NOVECIENTOS NOVENTA Y CUATRO (Edmund Cooper)
Publicado en
febrero 26, 2012
El doctor James Eddington Sheaffer hizo descender su abejorro retropropulsado de dos pedales desde una altura de dos mil pies. Mientras miraba hacia abajo, con expresión de desconsuelo, se preguntaba cómo recibiría Emily, su esposa, la Alegre Noticia. Luego murmuró en voz baja, casi para sí mismo: «¡Abeja, abeja, abeja! ¡Zambúllete en la colmena!»
El microtransmisor de su reloj de pulsera envió la rutinaria orden a la caja negra, instalada debajo de la caperuza del abejorro. La máquina zumbó obediente e inició su caída casi vertical hacia la residencia Sheaffer, en el 793 del Boulevard Hope.El doctor Sheaffer contempló cómo crecía su césped, desde el tamaño de un sello de correos hasta las dimensiones de una toalla de baño. Si por lo menos siguiera ascendiendo, pensó, hasta aplastarse contra él...Aquella lúgubre idea era el resultado directo de su reciente y gloriosa salida de la Independent Electronic Brain Washers Inc. Calculando por lo bajo, su situación en la Compañía debería haberse mantenido durante tres años más. Pero sin otra advertencia que la repentina aparición de un antiguo reloj de jaspe, una caja de cigarros de diez pulgadas y una botella de dos litros de champaña, sus queridos y leales colegas le habían enfrentado con un voto unánime que le nombraba presidente. A continuación habían aceptado la acostumbrada dimisión, la cual, por un pequeño descuido, se había olvidado de incluir en su discurso de inauguración. Y el voto final, también unánime, le había recompensado con una pensión de veinte mil dólares anuales..., en reconocimiento de los valiosos servicios prestados durante su presidencia de cinco minutos.Por tanto, ya sabía lo que era sentirse profesionalmente asesinado. Con frecuencia se había hecho esa pregunta.Aquellos amargos pensamientos quedaron interrumpidos por el aterrizaje del abejorro en la terraza de la residencia Sheaffer. El doctor se bajó del vehículo y descargó de él un montón de cajas atadas con lazos de colores. Tres mil dólares de vestidos nuevos para Emily. El gesto del doctor Sheaffer se hizo más avinagrado. Había tenido que contemplar un maniquí–robot –adaptado a la talla exacta de Emily– durante casi una hora antes que le permitieran firmar un cheque.Entretanto, la causa de aquel desastre en la haute costure surgió de la chimenea de la casa con una sonrisa en los labios. Emily estaba en la cocina, vigilando el café y los buñuelos, cuando oyó que el abejorro se posaba en el tejado. Y como estaba deseosa de mostrar su última creación ilegal –un sari confeccionado con un mantel de encaje que había pertenecido a su abuela y a varias generaciones de polillas– se había introducido en la chimenea para que un montacargas, empujado por una columna de aire comprimido, la subiera hasta la terraza.El doctor Sheaffer dejó caer las cajas y contempló a su esposa con evidente aprensión.–Hola, varón –dijo Emily.–Hola, hembra –dijo el doctor Sheaffer uniéndose al saludo ritual.Emily dio media vuelta sobre sí misma con fingida indiferencia. Pero en su voz había una nota de ansiedad cuando preguntó:–¿Te gusta?–No está mal –concedió Sheaffer–. Pero, por el amor de Dios, no salgas así a la terraza, Em. ¡Puede verte algún guardia!Dirigió una nerviosa mirada al cielo, plagado de abejorros.–¡Bah! –dijo Emily–. A mí no tienes que recomendarme que tenga cuidado con los guardias. Y, de todos modos, no hay nadie a menos de tres mil pies. –Alzó la cabeza y contempló una intensa riada de tráfico a una enorme altura. Luego, intuyendo quizá que algo iba mal, colocó sus brazos alrededor del cuello del doctor Sheaffer, mordisqueó su oreja y susurró–: ¿Qué es lo que pasa, querido? ¿Te han rebajado el cupo de trabajo?–Lo han suprimido del todo –dijo Sheaffer.Emily se llevó una mano al rostro como si acabara de recibir un bofetón.–Esta mañana, querida –continuó su marido amargamente–, he sido elegido presidente, retirado con todos los honores y recompensado con una pensión de veinte mil dólares..., todo en el espacio de cuatro minutos.En los ojos de Emily brillaron unas lágrimas que no llegaron a caer.–Pero sólo tienes treinta y cinco años, querido... No..., no pueden hacerte eso.–Ya lo han hecho. –Había cierta melancólica satisfacción en la voz del doctor Sheaffer–. Un científico sacrificado en el altar de la Automación... ¿Qué me dices de celebrarlo esta noche y de proporcionarme un entierro decente? Podemos invitar a los Harrison. A Joe le despidieron hace seis meses..., aunque a él ya le había llegado el momento. Tenía casi cuarenta y un años.Repentinamente, Emily agarró el brazo de su marido.–¡Es ilegal, Jimmy! No es más que una..., una horrible equivocación. La ley dice que nadie puede jubilarse antes de los cuarenta años.El doctor Sheaffer sonrió sin alegría.–Artículo séptimo del Código Industrial... ¿Sabes lo que dice el artículo octavo?–Ni siquiera sabía que había un artículo octavo.