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    ---------------------

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    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
  • Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

    45 90

    135 180
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    0 X




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Seleccionar Hora y Minutos

    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

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    Avatar 6

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    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
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    10%
    )


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    )


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    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

    20 40

    60 80

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
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    FILTROS

    ELEMENTO

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    Dos Puntos
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    Slide
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    FILTRO

    Blur
    (0 - 20)

    Contrast
    (1 - 1000)

    Hue-Rotate
    (0 - 358)

    Sepia
    (1 - 100)
    VALORES

    ▪ Normal

    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

    ACTIVAR

    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

    ▪ Normal
    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

    Abajo - Arriba
    REDUCIR-AUMENTAR

    Aumentar

    Reducir

    Normal
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    Más - Menos
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    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

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    H= M= R=
    -------
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    -------
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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

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    ▪ Activar

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    H= M= E=
    -------
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
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    Almacenar

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    Relojes a cambiar

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    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Cambiar cada

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

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    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
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    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
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    ▪3


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    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    LOS TÍTERES (Hugo Correa)

    Publicado en enero 08, 2012

    ÍNDICE


    Alter ego
    El mundo del tío Roberto
    El veraneante
    El hombre prohibido

    Remember us —if at all— no at lost
    violent souls, but only
    as the hollow men...
    T. S. Eliot


    ALTER EGO


    Señor: Aquí está su Alter Ego. Tenga la bondad de firmar el comprobante.



    Demetrio abrió el estuche y retrocedió maravillado: allí estaba él, los brazos pegados al cuerpo, en la más completa desnudez e inmovilidad. Si la posición erguida no fuese la menos apropiada para un durmiente, lo habría despertado; tan naturales parecían el color de la piel, las arrugas que empezaban a esbozarse alrededor de los ojos, los labios delgados y la despejada frente. El pelo liso, peinado cuidadosamente, como el de su doble humano.

    Tomó la caja de control y, guiándose por el catálogo, puso en marcha al títere. Caminaba con soltura y naturalidad, sin los movimientos grotescos que caracterizaban a los autómatas del pasado, como si poseyese huesos, músculos, nervios y los demás órganos de un ser natural. Demetrio lo hizo practicar los actos elementales: sentarse, vestirse, encender un cigarrillo, rascarse una oreja. Si los propietarios de los títeres quieren disfrutar de ellos —decía el manual de instrucciones—, necesitan estudiarse concienzudamente a sí mismos, por lo menos en cuanto a su mímica, gestos, manera de andar, etc.

    Demetrio, ya perito en la conducción de su doble, se colocó el casco introyectador. Por un instante sus ojos parpadearon en las tinieblas. Pero una vez abierto el interruptor ocular, recuperó la vista: la sala de estar se presentaba tal como si la estuviese observando desde otro ángulo. ¿Qué ocurría? Sencillamente empezaba a ver por los ojos del títere. Alter Ego, parado en el centro de la habitación, vuelto hacia la entrada, pestañeaba con naturalidad: los instrumentos movían sus párpados sintéticos cada vez que Demetrio lo hacía. El hombre presionó una tecla, y el sosia dio media vuelta: pudo verse a sí mismo en el sillón, cubierta la cabeza con la escafandra, los controles sobre las rodillas. Una vez abierto el canal auditivo, no le cupo duda que se había trasladado al centro de la pieza: escuchaba los ruidos de la ciudad y los producidos por los cambios de postura en el asiento. Y el olfato. Cómo respirar a través de un Alter Ego. Los odorófonos transmitían las sensaciones del aire aspirado desde otro lugar. Probó la voz de su duplicado: en cuanto Alter Ego abrió la boca, Demetrio se escuchó a sí mismo hablándose desde el medio del cuarto:

    —¿Cómo estás, Demetrio? Has nacido de nuevo. ¿Verdad que te sientes como el pez al que se le ha cambiado el agua del acuario?

    Demetrio se escuchó complacido. Hizo caminar a Alter Ego por la sala, lo condujo a una ventana y, asomado a ella, contempló la cuidad que fulgía bajo un cielo ardiente, salpicado de helicópteros. Todo parecía más bello que cuando lo miraba con sus propios ojos; más azul y brillante el firmamento; de colores más alegres y definidos los rascacielos. Sí: Alter Ego le mostraba la verdadera realidad de las cosas. Las sensaciones que el sosia le transmitía del mundo lo embargaron de una súbita paz con la humanidad. Revivieron en su imaginación las emociones de juventud, aquellas que los años fueron esfumando hasta convertirlas en tenues imágenes, voluntaria o involuntariamente olvidadas. Pero ahora se sentía poseído de un extraño valor para recordar. Podía mirar con serenidad su vida, rememorar sus pensamientos juveniles; cuánto había ambicionado; cómo poco a poco fue renunciando a lo que más amaba para poder labrarse una situación.

