MI AMIGO PIDÉN (Luis Durand)
Publicado en
febrero 12, 2012
I
La primera noche de mi llegada al campo, dormí nervioso y sobresaltado. Era como si todos los rumores que rondaban la casa, con su cortejo de misterios, estuvieran afuera acechándome, cual invisibles enemigos para lanzarse sobre mí en el momento propicio. Mis veinte años, que hasta entonces no conocieron el tormento del insomnio, no fueron suficientemente fuertes para vencer las zozobras que me asaltaban cada vez que la suave niebla del sueño llegaba a soltar mis nervios en tensión, dóciles al miedo de esa inquietante soledad. Fue, pues, una verdadera alegría de niño la que experimenté cuando oí el canto de las diucas, goterones de música y frescura que anunciaban el amanecer. Una luz desvaída y tenue se asomó en las ventanas, y entonces, allá lejos, sobre la curva ondulante de los cerros, una orla azul los destacó bajo el cielo aún desteñido.
Afuera, en el corredor, un perro bostezó gruñendo friolento, y desde el campo llegó el bramido de un buey, que puso una matiz de melancolía en el amanecer. Lentamente, la luz fue dibujando los cuadritos de la ventana, y, casi en seguida, una llamarada de sol naciente que se proyectó por detrás de los cerros, tiñó el cielo de un suave color de rosa. Una barra de oro que penetró a la estancia, por una de las ranuras del tabique, fue como si llegara un sonriente amigo, que después de darme los ¡buenos días! se burlara un poco de mis temores nocturnos. Traté entonces de dormir para resarcirme de mi penosa vigilia, pero desde afuera venía un llamado de vida tan intenso, una alegría tan jovial y robusta que, con súbito impulso, tiré las ropas hacia atrás y de un salto, fui a mirar por la ventana la maravilla del paisaje jocundo que ofrecía su magnificencia ante mi vista. Quedéme absorto contemplando las rubias sementeras, rizadas levemente por la brisa matinal. Allá entre los cerros de Adencul, la luz llenaba de niebla azulina las hondonadas. Los altos coihues, que un roce despiadado desnudara de la severa armonía de su follaje, semejaban un ejército de gigantes que en desordenado tumulto fueran escalando los empinados flacos. La masa imponente y densa de la montaña se doraba al sol, bajo el cielo limpio y celeste. Y más cerca, entre los árboles que rodeaban la casa, los pájaros madrugadores hacían oír la orquestación jubilosa de sus trinos, llenando el espíritu de frescas y suaves armonías.Sintiendo un vehemente deseo de correr por el campo; me vestí rápidamente. Estaba ansioso de saturarme de aquel aire vivificante y de bañarme en la pureza del amanecer. Al cruzar el patio de las casas, vi junto a una mediagua, que servía de bodega y almacén, a un caballo negro, de mediana alzada, que aún estaba sin ensillar. Amarrado bajo un sauce mimbre de hojas plomizas, que se enredaban en su mechón desteñido, casi castaño, enderezó las orejas al oír mis pasos, y luego, arqueando graciosamente la tabla del cuello, sus ojos vivos se fijaron en mí con insistente curiosidad. Casi en seguida se revolvió ágil, tratando de desasirse del jaquimón, y quedó mirándome de frente, con la cabeza erguida y una de sus manos adelantadas, en actitud de venir a mi encuentro.Un hombre alto, de andar lerdo y pesado, subía en ese momento al faldeo trayendo una montura al hombro. Con la mano que traía libre, se