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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
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    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



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    EXTREMAUNCIÓN (José María Boto Bravo)

    Publicado en febrero 19, 2012

    Extremaunción. De extrema, última, y unción.
    Uno de los sacramentos de la Iglesia católica, que consiste en la unción con óleo sagrado hecha por el sacerdote a los fieles que se hallan en peligro inminente de morir.


    Episodio 1
    Camino de Lagos


    Extracto del discurso de despedida de Marta Colón, Presidenta de la Confederación Mundial. Nueva York, 12 de junio de 222.
    Sí. Tanto el equipo de gobierno saliente, como yo misma, podemos estar contentos y orgullosos, no solamente del trabajo específicamente desarrollado durante nuestra legislatura, si no de haber continuado, superando todos los problemas que han ido apareciendo, la línea de nuestros antecesores sin habernos desviado un ápice de la misma. No se puede hablar de progresos significativos, pero en cambio estamos satisfechos de no haber tenido ni el más mínimo retroceso con respecto al trabajo de nuestros predecesores en el cargo, pese a las dificultades financieras que hemos tenido que atravesar (...) Lo cierto es que el trabajo que queda por hacer, salvado el escollo que en su día supuso el exceso de población, se encuentra sobre un camino allanado a conciencia durante todas las Legislaturas Científicas anteriores. Hay que reconocerlo y valorarlo, y no hacerlo supondría un exceso de soberbia incompatible a todo buen gobernante.(...) Confiemos en nuestros sucesores, todos ellos científicos de reconocido prestigio, y en su capacidad para hacer la vida del Ser Humano mucho más larga y dichosa, elevando su calidad hasta cotas nunca conocidas. Confiemos también en que los últimos y pequeños roces que existen entre las diferentes confederaciones territoriales queden felizmente superados.(...) Y, por último, aunque no nos gusta hablar en términos de cantidad, si no de calidad, supone para mí y todo mi equipo de gobierno un auténtico placer recordar que, según el último censo de población, la esperanza de vida durante nuestro mandato ha crecido en un año y dos meses con respecto a la del anterior, quedando ésta en la cifra de 146,7 años.


    De Historia Moderna de las Religiones. Profesor Van Aerle. (Ediciones de la Universidad de Amsterdam, año 191).
    A raíz de los avances científicos del siglo pasado, la Iglesia Católica, haciendo un alarde de previsión, creó un grupo especial para que se dedicase a labores de investigación. Sus objetivos: a) adelantarse a los descubrimientos de otras entidades científicas y no perder el tren del futuro, pudiendo brindar a sus feligreses los nuevos descubrimientos directamente de la mano de Dios como expresó el propio Papa, y b) encontrar en cada uno de los nuevos descubrimientos un nexo que permitiese mantener la teoría de un Dios omnipotente, y que hiciese, si no aumentar, tampoco decrecer el número de sus feligreses –y, por consiguiente, de su poder–.
    Este grupo especial, el Instituto Católico de Investigaciones Científicas, cuenta desde un principio con numerosos centros de investigación (gestionados por el propio Instituto, gracias a las enormes inversiones de capital), y con estudiosos e investigadores que, pese a desarrollar su labor en otros centros, mantienen al Instituto al tanto de los logros y de los futuros frutos. Así mismo, cuenta con un dotado grupo de teólogos, los conocidos como teóricos, que se dedican en exclusiva a encontrar una supuesta fuente espiritual de los descubrimientos y a hacer públicas sus averiguaciones y elucubraciones de la manera más convincente posible. Entre su personal se encuentran también los llamados agentes. Aunque su misión no es clara ni está especificada en su acta fundacional, parece obvio que sus misiones se escapan a la ortodoxia de la Iglesia y no están relacionadas directamente con la investigación propiamente científica...



    El vehículo sobrevolaba la espesa jungla a escasos metros de las copas de los árboles más altos. La neblina que envolvía la selva se iba tornando de un tenue color carmesí al recibir los últimos rayos del sol que se ocultaba por el horizonte, confundiendo con su manto los contornos de las zonas en sombra. El padre Di Stefano miraba absorto el cuadro, la cabeza casi rozando la ventanilla para intentar conseguir un ángulo de visión más amplio. Era el único de los doscientos pasajeros que se recreaba en la admiración del paisaje y posiblemente el único que hubiese preferido que el aparato viajara a menos velocidad para poder haber contemplado con detenimiento todos los detalles. El ocupante del asiento de su izquierda, que había permanecido en silencio desde que tomaron juntos el vehículo en Yamoussoukro, giró su rostro. Rozó ligeramente con sus dedos, como una suave brisa, el brazo del sacerdote, instándole a que le atendiera. El padre Di Stefano notó que le tocaba antes de que realmente lo hubiera hecho; la sensación le produjo desasosiego y una instintiva repulsión.



    –Magnífico paisaje, ¿no es cierto? –le musitó melosamente, mientras retiraba la mano–. Lástima que con esta velocidad pase tan rápido ante nuestros ojos. Créame que siento lo mismo que usted. Pero hemos de reconocer que viajar tan rápido también tiene sus ventajas.

    Mientras esperaba encontrar en el rostro del padre Di Stefano alguna reacción a sus palabras, frotó contra el suelo sutilmente la suela de sus zapatos.

    –Al fin y al cabo –continuó–, sin estos cacharros no podríamos habernos reunido todos hoy.

    Di Stefano sentía verdadera aversión por la capacidad de la que hacían gala algunos miembros de la congregación Pangea; no le gustaba en absoluto que alguien se inmiscuyese en su línea de pensamientos. Sonrió malévolamente, como si considerase que el don de que hacía gala su interlocutor sólo le había servido ahora para decir una solemne estupidez.

    –Sin estos cacharros y todo lo que los acompaña, no sería necesario que nos reuniéramos nunca.

    No le contestó. Pareció sentirse sumamente ofendido; miró hacia el frente y se enfundó la cabeza en la capucha de su túnica verde. No era habitual que alguien contestase de aquella manera a un Gran Druida Verde. El padre Di Stéfano debió haber tenido en cuenta la inoportunidad de sus palabras.

    –Perdóneme, Gran Druida. Estoy muy cansado.

    Era norma de la Sociedad tratar a todos sus miembros con el rango que ostentasen dentro de sus propias confesiones, y la diferencia de grado entre un simple cura y un Gran Druida era más que notoria. No se había comportado con el rigor necesario. De todos modos, y aquello le valía como excusa, se encontraba a todas luces cansado. La llamada a última hora instándole a asistir a la reunión de la Sociedad le molestó. Como también lo hizo el enrarecido ambiente que había observado en la misma.

    – Nuevamente le ruego que acepte mis disculpas...

    Dejó las palabras colgando en el aire, dando la impresión de estar también cansado de tener que excusarse. Lo cierto es que cada vez se sentía menos tentado a seguir perteneciendo a la Sociedad, a tener que compartir clandestinidad con aquellos insólitos individuos. Los más de dos años de reuniones, citas, sesiones, no se habían visto reflejados desde un punto de vista práctico. Ni uno solo de sus principios fundamentales, ni uno solo de sus supuestos cometidos prioritarios había pasado de la mera dialéctica. Y lo que era peor: el ímpetu de los inicios estaba empezando a dejar paso a un cierto grado de apatía, no sólo en su ánimo, si no en el de muchos de los miembros. Cada vez se perdían más en disquisiciones teosóficas, como si formaran un club de tertulianos en vez de una organización secreta con fines supuestamente muy concretos.

    –Señores pasajeros, estamos llegando a Lagos.

    La voz metálica hizo que el padre girara la cabeza y dejara de mirar por la ventanilla; conocía de sobra la silueta de la ciudad. El aeropuerto se presentó ante ellos de súbito, recién nacido de la enmarañada jungla. El vehículo desaceleró y se acercó a él con delicadeza, hasta posarse suavemente sobre una de las plataformas de aterrizaje. Desembarcaron raudos, siguiendo el torrente que formaron el resto de los presurosos pasajeros. En breves instantes, se encontraban ante las puertas de cristal de las terminales de salida. El Gran Druida echó hacia atrás la capucha y miró a los ojos del padre Di Stefano.

    –Hasta la próxima. Y no pierda la fe. No tenga dudas. Algo me dice que nuestra labor va a ser fundamental no pasando mucho tiempo...

    Otra de las cosas de los druidas de Pangea que molestaban al padre Di Stefano era la asombrosa facilidad que tenían para perderse después de decir la última palabra. Cuando giró la cabeza para despedirse o contestarle, ya se había extraviado entre la multitud vocinglera. Di Stefano sacudió la cabeza con resignación y salió al exterior del edificio.

    –¡Taxi!

    Nada más levantar el brazo apareció frente a él, como salido de la nada, un vehículo aéreo que frenó en seco y se quedó parado a escaso medio metro de su cuerpo. Una puerta se abrió y una voz cantarina brotó del interior del vehículo.

    –Adelante, señor. Bienvenido.

    El padre se introdujo y se acomodó en el amplio asiento trasero. La puerta volvió a cerrarse silenciosa, encajando en la carrocería con tanta precisión que habría sido difícil distinguir su contorno.

    –Zona Residencial 3A. Pirámide 25.

    El vehículo se elevó con un impulso poderoso que hizo aplastarse al cura en el respaldo del asiento. En un par de segundos cincuenta metros les separaban del suelo. Di Stefano miró a través de la ventanilla y se dirigió al conductor.

    –Tanta prisa no es necesaria. Haga el favor de conducir con más precaución.

    El taxista giró el rostro y le miró risueño.

    –Ya entiendo. Miedo a volar, ¿no? Ya habrá tenido ración doble ahí –señaló abajo, al edificio del aeropuerto, con el pulgar– y no desea más, ¿verdad?

    Di Stefano no contestó. El taxista suspiró sonoramente. Tomó la dirección de vuelo correcta e hizo que el vehículo avanzara a una velocidad deliberadamente lenta. Una voz sonó en la consola de mandos del aparato.

    –Aquí Tráfico aéreo. Se hallan ustedes en la autopista aérea de circunvalación S–5. Les recordamos que está terminantemente prohibido cruzar con vehículos aéreos la ciudad de Lagos. Si lo estiman oportuno pueden aumentar la velocidad de viaje. Buenos días.

    El conductor sonrió, pero aún así mantuvo al vehículo al mismo ritmo, mirando por el retrovisor de vez en cuando al sacerdote, que parecía no haber oído el mensaje. Dejaron a la derecha la mole de babélicos rascacielos de la ciudad, enormes pináculos de cristal que irradiaban luz artificial como faros en un mar de hormigón. Por debajo del vehículo, escasos edificios y grandes avenidas rodeadas de vegetación indicaban que se encontraban sobrevolando uno de los lujosos barrios residenciales. El tráfico era cada vez más fluido y solamente se cruzaban ocasionalmente con algún vehículo que iba en el sentido contrario y que pasaba a unos veinte metros por encima del nivel donde viajaban ellos. El padre miró con ansiedad a través de la ventanilla. Al fondo se entreveían entre la vegetación las siluetas piramidales de los edificios de apartamentos donde vivía.

    Escasos minutos después cruzaban una de las primeras pirámides y el taxista redujo aún más la marcha, hasta casi detener el vehículo, para atisbar el número de identificación del edificio en la explanada que lo coronaba. Atravesaron el parque principal del conjunto, un lago y varias arboledas. El cura pareció tener la tentación de indicar el camino al conductor, pero se lo debió de pensar dos veces y quedó con la boca abierta, en mitad del intento. Se retrepó en su asiento.

    –Pirámide 25. Aquí es.

    En cuanto encontró el edificio, el conductor dejó la señorial marcha que llevaba el vehículo e inició una maniobra brusca de aproximación. Pasó rozando a gran velocidad la azotea del edificio y cayó en picado hasta la zona de acceso, donde varios vehículos de alquiler esperaban pacientemente la llegada de clientes.

    –Son cincuenta geas.

    El cura le entregó un billete de la misma cantidad y salió del taxi sin despedirse. No tuvo ocasión de percatarse de un hecho: el taxista pulsó un botón del salpicadero y habló en voz baja.

    –Procedencia: Yamoussoukro. Le he dejado en su domicilio.


    Episodio 2
    La carta


    Viéndola desde el aire, la zona de apartamentos 3 A recordaba más que vagamente al conjunto arquitectónico de Chichén Itzá, en el cual sin duda se basó el arquitecto que la diseñó. Los edificios, enormes moles de hormigón y cristal con forma de pirámide truncada, aparecían majestuosos entre la cuidada vegetación que los rodeaba e impresionaban con su tamaño y contundencia. Se respiraba en todo el ambiente una belleza serena e intemporal, la sensación de que con certeza todo aquello sobreviviría a sus habitantes: solamente se podría aspirar a ser inquilino temporal de aquel paraíso en miniatura. Sus moradores solían ser profesionales cualificados o empresarios afortunados que gustaban de las selectas reuniones en el club social y de practicar deportes los fines de semana en las instalaciones ubicadas en la zona. Entre pirámide y pirámide había más de doscientos metros de arboleda y praderas, cuidadas y limpias, donde se podían ver parejitas arrumacadas echando de comer a las aves exóticas. No solamente no era habitual que un sacerdote habitara uno de los apartamentos, si no que el padre Di Stefano era el único de su gremio entre sus satisfechos inquilinos. Por tal motivo, cuando le explicaron los jefes del Instituto cuál iba a ser su próxima residencia, le instaron a que mantuviera en secreto su pertenencia a la Iglesia. Era lógico que cualquiera pensase que aquello era demasiado para un simple cura. Y evidentemente los miembros del Instituto trabajaban en la más absoluta reserva. Aún así, y pese a ser uno de los agentes más competentes, Di Stefano ni siquiera intentó ocultar su condición de sacerdote, convencido de que no supondría pérdida alguna de la discreción con que tenía que mantener la índole de su trabajo. Jamás cruzó más de dos palabras seguidas con ninguno de sus vecinos, salvo para el protocolario saludo. Asiduamente salía y entraba vestido con su traje de clergyman, del que sin duda se mostraba orgulloso.



    –Buenas noches, padre.

    Para deleite de Di Stefano, el portero siempre le había tratado con más condescendencia y amabilidad que al resto de los habitantes del edificio. Le devolvió el saludo con cortesía y una sonrisa cansada.

    –Buenas noches.

    Cruzó con amplias zancadas el vestíbulo de mármol verde. Llegó frente a las puertas de los ascensores y pulsó el botón de llamada. Cuando iba a entrar, oyó la voz del portero.

    –Espere, padre.

    Aguardó a que llegara.

    –Se me olvidaba. Ya sé que no es muy usual, pero aquí tiene. Les recomendé que usasen el correo habitual, pero ni me miraron. Tome.

    Le entregó un sobre cerrado. Su nombre aparecía escrito a tinta con caracteres un tanto desiguales, como si estuviera impreso con alguna máquina antigua. Nada más.

    –Vaya... ¿Alguna invitación? ¡Qué afortunado!

    Di Stefano estudió el sobre con rapidez. No parecía una invitación.

    –Seguramente lo sea. Gracias, Pierre.

    No parecía una invitación, pero bien pudiera serlo. Durante los últimos años, varias asociaciones científicas habían tratado de hacerle miembro . Tal vez fuera una de las últimas tentativas de alguna de ellas. Montó en el ascensor y pulsó el número 22. El aparato salió despedido hacia arriba con un zumbido sordo y bajo. En apenas unos segundos frenó y abrió sus puertas. El padre cruzó el rellano y franqueó la puerta de su apartamento. Dejó distraídamente en el suelo el maletín que traía como equipaje de su viaje y se quitó la chaqueta. Rasgó con cuidado el sobre y lo abrió. En su interior una hoja de papel, escrita por una sola cara con el mismo tipo de letra del sobre. La desplegó ante sí con delicadeza, temiendo romperla. El texto ocupaba una página.

    Estimado amigo:
    Sabemos de su interés por el resurgimiento de los más altos valores del Ser Humano en estos tiempos que nos ha tocado vivir. Conocemos su estimable trabajo tanto dentro como fuera del Instituto. Es por eso que nos atrevemos a dirigirnos a usted. Ha llegado a nuestro conocimiento que en el centro de Investigación del Instituto en Lagos se ha estado trabajando durante mucho tiempo en un proyecto secreto del más alto nivel que está a punto de darse por concluido con satisfactorios resultados. Sabemos que usted, como la mayoría de los miembros del Instituto, no está al corriente ni del mismo, ni de los imprevisibles efectos que sobre la humanidad puede traer. No queremos extendernos en demasía, ni hacerle perder su precioso tiempo. El experimento del que hablamos es, sin duda, el más ambicioso de cuantos el Ser Humano haya emprendido en toda su existencia. Sabrá que durante mucho tiempo el profesor Heinz, miembro científico del Instituto, y su equipo han estado trabajando en la elaboración de productos que hicieran más larga la vida de los tejidos vivos del ser humano, con resultados sorprendentes. Pues bien, sin entrar en detalles científicos que no llevarían a ninguna parte, le diré que, trabajando sobre la base de los antioxidantes sintéticos que desarrolló el profesor Heinz hace más de 30 años han llegado a producir un producto que, mucho nos tememos, puede alargar la vida del Hombre hasta límites insospechados... Lo peor del caso es que, aunque haya sido necesaria una tecnología superior y costosa en su invención, para su posterior producción no lo será. Es sencillo y barato. Ahora queremos que piense en las implicaciones de un descubrimiento así. Rogamos nos tome en la más absoluta consideración y le emplazamos a que inicie las investigaciones. Hay que acabar con este descubrimiento y con todo lo que le rodea. Mucho nos tememos que el profesor Heinz haya descubierto el elixir de la inmortalidad... No se preocupe por el método o forma para hacer desaparecer tan horripilante descubrimiento. Únicamente nos mantendrá al tanto de sus hallazgos, de la forma que nosotros le vayamos indicando, y nosotros nos encargaremos del resto. No tema por su carrera; a nosotros también nos interesa mantener las nuestras, así que todo será del modo más efectivo y reservado posible. Le podemos asegurar que su nombre no se verá envuelto en absoluto en este asunto.


    Dejó la carta sobre la mesa y se sentó en el sofá. Miró hacia el techo y hundió los dedos de sus manos en su pelo negro y abundante. Permaneció en esta postura durante un buen rato y después se levantó bruscamente dando un manotazo involuntario al aire, en un intento inútil de espantar el cansancio y la confusión. Fue hacia el cuarto de baño, se desnudó y se introdujo bajo el chorro de agua que empezó a brotar en la ducha. Al poco tiempo cortó el flujo, molesto consigo mismo por no haber olvidado sus preocupaciones, por no haber encontrado la merecida relajación que buscaba. De unas toberas laterales comenzó a salir aire cálido que secó su cuerpo en pocos segundos. Se puso un albornoz y volvió al salón. Pulsó el intercomunicador que conectaba directamente con la recepción del edificio.

    –Soy el padre Di Stefano. Quisiera hablar con Pierre.
    –Un momento, padre.

    El aludido debió de darse prisa: breves instantes después hablaba por el aparato.

    –¿Qué desea, padre?
    –Pierre, me gustaría que me dijese quién ha traído el sobre que antes me entregó.
    –Como ya le comenté, les recomendé que usaran el procedimiento habitual, pero prefirieron hacerlo así. ¿Es que acaso hay algún problema?

    Di Stefano suspiró sonoramente.

    –¿Quienes lo trajeron, por favor?
    –Fueron dos muchachos jóvenes, de treinta o cuarenta años. De apariencia habitual..
    –¿Llevaban el uniforme de alguna empresa, o algo que les pudiera distinguir?
    –No. Esa fue otra de las cosas que me sorprendieron. Iban vestidos de calle, sin ningún distintivo del correo regional ni del espacial.
    –¿Nada, entonces?
    –Nada, padre. Dos personas jóvenes, nada más.
    –Gracias, Pierre.

    Cortó el intercomunicador. Retomando los modos de actuación del Instituto releyó la carta dos o tres veces más, buscando a simple vista algún dato que le llevara a conocer al remitente. Lo único que a simple vista quedaba claro es que estaba escrita con una máquina verdaderamente antigua, de las que servían como objeto de decoración en los hogares de algunos anacrónicos intelectuales bohemios. Conectó su unidad personal de documentación e información. Se encendió una pantalla. Introdujo en el escáner la carta. Dio la orden pertinente.

    –Descripción.

    Dos, tres segundos tal vez. Una voz de timbre femenino comenzó a oírse.

    –Formato documento: papel celulosa. Tipo: Folio. El documento está escrito con tinta de color negro. Tipo de Letra: procedente de una máquina de escribir antigua, posiblemente siglo XX.

    Otros dos segundos. Volvió a hablar.

    –Texto escrito sin faltas evidentes de ortografía ni de sintaxis. Estilo: clásico. Siglo XIX, tal vez.

    El padre Di Stéfano resopló insatisfecho.

    –¿Desea una trascripción oral del mismo?

    Contestó con rotundidad.

    –No.
    –¿Algún dato más?
    –¿Es que acaso puedes proporcionármelo? Posiblemente siglo XX... siglo XIX, tal vez... –imitó sarcásticamente la voz del aparato–. Para decirme eso no te tengo.

    La máquina tardó unos segundos en reaccionar.

    –No computo sus órdenes. Para más información, diríjase a la base de datos correspondiente.

    El padre tenía la curiosa costumbre de tratar a las máquinas como si de interlocutores humanos se tratara. Contestó visiblemente molesto.

    –Sí, eso haré. Ponme con Comunicaciones. Devuelve documento.

    En la pantalla apareció un menú, mientras el documento aparecía por la ranura del escáner.

    –Correo.
    –Sin correo –habló la máquina.
    –Vaya...–musitó Di Stefano. Esperaba encontrarse con algún mensaje cifrado del Instituto, acaso relacionado con la carta recién recibida. Su buzón estaba vacío.
    –Ponme con Línea Privada.
    –Número de código e identificación.

    Se acercó a un terminal, introdujo una tarjeta y tecleó un código. Puso su pulgar acto seguido sobre una célula de concordancia.

    –Espere un momento...

    Las comunicaciones directas de los agentes con el Instituto no sólo no eran frecuentes, si no más bien nulas. Era el Instituto quien se ponía en contacto con él, no a la inversa. En la pantalla apareció el rostro adusto de una mujer de mediana edad.

    –Buenas noches. Número y destino.
    –AI34/8. Coordinación.
    –Un momento.
    –Aborte comunicación –ordenó inmediatamente–. Póngame con Organización.

    La imagen desapareció unos instantes, seguramente para verificar su código. Volvió a aparecer.

    –No es procedimiento usual. Utilice canales habituales.

    Y desapareció.

    Di Stefano fue hacia el sofá y se tiró indolentemente sobre él. Observó detenidamente la hoja de papel que tenía extendida ante sus ojos. El mensaje era tan atípico que a todas luces no provenía del Instituto, por muy peculiar que fuera el nuevo jefe de comunicaciones. En diez años de servicio había tenido que llevar a cabo numerosas misiones y había recibido mensajes y órdenes de las más diferentes formas, pero jamás como ésta. Conocía de sobra la forma de obrar de sus superiores y estas extravagancias estaban totalmente fuera de lugar. Suspiró profundamente y se marchó a su habitación, arrastrando los pies, con la carta en la mano.


    Episodio 3
    Dudas


    Extracto de un artículo de opinión del diario EL MUNDO DEL SIGLO III, de Lagos, aparecido en el número del día 2O de enero de 221, firmado por Jonathan Malkovich, ex-ministro de interior de la Junta Regional de Africa Ecuatorial.
    No podemos seguir cerrando los ojos ante la más que habitual injerencia de la Iglesia católica en los procesos de investigación, en los que solamente científicos y gobernantes, como legítimos representantes de la voluntad popular, deben participar. Empieza a ser preocupante para todo el conjunto de la masa social la soterrada e intrigante labor del Instituto Católico de Investigaciones Científicas, hasta el punto que pienso elevar ante el Gran Consejo la posibilidad de que sea investigado a fondo, con el fin de sacar a la luz la verdad de sus oscuros intereses, que no son otros que los deseos de que la Iglesia recupere el papel preponderante que durante siglos ha desempeñado en la sociedad, en la política y en la cultura de la humanidad, con el resultado sobradamente conocido por todos


    El obispo Marco Casiraghi, de la Congregación para la Defensa de la Fe en la Revista del Nuevo Cristiano en una entrevista concedida días después de la fundación del Instituto.
    En verdad debemos sentirnos satisfechos todos los verdaderos cristianos ante la fundación del Instituto por parte de nuestra Santa Madre. Nuevamente la Iglesia, guiada por la mano de Dios, ha sabido anticiparse a los acontecimientos, y dotar a la Humanidad entera del mecanismo necesario para que ésta no pierda los más altos valores espirituales y sociales. En estos momentos en que el futuro, ante tanta innovación tecnológica, no aparece halagüeño para la religión, el Instituto Católico de Investigaciones Científicas, con los poderosos mecanismos de que dispone, dará oportuna y rápida respuesta a todos aquellos que, ante los descubrimientos científicos, se obstinan en olvidar que detrás de ellos está la mano de Dios, que únicamente pretende la felicidad de sus hijos en su paso mortal por esta Tierra.



    El día amaneció brumoso y triste, en solidaridad con Di Stefano, cuyo estado de ánimo se veía oscurecido por densos nubarrones de incertidumbre y desasosiego. Una fina llovizna descendía con suavidad sobre 3 A, mojando delicadamente los árboles, con suma condescendencia, como si no quisiera alborotar la belleza y la armonía del lugar. Di Stefano se hallaba frente al ventanal de su apartamento, desnudo, una taza de café en la mano, la mirada perdida en la inmensidad verde grisácea. No había podido conciliar el sueño como en él era costumbre desde sus tiempos del seminario, con esa capacidad que únicamente tienen los niños o los hombres que creen que lo que han hecho durante el día ha sido lo que debían hacer. Fue atrapado por un nervioso duermevela que le había dejado indelebles marcas en su rostro, sin color y de ojos hinchados y apagados. Consultó su reloj de pulsera. Se acercó con andar cansino al terminal personal.



    –Llamada personal. Padre Mauricio.

    Se vistió rápidamente con un albornoz. Se atusó el pelo con los dedos. La voz le sorprendió mientras se frotaba vigorosamente los ojos.

    –Padre Di Stefano... ¿No te parece demasiado temprano?

    La imagen de un soñoliento padre Mauricio apareció en la pantalla. Pese a haber sido sin duda despertado por la llamada, en su tono de voz no se apreciaba resquemor alguno.

    –Perdone, padre. ¿Puedo verle hoy?

    Hubo un breve intervalo de tiempo, en el cual el padre Mauricio observó con fijeza el rostro macilento de Di Stefano. Como siempre que utilizaban los canales de comunicación propios, la respuesta fue agradable pero lacónica.

    –Por supuesto –el padre Mauricio dibujó una sonrisa en su rostro–. Te espero.

    El padre Mauricio era uno de los pocos amigos que tenía Di Stefano en Lagos, y tal vez en todo el orbe. La soledad en que vivía, la discreción de su trabajo, las interminables esperas entre misión y misión las paliaba con la presencia siempre grata del viejo sacerdote, que nunca escatimaba una sonrisa amistosa. Aunque los agentes del Instituto estaban exentos de la obligatoriedad de la confesión, al padre Mauricio podría habérsele considerado como su confesor; una especie de consejero personal que tenía la virtud de vaciar su alma de culpas y temores.

    La comunicación se cortó de inmediato. Di Stefano apagó los controles y se encaminó hacia el cuarto de baño. Minutos después salía del edificio y llamaba a un taxi.

    Desde el primer momento, el hecho de pertenecer a la Sociedad le había parecido al padre Di Stefano una especie de traición al Instituto y a la propia Iglesia. Aunque el Instituto no parecía ejercer un control exhaustivo sobre sus agentes, la idea de que pudieran relacionarlo con la Sociedad o alguno de sus miembros le atribulaba, sobre todo en los últimos tiempos, en que creía cada vez menos en la eficacia de la Sociedad. Fue por eso que le propuso al padre Mauricio que cada vez que tuvieran que usar los telecomunicadores habituales fueran lo más breves posible. Acordaron un punto de espera y una hora fijada, aunque fuera únicamente para jugar una partida de ajedrez o para charlar de banalidades, algo que había ocurrido con bastante frecuencia; aunque el padre Di Stefano sabía que si el Instituto llegaba a dudar de su fidelidad de nada le serviría andarse con esos ridículos miramientos. Con un agente que le siguiera los pasos, de la misma manera que él había hecho con otros individuos en más de una ocasión, bastaría. Por eso cada vez que salía de la puerta de su vivienda escrutaba la situación, tal y como un profesional de su altura sabía hacer, y no dejaba de resultarle engorroso mantenerse en ese estado de alarma hasta que llegaba al lugar de encuentro.

    El coche se detuvo en la Avenida Presidente, frente al edificio de cristal del Palacio de Justicia. Di Stefano bajó lentamente del vehículo y miró receloso a ambos lados de la calle. Caminó con paso rápido por la avenida charolada por la llovizna, mezclándose entre los numerosos transeúntes, hasta alcanzar el edificio de tres plantas de adobe y madera del hotel Dogón, que destacaba, por su escasa altura y su anacrónica construcción, entre los rascacielos gigantescos. Cruzó la puerta de entrada, encuadrada entre dos macetas con altas y frondosas plantas tropicales, y se introdujo en la penumbra fresca del salón; al hacer crujir con sus pisadas la madera del suelo se giró la cabeza gris del padre Mauricio, que ocupaba una mesa al fondo, al lado de un ventanal que se abría a un frondoso y triste jardín. Se acercó hasta la mesa y se sentó frente al padre. El anciano sacerdote le miró un breve instante y frunció su entrecejo en actitud recriminatoria.

    –Vaya, veo más arrugas en tu rostro que de costumbre. Algo te preocupa, y mucho. Dime qué es.

    Di Stefano no pudo evitar un exceso de celo profesional y giró la cabeza para mirar una vez más por encima de su hombro. Se volvió con una sonrisa intranquila y sacó de un bolsillo la carta.

    –Lea esto, padre.

    El padre Mauricio tomó la carta con sus manos salpicadas de manchas, y permaneció en silencio mientras leía su contenido. Di Stefano escrutó con atención su rostro, buscando algún gesto que denotara su actividad interior. Al terminar de leerla, el viejo sacerdote compuso una mueca mezcla de duda y asombro, la dobló cuidadosamente y se la devolvió.

    –No es del Instituto, ¿verdad?
    –Estoy casi seguro que no –respondió con voz neutra–. Aunque no puedo asegurarlo. Desde luego sería algo totalmente inusual... y totalmente absurdo.
    –Ya –el padre Mauricio asintió sonriente–. Entonces debe de tratarse de una broma.

    Di Stefano contestó sombrío.

    –Imposible. Nadie le gasta una broma así a un agente del Instituto. No lo olvide: pocos conocen mis actividades.
    –O, tal vez –continuó el padre Mauricio haciendo un gesto vago con sus manos, intentando dar un aire casual a sus palabras–, alguno de tus amigos de esa Sociedad a la que perteneces pretenda conseguir una información que sólo tú puedes proporcionarle. Yo en tu lugar no le daría más importancia. Olvida el tema y relájate. Te sugiero que pidas uno de los fabulosos combinados por los que es famoso el barman de esta casa, y me cuentes en qué andas metido. Volviendo al mundo real tal vez te olvides de otras frivolidades.

    Un camarero se había acercado desde la barra y ahora esperaba frente a ellos.

    –Tráiganos dos cócteles verdes. Y algo para picar.

    Di Stefano siguió con la mirada el deambular del camarero. Cuando se hubo alejado unos cuantos metros, volvió su rostro y posó sus ojos cansados en el padre Mauricio.

    –Anoche cometí un error imperdonable. En cuanto recibí la carta intenté ponerme en contacto directo con el Instituto. En un principio intenté comunicar con Coordinación, pero no me apetecía que Mbar estuviese al tanto de nada... ya conoce cómo camina nuestra relación. Así que intenté comunicarme con Organización. Por supuesto no lo conseguí, pero no me cabe la menor duda de que se pondrán en contacto conmigo, y no me quedará más remedio que darles una explicación convincente.

    El padre Mauricio reflexionó.

    –Estás nervioso. Esta historia de la Sociedad te está sacando de tus casillas. La situación no es tan grave como crees. Si no quieres que sepan que recibiste el mensaje invéntate cualquier cosa. ¿No llevas mucho tiempo inactivo? Diles que pensabas que se habían olvidado de ti.

    Di Stefano le miró como si el viejo sacerdote fuera un estudiante que no había comprendido absolutamente nada de la lección.

    –Como usted bien sabe, las cosas no funcionan así, padre Mauricio. No es habitual que un agente del Instituto se ponga nervioso por la inactividad y llame directamente a Organización. Ahora voy a tener a un par de supervisores detrás durante mucho tiempo. Sin mencionar el desagradable encuentro que tendré con Mbar cuando sea informado de que uno de sus agentes llama directamente a Organización por una nimiedad.

    El camarero se acercó con las bebidas y un plato de hormigas fritas. Según depositó las viandas sobre la mesa el padre Mauricio cogió su copa y bebió un sorbo generoso que casi la vació. Chasqueó la lengua con delectación.

    –Debes olvidarte de la Sociedad. Tal vez esta situación te haga abrir los ojos. Salvo eso no tienes nada que ocultar, y la solución es bien sencilla: desvincularte por completo de esos visionarios. Eres un agente competente con un destino inmejorable. Bebe tranquilo.

    Di Stefano no compartía la optimista visión de los hechos del padre Mauricio, pero aún así tomó su copa y la vació de un trago. Se quedó observando el fondo, como quien escruta los posos de una taza de té para vislumbrar su futuro.

    –Eso ya lo tengo decidido. No pienso volver a ponerme en contacto con ellos. He perdido totalmente el interés.

    El padre Mauricio sonrió satisfecho.

    –¡Ah, al fin hiciste caso a este viejo cura charlatán! Pero más vale tarde que nunca. Aunque es de justicia reconocer que vuestros principios se basan en una muy loable intención...

    Entrecerró sus ojos y recorrió con una mirada amplia y profunda el salón, como si quisiera traspasar las paredes que lo delimitaban.

    –Mira a tu alrededor. Todo lo bueno que le ha sucedido a la Humanidad en los últimos tiempos. No seamos fanáticos. Dejemos que el Ser Humano camine por sí mismo. Tal vez esa sea la intención de Nuestro Señor...

    Di Stefano no respondió. Hizo una seña significativa al camarero para que les trajera más bebidas.

    –Te conozco y no lo comprendo –continuó el padre Mauricio–. Enrolarte en esa especie de secta con tan extravagantes compañeros de fatigas... Esos Druidas Verdes... ¿y qué me dices de los orientalistas?...¿y de los animistas?... Además, debes serle fiel a la Iglesia. Si no contemplan el asunto con tanta gravedad como los miembros de la Sociedad, por algo será...

    Calló por un momento, mientras el camarero se acercó y sirvió las bebidas. Cogió aire en una gran bocanada y resopló divertido.

    –Con todos mis respetos es... ridículo. Patético.
    –Es solamente la representación de la espiritualidad del Ser Humano en todas sus facetas y vertientes –intervino solemne Di Stefano, elevando desusadamente el volumen de su voz. Al escucharse se sintió ridículo–. Puede ser patético, o como usted prefiera, pero es en lo que ha confiado la humanidad desde siempre. Medite –señaló con su dedo al padre Mauricio mientras hablaba– y sea consciente de cuán complicada tiene que ser la situación para que miembros de todas las religiones del planeta se pongan de acuerdo.

    El padre Mauricio pareció no haber prestado atención a las últimas palabras de Di Stefano.

    –¡Bah! Soy sacerdote, ¿recuerdas? Pero tú, al parecer, continúas sin mirar a tu alrededor. Complicada... ¿para quién? ¿Para las distintas religiones, que han perdido el poder de antaño? Al Ser Humano le importa muy poco vuestros desencaminados esfuerzos por salvarle el alma.

    Ahora fue el padre Mauricio quien le apuntaba con un arrugado índice, a la vez que dotaba a su conversación de un tono deliberada y marcadamente académico. Di Stefano odiaba aquellos innecesarios arrebatos docentes; sabía de sobra todo lo que le iba a decir y le hacían pensar que el viejo sacerdote le tomaba por un completo ignorante.

    –¿Sabes lo que le importa al Ser Humano? Que sigan las cosas como están. O algo mejor, si cabe. Hace mucho tiempo que se acabaron las guerras; quiere que no las vuelva a haber. Quiere que la palabra hambre se asocie únicamente a los libros de historia. Quiere alegrarse con la noticia de una nueva enfermedad erradicada. –Se golpeó el pecho con fuerza–. ¿Sabes cuántos años tengo?... te asombrarías. Eso es lo que le importa al Ser Humano. Poder alimentar a su familia y vivir con dignidad el máximo tiempo posible. Y eso se ha conseguido, gracias a Dios. Gracias al mismo Dios que vosotros echáis tanto de menos.

    Di Stefano asintió con desgana, de una manera cansina y blanda, como única respuesta a la regañina del padre Mauricio.

    –Ya le he dicho que yo también he llegado a esa conclusión. Ya no es necesario que me lo recrimine. Eso he venido a decirle.

    El padre Mauricio explotó con una alegría que parecía sincera.

    –¡Estupendo! Sabes que nunca te consideré un fanático fundamentalista. Bebamos, pues, para celebrarlo. ¡Camarero! Dos copas más.

    En el momento en que el padre Mauricio giraba la cabeza en dirección al camarero, Di Stefano aprovechó para levantarse. Lo hizo con un movimiento enérgico y brusco, haciendo rechinar las patas de la silla contra el suelo.

    –Discúlpeme, padre, pero lo mejor será que me vaya. Anoche no pude dormir bien y me encuentro cansado.

    El padre Mauricio le miró con sorpresa en sus ojos. Acabó de deglutir un puñado de hormigas.

    –¿Ya te vas?

    Le contestó con un gesto ambiguo y se movió con rapidez hasta la puerta del local. Una vez allí hizo una seña al camarero para que le anotase en su cuenta las bebidas y se giró para despedirse del padre Mauricio.


    Episodio 4
    Reconvención


    El potente pitido del comunicador despertó bruscamente a Di Stefano. Miró su reloj: las seis de la tarde. Se había quedado dormido nada más regresar de su entrevista con el padre Mauricio, derrotado por la mezcla del cansancio de los últimos días y el cóctel en ayunas. Se plantó en albornoz ante el visor y dio acceso a la transmisión. Ante él apareció una figura severamente vestida de negro de rostro áspero e inescrutable; su piel de ébano estaba tirante y carente por completo de arrugas.



    –Buenas tardes, padre Di Stefano. Dígame en qué podemos ayudarle.

    Di Stefano permaneció unos minutos silencioso. Ante él se encontraba Joshua Mbar, el coordinador de agentes de la zona. La llamada de la noche anterior traía sus primeras consecuencias. Contestó intentando parecer sorprendido.

    –Buenas tardes, padre Mbar. A su disposición.

    El aludido entrecerró los ojos y se acercó a su visor, lo que hizo que en la pantalla apareciese más grande y cercano. Giró su cabeza de arriba a abajo, observando con detenimiento a Di Stefano.

    –La pereza y la holganza no son buenas compañeras. No entiendo qué puede hacer a estas horas vestido de semejante guisa y con semejante aspecto. ¿Se encuentra usted enfermo?

    Di Stefano se tomó tiempo para contestar con cierta coherencia.

    –No, señor, nada preocupante. Digamos que no me encuentro del todo bien.
    –Ya. Dígame de qué se trata.

    Se estaba introduciendo lentamente en un brete. Mbar era un hombre conocido por su sutileza y sagacidad.

    – Nada importante, padre. Creo que me traiciona la inactividad.
    –Hum... –el coordinador pareció considerar la situación–. Le mandaré un monitor espiritual. Le será de gran ayuda. En cuanto a su estado físico... las normas son claras y explícitas. Los momentos de ocio deben ocuparse en los ejercicios gimnásticos y los deportes prescritos, así como en el estudio y la meditación. Es inadmisible el estado de relajación en que se encuentra ahora mismo.
    –No será necesario –intervino con rapidez Di Stefano–. Únicamente es la falta de actividad, como ya le he dicho.

    El coordinador le miró fijamente a los ojos durante un momento que se prolongó demasiado para el gusto de Di Stefano. Se echó hacia atrás en su sillón y cogió un bolígrafo de la mesa de su despacho, con el que empezó a juguetear.

    –Dígame por qué llamó anoche a Organización. Puede que esté pasando por una fase de inactividad y peligrosa relajación, pero está claro que no está mentalmente enfermo. Usted sabe desde el primer momento que mi llamada es por tal motivo. ¿Tiene algo que decirnos? Bien, le escucho.

    Di Stefano se apresuró en contestar.

    –Me encontraba un tanto deprimido, era solamente eso. Quería que se me confiase alguna misión para dejar de estar postrado. Fue simple precipitación.

    Mbar siguió en silencio jugueteando con el bolígrafo. Di Stefano se secó el sudor que le empezaba a perlar la frente con el dorso de la mano, aprovechando que su interlocutor ni siquiera le miraba.

    –Estoy esperando que continúe...

    La voz de Mbar pareció surgir de una caverna. A su habitual severidad parecía habérsele añadido una dosis de malhumor que no pasó inadvertida.

    –Era eso únicamente, padre. Perdone por mi estúpido error.

    El coordinador se estiró lentamente en su sillón y dejó con suavidad el bolígrafo sobre la mesa. Miró fijamente a la pantalla.

    –¿Estúpido error, dice? Se pasa usted por alto las normas de comunicaciones del Instituto, se pasa usted por alto mi propia figura –colocó la palma de su mano derecha en su pecho, tapando un enorme crucifijo de oro–, por supuesto se pasa por alto el conducto reglamentario habitual, y ahora me dice que ha sido un estúpido error... ¡Han sido tres estúpidos errores! Y... ¿Para qué? ¿Para pedir que le den una misión por que se encuentra aburrido? No me subestime, padre Di Stefano. Es usted uno de nuestros mejores agentes. Dígame lo que tenga que decirme.

    Di Stefano permaneció en silencio. Había caído totalmente en su propio agujero y no sabía salir.

    –A no ser que –continuó Mbar– no tenga usted interés en ponerme al corriente de la cuestión– pareció reflexionar durante unos segundos–. Ya lo veo claro. Usted, con toda intención, se dirigió directamente a la Central para mantenerme al margen del asunto. ¿No es así?

    Di Stefano vio una luz al final del camino en los retorcidos, pero lógicos, planteamientos de Mbar. Optó por continuar en la línea huidiza que había trazado desde el principio.

    –No, padre, en absoluto. Ya le he dicho cuál era mi único propósito.

    El Coordinador tardó poco en replicarle.

    –Bien. Pues siendo así mandaré que le haga una visita un monitor espiritual. Que tenga una buena tarde.

    Y cortó la comunicación.

    La segunda misiva llegó esa misma tarde. Al igual que la anterior, la dejaron en la recepción del edificio. Uno de los botones se la subió hasta su apartamento. En aquel momento el padre Di Stefano lamentó no haber dejado en recepción instrucciones precisas en el caso de que llegase otra carta para él. Abrió el sobre imbuido de una extraña sensación, mezcla de desgana e incertidumbre.

    Todo lo que le dijimos es cierto. Mucho nos tememos que usted no lo haya pensado así y haya perdido su valioso tiempo en ir a visitar a los amigos en vez de comenzar las investigaciones. Pero lo repetimos: todo es totalmente cierto. Sabemos que no se encuentra usted en un momento personal digamos, inmejorable, para un trabajo de este tipo, pero no por ello debe dejarlo de lado. No, como ya sabrá, no somos del Instituto. Tal vez hayamos cometido un error en hacerle a usted partícipe de nuestros conocimientos e intenciones, es posible; pero confiamos en que usted mantenga la discreción que le caracteriza en caso de no acceder a nuestras peticiones. Aún así, somos muchos los que seguimos confiando en usted. Seguiremos en contacto. No nos falle o lo lamentará. Tal vez lo lamentaremos todos.


    El mismo tipo de letra de la anterior, el mismo tipo de papel. Di Stefano sonrió sombríamente: le habían seguido, habían estado al tanto de sus actividades. O tal vez lo habían supuesto solamente, se habían basado en una pura presunción para deducir sus actos y acertar de pleno. También estaban al tanto de su actual estado emocional, y esto fue lo que más le hizo pensar. La extraña reunión con el padre Mauricio le había dejado claro que él no tenía nada que ver con el envío de la carta, y él era uno de los pocos que conocía sus actividades. Durante la breve entrevista de la mañana había estado estudiando su comportamiento empático y el resultado no dejaba lugar a dudas. Pero entonces... ¿Quién? Se reprendió a sí mismo por haber dudado del viejo sacerdote. Lo que estaba claro es que alguien vinculado al Instituto estaba detrás de todo el asunto. Especuló con la posibilidad de que se tratase de una prueba que el propio Instituto le pusiera para observar su reacción, para probar su lealtad o su capacidad. Tal vez fuese un tipo nuevo de terapia ocupacional para los agentes con más tiempo de inactividad. Meneó la cabeza atribulado y optó por intentar olvidarse del tema, al menos por aquella noche. Necesitaba desconectar. Así que se levantó con energía y fue hasta la cocina. Comenzó a colocar sobre la encimera diversos utensilios: cuchillos, espumaderas, platos, fuentes de cristal... Revisó en el frigorífico y extrajo de él unas cuantas bandejas de alimentos. Casi lo consigue: durante la hora larga que le llevó la preparación de la cena estuvo concentrado en sus quehaceres culinarios y apenas volvió al tema. Conectó el televisor y comió todo lo tranquilo que pudo mientras contemplaba, sin prestar excesiva atención, un documental sobre los nuevos mundos colonizados. Al acabar el programa apagó el aparato y se levantó del sofá resuelto. Al día siguiente iba a intentar conseguir toda la información posible. Era el único modo de olvidarse de los quebraderos de cabeza que le había acarreado la Sociedad. Además, la acción acabaría con el extraño e inquieto estado de ánimo que le acarreaba la inactividad. Seguía siendo un agente del Instituto. No tenía que dejar que le impresionaran las cartas recibidas.


    Episodio 5
    Primeras investigaciones


    Vestido como cualquier ejecutivo de ventas en viaje de negocios, tomó un vehículo aéreo en la puerta del edificio y fue hasta el barrio de Bariba, el primer suburbio que se encontraba de camino a la ciudad. El gran número de vehículos terrestres que circulaban por las animadas calles indicaban que se encontraba cada vez más cerca de los límites metropolitanos de Lagos, que se adivinaba imponente tras el velo de neblina que cubría el cielo. Pagó al cochero y se dirigió a pie hasta una oficina de alquiler de vehículos aéreos. Allí, como tenía por norma siempre que tenía que disponer de algún vehículo, alquiló uno de los modelos más corrientes, un utilitario nada llamativo. Pagó al contado. El empleado le dirigió una mirada dubitativa.



    –¿Es usted de por aquí?

    Di Stéfano asintió.

    –Entonces no hará falta que le diga que el acceso al centro de la ciudad no está permitido para los vehículos aéreos. El otro día tuvimos un problema con un vendedor de Accra que intentó...

    Se volvió con rapidez y se introdujo en el interior del vehículo. Después de un breve vistazo al cuadro de mandos, encendió el motor y salió a la transitada calle, donde una flecha le marcaba el destino obligatorio que debía seguir. En una explanada cercana tomó altura y condujo el vehículo hasta encontrar la dirección oportuna. Un cuarto de hora después se desvió, dejando los últimos edificios de la ciudad a su izquierda. En la lejanía, entre la jungla cada vez más enmarañada, se vislumbraba la silueta de un edificio de cristal y ladrillo, de escasa altura, extendido semioculto entre la vegetación. Aterrizó a un centenar de metros de otro edificio más pequeño, que hacía las veces de filtro de acceso a la instalación. Se apeó del vehículo y se dirigió con paso elástico hasta la entrada del mismo. Se paró frente a una ventanilla.

    –Buenos días. Vengo a ver al profesor Serrano.

    El empleado le miró con detenimiento mientras Di Stefano sacaba su documentación. La consultó y tecleó en un terminal cercano. Habló dirigiéndose a un micrófono.

