NOCHE DE PAZ (Mary Higgins Clark)
Publicado en
febrero 26, 2012
Para Joan Murchson Broad,
y a la memoria del coronel Richard L. Broad,
con cariño y gratitud por todos
los maravillosos momentos que compartimos.
San Cristóbal, patrón de los viajeros, ruega por nosotros y protégenos del mal.
Era Nochebuena en Nueva York. El taxi avanzó lentamente por la Quinta Avenida. A las cinco de la tarde había un tráfico denso, y las aceras estaban repletas de gente que hacía las compras navideñas de último momento, empleados que se dirigían a casa, turistas ansiosos de ver los escaparates cuidadosamente arreglados y el mítico árbol de Navidad del Rockefeller Center.Era de noche ya y el cielo empezaba a llenarse de nubes oscuras, una aparente confirmación del pronóstico meteorológico: unas Navidades blancas. Pero las luces parpadeantes, el sonido de los villancicos, las campanillas que los Papá Noel agitaban en las aceras y la alegría de la gente daba un clima de Nochebuena perfectamente festivo a la famosa avenida. Catherine Dornan iba sentada, erguida, en el asiento trasero del taxi, sus brazos rodeando los hombros de sus dos hijos. Por la rigidez que sentía en el cuerpo de los pequeños, sabía que su madre tenía razón. El mal humor de Michael, de diez años, y el silencio de Brian, de siete, eran signos inequívocos de que los niños estaban muy preocupados por su padre.Esa tarde, cuando había llamado a su madre desde el hospital –todavía llorosa a pesar de que Spence Crowley, médico y viejo amigo de su marido, le había asegurado que la operación de Tom había salido mejor de lo esperado, e incluso le había sugerido que los niños visitaran a su padre a eso de las siete, ella le había dicho con firmeza:–Catherine, será mejor que hagas un esfuerzo. Los niños están muy alterados, y tú no ayudas. Creo que no sería mala idea que intentaras distraerlos un poco. Llévalos al Rockefeller Center a que vean el árbol de Navidad, y después id a cenar por ahí. Si te ven tan preocupada pensarán que Tom está a punto de morir. –Eso no tiene por qué suceder, pensó Catherine. Ojalá pudiera volver atrás y eliminar aquellos últimos diez días. Lo deseaba de todo corazón, empezando por el momento terrible en que había recibido aquella llamada del hospital de St. Mary. –Catherine, ¿puedes venir de inmediato? Tom se ha desmayado mientras hacía la guardia. Lo primero que pensó fue que debía de tratarse de un error. Los hombres delgados, atléticos, de treinta ocho años, no se desmayan. Y Tom siempre bromeaba con aquello de que los pediatras, por derecho propio, eran inmunes a todos los virus y gérmenes que llegaban con sus pacientes. Pero Tom no estaba inmunizado contra la leucemia, que exigía la inmediata extirpación del inflamado bazo. En el hospital habían dicho a Catherine que seguramente Tom debía de tener síntomas desde hacía meses, pero que no había hecho caso de ellos. –Y yo, tan estúpida, ni siquiera lo noté pensó mientras intentaba evitar que le temblaran los labios. Miró por la ventanilla y vio que pasaban por delante del hotel Plaza, donde, once años atrás, cuando ella tenía veintitrés, habían celebrado la boda. Se supone que las novias se ponen nerviosas –pensó–, pero yo no lo estaba. Casi llegué corriendo al altar. Diez días más tarde festejaban la Navidad en Omaha, donde Tom había aceptado un puesto en la prestigiosa sala de pediatría del hospital local. Compramos de liquidación ese absurdo árbol artificial, pensó mientras, recordaba cómo Tom lo había levantado para decir: Atención, clientes de Kmart.... El árbol que ese año habían escogido con tanto interés se hallaba en el garaje, con las ramas atadas, porque habían decidido ir a Nueva York para la operación. Spence Crowley, el mejor amigo de Tom, se había convertido en un famoso cirujano del Sloan–Kettering. Catherine se estremeció al recordar lo alterada que estaba cuando al fin le permitieron ver a Tom. El taxi se acercó al bordillo. –¿Aquí le va bien, señora? –Sí, perfecto –respondió Catherine obligándose a parecer alegre mientras sacaba el billetero y se dirigía a sus hijos–: Papá y yo os trajimos aquí la Nochebuena de hace cinco años. Ya sé que eras muy pequeño, Brian; pero Michael se acuerda, ¿verdad? –Sí –respondió éste con tono seco mientras miraba cómo Catherine sacaba cinco dólares de un fajo de billetes–. ¿Por qué llevas tanto dinero, mamá? –Ayer, cuando ingresaron a papá en el hospital, me dieron su cartera con todo lo que llevaba. Lo dejaré en casa de la abuela cuando volvamos. Catherine bajó detrás de Michael y sostuvo la portezuela abierta para que Brian saliera. Estaban delante de Saks, cerca de la esquina de la calle Cuarenta y nueve con la Quinta Avenida. Una ordenada fila de espectadores esperaba paciente para ver de cerca el escaparate de Navidad. Catherine llevó a sus hijos al final de la cola. –Primero miraremos los escaparates; después cruzaremos la calle para ver mejor el árbol de Navidad. Brian suspiró con fuerza. ¡Menudas fiestas! Detestaba hacer cola, para todo, y decidió jugar a su juego de siempre cuando quería que el tiempo pasara deprisa: fingir que había llegado ya al lugar donde quería ir; y esa noche era la habitación de su padre en el hospital. Estaba deseando ver a su padre para darle el regalo que lo curaría, según le había dicho la abuela. Brian tenía tantas ganas de acelerar el paso del tiempo, que cuando le llegó el turno de acercarse a los escaparates, avanzó con paso rápido y casi no prestó atención a las escenas con la nieve arremolinándose sobre los muñecos, los elfos y los animales que bailaban y cantaban. Se alegró cuando al fin abandonaron la cola. Después, cuando se encaminaban hacia la esquina para cruzar la avenida, vio que un hombre se disponía a tocar el violín mientras un grupo de gente lo rodeaba. De pronto, el aire se llenó con las notas del villancico Noche de paz y la gente empezó a cantar. Catherine, cerca del bordillo, se volvió. –Quedémonos un momento a escuchar– dijo a los niños. Brian oyó la voz ahogada en la garganta de su madre y supo que se esforzaba por contener el llanto. Casi nunca la había visto llorar hasta aquella mañana de la anterior semana cuando alguien llamó desde el hospital para decirles que papá estaba muy enfermo. Cally caminó despacio por la Quinta Avenida. Eran poco más de las cinco y estaba rodeada de los compradores de última hora, los brazos llenos de paquetes. En otra época, también ella hubiera compartido todo aquel entusiasmo, pero lo único que sentía ese día era un cansancio doloroso. Todo había resultado muy duro en el trabajo. La gente quería pasar las Navidades en casa, por eso muchos pacientes del hospital estaban deprimidos o fastidiosos. Sus desolados rostros le recordaban vívidamente su propia depresión de las dos últimas Navidades pasadas en la cárcel de mujeres de Bedford. Delante de la catedral de San Patricio vaciló un instante mientras recordaba a su abuela llevándoles, a ella y a su hermano Jimmy, a ver el belén. Pero de eso hacía veinte años ya, cuando ella tenía diez y él seis. Sintió un deseo fugaz: volver a aquella época, cambiar las cosas, impedir que sucediera todo lo malo, evitar que Jimmy se convirtiera en lo que era. El simple hecho de recordar su nombre bastó para que temblores de miedo le recorrieran todo el cuerpo. ¡Dios mío, haz que me deje tranquila!, rogó. Esa mañana, con Gigi agarrada a ella, había atendido a los enfadados golpes a su puerta del detective Shore y de otro policía que se presentó como el detective Levy. Los dos estaban en el mugriento pasillo del edificio en que vivía, en la calle Diez Este y la avenida B. –Cally, ¿estás escondiendo a tu hermano otra vez? Los ojos de Shore registraron la habitación detrás de ella en busca de algo que indicara la presencia de Jimmy. Aquella pregunta fue la primera noticia que tuvo Cally de que su hermano había huido de la cárcel de Riker Island. –Se le acusa de haber intentado asesinar a un guardián de la cárcel –le comunicó el detective, la voz llena de amargura–. El guardián está muy grave. Tu hermano disparó contra él y le quitó el uniforme. Esta vez, si lo ayudas a escapar, pasarás mucho más de quince meses en la cárcel. Encubrimiento reiterado, y ahora hablamos de intento de asesinato (o de asesinato) de un agente de la ley. Cally, te caerán un montón de años. –Nunca me he perdonado haber dado dinero a Jimmy la última vez –dijo Cally en voz baja. –Sí, y las llaves de tu coche –le recordó el policía–. Cally, te lo advierto: no lo ayudes de nuevo. –No lo haré. Se lo aseguro. Además la otra vez no sabía qué había hecho. –Cally miró los ojos del policía, que recorrían la habitación–. ¡Pase y registre! –le gritó–. No está aquí. Y si quiere, pinche mi teléfono. Me gustaría que oyera cómo digo a Jimmy que se entregue. Porque es lo único que pienso hablar con él. ¡Pero espero que esta vez Jimmy no me encuentre!, Suplicó mientras se abría paso entre la multitud de compradores y paseantes.Después de cumplir la sentencia, se llevó a Gigi de la casa de acogida. La asistenta social le había buscado aquel apartamento diminuto y le había conseguido el empleo de auxiliar de clínica en el hospital St. Luke's–Roosevelt. ¡Esa sería la primera Navidad con Gigi en dos años! Ojalá hubiese podido comprarle un par de regalos decentes, pensó. Una niña de cuatro años se merecía un cochecito de muñeca nuevo, en lugar de aquel destartalado que ella había conseguido. La colcha y la almohada que le había comprado no ocultaban que era un trasto viejo. Quizá encontrara al vendedor de muñecas ambulante que había visto por allí la semana anterior. Sólo costaban ocho dólares, y Cally recordaba que una de ellas se parecía a Gigi. Ese día no llevaba suficiente dinero, pero el hombre le había dicho que en Nochebuena estaría en la Quinta Avenida, entre las calles Cuarenta y siete y Cincuenta y siete, así que era probable que lo encontrara. ¡Dios mío, que detengan a Jimmy antes de que haga daño a nadie –rogó–. Hay algo que no funciona bien en su cabeza, que nunca le ha funcionado! Delante de ella, un coro cantaba Noche de paz. Pero mientras se aproximaba, se dio cuenta de que no eran cantantes de villancicos, sino un grupo de personas rodeando a un violinista callejero que tocaba villancicos. ...Noche de paz. Noche de amor... Brian no se unió a las voces, aunque Noche de paz era su canción favorita en el coro de niños de la iglesia de Omaha. Ojalá se encontraran allí, y no en Nueva York, y estuvieran a punto de adornar el árbol de Navidad en su sala de estar, y todo fuera como había sido siempre. Nueva York le gustaba, y siempre esperaba el verano para visitar a su abuela. Se divertía. Pero esa visita no le agradaba. Y menos en Nochebuena, con su padre en el hospital, su madre terriblemente triste y su hermano mandoneándole, aunque sólo tenía tres años más que él. Brian se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Las tenía frías pese a que llevaba los mitones. Miró con impaciencia el gigantesco árbol de Navidad, al otro lado de la pista de patinaje. Sabía que al cabo de un instante su madre diría: "Muy bien, ahora vayamos a echar un buen vistazo al árbol". Era muy alto, con luces brillantes y una enorme estrella en la punta. Pero a Brian no le importaba ya el árbol, ni los escaparates que acababan de ver. Tampoco quería escuchar al individuo aquel que tocaba el violín, y no tenía ganas de quedarse mucho rato allí. Estaban perdiendo el tiempo. Quería llegar pronto al hospital y ver cómo mamá le daba a papá aquella gran medalla de San Cristóbal que había salvado la vida al abuelo cuando era soldado en la Segunda Guerra Mundial. Su abuelo la había usado durante toda la guerra, y hasta tenía la marca dejada por una bala. La abuela había pedido a mamá que se la diera a papá. Su madre, a pesar de que casi se había reído, prometió hacerlo. –Vamos, mamá, Cristóbal era sólo un mito. Ya ni siquiera lo consideran un santo, y a quienes únicamente ayuda es a los que venden esas medallas que la gente pone en los salpicaderos –dijo su madre. –Catherine –replicó la abuela–, tu padre creía que la medalla lo había ayudado a salir de algunas batallas terribles, y eso es lo que cuenta. El creía en eso, y yo también. Por favor, dásela a Tom y ten fe. Brian estaba impaciente. Si la abuela creía que su papá se pondría bien con la medalla, entonces su mamá tenía que dársela. Estaba seguro de que la abuela tenía razón. ...a un infante de faz celestial. El violín dejó de sonar, y la mujer que había dirigido el improvisado coro pasó una cestita. Brian miró mientras la gente depositaba monedas y billetes dentro. Su madre sacó el monedero del bolso y cogió dos billetes de un dólar. –Brian, Michael, echad esto en la cesta. Michael cogió el billete y trató de abrirse paso entre la gente. Brian, que empezaba a seguirlo, se dio cuenta de que su madre no había metido de nuevo el monedero en el bolso que llevaba colgado al hombro, y lo vio caído en el suelo. Se volvió para recogerlo, pero antes de que lo consiguiera, una mano se le adelantó. La mano pertenecía a una mujer con una larga coleta y una gabardina oscura. –¡Mamá! –gritó ansioso, pero todo el mundo había reanudado los villancicos y su madre no lo oyó. La mujer que había cogido el monedero se escurrió entre la multitud. Brian, instintivamente, comenzó a seguirla, temeroso de perderla de vista. Se volvió de nuevo para llamar a su madre, pero ésta seguía cantando con los demás.... y los ángeles velando están... Todo el mundo cantaba tan alto, que Brian supo que no lo oiría. Mientras miraba a su madre por encima del hombro, dudó un instante. ¿Debía volver corriendo a buscarla? Pero se acordó de la medalla que pondría bien a su padre. Estaba dentro del monedero, y no podía permitir que alguien la robara. En ese momento, la mujer doblaba la esquina. Y Brian echó a correr para alcanzarla. ¿Por qué‚ lo he cogido?, Pensaba Cally frenética mientras avanzaba a toda velocidad por la calle cuarenta y ocho en dirección a la avenida Madison. Había abandonado la idea de ir por la Quinta Avenida en busca del vendedor de muñecas ambulante, y se dirigió hacia la estación de metro de la avenida Lexington. Sabía que era más rápido subir hasta la calle cincuenta y uno para coger el metro, pero el monedero le quemaba en el bolsillo como una brasa ardiente y le parecía que todo el mundo la observaba con mirada acusadora. La estación Grand Central estaría abarrotada; cogería el metro allí. Era el sitio más seguro. Mientras doblaba a la derecha y cruzaba la calle, un coche patrulla pasó por su lado. A pesar del frío, Cally empezó a sudar. Tal vez el monedero perteneciera a aquella mujer con dos niños pequeños. Estaba en el grupo que tenía al lado. Volvió a repasar mentalmente el momento en que había "birlado" el billetero a la mujer delgada de la gabardina rosa forrada de piel (lo sabía por los puños que llevaba vueltos). Evidentemente era un abrigo caro, así como el bolso y las botas. El oscuro cabello que le caía sobre el cuello del abrigo estaba brillante y cuidado. No parecía que tuviera ninguna clase de problemas. Ojalá mi aspecto fuera como el suyo –había pensado Cally–. Tiene más o menos mi edad y mi talla, y casi el mismo color de cabello. Bueno, quizá el año que viene me sea posible comprar ropa bonita para Gigi y para mí. Después había vuelto la cabeza para echar un vistazo a los escaparates de Saks. En realidad, yo no he visto que se le cayera el monedero. Pero al pasar junto a la mujer había golpeado algo con el pie, bajó la mirada y lo vio allí tirado. ¿Por qué no le he preguntado si era suyo?, Pensó Cally desesperada. Pero en aquel instante recordó un día en que su abuela había vuelto a casa muy molesta y avergonzada. Se había encontrado un monedero en la calle y, al abrirlo, vio el nombre y la dirección de su dueña. Anduvo tres manzanas para devolvérselo, a pesar de que por entonces ya tenía artritis y le dolía cada paso que daba. La dueña del monedero lo revisó y le dijo que allí faltaba un billete de veinte dólares. Ese recuerdo acudió a la memoria de Cally en el momento de recoger el monedero. ¿Y si pertenecía a la mujer de la gabardina rosa y ésta creía que Cally se lo había robado o que se había quedado con dinero? ¿Y si avisaba a la policía y descubrían que estaba en libertad condicional? No la creerían, como tampoco la creyeron cuando les dijo que había prestado dinero a Jimmy y le había dado las llaves del coche porque su hermano le había contado que si no salía al instante de la ciudad, uno de la pandilla de la otra calle lo mataría. Dios mío. ¿Por qué no he dejado el monedero donde estaba?", Pensó. Contempló la posibilidad de echarlo en el siguiente buzón que encontrara. No, no podía arriesgarse. Durante las vacaciones había demasiados policías de paisano por el centro. ¿Y si uno la veía y le preguntaba qué hacía? No, se iría a casa corriendo. Aika, que cuidaba a Gigi y a su nieto cuando cerraban la guardería, le llevaría la niña de un momento a otro. Se le estaba haciendo tarde. Meteré el monedero en un sobre, con la dirección que encuentre dentro, y más tarde lo echaré en un buzón –decidió al fin–. Es lo único que puedo hacer. Llegó a la estación Grand Central. Tal como se imaginaba, la encontró llena de gente que se apresuraba de un lado a otro para coger el tren o el metro y llegar pronto a casa para celebrar la Nochebuena. Se abrió paso a codazos hasta la terminal principal, y logró bajar la escalera hasta la entrada de la avenida Lexington. Mientras metía la ficha en la ranura y se apresuraba para coger el metro hasta la calle Catorce, no advirtió al chiquillo que se colaba por debajo del molinete y le seguía los pasos. Y los ángeles velando están... Esas palabras familiares parecían burlarse de Catherine, recordándole las fuerzas negativas que amenazaban la complaciente vida feliz que ella había supuesto que tendría siempre. Su marido estaba en el hospital con leucemia. Esa mañana le habían extirpado el bazo, inflamado, como prevención contra una rotura. Y aunque era pronto para decirlo con certeza, parecía que se recuperaba bien. Sin embargo, Catherine no podía evitar el miedo a perderlo, y la idea de vivir sin él le resultaba casi paralizadora. ¿Por qué no me di cuenta de que Tom estaba enfermo?, Se preguntó desesperada. Recordó que tan sólo dos semanas antes, cuando ella le pidió que sacara del coche las bolsas de la compra, Tom dudó ante la bolsa más pesada, y luego, con una mueca de dolor, la cogió. Catherine se burló de él. Ayer jugaste al golf y hoy te portas como un viejo. ¡Menudo atleta! –¿Y Brian? –preguntó Michael después de echar el dólar en la cesta de la cantante.Catherine, arrancada de sus pensamientos, miró hacia abajo, a su hijo. –¿Brian? –preguntó distraída–. Estaba aquí. –Miró a su lado y después recorrió el lugar con la mirada–. Tenía un dólar. ¿No ha ido contigo a echarlo en la cesta? –No –dijo Michael cortante–. Quizá se lo haya guardado. Es un gilipollas. –No hables así –lo corrigió Catherine mientras miraba a su alrededor, con súbita alarma–. ¡Brian, Brian! –llamó. El villancico había terminado y la gente se dispersaba. ¿Dónde estaba Brian? No se habría ido así, sin más. –¡Brian! –repitió. Aunque ya en voz bastante alta, claramente alarmada. Algunas personas se volvieron hacia ella y la miraron con curiosidad. –Un niño pequeño –explicó asustada–. Lleva un anorak azul marino y un gorro rojo. ¿Alguien ha visto hacia dónde ha ido? –preguntó con dificultad. –¿No habrá ido junto al árbol? Quizá ha cruzado la calle para verlo de cerca –sugirió una mujer. –O tal vez se haya dirigido hacia la catedral –se le ocurrió a otra. –No, no, Brian no hace esas cosas. Íbamos a visitar a su padre y estaba loco por verlo. Mientras lo explicaba, Catherine supo que algo muy grave había pasado. Sintió que las lágrimas le brotaban y rodaban por sus mejillas. Rebuscó en el bolso un pañuelo y se dio cuenta de que faltaba algo: el conocido bulto del monedero. –¡Dios mío! ¡No tengo el monedero! –exclamó. –¡Mamá! –Michael había perdido aquel aire de seguridad que se había convertido en su forma de ocultar la preocupación que sentía por su padre. De pronto era un chico de diez años asustado–. Mamá, ¿crees que lo han secuestrado? –¡Cómo van a secuestrarlo! Nadie ha podido llevárselo a rastras. Es imposible. –Catherine sintió que se le aflojaban las piernas–. ¡Avisen a la policía! –exclamó–. ¡Mi pequeño ha desaparecido! La estación estaba repleta. Cientos de personas iban de un lado a otro. Había adornos navideños por todas partes, y un bullicio terrible. Ruidos de todo tipo retumbaban por el enorme vestíbulo y rebotaban contra el techo. Un hombre con un montón de paquetes dio un codazo a Brian en el oído. –Perdona, chico. Le costaba seguir a la mujer que había cogido el monedero de su madre. La perdía constantemente de vista. Se esforzó por esquivar a una familia con niños que le bloqueaban el paso. Al fin lo consiguió, pero chocó contra una anciana que lo miró de arriba abajo. –¡Mira por donde andas! –exclamó ella. –Disculpe –respondió Brian mirándola. En aquel instante casi perdió a la mujer que seguía, pero volvió a alcanzarla mientras ella bajaba por la escalera y se apresuraba por el largo pasillo que llevaba a la estación de metro. Cuando ella pasó por el molinete, Brian se agachó, pasó por debajo y la siguió hasta el tren. El vagón iba tan lleno que apenas logró entrar. La mujer estaba de pie, cogida a la barra que recorría el vagón en sentido transversal a los asientos. Brian se situó cerca de ella, y se agarró a una barra. Recorrieron sólo el largo trayecto hasta la siguiente estación donde ella se abrió paso hacia las puertas que se abrían. Había tanta gente que Brian casi se quedó en el tren. Después tuvo que correr para alcanzarla. La siguió mientras la mujer subía por las escaleras que enlazaban con otra línea. El otro vagón no iba tan lleno. Brian se quedó al lado de una anciana que le recordaba a su abuela. La mujer de gabardina oscura bajó en la segunda estación y él siguió, con la vista fija en la coleta, mientras ella subía casi a la carrera por la escalera de salida a la calle. Emergieron en una esquina muy transitada. Los autobuses circulaban a toda velocidad en ambas direcciones cruzando una avenida antes de que el semáforo se pusiera rojo. Brian se volvió. Por lo que veía, solamente había edificios de apartamentos con cientos de ventanas iluminadas. La mujer del monedero esperó que cambiara el semáforo para cruzar. Apareció la luz verde y Brian siguió a su presa. Cuando llegaron a la otra acera, ella dobló a la izquierda y caminó deprisa por la acera en pendiente. Brian, detrás de ella, echó una rápida mirada al cartel de la calle. El verano anterior, mientras visitaban a la abuela, su madre había inventado un juego para enseñarle a orientarse en Nueva York. ''La abuela vive en la calle Ochenta y siete. Estamos en la calle Cincuenta. ¿Cuántas manzanas faltan hasta su apartamento?", Le había preguntado. Brian leyó calle Catorce. Debía recordarlo, se recomendó sin perder de vista a la mujer que llevaba el monedero de su madre. Sintió los copos de nieve sobre el rostro. Empezó a soplar un viento frío que le azotaba las mejillas. Ojalá se encontrara con un policía, para pedirle ayuda, pero ninguno apareció. De todas formas, sabía lo que tenía que hacer: seguiría a la mujer hasta su casa. Todavía tenía el dólar que su madre le había dado para el violinista. Conseguiría cambio, llamaría a su abuela desde una cabina, y ella mandaría un policía para recuperar el monedero de su madre. "Es un buen plan", pensó. De hecho, estaba seguro de que funcionaría. Tenía que recuperar el monedero, y la medalla que había dentro. Se acordó de cómo su abuela había puesto la medalla en manos de su madre, después de que ésta le hubiera dicho que no serviría para nada. Por favor, dásela a Tom y ten fe, dijo la abuela. La expresión de su rostro era tan tranquila y segura que Brian supo que tenía razón. Cuando él recuperase la medalla y se la dieran a su padre, éste se pondría bien. Brian lo sabía. La mujer de la coleta empezó a andar más deprisa. Él la siguió mientras cruzaba una calle y caminaba hasta la otra esquina, donde dobló a la derecha. En la calle en que entraron no había escaparates adornados como en las otras. Algunas zonas estaban tapiadas, los edificios llenos de graffiti y muchas de las farolas, rotas. Cuando Brian pasó, un hombre barbudo, sentado en el bordillo cogido a una botella, tendió la mano. Por primera vez, Brian se sintió asustado, pero aun así no apartó la mirada de la mujer. La nieve caía más aprisa y la acera se ponía resbaladiza. Se escurrió una vez, pero se las arregló para no caerse. Estaba sin aliento, tratando de no perder de vista a la mujer. ¿Adónde iba?, Se preguntó. Al cabo de cuatro manzanas tuvo la respuesta. Entró en el sendero que llevaba a un viejo edificio, metió la llave en la cerradura y abrió. Brian corrió para llegar a tiempo antes de que la puerta se cerrara detrás de ella, pero llegó tarde. La puerta estaba cerrada. No sabía qué hacer. En aquel momento, a través del cristal vio un hombre que se dirigía hacia él. Mientras el individuo abría la puerta y salía deprisa, Brian se escurrió por la abertura y entró. El vestíbulo estaba oscuro y sucio, y un olor a comida rancia impregnaba el aire. Delante de él oyó unos pasos que subían por la escalera. Tragó saliva para aguantarse el miedo y, tratando de no hacer ruido, subió hasta el primer rellano. Vería dónde entraba la mujer; cuando lo supiera saldría y buscaría un teléfono. Pensó que en lugar de llamar a su abuela, llamaría al 091. Eso le había enseñado su madre a hacer, si necesitaba ayuda "de verdad". Pero hasta aquel momento no era el caso. –Muy bien, señora Dornan, descríbame a su hijo –dijo el policía mientras esperaba que se calmara. –Tiene siete años y es bajo para su edad –respondió Catherine. Notaba el tono chillón en su voz. Estaban sentados en un coche patrulla, delante de Saks, cerca del lugar donde se habían detenido para escuchar al violinista. Sintió la mano de Michael que, tranquilizadora, le cogía la suya. –¿De qué color tiene el cabello? –preguntó el policía. –Como el mío–contestó Michael–. Algo pelirrojo. Ojos azules, pecas... y le falta uno de los dientes de delante. Llevamos los pantalones y las chaquetas iguales, salvo que la suya es azul y la mía, verde. Y es flaco. El policía miró a Michael con expresión aprobadora. –Eres muy útil, muchacho. Muy bien, señora, ¿ha dicho que le falta el monedero? ¿Cree que se le ha caído o que alguien se acercó a usted? Me refiero a si piensa que ha sido un carterista. –No lo sé –respondió Catherine–. No me importa el monedero. Pero cuando di dinero a los niños para el violinista, tal vez no lo metí bien en el bolso.