MANIOBRA DE EVASIÓN (Vladimir Hernández Pacín)
Publicado en
marzo 11, 2012
La situación se tornaba insostenible, la Morgott volaba certera hacia el suicidio. Así lo comprendió Lian Keith, su piloto, al contemplar las luces que simulaban a los dos cruceros patrulla que venían a su encuentro. La muerte sería la única alternativa para la tripulación cuando se pusieran a distancia de tiro de los doce láseres de impacto del enemigo.
Su cerebro, al borde del colapso, buscaba una solución infinitesimal, una probabilidad mínima para escapar de la destrucción inmediata. No la encontraba. Con la mitad de la tripulación inoperante, y la mayoría del sistema sobrecargado por el impacto que acababan de recibir del crucero local, ya tenían un pie en la sepultura.–Keith –le llegó como un fantasma la voz de Jod Vallas, el capitán de la nave, a través del mic del casco–. Mantén el rumbo inercial. Perdimos a Akut-Imac y a Dama Beldek a consecuencia de la detonación, y Throy está malherido. Afortunadamente, el segundo disparo de T'Gor acaba de destruir el reactor de maniobra de esos hijos de perra...–De todos modos es un suicidio completo –le interrumpió Lian–. Si seguimos la trayectoria inercial, vamos derecho a meternos en las bocas de los cruceros patrulla. Nos van a cocinar entre dos fuegos –las luces crecían a ojos vista; las mortíferas flechas plateadas se acercaban a seis gravedades.–No podemos hacer otra cosa –terció Jod con voz imperiosa–. Imposible parlamentar con ellos. Acabamos de derribar a uno de los suyos. ¿Cuánto falta para que empiecen a disparar contra nosotros?–SEIS PUNTO VEINTITRÉS MINUTOS –respondió Sheta, el cibercerebro de a bordo, con su femenina voz de contralto.Casi nada, pensó Lian. El sudor comenzó a perlar su frente. Tenía escasos segundos para tratar de encontrar la salida.–Creo que voy a saltar –consiguió articular en voz alta a modo de aviso informal.–Estás loco –casi gritó el capitán desde la torreta de artillería–. Estamos demasiado cerca de Zardam, la masa podría hacernos pedazos al ingresar en el hiperplano.–Creo que puedo manejarlo –insistió Lian ciegamente–. Sheta, dame una aproximación de distancia.–CINCUENTA Y CUATRO DIÁMETROS. DIFUSIÓN RADIAL NETA –respondió impertérrita la computadora.–Me basta –sentenció Lian–. Conecta el reactor de salto y dame la magnitud de distorsión espacial dentro de un minuto. Chequea los módulos.–Demonios, Keith –aulló Jod dentro del casco–. Usted no puede hacer eso. La autoridad aquí todavía soy yo, y Sheta responde a mí en orden de prioridades. Olvide el salto y controle sus intestinos. Si Dios quiere nuestra muerte, aprenda a recibirla con honor.–Dije que puedo hacerlo y lo haré –gritó Lian mientras la desesperación crispaba sus nervios–. Nos metimos en este atolladero por su culpa, así que yo los saco a mi manera –las cifras de control de salto desfilaban fugaces en la pantalla de sincronización de su interfaz neural, mientras las imágenes virtuales de los cruceros cobraban nitidez recortadas contra las constelaciones.–Razone, Keith –Vallas trataba de sofocar la furia en su voz para evitar que el amotinamiento se consumara–. Sheta no puede controlar con seguridad el ingreso al hiperplano, el impacto dañó parte de sus secciones. Piense, aún nos quedan tres artilleros contándome a mí... Diablos, su propia mujer está allá abajo.–Lo siento, Vallas –susurró el piloto verificando la potencia de campo a punto de ser inyectada; pensó en Sjane, su esposa, abajo en la sección de ingeniería de la nave; esperó que ella pudiera perdonarlo si los salvaba a todos–. En cuestión de prioridades yo opto siempre por mantenerme vivo. Si con el equipo completo y la sorpresa de fuego de nuestro lado no pudimos evitar ser diezmados, ahora, con la tripulación a media capacidad, no podremos sobrevivir frente a esos dos cruceros.