    –¿Se encuentra el profesor Serrano? Bien. Comuníquele que tiene una visita. El señor Bellini.

    Se volvió hacia Di Stefano y le entregó su documentación

    – Espere unos instantes. Viene hacia acá.

    Di Stefano se sentó en un banco milagrosamente seco, situado bajo un descomunal árbol, desde donde veía el camino de grava que partía hacia el edificio principal. Unos minutos después vio la figura alargada de Serrano que avanzaba a paso vivo, haciendo ondear la parte inferior de su desabrochada bata blanca. Habían trabajado juntos en varias ocasiones, cuando Serrano acababa de ingresar en el Instituto y hacía las veces de enlace en un centro de investigación en Managua. Ambos guardaban un recuerdo grato de aquellos tiempos, de los inicios de sus respectivas carreras, y se tenían un respeto mutuo que iba más allá del estrictamente profesional. La última vez que se vieron fue cuando Di Stefano fue destinado a Lagos, hacía más de tres años. Desde entonces no habían vuelto a encontrarse.

    Serrano se acercó directamente hacia él y se plantó delante con los brazos en jarras y las piernas abiertas, en un gesto de desafío típico de una personalidad combativa como la suya.

    –¿Bellini?

    Di Stefano, al oírle mencionar su viejo nombre de guerra, se levantó con una sonrisa a medio dibujar en su rostro. Extendió su mano y apretó con toda la fuerza que pudo la de Serrano.

    –¿Qué tal? Parece ser que llevábamos mucho tiempo sin vernos y las circunstancias han querido que nuevamente nos encontremos.

    Serrano contestó con cierta vehemencia, dejando claro que su visita se había producido en un momento poco oportuno.

    –Sinceramente, espero que no sea así. Me encuentro actualmente trabajando en un proyecto sumamente interesante que estoy empezando a desarrollar. Si no es mucha molestia me gustaría que fueras directamente al grano.

    Había pasado de ser enlace del Instituto en otros centros a trabajar dentro del mismo en calidad de Jefe de Departamento. Existía cierta diferencia de estatus entre ambos y daba la impresión de quererlo dejar claro desde un principio. Era la lógica del Instituto: un simple agente no tenía por qué molestarle, habiendo científicos de menor grado específicamente asignados para ese tipo de funciones. El tiempo de sus colaboraciones había quedado muy atrás, y en apariencia había transcurrido de muy diferente forma para uno y para otro.

    –Lo primero que quiero es agradecerte que hayas venido. Espero robarte el menor tiempo posible. Sé que es un abuso por mi parte, pero sólo puedo recurrir a ti.

    El nuevo Jefe de Departamento le miró con ojos inquisitivos, pero varió sustancialmente el cariz de su rostro. La acritud del primer momento dejó paso a un gesto mucho más relajado.

    –Demos un paseo y cuéntame.

    Se introdujeron por una vereda que discurría entre la arboleda hasta llegar a una pequeña pradera con bancos de madera y un templete para músicos en el centro. Tomaron asiento en uno de los bancos, a la manera juvenil de antaño, los pies sobre el asiento y sus traseros clavados en el filo del respaldo.

    –Me gustaría saber algo acerca de las investigaciones que está llevando a cabo el profesor Heinz.

    Serrano le miró con sorpresa.

    –¡Vaya! Creía que todo discurría dentro del más absoluto secreto. Me equivoqué. ¿Y tú cómo sabes eso? Es materia reservada. Unicamente los científicos que directamente trabajan en el proyecto tienen conocimiento del mismo. Y, por supuesto, las más altas esferas del Instituto, pero sólo las más altas. Curioso.

    Di Stefano dejó correr el tiempo sin contestar. Siguió con su mirada fija en Serrano.

    –¿Y por qué, si puede saberse, puede interesar materia reservada a un agente del Instituto? Si te han informado tus superiores, sabes tanto como yo, o lo que tus superiores quieren que sepas. Si has sido informado por otros medios, aunque lo dudo, no tengo por qué hablar contigo. De un modo u otro, no tengo por qué informarte.
    –Digamos que existe una cierta confusión con respecto a su trabajo. No se trata de quién me haya informado, si no de que lo sé. Hazme un favor: dime de qué se trata.

    Serrano permaneció cavilante, una sonrisa mezcla de sorpresa y admiración perfilada en su rostro. Encendió un cigarrillo antes de volver a hablar.

    –¿Favor? Hagamos un trato. Yo no te oculto información si tú no me ocultas quién te ha informado y por qué quieres saberlo.

    Había visto ese brillo en los ojos de Serrano en más de una ocasión; en ese momento le indicó que por algún extraño motivo le contaría todo lo que supiera.

    –De acuerdo –contestó Di Stefano–. Pero te advierto: igual no me crees o no te quedas del todo satisfecho.

    Serrano asintió mientras con la palma de su mano extendida invitaba a Di Stefano a callarse.

    –Lo cierto es que hay poco que contar. El bueno de Heinz lleva años obsesionado con la búsqueda de... ¿cómo decirlo?... ¿el elixir de la eterna juventud? Así es como lo llamábamos aquí, a espaldas de Heinz, por supuesto... Pues bien, fue quien, hace unos treinta años, experimentó un tratamiento de antioxidantes sintéticos y hormonas, que, desde todo punto de vista, tuvo y tiene un resultado verdaderamente sorprendente. Como seguramente sabrás, entonces trabajaba para otro laboratorio, y uno de nuestros teóricos creyó oportuno reclutarle. En aquel momento fue imposible. Pero veinticinco años después, los trabajos de Heinz se encontraban en vía muerta. Se le acabaron las subvenciones y tuvo que mantener su costoso material y sus caras investigaciones con su capital particular. Cuando no pudo aguantar más se puso en contacto con el teórico que en su día le quiso reclutar, Tyler, que era ya Jefe de Sección, y le convenció para entrar en nómina del Instituto. Tyler veía el asunto con buenos ojos. Expuso el caso al Supervisor General y éste al Inquisidor. Les convenció y, desde entonces, trabaja con nosotros. Desde luego la oferta no se podía desestimar: independientemente de un sueldo astronómico, pusieron a su disposición todo el apoyo técnico y humano que él creyó oportuno, sin la más mínima discusión de presupuesto. En resumidas cuentas, ¿ves este complejo que nos rodea? Fue desmontado y vuelto a montar con todo lo que pidió Heinz. A nosotros nos dejaron apartados en un ala... básicamente para que controlásemos los progresos de Heinz a sus espaldas, aunque nos encargaban pequeños trabajos de experimentación. En el organigrama yo estaba a la misma altura de Heinz, compartiendo la dirección del centro... aunque puedes imaginar con facilidad que se trataba de un cargo meramente virtual. Y ahora viene lo curioso. Apareces tú y me preguntas por Heinz.

    Di Stefano, que había seguido con suma concentración la narración de Serrano, mostró cara de desconcierto.

    –¿A qué te refieres? No entiendo qué hay de curioso...

    Serrano obvió su comentario y siguió.

    –Pues es curioso, por que hace solamente dos noches, aparecieron por el cielo –señaló con el dedo índice extendido hacia arriba–dos naves grandes, tipo Corindón, con cerca de doscientos hombres a bordo. Se llevaron a Heinz, su equipo y su material. Desmontaron todo en apenas tres horas y desaparecieron por donde habían venido.
    –¿Cómo dices? –le preguntó Di Stefano, visiblemente asombrado–. Supongo que, al menos, sabrás a qué se debe tanta prisa...
    –Eso es lo más extraño del caso: no se me informó, no sabía nada del asunto. Sabes que existen unas normas claras y explícitas para los casos de traslado, bien sean de urgencia o no. Pues para ellos no parecía existir ninguna norma al respecto. Me avisó a casa un miembro del servicio de seguridad del centro y vine lo más rápido que pude. Lo único que hicieron fue ponerme en comunicación con el mismísimo Inquisidor, que me dio la orden de dejarles llevarse todo lo que quisieran sin poner impedimento. Como si yo pudiera haberles puesto algún tipo de impedimento...

    Serrano permaneció meditabundo unos momentos, apesadumbrado por la evidente falta de tacto que habían tenido sus superiores con él. Di Stefano esperó pacientemente, conocedor de que a Serrano no se le debía interrumpir jamás en sus meditaciones íntimas si querías seguir manteniendo una conversación con él.

    –Entonces, según me has dicho, Heinz seguía trabajando con esos antioxidantes. Pero... ¿Había logrado algún éxito, algún avance significativo?
    –En absoluto –contestó un abatido Serrano–. Estábamos continuamente tras él y no había progresado en todo el tiempo que llevaba investigando aquí.
    –Vaya. ¿Cómo te explicas entonces lo de su traslado?
    –Sencillamente no me lo explico. Cada vez entiendo menos el Instituto. Al día siguiente vino una orden de Jefatura de Investigación para que me hiciera cargo de la dirección del centro. Pero en el centro, descartando el ala en la que trabajábamos antes, no queda absolutamente nada, salvo las paredes. Ahora –Serrano pareció rehacerse internamente y volvió a su actitud de siempre–, cuéntame lo que sabes.
    –Poca cosa, desde luego mucho menos que tú. Si quieres que sea sincero no pensaba contártelo todo, pero tu franqueza me ha conquistado.

    Sonrió irónicamente mientras se introducía la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extraía la primera de las cartas que recibió.

    –Lee esto.

    Serrano, vivamente interesado, la desplegó con energía ante sí. Pero a medida que iba leyéndola la expresión de su cara se tornaba más agria. Al acabar se la devolvió con un gesto cargado de desprecio.

    –Me encuentro en un momento delicado de mi carrera. Mis superiores, en el mejor de los casos, se olvidan de mí. Cuando parecen no olvidarse, me mandan un agente a modo de burla. El agente, un antiguo colaborador, intenta también reírse a mi costa. Creo que ha llegado el momento de cambiar de rumbo.
    –No es ninguna broma –intervino conciliador Di Stefano–.Y si he venido aquí a verte ha sido por esto –señaló la carta–, y por otra como ésta que recibí ayer por la tarde. Quien me lo ha mandado sabe que soy agente del Instituto. Sabe también que he estado, digamos, flirteando con la Sociedad –Serrano le miró asombrado–. Y sabe mucho más que yo sobre algo que solamente conocéis un puñado de científicos del Instituto y las más altas jerarquías.
    –¿La Sociedad? ¿Has estado mezclado con esos conspiradores de pacotilla? –Le preguntó molesto Serrano, como si hubiera olvidado por completo la parte esencial de la conversación–. ¿Y sabían que eras agente del Instituto?
    –No, no lo sabían.
    –¿Cómo se te ha ocurrido? Por Dios...
    –Vamos a lo que nos importa. Olvídate de la Sociedad. La persona que me ha mandado esto no tiene por qué pertenecer a ella.
    –¡Por favor!... Pero sí sabe que tú perteneces a ella. ¿Y cómo va a saberlo si no pertenece también?

    La aplastante lógica de Serrano desarmó a Di Stefano, que se vio abocado al silencio. No se encontraba con ánimo suficiente para enzarzarse en discusiones con un científico de sobrada capacidad deductiva. Tal vez, pensó, después del varapalo que le supuso a Serrano el feo gesto que tuvieron con él sus superiores del Instituto, ahora encontrase en su persona algún tipo de chivo expiatorio. Pero su ex compañero se limitó a obsequiarle con una mirada mezcla de triunfo y compasión.

    –A mí eso, en el fondo, no me importa. No se trata de juzgarte, aunque espero que alguna vez me lo expliques y seas lo más convincente posible. Pero de todo esto deduzco que algo está claro. Quien te ha mandado esta carta es de la Sociedad. Aunque no entiendo por qué enviártela, ni sus temores. Ya te he dicho que Heinz no avanzó en los dos años que estuvo aquí. Tal vez se trate de un simple saboteador, que intenta convencerte con argumentos fantásticos.
    –¿Tú crees? –Preguntó irónicamente Di Stefano–. No es que dude de tu trabajo, de que tu seguimiento haya sido todo lo exhaustivo que debiera, pero entonces... ¿Por qué trasladan con tanta premura el laboratorio? ¿Por qué no te avisan en tiempo y forma?

    Serrano frunció el ceño mientras se acariciaba el mentón.

    –Interesante. Disparatado, pero interesante. Tal vez la historia que te cuentan en la carta sea solamente un ardid, pero lo que está claro es que este hombre es más importante de lo que imaginamos. De todos modos... siempre pensé que la naturaleza de sus investigaciones era un peligro. Aunque no me creas, tengo mis principios morales. Además, se le veía trabajar con un afán tan enfermizo... No sé.
    –Yo sí que no sé. Vine a por respuestas y me voy con más preguntas que responder.

    Se levantaron del banco y se encaminaron hacia la salida en silencio, pateando las hojas caídas sobre el camino. Antes de llegar al final de la vereda, Di Stéfano se volvió hacia Serrano.

    –Una última pregunta. Supongo que no lo sabrás, pero ¿te dijeron dónde se llevaban el laboratorio de Heinz?
    –No, no me lo dijeron –respondió Serrano–, pero lo averigüé. Mientras terminaban de cargar una de las naves escuché involuntariamente una conversación entre el piloto y uno de los encargados del traslado. Le dijo cómo debía amarrar la carga para aguantar intacta un viaje hasta Aris.
    –Aris...–musitó Di Stefano–.Una cosa más. Por favor, tú y yo no nos hemos visto.
    –Entiendo.

    Di Stefano se despidió de Serrano con un amistoso manotazo en la espalda y salió a paso vivo del recinto. Mientras guiaba el vehículo comenzó a sopesar las profundas implicaciones de lo que acababa de decirle Serrano. Todo parecía acaecer con demasiada premura: las cartas, el extraño traslado... en tan sólo un par de días. Indudablemente, las investigaciones de Heinz parecían preocupar al Instituto tanto como a sus misteriosos informadores. Sumido en sus cavilaciones llegó, pilotando mecánicamente, hasta la zona de apartamentos 3 A. Sobrevoló el edificio del club social; en ese momento, al ver los vehículos estacionados en el aparcamiento, se percató de que era ya hora de comer y comenzaba a tener hambre. Descendió hasta posar el vehículo, y se dirigió resuelto al restaurante.

    Dos horas después caminaba entre los árboles en dirección a su apartamento. Había preferido dejar el vehículo aparcado frente al club social: un ligero paseo le vendría bien para facilitar la digestión. Lo cierto es que la inactividad tampoco era tan insoportable; no, al menos, para alguien en su posición. Comenzaba a albergar la fundada sospecha de que si ese estado de hibernación laboral durase algún tiempo más de lo estrictamente necesario –como empezaba a suceder– iba a terminar acostumbrándose, e incluso gustándole. Tal vez, no volviera a ser operativo jamás. Desechó la idea de inmediato; un destello de integridad hizo que la estimara peligrosa. Tras cruzar cabizbajo, mirándose la puntera de sus zapatos, el vestíbulo de entrada al edificio, subió hasta su apartamento. Según entró, la luz de aviso de su buzón de correo le indicó que tenía un mensaje. Sus cavilaciones se evaporaron instantáneamente. Sin pérdida de tiempo conectó la unidad.

    –Comunicaciones.

    El rostro serio de Mbar apareció en la pantalla.

    –Padre Di Stefano, póngase en contacto lo antes posible con esta Oficina.

    Un mensaje escueto, terminante. Habitual del Instituto. Di Stefano se apresuró a dar la orden.

    –Ponme con Línea Privada.
    –Número de código e identificación.

    Mientras realizaba los trámites no pudo dejar de sonreír. Un día antes fue recriminado por llamar al Instituto y ahora estaba obligado a hacerlo.

    –Número y destino.
    –AI34/8. Coordinación.

    La comunicación fue casi instantánea. Una fracción de segundo después se encontraba enfrentado a su Jefe de Zona. Sin saludar, con el modo enérgico y el tono severo que le era habitual, Mbar comenzó a hablar.

    –Padre Di Stefano, he estado meditando después de la conversación que tuvimos ayer, y he llegado a la conclusión de que lo mejor para usted, lo que realmente necesita, no es un guía espiritual, si no una excedencia. Desde este momento le comunico que entra usted en excedencia forzosa por un plazo no inferior a dos meses. Como usted sabe bien, ya no está en disposición de ponerse en contacto con nosotros. Transcurrido ese tiempo espero encontrarle en mejor estado de forma. Eso es todo.

    La comunicación se cortó de inmediato. Di Stefano quedó durante unos minutos frente a la pantalla mudo, la boca abierta, mirando la superficie azulada y vacía. Reaccionó pesadamente, como si acabase de despertar de una pesadilla.

    –Línea Privada.

    La máquina tardó más tiempo del habitual en contestar.

    –Comunicación no posible.

    Desconectó el aparato. Resolvió volver a interpretar el mensaje, repitiéndoselo en su mente una, dos, tres veces, mientras paulatinamente iba cayendo en la cuenta de que la sentencia era inapelable y rotunda, que estaba expresada con una claridad meridiana: le acababan de despedir del Instituto. En un primer momento no se lo terminó de creer, por que era incapaz de hacerlo y por que pensó que era imposible, una de esas cosas que jamás le ocurren a uno, aunque sí a los demás. Le dio mil vueltas al asunto, de principio a fin, buscó posibles alternativas, dudas razonables que pudieran equivocarle, hasta que al fin desistió: se encontró perdido. Perdido en sus razonamientos, perdido en sus actos, perdido entre las intrincadas motivaciones ajenas, perdido como agente. Se tapó el rostro con las manos, hincó las rodillas en el suelo y rezó, rezó a aquel Dios injusto al que había servido desde que tenía uso de razón y que ahora le apartaba de su Iglesia de un manotazo. Sin quererlo, los fantasmas de sus vivencias comenzaron a asaltarle en tropel; entre lágrimas espesas, visionó la película entrecortada que formaron sus recuerdos. Allí estaban todos: sus compañeros, sus profesores, su primera misión, sus superiores... y sus padres, que seguían despidiéndole tras la verja del seminario, como aquella lejana mañana de primavera, con una sonrisa radiante y los ojos anegados en feliz llanto. Consideró lo maravilloso que era pertenecer al Instituto, a la Iglesia, sentirse protegido –de todos y hasta de sí mismo– dentro de una estructura rocosa, sin fisuras; aquello que acababa de perder era lo único que le quedaba en el mundo. Y lloró; hasta que ya no pudo más y se quedó dormido.

    Despertó, tirado sobre el suelo del salón, cuando uno de los botones del edificio fue hasta su apartamento e hizo sonar machaconamente el timbre. No reaccionó hasta la quinta o sexta llamada.

    –Padre, padre...¿Puede abrirme?

    Se levantó abotargado, sumido en el sopor de un sueño que durante una fracción de segundo le pareció haber tenido, hasta que se dio cuenta de que aquella pesadilla no era producto de una mala siesta. Recordó en un fogonazo la fatal noticia que le había hecho implorar y sollozar hasta caer exhausto, e involuntariamente estuvo a punto de volver a llorar. Al notar la oscuridad de la casa se percató de que había anochecido y conectó la luz del salón, mientras con ojos inflamados consultaba su reloj. Había estado durmiendo durante varias horas. No abrió la puerta más que una rendija.

    –Acaban de traer esto para usted...

    El botones introdujo por la rendija abierta una tarjeta de plástico. Di Stefano la cogió.

    Una tarjeta habitual de comunicaciones. Fue, rascándose los ojos, que ahora le comenzaban a picar vivamente, hasta su unidad personal y la introdujo. Al momento, el rostro de Serrano apareció en la pantalla. Aunque sin duda se trataba de él, le costó encontrar la semejanza con el hombre con el que había estado departiendo aquella misma mañana. Un rostro turbado, nervioso, de ojos hiperactivos. La habitual autoconfianza que emanaba de él no se veía por ninguna parte; tal vez se hallase escondida tras el velo de alarma de su cara o el insistente temblequeo de su cuerpo. Su voz era un murmullo entrecortado y apenas inteligible.

    –Di Stefano, escucha. No sé bien en qué andas metido, pero corres serio peligro.

    En la pantalla, la mirada de Serrano viajaba de un lado a otro. Sudaba copiosamente.

    –Te mando este mensaje en una tarjeta por que tengo miedo a que me hayan pinchado el comunicador... Ya sabes, como en los viejos tiempos... –sonrió tristemente, forzando una mueca amarga que le hizo toser –. Esta misma mañana, minutos después de nuestra entrevista, he recibido la visita de un par de individuos. No eran, al menos en apariencia, del Instituto, aunque tenían una forma de comportarse muy parecida, ya sabes, disciplina, formas, y todo eso. Ni que decir tiene que sus intenciones no eran demasiado amistosas...

    Di Stefano, asombrado, no pudo apartar la vista del inusual rostro de su antiguo colaborador. Tenía un leve matiz violáceo en las sienes y en los labios. Algo que podía ser sangre seca caía de las comisuras de su boca.

    –No sé cómo lo hicieron, supongo que con alguna droga, pero me introdujeron en un vehículo aéreo sin que yo pudiera impedírselo y me llevaron a alguna parte, lejos del centro. Me estuvieron interrogando durante un buen rato, con los medios que tú de sobra conoces...

    El rostro de Serrano emitió una sonrisita nerviosa. Al hacerlo, volvió a toser entrecortadamente.

    –No me preguntaron por el centro, ni por lo que te conté del traslado. Me preguntaron por ti, y por la conversación que habíamos mantenido esta misma mañana. Ya me conoces, no me dejo intimidar fácilmente, pero aquellos tipos me llegaron a asustar de verdad... aún así no oyeron lo que querían oír. Les conté que había sido una reunión de cortesía entre dos antiguos camaradas. Cuando insistieron en el tema del traslado les dije que únicamente se trató en la conversación de una manera casual. Insistieron en si yo sabía el destino de las naves: lo negué con rotundidad. Después me soltaron unos metros más allá de la verja del centro y se fueron. Corres peligro, Di Stefano. Por lo que a mí respecta, espero que no me vuelvas a meter en tus asuntos. Demasiado hago con advertirte...

    La comunicación terminó. Extrajo la tarjeta del aparato. La sujetó ante sí, con dos dedos, volteándola hacia ambas caras, acercándosela a los ojos una y otra vez, como si estuviera delante de un insecto jamás visto antes por el hombre y tuviese la misión de fijarse en todos sus detalles para después describirlo. Se levantó de su asiento, sin dejar de mirarla, y caminó hacia la mesa del salón. Cogió de encima de ésta un encendedor. La acercó despacio a la llama; hizo que una de sus puntas comenzase a arder. Permaneció meditabundo viendo ascender las volutas de fuego azul, hasta que de lo que fue el mensaje de Serrano no quedaron más que cenizas y humo. Estuvo tentado de levantarse, asearse, y salir a pasear, para reflexionar, más si cabe, sobre la extraña concatenación de acontecimientos que le habían caído encima como una losa durante las últimas horas. Pero algún resorte interno saltó, conminándole a actuar con la mayor rapidez posible; tal vez ese sentimiento atávico de inminencia hermano de la intuición. Y no lo dudó. Decidió posponer las meditaciones, olvidarse de los rezos y las lágrimas, y comportarse como le habían enseñado: fiel a sus inamovibles principios de autodisciplina. Volvió a sentarse frente a la consola de su unidad, manipuló en el teclado y los controles durante varios minutos. Al fin, accedió hasta lo más profundo de la unidad de memoria. Entonces, dio la orden oportuna y borró todo lo que en ella había, dejando al aparato nuevo, virgen, sin un solo vestigio de que alguna vez le hubiera pertenecido.


    Episodio 6
    Aris


    De SENCILLA ENCICLOPEDIA GEOGRÁFICA, manual para estudiantes de Primer Grado.
    ARIS:

    Planeta del grupo de estrellas Vega 6.
    Diámetro: 8/9ªs. partes del terrestre.
    Gravedad: 0,98 sobre 1 terrestre.
    Distancia al sol Vega 6: 140.000.000 Kms.
    Los primeros colonos que llegaron le dieron el sobrenombre de Segunda Tierra gracias al asombroso parecido que guarda con el planeta madre. Pese a ello, es uno de los Nuevos Mundos menos conocidos, debido en parte a la distancia –es el más alejado de la Tierra–y a la falta de materias primas que hagan interesante su explotación. Su superficie terrestre se halla dividida en tres continentes que ocupan casi la mitad de la extensión del planeta: Yamunai y Matsumai, al norte, y Fenai, muy por debajo del ecuador. Entre las costas de los tres continentes se extiende el Mar Interior. A los tres les rodea el Océano Exterior, poco explorado. También es conocido como el planeta de plomo, por ser éste el más frecuente en las escasas vetas de metales que se han hallado. Su población no sobrepasa los cien millones de habitantes, concentrados en su mayoría en el entorno de las tres principales ciudades del planeta, capitales a su vez de los continentes: Pálasti, Gálasti y Danai.
    El Papa Darío I en una entrevista de televisión. Santiago de Compostela, Octubre de 215.
    ...me pregunta por los cambios... y yo le contesto: la Iglesia ha sido humilde y los ha aceptado. Cuando los gobernantes decidieron cambiar el calendario que durante más dos mil años ha guiado a la civilización, empezar de cero como lo llamaron, no le sirvió de nada protestar... y, aún sin llegar a entender y compartir el fundamento de aquel cambio, lo aceptó. Pero hay otro tipo de cambios de los cuales la Iglesia se siente en la obligación moral de salvaguardar al hombre. Se me ocurre el horrible asunto de la ingeniería genética y la clonación humana. ¿Qué habría sido de la Humanidad si la Iglesia no hubiera presionado para conseguir el Pacto de Boston? ¿Se imagina en qué nos habríamos convertido de no haber abandonado toda investigación moralmente insana? Roguemos todos, cristianos o no, a Dios por la buena salud de la Iglesia...



    La nave emitió un zumbido sordo y vibrante que debió de hacer estremecer hasta el último de los tornillos de su estructura. Di Stefano soltó un suspiro cuando sintió que las poderosas fuerzas que le habían estado zarandeando y aplastando durante los últimos minutos parecían remitir. La voz complacida de una azafata se oyó entre los murmullos de los viajeros.



    –Señores pasajeros, la maniobra de deceleración ha terminado. Pueden levantarse de sus asientos. Les recomendamos vivamente que se acerquen hasta el mirador de la nave a contemplar una magnífica panorámica del sistema Vega 6. Gracias.

    Di Stefano se levantó, desentumeció los agarrotados músculos de sus piernas y siguió al resto de los viajeros que ocupaban ya el pasillo abierto entre los asientos. El mirador, situado en la proa sobre la cabina de pilotaje, era una semi – esfera de material transparente que dejaba ver un espectáculo verdaderamente impresionante: flotando en el espacio, pero aparentemente al alcance de las manos, estaba Vega 6 y tres de sus planetas, lejanos y frágiles como pompas de jabón en comparación con su sol. Se acercó a la barra circular de la cafetería, justo en el centro de la bóveda, y pidió un whisky. Se lo tomó de un trago, ansioso, aunque era el tercero de ese día. Pese al mensaje de Serrano, y la importancia determinante que en su línea de actuación había tenido, principalmente le preocupaba su excedencia forzosa, término eufemístico que en el Instituto significaba cese en sus funciones, fin de su carrera, y en las implicaciones que ello le acarrearía. Durante el transcurso de su vida laboral no había hecho otra cosa más que servir al Instituto, y ahora se encontraba vacío, extraño, como alguien a quien le amputan un miembro y durante tiempo después le sigue sintiendo y no sabe explicárselo. ¿Habría llegado a oídos de Mbar su reciente pertenencia a la Sociedad? ¿O era, simplemente, que había dejado de ser operativo? Aún contando con la inactividad de los últimos tiempos, nunca había llegado a sopesar esta posibilidad. En el transcurso del viaje había repasado mentalmente varias veces las palabras de Mbar y, pese a la claridad y contundencia con que estaban expresadas, se había quedado con la sensación de que escondían más de lo que decían. Todo el breve discurso de despedida estaba demasiado ensayado, planificado, y también un tanto alejado de los formulismos habituales, incluso en el propio contenido. Sin explicaciones, sin dejarle siquiera hablar. Cesar a un agente era algo habitualmente más complejo y que llevaba más tiempo; sin embargo, Mbar lo había conseguido en veinticuatro horas. Otra vez la prisa que parecía perseguirle.

    –Señores pasajeros, tengan la bondad de mirar hacia estribor. En breves instantes podremos contemplar Aris.

    La totalidad del pasaje se colocó en la zona del mirador asignada. Allá, entre las estrellas, se entreveía una canica de color blanco–azulado que iba aumentando lenta pero paulatinamente de tamaño. Di Stefano la observó ensimismado, confiado de que allí abajo, entre la maraña de estrellas, se encontraba la respuesta a lo que le había sucedido, respuesta que se había planteado hallar, respuesta que había pasado a ser su único cometido.

    –¿El señor Bellini?

    Apenas oyó la voz tras él, se giró con un movimiento rápido e impetuoso que hizo que el camarero que le llamaba casi tirase al suelo la bandeja de metal que llevaba entre las manos. El muchacho le miró con los ojos muy abiertos y le indicó con un movimiento leve de su mentón la tarjeta de plástico que descansaba sobre la bandeja.

    –Nos ha llegado un mensaje para usted. Se lo hemos grabado en una tarjeta estándar de comunicaciones

    Di Stefano suspiró y cogió la tarjeta. Despidió con una sonrisa al camarero y se encaminó hacia la barandilla que impedía al pasaje acercarse más de lo necesario a la cúpula. Eligió un lugar desde donde la vista no era la mejor de las posibles, pero que en cambio estaba despejado de viajeros. Introdujo nerviosamente la tarjeta en su unidad móvil. Las primeras imágenes fueron varios chisporroteos de colores, acompañados por un ruido de fondo que semejaba el batir de las olas en una playa; consecuencia lógica de recibir mensajes en pleno viaje espacial. Ajustó su aparato hasta conseguir la mejor imagen y sonido posibles.

    – Escúchame con atención, por favor.

    Era el rostro del padre Mauricio el que apareció en la pequeña pantalla; era su voz la que se oía. Di Stefano no pudo reprimir un gesto de asombro.

    –¿Cómo es posible...? –murmuró para sí. Indudablemente estaba cometiendo fallos, tal vez a causa de la precipitación. Si le había encontrado el padre Mauricio, cualquiera podría haberlo hecho. Debería haber usado otra documentación nueva, diferente a la que utilizó como agente del Instituto. Pero no había tenido tiempo suficiente... aún así, creyó que la rapidez de sus movimientos bastaría para desarmar cualquier seguimiento de sus pasos. Gran error. Tal vez en Aris pudiera ocultar su rastro.
    – Estoy retenido por unos señores –la imagen del padre Mauricio giró su rostro hacia ambos lados, como si quisiera presentar a algunos acompañantes que Di Stefano no podía ver en la pantalla– que, según me han dicho, pretenden ayudarte en tu búsqueda. De momento no quieren dirigirse directamente a ti, me han tomado como interlocutor hasta que se resuelva el asunto...

    Los ojos del padre Mauricio se agacharon durante un breve instante. Volvieron a elevarse y se clavaron, acuosos y lánguidos, en las pupilas de Di Stefano.

    – Hay dos cosas que desean que sepas. Primero: si pretendes ponerte en contacto con Schwarz, tu antiguo colega del Instituto, no lo hagas; le han trasladado a Beta 2. Segundo: el centro de investigación que antaño tenía el Instituto en Aris ha desaparecido.

    Di Stefano, magnetizado por la imagen de la pantalla, intentó poner orden en el caos que comenzaba a apoderarse de su cabeza. Decidió posponer cualquier reflexión sobre lo que estaba viendo para tomar mentalmente nota de todo cuánto le decía el padre Mauricio. Lo cierto es que había tenido la intención de ponerse en contacto con Schwarz, de extraer toda la información posible de los archivos del centro de Aris gracias a él, y esperar. Era incuestionable: quien estuviera detrás de todo esto conocía verdaderamente los pasos que se había propuesto dar.

    – Bien, ya que estarás casi a punto de llegar a Aris, te diré lo que tienes que hacer. Ve a Pálasti, en el continente Yamunai. Alójate en la Posada del Viajero. Allí esperarás pacientemente –pronunció la palabra despacio, recalcándola bien– a que llegue alguien que pretende ayudarte. Ese alguien responde al nombre de Víctor. Te dará la información que precisas para seguir adelante. Por el momento es todo cuanto debes saber. Un abrazo.

    El rostro cansado y ojeroso del padre Mauricio se deshizo en innumerables puntitos de luz y desapareció. Di Stefano sintió la boca seca. Caminando torpemente, se acercó hasta una silla y se sentó. La sorpresa que desde el inicio del mensaje se había adueñado de su rostro, y que no había desaparecido ni un sólo instante, dio paso a una sensación peor: la de encontrarse totalmente a ciegas. Desde el principio había decidido moverse a impulsos, Movimientos simpáticos de acción, como había aprendido en la academia, con la esperanza de hallar algo que le permitiera situarse en una situación más elevada, desde donde pudiera tener una visión más amplia. El conocimiento es poder; el poder es privilegio. Un agente involucrado no puede permanecer a oscuras; tiene que conseguir el conocimiento que le permita no sufrir demasiados inconvenientes sin disfrutar alguna de las ventajas que siempre depara. Pero ahora esta situación anómala, inexistente en los manuales de conducta del Instituto, giraba nuevamente, llegando a retorcerse una vuelta más. Miró tristemente la pantalla apagada y vacía. Sacudió la cabeza, como intentando expulsar tantas preguntas sin respuesta, y borró el mensaje de la tarjeta. Se levantó con aire dubitativo y se acercó a la barra de la cafetería. Pidió otro whisky.

    –No se lo podemos servir, señor –el camarero apuntó con sus ojos hacia el exterior de la bóveda– estamos llegando.

    Di Stefano miró hacia Aris, que se veía mucho más cercano que antes. Asintió sombrío y se fue hacia su asiento.

    La nave finalizó su trayecto precisamente en Pálasti, la ciudad comercial y de negocios por excelencia de Aris, a la que se podía considerar la capital oficiosa del planeta. El edificio principal del espacio – puerto, una inmensa mole de hormigón sucio y renegrido, era totalmente diferente a los de la Tierra, formados invariablemente por una mezcla de asepsia, funcionalidad y clara arquitectura vanguardista; con verle, se podía tener la certeza de que se acababa de hacer un largo viaje a un lugar radicalmente distinto. Sobre su sombría estructura flotaba un aura de cierta rusticidad estética, como la de aquellas viejas estaciones de ferrocarril que había visto en alguna ocasión Di Stéfano en ciudades de provincias con pretensión de cosmopolitismo. Rodeando la nave, en la zona de despegue y aterrizaje, había un ajetreo innecesario: demasiadas personas merodeando cuando únicamente había llegado una nave en todo el día; aunque todo el mundo parecía tener algo importante y urgente que hacer. La gente que pululaba le llamó poderosamente la atención: como terrestre, era insufrible e inusual la contemplación de aquellas personas insuficientemente aseadas y sin duda mal alimentadas. Generalmente, todas vestían con ropas pasadas de moda en la Tierra hacía décadas, o bien con extravagantes e inefables prendas, formadas a partir de retales de otras.

    Nada más poner Di Stefano los pies en Aris, al bajar por la cinta transportadora, sintió sobre su cuerpo el abrazo viscoso de una humedad pegajosa y fría. Sobre el alboroto general que se había formado en la planicie, al ir descendiendo los pasajeros de la nave, se le acercaron una multitud de chiquillos vocingleros ofreciéndole toda clase de servicios en un dialecto del terrestre común que le fue difícil de entender. Los evitó como pudo y caminó bajo el cielo plomizo, sobre el pavimento encharcado, llevando con dificultad su equipaje hasta la puerta de entrada al edificio principal. Llegó al sucinto porche que servía de acceso a la mole oscura e imponente, traspasó la puerta mezclado en el grupo de viajeros y, al otear el interior del edificio del espacio – puerto, abrió la boca atónito. Ante él se desplegó un panorama inaudito: bajo el techo alto, desde el cual varias claraboyas dejaban pasar una luz tenue y gris, se extendía un auténtico laberinto creado por innumerables tenderetes, que formaban una suerte de bazar abigarrado, policromo y bullicioso. Un sonido profundo y constante, como el rugido de una bestia antediluviana, impregnaba el aire grisáceo y espeso, casi sólido. Entre las filas sinuosas de quioscos se abrían estrechas callejuelas, en todas direcciones, por las que multitud de personas merodeaban, aparentemente interesados en los artículos que los vendedores se afanaban en pregonar a través de gritos: ropa, calzado, artesanía, viandas... A su derecha, ascendían columnas de humo provenientes de un conjunto de puestos de comida; los clientes, en pie frente a ellos, esperaban pacientemente charlando la salida de las salchichas, del pescado, de las carnes que se asaban sobre las brasas. Buscó con la mirada algún cartel que le indicara dónde se encontraba el control de pasaportes, pero le fue imposible hallarlo entre aquel caos. Decidió seguir al resto de los viajeros, algunos de los cuales ya se habían internado en aquel dédalo, con la seguridad de que le llevarían hasta él. Un chiquillo, que le había estado siguiendo unos pasos atrás desde que descendió de la nave, tiró con firmeza de la manga de su chaqueta. Di Stefano se giró, miró hacia abajo, y le vio negar rotundamente con su cabecita entre la humareda del recinto.

    –Por ahí no, señor. Sígame.

    Le siguió. Giraron a su izquierda bordeando los tenderetes más cercanos –sin llegar a penetrar nunca en el interior del mercado– hasta que toparon, un par de minutos después, con una de las paredes laterales del edificio, un muro inabarcable de renegrido hormigón. Una callejuela se abría entre los últimos puestos y el muro. En aquella esquina olía fuertemente a orín y a humo. Entre unas enormes alfombras enrolladas que descansaban apoyadas en el alto muro, vio el cartel que indicaba la oficina de control de pasaportes.

    –Ahí, señor. Deme un crédito.

    Di Stefano extrajo un billete, sin saber muy bien de qué cantidad era, y pagó al muchacho, que deshizo a la carrera el camino andado, perdiéndose entre la multitud en busca de un nuevo cliente. Frente a él, la oficina en cuestión era una simple ventanilla abierta en mitad de la sucia pared gris de hormigón, bajo un letrero indicativo pobremente iluminado. Recortado en la ventanilla, un soñoliento empleado bostezaba sonoramente; un flequillo de pelo rubio, sucio y grasiento, asomaba bajo una ajada gorra azul de plato, que parecía a punto de caer hacia atrás. Di Stefano sacó su pasaporte del bolsillo interior de la chaqueta y lo depositó sobre un pequeño mostrador dispuesto bajo la ventanilla. Al percatarse de su presencia, el oficinista se tapó la boca con la mano y terminó de bostezar.

    –¿Qué desea? –le preguntó, mirándole con ojos perezosos de arriba a abajo.

    Di Stefano pensó que aquel hombre, aparte de poco activo, no debía de ser muy perspicaz.

    –Sellar el pasaporte, está claro...
    –No, no está claro, señor –le contestó, haciendo chirriar en exceso las palabras. Cogió raudamente la gorra por la visera y se la acercó hasta la frente, en un imprevisible acceso de actividad–. Por que eso, por si no lo sabe, debería haberlo hecho en la nave que le ha traído hasta aquí. Las empresas de navegación interplanetaria están obligadas a realizar este tipo de trámites.

    Di Stefano sabía que lo que le decía aquel hombre era falso, pero no tenía intención de discutir; únicamente pretendía salir lo antes posible de aquel lugar. Se encogió visiblemente de hombros.

    –¿Entonces?

    El empleado disimuló una sonrisa volviéndose a tapar la boca.

    –Es difícil... pero deme diez geas y se lo podré arreglar.

    Di Stefano extrajo de su bolsillo un billete de esa cantidad y lo depositó sobre el mostrador. El empleado cogió el billete con su mano izquierda y accionó un mecanismo que descansaba sobre una mesa, apenas a diez centímetros de su mano derecha; lo pasó por el pasaporte.

    –Aquí tiene.

    Le devolvió el documento con una nueva sonrisa, que dejó al descubierto su boca carente de dientes y unas encías hinchadas y renegridas. Di Stefano desvió su mirada y prefirió no hacer ningún tipo de comentario sobre la ridícula estafa que le acababan de perpetrar. Guardó el pasaporte con rapidez y cogió su equipaje.

    –Por favor, y ahora gratis...– le preguntó al empleado, mientras miraba los tenderetes que estaban a su espalda–. ¿Me podría indicar la salida?
    –Por supuesto, señor –le contestó, con un tono entre solícito y sarcástico. Estiró su mano izquierda, haciéndola salir por la escasa abertura de la ventanilla, señalando hacia el maremágnum del mercado–. Siga el camino que discurre junto a esta pared. No tiene pérdida.

    Siguió la senda abierta entre el muro y los puestos – la única posible en esa zona –. El camino, unos cuantos minutos después, volteó a la derecha; había llegado a una de las esquinas interiores del edificio. Hizo el giro. Un centenar de metros más adelante, a su izquierda, descubrió una abertura ancha a través de la cual penetraba la luz gris del exterior. Avanzó, soportando los empujones de la muchedumbre y sofocado por la dificultad de caminar entre el gentío con el equipaje, hasta que por fin llegó a la puerta de salida. La cruzó a trompicones, chocando con las personas que salían y entraban del edificio sin orden ni concierto, y se encontró fuera del espacio – puerto, bajo una luz casi nula –y cuando menos triste– y una llovizna helada. Sintió que el sudor, que había empezado a segregar en el interior del edificio como consecuencia del esfuerzo, se estaba empezando a enfriar. Dejó las maletas sobre el suelo y se abrochó la chaqueta.

    Frente a él se extendía una enorme explanada mal pavimentada, a la que le faltaban adoquines y losetas en muchos puntos. El caos era total: los taxistas, gritándose, se empujaban unos a otros, intentando captar a la fuerza a la clientela; los viajeros recién llegados miraban la escena con estupor, sujetando con firmeza sus maletas; los chiquillos, revoloteando como mosquitos, intentando pícaramente sustraer algún bolso, alguna maleta, lo que fuera, se pegaban y chillaban también entre ellos. Di Stefano se retiró prudentemente. Se introdujo en uno de los taxis y esperó a que llegase su conductor. Este, que se hallaba envuelto en una de las muchas pequeñas refriegas, corrió hacia el vehículo y se puso al volante con aire satisfecho.

    –A la Posada del Viajero.
    –Bien, señor.

    Abandonaron la explanada. El motor del vehículo – un modelo antiguo, casi de coleccionista en la Tierra – resoplaba y petardeaba más de lo normal, haciendo que la marcha fuera un indeciso vaivén.

    –¿Llegaremos?–Preguntó Di Stefano.
    –Por supuesto, señor. No se preocupe. Es la falta de recambios ¿sabe? Debería haberle cambiado hace tiempo el diferencial. Pero, como ustedes en la Tierra no nos dejan tener más que lo que ya no usan, debo esperar todavía un mes más, hasta que toque mi turno en la lista de espera.

    El padre Di Stefano no estaba demasiado versado en política de los mundos exteriores, y prefirió no contestar. El conductor le miró con desdén desde el retrovisor.

    –Terrestres...

    Salieron de la zona del espacio – puerto por una carretera que discurría entre los arrabales de Pálasti. En su mayoría, humildes casas de ladrillo rojo y varios pisos de altura; en ocasiones, chabolas hechas con cualquier tipo de material, que parecían caerse bajo el peso de la niebla que envolvía todo. Gentes de aspecto ceñudo, mal vestidas y escasamente aseadas, les miraban pasar con ojos vacíos, sentadas a las puertas de sus moradas de hojalata. Niños semidesnudos, jugando en los barrizales. Perros famélicos que olisqueaban las basuras esparcidas. Una miseria y degradación de cuya existencia Di Stefano no había tenido conocimiento jamás.

    –Maldita lluvia...

    Había comenzado a llover con fuerza. El conductor accionaba una y otra vez el sistema de limpia parabrisas; pero tan pronto como dejaba de apretar el botón de encendido el mecanismo se detenía en cualquier parte, proporcionando una visión fantasmal de la carretera, velada por los chorros de agua que descendían como ríos por el cristal. Di Stefano permaneció en silencio.

    –¡Ahora!

    El limpia parabrisas comenzó a funcionar. El taxista sonrió satisfecho.

    –Siempre esta maldita lluvia. Como ve, no ha venido usted a ningún paraíso.

    Di Stefano asintió mientras observaba el exterior. La carretera había ido ascendiendo imperceptiblemente, y ahora se encontraban circulando por la cima de una colina deshabitada, baja de altitud, pero que permitía tener una visión global de Pálasti, que se extendía abajo desparramada en el llano. La lluvia únicamente permitía entrever un abigarrado y gris conglomerado de edificios, que se veía partido en dos por un río ancho que desembocaba unos kilómetros al oeste, en un mar imposible de vislumbrar. Se fue sintiendo paulatinamente mejor a medida que descendían la colina e iban dejando atrás el extrarradio, internándose en lo que comenzaba a ser una ciudad al uso, con calles bien asfaltadas, actividad comercial, y gentes aceptablemente vestidas, aunque con un gusto que a Di Stefano le pareció un tanto peculiar. En general, la ciudad tenía el inconfundible aroma pionero y precipitado que le conferían sus poco más de cien años de existencia. Las avenidas eran compartidas por ostentosos edificios modernos y más modestas y antiguas construcciones de ladrillo y madera, según hubieran sido sus propietarios víctimas del fracaso o del éxito. La necesidad y el dinero rápido habían construido Pálasti, como sin duda había ocurrido en el resto de las ciudades del resto de los planetas colonizados. Los terrestres tenían una visión distante, deformada e incierta, de la realidad de aquellos mundos. Preferían no conocerlos; tal vez el desinterés provenía de su propia autocomplacencia de metrópoli. En el mejor de los casos, les gustaba pensar que todos serían más o menos como la unitaria, civilizada, y próspera Tierra. Y Di Stefano no era, en eso, diferente al resto.

    Aproximadamente media hora de viaje después, el taxi paró frente a un parque público, encajonado en medio de la ciudad, que se antojaba de considerables dimensiones, donde abundaban variedades de árboles terrestres: abetos, pinos, olmos... La avenida Puján, una de las más importantes de Pálasti, discurría tangencialmente al parque, con esa curiosa mezcolanza de edificios altos y bajos, antiguos y modernos. El taxista se giró y señaló con el dedo.

    –La Posada del Viajero. Son doce geas.

    Di Stefano pagó y descendió del vehículo. Frente a él la fachada de la Posada, totalmente recubierta de madera, con faroles ambarinos encendidos a ambos lados de la puerta. Tres plantas de altura. No pudo por menos que recordarle al hotel Dogón, de Lagos, donde tantas veces había compartido una jarra de cerveza con el padre Mauricio. Recorrió con una mirada rápida el resto de la avenida. A poco más de treinta metros de la posada se hallaba una tienda de ropa, con amplios escaparates profusamente decorados y excesivamente iluminados. Di Stefano se encaminó hacia ella y observó con detenimiento y curiosidad las prendas expuestas. Ajeno a las modas de Aris, optó por adquirir vestimenta útil y ligera de trabajo, y también ropa similar a la que llevaban los hombres de negocios que pasaban presurosos a su lado, inconfundibles con sus maletines, sus unidades móviles, sus perfumes penetrantes. Entró en el establecimiento.

    –¿De negocios en Pálasti? –le espetó un diligente vendedor–. Permítame que le ayude.

    Compró varias camisas, pantalones, chaquetas y una gabardina, imprescindible en el lluvioso clima de Pálasti. Portando con dificultad su equipaje y las bolsas de ropa se encaminó hacia la posada. Entró en el edificio, haciendo chirriar los goznes oxidados de la puerta de gruesa madera. No encontró mostrador de recepción, ni nada que se le pareciera. En el amplio salón al que daba directamente la puerta estaba únicamente un solitario camarero, ancho y barbudo, que limpiaba vasos mecánicamente tras la barra del bar. Al fondo, un entarimado vacío que hacía las veces de escenario frente a una veintena de mesas con la sillas vueltas del revés descansando sobre ellas. Se acercó a la barra. El camarero dejó sus quehaceres, se frotó con energía las manos con un trapo y se plantó frente a él.