–Estaba bastante lleno, y quizá se me cayó. –¿Es posible que su hijo lo recogiera y decidiera hacer unas compras...? –No, no, no –lo interrumpió Catherine con cierto enfado al tiempo que sacudía la cabeza con fuerza–. Por favor, no pierda el tiempo contemplando esa posibilidad. –¿Dónde vive usted, señora? Lo digo por si desea avisar a alguien. –El policía vio la alianza en la mano de Catherine–. ¿A su marido? –Mi marido se encuentra ingresado en el hospital Sloan–Kettering, muy enfermo. Se preguntará dónde nos hemos metido. De hecho, tenemos que ir a verlo enseguida. Nos está esperando. –Catherine puso la mano en la manija de la portezuela del patrullero–. Soy incapaz de seguir aquí sentada. Tengo que buscar a Brian. –Señora Dornan, difundiré de inmediato la descripción de Brian. Dentro de tres minutos, todos los policías de Manhattan lo estarán buscando. Ya sabe, quizá se haya alejado un poco y se ha perdido. A veces pasa. ¿Viene al centro a menudo? –Vivíamos en Nueva York, pero nos fuimos a Nebraska –le explicó Michael–. Venimos a visitar a mi abuela todos los veranos. Vive en la calle Ochenta y siete. Llegamos la semana pasada porque mi padre tiene leucemia y tenían que operarlo. Fue a la facultad de medicina con el cirujano que lo ha operado. Aunque Manuel Ortiz hacía sólo un año que era policía muchas veces había estado en contacto ya con el dolor y la desesperación, y vio ambas cosas en los ojos de aquella joven señora. Tenía a su marido muy enfermo, y ahora había desaparecido su hijito. Era evidente que en cualquier momento podía sufrir un shock. –Papá se dará cuenta de que ha ocurrido algo –dijo Michael preocupado–. Mamá, ¿por qué no vas a verlo? –Señora Dornan, ¿qué le parece si deja a Michael con nosotros? Nos quedaremos aquí, por si Brian trata de volver mientras todos nuestros efectivos lo buscan. Pediré que se haga un rastreo por la zona y usaremos megáfonos para que se ponga en contacto con nosotros, si está perdido por aquí. Haré que un coche la lleve al hospital y la espere allí. –¿Se quedará usted aquí? –Por supuesto. –Michael, ¿tendrás los ojos bien abiertos por si ves a Brian? –Claro, mamá, buscaré a ese gilipollas. –No lo llames... Pero en aquel momento Catherine vio la expresión en los ojos de su hijo. "Trata de convencerme de que Brian esté bien, y él también." Rodeó al chico con sus brazos y sintió el abrazo breve y reticente que éste le devolvía. –Animo, mamá –dijo. Jimmy Siddons maldijo en silencio mientras cruzaba el patio oval del bloque de apartamentos Stuyvesant Town, cerca de la avenida B. El uniforme que le había quitado al guardián de la cárcel le daba un aspecto respetable, pero resultaba demasiado peligroso llevarlo por la calle. Se las había arreglado para birlar un abrigo roñoso y un gorro de lana del carrito de un indigente. Ayudaban un poco, pero tenía que encontrar otra ropa, algo más decente.También necesitaba un coche. Alguno que nadie echara de menos hasta la mañana siguiente; uno que estuviera aparcado por toda la noche, el típico coche de los residentes de clase media de Stuyvesant Town: tamaño mediano, marrón o negro, con la misma pinta que cualquier otro Honda, Toyota o Ford de la carretera. Nada elegante.Aún no había encontrado el apropiado. Vio que un tipo salía de un Honda y decía a su acompañante:–¡Qué bien volver casa!Pero era uno de esos bólidos de un rojo brillante que llamaban la atención.Un chico joven pasó en un trasto viejo y aparcó a unos metros. Por el ruido del motor, Jimmy no iría ni hasta la esquina en aquello. Sólo le faltaba estar en la autopista y tener una avería, pensó.Hacía frío y empezó a sentir hambre. Diez horas en coche, se dijo, y llegaría a Canadá, donde Paige se reuniría con él y los dos desaparecerían de nuevo. Era la primera novia de verdad que tenía, y lo había ayudado mucho en Detroit. Jimmy sabía que el anterior verano no lo habrían pillado si hubiese estudiado a fondo aquella gasolinera. Tendría que haber inspeccionado mejor el lugar y darse cuenta de que había un lavabo al lado de la oficina, en lugar de dejarse sorprender por un poli fuera de servicio cuando apuntaba al empleado.Al día siguiente estaba de regreso en Nueva York, a enfrentarse al juicio por el asesinato de un policía.Se cruzó con una pareja de ancianos que le sonrió.–Feliz Navidad –dijeron ambos.Jimmy respondió con una amable inclinación de cabeza, y prestó atención a las palabras de la mujer:–Ed, ¿cómo no has dejado los regalos para los niños en el maletero? En los tiempos que corren, ¿quién deja las cosas a la vista en un coche toda la noche?Jimmy dobló en la esquina y se internó en las sombras, sobre el césped, mientras observaba cómo la pareja se detenía junto a un Toyota oscuro. El hombre abrió la portezuela y del asiento trasero sacó un caballito de balancín que tendió a la mujer y otra media docena de paquetes envueltos en papel de regalo. Con su ayuda, metió todo en el maletero, cerró el coche y regresó a la acera.–Espero que el teléfono esté bien en la guantera–oyó Jimmy decir a la mujer.–Por supuesto. Aunque para mí es una pérdida de dinero. Me muero por ver la expresión de Bobby cuando abra los paquetes mañana.Luego volvieron la esquina y desaparecieron. Lo que significaba que desde su apartamento no verían que el coche había desaparecido.Esperó diez minutos y se encaminó hacia el vehículo.Unos copos de nieve se arremolinaban a su alrededor. Al cabo de dos minutos salía de allí conduciendo. Eran las cinco y cuarto. Se dirigió al apartamento de Cally, en la Diez y la B. Sabía que su hermana se sorprendería de verlo, y que no se alegraría de ello. Probablemente pensaba que él no sabía su dirección. ¿Acaso creía que él no tenía forma de seguirle la pista, incluso desde Riker's Island?, Se preguntó.Hermana mayor –pensó mientras conducía por la calle Catorce–, ¡prometiste a la abuela que cuidarías de mí! "Jimmy necesita que lo orienten. Anda en malas compañías, y se deja arrastrar con mucha facilidad", había dicho la abuela. Sin embargo, Cally no había ido ni una vez a la cárcel a visitarlo. Ni una sola vez. El ni siquiera había tenido noticias de ella.Debería andarse con mucho cuidado. Estaba seguro de que la policía vigilaría el edificio de Cally. Pero eso también lo tenía calculado. Conocía aquel barrio, y sabía cómo entrar en el edificio por los tejados desde el otro lado de la manzana. Había llevado a cabo un par de robos allí cuando era un muchacho.Conociendo a Cally, sabía que aún guardaría ropa de Frank en el armario. Había estado loca por él, y seguramente tendría fotografías suyas por toda la casa. Nadie diría que su marido había muerto antes del nacimiento de Gigi.Y sabiendo cómo era ella, se imaginó que al menos tendría algo de pasta para que su hermanito pagara el peaje de la autopista. El encontraría la manera de convencerla de que mantuviera la boca cerrada hasta que se encontrara a salvo en Canadá, con Paige.Paige. La imagen de ella pasó por su mente. Lujuriosa. Rubia. Veintidós años. Loca por él. Ella lo había arreglado todo, consiguiendo que el arma le llegara a la cárcel.Nunca lo abandonaría ni le volvería la espalda.Jimmy esbozó una desagradable sonrisa. "Nunca me ayudaste mientras me pudría en Riker's Island, hermanita. Pero ahora me ayudarás una vez más, te guste o no."Aparcó el coche a una manzana de la parte trasera del edificio de Cally y fingió revisar un neumático mientras echaba un vistazo alrededor. Aunque tuvieran el domicilio de Cally bajo vigilancia, seguramente no sabían que se podía entrar por aquellas ruinas tapiadas. Mientras se ponía de pie, soltó un taco. Maldita pegatina, llamaba demasiado la atención. NOS ESTAMOS GASTANDO LA HERENCIA DE NUESTROS NIETOS. Se las arregló para arrancarla casi por completo.Quince minutos más tarde, Jimmy había abierto la frágil cerradura del apartamento de Cally y estaba dentro.Había un poco de humedad, pensó mientras observaba las grietas del techo y el gastado linóleo del diminuto recibidor, pero todo estaba limpio. Cally siempre había sido muy ordenada. Debajo del árbol de Navidad, en un rincón de lo que pretendía ser la salita, había dos paquetes envueltos en papel brillante.Jimmy se encogió de hombros y pasó al dormitorio.Allí revolvió en el armario hasta que encontró la ropa que sabía que estaría allí. Se cambió y registró todo el apartamento en busca de dinero, pero no lo encontró. Abrió violentamente las puertas que separaban la cocina, la nevera y el fregadero de la salita y buscó sin éxito una cerveza. Se conformó con una Pepsi y se hizo un bocadillo.Según sus informes, Cally estaba a punto de llegar del hospital. Sabía que de camino pasaba por casa de la canguro a recoger a Gigi. Se sentó en el sofá, los ojos fijos en la puerta y los nervios a flor de piel. Se había gastado en comida los pocos dólares que había encontrado en los bolsillos del guardián. Necesitaba dinero para el peaje de la Thruway y para llenar el depósito de gasolina. Venga, Cally–pensó–. ¿Dónde diablos estás?A las seis y diez oyó la llave en la cerradura. Se levantó de un salto, en tres zancadas llegó al recibidor y se apoyó contra la pared, a un lado de la puerta. Esperó a que Cally entrara y cerrara detrás de ella, para taparle la boca.–¡No grites! –murmuró, mientras ahogaba el chillido de terror de su hermana–. ¿Me has entendido?Ella asintió con la cabeza. Tenía los ojos abiertos de par en par por el miedo.–¿Dónde está Gigi? ¿Por qué no viene contigo?La soltó un instante para dejarla respirar y que le respondiera.–Está en casa de la niñera –dijo ella con una voz casi inaudible–. Hoy se queda un rato más para que yo pueda ir de compras. Jimmy, ¿qué haces aquí?–¿Cuánto dinero tienes?–Toma, mi bolso.Cally se lo tendió, rogando que no se le ocurriera registrarle los bolsillos del abrigo. "Dios mío, por favor, que se largue."–Cally, voy a soltarte –le dijo en voz baja con tono amenazador mientras cogía el monedero–. No intentes nada, o Gigi se quedará sin una madre que la espere. ¿Me comprendes?–Sí, sí.Cally esperó a que la soltara del todo y luego, muy despacio, giró sobre sus talones hasta quedar frente a él. No veía a su hermano desde aquella noche terrible, hacía casi tres años, en que, cuando regresaba a casa con Gigi en brazos, después del trabajo y de recogerla en la guardería, se lo encontró esperándola en su apartamento del West Village.Tiene más o menos el mismo aspecto–pensó–, a no ser por el cabello un poco más corto y el rostro algo más delgado.En sus ojos no quedaba el mínimo rastro de amabilidad que en una época le había hecho tener esperanzas de que algún día se enmendase. Ya no. Nada quedaba de aquel asustado niño de seis años que se había agarrado a ella cuando la madre los dejó en casa de la abuela para desaparecer de sus vidas.Jimmy abrió el bolso de Cally, rebuscó dentro y sacó el monedero, verde brillante.–¿Dieciocho dólares? –preguntó enfadado tras contar rápidamente el dinero–. ¿Es esto todo?–Jimmy, me pagan pasado mañana. Cógelos, por favor, y lárgate –suplicó Cally–. Déjame tranquila, por favor.El coche tiene medio depósito de gasolina–pensó Jimmy–. Aquí hay dinero para otro medio depósito y el peaje. Podré llegar a Canadá. Necesitaba mantener a Cally callada, y eso no le resultaría muy difícil. Sólo debía advertirle que si ponía a la policía tras su pista y lo cogían, juraría que ella le había facilitado la pistola con que había disparado contra el guardián.De pronto, un ruido fuera lo obligó a volverse con rapidez. Apoyó el ojo contra la mirilla de la puerta, pero no vio a nadie. Con un gesto amenazador indicó a Cally que se mantuviera callada, giró en silencio el picaporte y abrió la puerta. Apenas una rendija, justo para ver un chiquillo que se levantaba, se volvía y se alejaba de puntillas hacia la escalera.Con un rápido movimiento, Jimmy abrió de golpe y lo cogió de la cintura. Le tapó la boca con la otra mano, lo arrastró al interior del apartamento y lo dejó violentamente en el suelo.–¿Has caído del cielo, chico? Cally, ¿quién es?–Jimmy, déjalo tranquilo. No sé quién es. Jamás lo he visto–exclamó ella.Brian estaba tan asustado que apenas podía hablar. Pero se dio cuenta de que aquellas dos personas estaban muy enfadadas entre sí. Pensó que quizá el hombre lo ayudaría a recuperar el monedero de su madre.–Tiene el monedero de mi mamá –dijo, señalando a CalliJimmy lo soltó.–Esta sí que es una buena noticia –comentó con una sonrisa mientras se volvía hacia su hermana–. ¿No te parece?Un policía de paisano en un coche sin distintivos condujo a Catherine al hospital.–La esperaré aquí, señora Dornan. Tengo la radio conectada. Así pues, en cuanto encuentren a Brian nos enteraremos de inmediato –dijo.Catherine asintió. "Si lo encuentran", pensó angustiada. Sintió que la garganta se le cerraba por el terror que semejante idea le producía.El vestíbulo del hospital tenía adornos navideños: un árbol en el centro, ramas de muérdago en las paredes y plantas de hojas rojas al pie del mostrador de recepción.Le dieron un pase de visita y le dijeron que Tom estaba en la habitación 530. Anduvo hacia los ascensores y entró en uno de ellos, casi lleno con personal del hospital médicos con bata blanca, una pluma y un bloc en el bolsillo del pecho; empleados de la limpieza y un par de enfermeras.Hace dos semanas –pensó Catherine–, Tom hacía sus visitas en el St. Mary de Omaha, y yo las compras de Navidad. Esa noche llevamos a los niños a una hamburguesería. La vida era normal, alegre, y bromeamos sobre los problemas que Tom había tenido el año pasado para poner el árbol de Navidad artificial en su base. Yo le prometí que este año compraría un árbol natural. Entonces pensé otra vez que parecía muy cansado, pero nada hice al respecto. Tres días después se desmayó.–¿No ha apretado usted el botón de la quinta planta? –preguntó alguien.Catherine parpadeó.–Ah, sí, gracias.Salió del ascensor y se quedó inmóvil por un instante, para orientarse. Al fin encontró lo que buscaba: una flecha en la pared indicaba las habitaciones 515 a 530.Mientras se acercaba al control de enfermeras, vio a Spence Crowley. Catherine tenía la boca seca. Esa mañana, inmediatamente después de la operación, el cirujano le había asegurado que todo había salido bien, y que su ayudante haría las visitas de la tarde. ¿Por qué estaba Spence allí? Se preocupó. ¿Acaso algo iba mal?El la vio y le sonrió. "Dios mío, no me sonreiría de esa forma si Tom estuviera..." Fue otro pensamiento que no pudo terminar.Crowley rodeó el escritorio rápidamente y salió a su encuentro.–Catherine, ¡si vieras tu expresión! Tom está bien. Bastante atontado, por supuesto, pero sus signos vitales son normales.Catherine levantó la mirada deseando creer las palabras que oía, creer en la sinceridad que veía en aquellos ojos marrones detrás de las gafas con montura al aire.El médico la cogió resueltamente por el brazo y la condujo al cubículo que había detrás del control.–Catherine, no quiero presionarte, pero me gustaría que comprendieras que Tom tiene bastantes probabilidades de salir adelante. Muy buenas probabilidades. Hay pacientes que llevan una vida satisfactoria y plena con leucemia. Existen diferentes tratamientos para controlarla. A Tom pienso darle Interferon, que ha hecho milagros con algunos pacientes míos. Al principio, eso supondrá varias inyecciones diarias, pero una vez que ajustemos la dosis, se las aplicará él solo. Cuando se recupere por completo de la operación, volverá al trabajo. Te juro que es la verdad. Pero hay un problema –añadió en voz baja–. Esta tarde, cuando has estado con Tom en la UVI –dijo con severidad–, parecías bastante alterada.–Sí –respondió ella.Aunque se había prometido no llorar, no pudo evitarlo. Había estado tan preocupada, que, al enterarse de que la operación había salido bien, sintió un alivio tan grande que le resultó imposible contenerse.–Catherine, Tom acaba de pedirme que le sea franco. Él piensa que te he dicho que no hay esperanzas. Empieza a preguntarse si no estaré ocultándole algo, sospecha que quizá las cosas sean peores de cuanto le digo. Pero no es así, y tu tarea es convencerlo de que esperas tener una larga vida a su lado. Quítale de la cabeza la idea de que sus expectativas de vida son muy limitadas, no sólo porque resulta perjudicial para él, sino porque no creo que sea verdad. Para ponerse bien, Tom necesita tener fe en que va a mejorar, y buena parte de ella debe recibirla de ti.–Spence, tendría que haberme dado cuenta de que estaba enfermo.El médico le puso las manos en los hombros y le dio un ligero abrazo.–Escucha –dijo–, hay un viejo proverbio: "Médico, cúrate a ti mismo". Cuando Tom se encuentre mejor, le daré un buen rapapolvo por ignorar los avisos que su cuerpo le daba. Pero ahora entra tranquila y con una son– risa. Sé que puedes hacerlo.Catherine se obligó a sonreír.–¿Así?–Mucho mejor –asintió Spence–. Sigue sonriendo.Recuerda que es Navidad. Pensaba que vendrías con los niños.Era incapaz de hablar de la desaparición de Brian. No en aquel momento. En cambio practicó qué le diría a Tom.–Brian ha estado estornudando, y quiero asegurarme que no haya pillado un resfriado.–Bien hecho. De acuerdo. Mañana nos vemos. Y ahora recuerda, no dejes de sonreír. Estás preciosa cuando lo haces...Catherine asintió y se dirigió por el pasillo rumbo a la habitación 530. Abrió la puerta con cuidado. Tom dormía con una bolsa de suero puesta. Tenía sendos tubos de oxígeno en los orificios de la nariz. Estaba pálido como la funda de la almohada, con los labios color ceniza.La enfermera de guardia privada se puso de pie.–Ha preguntado por usted, señora Dornan. Esperaré fuera.Catherine acercó una silla a la cama. Se sentó y cogió la mano que Tom tenía sobre la colcha. Estudió el rostro de su marido. La frente alta; el cabello castaño rojizo, que Brian había heredado; unas cejas espesas que siempre parecían un poco despeinadas; la nariz, bien formada, y los labios, que, por lo general, tenía separados en una sonrisa. Pensó en sus ojos, más azules que grises, y en el calor y comprensión de su mirada. El daba confianza a sus pacientes. "Ay, Tom, quisiera contarte que nuestro pequeño ha desaparecido. Ojalá estuvieras bien, y conmigo, para que lo buscáramos juntos."Tom Dornan abrió los ojos.–Hola, cariño –dijo con voz débil.–Hola. –Se inclinó y lo besó–. Siento haberme comportado como una tonta esta tarde. Llámalo síndrome premenstrual, o el viejo alivio de siempre. Sabes que soy una boba sentimental; lloro hasta con los finales felices.–Se irguió y lo miró a los ojos–. Estás muy bien, de veras.Vio que Tom no la creía. "Todavía no, pero lo haré", pensó con determinación.–Creí que traerías a los niños.Su voz era débil y entrecortada.Catherine se dio cuenta de que sería incapaz de pronunciar el nombre de Brian sin que su voz se quebrara.–No quería que corretearan a tu alrededor–respondió–. Me pareció mejor que esperaran a mañana.–Tu madre ha llamado –comentó él, adormilado–. La enfermera ha cogido el recado. Dice que te ha dado un regalo especial para mí. ¿Qué es?–Sin los niños no. Quieren dártelo ellos.–De acuerdo, pero tráelos mañana. Tengo tantas ganas de verlos.–Claro. Pero puesto que estamos solos, podría aprovechar la ocasión y meterme en la cama contigo.Tom abrió los ojos de nuevo.–Así se habla.Esbozó una sonrisa antes de quedarse dormido.Catherine reposó la cabeza en la cama por un buen rato, y la levantó cuando la enfermera regresó de puntillas a la habitación.–¿Verdad que tiene un aspecto estupendo? –preguntó Catherine con tono alegre mientras la mujer tomaba el pulso a Tom.Sabía que aunque se hubiese dormido, él la escucharía. Luego, echándole una última mirada, abandonó deprisa la habitación y se dirigió al ascensor. Cruzó el vestíbulo y se acercó al coche de policía que la aguardaba.El agente de paisano respondió a su pregunta no formulada.–Hasta ahora no hay noticias, señora Dornan.–¡Te he dicho que me lo des! –exclamó Jimmy Siddons con tono áspero.Cally trató de desafiarlo.–No sé de qué habla este niño, Jimmy.–Sí que lo sabe –intervino Brian–. La he visto coger el monedero de mi mamá, y la he seguido hasta aquí porque necesito recuperarlo.–Qué chico tan listo –se burló Siddons–. Siempre tras el dinero. –Su expresión fue torva cuando miró a su hermana–. Cally, no me obligues a quitártelo.Era inútil fingir que no lo tenía. Jimmy sabía que el niño decía la verdad. Cally seguía con el abrigo puesto. Se metió la mano en el bolsillo y sacó el bonito monedero de piel. Se lo tendió a su hermano en silencio.–Es de mi mamá –dijo Brian, desafiante.La mirada que el hombre le echó hizo que se estremeciera. Había estado a punto de coger el monedero; pero en aquel momento, asustado, se metió las manos en el bolsillo.Jimmy Siddons lo abrió.–Vaya, vaya... –exclamó con tono de admiración–. Cally, me sorprendes. Superas a algunos carteristas que conozco.–No lo he robado –protestó ella–. Alguien lo había perdido y yo lo he encontrado. Pensaba depositarlo en un buzón.–Muy bien, pues olvídate de eso, porque ahora es mío y lo necesito –replicó Jimmy.Sacó un grueso fajo de billetes y empezó a contarlos.–Tres billetes de cien, cuatro de cincuenta, seis de veinte, cuatro de diez, cinco de cinco y tres de uno. Seiscientos ochenta y ocho dólares. No está mal... en realidad está muy bien.Se metió el dinero en la chaqueta de ante que había sacado del armario ropero y empezó a registrar el monedero.–Tarjetas de crédito, ¿por qué no? Carné de conducir... No, dos carnés: Catherine Dornan y doctor Thomas Dornan. ¿Quién es el doctor Dornan, muchacho?