tocó, al verme, el ala de su ancho sombrero. Era Otto, un suizo alemán apacible y bonachón, que desempeñaba las funciones de mayordomo en aquel fundo, adonde yo llegaba a estrenarme como administrador. Dejó la montura en el suelo, y después, con su aire desganado, fue a sacar la rasqueta y la escobilla que tenía guardada entre las ramas del sauce. En tanto, el caballo, ahora más tranquilo, había vuelto a su posición primitiva, restregando con vigor su cabeza en el tronco del árbol.El mayordomo desató la cuerda del jaquimón y se la enrolló en el brazo. Volviéndose a mí, me dijo:—Hay que estar atento con éste, porque es un diablo. Apenas uno se descuida se va no más, y después cuesta la vida dar con él.Lo miré extrañado, sin comprender al punto lo que me quiso explicar. Aunque no deseaba dar a conocer mi ignorancia de las cosas campesinas, no pude reprimir la pregunta:—¿Se va? ¿Y para dónde se va?El hombre se quitó, con lerdo ademán, el cigarrillo de los labios y, dejando la rasqueta sobre el anca del caballo, me contestó:—Se va a los potreros y se esconde entre los montes. Éste sabe jugar a las escondidas mejor que los chiquillos.—¿Es suyo?—No, es de la hacienda. En días pasados, el patrón estuvo a punto de venderlo, después de un matasuelo que le dio.El caballo entonces, como si supiera que de él se hablaba, movió la cabeza varias veces, tal si deseara sacarse el freno que el mayordomo recién le había puesto, y luego, como para dar fe de su impaciente energía, golpeó reciamente el suelo con sus manos.—¿Así es que es muy vivo este caballo? —le pregunté al hombre en el momento que le apretaba la correa del cinchón.—Es locazo. Hay que tener buenas piernas para sujetarse en él, porque es muy cachañero cuando se espanta o anda con la idea. Pero sabiéndolo llevar es de lo más tranquilo. Y sufrido como él solo.Experimenté el temor de que cuando aquel hombronazo montara al animal, éste se iba a hundir bajo su peso. Pero no ocurrió nada de eso. Se revolvió con gallarda viveza y antes de sentir el acicate, partió al galope por el camino que conducía a los potreros, donde ya comenzaba la siega de los trigos.II
Ha pasado más de un año desde aquella mañana fragante y luminosa que acabo de evocar. Ya, según declaración muy grave y sentenciosa de Felipe, el campero, me he convertido en un jinete más que regular, a quien ni los corcovos de una bestia mansa —los campesinos creen que son las que se sacuden más fuerte— puede sacarme fácilmente de la silla. He perdido la cuenta de los terribles golpes que me he dado para aprender a montar. Las bestias tienen un instinto seguro y una inteligencia muy clara para conocer al jinete novicio. Todos aquellos fieros porrazos se los debo a ese caballito negro, el Pidén este es su nombre—, que no ha tenido ningún respeto ni consideración para mi persona y me ha tratado con el desdén que pudiera haber tenido con un chico de diez años. En muchas ocasiones, al dejarme tirado sobre el camino, se burla de mí con verdadera crueldad. No contento con lo que ha hecho, se detiene a pocos pasos, y cuando voy a alcanzarlo, se aleja al trote como diciéndome: "Ven a pillarme si eres capaz". Y así, mientras voy tras de él, jadeante, él se entretiene en despuntar las hierbas a su alcance, para alejarse de nuevo cuando me siente próximo y repetir la escena en igual forma.
