BILLETE DE PRIMERA (James Holding)
Publicado en
febrero 26, 2012
Si la madre de Mean Gene Faldi no hubiera muerto, Charlie Bell suponía que, probablemente, nunca habría tenido la oportunidad de poder hacer aquel pequeño encargo para Big Nick Muscaro.
Después de todo, Gene había estado trabajando durante seis años para llegar a ser la mano derecha de Big Nick, sobre todo cuando se trataba de manejar asuntos importantes, mientras que Charlie Bell era un recién llegado a la organización. Llevaba menos de dos años haciendo algún que otro trabajo para Muscaro y todavía no era más que uno de los numerosos peones en la organización de Nick.Pero, afortunadamente para Charlie Bell, la madre de Gene murió de un ataque de corazón en California el día doce de mayo, y Gene tuvo que coger un avión hacia allí en seguida para hacerse cargo de todo.Por lo que a Big Nick se refería, no podía haber sucedido en peor momento. ¿Pero qué podía hacer? Una madre es una madre, y a Nick le quedaba todavía algo de corazón dentro de su dura coraza, aunque muchos de sus hombres, incluido Charlie Bell, opinasen lo contrario.La noche en que Mean Gene partió para la costa, Big Nick envió a John Muntz en su Plymouth Fury para que recogiera a Charlie Bell en su ínfima habitación en el West Side. Charlie vivía en un estudio sin ningún confort hogareño a excepción de un aparato de televisión en color y un gato del Himalaya, de color negro y pardo, al que, por alguna extraña razón, Charlie había puesto el nombre de Bonzo cuando lo compró de pequeño.John Muntz era algo así como una combinación de chófer, contable, guardaespaldas y chico útil para todo, al servicio de Muscaro. Encontró a Charlie viendo en televisión una reposición de Carol Burnett.—Vamos, Charlie —dijo John—. El jefe quiere verte en seguida, sin excusas. Tengo mi Fury fuera para llevarte.Charlie se levantó de un salto y apagó el televisor.—¿El jefe quiere verme a mi? —dijo incrédulamente. Estaba conmocionado—. ¿Tienes idea de para qué?Charlie dio un rápido repaso mental a sus actividades más recientes intentando recordar algún error que pudiera haber cometido, alguna chapuza en algún trabajo, algo que pudiera justificar este requerimiento inesperado. No encontró ninguno.—Lo único que me han dicho —dijo John— es que la vieja de Gene Faldi se ha muerto hoy en California. Gene ha ido allí para encargarse del funeral, y el jefe quiere verte inmediatamente. Así que, ¿vienes o no?—Voy —dijo Charlie—. Déjame coger la gabardina —Su inquietud empezó a transformarse en una ligera emoción.«Quizá —pensó— Big Nick quiere que reemplace a Gene en algún trabajo mientras está fuera enterrando a su madre. Sería una buena oportunidad para mí.»Se puso la gabardina mientras Bonzo se restregaba contra el tobillo de John, ronroneando como si fuera un aspirador.«Tiene que ser eso —pensó Charlie, mientras apagaba la lámpara junto a la silla desde la que veía la televisión—. Algo relacionado con la marcha de Gene.» A pesar suyo, empezaba a sentirse en cierto modo como un suplente cuando se entera de que la estrella del show está en casa, en la cama, dándose pulverizaciones en la garganta irritada y sin poder actuar.Siguió a John hacia el Fury aparcado. La llovizna intermitente que había persistido a lo largo de todo el día se había convertido ahora en un chaparrón torrencial. John Muntz, que servía de chófer en ciertos asuntos de Big Nick Muscaro, hizo rodar el Fury sin esfuerzo por las calles mojadas y frenó bruscamente frente al Best Shot Bar, en la avenida del West End.—¿Aquí? —dijo Charlie—. Creía que íbamos a casa de Big Nick.—Esta es la casa de Big Nick —le respondió John con sorna—. O, al menos, una de ellas —cosa que era verdad. Todo el mundo sabía que Big Nick financiaba el Best Shot. Era la guarida preferida de sus muchachos cuando no tenían otra cosa que hacer.—Oh —dijo Charlie, sintiéndose en cierto modo decepcionado. Se había hecho la ilusión de ver el lujoso apartamento que tenía Big Nick en Riverside Drive. Salió del coche—. Muchas gracias por traerme.—Niente —dijo John—. El último reservado de la derecha. Arrancó el Fury y desapareció por la esquina haciendo salpicar el agua de los charcos.Charlie entró en el Best Shot y avanzó a lo largo de la barra central hasta llegar al último reservado de la derecha. Efectivamente, allí estaba Big Nick Muscaro, con su metro ochenta y sus cien kilos, vestido como de costumbre con traje a rayas y pesados zapatos negros, sorbiendo un combinado de lima con agua Perrier. «En nuestro negocio tenéis que estar sobrios —solía decir a menudo— o vais a terminar mal.» Y otras cosas por el estilo. Ninguno de los muchachos prestaba la más mínima atención a esas tonterías; todo el mundo bebía lo que le daba la gana. Charlie solía tomar whisky Black and White con hielo. La Constitución garantizaba libertad de elección.Charlie se deslizó por el interior del reservado hacia el lado opuesto al que ocupaba Nick.—Hola, Carlo —dijo Nick. Seguía llamándole Carlo, a pesar de que todos los demás le llamaban Charlie desde que se cambió legalmente el nombre de Carlo Bellini por el de Charlie Bell.—John me ha dicho que quería verme —dijo Charlie—. He venido lo más rápido posible —percibió la fuerte fragancia de la loción para después del afeitado de Big Nick.Nick asintió, moviendo su gran cabeza, y clavó la vista en el rostro de Charlie sin mover los ojos hasta que éste empezó a sentirse incómodo. Big Nick tenía aspecto de estar calibrando a un buey para ver si está a punto para la matanza.