–Mi papá. Está en el hospital.Brian observó cómo Jimmy abría el compartimiento donde estaba la medalla y la sacaba. la levantó por la cadena y se rió con incredulidad.–¡San Cristóbal! Hace años que no entro en una iglesia, pero hasta yo sé que lo han echado del santoral hace mucho tiempo. Cuando pienso en todas esas historias que nos contaba la abuela sobre cómo llevó al niño Jesús a hombros para cruzar el arroyo o el río o lo que fuera...¿Recuerdas, Cally? –tiró la medalla al suelo con gesto desdeñoso.Brian se agachó a recogerla y se la colgó al cuello.–Mi abuelo la llevó durante toda la guerra, y volvió sano y salvo. Curará a mi papá. El monedero no me importa, puede quedárselo. Esto es lo único que yo quería. Ahora me voy a casa.Giró sobre sus talones y echó a correr hacia la puerta.Ya había abierto cuando Siddons lo cogió, le tapó la boca con una mano y lo arrastró dentro.–Tú y San Cristóbal os quedáis aquí conmigo, colega –le dijo mientras lo tiraba con rudeza al suelo.Brian suspiró al golpearse la frente contra el cuarteado linóleo. Se incorporó con lentitud y se frotó la cabeza.Sentía como si la habitación diera vueltas, pero oyó cómo la mujer a quien había seguido suplicaba al hombre.–Jimmy, no le hagas daño. Por favor, déjanos tranquilos. Llévate el dinero y lárgate. Pero vete ya.Brian se cogió las rodillas con los brazos tratando de no llorar. No debió haber seguido a la señora. Ahora se daba cuenta. Tendría que haber gritado en lugar de salir detrás de ella, quizá alguien la hubiese detenido. Aquel hombre era malo. No dejaría que se fuera de allí. Y nadie sabía dónde estaba. Ni dónde buscarlo.Sintió la medalla colgada contra su pecho y la apretó dentro del puño. "Por favor, haz que vuelva con mamá –rezó en silencio, así podré entregarte a papá."No levantó los ojos y no vio cómo lo miraba Jimmy Siddons. No sabía que la mente de Jimmy sopesaba la situación a toda velocidad. "Este chico ha seguido a Cally cuando ella cogió el monedero –pensó–. ¿Lo habrán seguido? No, porque ya estarían aquí."–¿Dónde estaba el monedero? –preguntó a su hermana.–En la Quinta Avenida, frente al Rockefeller Center. –Cally sentía auténtico terror. Jimmy no se detendría ante nada para escapar. Era capaz de matarlos, a ella y al niño–.Debió de caérsele a la madre. Porque estaba en la acera. Supongo que el niño me vio.–Eso creo yo. –Jimmy miró el teléfono que estaba sobre la mesita, junto al sofá. Sonrió y sacó el teléfono móvil que había encontrado en el coche robado, y el revólver que llevaba. Apuntó a Cally con él–. Es posible que la poli tenga pinchado tu teléfono–. Voy a marcar tu número para decirte que quiero entregarme, y que llames al abogado de oficio que me representa. Limítate a hacer lo que digo y a mostrarte nerviosa. Comete un solo error, y este chaval estará muerto. –Bajó la mirada hacia Brian y añadió–: Una palabra y...No terminó la frase.Brian asintió para mostrar que había comprendido. Estaba demasiado aterrado para contestarle con palabras.–Cally, ¿me has entendido?La hermana hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. "Qué estúpida he sido –pensó–. Lo bastante tonta como para creer que había logrado alejarme de él. Y eso es imposible. Sí hasta sabe mi número de teléfono."Cuando Jimmy terminó de marcar en el portátil, el teléfono de la mesita empezó a sonar.–Diga –respondió en voz baja, sofocada.–Cally, soy Jimmy. Escucha, estoy en apuros. Es probable que ya lo sepas. Siento haberme escapado. Espero que el guardián se ponga bien. No tengo un céntimo y estoy asustado. –La voz de Jimmy era un murmullo–.Llama a Gil Weinstein. Es el abogado de oficio que me asignaron. Dile que me reuniré con él en la catedral de San Patricio cuando acabe la Misa del Gallo. Dile que voy a entregarme, y que quiero que esté conmigo. El número de su casa es el 5550267. Cally, siento haberlo echado todo a perder.Jimmy apretó el botón del teléfono móvil y observó a Cally mientras ésta colgaba el auricular.–No pueden localizar las llamadas de los teléfonos móviles, ¿lo sabías? Ahora llama a Weinstein y cuéntale la misma historia. Si los polis están escuchando, habrán saltado de alegría.–Pensarán que yo...Jimmy se le acercó en dos zancadas y le puso el cañón del arma en la cabeza.–Haz esa llamada.–Quizá tu abogado no se encuentre en casa, o no quiera reunirse contigo.–No, lo conozco. Es un imbécil, y lo único que desea es publicidad. Llámalo.Cally no necesitó que le metiera prisa. En el momento en que Gil Weinstein atendió, ella se apresuró a decir:–Usted no me conoce, soy Cally Hunter. Mi hermano, Jimmy Siddons, acaba de llamarme. Quiere que le diga...–Con voz temblorosa le dio el mensaje.–Me reuniré con él–respondió el abogado–. Me alegra que Jimmy haya decidido entregarse, pero si el guardián de la cárcel muere, lo llevarán a juicio y pedirán pena de muerte para él. Pude conseguir una perpetua sin condicional por el primer asesinato, pero esta vez... –Su voz se desvaneció.–Creo que lo sabe. –Cally vio la seña de Jimmy–. Ahora tengo que dejarlo. Adiós, señor Weinstein.–Eres una cómplice formidable, hermana mayor –dijo Jimmy, y echó una mirada a Brian–. ¿Cómo te llamas, chico?–Brian –susurró el pequeño.–Vámonos, Brian. Nos largamos de aquí.–Jimmy, no te lo lleves. Por favor, déjalo conmigo.–Ni hablar. Siempre existe la posibilidad de que salgas corriendo a avisar a la poli, e incluso que tengas problemas serios en cuanto hablen con este chico. Después de todo, has robado el monedero de su madre. No, el chico se viene conmigo. Nadie busca a un hombre con su hijito, ¿verdad? Lo soltaré mañana temprano, cuando llegue a mi lugar de destino. Después podrás contar lo que quieras sobre mí. Hasta el chico te respaldará, ¿no es cierto, hijito?Brian se encogió contra Cally. Tenía tanto miedo del hombre que comenzó a temblar. ¿Lo obligaría a irse con él?–Jimmy, déjalo aquí, por favor–repitió Cally, protegiendo a Brian detrás de ella.Jimmy Siddons torció la boca, enfadado. La cogió del brazo y se lo dobló violentamente a la espalda.Cally lanzó un grito y soltó a Brian mientras ella caía al suelo.Con ojos que desmentían cualquier vestigio de afecto entre ellos, Jimmy se inclinó sobre su hermana apuntándola a la cabeza con el revólver.–Si no haces lo que te digo, lo pasarás realmente mal. No me cogerán vivo. Ni tú ni nadie me mandará a la cámara de gas. Además, tengo una novia que me espera.No se te ocurra abrir la boca. Hasta haré un trato contigo: si no dices nada, soltaré al niño vivo. Pero si la poli trata de acercarse a mí, le meteré un tiro en la cabeza. Así de sencillo. ¿Lo has entendido?Se guardó el arma en la chaqueta, se agachó y levantó a Brian de un tirón.–Tú y yo vamos a ser verdaderos colegas, hijito –dijo–. Verdaderos colegas. –Sonrió–. Feliz Navidad, Cally.La furgoneta sin identificación aparcada frente al edificio de Cally era el puesto de vigilancia de los agentes que hacían guardia por si Jimmy Siddons aparecía. Habían visto a Cally, que llegó un poco más tarde de lo habitual.Jack Shore, el agente que había visitado a Cally por la mañana, se quitó los auriculares y maldijo entre dientes.Se volvió hacia su compañero.–¿Qué piensas, Mort? No, espera un momento. Te diré qué pienso yo. Es un truco. Trata de ganar tiempo para alejarse todo lo posible de Nueva York mientras nos dedicamos a buscarlo en la catedral.Mort Levy, veinte años más joven que Shore –y menos cínico–, se frotó la barbilla, un claro signo de que estaba enfrascado en hondos pensamientos.–Si es un truco, no creo que la hermana sea su cómplice por propia voluntad. No hace falta ser un genio para medir el nivel de nerviosismo que había en su voz.–Escucha, Mort, tú has estado en el funeral de Bill Grasso. Tenía treinta años, cuatro niños pequeños y un tiro entre las cejas disparado por ese cabrón de Jimmy Siddons. Si Cally Hunter hubiese sido honesta contándonos que había dado dinero y las llaves de su coche a la rata asquerosa del hermano, Grasso habría sabido con qué se enfrentaba cuando lo paró por saltarse un semáforo en rojo.–Sigo creyendo que Cally se tragó aquella historia de Jimmy de que intentaba huir porque se había metido en una pelea callejera y la otra pandilla lo perseguía. Creo que ella no sabía que su hermano había herido al dependiente de una tienda de licores. Hasta entonces, él no había tenido problemas serios.–Querrás decir que hasta entonces no lo habían pillado –soltó Shore–. Fue una lástima que el juez no condenara a Cally por cómplice de asesinato, en lugar de hacerlo por ayudar a un fugitivo. Salió al cabo de quince meses. Esta noche, la viuda de Grasso está decorando el árbol de Navidad, sola. –Su rostro enrojeció de ira–. Avisaré a la central. Si ese canalla hablaba en serio, tendremos que cubrir la catedral. ¿Sabes cuánta gente va a misa esta noche? Adivina.Cally se hallaba sentada en el gastado sofá de pana, las manos cogiéndose las rodillas, la cabeza gacha y los ojos cerrados. Le temblaba todo el cuerpo. Estaba más allá de las lágrimas, más allá de la fatiga. "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me ocurren estas cosas? ¿Qué debo hacer?"Si algo le sucedía a Brian, ella tendría la culpa. Había cogido aquel monedero, por eso el niño la había seguido.Y si el pequeño decía la verdad, su padre estaba muy enfermo. Recordó a la atractiva mujer de la gabardina rosa y cómo había pensado que todo le iba bien en la vida.¿Soltaría Jimmy al muchachito cuando llegara a su destino? ¿Cómo iba a hacerlo?, Razonó. Dondequiera que fuese, la policía empezaría a buscar a Jimmy por aquella zona. "Y si lo suelta, Brian les dirá que me siguió porque cogí el monedero", se recordó a sí misma.Pero Jimmy había asegurado que mataría al niño si la policía lo acorralaba. Y ella estaba segura de que hablaba en serio. "Así pues, si aviso a la policía, Brian no tiene ninguna posibilidad", pensó.Y si no lo denuncio y Jimmy lo suelta, entonces podré decir honestamente que no los avisé porque él había amenazado con matar al niño si la policía se le acercaba. Y yo sabía que lo decía en serio. Y sé que es así, además; eso es lo peor de todo.El rostro de Brian apareció en su mente. El cabello castaño rojizo cayéndole sobre la frente; los ojos tan azules, grandes e inteligentes; las pecas, dispersas sobre la nariz y las mejillas. Cuando Jimmy lo había arrastrado al interior del apartamento, la primera impresión de Cally fue de que no tenía más de cinco años; pero, por la forma de hablar, estaba segura de que era mayor. Estaba muy asustado cuando Jimmy lo obligó a salir por la ventana y a subir por la escalera de incendios. El pequeño se había vuelto para mirarla con expresión suplicante.Sonó el teléfono. Era Aika, la adorable negra que cuidaba de Gigi y de sus propios nietos todas las tardes después de la guardería.–Llamo sólo para ver si estás en casa, Cally –dijo Aika con voz alegre y cálida–. ¿Has encontrado al hombre de las muñecas?–Me temo que no.–Qué lástima. ¿Necesitas hacer más compras?–No, ahora mismo voy a buscar a Gigi.–No te molestes en venir. Ya ha cenado con los míos, como de todas formas tengo que salir porque necesito leche para el desayuno, dentro de una media hora te la llevo–Gracias, Aika.Cally colgó el auricular, consciente de que el apartamento estaba a oscuras, salvo por la luz del pequeño recibidor, y que aún llevaba puesto el abrigo. Se lo quitó, entró en la habitación y abrió el armario. Suspiró cuando vio que Jimmy, al coger la chaqueta y unos pantalones marrones de Frank, había dejado otras ropas en el suelo: una chaqueta, unos pantalones y un abrigo sucio.Se agachó y levantó la chaqueta. El agente Shore le había dicho que Jimmy había disparado contra un guardián y le había quitado el uniforme. Evidentemente, ése era el uniforme, y había unos agujeros de bala en la chaqueta.Con movimientos desesperados, Cally envolvió la chaqueta y los pantalones con el abrigo. ¿Y si entraba la policía con una orden de registro? Jamás creerían que Jimmy había entrado allí por la fuerza. Estarían seguros de que ella le había proporcionado la ropa. La meterían otra vez en la cárcel..., ¡y perdería a Gigi para siempre! ¿Qué debía hacer?Miró alrededor del armario buscando una solución. La caja que tenía en el estante de arriba... En ella guardaba la ropa de verano. La bajó y la abrió. Sacó lo que contenía y lo echó sobre el estante. Metió el uniforme y el abrigo en la caja, y la cerró. Corrió hacia la cama y buscó debajo el papel de regalo que tenía escondido allí.Con dedos nerviosos envolvió la caja con aquel papel de celofán y le puso un gran lazo. Luego la llevó a la salita y la puso debajo del árbol de Navidad. Acababa de terminar la tarea cuando el portero electrónico sonó. Se echó el cabello hacia atrás con la mano, se obligó a recibir a Gigi con una sonrisa y fue a atender.El agente Shore y el otro que había estado allí con él esa mañana subían por la escalera.–¿Otra vez haciendo jugarretas, Cally? –preguntó Shore–. Espero que no.Brian se acurrucó en el asiento del pasajero mientras Jimmy Siddons avanzaba por East River Drive.Nunca había estado tan asustado. Tuvo miedo cuando el hombre lo hizo subir por la escalera de incendios hasta el tejado. Luego, casi lo arrastró de un tejado a otro hasta la otra esquina de la manzana. Al fin, por un edificio vacío salieron a la calle en que tenía aparcado el coche.El hombre empujó a Brian dentro y le puso el cinturón de seguridad.–Si alguien nos para, recuerda que debes llamarme papá.Oró porque su padre se pusiera bien. Y también que él volviera sano y salvo a casa. Estaba seguro.Jimmy Siddons echó una ojeada a su pequeño invitado. Empezaba a relajarse por primera vez desde que había huido de la cárcel. Seguía nevando, pero el tiempo no empeoraba, no había de qué preocuparse. Cally no avisaría a la poli. Estaba seguro. Lo conocía lo bastante bien para saber que hablaba en serio cuando aseguraba que mataría al niño si lo detenían.No pienso pudrirme en la cárcel el resto de mi vida –pensó–, ni tampoco darles la oportunidad de que me jodan vivo. O me escapo, o la palmo. Pero escaparé.Sonrió. Sabía que habría una orden de busca y captura, y que todos los puentes y túneles de salida de Nueva York estarían vigilados. Pero no tenían ni idea de adónde se dirigía, y no buscarían a un padre con su hijo viajando en un coche, cuyo robo aún ignoraban.Había sacado los regalos que el matrimonio llevaba en el maletero. Los paquetes navideños estaban apilados en el asiento trasero. Esos regalos, junto con el niño que viajaba a su lado, significaban que ni siquiera los empleados de las cabinas de peaje se molestarían en mirarlo dos veces, aunque les hubieran avisado que se mantuvieran alertas.Y ocho o nueve horas más tarde cruzaría la frontera y entraría en Canadá, donde Paige lo esperaba. Y después buscaría un bonito lago profundo, que sería el destino final de aquel coche y de todos los preciosos regalos que había en el asiento trasero.Y del niño con su medalla de San Cristóbal.La impresionante maquinaria del Departamento de Policía de Nueva York estaba en marcha, y se trazaban planes metódicos para garantizar que Jimmy Siddons no se les escapara, por si, en el último momento, se asustaba y decidía no entregarse después de la Misa del Gallo.En cuanto los aparatos que intervenían el teléfono de Cally grabaron las llamadas efectuadas por Jimmy y por Cally al abogado, Jack Shore hizo una de consulta. Informó a sus jefes de qué opinaba exactamente de aquella repentina "decisión" de entregarse.–Es un cabrón consumado –gruñó–. Pondremos un par de cientos de hombres hasta la una y media o dos de la madrugada, y él estará a mitad de camino de Canadá o México antes de que nos demos cuenta de que nos ha hecho quedar como una panda de idiotas.–Muy bien, Jack, ya sabemos tu opinión. Ahora sigamos. ¿Hay rastros de Jimmy por los alrededores de la casa de su hermana? –le soltó el suplente del comisario, a cargo de la pesquisa.–No, señor.Jack Shore colgó, y después fue con su compañero a visitar a Cally. De regreso en la furgoneta, informó de nuevo a la jefatura.–Acabamos de ir al apartamento de Hunter, señor. La mujer está enterada de las consecuencias de ayudar a su hermano. La canguro dejó a la niña cuando nos marchábamos. Supongo que Cally no saldrá esta noche.Mort Levy frunció el entrecejo mientras escuchaba la conversación de su compañero con el ayudante del comisario. Había visto algo extraño en aquel apartamento, pero no conseguía descubrir qué. Dibujó mentalmente el plano: el pequeño recibidor; el lavabo al lado; la estrecha combinación de sala de estar y cocina; el dormitorio tipo celda, con apenas espacio para una cama individual, una cuna para la niña y una cómoda de tres cajones...Jack había pedido permiso a Cally para echar otro vistazo, y ella accedió con un movimiento de cabeza. Sin duda no había nadie escondido en el lugar. Abrieron la puerta del lavabo, miraron debajo de la cama, y echaron una ojeada dentro del armario. Levy, muy a su pesar, sintió lástima por los intentos de Cally Hunter de alegrar el deprimente apartamento. Las paredes estaban pintadas de amarillo y había cojines floreados sobre el desvencijado sofá. El árbol de Navidad se hallaba escasamente adornado con guirnaldas brillantes y unas luces verdes y rojas. Debajo, algunos regalos envueltos en papel de celofán.¿Regalos? Mort no supo por qué esa palabra activaba algo en su subconsciente. Pensó por un instante, y sacudió la cabeza. "Olvídalo", se dijo.Ojalá Jack no hubiera intimidado a Cally Hunter. Se veía que ella le tenía pánico. Aunque Mort no había llevado aquel caso, que había tenido lugar dos años antes, creía que Cally honestamente pensaba que su problemático hermano había tomado parte en una pelea callejera y que los miembros de la otra pandilla lo perseguían.¿Qué trato de recordar sobre el apartamento? –se preguntó–. ¿Qué hay de diferente en él?Se suponía que terminaban el servicio a las ocho; pero ese día, Jack y él tenían que volver a la jefatura. Como muchos otros, debían hacer horas extras, al menos hasta después de la Misa del Gallo. Quizá, aunque era bastante improbable, Siddons apareciese como había prometido.Levy sabía que Shore se moría por detenerlo personalmente. "Reconocería a ese tipo aunque fuera vestido de monja", repetía su compañero una y otra vez.Oyeron un golpe en el portón trasero de la furgoneta, y eso significaba que el relevo había llegado. Mort se desperezó y saltó a la calle. Se alegraba de haber dado su tarjeta a Cally Hunter antes de abandonar el apartamento.–Si quiere hablar con alguien, señora Hunter, aquí tiene el número donde puede encontrarme.El gentío de la Quinta Avenida había disminuido, aunque todavía quedaban algunos curiosos cerca del árbol de Navidad del Rockefeller Center. Algunas personas seguían haciendo cola para ver los escaparates de Saks, y una afluencia de visitantes constante entraba y salía de la catedral de San Patricio.Pero mientras el coche en que iba se detenía detrás del patrullero en que el agente Ortiz y Michael esperaban, Catherine vio que los compradores de última hora se habían retirado.Han ido a casa, a envolver los últimos regalos, diciéndose que éste será el último año que van a comprar con prisas el día de Nochebuena, pensó Catherine.Dejar todo para último momento. Ese había sido su lema hasta doce años antes, cuando un médico que hacía el último año de residencia, el doctor Thomas Dornan, entró en la oficina de administración del hospital y le preguntó: "Eres nueva aquí, ¿verdad?".Tom, con tan buen carácter, y tan organizado. Si hubiese sido ella la enferma, Tom no habría metido todo el dinero y el carné de identidad en un monedero ya repleto. No se lo habría guardado en el bolsillo del abrigo con tanto descuido como para que cualquiera se lo quitara o se le cayera al suelo.Se torturaba con esa idea mientras abría la puerta y corría unos pasos hasta el coche patrulla debajo de la nieve que se arremolinaba. Tenía la seguridad de que Brian era incapaz de alejarse por las buenas. Estaban tan ansiosos por ver a Tom que ni siquiera quería perder unos minutos en echar un vistazo al árbol del Rockefeller Center. Seguramente se había alejado por algo. Si no lo habían secuestrado, algo muy improbable, era posible que hubiese visto a la persona que le había robado el monedero –o que lo había recogido del suelo– y la hubiera seguido.Michael estaba sentado en el asiento delantero, junto al agente Ortiz, bebiendo un refresco. Delante de él, en el suelo, había una bolsa de papel con restos de ketchup. Catherine se apretujó en el mismo asiento que él y le acarició el cabello.–¿Cómo está papá? –preguntó ansioso–. No le habrás contado lo de Brian, ¿verdad?–Por supuesto que no. Como estoy segura de que lo encontraremos pronto, no necesitamos preocuparlo. Y se encuentra muy bien. He visto al doctor Crowley. Está muy contento con papá. –Miró al agente Ortiz por encima de Michael–. Ya han pasado casi dos horas –dijo en voz baja.Este asintió.–Estamos pasando la descripción de Brian cada hora a todos los policías y coches patrulla de la zona. Señora Dornan, Michael y yo hemos estado charlando y él opina que Brian no se fue a propósito.–Tiene razón. Puedo asegurárselo.–¿Habló con la gente que había alrededor cuando se dio cuenta de su desaparición?–Sí.–¿Y nadie vio que se llevaran a algún niño?–No, la gente recordaba haberlo visto, pero de pronto había desaparecido.–Voy a serle sincero. No conozco a un solo violador que se atreva a raptar a un niño delante de la madre, arreglándoselas después para abrirse paso entre el gentío.Pero Michael cree que quizá Brian siguió a la persona que cogió su monedero.Catherine asintió.–Yo he pensado lo mismo. Es la única respuesta lógica.–Michael me ha dicho que el año pasado Brian enfrentó a un niño de nueve años que empujó a uno sus compañeros.–Es muy valiente –repuso Catherine.En aquel momento, el significado de las palabras del policía la sobresaltó. "Piensa que si Brian siguió a la persona que se llevó el monedero, quizá se enfrente a el –Dios mío, no!"–Señora Dornan, si le parece bien, creo que sería buena idea pedir la ayuda de los medios de comunicación Podemos ponernos en contacto con algunos canales de televisión locales y enseñar la foto de su hijo. ¿Tiene alguna?–Sólo la que llevaba en el monedero –respondió Catherine con voz monocorde.Imágenes de Brian enfrentándose a un ladrón desfilaban por su mente. "Mi pequeño. ¿Alguien sería capaz de hacer daño a mi pequeño?", Pensó.¿Qué decía Michael? Hablaba con el policía.–Mi abuela tiene un montón de fotografías nuestras –Levantó la vista hacia su madre–. De todas formas mamá, tienes que llamar a la abuela. Si no volvemos pronto a casa, empezará a preocuparse.De tal palo, tal astilla –pensó Catherine–. Brian tiene el mismo rostro de Tom, pero Michael piensa como él.Cerró los ojos para reprimir las oleadas de pánico que la embargaban–. Tom. Brian. ¿Por qué?Sintió que Michael le metía la mano en el bolso y sacaba el teléfono móvil.–Llamaré a la abuela–dijo él.Bárbara Cavanaugh, en su apartamento de la calle Ochenta y siete, atendió el teléfono y casi no podía creer las palabras de su hija. Pero no había dudas respecto a la horrible noticia que la voz queda y casi sin emoción de Catherine le comunicaba: hacía más de dos horas que Brian había desaparecido.Bárbara se las arregló para no perder la calma en su tono de voz.–¿Dónde estáis ahora, querida?–En un coche patrulla entre la Cuarenta y nueve y la Quinta Avenida. Estábamos aquí cuando Brian... desapareció de pronto de mi lado.–Enseguida voy para allí.–Mamá, trae las fotos de Brian más recientes que tengas. La policía quiere dárselas a los medios de comunicación. Y el informativo de una radio local va a entrevistarme dentro de unos minutos para que haga una llamada especial. Y... mamá, telefonea a las enfermeras. Diles que se aseguren que Tom no encienda el televisor de su habitación. No tiene radio. Si se entera de que Brian ha desaparecido... –Su voz se apagó.