Todo esto fue haciendo nacer en mí una verdadera animadversión en su contra, que me incitaba a castigarlo, muchas veces sin motivo, y sólo guiado por el deseo de vengar algunas ofensas humillantes para mi moceril vanidad. Pero bien sabía el Pidén devolverme la mano con creces y, en ocasiones, con un poco de reiterada malignidad.Una tarde de fines de diciembre, había ido yo a vigilar las faenas de la corta a máquina que se estaba haciendo en el potrero del Maitén. El Pidén estaba ese día realmente insufrible. Me había sacudido los riñones bailando y atravesándome en el camino, con tales bríos que uno de los guardianes del poblado próximo, que me acompañaba, resumió su admiración por él, diciéndome:—Benaiga la bestiecieta bien alentá. Pocas veces había visto un caballito más jugoso.Aquel "jugoso", que en el primer momento no entendí era su característica más saliente. Era en realidad un caballo fogoso e incansable. Una marcha, por ruda y penosa que fuera, a través de los escarpados caminos de esas serranías, no era suficiente para apagar su fuego y dominar sus arrestos gallardos. Felipe, el campero, con su gesto desabrido, me solía decir:—Esa no es bestia pa que ande su mercé. Ta güena pa los chiquillos, que les gusta andar too el tiempo gilidiando con los animales. Usté, pa hacerse güen pión, necesita un caballo más tranquilo. Si los costalazos tamién duelen pues, iñor.Pero mi amor propio y mi juvenil vanidad, seguían empeñados en una lucha sorda con el Pidén, que apenas me sentía sobre sus lomos salía disparado haciendo cabriolas o dando botes, en los cuales, si no lograba ponerme a tiempo sobre la silla, me dejaba tirado, huyendo en seguida en loca carrera, algunas veces hacia las casas, hasta donde siempre sabía llegar por más que en el cerro se cerraron todos los pasos que daban acceso a ellas.Sin embargo, esa tarde, cuando ya estuvimos dentro del potrero, el Pidén se tranquilizó, demostrando cierto desgano que no era común en él. Por la orilla del trigal fue cortando espigas que sus fuertes dientes trituraban con deleite. Caminábamos despacio, al lado de una yunta de bueyes llamados "Los Solimanes" y que empujaban la cortadora que iba devorando las espigas. Mas, de pronto, el ¡pi-pi-pi!... sorpresivo y angustiado de una perdiz, lo asustó haciéndolo dar un bote de costado, tan violento, que me dejó tendido debajo de uno de los bueyes. Como era su costumbre se disparó, resoplando estremecido de energía, en loca carrera por en medio del potrero. Le costó a los peones un verdadero esfuerzo rodearlo y traérmelo de nuevo. Venía con aire esquivo y a la vez altanero, trató de golpearme con una de sus manos cuando volví a subir en él. Uno de los inquilinos, el "Pichirruca", como lo llamaban por su porte exiguo, me apuntó:—Hay que ver el flaco bien idioso. Va a tener qué pedir piernas emprestá el patrón pa agarrarse en él.Aquella observación, hecha con risueña y maliciosa socarronería, me encendió de fastidio el rostro. Y tan luego como me sentí firme en él, lo castigué con las espuelas y el látigo, dando rienda suelta a mi ira. Pero el Pidén, lejos de doblegarse ante mi castigo, se revolvió enardecido y aun cuando hice todos los esfuerzos imaginables por dominarlo, partió en impetuosa carrera por en medio del trigal, ante la expectación temerosa de los peones que confiaban muy poco en mis piernas y temían que el caballo me estrellara en alguno de los postes del camino o me diera una rodada entre los ásperos surcos del faldeo. Pero aquel endiablado animal no sabía tropezar, y fue así cómo se internó conmigo en un tupido retazo de selva, en donde muy pronto sentí el recio y despiadado azote de las quilas sobre mi rostro y los crueles rasguños de los michayes que me desgarraban la ropa y me hacían sangrar las manos. Por lo demás, un estrellón cualquiera en alguno de los troncos salientes, me hubiera sido de fatales