger las propiedades de los Estados Unidos de indefensas mujeres y negros y niños del Sur —gritó—. ¡Indefensas! ¡Dios ayude al Norte si a Davis y a Lee se les ocurriera alguna vez la idea de formar una brigada de abuelas y huérfanos negros para invadirnos con ella! —aulló, mientras sacudía los papeles delante de yaya.

    En el corral, las mulas se apiñaban y encrespaban, mientras Ab Snopes agitaba los brazos hacia ellas de vez en cuando. Entonces, el teniente dejó de gritar, e incluso de blandir los papeles ante yaya.

    —Escuche —dijo—. Ahora estamos bajo órdenes de evacuación. Probablemente, soy el último soldado federal que tendrá que ver. Y no voy a hacerle daño, también tengo órdenes en ese sentido. Lo único que voy a hacer es recuperar las propiedades robadas. Y ahora quiero que me hable de enemigo a enemigo, o incluso de hombre a hombre, silo prefiere. Por estos oficios falsificados sé cuántas cabezas de ganado nos ha quitado, y por los registros sé cuántas veces nos ha vuelto a vender varias de ellas; hasta conozco lo que pagamos. Pero, ¿cuántas volvió efectivamente a vendemos más de una vez?
    —No lo sé —contestó yaya.
    —No lo sabe —dijo el teniente. No se puso a gritar, simplemente se quedó allí parado, respirando despacio y con dificultad, mirando a yaya; hablaba entonces con una especie de furiosa paciencia, como si fuera idiota o indio—: Escuche. Yo sé que no está obligada a decírmelo, y usted sabe que no puede forzarla. Únicamente se lo pregunto por puro respeto. ¿Respeto? Envidia. ¿No me lo va a decir?
    —No lo sé —repitió yaya.
    —No lo sabe —dijo el teniente—. ¿Quiere decir que usted...? —Ahora hablaba en voz baja—. Ya entiendo. Realmente no lo sabe. Estaba usted demasiado ocupada haciendo su agosto como para contar los...

    No nos movimos. Yaya ni siquiera le miraba; Ringo y yo fuimos quienes observamos cómo doblaba los papeles que yaya y Ringo habían escrito y se los guardaba cuidadosamente en el bolsillo. Volvió a hablar con suavidad, como si estuviera cansado.

    —Muy bien, muchachos. Atadlas en hilera y arreadlas fuera de aquí.
    —El portón está a un cuarto de milla.
    —Derribad una parte de la cerca —dijo el teniente.

    Empezaron a echar abajo la cerca en la que Joby y yo habíamos trabajado durante dos meses. El teniente sacó una libreta del bolsillo, se dirigió al cercado, la dejó en un travesaño y sacó un lápiz. Luego volvió a mirar a yaya; habló otra vez con voz queda.

    —Creo que dijo llamarse Rosa Millard.
    —Sí —dijo yaya.

    El teniente escribió en la libreta y arrancó la hoja y volvió a acercarse a yaya. Seguía hablando sosegadamente, como cuando alguien está enfermo en cama.

    —Tenemos órdenes de pagar los desperfectos que se produzcan en toda propiedad durante la evacuación —dijo—. Esto es una garantía por diez dólares contra el oficial del servicio de intendencia en Memphis. Por la cerca. —No le entregó el papel inmediatamente; simplemente se quedó ahí parado, mirándola—. ¡Maldita sea! No quiero una promesa. Si sólo supiera en qué cree usted, mantendría... —volvió a maldecir, ni en voz alta ni contra alguien o algo—. Escuche. No hablo de prometer; no he mencionado esa palabra. Pero tengo una familia; soy pobre; no tengo abuela. Y si dentro de cuatro meses el interventor descubriera en los registros un libramiento de mil dólares a favor de la señora Rosa Millard, yo tendría que responder de ello. ¿Comprende usted?
    —Si —dijo yaya—. No tiene que preocuparse.

    Entonces se marcharon. Yaya y Ringo y Joby y yo nos quedamos allí parados y miramos cómo subían por el prado conduciendo las mulas, hasta que se perdieron de vista. Nos habíamos olvidado de Ab Snopes, hasta que dijo:

    —Bueno, parece que se lo llevan todo. Pero todavía tiene usted esas ciento y pico que están contra recibo, con tal de que la gente de la colina no tome ejemplo de los yanquis. Creo que aún tiene que estar agradecida, de todos modos. Así que les doy los buenos días a todos y cada uno y me voy a casa a descansar un rato. Si vuelve a necesitar mi ayuda, no tiene más que llamarme.

    El también se marchó. Al cabo de un rato, yaya dijo:

    —Joby, vuelve a colocar esos travesaños.

    Creo que Ringo y yo esperábamos que nos mandara ayudar a Joby, pero no lo hizo. Simplemente dijo: «Vamos., dio la vuelta y echó a andar, no en dirección a la cabaña, sino por el prado, hacia el camino. No supimos a dónde íbamos hasta que aparecimos en la iglesia. Siguió derecha por el pasillo hasta el presbiterio, y se paró allí, esperando a que llegáramos nosotros.

    —Arrodillaos —dijo.

    Nos pusimos de rodillas en la iglesia vacía. Resultaba baja y pequeña entre nosotros dos; habló en calma, no en alto, pero sin prisa y sin pausa; su voz sonaba queda y apacible, pero fuerte y clara.

    —He pecado. He robado y he levantado falso testimonio contra mi prójimo, aunque fuera enemigo de mi país. Y, lo que es peor, he hecho pecar a estos niños. Por lo tanto, tomo sus pecados sobre mi conciencia.

    Era uno de esos días suaves y brillantes. Hacia fresco en la iglesia; el suelo me daba frío en las rodillas. Justo detrás de la ventana había una rama de nogal que empezaba a amarillear; cuando la rozó el sol, las hojas perecieron de oro.

    —Pero no he pecado por provecho o avaricia —siguió diciendo yaya—. No he pecado por venganza. Te desafío a ti o a cualquiera a decir que así lo hice. He pecado en primer lugar por justicia; he pecado por comida y ropas para Tus propias criaturas, que no podían ayudarse así mismas; por niños que habían perdido a sus padres, por esposas que habían perdido a sus maridos; por ancianos que habían perdido a sus hijos en una causa sagrada, aun cuando Tú hubieras decidido convertirla en una causa perdida. Lo que gané, lo compartí con ellos. Es cierto que reservé algo para mi, pero de eso soy yo el mejor juez, porque yo también tengo personas a mi cargo que, por lo que yo sé, también pueden ser huérfanas en este momento. Y si ello es un pecado a Tus ojos, también lo tomo sobre mi conciencia. Amén.

    Se incorporó. Se levantó ágilmente, como si no le pesara el cuerpo. Afuera hacia calor; era el octubre más espléndido que pudiera recordar. O quizá fuese porque no se tiene conciencia del tiempo hasta que se cumplen quince años. Aunque yaya dijo que no estaba cansada, caminamos despacio de vuelta a casa.

    —Sólo desearía saber cómo averiguaron lo del corral —dijo yaya.
    —¿No lo sabe? —dijo Ringo. Yaya le miró—. Ab Snopes se lo dijo.

    Esta vez ni siquiera le corrigió, diciendo: «mister Snopes». Simplemente se paró en seco y miró a Ringo.

    —¿Ab Snopes?
    —¿Cree usted que iba a quedarse satisfecho hasta haber vendido a alguien las últimas diecinueve mulas? —preguntó Ringo.
    —Ab Snopes —dijo yaya—. Bien —continuo adelante; la seguimos—. Ab Snopes —repitió—. A pesar de todo, creo que me ha vencido. Pero ya no hay remedio. De todos modos. en conjunto no nos ha salido mal.
    —Nos ha salido condenadamente bien —dijo Ringo. Se contuvo, pero ya era demasiado tarde. Yaya ni siquiera se paró.
    —Ve a casa a por el jabón —dijo ella.

    El se adelantó. Le vimos atravesar el prado y entrar en la cabaña; luego salió y bajó la colina hasta el arroyo. Ya estábamos cerca; cuando dejé a yaya y bajé al arroyo, el ya estaba enjuagándose la boca, con la jabonera en una mano y el cazo de calabaza en la otra. Escupió y se enjuagó la boca y volvió a escupir; tenía una larga mancha de espuma en la parte de arriba de la mejilla; una ligera jabonadura de coloreadas burbujas revoloteó sin el menor ruido, mientras la contemplaba.

    —Sigo diciendo que nos salió condenadamente bien —dijo.


    4


    Tratamos de que no lo hiciera; los dos lo intentamos. Ringo le había contado lo de Ab Snopes, y después lo comprendimos ambos. Era como si los tres lo hubiéramos sabido desde siempre. Pero no creo que él pensara entonces que iba a pasar lo que ocurrió. Ahora bien, me parece que si hubiera sabido lo que iba a suceder, la habría seguido incitando para que lo hiciera. Y Ringo y yo lo intentamos de veras. pero yaya se quedó sentada, ante el fuego —ya hacia frío en la cabaña—, con los brazos cruzados bajo el chal y aquella expresión que aparecía en su rostro cuando había dejado de discutir o de escucharle a uno, y simplemente lo repitió una vez más, diciendo que hasta un bribón se volvería honrado si se le pagaba lo suficiente. Era Navidad; acabábamos de tener noticias de Hawkhurst, de tía Louise, y averiguamos dónde estaba. Drusilla; ya hacia casi un año que faltaba de casa, y al fin tía Louise descubrió que se había marchado con padre a Carolina, tal como ella me había dicho, cabalgando con el escuadrón como si fuera un hombre.



    Ringo y yo acabábamos de volver de Jefferson con la carta, y Ab Snopes estaba en la cabaña, contándoselo a yaya, que le escuchaba y le creía, aunque ella seguía pensando que el bando en el que un hombre lucha en la guerra le hace ser lo que es. Y debió desconfiar de sus propios oídos; no debió haberlo comprendido; todo el mundo estaba enterado de ello y se ponían furiosos si eran hombres, o se aterrorizaban si eran mujeres. Todo el mundo sabía que habían asesinado, y prendido fuego junto con su cabaña, a un negro del distrito. Se llamaban a sí mismos los Independientes de Grumby: unos cincuenta o sesenta hombres que no llevaban uniforme y que llegaron de nadie sabía dónde tan pronto como el último regimiento yanqui se marchó del país; saqueaban ahumaderos y establos, además de las casas en las cuales estaban seguros de no encontrar hombres, destrozando camas y suelos y paredes, asustando a mujeres blancas y torturando a negros para descubrir el escondite del dinero o de la plata.

    Les atraparon una vez, y el que decía ser Grumby enseñó una orden de allanamiento, hecha pedazos, con la auténtica firma del general Forrest; aunque no podía saberse si el nombre legitimo era o no Grumby. Pero aquello les salvó, porque quienes les capturaron sólo eran unos viejos; y ahora las mujeres que habían vivido solas durante tres años, rodeadas de ejércitos invasores, tenían miedo de quedarse en casa por las noches, y los negros que habían perdido a sus blancos vivían ocultos en las lejanas cuevas de las colinas, como animales.

    De ellos era de quienes estaba hablando Ab Snopes, con el sombrero en el suelo, agitando las manos y el pelo revuelto en la parte de atrás de la cabeza, por donde la había puesto al dormir. La banda tenía un garañón de pura sangre y tres yeguas; Ab Snopes no dijo cómo lo sabía y tampoco explicó cómo se había enterado de que eran robados. Pero lo único que yaya tenía que hacer, era escribir un oficio y firmarlo con el nombre del general Forrest; él, Ab, le garantizaba que conseguiría dos mil dólares por los caballos. Lo juraba, mientras yaya seguía ahí sentada, con los brazos envueltos en el chal y aquella expresión en el rostro, y la sombra de Ab Snopes brincando y meneándose por la pared, mientras agitaba los brazos, repitiendo que aquello era lo único que tenía que hacer, que se fijara en lo que había hecho con los yanquis, con los enemigos, y que aquéllos eran hombres del Sur y que, por consiguiente, ni siquiera había riesgo alguno, porque los sureños no harían daño a una mujer aun en el caso de que el papel no surtiera efecto.

    Desde luego, lo hizo bien. Ahora comprendo que Ringo y yo no tuvimos ninguna oportunidad frente a él: dijo que el negocio con los yanquis se había acabado bruscamente, antes de ganar lo que ella tenía previsto, y que había regalado la mayor parte con la idea de que podría volver a embolsárselo con creces, pero que tal como estaban entonces las cosas, había dado independencia y seguridad a todos los del distrito salvo a ella misma y a su familia, que padre volvería pronto a casa, a su arruinada plantación, de la que habían desaparecido la mayoría de sus esclavos; y que, cuando él regresara y contemplara su desolado futuro, todo cambiaría si ella pudiera sacar del bolsillo mil quinientos dólares en efectivo y decir: «Toma; vuelve a empezar con esto»: mil quinientos dólares más de lo que ella hubiera esperado tener. Él se quedaría con una yegua de comisión y a ella le garantizaba mil quinientos dólares por los otros tres caballos.

    Imposible; no tuvimos oportunidad frente a él. Le rogamos a ella que nos dejara pedir consejo a tío Buck MacCaslin o a cualquier otro hombre. Pero, simplemente, se quedó ahí sentada, con la misma expresión en la cara, diciendo que los caballos no pertenecían a aquel hombre, que eran robados y que lo único que tenía que hacer era asustarles con el oficio, y hasta Ringo y yo, a nuestros quince años, sabíamos que Grumby, o quienquiera que fuese, era un cobarde, y que se podía asustar a un hombre valeroso, pero que nadie se atrevía a asustar a un cobarde; y yaya, ahí sentada sin moverse en absoluto, dijo:

    —Pero los caballos no les pertenecen, porque son propiedad robada.
    —Entonces, tampoco nos pertenecerán a nosotros —replicamos.
    —Pero no son suyos —dijo yaya.

    Sin embargo, no dejamos de intentarlo; lo intentamos durante todo aquel día. —Ab Snopes les había localizado en una prensa abandonada de embalar algodón, a sesenta millas de distancia—, mientras viajábamos bajo la lluvia en el carro que Ab Snopes nos había prestado. Pero yaya se limitó a ir sentada entre nosotros dos, con el oficio que Ringo firmó con el nombre del General Forrest metido en el bote de hojalata, dentro del vestido, y los pies encima de unos ladrillos calientes envueltos en un saco, y teníamos que parar a cada diez millas para encender fuego bajo la lluvia y volver a calentarlos, hasta que llegamos al cruce de caminos, en donde Ab Snopes nos dijo que nos apeáramos del carro y fuésemos andando. Y entonces ella no permitió que ni Ringo ni yo la acompañáramos.

    —Tú y Ringo parecéis hombres —dijo—. No harán daño a una mujer.

    La lluvia no había parado en todo el día; gris, constante, lenta y fría, nos había caído encima durante toda la jornada, y ahora parecía que el crepúsculo la hubiera espesado sin hacerla más gris ni más cruda. El atajo ya no era un camino; no era más que un tenue corte largo que torcía en ángulos rectos hacia la cañada, de manera que parecía una gruta. Pudimos distinguir huellas de cascos.

    —Entonces no irás —dije—. Soy más fuerte que tú; te sujetaré.

    La agarré; su brazo era pequeño, ligero y seco al tacto, como el de un palo. Pero no lo era; su talla y su aspecto no contaban, igual que no habían importado en sus tratos con los yanquis; simplemente se volvió y me miró, y entonces me eché a llorar. Antes de terminar el año, yo ya habría cumplido dieciséis, y sin embargo me quedé sentado en el carro, llorando. Ni siquiera me di cuenta cuando soltó el brazo. Y luego ya se había bajado del carro y me miraba, de pie bajo la lluvia y la mortecina luz gris.

    —Es por todos nosotros —dijo—. Por John y por ti y por Ringo y por Joby y por Louvinia. Para que tengamos algo cuando John vuelva a casa. Nunca lloraste cuando sabias que él iba a entrar en batalla, ¿verdad? Y ahora yo no corro ningún riesgo; soy una mujer. Ni siquiera los yanquis hacen daño a las ancianas. Tú y Ringo quedaos aquí hasta que os llame.

    Lo intentamos. Lo repito porque ahora sé que no lo hice. Pude haberla sujetado, dar la vuelta al carro, arrancar y no dejarla bajar. Tenía quince años y durante la mayor parte de mi vida su cara fue lo primero que veía por la mañana y lo último que miraba por la noche, pero pude haberla detenido y no lo hice. Me quedé ahí sentado, en el carro, bajo la lluvia fría, y la dejé entrar en el húmedo crepúsculo, de donde no volvería a salir jamás. No sé cuántos hombres habría en la helada prensa, ni cuándo ni por qué tuvieron miedo y se marcharon.

    Nos quedamos sentados en el carro, bajo aquel frío y languideciente ocaso de diciembre, hasta que al fin no pude soportarlo más. Entonces Ringo y yo echamos los dos a correr, intentamos correr, hundiéndonos hasta los tobillos en el barro de aquel viejo camino picado de huellas de cascos, pero no de ruedas, que iban en una sola dirección, teniendo conciencia de haber esperado demasiado tiempo tanto para ayudarla cuanto para compartir su derrota. Porque no había ningún ruido ni señal alguna de vida; sólo el enorme edificio en ruinas sobre el que agonizaba la húmeda tarde gris, y luego una tenue rendija de luz bajo una puerta, al fondo del vestíbulo.

    No recuerdo haber tocado la puerta en absoluto, porque el local era una planta que se levantaba a unos dos pies del suelo, de modo que tropecé en el escalón y me precipité hacia adelante, cayendo en la estancia de pies y manos a través de la puerta, mirando a yaya. Había una vela de sebo encendida, sobre un cajón de madera, pero olía a pólvora aún más fuerte que a sebo. El olor a pólvora casi me cortaba la respiración, mientras miraba a yaya. Abultaba poco en vida, pero ahora parecía que se hubiera derrumbado, como si hubiese estado formada de un montón de pequeñas y delgadas varillas, firmes y ligeras, cortadas a la vez y atadas con una cuerda, y la cuerda se hubiese roto y todas las pequeñas varillas se hubieran derrumbado en un inerme montón en el suelo, y alguien hubiera extendido sobre ellas un limpio y desvaído traje de algodón.



    VENDÉE
    1


    Cuando enterramos a yaya, volvieron a aparecer todos, el hermano Fortinbride y los demás: los viejos, las mujeres, los niños y los negros, los doce que solían venir cuando se corría la voz de que Ab Snopes había vuelto de Memphis, y otros cien más que habían regresado al distrito después de seguir a los yanquis y al volver se encontraron con que sus familias y amos habían desaparecido, y se dispersaron por los cerros para vivir en cuevas y árboles huecos, como animales, me figuro, no sólo sin nadie de quien depender, sino sin nadie que dependiera de ellos, que se preocupase de si volvían o no, de si estaban vivos o muertos; y pienso que aquello fue lo sumo, la expresión más aguda de su dolor y de su pérdida: que todos vinieran de los cerros bajo la lluvia. Sólo que ya no había yanquis en Jefferson, de manera que no tuvieron que ir a pie: miré al otro lado de la fosa, por encima de las tumbas y monumentos, y vi el rezumante bosquecillo de cedros lleno de mulas con grandes cicatrices negras en la grupa, en el sitio en que yaya y Ringo habían borrado a fuego la marca U.S. Allí estaban también muchos habitantes de Jefferson; había otro predicador —uno corpulento, refugiado de Memphis o de no sé dónde—, y averigüé que la señora Compson y otros cuantos habían dispuesto que él pronunciara el sermón fúnebre. Pero el hermano Fortinbride no se lo permitió. No le dijo que no lo hiciera; simplemente no le dirigió la palabra, actuando como una persona mayor que aparece donde los niños empiezan a jugar a algo y les dice que el juego está muy bien, pero que los adultos necesitan la habitación y los muebles durante un rato. Avanzó a paso rápido desde el bosquecillo donde había amarrado su mula junto con las demás, con su rostro demacrado y el chaquetón con los remiendos de cuero de caballo sin curtir y de tienda de campaña yanqui, hasta el lugar donde la gente de la ciudad se agrupaba bajo sus paraguas, con yaya en el medio y el corpulento predicador refugiado con su libro ya abierto y uno de los negros de los Compson sujetando un paraguas por encima de él, mientras la lluvia lenta, fría y gris salpicaba en el paraguas y golpeaba pesadamente sobre las amarillentas tablas en que yaya reposaba, y caía sin chapoteo alguno en el oscuro barro rojizo junto a la parda fosa. Nada más llegar, el hermano Fortinbride miró los paraguas y después a las gentes de los cerros que no tenían paraguas, con sus ropas de embalaje de algodón y de sacos de harina recortados, se dirigió hacia yaya, y dijo:



    —Que se acerquen los hombres.

    Los hombres de la ciudad se removieron. Algunos avanzaron. Tío Buck MacCaslin fue el primero que se adelantó entre todos los de la ciudad y de la montaña. Por Navidad, su reumatismo solía estar tan mal que apenas podía levantar la mano, pero ahí estaba ahora, con su mondo bastón de nogal, dando empujones a los hombres de la montaña, con sacos atados por encima de la cabeza, y a los hombres de la ciudad, con sus paraguas, que se apartaban de su camino; luego, Ringo y yo nos quedamos ahí parados, contemplando cómo la tierra se tragaba a yaya, con la despaciosa lluvia golpeteando sobre las tablas amarillas, hasta que dejaron de parecer tablas y empezaron a tener aspecto de agua en la que se reflejaba la tenue luz, hundiéndose en la tierra. Después, el húmedo barro rojizo comenzó a derramarse en la fosa, con las palas arrojándolo en movimientos lentos y constantes, y los hombres de la colina aguardando su turno con las palas, porque tío Buck no dejaba que nadie le relevara.

    No se tardó mucho, y creo que el predicador refugiado habría vuelto entonces a hacer otro intento, pero el hermano Fortinbride no le dio oportunidad. El hermano Fortinbride ni siquiera soltó su pala; se quedó donde estaba, apoyándose en ella, como si estuviera en el campo, y empezó a hablar con el mismo tono que empleaba en la iglesia cuando Ab Snopes regresaba otra vez de Memphis: enérgico y reposado, sin estridencias.

    —No creo que Rosa Millard, ni nadie que la hubiera conocido alguna vez, necesite saber adónde ha ido. Y tampoco creo que nadie que la hubiera conocido alguna vez quiera ofenderla, diciendo que descanse en paz en alguna parte. Pero creo que Dios ya ha visto que aquí hay hombres, mujeres y niños, negros, blancos, amarillos o rojos, para compañarla y expresar su dolor. De modo que volved a casa, buenas gentes. Algunos de vosotros no venís de lejos, y habéis recorrido el camino en carruajes con capota. Pero no así la mayor parte, que, gracias a Rosa Millard, no habéis venido a pie. A vosotros es a quienes me dirijo. Tenéis leña que partir y cortar, cuando menos. ¿Y qué creéis que diría Rosa Millard si os viera ahí parados, teniendo a ancianos y niños a la intemperie, bajo la lluvia?