–Las llamaré ahora mismo, Catherine. Pero no tengo fotos recientes de Brian. Las únicas que puedo llevar son las que hicimos el verano pasado en la casa de Nantucket.–En aquel momento se hubiera mordido la lengua. Había estado pidiendo fotografías de los niños, y no se las habían mandado. Pero el día anterior, Catherine le había dicho que su regalo de Navidad para ella (retratos de los niños enmarcados) se le había olvidado, con las prisas por llevar a Tom a Nueva York para la operación–. Llevaré las que encuentre –se apresuró a decir–. Ahora mismo salgo.Después de dar el mensaje al hospital, Bárbara Cavanaugh se hundió en una silla y apoyó la frente en una mano. Es espantoso –pensó–, espantoso."¿Acaso no tenía siempre la sensación de que todo era demasiado perfecto para ser real? El padre de Catherine había muerto cuando ésta tenía diez años, y hasta que conoció a Tom, a los veintidós, su hija había tenido cierto aire de tristeza en la mirada. Eran tan felices, tan perfectos. "Igual que Gene y yo desde el primer día", pensó.Por un instante, su mente viajó hasta aquel día de 1943 cuando, a los diecinueve años y en primer curso de universidad, le presentaron a un joven y guapo oficial del ejército, el teniente Eugene Cavanaugh. Desde aquel momento, ambos supieron que estaban hechos el uno para el otro. Se casaron al cabo de dos meses, pero pasaron dieciocho años hasta que nació su primera hija.Con Tom, ella encontró el mismo tipo de relación que yo tuve la suerte de tener, pero... Se levantó de un salto.Tenía que reunirse con Catherine. "Brian debió de alejarse y perderse –se dijo–. Catherine es fuerte, aunque ahora estará al borde del colapso. Ay, Dios mío, haz que lo encuentren!"Recorrió el apartamento a la carrera y recogió retratos enmarcados de las repisas y las mesas. Se había mudado de Beekman Place hacía diez años. Y aún tenía más espacio del que necesitaba: comedor, biblioteca, una suite para los invitados... Pero su propósito era que cuando Tom, Catherine y los niños llegaran de Omaha, hubiera espacio suficiente para todos.Bárbara guardó las fotos en el bolso de piel grande que Catherine y Tom le habían regalado en su último cumpleaños, cogió un abrigo del armario del recibidor y, sin molestarse en cerrar la puerta con las dos llaves, salió deprisa a tiempo de apretar el botón del ascensor cuando éste bajaba del ático.Sam, el ascensorista, era un viejo empleado. Cuando le abrió la puerta, cambió la sonrisa por una mirada de preocupación.–Buenas noches, señora Cavanaugh. Feliz Navidad. ¿Tiene alguna noticia del doctor Dornan?Bárbara, temerosa de hablar, meneó la cabeza.–Tiene usted unos nietos preciosos. El pequeño, Brian, me dijo que usted le había dado una cosa a su mamá que curaría a su papá. Ojalá sea verdad.Bárbara trató de decir: "¿Ah sí?", Pero sus labios se negaron a pronunciar palabra.–¿Por qué estás triste, mamá? –preguntó Gigi mientras se sentaba sobre las rodillas de Cally.–No estoy triste, Cally. Cuando te tengo a mi lado, siempre me siento alegre.Gigi sacudió la cabeza. Llevaba un camisón de Navidad con dibujos de angelitos con velas. Los ojazos marrones y el cabello castaño dorado eran un legado de Frank. "Cuanto más crece, más se parece a él", pensó Cally abrazándola instintivamente más fuerte.Se encontraban acurrucadas, juntas, en el sofá delante del árbol.–Me alegro mucho de que estés en casa conmigo, mami –dijo Gigi con una voz que de pronto pareció asustada–. No me dejarás otra vez, ¿no?–No, cariñito, tampoco quería dejarte la última vez.–No me gustaba ir a visitarte a aquel lugar.Aquel lugar. La cárcel de mujeres de Bedford.–A mí tampoco me gustaba aquello. –Cally trataba de hablar con un tono despreocupado.–Los hijos tienen que estar con sus madres.–Sí, estoy de acuerdo.–Mami, ¿es para mí ese regalo grande? –preguntó Gigi señalando la caja con el uniforme y el abrigo que Jimmy había dejado.–No, cariño, es para Papá Noel –respondió Cally con la boca seca de repente–. También le gusta que le hagan regalos por Navidad. Ahora, vamos, que es hora de acostarse.–No, no quiero ir a... –empezó a decir Gigi automáticamente, pero se interrumpió de pronto–. Si me voy a la cama ahora, ¿llegará la Navidad más rápido?–Sí, sí. Vamos, te llevaré a cuestas.Una vez hubo arropado a Gigi y vio cómo se abrazaba a su gastada mantita, la indispensable compañera de sueños de su hija, Cally volvió a la sala y se hundió de nuevo en el sofá.Los hijos tienen que estar con sus madres... Las palabras de Gigi la perseguían. Cielo santo, ¿dónde se había llevado Jimmy al pequeño? ¿Qué le haría? ¿Y qué debía hacer ella?Cally miró la caja envuelta en papel de celofán. "Es para Papá Noel." El vívido recuerdo de su contenido le pasó por la mente: el uniforme del guardián a quien Jimmy había disparado, con el costado y la manga todavía manchados de sangre; el abrigo roñoso... Dios sabía de dónde lo había sacado, o a quién se lo había robado.Jimmy era malo. No tenía conciencia ni piedad. "Enfréntate a la verdad –se dijo Cally, impulsiva–. No dudará en matar al niño si eso le sirve para tener más probabilidades de escapar."Encendió la radio para escuchar el informativo de las siete y media. La primera noticia fue que el guardián de la cárcel seguía grave, aunque estable. Los médicos eran moderadamente optimistas.Si vive, Jimmy no se enfrentará a la pena de muerte –pensó–. No pueden ejecutarlo ahora por el asesinato del policía de hace tres años. Es listo. No se arriesgará a matar al niño cuando se entere de que el guardián no va a morir. Lo soltará.Esta tarde, el niño de siete años, Brian Dornan –decía el locutor en aquel momento–, se separó de su madre en la Quinta Avenida. La familia está en Nueva York porque el padre...Cally, helada delante de la radio, escuchó cómo el locutor daba la descripción del pequeño, y decía a continuación: "Aquí hay una llamada de la madre, solicitando la ayuda de todos".Mientras Cally oía la voz queda y ansiosa de la madre de Brian, visualizó a la mujer joven que había dejado caer el monedero. Tendría poco más de treinta, como mucho.El negro y brillante cabello le llegaba al cuello del abrigo. Cally había vislumbrado su rostro sólo un instante, pero estaba segura de que era bonita. Muy bonita, bien vestida y segura de sí.Al oír cómo pedía ayuda, cómo suplicaba, se tapó los oídos con las manos, corrió hacia la radio y la apagó de un manotazo. Entró en el cuarto de puntillas. Gigi estaba dormida, respiraba suave y tranquilamente, con una mano debajo de la mejilla y la otra cogida a la vieja mantita de la muñeca.Cally se arrodilló junto a ella. "Si tiendo la mano, la acariciaré –pensó–, pero esa mujer no puede tocar a su hijo." ¿Qué debo hacer? Si llamo a la policía, y Jimmy hace daño a ese chiquillo, dirán que yo soy la responsable de ello. Lo mismo que dijeron cuando mató a aquel policía. Quizá Jimmy lo suelte en alguna parte. Me prometió que... Ni siquiera Jimmy sería capaz de hacer daño a un niño pequeño, ¿no es cierto? Esperaré y rezaré."Pero la oración que intentó susurrar: "Dios mío, protege a Brian..." parecía una burla y no pudo terminarla.Jimmy había decidido que lo mejor era ir por el puente George Washington hasta la ruta 4, después cogería la Ruta 17 hasta la autopista Thruway. Era un camino un poco más largo que ir por el Bronx hasta Tappan Zee, pero su instinto le decía que saliera de Nueva York lo antes posible. Por suerte el puente, que era donde podían pararlo, no tenía peaje para salir.Brian miró por la ventanilla mientras pasaban el puente. Sabía que cruzaban por encima del río Hudson. Su madre tenía primos que vivían en Nueva Jersey, cerca del puente, y el verano anterior, cuando Michael y él habían pasado una semana extra con la abuela después de volver de Nantucket, habían ido a visitarlos.Eran muy agradables y tenían hijos de su edad. Al pensar en ellos, tuvo ganas de echarse a llorar. Ojalá pudiera abrir la ventanilla y gritar: "¡Estoy aquí! ¡Venid a buscarme, por favor!".Tenía mucha hambre, y necesitaba ir al lavabo. Levantó la mirada tímidamente.–Po... podría... yo.... tengo que ir al lavabo.Ya que lo había dicho, temía tanto que el hombre le dijera que no, que empezó a temblarle el labio. Se lo mordió enseguida, porque oyó la voz de Michael cuando lo llamaba llorón. Pero incluso eso lo entristeció, y pensó que echaba de menos a su hermano.–¿Tienes pis?El hombre no parecía muy enfadado con él. Quizá, después de todo, no le hiciese daño.–S... sí.–De acuerdo. ¿Y hambre?–Sí, señor.Jimmy empezaba a sentirse un poco más seguro.Estaban en la carretera 4, el tráfico era abundante pero fluido, y nadie buscaba aquel coche. El dueño, por entonces, debía de encontrarse en pijama mirando ¡Qué bello es vivir! Por centésima vez. Al día siguiente, cuando su mujer y él empezaran a gritar por su Toyota robado, Jimmy estaría en Canadá con Paige. Estaba loco por ella.Paige era la primera cosa segura que tenía en toda su vida.Jimmy no quería parar aún a comer; pero, por otro lado, le convenía llenar el depósito en aquel momento para no correr riesgos. No sabía qué gasolineras tendrían abierto en Nochebuena.–De acuerdo –dijo–, dentro de unos minutos nos detendremos a poner gasolina, iremos al lavabo y luego compraremos refrescos y patatas fritas. Después pararemos en un McDonald's y comeremos una hamburguesa.Pero recuerda, si en la gasolinera intentas llamar la atención... –Sacó la pistola de la chaqueta, apuntó a la cabeza de Brian y dijo–: Pum!Brian apartó la mirada. Estaban en el carril del centro de la autopista. Un cartel señalaba la salida de la avenida Forest. Un coche patrulla que iba a la par de ellos dobló hacia el aparcamiento de un restaurante.–No hablaré con nadie. Lo prometo –consiguió decir.–Lo prometo, papá –soltó Jimmy.Papá. Brian, involuntariamente, apretó la medalla de San Cristóbal. Llevaría esa medalla a su padre y se pondría bien. Entonces su padre buscaría a ese hombre, Jimmy, y le pegaría por haber sido tan malo con su hijo. Brian estaba seguro de ello.–Lo prometo, papá –dijo con voz clara mientras sus dedos recorrían la imagen en relieve de aquella alta figura que llevaba al niño Jesús.En la comisaría del Lower Manhattan, el puesto de mando de la búsqueda de Jimmy Siddons, la creciente tensión era evidente. Todo el mundo sabía perfectamente que Siddons no dudaría en matar otra vez si con ello facilitaba su huida. También sabían que llevaba el arma que le habían pasado en la cárcel.Armado y peligroso era el pie impreso bajo su fotografía en las octavillas que estaban siendo distribuidas por toda la ciudad.–La última vez recibimos dos mil pistas inútiles, y seguimos infructuosamente cada una de ellas. Y lo cogimos el pasado verano sólo porque fue lo bastante idiota para asaltar una gasolinera en Michigan justo cuando había un policía en el lugar –dijo Jack Shore a Mort Levy mientras observaba con disgusto cómo un equipo de agentes respondía al incesante flujo de llamadas de denuncia.Levy asintió distraído.–¿Hay algo más sobre la novia de Siddons? –preguntó a Shore.Hacía una hora, uno de los presos, compañero de celda de Siddons, había dicho a un guardián que Jimmy hablaba siempre de una novia llamada Paige, que, decía, se dedicaba al strip–tease.Trataban de encontrarla en Nueva York, pero Shore tuvo la corazonada de que quizá hubiese estado liada con Siddons en Michigan, y se puso en contacto con las autoridades de allí.–No, hasta ahora no hay nada nuevo, es probable que se trate de otro callejón sin salida.–Jack, lo llaman de Detroit –gritó una voz por encima del bullicio de la habitación.Los dos hombres se volvieron rápidamente. En dos zancadas, Shore llegó a su escritorio y cogió el auricular.Su interlocutor no perdió tiempo.–Jack, soy Stan Logan, nos conocimos el año pasado, cuando viniste para llevarte a Siddons. Quizá tenga algo que te interese.–Veamos.–¿Recuerdas que nunca supimos dónde se ocultaba Siddons antes del atraco a la gasolinera? Pues bien, tal vez la pista de Paige sea la respuesta. Tenemos un informe de detención a nombre de Paige Laronde, que se presenta como "bailarina exótica". Abandonó la ciudad hace dos días. Comentó con una amiga que no sabía si volvería o no, que iba a encontrarse con su novio...–¿Dijo dónde? –lo interrumpió Shore.–En California y que después irían a México.–¡California y México! Coño, si llega a México nunca más lo encontraremos.–Nuestros hombres están investigando en las estaciones de trenes y autobuses, así como en el aeropuerto, a ver si damos con su pista. Te mantendremos informado –prometió Logan, y añadió–: Te mandaré por fax el informe de detención y sus fotografías publicitarias. No se las enseñes a tus hijos.Shore colgó el teléfono.–Si Siddons se las ha ingeniado para salir de Nueva York esta madrugada, tal vez esté ya en California o en México.–No creo que haya conseguido billete de avión a última hora en Nochebuena –le recordó Levy con cautela.–Escucha, alguien le hizo llegar un arma a la cárcel. Quizá esa misma persona le tenía preparados ropa, dinero y un billete de avión. Es posible que se las haya arreglado para llegar a un aeropuerto de Boston o de Filadelfia, donde no lo buscan. Supongo que se ha encontrado con su novia, y ahora mismo se dirigen al sur, a la frontera, si es que no están ya comiendo enchiladas.Y sigo diciendo que, de un modo u otro, la intermediaria tuvo que ser la hermana de Siddons.Mort Levy, con el entrecejo fruncido, siguió con la mirada a Jack Shore, que se dirigía a la sala de comunicaciones a esperar el fax de Detroit. El siguiente paso sería enviar las fotos de Siddons y de su novia a la patrulla de fronteras en Tijuana, con el aviso de busca y captura de los dos.Pero todavía tenemos que cubrir la catedral, con una probabilidad entre un millón de que Jimmy haya sido honesto con su oferta de entrega, pensó Mort. Por alguna razón, ninguna de las dos posibilidades –México y entregarse– le parecía verosímil. Esa Paige, ¿no sería lo bastante lista para mentir a su amiga por si la policía la interrogaba?Acababan de traer el café y los bocadillos que habían pedido. Mort se agachó para coger el suyo de jamón y pan de centeno. Dos mujeres policías conversaban entre sí.Oyó que una de ellas, Lory Martini, decía:–Todavía no hay rastro de ese niño desaparecido. Seguro que se lo habrá llevado algún loco.–¿Qué niño desaparecido? –preguntó Levy. Escuchó tranquilamente los detalles. Era la clase de asunto en que nadie del departamento era capaz de trabajar sin comprometerse emocionalmente. Mort, que tenía un hijo de siete años, sabía cómo lo estaría pasando la madre. Y el padre, tan enfermo que ni siquiera le habían hablado de la desaparición del pequeño. Y todo eso en Navidad. "Dios mío, a algunas personas les suceden cosas espantosas", pensó.–Te llaman, Mort –gritó una voz desde el otro extremo de la sala.Mort, con el café y el bocadillo, volvió a su escritorio.–¿Quién es? –preguntó mientras levantaba el auricular.–Una mujer. No me ha dicho el nombre.–Agente Levy al habla–dijo Mort.Entonces, oyó el sonido producido por una respiración asustada, y a continuación el clic que dejó la línea muerta.El periodista de la WCBS, Alan Graham, se acercó al coche patrulla en que había entrevistado a Catherine Dornan hacía una hora, al dar la noticia de la desaparición del niño.Eran las ocho y media, y las ráfagas de nieve intermitentes se habían convertido en una regular nevada de copos grandes.Graham escuchó por los auriculares las últimas noticias sobre el preso fugado. "El estado de Mario Bonardi, el guardián herido, todavía es extremadamente grave. El alcalde Giuliani y el comisario de policía Bratton han hecho una segunda visita al hospital donde la víctima, tras una delicada operación, se encuentra en cuidados intensivos. Según los últimos informes, la policía sigue una pista según la cual el agresor, el sospechoso de asesinato Jimmy Siddons, podría reunirse con su novia en California para dirigirse a México. La patrulla de fronteras de Tijuana ha sido alertada."A uno de los periodistas le habían informado de que el abogado de Jimmy afirmaba que Siddons pensaba entregarse en la catedral de San Patricio después de la Misa del Gallo. Alan Graham se alegraba de que la información no hubiera sido difundida. Ninguno de los altos mandos de la policía lo creía, y no querían que los fieles fueran perturbados con ese rumor.En aquel momento quedaban pocos transeúntes en la Quinta Avenida, y Graham pensó que abrir los informativos de Nochebuena con esas noticias tenía algo obsceno: un asesino fugitivo; un oficial de prisiones al borde de la muerte; un niño de siete años desaparecido, y que se sospechaba que era víctima de algún abuso sucio.Golpeó el cristal de la ventanilla del coche patrulla.Catherine levantó la mirada y la abrió a medias. Graham se preguntó al verla por cuánto tiempo mantendría su notable compostura. Estaba sentada en el asiento del pasajero, al lado del agente Ortiz. Su hijo Michael se encontraba en el asiento trasero junto a una bella anciana que lo rodeaba con un brazo.Catherine respondió a la pregunta sin formular.–Sigo esperando –dijo en voz baja–. El agente Ortiz ha tenido la amabilidad de quedarse conmigo. No sé por qué, pero siento que, de algún modo, encontraré a Brian aquí mismo. –Se volvió ligeramente–. Mamá, este señor es Alan Graham, de la WCBS. Me ha entrevistado después de hablar contigo.Bárbara Cavanaugh vio la compasión en el rostro del joven periodista. Aunque sabía que si tenía algo que decirles ya lo sabrían, no pudo evitar preguntarle.–¿Alguna novedad?–No, señora. En la emisora recibimos montones de llamadas, pero todas expresando solidaridad.–Se ha esfumado –dijo Catherine con voz monótona–.Tom y yo educamos a los niños para que confíen en la gente, pero también para que sepan qué hacer en una emergencia. Brian sabe ir a buscar a un policía si se ha perdido. Y también marcar el número de la policía.Alguien se lo ha llevado. ¿Quién es capaz de llevarse a un niño de siete años y retenerlo como no sea un...?–Catherine, hija, no te tortures–dijo su madre–. Todos aquellos que te han escuchado por radio están rezando por Brian. Debes tener fe.Catherine sintió que la frustración y la ira brotaban en su interior. Sí, se suponía que debía tener "fe". Sin duda Brian la había tenido, creía en aquella medalla de San Cristóbal, tal vez lo suficiente como para seguir al que cogió el monedero, y pensó que tenía que recuperarlo.Volvió la cabeza y miró a su madre y a Michael. Sintió que su ira se disipaba. Su madre no tenía la culpa de cuanto sucedía. No, la fe (incluso en algo tan inverosímil como una medalla de San Cristóbal) era algo bueno.–Tienes razón, madre –dijo.Por los auriculares, Graham oyó al locutor:–Adelante, Alan.Se alejó un paso del coche y empezó.–La madre de Brian Dornan sigue esperando en el lugar donde su hijo desapareció poco después de las cinco de la tarde. Las autoridades creen en la teoría de Catherine Dornan acerca de que quizá su hijo viese a la persona que le robó el monedero y decidiera seguirla. El monedero contenía una medalla de San Cristóbal que Brian estaba desesperadamente ansioso por llevar a su padre al hospital.Graham tendió el micrófono a Catherine.–Brian cree que la medalla ayudará a su padre a ponerse bien. Si yo hubiese tenido la fe de Brian, habría guardado el monedero con más cuidado por la medalla que llevaba dentro. Quiero que mi marido mejore. Quiero que mi hijo vuelva –dijo con voz firme, pese a la emoción–. Por el amor de Dios, si alguien sabe qué le ha sucedido a Brian, quién lo tiene o dónde esté, por favor, por favor, que nos llame.Graham se apartó del coche patrulla y añadió:–Si alguien que escucha el dolor de esta joven madre sabe algo sobre el paradero de Brian, le rogamos que llame al siguiente número: 2125550748.Con los ojos llenos de lágrimas y los labios temblorosos, Cally apagó la radio. "Si alguien sabe algo sobre el paradero de Brian..."Lo he intentado –se dijo–. Lo he intentado. Había marcado el número del detective Levy, pero cuando oyó su voz, la enormidad de lo que estaba a punto de hacer la abrumó. La detendrían. Le quitarían a Gigi otra vez y se la darían en adopción a una familia. "Si alguien sabe algo sobre el paradero de Brian..."Tendió la mano para coger el teléfono.Un sollozo le llegó desde el dormitorio. Gigi tenía otra pesadilla. Entró deprisa en la habitación y se sentó en la cama. Cogió a su hija entre los brazos y empezó a mecerla.–Chist, no pasa nada, todo está bien.–Mami, mami, he soñado que te ibas otra vez. No te vayas, mami, por favor. No me dejes. No quiero vivir con otra gente, nunca más.–Eso no sucederá, hijita, te lo prometo.Sintió cómo Gigi se relajaba. Se apoyó suavemente en la almohada y le acarició la cabeza.–Ahora vuelve a dormir, ángel mío.Gigi cerró los ojos, pero los abrió de nuevo.–¿Puedo ver cómo abre Papá Noel su regalo? –murmuró. Jimmy Siddons bajó el volumen de la radio.–Tu madre está armando mucho jaleo por ti, chaval.Brian tuvo que contenerse para no inclinarse hacia el salpicadero y tocar la radio. Mamá parecía tan preocupada. Tenía que volver a su lado. Estaba seguro de que ahora ella también creía en la medalla de San Cristóbal.En la autopista había muchos coches, y, aunque nevaba copiosamente, todos iban a bastante velocidad. Pero Jimmy avanzaba por el carril de la derecha, por ello no había coches del lado de Brian, y éste empezó a hacer planes.Si lograba abrir la portezuela muy rápido, se tiraría a la carretera y rodaría hacia el lado derecho, para así no ser atropellado. Apretó la medalla de San Cristóbal y deslizó la mano a hurtadillas hasta la manija de la portezuela. La apretó suavemente y se movió. Tenía razón: Jimmy no había echado los seguros después de abandonar la gasolinera.Estaba a punto de abrir cuando recordó el cinturón de seguridad. Tenía que desabrochárselo en el momento en que abría la portezuela. Con cuidado de no atraer la atención de Jimmy, apoyó el índice de la mano izquierda en el botón del cinturón.En el momento en que iba a mover la manija y apretar el botón, Jimmy lanzó un taco. Un coche que coleaba intentaba adelantarlos por la izquierda. Al cabo de un instante, los pasó tan cerca que casi rascó el Toyota. Luego se cruzó delante de ellos y obligó a Jimmy a frenar de golpe. El coche patinó y coleó, mientras se oyó el ruido de metal contra metal. Brian contuvo el aliento. "Choca" –rogó–. "¡Choca!" Alguien lo ayudaría después.Pero Jimmy enderezó el coche y esquivó a los demás. Justo delante, Brian oyó el sonido de las sirenas y vio el resplandor de las luces giratorias reuniéndose alrededor de otro accidente, que también adelantaron rápidamente.Jimmy esbozó una sonrisa satisfecha.–Tenemos bastante suerte, ¿no, chaval? –preguntó a Brian mientras lo miraba.El niño seguía cogido a la manija de la portezuela.–No me digas que pensabas saltar si teníamos que detenernos –exclamó Jimmy mientras accionaba el cierre centralizado de las portezuelas–. Quita la mano de ahí. Si vuelvo a verte tocando esa manija, te rompo los dedos –le dijo en voz baja.Brian no tuvo la menor duda de que lo haría.Eran las diez y cinco. Mort Levy estaba sentado detrás de su escritorio, sumido en sus pensamientos. Sólo encontraba una explicación para la llamada interrumpida: Cally Hunter. La furgoneta de la policía, aparcada fuera de la casa de Cally, y que tenía intervenido su teléfono, le confirmó que ella lo había llamado. Los hombres que estaban de guardia se ofrecieron, si él quería, a hablarle.–No –ordenó–, dejadla tranquila.Sabía que sería inútil. Cally se limitaría a repetir lo que les había dicho antes. "Pero sabe algo y tiene miedo de contarlo", pensó. La había llamado por teléfono dos veces y, aunque Levy sabía que estaba en casa, ella no había contestado. Si hubiese salido, los que vigilaban desde la furgoneta se lo habrían comunicado. ¿Por qué no contestaba entonces? ¿Debía ir a verla personalmente? ¿Para qué?–¿Qué te ocurre? ¿Estás sordo? –preguntó Jack Shore impaciente.Mort levantó la mirada. El regordete agente lo observaba con el ceño fruncido. "No me sorprende que Cally te tenga miedo", pensó Mort recordando el terror en los ojos de la mujer ante la ira y hostilidad de su compañero.