    –Buenos días. Está usted en la Posada del Viajero, el lugar más acogedor de todo Pálasti. El que le habla es Faruna, el dueño del establecimiento y servidor suyo. –Señaló hacia el equipaje de Di Stefano–. Por que pretenderá alojamiento, ¿no?

    Nuevamente le costó a Di Stéfano entender el gutural y raspante dialecto arisio.

    –Así es –Contestó, intentando imitar la pronunciación.
    –Pues ha venido usted al lugar adecuado. Sígame.

    A un lado de la barra se encontraba una escalera de madera antigua que crujió bajo el peso de Faruna. No reparó en su estatura mientras estaba tras la barra, pero cuando hubo salido de ésta Di Stefano calculó que el posadero le sacaba al menos una cabeza y que debía de pesar el doble que él. Vestía de un modo inusitado y un tanto cómico para un terrestre: enormes botas negras de piel, grandes pantalones abombados, sujetos a la cintura con un ancho fajín, y camisa de franela con sobresalientes solapas. A Di Stefano le recordó vagamente a aquellos seres de fábula que integraban los antiguos circos. Llegaron al primer piso. Faruna, que ocupaba con su corpachón casi la totalidad de la anchura del pasillo, paró de repente y abrió una puerta de madera, señalando hacia el interior orgulloso. Una cama, un armario, mesa y silla. En la ventana, antiquísimas cortinas de tela. Incluso la celda que ocupó en sus tiempos del seminario estaba mejor dotada y era menos espartana.

    –Esta es la habitación. Dentro tiene usted el cuarto de baño. Si necesita algo, no tiene más que pedirlo.

    Di Stefano sacó su cartera y entregó a Faruna un billete de quinientas geas.

    –Tome. Alojamiento completo para una semana. ¿De acuerdo?

    El posadero asintió sonriente, guardándose el billete con un rápido movimiento de prestidigitador. Agachó solemnemente la cabeza.

    –A su servicio, caballero.
    –Estoy esperando una visita. ¿Sería tan amable de avisarme si viene alguien preguntando por mi?

    Faruna frunció el ceño y se mesó la barba, evidenciando una gran actividad interior.

    –¿Y cómo sé que preguntan por usted, si no me ha dicho su nombre?
    –No importa. Le preguntarán si ha llegado alguien de mis características. ¿Entiende?

    El posadero se tomó su tiempo.

    –Como usted diga.


    Episodio 7
    Pálasti


    Al despertarse le sobresaltó la oscuridad. Se levantó de la cama de un brinco y se asomó a la ventana. Había anochecido y las calles iluminadas por las farolas relucían solitarias bajo la perenne lluvia. De abajo, del salón, subía el sonido confuso de muchas voces entremezcladas, junto al ruido característico de la actividad. Sentía hambre. Se aseó con rapidez, se vistió, eligiendo entre las prendas que había comprado esa misma mañana. Bajó las escaleras de madera. Faruna, al pie de ellas, parecía esperarle.



    –Venía usted cansado, ¿eh? Ha dormido más de cinco horas. Me proponía despertarle para cenar.

    Di Stefano asintió.

    –Gracias. Sí, cenaré.
    –Siéntese entonces donde más le guste.

    El salón estaba repleto de personas y bullía de vitalidad. La única mesa que quedaba libre era la más alejada del escenario, escondida tras un grupo de hombres que vociferaban y daban estruendosos golpes como si discutieran entre sí. Di Stefano se encaminó hacia ella, mientras sentía miradas curiosas clavarse en su espalda. Faruna se acercó acto seguido, portando una enorme bandeja con tres platos y una jarra que parecía contener más de dos litros de bebida.

    –Aquí tiene su cena.

    Depositó la totalidad del contenido de la bandeja en la mesa. Di Stefano miró con asombro los platos rebosantes de comida. Se asomó al interior de la jarra.

    –Cerveza de Fenai, la mejor del universo. –Proclamó con orgullo Faruna–. Muy pocos locales de Pálasti la sirven.

    Di Stefano torció la cabeza y sonrió. Señaló hacia los platos.

    –Y esto rosa...¿Qué es?

    Por el rostro del posadero pasó fugazmente una mueca de disgusto.

    –Me olvidaba que usted es extranjero. Perdone que no le haya explicado. Aquí –abrió los brazos, abarcando la totalidad de la mesa–, tiene una selección de los mejores manjares de Aris. Ostras vivas del río Araven. Saltamontes de la meseta de Baran. Peces–luna cebados con gusanos transparentes de Fenai. Lo mejor de lo mejor para nuestros clientes.–Se inclinó ceremonioso–. Que le aproveche.

    Faruna se alejó, repartiendo sonrisas entre la concurrencia, feliz por sentirse el mejor posadero de Pálasti. Di Stefano comenzó por la cerveza. Fuerte, tremendamente amarga al principio, pero con un gusto final exquisito. Decidió probar las ostras.

    –Estimados clientes –atronó la voz de Faruna desde el escenario–, atención, por favor.

    El salón, que segundos antes parecía que se iba a desmoronar víctima del continuo estruendo, quedó silencioso. El posadero hinchó su pecho y se acarició la barba.

    – Por fin ha llegado el momento que todos esperábamos impacientes. Esta casa tiene el placer de presentarles al mejor músico de todo Aris, el orgullo de Yamunai, a Yak Farulai.

    La clientela explotó con aplausos y gritos. El músico, un niño de no más de catorce años y aspecto quebradizo, apareció tras el escenario y saludó, doblándose hasta casi tocarse las rodillas con la cabeza. Se irguió, echó hacia atrás su lacio pelo rubio y se colocó el dedo índice en los labios, mandando silencio. El griterío cesó, no se oyó ni el más leve murmullo. Se sentó en una silla y un ayudante le trajo un extraño instrumento que recordaba vagamente a una guitarra, con un mástil de más de metro y medio de longitud, por donde discurrían paralelas entre sí quince o veinte finísimas cuerdas. Lo que debía ser la caja de resonancia era el caparazón de algún animal que Di Stefano no logró reconocer. Lo apoyó en sus rodillas y el ayudante le puso en su mano un palo de madera terminado en una pinza, que se abría y cerraba a impulsos de sus dedos. Colocó la pinza en la zona más alejada del mástil y comenzó hábilmente a manipularla, punzando en cada ocasión una o varias cuerdas. Mientras el músico ensayaba, la expectación en el salón era total. Un minuto después los acordes dejaron de sonar. El músico se colocó rígido, su rostro adquirió severidad y concentración y, por fin, atacó. La música empezó a brotar. El niño, incansable, abría y cerraba las pinzas mientras hacía discurrir la vara sobre el mástil, con una rapidez y precisión asombrosas. Interpretó una melodía chillona pero melancólica, asombrosamente rica de matices, como si estuvieran varios instrumentos tocando a la vez, mientras su rostro se contraía en múltiples muecas. A Di Stefano le pareció una música verdaderamente maravillosa, indefinible, distinta a cualquiera que hubiera escuchado antes. Era como una tensión nerviosa, subía, bajaba, se mantenía flotando, era recogida por el músico en el instrumento, la volvía a hacer salir cuando lo consideraba oportuno, jugando a su antojo y totalmente con el ánimo de los presentes, que en ocasiones sonreían, o estaban a punto de romper a llorar, o se mantenían expectantes sin mirar hacia ningún sitio en concreto, perdidos en los mundos etéreos que el niño creaba. La pieza no duró más de cinco minutos y finalizó con un acorde lastimero que recordaba vagamente el aullido de un animal. El niño–músico se desplomó sobre el instrumento, el rostro empapado en sudor. Todos los asistentes se pusieron en pie, aplaudieron con furia, golpearon las mesas, gritaron. El ayudante apareció detrás del escenario, recogió el instrumento y ayudó a incorporarse al músico, que se marchó sin despedirse. Faruna subió a la escena, los ojos llorosos. Habló con la voz tomada por la emoción.

    –Cualquier palabra que diga sobra, señores. Hemos tenido el privilegio de disfrutar del irrepetible Yak Farulai. Para mí supone un orgullo recordarles que pasado mañana, a la misma hora, volverá a deleitarnos. Les invito a que vengan.

    La gente prorrumpió en aplausos, y Faruna no tuvo más remedio que saludar. Di Stefano miraba absorto. Por eso no pudo reparar en el individuo que se había acercado a él por su espalda.

    –Usan niños ciegos de nacimiento.

    Se giró. La figura alta y enjuta de un hombre que portaba una gabardina empapada por la lluvia le hablaba con voz ronca y grave.

    –¿Cómo dice?
    –Aunque hay quien dice que les dejan ciegos al nacer... –continuó, mientras colocaba su gabardina en el respaldo de una silla y tomaba asiento a la mesa de Di Stefano–, ya me entiende, a propósito. Pero no está comprobado. Eso sí: es imprescindible que sean ciegos para que puedan dominar un instrumento como el violón múltiple de Aris. De esa manera, el resto de sus sentidos pueden ser educados y afinados con precisión. Me llamo Víctor.

    El recién llegado se había recostado en el respaldo de la silla y miraba a Di Stefano con ojos escrutadores. Sonrió.

    –¿Es usted Bellini, no? Por que supongo que debo llamarle así...
    –Usted sabrá cómo debe llamarme. Bien –cruzó las manos sobre la mesa– le escucho.

    El recién llegado posó su mirada en la almidonada camisa de Di Stefano.

    –Demasiado nuevas las prendas para alguien que frecuente este lugar. No me ha sido difícil distinguirle.
    –Muy sagaz, me encuentro verdaderamente impresionado.
    –Pero veo que no ha cenado usted aún –señaló los platos con un dedo largo y huesudo–. Cene usted tranquilo, no deseo interrumpirle. ¡Posadero! Tráigame una jarra de su maravillosa cerveza.

    Di Stefano contempló al recién llegado. Delgado, casi escuálido, de miembros largos y nerviosos. Dos vivaces ojos negros resaltaban en su rostro cadavérico.

    –No tengo hambre. Me la ha quitado la cerveza. Así que, cuando quiera, empiece.
    –Si no quiere cenar usted, yo sí. Al menos me tomaré una buena cerveza –cogió firmemente por el asa la jarra que un camarero acababa de traerle–. A su salud.

    Dio un trago imposible, que casi vació la jarra. Al terminar se limpió los labios con la manga de su camisa.

    –¿No le gusta? Es, simplemente, exquisita. No he viajado nunca a la Tierra, pero estoy seguro que no tienen ustedes nada parecido.

    Tamborileando con los dedos sobre la mesa, Di Stefano empezaba a dar muestras de impaciencia. El detalle no le pasó desapercibido a Víctor.

    –Ahora, terminaré mi cerveza y me iré, dado que he llegado tarde para disfrutar de la actuación. Lo cierto es que lo que yo venía a decirle ya está en su poder. Cuando salga por la puerta mírese el bolsillo derecho de su chaqueta. Ahí tiene usted la información que tenía que darle. Por favor –sujetó la mano de Di Stefano–, cuando salga por la puerta.

    Apuró la jarra y se levantó. Se puso la gabardina y se encaminó hacia la salida.

    –Gracias por la invitación. Y no deje de probar los peces–luna. Aunque me temo que se hayan quedado fríos.

    Se escabulló entre la clientela del local y, antes de que Di Stefano tuviera tiempo de reaccionar, había desaparecido tras la puerta. Se metió la mano en el bolsillo que antes le había indicado y extrajo un papel doblado, escrito a bolígrafo por una sola cara. Le echó un rápido vistazo, lo volvió a dejar en su bolsillo, y se levantó. Se dirigió hacia Faruna, que charlaba animadamente con otros parroquianos en la barra.

    –Voy a salir. Puede recoger mi mesa. ¿Sería tan amable de dejarme algo para protegerme de la lluvia?
    –Tome.

    Le dio un paraguas que sacó de debajo del mostrador.

    –Dígame ¿Le ha gustado la actuación?
    –Mucho. Cuando vuelva de dar un paseo comentaremos varios aspectos sobre la música de Aris que me han dejado verdaderamente intrigado.
    –A su disposición.

    Di Stefano salió a la noche. Se plantó en mitad de la acera, a un par de pasos de la puerta de la posada, y miró en ambas direcciones. A su izquierda, a menos de cien metros, una figura alta y desgarbada caminaba bajo la llovizna sin protección alguna. Comenzó a avanzar en su misma dirección, con pasos elásticos y silenciosos, sin abrir el paraguas, el rostro protegido por las solapas de su chaqueta. Unos minutos después, la distancia entre ambos se había reducido considerablemente. Víctor torció hacia la derecha, cruzó la avenida libre de vehículos; se introdujo en el parque por una puerta abierta en la valla que lo rodeaba. Di Stefano aceleró el paso. Al traspasar la puerta del parque apenas veinte metros les separaban. Trotó suavemente, dando a su caminar un ritmo mucho más rápido, pero sin apenas provocar el más leve ruido. Llegó a su altura, se colocó detrás de él. Antes de que Víctor tuviera tiempo de reaccionar, Di Stefano había pasado un brazo alrededor de su cuello y sujetaba su nuez con dos dedos que ejercían una dolorosa presión.

    –Ahora vamos a caminar despacio, hasta detrás de aquel árbol. Le advierto: no haga el más mínimo movimiento extraño. Voy armado.

    Víctor asintió con un parpadeo. Se introdujeron en el césped hasta quedar detrás de un magnífico ejemplar de abeto, que les dejaba fuera del campo de visión de algún transeúnte que tuviera la idea de pasear por el parque en una noche así.

    –Y ahora, dígame quién es usted y todo lo que sepa.

    Di Stefano soltó su presa y extrajo con rapidez un arma del interior de su chaqueta. Apuntó con ésta a Víctor, que la miró con ojos desorbitados, como si fuera la primera vez que tenía un artefacto así cerca de él. Sin apartar su vista de la pistola carraspeó un par de veces.

    –Yo sólo soy un mensajero. Consigo y transmito información, nada más. Vaya, ya sabía yo que este trabajo era demasiado sencillo para ser pagado tan generosamente.

    Di Stefano acercó aún más el arma al cuerpo de Víctor, instándole a que no se desviara en la conversación.

    –¿Quién es usted?
    –Soy Víctor, Estanislav Víctor. Ese es mi nombre.
    –¿Para quién trabaja?
    –Para nadie –contestó con voz chillona–. Soy, digamos, un agente libre con buenos contactos. Pero no trabajo en exclusiva para nadie en concreto, sólo para aquél que me paga.
    –Muy bien. Punto número uno, contestado. Ahora dígame...¿Quién le contrató en esta ocasión?
    –No conozco su nombre, esa es la verdad. Solamente sospecho que es alguien poderoso, influyente, ya me entiende. Nada más.
    –¿Cómo le contrataron?
    –Por correo. Es el modo habitual que tengo de establecer contacto con mis clientes. Tengo un apartado en Saqart, a unos veinte kilómetros de Pálasti. Regularmente voy a comprobar si tengo algún mensaje.
    –Siga...
    –Hace menos de una semana me encontré con el mensaje de un cliente anónimo. Lo único que tenía que hacer era encontrar una dirección. En caso de que diera con ella, debía telefonear a una cabina a una hora determinada. Esa sería la señal. Tardé más de lo habitual, pero al final encontré lo que me pedían y llamé. Al día siguiente, en mi apartado de correos, me encontré con la orden de transmitirle hoy a usted la dirección del tipo que me mandaron buscar y el mensaje que verá usted escrito en el mismo papel. Créame. No tengo por qué mentirle.
    –Ya –susurró meditabundo Di Stefano–. Entonces ¿No hay nada más?
    –Le he contado todo.

    Di Stefano sonrió. Conocía esa forma de trabajar: era la habitual del Instituto, el inevitable rompecabezas. Cada agente, cada informador, cualquiera que estuviese involucrado en una actuación, era solamente una ficha de un gigantesco puzzle que era movida por las manos sabias de aquél que sí sabía lo que había que hallar y por qué. De este modo, si alguien fallaba en mitad de una investigación, no podía tener una visión global, de conjunto, sobre las pretensiones de quien organizaba todo. La misión era lo principal y nunca podía estar en peligro.

    –¿Por qué cree que quien le contrató es alguien influyente?

    Víctor se apresuró en contestar.

    –Por que, con el primer mensaje, vino una cantidad de geas más que suficiente como para pagar mis servicios. No suelo tener clientes así.
    –¿No le han ordenado que siguiera estando en contacto conmigo?
    –No –respondió Víctor, moviendo compulsivamente la cabeza a derecha e izquierda–. Mi trabajo terminó en cuanto le entregué el mensaje.
    –Bien. Ahora deme su dirección. No la de correos, otra donde le pueda encontrar con más facilidad.

    Víctor se agitó nervioso.

    –¿Por qué? Le he dicho todo lo que sé. Lo mejor es que me vaya. Posiblemente nunca le vuelva a ver, y eso será lo mejor. No entiendo para qué puede querer usted mi dirección.

    Di Stefano contestó con una sonrisa sesgada en los labios y dureza mineral en su voz.

    –Para irle a buscar y matarle en el caso de que no me haya contado todo lo que sabe. Ahórreme el trabajo de encontrarle por otros medios, por que no lo dude: si me lo propongo, le encuentro.

    Concentró su mirada en los ojos tristones de Víctor. Estaba a punto de romper a llorar.

    –Yo sólo recopilo datos, soy un mero informador, nada más. Maldita sea... Déjeme ir. Le juro que si me entero de algo me pondré en contacto con usted.
    –Váyase.

    Víctor reaccionó como movido por un resorte y comenzó a correr entre los árboles, hasta que se perdió en la espesura del parque. Di Stefano sonrió. Estaba convencido de que Víctor le había contado toda la verdad. Como profesional sabía que nadie en su sano juicio va dejando detalles comprometedores a personajes como aquél, que servían únicamente en detalles puntuales. Se levantó y comenzó a caminar hacia la salida del parque. Abrió el paraguas: entre la fina llovizna estaban comenzando a mezclarse goterones de lluvia. Anduvo a paso vivo hasta la puerta de la posada, donde Faruna despedía dando grandes manotazos en la espalda a un grupo de parroquianos. Entró en el interior atestado de humo, en el que sólo quedaban un par de grupos de clientes charlando animadamente, los rescoldos del jolgorio de antes. Tomó asiento y extrajo nuevamente el papel. Estaba escrito a mano, y sin duda aquella letra nerviosa y demasiado inclinada debía de ser la de Víctor. El nombre de Alistair Collins y su dirección, que según Víctor le fue difícil encontrar, no le decían nada, aunque era fácil suponer que se tratase de algún miembro influyente del Instituto, o al menos alguien relacionado con éste, y que tenía acceso a información reservada. El mensaje que venía escrito al pie era escueto y tampoco le sacaba de dudas.

    Debes ir allí y encontrar la dirección del nuevo centro de investigaciones en Aris. Sabrás cómo hacerlo. Cuando tengas la información, deberás hacer una comprobación visual. Estaremos en contacto


    El tono amistoso denotaba que muy posiblemente fuera obra del padre Mauricio. Pensó en el viejo sacerdote y una mueca de disgusto le surcó el rostro. Rompió el papel por la mitad y se guardó únicamente el trozo que contenía la dirección. El mensaje fue a parar a una escupidera de latón.


    Episodio 8
    Vigilando


    Se levantó temprano y bajó al salón con la intención de desayunar. En el ambiente había un persistente olor a humedad y a sudor. Uno de los ayudantes de Faruna servía el almuerzo a dos o tres personas que charlaban animadamente en una mesa. Di Stefano echó una mirada rápida al interior de los platos y jarras, no reconociendo su contenido.



    –Buenos días, señor. ¿Desea que le sirvamos el desayuno de la casa?

    Volvió a mirar hacia los platos de los comensales. Señaló con el dedo.

    –¿Es eso, acaso, el desayuno de la casa?

    El camarero respondió satisfecho y sonriente.

    –Sí, señor.

    Di Stefano levantó la mano, enseñando el dorso al camarero, justo cuando éste se proponía comenzar la enumeración de las exquisitas viandas que componían los platos del desayuno.

    –Déjelo. ¿Tienen ustedes café en este establecimiento?

    El camarero se mostró pensativo.

    –¿Café terrestre? Creo que queda algo... déjeme ir a buscar.

    Un par de minutos después volvió con una taza humeante.

    –Café terrestre, señor.

    Di Stefano dio el primer sorbo con precaución. Al comprobar que el sabor era bastante parecido a lo que él conocía por café, asintió.

    –Gracias. Ah, otra cosa, por favor. ¿Tienen ustedes algún callejero de Pálasti?
    –Ahora mismo se lo traigo.

    El camarero volvió con una antigua guía de papel. Puso el tomo frente a Di Stefano.

    –Aquí tiene. Es la última edición.

    Di Stefano tomó tranquilamente su café mientras hojeaba en el callejero. Extrajo un bolígrafo de su chaqueta y algunas tarjetas de papel. Buscó varias direcciones, que anotó en las tarjetas. Contempló con detenimiento un plano general de la ciudad y su área metropolitana. Lo arrancó de la guía, lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo de su gabardina. Cuando hubo terminado, cerró la guía y la dejó al lado de su jarra vacía, se despidió con un gesto y salió de la posada. La mañana de Pálasti era fría y gris. No llovía; pero la ciudad, empapada por la lluvia de la noche anterior, chorreaba. Se acercó con un trotecito suave hasta un taxi que aguardaba en la acera. Se introdujo en el vehículo y sacó de su bolsillo una de las tarjetas en las que antes había estado anotando direcciones.

    –Lléveme aquí, por favor.

    Le entregó el papel al conductor, que arrancó de inmediato. Tomaron la avenida Puján en dirección Oeste, abandonándola un par de kilómetros más adelante, y se internaron en un dédalo de calles sombrías y mal asfaltadas, con edificios de poca altura y fachadas de hormigón, lisas y de escasas ventanas. Minutos después el vehículo paró frente a un inmueble idéntico al resto de sus vecinos, pero en el que destacaba sobre el dintel de la puerta principal un letrero luminoso: alquiler de vehículos. Di Stefano pagó al chófer y entró. Nada que ver con un establecimiento terrestre: no había vehículos aéreos, únicamente antiguos modelos sobre ruedas que, pese a los intentos de su propietario, demostraban tener los años que en verdad tenían. Algunos le resultaron familiares, los reconoció como objetos de su infancia. Incluso había un antiguo MB 131 idéntico al que había tenido su padre, en el que iban de vacaciones siendo él un niño. Se acercó al vehículo y acarició su carrocería sonriendo tristemente, como si recuperase algo perdido hacía mucho tiempo.

    –Un buen modelo, sí señor.

    Con gesto complacido, el empleado abrió la portezuela del conductor.

    –Y no solamente es su exterior lo que se encuentra en perfecto estado. Este vehículo posee un estupendo motor revisado cada dos meses.

    Di Stefano asintió. Diez minutos después, salía del establecimiento conduciendo el viejo MB. Debía de ser verdad lo que le había dicho el empleado: el motor funcionaba con suavidad y sin emitir ningún ruido sospechoso. Accionó en el panel de mandos del vehículo; esperó a que en la pantalla de control apareciera el plano con las calles de la ciudad, para elegir la ruta de conducción más apropiada. Un minuto, dos. Al ver que no aparecía, golpeó con los nudillos en la pantalla oscura. Esta le devolvió un fulgor tenue y un zumbido sordo.

    –Maldita sea.

    Estuvo tentado de volver a entrar en el establecimiento de alquiler de vehículos para cambiar el MB por otro modelo al que le funcionase el panel de control de conducción. Pero lo pensó un par de veces y llegó a la conclusión de que era preferible contar con un vehículo al que, al menos, no le fallase el motor; la apariencia del resto de los modelos en alquiler no le invitaba a tener confianza.

    Desplegó con dificultad el mapa de papel de Pálasti sobre sus muslos; lo estudió brevemente y se encaminó nuevamente hacia la avenida Puján. El tráfico se había tornado caótico, o al menos así se lo pareció. Tuvo que emplear sus cinco sentidos en la conducción para no chocar con los demás vehículos, cuyos conductores parecían desconocer cualquier tipo de código de circulación; evolucionaban a su antojo usando las más imprevisibles maniobras, cruzándose de súbito frente a Di Stefano, que se veía obligado a frenar de golpe, o a girar bruscamente a uno u otro lado. Fue siguiendo a trompicones, según pudo abstraerse de la imposible conducción, la numeración de la avenida. Por fin, logró acercarse a la acera y detenerse frente a la oficina del Banco de Fomento Africano que durante el desayuno había localizado en el callejero. Antes de partir de la Tierra había tenido la previsión de realizar las gestiones pertinentes, por lo que el grueso de su cuenta corriente había pasado a una cuenta de Aris con nombre falso. Documentación falsa, identidad falsa, dinero falso. Era lo único sólido que le quedaba de su paso por el Instituto: los ahorros de una vida, corta, pero exclusivamente dedicada al trabajo, sin diversiones, pero sin que él hubiera tenido que gastarse un sólo crédito de su capital particular para ver satisfechas todas sus necesidades. El Instituto se había encargado de todo: vivienda, ropa, comida, desplazamientos, dietas... En cierto modo, comenzó a contemplar la idea de que era otra forma de control: crear la necesidad subconsciente de dependencia, incluso para lo más simple y elemental. A cambio, ahora se encontraba con un dinero que no era habitual que poseyera alguien de su edad. Sintió una especie de liberación cuando salió de la oficina bancaria después de haber realizado el reintegro. Era la primera vez que estaba viviendo del dinero de su sueldo. Doscientas mil geas en billetes abultaban el bolsillo; sonrió al pensar que aún le quedaban otros dos millones más en su cuenta.

    Se introdujo de nuevo en su vehículo. Antes de arrancarlo volvió a consultar el plano. Buscó la dirección de Collins. Su domicilio estaba al otro lado de Pálasti, y para llegar hasta él tenía dos caminos: o bien cruzar la ciudad, o bien rodearla, utilizando una carretera de circunvalación. Decidió lo segundo; circular por el tráfico espeso y desesperante de una ciudad que desconocía no era lo más apropiado. Arrancó el vehículo y se introdujo de nuevo en el caudal incesante de la avenida. Sin abandonar el borde de la acera, buscó a su derecha la indicación de desvío que, según el plano, le haría salir de aquel maremágnum en dirección a la carretera. Un centenar de metros adelante la encontró. Giró hacia su derecha; se introdujo en una callejuela que fue a dar a una de las entradas a la autopista. Cuando por fin se encontró circulando por ella, respiró aliviado; aunque el número de vehículos era numeroso, la conducción era relajada y la marcha rápida. A su izquierda, la enorme mole compacta del centro de Pálasti; a su derecha, grandes extensiones de terreno sin cultivar, donde ocasionalmente se veían impersonales y anodinas colonias de edificios. Volvió a consultar el plano. Imprimió más velocidad al vehículo, y poco más de veinte minutos después, localizó el desvío que debía tomar para llegar hasta la vivienda de Collins. En cuanto hubo salido de la autopista, se encontró entre praderas interminables de césped que parecía recién cortado; una avenida ancha servía a la zona residencial de conexión con la carretera. Continuó la marcha. Traspasó un arco de piedra tallada que cruzaba a lo ancho la avenida y servía de pórtico de acceso al complejo. De improviso, a ambos lados de la calle, aparecieron altas vallas y sólidos muros de piedra que delimitaban las propiedades; en el centro de éstas, invariablemente, se alzaban mansiones con aire señorial, escondidas tras frondosos árboles que parecían protegerlas. Redujo la velocidad, por la avenida que se le antojó infinita, para poder observar la numeración cincelada en placas de bronce sobre las puertas de acceso a las propiedades. Al fin, varios kilómetros más allá del pórtico de entrada, encontró el número de la que debía ser la de Collins. Continuó su marcha hasta detenerse un centenar de metros adelante, justo donde terminaba la valla que la delimitaba y se extendía un parque público. Detuvo el vehículo, se apeó, y caminó por la acera, con aire ensimismado de paseante, pero estudiando la disposición de la mansión. En el centro de la propiedad, como un monolito de piedra blanca entre la vegetación, se alzaba la mansión: un bloque compacto, de planta rectangular y tejado de color verde a dos aguas. Constaba de tres plantas (dos más la buhardilla) y un, tal vez, excesivo número de ventanas; desde la distancia daban la impresión de rozarse unas con otras. Doce columnas de mármol blanco (el mismo material del que parecía hecho el resto del edificio) adornaban la fachada principal, a la vez que sostenían una prolongación del tejado que hacía las veces de porche. Esta entrada se encontraba a algo más de sesenta metros de la calle, al final de un camino asfaltado que discurría entre cuidados setos de arbustos de color óxido.

    Alejada de la casa, a un costado de la propiedad, se extendía otra parcela de terreno. La misma valla (cuatro metros de altura de sólido metal) que la separaba de la calle continuaba tras un ángulo de noventa grados, separándola a su vez de la propiedad vecina. Volvió sobre sus pasos, caminando a un par de metros del perímetro vallado, atravesó el parque público y fue hasta la parte posterior. Se encontró lo que esperaba: la entrada de servicio. El edificio, en esta zona, apenas estaba separado de la valla exterior una decena de metros. Por mucho que los propietarios de estas mansiones pretendieran asegurarlas de extraños siempre contaban con este punto débil, donde forzosamente la vigilancia no podía ser tan exhaustiva. Di Stefano calculó que para una mansión de estas características el servicio debería estar compuesto por, al menos, diez personas. No sería extraño ver los vehículos de reparto de los proveedores, ni ver salir y entrar a los miembros del servicio. Continuó caminando hasta llegar al punto en que la valla volvía a topar con la propiedad vecina y describía otro ángulo. Retomando tranquilamente el camino andado, conectó una pequeña grabadora que llevaba en uno de los bolsillos. Unos minutos después, llegó hasta el vehículo; lo arrancó, y lo condujo hasta la entrada de servicio. Frente a ésta, al otro lado de la calle, a unos quince metros de la entrada, un abigarrado grupo de árboles semejantes a pinos velaban la valla posterior de otra mansión. Un impenetrable muro de arbustos de la altura de una persona le podía servir de inmejorable parapeto. Condujo el coche hasta allí, ocultándolo de la vista tras la fronda, y paró el motor.

    Media hora después, la puerta se abrió para dejar paso a un vehículo de reparto. Durante ese tiempo, Di Stefano había hecho inventario de los métodos visibles de vigilancia con que contaba la mansión en ese punto. Indudablemente, el tal Collins no debía ser un hombre temeroso. Razonó que, estando de un modo u otro vinculado al Instituto, su comportamiento sería el mismo que cualquier otro miembro de alto grado de la Tierra: no tenía nada que temer, pues no había enemigos. El Instituto era el enemigo de los demás. Se sorprendió al llegar a esta conclusión, impensable hacía tan solo una semana, y sonrió. Una semana atrás era impensable todo lo que le estaba ocurriendo. Arrancó el motor y condujo despacio, volviendo a rodear el perímetro de la mansión, tomando nota mentalmente de todo cuanto se le hubiera podido pasar por alto y pudiera serle útil. Minutos después circulaba por la autopista de circunvalación.


    Episodio 9
    Allanamiento


    Al regresar a la posada comió copiosamente algo de lo que prefirió no conocer su nombre y subió a su habitación a descansar. Permaneció tumbado sobre la cama un par de horas, el cerebro activo trazando planes con la información que había recaudado por la mañana, estudiando detenidamente las imágenes de la mansión de Collins. Cuando terminó, comenzó a hacer balance de todo el material que se había traído consigo. Desplegó pausadamente sobre la cama el contenido de un maletín, las habituales herramientas que hacía tiempo que no usaba. Le produjo bienestar el hecho de volver a tener contacto con ellas; en cierto modo le hacía retrotraerse en el tiempo, como si estuviera en alguna de aquellas misiones del inicio de su carrera de agente, alejado de la situación actual. Revisó el pequeño transmisor indetectable y la unidad de extracción de memoria, las tarjetas maestras de acceso. Acarició la lisa superficie del que sin duda había sido siempre su favorito entre todos los artilugios que había manejado: el IP, invisibilizador personal, pequeño artefacto que, al portarle, hacía que cualquier sistema de detección de personas fuera inútil. Indudablemente, y ya sin pertenecer al Instituto, había incurrido en otra falta; el material debería haber sido devuelto al Jefe de Zona al día siguiente de haber recibido la noticia de su excedencia. Seguramente, ahora habría varios agentes buscándole, haciendo guardia en su apartamento por si se le ocurría volver, revisando todo para hallar algo que les llevase hasta él. En estos momentos era un prófugo, un enemigo, perseguido por los que desde siempre habían sido sus compañeros. En cierto modo comenzaba a serle indiferente. Tenía algo que hacer y lo iba a hacer. Era la férrea disciplina que durante años le habían inculcado. Hasta en esto seguía siendo fiel al Instituto, del que seguía siendo un cachorro... o un producto.



    Eligió entre la ropa que había comprado la que era más ligera: pantalones de algodón, jersey de lana y una chaqueta de cuero flexible. Se colocó en el cinturón el IP y depositó en los bolsillos de la chaqueta la unidad de extracción de memoria y las tarjetas de acceso. Guardó el resto del material en el maletín. Extrajo su arma de la funda y comprobó su nivel de carga. Volvió a introducirla en la funda, y se la acopló en la parte trasera de la cintura. En otra maleta metió ropa de la que acababa de comprar en Pálasti, y algunos enseres de uso personal. Abrió la puerta de la habitación, cogió su sucinto equipaje, y apagó la luz. Bajó los escalones con autoridad, solemne, sintiendo esa especie de hormigueo previo a la acción que siempre le había acompañado en sus misiones. Salió raudo de la posada, intentando no acaparar demasiadas miradas. Al llegar a su vehículo, aparcado en la parte posterior del edificio de la posada, abrió el portón trasero y depositó las maletas, buscándoles el mejor acomodo posible para evitar golpes. Desplegó el mapa de Pálasti ante sí. Según éste había un hotel de cuatro estrellas, el Vega Palace, cerca de donde se encontraba, en una avenida paralela y que sin duda debía ser la más importante de la ciudad, pues cruzaba Pálasti desde la desembocadura del Rak–Janén al sur hasta los arrabales del norte. Arrancó el vehículo y lo condujo ágilmente por las calles, que a esas horas de la tarde se encontraban menos transitadas, hasta que se introdujo en una avenida ancha donde abundaban los edificios de factura moderna y bastantes pisos de altura. Encontró el hotel, un rascacielos de acero y cristal de noventa plantas, lujoso y resplandeciente, rodeado de jardines con pequeñas cascadas de agua. Buscó la entrada al garaje y aparcó el vehículo. Se encaminó decidido hasta la recepción y alquiló una habitación. No le importó el precio: pagó por adelantado una semana. Preguntó por el restaurante: aún le quedaban unas cuantas horas hasta que comenzase su excursión nocturna y le apetecía cenar algo que, al menos, le recordase vagamente a la comida a la que estaba acostumbrado.

    Un silencio absoluto reinaba en las calles que rodeaban la mansión de Collins. Di Stefano condujo despacio, intentando hacer el menor ruido posible, las luces del vehículo apagadas. Rodeó la mansión hasta llegar a la entrada trasera. Aparcó el vehículo tras la arboleda donde había estado oteando aquella mañana y descendió lentamente de él. Hizo una última y rápida revisión del material que llevaba: todo estaba en regla. Se encaminó hacia la puerta de acceso, una valla metálica de idéntica altura al resto, pero de diferente forma y metal, que se deslizaba hacia uno de los lados. Conectó su IP en previsión de que hubiera en el interior de la casa cámaras o sistemas detectores de movimiento. Pasó la tarjeta maestra por la rendija de acceso de la puerta. Con un breve chasquido la enorme puerta se deslizó hacia la izquierda un par de centímetros. Di Stefano la empujó suavemente y se introdujo en la propiedad. Volvió a empujar el portón hasta hacerlo encajar en la cerradura. La mansión permanecía silenciosa y oscura. Se acercó a la carrera hasta colocarse detrás de un seto de arbustos justo a un lado de la puerta de madera que daba acceso al edificio. Un momento después se abrió, dejando caer una cortina de luz sobre el césped húmedo. La figura encorvada de un soñoliento anciano en batín y pijama se recortó en el dintel. Caminó con paso vacilante hasta el portón de entrada y comprobó la cerradura dando varios tirones. Habló a través de un comunicador.

    –Está cerrada. Habrá saltado el mecanismo magnético.

    Di Stefano aprovechó que el anciano seguía de espaldas para introducirse en la mansión. La entrada, de donde provenía la luz, estaba iluminada por una lámpara, pero el pasillo que continuaba dando un giro a la izquierda no. Saltó desde detrás del seto y traspasó la entrada con toda la rapidez que pudo. Pegado literalmente a la pared del pasillo, lo cruzó con silenciosas zancadas hasta llegar a lo que era la entrada principal de la casa, donde una ancha escalinata que partía del distribuidor conducía hasta las habitaciones del piso superior. Se escondió debajo de la misma, donde ésta casi se juntaba con el suelo. Se oyeron los pasos del anciano acercarse, hasta que pasaron a un par de metros de él. Volvió a hablar por el comunicador.

    –Señor secretario, todo en orden. La alarma se ha disparado sin motivo aparente.

    Di Stefano pudo oír la réplica.

    –Bien, vuelva usted a su habitación. Mañana haré revisar el sistema.

    El anciano desapareció por un pasillo totalmente a oscuras, situado en el ala izquierda del edificio. Di Stefano esperó pacientemente unos minutos, hasta que se dejó de oír el menor ruido. Repasó mentalmente la estructura exterior de la casa. Según lo que pudo deducir de sus observaciones exteriores de la mansión, el despacho de Collins se hallaba en la planta baja, situado en el ala derecha del edificio, abriéndose sus ventanas al parque público. Habitualmente, los sistemas de seguridad se encontraban en el sótano, en algún cuarto habilitado para las pantallas de vigilancia y los sistemas de detección. Deduciendo que el servicio no debería dormir lejos de aquel cuarto, siguió la senda que había llevado el anciano. Tendría que desconectar la alarma de apertura de puertas si quería trabajar sin sobresaltos. En cuanto hubo entrado en el pasillo se encontró con una escalera estrecha en cuyo primer escalón trastabilló. Continuó con el mayor sigilo hasta que terminó de bajar la escalera y se encontró en un amplio corredor con puertas a ambos lados. Una rendija de luz bajo una de ellas le indicó la que seguramente perteneciese a la habitación del anciano. La traspasó y continuó por el pasillo, hasta que éste torció bruscamente a la derecha y se topó con una puerta metálica. Aplicó su oreja a la misma y sintió una vibración, persistente y casi inaudible, la inequívoca señal de que había encontrado la sala de distribución de energía. Extrajo su tarjeta y franqueó la puerta. En el interior, cuadros de transformación y una pequeña consola para los sistemas de seguridad y anti–incendios. Revisó el aparato: era de un modelo bastante simple, de los más sencillos y asequibles. Indudablemente, Collins no había invertido demasiado en la seguridad de su vivienda. Manipuló en el teclado hasta que logró desactivar el sistema de alarma de todas las puertas vigiladas de la casa. Puso un tiempo de espera de diez minutos; transcurrido ese tiempo volverían a conectarse. Salió al pasillo, cerró suavemente la puerta metálica y desanduvo sus pasos hasta llegar nuevamente al distribuidor de la entrada principal. Avanzó sigiloso sobre el mármol pulido de los suelos hacia el ala derecha. Cruzó la escalera donde antes había permanecido agazapado. Frente a él se encontraban varias puertas. Al acercarse a la que tenía más cercana se percató de que se trataba de una puerta con dos hojas, tal vez excesiva para un simple despacho; con toda seguridad iría a dar a una habitación de grandes dimensiones, un salón o una biblioteca. Calculando mentalmente la distancia por las ventanas exteriores, dedujo que la habitación a la que daría paso se encontraba demasiado hacia la esquina del edificio para ser el despacho. En la misma pared, unos metros más allá, había otra puerta, tan solemne como la anterior, pero de una sola hoja. Calculó de nuevo: sí, era posible que esa puerta fuera la del despacho. Se acercó sigiloso, giró el pomo, y la empujó; tenía una cerradura magnética activada, había acertado. Extrajo nuevamente la tarjeta y la aplicó a la cerradura. La puerta se abrió silenciosa. Cerró la puerta tras de sí y encendió una pequeña linterna. Se encontraba en un modesto despacho, demasiado sobrio en comparación con el resto de la vivienda. Una enorme mesa de escritorio de madera de raíz, que prácticamente abarcaba la totalidad de la estancia, dos sillones de piel frente a ella y otro tras ella, el de Collins, estanterías con libros y archivadores forrando las paredes; ese era todo su mobiliario. A un lado de la mesa de despacho, la unidad personal. Se acercó y la conectó. En ese momento se fijó en la pared que se enfrentaba a la mesa de despacho. Un enorme crucifijo de madera la ocupaba del suelo al techo y, prácticamente, de lado a lado; posiblemente una reliquia proveniente de alguna ermita terrestre. Los ojos tristes de Cristo devolvían débilmente la luz de la linterna desde las sombras del techo. Di Stefano se santiguó, cerró los ojos durante un breve instante y rápidamente extrajo una tarjeta de acceso que aplicó a una ranura del aparato. Este pareció dudar durante un momento, pero al fin la pantalla se iluminó. Tecleó con rapidez una serie de códigos y aplicó la unidad de extracción de memoria a un terminal. Grabó todas la correspondencia que había recibido, las llamadas que habían pasado a memoria por orden expresa de Collins y las que no, así como los números de quienes las habían efectuado. En la operación invirtió poco más de medio minuto. Volvió a manipular en el terminal, buscando el archivo personal de Collins. La unidad de extracción tardó en descifrar el código de entrada, pero al final lo hizo. Un par de minutos después, la información descansaba en el pequeño vientre de la unidad de extracción. Al terminar, desconectó la unidad y se la guardó. Desconectó también el aparato. Apagó la linterna, salió al distribuidor y cerró suavemente la puerta, hasta oír el leve chasquido del sistema magnético al acoplarse. Pasó tras la escalera y salió al pasillo. Abrió la puerta que daba al exterior, la volvió a cerrar con delicadeza. Desplazó la verja usando un par de dedos. Con paso elástico, sin llegar a correr, llegó hasta su vehículo. Antes de entrar en él echó un vistazo rápido a la zona. Cuando se percató de que estaba tan solitaria como cuando llegó, montó en el vehículo y lo arrancó. Circuló por las calles de la lujosa urbanización lo más silenciosamente posible; solamente al salir a la avenida que conectaba con la carretera de circunvalación encendió las luces del vehículo y le imprimió más velocidad. De haber podido apartar de su mente al padre Mauricio habría sonreído satisfecho.

    Aparcó el vehículo en el garaje del hotel. Cogió el maletín de herramientas y la maleta con ropa del maletero del vehículo y subió hasta la planta principal, escasamente iluminada a esas horas. Se acercó hasta la recepción, donde el portero de noche charlaba animadamente con el recepcionista.

    –Buenas noches. La 6550.

    El recepcionista se giró y accionó en un terminal. Al momento apareció una tarjeta por una ranura.

    –Aquí tiene, señor. Que tenga usted una buena noche.
    –Tal vez no se lo hayan comunicado, pero al hacer la reserva se comprometió conmigo el director de recepción a prestarme por esta noche una unidad personal de comunicaciones...

    El recepcionista revisó bajo el mostrador hasta que halló un maletín. Sonriente, se lo entregó.

    –Perdone por no haberme dado cuenta. No obstante, todas nuestras habitaciones cuentan con unidades de comunicación...

    Di Stefano, que no quería usar por razones obvias sistemas públicos de comunicación, extrajo rápidamente un billete de diez geas y lo depositó sobre el mostrador.

    –No tiene importancia. Si fuera tan amable de indicarme...

    Tomaron uno de los diez ascensores que descansaban, con las puertas abiertas, libres de trabajo. Al llegar a su planta, la 65, el empleado le abrió el camino solícito.

    –Esta es, señor. Que descanse.

    La suite era la antítesis de la habitación que tenía en la Posada del Viajero. Compuesta por una sala principal, un amplio cuarto de baño y un dormitorio, estaba decorada y amueblada con lo que un decorador terrestre consideraría un lujo refinado y exquisito, un tanto minimalista, muy cercano a la moda actual en Lagos o en cualquier otra capital de la Tierra. Unicamente se podía echar en falta alguno de los avances tecnológicos en ergonomía, pero se podía permitir; era un verdadero placer caminar sobre aquel entarimado caldeado y ligeramente mullido, descansar sobre los sofás de plumas, admirar los exquisitos objetos de decoración. Di Stefano se quitó la chaqueta y los zapatos, se refrescó en el lavabo. Se sirvió un whisky del mueble bar y se acomodó en uno de los sillones. Encendió lentamente un cigarrillo. Ahora, gracias a la relajante atmósfera de la habitación, pudo flotar en su propio cansancio hasta cerrar los ojos. Meditó. Tenía en su poder el archivo de Collins, donde con toda seguridad aparecería alguna referencia al centro del Instituto. Tenía la información, pero de momento no era un privilegio poseerla. Seguía desconociendo quiénes eran los que tanto se interesaban por ella, por qué querían la información, si se trataba de los mismos que le habían puesto en el camino de la investigación con sus cartas o si se trataba de otros distintos. Seguía desconociendo el oculto afán que les motivaba hasta el punto de llegar a secuestrar a un anciano sacerdote. Seguía desconociendo la verdadera naturaleza de las investigaciones de Heinz, incluso si éstas eran el auténtico motivo de todo aquel embrollo. ¿Y dónde encajaba la visita que recibió Serrano? Suspiró hondo. Por supuesto que la respuesta a todos los interrogantes que desde un primer momento se planteó pasaba por entregar la información que él podía poseer en estos momentos. Por qué había sido elegido él estaba bien claro: su extravagante profesión, sus extrañas habilidades y competencias; ahí estaba el resultado, en forma de extractor de memoria, descansando frío y brillante en la palma de su mano.

    Se levantó del sillón y cogió la maleta que le había proporcionado el recepcionista. La abrió encima de la mesa y conectó la unidad de comunicaciones encerrada en su interior. Acopló a un terminal el extractor de memoria y dio las órdenes oportunas. Un momento después desfilaron por la pantalla una lista de números de comunicación, con datos de hora y fecha al margen, así como de duración de la llamada. La lista era larga, aunque no tanto como él habría esperado encontrarse; después de un somero estudio pudo detectar varios números que se repetían con mayor frecuencia. Los anotó en una libreta. Continuó su análisis pasando al archivo personal de Collins. Preparado para una labor que había pensado le ocuparía toda la noche, compuso un gesto de sorpresa al hallar que solamente había una docena de documentos. Todos compartían el mismo encabezamiento: el anagrama de una cruz griega inscrita en un círculo, sobre unos caracteres góticos que componían la frase Antigua Compañía de la Rosa. A priori parecían carecer de interés; meros balances comerciales, listas de contabilidad. Repasó los documentos varias veces, pero no logró hallar algún dato esclarecedor. Volvió a traspasar los datos a la unidad de extracción y borró de la memoria de la unidad personal toda la información. Desconectó el aparato y se propuso dormir.


    Episodio 10
    El registro mercantil


    De Claves para una revisión actual de la dialéctica social de Christopher García. Ediciones Nuevo Pensamiento. Abidján, año 215.
    Vivimos en una burbuja, satisfechos y felices, pero solitarios y alejados de la verdad. Nos hemos obstinado en ocultar ante nuestros ojos la fealdad y la vileza, la miseria y la degradación... pero ahí están, incuestionables y tangibles, más allá del débil muro de civilización y progreso que nos protege. Omitimos el conocimiento de la realidad, por que éste se encuentra íntimamente ligado a nuestro bienestar, y, aun de un modo inconsciente, todos sabemos que para que exista un verdadero equilibrio deben anteponerse los opuestos: a la luz, la sombra; al día, la noche; a la riqueza, la pobreza. Pero no hemos querido ver dónde se encuentra el opuesto a nuestra opulenta sociedad; por que sabemos que está a nuestro lado, y negamos la evidencia intentando así hacerla desaparecer. No nos preocupamos por las condiciones de vida de los ciudadanos de los nuevos mundos colonizados, por que sabemos lo que nos vamos a encontrar: hallaremos el plato opuesto al nuestro de la balanza. Sabremos por fin que todo nuestro bienestar depende directamente del malestar de aquéllos; sabremos que sin las materias primas baratas que nos proporcionan, sin la mano de obra de unos trabajadores semiesclavizados, no podríamos seguir manteniendo el nivel de prosperidad actual. Y nos asustamos. Por eso, como niños atemorizados ante la oscuridad, cerramos los ojos.