    —¿Recuerdas cuando quisiste ser actor y representar al «Emperador Jones»? ¿Cómo durante meses anduviste obsesionado con los monólogos del negro? ¿Cómo le hacías el amor a Valentina, la chica que asistía contigo a las clases de teatro, y que te estimulaba porque creía en ti?

    Alter Ego hablaba con una voz impostada, potente, y su mímica revelaba al hombre poseedor de una cierta experiencia teatral. Encendió un cigarrillo, aspiró una bocanada de humo y la expulsó en un delgado chorro. Se detuvo frente a un retrato donde él, Demetrio, en su escritorio de trabajo, rodeado de propaganda, carteles, panfletos, avisos, sonreía satisfecho.

    —Nada de malo tiene vender dentífricos, menos cuando se trata de un buen producto, elaborado a conciencia, y que, después de todo, cumple una función social: ofrecer una dentadura blanca y un aliento perfumado. Aplicaste a tus actividades aquella respuesta dada por Jones a Smither: «¿Acaso el hombre no es grande por las cosas grandes que dice..., siempre que se las haga creer a la gente?» Cosa que lograste como vendedor. Pero lo malo fue que tú nunca creíste en las cosas grandes que decía Demetrio, el exitoso vendedor.

    Alter Ego dio una larga chupada y contempló, a través de la nubecilla azul, al hombre que descansaba en la poltrona, oculto el rostro bajo en introyectador. ¡Maravillas de la electrónica! Los papilófonos transmitían el sabor del humo y su leve temperatura.

    —Fumar por control remoto... ¡Qué gran ventaja para los hombres prácticos de ahora, que todo lo tratan de hacer sin comprometerse demasiado! Se experimentan las mismas sensaciones del fumador sin correr ninguno de sus riesgos. El principio hedonístico plenamente realizado.

    Alter Ego abrió un antiguo armario, y se volvió hacia Demetrio con una sonrisa indefinible.

    —Una pieza de museo, al igual que tantos hombres. ¿No son, al fin y al cabo, la mayoría de los hombres de hoy piezas de museo? Para empezar, son incapaces de realizarse a sí mismos. Todos se quedan a medio camino. Y tú no eres la excepción: querías ser actor, pero terminaste vendiendo dentífricos: era más provechoso. Abandonaste a Valentina porque era humilde, sin ambiciones. Tuviste amigos, verdaderos amigos, con los cuales se podía conversar sobre muchas cosas inútiles... ¿Inútiles? Tus nuevos conocidos solamente entienden el lenguaje económico. «¿Eso produce dinero?», te preguntan cuando, ingenuo, tratas de sacarlos de su cómodo carril, mostrándoles tu mundo interior, donde las inquietudes comienzan a enmohecer con la fatal resignación del metal corroído por los óxidos. Aprendiste, sí, a hablar como ellos. ¡No mejor que ellos! En ese mundo no existe la jerarquía.

    Alter Ego terminó de fumar: apagó el cigarrillo con un gesto teatral y, enfrentando a Demetrio, lo señaló, acusador.

    —Y ahora, ¿te servirá tu doble mecánico para lo que no te atreves a hacer con tus propias manos?

    El títere se quedó inmóvil, mirando el casco hermético. Un denso silencio flotaba en la habitación. Brillaron los ojos de cristal. Luego, lentamente, Alter Ego se volvió al estante, que aún permanecía abierto. Su mirada se endureció. Sacó una pistola. La examinó con aire crítico y, avanzando hacia el hombre con curiosa solemnidad, como quien camina por el interior de un templo donde se lleva a cabo la consumación de algún rito, le quitó el seguro al arma.

    —El hombre es el supremo inventor. Ha creado estas armas para matar hombres, y a los sosias, para juzgarse a sí mismo. —Agregó secamente, al cabo de una brevísima pausa—: El ciclo se ha cerrado.

    Apuntó cuidadosamente a la inmóvil figura del sillón.