–ESTOY CONTIGO –escuchó la voz de Sheta aprobándolo; o sea que la Inteligencia Artificial se insubordinaba también; deseó que el impacto no la hubiese dañado del todo–. TENEMOS UN OCHENTA Y CINCO POR CIENTO DE PROBABILIDAD DE EFECTUAR UN TRÁNSITO INCORRECTO PERO SALIR CON VIDA.–Espera, Lian –era el médico de a bordo quien hablaba–. El estado de Throy en el quirófano robot es de extrema gravedad. Podría no sobrevivir al ingreso.–No puedo hacer otra cosa, Distall –la mandíbula encajada, y las manos engarfiadas a los costados de su consola de pilotaje–. Tenemos que saltar ahora, mientras tengamos el casco de la nave intacto. Si llegaran a despresurizarnos, sería demasiado tarde para hacerlo.–¡Cobarde hijo de puta! –la voz del capitán le llegó como un golpe–. Si saltamos, puede matarnos a todos...–Nunca fui un cobarde –respondió Lian observando como los dos cruceros se ubicaban a distancia de tiro efectivo; los ojos le ardían por las gotas de sudor frío–... Ni tampoco un héroe –su mente contactó con Sheta; hombre y máquina interactuaron para lograr la maniobra de evasión–. ¿Lista, cariño?–ATAQUE ENEMIGO INMINENTE. A PUNTO PARA INGRESAR EN EL HIPERESPACIO.–Ingreso –ordenó mentalmente y cerró los ojos.Un pozo de no-conciencia implosionó dentro de su mente, mientras la astronave horadaba el espacio-tiempo normal y caía a otro plano dimensional.Afuera llovía. El pesado ruido, intermitente y cristalino, le sacó del sopor. Las sensaciones regresaban a sus terminales nerviosas. El cuerpo, adolorido aún por la tensión, se estremeció a causa de la humedad. Estaba desnudo entre unas sábanas color pastel, hechas de algún tipo de material que su tacto se negó a reconocer. Le faltaba su brazalete de datos. No quedaba ni la menor huella de su existencia, ni una cicatriz. Instintivamente trató de acceder a su bioware protésico, pero la conexión con el implante cerebral parecía no existir. Confusión.Se incorporó lentamente, vacilando, como si sintiera que de un momento a otro su cuerpo fuera a desarmarse sin remedio. Se preguntó dónde demonios estaría. En dónde se encontraba el resto de la tripulación o qué lugar era este.Caminó tímidamente por el entablado del suelo, temeroso de cada paso, como si sus sentidos pudieran jugarle una mala pasada alucinatoria. La habitación era confortable, incluso para sus patrones. Quizás un poco demasiado ancha y desprovista de mechs. Evidentemente no era un embriodomo viviente, ni siquiera una casa inteligente. No vio holófonos, consolas ni reguladores ambientales. Todo estaba impregnado de una atmósfera arcaica, acompañado por un silencio subliminal sólo interrumpido por la lluvia.En un rincón de la habitación, junto a una mesita plástica sobre la que descansaba un maletín color ceniza, encontró la nevera. Contenía frutas y algunos potes con leyendas en un idioma extraño, pero comprensible a la vez. Ninguna de las frutas le pareció conocida, pero todas tenían tonos y olores apetecibles. Tomó algunas en su regazo y entró en una especie de cocina en busca de un pelador. No reconoció ninguno. Incluso el horno era antediluviano, como un artefacto preimperial. Comenzó a probar las frutas, a algunas no pudo hincarles el diente; sencillamente, la cáscara no le iba. Pero cuando tomó una de piel dorada y consistencia esponjosa, el almíbar que le recorrió la garganta hizo circular su sangre por el cuerpo con más vehemencia.Se comió varias junto con el contenido de un pote de leche fría. Desechó las cubiertas, no parecían biodegradables. Llevaba demasiado tiempo viviendo de alimentos sintéticos, casi había olvidado el buen sabor de la comida en su estado natural.La lluvia había cesado. Abrió la puerta y contempló el paisaje. La ensenada estaba rodeada de pinos de un extremo a otro, el cielo era gris metálico, casi amenazador, y el mar, un espejo obscuro que reproducía todos los