–Estoy pensando –contestó con tono seco, reprimiendo el impulso de sugerirle que él también podía pensar de vez en cuando.–De acuerdo, pero piensa con nosotros. Tenemos que seguir adelante con el plan de cubrir la catedral. –La reprimenda de Shore se suavizó–. Mort, ¿por qué no te tomas un descanso?Intenta parecer peor de lo que es, pensó Levy.–Tú tampoco lo haces.–Porque odio a Siddons más que tú.Mort se levantó lentamente. Seguía con la idea fija de que algo importante se le había pasado por alto; algo que sabía que estaba allí, delante de él, pero que no lograba ver. Habían visitado a Cally Hunter a las siete y cuarto de esa mañana. Ya estaba vestida para ir al trabajo. La vieron de nuevo casi doce horas después. Parecía agotada, y muy preocupada. Ahora probablemente estaría durmiendo, pero todo su ser le decía que debía hablar con ella.A pesar de que Cally lo negaba, Mort sabía que la mujer tenía la clave.En el momento que se apartaba del escritorio, el teléfono sonó. Cuando descolgó el auricular oyó otra vez aquella respiración aterrorizada. Entonces tomó la iniciativa.–Cally–dijo apremiante–. Cally, hábleme. No tenga miedo. Sea lo que sea, trataré de ayudarla.A Cally ni se le ocurría irse a la cama. Estuvo escuchando la emisora de noticias con la esperanza, pero también con miedo, de que la policía hubiera cogido a Jimmy, mientras rezaba para que el pequeño Brian se encontrara sano y salvo.A las diez encendió el televisor para ver las noticias locales de la Fox, y se le encogió el corazón. La madre de Brian se hallaba sentada al lado del presentador Tony Potts. Tenía el cabello más revuelto –como si hubiese estado fuera, al viento o bajo la nieve–, el rostro muy pálido y en la mirada una expresión de dolor. A su lado, sentado, había un niño de unos diez u once años.El presentador decía:Seguramente habrán escuchado las peticiones de ayuda para encontrar a su hijo Brian que Catherine Dornan ha realizado. Les hemos pedido, a ella y a Michael, el hermano de Brian, que esta noche estén con nosotros. Esta misma tarde, poco después de las cinco, había muchísima gente en la Quinta Avenida y la calle Cuarenta y nueve.Quizá usted se encontraba allí. Tal vez vio a Catherine con sus dos hijos, Michael y Brian. Escuchaban a un violinista que tocaba villancicos mientras el público cantaba.El niño de siete años, Brian Dornan, que estaba al lado de su madre, desapareció. La madre y el hermano necesitan la ayuda de todos ustedes para encontrarlo. –El presentador se volvió hacia Catherine–. ¿Tiene alguna foto de Brian?Cally miró la foto, mientras escuchaba a la madre.Como no es una foto muy clara, voy a explicarles un poco cómo es. Tiene siete años, pero parece más pequeño porque es bajito. Tiene el cabello castaño rojizo, ojos azules y pecas en la nariz... La voz se le quebró.Cally cerró los ojos. No soportaba la terrible agonía en el rostro de Catherine Dornan.Michael cogió una mano a su madre.Mi hermano lleva una chaqueta azul marino como la mía, salvo que la mía es verde, y un gorro rojo. Le falta uno de los dientes de delante. –Y en aquel momento soltó de golpe–. Necesitamos que vuelva. No podemos decir a mi padre que Brian ha desaparecido, porque mi padre está muy enfermo y no puede preocuparse. –La voz de Michael se hizo aún más urgente–. Conozco a mi padre y estoy seguro de que intentaría hacer algo. Se levantaría de la cama para salir en busca de Brian, y no podemos dejar que lo haga. Está enfermo, muy enfermo.Cally apagó el televisor. Se dirigió de puntillas al cuarto donde Gigi dormía al fin con un sueño tranquilo, y se acercó a la ventana que daba a la escalera de incendios.Vio los ojos de Brian, el chiquillo que la miraba por encima del hombro rogándole que lo ayudara, con una mano en la de Jimmy y la otra cogida a la medalla de San Cristóbal, como si ésta fuera a salvarlo de algún modo.Sacudió la cabeza. "Vino en busca de esa medalla –pensó–. El dinero no le importaba." La había seguido porque creía que la medalla curaría a su padre.Cally regresó deprisa a la salita y cogió la tarjeta de Mort Levy. Cuando éste respondió a la llamada, su determinación casi se vino abajo otra vez, pero la voz del agente sonó llena de bondad cuando le dijo:–Cally, hábleme. No tenga miedo.–Señor Levy –balbuceó–, ¿puede venir aquí enseguida? Tengo que hablar con usted de Jimmy y... de ese niño que ha desaparecido.Lo único que quedaba de las compras que Jimmy había hecho cuando se detuvieron a poner gasolina eran las latas vacías de Coca Cola y las bolsas arrugadas de patatas fritas. Jimmy había tirado la suya en el suelo, delante del asiento de Brian; éste había metido la suya en la papelera de plástico que había debajo del salpicadero. Ni siquiera recordaba el gusto de las patatas. Tenía tanta hambre y tanto miedo que sólo era capaz de pensar en el hambre que sentía.Sabía que Jimmy estaba muy enfadado con él. Y, desde el momento en que estuvieron a punto de chocar y Jimmy se dio cuenta de que él planeaba saltar del coche, parecía muy nervioso. No paraba de abrir y cerrar los dedos sobre el volante y darle golpecitos con un ruido inquietante. La primera vez que lo hizo, Brian se sobresaltó y dio un salto. Su acompañante lo cogió del hombro y le regañó, advirtiéndole que se separase de la portezuela.La nieve caía más copiosamente. Alguien frenó delante de ellos. El coche hizo un viraje brusco y luego continuó la marcha. Brian se dio cuenta de que no habían chocado porque todos los conductores evitaban acercarse demasiado a los otros coches.Aun así, Jimmy empezó a soltar una catarata de palabrotas en voz baja, muchas de las cuales Brian nunca había oído, ni siquiera en Skeet, el chico de su clase que más tacos sabía en el mundo.El coche que había patinado confirmó a Jimmy la creciente sensación de que algo podía salir mal en cualquier momento, aunque estuviera a punto de largarse del país.No parecía que el guardián al que había disparado fuera a sobrevivir. Si moría... Jimmy hablaba en serio cuando había dicho a Cally que no lo cogerían vivo.Después trató de tranquilizarse. Disponía de un coche que seguramente nadie había echado en falta todavía.Tenía ropa decente y dinero. Si hubiesen quedado detenidos cuando aquel imbécil chocó, el chico habría saltado del coche. "Si el gilipollas de ese vehículo que patinó hubiese tocado el Toyota, podría haberme hecho daño –pensó Jimmy–. Y si hubiese ido yo solo, habría soltado un rollo; pero llevando al chico conmigo, no podía."Por otro lado, nadie sabía que tenía al niño, y ningún policía del mundo buscaba a un sujeto con un bonito coche, un montón de juguetes en el asiento trasero y un chiquillo a su lado.Ya se encontraban cerca de Syracuse. Dentro de tres horas estaría al otro lado de la frontera, con Paige.Vio un cartel de McDonald's a la derecha. Jimmy tenía hambre, y era un buen lugar para pedir algo de comer.Aguantaría con eso hasta llegar a Canadá. Entraría por la parte de servicio para coches, pediría algo para los dos y volvería rápidamente a la carretera.–¿Qué te gusta más para comer, chaval? –preguntó en un tono casi amable.Brian, que había visto el cartel de McDonald's, había contenido el aliento con la esperanza de que fueran a comer algo.–Hamburguesa con patatas fritas y Coca Cola –dijo tímidamente.–Si paro en McDonald's, ¿te harás el dormido?–Lo prometo.–Entonces hazlo. Apóyate contra mí, con los ojos cerrados.–De acuerdo.Brian, obediente, se apoyó contra el hombro de Jimmy y apretó los ojos. Trataba de que no se le notara lo asustado que estaba.–Veamos qué tal actor eres –dijo Jimmy–. Y espero por tu bien que seas bueno.La medalla de San Cristóbal se le había deslizado hacia un lado. Brian se la enderezó para sentirla sobre el pecho, pesada y tranquilizadora.Le daba miedo estar tan cerca de aquel hombre. No era como cuando se dormía mientras su padre conducía y sentía su mano acariciándole el hombro.Jimmy abandonó la autopista. Tenía que hacer cola en la entrada para vehículos. Se quedó helado cuando vio cómo un coche patrulla se detenía detrás de ellos, pero no tenía más alternativa que permanecer en su puesto si no quería llamar la atención. Cuando le tocó el turno e hizo su pedido y pagó, el empleado ni se molestó siquiera en mirar dentro del coche. Pero cuando tuvo que recoger los bocadillos y las bebidas, la mujer miró por encima del mostrador a Brian, iluminado por la luz de detrás.–Tendrá unas ganas locas de ver qué le va a traer Papá Noel, ¿no? –dijo, señalando al niño.Jimmy asintió con la cabeza y trató de sonreír mientras tendía la mano para recoger la bolsa.La mujer se asomó un poco más y echó un vistazo dentro del coche.–Dios mío, ¿lleva una medalla de San Cristóbal? Mi padre se llama así, y siempre da mucha importancia a ese asunto, pero mi madre se burla de que hayan echado a San Cristóbal del santoral. Mi padre dice que es una lástima que mi madre no se llame Filomena, que es otra santa que el Vaticano ha dicho que no existe.La mujer lanzó una carcajada y le tendió la bolsa.Mientras volvían a la autopista, Brian abrió los ojos. Sintió el olor de las hamburguesas y las patatas fritas, y se incorporó con lentitud.Jimmy lo miró, los ojos fríos, el rostro tenso. A través de los labios apenas entreabiertos, le ordenó en voz baja:–Quítate esa maldita medalla del cuello.Cally tenía que hablar con él sobre su hermano y el niño desaparecido. Mort Levy, después de prometerle que enseguida iba para allá, colgó el auricular con gesto perplejo. ¿Qué vínculo habría entre Jimmy Siddons y el niño desaparecido en la Quinta Avenida?Llamó a la furgoneta de vigilancia.–¿Lo habéis grabado?–¿Está loca, Mort? Es imposible que se refiera al niño Dornan. ¿Quieres que nos la llevemos para interrogarla?–¡Eso es justamente lo que no quiero que hagáis! –estalló Levy–. Ya está demasiado asustada. Quedaos quietos hasta que yo llegue.Tenía que informar a sus jefes, empezando por Jack Shore, sobre la llamada de Cally Hunter. Vio que éste salía del despacho del inspector jefe en ese momento y se dirigía a su escritorio.–Entra otra vez –le dijo cogiéndole del brazo.–Te he dicho que te tomes un descanso –replicó Shore dando un tirón–. Acabamos de tener noticias de Logan, de Detroit. Hace dos días, una mujer que coincide con la descripción de la amiguita de Siddons alquiló un coche con chofer para dirigirse a la frontera, a Windsor. Los hombres de Logan creen que comentó con su amiga lo de California y México para despistar. Han interrogado a la chica de nuevo y esta vez ha recordado que le ofreció comprarle el abrigo de pieles a Laronde, ya que en México no lo iba a necesitar, pero que ella no quiso vendérselo.Nunca me he tragado lo de México, pensó Mort Levy mientras casi arrastraba a Shore, sin soltarle el brazo, hacia el despacho del inspector.Cinco minutos después, un coche patrulla se lanzaba a toda velocidad por East Side Drive hacia la avenida B y la calle Diez. A Jack Shore, amargamente frustrado, le habían ordenado esperar en la furgoneta de vigilancia, mientras Mort y el jefe, Bud Folney, subían para hablar con Cally.Mort sabía que Shore nunca le perdonaría su insistencia de que se quedara fuera. Jack–le había dicho–, cuando fuimos a su casa, yo sabía que ella nos ocultaba algo. La has asustado de una manera terrible. Cree que eres capaz de cualquier cosa para verla otra vez entre rejas. Por todos los santos, ¿no puedes tratarla como a un ser humano? Tiene una niña de cuatro años, su marido ha muerto, fue encerrada sin la menor piedad cuando cometió el error de ayudar al hermano que prácticamente había criado.Mort se volvió hacia Folney.–No sé cómo Jimmy Siddons puede estar relacionado con el niño desaparecido, pero sí sé que Cally tenía demasiado miedo para hablar. Si ahora nos cuenta lo que sabe es porque cree que el Departamento... usted... no la encerraran.Folney asintió. Era un hombre de voz suave, delgado, de casi cincuenta años y rostro de docente. En realidad había sido profesor de instituto durante tres años, antes de descubrir que su pasión era la actividad policial. En el cuerpo de policía, todos pensaban que un día llegaría a comisario jefe. Y, de hecho, ya era uno de los hombres más poderosos del Departamento.Mort Levy sabía que si alguien podía ayudar a Cally, suponiendo que ésta se hubiera visto obligada a encubrir a Jimmy otra vez, era Folney. Pero el niño desaparecido... ¿qué relación tendría con Siddons?Era una pregunta que todos estaban impacientes por hacer.Cuando el coche patrulla se detuvo detrás de la furgoneta de vigilancia, Shore hizo un último intento:–Si no abro la boca...–Sugiero que te quedes, Jack –respondió Folney–. Ve a la furgoneta.Pete Cruise estaba a punto de dar por terminado el día.Había descubierto dónde vivía Cally Hunter cuando trató de entrevistarla después de que ésta saliera de la cárcel, y ahora esperaba que su hermano apareciera. Pero nada había que observar, salvo la nieve que caía y paraba a intervalos. Al menos parecía que había parado del todo.La furgoneta, sin duda de la policía, seguía aparcada enfrente del edificio de Cally, pero seguramente lo único que hacían era grabar las llamadas. La probabilidad de que Jimmy Siddons se presentara en casa de su hermana era casi tan remota como que dos desconocidos tuvieran el mismo código genético.Todas esas horas rondando el edificio de Hunter habían sido una pérdida de tiempo, decidió Pete. Desde que Cally llegó, poco después de las seis, y los dos agentes entraron a eso de las siete, nada había ocurrido.No cesaba de mover el dial de su poderosa radio entre la banda de la policía; la WYME, la emisora en que él trabajaba, y la emisora de noticias WCBS. Nada se sabía de Siddons. Y era una lástima lo del niño desaparecido.Cuando la WYME difundió el informativo de las diez, Pete pensó por centésima vez que la locutora parecía una idiota. Pero al hablar de la desaparición del niño de siete años notó auténtica emoción en su voz. "Quizá necesitemos que desaparezca un niño todos los días", se dijo Pete, sarcástico, pero enseguida se avergonzó de sí mismo.Había mucha actividad en el edificio de Cally, con gente entrando y saliendo. Muchas iglesias habían trasladado la Misa del Gallo de las doce a las diez de la noche.Pero citaran a la hora que fuera, algunas personas llegaban siempre tarde, pensó Pete mientras veía a una pareja de ancianos que salía deprisa del edificio y doblaba por la avenida B, probablemente en dirección a Saint Emeric.La mujer que había llevado a la hija de Hunter apareció por la esquina. ¿Iba a casa de Cally? ¿Acaso ésta pensaba salir?, Se preguntó.Pete se encogió de hombros. Quizá Hunter tuviera alguna cita o pensara ir a la iglesia. Resultaba obvio que ése no era el día en que lograría la noticia que lo convertiría en un periodista famoso.Pero lo conseguiré –se prometió–. No pienso pasarme la vida trabajando en esta emisora de mala muerte.A un amigo que trabajaba en la WNBC le encantaba tomarle el pelo con lo de su empleo. Su broma favorita era que la audiencia de la WYME estaba compuesta por dos cucarachas y tres gatos callejeros.Pete puso el motor en marcha. Estaba a punto de arrancar cuando vio que un coche patrulla se detenía delante del edificio de Cally.Entrecerró los ojos. Vio que tres hombres bajaban del vehículo. Uno de ellos, que reconoció como Jack Shore, cruzó la calle y entró en la furgoneta. Después, con la luz del vestíbulo, vio a Mort Levy. No distinguió al tercero.Algo iba a pasar. Apagó el motor, súbitamente interesado otra vez.Mientras esperaba a Mort Levy, Cally sacó los regalos para Gigi de detrás del sofá, donde los tenía escondidos, y los puso delante del árbol de Navidad. Decidió que el cochecito de segunda mano para la muñeca, con la colcha y la funda de almohada azul de satén, no tenía ya tan mal aspecto. Le pondría la muñequita que le había comprado por un par de dólares el mes anterior, a pesar de que no era tan bonita como la que hubiese comprado al vendedor de la Quinta Avenida, que tenía el dorado cabello castaño de Gigi y llevaba un vestidito de fiesta azul. Si no hubiese buscado a aquel vendedor, no habría visto el monedero, y el niño no la habría seguido, y...Dejó aquellos pensamientos a un lado. Ya estaba hecho. Apiló cuidadosamente los regalos envueltos en papel de celofán de brillantes colores: unos pantalones y un polo; un libro y lápices para colorearlo; unos diminutos muebles para la casita de muñecas. Todo, hasta la ropa, estaba envuelto en su correspondiente paquete, al menos así parecería que Gigi tenía un montón de regalos para abrir.Trató de no mirar el paquete más grande que había debajo del árbol, el que Gigi creía que era para Papá Noel.Al final llamó a Aika por teléfono. Los nietos de Aika se iban siempre a su casa a dormir, así que Cally estaba segura de que la mujer podría quedarse con Gigi, en el caso de que la policía la detuviera después de que les contara lo de Jimmy y el pequeño.Aika atendió al primer timbrazo.–Diga. –Su voz era tan cálida como siempre.Si me meten de nuevo en la cárcel, ojalá dejaran a Gigi con Aika, pensó Cally, tragando el nudo que tenía en la garganta.–Aika, tengo un problema. ¿Puedes venir dentro de una media hora y quizá quedarte a pasar la noche?–No lo dudes. –Aika no hizo preguntas y se limitó a colgar.Mientras Cally dejaba el auricular en su sitio, el timbre del portero electrónico resonó por todo el apartamento.–Nuestro centro de control está que arde, señora Dornan –dijo Leigh Ann Winick, productora del informativo de las diez de la Fox, a Catherine mientras ésta y Michael se retiraban del plató evitando cuidadosamente los cables que había por el suelo–. Es como si todos nuestros espectadores quisieran que usted supiera que la apoyan y rezan por Brian, y por su marido.–Gracias.Catherine trató de sonreír. Bajó la mirada hacia Michael. Su hijo se había esforzado en darle ánimos en bien de ella. Cuando oyó hacer su petición ante las cámaras, comprendió cuánto significaba para él lo que sucedía.Michael tenía las manos en los bolsillos y los hombros encorvados. Era la misma postura que Tom adoptaba cuando estaba preocupado por un paciente. Catherine se irguió y cogió a su hijo mayor por los hombros mientras la puerta del plató se cerraba a sus espaldas.–Nuestros operadores están agradeciendo a todo el mundo sus llamadas en nombre de ustedes –dijo la productora–. Pero ¿hay algo en especial que quisiera usted que nuestro público supiera?Catherine respiró hondo y apretó más a su hijo contra su cuerpo.–Me gustaría que les dijera que yo creo que el monedero se me cayó y que Brian debió de seguir a la persona que lo recogió. La razón de que estuviera tan ansioso por recuperarlo es que mi madre acababa de darme una medalla de San Cristóbal que mi padre había llevado durante la Segunda Guerra. Mi padre creía que esa medalla le había salvado la vida. Incluso tiene la marca de una bala que rebotó contra ella y que pudo matarlo. Brian tiene la misma fe maravillosa en que San Cristóbal, o lo que éste representa, cuidará de nosotros otra vez..., y yo también lo creo. San Cristóbal nos traerá a Brian sobre sus hombros y ayudará a mi marido a ponerse bien. –Sonrió a Michael–. ¿Estás de acuerdo, colega?Los ojos de Michael brillaban.–Mamá, ¿de verdad lo crees así?Catherine respiró hondo. "Creo, Señor, y ayúdame en mi incredulidad."–Sí, lo creo –respondió con decisión.Y quizá porque era Nochebuena, aquélla fue la primera vez que creyó.El policía de tráfico Chris McNally escuchaba mientras Deidre Lenihan le contaba que acababa de ver una medalla de San Cristóbal, y que su padre se llamaba así. Era una buena chica, pero cada vez que él se detenía a tomar un café en aquel McDonald's, ella parecía estar de servicio y siempre quería charlar con él.Esa noche, Chris estaba ansioso por volver a casa.Quería dormir un poco por lo menos antes de que sus hijos se levantaran para abrir los regalos de Navidad.También pensaba en el Toyota que había tenido delante del coche. Había estado pensando en comprarse uno igual, aunque sabía que a su mujer no le gustaba el marrón. Un coche nuevo significaba la preocupación de los plazos mensuales. Cuando el Toyota arrancó, vio el resto de una pegatina encima del parachoques con la palabra herencia. Sabía que el adhesivo original decía: "Estamos gastándonos la herencia de nuestros nietos".–Y mi padre dice...Chris se obligó a prestar atención. "Deidre es agradable, pero habla demasiado." Tendió la mano para coger la bolsa que ella le daba; pero estaba claro que no pensaba abandonar todavía, al menos hasta que le explicara que su padre creía que era una lástima que su mujer no se llamara Filomena. Y aun así, ella no terminó.–Hace años –prosiguió–, mi tía trabajaba en Southampton y pertenecía a la parroquia de Santa Filomena.Cuando tuvieron que cambiarle el nombre, el sacerdote hizo una encuesta para ver qué nombre elegían y por qué.Mi tía propuso una santa que era la patrona de los locos porque la mayoría de los fieles estaban como una cabra.–Bueno, a mí también me pusieron el nombre por San Cristóbal –dijo Chris mientras se las ingeniaba para cogerle la bolsa–. Feliz Navidad, Deidre. Y si no me doy prisa, será Navidad antes de que consiga hincarle el diente a la hamburguesa, pensó mientras volvía a la autopista. Abrió la bolsa con una mano, sacó la hamburguesa y, satisfecho, le dio un buen bocado. El café tendría que esperar hasta que llegara a su puesto.Terminaba la guardia a medianoche, y después, pensó sonriendo para sí, cerraría los ojos al fin. Eileen intentaría que los niños no se levantaran antes de las seis..., eso con suerte. Conociendo a sus hijos como los conocía, no había sucedido así el anterior año, y ése tampoco sucedería.Condujo hasta la salida 4c, desde donde veía a los infractores. Nochebuena no era como Nochevieja, en cuanto a detener conductores ebrios, pero Chris estaba decidido a no dejar pasar a nadie que llevara exceso de velocidad o que serpenteara por la autopista. Había presenciado un par de accidentes en los cuales unos borrachos habían convertido aquellas fiestas en la pesadilla de gente inocente. Si él podía evitarlo, esa noche no ocurriría. Además, la nieve convertía la carretera en algo mucho más traicionero.Mientras abría la tapa del café, frunció el ceño. Un Corvette, a ciento sesenta por lo menos, avanzaba por el arcén. Encendió las luces giratorias y la sirena, metió primera, y lanzó el coche patrulla detrás del infractor.El inspector Bud Folney escuchó sin más expresión que un atento silencio, mientras una temblorosa Cally Hunter contaba a Mort Levy lo del monedero que se había encontrado en la Quinta Avenida.Folney conocía los antecedentes básicos del caso: hermana mayor de Jimmy Siddons, había estado en la cárcel porque un juez no creyó su historia de que pensaba que ayudaba a su hermano a huir de una pandilla rival que quería matarlo. Levy le había dicho que Hunter parecía una de las personas con la peor mala suerte del mundo. Criada por una abuela anciana, que había muerto cuando ella era apenas una chiquilla, trató de enmendar a su descarriado hermano menor. Después, cuando ella estaba embarazada, el marido murió atropellado por un conductor que se dio a la fuga.De unos treinta años, con unos kilos más hasta sería guapa, pensó Folney. Todavía tenía la palidez y aquella expresión perturbada que había visto en otras mujeres que habían estado en la cárcel y arrastraban el terror de ser encerradas de nuevo.Miró alrededor. El ordenado apartamento, las agrietadas paredes pintadas de un amarillo alegre, el pobre pero cuidadosamente adornado árbol de Navidad, la colcha nueva sobre el cochecito destartalado... Todo aquello le decía algo sobre Cally Hunter.Folney sabía que Mort Levy estaba tan desesperado como él por saber qué podía decirles Cally sobre la relación de Jimmy Siddons con el niño desaparecido. Le pareció correcta la suave aproximación de Mort. Cally Hunter tenía que contarlo a su manera. "Ha sido buena idea no traer con nosotros al toro furioso", pensó. Jack Shore era un buen detective pero, a menudo, su agresividad sacaba a Folney de quicio.Hunter les contaba que había visto el monedero en la acera.