—La madre de Gene podría haber muerto la semana pasada dijo finalmente, o haber esperado quince días. Pero no, la vieja tenía que morirse precisamente hoy.Evidentemente; no esperaba respuesta, así que Charlie no dijo nada.—No podía ser más inoportuna —continuó Nick—. Gene está en estos momentos camino de California. Por eso te he hecho llamar.—¿Sí? —contestó Charlie. No pudo decir más. Su emoción iba en aumento.—Quiero que te encargues de una de las operaciones de Gene dijo Big Nick— ahora que no está aquí para llevarla a cabo él mismo. Es algo que no puede esperar.—¿De qué operación se trata? —Se trata de que me hagas un pequeño recado, Carlo. Es en Francia. —¡Francia! —La sorpresa de Charlie se reflejó en su voz. —Sí, Francia —sonrió Big Nick. Al sonreír, aparecieron profundas arrugas en las comisuras de sus labios, como surcos en el desierto alrededor de un hoyo de agua seco. Sin embargo, la expresión de sus ojos no cambió mucho—. ¿Has estado allí alguna vez, Carlo? —No. Ni siquiera en Europa. —Bien, pues ahora tienes la oportunidad. Te gustará, Carlo. Es un sitio precioso. A Gene le encanta. Es un buen lugar para unas vacaciones. —No sé nada de francés, Nick. —Gene tampoco. No hay ningún problema. Todo francés mayor de cinco años sabe hablar americano. —Muy bien, entonces. No quería que se echara a perder el trabajo por mi ignorancia del idioma —dijo Charlie—. Gene le ha hecho ese recado otras veces, ¿verdad? —Sí, claro. Dos o tres veces. Sin embargo, esta vez tenía que ir a morirse la madre de ese imbécil. —Nick parecía disgustado por tamaña falta de consideración.—No sabía que Gene fuera a Francia por asuntos suyos —dijo Charlie.—¿Por qué ibas a saberlo? —Nick miró de soslayo a Charlie—. No era asunto tuyo.—Hasta ahora, ¿no es eso? —Charlie pensaba que debía mostrar valor.—Eso es, Carlo. Ahora que vas a sustituir a Gene, sí es asunto tuyo. Así que ¿has oído hablar de un lugar de Francia llamado Niza? Se escribe «Niza», pero se pronuncia «nis».—¿Está por el sur?—En el Mediterráneo, sí. Allí es donde vas a ir, Carlo. A Niza. Yo nunca he estado allí, pero dicen que tiene mucho sol como Florida, y juego libre, y cantidad de lugares bonitos. Charlie estaba entusiasmado.—Me parece estupendo —dijo—. Sólo tiene que darme cuerda y las instrucciones. ¿Cuál es el recado?Big Nick le contó a Charlie de qué recado se trataba y cómo había que llevarlo a cabo, hasta el último detalle. Los ojos de Charlie se agrandaban cada vez más mientras Nick hablaba.Cuando Nick terminó, hizo una pausa para respirar y tomó otro sorbo de lima con Perrier.—¿Lo has entendido todo? —preguntó.Charlie asintió. Le brillaban los ojos.—Está claro, Nick —dijo—, que puedo encargarme de esto. Pero... —La voz se le desvaneció un instante, luego cobró fuerza e hizo la pregunta que le había tenido confuso todo el tiempo—: ¿Por qué me has escogido a mí para el trabajo? Algunos de los otros muchachos tienen mucha más experiencia que yo.—Por dos razones —dijo Big Nick con suavidad—. La más importante es que te pareces lo bastante a Gene como para ser su primo o incluso su hermano. ¿No te habías dado cuenta?—¡Caramba, pues no! —Charlie estaba pasmado.—Vete a la barra y tráenos otra bebida, Carlo —dijo Big Nick—. Y, mientras estés allí, mírate en el espejo que hay detrás.Charlie, con una expresión divertida en su rostro, obedeció. Cuando volvió al reservado con las frescas bebidas, lo admitió.—Sí. Creo que tiene razón. Hay algún parecido, supongo.—El suficiente como para usar el pasaporte de Gene si te recortas las patillas y el pelo. Lo tienes del mismo color que él. Luego te pones unas gafas oscuras y podrías ir a enterrar a la madre de Gene, que nadie notaría la diferencia. Ni siquiera su madre. —De nuevo aparecieron los profundos surcos alrededor de la boca de Big Nick. Otra sonrisa. Dos en cinco minutos. Posiblemente, todo un récord, pensó Charlie. Big Nick sacó un pasaporte de su bolsillo y se lo entregó a Charlie—. Mira esta foto, Carlo. Podríais ser gemelos.Charlie la miró detenidamente, con expresión dudosa.—Si usted lo dice, Nick...—Lo digo. Guárdate el pasaporte en el bolsillo y no lo pierdas, por lo que más quieras. Lo vas a necesitar aquí cuando salgas y en Francia cuando llegues.Charlie se guardó el pasaporte. Luego miró de reojo a Nick y dijo tímidamente:—Pero es una barbaridad de dinero la que me confía. No me acaba de gustar esa parte del asunto. —Le hizo una mueca a Nick—. Tendría que ser un santo para no caer en la tentación de coger el dinero y largarme.—Ya lo se, Carlo. Para ello, cuento con Guido. —Nick sacudió un pulgar por encima del hombro y Charlie vio a un hombre alto, delgado y desgarbado, de rostro alargado y expresión severa, con sólo una oreja. Estaba apoyado en la barra, con una bebida en la mano, observando a Big Nick y Charlie sin pestañear. Cuando Charlie le miró, su cara se contorsionó y sonrió con una mueca exagerada, mostrando los dientes como un perro rabioso. Charlie había oído hablar de Guido, pero nunca lo había visto en persona. Guido era el que hacía cumplir las órdenes de Big Nick, el que se encargaba de que se saliera con la suya en casi todo. Sintió que un ligero escalofrío le subía por la espalda. —No caigas en la tentación, Carlo —estaba diciendo Nick—. No intentes escapar con el dinero. Si lo haces, Guido te encontrará dondequiera que vayas y hará que nunca más vuelvas a necesitar dinero. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? —Ahora no había surcos alrededor de la boca de Nick. —Sí, claro, claro —dijo Charlie, intentando que no le temblara la voz. Sabía que iba a ver el rostro cadavérico, de una sola oreja, sonriendo en sus pesadillas durante una buena temporada. —¿Viene... esto... viene Guido a Francia conmigo?Nick movió la cabeza negativamente. —De ningún modo. Vas a ir solo, Carlo. Todo lo que tienes que hacer es pensar en él de vez en cuando. —¿Cuál es la segunda razón de haberme escogido para el trabajo? —preguntó Charlie tras unos segundos de silencio—. Dijo que había dos. —Porque eres ambicioso, trabajas mucho, cumples las órdenes y, hasta ahora, te has portado como un buen soldado. ¿No es esa razón suficiente? Charlie sonrió y con gran osadía dijo: —Creí que eso no le importaba, Nick. —Me importa tu recado. Eso es lo que me importa. Si lo consigues, habrá promoción y una buena tajada para ti. ¿De acuerdo?—De acuerdo. —Charlie apuró lo que quedaba de su segundo escocés—. ¿Le importaría volver a repetirlo? Así me aseguraré de que lo he cogido al dedillo. Dos días más tarde, Charlie estaba en el Concorde, dirección a París, volando tan rápido que el avión parecía que no se moviera en absoluto. Ya anochecía cuando Charlie se registró en un hotel de Niza. Las luces que marcaban la carretera curva del muelle que bordeaba la bahía de Los Ángeles todavía no estaban encendidas, pero aún había suficiente luz como para que Charlie pudiera confirmar la impresión que había recibido mientras venía del aeropuerto: que Niza era una bonita, romántica y encantadora ciudad. Charlie se sonrió a sí mismo al recordar la lección de Big Nick sobre como pronunciar el nombre de la ciudad.Atravesó el vistoso vestíbulo del hotel hacia recepción y se dirigió al hombre con gafas, de aspecto aplicado, que había detrás del mostrador.—Creo que tiene una reserva a mi nombre. Eugene Faldi, de Nueva York.—Sí, monsieur —dijo el recepcionista, consultando el registro—. Bienvenido a Niza. Le hemos asignado la habitación 619, monsieur Faldi, una de las mejores, con una maravillosa vista al mar. Esperamos que sea de su agrado.—Me parece estupendo —dijo Charlie.El recepcionista asintió, llamó por señas a un botones uniformado y le entregó la llave de la 619 diciéndole algo en francés a toda velocidad, de lo cual Charlie sólo pudo entender dos palabras: «monsieur Faldi». Luego se dirigió otra vez a Charlie en inglés.—Esperamos que disfrute de su estancia, monsieur. Su reserva era para cuatro días, ¿verdad?—Exactamente —respondió Charlie—. Quiero conocer los lugares famosos de los alrededores, como Montecarlo y Cannes. Charlie lo pronunció «cans».—¿Puede dejarme su pasaporte? Para las autoridades, ¿sabe? Le será devuelto cuando se vaya.El hombre tendió la mano.—Desde luego —dijo Charlie con calma, a pesar de que el corazón le latió más deprisa. Revolvió en los bolsillos antes de sacar el pasaporte de Mean Gene Faldi y entregárselo. Aceptó un bolígrafo del recepcionista para rellenar la tarjeta de inscripción que tenía delante. Luego, con el aire aburrido de un hombre que ha realizado esa fastidiosa operación innumerables veces, estampó enérgicamente la firma de Gene Faldi. Era bastante igual a la original que había en el pasaporte—. ¿Puede conseguirme un coche de alquiler para mañana? —preguntó.—Por supuesto. Tenemos una agencia aquí mismo, en el hotel. ¿Quiere una limusina con chófer?—No —dijo Charlie—, creo que no. Prefiero conducir yo mismo. Me siento más independiente, ¿sabe?—Bien. Entonces, ¿un Renault, quizá? —preguntó—. ¿Con cambio automático? I—Renault —dijo Charlie, considerando—. Ése es el coche francés que tiene un morro tan divertido, ¿verdad?—O también podemos proporcionarle uno de nuestros excelentes Chevrolets, si lo prefiere —dijo el recepcionista con una pizca de sarcasmo en la voz.—¿Un Chevrolet? ¡Fantástico! Que sea un Chevrolet. ¿Para mañana, a eso de las nueve?—Le estará esperando. —El recepcionista se retiró.La habitación 619 de Charlie resultó ser todo lo que el recepcionista había prometido. De tamaño extra, magníficamente amueblada, con baño privado elegantemente equipado y una amplia ventana con ligeras cortinas y vistas al Mediterráneo, ahora escondido tras el resplandor de las luces de sodio de la Promenade des Anglais.Cuando el botones salió de la habitación, Charlie se quitó la chaqueta y se tumbó en la cama para echar una pequeña siesta antes de la cena.Durante los dos días que siguieron, Charlie Bell representó a la perfección el papel de turista norteamericano. Con ayuda de los mapas que le proporcionó la agencia de alquiler de coches, y la pequeña guía que había traído consigo en la maleta, acrecentó la cifra del cuentakilómetros del Chevrolet, disfrutándolo todo lo que pudo.Condujo el coche por la Grand Corniche hacia Montecarlo, parándose en ruta para visitar Eze, esa curiosa ciudad medieval fortificada, construida sobre un pináculo de rocas que pendía sobre él Mediterráneo. En Montecarlo se obsequió con una excelente comida en el