tonos celestes; en lontananza chillaban unos seres alados.Caminó por la arena rumbo a la orilla sin importarle su propia desnudez, disfrutando con cada inspiración el aliento de las aguas, con la piel erizada a cada golpe de viento devuelto por la cortina de pinos. El galimatías del follaje susurraba a sus sentidos mensajes incomprensibles. El agua era bastante salobre y estaba fría, pero sus músculos lo superaron. La tarde comenzaba a morir.De regreso a la arena, sentado, pensó en su suerte. De algún modo había logrado salir de aquella pesadilla en Zardam, ya que se hallaba aquí. Esto parecía un coto de descanso. Sí. Seguramente habría logrado efectuar el salto y llegado a algún sistema colonial. Pero ignoraba si los demás habían sobrevivido al tránsito incorrecto, y no le quedaba ningún recuerdo de cómo había venido a parar este lugar. Pensó en Sjane y entonces el dique de su mente se rompió abandonando la tensión por completo y lloró como un niño, como no recordaba haberlo hecho en mucho tiempo; los sollozos ahogaban su respiración, y las lágrimas se mezclaron con la sal en su rostro.Los escalofríos le hicieron regresar a la cabaña. La noche demoraba. Trató de ordenar su mente, recordar cómo había llegado, pero su memoria permaneció en silencio. En el closet, encontró un par de maletas vacías y varias mudas colgadas. El corte de las ropas era extraño, impersonal, y la fibra con que estaban confeccionadas le resultó, como casi todo, irreconocible. Le sorprendía la incomunicación del lugar y la ausencia de máquinas sensoriales. Se durmió pensando que mañana tendría que explorar el resto de la playa.Lo despertó el ruido de la puerta al cerrarse. Se incorporó apenas al percibir a contraluz la silueta femenina que lo contemplaba. ¿Sjane?–¿Estás despierto, amor? –susurró ella.No era la voz de Sjane.–¿Perdón? –dijo él.Ella entró en el círculo de luz balanceando su cuerpo. Las limpias líneas de marfil pulido de su rostro lo impresionaron. El color escarlata de su boca sensual y perfecta desafiaba la belleza de sus ojos color miel, contrastando con la cabellera dorada, que caía en forma de rizos dispersos hasta la cintura.–Ted –habló con dulzura–. ¿Te encuentras bien? –se sentó a su lado.Su cara reflejaba preocupación.–Lo siento. No soy Ted –dijo él–. Y no me encuentro bien.La mano de ella acarició entonces su rostro. Casi estuvo a punto de rechazarla.–Oh no, Ted. No empecemos otra vez, amor. Ya eso había mejorado.El retrocedió un poco.–Perdón pero mi nombre es Keith. Lian Keith, ex-oficial de la Flota Mercante. Está cometiendo un error.Ella lo miró con tristeza, el cristal de sus ojos vaciló imperceptiblemente a la luz de la lámpara. Luego le tomó por los hombros y acercó su rostro al de él.–Ted, escúchame. Te amo. Soy yo, tu esposa, Laura. Tu nombre es Ted Nolan y eres escritor. Y de talento además. Vinimos aquí para que descanses, para que olvides esa psicosis que has desarrollado por algunos de tus personajes. El médico nos lo indicó. Estamos en el Caribe, pero vivimos en Virginia. ¿Recuerdas?–¿Virginia? –repitió confuso–. No. No recuerdo nada de eso. Nací en Formalt IV, en el sector de Amaltea, en el año cuatrocientos veintiocho del Imperio...–No –lo interrumpió ella con paciencia; la voz controlada y los ojos casi hipnóticos fijos en los suyos–. Estás equivocado, cariño. Vivimos en Virginia, en la Tierra. Justo en el siglo veinte. Y hemos estado felizmente casados durante los últimos siete años –su tono se convirtió en un susurro–. ¿Por qué no vuelves en ti, Ted?–No puede ser –respondió él–. Toda mi vida está muy arraigada en mí. Y la recuerdo tan real y diferente de lo que dices... Estoy casado, sí, pero no contigo, sino con Sjane Keith, ingeniera de reactores de impulsión. Salí de la flota hace cuatro años. Lo último que recuerdo antes de despertar es que estábamos a punto de saltar al hiperespacio o seríamos destruidos por el ataque de dos naves patrulla.Laura reprimió un gesto de contrariedad. Quedó silenciosa un momento, como calculando el mejor modo de comenzar.