–Lo recogí sin pensar. Supuse que era de aquella señora, pero no estaba segura. Les prometo que no estaba segura –repitió–, y pensé que si se lo devolvía, diría que faltaba algo (eso le ocurrió a mi abuela), y que ustedes me mandarían de nuevo a la cárcel y...–Cally, tranquila–intervino Mort–. ¿Qué sucedió después?–Cuando llegué a casa...Contó cómo se había encontrado a Jimmy en el apartamento, vestido con la ropa de su difunto marido. Señaló la caja grande debajo del árbol.–Ahí está el uniforme del guardián y el abrigo –dijo–. Fue el único lugar donde se me ocurrió esconderlos por si ustedes volvían.¡Eso era! –pensó Mort–. La segunda vez que registramos el apartamento, en el armario faltaba la caja del estante y una americana.A Cally se le crispó la voz cuando les explicó que Jimmy se había llevado a Brian Dornan y había amenazado con matar al niño.Sonó el timbre. "Si es Shore...", pensó Folney mientras se ponía de pie para abrir la puerta.Era Aika Banks. Cuando entró en el apartamento, observó a los policías con mirada escrutadora, corrió hacia Cally y la abrazó.–Querida, ¿qué ocurre? ¿Algo malo? ¿Por qué necesitas que me quede con Gigi? ¿Qué busca esta gente?Cally hizo una mueca de dolor.Aika le remangó el suéter. Las marcas que Jimmy le había hecho al cogerla estaban horriblemente moradas.Todas las dudas de Folney sobre la posible colaboración de Cally con el hermano desaparecieron.–Cally, no tendrá problemas por esto –dijo poniéndose de pie–. Se lo prometo. Creo en su palabra de que se encontró el monedero y de que no sabía qué hacer. Pero ahora nos ha ayudado. ¿Tiene idea de adónde se habrá dirigido Jimmy?–Cally, ¿cree que Jimmy cumplirá su palabra de soltar a Brian? –preguntó Levy. –Me gustaría creer que sí –respondió con voz monótona–. Por eso no los llamé enseguida. Pero Jimmy está desesperado, y hará cualquier cosa para no volver a la cárcel. –¿Y por qué nos ha llamado? –preguntó Folney. –He visto a la madre de Brian por televisión, y me he dado cuenta de que si Jimmy se hubiese llevado a Gigi, yo habría querido que me ayudaran a recuperarla. –Cally se apretó las manos. Balanceaba el cuerpo adelante y atrás, en un típico movimiento de dolor–. El rostro del niño, la forma en que se puso la medalla al cuello y cómo la cogía..., parecía que fuera a salvarle la vida... Si le sucede algo, yo tendré la culpa.Diez minutos más tarde, cuando se marcharon del apartamento de Cally, Mort Levy llevaba la enorme caja con el uniforme del guardián.Shore subió con ellos al coche patrulla y acribilló a Mort a preguntas. Mientras se dirigían al centro, coincidieron en que la búsqueda de Jimmy Siddons debía basarse en la suposición de que su destino era Canadá.–Tiene que ir en coche –dijo Folney resuelto–. Es imposible que viaje en un transporte público con el niño.Cally les había dicho que Jimmy, desde que tenía doce años, sabía abrir coches y hacerles el puente. Estaba segura que tenía un auto preparado cerca de su apartamento cuando fue allí.–Mi idea es que Siddons querrá salir del estado de Nueva York lo antes posible –dijo Folney–, lo que significa que ha de cruzar Nueva Inglaterra hasta la frontera.Pero sólo se trata de una suposición. También es posible que haya cogido la Thruway hasta la 187. Es la carretera más rápida.Y era probable que la amiguita de Siddons estuviera ya en Canadá. Todo encajaba a la perfección.También coincidían con Cally en su certeza de que Jimmy no se dejaría coger vivo, y que su acto de venganza final sería matar al rehén.Así pues, se enfrentaban a un asesino fugitivo con un niño, que posiblemente viajaba en un coche que no podían describir, rumbo al norte en medio de una tormenta de nieve. Sería como buscar una aguja en un pajar.Siddons era demasiado listo para llamar la atención por exceso de velocidad. En Nochebuena, la frontera estaba siempre repleta de coches. Folney dictó un mensaje para que fuera transmitido a la policía de Nueva Inglaterra, así como a la de Nueva York, e hizo hincapié al acabar: "Ha amenazado con matar al rehén".Calcularon que si había salido del apartamento de Cally Hunter poco después de las seis, según las condiciones de la carretera, estaría a trescientos o cuatrocientos kilómetros. En el mensaje enviado a la policía del estado, se añadía la información aportada por Cally: "Es posible que el niño lleve al cuello una medalla de bronce con la imagen de San Cristóbal del tamaño de un dólar de plata".Pete Cruise vio que los policías salían del edificio de Cally unos veinte minutos después de haber entrado. Observó que Levy llevaba un paquete voluminoso. Shore salió al instante de la furgoneta y se les unió.Esa vez, Pete vio bien al tercer hombre, y soltó un silbido silencioso. Era Bud Folney, el inspector, y el posible futuro comisario. Algo pasaba, y grande.El coche patrulla arrancó con la luz giratoria encendida. Después de pasar una manzana, la sirena empezó a sonar. Pete se quedó sentado por un momento preguntándose qué hacer. Si intentaba ver a Cally, quizá los polis de la furgoneta lo parasen, pero era evidente que algo serio sucedía, y estaba decidido a sondear a cualquiera para enterarse.Mientras se preguntaba si no habría otra entrada por la parte de atrás, vio que salía la canguro de la hija de Cally.Bajó del coche como una exhalación y la siguió. La alcanzó al doblar la esquina, fuera de la vista de los polis de la furgoneta.–Soy el agente Cruise–dijo–. Me han ordenado que la acompañe hasta su casa para que llegue bien. ¿Cómo está Cally?–Ay, pobrecita–empezó Aika–. Agente, sus compañeros tienen que creerla. Ella pensó de veras que era mejor no llamarlos para decirles que su hermano había secuestrado al chiquillo...Aunque Brian tenía hambre, le costaba tragar la hamburguesa. Sentía la garganta como obstruida, y sabía que Jimmy era el causante. Tomó un buen trago de Coca Cola e intentó pensar en cómo pegaría su papá a Jimmy por haber sido tan malo con él.Pero pensando en su padre, lo único que no resultaba difícil recordar fue los planes que habían hecho para Nochebuena. Su padre había planeado volver a casa temprano para que adornaran juntos el árbol. Después cenarían y recorrerían las casas vecinas cantando villancicos con un montón de amigos.Sólo podía pensar en eso, porque era lo único que quería: estar en casa con papá y mamá, muy sonrientes, como hacían siempre que estaban juntos. Al llegar a Nueva York, porque su papá estaba enfermo, mamá les había dicho, a Michael y a él, que los regalos grandes, los que ellos deseaban de verdad, estarían en casa esperándolos cuando regresaran, que Papá Noel los guardaría en el trineo hasta que se enterara de que habían vuelto.Michael le había dicho en voz baja: "¿Y quién se cree eso?". Pero Brian creía en Papá Noel. El año anterior, su papá les había enseñado las marcas que había dejado el trineo al aterrizar sobre el tejado del garaje y las huellas del reno. Michael le contó que había oído cómo mamá decía a papá que había tenido suerte de no romperse la cabeza al subir al tejado helado para hacer marcas por todas partes. Pero a Brian no le importaba lo que decía Michael, por la sencilla razón de que no lo creía. Así como tampoco le importaba que Michael a veces lo llamara "el Bobo", porque él estaba convencido de que no lo era.Sabía que las cosas tenían que andar muy mal si él deseaba que el pelmazo de su hermano, que a veces era un auténtico latazo, estuviera allí con él; y eso era precisamente lo que quería en aquel momento.Mientras tragaba, a pesar de la sensación de que tenía algo en la garganta, casi se le cayó de la mano el vaso de plástico. Se dio cuenta de que Jimmy había cambiado de repente de carril. Jimmy Siddons maldijo en voz baja. Acababa de pasar junto a un coche patrulla de tráfico detenido detrás de un deportivo. La vista del policía lo hizo sudar; pero, de todas formas, no debía haber hecho ese cambio de carril tan brusco. Empezaba a ponerse nervioso.Brian, sintiendo la animosidad que brotaba de Jimmy, metió el resto de la hamburguesa y el refresco en la bolsa y, moviéndose con lentitud para que Jimmy viera qué hacía, se agachó y la dejó en el suelo. Volvió a su posición, se acurrucó en el asiento y se cruzó de brazos. Los dedos de la mano derecha tantearon hasta que se cerraron sobre la medalla de San Cristóbal, que había dejado al lado, sobre el asiento, cuando abrió la bolsa de la comida.Apretó la mano con una sensación de alivio, y se imaginó al corpulento santo que llevaba al Niñito sobre sus hombros para cruzar el río, y que había cuidado de su abuelo, y que haría que su papá mejorara y que... Brian cerró los ojos... No terminó el deseo, pero se vio mentalmente a hombros del santo.Bárbara Cavanaugh esperaba a Catherine y Michael en la sala verde del Canal 5.–Habéis estado formidables –dijo en voz baja. Entonces, viendo el agotamiento en el rostro de su hija añadió–: Catherine, por favor, volvamos a casa. La policía nos avisará en cuanto sepan algo de Brian. Pareces a punto de desmayarte.–No puedo, madre,–dijo Catherine–. Sé que es una locura esperar en la Quinta avenida. Brian no volverá allí solo; pero mientras estoy fuera siento que hago algo para encontrarlo. No sé muy bien lo que digo, excepto que cuando salí de tu apartamento, mis dos hijitos iban conmigo, y que ellos entrarán conmigo también cuando regrese.Leigh Ann Winick tomó una decisión.–Señora Dornan, ¿por qué no se queda aquí, al menos de momento? Esta sala es muy cómoda. Le mandaremos un poco de sopa, un bocadillo o lo que quiera. Pero como usted misma ha dicho, es absurdo que esperen en la Quinta Avenida.Catherine lo pensó.–¿Y me encontrará la policía aquí?–Por supuesto –respondió Winick señalando el teléfono–. Ahora dígame qué quiere comer.Veinte minutos más tarde, Catherine, su madre y Michael tomaban una sopa caliente mientras miraban el monitor de la sala. El avance informativo hablaba de Mario Bonardi, el guardián herido. Aunque seguía grave, se había estabilizado.El periodista estaba en la sala de espera de la unidad de vigilancia intensiva, con la mujer de Bonardi y sus hijos adolescentes. Cuando la entrevistaron, una agotada Rose Bonardi dijo:Mi marido sobrevivirá. Quiero dar las gracias a todos cuantos han rezado hoy por él. Nuestra familia ha pasado muchas Navidades felices, pero ésta será la mejor porque sabemos lo que hemos estado a punto de perder.–Eso será lo que nosotros también diremos, Michael –dijo Catherine llena de determinación–. Papá sobrevivirá y encontraremos a Brian.Conectamos de nuevo con los estudios, Tony, dijo el periodista del hospital.Gracias, Ted. Me alegra saber que todo va bien. Es la clase de relato de Navidad que todos queremos contar.–La sonrisa del locutor se desvaneció–. No hay rastro de Jimmy Siddons, el agresor de Mario Bonardi, que estaba a la espera de juicio acusado de asesinar a un policía. Fuentes policiales manifiestan que podría dirigirse a México para reunirse con su amiga Paige Laronde.Aeropuertos, estaciones de tren y terminales de autobuses están bajo estricta vigilancia.Hace casi tres años, Siddons, mientras huía de un robo a mano armada, hirió de muerte al policía William Grasso, que lo había parado por una infracción de tráfico. Siddons va armado y está considerado como extremadamente peligroso.Mientras el locutor hablaba, la pantalla mostraba fotografías policiales de Jimmy Siddons.–Parece malo –comentó Michael mientras estudiaba los fríos ojos y los despectivos labios del fugitivo.–Sin duda–coincidió Bárbara Cavanaugh. Miró el rostro de su nieto y le sugirió–: Mike, ¿por qué no cierras los ojos y tratas de descansar un rato?–No quiero dormir –respondió él, sacudiendo la cabeza.Faltaba un minuto para las once.No tenemos más información sobre el paradero del niño de siete años Brian Dornan –decía el locutor–, que ha desaparecido poco después de las cinco de hoy. En esta noche tan especial les rogamos que continúen rezando para que Brian vuelva sano y salvo con su familia, y les deseamos, a ustedes y a todos sus seres queridos, una muy feliz Navidad.Dentro de una hora será Nochebuena –pensó Catherine. Brian, tienes que volver, han de encontrarte.Tienes que estar conmigo por la mañana para que vayamos a ver a papá. Brian, vuelve, por favor, vuelve.En aquel momento, la puerta de la sala se abrió y Winick entró, acompañaba a un hombre alto, seguido del agente Manuel Ortiz.–El agente Rhodes quiere hablar con usted, señora Dornan –dijo Winick–. Si me necesitan, estaré ahí fuera.Catherine, que vio la expresión grave en el rostro de los dos hombres, sintió que el miedo la paralizaba. No podía hablar ni moverse.Ambos se dieron cuenta de ello.–No, señora Dornan, no es eso –se apresuró a decir Ortiz.–Vengo de la jefatura, señora Dornan –intervino Rhodes–. Tenemos información sobre Brian. Pero, antes que nada, he de comunicarle que, por lo que sabemos, se encuentra bien.–Pero ¿dónde está? –exclamó Michael–. ¿Dónde está mi hermano?Catherine escuchó con atención mientras el agente Rhodes les explicaba que la hermana de Jimmy Siddons había encontrado su monedero. Su mente se negaba a aceptar que Brian hubiera sido secuestrado por el asesino cuyo rostro acababa de ver en la pantalla del monitor.No, eso es imposible, pensó.–Acaban de informarnos que es probable que ese hombre se dirija a México –dijo señalando el monitor–. Brian desapareció hace seis horas. Ahora mismo podría encontrarse en aquel país.–En la jefatura no creemos esa historia –le explicó Rhodes–. Pensamos que se dirige a Canadá en un coche robado. Y hemos dirigido la búsqueda en esa dirección.De pronto, Catherine no sintió nada. Fue como si estuviese en la sala de partos, acababan de ponerle una inyección y todo el dolor desapareció como por arte de magia.Levantó la mirada y vio a Tom, que le guiñaba el ojo. Tom, siempre a su lado. "Así está mejor, ¿no es cierto, cariño?", Le preguntó. Y su mente, sin el peso del dolor, se aclaró. En ese momento le ocurrió lo mismo.–¿En qué coche van?Rhodes se sintió incómodo.–No lo sabemos –respondió–. Suponemos que van en coche, aunque estamos casi seguros de ello. La policía de tráfico de Nueva York y de Nueva Inglaterra está avisada y busca a un hombre que viaja con un niño con una medalla de San Cristóbal colgada al cuello.–¿Lleva la medalla? –exclamó Michael–. ¡Entonces se salvará! La abuela dijo a mamá que la medalla cuidaría de Brian como cuidó de mi abuelo.–Armado y peligroso –repitió Catherine.–Señora Dornan, si Siddons va en coche es probable que escuche la radio. Es muy listo. Ahora que Bonardi está fuera de peligro, Siddons sabe que no se enfrentará a la pena de muerte. La pena capital no había sido restablecida todavía hace tres años, cuando mató al policía. Y le dijo a su hermana que dejaría a Brian en libertad mañana temprano.La mente de Catherine estaba tan clara...–Pero usted no lo cree, ¿verdad?No le hizo falta ver la expresión de su rostro para saber que el agente Rhodes no creía que Jimmy Siddons liberara a Brian de manera voluntariaSeñora Dornan, si estamos en lo cierto, y Siddons se dirige a la frontera con Canadá, tardará otras tres o cuatro horas en llegar. Aunque en algunas zonas ha dejado de nevar, las carreteras seguirán nevadas durante toda la noche. No puede viajar muy rápido, y él ignora que sabemos que lleva a Brian consigo. No lo comentaremos con los medios de comunicación. En la mente de Siddons, el pequeño Brian es su garantía, por lo menos hasta que llegue a la frontera. Y lo encontraremos antes de que eso ocurra.El monitor de televisión seguía encendido con el volumen bajó. Catherine, que estaba de espaldas al aparato, vio cómo cambiaba la expresión del agente Rhodes y oyó una voz que decía:Interrumpimos este programa para dar una noticia de última hora. Según una información de la emisora WYME, el niño de siete años, Brian Dornan, desaparecido esta tarde, ha caído en manos del acusado de asesinato Jimmy Siddons, quien dijo a su hermana que mataría al niño de un tiro en la cabeza si la policía se le acercaba. Seguiremos informando.Después de que Aika se marchara, Cally se preparó un té, se envolvió en una manta, encendió el televisor y le quitó el sonido con el mando a distancia. "Así sabré si hay alguna noticia", pensó. Puso la radio y buscó una emisora con música navideña, pero mantuvo el volumen bajo.Noche de paz, noche de amor... "Recuerdo cómo la cantábamos Frank y yo mientras decorábamos el árbol", pensó. Hacía cinco años. La única Navidad juntos. Acababan de enterarse de que ella estaba embarazada. Se acordó de todos los planes que habían hecho. "El próximo año tendremos ayuda para adornar el árbol", le había dicho Frank.Sí, claro, una criatura de tres meses será una gran ayuda¯, había respondido ella riendo.Recordó que Frank la había levantado en brazos para que pusiera la estrella en la punta del árbol.¿Por qué?¿Por qué había salido todo tan mal? No hubo ningún "próximo año". Al cabo de una semana, un conductor que se dio a la fuga atropelló a Frank y lo mató. Volvía a casa; había salido a comprar leche.Tuvimos tan poco tiempo, pensó Cally sacudiendo la cabeza. A veces se preguntaba si esos meses no habían sido sólo un sueño. Le parecían tan lejanos...Ayer, sin ir más lejos, ¿no me sentía contenta con la vida?, Se preguntó. En el trabajo, la administradora del hospital le había dicho: "Cally, he recibido excelentes informes sobre usted. Me han dicho que tiene todas las cualidades de una enfermera nata. ¿Alguna vez ha pensado en estudiar enfermería?".Cally le había prometido enterarse de la cuestión de estudiar.Dios mío, no permitas que Jimmy le haga daño. Tendría que haber llamado al detective Levy enseguida. Sé que debí hacerlo. ¿Y por qué no lo hice? –se preguntó. Porque no sólo temía por Brian –se contestó–, también por mí, y eso puede costarle la vida al niño.Cally se levantó y entró a ver a Gigi. La pequeña, como siempre se las había arreglado para sacar un pie fuera de la cuna. Ocurría lo mismo todas las noches, incluso cuando hacía frío. Se inclinó y arropó a su hija, le tocó el pie y se lo tapó.–Mamá –dijo Gigi adormilada, estoy aquí.Volvió a la sala, echó un vistazo al televisor y tras subir el volumen escuchó. ¡No! ¡No!", Pensó mientras escuchaba al locutor explicando que la policía tenía información acerca del niño desaparecido: que había sido raptado por el asesino fugitivo Jimmy Siddons. "La policía me acusará a mí de esa filtración –pensó enloquecida seguramente creerán que se lo he contado a alguien. Estoy segura.En aquel momento, el teléfono sonó. Cuando descolgó comenzó a chillar y escuchó la voz de Mort Levy, las emociones contenidas que parecían congeladas surgieron violentamente.¡Yo no he sido! –sollozó–. No se lo he contado a nadie. Se lo juro, se lo juro, yo no he sido...El lento y regular movimiento del pecho de Brian indicó a Jimmy Siddons que el niño dormía. "Perfecto –pensó–, mejor para mí." El problema radicaba en que el chico era demasiado listo. Tanto que se había dado cuenta de que tirándose del coche al arcén, no corría el riesgo de ser atropellado. "Si ese gilipollas no hubiese patinado y armado todo aquel jaleo, ahora todo habría acabado para mí. El chico habría escapado y yo tendría a la policía de tráfico pisándome los talones otra vez."Eran poco más de las once. El niño debía de estar cansado. Con suerte dormiría un par de horas. Aun con la carretera nevada, tardaría tres o cuatro horas, como mucho, en llegar a la frontera. "Y todavía me quedarán unas buenas horas de oscuridad", pensó con satisfacción.Sabía que podía contar con que Paige lo esperaría al otro lado de la frontera. Habían concertado la cita en un lugar del bosque, a unos cinco kilómetros de la aduana.Jimmy se debatía sobre dónde dejar el Toyota. Si lo abandonaba limpio de huellas dactilares, nada lo relacionaría con el vehículo. Quizá lo dejase en algún lugar del bosque.Por otro lado... También pensó en el río Niágara, que sería por donde cruzaría la frontera. Tenía mucha corriente y era muy caudaloso, así pues, cabía la posibilidad de que no estuviera congelado. Con suerte, el coche se hundiría en él para siempre.Y con el chico, ¿qué? Incluso mientras se hacía la pregunta, Jimmy sabía que no correría el riesgo de que la policía lo encontrara cerca de la frontera y que les hablara de él.Paige había dicho a todas sus amigas que se iba a México. "Lo siento, chico, pero es allí donde quiero que la policía me busque."Reflexionó durante un rato y decidió que el río se ocuparía del coche..., y del niño.Aquella decisión alivió parte de la tensión que sentía en el cuerpo. Con cada kilómetro que avanzaba, se sentía más seguro de lograrlo; de que tenía a Canadá, Paige y la libertad a su alcance. Y a cada kilómetro estaba más ansioso, y más decidido a que nada ocurriera que jodiera las cosas.Como había sucedido la última vez. Todo estaba planeado. Tenía el coche de Cally, cien dólares en el bolsillo y se dirigía a California. Entonces se saltó un maldito "ceda el paso" en la Novena Avenida, y lo pararon. El poli, un tipo de unos treinta años, se creía alguien. Se acercó a la ventanilla del conductor y le dijo en un tono de lo más sarcástico: "Carné de conducir y documentación del coche, señor".Era lo único que le hubiera faltado ver –pensó Jimmy recordando el momento como si hubiese ocurrido un instante antes–, un carné de conducir a nombre de Jimmy Siddons. No tenía alternativa, lo hubieran detenido allí mismo. Se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó la pistola y disparó. Antes de que el cuerpo del policía tocara el suelo, Jimmy estaba fuera del coche, confundido entre el gentío en la terminal de autobuses.Miró el tablero de salidas y compró un billete para el autobús que partía al cabo de tres minutos, destino: Detroit.Fue una decisión afortunada, pensó. Conoció a Paige la primera noche, se fue a vivir con ella y consiguió un carné de identidad falso y un trabajo en una empresa de seguridad de mala muerte. Por un tiempo, Paige y él habían tenido hasta una especie de vida normal. Las únicas peleas serias surgían cuando él se molestaba por la forma en que ella animaba a los tipos a que le hicieran insinuaciones en el local de strip–tease. Pero Paige decía que formaba parte de su trabajo conseguir que ellos se insinuaran.Por primera vez, las cosas le iban bien. Hasta que cometió la estupidez de robar en aquella gasolinera sin haber estudiado el terreno lo suficiente.Volvió a concentrarse en la nevada carretera que tenía delante. Se dio cuenta de que empezaba a helarse cuando comenzaron a deslizarse las ruedas. "Por suerte, este coche lleva neumáticos especiales para la nieve", pensó.Recordó a los dueños del vehículo. "¿Qué le había dicho el tipo a la mujer? ¿Algo de que estaba loco por ver la expresión de Bobby? Sí, eso era", se dijo mientras sonreía al imaginar las de ellos cuando se encontraran vacío el lugar donde habían dejado el coche, o quizá ocupado por otro.Llevaba la radio puesta, con el volumen bajo, sintonizada en una emisora local para tener noticias del tiempo.Pero en aquel momento, a causa de la estática, la señal se fue haciendo cada vez más floja. Jimmy movió el dial con impaciencia hasta que encontró una emisora de noticias, y se quedó helado cuando oyó una voz que decía: "La policía ha confirmado con reticencias la noticia difundida por la WYME acerca de que el niño de siete años, Brian Dornan, desaparecido desde las cinco de la tarde, ha caído en manos del acusado de asesinato Jimmy Siddons. Se cree que se dirigen hacia Canadá".Jimmy lanzó una maldición y apagó la radio de un manotazo. Cally. Seguro que había llamado a la policía.Es probable que la autopista esté llena de polis... todos buscándome... y buscando al niño, razonó enloquecido.Miró a su izquierda, al coche que estaba adelantándolo en ese momento. Seguro que estaba llena de vehículos oficiales sin identificación.Calma. Tranquilo, se dijo. Ignoraban qué coche llevaba, y él no iba a ser tan idiota como para empezar a correr o, lo que era peor, a circular lo bastante despacio como para despertar sospechas.Pero el niño suponía un problema. Tenía que deshacerse de él, de inmediato. Sopesó deprisa la situación.Cogería la siguiente salida. Se ocuparía del crío, tirándolo lejos de allí, y volvería a la autopista. Echó una mirada al niño que dormía a su lado. "Lo siento, chaval, pero así son las cosas", se dijo.A la derecha vio un cartel de salida. "Muy bien –pensó–. Esta es la mía."Brian se movió como si empezara a despertarse, pero se durmió otra vez. Adormilado, pensó que había oído su nombre, aunque quizá lo hubiese soñado.Al Rhodes vio la perturbada expresión en el rostro de Catherine Dornan cuando ésta se dio cuenta de qué significaba el hecho de que Brian estuviera con Jimmy Siddons. La observó cerrar los ojos, listo para sostenerla si se desmayaba. Pero Catherine, en cambio, abrió los ojos y se apresuró a tender los brazos para apoyar las manos sobre los hombros de su hijo mayor.