consecuencias. Hasta que de pronto vino a salvarme un accidente, parecido al que relata la leyenda bíblica, cuando Absalón quedó colgado de la cabellera, enredado en un árbol. La punta de un palo seco, al engancharse en la boca de mi poncho, me sacó en el aire de la silla, siéndome necesario realizar un verdadero esfuerzo de acrobacia para poder salir de aquella ridícula posición.Aún me avergüenza recordarlo. Yo, un ser racional, dotado de inteligencia y de sentimientos humanos, no supe ni pude contener mi ira, mi ciega furia. El Pidén, también enredado entre la tupida maraña del monte, esta vez no pudo huir. Entonces yo, temblando de rabiosa exaltación, he cogido un grueso garrote y lo he apaleado sin piedad, sin que él, amarrado, pudiera defenderse. Uno de sus ojos se ha cerrado por efecto de mis golpes. Junto al hocico le vierte sangre machacada de una honda herida. Él, bajo la penumbra suave de la selva, ha perdido su gallarda arrogancia. Achicado y encogido parece más flaco. En tanto, yo me he sentado sobre una piedra, al borde del estero que se desliza cristalino sobre su lecho de arenas brillantes. Hay un fresco y oloroso silencio que a ratos interrumpe el vibrante ¡cau-cau! de los chucaos, o el ¡té-té! dulce y gracioso de las tencas que se enamoran entre el follaje. Me lavo la cara y, como una excusa para justificar mi brutalidad, restaño con mi pañuelo la sangre de mis rasguños, mientras murmuro en voz baja:—Ha sido una suerte que no me haya muerto este chuzo bruto.Él, entretanto, permanece muy allegado al tronco del árbol en donde está amarrado. Un quejido leve, pero muy hondo se le escapa a ratos. Cuando me acerco, su ojo está horriblemente hinchado y en la herida del hocico se le ha formado una gruesa costra de sangre coagulada.Sintiendo una indefinible mezcla de depresión y de vergüenza, lo llevo de las riendas hasta el estero. Se inclina hasta tocar el agua, y sin beber levanta la cabeza para quedarse inmóvil, como si hasta la respiración le faltara. Con mi pañuelo chorreando de agua fresca lavo sus heridas. Él se deja hacer, no sin dar algunas cabezadas en las cuales advierto su protesta y su sufrimiento. Refresco largo rato su ojo hinchado y al tocárselo, da un breve y recio tiritón. Después lo conmueve un largo suspiro, como si en ese suspiro quisiera vaciar toda la pena que lo agobia al verse, quién sabe si por primera vez, tan humillado.Regresamos tranco a tranco, en esa hora en que las lejanas se visten de púrpura y una delgada sombra destiñe el cielo; a esa hora en que el campo se puebla de rumores confusos: de trinos que son como musicales adioses, de gritos de niños y de voces lejanas a las que la vecindad de la noche presta un encanto empapado en misterio y poesía.III
Tras un sinnúmero de peripecias, peores o parecidas a las que acabo de narrar, he ido adquiriendo la seguridad necesaria para cabalgar sin temor a desagradables accidentes. Se aleja así la parte ruda y hostil del campo en cuyo paisaje bravío mis ojos iban descubriendo nuevas e insospechadas bellezas. La gente fue también despojándose de su corteza de esquivez y de su socarronería, un tanto hiriente para aquellos que no conocen su manera de ser ni saben apreciar la sencilla bondad que se alberga en sus almas, esquivas ante lo desconocido y llenas de confianza y casi infantil sinceridad cuando llegan a entregar su afecto.