–Traducido al lenguaje corriente, amor mío, dice que si una máquina puede hacer el trabajo mejor que un ser humano meramente inteligente, el humano quedará definitivamente descartado..., sin tener en cuenta su edad, sexo, color o religión. Amén.Emily le contempló unos instantes con expresión de incredulidad. Luego las lágrimas fluyeron de sus ojos.–Pero..., el lavado de cerebros está clasificado como una ocupación humana, ¿no es eso? Yo creía...–También lo creía yo –dijo Sheaffer cariñosamente–. Pero mientras estaba vaciando mi escritorio me hablaron de mi sucesor: un robot positrónico. Puede lavar cuatro cerebros a la vez. La Independent ha pagado por él un millón y medio de dólares..., de muy buena gana; al menos tendrá resuelto el problema de su superávit de beneficios durante seis meses. Luego tendrán que comprar otro robot y despedir a otro empleado... –Súbitamente sonrió–. Te he..., ejem..., te he comprado algunos vestidos nuevos. ¿Contenta?–¡Pingajos para robots! –exclamó desdeñosamente Emily–. ¡Los odio! ¿Por qué no permitirán que las mujeres se confeccionen sus propios vestidos como este encantador sari?–¡Tan sediciosa como siempre! –murmuró Sheaffer pellizcando cariñosamente la barbilla de su esposa–. Supongo que no querrás dejar fuera de servicio a medio millón de máquinas de confeccionar vestidos... Además, tenemos que invertir el dinero que nos sobra en alguna cosa. Vamos a beber algo y luego llamaré a Joe por la telepantalla.Pero Emily se acercó a las cajas y, después de dirigir una apresurada mirada al cielo, empezó a golpearlas con el pie hasta que quedaron debajo del alto parasol. Allí, al abrigo de ojos indiscretos, sacó los inmaculados vestidos de sus inmaculadas envolturas. Cuando estuvieron reunidos en un montón, Emily se dedicó a pisotearlos concienzudamente.Finalmente, tras haberlos sometido al tratamiento de sus tacones, se arrodilló y trató de hacerlos pedazos.El doctor Sheaffer contemplaba a su esposa con una tolerante sonrisa El valor de su furia destructora era principalmente psicológico, ya que todos los vestidos estaban confeccionados con la fibra sintética eternalon..., inarrugable, irrompible y perdurable. También estaba garantizada su incombustibilidad.–Diviértete, querida –dijo afablemente–. Estás jugando con algo que sólo vale tres mil dólares.Jadeando un poco, con el rubio pelo revuelto, Emily le dirigió una sonrisa de complicidad.–Si parecen un poco usados cuando venga el inspector de Costumbres, no tendré que ponérmelos –explicó.El doctor Sheaffer empezó a jugar con la ilusión de construir en secreto su propio cerebro electrónico, cuyo contenido podría lavar siempre que se sintiera de mal talante. El plan sólo tenía una dificultad: construir el cerebro le costaría por lo menos dos años. Se preguntó si permanecería interesado durante tanto tiempo.Repentinamente, una luz roja parpadeó en una pequeña pantalla instalada en la pared junto al porche del tejado; y la melodiosa voz del auto–avisador dijo:–Doctor Sheaffer, tiene usted un visitante. Doctor Sheaffer, tiene usted un visitante.A continuación apareció en la pantalla la imagen de un hombre alto, mofletudo, con una vacua sonrisa en el rostro.El doctor Sheaffer contempló aquella aparición y palideció ligeramente. Desde el lugar donde se encontraba podía ver la gran insignia redonda en la solapa del desconocido. La insignia tenía grabado un martillo de plata.–Es el Rompedor, Em. –murmuró el doctor–. ¡Y no nos han mandado el aviso!Emily actuó con la rapidez del rayo. Se quitó el sari, recogió uno de los vestidos nuevos al azar, se introdujo en él y cerró la cremallera con un solo movimiento. Luego miró a su marido con expresión de culpabilidad.–¡Oh. Jimmy! Recibimos el aviso... Hace un mes. Quería enseñártelo, pero se me perdió. –Se animó repentinamente–. Pero podemos enviarle a pasear. No tiene que presentarse hasta el martes, día trece.–Hoy estamos a martes, trece –dijo el doctor Sheaffer lúgubremente.–¡Doctor Sheaffer! –dijo el auto–avisador en tono de reproche–. Su visitante está esperando.Con aire de mártir, el doctor Sheaffer se introdujo en la chimenea y descendió rápidamente al vestíbulo. La puerta de la calle se abrió automáticamente mientras se acercaba a ella, y el Rompedor entró en la casa balanceando alegremente su estuche de violín.–¿Doctor Sheaffer? Encantado de conocerle... Bien, doctor, le ha llegado el turno de vérselas de nuevo con el Martillo. Cómo pasa el tiempo, ¿verdad?–Desde luego –asintió el doctor Sheaffer amargamente.–Bueno, bueno. Vamos a ver –dijo el Rompedor, abriendo su estuche de violín y sacando el Martillo de reglamento, de cuatro libras. Lo balanceó experimentalmente y miró a su alrededor en busca del primer Objeto Anticuado. Lo encontró en el combinado barómetro, calendario y anotador de fechas que colgaba en el vestíbulo de los Sheaffer desde hacía cinco años.–¿Habla eso? –preguntó el Rompedor.–No, pero es un modelo inglés –explicó el doctor Sheaffer sin alimentar demasiadas esperanzas–. Estamos muy encariñados con él.