    Jamás había pensado que una simple taza de café y unas tostadas pudieran obrar tal efecto sobre su organismo, pero el desayuno que le había proporcionado el restaurante del hotel le había infundido fuerza a su ánimo, y caminaba ligero y rápido por las animadas calles de Pálasti. Al comenzar su callejeo notó que una suave brisa balanceaba las ramas de los abundantes árboles de la avenida Principal y traía humedad del Rak–Janén, que discurría ancho y silencioso dividiendo con su trazado la ciudad. Las eternas nubes de Pálasti permanecían inmóviles en el cielo, grises y cercanas; aunque aquella mañana parecían inofensivas, dibujadas en un inmenso decorado artificial e incapaces de poder soltar una sola gota de agua.



    Di Stefano cruzó a paso vivo la zona financiera y más moderna de la ciudad y, poco a poco, sin apenas notarlo, se fue introduciendo en un barrio de más antigüedad, diseñado en consonancia con los edificios pretenciosamente elegantes del siglo anterior, donde con seguridad habían morado los más florecientes comerciantes y burgueses del antiguo Pálasti. Por aquellas calles abiertas entre las construcciones de sólida piedra anduvo con indolencia, contemplando con deleite de viajero los tejados de pizarra de los edificios, que sobresalían en impresionantes aleros que techaban las aceras y parecían a punto de desmoronarse, vencidos al fin por la fuerza de la gravedad. Absorto en la contemplación de los refulgentes escaparates de las tiendas, que parecían enfrentarse con sus desmesurados destellos a la perpetua semioscuridad de la ciudad, y en el frenético devenir de los ciudadanos de Pálasti, se dio de bruces con el Rak–Janén. Jamás había visto, o llegado a imaginar, una actividad tan primitiva y pura. Ningún elemento de Pálasti, humano, industrial u ornamental, parecía estar fuera de sitio en aquel entramado comercial; todo parecía tener valor (el tiempo, el trabajo, la vida) luego era susceptible de ser utilizado o vendido. El ser humano había conseguido, en la Tierra, valorar en su justa medida el ocio; el trabajo había pasado a ser más descansado, apoyado en máquinas cada vez más perfectas y capaces, y las ciudades habían ido adquiriendo paulatinamente un aspecto más relajado, menos estresante. A Pálasti, indudablemente, no habían llegado tales progresos.

    Caminó pensativo hasta llegar al Puente Akan, que cruzaba el río por su parte más estrecha, se plantó en la acera y silbó asombrado, llamando la atención de algunos transeúntes. Pese a ser el puente más corto de Pálasti, su longitud era de cerca de dos kilómetros. Pero no era este aspecto lo que llamaba predominantemente su atención: estaba construido bajo las tendencias del primigenio arte arisio, donde se mezclaban la solidez constructiva propia de los poblados mineros y la ostentosidad más aparatosa de los nuevos ricos. Dándose la espalda unas a otras, una decena de hieráticas cariátides, de unos cuarenta metros de altura, soportaban sobre sus hombros (gracias a miles de cables de acero) el peso del armazón metálico del puente. Bajo el arco que formaban sus ciclópeas piernas abiertas discurría la estructura de metal, adornada por volutas caprichosas y gigantescas, sobre la cual los vehículos parecían insignificantes insectos.

    Aunque el tráfico de vehículos era denso, escasos transeúntes utilizaban las aceras laterales del puente, obviamente disuadidos por la caminata. Di Stefano comenzó a cruzarlo a paso vivo, observando interesado las umbrías arboledas que se extendían en la orilla a ambos lados de su estructura, y la extraña calidad oleaginosa y oscura de las aguas del Rak–Janén, bajo la vigilante mirada de las colosales estatuas de piedra. Frente a Di Stefano, al final del puente, el edificio del registro municipal con sus veinte plantas de altura se hacía cada vez más visible y cercano; a su espalda, los rascacielos parecían surgir directamente del río, como extraños árboles de raíces sumergidas en el agua.

    Al llegar a la mitad del puente se detuvo durante un instante para contemplar el paso de un barco que se deslizaba silencioso bajo sus pies en dirección al Mar Interior, la cubierta atestada de contenedores. Se preguntó a qué extraños lugares estaba destinada toda aquella mercancía, en qué remotos puertos recalaría el barco. Aris era verdaderamente sorprendente para cualquier terrestre, acostumbrado a vivir en la metrópoli, en un planeta uniforme donde la única diferencia apreciable entre un continente y otro se basaba en el clima o en la gastronomía típica, jamás en el modo de vida. Estar en Aris significaba no solamente salvar formidables distancias espaciales; era también como echar un vistazo a un pasado que jamás existió pero que pudo haber sido. Desde el planeta Tierra, Aris era lejano y singular; para la mentalidad arisia, la Tierra, sencillamente, parecía no existir.

    Terminó de cruzar el puente, cruzó asimismo la calle en la que desembocaba, y penetró en el edificio del registro municipal. Leyó con detenimiento el cartel de información que colgaba nada más traspasar el arco de entrada; el registro de actividades mercantiles y empresariales estaba en la planta catorce. Esperó a que uno de los ascensores terminara de vomitar gente y subió, empujado por la avalancha. El viaje hasta la planta catorce supuso una auténtica peregrinación por todos los pisos, donde siempre había alguno de los ocupantes del ascensor dispuesto a desembarcar. Al descender del aparato en la catorce, Di Stefano se encontró con una sinuosa fila de individuos que esperaban turno frente a un mostrador, en una oficina con paredes recubiertas de paneles sintéticos que pretendían imitar madera y mal iluminada con escasos fluorescentes. Un bedel, sentado en una mesa, repartía trozos de papel con los números de orden para ser atendido. Se acercó.

    –Necesito hacer una consulta en el registro.

    El empleado le miró con ojos apagados. Tomó uno de los papeles numerados.

    –Tome. Tiene el ciento cincuenta. Con suerte podrá ser atendido en el transcurso de la mañana.

    Di Stefano sostuvo el papel en su mano. Consultó su reloj.

    –Carezco de tanto tiempo. Se trata de un asunto de suma urgencia. Si usted fuera tan amable de ayudarme...

    Extrajo con sigilo del bolsillo de su pantalón un billete de cincuenta geas. Lo introdujo en el interior de un taco de folios que descansaba sobre la mesa. El empleado clavó en él sus ojos tristes.

    –Dígame.

    Di Stefano tomó prestado un bolígrafo de la mesa y escribió en uno de los folios. Se lo entregó al bedel.

    –Deseo toda la información que pueda conseguirme sobre esta empresa. Dirección social, tipo de actividad, impuestos...

    El empleado asintió y desapareció tras el mostrador. Di Stefano aprovechó para recrearse en la decoración de la oficina, compuesta únicamente por varias láminas enmarcadas de la agencia turística planetaria de Aris, que mostraban paisajes y paisanajes típicos: pueblos de adobe del anillo de poblaciones del desierto de Fenai, la torre vigía de Gálasti, que se recortaba iluminada sobre un atardecer de tarjeta postal, una mujer ataviada con un florido y recargado traje típico del interior de Matsumai... Diez minutos después apareció el empleado con un portafolios del que sobresalían varios documentos, sacando a Di Stefano de su actitud contemplativa.

    –Son copias de los originales, de todo lo que consta en nuestros archivos. Deberá pagar un extra por el material utilizado, así como por el servicio...

    Di Stefano sacó otro billete de cincuenta geas y lo introdujo en el mismo taco de folios. El empleado giró la cabeza hacia el techo mientras le entregaba la carpeta.

    –Que tenga un buen día, señor. Con esto bastará.

    Se encaminó hacia la puerta del ascensor. El aparato apareció, ahora en el turno de bajada, y se introdujo presuroso en la cabina atestada. Aunque hubiera querido, le habría sido imposible atisbar el contenido del portafolios: la postura que tomó al entrar tuvo que mantenerla muy a su pesar hasta el final del trayecto, sin tan siquiera tener la posibilidad de mover levemente un brazo. Se tuvo que conformar con confiar en la profesionalidad del bedel; por otra parte lo mejor era esperar hasta llegar a la habitación del hotel, libre de miradas indiscretas. Llegó a la planta baja; siguió la corriente humana y salió del edificio. Frente a él, a un lado del Puente Akan, se hallaba una parada de taxis, con varios vehículos esperando clientes. Prefirió ahorrarse el paseo de vuelta al hotel y tomó uno.

    Según los documentos del registro, la Antigua Compañía de la Rosa llevaba radicada en Pálasti más de cien años, fundada por pioneros terrestres que lograron hacer fortuna gracias a las primeras explotaciones de plomo y otros minerales. Su actividad declarada en el registro era la de importación y exportación de todo tipo de productos y materias, terrestres, arisios, y de otras colonias, y su posterior distribución, no únicamente en Aris, si no en la totalidad de los planetas humanos. Todo parecía reglamentario, aunque Di Stefano echó en falta los permisos oportunos de los departamentos de sanidad, alimentación y materias peligrosas, lógicos en una empresa que se dedicaba al trasiego de todo tipo de productos y materias como claramente rezaba en su licencia. Aún así, supuso que no sería la única empresa de Aris que no reuniera todos los requisitos; era bastante probable en esta sociedad aún en proceso de formación. Di Stefano no estaba demasiado versado en asuntos empresariales; aún así, hizo acopio de memoria y llegó a la conclusión de que no tenía conocimiento de ninguna empresa que dispusiera de la infraestructura adecuada y de los recursos necesarios para una tarea tan complicada. Debía de tratarse de la única empresa en todo el universo terrestre capaz de dedicarse a tan ingente tarea; pero pasó por alto deliberadamente la grandeza de intenciones de la Compañía de la Rosa y siguió con su labor.

    Constaba una dirección de Pálasti como sede social de la empresa; consultó en el plano de la ciudad y resultó encontrarse enclavada en un modesto polígono de la zona sur, bastante alejado del centro financiero. Repasó nuevamente todos los documentos, intentando encontrar algo que le hubiera pasado desapercibido en un primer momento, y al terminar los guardó en la carpeta del registro.

    Detuvo el vehículo frente a la nave 61 C del polígono de expansión sur. La fachada del edificio, en evidente estado de abandono desde hacía varios años, aparecía salpicada de manchas y humedades; faltaban ladrillos en varios puntos, por donde asomaba la vieja estructura de madera, podrida por la intemperie. Los huecos oscuros de lo que en otro tiempo fueron ventanales parecían observarle con melancolía mientras avanzaba hacia lo que posiblemente en otro tiempo fue la puerta de acceso a una industriosa y próspera fábrica. Parte del techo se había desmoronado, y una claridad tenue iluminaba el interior sombrío y sucio. Valiéndose de un par de tablones que descansaban sobre el herrumbroso portón de acceso, logró alcanzar una de las aberturas más cercanas al nivel de la calle. Se asomó al interior. Piedras, trozos de madera, cascotes procedentes del desprendimiento del techo, encima de los cuales había crecido un musgo oscuro y sucio; huellas de hogueras en los rincones, que habían dejado en las paredes su rastro de hollín. Al fondo, una rudimentaria empalizada construida con tablones disparejos en tamaño y forma hacía las veces de corral y guardaba en su interior un pequeño rebaño de peuls (no llegaban a diez) que rumiaban ausentes y tranquilos el musgo oscuro y las escasas briznas de hierba que habían prosperado en las zonas más iluminadas. Di Stefano no había visto jamás animales así; no obstante decidió obviar su curiosidad, y llegó a la conclusión de que seguramente se trataba de algún endemismo.

    Bajó de su improvisada escalera y decidió rodear el edificio, no muy convencido de que una revisión más a fondo tuviera algún tipo de utilidad. Al doblar la esquina de la nave dio un respingo, más asombrado que asustado, y dejó de caminar: se topó de bruces con un anciano vestido con harapos grasientos, que dormitaba en la acera sobre unas planchas de cartón. El viejo, al percatarse de la súbita presencia de Di Stefano, saltó desde su improvisada cama y, con una agilidad impropia de alguien de su edad, se plantó frente a él, se colocó las manos sobre las caderas y se abrió de piernas, cortándole la trayectoria.

    –¿Se puede saber qué es lo que busca, caballero?

    La voz del anciano sonó metálica y chispeante, pero cargada de autoridad. A Di Stefano le pareció jocosa la mezcla entre las trazas del anciano y la solemnidad de que hacía gala, y tuvo que realizar un gran esfuerzo para no sonreír.

    –Creía que aún estaba en funcionamiento esta empresa –contestó con el tono más anodino que pudo encontrar–. Pero veo que no es así. Por que este es el número 61 C... ¿no es cierto?

    El anciano miró de arriba a abajo a Di Stefano, entornando sus rasgados ojillos acuosos. Después de su breve escrutinio, relajó su postura.

    –Hace ya mucho tiempo que se mudaron a otra parte. Desde entonces soy yo el legítimo propietario de esta nave.
    –Vaya...–musitó solemne Di Stefano–. Entonces no ha sido del todo en vano mi visita. ¿Me puede decir usted su nombre?

    El anciano levantó su barbilla canosa y se ajustó las solapas de una ajada prenda que bien pudo haber sido en otro tiempo una gabardina.

    –Me llamo Lee Trang.
    –Muy bien, encantado de conocerle, señor Trang –continuó Di Stefano–. Soy Ferdinand Planckaert, de la oficina planetaria de impuestos. Vengo a comunicarle que la empresa dueña de este inmueble, y por ende su actual propietario, tiene unas deudas contraídas con el erario público que ascienden a varios millones de geas. Siendo usted el actual propietario, me veo en la obligación de ponerlo en su conocimiento. Le ruego me acompañe hasta la delegación, donde le daremos cumplida información sobre las deudas que está obligado a satisfacer.

    El anciano arrugó su rostro en un gesto que debía de significar sorpresa.

    –No tengo por qué hacerme cargo de las deudas anteriores. La Compañía me cedió esta propiedad en pago a ciertos trabajos que me debía, con la condición de que la mantuviera en pie. Pero es demasiado trabajo para un hombre solo –miró con tristeza el edificio mientras posaba la palma de una agrietada mano sobre el muro–. Aún así he cumplido lo mejor que he podido. Demasiado me ha costado mantenerla libre de todos los indeseables que vinieron a establecerse. Ahora, al menos, me sirve como cobijo para mi rebaño.

    Tras el hueco de lo que fue en su día una ventana, se veían los peuls pacer en el interior sombrío, vigilados por la atenta mirada del hombre que les protegía día y noche.

    –Pero usted ha dicho que se la cedieron, luego es el actual propietario. No dudo que usted tendrá en su poder documentos que así lo atestigüen. Señor Trang, no puede negar su responsabilidad. Acompáñeme y aclararemos el asunto. Como usted bien conoce, las leyes de Aris son taxativas al respecto. Si carece de capital o de propiedades, deberá pagar la deuda contraída con el gobierno mediante jornadas de trabajos forzados en alguno de los establecimientos penitenciarios, a razón de diez geas diarias, de las cuales se descontarán su comida y ropa. Dada la cantidad que usted adeuda, deberá permanecer el resto de su vida al servicio de la sociedad. Pero eso deberá decidirlo un juez. Espero que no tengamos que llegar hasta ese extremo, señor Trang. Aunque, tal vez, su modesto rebaño podría servir para paliar parte de la deuda...

    La barbilla sin afeitar del anciano empezó a temblar levemente.

    –Ya le he dicho que no tengo ninguna deuda pendiente con nadie. Todo lo que se debiera antes de hacerme cargo no es cosa mía.

    Di Stefano pareció meditar unos instantes. Dio un deliberado aire casual a sus palabras.

    –En todo caso, señor Trang, tiene que ponernos al corriente de la nueva dirección de la empresa. Tal vez lleve usted razón y sean ellos quienes deban abonar la deuda.

    Trang se rascó la coronilla y arrugó la nariz.

    –El caso es que no dispongo de esa información, señor Planckaert –Trang vaciló durante unos instantes–. Pero tal vez pueda conseguírsela. Vuelva dentro de un par de días.

    Di Stéfano negó con rotundidad.

    –De ningún modo, señor Trang. Debo insistir entonces en que me acompañe a la delegación. De no ser así, me veré obligado a venir acompañado de la fuerza pública. Por supuesto, el ganado queda requisado desde este mismo momento.

    El anciano meditó unos instantes, mirando de soslayo su pequeño rebaño, que rumiaba indiferente a todo lo que le estaba ocurriendo a su amo. Di Stefano extrajo un teléfono móvil de su gabardina y comenzó a marcar números al azar, de una manera resuelta y acostumbrada. Trang elevó su mirada al cielo y comenzó a caminar con aire resuelto.

    –Bien, solucionemos este asunto cuanto antes. Acompáñeme. Con suerte encontraremos a la persona que nos sacará de dudas.

    Di Stefano siguió al anciano. Al pasar junto al vehículo hizo ademán de ir a subirse en él.

    –Olvídelo. Veo que no conoce las calles de la zona sur. Son tan estrechas que no cabe ni una bicicleta.
    –¿Y el vehículo? ¿Puedo dejarlo aquí?
    –Con toda tranquilidad –respondió seguro Trang–. Nadie se atreverá a tocarlo.

    Cruzaron la calle y se internaron en un estrecho pasaje entre dos almacenes, tan abandonados y desvencijados como la antigua sede de la Compañía de la Rosa. Salieron a una pequeña explanada que caía de golpe, formando un barranco de barro y cascotes. Abajo se extendía un poblado abigarrado e informe de chabolas de madera y adobe, que formaban un laberinto indescifrable hasta topar con las aguas oscuras y sucias del Rak–Janén. El anciano se deslizó por la pendiente del barranco siguiendo una vereda abierta por el caminar de la gente, donde el suelo era mucho más firme. En algunos tramos, cuando la bajada se hacía más complicada, unos palos de madera servían de asidero y ayuda. Al llegar al final del camino, el señor Trang tuvo que esperar a Di Stefano.

    –Vamos, sígame.

    Se internaron en las callejuelas del poblado, sucias y embarradas. Un penetrante olor a heces y a comida en descomposición impregnaba el ambiente y Di Stefano estuvo tentado de taponarse la nariz. El anciano caminaba con paso rápido, doblando ahora a la derecha, ahora a la izquierda, sin volverse ni una sola vez para ver si Di Stefano le seguía. Este, en un recodo, se colocó a la altura de Trang y le asió con firmeza del hombro.

    –Haga el favor de ir más despacio. No conozco estas calles y no me gustaría que intencionadamente me dejase extraviar. Piense lo que le he dicho: si es necesario venir a buscarle con la fuerza pública, así será.

    El anciano le miró con gesto desganado.

    –¡Bah! Nadie quiere que usted se extravíe. No es culpa mía que usted lleve zapatos tan finos y elegantes para caminar por estos parajes. Pero, de todos modos, iré más despacio, si así lo desea.


    Episodio 11
    La Compañía de la Rosa


    Di Stefano fijó su vista en sus zapatos, a todas luces impropios para una zona como aquélla, que portaban una gruesa loncha de barro que le hacía resbalar y costoso el caminar. Se percató de que el anciano llevaba los pies envueltos en unos trapos como único calzado; aún así, ni el más mínimo ápice de barro los ensuciaba. Continuaron caminando por el poblado a paso más lento, hasta que se toparon de bruces con una modesta y rala empalizada de madera que les impedía seguir de frente, obligándoles a girar a la derecha o a la izquierda. Detrás de aquella humilde protección, el Rak Janén discurría silencioso y lento. Giraron a la izquierda. Anduvieron un centenar de metros sobre el estrecho pasillo que formaban las últimas casas del poblado y la suerte de empalizada, hasta que el anciano paró en seco y señaló la puerta de una edificación de dos plantas de altura que apenas se destacaba de las demás, salvo que en su fachada estaba pintada a mano la palabra bar.



    –Seguramente ande por aquí. Entre, tomemos algo caliente, y veamos si está quien nos puede ayudar.

    Cruzaron la entrada y penetraron en un pequeño salón, vacío de clientes, hediondo y oscuro. Una batería portátil servía de fuente de energía para dos bombillas de incandescencia que iluminaban escasamente la barra.

    –Buenos días –saludó cortésmente el anciano–. Sírvenos un par de caldos de pescado y unos vinos.

    Se colocaron a un extremo de la barra. El camarero no tardó en ponerles frente a ellos un par de tazas humeantes y dos vasos de algo que bien podría pasar por vino. Trang se abalanzó a su taza y la agarró fuertemente con ambas manos. Sorbió con lentitud y chasqueó la lengua.

    –Buena falta me hacía tomar algo caliente. Llevo toda la noche de guardia sin probar bocado.

    El camarero le miró con tristeza y giró casi imperceptiblemente la cabeza a derecha e izquierda.

    –Supongo que tendrás para pagarme, ¿eh? Ya sabes que no quiero líos.
    –No te preocupes, Malik. Ah, por cierto, venimos buscando a Samo. ¿Le has visto por aquí?

    El camarero se quedó mirando fijamente a Di Stefano.

    –¿Por qué lo preguntas? Anoche estuvo; vendrá ahora. Sabes que no hace otra cosa más que beber. Este es su verdadero y único hogar. ¿Es que le busca alguien?
    –Oh, no, tranquilo –respondió Trang, mientras palmeaba la espalda de Di Stefano–. Este señor es amigo mío.
    –Pues ha tenido suerte tu amigo. Creo que por ahí se acerca.

    Una figura bamboleante, envuelta en una túnica de un color gris desvaído, traspasó el umbral, dio un tropezón y cayó torpemente sobre una silla. Al hacerlo, ésta casi no resistió el peso del cuerpo tremendo, alto y monumentalmente ancho, y chirrió. Samo resopló con furia.

    –Estoy harto de tus brebajes, Malik. Un día vas a acabar conmigo.

    El camarero no prestó atención a sus palabras. Salió de detrás de la barra y colocó en la mesa una botella a medias de vino y un vaso.

    –Toma, tu botella. Y no me digas que está más vacía que anoche.
    –Asqueroso ladrón...–masculló Samo, mientras se rascaba con una mano enorme su imponente panza–. Algún día pagarás tus estafas.

    Trang se acercó a la mesa de Samo y se sentó en una silla vacía.

    –¿Qué quieres, viejo chiflado? –le espetó Samo–. No me interesan tus historias de vigilante nocturno. Déjame tranquilo.

    El anciano sonrió.

    –Vengo a invitarte, Samo. Verás, estoy metido en un pequeño lío y puedes ayudarme. Hay una botella de vino esperándote si me eres de utilidad.
    –Cuéntame –se limpió la boca con el borde de su raída túnica–. El viejo Samo siempre te ha respetado. ¿Es que alguien te ha robado uno de tus peuls? Dime quién ha sido. Te prometo que por una botella de vino soy capaz de destriparle.

    Di Stefano permanecía en pie, apoyado en la barra, atento a la conversación. Su mano derecha descansaba, tras los pliegues de la gabardina, en la culata de su arma. Desestimó probar ninguna de las dos bebidas, la mirada fija en la cabeza rapada y el enorme corpachón del recién llegado.

    –Verás –continuó Trang, hablando pausadamente para que Samo pudiera entenderle sin dificultad–, quiero saber adónde se trasladó la Compañía.

    Samo sonrió lobunamente y clavó su mirada bovina en el anciano.

    –Creo que no te he entendido del todo bien. ¿La Compañía? De eso hace mucho tiempo, viejo. Y... ¿Para qué quieres saberlo?

    Trang contestó con indiferencia.

    –Pequeños problemas legales. El gobierno me reclama unas cantidades que dejó la Compañía pendientes de pago.
    –Imposible –contestó con vehemencia Samo–. La Compañía no debe nada a nadie.

    Trang se giró en su silla y señaló a Di Stefano.

    –Este señor es de la oficina de impuestos. Me reclama el pago de las deudas.

    Samo estudió con detenimiento a Di Stefano durante un breve instante. Era de ese tipo de personas capacez de desnudar a alguien con una única mirada. Su escrutinio no debió de dejarle lugar a dudas: soltó una carcajada que restalló como un latigazo en el ámbito del bar.

    –Mentira. Eso es mentira, viejo. Este no es más que un embaucador. ¿Te ha enseñado algún tipo de documentación?
    –No –contestó Trang–. Ahora que lo dices...

    Di Stefano se acercó despacio a la mesa. Permaneció en pie frente a ellos.

    –Mi tiempo es muy valioso, señor Trang. He tenido a bien acompañarle hasta aquí, cuando no es mi obligación, a modo de favor personal. Viendo que no es usted capaz de proporcionarme la información que requiero, me veo en la obligación de pedirle que me acompañe a la delegación.

    El anciano miró alternativamente a Di Stefano y a Samo, sopesando las palabras de ambos. Se decidió a hablar.

    –De todos modos, mi amigo Samo tiene razón. No me ha presentado ningún documento oficial que confirme sus palabras, señor Planckaert. Desearía verlo.

    Di Stefano se echó hacia atrás la gabardina con gesto displicente.

    –Como quiera...

    Aferró con firmeza la empuñadura del arma. No bien había salido de su funda cuando el cañón apuntaba al cráneo pelado de Samo.

    –No lo dude, Samo, dispararé. Y ahora, dígame todo lo que sepa del traslado de la Compañía.

    Samo continuó con su sonrisa sesgada.

    –Lo veía venir, viejo estúpido. Te han engañado. Esto te costará caro cuando lo sepan en la Compañía.
    –No te enteras, Samo –le cortó Di Stefano–. Esto os va a costar caro a los dos ahora mismo, si no me decís lo que quiero saber.

    Samo continuó mirando a Trang. Apuntó con un gigantesco pulgar hacia la figura de Di Stefano.

    –Este no sabe contra quién se está enfrentando. No sabe qué es la Compañía. Mejor será que se vaya por donde ha venido y que olvide que nos ha visto. Yo, por mi parte, olvidaré que le has traído hasta mi, con lo cual os haré un enorme favor a ambos: me deberéis la vida.

    Di Stefano miró de reojo hacia la barra. El camarero tenía la mirada clavada en el arma de Di Stefano y las manos ocultas tras el mostrador.

    –Ponga las manos a la vista.

    El camarero levantó ambas manos y las depositó sobre el mostrador. Al hacerlo, intentó ocultar un pequeño puñal bajo la palma extendida de su mano derecha. Di Stefano no se lo pensó. Disparó, y el camarero cayó hacia atrás, la frente agujereada con limpieza justo en su centro.

    –No bromeo, Samo. Empiece. Y usted –se dirigió a Trang–, cierre la puerta del local y vuelva a su sitio.

    El anciano se levantó, cerró la puerta y volvió a sentarse, sin dejar de mirar con asombro a Di Stefano.

    –No tengo nada que decirle –contestó tranquilamente Samo, que parecía no dar importancia a lo que estaba ocurriendo–. Lo único que me consta es que se ha metido usted en un buen lío. No me asusta. Prefiero que me dispare a tener que dar explicaciones a la Compañía.
    –Eso se puede arreglar.

    Di Stefano apuntó al tobillo de Samo y disparó. El pie se dobló en una pirueta imposible y quedó desprendido del resto de la pierna. Samo, sorprendido, se tocó el muñón, cauterizado por el disparo. Di Stefano apuntó a la entrepierna.

    –Ha perdido un pie, pero puede perder más partes de su anatomía si no contesta rápido.

    Samo, perplejo, miró a Di Stefano y a Trang.

    –Imbécil...–se dirigió al anciano–. No has traído más que problemas. Esto lo pagarás caro, viejo loco.

    Trang, que miraba aterrorizado la escena, se tapó el rostro con las manos y comenzó a lloriquear.

    –No quiero morir, no quiero morir. Dile lo que quiere saber.
    –Usted lo ha querido, amigo –Samo se giró y miró fijamente a Di Stefano–. Pero quiero que sepa que no le hago ningún favor. Es usted hombre muerto.
    –Empiece de una vez...

    Samo cogió aire y miró directamente al cañón del arma de Di Stéfano.

    –Todo lo que sé es que participé en el traslado de la Compañía, hace ya varios años, a su nueva sede, en el desierto de Fenai. Desde entonces no he vuelto a tener contacto con ellos. Pero no se preocupe... si ellos quieren encuentran a cualquiera, a mí, a usted o a quien sea.
    –¿En el desierto de Fenai? ¿Dónde exactamente?
    –En mitad de la nada, amigo. La población más cercana era Danai, a unos tres mil kilómetros al norte. Eso es todo lo que sé.
    –Parecer usted saber bastante más de la Compañía. ¿A qué venían si no sus amenazas y sus temores?

    Samo volvió a sonreír ladinamente.

    –La Compañía ha trabajado siempre en el más absoluto secreto. Pagaban bien, pero cualquier indiscreción de un empleado era severamente castigada.
    –¿Cuáles eran sus actividades?
    –¿Actividades, dice? –Samo soltó una risotada despectiva–. Todas. Todas las que se pueda imaginar, lícitas o no. Supongo.
    –Me consta que se dedicaban a la importación y exportación.
    –De todo tipo de cosas, amigo. Seres humanos, órganos para transplantes, uranio, armas, y más cosas que jamás supe y que no quiero saber.

    Di Stefano meditó durante unos instantes la implicación de las palabras de Samo.

    –¿Podría considerarse ese lugar del desierto de Fenai como un laboratorio, centro de experimentación o algo así?

    Samo escondió su mirada.

    –De eso no entiendo, amigo... No lo sé. Supongo que sí.
    –No le creo, Samo. Sigue ocultándome datos.

    Samo retomó su sonrisa característica y miró a Di Stefano como si estuviera hablando con un niño que no entendiera nada de la conversación.

    –Usted ha venido a saber dónde se encuentra la sede ahora. Ya lo sabe. Le puedo asegurar que si supiera tanto como usted cree que sé, no estaría malviviendo en este estercolero.
    –Muy bien –dijo Di Stefano–. Desierto de Fenai, tres mil kilómetros al norte de Danai. Lleva usted razón, Samo. He venido a conseguir esa información y ya la tengo.

    Apuntó el arma a la cabeza de Samo y disparó. El cuerpo sin vida cayó al suelo, arrastrando la mesa con estrépito.

    –No me mate, por favor...–balbuceó Trang–, no soy nadie, no le he visto...

    Di Stefano miró al tembloroso anciano durante unos instantes con aire reflexivo, sin dejar de apuntarle con su arma.

    –O, al menos –el viejo, dando la impresión de estar seguro de su pronta muerte, se irguió con dignidad y cambió el tono trémulo de su voz por otro mucho más solemne–, deme tiempo para poner en paz mi alma. Durante toda mi vida he sido un hombre leal. Déjeme rezar a mis dioses para que me acojan.

    Di Stefano introdujo su mano libre en el bolsillo de su pantalón. Extrajo un puñado de billetes.

    –Cójalos y vayámonos de aquí. Con esto tendrá para poder irse todo lo lejos que quiera y olvidarse del tema. Pero antes, sáqueme de este laberinto.

    Trang cogió los billetes y se levantó de un salto.

    –Gracias sean dadas al Gran Hacedor Que Mueve el Mundo.


    Episodio 12
    Un mensaje


    ¡Por fin, señor! ¿Sabe que hemos estado bastante preocupados por usted? Pálasti puede llegar a ser dura con un extraño...



    Faruna se abalanzó sobre Di Stefano, con lo que se podría haber considerado verdadera preocupación, en cuanto éste cruzó la puerta de la Posada del Viajero. Di Stefano se desasió del apretón de oso del posadero con una ágil finta.

    –Gracias, señor Faruna, pero su preocupación carecía de sentido. Como ve, me encuentro perfectamente.
    –De lo cual me alegro, señor mío. Por desgracia, llevo ya bastantes buenos clientes extraviados en los últimos años. ¿Va a querer usted comer algo? ¿Quiere que le mande preparar una de nuestras suculentas cenas?
    –No, gracias. Subiré a mi habitación a descansar.
    –Como guste.

    Di Stefano comenzó la ascensión por la chirriante escalera hacia su habitación del primer piso. Cuando se encontraba a mitad del camino, la voz de Faruna sonó desde el salón.

    –¡Señor, señor! Se me olvidaba. Durante su ausencia ha tenido una visita...

    Bajando de dos en dos los escalones, Di Stefano volvió al salón. Faruna, al pie de la escalera, le extendía un sobre de papel.

    –Como no le encontraron, le dejaron esto.

    Di Stefano le arrebató con ansiedad el sobre de las manos.

    –¿Cómo sabe usted que era para mi?

    El posadero dibujó en su rostro una amplia sonrisa de satisfacción.

    –Es una vida entera dedicada a mi negocio. Una breve descripción me basta para saber si alguien es o no cliente mío.
    –¿Quién lo trajo?
    –No sabría decirle –respondió Faruna–. Fue anoche, durante la actuación que esta casa, por tradición, suele ofrecer el día central de la estación de invierno. Como se puede imaginar, el salón se encontraba abarrotado de público.
    –¿Fue usted quien recogió el sobre? –Preguntó Di Stefano dando muestras de impaciencia.
    –No, no fui yo. Estaba demasiado atareado y mandé al emisario a que dejase el mensaje en el mostrador. Fue mi ayudante Hakan.
    –Desearía hablar con él.
    –Por supuesto. Ahí le tiene –señaló con un enorme dedo hacia el mostrador–, descuidando sus obligaciones como en él es habitual, dándose al parloteo con los clientes en vez de estar trabajando.

    Di Stefano asintió con un gesto que bien podría ser de gratitud o bien significar que estaba de acuerdo con las palabras que Faruna dedicaba a su empleado. El camarero, el mismo muchacho que le había servido el desayuno un par de días antes, charlaba animadamente con dos parroquianos.

    –Perdona, Hakan. Desearía hablar contigo un momento.

    El aludido dejó la conversación y se colocó delante de Di Stefano.

    –Dígame, señor.
    –Faruna me comenta que anoche alguien dejó esto para mí –Di Stefano le enseñó el sobre–. ¿Podrías decirme quién?

    El camarero hinchó los carrillos y soltó el aire lentamente.

    –No. No me dijo su nombre.
    –Bien, eso es lógico. ¿Podrías decirme, al menos, cómo era?
    –Por su ropa y su acento, no parecía de Pálasti –contestó el muchacho–. Diría que era terrestre o de por ahí.
    –¿Y físicamente cómo era? ¿Alto, bajo, joven, viejo...?
    –Joven, diría yo. Y muy extrañamente vestido. Eso es todo lo que sé.
    –¿Moreno, rubio, gordo, delgado...?
    –Más o menos como usted. Sí –al camarero pareció encendérsele una chispa en sus ojos, como si hubiera acertado de pleno con la descripción–. Eso es. Se parecía bastante a usted.
    –Gracias... –le despidió con voz cansada Di Stefano.

    Subió a su habitación, encendió la luz y cerró la puerta tras de sí. Rasgó el sobre y extrajo su contenido: una tarjeta de comunicaciones, como la que le había mandado Serrano en Lagos, como en la que, en la nave, habían grabado el mensaje del padre Mauricio. Nada más. Parecían haber abandonado las notas escritas en papel. Introdujo la tarjeta en su unidad móvil y, un segundo antes de conectarla, pensó que el rostro del padre Mauricio sería el que aparecería en el visor. Salió de dudas en cuanto la hubo conectado y el familiar rostro, poblado por una corta barba canosa, le saludaba.

    –Cuando te llegue este mensaje, seguramente ya estés en posesión de la información que estos señores a quienes sirvo de enlace desean saber...

    El padre Mauricio bajó la vista y permaneció unos momentos concentrado, como si estuviera leyendo algún documento que se escapaba al ángulo de visión de la cámara que le había grabado. Un instante después, tomó aire y sus ojos volvieron al centro de la pantalla.

    –Bien, no deseo hacerte perder más tiempo, así que iré al grano. Existen dos opciones: la primera, que hayas encontrado la localización del centro de investigaciones en Aris; la segunda, que no hayas sido capaz de hacerlo. Desestimemos la segunda de las opciones; todo el mundo confía en tus posibilidades. Así que, si conoces la ubicación del centro, de nuevo se abren dos opciones: la primera, que hayas podido ir hasta él para cerciorarte de su existencia real, tal y como se te conminó a hacer en el último mensaje que recibiste; la segunda, que no hayas podido hacerlo, bien por falta de tiempo, bien por que se encuentra en algún lugar demasiado alejado y sea difícil encontrarle. Se desconocen los pasos que has dado en Pálasti en estos días; las últimas noticias llegadas apuntan a una breve, pero intensa, charla con el señor Víctor. Lo mejor, pues, será salir de dudas. Desean que te reúnas con ellos para aclarar cuantos puntos permanezcan oscuros por ambas partes, lo antes posible. Como se desconoce el momento exacto en que estés recibiendo este mensaje, lo mejor será que permanezcas en la Posada el mayor tiempo posible. Un enlace se pondrá en contacto contigo. Hasta la vista.

    Di Stefano prefirió no repetir de nuevo el mensaje y ordenó a la máquina que lo borrara. Intentando encontrar sosiego, se tumbó sobre la cama y se masajeó con las yemas de los dedos las sienes, como si la presión y los suaves movimientos fueran capaces de colocar en su sitio las ideas, de hacer encajar las piezas en su lugar. El padre Mauricio... ahora comenzaba a estar clara su implicación en el asunto. No se encontraba retenido, como él mismo había explicado en el primer mensaje que recibió estando en vuelo. Pese a la barba que tan torpemente se había dejado crecer tal vez con la intención de hacerle creer que le seguían manteniendo encerrado, su forma de expresarse, elusiva y concisa a un tiempo, y los resultados del breve examen a que Di Stefano había sometido su rostro, mostraban a todas luces que compartía los propósitos de quienes supuestamente eran sus raptores. Di Stefano sonrió. Por supuesto que iba a acudir a la cita, aunque ahora sabía que no era para salvar la vida de un amigo. Era, principalmente, para hacer desaparecer de un manotazo todas las especulaciones que le tenían confundido desde un principio; y era, también, para recriminar a su supuesto amigo su insultante manera de pretender engañarle.

    Aquella noche no había actuación en el salón de la Posada del Viajero, pero no por ello parecía haber menor clientela. Di Stefano se despertó alrededor de las ocho de la noche envuelto en el griterío habitual, que había sido capaz de arrancarle de un profundo y restaurador sueño. Se había soñado subiendo una larga y empinada escalera, a la que él, con la certeza incalificable que sólo se produce en los sueños, había considerado sin dudarlo su investigación, y se había detenido en la mitad de la misma, con la sensación de encontrarse satisfecho y en cierto modo, feliz. En un principio, había tenido que superar un tramo que se encontraba lleno de dificultades, donde cualquier traspiés ineludiblemente acarrearía un impreciso acontecimiento trágico, y, pese a que seguía manteniendo intactos los recelos del primer momento, parecía encontrarse en una situación bien diferente, sentado en un peldaño, descansando, esperando que sus dudas fueran disipadas por otros personajes extraños y sin rostro, que ascendían tras él, encabezados por el padre Mauricio. Así que bajó al salón tranquilo y reparado, como se suele estar cuando se ha tenido un sueño que ha dejado la sensación de haber puesto en orden la mente y en paz la conciencia.

    Escudriñó la atestada sala sin saber bien qué o a quién buscaba, aunque con la certeza de que, si llegaba a encontrarlo, lo reconocería al instante. Se encaminó hacia una mesa vacía y se sentó en una de las dos sillas libres. Faruna, que le había estado siguiendo con el rabillo del ojo desde que apareció por el salón, apareció frente a él sorteando hábilmente la maraña de sillas, mesas y parroquianos.

    –Encantado de verle, señor. ¿Quiere cenar?

    Di Stefano dudó un instante. En ese breve momento, se dio cuenta de que ocupaba la misma mesa que durante la actuación del niño–músico y recordó la entrevista que había mantenido con Víctor.

    –Desearía una jarra de cerveza. Y tráigame una ración de peces–luna. La otra noche no tenía demasiada hambre y no pude probarlos, aunque me fueron ampliamente recomendados.

    A Faruna parecieron encendérseles los ojos y sonrió con amplitud. Agachó la cabeza hasta hacer tocar con la punta de su barba su pecho de tonel.

    –Así será, señor.

    Desapareció dando sonoras palmadas en las espaldas de los clientes de la mesa contigua, mientras Di Stefano continuaba escrutando con sigilo a la centena de clientes del salón. El asombro que en un principio le causó Aris, sus extravagantes gentes que parecían salidas de un relato de pioneros de la vieja Tierra, se había instalado en su interior como una sensación ya para siempre permanente; por mucho tiempo que pasara en aquel planeta diferente y salvaje, jamás se podría abstraer a él. Al ver reír o llorar a aquellos tipos barbudos y desaliñados que parecían estar siempre al límite de sus sentimientos, al verles charlar entre ellos con su ruda camaradería, sentía que él jamás sería capaz de comprenderlos; únicamente le sorprendían. Algo se había perdido en algún momento de su existencia que le impedía a ello. Por primera vez se dio cuenta de que había carecido de una verdadera juventud, ese período de descubrimientos, en ocasiones fascinantes, que suele llenar casi hasta el límite la capacidad de asombro de la mayoría de las personas. El siguiente paso al asombro acostumbra a ser la comprensión. Pero él debía empezar por el principio; comportarse como un jovencito que descubre el mundo por primera vez, para después asimilarlo.

    En el instante preciso en que tres personas accedían a la Posada desde el exterior se giró, movido por un impulso instintivo. Sintió sobre el rumor de la sala el chirriar de los goznes de la puerta, y la ligera bocanada de aire frío y cargado de humedad que penetró en la estancia. Las tres iban envueltas en gabardinas oscuras y calzaban idéntico tipo de zapatos, lustrosos y elegantes, demasiado ligeros para las humedades y los sempiternos charcos del invierno de Pálasti, los zapatos que él solía llevar en su cómoda y civilizada Lagos. Sintió una especie de vértigo, un torbellino que casi le hace perder el conocimiento al cerciorarse de la identidad de los recién llegados. Se frotó los ojos, acaso creyéndose víctima aún del sopor del sueño. Mbar encabezaba la comitiva, otro desconocido le seguía, y el padre Mauricio, ya con las mejillas afeitadas, se encargaba de cerrar la puerta tras su paso. Los tres formaron una pequeña piña frente a la escalera de acceso a las habitaciones, y miraban con ojos inquietos en derredor. Di Stefano estuvo tentado de levantarse y saludar, de indicarles dónde se encontraba, pero al final permaneció en silencio y recordó que ya no se trataba de una de las reuniones del hotel Dogón de Lagos; prefirió permanecer silencioso en su sitio. Vio cómo Faruna se les acercó y cómo señaló sin dudar hacia donde él se encontraba. Se volvió a frotar los ojos, ahora con más vehemencia si cabe que antes.

    –Hemos venido hasta aquí con la intención de aclarar algunos aspectos, padre Di Stefano. Creemos que usted no se merece permanecer más tiempo en la ignorancia.

    Había hablado Mbar, que tomaba asiento en la silla desocupada, mientras el padre Mauricio y el otro acompañante permanecían en pie. Di Stefano miró al padre Mauricio y éste le devolvió una sonrisa cargada de afecto, la sonrisa tierna y paternal que siempre le había conocido. Pero en esta ocasión le pareció más seria que nunca.

    – Vayamos a otro sitio menos concurrido. Faruna nos tiene preparado un salón especial donde podremos hablar con más discreción.

    Mbar se levantó y caminó hacia el final del mostrador, hasta llegar a una puerta abierta a un lado del escenario. Di Stefano tardó tiempo en reaccionar, hasta que la mano del padre Mauricio se posó en su hombro y apretó con delicadeza.

    –Vayamos.

    Siguieron la estela de Mbar y penetraron en un saloncito vacío y casi en penumbra, de talante casero, familiar, con una mesa redonda de madera en su centro y varias sillas dispuestas alrededor de ésta. Faruna entró tras ellos.

    –¿Quiere que le sirva aquí la cena, señor? ¿O va a estar demasiado ocupado? Le traigo entonces la cerveza...

    Di Stefano asintió desganado a alguna de las dos preguntas, aunque no había prestado atención a las palabras de Faruna; éste pareció entender mejor que él sus propios gustos y desapareció por otra puerta diferente a la que habían traspasado para entrar. Mbar había tomado asiento y se miraba las uñas de sus dedos, entrelazados sobre la mesa en la actitud beatífica que parecía acompañarle en cualquier circunstancia. El padre Mauricio y su acompañante tomaron asiento a ambos lados de Mbar, con lo que Di Stefano tuvo la impresión de hallarse en un interrogatorio ante un tribunal, en aquellos tediosos y terribles exámenes del seminario.

    –Nos consta que son muchas las preguntas que nos querrá formular, padre Di Stefano. Así que lo mejor será que no haga ninguna y escuche con atención mis palabras. De ese modo, evitaremos entrar en divagaciones inútiles.

    Di Stefano asintió. Desde todo punto de vista práctico, Mbar llevaba razón. El no habría sabido bien por dónde comenzar. Eran tantas dudas, tantas preguntas... Habría comenzado por preguntarle al padre Mauricio por su implicación (más que evidente por otra parte) en el caso, y por el juego sucio a que había sometido a alguien que le consideraba su amigo. Pero Di Stefano barruntó que habría sido comenzar a disipar sus dudas por el final, no por el principio, obviando el decurso lógico de los acontecimientos y la finalidad de los mismos. Elevó su mirada y la clavó en los ojos de Mbar.

    –Empiece.

    Silenciosamente, por la puerta que hacía unos instantes acababa de cerrar, entró Faruna portando una bandeja. Depositó frente a Di Stefano una jarra de cerveza y dejó en el centro de la mesa una tetera humeante y tres tazas.

    –No les molestaré más, señores...

    Su corpachón desapareció por donde había venido. Mbar no intentó ocultar una mirada de desaprobación en la jarra de cerveza. El acompañante desconocido por Di Stefano comenzó a servir té.

    –Para empezar, me gustaría presentarle al padre Connors, al que creo no tiene el gusto de conocer...

    El aludido elevó su rostro y clavó en Di Stefano dos ojos azules y grandes, que relucían bajo un flequillo de lustroso pelo castaño. Inclinó ceremonioso la cabeza mientras depositaba la tetera en la mesa.

    –Es uno de nuestros más valiosos aliados. No pertenece al Instituto, pero no por ello deja de ser uno de sus más leales colaboradores.

    Di Stefano encogió la boca en una mueca, intentando dar a entender que conocer su identidad no le era en esos momentos prioritario. Aunque estaba empezando a dudar sobre qué era prioritario y qué no.

    –Bien, padre Di Stefano. Comencemos, pues.


    Episodio 13
    Mbar


    Mbar tomó lentamente un sorbo de su taza. Le encantaba llevar las riendas del asunto, manejar el tiempo y el contenido de cualquier conversación. Indudablemente, estaba disfrutando.



    –Es usted agente del Instituto y, como tal, sacerdote de la Iglesia. Así pues, hay una circunstancia, fundamental en este asunto, que, sin duda, no le habrá pasado desapercibida desde un primer momento, prácticamente –o, al menos, así me gustaría que fuese–desde su ingreso como agente.

    Di Stefano voló en una ráfaga de memoria hasta aquellos lejanos tiempos, en los cuales la deslealtad no tenía lugar simplemente por inexistente, donde todo, absolutamente todo, estaba claro. Volvió a la realidad.

    –Habrá notado pues que, desde que entró al servicio del Instituto, su vinculación con la Iglesia, verdadera madre, comenzó a ser cada vez más tenue. Usted había dejado de ser, a todos los efectos, un sacerdote para pasar a ser un agente. Usted y todos nosotros –abrió los brazos en un gesto teatral, intentando abarcar a todos los presentes–, habíamos comenzado a ser servidores de un monstruo que la propia Iglesia había creado, y de la cual se distanciaba cada día más. Hasta el punto de que el Instituto era más poderoso que la propia Iglesia. El hijo devora a su padre. La Iglesia crea el Instituto como medio de comunicación con el mundo real, y éste crece y crece hasta separarse casi por completo. Pero eso era algo que no pasaba desapercibido para los altos cargos del Instituto, más bien al contrario: día a día aumentaba su poder, basado en la sólida economía del Instituto, y deliberadamente iban rompiendo lazos con Roma. La intención de la cúpula del Instituto estaba clara: primero, crear una iglesia dentro de la propia iglesia; después, desvincular ambas.