Café de París: rojos langostinos, un delicado suflé de espinacas y un vino blanco, recomendado por el sommelier, tan deliciosamente seco que Charlie se preguntó si realmente era líquido.Después de comer, fue por la carretera de la costa hacia Menton y luego, a través de Bordighera, hasta San Remo. ¿Qué turista norteamericano, Bellini de nacimiento, podría resistirse a la oportunidad de pisar, aunque fuera brevemente, el suelo nativo de sus antepasados? Luego regresó a Montecarlo, a tiempo para una hora de juego en el Casino (y la pérdida de quinientos francos, a la ruleta) antes de regresar a Niza a la hora de cenar. Aquella noche durmió el sueño sin pesadillas de un turista fatigado.El segundo día su autodirigida gira le llevó por el oeste hasta Cannes, luego hacia el norte hasta el antiguo pueblo de St. Paul de Vence, donde paseó por las encantadoras calles, angostas y empinadas, hasta que los pies empezaron a resentirse de tal castigo y se sentó para comer en una posada llamada Les Columbes d'Or, donde blancas palomas le arrullaron desde el rojo tejado del comedor de la terraza. Después de comer echó un rápido vistazo a las pinturas expuestas en la posada, luego volvió al coche y se dirigió al oeste, hacia Grasse, porque su guía decía que olía espléndidamente a flores debido a la gran cantidad de perfumes florales que se manufacturaban allí. Quizá el viento soplaba en mala dirección aquel día, puesto que Charlie percibió sólo un fugaz olorcillo de aire perfumado. Pero, con todo, ese soplo fugaz le proporcionó una gran satisfacción. Charlie Bell era, en el fondo, un romántico.Desde Grasse descendió poco a poco por las colinas hasta el mar, llegando a Cannes al atardecer. Dejó el coche en un aparcamiento público y, a pesar de sus pies cansados, dio un corto paseo por el bulevar de la playa, La Croisette, complaciéndose en particular al poder contemplar en directo el maravilloso hotel donde Grace Kelly se había alojado cuando conoció a Cary Grant en aquella estupenda película antigua Atrapa a un ladrón.Al llegar a cierto punto de su paseo sin rumbo por La Croisette, pasó por delante de la sucursal de una famosa joyería parisién. Entró, casi por capricho, y se compró un pequeño reloj de pulsera a un precio muy elevado, sintiendo, al hacerlo, cierto remordimiento por gastarse el dinero de Big Nick Muscaro con tanta libertad. Pero Big Nick, al entregarle los billetes de avión antes de salir de Nueva York, le había dicho: «Quiero que vayas en primera clase todo el trayecto, Charlie. Compórtate como si fueras un turista rico.» Eso es lo que había dicho, ¿verdad? Muy bien, Charlie cumpliría las órdenes, como de costumbre.Unos pasos más allá, se detuvo en una perfumería de lujo y compró cuatro cajas de carísimas sales de baño francesas, diciendo a la elegante señorita que le atendía que se trataba de pequeños recuerdos para su secretaria, su hermana, su sobrina y su tía Marta para cuando volviera a Nueva York.La elegante dependienta parpadeó y le preguntó: ¿Nada para su esposa, monsieur?—No estoy casado —dijo Charlie, en tono melancólico.—Oh, perdone, monsieur. —Introdujo precipitadamente las cajas de sales en una gran bolsa blanca de papel, con el nombre de la tienda expuesto a la vista. Luego extendió un recibo y lo metió también dentro de la bolsa—. Puede que lo necesite para cuando pase por la aduana de Estados Unidos.—Gracias —dijo Charlie. Luego pensó: «¿Por qué no?» y le preguntó a la chica si había alguna tienda de vinos cerca de allí.Ella asintió, todavía como si se disculpara por su metedura de pata, y le indicó que continuara andando tout droit por La Croisette hasta la siguiente manzana y voilá. Charlie siguió sus indicaciones y, en la tienda de vinos, se compró la botella más cara que había de coñac francés. En primera clase todo el trayecto. Después de depositar sus compras en el portaequipajes del coche, Charlie bajó hasta la playa, donde algunas personas tomaban el último sol de la tarde, la mayoría en minibikinis, gozando del agradecido calor de mayo después de una fría estación de invierno. A Charlie, sin embargo, le gustaban más los minibikinis que el tiempo, tanto era así que alquiló una tumbona y se sentó allí hasta que el sol se puso tras las nubes bajas dejando un hermoso rastro de radiantes colores. Entonces, consultó su guía y escogió un restaurante en el extremo oeste de La Croisette que le pareció un lugar apropiado para comer. Allí se tomó una suculenta cena de cuatro platos, con dos tipos de vino para acompañarlos.Hacia las diez estaba de vuelta en su habitación de Niza. Se desvistió, se puso el pijama, puso el despertador a las tres de la madrugada y se metió en la cama, totalmente agotado.El apagado sonido de la alarma le despertó a las tres. Se estiró y practicó algunos gemidos de dolor, luego cogió el teléfono de la mesilla y llamó a recepción.El encargado de noche contestó en seguida.—Sí, monsieur.Charlie gimió.—Estoy enfermo —dijo con un hilillo de voz—. Creo que tengo un ataque al corazón o algo así. Siento un fuerte dolor en el pecho. ¿Qué puedo hacer?—Quizá sea sólo una indigestión —sugirió el recepcionista amablemente—. Puede que haya comido demasiado. —Sea lo que sea, necesito ayuda. ¿Tienen algún médico en el hotel? —Residente aquí, no. Pero el doctor DuBois, que vive en el bulevar Víctor Hugo, muy cerca de aquí, está a disposición de los clientes enfermos del hotel. ¿Quiere que le llame?