    EL MUNDO DEL TÍO ROBERTO


    I

    Sí: Era el legado del tío Roberto: su sosia, que lo representaba a él —al tío Roberto—, con treinta años a lo sumo. ¿Por qué, en lugar de su doble, no le dejó el aerocoche o la cabina en la playa? El títere, aunque valioso, no parecía de venta fácil. ¿Entregarlo a una casa de remate?: estafa segura.



    Lo instaló provisoriamente en un rincón de la sala de estar: se trataba de una obra finamente acabada, que hasta de adorno podía servir.

    No es común que un hombre posea dos títeres. Aunque al alcance de todos, los sosias eran costosos. Durante sus tediosas jornadas en Seguros Vitales, Alfonso reflexionaba en su particular situación de doble propietario de sosias. Su escritorio se sumaba a las interminables filas de pupitres alineados en la vasta sala, todos con su correspondiente títere, vecinos pero lejanos como las estrellas en el firmamento: uno nunca conocía a los originales de los compañeros de labores, sino únicamente a los impenetrables y eficientes sosias.

    Porque ahora nadie asistía de cuerpo presente a su ocupación: los títeres realizaban tan bien o mejor que los hombres el noventa por ciento de sus actos. Pero necesitaban que su conductor permaneciese despierto y alerta, no como los autómatas capaces de sustituir al hombre en muchas de sus actividades, aunque sin su directa intervención. El títere vino a convertirse en una nueva herramienta de trabajo, cómoda, práctica, de infinitas posibilidades. Los hombres los dirigían desde sus habitaciones con un esfuerzo y desgaste mínimos. Para tomar un café o descansar un rato, bastaba quitarse el casco introyectador: el doble permanecía en el escritorio, privado momentáneamente de movilidad.

    Una tarde en que Alfonso se despojó de la escafandra para ir al baño, reparó en el doble de Roberto. De pie en un rincón, cerrados los ojos, parecía dormir como una figura de cera. ¿Cómo era posible que su tío, un caballero tan respetable, hubiese comprado ese sosia de juvenil apariencia? Alfonso sintió una repentina curiosidad de probarlo. Se quitó el casco de su sosia, y se puso el de Roberto, luego de reemplazar la caja de mandos de su propio doble por la del títere de aquél. El artefacto respondía con facilidad al control remoto; accionaba con ligereza y soltura, demostrando la óptima calidad de su construcción.

    Manteniendo siempre a mano la escafandra y los controles de su auténtico alter ego, abandonó su departamento poseído de la secreta euforia de saberse cometiendo un acto prohibido, pero sin correr un gran peligro de quedar en descubierto. Tomó el ascensor —afortunadamente vacío a esas horas— y pronto caminaba por el parque, situado al frente de su vivienda. Se internó por los caminos de grava, bajo los corpulentos plátanos orientales y cipreses, entre los jardines floridos, que impregnaban la tarde soleada con una fragancia penetrante. El sistema electrónico le transmitía con fidelidad los efluvios del aire primaveral (aunque respiraba dentro de un casco hermético, encerrado en su departamento).

    Aisladas niñeras y uno que otro anciano tomaban el sol, encendido en un cielo diáfano. Pero Alfonso recordó su trabajo. Al cabo de cinco minutos, y después de sentar a Roberto en un banco, se colocó su propio casco e inspeccionó su escritorio. Todo en orden. Para disimular la maniobra permaneció un rato largo trabajando. Luego retomó el sosia de Roberto, y atravesó el parque gozando de aquella imprevista libertad, deteniéndose a veces a observar los calmos aledaños. Lentamente germinaban en su imaginación las insospechables posibilidades nacidas de su calidad de doble poseedor de sosias. Comenzaba a desplegarse ante sus ojos un verdadero nuevo mundo. Porque con dos títeres existe la posibilidad de estar en dos partes a la vez sin moverse de su casa, con el sencillo recurso de cambiar de casco introyectador. Equivalía a poseer esa cualidad única, prevista por los parasicólogos: la bilocación, algo parecido a la ubicuidad, una condición propia de los dioses.

    Mientras uno de sus yoes trabajaba tesonero —al menos permanecía en la oficina—, el otro disfrutaría de las delicias de hacer lo que se le antojase. Alfonso, poseído de una euforia creciente, arribó al metropolitano. Tomaría el tren y realizaría un largo paseo. Pero antes dejó al títere de Roberto parado a los pies de la escalera mecánica, cuyos peldaños rojos se sumergían en las entrañas de la máquina como un torrente sanguíneo en perpetuo fluir, y volviendo a la oficina, permaneció cinco minutos dedicado a sus labores. Frecuencia ideal: cinco minutos como Alfonso, y otros tantos como Roberto.