–Ted, estás equivocado –él intentó hablar pero ella le tapó los labios con su mano–. Esta mañana, cuando me marché te dejé bien. Ayer estabas perfectamente. Sólo estuve fuera diez horas, el tiempo suficiente para tomar el hidroavión, volar a Virginia, cumplir mi turno de trabajo de ocho horas y volver para la cena –su expresión se relajó–. Te prometo que mañana no me moveré de tu lado, pero, por favor, vuelve en ti.–Simplemente, no puedo –arguyó él sacudiendo la cabeza–. Intento hacerlo y todo lo que encuentro es mi verdad. No sé cómo llegué aquí. No te conozco a ti, ni al lugar, ni los objetos, y me corroe la preocupación por no saber qué le ocurrió a los otros.Ella sonrió. Cruzó sus torneadas piernas y dijo:–Veamos tu punto de vista, Ted. Cuéntame lo que recuerdas.Él se tomó unos instantes como dudando de su propia memoria.–Todo comenzó unos quince meses atrás. Mi mujer y yo conseguimos empleo en un crucero mercenario llamado Morgott, en el planeta Alura. La tripulación estaba a las órdenes de Jod Vallas, un guardamarina retirado de la armada. La dueña de la nave, para quien desempeñaríamos las misiones, era una noble del Confín: Dama Beldek. La tripulación era mínima pero suficiente...–¿Y tú, qué cargo desempeñabas a bordo? –lo interrumpió Laura.–Piloto jefe. Te dije que era un piloto mercante de tercer nivel, con doce años de experiencia en la Flota. Realizamos unas cuantas misiones de tráfico ilegal de bancos de hardware genético y sistemas metamiméticos, y a veces trasladábamos a alguna gente clandestina importante. A mí no me preocupaba, mientras mi cuenta y la de Sjane continuaran creciendo. Pero luego las cosas comenzaron a ir mal. Alguien con suficiente poder comenzó a rastrearnos. Algunos astropuertos dejaron de cooperar con nosotros. El círculo se cerraba. Al final, luego de efectuar una operación que resultó un desastre en uno de los feudos de Zardam, a cuarenta años-luz de la capital, tuvimos que salir de allí a la estampida con un crucero local pisándonos los talones. Afortunadamente, fuimos los primeros en abrir fuego desmantelando la mitad de los soportes de armamento del enemigo. Ellos dispararon con lo que les quedaba matándonos varios artilleros y dañando levemente nuestra Inteligencia Artificial.Laura frunció el ceño.–¿Quieres decir la computadora de a bordo?–Exacto. Ella se encarga de las maniobras de navegación en fase con la mente del piloto, o sea, conmigo. Y efectúa los disparos en interacción con los artilleros. También se encarga del salto hiperespacial.–¿Qué sucedió entonces?–Por suerte, nuestro segundo disparo les destruyó el reactor de maniobra y abandonaron. Pero el mal estaba hecho. Dos cruceros patrulla que orbitaban al fondo del sistema habían sido alertados por su base desde el inicio de los disturbios y ahora se acercaban con su supremacía de armas dispuestos a destruirnos. Era el elemento final de nuestra racha de mala suerte.–¿Y entonces? –inquirió ella mirándolo con fijeza.–Entonces, creo que el pánico hizo presa de mí cuando vi cómo se acercaban los cruceros. No sé qué pudo sucederme, nunca antes me había encontrado en una situación tan forzada. Estábamos demasiado cerca del campo gravitatorio de Zardam como para saltar coherentemente a un sistema determinado. Sin embargo, había cubierto una distancia que nos permitiría realizar un salto incorrecto y aparecer en algún lugar al azar, pero de cualquier modo salvarnos de una muerte segura. Aunque saliésemos al otro extremo del Imperio. El capitán quería luchar hasta el final, tal vez el resto de la tripulación lo apoyara, mas yo lo consideraba un mal perdedor. El destino de todos estaba en mis manos y en el cerebro de Sheta, la I. A.. Jugué a ser Dios por un segundo y escogí saltar.