–Lo lamento muchísimo –dijo el Rompedor tristemente–. Las normas establecen que los calendarios tienen que ser parlantes.Descargó un fuerte golpe con el Martillo. Latón doblado, vidrios rotos y una temblorosa saeta deslizándose hacia «Muy tormentoso». Al mismo tiempo el calendario registró la fecha del 1 de enero del año 2000..., la cual, como señaló puntualmente el anotador de fechas, correspondía al 109 cumpleaños de la bisabuela materna del doctor Sheaffer.–Muchas felicidades, querida señora –dijo el Rompedor. Puso en marcha un aparato de grabación de bolsillo y habló a través de su micrófono de muñeca–: «Residente: Boulevard Hope, 793. Objeto: un barómetro–calendario. Propietario: Sheaffer, James E.» –Luego detuvo el aparato de grabación y murmuró en tono de reproche–: Tenía que haberse desprendido de eso hace mucho tiempo, doctor Sheaffer. La chatarra es antisocial... Ahora vámonos, como dijo el poeta, en busca de pastos nuevos.Empujó suavemente al doctor Sheaffer con el simbólico Martillo, en tanto que sus ojos brillaban de anticipado placer.Lo primero que llamó su atención fue el televisor: un modelo tridimensional y estereofónico de treinta pulgadas, que era al mismo tiempo mueble–bar.–Pre–his–tó–ri–co –anunció el Rompedor sacudiendo tristemente la cabeza–. Vamos, doctor, ¿es que quiere estropear los lindos ojos de su esposa obligándola a contemplar imágenes tan pequeñas?–¡Escuche! –dijo el doctor Sheaffer furioso–. Da la casualidad que me gustan los modelos de treinta pulgadas. Y también a mi esposa. Además, este aparato ha funcionado perfectamente durante años. Podemos captar la Eurovisión: Londres, París, Roma..., directamente.–¡No me diga! –El Rompedor parecía sinceramente impresionado.Sin embargo, y ante la desesperación del doctor Sheaffer, dejó caer el Martillo en el lugar exacto: una larga práctica le había enseñado a conocer los puntos más sensibles de los Objetos anticuados.Murmurando un piadoso «Amén», el Rompedor anotó en su aparato de grabación la ejecución del televisor de los Sheaffer. Luego, con sorprendente eficiencia, liquidó el acondicionador de aire Mity Mijit 1989.–De acuerdo –dijo el Rompedor, volviéndole la espalda a la devastación–. Ahora vamos a ver la fábrica de sueño, Doc.El doctor Sheaffer estaba poseído por una silenciosa e impotente rabia. No sólo era ilegal eludir, obstruir, coaccionar, distraer, sobornar, mutilar o asesinar a un Rompedor, sino que podían obtenerse seis meses de terapia social en una clínica psiquiátrica por el simple hecho de discutir con uno de ellos.Rechazando tristemente la encantadora visión de un puñetazo en la barbilla, el doctor Sheaffer acompañó al Rompedor al dormitorio.El Rompedor contempló el doble arrullador con éxtasis profesional. Su antiguo hipno–carrete, cuya suave música estaba calculada para sumir al paciente en una dulce inconsciencia, hizo asomar una ancha sonrisa a su rostro. Y su sistema de rayos tranquilizantes arrancó una carcajada a sus labios.–Doctor –dijo, secándose las lágrimas que la risa había hecho asomar a sus ojos–, sus noches de tortura han terminado para siempre. Los arrulladores están pasados de moda. Ahora se utilizan unos generadores de rayos psicostáticos que descansan el cerebro no sólo para inducirle al sueño, sino también librándole de preocupaciones mientras está dormido.El doctor Sheaffer cerró los ojos mientras el arrullador recibía noventa segundos de guerra relámpago. Cuando volvió a abrirlos, el hipno–carrete y el proyector de rayos tranquilizantes estaban en el suelo rodeando sus pies como aplastadas flores metálicas.–Creo que eso es todo por aquí –dijo el Rompedor, indultando generosamente el antiguo tocador de Emily. Contempló al doctor Sheaffer con ojos afables–. Supongo que no adoptará usted una actitud negativa, ¿verdad? Si adopta una actitud negativa, tendré que incluirlo en mi informe.–¿Actitud negativa? ¿Quién..., yo? –El doctor Sheaffer trató de componer una expresión de inocencia ofendida, pero lo único que consiguió fue que su aspecto recordara una Fase Negra de un maníaco–depresivo.–Tenemos que modernizarnos –dijo el Rompedor, como si razonara con un niño–. Acabaré con toda la chatarra y le concederé un crédito de..., digamos 10.000. Así podrá usted ir al Comisariado y adquirir una pantalla de seis pies y un generador de rayos psicostáticos, entre otras cosas. Esto es progreso, ¿no le parece?–Desde luego, esto es el progreso –murmuró el doctor Sheaffer rechinando los dientes.–Bien, entonces –dijo el Rompedor–, vamos a continuar civilizando este hogar feliz... ¿Por dónde se va al paraíso de las calorías?El doctor Sheaffer suspiró profundamente y le acompañó a la cocina.Emily estaba allí esperándoles. En aquel momento hubiese cambiado de buena gana su delgada y esbelta silueta por doscientas libras de grasa y el volumen de una apisonadora. Estaba delante de una semianticuada lavadora eléctrica esperando que pasara inadvertida.