    En el semivacío vagón, envuelto en la frescura del aire acondicionado, entrecerrados los ojos y sin pensar en nada, se relajó completamente. Transformado en un superhombre: su misma vida comenzaba a adquirir sentido. Porque hasta entonces no fue sino un muchacho apocado, algo torpe, de escasa fortuna en general. Huérfano desde los quince años, y de temperamento no muy amistoso, su existencia transcurría bastante vacía. Y ahora que todo el mundo enviaba al trabajo a su alter ego, tampoco en la oficina existían expectativas de conocer gente, como en la época anterior a los títeres, cuando hasta los más misántropos se tornaban sociables en contacto con sus compañeros. A medida que el tiempo se deslizaba, la herencia de su tío Roberto adquiría trascendentales y nuevas perspectivas.

    Pleno centro metropolitano. Calles de vivos colores, rascacielos de pulcros muros plásticos. Un inusitado tránsito de aerocoches revoloteando en abigarrados enjambres. Se posaban sobre las terrazas o se sumergían en el cielo como libélulas impulsados por sus silenciosos rotores: todo ganaba en vitalidad y belleza a través del títere de Roberto. Caminando por la vereda atestada de transeúntes, se topó a quemarropa con un vendedor de Seguros Vitales. Estupefacto, lo saludó. ¿Qué pensaría el otro al verlo en la calle, cuando aún no finalizaba la diaria labor? Únicamente recordó su nueva condición al ver la sorprendida cara del vendedor ante el saludo de un desconocido. Como andar disfrazado. Gozoso, hizo un alto para asomarse a la oficina, de acuerdo con el plan, y, al retomar el títere de Roberto, sintió que alguien lo tironeaba de un brazo. Una mujer joven, morena, lo miraba con fijeza, sorprendida.

    —Roberto, ¿por qué te habías perdido tanto tiempo?

    Alfonso, inmovilizado, no supo qué contestar. Aquella mujer, con su soberbia silueta duplicada en el muro reluciente del edificio, era sin duda una amiga de su tío.

    —¿Has estado enfermo?
    —Sí, estuve bastante mal —replicó vacilante, tratando paralelamente de inventar alguna enfermedad apropiada.
    —¿Algún accidente?

    La palabra «accidente» le permitió encontrar el pretexto.

    —Me di un golpe tan fuerte que debí hospitalizarme...
    —¡Oh! Entonces fue un accidente al natural.
    —A mi títere no le pasó nada. Tropecé con una escalera...
    —Pobre. —Su voz y rostro reflejaron pesadumbre—. Ven. Acompáñame a hacer una diligencia. Después nos vamos a mi casa. Estoy sola de nuevo.

    El tono de la mujer le produjo un estremecimiento. Ella, tomándolo de un brazo, lo arrastró por la acera con la familiaridad y afecto de antiguos conocidos.

    Sí: comenzaba a introducirse en lo que fuera el mundo del tío Roberto.

    —Tengo que ir a Seguros Vitales. ¡Un encargo que me dejó mi marido!

    Alfonso se sobresaltó.

    —¿Qué te pasa?
    —Nada... Este... Resulta que yo... —Recapacitó: «No hay nada que temer, después de todo. Nadie en tu oficina conoce al doble de Roberto»—. ¿Te importaría que te deje sola unos minutos? Tengo un pariente enfermo y necesito visitarlo seguido.

    ¡Con qué oportunidad encontró una argucia! Habían transcurrido los cinco minutos reglamentarios.

    Dentro de un gigantesco escaparate, en una pantalla de televisión, se proyectaba un desfile de modas. Allí dejó Alfonso a Roberto, acompañado de la mujer. Su ojeada a la oficina fue oportuna: el inspector automático revisaba la sección, y pudo ver como Alfonso trabajaba con ahínco.

    —Mi enfermo se encuentra perfectamente.
    —¡Siempre tan misterioso! —rió ella—. Apurémonos: ardo en deseos de estar a solas contigo.

    Seguros Vitales no quedaba lejos de allí. Extraña emoción la de entrar en la oficina donde uno se encuentra trabajando, del brazo de una clienta, ambas cosas simultáneamente.

    —¿A qué piso vamos?
    —A la gerencia: queda en el vigésimo, creo.