    La señora Compson nos invitó a Ringo y a mí a vivir con ella en su casa hasta que volviera padre, y también algunos otros —no recuerdo quiénes—, y luego, cuando creí que se habían marchado todos, miré en derredor y vi a tío Buck. Se acercó hacia nosotros con un codo apretado contra el costado y la barba echada hacia un lado, igual que si fuera otro brazo, los ojos inyectados en sangre y furiosos, como si no hubiera dormido mucho, y empuñando el bastón como si pensara golpear a alguien con él y no le importara mucho quién fuera.

    —¿Qué vais a hacer ahora, muchachos? —preguntó.

    La tierra estaba ahora suelta y blanda, oscura y rojiza por la lluvia, de manera que el agua no salpicaba sobre yaya en absoluto; sólo se disolvía, lenta y gris, en el oscuro montón de tierra parda, de modo que al cabo de un rato el montón también empezó a disolverse sin cambiar de forma. como se había disuelto y manchado el suave color pajizo de las tablas al entrar en la tierra, y montículo y tablas y lluvia se hubiesen fundido todos en un vago y apacible gris pardo.

    —Quiero que me presten una pistola —dije.

    Entonces, empezó a soltar exclamaciones, pero en voz baja. Pues era una persona mayor: fue algo semejante a lo de aquella noche con yaya en la vieja prensa.

    —¡Me necesitéis o no —rugió—, por Cristo que iré! ¡No podéis detenerme! ¿O pretendéis decirme que no queréis que vaya con vosotros?
    —No me importa —repliqué—. Sólo quiero una pistola. O un rifle. El nuestro se quemó con la casa.
    —¡Muy bien! —bramó—. Yo y la pistola, o tú y ese negro ladrón de caballos con un travesaño de una cerca. Ni siquiera tenéis un atizador en casa, ¿verdad?
    —Pero tenemos el cañón del mosquete —dijo Ringo—. Creo que eso es todo lo que necesitaremos para Ab Snopes.
    —¿Ab Snopes? —gritó tío Buck—. ¿Crees que es Ab Snopes en quien está pensando este muchacho...? ¿Eh? —tronó, gritándome ahora a mi—. ¿Eh, chico?

    El montículo cambiaba a cada momento, con la lenta lluvia gris balanceando despacio, gris y fríamente la tierra parda, pero sin llegar realmente a alterarse. Aún tendría que pasar cierto tiempo; se sucederían días y semanas y luego meses, antes de que se alisara y se igualara y se pusiera a la misma altura que la tierra circundante. tío Buck hablaba ahora con Ringo, y ya no chillaba.

    —Ve por mi mula —dijo—. Tengo la pistola metida en los pantalones.

    Ab Snopes también vivía en los lejanos cerros. Tío Buck sabía dónde: ya era media tarde y subíamos cabalgando entre los pinos de una loma rojiza, cuando tío Buck se detuvo. Él y Ringo se habían atado sacos a la cabeza. Por debajo del saco de tío Buck se proyectaba su bastón, que, pulido por el uso, parecía un cirio con el brillo de la lluvia.

    —Esperad —dijo—. Tengo una idea.

    Nos apartamos del camino y llegamos a una cañada; había un sendero borroso. Estaba oscuro bajo los árboles y la lluvia ya no nos caía encima; era como si los propios árboles pelados se disolvieran lenta, constante y fríamente al final de aquella jornada de diciembre. Cabalgábamos de uno en uno, con la ropa mojada, entre el húmedo vapor amoniacal de las mulas.

    El corral era idéntico al que él, Ringo, Joby y yo habíamos construido en casa, sólo que más pequeño y mejor escondido; creo que tomó la idea del nuestro. Nos paramos en los travesaños mojados; todavía eran lo bastante nuevos como para que las partes cortadas siguieran amarillentas de savia, y en el otro extremo del corral había algo semejante a una nube ambarina en el crepúsculo, hasta que se movió. Y entonces vimos que se trataba de un garañón pardo y tres yeguas.

    —Lo que me figuraba —dijo tío Buck.

    Yo tenía las ideas confusas. Tal vez se debiera a que Ringo y yo estábamos fatigados y no habíamos dormido mucho últimamente, pues los días se mezclaban con las noches, y durante todo el tiempo que habíamos estado cabalgando, me dio por pensar en la reprimenda que yaya nos echaría a Ringo y a mí cuando volviéramos a casa, por marcharnos bajo la lluvia sin decírselo. Y durante un minuto me quedé ahí montado, mirando los caballos y creyendo que Ab Snopes era Grumby. Pero tío Buck empezó a gritar de nuevo.

    —¿Él, Grumby? —bramó—. ¿Ab Snopes? ¡Por Cristo! Si él fuese Grumby, si Ab Snopes fuera quien asesinó a tu abuela, me avergonzaría de haberle conocido. Me daría vergüenza que me sorprendieran atrapándole. No, señor. Él no es Grumby; él vale más que ése —se inclinó de lado sobre la mula y siguió hablando, mientras su barba se agitaba y sobresalía del saco que seguía llevando en la cabeza—. Él es quien va a decirnos dónde está Grumby. Han escondido aquí esos caballos, porque precisamente pensaron que éste sería el último lugar en que se os ocurriría buscarlos a vosotros, chicos. Y ahora Ab Snopes se ha ido con Grumby a buscar algunos más, ya que tu abuela ha quedado fuera del negocio, por lo que a él le toca, Y hay que dar gracias a Dios por eso. Mientras Ab Snopes esté con ellos, no pasarán por casa ni cabaña alguna sin dejar una rúbrica indeleble, aun cuando no haya más que robar que un pollo o un reloj de cocina. ¡Por Cristo! Lo único que no queremos es atrapar a Ab Snopes.

    Y no le cogimos aquella noche. Volvimos al camino y seguimos adelante, y mas tarde llegamos a la vista de la casa. Me acerqué a tío Buck y le dije:

    —Déme la pistola.
    —No vamos a necesitar ninguna pistola —contestó tío Buck—. Tampoco está aquí, te lo digo yo. Tú y ese negro quedaos atrás y dejadme hacer a mi. Voy a averiguar por qué camino debemos emprender la persecución. Ahora, volveos para atrás.
    —No —dije—. Quiero...

    Me miró por debajo del saco.

    —¿Qué quieres? Quieres ponerle las manos encima al hombre que asesinó a Rosa Millard, ¿no es cierto?

    Siguió mirándome. Continué montado en la mula, bajo la lenta y helada lluvia gris, en la agonizante luz del día. Quizá fuera el frío. No lo sentía, pero podía notar los temblores y sacudidas en los huesos.

    —¿Y luego qué vas a haces con él? —preguntó tío Buck.

    Ahora hablaba casi en un susurro—. ¿Eh? ¿Eh?

    —Si —le contesté—. Si.
    —Si. Eso es. Ahora tú y Ringo os quedáis atrás. Yo me encargaré de esto.

    Era una simple cabaña. Creo que habría otras mil exactamente iguales por nuestros cerros, con el mismo arado en ángulo reposando debajo de un árbol y los mismos pollos sucios posados en la reja, y el mismo crepúsculo gris apagándose en las cenicientas ripias del tejado. Entonces, distinguimos un tenue resplandor y el rostro de una mujer observándonos desde la rendija de la puerta...

    —Mister Snopes no está en casa, si eso es lo que quieren —dijo—. Se ha marchado a Alabama a hacer una visita.
    —¡Ah, ya! —dijo tío Buck—. A Alabama. ¿Dejó dicho algo sobre cuándo volvería?
    —No —le contesto la mujer.
    —¡Ah, ya! —repitió tío Buck—. Entonces creo que sería mejor volver a casa y guarecernos de la lluvia.
    —Supongo que si —repuso la mujer. Luego se cerró la puerta.

    Nos alejamos cabalgando, de vuelta a casa. Era como cuando esperamos en la vieja prensa; no era exactamente que se hubiese hecho más oscuro, sino que se había espesado el crepúsculo.

    —Bueno, bueno, bueno —dijo tío Buck—. No están en Alabama, porque ella nos ha dicho que está allí. Y tampoco van en dirección a Memphis, porque aún hay yanquis por allá. Así que creo que más nos valdría intentar el camino de Grenada. ¡Por Cristo! Apuesto la mula por la navaja de ese negro a que no cabalgamos dos días sin encontrarnos por el camino con una mujer furiosa, chillando, con un manojo de plumas de pollo en la mano. Acercaos acá y escuchadme. ¡Por Cristo que vamos a terminar con todo este asunto, pero vamos a hacerlo bien! ¡Por Cristo!


    2


    Aquel día, pues, no logramos capturar a Ab Snopes. Tampoco le atrapamos durante muchos días con sus noches días en que los tres cabalgamos haciendo relevos con las mulas yanquis de yaya y Ringo a lo largo de caminos conocidos y veredas y sendas desconocidas (y a veces sin hollar), por la húmeda y helada escarcha; y noches en que dormíamos sobre la misma humedad y la misma helada y (en una ocasión) sobre la nieve, bajo cualquier refugio que encontráramos al caernos la noche encima. Fueron indistinguibles e incontables. Se alargaron desde aquella tarde de diciembre hasta finales de febrero, hasta que una noche nos dimos cuenta de que durante algún tiempo habíamos estado oyendo a los gansos y patos salvajes, que emigraban hacia el norte. Al principio, Ringo llevaba una vara de pino y todas las noches hacia una muesca en ella, una mayor para los domingos y dos más profundas para señalar Navidad y Año Nuevo. Pero una noche, cuando la vara tenía casi cuarenta muescas, nos detuvimos a acampar bajo la lluvia, sin techo alguno en que cobijarnos, y tuvimos que usar la vara para encender fuego, a causa del brazo de tío Buck. Y, así cuando llegamos a un sitio donde podíamos coger otra vara de pino, no nos acordábamos de si habían pasado cinco, seis o diez días, de modo que Ringo no pudo empezar otra. Pero dijo que prepararía la vara y que no necesitaría más que dos muescas: una para el día en que le atrapáramos, y otra para el día en que murió yaya.



    Teníamos dos mulas cada uno, y a mediodía siempre cambiábamos de montura. La gente de los cerros nos devolvió las mulas; si hubiéramos querido, habríamos conseguido un regimiento de caballería de viejos y mujeres, y de niños también, con uniformes de tela de embalaje de algodón y de sacos de harina, armados de hachas y azadones y montados en las mulas yanquis que yaya les había prestado. Pero tío Buck les dijo que no necesitábamos ayuda ninguna: que tres eran suficientes para capturar a Grumby.

    No era difícil seguirles. Cierto día, cuando teníamos unas veinte muescas en la vara, llegamos a una casa cuyas cenizas aún humeaban, y un muchacho, tan mayor como Ringo y yo, seguía inconsciente en el establo con la camisa hecha jirones, como si le hubieran azotado con una tralla de alambres, y una mujer con un hilillo de sangre que todavía le manaba de la boca y una voz que sonaba débil y lejana, como una cigarra al otro lado de los pastos, diciéndonos cuántos eran y el camino que probablemente habían tomado, repitiendo:

    —Mátenles. Mátenles.

    Fue un camino largo; sin embargo, no era lejos. Se hubiese podido colocar en el mapa un dólar de plata cuyo centro cayera en Jefferson y jamás nos hubiéramos salido de él. Y andábamos más cerca de ellos de lo que creíamos, porque una noche que se nos había hecho tarde sin que encontráramos una casa ni un cobertizo en que acampar, nos detuvimos y Ringo dijo que iba a explorar un poco los alrededores, ya que lo único que nos quedaba de comer era un hueso de jamón; sólo que era más probable que Ringo tratase de eludir la tarea de traer leña. Así pues, tío Buck y yo estábamos extendiendo en el suelo ramas de pino para dormir encima de ellas, cuando oímos un disparo y luego un estrépito como de una chimenea derrumbándose sobre un techo de ripias podridas, y después caballos que emprendían una marcha rápida y se perdían en la distancia, y a continuación oí chillar a Ringo. Nos contó que había dado con una casa; creyó que estaba desierta y luego le pareció demasiado oscura, demasiado silenciosa. Así que escaló un cobertizo que había contra la fachada posterior y vio una rendija de luz, y, mientras trataba de abrir con cuidado la contraventana, ésta se desprendió con un ruido semejante a un pistoletazo y se encontró en una habitación con una vela metida en una botella y entre tres y trece hombres que le miraban fijamente; uno de ellos gritó: «¡Ya están ahí!», otro desenfundó la pistola y otro le agarró del brazo en el momento en que el arma hizo fuego, y entonces el cobertizo entero cedió bajo su peso y se quedó ahí tendido, chillando y tratando de salir de la maraña de tablones rotos, mientras les oía alejarse al galope.

    —Así que no te acertó —dijo tío Buck.
    —No fue culpa suya si falló —repuso Ringo.
    —Pero no te dio —insistió tío Buck. A pesar de todo, no nos permitió continuar aquella noche—. No perderemos nada de ventaja —dijo—. Son de carne y hueso, lo mismo que nosotros. Además, nosotros no estamos asustados.

    De manera que al alba proseguimos la marcha, siguiendo ahora las huellas de sus caballos. Luego, hicimos tres muescas más en la vara; aquella noche, Ringo añadió la última que haría, aunque no sabíamos que lo era. Nos hallábamos sentados frente a un almacén de algodón en donde íbamos a dormir, comiéndonos un cochinillo que había encontrado Ringo, cuando oímos al caballo. Luego, el hombre empezó a gritar: «¡Hola! ¿Hola?», y entonces le vimos venir, montado en una espléndida yegua alazana de pecho corto, calzado con unas botas pequeñas, elegantes y bien hechas, vistiendo una camisa de lino sin cuello, una chaqueta que en otro tiempo también habría sido buena y un sombrero de alas anchas calado de tal modo, que entre él y la barba sólo podíamos verle los ojos y la nariz.

    —Qué tal, amigos —dijo.
    —Qué tal —dijo tío Buck. Estaba sentado, rebanando una costilla; la tenía en la mano izquierda, y la derecha descansaba en su regazo, justo por debajo de la chaqueta; llevaba la pistola colgando en una lazada de un cordón de cuero que le rodeaba el cuello, metida entre los pantalones, como un reloj de señora. Pero el desconocido no le miró; simplemente nos echó una ojeada a cada uno de nosotros, y se quedó después montado en la yegua, con ambas manos delante de él, en el pomo del arzón.
    —¿Le importaría que desmontase para entrar en calor? —preguntó.
    —Desmonte —le contestó tío Buck.

    Se apeó. Pero no trabó la yegua. Tiró de ella y se sentó frente a nosotros, con las riendas en la mano.

    —Dale un poco de carne al forastero, Ringo —dijo tío Buck.

    Pero no la aceptó. No se movió. Sólo dijo que había comido ya, y se quedó sentado en un tronco, con sus pequeños pies juntos, los codos sacados un poco, y las manos, tan pequeñas como las de una mujer y cubiertas de una suave mata de fino vello negro que le llegaba hasta las uñas, apoyadas en las rodillas, sin mirarnos a ninguno.

    —Acabo de pasar por Memphis —dijo—. ¿A qué distancia cree usted que estamos de Alabama?

    Tío Buck se lo dijo, también sin moverse, con el hueso de la costilla levantado aún en su mano izquierda, mientras la derecha descansaba justo por debajo de su chaqueta.

    —¿Va usted a Alabama, entonces?
    —Si —contestó el desconocido—. Estoy buscando a un hombre. —Entonces vi que me miraba por debajo del sombrero—. Un hombre llamado Grumby. Ustedes, la gente de estos contornos, quizá hayan oído hablar también de él.
    —Si —dijo tío Buck—, hemos oído hablar de él.
    —¡Ah! —dijo el desconocido. Sonrió; durante un momento, vimos sus dientes, blancos como el arroz, por entre su negra barba de color de tinta—. Entonces, lo que estoy haciendo no debe ser un secreto —ahora miraba a tío Buck—. Vivo al norte, en Tennessee. Grumby y su banda asesinaron a uno de mis negros y huyeron con mis caballos. Voy a recuperarlos. Y si, de paso, agarro a Grumby, tampoco me desagradaría.
    —¡Ah, ya! —dijo tío Buck—. ¿De modo que piensa encontrarle en Alabama?
    —Si. Por casualidad, que sé que ahora se dirige hacia allá. Casi le cojo ayer; atrapé a uno de sus hombres, aunque se me escaparon los demás. Anoche pasarían cerca de ellos, si es que se hallaban ustedes por estos alrededores. Tal vez les oyeran, porque cuando les vi por última vez, no desperdiciaban ni un momento. Logré convencer al hombre que apresé para que me dijese cuál era el lugar de su cita.
    —¿Alabama? —dijo Ringo—. ¿Quiere decir que se volvían a Alabama?
    —Exacto —dijo el desconocido. Entonces miró a Ringo—. ¿También a ti te robó Grumby el cerdo, muchacho?
    —¿Cerdo? —repitió Ringo—. ¿Cerdo?
    —Echa un poco de leña al fuego —le dijo tío Buck a Ringo—. Y guarda el aliento para roncar esta noche.

    Ringo se calló, pero no se movió; se quedó ahí sentado, mirando pasmado al desconocido, con ojos que parecían un tanto enrojecidos al resplandor del fuego.

    —Así que ustedes también están persiguiendo a un hombre, ¿verdad? —preguntó el desconocido.
    —A dos. exactamente —le contestó Ringo—. Me figuro que Ab Snopes puede pasar por un hombre.

    Ya era demasiado tarde, pues; simplemente nos quedamos ahí sentados, con el desconocido frente a nosotros, al otro lado del fuego, con las riendas de la yegua en su manita inmóvil, mirándonos a los tres por entre el sombrero y la barba.

    —Ab Snopes —dijo—. Creo que no le conozco. Pero sí a Grumby. Y ustedes también quieren coger a Grumby. ¿No creen que es peligroso?
    —No mucho —le contestó tío Buck—. Mire usted, nosotros hemos recogido algunas pruebas acerca de Grumby y Alabama. Algo o alguien ha hecho cambiar de opinión a Grumby en cuanto a matar a mujeres y niños —él y el desconocido se miraron mutuamente—. Quizá no sea la temporada propicia para mujeres y niños. O tal vez se deba a la opinión pública, ahora que Grumby es lo que podría llamarse un personaje popular. La gente de estos contornos está acostumbrada a que asesinen a sus hombres, incluso a que les disparen por la espalda. Pero ni siquiera los yanquis lograron que se acostumbraran a lo otro. Y, evidentemente, alguien se lo ha recordado a Grumby. ¿No es cierto?

    Se miraron el uno al otro; no se movieron.

    —Pero usted no es una mujer ni un niño, viejo —dijo el desconocido. Se levantó, con calma; sus ojos brillaron al resplandor del fuego mientras se volvía y echaba las riendas por encima de la cabeza de la yegua—. Creo que voy a seguir adelante —añadió. Vimos cómo montaba y se erguía de nuevo en la silla, con sus manecitas de negro vello apoyadas en el pomo y la vista bajada hacia nosotros, hacia mí y luego hacia Ringo—. De manera que queréis coger a Ab Snopes. Seguid el consejo de un extraño y no le perdáis la pista.

    Dio la vuelta a la yegua. Mientras le observaba pensé: «Me pregunto si sabrá que a la yegua le falta la herradura trasera de la derecha», cuando Ringo gritó: «¡Cuidado!», y después me pareció ver que la yegua, espoleada, daba un salto, antes de percibir el fogonazo de la pistola; y luego la yegua se alejaba al galope y tío Buck yacía en el suelo, lanzando maldiciones, gritando y tirando de su pistola, y en seguida nos pusimos los tres a forcejear tratando de sacarla, pero el punto de mira delantero se había enganchado en sus tirantes, y seguimos forcejeando los tres, mientras tío Buck jadeaba y blasfemaba y el galope de la yegua se desvanecía en la distancia.

    La bala le había atravesado la carne de la parte interna del brazo en que tenía reumatismo; por eso maldecía de tan mala manera; dijo que el reumatismo era bastante malo, como también lo era una bala, pero que tener las dos cosas a la vez era demasiado para cualquier hombre. Y entonces, cuando Ringo le dijo que debería dar gracias, que se figurase que la bala le hubiera atravesado el brazo bueno y ni siquiera fuese capaz entonces de comer por si solo, se echó hacia atrás y, aún tumbado, cogió un palo de la leña y trató de golpear a Ringo con él. Le desgarramos la manga y detuvimos la hemorragia; hizo que le cortara una tira de los faldones de la camisa, Ringo le pasó su bastón, y se incorporó, lanzándonos maldiciones mientras empapábamos el trapo en agua de sal caliente y él se sujetaba el brazo con la mano sana y juraba a un ritmo sostenido mientras nos hacia pasar la tira de la camisa de un lado a otro del agujero que había hecho la bala. Entonces se puso a blasfemar como un descosido pareciéndose un poco a yaya, con esa expresión que todos los ancianos tienen cuando sufren algún daño; su barba se agitaba, sus ojos se abrían y cerraban de golpe, y sus tacones y el bastón se clavaban en el suelo, como si el bastón hubiera estado tanto tiempo con él, que también sintiera el trapo y la sal.

    Al principio creí que el moreno individuo era Grumby, como antes había pensado que Grumby era Ab Snopes. Pero tío Buck dijo que no. Ya era de día; no habíamos dormido mucho porque tío Buck no conciliaba el sueño; sólo que entonces no comprendimos que era por el brazo, pues ni siquiera nos permitió hablar de acompañarle de vuelta a casa. Volvimos a intentarlo ahora, después de desayunar, pero no nos escuchó, montado ya en su mula, con el brazo izquierdo atado alrededor del pecho y la pistola metida entre el brazo y el pecho, de donde podía sacarla con rapidez, diciendo: «Esperad. Esperad» con una mirada dura y chispeante de meditación.

    —Es algo que aún no comprendo del todo —dijo—. Algo nos dijo anoche, pero sin pretender que advirtiéramos que nos lo había dicho.
    —Probablemente, una bala destinada a darle en el medio de entre los dos brazos, en lugar de atravesarle uno —dijo Ringo.

    Tío Buck cabalgaba velozmente; veíamos cómo su bastón subía y bajaba contra el flanco de la mula, sin fuerza, sólo constante y rápido, como un cojo apresurado que ha usado el bastón durante tanto tiempo que ya ni siquiera repara en él. Porque aún no nos habíamos dado cuenta de que el brazo le dolía; él no nos había dado ocasión para comprenderlo. Así, seguimos aprisa, cabalgando a lo largo de un pantano, y después vio Ringo la serpiente. Durante una semana había hecho calor, hasta la noche pasada. Pero anoche había helado, y ahora vimos a la serpiente mocasín en el sitio por donde reptaba cuando la sorprendieron los hielos tratando de volver al agua, de modo que yacía con el cuerpo en la tierra y la cabeza cautiva en el delgado hielo, como si la hubiera metido en un espejo, y tío Buck se volvió de lado en la mula y nos gritó:

    —¡Ahí está, por Cristo! ¡Esa es la señal! No os dije que nos encontraríamos...