    Mbar tomó otro sorbo de té mientras era observado con impaciencia por Di Stefano. Demoró más de lo necesario su descanso.

    –Roma estaba cada vez más preocupada de lo que ocurría dentro del Instituto, del que conocían cada vez menos a medida que sus agentes infiltrados, por decirlo así, eran descubiertos y obligados a abandonar el servicio. Como de sobra conoces, las actividades del Instituto son tan sumamente reservadas y, digamos, especiales, que nunca ha existido la obligación de ponerlas en conocimiento de la Iglesia, supuestamente con la sana intención de preservar ésta de ataques que pudieran venir a causa de las mismas. Ni la propia curia, ni tan siquiera el propio Papa, obtenían conocimientos detallados de las actividades y logros del Instituto; únicamente tenían nociones, cada vez más vagas e irrelevantes, sobre aspectos cada vez más puntuales. Definitivamente, el asunto se les había escapado de las manos.

    Pero hicieron una última tentativa, quemaron el último cartucho, en un intento de retomar el control que se debió, fundamentalmente, al carácter de Su Santidad. Se pusieron en contacto con todos los altos jefes del Instituto y les hicieron partícipes de sus cuitas, con la intención de encontrar aliados de alto nivel, hombres que aún creyeran en el mensaje de la Iglesia y no vieran con buenos ojos el cariz que estaba tomando el asunto. Lógicamente, como podrás suponer, esto creó una guerra interna entre partidarios de la sumisión a Roma y, digamos, segregacionistas. Al menos, habían conseguido dividir la cúpula del Instituto y habían sembrado de incertidumbre las relaciones entre los altos cargos. Pero que una de las dos facciones se impusiera sobre la otra era cuestión de tiempo y, como fácilmente intuirás, no fue la de los partidarios de Roma. Y aquí aparece la importante figura del padre Connors, ex – secretario personal del Inquisidor.

    El aludido esbozó una sonrisa de satisfacción y posó su mano sobre las de Mbar.

    –El padre Connors desarrolló el trabajo más efectivo que, en una tesitura como aquélla, imaginarse pueda. Supuestamente aliado al bando de los segregacionistas, llegó a ganarse la confianza de todos los miembros de alto grado del Instituto contrarios a la permanencia en la Iglesia, hasta llegar a convertirse en uno de sus más carismáticos líderes. El propio Inquisidor le otorgó uno de los cargos reservados para los más fieles: el de secretario personal. La maniobra del padre Connors fue perfecta; ni el Inquisidor ni nadie pudieron ni siquiera intuir que Connors trabajaba desde un primer momento para nuestra Santa Madre. Parecía del todo improbable que alguien que estaba llamado a ser el ideólogo del Instituto, alguien que luchaba con todas sus fuerzas contra la Iglesia, fuera su principal aliado.

    Ahora fue Mbar quien sonrió a Connors, en la que sin duda sería su enésima muestra de agradecimiento. Bebió otro sorbo de su taza humeante.

    –Muchas personas se han jugado algo más que la vida, padre Di Stefano, no solamente usted.

    Si Mbar lanzó la última frase para producir algún tipo de reacción en Di Stefano, se debió de llevar una decepción; éste permaneció impasible, deseoso de seguir escuchando sin interrupciones el relato. A Mbar no le pasó desapercibido el detalle, pero prefirió proseguir.

    –Bien, llegado a este punto, el padre Connors contaba con el poder suficiente para comenzar la transformación del Instituto, o incluso, forzar su desaparición si era necesario. Como podrá suponer, la empresa era harto costosa y debía de realizarse paso a paso, con paciencia, procurando por todos los medios no incurrir en ningún tipo de error; una operación a largo plazo. El primer paso era rodearse de ayudantes aliados en puestos claves, tales como son los Jefes de zona. Durante bastante tiempo, y con una cautela y un sigilo verdaderamente asombrosos, fue entablando contacto con aquellos subordinados libres de toda sospecha, cuya adhesión a la Iglesia era tan fiel como la suya propia. La elección fue lenta y penosa; no podía ser de otro modo si no quería incurrir en los mismos errores en que los propios jefes del Instituto habían caído con él. Fuimos varios los elegidos; a Connors no le fue difícil convencer al Inquisidor de un cambio necesario en el organigrama de mando, basándose precisamente en la posibilidad de que la Iglesia tuviera miembros infiltrados, en la escasa seguridad que tenía en la lealtad de los miembros que fueron sustituidos. Otra vuelta de tuerca genial por parte de nuestro admirado padre Connors.
    –Sólo soy el más humilde de los servidores de nuestra Santa Madre la Iglesia...–intervino Connors en la conversación por vez primera–. Gozoso asumí la dura tarea que Su Santidad el Papa me encomendó.

    A Di Stefano le pareció que Connors tenía bien aprendida la frase, como si llevase mucho tiempo ensayándola para cuando fuese necesario utilizarla. Le miró al rostro y percibió la presencia de algo en su persona que no era precisamente humildad; algo acaso más cercano a la complacencia.

    –Y ahí es donde entro en escena, padre Di Stefano. Una vez que Connors consiguió colocar a los aliados de la Iglesia en los puestos más relevantes, venía la parte, tal vez, más laboriosa del asunto: desembarazarse de los elementos partidarios del Inquisidor. Pero, lógicamente, con la misma condición indispensable: todo debía de hacerse en la más absoluta reserva, pues éste seguía teniendo, no lo olvidemos, el control del Instituto, y los suficientes aliados, tanto dentro como fuera, para acabar de un plumazo con todas nuestras aspiraciones. Poco a poco establecimos una línea de comunicación con la Santa Sede, manteniendo a Su Santidad al tanto de todo cuanto ocurría. Comenzamos a recibir indicaciones y órdenes respecto a las actividades que se estaban desarrollando en el Instituto, y tarde o temprano éstas se cumplían. Como puede imaginar, la situación caminaba a un proceso irreversible: la destitución del Inquisidor y el ascenso al cargo de Connors, algo del todo imposible aún. Así, mientras nosotros seguíamos avanzando en el proceso a paso lento, dimos tiempo al Inquisidor para que comenzase a albergar dudas al comprobar que muchos de los proyectos que él mismo había avalado, por una causa o por otra, acababan en humo. Parte de sus aliados, aquellos que fueron relevados en el cambio auspiciado por Connors, comenzaron a reunirse secretamente con él y a hacerle partícipe de sus recelos. El Inquisidor puede ser considerado como alguien ambicioso y carente de moral; pero jamás como un débil mental. Y comenzó su contraataque. Lógicamente, Connors fue el centro de sus sospechas; le relevó del cargo y comenzó a retomar las riendas del Instituto, durante demasiado tiempo en poder de su secretario personal. Los asuntos ya no pasaban por el filtro de Connors; llegaban directamente a él, quien personalmente les daba curso. Inició una auténtica criba, ayudado por sus colaboradores, y todo aquel que había mantenido lazos estrechos de colaboración con su antiguo secretario fue inmediatamente destituido, desde Jefes de zona a simples agentes. Pero, evidentemente, no pudieron acabar con todos. La red estaba demasiado bien tejida como para deshilvanarla de un tijeretazo. Yo mismo me salvé milagrosamente, aunque me consta que aún hoy, y pese a todos mis esfuerzos, siguen albergando serias dudas sobre mi lealtad los partidarios del Inquisidor.

    Mientras Mbar hablaba, el padre Mauricio y Connors bebían té, silenciosos y meditabundos, absortos en sus tazas.

    –Y aquí entra usted, y también el padre Mauricio, por supuesto... –Mbar giró su rostro hacia el anciano sacerdote–. Como puede suponer, Su Santidad seguía teniendo información de lo que ocurría en el Instituto, gracias a los pocos leales que aún quedábamos en el organigrama de mandos, y a ciertos enlaces que conseguían la información, bien a través de colaboradores, o bien sonsacándosela de alguna manera a los agentes implicados en las investigaciones...

    Di Stefano miró al padre Mauricio justo en el instante en que Mbar colocaba sus manos sobre las del anciano y le cuchicheaba algo al oído que los otros dos presentes no acertaron a entender.

    –Pero la información era cada vez más restringida e irrelevante. Nuevamente la Iglesia había perdido el control del Instituto; y era de suponer que jamás lo volvería a conseguir, no al menos por el mismo camino que anteriormente se había seguido. Su Santidad se encontraba verdaderamente preocupado; en Roma se pensaba en la más que pronta segregación del Instituto, avalada por un Inquisidor más rencoroso e iracundo que nunca. Para tener una amplia visión de conjunto del problema, no debemos olvidarnos de un detalle: la Iglesia pervive, principalmente, de los recursos que el Instituto genera. El Papa, obligado por las circunstancias, comenzó a encabezar abiertamente la reconquista. Creó la Sociedad, asociación clandestina que en teoría debía de servir de punto de encuentro entre miembros de diversas religiones; pero, fundamentalmente, como un método inocente de traspasar información entre agentes y colaboradores leales, una suerte de foro de rumores donde se podía extraer valiosa información de personajes, sin duda ridículos, pero al fin y al cabo preocupados por el mundo carente de fe en el que vivían. Como es de suponer, el Instituto estaba demasiado ocupado en sus luchas intestinas y externas, y en sus investigaciones, como para prestar atención a las periódicas reuniones de entusiastas de un pasado donde el misticismo se imponía al progreso. Y la Sociedad, poco a poco, fue cumpliendo sus cometidos, padre Di Stefano, aunque usted creyera que no era así. Roma comenzó a tener información de primera mano, procedente de todos los medios imaginables, sobre las oscuras intenciones del Instituto y de su Inquisidor; así como de las investigaciones que se llevaban a cabo por parte del gobierno. Mientras, los dos Jefes de zona que quedábamos leales a la Iglesia iniciamos la búsqueda de personal operativo, indispensable en cualquier tipo de combate. Aprendimos rápido la lección: no se puede luchar solamente desde los despachos. Encargué al padre Mauricio, uno de nuestros enlaces más valiosos, la misión de elegir entre los agentes de mi zona a aquellos cuya vinculación, moral, afectiva o incluso meramente profesional, a la Iglesia fuera indudable. Ahí aparece usted, Di Stefano. Su pertenencia desinteresada a la Sociedad nos sacó de dudas. Y créame: usted fue uno de los pocos agentes realmente válidos que pudimos encontrar.

    El padre Mauricio miró a Di Stefano y asintió despacio, afectuosa pero firmemente, igual que un padre a su hijo cuando le dice que Papá Noel no existe y éste se niega a creerlo. Di Stefano soslayó una sonrisa cargada de amarga ironía.

    –Hicimos balance del personal adherido a nuestra causa. En cuanto a agentes, contábamos más bien con pocos; pero eso sí, con los que podían ser considerados los más eficientes, los mejores. Establecimos nuestras posibilidades: teníamos a nuestro favor el factor sorpresa, nadie en la actual cúpula del Instituto intuía que la Iglesia seguía manteniendo agentes a tan gran escala. Pero no teníamos nada más. Nuestra misión era crecer y esperar. Hasta que los acontecimientos se precipitaron y tuvimos que intervenir.

    Mbar sorbió otro trago de su taza de té. Arrugó el rostro al comprobar que se encontraba frío y dejó la taza sobre la mesa con rudeza.

    –Ni yo mismo estaba al tanto, pero en el centro del Instituto de mi propia zona, en Lagos, se estaba llevando a cabo el más ambicioso de cuantos proyectos había generado el Instituto. He de reconocerlo: me enteré tarde y mal; cuando quise poner remedio al asunto, habían trasladado el centro por orden directa del Inquisidor. Unicamente contábamos con noticias que creaban cada vez más incertidumbre y desasosiego, ya sabe usted, Heinz y sus malsanas investigaciones. Moví todos los hilos posibles para intentar conocer el lugar exacto donde habían trasladado el material. Fue imposible. A todos los efectos, no había existido traslado, ni Heinz había estado jamás en Lagos. En esa circunstancia, lo único que se podía hacer era colocar a alguien tras la pista del asunto, a alguien verdaderamente capacitado, que dispusiera todo su empeño y conocimientos en el asunto. Usted, Di Stefano. Así que le mandamos los primeros comunicados para ponerle en antecedentes. No se extrañe de que en la entrevista que mantuvo con el padre Mauricio después de recibir el primer mensaje éste no supiera nada del tema: aún no estaba informado de la forma en que le pondríamos sobre la pista. Continuamos con los mensajes, instándole a ponerse en movimiento. Siempre ha dado muestras de su efectividad, Di Stefano, y en esta ocasión no fue menor. Visitó a Serrano y de éste extrajo la primera parte de la información que queríamos. El destino de Heinz y el material era Aris. El siguiente paso fue sencillo: basándome en su implicación en la Sociedad, procedí a su fulminante destitución, asunto por el cual, debo decir, fui elogiado por el Inquisidor. Ahora estaba usted libre para moverse por donde quisiera. Conociéndole como le conoce el padre Mauricio, sabíamos que no iba a caer usted en una fase de indolencia o depresión, si no al contrario: trataría por todos los medios de aclarar el asunto. Como usted bien recordará, mi discurso de despedida dejó entrever muchas posibilidades... Pero aún así, nos hacía falta darle el impulso definitivo, el acicate final que le empujara a la misión con más diligencia si cabe. Creemos que la falsa retención del padre Mauricio lo supuso. A través de él íbamos dándole la información necesaria para facilitarle la tarea. Las escasa confidencias que pude conseguir fueron la dirección de Collins y poco más. Demasiado poco para empezar. Pero sí que podía servir para ir abriéndole el camino.

    Mbar entrelazó sus dedos, colocó con suavidad las manos sobre la mesa, y clavó su mirada en los ojos de Di Stefano, en un gesto de sobra conocido por él. Había terminado su parlamento y ahora se disponía a escucharle, esperando tanta sinceridad como la que había demostrado. El asunto tenía unas implicaciones que Di Stefano en ningún momento llegó a imaginar; le llegaba el turno de demostrar que no había sido un error el hecho de que hubieran depositado su confianza en su profesionalidad. No era el momento de recriminaciones infantiles; todo lo que pensó decirle al padre Mauricio podría esperar, o incluso olvidarse. En cierto modo, le conmovió que dos altos cargos del Instituto le hubiesen elegido para llevar a cabo la misión, así como el hecho de que, personalmente, se desplazaran hasta Aris para ponerle al corriente del asunto. Una deferencia que jamás habían tenido con él en todos los años de servicio y dedicación. Pese a ello, en su mente saltó un resorte que le indicaba que lo mejor sería tomarse un tiempo para meditar en el asunto; le habían utilizado de un modo deliberadamente cruel, y ahora esperaban que se comportase con la debida obediencia de un agente del Instituto, algo que Di Stefano ya no era... o tal vez, no quería volver a ser. Aún así, su personalidad, entrenada para no albergar dudas más allá de las inevitables en un momento como éste, le impulsó a ponerles al corriente de todas sus averiguaciones. Nunca le habían consultado al respecto, pero si lo hubieran hecho en su momento, habría sido el primero en enterarse de que pertenecía al bando de los leales a la Iglesia. Sopesándolo fríamente, todo el esfuerzo realizado no debía ser echado por tierra por una simple cuestión de tiempo.


    Episodio 14
    La conferencia


    Ha podido cometer un gravísimo error, padre Mbar. Yo podría trabajar para el Inquisidor y llevarles a un fracaso seguro, o negarme a proporcionarles la información que necesitan. Sus deducciones están basadas en la más pura lógica, pero las veo rodeadas de simple intuición. Confiar una misión tan importante basándose en especulaciones personales es un pecado de soberbia.



    –Admito su pequeña venganza, Di Stefano –contestó Mbar–, pero usted y todos nosotros sabemos que no es así. Lo mejor para la misión era mantenerle dispuesto e ignorante. No se me escapa que pensará que le hemos utilizado... analice la situación y extraiga sus propias conclusiones.
    –Gracias –le cortó secamente Di Stefano– por seguir guiando mis actos, pero no es necesario. Aunque podría comenzar una larga lista de recriminaciones, que ustedes deberían escuchar les gustasen o no, prefiero omitirlas.
    –Tal vez deberíamos disculparnos formalmente con el padre Di Stefano –intervino Connors–. Comprendo su malestar...
    –Olvídelo. Estoy por encima de perdones y excusas. Ahora les diré todo cuánto se. Por mi parte, hagan con la información lo que estimen oportuno. Como bien me he dado cuenta, mis opiniones personales están totalmente fuera de lugar.

    Di Stefano giró su rostro hacia el padre Mauricio, que agachó la cabeza en el momento en que sus miradas se iban a encontrar. Mbar se echó hacia atrás en su asiento, en lo que parecía una muestra de impaciencia. Iba a decir algo, pero en el último momento prefirió guardar silencio. Di Stefano sonrió satisfecho.

    –Lo cierto es que no sé a ciencia cierta dónde se encuentra el centro de investigación... –dejó las palabras flotando en el aire, mientras se solazaba viendo la expresión mezcla de asombro y pánico que se dibujó en los rostros de los tres religiosos–. No he tenido tiempo de hacer una comprobación visual, como se me sugirió. Aunque intuyo dónde se puede encontrar.

    Mbar intervino con rapidez, enseñando sus dientes en una mueca perruna y amenazadora que a Di Stefano le pareció desproporcionada.

    –¿Intuición, dice? Creo que no alcanza a comprender la magnitud del asunto...
    –La misma intuición que usted demostró tener en mi caso, Mbar –le cortó secamente Di Stefano. Estaba omitiendo deliberadamente todos los tratamientos mayestáticos. Aunque no sabía bien porqué lo hacía, disfrutaba con ello–. Al menos desde mi punto de vista. Existe un lugar, en el desierto de Fenai, que seguramente sea el que buscan. Un viaje hasta allí puede ser penoso, pero seguramente fructífero.
    –¿En el desierto de Fenai? –preguntó ásperamente Mbar–. ¿Y puede saberse cómo ha llegado usted a esa deducción? Como comprenderá, no nos vamos a aventurar por una simple intuición.
    –Dado que no se trata de una misión oficial, no creo que tenga la obligación de realizar un informe exhaustivo sobre mis fuentes de información –contestó con frialdad, intentando no dejarse arrastrar por la soberbia o el orgullo–. Ustedes pueden hacer lo que les plazca. Desierto de Fenai, a unos tres mil kilómetros al sur de Danai. Por mi parte, la conversación, y la misión, han terminado. Buenas noches.

    Se levantó de su silla, se giró, y se encaminó con paso rápido hacia la puerta de salida. Antes de llegar a ella, oyó la voz autoritaria y a la vez sugestiva de Connors.

    –Por favor, padre Di Stefano, se lo ruego. Vuelva a sentarse.

    Había algo en su tono que hizo que Di Stefano se diera la vuelta, una especie de llamada para iniciados a la que le era imposible sustraerse. Connors, en pie, le miraba con ojos vidriosos, la cabeza un tanto agachada, las manos caídas a los lados, en una actitud suplicante de desamparo.

    –La Iglesia está en el momento más crucial de su larga historia. Debe perdonar al padre Mbar; está sometido a una gran tensión. Siéntese, se lo ruego.

    Di Stefano pensó que nada perdía por volver a la conversación, si no al contrario: no quería reconocerlo abiertamente, pero disfrutaba en aquella situación imposible en la que sus superiores le llegaban a rogar. Se encogió ostensiblemente de hombros y tomó asiento.

    –A partir de ahora seré yo mismo quien le formule las preguntas, padre Di Stefano –se dirigió a él Connors, portando la sonrisa más diplomática que era capaz de conseguir–. El tiempo es fundamental; por tal motivo, el padre Mbar muestra su impaciencia.

    Mbar le miró y agachó la cabeza, en lo que fue la primera petición de perdón que Di Stefano le viera.

    –El padre Mbar le ha preguntado, sin mucho tacto por su parte, por qué cree usted que allí se encuentra el centro de investigación... ¿Sería tan amable de explicárnoslo?
    –Antes me tienen que explicar ustedes algunos puntos del relato de Mbar que siguen permaneciendo oscuros –comenzó a juguetear con su jarra de cerveza, moviéndola de un lado para otro–. ¿Por qué me pusieron tras la pista de Collins? Mbar ha dicho que fue la única información que pudo conseguir... ¿por qué y con qué fin?

    Connors tomó aire, miró a Mbar, y suspiró profundamente.

    –Cuando nos enteramos de que el destino del centro de Lagos era Aris, lo primero que hicimos fue comprobar los aliados que el Inquisidor tiene en este planeta; nos consta que el antiguo centro de experimentación del Instituto en Aris había dejado de existir, pues yo mismo di la orden en mi etapa de secretario personal. Aris es un planeta demasiado alejado para poder controlarlo desde la Tierra... lo mejor era desmantelar el centro y evitar males en el futuro. Sabemos que el Instituto nunca volvió a financiar un nuevo centro; la inversión requerida habría escapado al secretismo de la administración. Antes le ha mencionado Mbar que el Inquisidor tiene aliados fuera del Instituto; en ocasiones se trata de particulares, personajes vinculados al Inquisidor de una forma u otra; en otras ocasiones son asociaciones, congregaciones seglares con diversos objetivos. Habitualmente, este tema no pasa de ser contemplado como mera política religiosa. Conocíamos la existencia en Aris de una poderosa y centenaria asociación seglar presidida por Collins que, desde un primer momento, se alió con el Inquisidor. Debo reconocer que la pista era un tanto vaga, pero era lo único que teníamos para empezar. Al parecer, tal asociación se dedica a costear misiones de evangelización en los territorios más inexplorados de Aris. La mayor parte del planeta fue colonizado por orientales; la pretensión de la asociación estaba dentro de la más absoluta legalidad. La Iglesia cuenta con muchas asociaciones de este tipo, así que no le dimos la importancia debida en su momento... aunque no nos pasó desapercibido su poder. Al saber que en Aris había un nuevo centro de experimentación, establecimos la posible conexión. La Agrupación Católica de Aris cuenta con capital suficiente como para llegar a ser el más importante apoyo del Inquisidor. Y su capital es el único extraoficial de que dispone para crear un centro de experimentación, en Aris, o en cualquier otra parte.

    Terminó de hablar y clavó su mirada en Di Stefano. Este permanecía meditabundo, el ceño fruncido. A Connors no le pasó desapercibido su gesto.

    –¿Ocurre algo? ¿Hay algo ahora que no haya comprendido bien?
    –No –contestó Di Stefano–. He entendido perfectamente sus palabras. Pero uno de los dos, usted o yo, está equivocado.

    Los tres religiosos miraron al unísono a Di Stefano, asombrados y expectantes.

    –¿A qué se refiere concretamente? –preguntó Connors–. Dudo que nos hayamos podido equivocar en algún aspecto relevante.
    –Relevante y fundamental –respondió Di Stefano–. Desconozco a qué se refiere usted cuando menciona a la Agrupación Católica de Aris... no me consta que esa asociación exista o que esté involucrada en este asunto.
    –Entonces... ¿no le ha servido a usted la información que le trajimos a través de Víctor? ¿Acaso Collins está fuera de toda sospecha?
    –No he dicho tal cosa... –Di Stefano escupió las palabras mientras sonreía sardónicamente–. Por supuesto que está involucrado. Pero no como miembro de la Agrupación católica... si no como jefe de otra sociedad, se me antoja que mucho más poderosa y con más recursos.
    –¿Otra sociedad? –preguntó Mbar, que había cambiado su actitud prepotente y colérica por otra definitivamente más humilde–. ¿Cómo puede ser?
    –Eso deberían saberlo ustedes... –replicó Di Stefano–. Me pusieron sobre la pista, aunque dieron con ella de pura casualidad. ¿Les suena de algo el nombre de Antigua Compañía de la Rosa?

    Mbar quedó con la boca cómicamente abierta en una mueca de desconcierto, Connors separó tanto los párpados que casi se les salen los ojos de sus órbitas, el padre Mauricio aferró con firmeza el brazo de Mbar. Las palabras de un simple agente habían causado enorme estupor en aquellos hombres que parecían saberlo todo, en los marionetistas que dirigían hábilmente los hilos desde detrás del escenario. Di Stefano se sintió satisfecho: sin pretenderlo, se estaba tomando la revancha. Sin soberbia, sin rencor. La información es poder; ahora empezaba a disfrutar con esta máxima.

    –No puede ser... –balbuceó Connors–. Dejó de existir hace décadas... Yo mismo, en mi etapa de secretario del Inquisidor, me cercioré de que había pasado a la historia...
    –No acierto a comprender la causa de su asombro, pero le puedo asegurar que sigue existiendo –continuó Di Stefano–. Y, ciertamente, es poderosa y temible; al menos eso deduzco.
    –¿Poderosa y temible? –estalló Mbar–. Es algo más que eso...

    Dejó las palabras en el aire y se tapó el rostro con las manos, acaso incapaz de seguir hablando.

    –¿Y cómo ha llegado usted a saber de su existencia? –inquirió Connors–. Nosotros desconocíamos que perviviera la Compañía, incluso la vinculación que en un pasado hubiera tenido Collins con ella...
    –Han debido de estar muy ocupados en sus intrigas –contestó Di Stefano desafiante–. Incluso consta en el registro mercantil de Pálasti.
    –¿Y tiene un centro de experimentación en el desierto de Fenai? –preguntó nervioso Mbar. Según terminó de hablar, se arrepintió de haber planteado una pregunta de la cual ya conocía la respuesta. Agachó la cabeza para no ver la expresión de triunfo de Di Stefano.
    –Ya se lo he dicho antes: eso creo. Al menos, se trata de la sede de la compañía. Trasladaron con el mayor sigilo desde una nave industrial de Pálasti (su antigua sede) todo su material hasta allí. Y, al parecer, es una institución que trabaja en la más absoluta de las reservas...

    Mbar, Connors y el padre Mauricio se miraron en silencio durante unos instantes, ceñudos y graves.

    –Me podrían explicar el porqué de sus temores... –intervino Di Stefano.
    –Lo haremos, padre Di Stefano –le cortó Connors con resolución. Parecía haberse rehecho internamente y volvió a sonreír–. Pero será de camino hacia el desierto de Fenai.
    –¿Cómo dice? –preguntó Di Stefano, haciéndose pasar por excesivamente asombrado–. Ya lo he dejado muy claro antes: por mi parte, la misión ha terminado. No iré a ninguna parte.
    –No tenemos tiempo para perderlo en discusiones –le interpeló Mbar, al que le temblaban levemente los labios–. Es usted un agente del Instituto y nos debe obediencia.
    –Se equivoca. Usted mismo me cesó. ¿No recuerda?
    –Desde este momento queda anulada aquella orden. Vuelve usted al servicio.

    Por la mente de Di Stefano pasó rápida una idea. Habló sin acabar de desarrollarla, sin pararse a pensar en la implicación de lo que iba a decir.

    –Ahora soy yo quien no quiere volver, Mbar. Olvídese de mi. Utilice a alguno de los agentes que le son leales, o vaya usted mismo. No pretenda hacerme creer que soy tan importante.

    Connors elevó su mirada al techo del salón, como si buscase la ayuda divina. Su voz meliflua pareció llegarle a Di Stefano desde todos los rincones de la estancia a la vez.

    –Es usted libre de hacer lo que quiera, Di Stefano. Pero no olvide algo que le he dicho antes: la Iglesia está en peligro, en grave peligro. Si no es como agente del Instituto, ayúdenos como cristiano. No tenemos tiempo que perder, y usted es un hombre muy valioso. Sólo disponemos de otro agente más en Aris, y su eficacia no puede ser comparada con la de usted. Nosotros somos demasiado viejos para aventuras como ésta... nos encargaremos de dar el final merecido al centro de investigación. Tenemos trabajo que cumplir: tenerlo todo previsto a la espera de la confirmación de sus sospechas.
    –No estoy interesado en sus quehaceres –replicó Di Stefano. Se sintió soberbio y un tanto desagradecido, aunque no sabría explicar porqué–. Y espero que tampoco ustedes se interesen por los míos.
    –Pero acabas de decir que abandonas el servicio –intervino el padre Mauricio, con un tono de voz neutro y desganado que Di Stefano jamás le había oído antes–. Necesitarás capital para establecerte donde prefieras. Estamos dispuestos a ayudarte en tu nueva etapa con dos millones de geas.

    Mbar y Connors se giraron hacia el padre Mauricio y asintieron a la par, sin sorpresa, dando la impresión de estar representando una posibilidad de la función previamente ensayada, un acto final previsible y planificado. Di Stefano obvió la extrañeza que le causó oír aquellas palabras y miró fijamente al rostro del viejo sacerdote; en una milésima de segundo, en una infinitamente pequeña fracción de tiempo, creyó percibir el leve aleteo de la súplica dibujado en sus rasgos, y tal vez el chispazo de una mirada de complicidad. Era improbable que alguien que le conociera, como el padre Mauricio había demostrado, participase tan activamente en aquel burdo intento de hacerle rebajar a la categoría de simple mercenario, de comprar una fidelidad hasta pocos días antes indudable. Una maniobra tan absurda no podía por menos que esconder una intención: el padre Mauricio le rogaba que no se desvinculase de ningún modo del asunto, aún a costa –o, tal vez, con esa intención– de que sus superiores creyeran que la vinculación de Di Stefano era puramente monetaria, alejada de cualquier tipo de lealtad, meramente profesional. Estuvo tentado de echarse a reír, de decirles que sí, que lo haría por amor a la Iglesia; llegó a pensar que ya se había extralimitado más que suficiente en su revancha, había conseguido llevar el asunto desde el halago a la súplica: estaba satisfecho. Pero, aún así, algo propio, algo que le pertenecía, le traicionó. Se sintió extraño y sorprendido al oírse decir:

    –Que sean cuatro. Solamente por acompañarles hasta el centro. Una vez allí, me desvincularé totalmente del asunto.

    Connors redondeó su rostro en una sonrisa extraña, sin alma.

    –Que así sea –sentenció solemne.


    Episodio 15
    De continente a continente


    Al igual que el Océano Exterior, el Desierto Central de Fenai sigue estando, aún hoy, prácticamente inexplorado. Unicamente un par de expediciones científicas se han aventurado a ir más allá del círculo de asentamientos humanos que lo rodean, formando el llamado Anillo de Poblaciones del Desierto. Estas pequeñas ciudades, aldeas en su mayoría, viven de espaldas a él, volcados todos sus recursos y expectativas hacia las poblaciones costeras, por lo que se puede decir que poco o nada conocen del desierto que se abre ante ellas. Contrastando los informes de las expediciones con los datos obtenidos desde órbita planetaria, podemos hacernos a la idea de que el desierto realmente reviste poco interés, aunque se han hallado algunas variedades de endemismos animales que están aún por catalogar...
    A. Bogossian. Breve Geográfica de Aris.


    Extracto de una entrevista al gobernador de Fenai publicada el 22 de agosto de 214 en El Correo Exterior.
    –Algunos geógrafos y científicos siguen preguntándose cómo es posible que, en la era de la navegación interestelar, sigan habiendo lugares como el Desierto Central. ¿Puede contestarnos a esa pregunta?
    –Es muy sencillo. El nuestro es un planeta de recursos ciertamente limitados, y hemos desarrollado un modo de vida eminentemente práctico. No nos gusta perder nuestro tiempo ni nuestro esfuerzo en empresas que sabemos de antemano no van a reportar ningún beneficio. Con las cartas que se han establecido sobre el lugar nos es suficiente para saber que carece de interés.
    –Pero estará conmigo en que no deja de ser curioso...
    –El Gobierno de Fenai tiene suficientes problemas que resolver como para dar prioridad a una exploración a fondo del desierto... Además, creo recordar que alguna expedición de científicos terrestres lo investigó hace algunos años, sin que sus resultados estuvieran a la par del dinero y del esfuerzo invertido. De cualquier modo, invito personalmente a hacerlo a aquél que quiera financiar con su propio capital la empresa.
    – Señor gobernador... ¿Qué nos puede decir sobre la cesión gratuita de terreno que está haciendo el Gobierno de Fenai? ¿A qué obedece concretamente esta política?
    –Se trata de territorios adyacentes a las poblaciones. Simplemente es una forma de irle ganando terreno al desierto. Nuestra intención es hacer el anillo de poblaciones cada vez más estrecho, aunque sabemos que nunca llegará a cerrarse por completo.
    –Permítame la pregunta, señor gobernador. Si la zona carece totalmente de interés... ¿Quién puede querer una parcela donde sólo hay arena?
    –No es de nuestra incumbencia. Los propietarios pagan la infraestructura hidráulica y todos los gastos derivados de la explotación del terreno. El Gobierno únicamente les cede el desierto. Y, aunque a algún científico no se lo parezca, eso es algo mucho más importante que la exploración: es civilización.



    El padre Mauricio miraba intranquilo hacia el exterior a través de un cristal empañado y sucio del pasillo principal del aeropuerto de Pálasti, intentando localizar a Di Stefano entre el marasmo de vehículos y personas que casi colapsaban los accesos. Su acompañante, un hombre joven de figura esbelta, impecable traje negro, y rostro severo, consultaba con exactitud milimétrica su reloj de pulsera cada tres minutos, para después levantar nuevamente la mirada y clavar sus ojos negros y rasgados en la nuca del sacerdote. Aferraba firmemente una maleta de metal; se podía notar la presión que su mano ejercía sobre el asa en sus nudillos tensos y enrojecidos.



    Mientras tanto, Di Stefano les observaba desde un pasillo superior, sentado en la terraza de una cafetería, protegido de sus posibles miradas tras el follaje denso de un ficus. Sorbía café lentamente sin dejar de mirar al desconocido de la maleta, intentando reconocerle. Nada sabía de él: únicamente podía suponer que era uno de los agentes aliados a la causa de Mbar. No lograba encontrar un motivo para que sus superiores, ya que se había comprometido a ayudarles, le impusieran la presencia tanto del padre Mauricio como de aquel tipo; pero se había propuesto no intentar descifrar los tortuosos caminos que parecían seguir las ideas de los jefes del Instituto: cualquier intento acababa en el desaliento. Sintió una especie de resquemor, una extraña sensación de desasosiego, al observar la silueta alta y grave de su nuevo compañero, la conocida y fría estampa de un profesional entrenado, serio, ordenado, carente de dudas; alguien que lleva a cabo cualquier mandato sin ningún tipo de titubeo ni de escrúpulo moral. Mirarle, en cierto modo, era como verse reflejado en un espejo.

    Consultó la tabla de salidas y se percató de que quedaban apenas cinco minutos para que partiera el vuelo que les llevaría hasta Danai en el continente Fenai. Se levantó de su asiento y, con un chasquido de los dedos, ordenó al mozo de maletas que esperaba en pie frente a él que le acompañara con su equipaje. Caminó al encuentro de sus dos acompañantes desde detrás de donde éstos se encontraban, mientras miraban aún el exterior de la puerta de acceso al recinto. Diez metros antes de que llegara, el acompañante del padre Mauricio se giró, tan rápidamente, que parecía que lo había hecho sin movimiento, como si tuviera la capacidad de pasar de una posición a otra sin accionar ni un sólo músculo, y permaneció hierático, mirándole con ojos fríos e inescrutables. El padre Mauricio dejó de mirar a través del ventanal y se volvió con gesto preocupado. Se encontró a los dos agentes observándose frente a frente.

    –Vámonos.

    Echó a andar resuelto, cruzando a través de la red de miradas de los dos agentes. No tuvo necesidad de decir nada más; Di Stefano despidió al mozo y agarró el carro porta equipajes; el otro agente le dejó que se colocara tras el padre Mauricio y cerró la comitiva en silencio. El ritmo que imprimió a su caminar tuvo sus frutos: apenas un minuto después se encontraban frente al terminal que correspondía a su vuelo. Pasaron los sucintos controles policiales y, siguiendo un pasillo que parecía a medio construir, salieron al exterior lluvioso y gris. La nave que les correspondía esperaba frente a ellos, a unos treinta metros, posada su herrumbrosa estructura sobre un enorme charco que parecía cubrir toda la zona de pistas de despegue y aterrizaje. Di Stefano miró aquel antediluviano aparato, intentando encontrar en su memoria alguna imagen ya enterrada de sus enciclopedias infantiles de navegación que le fuera al menos parecida. Pero aquella gigantesca pera que sudaba óxido por sus juntas, con dos ridículas alitas a los lados, se escapó a sus intenciones, y pasó desde ese momento a engrosar la larga lista de fenómenos de aquel planeta insólito.

    –Rápido. Deben de estar esperando para partir por culpa nuestra. Deja el equipaje a estos señores...–le indicó el padre Mauricio, adelantando su mentón hacia unos operarios que llenaban de maletas la panza de la nave–. Nosotros ya facturamos el equipaje antes.

    Subieron por una escalera metálica móvil hasta la puerta de acceso de pasajeros, donde una sonriente azafata les esperaba.

    –Bienvenidos a bordo, caballeros. Por el pasillo de la derecha encontrarán sus asientos.

    Tomaron el camino indicado. Fueron a dar a una sala de considerables dimensiones, con al menos doscientos sillones dispuestos en hileras a ambos lados de un pasillo central. La estructura exterior engañaba: jamás pudieron imaginar que el interior de la nave fuera de tal volumen. Encontraron sus asientos; ocupaban el lateral de una hilera, junto a una ventanilla.

    –No parece que tengan muchos pasajeros los vuelos intercontinentales en Aris...–comentó Di Stefano mientras echaba una ojeada a la sala, donde apenas se encontraban una decena de personas.

    Tomaron asiento. El acompañante del padre Mauricio eligió el más alejado de la ventanilla; tuvo que hacer varios intentos, pero al final consiguió sentarse sin soltar el asa de la maleta, que descansó sobre la butaca adosada a la suya, que se encontraba vacía.

    –Bien –habló el padre Mauricio, que ocupaba el asiento intermedio entre los dos agentes–, ya que hemos iniciado el viaje, propongo que comencemos por las presentaciones. Padre Di Stefano, el padre Tanaka, agente, como usted, del Instituto.

    El aludido inclinó la cabeza, en un movimiento rápido que podía haberle pasado desapercibido a Di Stefano de no haber estado atento. Contestó de igual modo a su saludo.

    –No tenía el placer de conocerle...
    –No es de tu zona –se apresuró a contestar el padre Mauricio–. Pertenece a la Jefatura de Oriente.
    –Oriente...–masculló pensativo–. Muy bien... pero quisiera saber algo. ¿Por qué tiene que venir con nosotros?

    El padre Mauricio contestó con voz dubitativa.

    –No, bueno, cosas de Mbar, ya sabes. Cree oportuno que la misión sea realizada por tres personas. Viene en calidad de apoyo.
    –¿Apoyo? ¿Para una misión de esta índole?

    Tanaka, que había permanecido silencioso y en apariencia ausente, giró su rostro hacia Di Stefano. Su voz, libre de acentos, sonó cavernosa y un tanto espectral.

    –¿Acaso le parece una decisión poco afortunada? ¿Se atreve a cuestionar una orden de su jefe de zona?

    Di Stefano le contestó, evitando que sus miradas se cruzasen.

    –Veo que desconoce la naturaleza de mi relación con el Instituto. En estos momentos, carezco de jefes. Y no me parece desacertada esa decisión; la considero simplemente innecesaria.
    –Ya... –murmuró Tanaka–. Usted no admite órdenes... pero trabaja para el Instituto. Así que debe cumplir con quienes le pagan.
    –Paz, paz, señores –intervino el padre Mauricio–. Sea como fuere, estamos los tres aquí con un objetivo que cumplir; dejemos de lado las consideraciones personales.

    Di Stefano se volvió y miró a través de la ventanilla. Por la escalera de subida al aparato ascendían una docena de personas, con apariencia de ejecutivos en su mayoría. Consultó su reloj: el vuelo ya tendría que haberse iniciado. El padre Mauricio se incorporó en su asiento y miró por encima del hombro de Di Stefano. Era un amante compulsivo de la puntualidad, y aquella mañana le habían hecho esperar en dos ocasiones

    –Señorita –interpeló a una azafata que cruzaba el pasillo–. ¿Por qué no hemos despegado ya?

    La azafata, una bellísima muchacha de rasgos orientales y cráneo pelado, le miró como si le hubiese formulado una pregunta de imposible respuesta.

    –Pasan apenas unos minutos, caballero. No se preocupe, enseguida partimos.
    –¿Qué quiere decir con enseguida? –le preguntó el padre Mauricio–. Veo que siguen subiendo pasajeros.
    –Por supuesto, señor, y bastantes más tendrán que hacerlo hasta que partamos. Aún falta por llegar más de la mitad del pasaje.
    –¿Más de la mitad? ¿Fuera de tiempo? ¡Qué falta de seriedad!
    –¿Fuera de tiempo? –le preguntó extrañada la azafata–. ¿Falta de seriedad? Tranquilícese. No veo qué importancia pueden tener unos minutos de demora en un vuelo intercontinental. Lo importante es que lleguemos a la hora prevista. Si me disculpa...

    Desapareció con una sonrisa pasillo adelante. Di Stefano pensó que el padre Mauricio acababa de llegar de la civilizada y perfecta Tierra y aún no se había acostumbrado al peculiar modo de ver la vida de Aris. Sonrió. En eso él estaba por delante; era el veterano.

    Bajo la aeronave se extendía, como una interminable e informe nube de vapor, el vacío gris del Mar Interior. Di Stefano, incómodo en su asiento, hacía tiempo que había desistido de procurar dormir al no haber encontrado la postura idónea tras múltiples intentos, y contemplaba, la cabeza ladeada apoyada lánguidamente en su mano, el melancólico y monótono panorama que se abría tras la ventanilla. De vez en cuando miraba de reojo a Tanaka, que dormitaba ajeno a las incomodidades y los ruidos sin aflojar la presión que su mano ejercía en el asa de la maleta, la postura inverosímilmente rígida y la frente elevada. A su lado el padre Mauricio, los ojos cerrados, imprimía un vaivén neumático a su abdomen con su respiración cadenciosa de anciano dormido. Como si estuviera pendiente de las pretensiones y evoluciones más íntimas de Di Stefano el viejo sacerdote se levantó, estiró las piernas, y se apretó con ambas manos los muslos adormilados; abrió después los ojos de súbito y le miró fijamente. Giró hacia su izquierda casi imperceptiblemente la cabeza, en dirección al adormilado Tanaka, y se irguió, mientras agarraba del brazo a Di Stefano con una presión leve pero incontestable. Sin encontrar oposición abrió la marcha por el pasillo de la sala. Este, sintiendo el apretón de la conocida mano amiga, caminaba a su lado dócilmente. Al llegar al final del pasillo, donde el suelo se elevaba formando una rampa hacia el nivel superior, el padre Mauricio se volvió.

    –Vayamos a comer algo. Quiero hablar contigo a solas.

    Subieron en silencio hasta que toparon al final de la rampa con el restaurante, un recinto diáfano rodeado de amplios ventanales curvos que formaban parte de la estructura externa de la nave. Varias decenas de mesas se esparcían por la sala; se encaminaron hacia una que estaba desocupada. El padre Mauricio no esperó a estar sentado: antes de llegar a posarse en su silla, formuló la pregunta.

    – ¿Qué opinas de Tanaka?
    – ¿Tanaka? –Preguntó haciéndose el distraído Di Stefano–. ¿De eso quería hablar conmigo?

    El viejo sacerdote asintió con la cabeza como única respuesta. Di Stefano prefirió contraatacar.

    –¿Por qué no me pregunta mejor qué opino de todo esto?
    – Ya conoces mi postura –contestó con un suspiro profundo–; quiero que me acompañes en esta misión a toda costa. Yo más que nadie confío en tus posibilidades... –permaneció silencioso y enigmático–, si llegase el momento de emplearlas, por supuesto. Ha sido algo instintivo, no me preguntes porqué lo hago. Simplemente siento que te necesito. Hay algo que no me termina de gustar en todo este asunto. En cuanto a Tanaka... no acabo de centrarle. Supuse que sabrías algo más que yo sobre él. Es por cosas como ésta que te rogué que vinieras. No me conoces como profesional... te diré que me gusta caminar siempre sobre seguro.

    Di Stefano se pellizcó el mentón y sonrió amargamente.

    –¿Me quiere decir que no sabe concretamente a qué obedece la asignación de Tanaka a esta misión?
    –No –contestó rotundo–. Unicamente sé que fue una decisión personal de Connors. Al parecer creyó oportuno su concurso... en aras, por supuesto, del éxito de la misión.

    Algo parecido al asombro se dibujó en el rostro de Di Stefano. Estudió con detenimiento al padre Mauricio mientras éste llamaba la atención de un camarero levantando el brazo ostensiblemente. Esperó a que terminara con su gesto para continuar.

    –Bien, he de confesárselo: me encuentro en blanco, no entiendo absolutamente nada. Estoy embarcado en una misión en apariencia sin importancia, por ayudar a alguien a quien consideré mi amigo... mientras éste conspiraba a mis espaldas. Aún así, están dispuestos a pagarme toda una fortuna por ejercer simplemente de guía turístico en el desierto... un desierto que no conozco En un principio usted parece ser uno de los hombres de confianza de Connors y Mbar... para resultar luego un simple subordinado que acepta órdenes sin tan siquiera comentarlas. Y aún pretende que le ponga al corriente de determinados asuntos...

    El padre Mauricio permaneció silencioso, los ojos perdidos en el fondo de su plato vacío, en apariencia desvalido y desarmado. Di Stefano continuó hablando, utilizando el tono más impersonal que pudo encontrar.

    – En cuanto al éxito de la misión... para comprobar si es o no cierto que hay un centro de experimentación en mitad de un desierto no son necesarias tres personas. Con un sólo agente bastaría.
    –Ya...–asintió cansinamente el padre Mauricio–. Eso les he explicado varias veces en Pálasti... pero ellos insistieron en que viniera yo para que la corroboración fuera todo lo precisa que requiere la situación.
    –Eso haría que fueran dos, no tres, los que llevasen a cabo la misión.
    –No insistas –cortó desconocidamente un tajante padre Mauricio–. Te aseguro que la presencia de Tanaka me es tan enigmática como a ti. Veo que no llegaremos a ninguna parte por este camino: ambos desconocemos las respuestas a lo que nos preguntamos mutuamente. Comamos, pues. Acabemos con este asunto cuanto antes.
    –Sí –intervino Di Stefano no muy convencido–. Acabemos de una vez con todo este maldito embrollo.

    Les trajeron una bandeja grande con pescado hervido y hortalizas de variados colores. Se sirvieron y comenzaron a deglutir la comida con desgana, removiendo el contenido de los platos como si tuvieran que encontrar entre los filetes de blanca carne un motivo para tener hambre. Di Stefano miraba de reojo al viejo sacerdote, que había perdido la apariencia de firmeza y seguridad que le viera en la reunión de Pálasti e incluso la alegría habitual que siempre le conociera. Pensó en la posibilidad de que se tratara solamente de otro peón, prescindible y mal informado, como él mismo había sido.

    –Usted se precia de conocerme, y debo decir que es cierto... –dijo Di Stefano, cortando suavemente el silencio– pero yo también creo que le he llegado a conocer, al menos superficialmente. Y creo que hay algo que le preocupa bastante. Aunque no se atreva a decírmelo.

    El padre Mauricio dejó de juguetear con la comida de su plato y depositó sobre éste el tenedor, que produjo un sonido similar al toque de una campanilla. Soltó aire en una bocanada intensa mientras se encogía de hombros.

    –Sí. Hay algo que me preocupa, aunque no sé a ciencia cierta qué es. Se trata más bien de algo que flota en el ambiente... Ya te he dicho antes que me gusta trabajar sobre seguro; no admito situaciones que provoquen dudas. Sin embargo, todo lo que está relacionado con este asunto aparece siempre envuelto en una capa de incertidumbre que me desasosiega. Tal vez sean suposiciones mías, o tal vez la edad. Vete a saber.
    –No solamente a usted le gusta trabajar sobre seguro, padre Mauricio –replicó Di Stefano–. Mejor pase por alto este punto, al parecer tan lleno de consideraciones estrictamente personales, y diga algo concreto.
    –¿Algo concreto?