    ¿Debería enfrentar al gerente en persona? ¿A ese engreído, que utilizaba un títere con facha de militar arcaico? Aunque no existía ni el más leve peligro a que el gerente sospechase algo, Alfonso no pudo reprimir una sensación de temor. La proximidad de la mujer, segura de sí misma y deseosa de parecer amable, lo reconfortaba un tanto.

    Los solemnes pasillos del piso de la gerencia de Seguros Vitales. Muros revestidos en madera. Hileras de gomeros, filodendros y aralias ondeando bajo los soplos del aire acondicionado.

    —¡Siempre tan callado! Ni el accidente te ha puesto hablador.

    Gran suerte que el tío hubiese gozado fama de parco. Y explicable. Si quería mantener en la penumbra su verdadera edad, el laconismo se convertía en un aliado poderoso. ¡Ah, los títeres! ¡Qué de milagros trajeron al mundo! Conseguir por ejemplo que un vejete dejase de majaderear sobre sus achaques e hipotéticas aventuras pasadas, donde la experiencia propia se confunde con la ajena, podía considerarse uno de los más genuinos triunfos de la cibernética.

    Varias personas en la antesala. Tras el ventanal los esbeltos rascacielos despiden reflejos de múltiples colores. Más arriba los aerocoches rebullen como silenciosas abejas.

    —El siguiente.

    La seca voz del anunciador automático. La mujer, ya de pie, lo invitaba a seguirla. Vaciló de nuevo al enfrentar la doble hoja de la gerencia.

    —¿No crees preferible que te espere aquí?
    —¡No seas ridículo! Te conviene conocer a Manuel. Puede ayudarte. —Ella comenzaba a bornear el picaporte.
    —¿En qué?

    Pero la puerta se abrió, dejando trunca la respuesta de la mujer.


    II

    La figura del gerente, contra la pared del fondo, detrás del ciclópeo escritorio color marfil, al otro lado de la vasta alfombra verde, lo paralizó. El gerente. El hombre que regía los destinos de mil sujetos como él. Se incorporó en presencia de sus visitas, sonriendo amplia, cordialmente.

    —¡Querida Leticia!...

    Leticia: un nuevo elemento dentro de la trama. El títere del gerente, con su cabellera de escobillón y rasgos calcados del más seco y antipático sargento alemán arcaico, vestido con el atildamiento de un maniquí, avanzó al encuentro de Leticia y le estrechó la mano con énfasis. Saludó a Alfonso (presentado como «Roberto, gran amigo de la casa», por Leticia) con una sonrisa pictórica de oficialismo.

    Alfonso, recuperada la serenidad, encaró a su jefe desde la comodidad de su disfraz.

    —Como sabrás, mi marido anda en El Cairo —empezó ella—. Resulta que al pobre le estropearon su títere en un atentado terrorista. Pero el seguro que contrató no cubre el riesgo contra atentados. ¿Te das cuenta? Una verdadera estafa. No se le considera un accidente del trabajo.
    —Bueno —replicó el gerente, con aquel tono doctoral tan conocido para Alfonso—. Es natural: las primas por atentados son muy altas, especialmente en el Medio Oriente, donde, según las estadísticas, ocurren trescientos atentados diarios. Y si él no tomó la precaución de estipular ese riesgo al contratar la póliza, el Lloyd’s no se la pagará. ¿Fueron muy graves los daños?
    —El brazo derecho saltó despedazado: ni siquiera pudo recuperar la mano.
    —Es bastante grave. Pero...

    Vaciló, ostentoso. Los lentes de la cámara televisora que hacían de ojos destellaban cautelosos.

    —Habla con absoluta confianza delante de Roberto —rió Leticia, captando la situación—. Es un gran amigo de Sebastián.

    El gerente respiró, aliviado.

    —Perdone usted mi reserva —dirigió a Alfonso su estereotipada sonrisa—. Pero en estas cosas hay que extremar las precauciones. Imagino que Sebastián —prosiguió, mirando a Leticia— deseará contratar una póliza con nosotros, de manera que cubra todos los riesgos, digamos, con efecto retroactivo.
    —Sí, sí. Me pidió que viniese a conversar personalmente contigo.
    —Pudiste pedírmelo por fonovisor.

    El gerente no las tenía todas consigo: habría preferido mil veces sin duda una conversación a solas con Leticia sobre tan escabroso tema.