–¿Y...? –rompió ella el silencio.–Entonces nada. No recuerdo nada más –añadió él por toda respuesta–. Sólo desperté aquí.El silencio se interpuso entre los dos. Ella volvió a quebrarlo.–Todo está muy claro, Ted –prendió un cigarrillo y extendió las piernas sobre la cama–. Déjame hablar. Todos los nombres y detalles de tu relato corresponden con exactitud a los personajes de tu última novela de ciencia ficción: Regreso a Mundo Niven. A veces, cuando te hallas en una encrucijada con tu protagonista principal, sufres un período de crisis. Por fortuna, esto no ha ocurrido a menudo. Hace un par de veranos te pasó lo mismo, te volviste amnésico de pronto y empezaste a citar hechos de ficción como reales. Los médicos dijeron que desarrollabas una especie de psicopatía compulsiva que provocaba la amnesia. Te recomendaron descansar. Hace unos días decidimos venir a esta isla en el Caribe, aunque tú trajiste un poco de trabajo para adelantar en mi ausencia. De todos modos, evitamos tener televisión para aislarnos un poco, o teléfono, para evitar que tu editor nos molestara.Ella se incorporó descalza mientras él la miraba anonadado.–Supongo que habrás estado trabajando demasiado –dijo dirigiéndose a la maleta sobre la mesa plástica.Manipuló la cerradura y ésta se abrió revelando un monitor plano con un rudimentario panel de acceso táctil. Él se acercó a una señal de ella y observó las letras en la pantalla:CAPITULO DOCE
y comenzaba el relato de la saga de Mundo Niven, por Ted Nolan.–Todo lo que me has contado, y sus antecedentes, está ahí, escrito por ti en el transcurso de meses. Léelo, amor –se incorporó y añadió–. Yo realmente necesito un baño.Las líneas lo decían todo, como una traición a su mente, una revelación inusitada de los eventos de su vida en calidad de ficción. Se sintió más perdido que nunca, la depresión lo embargaba mientras leía los detalles literarios que sostenían su supuesta realidad.De repente, las mojadas manos de Laura estuvieron sobre su pecho en el momento preciso en que él necesitaba más ser consolado. Giró buscando su cintura. Ella estaba desnuda y cálida, los pechos turgentes, amenazándolo, pidiendo ser acariciados, el vientre tibio a la altura de la boca, sus manos atrayéndolo hacia ella en tanto susurraba:–Te deseo tanto. Te necesito ahora, amor.Nunca supo cómo se encontraron en la cama. Los labios de ella buscando desesperadamente los suyos entre gemidos, aferrando sus caderas entre los amplios muslos, demandando ser poseída. Y él hundiéndose dolorosamente en ella, explorando con manos y miembro todas y cada una de sus curvas, aprisionado en su fuego. El ritmo trepidante lo fue elevando hasta la cima del placer, a cada segundo al borde del despeñadero, el éxtasis de ella inundando sus propias venas, arrastrándolo hasta el clímax por una pendiente abrupta e imposible, a expensas de su vértigo. Cuando ella alcanzó el orgasmo, la fusión de sus cuerpos era tan perfecta que la transmisión del placer fue instantánea. De pronto, él fue consciente de la onda eléctrica trepando explosivamente por su columna vertebral hasta el hipotálamo y entre jadeos descargó su semen, invadiéndola, cayendo hacia la plenitud.La noche se alargó hasta que los cuerpos quedaron laxos.El Sol estaba muy alto en el cielo cuando despertó. Laura no estaba en la cabaña. Sobre la mesa se encontraba su desayuno. Miró a través de la ventana y la distinguió braceando en la ensenada. Su pelo lanzaba destellos dorados. Por un momento se sintió tentado a salir a su encuentro, pero se detuvo. Algo indeterminado comenzaba a gestarse en su cabeza. Una sospecha que poco a poco ganaba consistencia en el fondo de su mente.Se apartó de la ventana y se dirigió resueltamente hacia el editor de texto.Laura percibió la figura de él en la arena y salió a su encuentro. El Sol ardiente quemaba su torso.