—Por favor —dijo Charlie—. Dígale que se dé prisa, ¿quiere?Al cabo de quince minutos, el doctor DuBois llamo suavemente a la puerta de Charlie.—Entre —gritó Charlie—. Está abierta.El doctor DuBois entró y cerró la puerta suavemente tras él. Era bajo y bastante rollizo, de mejillas sonrosadas, sonrisa profesional, y vestido de forma tan descuidada que Charlie no pudo dejar de advertir que se acababa de levantar de la cama. Llevaba un maletín negro, como el que solían llevar los médicos norteamericanos cuando hacían visitas a domicilio, notó Charlie con cierta nostalgia.Cuando habló, su inglés no era tan correcto como el del recepcionista, pero sí fácilmente comprensible.—El recepcionista —dijo DuBois— me ha dicho que se encuentra enfermo.Charlie gimió.—Sí —dijo—. Me duele aquí —Se tocó el esternón.—Bien, vamos a ver qué le pasa. —El doctor DuBois abrió su maletín. Sacó un estetoscopio y se sentó en el borde de la cama. Charlie, todavía recostado, se desabrochó la chaqueta del pijama.El doctor DuBois le auscultó cuidadosamente con el estetoscopio, luego le tomó la temperatura y, finalmente, la presión. No dijo nada hasta haber guardado sus instrumentos en el maletín. Por fin, observando a Charlie con una plácida aunque expectante mirada, le dijo:—No tiene un ataque de corazón, monsieur. De hecho, no está usted enfermo. Es más —hizo una pausa y resopló—, usted no es monsieur Faldi.—Oh —dijo Charlie, poniéndose rígido, mientras se abrochaba la chaqueta del pijama.El médico movió la cabeza negativamente.—Sin embargo, ¿qué le parece nuestra ciudad?Charlie se relajó un poco.—Bulliciosa, pero elegante —respondió, tal como Big Nick Muscaro le había enseñado. —¿Y la bahía de los Ángeles?Charlie le dio el resto de la contraseña. —Prefiero los ángeles de la bahía a los ingleses del paseo.—Excelente —dijo el doctor DuBois, ahora sonriente—. ¿Qué le ha pasado a monsieur Faldi?—Su madre murió de repente. Tuve que reemplazarle. Me llamo Charlie Bell.—Plaisir. —El médico le dio la mano formalmente—. ¿Se ha comportado como un turista, tal como queríamos?—Claro que sí —dijo Charlie—. Montecarlo, Cannes, las fortalezas... —Hizo una pausa—. De todas formas, ¿a qué viene lo de hacer de turista como tapadera? ¿No sería más sencillo para todos si me registrara en el hotel sólo por una noche, me pusiera enfermo, recogiera su mercancía y partiera a la mañana siguiente completamente curado?—Ah —dijo el médico—, perdóneme, pero eso de hacer turismo es para mi protección, además de la suya. Si demasiados turistas norteamericanos, que se alojan sólo por un día en el hotel se pusieran enfermos a media noche hasta el punto de necesitar un médico, el personal del hotel empezaría a encontrarlo muy extraño, ¿no le parece?Charlie le miró fijamente.—¿Quiere decir que el hotel no está metido en el negocio?—Ni tan siquiera el recepcionista de noche. Seguridad, vous savez?—Bueno —dijo Charlie—, ¿no le parecerá también bastante divertido al personal que un turista norteamericano llamado Eugene Faldi se ponga enfermo y necesite un médico cada vez que se aloja aquí?DuBois se rió.—No lo entiende, monsieur. Faldi no se hospedó en este hotel en sus visitas anteriores. Se alojaba en otros hoteles de esta zona para los que también estoy disponible como médico nocturno, ¿comprende?—¡Caramba! —dijo Charlie suavemente—. No debe usted de dormir mucho, doctor.—Lo suficiente. Y me pagan muy bien por el tiempo que dejo de dormir —El médico volvió a sonreír—. Debe entender que estas precauciones son necesarias, puesto que tenemos otros clientes para nuestra... hummm... mercancía, además de monsieur Muscaro.—Entiendo. No es que no me haya gustado hacer de turista. ¡Ha sido fantástico!—Me alegra que haya disfrutado de ello. Ahora, para no perder más horas de sueño esta noche, ¿podemos ir directos al asunto?—Claro. ¿Tiene la medicina adecuada para mi enfermedad, doctor?—Si tiene los honorarios apropiados para el farmacéutico. ¿Los tiene?Charlie se sentó en la cama y sacó de debajo del cobertor un fajo de billetes sólidamente empaquetados, que habían estado ensanchando el perímetro de su cintura desde que salió de Nueva York.Mientras tanto, el doctor DuBois abrió su maletín negro y busco en el fondo. Charlie oyó el chasquido de un cierre al abrirse, y después de forcejear durante unos instantes, sacó del maletín un paquete envuelto en celofán que tenía la forma y el tamaño de una bolsa de medio kilo de azúcar. Sin embargo, el polvo blanco compacto que había en el interior del celofán no era azúcar. El medico le pasó el paquete a Charlie a cambio del fajo de billetes. Charlie humedeció la punta de un dedo, lo introdujo en la bolsa de celofán y se llevó unos cuantos granos del polvo blanco a la lengua. Luego asintió en señal de aprobación.—Es la medicina perfecta —dijo—. Pura al ciento por ciento.El doctor DuBois estaba contando los billetes de cien dólares del fajo que le había entregado Charlie. Levantó la vista unos instantes ante la observación de Charlie.