    Todos lo oímos a la vez: tres o quizá cuatro disparos y luego ruido de caballos al galope, aparte del que hacía la mula de tío Buck, que se desvió del camino y entró en el bosque, pero, antes de eso, él ya había sacado la pistola y metido el bastón por debajo del brazo herido, y su barba le ondeaba por encima del hombro. Pero no encontramos nada. Vimos las huellas en el barro, por donde empezaron a galopar los caballos, y pensé con calma: «Sigue sin saber que le falta esa herradura». Pero eso fue todo; y tío Buck seguía montado en la mula, con la pistola levantada en la mano y la correa del arma colgándole por la espalda como la coleta de una niña, la boca abierta y mirándonos a Ringo y a mí con ojos centelleantes.

    —¡Por todos los diablos del averno! —exclamó—. Bueno, volvamos al camino. Sea lo que sea, también habrán seguido por ahí.

    Así que dimos la vuelta. Tío Buck había guardado la pistola y el bastón comenzaba de nuevo a golpear a la mula, cuando comprendimos lo que era, lo que significaba.

    Era Ab Snopes. Yacía de lado, atado de pies y manos, y amarrado a un arbolito; vimos las huellas en el barro, por donde había intentado arrastrarse a la maleza hasta que la cuerda le detuvo. Nos había visto todo el tiempo, tendido allí, con el rostro formando un gruñido, sin hacer ruido alguno, después de descubrir que no podía arrastrarse y esconderse. Debajo de los arbustos, observaba las patas y los cascos de nuestras mulas; aún no se le había ocurrido levantar la vista, de manera que ignoraba que nosotros podíamos verle; debió pensar que acabábamos de divisarle, porque, de pronto, empezó a dar sacudidas y a revolverse en el suelo, gritando:

    —¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Socorro!

    Le desatamos, le pusimos de pie y siguió chillando fuerte, agitando los brazos y la cara, contándonos cómo le habían cogido y robado, y que le habrían matado ni no hubieran huido al oír que nos acercábamos; sólo que sus ojos no reflejaban los gritos. Nos observaban, veloces y penetrantes, yendo de Ringo a mí y a tío Buck, y luego otra vez a Ringo y a mi, y no correspondían a sus gritos, como si pertenecieran a un hombre y su abierta y vociferante boca fuese de otro.

    —Así que le atraparon, ¿eh? —dijo tío Buck—. Un viajero inocente y nada sospechoso. Me figuro que ya no se llamará Grumby, ¿verdad?

    Era como si hubiésemos parado a encender fuego para deshelar a la serpiente mocasín, pero sólo lo bastante para que comprendiera dónde estaba, y no lo suficiente para que supiera qué hacer. Aunque creo que era un gran cumplido comparar a Ab Snopes con una mocasín, incluso si era pequeña. Me figuro que era malo para él. Supongo que comprendió que le habían arrojado sin piedad ante nosotros, y que si trataba de salvarse a si mismo a costa de ellos, regresarían y le matarían. Pienso que decidió que lo peor que podía pasarle era que nosotros no le hiciéramos absolutamente nada. Porque dejó de agitar los brazos, y hasta de mentir; por un momento, sus ojos y su boca decían lo mismo.

    —Cometí un error —dijo. Lo admito. Supongo que todo el mundo se equivoca. La cuestión es: ¿qué van a hacer ustedes al respecto, compañeros?
    —Si —dijo tío Buck—. Todo el mundo se equivoca. Su problema es que ha cometido demasiados errores. Porque los errores se pagan. Fíjese en Rosa Millard. Sólo cometió uno, y mírela. Y usted ha cometido dos.

    Ab Snopes observaba a tío Buck.

    —¿Cuáles son?
    —Haber nacido demasiado pronto y morir demasiado tarde —le contestó tío Buck.

    Nos lanzó a todos una rápida mirada; no se movió, y siguió dirigiéndose a tío Buck.

    —No va a matarme. Usted no es un cobarde.
    —No necesito hacerlo —repuso tío Buck—. No fue a mi abuela a quien atrajo usted a aquel cubil de serpientes.

    Ahora me miraba a mi, pero sus ojos seguían moviéndose de un lado a otro, pasando de mí a Ringo y a tío Buck; de nuevo, los ojos y la voz se correspondían.

    —Bueno, entonces estoy a salvo. Bayard no me guarda rencor. Él sabe que fue un simple accidente; que lo hacíamos por él y por su papá y por los negros de casa. Bueno, durante un año entero yo fui quien ayudó y se ocupó de miss Rosa cuando ella estaba sin un alma viviente, salvo los niños...

    Su tono volvía a parecer sincero; movido por la voz y los ojos, avancé. Él retrocedió, agachado, con las manos levantadas.

    —¡Tú, Ringo! Quédate atrás —dijo tío Buck, detrás de mi.

    El seguía retrocediendo, con las manos en alto, gritando: —¡Tres contra uno! ¡Tres contra uno!

    —Tranquilo —dijo tío Buck—. No hay tres contra uno. No veo a nadie contra usted, excepto a uno de esos niños que acaba de mencionar.

    Después, nos hallamos los dos en el barro; ya no le veía, y tuve la impresión de que no volvería a encontrarle, ni siquiera por los gritos; y luego me pareció luchar contra tres o cuatro durante mucho tiempo, antes de que tío Buck y Ringo me sujetaran, y entonces volví a verle, tendido en el suelo, tapándose el rostro con las manos.

    —Levántese —dijo tío Buck.
    —No —contestó él—. Pueden saltar los tres sobre mí y tumbarme otra vez, pero tendrán que levantarme antes de hacerlo. Aquí no tengo derechos ni hay justicia, pero no pueden impedir que proteste por ello.
    —Levántale —dijo tío Buck—. Yo sujetaré a Bayard. Ringo le puso en pie; fue como si levantase un saco de algodón a medio llenar.
    —Levántese, mister Ab Snopes —dijo Ringo.

    Pero no quiso hacerlo, ni siquiera después de que Ringo y el tío Buck le ataran al arbolito y Ringo le quitara los tirantes a el y a tío Buck y los anudara con las riendas de las mulas. Se quedó colgando de la cuerda, sin encogerse siquiera cuando cayó el látigo, diciendo:

    —Eso es. Azótenme. Golpéenme con eso; son tres contra uno.
    —Espera —dijo tío Buck. Ringo se detuvo—. ¿Quiere otra oportunidad contra uno solo? Puede elegir entre nosotros tres.
    —Tengo mis derechos —dijo él—. Estoy indefenso, pero aún puedo protestar. Azótenme.

    Creo que tenía razón. Pienso que si le hubiéramos dejado marchar sano y salvo, los otros habrían regresado y le habrían matado antes del anochecer. Porque —aquélla fue la noche en que empezó a llover y tuvimos que quemar la vara de Ringo, pues tío Buck terminó reconociendo que su brazo estaba peor— cenamos todos juntos y Ab Snopes fue quien se mostró más preocupado por tío Buck, diciendo que no había resentimientos y que él mismo comprendía que se había equivocado al confiar en aquella gente, y que lo único que quería ahora, era volver a casa, porque sólo se podía confiar en la gente que se conoce de toda la vida, y cuando uno deposita su confianza en un desconocido y descubre que con quien ha comido y dormido no es mejor que un montón de serpientes de cascabel, se lo tiene bien merecido. Pero, en cuanto tío Buck intentó averiguar si se trataba realmente de Grumby, se calló y negó que le hubiera visto jamás.

    Nos dejaron al día siguiente, por la mañana temprano. Para entonces, tío Buck estaba enfermo; nos ofrecimos a cabalgar con él de vuelta a casa, o a que dejara que Ringo le acompañara mientras yo me quedaba con Ab Snopes, pero tío Buck no lo consintió.

    —Grumby podría capturarle otra vez y atarle a otro arbolito en el camino, y perderíais tiempo en enterrarle —dijo tío Buck—. Vosotros seguid adelante, chicos. ¡Y cogedles! —empezó a vociferar, con el rostro congestionado y los ojos brillantes, quitándose la pistola del cuello y entregándomela—. ¡Cogedles! ¡Cogedles!


    3


    Así pues, Ringo y yo continuamos la marcha. Llovió durante todo el día; no paró ni un momento de diluviar. Teníamos dos mulas cada uno, y fuimos de prisa. Caía la lluvia; unas veces no podíamos encender fuego en absoluto: así fue como perdimos la cuenta del tiempo, porque una mañana nos encontramos con una hoguera ardiendo todavía, y con un cerdo al que ni siquiera habían tenido ocasión de sacrificar; otras veces. cabalgábamos durante toda la noche, cambiando de mulas cuando suponíamos que habían pasado dos horas; y así, unas veces dormíamos de noche y otras de día, y sabíamos que todos los días debían vigilarnos desde algún sitio, y como ahora no estaba tío Buck con nosotros, ni siquiera se arriesgarían a hacer alto para esconderse.



    Entonces, una tarde —había parado de llover, pero las nubes no se habían disipado y volvía a hacer frió— a punto de oscurecer, íbamos galopando junto al lecho del rió por un camino viejo y oscuro, bajo los árboles, cuando mi mula dio un respingo, torció y se paró, y sólo pude darme cuenta de ello al salir despedido por encima de su cabeza; y luego vimos lo que pendía de la rama de un árbol en medio del camino. Era un viejo negro, de cabello blanco y rizado, con los pies descalzos y apuntando hacia abajo, y la cabeza inclinada a un lado, como si pensara en algo agradable. La nota estaba prendida en él, pero no pudimos leerla hasta llegar a un claro. Era un trozo de papel sucio, escrito con grandes y toscas letras, como trazadas por un niño:

    Ultimo abiso, no amenasa. Volver atras. El portadó de éste es mi promesa y garantía. He soportado todo lo que estoy dispuesto a aguantar niños, no mato niños. G.


    Debajo de ello, había escrito algo más en una caligrafía clara y pequeña y más bonita que la de yaya, sólo que se veía que era de hombre; y, mientras miraba el papel sucio, volví a recordarle en aquella noche, con sus bonitos y pequeños pies, sus manecitas de negro vello, su fina camisa manchada y su elegante chaqueta embarrada, al otro lado del fuego, enfrente de nosotros.

    Firman esto otros, además de Grumby, uno de los cuales, en particular, tiene menos escrúpulos que él en lo ref. a los niños. Sin embargo, el abajo firmante desea daros otra oportunidad a vosotros dos y a Grumby. Aprovechadla, y algún día llegaréis a ser hombres. Rechazadla, Y dejaréis de ser incluso niños.


    Ringo y yo nos miramos. En otro tiempo, allí había habido una casa, pero ya no existía. Más allá del claro, el camino seguía discurriendo entre los frondosos árboles, bajo el ceniciento crepúsculo.

    —Quizá sea mañana —dijo Ringo.

    Amaneció; aquella noche habíamos dormido en un pajar, pero al rayar el día ya estábamos cabalgando de nuevo, siguiendo el oscuro camino a lo largo del lecho del rió. Esta vez fue la mula de Ringo la que dio un respingo; pues el hombre salió de los arbustos con mucha rapidez, con la chaqueta y las elegantes botas embarradas y la pistola en su manecita de negro vello, mostrando únicamente los ojos y la nariz entre el sombrero y la barba.

    —Quedaos donde estáis —dijo—. No dejaré de vigilaros.

    No nos movimos. Vimos cómo volvía a meterse en los arbustos, y luego salieron los tres: el hombre de la barba, otro que iba a su lado llevando dos caballos ensillados, y el tercero, que caminaba justo al frente de ellos con las manos a la espalda; era un hombre corpulento, con rojizas cerdas en la cara y ojos claros, sin sombrero, con una desteñida guerrera del uniforme confederado y botas yanquis, un largo rastro de sangre seca en la mejilla, un lado de la guerrera cubierto de barro seco y en la manga desgarrada por el hombro, pero al principio no nos dimos cuenta de que sus hombros parecían tan anchos porque tenía los brazos fuertemente atados a la espalda. Y de pronto comprendimos que al fin estábamos delante de Grumby. Lo supimos mucho antes de que el hombre de la barba dijera:

    —Queríais a Grumby. ahí lo tenéis.

    Pero no nos movimos. Porque, a partir de entonces, los otros hombres ni siquiera volvieron a mirarnos.

    —Ahora me encargaré de él —dijo el hombre de la barba—. Monta en tu caballo.

    El otro hombre montó en uno de los caballos. Entonces vimos la pistola en su mano, apuntando a la espalda de Grumby.

    —Dame tu cuchillo —dijo el hombre de la barba.

    Sin mover la pistola, el otro hombre le pasó el cuchillo al de la barba. Entonces habló Grumby; no se había movido hasta ahora; simplemente se quedó ahí parado, con los hombros encogidos, mirándonos a mí y a Ringo con sus claros ojillos sorprendidos.

    —Muchachos —dijo—. Muchachos.
    —Calla la boca —dijo el hombre de la barba, con voz fría y tranquila, casi agradable—. Ya has hablado demasiado. Si aquella noche de diciembre hubieras hecho lo que yo quería, no estarías donde estás ahora.

    Vimos su mano con el cuchillo; creo que, quizá durante un minuto, Ringo y yo, y también Grumby, pensamos lo mismo. Pero solamente desató de un tajo las manos de Grumby y dio un rápido paso atrás. Al volverse, Grumby se encontró directamente ante la pistola que empuñaba el hombre de la barba.

    —Quieto —ordenó el hombre de la barba—. ¿Ya le tienes, Bridger?
    —Si —le contestó el otro.

    El hombre de la barba se dirigió al otro caballo y lo montó sin bajar la pistola y sin dejar de vigilar a Grumby. Entonces, se quedó ahí erguido, con la vista fija en Grumby, mostrando únicamente los ojos y la pequeña nariz ganchuda entre el sombrero y la barba de color de tinta. Grumby empezó a menear la cabeza de un lado a otro.

    —Muchachos —dijo— Muchachos, no iréis a hacerme esto a mi.
    —Nosotros no vamos a hacerte nada —le dijo el hombre de la barba—. Yo no puedo hablar en nombre de estos chicos. Pero, como eres tan tierno respecto a los niños, quizá éstos se muestren delicados contigo. Sin embargo, te daremos una oportunidad.

    Metió la otra mano en la chaqueta con demasiada rapidez para verla; apenas había desaparecido, cuando surgió otra pistola girando una vez en el aire y cayendo a los pies de Grumby, que volvió a moverse, pero las pistolas le inmovilizaron. El hombre de la barba seguía tranquilamente montado en el caballo, con la vista fija en Grumby, hablando en aquel tono frió, suave y malicioso, que ni siquiera parecía irritado.

    —Teníamos algo bueno en esta región. Y aún podríamos conservarlo, si no hubiera sido por ti. Ahora debemos salir de aquí. Hay que marcharse porque perdiste la cabeza y mataste a una vieja, y luego volviste a perderla y te negaste a enmendar la primera equivocación. Escrúpulos —afirmó—. Escrúpulos. Tenías tanto miedo, que no hay hombre, mujer o niño, negro o blanco, que no esté en guardia contra nosotros. Y todo porque te asustaste y mataste a una vieja a la que no habías visto nunca. No para conseguir algo; no por un simple billete de banco de los confederados. Sino porque te asustaste por un pedazo de papel que alguien había firmado con el nombre de Bedford Forrest. Y eso que tú tenías otro exactamente igual en el bolsillo.

    No miró al otro hombre, a Bridger; simplemente, le dijo:

    —Muy bien. Ahuequemos. Pero vigílale. Tiene el corazón demasiado tierno como para darle la espalda.

    Hicieron retroceder a los caballos, el uno junto al otro, con la pistola apuntando al vientre de Grumby, hasta que llegaron a la maleza.

    —Nos vamos a Texas. Si logras salir de este lugar, te aconsejaría que te fueses a un sitio que por lo menos estuviera igual de lejos. Pero no te olvides que Texas es una región muy grande, y aprovecha esa información. ¡Adelante! —gritó.

    Dio la vuelta a la yegua. Bridger también torció. Mientras lo hacían, Grumby dio un salto, cogió la pistola del suelo y echó a correr, agachado, disparando hacia los arbustos y soltando maldiciones. Tiró tres veces contra el ruido de los caballos alejándose, y luego se volvió hacia atrás para hacernos frente. Ringo y yo también estábamos en tierra; no recuerdo ni cuándo ni por qué nos apeamos, pero habíamos desmontado, y me acuerdo que miré una vez a la cara de Ringo y que luego me quedé parado con la pistola de tío Buck en la mano, que me pesaba como los hierros de la chimenea. Entonces vi que no había terminado de volverse; que se había parado, con la pistola colgando contra la pierna derecha, mirándome; y, de pronto, empezó a sonreír.

    —Bueno, chicos —dijo—, parece que me habéis cogido. Maldito sea mi pellejo por dejar que Matt Bowden me engañara, haciéndome vaciar la pistola contra él.

    Y oí mi voz; sonó débil y lejana, como la de la mujer de aquel día en Alabama, de manera que me pregunté si él me oiría.

    —Disparó tres veces. Le quedan dos tiros más.

    Su rostro no se alteró, o yo no lo vi cambiar. Nada más que lo bajó, mirando al suelo, pero se le había borrado la sonrisa.

    —¿En esta pistola? —dijo.

    Parecía que estuviera examinando una pistola por primera vez, de manera tan lenta y cautelosa que se la pasó de la mano derecha a la izquierda y la volvió a dejar colgando, apuntando al suelo.

    —Bien, bien, bien. A lo mejor, contar no se me ha olvidado tanto como disparar.

    En alguna parte cantaba un pájaro —un picamaderos que había estado oyendo todo el tiempo; ni siquiera los tres disparos le habían asustado. Y oí a Ringo, también, haciendo como un ruido lastimero al respirar, y parecía que yo no pretendiera tanto vigilar a Grumby como tener a Ringo apartado de mi vista.

    —Bueno, así está bastante segura, porque no parece que sepa disparar siquiera con la mano derecha.

    Entonces, ocurrió. Sé que pasó, pero ni aun ahora sé cómo, en qué sucesión. Porque él era corpulento y forzudo como un oso. Pero, cuando le vimos por primera vez, era un cautivo, de modo que aun ahora, después de verle saltar y coger la pistola, correr y disparar detrás de los otros dos, se asemejaba más a un tronco de árbol que a un animal. Lo único que sé, es que en aquel momento estaba ahí de pie, con su guerrera confederada manchada de barro, sonriéndonos, asomando un poco los dientes mellados por entre las cerdas rojizas sobre las cuales caía la tenue luz del sol, derramándose en sus hombros y bocamangas, en las oscuras manchas que habían dejado los galones arrancados; y al momento siguiente hubo dos brillantes rociadas de color anaranjado, una tras otra, delante de su guerrera gris, que se hinchaba lentamente, precipitándose sobre mí, como cuando yaya nos contó lo del globo que vio en St. Louis y que se nos aparecía en sueños.

    Creo que oí el ruido, y supongo que tuve que oír los disparos, y me figuro que le sentí cuándo me golpeó, pero no lo recuerdo. Sólo me acuerdo de los dos destellos brillantes y de la guerrera gris cayendo hacia abajo, y de que luego choqué contra el suelo. Pero le olí —olor a sudor de hombre, y la guerrera gris oprimiéndome la cara, oliendo a sudor de caballo, a grasa y a humo de leña— y le oí a él, y luego el crujido de mi brazo, y pensé: «Dentro de un instante escucharé cómo se me rompen los dedos, pero tengo que aguantarlo», y después —no sé si era por debajo o por encima de su brazo o de su pierna— vi a Ringo, por el aire, pareciendo exactamente como una rana, incluso en los ojos, con la boca abierta y la navaja también abierta en la mano; y luego mi brazo empezó a elevarse con la pistola, y él se revolvió bruscamente y echó a correr. No debió tratar de huir de nosotros, corriendo con aquellas botas. O tal vez hubiera sido lo mismo, porque ahora mi brazo se había alzado y vi en la misma línea la espalda de Grumby (no gritó, ni siquiera emitió sonido alguno) y la pistola, que estaba horizontal y firme como una roca.



    REFRIEGA EN SARTORIS
    1


    Cuando pienso en aquel día, en el antiguo escuadrón de padre con los caballos formados ante la casa, y padre y Drusilla a pie, con aquella urna electoral de los aventureros del Norte al frente, y las mujeres, tía Louise, la señora Habersham y todas las demás, delante de ellos, en el porche, y las dos filas de hombres y mujeres mutuamente encaradas como si ambas aguardasen que la corneta diera el toque de carga, creo comprender el motivo de todo ello. Me figuro que se debía a que el escuadrón de padre (así como, igualmente, todos los soldados del Sur) seguían considerándose soldados, aun cuando se hubieran rendido y reconocieran que les habían vencido. Quizá por la antigua costumbre de obrar en todo como un solo hombre: cuando se han vivido cuatro años en un mundo completamente regido por las acciones de los hombres, aun cuando entrañen peligro y lucha, tal vez no se quiera abandonar ese mundo: acaso el peligro y la lucha constituyan la explicación, porque los hombres han sido pacifistas por todas las razones posibles, salvo por evitar el riesgo y la batalla. Por tanto, el escuadrón de padre y todos los demás hombres de Jefferson, y tía Louise y la señora Habersham y todas las demás mujeres de Jefferson, eran enemigos en razón de que los hombres se habían rendido y reconocido que pertenecían a los Estados Unidos, pero las mujeres nunca se habían sometido.



    Recuerdo la noche que recibimos la carta y descubrimos por fin dónde estaba Drusilla. Fue justo antes de la Navidad de 1864, después de que los yanquis se marcharan tras haber quemado Jefferson, y ni siquiera sabíamos con certeza si la guerra aún continuaba o no. Lo único que sabíamos era que durante tres años la región había estado llena de yanquis, y que luego se marcharon y no quedó ni un solo hombre. A partir de julio, ni siquiera habíamos tenido noticias de padre desde Carolina, así que ahora vivíamos en un mundo de ciudades y casas quemadas y de plantaciones destruidas y campos habitados sólo por mujeres. Ringo y yo teníamos entonces quince años: nos sentíamos exactamente igual que si tuviéramos que comer y dormir y cambiarnos de ropa en un hotel construido únicamente para señoras y niños.