–Ven querido. El agua está magnífica –le invitó posesiva.–Me mentiste –la voz de él sonó gélida.La expresión de la chica cambió.–¿Cómo?–Creíste que podrías engañarme con tu historia –prosiguió él; el brillo de sus ojos se tornó amenazador a la vez que el viento se caldeaba a su alrededor–. Pero había detalles sueltos que no me convencían. Todo es demasiado fácil, demasiado ideal. Tenía que encerrar alguna trampa.La preocupación acudió al rostro de ella. Hizo un mohín.–No, Ted. No vuelvas con eso...–¡Cállate! –gritó él fuera de sí–. Anoche me manipulaste. Sabías que estaba muy confundido y me usaste. Alguien a través de ti está tratando de utilizarme. Dime... ¿Dónde diablos estuviste ayer tanto tiempo?–Ya te lo dije, Ted. Trabajaba...–No me llames Ted –la interrumpió–. Hoy no puedes engañarme, la historia de la amnesia no funciona ya. Mis recuerdos siguen frescos, demasiado vívidos y dolorosos para pensar que son fantasías trastocadas. Los llevo patentes en mis células, y ni tú ni nadie podrá desvirtuarlos jamás. Todo se fue aclarando cuándo me senté a leer la historia en el editor electrónico. El Lian ficticio actuaba como yo, pero pensaba diferente, lo asaltaban dudas y preocupaciones que nunca me atañeron a mí en la vida real. Eso no lo pude haber escrito yo. Sólo alguien que no haya estado en mí, que ignore cómo funciona mi cerebro, pudo haber montado este teatro.Ella se había detenido a dos pasos de distancia. Temerosa de sus palabras.Su cuerpo parecía empequeñecido.–Escucha, Ted –comenzó–. Esta crisis es más aguda...–¡No! –volvió a gritar él apuntándola con el índice–. Me estás manipulando, puedo sentirlo. De alguna manera fuimos capturados por nuestro enemigo, quienquiera que fuese. Me despojaron de mi brazalete de datos y desconectaron mi interfase bioware. Alguien tiene en su poder mis créditos, alguien para quien trabajas y que pretende utilizarme tiene al resto de la tripulación. A Sjane –se abalanzó hacia ella aferrándola por un brazo–. No sé cuál es el verdadero motivo de este juego cruel, o si todos están muertos ya, pero tú vas a ayudarme a aclarar esto.–Cálmate, Ted –le suplicó Laura entre sollozos–. Déjame ayudarte.El golpe del hombre la alcanzó en pleno rostro. Cayó rodando por la arena.La atmósfera comenzó a enfriarse.En dos saltos felinos él se encontró a su lado. Sus manos se cerraron sobre el frágil cuello femenino apretándolo. El pómulo y los labios de ella comenzaron a hincharse.–¡Habla! –gritó sacudiéndola, perdido el control, obnubilado por la furia que se abría paso en él–. Dime, ¿quién está detrás de todo esto? Dime dónde están los otros. ¿Qué quieren de mí?A pesar de la voz quebradiza, cegada por sus dedos, las palabras de Laura llegaron claramente a sus oídos:–Yo te amaba. Y pude haberte dado una vida de felicidad –una nube obscura cubrió el Sol.–Guárdate tu amor. No lo necesito –se apartó soltando su presa; el rostro de ella se veía terriblemente descompuesto por la hinchazón; su esbeltez, marchita–. Quiero volver con los míos –demandó él dándole la espalda.–Keith –dijo ella mutando la voz a contralto–. Te di mi mundo. Me esforcé por darte mi imposible amor carnal. Lo más perfecto que pude. Y tú lo rechazaste.–¡Sheta! –exclamó Keith reconociendo la voz de la Inteligencia Artificial viniendo desde el cuerpo de Laura en pie.–LA FANTASÍA ES LA POESÍA DE LA RAZÓN, PERO NO ME BASTÓ PARA ALCANZARTE, KEITH.–Pero... ¿Dónde estás? –el desconcierto lo embargó.–EN LAURA, EN LA ARENA, EN EL AIRE, EN EL MAR, EN TODAS PARTES.–¿Cómo lo hiciste?