—No exactamente al ciento por ciento, monsieur. Más bien a un noventa por ciento. En todo caso —se rió—, es mucho más pura ahora que cuando su monsieur Muscaro la prepare para venderla en la calle. —Siguió contando el dinero de Charlie. Finalmente suspiró con satisfacción, devolvió vacío el cinturón donde guardaba el dinero Charlie y colocó los fajos de billetes en el falso fondo de su maletín. Hacían que abultara de forma poco natural, pero al doctor DuBois no parecía preocuparle—. Los honorarios del farmacéutico también son correctos —dijo.Charlie puso la bolsa bajo su almohada.—¿Qué le dirá al recepcionista?—Que monsieur tiene simplemente una fuerte indigestión. Que le he dado una mezcla antiácida para contrarrestarla. Que estará usted bien por la mañana. Y que carguen mis honorarios en su cuenta. —Hizo una pausa—. ¿A qué hora sale su avión mañana?—A las diez y media.—Que tenga un buen viaje. A esa hora, ya se encontrará usted bien. Déle las gracias a monsieur Muscaro por el pedido. Y déle el pésame de mi parte a monsieur Faldi por la muerte de su madre.—Así lo haré. Y gracias a usted por su gentileza, doctor DuBois.—Ríen —dijo el médico. Salió de la habitación de Charlie tan silenciosamente como había entrado.Charlie tardó más de una hora en quitar el cartón laminado de la parte inferior de las cuatro cajas de sales de baño que había comprado para su secretaria, su hermana, su sobrina y su tía Marta; en vaciar el contenido en el lavabo en pequeñas dosis; en reemplazarlo por el de la bolsa de celofán; y en volver a pegar el cartón en la parte inferior de las cajas con cola transparente. Todo ello sin dañar el precinto de papel que había encima de las sales ni la borla que había sobre ellos. Así, cuando abrieran las tapas de las cajas, aparecerían tan frescos e impecables como cuando salieron de la elegante perfumería de La Croisette de Cannes.Fue una operación delicada y laboriosa y Charlie estaba agotado cuando terminó. Volvió a meterse en la cama y durmió plácidamente hasta las ocho y media, sin que le molestaran pesadillas ni remordimientos de conciencia.El avión de Charlie, en vuelo directo desde Niza pasando por Barcelona y Lisboa, llegó con dos horas de retraso al aeropuerto de La Guardia, a causa de una violenta tormenta sobre el Atlántico y un largo e inexplicable retraso en el despegue de Lisboa. Así que era casi medianoche cuando Charlie sintió el firme suelo de Long Island bajo sus pies, tras una ausencia de cinco días. Era agradable estar en casa, reconoció tímidamente.Después de recoger su maleta de la cinta de equipaje, fue uno de los primeros en llegar a la cola de la aduana. Declaró las compras realizadas, mostrando los recibos que las corroboraban, y pagó sin rechistar los fuertes derechos de aduana que gravaban su reloj de pulsera Piaget. Las cajas de sales y la botella de coñac (medio vacía) recibieron sólo un rápido vistazo del inspector de aduana. Luego, silbando suavemente para sí, con la maleta en la mano, se abrió camino entre los grupos de parientes y amigos que, incluso a esas horas, estaban esperando para recibir a los compañeros de viaje de Charlie.En la parte exterior de esa movediza concurrencia, Charlie divisó la cara malhumorada y desabrida de Mean Gene Faldi.Gene captó en seguida la mirada de Charlie y, después de hacerle un ademán con la cabeza de que le siguiera, dio media vuelta y se dirigió hacia uno de los largos pasillos de acceso a la terminal, ahora casi desierto. Charlie se abrió paso empujando suavemente entre la multitud y siguió a Gene a una discreta distancia. Finalmente, la espalda de Gene desapareció por la entrada de un aparcamiento. Charlie le perdió de vista momentáneamente, hasta que le recuperó de nuevo cuando atravesó el débil resplandor amarillo de una de las luces del aparcamiento.Mean Gene le condujo al rincón más apartado y oscuro del aparcamiento antes de volverse hacia él y saludarle.¡Tu maldito avión ha llegado con dos horas de retraso! —dijo acusadoramente, como si Charlie tuviera la culpa—. Dame la maleta y entra —Abrió la puerta posterior de un gran Cadillac sedán.Charlie pudo ver, a pesar de la incierta luz, que John Muntz iba al volante. Y, en cuanto subió al asiento de atrás, después de pasarle la maleta a Gene, se dio cuenta inmediatamente de que Big Nick Muscaro le había hecho el honor de ir a recibirle personalmente. La fragancia de su loción para después del afeitado era inconfundible.Mean Gene Faldi subió al asiento de detrás de John Muntz y sujetó la maleta firmemente entre sus rodillas.—Bueno, Carlo. ¿Algún problema? —dijo Big Nick, sentado en el oscuro rincón de la parte posterior.—Ni rastro —respondió Charlie.—¿Y en la aduana?—Como una seda.—¿Y Francia?—Todo ha ido sobre ruedas, Nick.—Bien —dijo Big Nick, y se quedó callado.John Muntz sacó el coche del aparcamiento y condujo por la avenida en dirección al Midtown Tunnel. Nadie dijo nada más hasta que atravesaron el túnel y John Muntz giró hacia el norte.—Vamos a mi casa, Carlo —dijo entonces Big Nick.Charlie sintió una grata satisfacción, pero procuró que no se le notara en la voz.—Estupendo —dijo, dándose cuenta al instante de que Big Nick no consideraría concluido con éxito el recado de Charlie antes de comprobar la mercancía de la maleta, en privado. Y no perdería a Charlie de vista hasta haberlo hecho—. Siempre quise conocer su casa, Nick —dijo sinceramente.—No tiene nada de especial. Sólo son dos habitaciones.Las dos habitaciones de Nick estaban en un lujoso bloque de apartamentos llamado Waterside Arms, en Riverside Drive.