    —¿Podría dejar ahora mismo contratada la nueva póliza? —insistió ella en son de súplica—. Se lo prometí a Sebastián.
    —Por cierto. Voy a llamar al empleado que lleva los ficheros.
    —Me voy —susurró Alfonso al oído de Leticia.

    Y el títere de Roberto se quedó repentinamente estático.

    —¿Qué le pasa a tu amigo? —preguntó el gerente, sorprendido.

    Alfonso se colocó su casco justo a tiempo para escuchar la llamada del gerente, que le solicitaba el archivo de primas varias.

    —¿Quiere que se lo lleve, señor?
    —Por favor.

    Alfonso, con grandes zancadas, cruzó los insulsos pasillos donde desembocaban las oficinas repletas de títeres sentados tras sus escritorios, meditando en la curiosa escena que se avecinaba: el enfrentamiento de sus dos yoes. Leticia le lanzó una mirada que se le antojó despectiva. Tuvo que contener la risa al ver la estática figura del sosia de Roberto, sentado muy tieso junto a la mujer, los ojos entrecerrados, como si dormitase.

    —¿Están al día estos datos? —indagó el gerente, con la voz inquisitorial que adopta cuando se dirige a un subordinado.
    —Sí, señor —replica presto Alfonso.

    El títere anotó algunas cifras en una libreta, y devolvió el fichero a Alfonso, es decir, a su sosia.

    —Puede retirarse.

    Mientras permaneció allí Leticia no le había dirigido una sola vez la mirada. Pero se percató del hecho que la mujer echaba constantes y dulces ojeadas a su quieto acompañante, o sea, al doble de Roberto. ¡Ah las mujeres! Cuán poco las conocía Alfonso. Sólo ahora, a través de ese casual encuentro, empezaba a vislumbrar el veleidoso mundo femenino. Y todo gracias a su tío.

    Su ausencia había durado exactamente cinco minutos.

    —¿Qué tiene su enfermo?

    El gerente, depuesto su anterior recelo, hizo la pregunta en un tono amistoso.

    —Se quebró una pierna...
    —De las heridas y quebraduras va a ser imposible que la humanidad se libre —dice Manuel, sentencioso.
    —Manuel —interrumpe Leticia—, Roberto tiene un problema que creo tú estarías en condiciones de solucionárselo.
    —¿De qué se trata? —La voz del gran hombre se torna circunspecta.

    Leticia miró a Roberto. Alfonso, ignorante en absoluto de «su» problema, exhibía un rostro expectante, risueño.

    —Lo han amenazado con destruirle su sosia. Yo te lo conté una vez en casa de los Aguayo. ¿Te acuerdas?
    —¡Ah, sí! —Manuel lo mira con evidente curiosidad, como diciendo: «¿Así que usted es el famoso Roberto de la historia?»—. ¿Se trata de una amenaza que podría eventualmente poner en peligro su vida? Los antitíteres son cosa seria.
    —No, no —se apresura a replicar Leticia, dándole, al mismo tiempo, un leve pisotón al pie sintético de su compañero—. Atañe exclusivamente a su sosia.

    Alfonso, allá en su departamento, dio un brinco. ¿Su tío se había echado encima a los antitíteres, esos fanáticos destructores de sosias que viven al margen de la ley? He ahí algo no previsto por Alfonso. Los antitíteres poseían los medios para identificar al propietario de un doble, y en más de una ocasión destruyeron al sosia y su dueño. Una transpiración helada empapó el rostro del hombre, que, dentro del casco introyectador, dirigía al doble de Roberto.

    —Podríamos estudiarle una póliza conveniente. Sería preferible, eso sí, que nos reuniéramos en otra oportunidad para formalizar la operación.
    —Pero Roberto puede contar con tu ayuda, ¿no?
    —Evidente. —Y dirigiéndose a Alfonso—: ¿Quiere ir esta noche a mi casa? Tenía mucho interés en conocerlo. Nos tomamos un trago, y arreglamos su asunto.
    —Este... ¡Muchas gracias!
    —No pierdas esta oportunidad de arreglar tu problema, Roberto. Si te quedas dormido... ¡Tú sabes como son los antitíteres!
    —Mal que mal su doble es caro. —Manuel tasaba mentalmente el sosia de Roberto—. Por lo menos una póliza le garantiza a usted la recuperación del precio. ¡Y no todas las compañías aseguran a los que se han enemistado con los antitíteres!

    El sorprendente mundo del tío Roberto se revestía de súbito con mil asechanzas.