–Hola –dijo el Rompedor cortésmente–Hola –respondió Emily sin el menor entusiasmo.El Rompedor fingió no darse cuenta de la existencia de la lavadora.–Bueno, bueno, bueno –observó alegremente–. Excelente cocina, de veras... Parece la respuesta a la plegaria de un hambriento.Mientras hablaba iba acercándose a la desdichada lavadora.–Se ha descuidado usted de revisar el conservador de alimentos –dijo Emily con una nota de pánico en la voz–. Es un último modelo. Tenemos allí dos patos, cinco pollos, tres langostas y un pavo en estado de coma... Conservaremos el pavo dormido hasta que se celebre el Día de Acción de Gracias.Pero el truco falló. Aparentemente desinteresado en las maravillas de la vida en suspensión, el Rompedor avanzaba inexorablemente hacia su presa. Emily irguió el busto, como si se dispusiera a cerrarle el paso.–Vamos, vamos, señora Sheaffer –la reconvino amablemente el Rompedor–, no sea usted niña. Arriesgar su reputación por esa antigualla de lavadora... ¿Qué diría su psiquiatra?–¡No! –suplicó Emily en tono desesperado–. ¡No la rompa, por favor! Es un recuerdo de familia. Sé que es anticuada, pero...Su voz se apagó mientras contemplaba al Rompedor, que en aquellos momentos estaba adaptando un suplemento especial al Martillo.–¿Cómo tendré que calificar su actitud en mi informe, querida señora? –preguntó el Rompedor con una brillante sonrisa–. ¿Obstrucción o intento de soborno?El Martillo subió y descendió tres veces. Y cada vez los Sheaffer se estremecieron como si hubieran recibido el impacto en su propia carne.–Mi querida señora –dijo el Rompedor, contemplando la destrozada máquina–, cuando llegue la lavadora ultrasónica me recordará usted con lágrimas de gratitud.–¡Seguro! –replicó torvamente el doctor Sheaffer–. Dígame, ¿cómo pudieron clasificar en la categoría humana a un témpano de hielo sin alma como usted? Ahora anote en su informe que soy un sedicioso y utilizaré el Martillo para destrozar su anticuado cráneo...Emily palideció intensamente.El Rompedor suspiró. Su destino era ser incomprendido.–Si nos pinchan –observó tristemente–, ¿acaso no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos envenenan, ¿acaso no morimos? Y si nos engañan, ¿acaso no nos vengamos? El Mercader de Venecia, Acto Tercero... Sea comprensivo, doctor. Alguien tiene que hacer este desagradable trabajo. –Sonrió malignamente–. Ahora vamos a ver su automóvil. Un pajarito me ha dicho que está listo para el Martillo.Por el rostro del doctor Sheaffer se extendió una sonrisa de triunfo.–Prepárese a recibir una pequeña decepción –dijo–. Es un Cadillac modelo 1965..., y, por si no lo sabe, está oficialmente considerado como antigüedad.–¡No me diga! –El Rompedor enarcó las cejas–. Bueno, prepárese usted ahora a recibir una pequeña impresión, doctor. El Cadillac modelo 1965 acaba de perder sus privilegios. No podrán seguir circulando. Triste, ¿verdad?Para el doctor Sheaffer era más que triste; era el acto final de la tragedia. Durante años enteros había cuidado y mimado el Cadillac, invirtiendo centenares de horas en su reparación, hasta convertir el estropeado cacharro que había descubierto en un granero de Minnesota en reluciente modelo de exposición. Era la envidia de todos sus amigos, los cuales, cansados de sus vehículos con una velocidad mínima de 200 millas por hora, contemplaban el antiguo automóvil, con sus sedantes noventa millas, con ojos ávidos.El saber que iba a ser sacrificado por el Martillo provocó en el doctor Sheaffer un trauma mental demasiado intenso para sus ya recargados circuitos. Dio dos vueltas sobre sí mismo, se dejó caer sobre el taburete de la cocina y contempló al Rompedor como si acabara de describir en detalle el cercano fin del mundo.El Rompedor le miró con aire compasivo. Luego se volvió hacia Emily y se encogió de hombros.–Ofuscación mental –observó clínicamente–. Tal vez sea mejor que me ocupe del Cadillac mientras el doctor está sumido en el trance... ¿Cuál es el camino de la celda de la muerte, querida señora?Emily alzó un dedo tembloroso señalando una puerta.–Por ahí a la derecha –susurró.Unos apagados sonidos llegaron hasta la cocina: el canto de cisne del Cadillac. Emily rodeó con sus brazos los hundidos hombros de su esposo, con aire protector, como si quisiera impedir que llegaran hasta él los macabros ruidos de la ejecución. Pero, cosa rara, el doctor ni siquiera se movió.Antes que Emily hubiera tenido tiempo de meditar en aquella anomalía regresó el Rompedor con el aire de persona que ha cumplido con su deber, sin tener en cuenta para nada sus propios sentimientos. Entró en la cocina, dejó descuidadamente el Martillo sobre la destrozada lavadora y trabajó en una calculadora de bolsillo por espacio de cuarenta segundos.