—Espera aquí, John —dijo Big Nick al frenar delante del edificio—. Podrás llevar a Carlo a su casa dentro de poco rato.—No se molesten —dijo Charlie—. Puedo tomar un taxi desde aquí, Nick. Es la una de la madrugada y John probablemente ha tenido un día agotador. Además, no llevaré nada que valga la pena robar cuando salga de aquí. No necesitaré guardaespaldas.Todos sabían a qué se refería.—De acuerdo —dijo Nick—. Llévate el coche entonces, John. Te necesitaré mañana a las diez.—¿Seguro que no le hago falta ahora, jefe? —dijo John Muntz, llevándose momentáneamente la mano bajo el brazo izquierdo.—Tengo a Gene. Buenas noches, John.Gene Faldi llevaba la maleta de Charlie. Subieron al apartamento de Big Nick en uno de los ascensores. Nick sacó su llave para abrir la puerta y los guió a través de un pequeño vestíbulo hacia la sala de estar, encendiendo las luces a su paso. Charlie miró a su alrededor pensando que Big Nick tenía razón, que el apartamento no tenía nada de especial, al menos por lo que podía ver. Era suntuoso, lujosamente amueblado, y todos los colores entonaban perfectamente pero, a pesar de todo, pensaba Charlie, tenía un aspecto demasiado ostentoso.Big Nick le cogió la maleta a Gene Faldi y la dejó sobre una mesilla que había frente a un largo sofá.—Sentaos, chicos —les dijo por encima del hombro. Charlie y Gene se acomodaron en un par de butacas de piel y observaron cómo Big Nick abría la maleta.La bolsa blanca de la perfumería de Cannes estaba encima de todo. Nick sacó las cajas de sales de la bolsa y las alineó en la mesilla, una detrás de otra. Cogió la primera e inspeccionó con aprobación la parte inferior, vuelta a pegar. —Un trabajo esmerado, Carlo –dijo. Por alguna razón, Charlie se sonrojó.—Era lo único que me tenía realmente preocupado —dijo—. El trabajo de pegar.—De profesional. —Nick inspeccionó la parte inferior de las otras tres cajas—. Perfecto —aseguró. Gene Faldi puso cara de pocos amigos.Nick abrió la primera caja. Luego, sacó una fina navaja de oro y rasgó el precinto de papel que había sobre las sales, después de haber quitado la borla que lo cubría. Luego probó el contenido de la caja tal como Charlie había hecho en Niza... con un dedo humedecido llevado a la lengua. Después de someter cada una de las tres cajas restantes al mismo tratamiento, asintió con satisfacción y se volvió hacia Gene Faldi.—Escogimos al muchacho apropiado para el recado, Gene —dijo—. El chico lo ha hecho, y lo ha hecho muy bien. Creo que deberíamos beber algo para celebrarlo.—¿Por qué no? —dijo Gene sin entusiasmo.—¿Quiere decir beber algo en serio, Nick? —dijo Charlie, sintiéndose complacido—. ¿O Perrier con lima?—Algo en serio —Big Nick estaba muy animado—. ¿Qué queréis tomar, muchachos? —Indicó un mueble bar que había en una esquina de la habitación.—Hay una botella medio vacía de un coñac francés de cinco estrellas en mi maleta —dijo Charlie—. Por si quieren probarlo. Es la cosa más suave que he tomado nunca. Y después de todo, fue usted quien pagó por él, Nick.—Muy bien —dijo Nick—. Tráenos unas copas, Gene.Faldi cogió tres copas antiguas de cristal tallado del mueble bar mientras Nick revolvía la maleta de Charlie en busca del coñac. Cuando lo encontró, sirvió las copas y las pasó a los demás. Luego se sentó en el sofá, de cara a las butacas donde Gene y Charlie estaban cómodamente instalados y levantó su copa en dirección a Charlie.—Salud —dijo, y bebió un buen trago de coñac. Gene y Charlie solamente probaron el suyo—. ¡Ah! —dijo Big Nick, relamiéndose los labios—. ¡Hacía mucho tiempo que no probaba una cosa así!—Es suave, ¿verdad? Y así debe ser, por lo que pagó por él. Y también pagó bastante por el reloj de pulsera que me había dicho que comprara para que distrajera la atención de las cajas de sales, al pasar por la aduana. ¿Lo quiere? Lo tengo allí; en la maleta.Nick tomó otro trago largo de coñac. Era un insulto para un licor de tal calidad. Cuando Big Nick se apeaba del carro del Perrier, lo hacía en serio.—Quédate con él reloj si te gusta, Carlo —dijo Nick—. Considéralo como un pequeño regalo. No es más que una tontería comparado con el regalo de un millón de dólares que me has traído. —De acuerdo —dijo Charlie—. Gracias.—Vamos, Gene, bebe un poco más. —Nick volvió a llenar su copa vacía y acabó de llenar la de Gene—. Tienes que admitir que Carlo ha hecho un trabajo de primera clase para nosotros, para ser la primera vez que salía.—¿Quién no lo habría hecho —dijo Charlie, medio en serio, medio en broma—, teniendo a Guido pisándole los talones?Nick se rió.—No te preocupes por Guido. Eso era sólo un truco para impresionarte un poco. —Miró a Gene Faldi—. Bebe, Gene —volvió a insistir—. Esto es una celebración.Mean Gene tomó un sorbo más generoso de su coñac. Su alargada cara de caballo que, a pesar de la ocasión, seguía agriada y poco afable, se impregnó de tristeza.De repente, con un sentimiento de culpa, Charlie recordó que la madre de Gene se había muerto recientemente.