    Por un momento pareció dudar. Luego, en un chispazo, retomó su actitud arrogante de los últimos tiempos.

    –No sé. La conversación que mantuve con Mbar y Connors no fue precisamente muy intensa. Breve y puntual, sin tiempo a la discusión. Bastante elusiva. Tuvo algo de desconcertante para un colaborador que ha viajado hasta aquí con ellos, y que participa de los conocimientos más profundos sobre todo este proyecto.

    Di Stefano advirtió una sombra pasajera de duda, e incluso pesar, en el rostro del padre Mauricio. Al parecer le estaban pagando con la misma moneda que él había recibido; sabía de sobra que no era para sentirse satisfecho o cómodo. Pero había algo más, aún inclasificable, que revoloteaba sobre el ánimo del viejo sacerdote dejando una huella indeleble y firme. Algo cercano al temor.

    –¿Tanaka? –preguntó de súbito, transformando en una sola palabra todo aquel sentimiento.

    El padre Mauricio elevó la cabeza y clavó sus ojos en él.

    –Manténte alerta.

    Fue su única respuesta.


    Episodio 16
    Danai


    Limpio de nubes, el cielo destellaba una luminosidad hiriente a la que costaba acostumbrarse tras haber pasado de las brumas y la perenne semioscuridad del continente Yamunai. Danai se extendía, desde la altura, como un enorme gajo de color blanco entre el mar azul turquesa que bañaba los bajíos de la bahía y el ocre lejano e indeciso del desierto.



    Con un último e impetuoso impulso, la nave acabó de sobrevolar el Mar Interior. Se deslizó majestuosa sobre de los tejados de la ciudad, dibujando a su paso su sombra de zepelín descomunal y desfigurado, hasta que progresivamente la fue abandonando. Cuando las edificaciones se fueron haciendo más ralas, dejando su lugar a terrenos de cultivo, dio con una península que se adentraba en el mar, solitaria y única, como un cuchillo en el horizonte azul. Se deslizó sobre ella, desde el continente, y pareció que la nave respiraba alegre y deseosa; los motores simularon detenerse por completo y se posó suavemente en la pista del aeropuerto, situado al final de la lengua de tierra. La mayor parte del pasaje se levantó alborozado; algunos incluso aplaudieron entusiasmados la maniobra de aterrizaje (que habían sufrido en el más absoluto silencio) y se abrazaron entre sí. Di Stefano, el padre Mauricio y Tanaka pertenecían indudablemente a la estirpe de los más avezados en los vuelos intercontinentales; junto a una decena de pasajeros más, contemplaron con asombro la vehemente alegría que invadió la sala. Esperaron pacientemente a que la mayoría de los pasajeros abandonaran la nave en bullicioso tropel; tomaron civilizadamente la escalerilla acompañados por las sonrisas de las atentas azafatas.

    Fuera del influjo benefactor del aire climatizado de la nave empezaron a vislumbrar una condición primordial del lugar al cual habían llegado: el calor, el tremendo calor de Danai, de todo el continente Fenai. Antes de llegar a tierra, mientras bajaban serios las escalerillas de la nave, sintieron como si miles de finísimas agujas se clavaran en sus cuerpos. Di Stefano comenzó a sudar visiblemente por su frente. Podían notar a través de las suelas de su calzado el calor que desprendía el firme de las pistas, que parecían a punto de derretirse bajo el peso aplastante de un sol verdaderamente terrible. En silencio, se encaminaron con celeridad hacia el edificio del aeropuerto. Su equipaje ya les estaba esperando, desparramado sobre una cinta transportadora, cuando ellos llegaron. Tanaka sonrió imperceptiblemente y aferró con más fuerza el asa de la maleta.

    –Bien, ya estamos en Danai –comentó retóricamente el padre Mauricio–. Veamos cuál va a ser el primer paso que demos.

    Tanaka se desvió en solitario hacia el otro extremo del largo pasillo del aeropuerto. El padre Mauricio y Di Stefano quedaron mirándose en silencio; éste siguió con paso elástico la estela del agente.

    –¿Puede saberse dónde va? –Le preguntó cuando hubo llegado a su altura.

    Tanaka giró el rostro y le miró con gesto aburrido.

    –¿A usted qué le parece? –musitó en voz baja, los labios entreabiertos en una sonrisa prepotente–. Usted ha sido agente, ¿no es cierto? ¿Qué es lo que tendríamos que hacer ahora?

    Di Stefano prefirió no contestar la pregunta. Sabía de sobra lo que habrían de hacer ahora: alquilar un vehículo aéreo, recabar todos los datos posibles sobre el desierto que se extendía al norte de Danai (planos, rutas comerciales,...), y después, una vez hecho esto, buscar alojamiento para descansar. Si faltaba algo en esa lista, no le iba a dar la oportunidad a Tanaka de restregárselo.

    –Dese la vuelta y vuelva otra vez con nosotros, Tanaka... –le contestó –. Entre los tres hablaremos de ello. Y de otras circunstancias. Tengo entendido que usted forma parte de la misión en calidad únicamente de apoyo. No creo que deba recordarle en qué términos concretos se basa su participación.

    Encogiéndose levemente de hombros, Tanaka volvió sobre sus pasos. Di Stefano le siguió, la vista clavada en el bamboleante maletín metálico. El padre Mauricio, frente a un mostrador, hablaba con un empleado uniformado. Este le devolvía sus credenciales. Las recogió en el momento en que sus dos compañeros ya estaban a su lado.

    –Pasen el control primero, señores –dijo, mirando directamente a Tanaka.

    Depositaron sus documentos y las tarjetas de embarque. Tras el breve escrutinio a que fueron sometidas por el empleado, les fueron devueltas.

    –Vaya, cuánta celeridad –comentó entre jocoso y asombrado Di Stefano–. No parece que nos hallemos en Aris.
    –Está claro que no has estado al tanto de mis últimos movimientos –le contestó divertido el padre Mauricio–. Una pequeña propina obra milagros en este planeta.
    –Aprende rápido... – dijo Di Stefano–. No me cabe ninguna duda: es usted un profesional diligente.
    –Gracias –se inclinó ceremoniosamente el viejo sacerdote–. Y ahora, antes de dar ningún paso más –cambió el tono de voz, un rayo de seriedad cruzó por su rostro– propongo, es más, ordeno, que vayamos a asearnos, cambiarnos de ropa y comer algo. Luego tendremos una breve charla entre los tres, para dejar claro una serie de puntos que, bajo ningún concepto, debemos olvidar.

    Ninguno de los dos contestó. Se encaminaron en silencio por el ahora solitario pasillo hacia la salida del edificio. Si en Pálasti, aunque el tráfico aéreo fuera más bien escaso, precisamente no faltaba actividad en el aeropuerto, en Danai era al contrario. Aparte de ellos mismos y varios de los pasajeros que acababan de llegar en su mismo vuelo, únicamente algunos empleados transitaban por sus vacíos, enormes, y pulidos pasillos. Salieron al exterior; un solitario vehículo esperaba pacientemente la llegada de posibles viajeros. A Di Stefano no le importó perder la protección térmica del edificio con tal de abandonarlo; se había empezado a acostumbrar al constante bullicio de Pálasti y aquella soledad le pareció abrumadora y fría, pese al tórrido calor.

    Los tres entornaron los ojos al acceder a la fogosa claridad y se encaminaron hacia el taxi. Frente a la salida del aeropuerto se extendía un páramo yermo, uniforme y monocromo, recortado por el azul lejano e imposible del mar.

    La noche había caído sobre Danai, y con ella había aparecido una brisa suave y fresca, llena de olores marinos, que parecía haber traído la vida a la ciudad. En cuanto el sol se ocultó en el horizonte tras una súbita y efímera explosión de color, y el cielo se fue tiñendo de azul oscuro, comenzaron a hacerse notar los efectos propios de la actividad: las calles se fueron animando con el bullicio de la gente, el tráfico de vehículos comenzó a hacerse espeso, un ruido afanoso fue ocupando el aire tranquilo y quieto.

    Apoyado indolentemente en la barandilla de la terraza del hotel, situado en una colina no demasiado alta, pero que permitía obtener una panorámica de la ciudad casi completa, Di Stefano había estado observando en silencio el cambio: cómo la solitaria y tórrida ciudad deslumbrantemente blanca que les había recibido unas horas antes se había tornado en un vivo conglomerado de miles de puntos de luz, envuelto en un aire agradable y fragante.

    Una pequeña tropa de camareros había comenzado a colocar mesas y sillas sobre el pavimento aún caliente de la terraza, en silencio, con la diligencia y la rapidez de quien sabe qué tiene que hacer y cómo, sin molestar al viajero que disfrutaba con la visión nocturna de la ciudad. Alguien le tocó en el hombro; al girarse, le sorprendió ver que la anteriormente desierta terraza se encontraba ahora repleta de mobiliario. Una asistenta del hotel, cargada con un cesto de mimbre que portaba flores, se deslizaba entre las mesas dando los últimos retoques a una elaborada decoración; un camarero encendía las velas de unos elaborados candelabros de cristal, que desparramaban una luz líquida y tenue sobre los inmaculados manteles.

    –Venga a la mesa.

    Tanaka había tomado ya el camino de vuelta hacia una mesa situada en uno de los laterales de la terraza; Di Stefano, al clavar la vista en el objetivo final de sus pasos, pudo adivinar la silueta conocida del padre Mauricio, que se encontraba manejando un terminal individual de datos, absorto y empleado, sentado en una de las sillas. La mesa se encontraba rodeada, casi en su totalidad, por unas macetas con pequeñas palmeras y una celosía plagada de flores de colores variados, que Di Stefano no pudo reconocer, otorgándole al pequeño ámbito una intimidad que el padre Mauricio había considerado sin duda necesaria.

    Llegaron y tomaron asiento. El padre Mauricio elevó sus ojos de la pantalla para fijarlos brevemente sobre Di Stefano.

    –Bien, ya estamos todos. Al parecer, la oficina pública de datos de Fenai dispone de tan poca información como nosotros sobre el desierto. Aunque hay que reconocer que los mapas están más actualizados que los nuestros; al menos, las últimas cesiones de terreno a los colonos aparecen reflejadas.

    Desplazó el candelabro de cristal del centro de la mesa, dejando una pequeña superficie despejada. Colocó en su lugar el terminal; giró la pantalla para que pudieran verla Di Stefano y Tanaka.

    –Aunque no me esperaba encontrar en uno de estos planos, por supuesto, la localización exacta del centro –sonrió levemente–, como bien podéis suponer...

    Di Stefano accionó el terminal y consultó con rapidez varios mapas, que fueron apareciendo sucesivamente, sin que apenas se distinguieran unos de otros. Planos escuetos, sin apenas información y puntos de interés, propios de lugares vacíos que poco o nada tenían que decir.

    –Tres mil kilómetros al sur de Danai... –murmuró, más para sí mismo que para los demás–. ¿Qué puede haber cerca de allí?
    –Nada –se apresuró en contestar el padre Mauricio, aún sabiendo que Di Stefano conocía la respuesta, pues tenía frente a sí el plano correspondiente–. Nada.
    –Eso no es totalmente cierto... –intervino Tanaka, dando a sus palabras una entonación irónica–. Dos mil quinientos kilómetros al norte de donde supuestamente se ha de encontrar el centro parece que hay una considerable extensión de desierto colonizado... Indudablemente, una finca colosal. Esa es la única referencia válida.
    –Eso, en apariencia, no nos sirve de nada...
    –¿Y qué nos puede servir? –preguntó suspirando Tanaka–. Buscamos un centro de investigación oculto que ha pasado desapercibido a los más sofisticados radares en todas las comprobaciones aéreas y orbitales, un centro que tampoco sabemos concretamente dónde puede estar. Tres mil kilómetros al sur de Danai... el dato es vago. Absolutamente inútil.

    Miró fijamente a Di Stefano. Este prefirió no darse por aludido y volvió el rostro hacia la pantalla. Indudablemente no entraba dentro de sus planes discutir con Tanaka de la misión... y tal vez de ninguna otra cuestión.

    –Eso suponiendo que sea exactamente a tres mil kilómetros...–continuó Tanaka, que continuaba con su mirada clavada en él–, y exactamente al sur. Puede que esté a dos mil doscientos kilómetros, o a tres mil trescientos, o que haya una ligera variación y no sea al sur, sino más bien al suroeste... Tenemos que cribar medio desierto inexplorado –resopló con furia contenida–, solamente por que la información no es exacta, y me imagino que las fuentes tampoco fidedignas...
    –Bien –intervino el padre Mauricio, desplegando una sonrisa sardónica–. Para eso estamos aquí, querido Tanaka. De no haber sido necesaria una comprobación visual sobre el terreno no tendríamos por qué haber venido, ¿verdad señores? Pero ya que estamos no valen lamentaciones. Contamos con lo que tenemos. Encontremos el lugar y punto.

    Tanaka agachó la cabeza y asintió con uno de sus movimientos rápidos y rotundos, que bien podría servir en esta ocasión de disculpa. El padre Mauricio cogió la pantalla y la volvió a colocar frente a sí. Accionó en los mandos hasta encontrar el mapa que deseaba y pasó la yema de su dedo índice sobre la imagen de éste, describiendo un trazado que ni Tanaka ni Di Stefano podían ver.

    –Contamos con algo. Hay una carretera que parte de Danai y se dirige directamente al sur, la R1. Atraviesa una pequeña población, Tasidán, y termina en el límite norte de esa gran extensión colonizada a la que antes se refería Tanaka, el dominio Irulai. Iremos allí. Indudablemente, un centro de investigación requiere un despliegue inusual en zonas como ésta. Tal vez los habitantes de esa región, o los de los asentamientos cercanos, hayan podido percibir movimientos de vehículos, materiales, o personas, que les hayan parecido extraños o excesivos... en lugares de escasa población como éstos no pueden pasar totalmente desapercibidos.

    Desconectó la pantalla y colocó el aparato en un lado de la mesa. Torció su tronco hacia la derecha, estiró su brazo, y cogió un maletín que había permanecido en el suelo, oculto bajo la silla que ocupaba. Lo colocó con parsimonia en el espacio que antes había ocupado el terminal de datos.

    –Señores, a partir de este momento pasamos a ser representantes de la empresa de prospecciones hidráulicas Nuevo Vergel.

    Abrió el maletín. De su interior extrajo varios libros y un taco de folletos, que dividió en dos partes. Una la entregó a Tanaka; la otra a Di Stefano. Dejó los libros, pesados manuales de hidráulica aplicada, en el punto intermedio entre ambos.

    –Es imprescindible que se pongan al tanto de estos sistemas de ingeniería hidráulica.

    Di Stefano hojeó los folletos sin demasiada curiosidad: fotografías de enormes y en apariencia rudimentarios motores, acompañados de tablas de especificaciones técnicas y comentarios breves. Se encogió visiblemente de hombros.

    –Tomen–continuó el padre Mauricio–. Sus nuevas identidades.

    Depositó con suavidad frente a ellos sendas carteras de bolsillo. Di Stefano abrió la suya. Llevaba una tarjeta de identidad supuestamente expedida por el gobierno de Yamunai y un carné de prospector autorizado de la compañía Nuevo Vergel de Pálasti.

    – Es evidente que no nos podemos presentar en una colonia en mitad del desierto simplemente haciendo preguntas. Levantaríamos sospechas fundadas, que podrían llegar de un modo u otro hasta el centro.

    Tanaka asintió en silencio. Di Stefano, que ya había sopesado esta contingencia, sonrió levemente y miró asombrado al padre Mauricio. Desde el primer momento la idea de viajar tres personas por lugares remotos y poco habitados sin ningún motivo aparente le había parecido descabellada, totalmente alejada de la obligatoria discreción con que debían trabajar. Aún así, había preferido esperar una propuesta por parte del padre Mauricio, o de Tanaka incluso, para compararla con la que había estado meditando. Ahora, la del padre Mauricio le parecía más apropiada incluso que la suya. Y mucho más elaborada: ahí estaban los documentos y los folletos, que habían viajado con ellos desde Pálasti.

    –Ahora propongo que cenemos algo y nos retiremos a nuestras habitaciones. Tienen toda una noche de trabajo por delante. Mañana a primera hora partiremos hacia Tasidán. Y ustedes serán dos eficientes representantes de Nuevo Vergel.
    –En cuanto al transporte...–intervino súbitamente Tanaka, hablando con la cabeza agachada, como si se estuviera dirigiendo a la mesa.
    –Ya está decidido –le cortó rápidamente el padre Mauricio–. Iremos en alguna línea regular.
    –Yo tenía pensado que sería mejor alquilar algún vehículo...

    El padre Mauricio miró fijamente hacia la cabeza inclinada de Tanaka. Inspiró profundamente.

    –Agradezco su apreciación, señor Tanaka, pero creo que es estrictamente necesario informarse a fondo antes de emprender alguna misión, y usted, por lo que puedo adivinar, no lo ha hecho. Lo que plantea es imposible; no existe empresa alguna en Danai que alquile vehículos lo suficientemente capaces como para llevar a alguien a un desierto inexplorado. Desde un punto de vista estrictamente comercial está dentro de la más absoluta lógica: sería una empresa con demasiadas pérdidas.
    –Entonces, ¿cómo llegaremos hasta el centro? ¿No pretenderá que vayamos andando?
    –No, por supuesto que no. Iremos hasta Tasidán utilizando el transporte público. Una vez allí, en los almacenes de la Compañía Nuevo Vergel nos espera un vehículo aéreo, cedido gentilmente por la empresa para la cual, no lo olvide, trabajamos. Debemos comportarnos como verdaderos profesionales, señor Tanaka. Actuaremos tal y como lo hacen ellos. Si obviamos las líneas de transporte público, los únicos aparatos que hacen la ruta desde Danai hasta el desierto colonizado son los propios de las empresas que tienen intereses en la zona. Pero no hay ninguno disponible de la nuestra (que parta desde Danai) hasta el mes que viene... Como puede entender, aprovechan los viajes para llevar la mayor cantidad de materiales y piezas posible. De no ser así se encarecerían notablemente los productos.
    –Creo que todo esto nos lo debería haber explicado antes...–intervino Tanaka–. Empiezo a tener la impresión de que mi presencia es completamente inútil.
    –Piense lo que quiera. Yo decidiré los pasos que vayamos a dar. Existe un plan, trazado por nuestros superiores, al cual nos ajustaremos en cada momento... según lo estime oportuno. No se queje. Está siendo informado con la antelación suficiente. Y ahora, cenemos.

    Tanaka elevó su cabeza y clavó la mirada en algún punto indeciso del oscuro follaje. Torció el rostro en una mueca que se asemejaba a una sonrisa.


    Episodio 17
    Irulai


    La mirada de Tanaka recorrió por enésima vez la distancia existente entre la luminosidad resplandeciente de la avenida y su reloj de pulsera. Después, con movimiento pausado, se acomodó en el sofá.



    –Es increíble. Veinte minutos. En un hotel de esta categoría.

    Pronunció las palabras sin que la inflexión de su voz, o su propio rostro, denotasen algún tipo de malestar, como si únicamente se propusiera informar a sus compañeros de algo poco importante que estaba ocurriendo y de lo cual él únicamente parecía haberse percatado. Les habían dicho en recepción que esperasen mientras llegaba el taxi que habían pedido, a la vez que les invitaban a sentarse en los mullidos sofás del hall. Tanaka tendría que haber atado cabos. Indudablemente, tardaría tiempo en acostumbrarse a Aris.

    Un portero (ataviado con ropas demasiado pesadas para el clima de Danai, pero que por contra le proporcionaban el aire entre marcial y circense que tiene cualquiera de su gremio en un hotel de lujo terrestre) se acercó hasta ellos.

    –Su taxi ya ha llegado, señores.

    Los tres se levantaron y siguieron la senda del empleado, que caminaba a paso vivo hacia la puerta de salida. La abrió cuando faltaban apenas un par de metros para que llegaran hasta ella, franqueándoles el paso hacia la avenida, que les recibía con un candente chorro de aire.

    –Que tengan un buen día, señores.

    El vehículo esperaba frente a la entrada del hotel con las puertas cerradas. Al acercarse a él, se abrió la puerta trasera con un suave zumbido. Rápidamente, sintiendo ya las punzadas del calor en sus cuerpos, se introdujeron en el taxi el padre Mauricio, Tanaka, y Di Stefano. Unos mozos del hotel cargaron su equipaje en la trasera del vehículo.

    –Llévenos a la estación de transporte –dijo el padre Mauricio.

    La avenida y el resto de las calles por las que fueron pasando no estaban totalmente exentas de actividad, pero sí bastante alejadas del lógico trasiego que cabría esperar de una capital a las diez de la mañana. Danai presentaba el aspecto de una urbe cansada y amodorrada que estuviera a punto de agotarse por completo bajo el peso de plomo de los casi líquidos rayos de aquel implacable sol. Pese a que la actividad propia de la ciudad parecía seguir su curso, era evidente que se había ralentizado casi al mínimo imprescindible.

    Llegaron apenas quince minutos después a la estación. El taxi estacionó frente a un edificio alargado de pocas plantas de altura, rodeado de modestas edificaciones de adobe y ladrillo destinadas casi en exclusiva a la hostelería. Las calles habían dejado de estar asfaltadas; se hallaban en las afueras de Danai y el firme era una dura costra de tierra aplastada y calcinada.

    Descendieron del vehículo, recogieron su equipaje, y cruzaron con presteza los apenas cuatro metros que les separaban del edificio en sombra. En su interior oscuro hacía un calor asfixiante; obviamente, la estación no disponía de tratamiento térmico. No obstante, a Di Stefano la penumbra de la estación le pareció una bendición.

    Frente a la entrada se extendía una línea de ventanillas, no más de diez; sobre ellas, los nombres de las empresas a las que pertenecían aparecían escritos en unos letreros luminosos. El padre Mauricio contempló en silencio los carteles, guiñando los ojos para acostumbrar su vista al interior sombrío. Cuando encontró la que buscaba hizo una señal con el mentón hacia sus compañeros.

    –Ahí está. Vayamos.

    Se acercaron en silencio hacia la ventanilla. Tras ella había una modesta oficina con un par de mesas de escritorio y un único empleado, que levantó la cabeza al verlos llegar y se les quedó mirando fijamente, dudando tal vez si merecía la pena levantarse o no. Cuando por fin se decidió se acercó hasta ellos con un extraño gesto dibujado en su cara, que bien pudiera ser una mezcla entre estupefacción y fastidio.

    –¿Querían algo?

    El padre Mauricio extrajo una cartera del bolsillo de su pantalón. La abrió y sacó una tarjeta, que depositó sobre el pequeño mostrador.

    –Buscamos transporte para Tasidán. Tenemos recomendación... puede usted leer la tarjeta.

    El empleado cogió la tarjeta y la leyó con detenimiento. La volteó varias veces, como si pretendiera encontrar algo más de lo que ya había y se la devolvió al padre Mauricio con gesto despreocupado.

    –Han tenido suerte. Mañana mismo parte un vehículo–caravana. Les diré que la recomendación de su –dudó qué término emplear– amigo ha surtido efecto. El pasaje está cerrado desde hace varios días y es norma de la empresa no admitir más pasajeros una vez cerrado.

    Se giró y tomó asiento en uno de los vacíos escritorios. Manipuló en un terminal de datos y después extrajo un listado de una carpeta que descansaba sobre la mesa.

    –¿Van a ser tres plazas?

    El padre Mauricio asintió. El empleado continuó otro par de minutos trabajando en silencio, hasta que por fin se levantó.

    –Tomen, aquí tienen. Son trescientas geas.

    Dejó sobre el mostrador tres billetes de papel. El padre Mauricio los recogió mientras dejaba dinero.

    –Mañana a las doce de la mañana. No se demoren; los preparativos no son demasiado extensos. No pierdan los billetes; para cualquier reclamación o utilización del seguro de viaje serán necesarios.

    Depositó el sobrante sobre el mostrador. El padre Mauricio lo desplazó con los dedos hacia el empleado.

    –Para usted. Perdone que le haga una pregunta: si perdiéramos el transporte de mañana... ¿Cuándo saldría el próximo?
    –Dentro de quince días, caballero –respondió solícito el empleado–. Y les recomendaría que cogieran pasaje pasado mañana sin más tardar. Tal vez se quedasen sin viajar.
    –Vaya...–musitó el padre Mauricio–. Es sólo por curiosidad, ¿sabe? Si fuera tan amable de responderme a otra pregunta... ¿Por qué tienen cerrado el pasaje con tanta antelación?

    El empleado se irguió y sonrió.

    –Seguramente la persona que les ha recomendado para encontrar plaza en este viaje se lo podría contestar... cuestión de normas. Es un viaje por el desierto, caballeros, en un medio de transporte que a ustedes seguramente les parecerá bárbaro, ridículo y lento –les miró de arriba a abajo, dándoles a entender que reconocía su procedencia foránea–. Pero en esta compañía procuramos que nuestros pasajeros hagan el viaje del mejor modo posible, ofreciéndoles toda la seguridad, e incluso el máximo confort. Por eso se cierra el pasaje con tanta antelación. Dependiendo del número de viajeros llevaremos más o menos carga, ya me entiende: comida y agua. Llevar más carga de la necesaria supondría un despilfarro, tanto de energía como de la propia comida y el agua... Se encarecería notablemente el precio del billete.
    –Bien –intervino el padre Mauricio–. Comprendido. Muchas gracias por su amabilidad.
    –No hay de qué –contestó el empleado–. Si alguna vez vieran a la persona que les ha firmado la recomendación... acuérdense de mi. Hace ya tiempo que pedí el traslado a Pálasti... estoy harto de pudrirme en esta pocilga.
    –Cuente con ello –contestó sonriente el padre Mauricio–. Adiós.

    Se giraron hacia la salida y caminaron en silencio. Di Stefano, ensimismado, comenzó a meditar sobre lo que acababa de oír. Su imaginación trabajaba activamente, intentando formarse una idea más o menos aproximada de cómo sería el medio de transporte que les llevaría a través del desierto de Fenai. Un vehículo–caravana que había que preparar con varios días de antelación... Sonrió para sí, desestimando hacer más cábalas, dejando un hueco para la sorpresa. Mañana saldría de dudas.

    Sintió un golpe en su hombro. Se giró y apenas tuvo tiempo para ver una figura femenina que corría alocada hacia el mostrador y que le gritó perdone sin tan siquiera volverse. El padre Mauricio y Tanaka contemplaban también a la mujer que había estado a punto de arrollar a Di Stefano. Tanaka, con rapidez y sigilo, había efectuado un movimiento preciso: su mano derecha descansaba sobre el arma que llevaba camuflada bajo el faldón de la camisa.

    –Pero no puede ser... –la mujer gritaba al empleado que les acababa de atender–. Es totalmente necesario que coja mañana el vehículo de Tasidán.

    La voz del empleado llegó hasta ellos recortada por el cristal de la ventanilla.

    –Lo siento. Sabe perfectamente cómo son las normas, señorita Irulai.
    –No me recuerde cuáles son las estúpidas normas de su empresa –le contestó airada– y haga el favor de proporcionarme el pasaje. De lo contrario se las tendrá que ver conmigo.

    El empleado pareció dudar durante un breve instante, para poco después volver a su rocosa actitud.

    –Haga lo que estime oportuno. No tengo más que decir.
    –¡Mierda! –resopló furiosa la joven–. No sé cómo tengo que decírselo. Es de vital importancia que vuelva a mi dominio lo antes posible. Tengo multitud de asuntos urgentes que tratar y no me puedo permitir el lujo de quedarme otros quince días en Danai. Si fuera tan amable...
    –Lo siento de veras. Me es totalmente imposible.

    La joven se volteó furiosa, haciendo que el bolso que llevaba colgando sobre un hombro girase impetuosamente hasta irse a estrellar contra el cristal de la ventanilla. Miró fijamente hacia el padre Mauricio, Tanaka y Di Stefano, que contemplaban entre divertidos e interesados la escena. Se volvió nuevamente hacia el empleado.

    –Hablaré con su jefe, tendrá noticias mías. Se lo aseguro.
    –Me es indiferente tenerlas o no –le contestó–. Mientras no venga con una recomendación como la que traían esos señores...

    La mujer giró su cabeza y dirigió su mirada hacia el padre Mauricio, que era de los tres el más cercano a la escena.

    –¿Me quiere decir que acaba de darles pasaje a estos tres caballeros? –preguntó al empleado–. ¿Y que me niega minutos después uno a mí?

    El empleado se encogió de hombros. Se levantó de la silla que ocupaba, cruzó con un par de zancadas la oficina y desapareció por una puerta situada al fondo. La joven se quedó mirando el sitio que antes había ocupado con la boca y los ojos muy abiertos. En su rostro se adivinaba una tensión a duras penas sostenida que podía estallar en cualquier momento.

    –¡Vaya, ésta sí que es buena! –Exclamó, abriendo sus brazos como si quisiera echar a volar–. Dejarme tirada en Danai... Se va a enterar de quién soy yo. No se puede tratar así a un colono.

    El padre Mauricio, que ya se había girado hasta encarar la puerta, frunció el ceño al oír la última frase. Miró alternativamente a Di Stefano y Tanaka. En silencio, se acercó hasta la joven que permanecía soldada al suelo frente a la ventanilla.

    –¿Es usted colona, señorita? –preguntó con la más meliflua de las voces que pudo encontrar.

    La joven se le quedó mirando. Tardó tiempo en contestar, el que usó para efectuar un escrutinio rápido de las ropas y la compostura del padre Mauricio.

    –Sí, señor–contestó altiva, elevando desafiante el mentón–. Pero al parecer, cualquier vendedor ambulante venido de fuera tiene bastantes más derechos que yo.
    –¿Y su colonia se encuentra al norte de Tasidán? –continuó el padre Mauricio con una sonrisa impecable dibujada en su rostro.
    –¿Y dónde podría estar si no?–contestó sardónica la joven.
    –Bien, bien. En ese caso, creo que podremos ayudarla...

    El padre Mauricio rozó ligeramente con su mano el hombro de la joven. Esta se apartó a un lado, dejando que ocupara el frente de la ventanilla.

    –Perdone –gritó–. ¿Puede salir un momento?

    El empleado apareció tras la puerta del fondo. Al ver a la joven junto al padre Mauricio arrugó el entrecejo.

    –¿Qué desea ahora?

    El padre Mauricio sonrió.

    –Me gustaría que dispusiera también un billete para la señorita.
    –Pero ya le he explicado...–comenzó a decir.
    –Se lo pido yo... –le cortó el padre Mauricio.

    Inspiró profundamente y soltó con fuerza el aire por la nariz.

    –Bien. Veré qué puedo hacer.
    –Acuérdese de Pálasti... –le espetó sonriente el padre Mauricio.

    El empleado le miró con ojos vacíos y volvió a sentarse en la silla. Regresó a la ventanilla un par de minutos después con un billete.

    –Cien geas. ¿Lo va a pagar usted o la señorita Irulai?

    La joven extrajo de su bolso una billetera. Pagó las cien geas.

    –No sé cómo agradecérselo...
    –De mil formas...–contestó burlón el empleado.
    –¡A usted no le estoy hablando, imbécil! –le espetó–. Hablo con este caballero.
    –No se preocupe, señorita...
    –Irulai.
    –...Irulai –continuó el padre Mauricio–. Ya encontraremos la forma. Somos de Nuevo Vergel, prospecciones hidráulicas, seguramente nos conocerá. Tal vez podamos hacer negocios en un futuro próximo.

    La joven esbozó una sonrisa socarrona.

    –Tal vez.


    Episodio 18
    El vehículo–caravana


    Tanaka y Di Stefano esperaban pacientemente bajo la sombra protectora del porche que cubría la salida a la zona de embarque. El padre Mauricio, alejado de ellos unos metros, charlaba animadamente con un miembro de la empresa de transportes, que de vez en cuando giraba la cabeza y daba órdenes repentinas a los afanosos subalternos que trasladaban las maletas y los enseres de los viajeros. Di Stefano, ajeno al ajetreo, miraba con curiosidad la reluciente maleta metálica que colgaba de la mano derecha de Tanaka, férreamente sujeta, misteriosamente desaparecida –u ocultada– durante el tiempo que habían permanecido en Danai. Lo cierto es que no había caído en el detalle. Ahora, al verla nuevamente, al percatarse de la importancia que durante todo el viaje le estaba otorgando su propietario, comenzó a especular seriamente con la idea de averiguar su contenido; el asunto comenzaba a traspasar la frontera de la mera curiosidad.



    Unas cien personas más esperaban bajo el porche la llegada del vehículo–caravana. Gente de corta edad, en su mayoría, vestidas con ligeras túnicas ceñidas a la cintura con cinturones de cuero, todas las prendas en múltiples variaciones del ocre–tierra: colocadas sobre el fondo del desierto que se abría frente al porche habrían parecido fantasmas, espectros de arena, espejismos tal vez. Di Stefano notó cierta diferencia con el resto de los moradores que había visto en Aris, tanto en Pálasti como en Danai: rasgos occidentales, pelo más claro, tez más bronceada. Posiblemente fueran descendientes directos de los primeros colonizadores llegados de la lejana Tierra, gentes asiáticas y también del sureste de Europa, que escaparon de un futuro por aquellos días incierto.

    Un súbito estremecimiento recorrió el suelo del porche. En un principio Di Stefano pensó que no era del todo real, si no más bien el rumor indefinido de cuerpos que se agitan y voces que se elevan; un instante después comprobó que verdaderamente temblaba el suelo, perceptiblemente, como si un gigante mitológico pasease por los alrededores. Siguió la senda de las miradas de los presentes, que apuntaron hacia la esquina exterior izquierda del edificio; apareció, haciendo tangible el estrépito, el vehículo–caravana. Se deslizó cansino, con ondulante movimiento de serpiente, hasta que ocupó por completo el horizonte, resopló, y frenó su marcha. Indudablemente había hecho bien el día anterior cuando decidió no especular: aquella realidad superaba con creces el mayor de los delirios de su imaginación.

    El vehículo–caravana recordaba vagamente a un antiguo ferrocarril terrestre: una estructura de madera y metal, alargada, seccionada para una mejor movilidad. Pero también a un barco: sobre el techo del vehículo se abrían amplios espacios rodeados de vallas de madera labrada, a la manera de las cubiertas de los navíos. Elevados mástiles metálicos (unos diez) situados sobre la cubierta a lo largo de todo el vehículo parecían querer arañar el cielo. Dispuestas a modo de patas de ciempiés, enormes ruedas de caucho, de cuatro metros de diámetro y dos de anchura, soportaban el peso de aquella formidable estructura. Calculó que el vehículo debería tener unos cien metros de longitud; la anchura de las cubiertas, unos veinte; la de lo que se podría denominar vagones, aunque no existiera una división específica más allá de una ranura de pocos centímetros para favorecer los giros, diez.

    Tanaka permanecía, cuando menos, tan aturdido como él. Para su sofisticada mente terrestre, aquel vehículo no podía ser real. En su rostro se reflejaba una perplejidad manifiesta: la de alguien que acaba de despertar de un sueño y aún vaga entre los dos mundos mezclados, sin saber qué hacer.

    –¿A qué esperamos? –La voz del padre Mauricio tuvo el efecto de un despertador–. Ya están subiendo los pasajeros.

    Se acercaron al vehículo, cruzando la explanada ardiente. El empleado con quien había estado hablando momentos antes el padre Mauricio les esperaba al pie de una escalerilla.

    –Por aquí, señores. La azafata les guiará a sus camarotes. Que tengan un buen viaje.

    Alargó su mano y estrechó la del padre Mauricio. Los tres subieron la escalerilla. Al llegar a lo más alto, una azafata les esperaba sonriente.

    –¿Me permiten sus pasajes, por favor?

    El padre Mauricio le entregó los billetes. Los consultó con rapidez.

    –Síganme.

    Se adentraron en el interior del vehículo guiados por la azafata, a la que seguían muy de cerca a causa de la ceguera temporal que parecían padecer tras haber pasado del refulgente exterior. Cruzaron una sala de recepción, donde permanecían charlando algunos viajeros, más ancha de lo que cabría esperar, débilmente iluminada por la luz del exterior que penetraba desde la puerta abierta y unos ventanales de cristal oscuro situados en el extremo opuesto. Siguieron por un pasillo ancho que llevaba hacia la popa de la nave, hasta dar con otra sala, más pequeña que la anterior, que hacía las veces de distribuidor: dos pasillos partían desde la misma. Tomaron el de la derecha, para unos veinte metros después detenerse. Según avanzaban por el pasillo, vieron varias puertas numeradas a su derecha. A medida que se iban acostumbrando a la oscuridad reinante en el interior iban descubriendo detalles: todas las ventanas que daban al exterior eran pequeñas y de cristales oscuros. Las paredes y el suelo del vehículo, así como el techo, aparecían forrados con listones de madera barnizada, una madera oscura y de apariencia esponjosa, que Di Stefano no supo reconocer.

    –Aquí es, señores. Camarote 63. Vean si se encuentra todo a su gusto.

    Abrió una puerta y les invitó a penetrar con un grácil gesto de su brazo. El camarote, una habitación de unos veinte metros cuadrados, constaba de tres camas y un armario. En una de las esquinas, un modesto cuarto de aseo, con retrete, ducha, lavabo y espejo, separado de la habitación por una mampara de cristal translúcido. Su equipaje descansaba al pie de las camas.

    –Si desean algo más, no duden en tocar la campanilla –estiró su brazo y lo introdujo en la habitación, tocó un cordel que colgaba a un lado de la puerta–. En seguida partiremos.

    La azafata desapareció por el pasillo en penumbra. Di Stefano, Tanaka y el padre Mauricio se miraron entre sí, sin que ninguno de los tres supiera bien qué decir.

    –Al menos no hace calor, ¿lo han notado? –intervino Tanaka. –Qué curioso.

    Di Stefano asintió. Había sentido una refrescante ola de aire frío nada más traspasar la puerta del vehículo, pero no le pareció el habitual aire climatizado; tenía un matiz diferente, que le recordaba la sombra agradable de un bosque en verano, un frescor natural. Se tocó la frente; las gotas de sudor que sempiternamente la poblaban desde que llegaron a Danai habían desaparecido.

    –Padre Mauricio –dijo–. Debería ponernos al corriente sobre el viaje, del que usted sin duda alguna parece sumamente informado...

    El viejo sacerdote sonrió. Se acercó al equipaje y cogió una de sus maletas. La depositó con suavidad sobre la cama más alejada de la puerta.

    –Poco más de lo que ya sabéis os puedo decir...–abrió la maleta y comenzó a extraer ropa, que fue depositando cuidadosamente sobre la cama–. Anoche os dije todo lo que sé. Serán varios días de viaje en este artefacto hasta llegar a Tasidán. Así que poneos cómodos.

    Tanaka echó una mirada furtiva sobre el padre Mauricio a la vez que posaba su maleta metálica sobre la cama más cercana a él. Por un instante pareció que iba a decir algo; al final se abstuvo. Por su parte, Di Stefano prefirió no contestar. Ya tendría tiempo de hablar a solas con el padre Mauricio y preguntarle una serie de asuntos que le tenían sumamente intrigado; pequeños detalles, insignificantes tal vez, pero que a él le parecían de suma importancia: se fijó en que el viejo sacerdote no se extrañó al ver aparecer el vehículo–caravana, cuando era de esperar que así ocurriera, como fue el caso de Tanaka o el suyo propio; por otro lado, estaba la conversación que había mantenido momentos antes con el empleado que tan efusivamente le había despedido; sin contar con el tema de la recomendación, del que ni siquiera quiso hablar la noche anterior, contestando a sus preguntas con evasivas. Comenzaba a pensar que la misión estaba sumamente planificada, mucho más de lo que hubiera llegado a pensar. Y eso le inquietaba, hacía ponerle en guardia.

    Fue hacia el cuarto de baño con la intención de refrescarse. Antes de descorrer la mampara se fijó en un cartel, escrito con caracteres plagados de florituras y arabescos, que se encontraba pegado a la altura de sus ojos.

    Estimados pasajeros: Para un mejor aprovechamiento de las provisiones de agua a bordo, es necesario que tengan en consideración las siguientes instrucciones:

    1.– El suministro de agua para aseo personal (ducha) será de media hora al día por camarote. (De ocho a ocho y media de la mañana).
    2.– El lavabo es suministrado por un depósito independiente, siendo éste de veinte litros de capacidad. Si es utilizado en su totalidad antes del transcurso del día, no será repuesto hasta la jornada siguiente.
    3.– El retrete no dispone de cisterna. Las evacuaciones van a caer a un pozo ciego, por lo que recomendamos mantenerle siempre cerrado.

    Esperando su colaboración, les rogamos perdonen las molestias.


    Suspiró profundamente y descorrió la mampara. Accionó un pulsador y un chorro escaso y estrecho de agua caliente brotó del grifo. Desestimó refrescarse.

    –Subamos a cubierta, vamos a partir–comentó el padre Mauricio–. Creo que es un espectáculo que no deberíamos perdernos.

    Di Stefano recogió su equipaje, que permanecía solitario en mitad de la habitación, y lo dejó sobre la cama. Miró sonriente hacia el padre Mauricio.

    –Eso, al menos, me han comentado–pareció responder a su mirada–. Aunque no sé verdaderamente qué puede tener de interesante.

    Le siguieron pasillo adelante. Di Stefano cerraba la comitiva tras Tanaka, que lógicamente no había querido dejar la maleta en la habitación. Llegaron al primer distribuidor, donde se les unieron varios pasajeros procedentes del otro pasillo. Continuaron hasta llegar a la sala de recepción del vehículo, que ya tenía la puerta de acceso cerrada. La azafata que antes les había guiado hasta su camarote señalaba sonriente hacia una escalera que se abría en una de las esquinas de la sala.

    –Por aquí, señores –decía a los viajeros–. Suban a cubierta.

    La cubierta estaba repleta de gente que, pese a estar al sol, aparecía sonriente y expectante. Apoyados en la barandilla un grupo de viajeros se despedía, con grandes aspavientos, de la poco más de media docena de personas que aguardaban bajo el porche de la estación, y que les correspondían algo menos efusivamente.

    Se oyó un ruido bajo, profundo, ronroneante, acompañado de una pequeña explosión. El suelo comenzó a temblar bajo sus pies, pero el vehículo parecía no querer ponerse en movimiento. Unos silbidos agudos y chirriantes procedentes de los mástiles metálicos hicieron que todos los presentes levantasen sus cabezas. La parte superior de los mástiles se fue separando, desgajándose a modo de sombrilla, muy lentamente, acompañando la apertura suaves silbidos y el ruido característico de engranajes no del todo lubricados. En poco más de un minuto se habían desplegado todas las sombrillas, dejando en penumbra la totalidad de la cubierta del vehículo. Di Stefano observó con detenimiento el complicado sistema de varillas que hacía las veces de armazón; la superficie sostenida estaba compuesta por estrechas láminas de metal, engarzadas unas a otras cuidadosamente.

    El vehículo comenzó a moverse. Primero fue un tirón brusco, que hizo trastabillar a bastantes pasajeros; después comenzó una marcha suave. Desfilaron por la superficie de la explanada, frente a la estación, mientras un grupo de viajeros daba alegre vítores y brindaban copa en mano. Di Stefano fue hasta la barandilla y se apoyó. Pensó que debía de tratarse de nuevos colonos que iban al encuentro de su particular paraíso prometido. Se giró para observarles: jóvenes, impetuosos, alegres, valientes. Sin duda merecían ser felices.

    El vehículo–caravana salió de la explanada de la estación, giró hacia la izquierda, y tomó una carretera asfaltada. Algunos de los escasos transeúntes con los que se cruzaron en su camino tuvieron que salirse de la carretera, mirando embobados al monstruoso vehículo. Pocos minutos después circulaban a buen ritmo por la misma carretera, que se había estrechado considerablemente, y que tomaba un sentido ascendente. Habían dejado atrás las últimas edificaciones de la ciudad, las modestas construcciones que rodeaban la estación; únicamente les acompañaba ya el desierto, salpicado por pequeños huertos familiares. Comenzaban el ascenso a una pequeña loma, y el vehículo pareció sufrir; la intensidad de los ruidos procedentes de los motores creció, hizo trepidar la cubierta, las sombrillas bambolearon ostensiblemente.

    –Ingenioso sistema –comentó el padre Mauricio, mirando con ojos entornados hacia las sombrillas–. Una extravagante, pero eficaz, manera de aprovechar la ingente cantidad de energía solar de Fenai.

    Al llegar al punto más alto de la loma Danai se ofreció, recortada contra el azul de la bahía. A Di Stefano le pareció, comparada con el desierto que se abría frente a ellos, la ciudad más acogedora del universo. Una idea fugaz y repentina, como un chispazo, cruzó su mente: pensó que era la última vez que veía aquella ciudad.


    Episodio 19
    Noche en el desierto


    Había anochecido sobre el desierto de Fenai. Al mismo tiempo que los rayos del sol iban conformándose más y más oblicuos, las sombrillas metálicas de la nave habían comenzado a cerrarse; ahora permanecían ya totalmente adosadas a los mástiles, y dejaban ver un cielo negro–azulado, de carácter casi líquido, limpio y transparente, que aparecía tachonado de miles de puñados de refulgentes estrellas.



    El servicio del vehículo había instalado un improvisado comedor sobre la superficie, con sillas y mesas de plástico. Fueron encendidos unos fanales de luz incandescente que colgaban de los mástiles, de luminosidad tenue y mortecina, que se desparramaba sobre la plataforma sin apenas crear sombras. La mayoría de los viajeros se encontraban sentados a las mesas, en animada charla, disfrutando de la temperatura fresca que había traído la noche.

    Di Stefano había pasado la tarde paseando ociosamente por el vehículo, interesándose hasta en los más mínimos detalles de su construcción y funcionamiento. El sobrecargo de la nave, que se había prestado a la tarea de cicerone con verdadero afán, le explicó todos los detalles que interesaron a Di Stefano; pudo averiguar que el vehículo era una invención puramente arisia, en cuya fabricación habían intervenido únicamente ingenieros y material autóctono. El funcionamiento de los motores le resultó curioso y sencillo: básicamente se trataba de motores eléctricos, cuya energía era transmitida por unos acumuladores, que a su vez la obtenían (a través de las sombrillas) del sempiterno y potente sol.

    –Hay que aprovechar los recursos naturales –le comentó el cicerone durante su visita–. En Aris tenemos poco más que eso. Fíjese en los paneles de madera que recubren el vehículo. Su misión no es únicamente decorativa; son de madera de chung, un árbol que crece en los pantanos del interior de Matsumai, que tiene la virtud de ejercer de aislante con mejores resultados que cualquier material sintético.

    Cuando terminó su visita, en vez de volver al camarote, se sentó en el coche restaurante a degustar indolentemente una cerveza. Aunque le había agradado, la idea principal no era en un principio la de recorrer el vehículo con fines turísticos. No podía apartar de su mente a Tanaka y su maleta. Se había propuesto averiguar su contenido; pero para eso Tanaka debería separarse de la maleta, y durante aquella tarde estaba claro que no iba a ser así: se acostó en su cama, hojeando los folletos de Nuevo Vergel con una mano, mientras con la otra aferraba con firmeza el asa.

    Ahora, varias cervezas después, aparecía en la entrada del vagón, junto al padre Mauricio, sin su inevitable compañera. Debió de notar la mirada fugaz que Di Stefano posó en su mano vacía: imperceptiblemente, cerró el puño y le miró con toda la frialdad de sus ojos duros.

    –Vayamos arriba a cenar, la temperatura es muy agradable –ordenó el padre Mauricio apenas habías traspasado el umbral del vagón restaurante–. Pese a que estemos trabajando debemos aprovechar todos los momentos de placer que nos sean dados.

    Salieron del restaurante y subieron la escalera de madera que daba acceso a la plataforma. Un camarero solícito salió a su encuentro y les guió hasta una mesa cercana a la barandilla, una de las pocas que quedaban libres. La mayor parte del pasaje se encontraba cenando ya, rompiendo el silencio del desierto con sus conversaciones y el ajetreo de los cubiertos y los vasos. Se oían risotadas espontáneas y alegres, que sonaban en el silencio sin ecos como el chasquido de un látigo.