–En nombre del Presidente de los Estados Unidos –anunció finalmente– tengo el placer de informarles que el Tío Sam les debe doce mil quinientos dólares a cuenta de las anteriormente mencionadas ejecuciones. Disponen ustedes de treinta días para gastarlos. –Recogió el Martillo y lo devolvió a su estuche. Antes de marcharse palmeó el hombro del doctor Sheaffer–. Saludo a un noble corazón. Buenas noches, dulce príncipe, y que bandadas de ángeles canten para arrullar tu sueño... Hamlet, Acto Quinto, Escena Segunda... ¡He tenido mucho gusto, doctor!El Rompedor hizo mutis con una sonrisa de genio.Cuando se hubo marchado, el doctor Sheaffer se puso en pie y se acercó a la telepantalla de la cocina. Marcó un número.–Vamos a darle la buena noticia a Joe –dijo en tono desmayado.Luego, mientras esperaba que la pantalla se iluminara, abrazó fuertemente a Emily.–Compruebo los reflejos –explicó–. Creo que todavía estamos vivos.El hecho pareció sorprenderle.Ninguno de los dos se dio cuenta que en la pantalla había aparecido un rostro. Un rostro que les contempló con aire de aprobación durante un par de segundos y luego tosió discretamente. Emily, sobresaltada, se apartó rápidamente de su marido.–Hola, Joe –dijo el doctor Sheaffer imperturbable.–Gracias por el espectáculo –dijo Joe–. ¿Tengo que aplaudir o enviar un donativo?El doctor Sheaffer se encogió de hombros.–Estamos a trece y martes –dijo–. Para que digan de las supersticiones. Esta mañana la Independent me ha despedido. Esta tarde, a última hora, hemos recibido la visita del Rompedor.La sonrisa desapareció del rostro de Joe Harrison.–¡Cuánto lo siento! Jimmy, no habrá dejado caer el martillo sobre el...–Lo ha dejado caer sobre él. Cadillac modelo 1965: anticuado. Lo mismo que la lavadora de Emi y varias cosas más.–Demonios –dijo Joe–. Mi corazón sangra por ti... ¿Por qué no vienes a cenar con nosotros esta noche? Lloraremos juntos.–Precisamente te había llamado para invitarles a Patty y a ti.–Sería una imprudencia –dijo Joe–. Después de tomarnos un par de copas nos dedicaríamos a hacerle la respiración artificial al cadáver del Cadillac..., contraviniendo la ley... Además, hay algo que quiero enseñarte. ¿Qué te parece?–De acuerdo –dijo el doctor Sheaffer–. ¿A qué hora es la cena?–¿Te parece bien a las ocho?–Como quieras. Hasta luego, Joe.–Hasta luego. Y no olvides una cosa: el tiempo es un bálsamo maravilloso.Joe Harrison sonrió enigmáticamente y cortó la comunicación. La pantalla quedó oscura.* * *
El cielo estaba tachonado de brillantes estrellas; pero su brillo no podía competir con el de las constelaciones eléctricas de las calles, extendiéndose a un millar de pies bajo el abejorro en todas direcciones. Mirando a través del cristal, Emily trató en vano de localizar la residencia de los Harrison en medio de aquel centelleo multicolor.
Se había repuesto un poco de la destrucción de su querida lavadora. Como un gesto de desafío, llevaba su sari de confección casera, discretamente oculto bajo un abrigo de pieles sintéticas.El doctor Sheaffer había localizado ya el punto de aterrizaje y, dejando que el mecanismo automático se encargara del descenso, se volvió hacia su esposa:–Al diablo con todo, Emily. Seguimos estando vivos, y juntos.Ella encontró su mano en la oscuridad y la oprimió con cariño.Treinta segundos más tarde, Joe y Patty, que estaban esperándoles en la terraza, les acogían cordialmente.Se introdujeron en la chimenea y descendieron al comedor. Patty contempló con sincera admiración el sari de Emily.–¡Es completamente tetradimensional, querida! ¿Dónde has obtenido el modelo?–Lo dibujé yo misma –dijo Emily con modestia.Joe inspeccionó el sari con científica imparcialidad.–Me recuerda el concepto de Nitz–Suvarov acerca del subespacio –observó en tono profundo.–¿Qué es eso? –preguntó Emily.–Una serie de agujeros unidos por teorías... Vamos a echar un trago de esta Sangre de Rompedor, Jimmy. Seis copas equivalen a la amnesia total.–Por la destrucción de la Utopía –brindó el doctor Sheaffer, apurando de un solo trago el contenido de su copa.Siguió una larga pausa.–¿Cuál es la fórmula, Joe? –preguntó reverentemente–. ¿Combustible de cohete y éter?–Algo por el estilo... ¡A tu salud, hermano!Joe vació su copa, parpadeó un par de veces y contó lentamente. Cuando llegó a nueve, la neblina roja se había desvanecido.Patty miró a los dos hombres con aire severo.–¡Ha terminado la sesión de suicidio! –anunció–. La cena está a punto.Hora y media más tarde, después de una cena sintética, el doctor Sheaffer aprovechó una pausa en la conversación general para introducir el tema que le preocupaba.–Joe, ¿qué diablos voy a hacer con todo esto?–¿Con qué, hermano Misfit?–Con todo este maldito ocio proporcionado por esta asquerosa Era Dorada.Joe dirigió una extraña sonrisa a Patty.–Esas son palabras muy duras, caballero. En realidad, casi pueden considerarse subversivas.El doctor Sheaffer se sirvió otra ración de Sangre de Rompedor.–Tres hurras por la subversión –observó tranquilamente– y otros tantos por el sabotaje... Esto es lo que necesita este mundo: una buena dosis de sabotaje... Nada violento, Joe. La simple liquidación de dos o tres mil fábricas de robots. Entonces tú y yo y todos los demás jubilados podríamos ponernos a trabajar de nuevo.De repente, Patty se puso en pie. Miró a su marido, y su marido la miró a ella. El doctor Sheaffer creyó que los Harrison habían llegado a un silencioso y oscuro acuerdo.