    —Bueno, Manuel. No te quitamos más tiempo. Yo le daré tu dirección a Roberto. Te visitará esta noche sin falta.

    Las personas que hacían antesala miraron irritadas a la pareja que durante tanto rato acaparara al gerente. Pero Alfonso se hallaba ausente de este mundo. Ni escuchó la reprimenda de Leticia por su soso proceder con Manuel.

    Tentado estuvo por echarla al diablo.

    El fulgor de los plásticos y el calor conformaban ahora una atmósfera enervante. Llevado por su amiga llegaron a una vasta terraza atestada de vehículos.

    —¿Conocías mi nuevo aerocoche? —Allí, en la azotea, bajo el ardoroso firmamento, decenas de aparatos similares esperaban soñolientos a sus propietarios—. Me lo regaló Sebastián tres días antes de marcharse. ¡Qué buen marido es Sebastián! Y un magnífico amigo. Te aprecia mucho, aunque estoy casi segura que sabe lo nuestro.

    El tono confidencial de Leticia, en lugar de excitarlo como antes, lo enfrió aun más: su miedo cundía segundo a segundo.

    —Roberto —el vehículo, impulsado por los silenciosos rotores embutidos en alvéolos laterales, penetraba en la diáfana y ardiente atmósfera que oprimía a la ciudad—: has olvidado a tu enfermo.

    Alfonso se asomó a su escritorio. Faltaban aún veinte minutos para finalizar la jornada. La silenciosa sección, entre las simétricas filas de escritorios, huérfanas de voces humanas —un dispositivo especial, accionado desde la sala de controles de la oficina, impedía a los títeres dialogar entre sí—, seguía la inamovible rutina. Pero el trabajo de Alfonso se acumulaba, y la idea respecto a que su negligencia fuese advertida le hizo reaccionar. Con un esfuerzo alejó las preocupaciones, y en pocos minutos se puso al día.

    El trabajo le sentó bien. Recuperó la calma, y, mientras entregaba fichas por decenas al computador, maldijo el instante en que se le ocurriera probar el títere de su tío. Quizás los antitíteres lo vieron cruzar el parque. Tal vez ya estaban en su persecución. ¿Qué habría hecho su tío para echarse encima a los antitíteres? Leticia algo le revelaba: la debilidad de Roberto por las mujeres.

    Porque fueron los viejos quienes engendraron el movimiento que se convertiría en la Hermandad de los Antitíteres. Cuando un hombre jubilaba (a los ochenta años, según las nuevas leyes de previsión, basadas en la mayor resistencia al trabajo del hombre gracias a los títeres, por una parte, y a la mayor longevidad conseguida con el progreso de la medicina) obtenía un fondo de retiro como para darse lujos: comprar un nuevo aerocoche, una cabaña de veraneo y, lo mejor de todo, un sosia fino, hermoso, de juvenil aspecto. Así, al final de la vida, un hombre o una mujer prácticamente volvía a nacer gracias a la adquisición de un bello títere. Y por ficticio que esto pareciese, la realidad era que tal hombre, o mujer, embriagado con el uso de un artefacto que ocultaba su verdadera edad como bajo una máscara trataba de realizar muchas de las cosas no materializadas durante su juventud.

    La titeromanía se multiplicó. Porque el titerómano se desentendía del original, a quien jamás llegaba a conocer en la mayoría de los casos: solamente le preocupaba el títere. Procedía como aquellas personas que, en un baile de disfraces, se hallan dispuestas a correr aventuras con otras cuya incógnita la garantiza una máscara. Los viejos reencontraron el paraíso. Al cabo de una vida no siempre plenamente realizada, salpicada de desengaños y represiones, y debido a las leyes que obligaban a los funcionarios a usar títeres que fuesen sus réplicas perfectas para evitar confusiones, los menos favorecidos por la naturaleza eran los primeros en adquirir, al jubilar, la última palabra en belleza titerera.

    Tanto proliferaron los escándalos (al fin de su vida el hombre no trepida ante nada para satisfacer un apetito, estimulado por la perseverancia, decisión y experiencia ganadas en años, y por la idea obsesiva del hecho que el calmar dicho deseo bien puede constituir el último acto de su existencia), que no tardaron en surgir protestas. Se pidió al gobierno que controlase la venta de títeres. Pero ya los intereses creados formaban cerros. ¿Cómo negarle a un ser, que se encuentra a las puertas de la muerte, un último agrado? Existían vicios, sin duda, pero la humanidad siempre estará expuesta a ellos, con o sin títeres. Y en cambio, ¡qué de placeres nuevos e inesperados podían obtenerse con aquellos muñecos!