Dentro de mí comenzó de esta manera un proceso de descubrimiento de un mundo distinto al que hasta entonces conocía. La tierra, las plantas, los animales y los pájaros adquirieron dentro de mi espíritu inusitada importancia. Porque el campesino vive atento a todas las manifestaciones de la naturaleza, que influye directamente en el éxito o en el fracaso de sus empresas y en la alegría o el dolor de su existencia. Es el inmenso libro en que lee los signos que encienden su esperanza y robustecen su fe. El viento es la brújula por medio de la cual guía sus trabajos y que jamás lo engaña. El color del horizonte, el índice inequívoco que le anuncia lo que debe hacer al otro día. Toda la vida campesina sustenta su raíz en la tierra y su florecimiento en las señales que lee en la atmósfera o en el cielo. Mientras camina a través del campo, habla consigo mismo, pero dándose siempre ilusionadamente la respuesta que le conviene. La tierra es grande y todo lo que sobre ella se anima necesita vigilancia y cuidado. Que el potrero no se aniegue, que el buey flaco no se desbarranque, o que los pájaros no se ceben en las chacras donde el maíz nuevo atrae su voracidad. Para todo esto, el hombre necesita de un buen colaborador, y entre éstos, uno de los principales es el caballo, que muy pronto se convierte en su mejor amigo. Con él comparte todos los contratiempos y soporta las más rudas inclemencias. Fue así, en esta escuela, como aprendí a querer a los animales y con preferencia a aquél, que hasta ayer fue casi mi enemigo. Seguramente, porque notó en mis piernas, flojas para sujetarse sobre la silla y en mi torpeza para guiarlo, que yo era un extraño ahí en el campo, un intruso que no sabría amar las cosas hacia las cuales su instinto lo inclinaba.Mas, poco a poco, tras de tan nudos combates, fuimos notando que un vínculo fuerte y duradero nacía entre nosotros. Desde que las primeras luces alumbraban la tierra, salíamos a vagar por todos los rincones del fundo. Él conocía los más secretos senderos de la selva, los pasos más escondidos y las vertientes más claras. Había nacido entre esos cerros y sus primeros brincos de potrillo los dio al abrigo de esos montes, oyendo toda esa suave armonía a la cual mis oídos se iban acostumbrando con verdadero deleite. Sabía, además, dónde crecían las quilas más jugosas y los pastos más tiernos.Se había convertido en el buen y leal compañero, que jamás se apartaba de mí, ni me hacía pasar por ninguna situación desmedrada. Al desmontarme, le sacaba el freno y le enganchaba las riendas en el garfio de la montura. Después, con una cariñosa palmada sobre el anca, lo animaba a pastar, a darse un banquete en aquellos pastizales o quilantares que había en los rincones escondidos de la selva. Él se quedaba vacilando largo rato, volviéndose a mirarme con sus ojos leales en los que yo leía claramente su promesa:—No tengas cuidado. Anda tranquilo, que yo te esperaré hasta que vuelvas.A veces, cuando me olvidaba de aflojarle la correa de la cincha, daba un recio sacudón. Esto equivalía a decirme:—No olvides que así tan apretado yo no puedo comer.Y cuando le daba en el gusto, resoplaba alegremente para expresarme su agradecimiento.Una tarde fuimos a ver a unos labradores que estaban trabajando en un intrincado rincón de la selva. Intenté varias veces llegar hasta ellos sin poder encontrar el camino. Él estaba inquieto y nervioso, como en aquellos distantes días de su mal humor. En el silencio sólo interrumpido por las alegres carcajadas de los tordos, se oía el golpe lejano del hacha de los leñadores. Fastidiado de no poder encontrar el camino, le abandoné las riendas y entonces alzó su hermosa cabeza, enderezando las orejas y moviéndose rápidamente en sentido inverso. Oyó de nuevo el golpe de las hachas, e inmediatamente volvió grupas desandando el camino por donde íbamos y se internó en la selva. Muy luego fui sintiendo cada vez más recio el golpe de las hachas, hasta que llegamos donde los leñadores por un caminillo completamente escondido entre los helechos, cuya fresca suavidad nos envolvía como una caricia, mientras que de abajo subía una fragancia a tierra húmeda y a leños recién abiertos.