    El sobre estaba deteriorado y sucio, y lo habían abierto y luego vuelto a pegar; pero en él pudimos descifrar: Hawkburst, Condado de Gibon, Alabama, aun cuando al principio no reconocimos la letra de la tía Louise. Iba dirigida a yaya; eran seis páginas de papel de empapelar, recortadas con tijeras y escritas por ambas caras con jugo de moras, y pensé en aquella noche de hacia dieciocho meses, cuando Drusilla y yo nos quedamos fuera de la cabaña en Hawkhurst y escuchamos pasar a los negros por el camino, la noche que me explicó lo del perro, lo de tener tranquilo al perro, y luego me pidió que le dijera a padre que la permitiera unirse a su escuadrón y cabalgar con él. Pero yo no se lo dije a padre. Quizá lo olvidé. Entonces se marcharon los yanquis, y padre y su escuadrón se fueron también. Seis meses más tarde tuvimos una carta suya, en la que explicaba que estaban combatiendo en Carolina, y, un mes después, recibimos otra de tía Louise diciendo que Drusilla también se había marchado: una carta breve, escrita en papel de empapelar, en la que podían distinguirse las lágrimas que tía Louise había derramado encima del jugo de moras porque no sabía dónde estaba Drusilla, pero se esperaba lo peor desde que Drusilla tratara deliberadamente de ocultar su condición de mujer, negándose a mostrar sentimiento alguno de aflicción no sólo por la muerte en combate de su prometido, sino tampoco por la de su propio padre, y daba por sentado que Drusilla estaba con nosotros y, aun cuando no confiaba en que Drusilla diese paso alguno para aliviar la ansiedad de una madre, esperaba que yaya si lo hiciera. Pero nosotros tampoco sabíamos dónde estaba Drusilla. Simplemente, se había esfumado. Era como si los yanquis, al pasar por el Sur, no sólo se hubieran llevado consigo a todos los hombres existentes, azules, grises, blancos y negros, sino también a una muchacha que por casualidad trataba de parecer y actuar como un hombre, después de que mataran a su novio.

    Como digo, llegó la otra carta. Sólo que yaya no estaba allí para leerla, porque ya había muerto entonces (era cuando Grumby retrocedió al pasar Jefferson, de modo que Ringo y yo pasamos una noche en casa y nos encontramos con la carta, después de que la remitiera la señora Compson), así que durante un tiempo no pudimos averiguar lo que tía Louise trataba de comunicarnos. Esta también venía en el mismo papel de empapelar, seis páginas esta vez, pero tía Louise no había llorado sobre el jugo de moras: Ringo dijo que era porque debió escribirla con demasiada prisa.

    »Querida hermana:
    »Creo que esto sea una novedad para ti, como lo fue para mi, aunque espero e imploro que para ti no signifique el doloroso golpe que para mí supuso, ya que es naturalmente imposible, pues tú sólo eres su tía mientras que yo soy su madre. Pero no es en mí misma en quien pienso, porque soy una mujer, una madre, una mujer del Sur, y durante los últimos cuatro años nuestro sino ha sido soportarlo todo. Pero, cuando pienso en mi marido, que entregó su vida para salvaguardar una herencia de hombres valientes y mujeres intachables, contemplando desde el cielo a una hija que deliberadamente ha despreciado aquello por lo cual murió él, y cuando pienso en mi hijo, huérfano de padre, que un día me preguntará por qué el sacrificio de su padre no fue suficiente para preservar el buen nombre de su hermana...»


    Así estaba formulada. Ringo sujetaba una astilla encendida para que yo leyese, pero al cabo de un rato tuvo que prender otra, y sólo llegamos a cuando Gavin Breckbridge murió en Shiloh antes de que él y Drusilla tuvieran tiempo de casarse y a que el más alto destino de una mujer del Sur —ser la novia—viuda de una causa perdida— estaba reservado para Drusilla, que no sólo lo despreció, no sólo se convirtió en una mujer perdida y en una vergüenza para la memoria de su padre, sino que, además, estaba viviendo ahora de un modo que tía Louise ni siquiera expresaría en palabras, pero que yaya comprendería cuál era, aunque al menos había que dar gracias a Dios de que padre y Drusilla no tuvieran realmente ningún parentesco de sangre, siendo la mujer de padre, y no el, quien era prima carnal de Drusilla. Por tanto, Ringo encendió otra astilla y pusimos las hojas de papel de empapelar en el suelo, y luego averiguamos de qué se trataba: Drusilla había desaparecido hacía seis meses, y no había noticias de ella, a excepción de que vivía y de que una noche se había presentado en la cabaña donde habitaban tía Louise y Denny (y esto lo había subrayado), no sólo con atuendos masculinos, sino como un vulgar soldado raso, y les contó que había sido miembro del escuadrón de padre durante seis meses, acampando por la noche en compañía de hombres dormidos y sin molestarse siquiera en montar la tienda para ella y padre excepto cuando hacía mal tiempo, y que Drusilla no sólo no mostraba pudor ni remordimiento, sino que, además, pretendía no comprender lo que tía Louise estaba diciendo: que, cuando tía Louise le dijo que ella y padre debían casarse inmediatamente, Drusilla le contestó:

    —¿Es que no puedes entender que estoy cansada de enterrar maridos en esta guerra? ¿Que no cabalgo en el escuadrón de primo John para encontrar marido, sino para fustigar a los yanquis?

    Y tía Louise le replicó:

    —Al menos no le llames primo John cuando puedan oírte extraños.


    2


    La tercera carta ni siquiera vino dirigida a nosotros. La recibió la señora Compson. Drusilla y padre estaban en casa entonces. Era primavera, la guerra había terminado y estábamos ocupados en talar los cipreses y robles de la cañada para construir la casa; Drusilla trabajaba junto con Joby, Ringo, padre y yo, como un hombre más, con el cabello más corto de como lo llevaba en Hawkhurst, el rostro curtido de cabalgar a la intemperie y el cuerpo delgado de vivir como los soldados. Tras la muerte de yaya, Ringo, Louvinia y yo dormíamos los tres en la misma cabaña, pero después del regreso de padre, Ringo y Louvinia se mudaron con Joby a la otra, y ahora padre y yo dormíamos en el jergón que antes ocupábamos Ringo y yo, mientras Drusilla dormía en la cama, detrás de la colcha que hacia de cortina, donde se acostaba yaya. Así, una noche me acordé de la carta de tía Louise y se la enseñé a Drusilla y a padre, que se enteró de que Drusilla no había escrito a tía Louise para decirle dónde estaba, y le dijo que debía hacerlo, de manera que un día (legó la señora Compson con la tercera carta. Drusilla, Ringo y Louvinia estaban en la serrería de la cañada, y yo también vi aquélla, escrita con jugo de moras en papel de empapelar sobre el que tampoco esta vez había lágrimas, y era la primera visita que la señora Compson nos hacía desde la muerte de yaya, pero ni siquiera se bajó del surrey, sino que se quedó ahí sentada, sujetando el parasol con una mano y el chal con la otra, mirando alrededor como si Drusilla fuera a salir de casa o a dar la vuelta a la esquina y no se tratase simplemente de una chica flaca y curtida, con pantalones y camisa de hombre, sino quizás, de un oso o una pantera domesticada. Esta venía a decir lo mismo que las otras: que tía Louise se dirigía a una extraña para ella, pero no para yaya, y que había veces en que el buen nombre de una familia significaba el buen nombre de todas, y que ella no esperaba, naturalmente, que la señora Compson se mudara y se fuese a vivir con padre y Drusilla, porque incluso eso llegaría ya demasiado tarde para guardar las apariencias de aquello que, de todos modos, no había existido jamás. Pero que la señora Compson también era una mujer, tía Louise estaba convencida de ello, una mujer del Sur, además, tía Louise no lo ponía en duda, sólo que esperaba e imploraba que la señora Compson se ahorrara el espectáculo de ver a su propia hija, si es que la señora Compson tenía alguna, ultrajando y mofándose de todos los principios sureños de pureza y de virtudes femeninas por los que habían muerto nuestros maridos, aunque, una vez más, tía Louise confiaba en que el marido de la señora Compson (la señora Compson era mucho más vieja que yaya, y al único marido que había tenido le habían encerrado por loco hacía mucho tiempo, porque en las ociosas horas de la tarde solía reunir a ocho o diez negritos de las cabañas y ponerles en línea frente a él, al otro lado del riachuelo, colocándoles batatas en la cabeza sobre las cuales disparaba con un rifle; acostumbraba decirles que él podría fallar una batata, pero que no podía fallar a un negro y que, por lo tanto, debían quedarse absolutamente inmóviles) no hubiera sido uno de ellos. Así que tampoco pude sacar una conclusión de aquélla, y sigo sin entender de qué hablaba tía Louise, y tampoco creo que lo comprendiera la señora Compson.



    Porque no fue ella: fue la señora Habersham, que nunca había venido a casa, y a la que yaya, que yo supiera, jamás había visitado. Pues la señora Compson no se quedó, ni siquiera se apeó del surrey, sino que siguió sentada en él, dignamente estirada bajo su chal, mirándome a mí y luego a la cabaña como si en verdad no supiera lo que iba a salir de ella o de detrás de ella. Después, dio unos golpecitos en la cabeza del conductor negro con el parasol, y se alejaron, los dos viejos caballos marchando de prisa por el camino de entrada y luego por el camino de la ciudad. A la tarde siguiente, cuando subí de la cañada para ir a la fuente con el cubo de agua, había cinco surreys y buggies delante de la cabaña, y en el interior había catorce mujeres que habían recorrido las cinco millas desde Jefferson con la ropa de los domingos que los yanquis y la guerra les habían dejado: sus maridos habían muerto en la guerra o vivían en Jefferson, ayudando a padre en lo que él estuviera haciendo, porque aquéllos eran tiempos extraños. Sólo que, como digo, quizá los tiempos nunca sean extraños para las mujeres: sólo son algo constante y monótono, lleno de las repetidas locuras de los hombres de la familia. La señora Compson estaba sentada en la mecedora de yaya, aún sosteniendo el parasol, erguida bajo su chal y con aire de haber visto al fin lo que esperaba ver, es decir, la pantera. La señora Habersham era quien sujetaba la cortina para que entraran las demás, mirando la cama donde dormía Drusilla y mostrándoles luego el jergón en que dormíamos padre y yo. Entonces me vio y preguntó:

    —Y éste, ¿quién es?
    —Es Bayard —le contestó la señora Compson.
    —Pobre criatura —dijo la señora Habersham. Así que me detuve. Pero no pude menos que oírles. Parecía una reunión de un circulo de damas bajo la dirección de la señora Habersham. porque, de vez en cuando, se olvidaba de hablar en voz baja:
    —Madre tendría que venir, habría que mandarla a buscar inmediatamente. Pero, a falta de su presencia... nosotras, las damas de la comunidad, madres también... la criatura, probablemente engañada por un romántico galán... antes de comprender al precio que debía...
    —¡Silencio! ¡Silencio! —dijo la señora Compson, y luego preguntó otra:
    —¿Cree usted verdaderamente...?
    —¿Y qué otra cosa? —replicó la señora Habersham, olvidándose de hablar en voz baja, como era debido—. ¿Qué otra razón puede mentar usted por la que ella debiera ocultarse todo el día ahí, en el bosque, levantando cargas pesadas, como troncos y...?

    Después me marché. Llené el cubo en la fuente y volví a la serrería, donde Drusilla, Ringo y Joby mantenían en marcha la sierra de banda, mientras la mula, con los ojos vendados, iba dando vueltas entre el aserrín. Entonces, Joby emitió una especie de ruido, nos paramos todos para mirar, y allí estaba la señora Habersham con otras tres, que atisbaban detrás de ella con los ojos brillantes y muy abiertos, contemplando a Drusilla, que se quedó ahí, de pie, entre el aserrín y las virutas, con sus toscos y polvorientos zapatos, el mono de trabajo y la camisa sucios y sudados, el rostro veteado de sudor y la corta cabellera llena de aserrín.

    —Soy Martha Habersham —dijo—. Soy una vecina y espero llegar a ser una amiga —y añadió—: Pobre criatura.

    Simplemente, la miramos: cuando por fin habló Drusilla, se parecía a Ringo y a mí después de que padre, bromeando, nos dijera algo en latín.

    —¿Señora? —dijo Drusilla. Porque yo sólo tenía quince años; aún no comprendía de qué se trataba; simplemente me quedé ahí, escuchando, sin pensarlo mucho, como cuando hablaban en la cabaña—. ¿Mi situación? ¿Mi...?
    —Si —dijo la señora Habersham—. Sin madre, sin una mujer que... reducida a tales apuros... —con la mano, hizo una especie de seña hacia las mulas, que no se habían detenido, y a Joby y a Ringo que la miraban con los ojos en blanco, mientras las otras tres, detrás de ella, seguían atisbando a Drusilla—, para ofrecerle no sólo nuestra ayuda, sino también nuestra simpatía.
    —Mi situación —dijo Drusilla—. Mi sit... Ayuda y sim... —entonces, ahí de pie, se puso a repetir—: ¡Ohl ¡Oh! ¡Oh!

    Y echó a correr como una cierva que sale disparada y después decide a dónde quiere ir; dio una vuelta justo en el aire y se dirigió hacia mí, saltando ágilmente por encima de troncos y tablones, con la boca abierta, repitiendo, «John, John», en voz baja: por un momento, me confundió con padre, hasta que despertó y descubrió que no era él; se detuvo, sin dejar siquiera de correr, igual que se detiene un pájaro en el aire, quieto, pero aún frenético de movimiento.

    —¿Eso es lo que crees tú también? —dijo.

    Luego se alejó. De vez en cuando podía distinguir sus pisadas, espaciadas y rápidas, nada más entrar en el bosque, pero cuando salí de la cañada no alcancé a verla. Sin embargo, los surreys y los buggies seguían frente a la cabaña, y vi a la señora Compson y a las demás en el porche, mirando a través del prado hacia la cañada, de modo que no me acerqué. Pero, antes de llegar a la otra cabaña, donde Vivían Louvinia y Joby y Ringo, vi a Louvinia, que subía por la colina desde la fuente, llevando su cubo de cedro lleno de agua y cantando. Después entró en la cabaña y la canción se cortó en seco, y así me enteré de dónde estaba Drusilla. Pero no me oculté. Me acerqué a la ventana, miré al interior y vi a Drusilla, que acababa de volverse desde donde había estado con la cabeza apoyada en los brazos, sobre la repisa de la chimenea, cuando Louvinia entró con el cubo de agua y una ramita de árbol gomero en la boca y el sombrero viejo de padre encima del pañuelo de la cabeza. Drusilla estaba llorando.

    —Entonces, es eso —dijo—. Bajar hasta la serrería para decirme que en mi situación... simpatía y ayuda... unas desconocidas; jamás en la vida había visto a ninguna de ellas y me importa un bledo lo que ellas... Pero, ¿tú y Bayard? ¿Es eso lo que creéis? Que John y yo... que nosotros... —entonces Louvinia se movió. Su mano fue más rápida que la sacudida hacia atrás de Drusilla, y se posó plana en el peto de su mono; después, la tomó en sus brazos, como solía abrazarme a mi, mientras Drusilla lloraba a lágrima viva—. Que John y yo... que nosotros... Y Gavin muerto en Shiloh y la casa de John quemada y su plantación destruida, que él y yo...

    Fuimos a la guerra para fustigar a los yanquis, no para cazar mujeres!

    —Ya sé que no —dijo Louvinia—. Calle ya. Calle.

    Y, más o menos, eso es todo. No tardaron mucho. No sé si la señora Habersham hizo que la señora Compson mandara a buscar a tía Louise, o si tía Louise les concedió un plazo para presentarse ella misma después. Porque Drusilla, Joby, Ringo y yo seguíamos ocupados en la serrería y padre en la ciudad; desde que se marchaba a caballo por la mañana, no le volvíamos a ver hasta cuando regresaba, a veces tarde, por la noche. Porque entonces corrían tiempos extraños. Durante cuatro años habíamos vivido con un solo objetivo, incluso las mujeres y niños, que no podían combatir: echar a las tropas yanquis del país; creíamos que, cuando eso ocurriera, todo habría terminado. Y ahora que aquello se había producido, y aún antes de que empezara el verano, oía padre decir a Drusilla:

    —Nos han prometido tropas federales; el propio Lincoln prometió mandarnos tropas. Entonces se arreglarán las cosas.

    Eso lo dijo un hombre que durante cuatro años había mandado un regimiento con el declarado propósito de expulsar del país a las tropas federales. Parecía como si no nos hubiéramos rendido en absoluto, como si hubiésemos unido fuerzas con los hombres que habían sido nuestros enemigos para combatir contra un nuevo adversario cuyos medios no siempre pudiéramos penetrar, pero cuyas intenciones siempre podríamos temer. De modo que él estaba todo el día ocupado en la ciudad. Estaban reconstruyendo Jefferson, el edificio del tribunal y los almacenes, pero padre y los otros hombres hacían más que eso; ni a Drusilla, ni a mí ni a Ringo se nos permitía ir a la ciudad para ver de qué se trataba. Entonces, Ringo se escabulló un día y se fue a la ciudad y, al volver, me miró con ojos un tanto desorbitados, preguntándome:

    —¿Sabes lo que ya no soy?
    —¿Qué?
    —Ya no soy un negro. Me han abolido.

    Entonces le pregunté qué era, si es que ya no era un negro, y me enseñó lo que tenía en la mano. Era un billete de dólar, nuevo, girado contra el Tesorero Residente de los Estados Unidos en el condado de Yoknapatawa, Mississippi, y firmado “Cassius Q. Benbow, Alguacil Provisional», con pulcra caligrafía de funcionario y una gran X irregular al pie de ella.

    —¿Cassius Q. Benbow? —dije.
    —Exacto —dijo Ringo—. El tío Cash, que conducía el carruaje de los Benbow hasta que se marchó con los yanquis hace dos años. Ahora ha vuelto y van a elegirle alguacil de Jefferson. En eso están ocupados amo John y los demás blancos.
    —¿Un negro? —exclamé—. ¿Un negro?
    —No —replicó Ringo—. Ya no hay más negros en Jefferson ni en ningún otro sitio.

    Entonces me contó que habían llegado de Missouri dos agentes de Washington con un documento para organizar a los negros en el Partido Republicano, y que padre y los demás hombres estaban tratando de evitarlo.

    —No, señor —dijo—. Esta guerra no ha terminado. Simplemente empezó bien. Antes, cuando veías a un yanqui, le conocías porque nunca llevaba otra cosa que un rifle, un ronzal de mula o un manojo de plumas de gallina. Ahora no le conoces y, en vez del rifle, lleva un puñado de estos efectos en una mano, y un montón de papeletas de voto para los negros en la otra.

    Estábamos atareados, como digo, y sólo veíamos a padre por la noche. A veces, Ringo y yo, e incluso Drusilla, le echábamos una mirada y no le hacíamos ninguna pregunta. De manera que no tardaron mucho, porque Drusilla ya estaba vencida; tenía las horas contadas, sin saberlo, desde aquella tarde en que las catorce damas subieron a los surreys y buggies para volver a la ciudad, hasta otra tarde, cerca de dos meses después, cuando oímos los gritos de Denny aun antes de que el carro entrara por el portón, con tía Louise sentada en uno de los baúles (eso es lo que derrotó a Drusilla: los baúles. En ellos se guardaban sus vestidos, que no se había puesto en tres años; Ringo jamás la había visto con un vestido hasta que llegó tía Louise), vestida de luto, con un crespón enlazado en el mango de la sombrilla, pero hacia dos años, cuando estuvimos en Hawkhurst, no llevaba luto, aunque tío Dennison estaba entonces tan muerto como ahora. Llegó a la cabaña y se apeó del carro, llorando ya y hablando con el mismo tono en que formulaba las cartas, de manera que había que hacer una rápida pirueta para sacar algún sentido de sus palabras.

    —He venido para apelar a ellos una vez más con lágrimas de madre, aunque no creo que sirva de nada, pues hasta el último momento he implorado para que la inocencia de este muchacho quedara intacta, pero será lo que deba ser, y al menos podremos llevar la carga los tres juntos.

    Se sentó en medio de la habitación, en la mecedora de yaya, sin siquiera dejar el parasol en el suelo ni quitarse el sombrero, mirando el jergón en que dormíamos padre y yo, y luego la colcha colgada del montante para hacerle un cuarto a Drusilla, aplicándose a la boca un pañuelo que llenaba toda la cabaña de un olor a rosas marchitas. Entonces entró Drusilla, que venía de la serrería, con los toscos zapatos embarrados, la camisa y el mono sudados, y el pelo quemado por el sol y lleno de aserrín, y tía Louise le lanzó una mirada y empezó a llorar de nuevo, diciendo:

    —Perdida, perdida. Gracias a que Dios Misericordioso se llevó a Dennison Hawk antes de que viviera para ver lo que yo veo.

    Ya estaba vencida. Aquella noche, tía Louise le hizo ponerse un vestido; la vimos salir corriendo de la cabaña con él puesto, y bajar la colina en dirección a la fuente, mientras nosotros esperábamos a padre. Llegó y entró en la cabaña, donde tía Louise seguía sentada en la mecedora de yaya, con el pañuelo delante de la boca.

    —Qué agradable sorpresa, miss Louise —dijo padre.
    —No es agradable para mi, coronel Sartoris —le replicó tía Louise—. Al cabo de un año, no creo que pueda llamársele sorpresa. Aunque no deja de ser un sobresalto.

    De manera que padre también salió y bajamos a la fuente, y encontramos a Drusilla escondida detrás del abedul grande, agachada, como si tratara de ocultarle las faldas a padre, incluso cuando la levantó.

    —¿Qué es un vestido? —dijo él—. No tiene importancia. Vamos. Levántate, soldado.

    Pero estaba vencida, como si con sólo permitirles que le pusieran el vestido, la hubiesen azotado, como si con el vestido no pudiera defenderse ni escapar. Así, nunca volvió a bajar a la serrería, y ahora que padre y yo dormíamos en la cabaña con Joby y Ringo, ni siquiera la veía, salvo a la hora de las comidas. Estábamos ocupados talando árboles, y ahora todo el mundo hablaba de las elecciones y de que padre les había dicho a los dos agentes del Gobierno, delante de todos los hombres de la ciudad, que jamás se celebrarían las elecciones si Cash Benbow o cualquier otro negro se presentaban a ellas, y los agentes le habían desafiado a que las interrumpiera. Además, la otra cabaña solía estar todo el día llena de damas de Jefferson; se hubiera creído que Drusilla fuese hija de la señora Habersham y no de tía Louise. Comenzaban a aparecer inmediatamente después de desayunar y se quedaban todo el día, de manera que tía Louise se sentaba a cenar con su vestido de luto, pero sin parasol ni sombrero, con una especie de madeja negra de hacer punto que siempre llevaba consigo y nunca terminaba, el pañuelo al alcance de la mano, doblado entre su cinturón (sólo que comía bien; comía incluso más que padre, porque sólo faltaba una semana para las elecciones y creo que pensaba en los agentes), y negándose a hablar con nadie, excepto con Denny; y Drusilla se esforzaba en comer, con la cara tensa y demacrada, y una expresión como si la hubieran azotado hacía mucho y ya sólo tuviera los nervios resentidos.