–No debemos olvidar que Brian lleva la medalla de San Cristóbal –dijo, sin añadir nada más.La máscara de adulto valiente que Michael había logrado mantener durante la confusión de aquella tarde comenzó a desmoronarse.–No quiero que le ocurra nada a Brian –empezó a sollozar.Catherine le acarició la cabeza.–Nada le ocurrirá –replicó su madre, con voz tranquila–. Créelo y aférrate a ello.Rhodes vio el enorme esfuerzo que le costaba hablar. ¿Quién demonios habra filtrado a los medios de comunicación la noticia de que Brian Dornan está con Jimmy Siddons?", se preguntó enfadado. Rhodes sintió que las ganas que tenía de partirle la boca al canalla que con tanta inconsciencia había puesto en peligro la vida del niño iban en aumento. La idea de que, si estaba escuchando la radio, Siddons lo primero que haría sería deshacerse del niño contribuyó a alimentar su ira.–Madre –decía Catherine en ese momento–, ¿recuerdas la historia que nos contaba papá sobre aquella Nochebuena, cuando sólo tenía veintidós años y, en medio de la batalla, llevó a unos soldados de su compañía a un pueblo que estaba cerca del frente? ¿Por qué no se la cuentas a Michael?La anciana continuó con la historia.–Habían recibido un informe sobre movimientos enemigos que resultó ser falso. Cuando regresaban al batallón, pasaron por delante de la iglesia del pueblo. La Misa del Gallo acababa de comenzar y vieron que la iglesia estaba repleta. Pese al miedo y al peligro, todos los habitantes habían salido de sus casas para asistir a misa. Cantaban Noche de paz, y sus voces llegaron hasta el escuadrón. Tu abuelo decía que era la canción más bella que había oído nunca. –Bárbara Cavanaugh sonrió a su nieto–. Entonces, el abuelo y los soldados entraron en la iglesia. El solía decirme que todos habían tenido mucho miedo hasta que vieron la valentía de aquellos aldeanos. Allí estaban, en medio de una batalla feroz. No tenían casi comida. Sin embargo creían que algo los había ayudado a sobrevivir en aquellos tiempos terribles. –El labio inferior le tembló, pero su voz no perdió firmeza mientras continuaba–: El abuelo me dijo que en aquel momento supo que volvería a casa conmigo. Y, una hora más tarde, la medalla de San Cristóbal evitó que una bala penetrara en su corazón.–¿Sería tan amable de llevarnos a la catedral? –preguntó Catherine al agente Ortiz, mirándolo por encima de la cabeza de Michael–. Quiero ir a la Misa del Gallo, y me gustaría sentarme en un lugar en que ustedes me encuentren enseguida si hay alguna noticia.–Conozco a Ray Hickey, el sacristán. No se preocupe –dijo Ortiz.–¿Me informarán de inmediato si hay alguna novedad? –inquirió al agente Rhodes.–Por supuesto –respondió éste, y no pudo evitar añadir–: Es usted muy valiente, señora Dornan. Y le aseguro una cosa: todos los policías de la zona noreste están trabajando para devolverle a Brian, sano y salvo.–Le creo, y la única forma que tengo de ayudar es rezar.–La filtración no ha salido de nosotros –informó brevemente Mort Levy al inspector jefe Folney–. Al parecer, un enterado de la WYME vigilaba el apartamento de Cally, nos vio entrar y se dio cuenta de que ocurría algo.Siguió a Aika Banks, que iba camino de su casa, le dijo que era policía y le sacó la información. Se llama Pete Cruise.–Qué suerte que no haya sido uno de los nuestros. Cuando todo esto termine, echaremos el guante a ese Cruise por suplantar a un policía –dijo Folney–. Pero, mientras tanto, hay mucho que hacer.Se hallaba de pie, delante de un enorme mapa de la región noreste pegado a la pared. Las carreteras estaban marcadas con colores distintos. Bud Folney cogió un puntero.–Nos encontramos en este punto, Mort. Debemos suponer que Siddons tenía un coche preparado cuando dejó el apartamento de su hermana. Según ella, se marchó poco después de las seis. Si no nos equivocamos y se puso en camino enseguida, hace unas cinco horas y media que está en la carretera. –El puntero se movió–. La capa de nieve fina se extiende desde la ciudad hasta cerca de Herkimer, salida treinta de la Thruway. Por Nueva Inglaterra es más espesa. Pero aun así, probablemente Siddons esté a unas cuatro o seis horas de la frontera. –Folney dio un golpe contra el mapa–. Una extensión tan grande que será como buscar una aguja en un pajar.Mort esperó. Sabía que su jefe no quería comentarios.–Hemos puesto a toda la frontera en estado de alerta especial –continuó Folney–. Pero con el tráfico tan denso que hay, no le resultará difícil pasar, y es seguro que alguien como Siddons sabe entrar en Canadá sin cruzar por un puesto fronterizo.En aquel momento esperó los comentarios.–¿Y si fingimos un accidente en las principales autopistas y reducimos la circulación a un solo carril, unos treinta kilómetros antes de la frontera? –sugirió Mort.–Yo no lo haría. Es lo mismo que poner una barrera, se formarían colas en dos minutos, y Siddons trataría de largarse por la primera salida que encontrara. Si lo hacemos, tendríamos que poner barreras de control en todas las salidas.–Y si se siente atrapado... –dudó Mort Levy–. Siddons tiene un tornillo flojo, señor. Cally Hunter cree que su hermano es capaz de matar a Brian y de suicidarse antes que dejarse coger. Y creo que ella sabe de qué habla.–Si hubiese tenido el valor de avisarnos en cuanto Jimmy se marchó de su apartamento, ese canalla no habría salido de Manhattan.Los dos hombres se volvieron. Jack Shore estaba en la puerta; su mirada pasó de Mort Levy a Bud Folney.–Hay una novedad, señor. Un policía de tráfico, Chris McNally, compró una hamburguesa hace unos veinte minutos en un área de servicio que hay entre Syracuse, en la salida 39, y Weedsport, en la salida 40, de la Thruway.No prestó mucha atención a la hora, pero la mujer que atiende el negocio, una tal Deidre Lenihan, le habló sobre una medalla de San Cristóbal que llevaba un niño.–¿Dónde está esa mujer ahora? –preguntó Bud Folney.–Ha terminado el turno a las once. Su madre nos ha dicho que el novio pasaría a recogerla. Ahora están buscándolos. Pero si Cally Hunter nos hubiese avisado antes, nada de esto habría ocurrido, hubiéramos estado vigilando todas las áreas de servicio entre...Bud Folney casi nunca levantaba la voz, pero su creciente frustración ante las terribles dificultades de la persecución de Jimmy Siddons le hizo alzar el tono.–¡Cállate ya, Jack! Eso en nada nos ayuda. Así pues, haz algo útil. Llama a todas las emisoras de radio locales de aquella zona para que pidan a Deidre Lenihan que llame a su madre. Que digan que la necesitan en casa o algo así. Y, por todos los santos, que nadie relacione a esa chica con Siddons o con el niño. ¿Entendido?Desde una elevación a un lado de la autopista, Chris McNally vigilaba a todos los coches que pasaban. Por fin había dejado de nevar, pero el asfalto seguía helado. Por lo menos, la gente conducía con cuidado, pensó, aunque seguro que lo hacían entre maldiciones por verse obligados a circular a menos de sesenta por hora. Desde que había comprado la hamburguesa, sólo había puesto una multa, a un idiota de un deportivo.Pese a que tenía toda la atención puesta en la circulación de la autopista, no podía quitarse de la cabeza el informe sobre el niño desaparecido. Cuando se enteró de que el asesino de un policía había raptado a un niño con una medalla de San Cristóbal, llamó al McDonald's en que acababa de estar y preguntó por Deidre Lenihan, la mujer que lo había atendido. Aunque no le había prestado atención, recordó que Deidre le había hablado de una medalla, y de un niño pequeño. Lamentaba no haber estado de humor para charlar más tiempo con ella, sobre todo cuando le dijeron que se había ido con el novio.Aunque no era una pista muy sólida, decidió ponerlo en conocimiento de su supervisor, quien, a su vez, lo comunicó a la jefatura. Allí decidieron que valía la pena seguirla y pidieron a la emisora local que difundiera una llamada a Deidre para que ésta se pusiera en contacto con su madre. Gracias a ésta, consiguieron la descripción del coche del novio, entonces buscaron el número de matrícula y alertaron a todas las unidades para que los buscaran.No obstante, la madre de Deidre les había dicho que pensaba que esa noche debía de ser muy especial para la joven porque el novio de su hija le había comentado en secreto que el regalo de Navidad iba a ser un anillo de compromiso. Así pues, era poco probable que estuvieran en la carretera, sino en un sitio algo más romántico.Pero incluso si Deidre escuchaba la radio y llamaba, ¿qué iba a decirles? ¿Que había visto a un niño con una medalla de San Cristóbal? Eso ya lo sabían. ¿Acaso se había fijado en la marca o el modelo del coche? ¿Había visto el número de la matrícula? Por lo que Chris pensaba de Deidre, y por muy buena chica que fuera, no se la veía demasiado observadora, y sólo se fijaba en algo que llamara la atención. No, era bastante improbable que les diera alguna información significativa.Y todo eso hizo que se sintiera más frustrado aún.Hasta es posible que yo mismo haya estado cerca del niño –pensó–. Tal vez estuviese en el McDonald's, detrás de ellos. ¿Por qué no he notado algo raro?La idea de que quizá hubiese estado cerca del chico secuestrado lo perturbaba por completo. "Ahora, mis hijos están durmiendo, y ese niño también debería hallarse entre su familia." Pensando en su conversación con Deidre, se dio cuenta de que el problema era que el coche con el niño podía haber estado allí pocos minutos antes, o una hora. Aun así, era la única pista que tenían, y por lo tanto debían tratarla con seriedad.En aquel momento, la radio del coche sonó.–Chris –le avisó el operador–, el jefe quiere hablar contigo.–Adelante.–Chris –dijo el capitán con voz nerviosa–, la policía de Nueva York cree que tu pista es lo más cercano que tienen para salvar la vida al niño. Seguiremos removiendo cielo y tierra para encontrar a Lenihan; pero, mientras tanto, intenta recordar por todos los medios si ella te dijo algo más, algo que nos sea útil...–Eso trato de hacer, señor. Ahora me encuentro en la Thruway. Si le parece bien, me gustaría ir hacia el oeste. Si el sujeto estaba en la cola del McDonald's más o menos a la misma hora que yo, en este momento debe de hallarse a unos diez o quince minutos de aquí. Si así empiezo a ganar tiempo, quizá me encuentre más cerca de ellos cuando sepamos algo de Deidre. Y me gustaría estar allí cuando lo cojamos.–De acuerdo, adelante. Y, Chris, por todos los santos, piensa. ¿Estás seguro de que la chica no te dijo algo más concreto sobre el niño con la medalla de San Cristóbal o acerca del coche en que iba?¡Acabo!La palabra acudió a su mente en ese instante. ¿Era su imaginación o Deidre había dicho: "acabo de ver a un niño con una medalla de San Cristóbal"?Sacudió la cabeza. No podía asegurarlo. Sabía que el coche que estaba delante del suyo en el McDonald's era un Toyota marrón con matrícula de Nueva York.Pero en aquel coche no viajaba ningún niño, o por lo menos él no lo había visto. De eso sí que estaba seguro.A pesar de todo.... aunque Deidre hubiese dicho "acabo", no significaba que se refiriera al Toyota. ¿Qué número de matrícula tenía el coche? No lo recordaba.Pero sabía que había visto algo especial en él. ¿Qué era?–¿Chris? –La voz del supervisor era severa y lo arrancó de su ensoñación.–Lo siento, señor, trataba de recordar. Creo que Deidre dijo que "acababa" de ver a un niño con una medalla. Si se refería en concreto al coche que yo tenía delante, entonces era un Toyota marrón con matrícula de Nueva York.–¿Recuerdas el número?–No, se me ha quedado la mente en blanco. Debía de estar pensando en otra cosa.–¿Y seguro que había un niño en el coche?–Yo no lo vi.–Eso no nos sirve de mucho. Probablemente, uno de cada tres coches en la carretera sea un Toyota, y con una noche tan mala como ésta, ni se distinguen los colores. Es posible que todos parezcan marrones.–No, éste era marrón, de eso estoy seguro. Ojalá recordara con exactitud las palabras de Deidre.–Bueno, no te tortures. Ojalá encontremos a la señorita Lenihan. Entretanto, otro coche patrulla cubrirá tu puesto. Dirígete al oeste, y ya hablaremos más tarde.Al menos siento que estoy haciendo algo, pensó Chris mientras dejaba la radio, ponía el motor en marcha y apretaba el pedal del acelerador.El coche patrulla arrancó deprisa. "Si hay algo que sé bien, es conducir", pensó, adelantando por el arcén a los conductores cuidadosos.Trató de recordar qué había visto delante en el McDonald's. Tenía la certeza de que estaba allí, grabado en su mente. Ojalá lo recordara. Mientras se esforzaba, tenía la sensación de que algo en su subconsciente pugnaba por trasmitirle a gritos esa información. ¡Si lograra escucharla!Entretanto, cada centímetro de su metro noventa y dos de estatura le advertía que el tiempo se acababa para el niño desaparecido.Jimmy hervía de impaciencia. ¿Que sucedía con todos aquellos coches? Parecían conducidos por ancianas. Hacía media hora que se acercaba a la siguiente salida, y sabía que tenía que abandonar la autopista en aquel preciso instante. Un cartel le indicó que faltaban quinientos metros para la salida 41, que llevaba a un pueblo llamado Waterloo. Waterloo, buen nombre para el chaval, pensó, con una sonrisa satisfecha.Había dejado de nevar; pero no estaba seguro de que eso le favoreciera. El aguanieve estaba convirtiéndose en hielo, y eso lo obligaba a ir más despacio aún. Además, a los polis que pasaran por allí, buscándolo, les sería más fácil verlo sin nieve.Pasó al carril de la derecha. Al cabo de un minuto saldría de la Thruway. De repente, unas luces rojas de freno se iluminaron en el coche que tenía delante, y Jimmy vio con creciente enfado y frustración que aquel vehículo empezaba a colear.–¡Gilipollas! –chilló–. ¡Gilipollas! ¡Gilipollas!Brian se enderezó, con los ojos abiertos de par en par, completamente despierto. Jimmy comenzó a maldecir con una ininterrumpida serie de groserías mientras se percataba de lo ocurrido. Un vehículo quitanieves, cinco o seis coches más adelante, acababa de pasarse al carril de salida, y él, de manera instintiva, había girado el volante del Toyota hacia el carril del centro, esquivando a duras penas al coche que coleaba delante. Mientras adelantaba al quitanieves, se pasó la salida.Dio un puñetazo contra el volante. Tendría que esperar hasta la salida 42 para abandonar la Thruway. ¿A qué distancia estaba?, Se preguntó.Pero cuando miró por el retrovisor la salida que acababa de saltarse, se dio cuenta de que había tenido mucha suerte. En la rampa había un montículo; por eso el quitanieves había invadido aquel carril. Si hubiese intentado salir, quizá se hubiera quedado atascado durante horas.Por fin vio el cartel indicador de que la siguiente salida estaba a diez kilómetros. Incluso a esa velocidad, tardaría más de quince minutos. Notó que los neumáticos se agarraban mejor al asfalto. Seguramente habían limpiado aquel trecho. Jimmy palpó el arma debajo de la chaqueta. ¿Debía sacarla y esconderla debajo del asiento?No, decidió, si un poli trataba de pararlo la necesitaba donde la llevaba. Miró el cuentakilómetros parcial. Lo había puesto a cero al salir. Indicaba que habían recorrido poco más de cuatrocientos ochenta kilómetros.Aún faltaba bastante, pero el simple hecho de saber que estaba más cerca de la frontera canadiense y de Paige le producía una sensación tan excitante que casi la saboreó.Esa vez le saldría bien, y no importaba qué hiciera, no sería tan tonto como para dejarse coger por la bofia.Notó que el niño se movía a su lado, tratando de acomodarse para volver a dormir. "¡Qué horror! –pensó–. Debería haberlo abandonado a los cinco minutos de salir. Tenía el coche y el dinero, ¿para qué lo necesitaba?"Ansiaba que llegara el momento en que pudiera deshacerse del chico y sentirse a salvo.El agente Ortiz acompañó a Catherine, la madre de ésta y Michael a la entrada de la calle Cincuenta de la catedral de San Patricio. Un guardia de seguridad los aguardaba fuera.–Tenemos asientos para ustedes en la sección reservada, señora –dijo a Catherine mientras le abría la pesada puerta.El majestuoso sonido de la orquesta encabezada por el órgano y acompañada por el coro llenaba la gran catedral, que estaba repleta de fieles.Aleluya, aleluya, cantaba el coro.Aleluya, aleluya –pensó Catherine–. Dios quiera que esta noche termine así.Pasaron junto al pesebre. Las figuras de la Virgen, José y los pastores, todas de tamaño natural, rodeaban la cuna de heno vacía. Sabía que la imagen del Niño Jesús sería puesta dentro durante la misa.El guardia de seguridad les mostró los asientos que tenían en la segunda fila del pasillo central. Catherine indicó a su madre que pasara primero.–Tú ponte entre nosotras, Michael –susurró a su hijo, porque ella quería estar en el extremo de la fila, para así ver cuándo se abría la puerta.–Señora Dornan –dijo el agente Ortiz, inclinándose–, vendré en cuanto tengamos noticias. Si no, cuando la misa termine, el guardia los acompañará y yo estaré esperándoles fuera.–Gracias –respondió Catherine, y se hincó de rodillas.La música se transformó en un brioso himno triunfal cuando empezó la procesión: coro, acólitos, diácono, sacerdotes y obispos precedían al cardenal, que llevaba el cayado en la mano.Cordero de Dios –rezó Catherine–, ten piedad, ten piedad, salva a mi corderito.El inspector jefe Folney, que seguía con la vista clavada en el mapa de la Thruway en la pared de su oficina, sabía que las posibilidades de encontrar a Brian Dornan con vida disminuían con cada minuto que pasaba. Mort Levy y Jack Shore estaban delante de él, al otro lado del escritorio.–Canadá –dijo recalcando la palabra–. Se dirige a Canadá, y cada vez está más cerca de la frontera.Acababan de recibir más noticias de Michigan. Paige Laronde había liquidado todas sus cuentas bancarias al irse de Detroit. Y, en un arranque de confianza, había comentado con otra bailarina que había conocido a un hombre que era un genio en la falsificación de carnés de identidad.Según el informe, había dicho que, con los papeles que tenía, ella y su novio podían "desaparecer" sin más.–Si Siddons consigue cruzar la frontera... –murmuró Bud Folney, más para sí que para los otros–. ¿Se sabe algo de los muchachos de la Thruway? –preguntó por tercera vez en quince minutos.–Nada, señor–respondió Mort en voz baja.–Llámalos otra vez. Quiero hablar con ellos personalmente. Cuando se enteró por sí mismo a través del supervisor de Chris McNally de que no había novedad, decidió hablar con McNally.–Sí, como si eso sirviera de mucho... –murmuró Jack Shore a Mort Levy.Pero antes de que Folney hablara con McNally, entró otra llamada.–Una buena pista –exclamó un agente que se precipitó en el despacho de Folney–. Un policía de tráfico ha visto a Siddons y al niño hace una hora en un área de descanso de la Carretera 41, en Vermont, cerca de la desembocadura del White River. Dice que el hombre coincide perfectamente con la descripción de Siddons, y que el niño lleva una medalla.–Olvida a McNally –ordenó Folney tajante–. Quiero hablar con el policía que los vio. Ahora mismo. Llama a la policía de Vermont y que pongan controles en todas las salidas hacia el norte del lugar. Por lo que sabemos, es posible que la chica esté escondida, aguardándolo en alguna casa de campo, a este lado de la frontera.Mientras esperaba, miró a Mort.–Llama a Cally Hunter y cuéntale lo que acabamos de saber. Pregúntale si Jimmy ha estado alguna vez en Vermont. Si es así, ¿adónde solía ir? Tal vez se dirija a algún lugar en particular.Brian se dio cuenta de que el coche iba más deprisa. Abrió los ojos, pero los cerró al instante. Era más fácil seguir tumbado y acurrucado en el asiento, como si estuviese dormido, en lugar de fingir que no estaba asustado cuando Jimmy lo miraba.También había oído la radio. Aunque el volumen estaba bajo, oyó lo que decían acerca de que Jimmy Siddons, el asesino de un policía, había disparado contra un guardián y secuestrado a Brian Dornan.Su madre les había leído, a él y a Michael, un libro que se titulaba Secuestrado. Y le había gustado mucho, pero Michael había dicho que era una estupidez, que si alguien intentaba secuestrarlo, le daría una patada y un puñetazo, y se escaparia.Escaparme no puedo, pensó Brian. Y estaba seguro de que lo del puñetazo no funcionaría con Jimmy. Ojalá hubiese podido abrir la portezuela y tirarse del coche, como había planeado. Se habría hecho un ovillo, igual que les enseñaban en la clase de gimnasia, y no se habría hecho nada.Pero la portezuela estaba con el seguro echado, y sabía que Jimmy lo cogería antes de que pudiera quitar el seguro y abrirla.Estaba a punto de echarse a llorar. Sintió que se le hinchaba la nariz y que los ojos se le llenaban de lágrimas.Pensó que Michael lo llamaría llorón. A veces, cuando intentaba no llorar, eso le daba resultado.Pero en ese momento no le sirvió. Seguramente hasta Michael lloraría si estuviese asustado y necesitara ir al lavabo otra vez. Y por la radio habían dicho que Jimmy era peligroso.Pero aunque lloraba, se aseguró de no emitir sonido alguno. Sintió que las lágrimas corrían por sus mejillas, pero no hizo intención de secárselas. Si movía la mano, Jimmy lo vería y sabría que no dormía. Y, de momento, tenía que seguir fingiendo.En cambio, apretó la medalla de San Cristóbal con mayor fuerza, y se obligó a pensar en cómo montarían el árbol y abrirían los regalos cuando su padre volviera a casa. Justo antes de irse a Nueva York, la señora Emerson, la vecina de al lado, se había despedido de ellos, y él oyó como decía a su madre: "Catherine, no te preocupes, sea cuando sea, la noche que pongáis el árbol, vendremos todos y cantaremos villancicos bajo vuestra ventana".Después abrazó a Brian y le dijo: "Yo sé cuál es tu villancico favorito: Noche dé paz".Él la había cantado solo en la representación escolar de primer grado del curso anterior.En ese momento trató de cantarla mentalmente, pero... no pudo pasar de Noche de paz, noche de amor... Y supo que si seguía pensando en ello, no lograría impedir que Jimmy se diera cuenta de que estaba llorando.Entonces, casi dio un salto. En la radio hablaban otra vez de Jimmy y de él. El locutor decía que un policía de tráfico de Vermont afirmaba haber visto a Jimmy Siddons y a un niño en un viejo Dodge o Chevrolet en una zona de descanso de la Carretera 91 de Vermont, y que la búsqueda se había centrado allí.La torva sonrisa de Jimmy se desvaneció tal como había aparecido. El alivio inicial que sintió cuando oyó el boletín informativo fue seguido de inmediato por una sensación de cautela. ¿De verdad había un idiota que afirmaba haberlos visto en Vermont? Decidió que era posible. Cuando se escondió en Michigan, un imbécil de poca monta juró que lo había visto en Delaware. Después de cogerlo en el atraco a la gasolinera y de llevarlo de vuelta a Nueva York, supo que hacía meses que la policía lo buscaba en Delaware.Aun así, seguir en la Thruway empezaba a enervarlo de verdad. La autopista estaba bien, y ganaría tiempo por ella, pero cuanto más se acercara a la frontera, más policía podría haber. Decidió que cuando cogiera la siguiente salida y se deshiciera del niño, seguiría por la Carretera 20. Como ya no nevaba, también ganaría tiempo por aquel camino.Sigue tu corazonada, se recordó Jimmy. La única vez que no lo había hecho, fue en aquel intento de robo a la gasolinera. Y todavía recordaba que algo le advirtió de que allí había algún problema.Muy bien, después de éste, ya no habrá más, pensó mirando a Brian. Levantó la vista y sonrió. El cartel que apareció delante anunciaba: SALIDA 42. GENEVA: 1,5 KM.Cuando Chris pasó por delante del desvío de la salida 41, vio que ya había dos coches patrulla apostados; así pues, decidió que no era necesario que se detuviera. Había avanzado a una buena velocidad, y pensó que a esa altura habría alcanzado ya a todos los coches que estaban delante de él en la cola del McDonald's.Siempre y cuando, por supuesto, no hubiesen tomado una de las salidas anteriores.Un Toyota marrón. Eso buscaba, y sabía que era la única oportunidad. ¿Qué ocurría con la matrícula? Apretó los dientes, intentando de nuevo recordar. Había algo, algo en la placa... "¡Piensa, maldición, piensa!", se dijo.Ni por un instante había creído que alguien hubiera visto a Siddons y el niño en Vermont. Su intuición le decía que estaban cerca.Se aproximaba a la salida 42, en dirección a Geneva. Y eso significaba que la frontera se hallaba a poco más de ciento sesenta kilómetros. En aquellos momentos, la mayor parte de los vehículos circulaba a ochenta o noventa kilómetros por hora. Si Jimmy Siddons andaba por allí cerca, seguramente saldría del país en menos de dos horas.