Él también conoce muchos de los secretos de mis pequeños amores campesinos. Hay una casita escondida entre los cerros, donde una chiquilla, de labios encendidos y ojos reídores, me dice, con deliciosa torpeza en su lenguaje, todos los anhelos que palpitan en su corazón de dieciocho años. El Pidén, con una paciencia increíble dado su fogoso temperamento, me espera muy tranquilo bajo el galpón. Hubo ocasiones en que ya los pájaros comenzaban a anunciar el día, cuando nos marchábamos. En su obscuro rincón, él me acogía con un relinchito cariñoso, y a los pocos pasos se detenía detrás de la casa, junto a una ventana, donde él sabía que esa chiquilla me ofrecía la miel fresca y cálida de sus labios. Después nos vamos conversando de todas las incidencias del día. Él me contesta estirando el hocico y haciendo una especie de suave ronquido, a ratos resoplando alegremente. Hay terribles noches de lluvia, en que la ventisca y los truenos nos infunden verdadero pavor, cuando nos azotan y estallan sobre nosotros con violencia inaudita, como si nos fueran a derribar. Con la cabeza baja nos dejamos guiar por el instinto. Cruzamos lentamente la montaña, bajo cuyo espeso toldo de ramas la lluvia se escurre en gruesos goterones, enfangando el sendero. Al comienzo de una larga y peligrosa bajada, el Pidén sacude la cabeza con energía, para advertirme:—No te olvides de afirmarme las riendas.Así lo hago y entonces casi se sienta para resbalar cuesta abajo, en el fango. Su leve ronquido se alarga como una queja. Siento una gratitud inmensa al ver todos sus sacrificios. Me dan deseos de bajarme y de abrazarlo, quién sabe de besarlo como si fuera un ser adorado. Llegamos hasta un tronco atravesado en el camino. Y esta vez él se desvía para apoyarse mejor, afirmando los cascos entre la corteza de los coigües que hay a los lados. Pasa una mano y después la otra. Cuando se siente bien seguro, salva el tronco con liviano impulso. Y otra vez resbalamos cuesta abajo, hasta llegar al plan, en donde me pide rienda, y aunque llueva o truene, o sea la noche de tinta, nos lanzamos a través de la obscuridad en una loca y jubilosa carrera.Al llegar a la casa le saco la montura frente a la puerta. El Pidén, con paciencia ejemplar, espera que yo guarde los aperos de montar y en seguida nos encaminamos uno al lado del otro hacia la bodega. No siente ningún temor de entrar a obscuras conmigo hasta el rincón en donde están los sacos de avena. Mientras yo saco el grano y lo voy echando al cajón, él me acaricia con su relincho de regalón. Claro que me dice:—Échale otro poquito más. No te pongas mezquino.Soy generoso con él, y casi siempre le sobra un poco de su ración. Me duermo arrullado por el ruido que en el corredor hacen sus poderosos dientes al triturar la avena. Pero no por eso deja de cuidar el grano que le sobra, cuando por las mañanas vuelve de tomar agua. Defiende su cajón, con talante agresivo, de las gallinas que llegan hasta allí a picotear. Hay ocasiones en que arma un verdadero escándalo de cacareos y gritos angustiados, cuando las ahuyenta con el hocico abierto y el belfo fieramente arriscado. Algunos días, con el fin de que descanse, lo llevo hasta la puerta del potrero que conduce a los cerros, para que se vaya a reponer y a retozar todo cuanto quiera. Hay ocasiones en que esta excursión le causa verdadero gozo. Apenas lo suelto, emprende cuesta arriba una loca carrera, y en la primera explanada que encuentra, se revuelve relinchando alegremente. Empero, otras veces, se queda como un chiquillo enfurruñado y regalón, con los encuentros apoyados en la puerta y el cuello estirado por encima. Me dice:—No me voy ni me voy. Le tengo odio al cerro.Yo acaricio su mechón castaño, en donde siempre hay "amores secos" o rositas de espinas que le saco cuidadosamente. En tanto, le converso sobre lo fresco y jugoso que está el pasto en el rincón de las "Casas Viejas" o los quilantos en la orilla del estero de las "Catorce Hectáreas". Pero no lo convenzo. Le da un topón a la puerta, y haciendo guiños impacientes, yo sé que me contesta:—Eres un antipático. ¿Te gusta