    –Bien, unos días más y estaremos en Tasidán –comentó el padre Mauricio con desgana, intentando abrir la conversación de algún modo.

    Di Stefano y Tanaka permanecieron en silencio; el comentario del padre Mauricio no había sido acertado: no dejaba lugar a una réplica o comentario.

    El camarero volvió con la cena. Depositó ante ellos una botella de vino azul y una bandeja con tres platos. Contenían una especie de revuelto de hortalizas y animales de color verdoso que recordaban vagamente a las gambas terrestres. Degustaron sin apetito parte de sus cenas, pero le prestaron más atención al vino, ligeramente dulce y bastante aromático. Estuvieron durante toda la cena en silencio. Lo cierto es que poco o nada se tenían que decir hasta que llegasen a Tasidán, más aún teniendo en cuenta la perfecta planificación del asunto que tenía el padre Mauricio y que indudablemente se mostraba reacio a compartir hasta que no fuese estrictamente necesario. Este pareció notarlo; no demoró más de lo imprescindible la situación.

    –Bien, me retiro a dormir. Os espero en el camarote.

    Tanaka inclinó la cabeza respetuosamente y siguió los pasos del anciano sacerdote. Di Stefano se encontró solo, cómodamente reclinado en su silla, disfrutando de la fresca noche del desierto y con una botella a medias de vino. En esas circunstancias era el mejor de los planes posible. Sonrió irónicamente viendo la figura de Tanaka deslizándose rápida entre las mesas. No podía permitir que el padre Mauricio llegase antes que él a la habitación y se quedase a solas con su maleta. Aunque, pensó Di Stefano, posiblemente el padre Mauricio sí supiera lo que portaba.

    –¿Permite que le invite a una copa de vino azul?

    La voz le llegó desde su espalda. Se giró rápido. Sonriente, agarrando una botella de vino y un par de vasos, se encontraba una figura femenina, cuyos rasgos se difuminaban en la semioscuridad de la plataforma. Tardó tiempo en reconocerla.

    –¿Señorita Irulai?

    La joven se sentó en una de las sillas libres. Di Stefano pudo apreciarla mejor: llevaba un atuendo bastante más sofisticado que el día anterior, complementado por unos enormes collares metálicos, y tal vez un peinado distinto.

    –Venía a invitarles en agradecimiento al enorme favor que me hicieron ayer, pero veo que le han dejado solo –señaló hacia la escalera por donde acababan de desaparecer Tanaka y el padre Mauricio–. Aunque creo que ya que estoy aquí debemos tomar una copa de vino.

    Sirvió vino y le ofreció una copa a Di Stefano.

    –Beba. A mi salud.

    Antes de que Di Stefano hubiese acercado la copa a sus labios, la señorita Irulai había trasegado el contenido de la suya con un trago brutal, que parecía imposible que alguien con rasgos tan delicados y bellos pudiera llevar a cabo. Acto seguido cerró el puño de su mano derecha y se propinó un par de enérgicos golpes en su esternón. Eructó sonoramente.

    –No es una de las mejores cosechas, pero no está mal. Como creo que pasarán por mi dominio tendrá ocasión de probar el que nosotros hacemos. Pero de todos modos disfrute.

    Di Stefano asintió.

    –Por que me imagino que querrán venderme alguno de sus artilugios, ¿no es cierto?
    –Oh, sí, por supuesto –contestó Di Stefano con tono dubitativo. Aún no se había metido de lleno en su papel de representante de Nuevo Vergel–. Sí, pasaremos por su... dominio.
    –Bien, espero que así sea... –respondió con una sonrisa socarrona–. Por que me hace falta material de última generación con carácter de urgencia. Tengo la intención de irrigar dos o tres mil hectáreas más de terreno. De hecho, ya he comprado las semillas. Pero beba, beba.

    Sirvió vino nuevamente en ambas copas.

    –Y... ¿Qué tipo de bombas ofrece Nuevo Vergel? ¿Tal vez las de expansión que anunciaban en su último catálogo? Creo que ahorran un treinta por ciento de energía...

    Di Stefano lamentó profundamente no haber prestado más atención a los folletos explicativos que el padre Mauricio le entregó en Danai. Trasegó con dificultad el vino de su copa.

    –No es momento de hablar de negocios, señorita Irulai. Usted ha venido a invitarme a una copa de vino. Me parecería una total impertinencia por mi parte aprovecharme de la ocasión.

    Irulai se le quedó mirando fijamente con sus duras pupilas de color azul, una expresión mezcla de extrañeza y desconcierto dibujada en su rostro.

    –Perdone, pero no le entiendo. No veo por qué ha de parecerle inapropiado. Forma parte de su trabajo.

    Di Stefano prefirió meditar unos instantes antes de contestar alguna incoherencia. A todas luces estaba obrando de una manera estúpida. Se encontraba en Aris, no en la Tierra. Tendría que empezar a comportarse como un arisio. Por otra parte, comenzaba a barruntar que no estaba representando el papel de empleado de Nuevo Vergel con demasiada solvencia.

    –Oh, perdóneme. He de confesarle algo, señorita Irulai: lo cierto es que este es mi primer trabajo para Nuevo Vergel. Y aunque llevo mucho tiempo en Aris, soy de la Tierra. Sin duda mi educación está viciada.
    –Como sus otros dos compañeros, ¿no es así? Curioso. Jamás había visto a nadie terrestre trabajar en Nuevo vergel. Y mucho menos que fueran tres representantes juntos por el desierto. Y en cuanto a que un representante no quiera vender sus productos a alguien interesado... –dibujó una mueca sarcástica en su rostro–. ¿Está usted seguro de que trabajan para Nuevo Vergel?

    Ahora sí se encontraba en un brete. Por su mente pasó fugazmente la visión del padre Mauricio reprimiéndole por su falta de profesionalidad, y la figura severa de Tanaka burlándose de él sin tan siquiera esbozar una sonrisa. Se llevó la palma de la mano a su frente.

    –Creo que he de retirarme, señorita Irulai. Gracias por su invitación. Me encuentro terriblemente cansado.

    Se levantó e intentó desaparecer entre la concurrencia lo más rápido posible. La joven arisia le miró con ojos entornados cómodamente repantingada en su silla. La sonrisa sarcástica se le había borrado del rostro.


    Episodio 20
    Tormenta, cena, tormenta


    Soplaba a rachas un viento terrible y salvaje que hacía bambolearse al vehículo y levantaba polvaredas de arena del tamaño de montañas. En cuanto se sintió el ulular lejano de la tormenta, las sombrillas fueron plegadas en los mástiles y el deambular se tornó más lento y vacilante. En el interior de la nave se podía sentir su presencia como algo sólido y desagradable, mientras el aire caliente seguía colándose con furia a través de las más mínimas rendijas de la estructura, produciendo el sonido de miles de serpientes que estuvieran deseosas de penetrar. Los pasajeros, impedidos de disfrutar del aire libre y la luz de las estrellas, paseaban en grupos por los pasillos o bebían silenciosos y taciturnos sentados a las mesas del restaurante.



    Los días transcurrieron monótonos y lentos, con Tanaka, Di Stefano y el padre Mauricio encerrados en el camarote, repasando los folletos y el manual de hidráulica mientras el vehículo–caravana cruzaba cansina y dificultosamente el desierto de Fenai hacia Tasidán. Di Stefano, viendo la interminable extensión que parecía rodearles por completo hasta el infinito, especuló cómo sería el verdadero desierto, el Central, aquél que se abría más allá del Anillo de Poblaciones, aquel que unos cuantos colonos intentaban denodadamente conquistar a base de trabajo y sacrificios sin cuento, aquel donde vivía la extrovertida y sagaz mujer que unas noches atrás le había puesto en un serio compromiso. Se imaginó la vida que llevaría Irulai en aquel lugar en mitad de ninguna parte. Se la imaginó en Lagos, o en Abidján, o en cualquiera de las grandes ciudades de la Tierra. Una chica como ella sin duda encajaría mejor allí.

    Había omitido deliberadamente hacer cualquier tipo de comentario sobre la breve charla que había mantenido con ella. Sabía con qué tipo de respuesta se podría encontrar; por otra parte, prefirió no darle mayor importancia. Levantar suspicacias entre gentes que llevan una existencia tan apartada era lo más lógico. Por tal motivo, pensó, les sería más sencillo encontrar alguna pista que les llevase al Centro.

    El encierro en el camarote fue curioso: independientemente de las condiciones meteorológicas, ninguno planteó la posibilidad de llevarlo a cabo; simplemente lo hicieron, tal como se hace una necesidad fisiológica, sin pensarlo ni consultarlo con nadie. Voluntariamente se dispusieron al estudio de los mecanismos de ingeniería hidráulica y su funcionamiento, totalmente concentrados, cada uno sentado al borde de su respectiva cama, ajenos a cuanto les rodeaba. En una ocasión, Di Stefano levantó la mirada hacia sus dos compañeros, que leían ávidamente; era tan evidente que el Instituto era el único pilar de la formación de los tres... Trabajaban como autómatas, siguiendo impulsos lógicos de acción que se encontraban implantados en lo más profundo de sus personalidades. No habían tenido tiempo de estudiar los textos a fondo; no hizo falta que nadie se lo recordara. Lo estaban haciendo; así no tendrían remordimientos después por su negligencia. Menos él. El sí sentía en ocasiones un malestar profundo por su desidia. Había sido el primero en poner en entredicho la credibilidad de sus compañeros, entorpeciendo el curso de la misión, por su evidente falta de profesionalidad y tacto. Envidiaba por un momento a Tanaka y al padre Mauricio, tan serios, tan ortodoxos. Pero luego tomaba una línea de pensamiento distinta y prefería no dar importancia al incidente.

    Durante los días de estudio no habían abandonado el camarote en ninguna ocasión. Dieron órdenes oportunas a la camarera para que las comidas les fueran servidas en bandejas individuales en el mismo cuarto. Aparentemente estaba claro que en el ánimo de los tres, colectiva e individualmente, no se consideraba apropiado presentarse a algún posible curioso (o colono) como representantes de Nuevo Vergel sin dominar, al menos esencialmente, los conocimientos propios de su supuesta profesión. Ahora, tras largas horas de ingestión de datos, parecían dispuestos a salir y tomarse un respiro. Había anochecido; a Tanaka y Di Stefano pareció iluminárseles el rostro cuando el padre Mauricio se levantó de su cama, se desesperezó, y se acercó a la puerta.

    –Parece que ha remitido la tormenta. Espero que sea posible cenar en el exterior. Nos vendrá bien.

    La cubierta había sido preparada como de costumbre, aunque quedaban aún pequeños montículos de arena en las esquinas y una fina pátina de polvo sobre el suelo sucio. Por otra parte, se encontraba tan atestada como unas noches atrás, e incluso más animada; los pasajeros estaban ávidos de aire libre. Tomaron asiento en la misma mesa.

    –¿No tienes nada que contarnos?

    La pregunta del padre Mauricio sorprendió a Di Stefano, que se hallaba en esos momentos perdido aún en un mundo compuesto de motores y membranas, de diámetros y litros por metro cuadrado.

    –No –contestó rápidamente. Apenas lo hubo hecho se arrepintió. La contestación fue demasiado tajante y rápida como para que pudiera parecer sincera.

    El viejo sacerdote se tomó su tiempo. Levantó sus ojos al cielo oscuro como si en verdad estuviera interesado en contar las estrellas que lo poblaban.

    –Te conozco. Escondes algo. Piensa una cosa: no estás trabajando solo. Habla por el bien de la misión.

    Tanaka adelantó su torso un par de milímetros hacia Di Stefano, lo suficiente como para que éste advirtiera el gesto y lo interpretara como una señal de amenaza. Di Stefano clavó una mirada desafiante en su compañero accidental. Se giró serio hacia el padre Mauricio.

    –Le he dicho que no. No sé a qué viene esa pregunta.
    –¿Qué hiciste la otra noche cuando Tanaka y yo nos retiramos a descansar?
    –Nada especial. Tomé vino.
    –¿Únicamente?

    El tono del padre Mauricio, pese que a cualquier profano le hubiese parecido el de un interrogatorio en toda regla, le recordó al que solía usar cuando le recriminaba en Lagos algún aspecto de su vida anterior. Se sintió más cómodo.

    –Únicamente vino.
    –Bien –contestó lacónico, dando por terminado aparentemente el interrogatorio–. Únicamente vino.

    Les sirvieron la cena: una especie de insecto ancho casi tan grande como el plato acompañado de una ensalada de verduras rojas y blancas. Les dejaron una botella de vino azul. El padre la cogió por el gollete y se la devolvió al camarero.

    –Esta noche no tomaremos vino, gracias. Traiga agua.

    Cenaron en silencio y con ganas. Tanaka se fijaba en la manera en que Di Stefano abría el insecto por su vientre, separando la veintena de patas que lo rodeaban, en cómo extraía su contenido con la cuchara, y seguía meticulosamente los pasos. Al terminar, se sintieron reconfortados por la cena y vigorizados por una brisa fresca que parecía llegarles desde la lejana costa.

    –Camarero, traiga té –pidió el padre Mauricio–. Y algún licor típico del país.

    Les retiraron los platos y les trajeron una tetera humeante de vidrio y una botella de aguardiente. El padre Mauricio escanció en silencio el té y el licor en los vasos de Tanaka y en los suyos. Al tocarle el turno a Di Stefano, solamente le llenó un vaso, el del té. Permaneció con el brazo en vilo, la botella de licor suspendida en el momento de volcar su contenido.

    –No sé si darte o no. Creo que ya tuviste bastante con el vino de la otra noche.

    Di Stefano se quedó con cara de desconcierto, la boca abierta en una mueca indescifrable. No supo qué decir.

    –Pero seremos generosos por hoy. Al menos te encuentras arropado por tus compañeros, que impedirán que hagas algo de lo que te puedas arrepentir...

    Llenó por fin el vaso de licor de Di Stefano. Dejó con parsimonia la botella sobre la mesa y tomó un sorbo de su taza de té, alargando deliberadamente los segundos.

    –Y ahora, cuéntanos qué escondes. No tienes por qué negarte a hacerlo, a no ser que quieras boicotear la misión. No me subestimes; sabes que te conozco. Y, aunque así no fuera, no pasaría desapercibido a un agente entrenado tu cambio de comportamiento. ¿O es que has perdido práctica?

    No había sopesado la posibilidad, pero las palabras del padre Mauricio le devolvieron a la realidad. Lo cierto es que un comportamiento sutilmente huidizo, como el que había tenido involuntariamente en los últimos días, le habría hecho sospechar a él mismo en otras circunstancias. Estaba tratando con dos agentes de primer orden. No tenerlo siempre en consideración era otro lamentable fallo.

    –Simplemente no le di importancia...

    Decidió hablar y no omitir detalle. Demasiados errores juntos podrían dotar al asunto de una trascendencia que en realidad no tenía.

    –Se trata de la señorita Irulai, la colona que nos encontramos en Danai, aquella a la que usted le hizo el favor de proporcionar un billete...
    –Sigue. Me acuerdo perfectamente.
    –Vino la otra noche, cuando ustedes dos se retiraron a descansar, con la intención de invitarme a una copa de vino. En agradecimiento por el favor que le hicimos.

    El padre Mauricio se tapó los ojos con su mano e inspiró profundamente.

    –Estás perdiendo facultades... –masculló en voz baja–. ¿No te paraste a pensar por qué no vino cuando nos encontrábamos cenando los tres? En todo caso quien le solucionó el problema fui yo. ¿No habría sido más lógico que nos invitase estando yo presente?

    Lógica aplastante, de aquella que le desarmaba, de aquella odiosa e inapelable que se le clavaba en los huesos cuando era su víctima. Lamentó profundamente su falta de concentración.

    –Su intención era tomar un vino... –respondió intentando dar la impresión de poseer una firmeza de la que no disponía en este momento–. Y eso fue todo. Me invitó, tomamos un vino y charlamos.
    –¿De qué? –Se apresuró a preguntar el padre Mauricio.
    –De nada en concreto. Me preguntó por material de Nuevo Vergel en el que supuestamente estaba interesada. Lo cierto es que no estaba tan al tanto del tema como lo estoy ahora. Me evadí lo mejor que pude.
    –¿Y?
    –Se sintió perpleja ante mi falta de interés por vender. Los arisios tienen sus propias normas sociales. Lo que a nosotros nos parece irrespetuoso a ellos no. Le dije que no me parecía correcto hablar de negocios cuando se había acercado a invitarme a un vino en pago a un favor previo que le habíamos hecho. No lo entendió.
    –Dejaste bien claro que no somos arisios y no entendemos sus costumbres ¿verdad? –Preguntó colérico el padre Mauricio–. Dejaste bien claro que acabamos de llegar de otro planeta. No te entiendo. Pareces comprender parte de la idiosincrasia arisia y sin embargo luego no usas tus conocimientos.
    –Le pareció extraño que pertenezcamos a Nuevo Vergel.
    –¡Por supuesto! –Bramó el padre Mauricio–. A cualquier idiota le parecería extraño. Tres extranjeros vagando por el desierto, tres extranjeros que pertenecen a la mayor empresa de prospecciones hidráulicas de Aris, que no quieren vender y no entienden de prospecciones, que no aprovechan la oportunidad que les brinda un colono de venderle sus productos en una tierra en las que las distancias entre dominios y poblaciones es inmensa, y los sistemas de transporte medievales. ¿Tú qué pensarías?
    –Pienso que le está dando demasiada importancia...

    El padre Mauricio suspiró profundamente. Entrecruzó los dedos de sus manos en actitud didáctica y tal vez conciliadora.

    –¿Recuerdas la academia? ¿Recuerdas que eres uno de los mejores agentes del Instituto? Los pequeños cabos sueltos son los que dan al traste con una misión... ¿Recuerdas? Nos lo tendrías que haber contado esa misma noche. Al día siguiente le habríamos abrumado con la mejor propaganda de nuestros productos; como consecuencia olvidaría su encuentro contigo la noche anterior, y asunto zanjado. Ella contenta; todos contentos. Me preocupas. Eres un buen agente.

    En otro tiempo, Di Stefano habría agachado la cabeza, habría mascullado alguna disculpa, y habría hecho votos públicos de superación. Pero ahora no. Había algo en lo que se confundía el padre Mauricio: ya no era agente del Instituto. No, al menos, en la medida en que lo había sido hasta hace poco.

    –¿Un buen agente? –Preguntó irónico Tanaka–. Permítame que lo dude. Jamás diría que, tan sólo, haya sido agente.

    Di Stefano no le contestó, ni tan siquiera le miró. Dirigió una mirada que intentaba ser cínica al padre Mauricio.

    –Creo que le da demasiada importancia. No es más que una colona prepotente con aires de grandeza. Lo que opine de nosotros carece de importancia. Son gente atrasada que vive en un lugar remoto, que no se comunica apenas con nadie, que se pone en guardia ante cualquier extraño. Supongo que nos encontraremos con mucha gente como ella cuando lleguemos a Tasidán. No veo el problema.
    –Tú pareces no ver nada ya... –le contestó el padre Mauricio.
    –Lo que no soy es un paranoico–replicó con rabia contenida–. Creo que usted está demasiado hundido en todo tipo de confabulaciones como para ver las cosas con la simpleza que requieren. Piensa que todo lo que le rodea forma parte de una trama perjudicial para sus intereses, como si las vidas del resto de los humanos de los planetas habitados formasen parte de ese plan. Yo también me asombro al conocer esa faceta suya, padre Mauricio.

    El viejo sacerdote asintió sombrío.

    –Prefiero no contestarte. Por el momento, limítate a comportarte como un verdadero profesional. Vas a cobrar por este trabajo. Hazlo bien... o espera las consecuencias.

    Di Stefano se levantó de su silla con brusquedad.

    –Que tengan buenas noches. Me retiro a descansar.

    Comenzó a caminar con pasos amplios y gesto airado hacia la escalera de bajada. No había llegado aún cuando oyó una voz que provenía de su espalda, y que sin duda se refería a él.

    –¡No se vaya, amigo! ¡Venga a la mesa!

    Se giró. La señorita Irulai, acompañada de tres individuos malcarados y fornidos, que le miraban fijamente con rostros pétreos, se encontraba de pie frente al padre Mauricio y Tanaka mientras le hacía ostensibles gestos con el brazo.

    –¡Venga, venga! Queremos hablar con ustedes... con los tres.

    Volvió raudo a la mesa. Las voces de la señorita Irulai habían conseguido que la atención de la cubierta recayera sobre él.

    –Siéntese.

    Los tres individuos de aspecto rudo acercaron unas sillas vacías de la mesa contigua y se sentaron a su lado, frente a Tanaka y el padre Mauricio. La señorita Irulai fue la última en hacerlo, justo al lado del viejo sacerdote, que miraba de soslayo a Tanaka.

    –Y ahora, mis queridos benefactores–comenzó con aire distendido la señorita Irulai– dígannos quiénes son.


    Episodio 21
    Negocios en el Anillo


    El padre Mauricio extrajo con lentitud, mostrando un rostro afable y sonriente, la documentación del bolsillo de su pantalón. La depositó sobre la mesa con suavidad.



    –Ya lo sabe usted, señorita, se lo dije en Danai, ¿recuerda?. Somos de Nuevo Vergel, prospecciones hidráulicas. Aquí lo puede ver.

    Uno de los acompañantes cogió la documentación del padre Mauricio. Se la dio a la señorita Irulai, quien tardó un instante en consultarla. Cuando hubo terminado, la depositó con desgana sobre la mesa.

    –¿Y éste, quién es? –Señaló a Di Stefano.
    –Usted misma lo podrá comprobar...

    Di Stefano hizo lo propio, bajo la atenta mirada de Tanaka y el padre Mauricio. La señorita Irulai prácticamente le arrancó su documentación de la mano. Se demoró más aún en la comprobación que con la del padre Mauricio. Al fin, la devolvió con aire resignado.

    –Ya no será necesario que el otro caballero también nos la enseñe... –dijo, señalando con el mentón a Tanaka–. Creo que he metido la pata.

    El padre Mauricio guardó su documentación con parsimonia.

    –Ahora nos gustaría que nos diera una explicación, señorita Irulai. Creo que nos la merecemos.

    La aludida resopló sonoramente, hinchando sus carrillos, con un gesto infantil y desenfadado.

    –Vaya, me equivoqué. Pero debe comprendernos. Los colonos soportamos fuertes tensiones. Cuando hablé la otra noche con este caballero...–señaló a Di Stefano nuevamente, ahora con más suavidad–, me pareció que me estaba engañando, que no pertenecía a Nuevo Vergel. De haber sido ciertas mis sospechas, teníamos que tomar nuestras medidas. Perdonen que no les haya presentado –con un gesto de sus brazos abarcó a sus tres acompañantes–. Son colonos, al igual que yo. Sus familias regentan dominios vecinos a los míos desde hace varias generaciones.
    –Ya... Encantados de conocerles –se apresuró a intervenir el padre Mauricio–. Comprendemos sus recelos. En cuanto a las fuertes tensiones a las que se refería... Se trata de los traficantes de esclavos, ¿verdad?

    Tanaka y Di Stefano no pudieron disimular una mirada de asombro dirigida al viejo sacerdote.

    –Sí, y a algo mucho peor... Ultimamente nos vemos obligados a intervenir más de lo que quisiéramos para defender nuestros derechos. Por una parte los tratantes de esclavos, que están diezmando las poblaciones del norte del Anillo para luego vender a la gente en las del sur... y luego esos prepotentes extranjeros que pretenden que les vendamos nuestra producción a precios irrisorios... demasiados acontecimientos para no estar alerta. Perdónenme, pero cuando les vi en Danai... ya pensé mal. Ninguna compañía manda tres representantes a Tasidán. Y mucho menos extranjeros. No creo que seamos tan importantes.
    –¡Ajá! Eso es lo que nos temíamos al salir de Pálasti, ¿verdad? –El padre Mauricio miró alternativamente a Tanaka y Di Stefano, que asintieron en silencio–. Pero no se preocupe, estamos acostumbrados. Hemos trabajado con anterioridad en otros planetas donde nos hemos encontrado recibimientos mucho peores... –sonrió como si recordase verdaderamente alguna situación anecdótica–. Somos nuevos en Fenai, pero le puedo asegurar que conocemos a la perfección nuestro trabajo. Las condiciones no difieren mucho de las que se pueden hallar en el desierto de Ubundi, en el planeta Canora. En cuanto a que vengamos tres... responde a un criterio de empresa que ni siquiera yo sé. Aunque mucho me temo que mi jubilación esté cercana y me hayan mandado como maestro de mis compañeros.

    Di Stefano miró con asombro al padre Mauricio, que había sabido controlar la situación desde el principio con una soltura y una maestría dignas de admiración, al igual que estaba llevando todo el asunto desde Pálasti... o incluso desde antes. Evidentemente, convencer a cuatro labriegos no era algo demasiado complejo, incluso más bien sencillo. Pero había que hacerlo como lo había hecho él, ni mejor, ni peor: perfecto. El dominio de la expresividad facial, la correcta entonación de la voz, la ausencia de movimientos bruscos... Perfecto.

    –Bueno, pues disculpen las molestias... –la señorita Irulai se encogió de hombros, intentando dar a entender nuevamente que lo había hecho por que no le quedaba más remedio–. Ahora les ruego en mi nombre y en el de mis vecinos que acepten tomar una botella de vino a modo de excusa.

    Uno de los colonos que la acompañaban se levantó e hizo señas al camarero. Di Stefano pudo ver cómo Tanaka se relajaba en su asiento. Seguramente acababa de soltar su arma.

    –Y dígame, señorita Irulai –preguntó con aire casual el padre Mauricio–. ¿Tan mal van las cosas por aquí? Comprenda nuestro interés. Tenemos que estar al tanto del terreno que pisamos.
    –Verdaderamente sí. Pero eso será cuando abandonen Tasidán y se adentren en los dominios. Ahí todavía queda algo de lo que podemos llamar orden. Después... las incursiones de Saim Nofel en busca de esclavos es algo que deberán tener muy en cuenta. No existe ninguna ruta que se libre de su presencia. Lo mejor que pueden hacer es ir prevenidos.
    –¿Armas?
    –Por supuesto, cuantas más tengan, mejor. Y dinero. Si son apresados y llevan encima una buena cantidad, lo más probable es que Saim Nofel les deje en libertad, sobre todo a usted –señaló hacia el padre Mauricio– a cambio de todo lo que lleven. En el mejor de los casos, serán pobres. Pero lo difícil es que sobrevivan hasta llegar a algún lugar habitado. Los dominios son extensos. No podemos controlar la totalidad del territorio que nos corresponde. Demasiado ocupados estamos en preservar el que vamos ganando al desierto.
    –Vaya, parece complicado hacer negocios en el Anillo.
    –Sí, lo es. Tanto como ver amanecer un nuevo día.
    –Bien, tomaremos las medidas oportunas –concluyó el padre Mauricio–. Aunque mucho me temo que no sean del todo suficientes.
    –Nunca se sabe. Si van bien armados, tres hombres como son, igual Saim Nofel prefiere buscar piezas más sencillas de obtener. Ahora, desde que tuvo algún que otro encontronazo con grupos armados de colonos y arrendados, parece que ha cambiado sus preferencias. Se acerca hasta el límite de las poblaciones y se lleva a los niños y a las mujeres.
    –¿Niños? –Di Stefano no pudo reprimirse.
    –Sí. Son más fáciles de vender, y sin duda mucho más útiles para sus intereses. Los niños son maleables, su resistencia es inútil, y sirven casi para cualquier cosa... Además crecen, y les queda mucha vida de trabajo por delante.
    –¡Dios mío!
    –¿Se asombra usted?

    El padre Mauricio intervino antes de que Di Stefano pudiera contestar algo.

    –No, no creo que mi compañero se asombre... ya estábamos más o menos sobre aviso. Simplemente ocurre que no estamos acostumbrados. Pero sabemos de esas bárbaras costumbres, no sólo aquí, sino en algún que otro planeta más.
    –Sí, desgraciadamente así es –comentó con un evidente tono de pesadumbre la señorita Irulai–. Pero al fin acabaremos con gente como Saim Nofel.
    –Eso espero.

    El camarero llegó con varias botellas de vino azul y vasos. Uno de los colonos, sin duda el más joven de todos (no debía pasar de los veinticinco años) dispuso las copas sobre la mesa y sirvió el vino.

    –Ahora brindemos por que todos los malos entendidos acaben como éste.
    –Acertado brindis... –comentó en voz alta Di Stefano, mirando fijamente al padre Mauricio.

    Elevaron sus copas. Irulai y los tres colonos, antes de bajarlas para beber, musitaron una frase rápida que les resultó ininteligible a los terrestres. Bebieron el vino de un solo trago.

    –Bien, ya hemos hablado de un problema que parece en vías de resolución –intervino alegre el padre Mauricio–, pero parece que aún queda otro. ¿Qué ocurre con esos extranjeros prepotentes de los que nos hablaba antes? ¿Son también colonos?

    La señorita Irulai chasqueó la lengua sonoramente antes de responder.

    –No. Y mucho me temo que no podrán hacer negocios con ellos –contestó sonriente–. Al menos eso creo.
    –Vaya. Yo que pensaba que podríamos ampliar nuestra clientela... Tomen nota, compañeros –palmeó la espalda de Tanaka y miró a Di Stefano–. Este es un trabajo arduo que exige planificación. Es difícil que las sorpresas agradables vengan hacia ti por sí solas. Lo que no entiendo, señorita Irulai, es a qué se dedican entonces. ¿Qué son, una especie de intermediarios o algo por el estilo?
    –Pues realmente no lo sé... Creo que nadie lo sabe con certeza. Compran gran cantidad de suministros de todo tipo, no sólo agrícolas. Pero no consta que dispongan de ningún dominio... no al menos por las cercanías. El problema es que, al comprar en grandes cantidades, exigen unos precios ridículos que apenas dejan beneficios. Y, al final, siempre hay alguien que se aviene a vender. Esto es una cadena. Si los que les venden suministros, material, piezas, no tienen beneficios, nosotros los colonos hemos de rebajar el precio de nuestros productos de consumo interno para que nos los compren... aunque nos neguemos, a su vez siempre hay alguien que acaba vendiendo. Y todos perdemos.
    –¡Vaya! Curioso comportamiento. Bastante desleal, en una zona como ésta, donde debería imperar el sentido común y la solidaridad. Si son de dominios alejados... ¿No les sería más rentable, por los desplazamientos, me refiero, ir a comprar suministros a otras poblaciones que les resultasen más cercanas?
    –No sé qué contestarle... ignoro dónde se puede encontrar la ubicación de sus dominios, si es que los tienen. Recuerdan a las hordas de Saim Nofel. Vagando por las poblaciones y los dominios, internándose en el desierto como fantasmas... En ocasiones creo que viven en mitad del desierto, del Desierto Central de Fenai... imposible, ¿verdad?

    El padre Mauricio estalló en una carcajada que pareció sincera. Los tres colonos le acompañaron.

    –Gracioso. Sí, señorita Irulai, gracioso. Estamos descubriendo que es usted una persona dotada de un notable sentido del humor para vivir en un sitio tan duro como éste. Indudablemente, tiene un gran mérito.
    –Por supuesto, es broma... –continuó con una sonrisa dulce en sus labios–. Pero he visto planear sus vehículos aéreos sobre mis campos. Y le puedo asegurar que se dirigían al fondo del desierto. Dónde, no lo sé. Pero sí al desierto. Y allí, después del linde de mi dominio no hay más que arena, y pasarán muchos años hasta que se pueda asentar algún colono. Y no consta en los archivos que haya habido nuevas cesiones por parte del gobierno en esta zona. Y menos allí.
    –Bueno, no se ponga tan seria –espetó en tono conciliador el padre Mauricio–. Por lo que a nosotros respecta, desistimos de hacer negocios con esos caballeros. Y ahora, bebamos.

    Al padre Mauricio le brillaban los ojos cuando miró a Di Stefano al hacer el brindis. Este se apoyó indolente en el respaldo de la silla, el rostro serio, pero con una evidente satisfacción dibujada en él. Tanaka asintió, imperceptible pero solemnemente, en su dirección.


    Episodio 22
    Tasidán


    ...Un viaje por las poblaciones del Anillo puede ser bastante más interesante y menos duro de lo que en principio pudiera pensarse, incluso para personas poco o nada dadas a la aventura. Partiendo desde Tasidán, al norte, o Marfang, al sur, nos encontramos, en cualquiera de los sentidos de marcha que tomemos, poblaciones de mayor envergadura que el resto, como las propias Tasidán y Marfang. Estas poblaciones, que sirven de apoyo administrativo e incluso logístico a las demás, se encuentran situadas estratégicamente cada diez o quince localidades más pequeñas, y en ellas el viajero puede encontrar prácticamente todo lo que necesita para continuar con su periplo, así como algunos establecimientos hoteleros de aceptable calidad. Pero tampoco debemos olvidar dónde estamos. El viajero deberá prescindir de algunas costumbres que en cualquier otro lugar serían consideradas básicas, y que aquí no dejan de ser más que meros caprichos. Y recuerde: cualquier comparación es odiosa, y más aquí. No pretendo engañarles, ni hacerles crear falsas expectativas. Deduzcan ustedes por sí solos cuando, por ejemplo, les digo que Tasidán, a la que se le puede considerar la mayor y más importante de todas cuantas poblaciones componen el Anillo, cuenta únicamente con un censo de población que no llega a los veinte mil habitantes. Pero no se desanimen, amigos. Animo, y emprendan con buen humor el viaje, algo que sin duda les hará falta en alguna ocasión.

    F. Rapang. Extraído del prefacio a la GUÍA ÚTIL DEL ANILLO DE POBLACIONES DEL DESIERTO. Ediciones El viajero arisio. Pálasti, 210.

    Amo tu soledad virginal y mística
    tu soledad repleta de lejanía y olvido,
    tu soledad de arena y huracanes,
    de polvo de huesos calcinados,
    de ideas y de sueños perdidos.
    Amo tu totalidad, que es locura;
    tu extraña existencia que es un desafío
    a la cordura de los dioses de los hombres
    que te olvidaron
    tras haber modelado
    tu osamenta de piedra machacada.
    Amo tu rítmico latido de madre ingrata
    de bestia, de ángel, de mar sin corazón.
    Amo tu íntegro vacío,
    tan lleno de vida por ser muerte,
    que la muerte pierde su sentido.

    Bula Kavic. SUEÑOS DE ARIS, Rima XIII. (Poema dedicado al Desierto Central de Fenai.)


    Ahí está. Tasidán.



    Irulai apuntaba con su brazo extendido en dirección a una ocre mancha en la lejanía que apenas se distinguía del desierto. Al contrario que en la partida, la cubierta del vehículo – caravana se hallaba casi despejada. Unicamente los tres terrestres, la señorita Irulai, y un par de familias de colonos, se encontraban contemplando bajo la penumbra protectora de las sombrillas la aproximación del estrambótico monstruo hacia el destino final del trayecto. Con toda seguridad, la mayoría de los viajeros conocía demasiado bien Tasidán como para prestarle atención en estos momentos.

    –Allí... ¿ven ustedes? Detrás de la ciudad... allí comienzan los dominios.

    Se había puesto de puntillas y volcado su cuerpo hacia delante, como si así verdaderamente pudiera elevarse lo suficiente para que su visión traspasara Tasidán y se posara en unas indecisas manchas parduscas que se extendían más allá de la ciudad, que pasarían de otro modo totalmente desapercibidas para cualquiera. Permanecieron varios minutos apoyados en la barandilla de la cubierta, contemplando el horizonte confuso, intentando vislumbrar aquello que tan enfáticamente les mostraba Irulai.

    El vehículo rodaba rápidamente por una pista de arena aplastada que había comenzado a existir en algún punto indefinido del desierto varios kilómetros atrás. Ahora comenzaban a percibir el cambio: acostumbrados al traqueteo perenne, a los desniveles, bancales y baches meteóricos, comenzaban a sentir una extraña sensación, como si se encontrasen absolutamente parados, no en movimiento, pese a que la velocidad a la que navegaban era bastante superior a cualquiera de las que hubiera alcanzado el vehículo – caravana en cualquier otro momento de su travesía. Di Stefano miró hacia el firme que pasaba rápido bajo ellos, como si así quisiera corroborar que en verdad se estaban moviendo.

    –Bien, señorita Irulai, debemos retirarnos a preparar nuestro equipaje–el padre Mauricio extendió su mano–. Si no nos vemos en Tasidán, no se preocupe: figura en el primer lugar de la lista de los clientes que iremos a visitar.
    –Eso espero–replicó seria–. Cuando salí del dominio hacían falta recambios para las bombas de los evaporadores... por favor, no lo olviden. Y, tal vez, ahora sean necesarias bastantes más piezas. Estamos trabajando a tope y el desierto es demasiado voraz.
    –No lo será tanto con nuestros nuevos materiales–el padre Mauricio le dedicó la mejor de sus sonrisas–. Tendrá ocasión de comprobarlo sobradamente. Hasta la vista, pues.

    Llegaron al camarote esquivando a los viajeros que corrían de un lado a otro ultimando los preparativos para el desembarco. Tanaka, inmóvil como una estatua de mármol, esperaba en pie frente al ojo de buey, observando el horizonte donde Tasidán comenzaba a ser algo más que un borroso espejismo y se iba convirtiendo en una realidad, aunque no menos fantasmal. Al percatarse de la presencia de sus dos compañeros, se volvió hacia el padre Mauricio apuntando con su dedo hacia la ciudad que se formaba entre la arena.

    –¿Es eso?

    El padre Mauricio no le prestó demasiada atención.

    –¿Qué esperaba? –Fue su escueta respuesta.

    Tanaka se giró para volver a mirar el exterior. Di Stefano le observó en silencio; al entrar no se había fijado, pero ahora sí: tenía la maleta agarrada por el asa, colgando cercana a su rodilla derecha. Era tan habitual la imagen, llevaba la maleta con tanta naturalidad, que para distinguir diferencia alguna cuando no la llevaba debía mirar al final de su brazo para comprobarlo. Parecía tratarse de un apéndice de su anatomía que, en ocasiones, disimulaba a la perfección bajo la ropa.

    –¿Tienen todo preparado?

    Di Stefano y Tanaka asintieron en silencio.

    –Hagamos una comprobación final.

    Colocaron su equipaje de mano en el centro del camarote; miraron debajo de las camas, en los cajones, en el cuarto de aseo.

    –Todo en orden.
    –Vayámonos, pues.

    Abandonaron el camarote y salieron al pasillo, donde las azafatas se afanaban a voz en grito en controlar la sinuosa cola de viajeros que esperaban impacientes el momento de descender. Poco a poco fueron avanzando. Llegaron al fin a una de las salas de espera, donde se detuvieron finalmente. La luz entraba matizada y suave a través del ventanal. Se acercaron a observar; unas parcas y achaparradas edificaciones de adobe a las cuales se dirigía el vehículo a toda velocidad eran el cartel de bienvenida a Tasidán.

    –Un par de minutos, por favor. Ya estamos llegando.

    El vehículo comenzó a girar; oyeron el inconfundible ruido de las sombrillas al plegarse, seguido del rumor profundo que les llegaba de debajo de sus pies al accionarse los frenos que tendrían que detener el fabuloso empuje. Al fin, después de un bufido de bestia moribunda, se detuvieron por completo.

    –Por favor...

    La azafata iba indicando el camino con su brazo extendido y una sonrisa estúpida, como si todos los viajeros no supieran después de la travesía dónde se encontraba la salida. Siguieron la corriente humana hasta llegar al recibidor principal de la nave. En la escalerilla de bajada otra sonriente azafata les despedía.

    –Esperamos que el viaje haya sido de su agrado. Buenos días.

    Bajaron. Frente a ellos se abría una galería abovedada formada por columnas de adobe, bajo cuya sombra protectora esperaba un centenar de personas, que buscaban con la mirada entre los viajeros que descendían del vehículo.

    El padre Mauricio abrió la comitiva con paso firme. Traspasaron la barrera humana en silencio hasta llegar a la sala principal de la estación. El padre Mauricio dejó su equipaje sobre el suelo, extrajo de un bolsillo de su pantalón un papel, lo abrió con cuidado, y lo leyó.

    –No hay tiempo que perder. Vayamos a las oficinas de Nuevo Vergel.

    Cruzaron el vestíbulo a paso rápido y salieron al exterior. Indudablemente se estaban acostumbrando a Fenai y a su calor: apenas sintieron alguna molestia cuando abandonaron el vehículo fresco y umbrío para posar sus pies en la tierra calcinada, ni ahora que dejaban la protección umbría de la estación. Frente a ésta, recortándose contra la luminosidad hiriente que parecía provenir de todos los puntos del exterior, del cielo limpio, de los chatos edificios, del suelo terroso, esperaban cuatro o cinco vehículos. Eran simples carromatos de madera, de cuatro ruedas, estacionados bajo toldos de lona que sobresalían del edificio de la estación, proporcionando sombra a los aledaños. Los coches, tirados por unos animales similares a los camellos, olían fuertemente a orín. En el pescante del primero de la fila dormitaba sudoroso su conductor.

    –¡Amigo! ¡Eh, oiga!

    El padre Mauricio zarandeó al conductor. Este despertó sin sobresaltos, abrió lentamente unos ojos de pez y les miró.

    –¿Quieren ir a algún sitio? Pues suban.

    Los asientos eran duros e incómodos; tenían un tacto pegajoso que hizo que Tanaka dibujara en su rostro hierático una mueca de repugnancia. El padre Mauricio le dio la dirección al conductor.

    –¡Arre, eppa!

    El animal comenzó a caminar con pasos espaciados y largos, imprimiendo un ritmo espasmódico al vehículo. Un penetrante olor pestilente pareció emanar de las grupas del animal cuando éste comenzó a moverse. La gente en las calles se apartaba a su paso.

    Aunque Tasidán no podía ser considerada en forma alguna una ciudad, no por ello carecía de vida: cientos de tenderetes se abrían a las calles, la población parecía activa y más numerosa de lo que podría pensarse y, en definitiva, poseía la animación propia de una localidad de importancia entre sus vecinas. Se internaron en un laberinto de calles, todas iguales entre sí, donde apenas se podía diferenciar un edificio de otro. La arquitectura de barro es solidaria, igualitaria –pensó Di Stefano–. Por mucho que un edificio se quisiera distinguir en suntuosidad o refinamiento de otro más modesto, la diferencia no podía encontrarse a simple vista. Ninguno superaba los cuatro o cinco pisos de altura como máximo, y solían estar rematados por terrazas cubiertas con toldos, donde sus habitantes disfrutaban de la noche del desierto. Las fachadas de barro se sucedían unas a otras con monotonía, para desgracia de algunos artistas locales que habían dejado el sello de su arte en forma de tracerías o arabescos modelados en la misma, y que se perdían entre el fulgor del sol, la opacidad de la sombra o la monocromía imperante.

    El edificio de Nuevo Vergel era uno de tantos. La única diferencia estribaba en los soportales de entrada: en ellos, a diferencia del resto, no había tenderete ni vendedor alguno, si no un amplio y único ventanal donde se exponían motores y piezas varias. Descendieron del vehículo y se pararon frente al establecimiento. El padre Mauricio no se vio en la obligación de decir algo a sus dos compañeros: sabían que era él quien llevaba la voz cantante en todo este asunto. Entraron. En el interior de la delegación de Nuevo Vergel se encontraron con una pequeña sala de recepción y una escueta oficina. La figura de un hombre mayor, casi anciano, impecablemente vestido con un traje terrestre, les esperaba de pie tras un mostrador. En cuanto les vio traspasar el umbral de la puerta salió a su encuentro.

    –Les estaba esperando, señores. Pasen por aquí.

    Salió por una puerta trasera. El padre Mauricio se puso a su altura y comenzó a hablar con él en voz baja. Tanaka y Di Stefano les siguieron unos pasos atrás. Accedieron a un taller – almacén donde se acumulaban encima de las mesas infinidad de piezas y motores destripados. Una docena de personas se afanaban en los mismos. Di Stefano, al pasar cerca de la mesa donde estaban reparando uno, reconoció involuntariamente el modelo y repasó mentalmente sus propiedades. Sonrió.

    –Bien, señores, éste es el vehículo que les podemos prestar–el hombre que les había recibido acababa de terminar su breve charla con el padre Mauricio y ahora se dirigía directamente a ellos dos–. Es de lo mejor que se puede encontrar por aquí. Cuídenlo.

    Ni siquiera les había mirado a la cara a ninguno de los dos al hablarles. Dio la mano al padre Mauricio y retomó el camino hacia la oficina.

    –No es conveniente que nos vayamos ahora mismo–comentó el padre Mauricio mientras acariciaba la carrocería del vehículo–. Al menos deberíamos dar una vuelta por Tasidán, comer algo y descansar. Cuando nos encontremos con más fuerzas y ganas emprenderemos viaje.
    –¿No deberíamos partir ya?

    Tanaka hizo la pregunta molesto, como si en verdad sintiera profundamente no partir en ese mismo instante.

    –No–contestó rotundo el padre Mauricio–. Nuestros planes no se verán alterados en absoluto. Me esperaba un modelo más antiguo y lento. Con éste podremos avanzar mucho más rápido de lo estimado.

    El almacén se abría a la calle por un portón de carga y descarga. El padre Mauricio cogió su equipaje y caminó hacia la calle con decisión. No había más que decir.


    Episodio 23
    Encuentro en el desierto


    La noche había caído sobre Tasidán. Ahora, después de una ducha, comida, y un breve descanso, se encontraban más frescos de cuerpo y mente para ponerse en camino hacia ninguna parte en concreto. Di Stefano había dado la razón íntimamente al padre Mauricio: empezaba a sentirse cansado de tanto viaje, de tantos lugares, de aquel frenético ir de un lugar desconocido a otro, sin tiempo para nada más que la misión. El cerebro y el cuerpo humanos necesitan una aclimatación, aunque sea corta. Viajar por aquel planeta asombroso sin tan siquiera digerir las impresiones que produce es contraproducente tanto para la mente como para el cuerpo. En cualquier momento puede llegar un soplo de fatiga mental; acostumbradamente cuando menos se espera y más daño produce.



    El vehículo descansaba en el almacén de Nuevo Vergel, donde apenas un par de hombres seguían trabajando. Entraron y saludaron; ninguno de los dos les devolvió el saludo y siguieron afanados en su trabajo, ajenos totalmente a su presencia, como si no existieran o no pudieran verles. Se acercaron al vehículo aéreo. Era bastante parecido a cualquier utilitario aéreo terrestre, pero con algunas variaciones hechas para acostumbrarlo a las duras condiciones en las que tenía que trabajar: en general producía la impresión de ser más robusto y fiable que cualquier modelo conocido, más espartano, pero también más fuerte.

    –Subamos.

    Las puertas se abrieron silenciosas, dos a cada lado. El interior, diseñado para cuatro personas, era amplio y espacioso, con asientos cómodos. El padre Di Stefano se dirigió a la parte posterior del vehículo y accionó un mando. El portón trasero se abrió, dejando ver el interior del maletero abarrotado de cajas y bultos.

    –Perfecto...

    Cogió el equipaje suyo y el de sus dos compañeros y lo echó sobre las cajas. Tanaka se acercó y depositó con cuidado el maletín. Cerró el portón.

    –Bien, ya tenemos todo. Usted, Tanaka, conducirá, al menos el primer turno. Yo iré a su lado. Di Stefano será el más afortunado de los tres... dispondrá de los dos asientos traseros para él solo.

    Subieron. Tanaka ocupó el asiento del conductor. Inspeccionó el tablero de mandos del aparato mientras el padre Mauricio y Di Stefano se acoplaban en sus respectivos asientos. Cerró las puertas del vehículo.

    –Cuando quiera.

    El padre Mauricio hizo un gesto con la mano conminándole a arrancar. El vehículo emitió un sonido leve, casi como un suspiro, y se elevó del suelo. Tanaka lo guió hasta la salida del taller–almacén. En la calle silenciosa y solitaria lo elevó hasta alcanzar una altura de treinta metros. El padre Mauricio encendió una luz interior.

    –Bien. Deténgalo aquí un momento.

    Tanaka hizo que el vehículo permaneciera estático, colgado del aire. Di Stefano se arrimó hacia los asientos delanteros.