–Vamos, Em –dijo Patty–. Dejemos a esos dos rebeldes con su sedición. ¿Te he hablado alguna vez de mi guardarropa secreto? Ven y verás lo que he estado haciendo durante los últimos seis meses.Tomó a una intrigada Emily por el brazo y la condujo fuera de la habitación.El doctor Sheaffer dirigió a Joe una prolongada e investigadora mirada.–Tengo la impresión que alguien está haciendo algo que no es legal..., afortunadamente. Y no sólo en lo que se refiere a la confección de vestidos. Me gustaría que me dijeras de qué se trata, Joe..., a no ser –añadió amargamente– que no confíes en mí.Joe Harrison se sirvió una doble transfusión de Sangre de Rompedor.–Diablos, esto es tan fuerte, que ni siquiera confío en mí mismo... Pero antes de profundizar en el asunto vamos a comprobar si realmente somos dos cerebros con una sola urdimbre.–¡Adelante!–Tema número uno: creemos que el noventa y cinco por ciento de la automatización está llevando la virtud del ocio demasiado lejos.–De acuerdo.–Tema número dos: queremos libertad para trabajar, así como libertad para divertirnos.–De acuerdo.–Tema número tres: queremos ganar nuestro sustento y nuestra propia estimación, y no queremos limosnas..., ni siquiera limosnas de veinte mil dólares al año.–De acuerdo.–Tema número cuatro: discutimos el derecho de cualquier Departamento Federal a declarar anticuados nuestros bienes y posesiones. Discutimos también el derecho a existir del mencionado Departamento.–De acuerdo.–Tema número cinco: nos gustaría destruir el sistema pacíficamente y empezar de nuevo..., pero no hemos descubierto aún una buena fórmula.–De acuerdo.–Tema número seis: somos unos rebeldes antisociales..., y demasiado desquiciados para disfrutar de los beneficios de este mundo maravilloso.–De acuerdo.Joe bebió un trago de Sangre de Rompedor e hipó.–Bien..., James Eddington Sheaffer, a partir de este momento te declaro un refugiado bona fide. Y, en consecuencia, te condeno a un centenar de años de transporte retrospectivo...–De acuerdo –dijo el doctor Sheaffer–. ¿Qué diablos quieres decir?Joe sonrió y se puso en pie.–¡Psst! Sígueme, refugiado. He estado trabajando en un camino de escape.Tomó al doctor Sheaffer del brazo y le condujo a un salón.En sus horas de forzado ocio el profesor Joseph Harrison, ex Director del Departamento de Física Sub–atómica de la American Solar Engines Inc., había concentrado su genio en transformar el salón en una copia de un bar del pasado siglo XIX. Había añadido también un par de interesantes refinamientos.–Escupideras, serrín, auténtica luz de gas –dijo orgullosamente–. Únicamente el licor es ersatz... ¿Qué te parece?–¡Maravilloso! –suspiró el doctor Sheaffer–. Aquello sí que era vivir... Pero, en lo que se refiere a ese camino de escape, te confieso que estoy sumamente intrigado.Joe se acercó a una de las paredes del salón.–Disculpa mi sentido de lo dramático –dijo. Luego, levantando los brazos, exclamó–: ¡Ábrete, Sésamo!La pared se deslizó a un lado, dejando al descubierto un pequeño laboratorio de física lleno de extraños aparatos.El doctor Sheaffer se quedó con la boca abierta.–Una simple célula fotoeléctrica que reacciona al sonido –explicó Joe tranquilamente–. Ahora échale una mirada a eso.Señalaba un ancho cilindro de metal, de unos tres pies de altura.–Parece una lavadora ultrasónica –dijo el doctor Sheaffer, examinando un par de pequeños discos con unas raras graduaciones.–Eso, querido delincuente, es la unidad propulsora del primer cronocarro. –Joe apartó el cilindro a un lado–. Ahora échale una mirada a eso.Señalaba una amplia cúpula de plástico. Sus transparentes paredes, con la excepción de una pequeña puerta circular cerca de la base, estaban cruzadas por una intrincada red de cables verdes, azules y amarillos.–Eso –continuó Joe después de una reverente pausa– es el cronocarro.El doctor Sheaffer lo examinó atentamente.–Parece una jaula para un loro gigante con tendencias homicidas –observó al fin–. Pero si tú dices que es un cronocarro, estoy de acuerdo en que es un cronocarro muy bonito... Ahora, ¿qué diablos es un cronocarro?–En lenguaje llano, mi ignorante amigo, una máquina del tiempo.–¿Una qué?–Lo que has oído. Ahora vamos a unirnos a las señoras. La historia es un poco larga de contar.Tomó al intrigado doctor Sheaffer del brazo y le arrastró suavemente fuera del laboratorio.Luego Joe murmuró:–¡Abracadabra!La pared se deslizó hasta recobrar su posición normal.El doctor Sheaffer parpadeó y contempló el bar estilo siglo XIX.–Esta Sangre de Rompedor tiene unos efectos terribles –murmuró.* * *
Entretanto, Emily estaba examinando el guardarropa ilegal de Patty. Consistía en dos vestidos larguísimos: uno de color verde esmeralda, y otro azul eléctrico. Y en dos enormes sombreros, uno de los cuales parecía una pequeña grupa de avestruz, y el otro un cuenco lleno de fruta.