a ti salir a pasear cuando no tienes deseos?Por último se decide a caminar lentamente por la orilla de la cerca, cortando con paciencia inagotable las escasas hierbas y ramas que hay en los alrededores. Y tan pronto como se hace la noche, oigo que salta sobre el corredor, y cuando este llamado de atención no hace efecto en mí, viene a llamarme a la puerta con su simpático relincho. Conozco demasiado su lenguaje, y no dormiría tranquilo si no le diera lo que me pide. Algunas veces Felipe, con su cachaza habitual, comenta:—Hay que ver lo que se ha aguachado este flaco con su mercé. Si antes a éste, cuando lo soltaban al monte, había que hacer mingaco pa pillarlo, porque se ponía más ríspero que un potrillo de primera ensillada. Y no hubiera sío na eso, sino que se volvía perdiz por ey por las quebrás. Lo que tiene el flaquito que es muy agradecío. Con poquito embarnece y se pone luciecito.En una ocasión transcurrieron casi ocho días sin que fuéramos a visitar esa amable casita, donde una chiquilla reídora nos acogía con manifiestas muestras de cariño. Las rencillas tan comunes en el amor nos tenían distanciados. El Pidén demostraba estar profundamente intrigado por este motivo. Rondaba inquieto por los alrededores de la casa, y en más de una ocasión lo encontré bajo el sauce, inmóvil, entregado a profundas y melancólicas meditaciones. Uno de esos días, un domingo de soledad y silencio, yo estaba en la galería leyendo un libro, sin entender lo que decían sus páginas, cuando el Pidén asomó su cabeza en la puerta. Me miró largo rato con expresión casi humana, y entonces avanzó una mano sobre el piso de tablas, donde su casco herrado resonó tan fuerte que él mismo se asustó. Retrocedió al darse cuenta de su osadía y vino a mirarme a través de los vidrios. Me estaba diciendo claramente:—¿Qué te pasa? ¿Por qué no vamos a pasear un rato? ¡Estamos tan aburridos!Aunque parezca ridículo confesarlo, experimenté una emoción tan honda y tan pura que los ojos se me humedecieron. Sin poderme contener, fui a abrazar su cuello y a acariciar su gracioso mechón, mientras le decía: —Tienes razón; salgamos un rato. ¿Quieres tú que vayamos a verla?Un enérgico golpe en tierra de una de sus manos me dio la respuesta afirmativa. Y cuando oyó el ruido, tan conocido en él, de la argolla del cinchón arrastrándose sobre las tablas del piso, vino a pararse junto a la puerta. Después de limpiarlo y escobillarle cuidadosamente, le arreglo lo mejor que puedo sus lindas testeras granates que le caen al lado de su mechón castaño, y nos vamos galopando pausadamente. Es una deliciosa tarde de primavera que comienza. Un airecillo oloroso y musical juega entre el ramaje de la orilla del camino; una leve niebla azulina envuelve el campo que nosotros, como sintiendo una sutil caricia, vamos desgarrando. El sol, como si hubiera trasnochado entre unas nubes coquetonas y encarminadas, proyecta una luz desvaída, que es una fina lámina de oro sobre los diversos matices del paisaje. Desde un roble, una lloica me pellizca dulcemente el corazón con las cálidas y entonadas notas de su canto: ¡Chíu—chíu, chirriiiuuu!... IV
Pero la felicidad es breve, y sólo el recuerdo de los grandes afectos sigue viviendo en el corazón del hombre. De pronto han pasado muchas cosas tristes y desagradables. El amor que desbordaba mi corazón juvenil, me hizo olvidar responsabilidades y desatender obligaciones. Y entonces me han echado de esa tierra, en donde todo tenía un signo de simpatía para mi corazón de veinte años. También me olvidó aquella chiquilla que encendió mi primer amor. No encontró en mí esa áspera rudeza y ese dominio de macho fuerte que seguramente anhelaba su impetuosa alma de campesina. Mis quimeras de soñador la hicieron sentir el hastío antes de que fruteciera el cariño. En esta forma he tenido que irme, abandonando todo lo que amé y lo que amaba hasta entonces.