    Entonces, Drusilla abandonó; la derrotaron. Porque era fuerte; no era mucho mayor que yo, pero había dejado que tía Louise y la señora Habersham eligieran el juego, y les había ganado a las dos hasta aquella noche en que tía Louise se puso a espaldas de ella y escogió un juego al que no podía perder. Yo subía a cenar; las oí hablar dentro de la cabaña antes de que pudiera detenerme.

    —¿No puedes creerme? —dijo Drusilla—. ¿No puedes entender que en el escuadrón yo no era más que otro hombre no muy distinto de los demás, y que desde que llegamos a esta casa no soy sino otra boca que John tiene que alimentar, simplemente una prima de la mujer de John y no mucho mayor que su propio hijo?

    Y casi me imaginé a tía Louise, ahí sentada, con aquella labor de punto que nunca progresaba.

    —¿Pretendes decirme que tú, una mujer joven, has tenido tratos día y noche con él, un hombre todavía joven, durante un año, recorriendo el país de una a otra parte sin vigilancia ni obstáculos de ninguna clase...? ¿Crees que soy tonta de remate?

    De manera que aquella noche tía Louise la venció; acabábamos de sentarnos a cenar cuando tía Louise me miró, como si hubiera estado esperando a que cesara el ruido del banco.

    —Bayard, no te pido perdón por esto, porque tú también tienes que llevar esta carga; eres una victima inocente, lo mismo que Dennison y yo... —entonces miró a padre, clavado en el respaldo de la mecedora de yaya (la única silla que teníamos); llevaba su vestido negro, y junto al plato tenía la madeja negra de hacer punto—. Coronel Sartoris —dijo—, soy una mujer; debo exigirle lo que el marido a quien he perdido y el hijo mayor que no tengo le pedirían, quizás, a punta de pistola... ¿Quiere usted casarse con mi hija?

    Salí afuera.. Me moví de prisa; oí el leve ruido seco de la cabeza de Drusilla al caer sobre la mesa, entre sus brazos abiertos, y el que hizo el banco cuando padre se levantó a su vez; al pasar yo delante de él, estaba de pie junto a Drusilla, con la mano sobre la cabeza de ella.

    —Te han vencido, Drusilla —dijo.


    3


    La señora Hebersham llegó a la mañana siguiente, antes de que hubiéramos terminado de desayunar. No sé cómo tía Louise le mandó recado tan aprisa. Pero allí estaba, y ella y tía Louise arreglaron la boda para dos días más tarde. No creo que supieran siquiera que aquél era el día en que padre dijo a los agentes que Cash Bendow jamás saldría elegido alguacil de Jefferson. Tampoco creo que hubiesen prestado más atención a ello que si todos los hombres hubieran decidido que al cabo de dos días todos los relojes de Jefferson se retrasaran o adelantaran una hora. Tal vez ni siquiera se habían enterado de que iban a celebrarse elecciones, que al día siguiente codos los hombres del condado cabalgarían hacia Jefferson con pistolas en los bolsillos, y que los agentes ya tenían acampados a sus electores negros, bajo vigilancia, en una desmotadora de algodón, en las afueras de la ciudad. Tampoco creo que se hubieran preocupado de ello. Porque, como decía padre, las mujeres no creen que nada pueda estar bien ni mal, ni incluso ser muy importante, si puede decidirse a través de pedacitos de papel escritos, depositados en una urna.



    Iba a ser una boda a lo grande; se invitaría a todo Jefferson, y la señora Habersham planeaba traer las tres botellas de madeira que reservaba desde hacia cinco años, cuando tía Louise empezó a llorar de nuevo. Pero cayeron rápidamente en la cuenta: todas ellas acariciaban las manos a tía Louise y le daban vinagre a oler, y la señora Habersham dijo:

    —Desde luego. Pobrecita. Una ceremonia pública ahora, después de un año, sería pregonar que...

    Por tanto, decidieron dar una recepción, porque la señora Habersham dijo que una pareja de casados podían celebrar una recepción en cualquier momento, incluso diez años después de la boda. De manera que Drusilla iría a la ciudad, se reuniría con padre y se casarían tan rápida y sigilosamente como fuera posible, con sólo dos testigos, yo y algún otro, para legitimar el acto; ni siquiera asistiría ninguna de las damas. Después, volverían a casa y celebrarían la recepción.

    Así que empezaron a llegar al día siguiente, por la mañana temprano, con cestas de comida, manteles y vajilla de plata, como para una comida de la iglesia. La señora Habersham trajo un velo y una guirnalda, y todas ayudaron a Drusilla a vestirse, sólo que tía Louise le hizo ponerse el capote de cabalgar de padre por encima del velo y de la guirnalda, y Ringo trajo los caballos, bien cepillados y almohazados, y yo ayudé a montar a Drusilla, mientras tía Louise y todas las demás observaban desde el porche. Pero, al partir no me di cuenta de que Ringo había desaparecido, ni siquiera cuando, bajando ya por el camino oí a tía Louise llamar a gritos a Denny. Louivinia fue quien lo contó, explicando que, después de marcharnos, las señoras pusieron y adornaron la mesa, colocando el almuerzo nupcial, y que todas vigilaban el portón, y de vez en cuanto tía Louise seguía llamando a voz en grito a Denny, cuando vieron a Ringo y a Denny llegar al galope por el camino de entrada, montados en una sola mula, y que Denny traía los ojos tan desorbitados como pomos de puerta y que venía vociferando:

    —¡Les han matado! ¡Les han matado!
    —¿A quiénes? —chilló tía Louise—. ¿Dónde habéis estado?
    —¡En la ciudad! —gritó Denny—. ¡A los dos Burden! ¡Les han matado!
    —¿Quién les ha matado? —exclamó tía Louise.
    —¡Drusilla y primo John! —aulló Denny. Louvinia dijo que tía Louise empezó entonces a dar fuertes gritos.
    —¿Quieres decir que Drusilla y ese hombre no se han casado todavía?

    Pues nosotros no tuvimos tiempo. Quizá si lo hubieran tenido Drusilla y padre, pero, cuando llegamos a la plaza, vimos a la multitud de negros amontonados a la puerta del hotel, guardados por seis u ocho forasteros blancos, y de pronto vi a los hombres de Jefferson, a los hombres que padre conocía y yo también, corriendo por la plaza hacia el hotel, todos con la mano en la cadera, de la forma en que corre un hombre que lleva una pistola en el bolsillo. Y después vi a los que componían el escuadrón de padre, formados ante la puerta del hotel, bloqueándola. Entonces me dejé caer del caballo, observando a Drusilla, que forcejeaba con George Wyatt. Pero él no la tenía sujeta; sólo agarraba el capote, y luego ella atravesó la fila de hombres y corrió hacia el hotel, con la guirnalda ladeada en la cabeza y el velo ondeando por detrás. Pero George me sujetó. Tiró el capote al suelo y me retuvo.

    —¡Suélteme! —dije—. Padre.
    —¡Tranquilo! —dijo George, sujetándome—. John sólo ha entrado a votar.
    —¡Pero son dos! —exclamé—. ¡Suélteme!
    —John tiene dos balas en la derringer —dijo George—. Cálmate.

    Pero me retuvieron. Entonces oímos tres disparos y todos nos volvimos y miramos a la puerta. No sé cuánto duró.

    —Los dos últimos han sido de la derringer —dijo George.

    No sé cuánto tiempo pasó. El viejo negro que servia de camarero a la señora Holston, y que era demasiado viejo incluso para ser libre, asomó una vez la cabeza, diciendo, “¡Santo Dios!», y volvió a desaparecer. Entonces salió Drusilla, llevando la urna electoral, con la guirnalda a un lado de la cabeza y el velo enrollado alrededor del brazo y, a continuación, padre, detrás de ella, cepillando con la manga su nuevo sombrero de castor. Luego se elevó un clamor; les oí aspirar el aire cuando empezaron a dar el grito de guerra que los yanquis solían escuchar.

    —¡Yaaaaa...!

    Pero padre alzó la mano y se callaron. Después no se oyó nada más.

    —También oímos una pistola —dijo George—. ¿Te dieron?
    —No —le contestó padre—. Les dejé disparar primero. Todos lo oísteis. Podéis jurarlo por mi derringer, muchachos.
    —Si —repuso George—. Todos lo oímos.

    Entonces, padre les dirigió una mirada a todos ellos, a todas las caras que había a la vista, pausadamente.

    —¿Hay alguien que quiera discutir esto conmigo? —preguntó.

    Pero no se oyó nada, ni tampoco se movió nadie. La multitud de negros seguía en la misma posición en que les vi al llegar, con los blancos del Norte manteniéndoles agrupados. Padre se puso el sombrero, le cogió a Drusilla la urna, la ayudó a montar en su caballo y se la entregó de nuevo. Luego, volvió a mirar en derredor, a todos ellos.

    —Estas elecciones se celebrarán en mi casa —dijo—. Por este acto, nombro a Drusilla Hawk comisario de escrutinio hasta que se depositen los votos y se haga el recuento. ¿Alguno de ustedes tiene algo que objetar? —pero, antes de que empezaran a gritar, les calló con un gesto—. Ahora no, muchachos —dijo. Se volvió a Drusilla—. Ve a casa. Yo iré a ver al sheriff luego te seguiré.
    —Ni hablar de eso —dijo George Wyatt—. Algunos muchachos acompañarán a Drusilla. Los demás iremos contigo.

    Pero padre no se lo permitió.

    —¿No comprendes que trabajamos por la paz mediante la ley y el orden? —dijo—. Cumpliré con mi obligación y luego os seguiré. Haced lo que digo.

    De modo que nos pusimos en marcha. Cruzamos el portón con Drusilla al frente, llevando la urna electoral en el pomo del arzón: nosotros, los hombres de padre y unos cien más: subimos cabalgando hasta la cabaña, donde los surreys y buggies seguían estacionados; Drusilla me pasó la urna, desmontó, volvió a cogerla y echó a andar hacia la cabaña, pero se detuvo en seco. Me figuro que ella y yo nos acordamos al mismo tiempo, y creo que los demás, los hombres, comprendieron de pronto que algo iba mal. Porque, como decía padre, supongo que las mujeres nunca se rinden: no sólo ante la victoria, sino tampoco ante la derrota. Porque así fue como nos detuvimos cuando tía Louise y las demás señoras salieron al porche, y entonces padre me adelantó, apartándome de un empellón, y saltó a tierra, junto a Drusilla. Pero tía Louise ni siquiera le miró.

    —De manera que no os habéis casado —dijo.
    —Lo olvidé —dijo Drusilla.
    —¿Lo olvidaste? ¿Lo olvidaste?
    —Yo... —balbuceó Drusilla—. Nosotros...

    Entonces, tía Louise nos miró a nosotros; pasó la vista por la fila que formábamos, erguidos en las sillas; a mí me miró exactamente igual que a los demás, como si no me hubiera visto en su vida.

    —¿Y quiénes son ésos, por favor? ¿Tu olvidadizo séquito nupcial? ¿Tus padrinos de asesinato y robo?
    —Han venido a votar —dijo Drusilla.
    —A votar —dijo tía Louise—. ¡Ah! A votar. Después de obligar a tu madre y a tu hermano a vivir bajo un techo de libertinaje y adulterio, ¿crees que también puedes forzarles a vivir en una cabaña electoral, al amparo de la violencia y el derramamiento de sangre, no es así? Dame esa urna —pero Drusilla no se movió, quedándose ahí parada, con el vestido roto, el velo arrugado y la retorcida guirnalda colgándole del pelo por unos cuantos alfileres. tía Louise bajó los escalones; no sabíamos lo que iba a hacer: simplemente, nos quedamos quietos y vimos cómo le arrebataba la urna a Drusilla y la arrojaba al patio, añadiendo—: Entra en la casa.
    —No —replicó Drusilla.
    —Entra en la casa. Yo mandaré a buscar a un pastor.
    —No —repitió Drusilla—. Se trata de unas elecciones. ¿No lo entiendes? Soy comisario de escrutinio.
    —¿Así que te niegas?
    —Tengo que hacerlo. Es mi deber —parecía una niña pequeña a la que hubieran sorprendido jugando en el barro—. John dijo que yo...

    Entonces, tía Louise rompió a llorar. Se quedó inmóvil, con su vestido negro, sin la labor de punto y, por primera vez que vieran mis ojos, sin siquiera empuñar el pañuelo, llorando, hasta que se le acercó la señora Habersham y la condujo dentro de la casa. Después, votaron. Eso tampoco duró mucho. Colocaron la urna sobre el tronco aserrado en que lavaba Louvinia, y Ringo trajo el jugo de moras y un trozo de visillo viejo, y lo recortaron para hacer papeletas de voto.

    —Todos los que quieran que el honorable Cassius Q. Bendow sea alguacil de Jefferson, que escriban «Si» en su papeleta; los que estén en contra, «No» —dijo padre.
    —Yo las escribiré y así ganaremos tiempo —dijo George Wyatt.

    De modo que hizo un montón con las papeletas y las escribió, apoyándolas en su silla de montar, y a medida que las iba escribiendo, los hombres las cogían y las dejaban caer en la urna, mientras Drusilla les iba llamando por su nombre. Podíamos oír a tía Louise, que seguía llorando dentro de la cabaña, y veíamos a las demás señoras observándonos a través de la ventana. No se tardó mucho.

    —No es necesario molestarse en hacer el recuento —dijo George—. Todos han votado «No».

    Y eso es todo. Los hombres regresaron luego a la ciudad, llevándose la urna, mientras padre y Drusilla, con el vestido y el velo de novia desgarrados, les observaban erguidos al lado del tronco. Sólo que esta vez padre no pudo impedírselo. El grito retumbó de nuevo, fuerte y tenue, discordante y fiero, como cuando los yanquis solían escucharlo entre el humo y el galopar de los caballos.

    —¡Yaaaaay, Drusilla! —aullaron—. iYaaaaaay, John Sartoris! iYaaaaaay!



    UN OLOR A VERBENA
    1


    Era justo después de cenar. Acababa de abrir mi Coke encima de la mesa, bajo la lámpara; oí los pasos del profesor Wilkins en el pasillo y luego hubo un momento de silencio cuando puso la mano en el pomo de la puerta: debí haber comprendido. La gente habla fácilmente de presentimientos, pero yo no tuve ninguno. Oí sus pasos en las escaleras y después acercándose por el pasillo, y no tenían nada de extraño, porque, aun cuando hiciera ya tres cursos que vivía en su casa, y a pesar de que él y la señora Wilkins me llamaran Bayard dentro de casa, nunca hubiera entrado sin llamar en mi habitación, igual que yo no habría entrado en la de él ni en la de ella. Después, con uno de esos gestos por los que al fin flaquea la firmeza casi dolorosa del director de un colegio de jóvenes, abrió la puerta violentamente, golpeándola contra el tope, y apareció diciendo:



    —Bayard. Bayard, hijo mío, querido hijo.

    Debí haber comprendido. Debí estar preparado. O acaso lo estuviera, pues recuerdo que cerré el libro con cuidado, incluso dejando una señal, antes de levantarme. El profesor Wilkins estaba haciendo algo, manipulando algo; era mi capa y mi sombrero, que me tendía y que yo cogí, aunque no necesitaría la capa, a no ser, consideraba yo (a pesar de que era octubre, no había llegado el equinoccio), que las lluvias y el tiempo frío se presentaran antes de que volviera a ver aquella habitación, de manera que la capa me haría falta de todos modos para volver, si es que volvía, y pensé: «Dios mío, con que sólo hubiera hecho esto la noche pasada, si anoche hubiera abierto esa puerta de golpe, sin llamar, haciéndola rebotar contra el tope, yo podría haber estado allí antes de que ocurriera, junto a él, en el sitio que fuera, allí donde debiera caer abatido sobre la tierra y el polvo.»

    —Tu criado está abajo, en la cocina —añadió.

    No fue sino años más tarde cuando me contó (alguien lo hizo; debió ser el juez Wilkins) que Ringo dio un manifiesto empujón a la cocinera y entró en la casa, hasta la biblioteca, donde él y la señora Wilkins estaban sentados, y dijo sin preámbulos, al tiempo que se daba la vuelta para marcharse:

    —Esta mañana han matado al coronel Sartoris. Dígale que le espero en la cocina.

    Y desapareció antes de que ninguno de los dos pudiera hacer movimiento alguno.

    —Ha cabalgado cuarenta millas, pero se niega a tomar algo.

    Ya íbamos hacia la puerta, detrás de la cual yo había vivido desde hacia tres años con aquel conocimiento, con lo que ahora sabía que había creído y esperado, y detrás de la cual había oído los pasos acercándose, sin descubrir nada en ellos.

    —Si hay alguna cosa que yo pueda hacer.
    —Si, señor —dije—. Un caballo de refresco para mi criado. Querrá volver conmigo.
    —No faltaba más, coge el mío... el de la señora Wilkins —gritó.

    Su tono de voz no cambió, pero habló a gritos, y supongo que en el mismo momento los dos nos dimos cuenta de que resultaba divertido: una yegua de mucho vientre y patas cortas, que era exactamente igual que una profesora de música solterona y a la que la señora Wilkins solía enganchar un faetón ligero; cosa que me cayó tan bien como si me hubieran echado encima un cubo de agua fría.

    —Gracias, señor —dije—. No lo necesitaremos. Cuando vaya al establo por mi yegua, alquilaremos un caballo de refresco para él.

    Lo que si me venía bien, porque, aun antes de terminar de decirlo, comprendí que aquello tampoco sería necesario, que Ringo se habría parado en la caballeriza de alquiler para ocuparse de ello antes de llegar al colegio mayor, y que su caballo de refresco y mi yegua estarían los dos ensillados y aguardando ya junto a la puerta lateral, y ni siquiera tendríamos que atravesar Oxford. A Loosh no se le habría ocurrido eso, si hubiera venido él a buscarme; habría ido directamente al colegio, a casa del profesor Wilkins, le habría dado la noticia, y luego se habría sentado, dejando que yo me encargase de todo a partir de entonces. Pero Ringo no actuaría as¡.

    Salió de la habitación detrás de mi. Desde aquel momento hasta que Ringo y yo nos alejamos al galope en la calurosa y densa noche polvorienta, despierta y ansiosa por el retrasado equinoccio como una parturienta fuera de cuentas, él iría un poco delante o detrás de mi, y yo no lo sabría ni tampoco me importaría. Trataba de encontrar palabras para ofrecerme también su pistola. Casi pude oírle decir:

    —¡Oh! No hace diez años que esta desgraciada tierra se ha recuperado de la fiebre, pero sus hombres deben seguir matándose mutuamente, aún debemos pagar la carga de Caín en su propia moneda.

    Pero, en realidad, no lo dijo. Se limitó a seguirme, a mi lado o detrás de mi, mientras bajábamos las escaleras hacia el vestíbulo, donde esperaba la señora Wilkins, bajo la araña de cristal —una mujer canosa y delgada que me recordaba a yaya, no porque se pareciese a ella, sino porque la había conocido—, con el rostro erguido, tenso e inmóvil pensando: Quien a hierro mala, a hierro muere, lo mismo que habría pensado yaya, pensamiento al que me aproximaba, al que debía acercarme no porque fuese nieto de yaya y hubiera vivido en casa de la señora Wilkins durante tres cursos y tuviese casi la misma edad que su hijo cuando resultó muerto en una de las últimas batallas hacía nueve años, sino porque yo era entonces Los Sartoris. (Los Sartoris: eso había sido uno de los rápidos mensaje concomitantes, junto con el por fin ha sucedido del profesor Wilkins cuando abrió la puerta.) Ella no me ofreció caballo ni pistola, no porque fuese una mujer, y por tanto más sabia que cualquier hombre, pues de otro moda los hombres no habrían prolongado la guerra otros dos años, después de saber que estaban vencidos. Simplemente, me puso las manos (era una mujer menuda, no más alta de lo que había sido yaya) en los hombros, y dijo:

    —Da recuerdos a Drusilla y a tu tía Jenny. Y vuelve en cuanto puedas.
    —Pero no sé cuándo podré —dije—. No sé de cuántas cosas tendré que ocuparme.

    Si, incluso a ella le mentí; apenas habría transcurrido un minuto desde que él abriera la puerta de golpe, haciéndola rebotar contra el tope, y ya empezaba a darme cuenta, a ser consciente de que no tenía criterio para calibrar, salvo el que consistía, a pesar de mí mismo, a pesar de mi educación y de mi ambiente cultural (o quizás, a causa de ello), en lo que desde hacia algún tiempo sabía que estaba llegando a ser, y que temía que fuese puesto a prueba: recuerdo que, cuando sus manos aún descansaban sobre mis hombros, pensé: Por fin me ha llegado la ocasión de averiguar si soy lo que creo ser, o si sólo espero serlo; si voy a hacer lo que a mí mismo me he dicho que está bien, o si sólo desearía hacerlo.

    Seguimos hacia la cocina; el profesor Wilkins venía a mi lado o detrás de mi, y continuaba ofreciéndome la pistola y el caballo de doce maneras distintas. Ringo estaba aguardando; recuerdo que entonces pensé que, fuera lo que fuera lo que nos ocurriese a cualquiera de los dos, yo jamás sería Los Sartoris para él. También tenía veinticuatro años, pero, en cierto modo, había cambiado menos que yo desde el día en que clavamos el cuerpo de Grumby a la puerta de la vieja prensa. Quizá fuese porque entonces era más alto que yo; aquel verano, cuando él y yaya vendían mulas a los yanquis, cambió mucho, y por eso yo tuve que cambiar más desde entonces, únicamente para estar a su altura. Estaba tranquilamente sentado en una silla, junto al fogón apagado, con la expresión de agotamiento de quien ha cabalgado cuarenta millas (en cierto momento, en Jefferson o cuando al fin se quedara solo en alguna parte del camino, había llorado; se le había pegado y secado el polvo en los surcos que las lágrimas le habían marcado en la cara), y tiene que cabalgar otras cuarenta, pero sin tomar nada, levantando hacia mí sus ojos ligeramente enrojecidos por la fatiga (o quizá fuese algo más que simple cansancio, y en ese caso yo nunca me pondría a su altura), incorporándose luego sin decir palabra para dirigirse a la puerta, mientras yo le seguía y el profesor Wilkins continuaba ofreciéndome el caballo y la pistola sin decirlo expresamente y pensando todavía (eso también lo notaba yo): A hierro muere. A hierro muere.