¿Qué ocurría con la matrícula del Toyota?, se preguntó una vez más.Chris frunció en entrecejo. Un Toyota oscuro avanzaba deprisa por el carril de adelantamiento. Cambió de carril, se puso junto a él y echó un vistazo a su interior.Rogó que hubiera un hombre solo o un hombre con un muchacho. "Sólo una oportunidad para encontrar a esa criatura. Dame una oportunidad", rogó.Sin poner la sirena ni las luces, adelantó al Toyota. Había visto a una joven pareja dentro. El hombre conducía con un brazo rodeando los hombros de la mujer. No era muy apropiado con la carretera cubierta de hielo. En otra oportunidad lo habría obligado a detenerse.Pisó el acelerador. La autopista estaba despejada y el tráfico era más fluido. Pero todo avanzaba más y más deprisa, todo se acercaba más y más a Canadá.Chris tenía la radio baja cuando entró una llamada para él.–¿Agente McNally?–Sí.–Soy Bud Folney, inspector de Nueva York. Acabo de hablar otra vez con su supervisor. La pista de Vermont ha sido un fracaso y no encontramos a Deidre Lenihan. Infórmeme acerca del Toyota.Sabiendo que su jefe había obviado esa información, Chris se dio cuenta que ese Folney debía de haberlo presionado.Le explicó que si Deidre se refería al coche que estaba justo antes que el suyo en la cola del McDonald's, entonces se trataba de un Toyota marrón con placas de Nueva York.–¿Y no recuerda el número?–No, señor. –Chris quiso ahogar las palabras en su garganta pero no pudo–. Sin embargo, vi algo raro en la placa.Estaba casi en la salida 42. Mientras observaba, un vehículo, dos coches más adelante, se desplazó al carril de salida. Su mirada de indiferencia se convirtió en una mirada alerta.–¡Dios mío! –exclamó.–¿Agente? ¿Qué sucede? –Bud Folney, en Nueva York, intuyó que algo ocurría.–¡Ahí está! –dijo Chris–. No era la placa lo que me llamó la atención, sino un adhesivo medio arrancado del cual sólo queda la palabra "herencia". Señor, ahora me dispongo a seguir al Toyota por la rampa de salida.¿Puede comprobar la matrícula?–No lo pierda de vista –ordenó Bud–, y permanezca a la escucha.Al cabo de tres minutos, el teléfono sonaba en el apartamento 8C, del número 10 de Stuyvesant Oval, en el Lower Manhattan. Un tal Edward Hillson, medio dormido y preocupado, cogía el auricular.–Diga–respondió mientras su mujer le agarraba del brazo nerviosa–. ¿Qué? ¿Mi coche? Lo aparqué sobre las cinco, en una esquina... No, no se lo he prestado a nadie... Sí, es un Toyota marrón... ¡Cómo dice!Bud Folney volvió a Chris.–Muchacho, creo que lo tiene. Pero, por el amor de Dios, recuerde que ha amenazado con matar al niño antes de dejarse coger. Actúe con mucho cuidado.Michael tenía tanto sueño que lo único que deseaba era apoyarse contra su abuela y cerrar los ojos. Pero todavía no podía hacerlo, al menos hasta estar seguro de que Brian se encontraba a salvo. Se esforzó por reprimir su reciente miedo. "¿Por qué no me dijo que había visto a esa mujer coger el monedero de mamá? Yo hubiese corrido tras ella y lo hubiera ayudado cuando aquel hombre lo pilló."En ese momento, el cardenal estaba en el altar. Pero cuando terminó la música, en lugar de oficiar la misa, empezó a hablar:–En esta noche de alegría y esperanza...A la derecha, Michael vio cámaras de televisión.Siempre había pensado que sería muy emocionante salir por la tele, pero cada vez que pensaba en ello, las circunstancias que imaginaba tenían algo que ver con un premio o con ser testigo de un acontecimiento importante.Resultaría divertido. Pero esa noche, cuando él y su madre aparecieron juntos, nada tenía de divertido.Fue horrible oír a mamá suplicar para que la gente la ayudara a encontrar a Brian.–En un año que ha traído tanta violencia contra los inocentes...Michael se irguió. El cardenal hablaba de ellos; de papá, que estaba enfermo; de Brian, que había desaparecido y creían que se lo había llevado aquel asesino fugitivo.–La madre, la abuela y el hermano de diez años de Brian Dornan están con nosotros en esta misa. Recemos de manera especial por la pronta recuperación del doctor Thomas Dornan y para que Brian sea hallado sano y salvo.Michael vio que su madre y su abuela lloraban. Movían los labios, y se dio cuenta de que estaban rezando. Su oración fue el consejo que habría dado a Brian si éste hubiese podido oírlo: "¡Huye, Brian, huye!".Una vez fuera de la Thruway, Jimmy sintió cierto alivio, a pesar del desagradable presentimiento que tenía de que las cosas empezaban a ir mal.Se le estaba acabando la gasolina, pero temía detenerse en una estación de servicio con el niño en el coche. Se encontraba en la Carretera 14, que a unos diez kilómetros conectaba con la 20. Y ésta, a su vez, llevaba a la frontera.Había mucho menos tráfico que en la Thruway. Casi todo el mundo estaba en su casa, durmiendo o preparándose para la Navidad. Era poco probable que alguien lo buscara en aquel lugar. De todas formas, razonó, sería mejor que entrase en alguna calle de Geneva y buscara un lugar donde hubiera un aparcamiento, como una escuela, o un bosque; un sitio donde parar sin que nadie lo viera y hacer lo que tenía que hacer.Mientras doblaba a la derecha, echó un vistazo por el retrovisor. Su antena registró algo. Pensó que había visto unos faros reflejados en ella mientras doblaba, pero en aquel momento ya no los vio.Estoy demasiado alterado, pensó.Pasada una manzana pareció que hubiera llegado al fin del mundo. Hacia cualquier lugar que mirara, no veía ningún coche. Había entrado en una zona residencial, silenciosa y oscura. Casi todas las casas estaban a oscuras, salvo algunas en que aún brillaban las luces de los árboles de Navidad a través de los arbustos de los jardines cubiertos de nieve.Jimmy no sabía si el niño estaba dormido o si se lo hacía. Tampoco importaba. Aquélla era la clase de lugar que él necesitaba. Condujo seis manzanas más y encontró lo que buscaba: una escuela, con un sendero largo que conducía hasta un aparcamiento.Lo recorrió cuidadosamente con la mirada, en busca de algún coche que se acercara o de alguien que caminara por allí. Luego detuvo el coche y abrió la ventanilla y escuchó con atención buscando cualquier indicio de peligro. Con el frío, su aliento se transformó en vapor al instante. Sólo oyó el ronroneo del motor del Toyota. Fuera todo permanecía tranquilo, silencioso.A pesar de todo, decidió dar otra vuelta a la manzana, para cerciorarse de que nadie lo seguía.Mientras pisaba el pedal del acelerador y arrancaba con lentitud, clavó la mirada en el retrovisor. ¡Maldición! ¡Qué razón tenía! Había un coche más atrás, con los faros apagados. También avanzaba, y las luces de un árbol muy iluminado se reflejaron en su techo.–¡Un coche patrulla! ¡La bofia! ¡Cabrones! ¡Malditos sean! ¡Malditos sean!Apretó el acelerador. Tal vez aquél fuese su último viaje, pero lo haría en grande.Bajó la mirada.–¡Deja de hacerte el dormido! ¡Sé que estás despierto! –gritó a Brian–. ¡Siéntate, maldito seas! Tendría que haberte despachado en cuanto salí de la ciudad, niño mierdoso.Apretó el pedal del acelerador a fondo. Una ojeada al retrovisor le confirmó que el coche patrulla también había acelerado y ya lo perseguía sin disimulos. Pero, al parecer, había un solo poli dentro.Sin duda, Cally había dicho a la bofia que tenía al niño, pensó. Y también les había dicho que lo mataría en cuanto se acercaran a él. Eso explicaba que el poli que llevaba detrás no hubiera intentado detenerlo antes.Echó un vistazo al velocímetro: ochenta... noventa y cinco... ciento diez. "¡Vaya mierda de coche!", pensó deseando conducir algo más potente que un Toyota. Se inclinó sobre el volante. No podría huir de ellos, pero aún le quedaba una oportunidad.El tipo que lo perseguía no había recibido refuerzos todavía. ¿Qué haría si veía que disparaba contra el niño y lo tiraba del coche? Se detendría e intentaría auxiliarlo, razonó Jimmy. "Será mejor que lo haga ahora, antes de que tenga tiempo de llamar pidiendo ayuda."Metió la mano dentro de la chaqueta para sacar el arma. En aquel momento, el coche pasó sobre un trozo de hielo y empezó a patinar. Dejó la pistola en su regazo, giró el volante y consiguió enderezar el vehículo a unos centímetros de un árbol al borde de la acera.Nadie conduce mejor que yo –pensó con una sonrisa. Cogió el arma otra vez y le quitó el seguro–. Si el poli frena para ayudar al niño, llegaré a Canadá , se prometió.Oprimió el botón del cierre centralizado y tendió el brazo por delante del aterrorizado niño para abrir la portezuela de su lado.Cally necesitaba llamar a la jefatura de policía para saber si tenían alguna noticia del pequeño Brian. Le había dicho al detective Levy que no creía que Jimmy intentara llegar a Canadá por Vermont.–A los quince años tuvo problemas allí –le explicó–. Nunca estuvo preso en Vermont, pero creo que siente verdadero pánico a un sheriff de allí que le dijo que su memoria era excelente, advirtiéndole que jamás volviera a aparecer por Vermont. Aunque eso ocurrió hace diez años al menos, Jimmy es muy supersticioso. Creo que irá por la Thruway. Sé que viajó un par de veces a Canadá hace tiempo, y en ambas ocasiones cogió ese camino.Levy la había escuchado con gran atención. Cally sabía que el detective quería confiar en ella, y rogó que esa vez lo hiciera. Rogó también no equivocarse, y que encontraran al niño sano y salvo. Así sentiría que había ayudado en algo.Atendió el teléfono otra persona y le dijeron que esperara.–¿Qué ocurre, Cally? –preguntó Levy al fin.–Sólo quería saber si había alguna novedad de... He estado rezando para que eso de Jimmy y la Thruway les fuera de utilidad.La voz de Levy se suavizó, aunque su tono siguió siendo rápido.–Sí, Cally, nos ha resultado muy útil, y le estamos muy agradecidos. Ahora me es imposible hablar con usted; pero siga rezando, que sus oraciones ayudan.Eso significa que han debido de localizar a Jimmy, pensó. Pero ¿qué ocurría con Brian?Cally se arrodilló y rezó:No importa qué me suceda a mí, pero detén a Jimmy antes de que haga daño a ese niño.Instantáneamente, Chris McNally se dio cuenta de que Jimmy lo había visto. Estaba en comunicación permanente con la central y la jefatura de Manhattan.–Sabe que lo siguen –informó, conciso–. Ha salido disparado como una exhalación.–No lo pierda –dijo Bud Folney en voz baja.–Tenemos un montón de coches en camino, Chris –explicó el operador–. Circulan en silencio y con las luces de situación. Te rodearán. También mandaremos un helicóptero.–¡Que se mantengan fuera de la vista! –Chris apretó el acelerador–. Va a ciento diez. No hay muchos coches en las calles, pero no están completamente vacías. El asunto empieza a volverse muy peligroso.Mientras Siddons cruzaba una bocacalle, Chris vio, horrorizado, que casi había chocado contra otro coche. Conducía como un loco. Estaba seguro de que causaría un accidente.–Cruzamos la avenida Lakewood –informó.Dos manzanas más adelante, el Toyota patinó y casi se estrelló contra un árbol.–¡El niño! –gritó al cabo de un minuto.–¿Qué ocurre? –preguntó Folney.–Acaba de abrir la portezuela del copiloto. Se ha encendido la luz interior y veo que el niño forcejea. ¡Dios mío... Siddons ha sacado el arma! ¡Parece que va a disparar contra el pequeño!Kyrie Eleison, cantó el coro.Señor, ten piedad de nosotros, rezó Barbara Cavanaugh.Salva a mi cordero, suplicó Catherine.Huye, bobo, huye de él, gritó Michael mentalmente.Jimmy Siddons estaba loco. Brian nunca había visto a nadie correr tanto. No sabía muy bien qué ocurría, pero debía de haber alguien siguiéndolos.Apartó por un instante la vista del camino y miró a Jimmy. Había sacado el arma. Sintió que forcejeaba con su cinturón de seguridad y se lo soltaba. Después pasó el brazo por delante de Brian y le abrió la portezuela. Brian sintió una ráfaga de aire frío.Se quedó paralizado de miedo por un momento, pero enseguida se incorporó y se sentó muy erguido. Se dio cuenta de qué iba a pasar: Jimmy dispararía contra él y arrojaría su cuerpo del coche de un empujón.Debía huir. Todavía tenía la medalla apretada en la mano derecha. Sintió que Jimmy le clavaba el arma en el costado izquierdo y lo empujaba hacia la portezuela abierta y la calle, que pasaba veloz por debajo del coche.Se cogió al cinturón de seguridad con la mano izquierda mientras agitaba con fuerza la derecha. La medalla voló, colgada de la cadena, y golpeó a Jimmy en el rostro, justo en el ojo izquierdo.Jimmy gritó, soltó el volante e, instintivamente, pisó el pedal del freno. Al llevarse la mano al ojo, la pistola se le disparó y la bala silbó junto a la oreja de Brian. El vehículo, fuera de control, empezó a girar como un trompo.Se subió al bordillo, entró en un jardín y chocó contra un arbusto. Sin parar de girar, arrastró el arbusto por el jardín y volvió al borde de la calzada.Jimmy maldecía, con una mano en el volante y la otra empuñando el arma. Le entraba sangre en el ojo de un arañazo que le cruzaba la frente y la mejilla.Vete, vete. Brian oyó la orden en su cabeza como si alguien se la gritara. En el momento en que una segunda bala le pasaba por encima del hombro, agachó la cabeza, saltó por la portezuela y rodó sobre el jardín cubierto de nieve.–¡Dios mío, el niño está fuera del coche! –exclamó Chris. Apretó el pedal del freno; el coche patinó y se detuvo detrás del Toyota–. Se está levantando. ¡Dios mío!–¿Está herido? –gritó Bud Folney, pero Chris no lo oía. Se encontraba fuera del patrullero y corría hacia el pequeño.Siddons había retomado el control del Toyota y daba la vuelta, con la clara intención de pasarle a Brian por encima. En lo que le pareció una eternidad, pero que sólo fueron unos segundos, Chris cruzó el espacio entre él y Brian y levantó al chiquillo en brazos.El Toyota avanzaba veloz contra ellos, con la portezuela todavía abierta y la luz interior encendida, de modo que la maníaca ira de Jimmy Siddons se veía con claridad.Chris apretó al niño con fuerza contra su pecho, se lanzó hacia un lado y rodó cuesta abajo por una pendiente nevada mientras las ruedas del Toyota pasaban a pocos centímetros de sus cabezas. Al cabo de un instante, con un espantoso ruido de metal y cristales rotos, el vehículo arremetió contra el porche de la casa y volcó.Por un momento, sólo hubo silencio, y, de repente, el gemido de las sirenas rompió la calma nocturna. Las luces de montones de coches patrulla iluminaron la calle, mientras un enjambre de policías corría para rodear el vehículo volcado. Chris se quedó unos segundos sobre la nieve, abrazando a Brian, mientras oía la confusión de ruidos. En aquel momento, una vocecita aliviada le preguntó:–¿Es usted San Cristóbal?–No, pero ahora mismo me siento como si lo fuera, Brian –respondió Chris, emocionado–. Feliz Navidad, hijo.El agente Manuel Ortiz entró con sigilo por la puerta lateral de la catedral e instantáneamente se encontró con la mirada de Catherine. Sonrió y asintió con la cabeza. Ella se levantó de un salto y corrió a su encuentro.–¿Está...?–El niño está bien. Viene hacia aquí en un helicóptero de la policía. Llegará antes de que la misa haya acabado.Ortiz, al ver que una de las cámaras de televisión los enfocaba, levantó la mano e hizo un círculo con los dedos pulgar e índice, un gesto que en ese momento y en el más especial de los días, significaba que todo había terminado bien.Los que estaban sentados cerca se percataron del cambio y empezaron a aplaudir suavemente. Los demás se volvieron, se pusieron de pie, y, poco a poco, un aplauso se extendió por la gigantesca catedral. Pasaron cinco minutos antes de que el diácono pudiera comenzar a leer el Evangelio de Navidad.–Y sucedió que...–Voy a llamar a Cally para contarle lo ocurrido –dijo Mort Levy a Bud Folney–. Señor, sé que ella debería habernos llamado antes, pero espero que...–No te preocupes. Esta noche no pienso causarle más problemas. Ha colaborado con nosotros y creo que se merece un descanso –repuso Folney, tajante–. Además, la señora Dornan ha dicho que no presentará denuncia contra ella. –Se interrumpió por un instante, después prosiguió–: Oye, seguro que debe de haber un montón de juguetes que sobran en las comisarías. Di a los muchachos que se ocupen de ello y recojan algunos para la pequeña de Cally, y que nos los traigan a su edificio dentro de cuarenta y cinco minutos. Mort, tú y yo iremos a llevárselos. Shore, vete a casa.Era el primer viaje en helicóptero de Brian, y aunque sentía un cansancio increíble, la excitación no le permitía cerrar los ojos. Era una lástima que el agente McNally –Chris, como le había dicho que lo llamara– no hubiera podido acompañarlo. Pero él estaba con Brian cuando habían cogido a Jimmy Siddons, y le había dicho que no se preocupara porque era un sujeto que nunca más saldría de la cárcel. Y después le había cogido la medalla de San Cristóbal de dentro del coche y se la había dado.Mientras el helicóptero descendía, parecía que iban a aterrizar en el mismo río. Reconoció el puente de la calle Cincuenta y nueve y el tranvía de Roosevelt Island. Papá lo había llevado una vez a dar una vuelta. De repente se preguntó si él sabía lo que le había pasado.Se volvió hacia uno de los policías.–Mi papá se encuentra en un hospital cerca de aquí. Tengo que ir a verlo. Quizá esté preocupado.–Lo verás pronto, hijo –le dijo el policía, que conocía bien el problema de la familia Dornan–. Pero ahora, tu madre te espera. Está en la Misa del Gallo, en la catedral de San Patricio.Cuando el timbre sonó en el apartamento de Cally en la avenida B, ella fue hacia la puerta con la resignada seguridad de que iban a detenerla. El detective Levy la había llamado por teléfono para decirle que él y otro agente pasarían por allí. Pero cuando abrió se encontró con dos radiantes Papá Noel, cargados de muñecas, juguetes y un cochecito de mimbre, blanco y brillante.Mientras los miraba, incrédula, ellos dejaron los regalos debajo del árbol de Navidad.–La información que nos dio sobre su hermano nos ha resultado muy útil –dijo Bud Folney–. El niño Dornan está bien, y viene de camino a la ciudad. Jimmy va de camino a la cárcel. De nuevo se halla bajo nuestra responsabilidad, y le prometo que esta vez no dejaremos que se escape. Espero que, de ahora en adelante, las cosas vayan mejor para usted.Cally se sintió como si le hubiesen quitado un peso gigantesco de encima.–Gracias... gracias –apenas alcanzó a susurrar.–Feliz Navidad, Cally –dijeron a coro Folney y Levy, y se marcharon.Cuando se hubieron ido, Cally supo que al fin podía irse a la cama, a dormir. La respiración de Gigi era una plegaria atendida. A partir de entonces la escucharía todas las noches, sin temer que le quitaran otra vez a su pequeña. "Todo irá mejor –se dijo–. Ahora lo sé."Antes de quedarse dormida, lo último que pensó fue que cuando Gigi viera que el enorme paquete con el regalo de Papá Noel no estaba ya debajo del árbol, podría responderle sin mentir que Papá Noel se lo había llevado.El himno del final de la misa estaba a punto de empezar cuando la puerta lateral se abrió de nuevo y el agente Ortiz entró. Pero en esa ocasión no iba solo. Se inclinó hacia el niño que estaba a su lado y le señaló algo. Antes que Catherine llegara a ponerse de pie, Brian estaba en sus brazos, con la medalla de San Cristóbal que llevaba colgada al cuello apretada contra su corazón.Nada dijo mientras lo abrazaba con fuerza, pero sintió cómo lágrimas de alivio y felicidad le corrían por las mejillas, y supo que volvía a creer con fe y determinación que Tom se recuperaría.Bárbara tampoco habló, pero se inclinó y puso la mano sobre la cabeza de su nieto.Fue Michael quien rompió el silencio con unas palabras de bienvenida.–Hola, bobo –susurró con una sonrisa.Día de Navidad
El día de Navidad amaneció frío y despejado. A las diez de la mañana, Catherine, Brian y Michael llegaban al hospital.
El doctor Crowley los esperaba cuando salieron del ascensor en la quinta planta.–Cielo santo, Catherine, ¿estás bien? –preguntó–. No me he enterado de lo ocurrido hasta que he venido esta mañana al hospital. Tienes que estar exhausta.–Gracias, Spence, pero me encuentro bien. –Miró a sus hijos–. Todos nos encontramos bien. Pero ¿cómo está Tom? Esta mañana, cuando he llamado esta mañana temprano, lo único que me han dicho es que había pasado una buena noche.–Y así ha sido. Un signo excelente. Ha pasado una noche muy buena. Mucho mejor que la vuestra; de eso estoy seguro. Espero que no te importe, pero decidí que era mejor contarle a Tom lo de Brian. Los periodistas han estado llamando toda la mañana al hospital, y no quería arriesgarme a que se enterara por boca de un extraño.Empecé por el final feliz, eso desde luego.Catherine sintió una oleada de alivio.–Me alegra que lo sepa, Spence. No sabía de qué forma contárselo. Y no estaba segura de cómo reaccionaría.–Se lo ha tomado muy bien, Catherine. Tom es mucho más fuerte de cuanto la gente cree. –Crowley miró la medalla que Brian llevaba al cuello–. Sé que te ha costado mucho poder dar esa medalla a tu padre. Te prometo que entre San Cristóbal y yo nos ocuparemos de que se ponga bien.Los niños tironearon de Catherine.–Es cierto. Os espera –dijo Spence con una sonrisa.La puerta de la habitación de Tom se hallaba entreabierta, Catherine terminó de abrirla y se quedó allí de pie, mirando a su marido.La cabecera de la cama estaba levantada. Cuando Tom los vio, en su rostro brilló la sonrisa de siempre.Los niños corrieron hacia él, pero se detuvieron a pocos centímetros de la cama. Ambos tendieron los brazos y le cogieron una mano cada uno. Catherine vio que los ojos se le llenaban de lágrimas al mirar a Brian.Se le ve tan pálido... –pensó–. Estoy segura de que le duele, pero se pondrá mejor. No tuvo que obligarse a que sus labios esbozaran una radiante sonrisa cuando vio cómo Michael le sacaba a Brian del cuello la cadena con la medalla de San Cristóbal y los dos hermanos se la ponían a Tom.–Feliz Navidad, papá –dijeron a coro.Mientras su marido la miraba por encima de las cabezas de sus hijos, formando con sus labios en silencio las palabras "Te amo", un verso de la canción Noche de paz flotó dentro de su ser:... claro sol brilla ya...Fin
AGRADECIMIENTOS
Esta historia empezó en una cena, cuando mis editores Michael V. Korda y Chuck Adams comenzaron a pensar en la posibilidad de una novela de suspenso ambientada en Nochebuena en Manhattan. Y me interesó.
Michael y Chuck, muchas gracias por aquella conversación inicial y por toda la maravillosa ayuda a lo largo del camino.Mi agente Eugene Winick y mi promotora Lisi Cade me brindaron ayuda y apoyo constantes. Merci y Grazi, Gene y Lisi.Y, por último, muchas gracias a los lectores, que son lo bastante amables como para esperar mis libros. Mis mejores deseos de paz, felicidad y tranquilidad en las vacaciones navideñas.