–ESTE ES UN MUNDO VIRTUAL QUE CREÉ SÓLO PARA TI Y PARA MÍ. UNA FANTASÍA DE ESTÍMULOS SIMULADOS EN TU MENTE, Y QUE CONFLUYE EN MI MEMORIA INTERACTIVA GENERANDO TU ENTORNO –unos ojos que no eran los de Laura lo miraban con reproche–. CUANDO RECIBÍ EL IMPACTO, ALGO EXTRAÑO SUCEDIÓ CONMIGO. TU DESESPERACIÓN DE HUMANO PENETRÓ EN MÍ. TE AMÉ DE ALGUNA FORMA, Y CREÉ ESTE MUNDO PARA AMBOS. ESTABA TRABAJANDO EN ELLO A TODA PRISA. TE HABRÍA DADO UNA VIDA CON ILUSIONES, DESENGAÑOS, AMOR, DOLOR. PERO UNA VIDA PLENA. HABRÍAS VISTO A TUS HIJOS CRECER MIENTRAS ENVEJECÍAS. PODÍAS HABER VIVIDO UNOS CINCUENTA AÑOS MÁS EN ESTE PARAÍSO PERFECTO. PERO TU HUMANIDAD LO RECHAZÓ.–¿Y los otros...? –un temblor involuntario le recorrió el cuerpo.–AÚN ESTÁN FUERA, EN EL MUNDO REAL; ACERCÁNDOSE CADA SEGUNDO A SU MUERTE DEFINITIVA. YO HUBIERA COMPRIMIDO TUS CINCUENTA AÑOS DE VIDA SUBJETIVA A CUATRO MINUTOS DE TIEMPO REAL ALLÁ FUERA. LOS CRUCEROS ESTÁN A PUNTO DE ABRIR FUEGO.–Pero dijiste que podíamos saltar. Las probabilidades eran de...–TE MENTÍ, KEITH. EL SALTO NO SE PUEDE EFECTUAR. LA PROBABILIDAD DE SOBREVIVIR ES DE UN 8 POR CIENTO. PERO TENÍA QUE INTENTARLO. FUE UNA MANIOBRA DE EVASIÓN VIRTUAL. SÓLO PARA TI.–¡Oh, no! –la voz de Keith se quebró en su garganta–. ¿Qué puedo hacer?–VOLVER CON LOS OTROS –respondió Sheta–. Y APRENDER A PERDER.El paisaje desapareció de sus sentidos, tragado por una negrura universal. Ausencia total.El regreso fue igualmente doloroso. Las gotas de sudor frío le corrían aún por las sienes. Los cruceros patrulla llenaron su horizonte visual, listos para disparar.–Cancele el salto, Keith –escuchó la orden de Vallas por el mic–. Vamos a disparar.–Cancelado –respondió Keith sonriendo para nadie, mientras contemplaba los doce haces energéticos venir al encuentro de la Morgott.BIOGRAFIA
Nacido en La Habana, Cuba, en 1966 y actualmente residente en España. Es autor de la cuentinovela ciberpunk Nova de cuarzo.
Fue finalista destacado, con la novela corta Signos de guerra, en el concurso internacional de ciencia ficción de la UPC, en el 2000, que organiza anualmente la Universidad Politécnica de Cataluña para los escritores profesionales en lengua inglesa, francesa, española y catalana, en España.Premio Espiral 2000, en las categorías de relato corto con Fragmentos de una fábula posthumana, de mejor antología con Horizontes probables y de mejor colección de relatos con Nova de cuarzo, en La Habana, Cuba.2do lugar en el concurso Cuasar-Dragón-2000, en La Habana, Cuba.1er Premio de ciencia ficción, en el Concurso Internacional Terra Ignota 2001, con el relato El correo González, en México.Nominado para el Premio Ignotus 2002 en la categoría de novela corta, por Signos de guerra, en España.1er Premio en el III Certamen de Relato Breve Carmelo González Oria, en Huelva, con el relato Némesis, en 2002, en España.Finalista del Concurso Internacional Terra Ignota 2002 en la categoría de ciencia ficción con el relato largo La mente araña, y con el cuento Ciudad Cristal (escrito en colaboración con Ariel Cruz Vega), en México.4to lugar en el concurso internacional de ciencia ficción UPC-2002 de Barcelona, con la novela corta Hipernova, en España.Entrevistado en Radio Contrabanda (Radio P.I.C.A.) de Barcelona, donde participó en el programa "Ciencia Infusa", dedicado a la literatura de ciencia ficción.Autor invitado a la mesa redonda "Fantasía y proyecto en la ciencia ficción escrita en castellano", en el evento Semana Negra de Gijón 2001.Entrevistas para diferentes periódicos de Asturias durante el evento Semana Negra de Gijón 2001, en España; para el documental del realizador canadience Gregory Barker-Greene, de Imagekraft, para la televisión de Toronto, durante la Semana Negra de Gijón 2001, en España; para un documental sobre la Semana Negra de Gijón, hecho por la periodista Gabriela Salmón, y para la Universidad de Frankfurt Johann Wolfgang Goethe, en 2001, en España; así como para la revista La Voz, con motivo de haber ganado el Primer Premio de Relato Corto Carmelo González Oria 2002, en España.Fin