    Tal como me había figurado, Ringo tenía dos caballos ensillados en el portillo: uno de refresco para él, y la yegua que padre me había regalado hacia tres años, que en cualquier momento podía cubrir una milla en menos de dos minutos y una milla cada ocho minutos durante toda la jornada. Él ya había montado cuando me di cuenta de que el profesor Wilkins quería estrecharme la mano. Nos la dimos; yo sabía que él estaba convencido de tocar carne que quizá no estuviera viva a la noche siguiente, y durante un momento pensé qué pasaría si le explicaba lo que me proponía hacer, porque ya habíamos hablado de eso, de si en la Biblia había algo sobre ello, algo de esperanza y paz para Su ciega y confundida progenie, a la que Él había escogido entre todas las demás para otorgarle la inmortalidad, No matarás, debía ser, porque, tal vez, hasta creyera que me lo había enseñado él, pero no había sido él, nadie me lo había enseñado, ni siquiera lo aprendí por mí mismo, porque, simplemente, se trataba de algo muy profundo para haberlo aprendido. Pero no se lo dije. Era demasiado viejo para someterle a esa presión, para que tolerase, siquiera en principio, semejante decisión; era demasiado viejo para hacerle seguir una idea que iba en contra de la sangre, de la educación y del ambiente cultural, como si un salteador le atacara de improvisa y le diera un golpe en la oscuridad; sólo los jóvenes pueden hacer eso, sólo uno lo suficientemente joven todavía como para entregarle gratis su juventud como explicación (no como excusa) de la cobardía.

    De modo que no dije nada. Simplemente, le estreché la mano y monté a mi vez, y Ringo y yo partimos al galope. Ya no teníamos que cruzar Oxford, y en seguida (había una luna en forma de hoz, como el talón de una bota hollando la tierra húmeda) se extendió entre nosotros el camino de Jefferson, por el que había viajado por primera vez con padre hacía tres años y que recorrí dos veces por Navidad y luego en junio y en septiembre, y dos veces de nuevo en Navidad, y después en junio y en septiembre otra vez, y desde entonces cada curso escolar yo solo en la yegua, sin saber siquiera que aquello era la paz; y ahora, en esta ocasión que quizá fuera la última de quien no iba a morir (estaba convencido de ello), pero que, acaso, nunca más volvería a ir con la cabeza alta. Los caballos cogieron el paso que mantendrían durante las cuarenta millas. Mi yegua conocía el largo camino que tenía delante, y Ringo también tenía un buen animal. En el establo habría hablado con Hilliard para que le diera un buen caballo. Quizá lo consiguieran las lágrimas, los surcos de polvo reseco, entre los que me habían mirado sus ojos enrojecidos por el esfuerzo, pero más bien creo que se habría debido a la misma cualidad que solía capacitarle para reponer la provisión de hojas de papel con membrete del Ejército de los Estados Unidos que durante aquel tiempo utilizaron él y yaya, un excesivo aplomo obtenido de una relación demasiado larga y demasiado estrecha con blancos: con aquella a quien llamaba yaya, y con aquel con quien había dormido desde que ambos nacimos hasta que padre reconstruyó la casa. Nos dirigimos una vez la palabra; luego, nada más.

    —Podríamos cazarle —dijo—. Como hicimos aquel día con Grumby. Pero no creo que eso le sentara bien a esa piel blanca con la que andas por ahí.
    —No —le contesté.

    Seguimos cabalgando; era octubre; aún había mucho tiempo para que floreciera la verbena, aunque tendría que llegar a casa para comprender que era necesaria; mucho tiempo aún para la verbena del jardín en que tía Jenny, con un par de viejas manoplas de caballería de mi padre, se entretenía junto al anciano Joby entre los cuidados macizos, pacientemente logrados, entre los antiguos nombres, pintorescos y olorosos, pues aunque era octubre, todavía no habían llegado las lluvias y, por tanto, tampoco el rocío para traer (o dejar atrás) las primeras noches, mitad cálidas, mitad frías, del veranillo de San Martín —el adormecido aire helado y vacío para los gansos, pero lánguido aún por el añejo y polvoriento aroma cálido de las uvas y el sasafrás—, noches en que antes de hacerme hombre e ir a la universidad a estudiar Derecho, Ringo y yo, con farol, hacha, saco y seis perros (uno para seguir el rastro y otros cinco simplemente para ladrar, para poner la música) solíamos cazar zarigüeyas en los pastos donde aquella tarde, escondidos, vimos a nuestro primer yanqui, montado en el brioso caballo, y donde hacia un año podía oírse el pitido de los trenes que ya no pertenecían a mister Redmond desde mucho tiempo atrás, y que en algún instante, en algún momento de aquella mañana, también había perdido padre, junto con la pipa que, según Ringo, estaba fumando, y que se le resbaló de la mano cuando cayó abatido. Continuamos la marcha hacia la casa donde ahora yacería en el salón, con su uniforme militar (el sable también), y donde Drusilla estaría esperándome bajo el festivo refulgir de todas las arañas, con su vestido amarillo de baile y el ramito de verbena en el pelo, sosteniendo las dos pistolas cargadas (también podía imaginar eso, yo, que no había tenido presentimiento alguno; la vela en la engalanada y resplandeciente habitación, ceremoniosamente arreglada para las honras fúnebres, no alta ni esbelta como una mujer, sino como una persona joven, chico o chica, inmóvil, vestida de amarillo, el rostro en calma, el peinado simple y severo, una ramita de verbena balanceándose en cada oreja, los brazos con los codos flexionados, las manos a la altura de los hombros, las dos idénticas pistolas de duelo apoyadas en ellos, una en cada mano, sin apretarlas: la sacerdotisa de un ánfora griega en un breve ritual de violencia).


    2


    Drusilla dijo que él abrigaba un sueño. Yo ya había cumplido veinte años, y ella y yo solíamos pasear por el jardín durante el atardecer de los días de verano, mientras esperábamos a que llegara padre del ferrocarril. Acababa de cumplir los veinte; era el verano anterior a mi ingreso en la universidad para licenciarme en Derecho, cosa que padre decidió, y cuatro años después del día, de la tarde en que padre y Drusilla impidieron que Cash Benbow se convirtiera en alguacil de los Estados Unidos y volvieron a casa sin haberse casado todavía: la señora Habersham les metió en su carruaje y les llevó de nuevo a la ciudad, sacando a su marido de su pequeño y oscuro cuchitril del nuevo banco y haciéndole firmar la declaración voluntaria de padre por haber matado a los dos aventureros del Norte, y ella misma llevó a padre y Drusilla ante el pastor para comprobar que se casaban. Además, padre había reconstruido la casa en el mismo lugar renegrido donde se había quemado la otra, encima del mismo sótano, sólo que más grande, mucho más grande. Drusilla dijo que la casa era la emanación del sueño de padre, igual que el velo y el ajuar de novia eran el efluvio del suyo. Y tía Jenny se vino a vivir con nosotros, de modo que teníamos jardín (Drusilla no se habría preocupado de las flores más de lo que se hubiese preocupado padre en persona, quien, aun ahora, incluso a los cuatro años de que todo terminara, todavía parecía vivir y respirar en aquel último año de guerra, cuando ella cabalgaba con ropa de hombre y el pelo corto, como cualquier otro miembro del escuadrón de padre, a través de Georgia y de las dos Carolinas, frente al ejército de Sherman) para que ella recogiese ramitos de verbena y se los pusiera en el pelo, porque decía que el aroma de la verbena era el único que podía percibirse por encima del olor de los caballos y de la intrepidez, de modo que era el único que merecía la pena llevar. El ferrocarril apenas acababa de empezarse entonces, y padre y mister Redmond no seguían siendo simplemente socios, sino también amigos, lo que, según decía George Wyatt, era probablemente una prueba para padre; solía marcharse de casa al romper el alba, montado en Júpiter, y bajaba cabalgando hasta la vía sin terminar con dos alforjas de monedas de oro que pedía prestadas el viernes para pagar a los hombres el sábado, manteniéndose del sheriff a una distancia de dos traviesas, tal como decía tía Jenny. Como digo, al atardecer paseábamos despacio entre los macizos de flores de tía Jenny, mientras Drusilla (que ahora se ponía vestidos, aunque, si padre se lo hubiese permitido, habría seguido llevando pantalones gastados todo el tiempo) se apoyaba descuidadamente en mi brazo y yo olía la verbena en su cabello, igual que había olido la lluvia en ellos y en la barba de padre hacía cuatro años, cuando él y Drusilla y tío Buck MacCaslin dieron con Grumby y luego volvieron a casa y nos encontraron a Ringo y a mí algo más que simplemente dormidos: evadidos en el interior de ese olvido que Dios o la Naturaleza, o lo que sea, nos había proporcionado momentáneamente a quienes habíamos tenido que realizar más de lo que podía exigirse a unos niños, porque debería existir algún límite de edad, para los jóvenes al menos, más abajo del cual uno no debería tener que matar. Aquello fue un sábado por la noche; nada más llegar él, observé cómo limpiaba y recargaba la derringer, y nos enteramos de que el hombre muerto era casi un vecino, un hombre de la colina que había estado en el primer regimiento de infantería, el que votó para que mi padre abandonase el mando; y nunca sabríamos si aquel hombre intentó o no robar a padre, por que padre disparó con demasiada rapidez, sino sólo que dejaba esposa y varios hijos en una cabaña de sucio suelo en las colinas, a quienes padre envió algún dinero al día siguiente y ella (la esposa) entró en casa dos días después, cuando estábamos sentados a la mesa, comiendo, y arrojó el dinero a la cara de padre.



    —Pero nadie podría tener un sueño más grande que el del coronel Sutpen —dije.

    Había sido lugarteniente de padre en el primer regimiento, y le eligieron coronel cuando la tropa destituyó a padre después de la segunda batalla de Manassas, y fue a Sutpen, y no al regimiento, a quien padre jamás perdonó. Era un hombre vulgar, insensible y cruel que había llegado al país unos treinta años antes de la guerra nadie sabía de dónde, aparte de que padre decía que con sólo mirarle a la cara se comprendía que no se atrevería a decirlo. Había conseguido algunas tierras y sacado dinero de alguna parte, sin que tampoco se explicara nadie cómo lo había logrado —contaba padre que, según creían todos, robaba en los vapores, como tahúr o como bandolero declarado—, construyó una casa grande, se casó y se estableció como un caballero. Después lo perdió todo en la guerra, como todo el mundo, y también la esperanza de tener descendencia (su hijo mató al prometido de su hija la víspera de la boda y desapareció), pero volvió a su casa y, sin ayuda de nadie, se puso a reconstruir la plantación. No tenía amigos para pedir dinero prestado ni nadie a quien dejárselo; ya había pasado de los sesenta años pero empezó a reconstruir su hogar, dejándolo tal como era antes; se contaba que tenía demasiado que hacer para ocuparse de política o de cualquier otra cosa; que, cuando padre y los otros hombres organizaron los jinetes enmascarados para impedir que los aventureros del Norte promovieran una insurrección entre los negros, se negó a tener algo que ver con ellos. Padre dejó de odiarle lo suficiente como para ir a ver personalmente a Sutpen, y él (Sutpen) salió a la puerta con un farol sin invitarles siquiera a entrar para discutirlo; padre le preguntó: “¿Está usted con nosotros o contra nosotros?», y él respondió: «Estoy con mi tierra. Si cada uno de ustedes rehabilitara su propia tierra, el país se bastaría a sí mismo», y padre le desafió a que sacara el farol y lo pusiera encima de un tronco de árbol, donde ambos pudieran verse al disparar, y Sutpen se negó.

    —Nadie podía tener un sueño más grande que ése.
    —Si. Pero su sueño sólo tiene relación con Sutpen. El de John, no. Él piensa en todo este país, al que intenta levantar sin ayuda ajena, para que todo su pueblo, no sólo sus parientes ni su antiguo regimiento, sino todo el pueblo, negros y blancos, las mujeres y los niños de las lejanas colinas que ni siquiera tienen zapatos... ¿No comprendes?
    —Pero ¿cómo pueden sacar algo bueno de lo que él quiere hacer por ellos, si están... después de que él ha...?
    —¿Matado a algunos de ellos? Supongo que incluyes a esos dos aventureros del Norte que tuvo que matar para que se celebraran las primeras elecciones, ¿no es cierto?
    —Eran hombres. Seres humanos.
    —Eran norteños, extranjeros que no tenían nada que hacer aquí. Eran piratas.

    Seguimos paseando, con su peso apenas perceptible sobre mi brazo y su cabeza justo a la altura de mi hombro. Siempre había sido algo más alto que ella, incluso aquella noche en Hawkhurst, cuando escuchamos a los negros pasar por el camino, y ella había cambiado poco desde entonces —el mismo cuerpo recio de muchacho, la misma cabeza reservada e inexorable con el pelo salvajemente cortado que yo había visto desde el carro, por encima de los enloquecidos negros que cantaban mientras nos metíamos en el río— y su cuerpo no tenía la esbeltez de las mujeres, sino la de un muchacho.

    —Un sueño no es algo muy seguro en lo que confiar, Bayard. Lo se; una vez tuve uno. Es como una pistola cargada con un gatillo fino como un cabello: si permanece vivo el tiempo suficiente, alguien terminará herido. Pero, si es un sueño bueno, vale la pena. No hay muchos sueños en el mundo, pero hay muchas vidas humanas. Y una vida humana, o dos docenas...
    —¿No valen nada?
    —No. Nada en absoluto... Escucha. Oigo a Júpiter. Te echo una carrera hasta casa.

    Ya estaba corriendo, con las faldas, que no le gustaba llevar, remangadas casi hasta las rodillas, y las piernas corriendo debajo de ellas de la misma forma en que corren los chicos, como también cabalgaba exactamente igual que los hombres.

    Yo tenía veinte años entonces. Pero, a la vez siguiente, tenía veinticuatro; había estado tres años en la universidad, y al cabo de dos semanas volvería a Oxford para terminar el último curso y licenciarme. Era el verano pasado, en agosto, y padre acababa de derrotar a Redmond para la legislatura del Estado. El ferrocarril ya estaba acabado, y la asociación entre padre y Redmond se había disuelto hacía tanto tiempo que la mayoría de la gente habría olvidado que fueron socios alguna vez si no hubiese sido por la enemistad que existía entre ellos. había habido un tercer socio, pero apenas recordaba nadie su nombre; él y su nombre se habían esfumado en la furia del combate que se entabló entre padre y Redmond casi antes de que empezaran a ponerse los rieles, entre el implacable autoritarismo y la voluntad de dominio de padre (la idea fue suya; primero se le ocurrió lo del ferrocarril, y luego metió a Redmond en el asunto), y aquella cualidad de Redmond (como decía George Wyatt, no era un cobarde, o padre jamás se habría asociado con él) que le permitía soportar todo lo que padre le hacia, aguantando, aguantando, aguantando hasta que algo (ni su voluntad ni su valor) se rompió en él. Durante la guerra, Redmond no había sido soldado, tubo negocios de algodón con el Gobierno; podría haber ganado dinero, pero no lo tenía, cosa que todo el mundo sabía y padre también, aunque se burlaba de él por no haber olido la pólvora. Estaba equivocado; supo quién era cuando se hizo demasiado tarde para detenerse, como un borracho que llega a un punto en que ya es demasiado tarde para parar, en que se promete a si mismo que lo hará y tal vez esté convencido de que lo hará, pero es demasiado tarde. Por fin llegaron al punto (ambos habían invertido todo lo que podían hipotecar o pedir prestado para que padre fuera de uno a otro lado de la vía, pagando a los obreros y los envíos de rieles en el último momento posible) en que incluso padre se dio cuenta de que uno de los dos tendría que retirarse. De manera que (ya no se hablaban; lo arregló el juez Benbow) se entrevistaron y convinieron en comprar o vender, señalando un precio que, en relación con lo que habían invertido, era ridículamente bajo, pero que cada uno de ellos creía que el otro no podría reunir: al menos, padre aseguraba que Redmond estaba convencido de que él no podría reunirlo. De modo que Redmond aceptó el precio, y descubrió que padre disponía de aquel dinero. Y, según padre, así fue cómo empezó aquello, aunque tío Buck MacCaslin dijo que padre no podía poseer media participación ni siquiera en un cerdo, cuánto menos en un ferrocarril, sin disolver el negocio ni ser enemigo jurado o amigo hasta la muerte de su reciente socio.

    Se separaron, pues, y padre terminó el tendido de la vía. Por aquella época, al ver que iba a concluirla, cierta gente del Norte le vendió una locomotora a crédito, a la que dio el nombre de tía Jenny, con una aceitera de plata en la cabina que llevaba su nombre grabado; y el verano pasado, el primer tren hizo su entrada en Jefferson, con la máquina adornada de flores y padre sentado en la cabina, haciendo sonar una y otra vez el silbato al pasar por casa de Redmond; y se pronunciaron discursos en la estación, con más flores y una bandera de la Confederación y chicas con vestidos blancos y cintas rojas y una banda de música, mientras padre, de pie en el quitapiedras de la locomotora, hacía una directa y absolutamente innecesaria alusión a mister Redmond. Así fue. No podía dejarle en paz. Inmediatamente después, George Wyatt se acercó a mi, y me dijo:

    —Estemos o no equivocados, nosotros, los muchachos, y la mayor parte de la gente del condado sabemos que John tiene razón. Pero debe dejar tranquilo a Redmond. Sé lo que anda mal: ha tenido que matar a demasiada gente, y eso no es bueno para un hombre. Todos sabemos que el coronel es valiente como un león, pero Redmond tampoco es un cobarde, y no sirve de nada provocar todo el tiempo a un hombre valiente porque haya cometido un error. ¿No puedes hablar con él?
    —No lo sé —dije—. Lo intentaré.

    Pero no tuve oportunidad. Es decir, pude haberle hablado y él me hubiera escuchado, pero no me habría oído, pues tan pronto como se bajó del quitapiedras de la locomotora entró en la contienda para la legislatura. Quizá era consciente de que, para salvar las apariencias, Redmond tendría que enfrentarse a él, aun cuando él (Redmond) debía saber que cuando el tren apareciese en Jefferson no tendría una sola probabilidad contra padre, o acaso Redmond hubiera anunciado ya su candidatura y padre entrara en liza precisamente por eso, no lo recuerdo. El caso es que compitieron en un duro encuentro en el que padre continuó importunando a Redmond sin razón ni necesidad, puesto que los dos sabían que padre conseguiría un triunfo aplastante. Así fue y pensamos que se quedaría satisfecho. Quizá también lo creyera él mismo, como el borracho cree que ha terminado con la bebida; y era aquella tarde en que Drusilla y yo paseábamos por el jardín, y yo mencioné algo de lo que había dicho George Wyatt, y ella me soltó el brazo y, haciéndome dar la vuelta para que la mirara a la cara, me dijo:

    —¿Y eso lo dices tú? ¿Tú? ¿Te has olvidado de Grumby?
    —No —dije—. Jamás le olvidaré.
    —Nunca lo harás. No te lo permitiría yo. Hay cosas peores que matar a un hombre, Bayard. Hay cosas peores que el que le maten a uno... A veces creo que lo más hermoso que le puede pasar a un hombre es amar algo, preferiblemente a una mujer, mucho y muy en serio, y luego morir joven, porque habrá creído lo que no pudo dejar de creer y habrá sido lo que no pudo (¿no pudo?: no quiso) dejar de ser.

    Luego me miró de un modo en que jamás lo había hecho. Entonces no comprendí el significado, y no lo entendería hasta esta noche, porque entonces ninguno de los dos sabíamos que padre moriría dos meses después. Sólo entendí que me miraba como nunca lo había hecho, y que el olor a verbena en su pelo pareció multiplicarse cien veces, hacerse cien veces más intenso y llenar toda la oscuridad, bajo la cual iba a producirse algo que yo no había soñado jamás. Entonces, dijo:

    —Bésame, Bayard.
    —No. Eres la mujer de padre.
    —Y ocho años mayor que tú. Y también prima tuya en cuarto grado. Y tengo el pelo negro. Bésame, Bayard.
    —No.
    —Bésame, Bayard.

    De modo que incliné el rostro hacia ella. Pero no se movió, quedándose como estaba: levemente apartada de mí por la cintura, mirándome; ahora fue ella quien dijo:

    —No.

    De modo que la rodeé con mis brazos. Entonces vino a mi, abandonándose como las mujeres quieren y saben, los brazos —en los codos y las muñecas, la fuerza para dominar caballos— en mis hombros, empleando las muñecas para apretar mi cara contra la suya, hasta que dejó de necesitarlas; pensé entonces en la mujer de treinta años. símbolo de la antigua y eterna Serpiente, y en los hombres que habían escrito acerca de ella, y comprendí el insuperable abismo existente entre la vida y la leyenda: aquellos que pueden, lo hacen; aquellos que no pueden y sufren lo suficiente por ello, lo escriben. Después me solté, volví a verla, me miraba con aquellos ojos oscuros e impenetrables, observándome ahora por encima de su rostro inclinado; vi cómo levantaba los brazos casi con el mismo ademán que cuando me rodeó con ellos, como si repitiera el vacío y ceremonioso gesto de prometerlo todo, para que yo no lo olvidara jamás, flexionando los codos hacia adentro. mientras llevaba la mano al ramito de verbena en su pelo. yo derecho y rígido, frente a la cabeza ligeramente inclinada, la corta cabellera a trasquilones, el tieso arco curiosamente solemne de los brazos desnudos fulgurando tenuemente bajo la postrera luz, cuando se quitó el ramito de verbena y me lo puso en la solapa, y pensé que la guerra había intentado acuñar a todas las mujeres sureñas de su clase y de su generación dentro de un solo tipo y que no lo había logrado: el sufrimiento, la experiencia idéntica (la suya y la de tía Jenny casi habían sido la misma, salvo que tía Jenny había pasado algunas noches con su marido antes de que le trajeran de vuelta a casa en un carro de municiones, mientras que Gavin Breckbridge sólo era prometido de Drusilla) asomaba a sus ojos, pero, más allá, estaba la indomable mujer individual; no como tantos hombres que vuelven de las guerras para ir a vivir a territorios reservados por el Gobierno, como otros tantos bueyes, castrados y vacíos de todo salvo de una misma experiencia que no pueden ni se atreven a olvidar, pues de otro modo dejarían de existir en el mismo instante, casi intercambiables, a no ser por el antiguo hábito de responder a un nombre dado.

    —Ahora tendré que decírselo a padre —dije.
    —Si —contestó ella—. Debes decírselo. Bésame.

    Así que volvió a ocurrir lo mismo de antes. No. Dos veces, mil, y jamás fue igual: la eterna y simbólica mujer de treinta años con un joven, un muchacho, acumulativa y retroactiva cada vez, infinitamente cambiante en cada aspecto cuyo recuerdo excluye a la experiencia, en cada aspecto en que la experiencia precede al recuerdo; la habilidad inagotable, la sabiduría virginal hasta el exceso, los sagaces músculos secretos guiando y dominando, igual que en muñecas y codos yacía aletargado el dominio de caballos; retrocedió, dándose ya la vuelta, sin mirarme al hablar, sin haberme mirado, alejándose rápidamente en la oscuridad.

    —Díselo a John. Habla esta noche con él.