Emily quedó maravillada ante aquellas soberbias creaciones que hubieran sido el dernier cri alrededor de 1900. Pero su asombro subió de punto cuando Patty, ruborizándose de placer, le mostró otros tesoros: un par de trajes de hombre, de color gris, con pantalones de tubo; un par de camisas de auténtico lino, con cuellos almidonados de dos pulgadas y dos corbatas de color carmesí.En respuesta a la avalancha de preguntas, Patty dijo misteriosamente:–Joe y yo estamos planeando una especie de vacaciones..., permanentes. Esperamos que a Jimmy y a ti les interese también. Aunque debo advertirte que se trata de un viaje sin regreso posible.–¡Patty, me estás matando de curiosidad! ¡Cuéntamelo todo antes que estalle!Patty sonrió, misteriosa.–Querida, es una historia muy larga, y no quiero estropearle a Joe el placer de ser el primero en informarles. Espero que haya preparado ya a Jimmy. Vamos a comprobarlo.Cuando estuvieron reunidos, el Profesor Joseph Harrison explicó los hechos fundamentales acerca de su cronocarro y de sus ilegales propósitos.Tratándose de la primera máquina del tiempo, explicó, tenía las acostumbradas limitaciones de una obra experimental. Sólo podía transportar hacia atrás; y su alcance máximo era de un centenar de años, aproximadamente.Pero lo importante era que ofrecía un medio de escapar del mundo de 1994; de la decepcionante Era de la Abundancia, de la insoportable Era de la Prosperidad: de un mundo apto para ser habitado únicamente por robots.–De modo que podemos regresar a la era pre–atómica –concluyó Joe alegremente–, antes que la automación y la energía solar transformaran la faz de la Tierra. ¡Piensa en lo que eso significa, Jimmy! Si queremos, tú y yo podremos matarnos trabajando doce horas al día, seis días a la semana, cincuenta semanas al año. Podemos trabajar hasta que tengamos noventa años. ¡Nadie se opondrá a ello!–Y podremos hacernos nuestros propios vestidos –añadió Patty alegremente–. Montones de vestidos. Y podremos cocinar nuestros propios alimentos, hacer visillos, comprar muebles viejos, y encender hermosos fuegos de leña en invierno. Podremos leer a O. Henry a la luz de una lámpara, y llevar la más fantástica ropa interior.–Sin Rompedores –murmuró Emily, como arrobada–. Sin...Pero el doctor Sheaffer estaba pensando en perspectivas más amplias.–Joe –dijo, en tono soñador–, ¿qué me dices de un viaje a Kitty Hawk para echarles una mano a los hermanos Wright en sus experimentos de aerodinámica? ¿O tal vez a Detroit, para ayudar a resolver los problemas de producción del Ford modelo T? ¿O volar, quiero decir navegar, hasta Londres y hacerle unas cuantas sugerencias a Marconi? Más tarde, desde luego, podríamos ocuparnos del cinematógrafo... ¿Estás seguro que ese..., ese cronocarro funcionará, Joe? Creo que no podría sobrevivir a la decepción.–Completamente seguro –le tranquilizó Joe–. Lo he construido a conciencia... Y no creerás que soy capaz de producir un aparato de mala calidad...–No, pero...–Lo he calculado con tanta precisión –continuó Joe–, que podremos celebrar el día de Año Nuevo de 1900. Nuestra llegada coincidirá con el estallido de las primeras botellas de champaña.Emily casi bailaba de excitación.–¡Sería maravilloso! –exclamó.Joe miró al doctor Sheaffer con expresión interrogadora.–¿Qué dices tú, Jimmy? Si quieres estar seguro del hecho que el cronocarro funcionará, tendremos que esperar a que te quemes las cejas luchando con conceptos tales como la duración infinita en una serie transfinita de estructuras espaciales.... ¿O estás dispuesto a confiar en mí?–No del todo –dijo el doctor Sheaffer con una sonrisa–. Pero correré el riesgo.–Entonces, ¿a qué esperamos? –dijo Patty, sirviendo tranquilamente cuatro raciones de Sangre de Rompedor–. No hay ninguna época como la presente.–¡Desde luego! –asintió alegremente Emily–. Por eso vamos a trasladarnos al pasado.Levantaron sus vasos en un solemne brindis.–Ahora –dijo Joe, tomando la dirección de las operaciones–, vamos a organizamos, muchachos. Patty tiene la lista de todo lo que necesitamos. Ella y Em lo recogerán todo, mientras tú y yo desmontamos el cronocarro. Luego lo cargaremos en los abejorros entre los cuatro. Utilizando los dos, podremos llevarlo todo en un solo viaje.–¿Qué es lo que llevaremos en un solo viaje? –preguntó el doctor Sheaffer.–El cronocarro, genio. Tenemos que llevarlo al desierto. No querrás que surjamos el día de Año Nuevo de 1900 en la casa de alguien, ¿verdad? Nuestra repentina presencia podría resultar difícil de explicar...De pronto, la casa de los Harrison se convirtió en una activa colmena.* * *
Era más de medianoche cuando los dos abejorros emprendieron el vuelo, a la luz de la estrellas. Mientras contemplaban las oscurecidas ciudades que se deslizaban por debajo de ellos, los cuatro evadidos no se sentían pesarosos ni culpables: experimentaban, por el contrario, una deliciosa sensación de libertad..., como escolares que se ausentan de clases.