¡Mi caballo Pidén!, sólo entonces recordé que no era mío, que no podía llevármelo. Abrazado a su cuello he llorado a sollozos, con un llanto de niño sin amparo. Él restregó muchas veces su hocico en mi pecho. Sus grandes ojos, limpia fuente de sinceridad, me han mirado muy largo. Y cuando por fin me decido a marchar, él me sigue relinchando inquieto. Por encima de la puerta del potrero, como en aquellos días cuando no quería ir al cerro, tiende su cuello, en donde las crines negras se le esponjan bellamente, con el deseo de seguir tras de mí. Corre después nervioso y desesperado por la orilla de la cerca, para retornar a la puerta y quedarse mirándome. Ya voy lejos, y con el alma transida de tristeza sin remedio, cuando oigo su relincho vibrante, que me grita con dolorosa energía:—¡No te vayas!Fin
TERMINOS EMPLEADOS
diuca : (Fringilla diuca, Molina) Avecilla de color gris apizarrado, con una mancha blanca en la garganta y otra en el abdomen, rectrices y rémiges negras y pintas de tono acanelado en los muslos. la hembra se diferencia del macho en que todas las manchas grises aparecen teñidas de tono pardusco, los flancos, de café acanelado y la mancha del bajo vientre, de color canela oscuro y más extenso. Ligeramente mayor que un jilguero, es una de las aves chilenas más comunes, pues habita en los campos desde Coquimbo hasta Aisén. es característico su dulcísimo canto al amanecer. (DECh)jaquimón : Conjunto de correas o cuerdas que se coloca por la parte trasera de la cabeza de una caballería para afirmar el freno y la brida. (DECh)matasuelo : Golpe fuerte al caer. (DECh)cachañero : que hace cachañas o es diestro para hacerlas. Cachaña: acción ejecutada con maña o presteza para eludir un obstáculo o dificultad. (DECh)benaiga : ¡Buena cosa!alentá : Sana, de buena salud.su mercé : Fórmula de tratamiento usada por el inquilino o campesino para dirigirse a su patrón o a cualquier otra persona de clase social superior a quien considere digna de respeto. (DECh)gilidiando : Perturbando o molestando con una continua agitación, melindres, quejas o desasosiego. (DECh)pión : Peón.iñor : Señor.idioso : que tiene caprichos o manías. (DECh)emprestá : Prestada.quila : Nombre común de varias especies de plantas gramíneas características por sus espiguillas trifloras y por sus tallos, unas veces rectos y otras ramificados y trepadores, muy empleados en cercos, techumbres de rancho y para lanzas entre los araucanos. Lasmichay : Nombre común de ciertos arbustos silvestres de hojas simples acompañadas de espinas en la base, flores pequeñas protegidas por bracteolos y fruto en baya. la madera es amarilla o blanca, la raíz y la corteza se usan para teñir de amarillo, los frutos comestibles han sido empleados por los indios para producir una chicha. en medicina popular, la infusión de las hojas se aplica en casos de inflamaciones. (DECh)chucao : (Pteroptochos rubecula) Ave pequeña, de unos 18 cm. La cabeza y el lomo son de un color gris apizarrrado, que en los ejemplares bien adultos tira al bermejo, mientras la garganta, zona anterior del cuello y el alto del pecho son de un rojo vivo, con su tenca : (Turdus o minus thenca) Ave canora semejante al zorzal, del cual se distingue, sin embargo, por tener la figura más esbelta y delgada y la cola más larga. el plumaje es café claro por encima, con rayas longitudinales negruzcas en la cabeza, alas pardonegras con algunas líneas blancas, pecho y vientre de color café grisáceo pálido y se va aclarando hacia el abdomen hasta llegar a una coloración blanquecina. Igual que la garganta, las patas y el pico son negros, este último algo encorvado. Vive desde el valle de Copiapó hasta Valdivia, entre los arbustos y campos cultivados. Canta todo el año y sus trinos poseen una prodigiosa variedad de tonos. es también capaz de imitar el canto de las demás aves. (DECh)quilanto : Matorral de quilas.aguachado : Amansado.mingaco : Congregación voluntaria de vecinos o amigos que hacen una labor en común, como siembra, cosecha, trilla, etc.; por lo cual no se paga, sino únicamente se da comida y bebida que muchas veces van acompañados con cantos y bailes. Se acostumbra asignar un príspero : Áspero; fogoso.sío na : sido nada.ey : Ahí.embarnece : Resplandece (?)luciecito : que luce.lloica : Loica. (Sturnella militaris) Pájaro de la familia de los estorninos que se domestica con facilidad y es muy estimado por su canto dulce y melodioso. El macho es por encima de un pardo variegado de negro; la garganta, el centro del cuello, pecho y abdome