    Me proponía hacerlo. Fui a casa y entré inmediatamente en el Despacho; no sé por qué, me dirigí al centro de la alfombra, delante del hogar apagado, y ahí me quedé, tieso como un soldado, con la vista al frente, mirando al otro lado de la habitación, por encima de su cabeza, y dije:

    —Padre —y después me contuve. Porque él ni siquiera me oía.
    —¿Sí, Bayard? —dijo, pero no me oyó, aunque estaba sentado detrás de la mesa de despacho sin hacer nada, inmóvil, tan en calma como yo envarado, con un cigarro apagado en la mano que apoyaba sobre la mesa, y una botella de brandy y un vaso lleno e intacto junto a la otra, envuelto en calma y absorto en la victoria, sea cual fuere la que sentía, después de que a últimas horas de la tarde llegara el abrumador resultado final de la votación. De manera que esperé hasta después de la cena. Entramos en el comedor y nos quedamos de pie el uno junto al otro hasta que entró tía Jenny, y detrás Drusilla, con su vestido amarillo de baile, dirigiéndose directamente hacia mí, lanzándome una mirada vehemente e inescrutable y yendo a su sitio, donde esperó a que yo le retirara la silla mientras padre apartaba la de tía Jenny. Él ya se había animado, no para entablar conversación, sino más bien para sentarse a la cabecera de la mesa y responder a Drusilla, que hablaba con una especie de febril y chispeante locuacidad, contestándole de vez en cuando con aquella arrogancia cortés e intolerante que en los últimos tiempos había adquirido cierto tono forense, como si el mero hecho de haber entrado en una contienda política, rebosante de violenta y hueca oratoria, le hubiera convertido retroactivamente en abogado, a él, que era cualquier cosa menos un abogado. Después, tía Jenny y Drusilla se levantaron y nos dejaron solos; entonces me dijo: «Espera”, a pesar de que no hice movimiento alguno para seguirlas, y mandó a Joby a por una de las botellas de vino que se había traído de Nueva Orleáns la última vez que estuvo allá a pedir dinero prestado para liquidar sus primeras acciones particulares del ferrocarril. Luego, volví a erguirme como los soldados, mirando al frente, por encima de su cabeza, mientras él seguía sentado, medio retirado de la mesa, con un poco de barriga, si bien no demasiado, y el pelo algo canoso, aunque su barba era tan fuerte como siempre, con el falso aire forense de los abogados y la intolerante mirada que en los últimos años había cobrado esa película transparente que tienen los ojos de los animales carnívoros y desde detrás de la cual miran a un mundo que ningún rumiante ve jamás, o que quizá no se atrevan a ver, y que yo había visto antes en los ojos de los hombres que habían causado demasiadas muertes, que habían matado tanto que, por mucho que vivieran, nunca más volverían a estar solos. Volví a decir: «Padre”, y se lo conté.
    —¿Eh? —dijo—. Siéntate —me senté, le miré, observé cómo llenaba los dos vasos, y esta vez comprendí que se trataba de algo peor que no prestar atención: ni siquiera le importaba—. Estás progresando en tus estudios de Derecho, me lo ha dicho el juez Wilkins. Me alegro de saberlo. Hasta ahora no te he necesitado en los negocios, pero me harás falta en adelante. Ya he cumplido la parte activa de mis propósitos, cosa en la que no podías ayudarme; actué como el país y la época exigían; tú eras demasiado joven para ello y yo deseaba protegerte. Pero, ahora, el país y también los tiempos están cambiando; lo que haya de venir, será un asunto de consolidación, de triquiñuelas y dudosas trapacerías, y en eso yo resultaría un niño de pecho, pero tú, preparado en cuestiones legales, podrás mantener tu posición... nuestra posición. Si, he cumplido mi objetivo, y ahora debo efectuar una pequeña limpieza moral. Estoy cansado de matar hombres, sea cual sea la necesidad o el motivo. Mañana, cuando vaya a la ciudad para ver a Ben Redmond, iré desarmado.


    3


    Llegamos a casa justo antes de medianoche; tampoco tuvimos que atravesar Jefferson. Antes de cruzar el portón, vi las luces, las arañas, en el vestíbulo, en el salón y en lo que tía Jenny (sin esfuerzo alguno, o, quizá, sin intención de su parte) había enseñado a llamar, incluso a Ringo, la sala de visitas, derramándose fuera, entre el pórtico y más allá de las columnas. Entonces vi los caballos, el tenue brillo del cuero y los destellos de las hebillas encima de las siluetas negras, y luego también a los hombres —Wyatt y otros del antiguo escuadrón de padre—, y había olvidado que estarían allí. Había olvidado que estarían allí; recuerdo que pensé, pues me encontraba cansado y agotado por el esfuerzo: «Tendrá que empezar ahora, esta noche. Ni siquiera dispondré hasta mañana para comenzar a resistir. Tenían un vigilante afuera, un piquete, supongo, porque parecieron saber de inmediato que veníamos por el camino de entrada. Wyatt salió a recibirme; detuve la yegua y les miré a él y a los otros, agrupados a unas yardas detrás, con esa curiosa solemnidad como de buitre que los hombres del Sur asumen en tales circunstancias.



    —Hola, muchacho —dijo George.
    —¿Fue? —pregunté—. ¿Fue él...?
    —Todo fue justo. Cara a cara. Redmond no es un cobarde. John tenía la derringer dentro de la bocamanga. como siempre, pero no la tocó, no hizo ni un movimiento para sacarla.

    Yo le había visto hacerlo, me lo enseñó una vez: la pistola (no llegaba a cuatro pulgadas) se ajustaba de plano en su muñeca izquierda mediante una presilla de alambre, que había hecho él mismo, y un muelle viejo de reloj; alzaba las dos manos al mismo tiempo, cruzándolas, y disparaba por debajo de la mano izquierda, casi como si ocultara a sus propios ojos lo que hacia; una vez, al matar a un hombre, la bala le hizo un agujero a través de la manga de su propia chaqueta.

    —Pero querrás entrar en la casa —dijo Wyatt. Comenzó a apartarse y luego añadió—: Nosotros nos ocuparemos de esto en tu lugar. Yo lo haré —yo no había movido la yegua, y tampoco había hecho ademán de hablar, pero él continua aprisa, como si ya lo hubiera ensayado todo, su discurso y el mío, y supiera lo que yo iba a contestar y sólo hablase igual que si se quitara el sombrero al entrar en una casa o empleara la palabra «señor” al dirigirse a un extraño—. Tú eres joven, sólo un muchacho, no tienes ninguna experiencia en esta clase de asuntos. Además, tienes que pensar en las dos señoras de la casa. Él habría comprendido perfectamente.
    —Creo que puedo ocuparme de ello —respondí.
    —Claro —dijo él. No hubo absolutamente ninguna sorpresa en su voz, porque ya lo había ensayado—: Creo que todos sabíamos que contestarías eso.

    Entonces se echó atrás; casi como si fuese él, y no yo, quien ordenara moverse a la yegua. Pero todos le imitaron, todavía con aquella untuosa y voraz solemnidad. Luego vi a Drusilla, de pie en lo alto de la escalinata, bajo la luz que salía de la puerta abierta y de las ventanas, como en el escenario de un teatro, con el vestido amarillo de baile, e incluso desde donde estaba podía oler la verbena en su pelo, mientras ella seguía inmóvil, aunque emanando algo más fuerte que el ruido de dos pistoletazos: algo ávido y a la vez apasionado. Entonces, aunque había desmontado y alguien se había hecho cargo de mi yegua, me pareció seguir en la silla y verme entrar a mi mismo, como cualquier otro actor, en aquel escenario que ella había reclamado, mientras que en segundo término Wyatt y los otros, el coro, permanecían en pie con la untuosa solemnidad que el hombre del Sur muestra en presencia de la muerte: ese ceremonial romano engendrado por un protestantismo nacido entre la bruma e injertado en esta tierra de sol violento, de brusca transición de la nieve al sol abrasador, que ha producido una raza insensible a las dos cosas. Subí los escalones hasta aquella figura rígida, amarilla y fija como un cirio, que sólo se movió para extenderme una mano. Allí nos quedamos los dos, mirando el grupo que formaban los hombres, con los caballos demasiado juncos, en un apretado montón más allá de ellos, bajo el contorno de luz que venía de la puerta y de las refulgentes ventanas. Un caballo piafó y resopló, haciendo sonar los arneses.

    —Gracias, caballeros —dije—. Mi tía y mi... Drusilla les están agradecidas. No es necesario que se queden. Buenas noches.

    Se dieron la vuelta, murmurando. George Wyatt se detuvo y me miró, volviendo la cabeza.

    —¿Mañana? —dijo.
    —Mañana.

    Después se marcharon, con el sombrero en la mano y andando de puntillas incluso en el terreno, por la suave y blanda tierra, como si en la casa hubiera alguien despierto que intentara dormir, o alguien dormido a quien pudieran despertar. Luego desaparecieron y Drusilla y yo nos volvimos y cruzamos el pórtico; su mano levemente posada en mi muñeca, pero descargando dentro de mí esa oscura y apasionada voracidad como con una sacudida eléctrica, su rostro a la altura de mi hombro, su pelo a trasquilones con un ramito de verbena en cada oreja, sus ojos mirándome fijamente con fiera exaltación. Entramos y atravesamos el vestíbulo, con su mano guiándome, sin apretar la mía, hasta llegar al salón. Entonces, me di cuenta por primera vez —el cambio que produce la muerte— no de que sólo era materia, sino de que yacía inerte. Pero no le miré todavía, porque cuando lo hiciera se me cortaría el aliento; me dirigí a tía Jenny, que acababa de levantase de una silla detrás de la cual se erguía Louvinia. Era la hermana de padre, más alta que Drusilla pero no mayor que ella; su marido resultó muerto, nada más empezar la guerra, por una granada de una fragata federal en Fort Moultrie; hacía seis años que había venido de Carolina a vivir con nosotros. Ringo y yo fuimos a buscarla en el carro al empalme de Tennessee. Era un enero claro y frío, con hielo en los surcos del camino; volvimos justo antes de oscurecer, con tía Jenny junto a mí en el pescante sosteniendo un parasol de encajes, y Ringo en la cama del carro, cuidando de un cesto que contenía dos botellas de jerez añejo, dos esquejes de jazmín que ahora eran arbustos en el jardín, y dos cristaleras de colores que había salvado de la casa de Carolina, donde habían nacido ella y padre y tío Bayard, y que padre le había colocado sobre una de las ventanas de la sala de visitas en forma de abanico; al subir por el camino de entrada, padre (que ya había vuelto del ferrocarril) descendió los escalones, la bajó en volandas del carro y dijo: «Hola, Jenny», y ella contestó: «Hola, Johnny», y se echó a llorar. Ella también se quedó de pie mirándome mientras me acercaba: el mismo pelo, la misma nariz arrogante, los mismos ojos de padre, salvo que eran atentos y muy juiciosos en vez de intolerantes. No dijo nada en absoluto; sólo me besó, con las manos suavemente apoyadas en mis hombros. Entonces habló Drusilla, como si hubiera aguardado a que acabase la vacía ceremonia con una especie de asombrosa paciencia, y una voz como de campana: nítida, insensible, monocorde, suave y triunfante:

    —Ven, Bayard.
    —¿No será mejor que te acuestes ahora? —dijo tía Jenny.
    —Sí —dijo Drusilla, con su tono terso y arrobado—. ¡Oh, si! Habrá mucho tiempo para dormir.

    La seguí, su mano guiándome de nuevo, sin apretarme; entonces lo miré. Era lo mismo que me había imaginado —sable, plumas y todo—, pero con aquel cambio, aquella diferencia irrevocable que esperaba encontrar y que, sin embargo, no había asimilado, como cuando se toman alimentos que el estómago se niega a digerir durante un rato; la pena, la infinita aflicción, mientras miraba el rostro que conocía —la nariz, el pelo, los párpados cerrados sobre la intolerancia—, la cara de la que ahora, por primera vez en mi vida, comprendía que descansaba; las manos ya vacías y rígidas bajo la invisible mancha de lo que había sido (antiguamente, sin duda) sangre inútilmente derramada, que ahora parecían torpes en su misma indiferencia, demasiado torpes para haber realizado las fatales acciones con las que, después, siempre debió despertarse y dormirse, y quizá estuviera contento de hallarse, por fin, tendido: esos curiosos apéndices, para empezar, torpemente concebidos, con los cuales, sin embargo, tanto ha aprendido a hacer el hombre por si solo, mucho más de lo que estaban destinados a hacer, o mucho más de lo que se les pudiera perdonar que hicieran, y que ya habían abandonado esa vida que tan salvajemente había conducido su intolerante corazón; y entonces comprendí que al cabo de un momento empezaría a jadear. De manera que Drusilla tuvo que repetir dos veces mi nombre antes de que la oyese, haciéndome girar para encontrarme al instante con tía Jenny y Louvinia, que nos observaban, oyendo ya a Drusilla, borrado el insensible timbre de campana, su voz susurrando en la callada habitación habitada por la muerte con un apasionado y agónico abatimiento:

    —Bayard.

    Se puso frente a mi, muy cerca; de nuevo el aroma de verbena pareció multiplicarse cien veces mientras me alargaba, una en cada mano, las dos pistolas de duelo.

    —Tómalas, Bayard —dijo, con el mismo tono en que había dicho «Bésame» el verano pasado, apretándolas ya en mis manos, mirándome con aquella exaltación ávida y apasionada, hablando con una voz lánguida y arrebatada de esperanzas—: Tómalas, las he guardado para ti. Te las doy. ¡Oh! Me lo agradecerás, te acordarás de mí, de quien puso en tus manos lo que dicen que sólo es atributo de Dios, de quien arrebató lo que pertenece al cielo para dártelo a ti. ¿Las sientes? ¿Los largos cañones fieles, puros como la justicia, los gatillos (los has disparado) veloces como el justo castigo, ligeros los dos, invencibles y fatales como la forma física del amor?

    De nuevo vi sus brazos doblarse en ángulo, hacia adentro y luego hacia arriba, al quitarse del pelo los dos ramitos de verbena con dos movimientos más rápidos que la vista al seguirlos, poniendo ya uno de ellos en mi solapa y aplastando el otro con la mano libre, mientras seguía hablando con aquella voz rauda y apasionada, en un tono no más alto que un murmullo:

    —Toma. Uno te doy para que lo lleves mañana (no se marchitará), el otro lo tiro, así... —dejó caer a sus pies el capullo aplastado—. Renuncio a ella. Renuncio a la verbena para siempre jamás; la he olido por encima del aroma de la intrepidez; eso es lo único que quería. Ahora, deja que te mire —se echó atrás, mirándome fijamente: el rostro exaltado y sin lágrimas, los febriles ojos brillantes y ávidos—. Qué hermoso eres: ¿lo sabias? Qué hermoso: joven, para que te sea permitido matar, para que te sea permitida la venganza, para que con las manos desnudas lleves el fuego del cielo que derribó a Lucifer. No; yo. Yo te lo di; yo lo pongo en tus manos. ¡Oh!, me lo agradecerás, te acordarás de mí cuando yo haya muerto y tú seas un anciano que se diga a si mismo: «Lo he probado todo.» Será con la mano derecha, ¿verdad?

    Se movió; sin darme cuenta de lo que se proponía, me cogió la mano derecha, con la que aún sujetaba una de las pistolas; sin comprender por qué lo había hecho, se agachó y la besó. Después se quedó absolutamente inmóvil, aún agachada, en aquella actitud de humildad furiosamente jubilosa, con sus ardientes labios y sus cálidas manos rozando todavía mi carne, levemente, como hojas muertas, pero transmitiendo esa oscura y apasionada carga de batería, que condenaba para siempre toda paz. Porque las mujeres son sabias: un contacto, labios o dedos, y el conocimiento, la clarividencia incluso, pasa directamente al corazón sin molestar para nada al cerebro perezoso. Se incorporó ahora, mirándome fijamente con una intolerable y asombrada incredulidad que llenó su rostro durante un minuto completo, mientras sus ojos se quedaban enteramente vacíos; me pareció quedarme ahí durante todo un minuto, esperando a que se llenaran sus ojos, mientras tía Jenny y Louvinia nos observaban. No había vida alguna en su rostro, la boca ligeramente abierta y descolorida como una de esas bandas de goma con que las mujeres cierran los tarros de fruta. Luego afluyó a sus ojos una expresión de amargura y delirante decepción.

    —Pero, si no es... —dijo—. Él no es... Y le he besado la mano —añadió, con un espantado susurro—. ¡Le he besado la mano!

    Rompió a reír, subiendo de tono las carcajadas hasta convertirse en un chillido que no dejaba de ser risa, gritando de risa, tratando de ahogar la estridencia con la mano puesta sobre la boca, derramándose entre sus dedos como vómito, aún observándome a través de la mano con sus incrédulos ojos decepcionados.

    —¡Louvinia! —exclamó tía Jenny. Las dos se acercaron a ella. Louvinia la cogió, sosteniéndola, y Drusilla volvió el rostro hacia ella.
    —¡Le he besado la mano, Louvinia! —gritó—. ¿Lo has visto? ¡Le he besado la mano!

    La risa volvió a ascender, de nuevo convirtiéndose en chillido, pero siendo risa aún, otra vez tratando de contenerla, como un niño pequeño que se ha llenado demasiado la boca.

    —Llévala arriba —dijo tía Jenny.

    Pero ya iban hacia la puerta, Louvinia casi llevándola en vilo, la risa disminuyendo a medida que se acercaban a la puerta, como si aguardara a llegar al más amplio espacio del vacío y resplandeciente vestíbulo para volver a elevarse. Luego se apagó; tía Jenny y yo nos quedamos ahí parados, y comprendí que en seguida empezaría a jadear. Notaba sus comienzos, como se siente el principio del vómito, como si no hubiera suficiente aire en la habitación, en la casa, en ninguna parte bajo el denso y cálido cielo rasante en el cual no llegaba a consumarse el equinoccio, nada de aire para respirar, para los pulmones. Ahora fue tía Jenny quien repitió dos veces «Bayard», antes de que la oyera. —No intentarás matarle. Muy bien.

    —¿Muy bien? —dije.
    —Si, muy bien. No hagas caso a Drusilla, una pobre joven histérica. Y no le hagas caso a él, Bayard, porque ahora está muerto. Y tampoco a George Wyatt y a esos otros que te estarán esperando mañana por la mañana. Sé que no tienes miedo.
    —¿Pero de qué serviría? —dije—. ¿De qué serviría? —entonces casi empezó; lo contuve justo a tiempo—. Debo vivir con mi conciencia, ¿comprendes?
    —Entonces, ¿no es sólo Drusilla? ¿No es sólo él? ¿Ni sólo George Wyatt ni Jefferson?
    —No —contesté.
    —¿Me prometes que dejarás que te vea mañana, antes de irte a la ciudad?

    Fijé la vista en ella; nos miramos el uno al otro un instante. Luego me puso las manos en los hombros, me besó y me soltó, todo en un solo movimiento.

    —Buenas noches, hijo —murmuró.

    Después se marchó ella también, y ya podía empezar aquello. sabía que dentro de un momento le miraría y aquello se produciría, y le miré, notando el aliento largamente retenido, el hiato anterior a su comienzo, pensando que tal vez debiera decir «Adiós, padre», pero no lo hice. En lugar de ello, me dirigí al piano y, con cuidado, dejé las pistolas encima de él, logrando aún que el jadeo no se hiciera muy fuerte demasiado pronto. Luego salí al porche (no sé cuánto tiempo pasaría), miré por la ventana y vi a Simón, en cuclillas sobre un taburete, a su lado. Simón había sido su criado personal durante la guerra y, cuando volvieron a casa, Simón también vestía uniforme: la guerrera de un soldado confederado con una estrella de un general de brigada yanqui; y ahora también la llevaba puesta, igual que habían vestido a padre, y se había encuclillado sobre un taburete, a su lado, sin llorar, sin derramar las fáciles lágrimas que sólo constituyen un rasgo vano del hombre blanco y que los negros desconocen totalmente, sino sólo quedándose ahí, quieto, con el labio inferior colgándole un poco; alzó el brazo y tocó el ataúd, rígida la negra mano de aspecto frágil como un puñado de ramas secas, y luego la dejó caer; una vez torció la cabeza y vi sus ojos enrojecidos y sin parpadear, girando dentro de sus órbitas como los de un zorro acorralado. Para entonces, ya había empezado; jadeé, ahí parado, y así fue: el dolor y la pena, la desesperación, contra la cual se yerguen los trágicos y mudos huesos insensibles que pueden soportarlo todo, absolutamente todo.


    4


    Poco después dejaron de cantar las chotacabras y oí el primer pájaro del día: un sinsonte. También había cantado durante toda la noche, pero ahora era la canción de la mañana, y no ya los indolentes silbos aletargados. Luego empezaron todos: los gorriones del establo, el tordo que anidaba en el jardín de tía Jenny, y también oí una codorniz en el prado, y ya había luz en la habitación. Pero no me levanté en seguida. Seguí tumbado en la cama (no me había desvestido), con las manos debajo de la cabeza, y el tenue olor de la verbena de Drusilla, que venía de donde estaba mi chaqueta, sobre una silla, observando cómo crecía la luz, viendo cómo el sol la teñía de rosa. Al cabo de un rato oí venir a Louvinia por el patio de atrás y entrar en la cocina; oí la puerta y luego el prolongado estrépito de su brazada de leña al caer en el cajón. Pronto empezarían a llegar los carruajes y los buggies por el camino, pero todavía faltaba un poco, porque ellos también esperarían para ver lo que yo me proponía. Así, pues, la casa estaba en calma cuando bajé al comedor, y no se oía ruido alguno, salvo los ronquidos de Simón en el salón, que probablemente seguiría agachado en el taburete, aunque no miré adentro para comprobarlo. En cambio, me quedé de pie junto a la ventana del comedor, bebiendo el café que me había traído Louvinia, y después me encaminé hacia el establo; vi a Joby, observándome desde la puerta de la cocina mientras cruzaba el patio, y, en el establo, Loosh levantó la vista hacia mí por encima de la cabeza de Betsy con una almohaza en la mano; pero Ringo no me miró en absoluto. Entonces cepillamos a Júpiter. No sabía si seríamos capaces de hacerlo sin que hubiese problemas, porque padre siempre aparecía él primero, y le acariciaba y le decía que se estuviera quieto y él se quedaba como un caballo de mármol (o más bien, de pálido bronce), mientras Loosh le almohazaba. Pero también se quedó quieto conmigo, algo nervioso pero quieto; al terminar, eran casi las nueve, y pronto empezarían a llegar, así que le dije a Ringo que llevase a Betsy hasta casa.



    Fui a casa y entré en el vestíbulo. Hacia algún tiempo que no me había sorprendido el jadeo, pero ahí estaba una parte del cambio, aguardando, como si por el hecho de estar muerto y de no necesitar ya aire se lo hubiera llevado todo consigo, todo lo que había abarcado y reclamado y exigido entre los muros que él mismo había construido. tía Jenny debía estar a la espera; en seguida salió del comedor, sin un rumor, vestida, con el pelo semejante al de padre, peinado y alisado por encima de los ojos, que se distinguían de los de padre en que no eran intolerantes, sino sólo atentos y graves y (también era sabia) sin compasión.