Aterrizaron en el desierto un par de horas antes del amanecer. Aterrizaron cerca de una melancólica y sombría ciudad fantasma, que retornaría a la vida cuando el calendario hubiera dado marcha atrás.–Bueno, ya hemos llegado –dijo Joe alegremente–. El punto sin retorno.–Y viceversa –observó lacónicamente el doctor Sheaffer.Mientras los hombres montaban el cronocarro a la claridad de los faros de los abejorros, Emily y Patty se embutían en sus trajes de época y luchaban con los maravillosos y descomunales sombreros.Los trajes eran muy ajustados en determinadas zonas del cuerpo, y no permitían una gran libertad de movimientos; al principio, incluso el respirar resultaba difícil. Pero, para las dos mujeres, eran como el plumaje de un ave del paraíso. Diez minutos antes de la salida del sol, el cronocarro estaba montado y dispuesto para el gran viaje. Patty sacó café y bocadillos: una última colación simbólica de 1994.–Está a punto de salir el sol –observó Joe, tragándose un último bocado de pollo–. Será mejor que pongamos manos a la obra antes que se haga de día. No me gustaría ver aparecer una patrulla de abejorros de la policía.El doctor Sheaffer miró a su esposa y sonrió. Pensó que estaba muy atractiva, con su vestido de brillante tafetán verde y un gran cuenco de fruta en la cabeza.–¿Dispuesta, Em? Todavía estás a tiempo de volverte atrás.Emily le devolvió la sonrisa.–Dispuesta, querido –dijo–. La Utopía está donde uno la encuentra.Para el mundo de 1994, era un adecuado epitafio: para el inminente mundo de 1900, era una bienvenida optimista.Joe y Patty habían entrado ya en el cronocarro. El doctor Sheaffer besó a su esposa cariñosamente y la tomó de la mano. Súbitamente, también ellos se encontraron a bordo, encerrados en una pequeña carabela, capitaneada por el Profesor Joseph Harrison, el nuevo Colón del Tiempo.Por el horizonte asomó el rojizo disco del sol. Joe concentró su atención en los instrumentos del tablero de mandos, y empezó a contar los segundos en voz muy baja. Luego pulsó un interruptor. Por unos instantes, el desierto pareció sumergirse en una dorada luz de amanecer; luego repentinamente, hubo una interminable y parpadeante sucesión de días y de noches; incluso con los ojos cerrados y tapándose los oídos con las manos, los cuatro fugitivos del tiempo percibían la cálida carrera del sol, la fría zarabanda de las estrellas y el rugido de un poderoso viento.Pero, finalmente, el salto en el tiempo llegó a su término, y el desierto y el cielo volvieron a quedar inmóviles. Joe abrió los ojos y contempló fijamente el tablero de mandos.–¡Lo he conseguido! –exclamó, con emocionado asombro–. ¡Ha funcionado!Unos instantes después, cuatro maravillados seres humanos se bajaban del cronocarro y posaban sus plantas en un mundo en el que se iniciaba un nuevo día, un nuevo año y un nuevo siglo.El doctor Sheaffer miró hacia lo que en el mundo de 1994 había sido una silenciosa ciudad fantasma. Había dejado de ser una ciudad fantasma, para convertirse en un torbellino de ruido y de luz..., símbolo del mundo turbulento y optimista de 1900.–¡Miren! –dijo el doctor Sheaffer, con la voz impregnada de entusiasmo y de temor–. ¡La Historia está ya encima de nosotros!Tomados de la mano los cuatro refugiados –fugitivos de una Utopía que había fracasado– se dispusieron a entrar en una época que, a pesar de todas sus limitaciones, era una época de oportunidades...Un extraño y atareado mundo. Un mundo desordenado y desaliñado. Demasiado desordenado para someterse al calculado celo de los Planificadores; demasiado ocupado para rechazar los sueños y las energías de los hombres.F I N
Título Original: Nineteen Ninety–Four © 1970.