—Oye, Gene —dijo con compasión—, sentí lo de tu madre. ¿Fue todo bien en California?Hubo una pausa de unos instantes; luego Big Nick Muscaro balbuceó, soltó un bufido y explotó en carcajadas tan fuertes que derramó algo de coñac.Charlie le miró asombrado. Incluso para Big Nick, reírse en la cara de Gene de su pérdida, era una escandalosa manifestación de mal gusto. Charlie miró a Gene para ver cómo se tomaba la frivolidad de Nick. Su expresión no era de enfado, ni interrogativa, ni herida. Simplemente, impasible.Big Nick logró, no sin esfuerzo, controlar sus carcajadas. Miró a Charlie por encima de su copa de coñac y dijo con mucha tranquilidad:—La broma está en ti, Carlo. La madre de Gene no ha muerto.Charlie dejó cuidadosamente su copa en la mesilla y miró de Nick a Gene y de Gene a Nick.—¿Qué diablos significa esto?Gene Faldi le respondió:—Lo de que mi madre había muerto fue sólo una excusa que Nick y yo inventamos para que tú hicieras el viaje a Niza en mi lugar, Charlie. Mi madre está viva y goza de buena salud. Vive en Hoboken.—¿Qué? —La expresión de Charlie era más de desconcierto que de otra cosa.—Es cierto —confirmó Nick—. Mira, Carlo, ahora tenemos otro proveedor en Miami. Más a mano y más barato que los refineros franceses de Marsella. O sea, que tu viaje a Francia fue nuestra última compra allí.—¿La última compra? ¿Qué tiene eso que ver? —Charlie se volvió hacia Mean Gene Faldi—. ¿Por qué no hiciste la compra tú mismo? ¿Por qué tuve que ir yo en tu lugar?Mean Gene lanzó una mirada a Nick Muscaro.—¿Va a explicárselo, jefe? —dijo.—Ahora que todo ha terminado y está libre en casa, ¿por qué no? —Nick tomó un reconfortante trago de coñac—. Lo importante, Carlo, lo más importante, es que tenemos heroína pura por valor de un millón de dólares y que no nos costó ni un centavo aparte de tus gastos.Charlie estaba todavía más desconcertado.—No lo entiendo —dijo ceñudo—. Yo le entregué un fajo repleto de billetes al doctor DuBois por la mercancía —Inclinó la cabeza en dirección a las cajas de sales—. Así que, ¿qué significa que lo conseguimos gratis?Nick le sonrió abiertamente.—Que no era dinero de verdad el que llevabas en el cinturón, Carlo. Era falso.—Oh —dijo Charlie en un susurro.Alcanzó su copa de coñac con lentitud y se tomó un largo trago esta vez. Estuvo un minuto en silencio, mientras Big Nick y Gene Faldi le miraban divertidos, esperando que reaccionara violentamente ante la sorpresa que le habían dado. Pero no fue así.—Así que yo habría sido el chivo expiatorio si el médico francés se hubiera dado cuenta de que el dinero era falso —dijo simplemente, con suavidad. Y volvió a sentir un escalofrío que le subía por la espalda al pensar en lo que fácilmente le podría haber sucedido en la bulliciosa ciudad de Niza.—No corrías demasiado riesgo, Carlo —dijo Nick—. Ese médico no reconocería un billete falso de cien dólares ni aunque le mordiera. No es más que un intermediario, un médico estúpido. ¿Serías tú capaz de distinguir un billete falso de cien francos de uno bueno?—Quizá no —dijo Charlie—, pero en todo caso...—Entonces, olvídalo, ¿de acuerdo?—Por si algo salía mal en Francia, usted no quiso arriesgar el pellejo de Gene, ¿verdad? Nick se encogió de hombros.—Claro. ¿Por qué no? Gene lleva mucho tiempo conmigo, Carlo. ¿Comprendes? Tú eres nuevo, más joven, más...—¿Sustituible?—Eso es. Pero todo ha salido a pedir de boca, ¿no? Así que, ¿qué pasa ahora? Te llevas una buena tajada del negocio. Te ganas un ascenso en la organización y, de ahora en adelante, ya no serás tan sustituible.Nick volvió a dirigir una amplia sonrisa a Charlie.Charlie se quedó un momento en silencio, sorbiendo su bebida. Luego, sonriendo con desgana, dijo:—Me la han jugado buena. Pero, tal como han ido las cosas, tampoco está tan mal.—Muy bien —dijo Big Nick. Los músculos faciales de Mean Gene se contrajeron en lo que parecía ser una sonrisa—. Devuélvele a Gene su pasaporte —ordenó Nick—, y vamos a tomar otro trago.—Yo no quiero más alcohol —protestó Charlie—. Estoy agotado. Voy a irme a casa a dormir toda una semana. ¿Puedo llamar a un taxi, Nick?—El teléfono está en el comedor —dijo Big Nick señalando una puerta al fondo de la sala.Charlie se levantó, le devolvió el pasaporte a Mean Gene, fue hacia el teléfono del comedor y llamó a un taxi.—Estará aquí en diez minutos —dijo al volver a la sala de estar. Cerró la maleta, la cogió del sofá, y se dirigió hacia la puerta—. Dejo la botella de coñac; bueno, lo que queda de ella.—Conforme —dijo Big Nick con voz apagada—. Al fin y al cabo, yo la pagué, ¿no?Charlie se rió.—Sí. Y también se la está bebiendo prácticamente toda —dijo—. Buenas noches.Charlie les dejó.Al cabo de un minuto, se hallaba en la planta baja del Riverside Arms. El vestíbulo se encontraba desierto, a excepción de tres hombres que parecían estar a punto de entrar en el ascensor que acababa de abandonar Charlie. Uno de los hombres, de mayor edad que sus compañeros, tenía el pelo canoso y cierto aire de autoridad.—Apartamento 810, Jud —le dijo Charlie—. La puerta no está cerrada con llave, así que podéis entrar directamente. Y tengo grabado todo lo que necesitamos.El hombre de más edad asintió.—¿Crees que pueden causarnos algún problema?Charlie movió la cabeza negativamente.—Están los dos medió borrachos de coñac francés. Hay más de medio kilo de heroína pura encima de una mesa, a plena vista. Y seguro que no esperan esta noche la visita de sus amigos de la Brigada de Estupefacientes.El hombre de pelo canoso asintió de nuevo y entró en el ascensor, seguido de sus compañeros.El agente Charlie Bell, fatigado por el viaje, se quedó dormido en el taxi camino de su casa.Fin