    –Bueno, esto es lo que tenemos por ahora. Este vehículo, como ya dije antes, es mejor del que yo pensaba que nos íbamos a encontrar. Está dotado de todos los mecanismos existentes en el mercado para ayudarnos en nuestra búsqueda. Tiene una velocidad punta de cuatrocientos kilómetros por hora, lo que nos puede venir muy bien llegado el momento... así como dispositivos de auto–defensa. ¿Ven este panel que tengo frente a mí?

    Di Stefano lo recordaba bien: él tuvo uno idéntico acoplado en su vehículo. Servía para localizar objetivos... y hacerlos volar por los aires a través de un cañón acoplado en el frontal del vehículo.

    –Además disponemos de comida y bebidas, así como de ropa de abrigo y materiales de auxilio–señaló con el pulgar hacia el maletero–. Esta gente de Nuevo Vergel trabaja bien. Es seria.
    –¿Llevamos piezas hidráulicas?–Preguntó no muy convencido Di Stefano.
    –Por supuesto. No nos podríamos olvidar de los recambios para los evaporadores de la señorita Irulai... a quien tal vez tengamos que hacer una visita.

    Di Stefano miró hacia Tasidán, desparramada bajo sus pies como un informe montón de barro sucio.

    –¿Cuál va a ser nuestro siguiente paso?
    –Situarnos y esperar–contestó el padre Mauricio–. Esperar a que pase algún vehículo camino al desierto... y seguirle a una prudente distancia. En el caso de que no ocurra algo así, lo que es probable, comenzar la búsqueda volando bajo... y peinar el desierto.
    –¿Adónde nos dirigimos? –Preguntó Tanaka.
    –De momento, a la frontera del dominio Irulai.

    El padre Mauricio acompañó sus palabras con un golpe en la espalda de Tanaka conminándole a continuar. El vehículo comenzó a deslizarse silencioso sobre Tasidán hasta que la modesta ciudad quedó atrás engullida por el desierto.

    Llevaban treinta y seis horas de espera con el sistema de rastreo del vehículo accionado, pendientes del cielo día y noche. Pero no habían tenido ni la más mínima señal de que en el limpio y brillante cielo que descansaba sobre sus cabezas algún artefacto hubiera volado. Tanaka no se molestaba en ocultar su insatisfacción: al principio más sutilmente, ahora con total descaro, le recriminaba al padre Mauricio la falta de acierto que había tenido quien había escogido este plan de acción. A Di Stefano le divertían las escenas entre sus dos compañeros; por primera vez en toda la misión el padre Mauricio había fallado estrepitosamente. Podrían permanecer ahí hasta que el universo se agotase... lo más probable es que no vieran ninguna nave.

    Habían terminado de comer sus raciones de alimento, incómodamente instalados en el interior del vehículo que les protegía del tremendo calor. Tanaka bajó la ventanilla de su puerta con la intención de tirar los restos fuera. Un chorro de fuego devoró el aire climatizado del interior.

    –Está bien. Vayámonos.

    El padre Mauricio había pronunciado las palabras mirando a la pantalla del sistema de rastreo, sin levantar la vista un sólo momento, como si estuviera hablando consigo mismo, corroborando una decisión tomada tiempo atrás.

    –¡Por fin! –exclamó Tanaka–. Creí que se me iban a licuar los huesos aquí parados.
    –Será lo mejor–continuó el padre Mauricio–. Aunque nos espera una tarea más dura aún. En cualquier caso, al menos estaremos moviéndonos. Puedo constatar que no sois hombres lo suficientemente pacientes.

    Tanaka no esperó y elevó el vehículo sobre la ardiente arena. Cuando se vio a una decena de metros del suelo, respiró hondo.

    –¿Al norte?
    –Estoy trazando posibles rutas en el rastreador...–masculló el padre Mauricio–. Las seguiremos por riguroso orden. Así nos evitaremos pasar dos veces por el mismo sitio.

    El vehículo fue cogiendo velocidad a buen ritmo: Tanaka aceleraba con una evidente sensación de placer. Di Stefano, mientras tanto, seguía apoyado en el asiento trasero, al tanto de las maniobras y palabras de sus dos compañeros, pero en esencia ausente. Desde el principio se había cuestionado su presencia en la misión; ahora estaba claro que sobraba. Seguía sin concebir en qué podía colaborar tan decisivamente como para que le pagaran cuatro millones de geas.

    Bajo ellos, el desierto discurría uniforme como si estuvieran sobrevolando una gigantesca cartulina de papel. El padre Mauricio había instado a Tanaka a que bajase la velocidad; a partir de este instante el Centro se podría encontrar en cualquier sitio, y la más insignificante anomalía que vieran podría ser fundamental para encontrarlo.

    Unas horas después comenzaba a oscurecer sobre el desierto; el padre Mauricio bostezó sonoramente y señaló hacia un grupo de rocas que se elevaban solitarias hacia el este rompiendo la monotonía del paisaje.

    –Mira allí –dijo, señalando hacia la formación–. Ese es un buen sitio para pasar la noche... será mejor que bajemos. Creo que ha llegado la hora de preparar una buena cena y de descansar.

    El vehículo descendió describiendo un amplio arco sobre los roquedales solitarios. Cuando estaba a punto de terminar su trayectoria descendente, Tanaka volvió a elevarlo bruscamente.

    –¿Han visto eso?

    El padre Mauricio y Di Stefano miraron a través de las ventanillas. Abajo, entre la formación rocosa, restallaba el fulgor inconfundible de varias hogueras. Un numeroso grupo de personas se arremolinaban en torno a los fuegos. Una manada de unos veinte camellos de Aris permanecía encerrada en el centro de un círculo formado por varios carromatos.

    –¿Quiénes pueden ser? –preguntó Tanaka.
    –Sean quienes sean, lo mejor será que no nos vean... –musitó el padre Mauricio bajando el tono de su voz, como si aquellos desconocidos que se calentaban al fuego cincuenta metros bajo ellos pudieran oírle.
    –¿Qué hacemos? ¿Desciendo? Podemos situarnos a una distancia prudente...
    –No hay nada cerca de aquí que nos pueda proteger...–comentó Di Stefano, mientras miraba en derredor.
    –De momento, alejémonos del lugar... fuera de su vista.

    Tanaka pilotó el vehículo hacia el oeste, hasta llegar a la zona desde la cual habían visto la formación rocosa, donde no se llegaba a apreciar el vivo rojo de las fogatas. Era de suponer que estarían fuera del campo de visión de los desconocidos de abajo. Los silenciosos motores lo fueron aún más: el vehículo aéreo quedó suspendido en el aire.

    –No tenemos nada que temer...–comentó Tanaka, acariciando la pantalla del sistema de autodefensa–. Podemos ir allí y preguntarles quiénes son.
    –No será necesario, creo que ya lo sé–dijo el padre Mauricio rascándose el mentón–. ¿Se acuerdan de los tratantes de esclavos que tanto preocupan a los colonos? Creo que les hemos encontrado...
    –Hum...–musitó Di Stefano–. En ese caso llevarán armas... deberíamos alejarnos lo máximo posible.
    –En absoluto–replicó Tanaka–. Son gente que conoce este desierto mejor que nadie. Ellos tienen que saber dónde se encuentra el Centro, estoy seguro. Padre Mauricio, lo mejor será no perderles de vista.

    El padre Mauricio asintió.

    –No les perderemos de vista, pero tampoco nos dejaremos ver. Estaremos a una distancia prudente de ellos... aprovecharemos la ocasión propicia para capturar a alguno y preguntarle por el Centro.
    –¿Nos quedamos aquí, pues? –preguntó Tanaka.
    –No. Alejémonos más hacia el oeste.

    El vehículo se alejó silencioso hacia poniente. Desde allí ya no se podía distinguir la masa informe de rocas.

    –Desciende hasta unos diez metros del suelo.

    Tanaka cumplió la orden resuelto. El vehículo quedó oculto de las posibles miradas de los moradores del campamento tras una enorme duna.

    –Nos turnaremos durante la noche–dijo el padre Mauricio–. Esta duna puede variar de forma, o incluso desaparecer mientras dormimos. Por ningún motivo debemos permitir que amanezca y nos vean.
    –Estoy totalmente de acuerdo–comentó Di Stefano–. Yo, por mi parte, no me alejaré de mi arma. No me gustaría que nos sorprendieran en pleno sueño.
    –No veo el modo para que trepen por el aire hasta nosotros... –le contestó sardónico Tanaka, contemplando a través de la ventanilla la arena oscura.
    –No obstante, lo prefiero así.
    –Bueno, ahora descendamos durante algunos minutos... –dijo risueño el padre Mauricio– y satisfagamos nuestras necesidades corporales. Bajo ningún concepto volveremos a bajar durante la noche. Y, por supuesto, no se alejen de sus armas.


    Episodio 24
    Esclavistas


    La noche había transcurrido con más lentitud de lo que en un principio sospecharon. El sol, ante ellos, comenzaba a elevarse por fin sobre el mundo. Ninguno de los tres había podido conciliar totalmente el sueño; como mucho habían dormitado durante algunos minutos seguidos, para despabilarse sobresaltados y atisbar en la negrura algún posible indicio indeseado. Las huellas de la agitada noche se apreciaban claramente en sus ojos abotargados. Di Stefano ironizó con una idea: con sumo gusto, cambiaría un par de millones de geas por una ducha y ropa limpia. A ser posible en su casa de la civilizada y lejana Lagos.



    –Bajemos. Pongámonos justo detrás de la duna.

    Tanaka llevó el vehículo aéreo hasta hacerlo posar sobre la arena. La duna, que desde la altura no dejaba percibir la totalidad de sus dimensiones, resultó casi del tamaño de una montaña. Aunque el viento nocturno la hubiera menguado, o variado su forma, se trataba de un imponente farallón protector. Desde detrás de la misma sería imposible que les vieran.

    –Suba a inspeccionar, Tanaka.

    Tanaka abrió de mala gana el portón trasero del vehículo y extrajo unos prismáticos de una de las cajas. Comenzó la ascensión clavando sus piernas en la arena hasta las rodillas y maldiciendo entre dientes. Cuando se había alejado varios metros, el padre Mauricio se dirigió a Di Stefano en voz queda, sin apartar los ojos de Tanaka.

    –Quiero hablar contigo...

    Di Stefano se acercó. Miró entre intrigado y extrañado a su viejo amigo.

    –Te lo advertí en una ocasión, ¿recuerdas? –el padre Mauricio seguía mirando fijamente hacia Tanaka, que continuaba la penosa ascensión– Manténte alerta. Tanaka te la va a jugar de un momento a otro.
    –¿Qué quiere decir?
    –¡Oh, vamos! –respondió el padre Mauricio–. ¿Quieres decirme que no te estás dando cuenta? Tu información era correcta... una vez demostrado ese punto no existe la necesidad de que continúes en la misión. ¿Entiendes?

    Di Stefano agarró con firmeza, casi con furia, el brazo del padre Mauricio.

    –¿Qué pretende decirme?

    El padre Mauricio se desasió con un tirón seco.

    –Estás perdiendo facultades... Creo que ya te he dicho más que suficiente para que te hagas una idea. Ten cuidado.
    –Me quieren eliminar...¿no es cierto?

    El padre Mauricio le miró con ojos tristes.

    –Es fácilmente deducible.
    –Y usted lo sabe desde el principio.

    Tanaka había llegado a la cúspide de la duna y enfocaba sus prismáticos hacia la formación rocosa, tumbado sobre la arena.

    –Nunca tuve la evidencia, pero sí cierta incertidumbre... Creo que Tanaka tiene alguna orden concreta al respecto. Aunque te juro que yo la desconozco.

    Di Stefano le miró con rabia.

    –Es de suponer que tenga que estarle agradecido. Estoy embarcado en esta aventura gracias a usted.
    –Con sinceridad, en tu posición yo lo estaría.

    Tanaka bajaba la duna a trompicones y saltos, haciendo desplazar la arena a cada paso.

    –Te aprecio. Por eso te aviso.

    Se plantó ante ellos eufórico y agitado.

    –Ya han levantado el campamento. A simple vista he calculado unas doscientas personas y cerca de veinte carromatos tirados por esos animales tan repelentes. Y...¿a que no saben hacia dónde se dirigen?

    Di Stefano y el padre Mauricio le miraron con expresión interrogativa.

    –Al norte. Han enfilado justo hacia el norte.
    –Paciencia, Tanaka–dijo el padre Mauricio dándole la espalda–. Desayunemos primero. Una vez se hayan alejado lo suficiente les seguiremos.

    Seguían la caravana unos cuantos kilómetros atrás, volando casi a ras de suelo a la misma velocidad que los camellos de Aris imprimían a los carromatos. Su destino estaba claro: se dirigían directamente al sur, a algún lugar impreciso en mitad de ninguna parte. Di Stefano miraba continuamente la caravana, asomado a la ventanilla y pegado a sus prismáticos. En ocasiones, parecía que iba a realizar un giro brusco a izquierda o derecha; vadeaban alguna duna y volvían otra vez a tomar su rumbo. El vehículo repetía la misma maniobra, siguiendo literalmente la estela que iban dejando las pezuñas de los camellos.

    Di Stefano, meditabundo, miraba en ocasiones la nuca del padre Mauricio y recordaba las admonitorias palabras de la mañana. Ya le había advertido en el vuelo desde Pálasti a Danai... pero Di Stefano se encontraba confuso y extraño, y no había otorgado la importancia debida a tal aviso. Ahora comprendía muy bien la situación, ahora intuía el porqué de haber mandado tres hombres a una misión. Uno de ellos sobraba: él. La misión serviría indirectamente para deshacerse de un elemento indeseable. Conocía todo el asunto desde el principio y de primera mano. Debería haberlo intuido, debería haber abandonado la misión mucho antes, haberse perdido en Danai, haber escapado para siempre. Por eso había insistido tan denodadamente el padre Mauricio en la reunión de Pálasti en que les acompañara... tal vez por que él sí intuyó que desde ese mismo instante estaba peligrando su vida, y esa era la única forma de salvarla, al menos momentáneamente. De no haber alcanzado un acuerdo con Mbar en la reunión de Pálasti, esa podría haber sido la última noche de su vida. El Instituto no trabaja dejando cabos sueltos en forma de traidores que conocen toda la verdad. Y él se había convertido en un traidor. Lo más probable era que Tanaka se deshiciera de él en cuanto avistasen el Centro, incluso antes. Debería estar alerta.

    A la caída de la tarde, cuando las sombras se adueñaron de golpe del Desierto Central, vieron frente a ellos el resplandor vivo de nuevas hogueras: la caravana se había detenido. Tanaka guió la nave, elevándola algunos metros del suelo, hasta una duna protectora. El padre Mauricio se acopló los prismáticos y los enfocó hacia el grupo.

    –Están desplegando tiendas de campaña.

    Unas veinte o treinta tiendas de tela de colores chillones comenzaban a ser elevadas sobre el océano de negra arena. Los carromatos formaban un círculo dentro del cual hombres y animales se preparaban para la noche. En el centro del círculo un grupo numeroso de personas formaban una abigarrada piña. Permanecían inmóviles y estáticos, mientras a su alrededor hombres y bestias iban de un lado a otro.

    –Observen esto...

    Di Stefano y Tanaka apuntaron sus prismáticos hacia el campamento. El grupo al que se refería el padre Mauricio estaba formado por niños y mujeres en su mayoría, y su homogeneidad externa era debida a unas cadenas de hierro que les unían por los pies. Todos permanecían cabizbajos y tenían un aire ausente. Simples harapos les cubrían de la intemperie.

    –Bien –comentó risueño el padre Mauricio–. No cabe la menor duda. Nos hemos encontrado con nuestro amigo Saim Nofel.

    Di Stefano no pudo evitar una mueca de desagrado. Tiró sus prismáticos con violencia sobre el asiento.

    –Propongo que vayamos durante la noche y les liberemos. Usaremos el armamento del vehículo.

    Tanaka frunció el entrecejo y dibujó en su rostro una muestra de incredulidad.

    –¿Liberar? ¿A quién?
    –A los esclavos –sentenció solemne Di Stefano.
    –No veo la necesidad.
    –Usted es religioso... ¿no es cierto? Todos somos religiosos ¿no? –Di Stefano se dirigió directamente al padre Mauricio–. Es nuestra obligación.

    El padre Mauricio agachó la cabeza y entrecruzó los dedos de sus manos. Suspiró.

    –Tenemos una misión que cumplir... esa es nuestra principal y en estos momentos única obligación para con la Iglesia.
    –¿En qué podría entorpecer la misión? –preguntó, elevando notoriamente el volumen de la voz.
    –No podemos liberarles... –el padre Mauricio, por el contrario, suavizó su voz hasta hacerla meliflua–. Por nuestra parte, nada podemos hacer por esos infelices. Supón que los esclavistas también tienen armas modernas y dañan el vehículo. Supón que nos dañan a alguno de nosotros... o a los tres. Y entonces se terminó la misión que hemos venido a realizar.
    –Es demasiado suponer.
    –¿Y qué haríamos después con ellos? –preguntó colérico Tanaka, que se había girado en su asiento para mirar directamente a los ojos de Di Stefano–. ¿Abandonarles a su suerte en el desierto? ¿O tal vez pretendes que les llevemos a su casa?
    –Tienen los carromatos de los esclavistas.
    –¿Y si no hay suficiente agua y alimentos para un viaje de vuelta?

    Di Stefano calló. Cogió sus prismáticos y volvió a enfocarlos hacia el campamento. El grupo de esclavos permanecía en el mismo sitio que antes; ahora se habían sentado en el suelo.

    –No podemos hacer nada, y nada haremos al respecto–intervino el padre Mauricio–. Continuaremos siguiendo la caravana.
    –¿Piensa lo mismo que yo? –le preguntó Tanaka.
    –¿A qué te refieres?
    –A que esta extraña caravana –señaló con su índice como si fuera a disparar con él– de un modo u otro está ligada al Centro. He estado consultando los mapas... estamos cerca del punto donde se supone debería estar. Y no hay nada más en este maldito desierto. No creo que esos estúpidos de ahí vayan a cruzar el Desierto de sur a norte por su parte más ancha... ni creo que estén equipados para hacer algo así. Es imposible que lleven comida y agua para un viaje tan largo... si es que esos camellos pueden aguantar tantos kilómetros sin descanso. Es evidente que están preparados para un camino mucho más corto... con un destino que está cercano.
    –Sí –comentó el padre Mauricio–. Ya lo había pensado. Las andanzas de Saim Nofel me fueron ampliamente comentadas en Pálasti. Aquí nunca hubo raptos de personas hasta hace relativamente poco tiempo... y el Centro necesita mano de obra, al igual que Heinz seres humanos para sus experimentos. Curiosa coincidencia. Lo cierto es que cuando tuvimos la fortuna de cruzarnos con la caravana supe que estábamos a punto de terminar la misión.
    –Entonces hemos acertado de pleno –comentó Di Stefano–. Podremos matar dos pájaros de un tiro. Cuando hagamos la comprobación visual mandaremos un informe sobre estas personas. El Instituto las evacuará antes de destruir el Centro.

    El padre Mauricio no le miró. Clavó sus ojos en el rojo fulgor que destellaba al norte con algo parecido a la conmiseración dibujado en su rostro.

    –Por supuesto, Di Stefano. Por supuesto.


    Episodio 25
    Misteriosa desaparición


    Al amanecer, los esclavistas levantaron el campamento en poco más de diez minutos. Hasta el vehículo llegaban ruidos y gritos, los rebuznos quejumbrosos de las bestias y las órdenes secas de los esclavistas. Uno o varios látigos chasquearon, rompiendo con su sonido vibrante la calma del desierto. Formando una columna estrecha y alargada, prosiguieron su lento peregrinar hacia el sur.



    El padre Mauricio y Tanaka se aseaban en la parte trasera del vehículo. Di Stefano sorbía lentamente café. Había pasado la mayor parte de la noche despierto, barajando opciones, buscando el camino a seguir. Había sopesado la idea de deshacerse de Tanaka mientras dormía. Si hubiera estado seguro de la lealtad del padre Mauricio lo habría hecho sin dudarlo. Después, una vez acabada la misión, cuando el padre Mauricio tuviese que entregar el preceptivo informe, que hubiese explicado que ambos, tanto Tanaka como Di Stefano, descansaban hasta el día del juicio final en el poco hospitalario Desierto Central de Fenai a causa de algún imprevisto tiroteo o circunstancia similar. Y asunto concluido: él seguiría vivo y libre, muerto a los ojos del Instituto. Pero no confiaba en él, no al menos hasta ese punto. Se imaginó el rostro del padre Mauricio cuando le propusiera su plan, la contestación cargada de sarcasmo, algún comentario sobre su evidente falta de capacidad. Y desechó la idea.

    El resto de sus lucubraciones pasaban por terminar cuanto antes con el objetivo de la misión, permaneciendo siempre alerta, y deshacerse de Tanaka después, sin hacer previamente partícipe al padre Mauricio, y que fuera tan amable de darle por muerto ante el Instituto. Esa condición era innegociable: nadie puede permitirse vivir con el Instituto tras él. Incluso había llegado a pensar, si observaba alguna sombra de duda o deslealtad en el padre Mauricio, en acabar también con quien fuera su gran amigo. Era de suponer que la cúpula del Instituto se encontraría tan radiante y rebosante de actividad tras la desaparición del centro que se olvidase de la lamentable pérdida del padre Mauricio y del agente Tanaka. Fallecidos en un acto de amor supremo a la Iglesia. Pero Di Stefano dudaba más aún de sí mismo, tal vez esa era la mayor de sus dudas: se sabía incapaz de matar al padre Mauricio, fuera a denunciarle ante el Instituto o no. Tenía la obligación de confiar en él. Sorprendido por sus propios pensamientos, aterrado ante el mero hecho de llegar a pensar en asesinar al padre Mauricio, decidió dejar de razonar. Lo único que le quedó claro es que no podía permitir que Tanaka le cogiera desprevenido.

    Se sirvió más café. Tanaka rodeó el vehículo, prismáticos en mano, y caminó lentamente hasta un puesto de observación. La caravana se perdía en la calima creciente. Volvió al vehículo, tomó su puesto de conductor y arrancó los motores. El padre Mauricio se introdujo en el vehículo en silencio. Di Stefano le observó con una mirada inescrutable que podía haber dejado traslucir miles de sentimientos diferentes.

    Al igual que la jornada anterior, siguieron los pasos de la caravana a prudente distancia, obsesivamente pegados a sus endebles huellas en la arena. A media mañana, cuando Vega 6 se encontraba cerca de su cénit, la caravana hizo una parada en mitad del desierto; con celeridad, un puñado de hombres desplegaron un par de toldos, donde condujeron a los esclavos. Los animales continuaron enganchados a las carretas, con el resto de la pequeña tropa refugiado en su interior. El vehículo desaceleró, hasta detenerse por completo.

    –No lo entiendo –comentó Tanaka, que había estado consultando la pantalla del vehículo–. Debe de estar tan cerca que podríamos darnos con él de bruces.

    El padre Mauricio comprobó los planos y anotaciones de la pantalla. Después, miró pensativo hacia la caravana.

    –Indudablemente, estamos cerca. Además, creo que esta parada se debe a algo más que a tomar un refrigerio. Tal vez estén avisando de algún modo de su llegada.

    Di Stefano abrió la ventanilla, se asomó al exterior y se acopló los prismáticos. Bajo los entoldados se arracimaban los esclavos. Cuatro o cinco hombres, formando un círculo en pie bajo el sol, parecían hablar entre ellos.

    –Es extraño.
    –Atención...

    El padre Mauricio observaba la pantalla. Tanaka entrecerró sus ojos y miró boquiabierto.

    –¿Qué es eso?

    En el visor aparecía un punto que se acercaba a gran velocidad hacia la mancha que representaba la caravana.

    –Un vehículo aéreo, no hay duda. Y de grandes dimensiones.

    Enfocaron sus prismáticos. Apareciendo desde el sur, una masa metálica de forma ovoide centelleaba bajo los rayos de Vega 6 como una estrella que se hubiera desprendido del firmamento. En breves instantes llegó hasta la caravana. Tomó tierra.

    –No es un vehículo aéreo. Es una Bakat–Alumar del 66.*

    El padre Mauricio asintió, ratificando las palabras de Di Stefano. Mientras, del vehículo, que ahora destacaba titánico tras la caravana, se abrió una escotilla de unos diez metros de ancho por donde descendió una rampa. Los esclavistas azuzaron con gritos y látigo a los esclavos, conminándoles a ascender a la nave. En menos de un minuto, todos se encontraban dentro. Un par de hombres bajaron a tierra desde la nave por la misma rampa. Saludaron sin efusión y entregaron un maletín a uno de los esclavistas. Acto seguido subieron. La rampa fue engullida por la estructura, se cerró la escotilla, y la nave rehizo el camino que la había llevado hasta la caravana.

    –No hay tiempo que perder. Tras ellos.

    Tanaka aceleró el motor. El vehículo voló rápido sobre el desierto, sacándolo de su intimidad, acercándole en demasía hasta la caravana. El padre Mauricio dio un manotazo sonoro en la mano derecha de Tanaka.

    –¡Quieto! ¿Se puede saber dónde vas?
    –Se nos van a ir... –contestó sorprendido Tanaka–. A esa velocidad será imposible alcanzarles.
    –¿Y qué me dices de los esclavistas? ¿Pretendes que nos vean seguirles? ¿Quieres que alerten a la nave?

    Tanaka detuvo de inmediato el vehículo. Siguió mirando al frente, ceñudo.

    –Así está mejor –continuó el padre Mauricio–. Ahora vamos a seguirles... pero usando la cabeza. El nuestro es un vehículo ligero. Es posible que, si nos mantenemos a distancia, no nos detecte su radar. Sin embargo, nosotros les tenemos localizados –señaló la pantalla–. Hemos de ir con cuidado, despacio, a la distancia necesaria para no perderles en el radar; pero nunca más cerca de ellos. ¿Entendido?

    Tanaka giró la cabeza y asintió.

    –Bien. Rodeemos por el oeste la caravana. Adelante.

    El vehículo se deslizó rápido hacia el oeste. A través de los prismáticos, Di Stefano veía cómo los hombres de Saim Nofel desmontaban presurosos los toldos. Antes de perderlos totalmente de vista, la caravana se había vuelto a poner en marcha, variando notablemente su dirección: ahora enfilaba hacia el nordeste.

    –No hay peligro. La caravana ha iniciado su camino de retorno.
    –Bien–le contestó el padre Mauricio–. Ahora, Tanaka, retoma el rumbo sur.

    El vehículo describió un arco de varios kilómetros hasta enfilar el sur. El padre Mauricio no apartaba su vista de la pantalla.

    –Correcto. Acelera. Debemos marchar a la misma velocidad que ellos.
    –Vamos a la máxima velocidad–contestó apático Tanaka.

    Di Stefano, a través de la ventanilla, contempló el desierto: una mancha color tierra, uniforme más de lo que nunca lo había sido. Las pequeñas variaciones geométricas o de color que pudieran existir quedaban difuminadas por la velocidad.

    –Esperemos que no aumenten la velocidad –comentó sombrío Tanaka–. De hacerlo, les perderíamos.
    –No te preocupes por eso –le contestó el padre Mauricio–. No tiene sentido que lo hagan. De hecho, ya deben estar a punto de reducirla... y llegar al centro. Un aumento de su velocidad supondría que el centro no se encuentra en el lugar previsto. –se giró y miró a Di Stefano– Y todos sabemos que nuestro compañero dio con su correcta ubicación.
    –A más velocidad, Tanaka –comentó sardónico Di Stefano– cruzarían el desierto en unas pocas horas.

    El padre Mauricio se giró nuevamente, esta vez hacia la pantalla. Llevaba una sonrisa burlona dibujada en su rostro: le parecía graciosa la forma inocente y un tanto pueril que tenía Di Stefano de tomarse la revancha con Tanaka. Pero se borró de súbito. Se acercó a la pantalla y la golpeó repetidas veces con la yema de sus dedos.

    –¡Ha desaparecido! ¡La nave ha desaparecido!

    Tanaka resopló furiosamente.

    –Han tomado velocidad y se han perdido. Lo sabía. Debimos seguirles en línea recta.

    Di Stefano miró al padre Mauricio, que sonreía relajado mientras manipulaba en los controles de la pantalla.

    –Exactamente aquí... –señaló con su pulgar hacia la pantalla–. Toma las coordenadas, Tanaka. Ya tenemos localizado el centro.

    Se echó hacia atrás en su asiento y estiró sus brazos. Expiró profundamente.

    –Por fin, Di Stefano. Por supuesto, tu información era correcta.
    –No entiendo... –intervino Tanaka–. Ha dicho que han desaparecido...
    –Y de hecho han desaparecido. Era previsible: el centro es subterráneo. Por eso jamás se había podido detectar desde órbita. Lógicamente, sus accesos también lo son. Es el camuflaje perfecto.
    –De cualquier modo debemos acercarnos con prudencia –comentó en voz baja Di Stefano.
    –Sí. Volaremos a ras de suelo.


    Episodio 26
    El centro


    El suelo se fue elevando y endureciendo, el paisaje cambió. Exactamente donde había desaparecido la nave comenzaban a elevarse unas formaciones rocosas breves y abruptas, a modo de avanzadilla de lo que kilómetros más atrás era una cordillera en toda regla. Su longitud se antojaba titánica: recorrían de este a oeste, como una enorme espina dorsal, el desierto que era capaz de alcanzar los prismáticos.



    –Ahí.

    El padre Mauricio consultó la pantalla y señaló frente a ellos un punto indefinido en las estribaciones rocosas. Di Stefano y Tanaka ajustaron sus prismáticos. Del lugar indicado les llegaban destellos metálicos, apagados y mortecinos... pero indudablemente metálicos.

    –Acérquese, Tanaka. Hemos llegado a la entrada del Centro.

    El vehículo se aproximó con lentitud. A unos doscientos metros de la entrada se posó con suavidad en la ardiente arena.

    –Este es el lugar, sin duda. Tanaka, haga lo que tenga que hacer.

    El aludido descendió con suavidad del vehículo, lo rodeó, y abrió el portón trasero. Sonriendo lobunamente cogió el maletín. Introdujo su cabeza en el interior del vehículo. Sudaba copiosamente. Sus ojos tenían un destello furioso, salvaje.

    –Me acercaré todo lo posible. De cualquier modo, no hay posibilidad de error –miró sombríamente a Di Stefano–. Ustedes esperen aquí.

    Comenzó a caminar a paso vivo hacia las formaciones rocosas, agachado hasta casi rozar la arena con el maletín. Al llegar a una posición cercana a la puerta, se irguió, adosándose a la pared de roca. Escrutó con ojos inquietos alrededor. Segundos después, escalaba con dificultad entre los salientes. El padre Mauricio y Di Stefano observaban en silencio. En el rostro del viejo sacerdote se perfiló una mueca de disgusto.

    –Esto ha terminado, Di Stefano. Ahora colocará el señalizador, y dentro de poco tiempo el Centro será sólo un recuerdo...

    Se volvió melancólico hacia Di Stefano. Este seguía pendiente de las evoluciones de Tanaka en la distancia.

    –Así que era eso...–musitó irónico– Un señalizador de largo alcance. De este modo, desde órbita, cualquier nave sabrá la localización del Centro... Lo que no entiendo es la obstinación que demostró en ocultarlo.
    –Suposiciones tuyas: nunca lo ocultó. Simplemente se trata de un hombre reservado. O tal vez tenía órdenes concretas.
    –Tampoco nos habló abiertamente de él, no al menos a mí... –le respondió–. Llegó a intranquilizarme el contenido del dichoso maletín.

    El padre Mauricio le miró con conmiseración y cierto grado de tristeza.

    –No se lo preguntaste, pero deberías haberlo hecho... aunque Tanaka no te habría respondido... Di Stefano, de cualquier modo es irrelevante. Lo único que te tiene que importar es que la misión está a punto de finalizar. Y sigues sin entender nada.

    Tanaka había abierto el maletín. Arrodillado en el suelo, manipulaba febrilmente en su interior. El padre Mauricio se volvió a observarle. Suspiró profundamente, moviendo lentamente su cabeza a derecha e izquierda. Habló con voz queda, evidenciando un profundo pesar.

    –Una lástima. Es un buen agente. Tal vez más eficiente que tú, Di Stefano; tal vez más útil para el Instituto.

    Di Stefano separó los prismáticos de sus ojos y observó al padre Mauricio. Mientras, Tanaka había terminado su labor: bajaba a trompicones la pared rocosa. A la carrera, libre de la carga del maletín, volvía hacia el vehículo.

    Llegó hasta ellos. La portezuela del conductor se abrió. Tanaka se introdujo, jadeante y sudoroso.

    –Ya está. Ahora...

    El disparo le taladró la cabeza. Entró por la nariz, que quedó convertida en una oquedad negra y sangrante. Durante un segundo pareció seguir con vida, más asombrado que asustado, tal vez preguntándose qué le acababa de ocurrir. Al fin, se desplomó sobre el cuadro de control. Sus ojos, muy abiertos, seguían clavados en el padre Mauricio, que guardó pausadamente el arma bajo su asiento. Di Stefano, boquiabierto, no daba crédito a lo que veía.

    –Sal y ayúdame.

    El padre Mauricio descendió del vehículo, lo rodeó, llegó hasta la portezuela que segundos antes había abierto Tanaka.

    –¡Ayúdame!

    Di Stefano obedeció. En pie, al lado del padre Mauricio, miraba estúpidamente el cadáver de Tanaka.

    –Cógele de aquel brazo. Ya no tengo tanta fuerza como antes.

    Empujaron con furia, hasta que Tanaka cayó blandamente sobre la arena. El padre Mauricio le miró y se santiguó.

    –Lo siento...

    Di Stefano se palmeó con furia las mejillas, como si intentara así despertarse de un extraño sueño, sin apartar su mirada del padre Mauricio.

    –Vayámonos, Di Stefano. Ya no tenemos que hacer nada más aquí.

    Estuvo a punto de cumplir la orden como un autómata. Al fin, logró articular la pregunta que aún no había podido formular.

    –¿Por qué?

    El padre Mauricio apartó el cadáver de Tanaka con varios puntapiés y se introdujo en el asiento del conductor.

    –Te lo he dicho antes: aún no te has enterado de nada. Sube a tu asiento. Nos vamos. Te lo tendré que explicar por el camino.

    Di Stefano ascendió al vehículo, sin apartar la vista de la nuca del padre Mauricio, su mente revuelta por miles de sensaciones e ideas, incapaz de razonar con serenidad, de concluir una línea de pensamiento lógica o certera. El vehículo arrancó, ascendió unos cuantos metros, y giró ciento ochenta grados. El viejo sacerdote hizo que marchara a la máxima velocidad. Instantes después las montañas rocosas quedaron tras ellos, difuminadas en la calima. El padre Mauricio accionó la conducción automática. Se giró hacia Di Stefano.

    –Verás, Di Stefano...

    Le apuntaba con el arma con la que antes había disparado a Tanaka. Sus ojos brillantes parecían sonreír.

    –Ahora comprenderás que no puedes volver conmigo...

    A Di Stefano, antes de perder el conocimiento, se le ordenaron las ideas, se le disiparon las dudas; fue consciente de que le acababan de hacer el mejor favor de toda su vida.


    * * *

    Noticia aparecida en la Hoja de Fenai.
    5 de noviembre de 224.


    IMPORTANTE ACTIVIDAD SÍSMICA EN EL DESIERTO DE FENAI.
    Alexei Titov, Sinán.

    Aunque en las poblaciones del Anillo no se llegó a percibir el más leve temblor, los sensores de los observatorios científicos de Sinán, Alán y Rajabán percibieron en la noche de ayer una poderosa actividad sísmica procedente del Desierto Central, cuyo epicentro fue situado unos cuatro mil kilómetros al sur de Danai, en las estribaciones de la Cordillera Central.
    Según miembros del observatorio científico de Sinán consultados por este periódico, el movimiento sísmico pudo alcanzar en zonas del interior del desierto el grado 7 en la escala de Richter, lo que evidencia la inusual y enorme magnitud del fenómeno.
    Puestos al corriente del suceso, varios miembros del Consejo Científico de Aris han vuelto a insistir en la necesidad de investigar y conocer más a fondo el desierto y sus características, y piensan basar sus próximas tentativas ante el gobierno Central en este inexplicable temblor, y en la posibilidad de que en alguna ocasión pudieran verse afectadas las poblaciones del Anillo por cualquier otro fenómeno natural de consecuencias imprevisibles.



    Pálasti se mojaba bajo la lluvia. Había comenzado a caer con furia y la gente caminaba presurosa por la avenida. Di Stefano, sentado en el comedor del hotel, observaba distraído pasar la vida tras el amplio ventanal. Varios periódicos descansaban sobre su mesa, alborotados, junto a una taza de café vacía y una botella medio llena de licor. Durante toda la mañana había tenido la sensación de que algo importante iba a sucederle; en el Instituto le habían enseñado a desdeñar aquellos impulsos primarios, elementales, que según sus mentores estaban más cercanos a la condición animal que a la humana, y que poco o nada podían aportarle. Pero ya poco le importaba lo que en el Instituto hubiera podido aprender. Y dejó que aquella sensación se apoderara de él. Se mantenía, pues, expectante, pero laxa y desganadamente, de algún modo consciente de que nada de lo que le ocurriera podía ser negativo. No, al menos, tanto como lo que le había ocurrido últimamente.

    Reparó en un grupo numeroso de comerciantes que entraba en el hotel a través de la puerta principal. Sonreían y daban grandes risotadas; la mañana habría sido propicia con toda seguridad. Pero no fue eso lo que en un principio le llamó la atención y le hizo fijarse: entre el grupo le había parecido ver una figura familiar. Fue un simple destello, apenas percibido, vagamente intuido. Siguió el caminar del grupo hasta que éste abandonó su campo de visión. Di Stefano resopló confundido y volvió a mirar a través del ventanal.

    –Vaya, me alegro de encontrarte aquí. Pero deberías extremar tus precauciones: me ha sido demasiado fácil dar contigo. Si alguien se lo hubiera propuesto, con fines diferentes a los míos, serías hombre muerto. Y de nada habrían valido mis esfuerzos. Tenlo en cuenta en lo sucesivo.

    Di Stefano se giró. Era eso lo que había estado esperando toda la mañana. No se sorprendió al verle; simplemente sonrió.

    –He tenido durante toda la mañana la sensación de que algo me iba a ocurrir, pero que no iba a ser desagradable. Puedo comprobar que no me he confundido.

    El padre Mauricio le miró divertido.

    –¿Sensación? Bueno, allá tú. Siempre has sido, digamos, diferente al estándar de un agente. Pero... ¿me puedo sentar o vas a tenerme en pie todo el día?

    Se sentó frente a Di Stefano. Lo primero que hizo fue colocar el desorden de periódicos. Formó un montón que situó a un lado de la mesa.

    –Veo que te has estado informando. Te habrás enterado de que todo ha acabado como nos propusimos ¿no?

    Di Stefano miró hacia los periódicos y dibujó una mueca de desdén.

    –En Pálasti parecen importar poco las noticias de Fenai. No he encontrado nada significativo.
    –Entonces deberías haber leído algún periódico de Fenai... Bien, ya te pondré yo al corriente. Pero bueno, cuéntame ¿qué tal te ha tratado la señorita Irulai?

    Di Stefano recordó el momento en que despertó en la hacienda Irulai, totalmente desorientado. Durante varios días prefirió no hablar: no sabía bien qué es lo que tenía que decir. Hablar demasiado podía llevarle a una situación comprometida. Rebeca Irulai no parecía estar al corriente de todo lo sucedido; él optó por seguir desempeñando el papel de empleado de la Compañía Nuevo Vergel. Empleado vagamente enfermo, siempre desorientado, casi siempre amnésico.

    –Bien, como puede ver.
    –Ella colaboró de muy buen grado... previo pago, por supuesto.

    Cuando se sintió recuperado, ya en plenitud de fuerzas, voló en un vehículo aéreo hasta Tasidán. Déjelo aparcado en los garajes de la estación le conminó Rebeca Irulai. Ya mandaré a recogerlo. Lo cierto es que percibió que la muchacha le dejó partir con reservas; dudaba, y no le faltaban argumentos, de que fuera capaz de llegar hasta Tasidán. Lo más lógico era pensar que se perdería en el desierto.

    –De lo que no cabe ninguna duda es de que fue una magnífica anfitriona. Y no me hizo ninguna pregunta.

    El padre Mauricio sonrió.

    –Buena chica. Le conté que habíamos sido asaltados por una caravana de esclavistas. Que habíamos logrado escapar sólo nosotros dos... desgraciadamente. Por supuesto, mientras te recuperabas, delirarías. Te habían inyectado una potente droga para mantenerte débil, que unida a la tensión vivida había dejado tus nervios al límite. Me marché en busca de ayuda. Tras pagarle una considerable suma de dinero, conseguí que cuando te recuperases te prestara un vehículo para retornar a Tasidán. Le sugerí que fuera taxativa al respecto: en cuanto estuvieras en condiciones, a volar a Tasidán. Nada de pereza.
    –Se lo agradezco.
    –Y veo que todo ha salido a la perfección. Me siento un hombre feliz.

    El padre Mauricio llamó a un camarero.

    –Tráiganos algo de beber. Cerveza.

    Miró divertido a Di Stefano. Permaneció en silencio, rascándose el mentón, hasta que el camarero depositó dos jarras sobre la mesa.

    –¿No tienes nada más que preguntarme?
    –Me imagino el resto –contestó Di Stefano con desgana–. El centro fue destruido, Mbar habrá ascendido, usted probablemente también...
    –Y tú estás oficialmente muerto para el Instituto.
    –No se cómo agradecérselo –musitó en voz baja Di Stefano–. De no haber sido por usted me encontraría fragmentado en aquel asqueroso desierto.

    El padre Mauricio sorbió de su jarra de cerveza. Le miró profundamente.

    –Aún no me explico cómo no te pudiste dar cuenta de la situación... prácticamente te tuve que obligar a aceptar la misión durante la reunión de Pálasti. Tu absurda obstinación, aquella ridícula dignidad... Ten por seguro que de no haber aceptado, jamás habrías salido vivo de aquella habitación. Durante el viaje esperaba que en cualquier momento desaparecieras, cuando menos nos lo esperásemos. En esas circunstancias me habría sido sencillo sujetar a Tanaka: la misión estaba por encima de todo, no podríamos perder el tiempo buscándote. Aunque arriesgada, era tú única escapatoria. Pero tú no respondías. Te puse sobre aviso: Tanaka estaba allí para matarte. Desconocía si tenía órdenes concretas, pero era algo obvio. Y ahora el Instituto ha perdido otro buen agente.
    –He sido un estúpido...
    –Sí–ratificó el padre Mauricio–. Y por tu estupidez me he convertido en un asesino.

    Di Stefano miró sombrío al padre Mauricio. Había estado dándole vueltas al asunto desde que abandonó la hacienda Irulai. Incluso antes, en el instante de lucidez que tuvo en el momento inmediatamente anterior a que el disparo del padre Mauricio le dejara aturdido, supo que aquella era la única opción válida. El padre debería volver solo. Él debería parecer muerto.

    –El resto de la historia es fácilmente imaginable: el Instituto tenía situada en órbita una nave habilitada con armas térmicas. Gracias al localizador que instaló Tanaka el Centro pasó a ser una bola de metal derretido. Heinz y sus investigaciones son ya historia.
    –¿Y usted? ¿Cómo explicó lo sucedido?

    El padre Mauricio le miró risueño.

    –¿Qué más da? La misión fue un éxito: eso es lo importante. La onda expansiva que provocó la desaparición del Centro en el Desierto Central de Fenai llegó hasta la Tierra... te lo puedo asegurar. Hasta la cúpula de San Pedro rebosaba felicidad.

    Hizo una parada, bebió un trago de cerveza. Sus ojos brillaban con algo parecido a la emoción.

    –La tarea fue y sigue siendo ardua: depuración de elementos indeseables, reestructuración de cargos en el organigrama... demasiada actividad para profundizar sobre el asunto. Tu baja estaba planificada: se había llevado a cabo y punto. Tanaka, según mi informe, murió en la disputa que os costó la vida a ambos. Lo más seguro es que nadie se encargue de investigar la veracidad de mi informe. En todo caso, yo desviaría su atención.

    Di Stefano miró profundamente al padre Mauricio.

    –Dígame de una vez quién es verdaderamente usted.
    –Continúas haciendo preguntas irrelevantes, Di Stefano. Es indiferente quién sea yo. Lo importante es que la Iglesia ha retomado su camino: volverá a ser lo que fue. Nada ni nadie la detendrá, y mucho menos elementos propios, desde sus mismas entrañas. Deberías sentirte orgulloso y feliz. Feliz por la Iglesia y orgulloso por que has contribuido a su resurgimiento.

    Di Stefano sonrió maliciosamente y desvió su mirada hacia el ventanal.

    –Sólo me siento agradecido a usted, a nadie más. Deseo olvidar cuanto antes el resto de mi pasado.
    –El rencor es mal compañero, Di Stefano –el padre Mauricio dio otro sorbo a su jarra de cerveza–. Deberías seguir siendo fiel a tus convicciones de siempre. Tal vez no al Instituto, ni a la Iglesia. Hablo del mensaje, de la esencia de ambas.
    –Perdone, no tengo fuerzas ni ganas de aguantar a un monitor espiritual.–Replicó desganado. Continuaba con su mirada clavada en un indeciso punto de la avenida –. Sólo quiero seguir mi propio camino.
    –Bien, como desees. Eres libre para hacer lo que más te plazca.
    –Así es. Y jamás dejaré de agradecérselo.

    El padre Mauricio hizo un gesto vago con la mano.

    –Eso también es indiferente. Nunca tendrás la oportunidad de devolverme el favor.

    Di Stefano miró a su viejo amigo. Nadie, jamás, había hecho algo así por él. Seguramente, en el futuro, nadie lo haría. Su deuda de gratitud era impagable.

    –Tengo otra pregunta que hacerle, padre Mauricio.

    La voz le salió queda y quebrada, cargada de humildad. El padre Mauricio posó su mano sobre el antebrazo de Di Stefano, le dio unos rápidos y cariñosos golpes.

    –Seguramente sea tan irrelevante como cualquiera de las que antes me has formulado –replicó el viejo sacerdote–. Adelante.
    –¿No ha llegado a plantearse que lo que hemos hecho con los descubrimientos de Heinz es injusto? ¿Por qué privar a la Humanidad de la posibilidad de ser inmortal?

    El padre Mauricio clavó una mirada feroz sobre Di Stefano. Volvió a mirarle como antaño, durante la misión, como un maestro a un alumno que no ha entendido nada.

    –¿Acaso dudas? ¿Crees que no hemos obrado en bien de la Humanidad? Por supuesto que hemos hecho lo que debíamos. El asunto es tan aterrador que siempre he preferido no profundizar demasiado... tampoco lo haré ahora.
    –Pero tarde o temprano habrá otro Heinz...
    –Créeme, lo dudo. En todo caso, ese no será asunto tuyo. Además, piensa en un factor determinante que has pasado por alto: por mucho que lo intente, el Hombre jamás será inmortal. Jamás.

    El padre Mauricio desvió su mirada hacia el ventanal. Guardó silencio durante unos minutos, aparentemente abstraído.

    –¿Qué piensas hacer a partir de ahora?
    –Me estableceré aquí, seguramente en Pálasti. Este planeta me tiene fascinado. Creo que podré llevar una existencia feliz.

    El padre Mauricio se puso en pie.

    –He de irme, Di Stefano. Sólo he venido por que quería saber si te encontrabas bien. La verdad es que no me apetece recordar nuestra aventura; prefiero asociarte a los tiempos de Lagos.

    Posó su mano sobre el hombro de Di Stefano. Clavó una mirada antigua, amistosa, sobre sus ojos. Suspiró.

    –Como puedes comprender, aún tengo pendiente mucho trabajo. Con toda probabilidad no volveremos a vernos. Te deseo suerte, Di Stefano. Adiós.

    Dio media vuelta y caminó a paso vivo hacia la salida del hotel, sin volverse una sola vez. Di Stefano, melancólico, observó su figura perderse entre la marea humana de la avenida.


    Fin

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