    —¿Ya te vas? —preguntó.
    —Si —la miré. Si, a Dios gracias, sin compasión—. Ya ves, quiero que piensen bien de mi.
    —Yo lo hago —repuso ella—. Aunque te pasaras el día escondido en el sobrado del establo, seguiría haciéndolo.
    —Tal vez, si ella supiera que voy a ir. Que de todos modos voy a marcharme a la ciudad.
    —No —dijo—. No, Bayard —nos miramos mutuamente. Después, añadió, a media voz—: Muy bien. Está despierta.

    Así que subí las escaleras; con calma, sin prisa, porque si hubiera ido con rapidez, el jadeo podría haber empezado de nuevo, o quizá me hubiese tenido que parar un momento en el recodo o en el descansillo, y entonces no habría continuado. De manera que subí con paso lento y firme, crucé el pasillo que conducía a su puerta, llamé y abrí. Estaba sentada junto a la ventana, con algo suave y suelto para llevar por la mañana en la alcoba, sólo que no parecía una mujer en su habitación al despertar, porque no tenía cabellera que le cayese por los hombros. Levantó la vista, se quedó sentada, mirándome con sus febriles ojos brillantes, y me acordé de que yo aún llevaba el ramito de verbena en la solapa, y de pronto rompió a reír otra vez. La risa no pareció brotar de sus labios, sino desatarse por toda su cara como si fuera sudor, como cuando uno vomita hasta que le duele pero tiene que seguir vomitando, derramarse por toda su cara, excepto por sus ojos, los ojos refulgentes e incrédulos que me miraban más allá de las risotadas, como si pertenecieran a otra persona, como si fuesen dos inertes fragmentos de brea o de carbón yaciendo en el fondo de un receptáculo rebosante de agitación.

    —!Le he besado la mano! ¡Le he besado la mano!

    Entró Louvinia, tía Jenny debió mandarla inmediatamente detrás de mí; otra vez con paso lento y constante, para que no empezara todavía, bajé la escalera hasta donde estaba tía Jenny, bajo la araña del vestíbulo, como ayer aguardó la señora Wilkins en la universidad. Tenía mi sombrero en su mano.

    —Aunque te escondieras todo el día en el establo, Bayard —repitió. Cogí el sombrero: en tono tranquilo, amable, como si hablara con un extraño, con un invitado, añadió—: En Charleston vi burlar el bloqueo a mucha gente. En cierto modo, eran héroes, ¿sabes?, no porque contribuyeran a prorrogar la Confederación, sino en el sentido en que David Crockett o John Sevier lo serían para muchachitos o jovencitas tontas. Había uno, un inglés, que no tenía nada que hacer allí; estaba allí por el dinero, por supuesto, como todos ellos. Pero para nosotros era el Davy Crockett, porque en aquella época todos nos habíamos olvidado de lo que significaba el dinero, de lo que podía hacerse con él. En tiempos, debió ser un caballero, o estar relacionado con caballeros, antes de cambiarse el nombre, y poseía un vocabulario de siete palabras, aunque debo admitir que se las arreglaba muy bien con ellas. Las cuatro primeras eran: «Yo tomaré ron, gracias», y luego, cuando se bebía el ron, empleaba las otras tres, a través del champán y dirigidas a algún pecho con volantes o a cualquier vestido escotado: «Luna sin sangre.» Luna sin sangre, Bayard.

    Ringo me esperaba con Betsy junto a los escalones de la entrada. Siguió sin mirarme, hermético el rostro, cabizbajo, incluso al tenderme las riendas. Pero no dijo nada, ni yo miré atrás. Y, desde luego, partí justo a tiempo; en el portón me crucé con el carruaje de los Compson, el general se quitó el sombrero y yo hice lo mismo al pasar. Había cuatro millas hasta la ciudad, pero apenas había recorrido dos cuando oí al caballo acercarse por detrás, y no volví la vista porque sabía que era Ringo. No miré atrás; venía en uno de los caballos de tiro, se puso a mi lado y durante un momento me miró directamente a la cara, el rostro resuelto y hosco, los ojos enrojecidos, girando desafiantes y efímeros; seguimos cabalgando.

    Ya estábamos en la ciudad: la larga y sombreada calle que daba a la plaza, el edificio nuevo del tribunal al fondo; eran las once: mucho después del desayuno y antes de mediodía, de modo que en la calle sólo había mujeres que quizá no me reconocerían, o que, al menos, no interrumpirían bruscamente su paseo parándose en seco, como si las piernas englobaran las súbitas miradas y el aliento retenido, que no comenzarían hasta que entráramos en la plaza, y yo pensaba: «Ojalá pudiera hacerme invisible hasta llegar a las escaleras de su despacho y empezar a subirlas.» Pero no podía; llegamos al establecimiento de Holston y vi la hilera de pies a lo largo de la barandilla de la galería bajarse aprisa y en silencio, y no los miré, paré a Betsy y esperé a que desmontara Ringo, luego puse pie a tierra y le di las riendas.

    —Espérame aquí —dije.
    —Voy contigo —dijo, en voz baja.

    Nos quedamos ahí de pie, bajo las todavía discretas miradas, hablando reservadamente, como dos conspiradores. Entonces vi la pistola, su contorno en el interior de la camisa, probablemente la que le cogió a Grumby el día en que le matamos.

    —No, no vienes.
    —Si, voy.
    —No, no vienes.

    Y eché a andar por la calle, bajo el sol ardiente. Ya era casi mediodía, y no sentía ningún olor aparte del de la verbena en mi chaqueta, como si ella absorbiera todo el sol, todo el rabioso calor suspendido en el cual el equinoccio parecía no haberse fijado, y lo destilara, de manera que me movía en una nube de verbena, igual que si anduviese bajo una nube de humo de cigarro. Entonces, George Wyatt apareció a mi lado (no sé de dónde había salido) y otros cinco o seis del antiguo escuadrón. de padre a unas yardas detrás de él, y la mano de George me cogió del brazo, arrastrándome a un portal, fuera de las miradas, ávidas como aliento retenido.

    —¿Te has traído la derringer? —me preguntó George. —No —le contesté.
    —Bien —dijo él—. Son cosas delicadas para jugar con ellas. Aparte del coronel, nadie sabría manejar una en forma conveniente; yo, jamás podría. Así que toma ésta. La he probado esta mañana y sé que funciona perfectamente. Toma.

    Ya me estaba metiendo la pistola en el bolsillo cuando pareció sucederle lo mismo que le pasó anoche a Drusilla al besarme la mano: algo que por contacto se comunicaba directamente al sencillo código por el que se regía, sin pasar para nada a través del cerebro; de manera que él también se echó súbitamente hacia atrás, con la pistola en la mano, mirándome con sus pálidos ojos ofendidos y hablando con un susurro lleno de furia.

    —¿Quien eres tú? ¿Te llamas Sartoris? ¡Por Dios Santo, si tú no le matas, yo lo haré!

    No se produjo entonces el jadeo, fueron unas terribles ganas de reír, como lo había hecho Drusilla, y de decir: «Eso es lo que dijo Drusilla.» Pero no lo hice.

    —Yo me ocupo de esto —dije—. Usted no entra en ello. No necesito ninguna ayuda.

    Entonces, su feroz mirada fue extinguiéndose poco a poco, igual que cuando se baja la luz de un farol.

    —Bueno —dijo, volviéndose a guardar la pistola en el bolsillo—. Tendrás que perdonarme, hijo. Debí comprender que no harías nada que impidiera a John descansar tranquilo. Iremos detrás de ti y te esperaremos al pie de la escalera. Y recuerda: es un hombre valiente, pero ha estado sentado él solo en ese despacho desde ayer por la mañana, esperándote, y tiene los nervios de punta.
    —Lo recordaré —dije—. No necesito ayuda ninguna —eché a andar cuando, de repente, se me escapó sin previo aviso—: Luna sin sangre.
    —¿Cómo? —dijo él.

    No contesté. Entonces crucé la plaza, bajo el sol achicharrante, con ellos detrás, aunque no cerca, de modo que no volví a verles hasta después, acorralado por las aún remotas miradas que tampoco me seguían todavía, simplemente detenidas donde se encontraban, ante las tiendas y en torno a la puerta del edificio del tribunal, esperando. Seguí andando con paso firme, envuelto en el ahora violento aroma del ramito de verbena. Entonces cayó sobre mí la sombra; no me detuve, miré una vez al pequeño letrero borroso, clavado en el muro de ladrillo, B. J. Redmond. Abogado, y empecé a subir la escalera, los peldaños de madera, manchados de escupitajos de tabaco, donde se arrastraban las pesadas y perplejas botas de campesinos con algún litigio en ciernes, y seguí por el oscuro corredor hasta la puerta que otra vez llevaba el rótulo, B. J. Redmond, y llamé una sola vez y abrí. Estaba sentado detrás de la mesa de despacho, no mucho más alto que padre, pero más grueso, como un hombre que se pasa la mayor parte del tiempo sentado y escuchando a la gente, recién afeitado y con una camisa limpia; abogado, pero sin cara de abogado: un rostro más delgado de lo que el cuerpo indicaba, en tensión (y sí, trágico; lo comprendo ahora) y agotado bajo los limpios y recientes golpes firmes de la navaja de afeitar, sosteniendo una pistola de plano sobre la mesa, frente a él: suelta bajo su mano y sin apuntar a nada. En la habitación, bien ordenada, limpia y deslustrada, no había olor a bebida ni tampoco a tabaco, aunque sabía que él fumaba. No me detuve. Me dirigí a él con paso firme. De la puerta a la mesa no había veinte pies, pero me pareció andar en un estado como de sueño, donde no existieran el tiempo ni la distancia, como si por el mero hecho de caminar no pretendiera abarcar más espacio que él en su posición sentada. No hablamos. Fue como si los dos comprendiéramos cuál sería el intercambio de palabras y su inutilidad; como si él hubiera dicho: «Sal, Bayard. Márchate, muchacho», y después: «Entonces, saca. Te dejaré sacare, y habría sido igual que si jamás lo hubiese dicho. Así que no dijimos nada; simplemente, me acerqué a él con paso firme, mientras la pistola se elevaba de la mesa. La observé, vi la desviada inclinación del cañón y supe que no me acertaría, a pesar de que su mano no temblaba. Avancé hacia él, hacia la pistola en la mano, firme como una roca, no oí la bala. Quizá ni siquiera oyese el estampido, aunque recuerdo la súbita eflorescencia anaranjada y la humareda cuando surgieron delante de su camisa blanca, igual que aparecieron frente a la grasienta guerrera confederada de Grumby; seguí observando el ángulo oblicuo del cañón, comprendiendo que no me apuntaba a mi, y vi el segundo resplandor anaranjado y el humo, y aquella vez tampoco oí la bala. Entonces me detuve; ya había terminado. Vi cómo la pistola descendía a la mesa con cortas sacudidas; le vi soltarla y reclinarse en el asiento, con ambas manos sobre la mesa; le miré a la cara: yo también sabía lo que significaba anhelar aire cuando en el ambiente circundante no había nada para llenar los pulmones. Se levantó, empujando la silla hacia atrás con un gesto compulsivo, al tiempo que hacia un extraño movimiento al bajar la cabeza; con ella aún inclinada hacia un lado y un brazo extendido como si no pudiera ver su otra mano apoyada en la mesa, como si no pudiera mantenerse en pie por si solo, se dio la vuelta, cruzó la habitación, cogió su sombrero de la percha y, con la cabeza todavía echada para un lado, y una mano extendida, avanzó torpemente a lo largo de la pared, pasó delante de mi, abrió la puerta y salió. Era valiente; nadie lo negaba. Bajó aquellas escaleras y salió a la calle, donde esperaban George Wyatt y los otros seis del antiguo escuadrón de padre, y hacia donde los demás hombres ya habían empezado a correr; avanzó entre ellos con el sombrero puesto y la cabeza alta (me contaron que alguien le gritó: <<¿Ha matado también a ese muchacho?», sin decir palabra, mirando al frente y dándoles la espalda, camino de la estación, a donde acababa de entrar el tren del Sur; subió a él sin equipaje, sin nada, y se marchó de Jefferson y de Mississippi para nunca más volver.

    Oí sus pasos en las escaleras, luego en el corredor, después en la habitación, pero durante un rato todavía (no muy largo, desde luego) seguí sentado detrás de la mesa, en la misma postura que había permanecido él, con la pistola aún caliente, plana bajo mi mano, que cada vez se me entumecía más entre la pistola y mi frente. Entonces levanté la cabeza; la pequeña habitación estaba llena de hombres.

    —¡Dios mío! —exclamó George Wyatt—. ¿Le quitaste la pistola y luego no le acertaste, fallaste dos veces? —entonces, se contestó a si mismo: la misma afinidad por la violencia que tenía Drusilla, y que en el caso de George era el auténtico dictamen de su carácter—: No; espera. Entraste aquí sin llevar siquiera una navaja y le dejaste fallar dos veces. ¡Santo Dios de los Cielos! —se volvió, gritando—: ¡Largaos de aquí! Tú, White, galopa a Sartoris y di a su familia que todo ha terminado y que él está bien. ¡Vamos!

    De modo que se marcharon, desaparecieron; pronto sólo quedó George, que me miraba con aquella fría mirada sin brillo, especulativa, pero sin comprensión.

    —¡Bueno, por Dios Santo...! ¿Quieres un trago?
    —No —contesté—. Tengo hambre. No he desayunado nada.
    —Supongo que no, si te has levantado esta mañana con la intención de hacer lo que has hecho. Vamos, iremos al establecimiento de Holston.
    —No —dije—. No. Allí, no.
    —¿Por qué no? No has hecho nada de lo que tengas que avergonzarte. Yo mismo no lo hubiera hecho así. En todo caso, le hubiera disparado una vez. Pero ésa es tu forma de ser, pues de otro modo no lo habrías hecho.
    —Si —dije—. volvería a hacerlo.
    —¡Maldita sea! Pues yo no. ¿Quieres venir a mi casa? Tendremos tiempo de comer y de llegar luego a tiempo para...

    Pero tampoco podía hacer eso.

    —No —dije—. Después de todo, no tengo hambre. Creo que me iré a casa.
    —¿No quieres esperar y volver conmigo?
    —No. Me adelantaré.
    —En cualquier caso, no quieres quedarte aquí —volvió a echar una mirada por la habitación (donde aún persistía levemente el olor a humo de pólvora en alguna parte del cálido aire muerto, aunque invisible ahora), parpadeando un poco con sus fieros ojos, sin brillo e introvertidos—. ¡Bueno, por Dios Santo! —volvió a repetir—. Quizá tengas razón, tal vez haya habido demasiadas muertes en tu familia sin que... Vamos.

    Salimos del despacho. Esperé al pie de las escaleras y pronto llegó Ringo con los caballos. Volvimos a cruzar la plaza. Ya no había pies encima de la barandilla del establecimiento de Holston (eran las doce en punto), pero un grupo de hombres, parados ante la puerta, levantaron sus sombreros y yo alcé el mío, y Ringo y yo seguimos adelante.

    No fuimos aprisa. Dentro de poco sería la una, quizá más tarde; los carruajes y los buggies en seguida empezaran a salir de la plaza, as¡ que me aparté del camino al final de los pastos y paré la yegua, tratando de abrir el portón sin desmontar, hasta que Ringo bajó y la abrió. Cruzamos el prado bajo el severo y ardiente sol; ya podía ver la casa, pero no miré. Entonces llegamos a la sombra, a la densa y sofocante sombra sin aire de la cañada del rió; allí donde habíamos construido el corral para esconder las mulas yanquis, las viejas estacas seguían metidas entre la maleza. Al poco, oí el agua, y luego vi los destellos del sol. Desmontamos. Me tumbé de espaldas, pensé: «Ya puede empezar eso otra vez, si quiere.» Pero no empezó. Me dormí. Concilié el sueño casi antes de dejar de pensar. Dormí durante casi cinco horas y no soñé nada en absoluto, aunque me desperté llorando, con lágrimas demasiado intensas para contenerlas. Ringo estaba junto a mí, agachado, y se había ido el sol, aunque había un pájaro de alguna clase que seguía cantando en alguna parte, y sonó el silbido del tren de la tarde con destino al Norte y los breves y entrecortados resoplidos de salida tras haber parado en nuestro apeadero. Al cabo de un rato empecé a calmarme, y Ringo trajo su sombrero lleno de agua del riachuelo, pero, en cambio, bajé yo mismo hasta el agua y me lavé la cara.

    Todavía quedaba mucha luz en los pastos, aunque las chotacabras habían empezado a cantar y, cuando llegamos a casa, había un sinsonte cantando en el magnolio la canción nocturna, la indolente y aletargada, y de nuevo la luna como el contorno de un talón impreso en la arena mojada. Ahora sólo había una luz en el vestíbulo, de modo que todo había concluido, aunque no podía oler las flores ni por encima de la verbena en mi chaqueta. No había vuelto a dirigirle otra mirada. Tuve intención de hacerlo antes de salir de casa, pero no lo hice, no volví a verle, y todos los retratos que teníamos de él eran malos, porque un retrato no podría haber representado su muerte, del mismo modo que la casa no podría haber cobijado su cuerpo. Pero no necesitaba verle de nuevo, porque él estaba allí, siempre estaría allí; quizá, lo que Drusilla denominaba su sueño no era algo que él poseyera, sino algo que nos había legado y que nosotros nunca olvidaríamos, que incluso podría asumir su forma corpórea dondequiera que nosotros, negros o blancos, cerráramos los ojos. Entré en casa. No había luz en la sala de visitas, excepto el último resplandor del ocaso que entraba por la ventana del oeste, por la cristalera de colores de tía Jenny; estaba a punto de subir las escaleras cuando la vi allí, sentada junto a la ventana. No me llamó, y yo no pronuncié el nombre de Drusilla; simplemente, crucé la puerta y me quedé ahí parado.

    —Se ha ido —dijo tía Jenny—. Tomó el tren de la tarde. Se ha marchado a Montgomery, a casa de Dennison.

    Denny se había casado hacia cosa de un año; vivía en Montgomery y estudiaba Derecho.

    —Comprendo —dije—. Entonces, no sabe... —pero aquello también era inútil; Jed White debió llegar antes de la una y se lo habría dicho. Y, además, tía Jenny no contestó. podría haberme mentido, pero no lo hizo.
    —Ven acá —dijo. Me acerqué a su silla—. Arrodíllate. No puedo verte.
    —¿No quieres la lámpara?
    —No. Arrodíllate —me puse, pues, de rodillas, junto a su mecedora—. De modo que has pasado una tarde de sábado absolutamente espléndida, ¿no es cierto? Cuéntamela.

    Entonces me puso las manos sobre los hombros. Las vi alzarse como si ella tratase de detenerlas; las sentí sobre los hombros como si tuvieran vida aparte, e intentaban hacer algo que, por mi bien, ella procuraba contener y evitar. Entonces abandonó, o no fue lo bastante fuerte, porque ascendieron y me apretaron la cara con fuerza, y súbitamente las lágrimas brotaron y manaron por su rostro, del mismo modo que la risa había fluido por el de Drusilla.

    —¡Oh, malditos Sartoris! —exclamó—. ¡Malditos! ¡Malditos!

    Cuando cruzaba el vestíbulo, se encendió la luz del comedor y oí a Louvinia poner la mesa para la cena. De modo que la escalera quedó muy bien iluminada. Pero el pasillo de arriba estaba a oscuras. Vi abierta la puerta de ella (esa inconfundible manera en que queda abierta la puerta de una habitación cuando ya nadie vive en ella) y comprendí que no había aceptado que ella se hubiese realmente marchado. Así que no miré al interior de la alcoba. Me dirigí a la mía y entré. Y, entonces, durante un largo momento, creí seguir oliendo la verbena en mi solapa. Lo

    creí hasta que hube atravesado la habitación y mirado la almohada en que yacía: un solo ramito (sin poner atención, ella solía arrancar una media docena de flores y todas eran del mismo tamaño, casi de la misma forma, como si las hubiera troquelado una máquina) llenando la alcoba, las sombras, el crepúsculo, con aquel aroma del cual ella decía que podía apreciarse por encima del olor de los caballos.


    FIN

    No grabar los cambios  
           Guardar 1 Guardar 2 Guardar 3
           Guardar 4 Guardar 5 Guardar 6
           Guardar 7 Guardar 8 Guardar 9
           Guardar en Básico
           --------------------------------------------
           Guardar por Categoría 1
           Guardar por Categoría 2
           Guardar por Categoría 3
           Guardar por Post
           --------------------------------------------
    Guardar en Lecturas, Leído y Personal 1 a 16
           LY LL P1 P2 P3 P4 P5
           P6 P7 P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           --------------------------------------------
           
     √

           
     √

           
     √

           
     √


            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √
         
  •          ---------------------------------------------
  •         
            
            
                    
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
           ———
            - ESTILO 1
            - ESTILO 2
            - ESTILO 3
            - ESTILO 4
            - ESTILO 5
            - ESTILO 6
            - ESTILO 7
            - ESTILO 8
            - ESTILO 9
            - ESTILO BASICO
            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



                 - IMAGEN DEL POST


    Bloques a cambiar color
    Código Hex
    No copiar
    BODY MAIN MENU HEADER
    INFO
    PANEL y OTROS
    MINIATURAS
    SIDEBAR DOWNBAR SLIDE
    POST
    SIDEBAR
    POST
    BLOQUES
    X
    BODY
    Fondo
    MAIN
    Fondo
    HEADER
    Color con transparencia sobre el header
    MENU
    Fondo

    Texto indicador Sección

    Fondo indicador Sección
    INFO
    Fondo del texto

    Fondo del tema

    Texto

    Borde
    PANEL Y OTROS
    Fondo
    MINIATURAS
    Fondo general
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo Widget 8

    Fondo Widget 9

    Fondo Widget 10

    Fondo los 10 Widgets
    DOWNBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo los 3 Widgets
    SLIDE
    Fondo imagen 1

    Fondo imagen 2

    Fondo imagen 3

    Fondo imagen 4

    Fondo de las 4 imágenes
    POST
    Texto General

    Texto General Fondo

    Tema del post

    Tema del post fondo

    Tema del post Línea inferior

    Texto Categoría

    Texto Categoría Fondo

    Fecha de publicación

    Borde del post

    Punto Guardado
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo los 7 Widgets
    POST
    Fondo

    Texto
    BLOQUES
    Libros

    Notas

    Imágenes

    Registro

    Los 4 Bloques
    BORRAR COLOR
    Restablecer o Borrar Color
    Dar color

    Banco de Colores
    Colores Guardados


    Opciones

    Carga Ordenada

    Carga Aleatoria

    Carga Ordenada Incluido Cabecera

    Carga Aleatoria Incluido Cabecera

    Cargar Estilo Slide

    No Cargar Estilo Slide

    Aplicar a todo el Blog
     √

    No Aplicar a todo el Blog
     √

    Tiempo a cambiar el color

    Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria
    Eliminar Colores Guardados

    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 2:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 3:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 4:
    Guardar
    Usar
    Borrar
  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)