    Las alternativas de aquella sorda lucha siempre resbalaron sobre Alfonso como el agua por una cubierta aceitosa. El problema de la «senectud eufórica», como lo llamaban los periodistas (en memoria de la antigua juventud colérica), lo conocía por comentarios escuchados en comidillos de parientes o en la oficina, los cuales no tardaba en olvidar. Pero ahora los recordaba frescos, amenazadores. Ya se veía víctima de algún ataque fraguado por aquellos fanáticos antitíteres. Y también rememoraba, con irritante fidelidad, anécdotas oídas a medias, distraída la mente, como siempre nos ocurre al escuchar algo que escapa a nuestra órbita de interés, sobre algún certero golpe de los sectarios.

    Alfonso, olvidado por el momento de Leticia, que viajaba con un títere dormido en su aerocoche, intentaba fraguar un plan. ¿Hasta qué extremo los fanáticos tenían fichado a Roberto? Quizá su peligro fuese inminente: los antitíteres no iban a aceptar explicaciones de Alfonso. De nada le serviría contarles la historia de la herencia. Como auténticos nihilistas, atacaban antes de preguntar, y se encogían de hombros cuando posteriormente llegaban a enterarse de la inocencia de su víctima. ¡Haberse encontrado con Leticia, para colmo de males! Tal vez los sectarios también conocían a la mujer como amiga de su tío. Destruir el muñeco. Parecía la mejor solución, aunque significaba una pérdida de dinero. Porque venderlo también era peligroso. Los antitíteres, siempre acuciosos, podían averiguar a quién perteneció antes el sosia, y cumplir tarde o temprano su venganza. ¡Maldito tío! Además de dejarle un artefacto difícil de negociar, ponía en peligro su existencia.

    Los títeres abandonaban sus escritorios. En silencio, por los largos pasillos alfombrados, iluminados apenas, se dirigían a las salidas. Alfonso se puso de pie y siguió a sus compañeros, a ninguno de los cuales conocía. Un doble mecánico es por sí mismo el símbolo de algo lejano, incógnito, capaz de distorsionar por completo la verdadera personalidad del propietario. Si no es fácil trabar amistad con una persona natural, entrar en confianza con el remoto dueño de un títere es tarea casi imposible. La gente, desde la adopción de los sosias, se tornó cautelosa, desconfiada; detrás de la multitud de ventajas y agrados que la propaganda oficial destacaba en el uso de los sosias se columbraban sutiles, nebulosas maquinaciones de espionaje, vigilancia solapada, toda una posible confabulación para controlar en forma sigilosa a la ciudadanía.

    Algunas veces, de manera fugaz, Alfonso había pensado en aquellas posibilidades. Pero sin esforzarse en desenmarañar la multitud de consecuencias sociales y políticas capaces de generar el uso universal de los títeres, adoptados voluntariamente por el hombre, deseoso de obtener nuevos medios para enriquecer su vida dentro de un mundo cada día más huérfano en novedades. Porque si bien los títeres en el trabajo permiten al hombre economizar energías y una mejor realización de sus labores —cada sosia es un complejo que aúna la máquina teledirigida con el autómata—, también facilitaban el aumento sigiloso de los métodos de control.

    El doble mecánico hace posible desentenderse de los factores humanos que intervienen en el encuentro de dos seres de carne y hueso, por antipáticos e incompatibles que mutuamente sean; impide el nacimiento de toda intimidad, e incluso, de una mínima comprensión. Para el Estado, tanto desde un punto de vista político como empresarial, el uso de los sosias multiplicaba sus herramientas de vigilancia. Porque la intimidad entre el personal de una empresa —evitada con los títeres— se traduce en pérdida de tiempo y favorece los comentarios no siempre elogiosos para el patrón.

    Alfonso abandonó Seguros Vitales en medio de la procesión de silenciosos títeres, que ni siquiera intercambiaban gestos de despedida. Las calles rielan bajo el sol aún abrasador. Rebosan transeúntes que se dirigen al metropolitano o a los aerocoches. De todos los edificios surgen filas de títeres que, sin, humanas vacilaciones —como la contemplación de un escaparate o detenerse a conversar con algún conocido—, caminaban con la regularidad de las máquinas que realmente eran, conducidos desde la distancia por un propietario deseoso de guardar luego el sosia para vivir al natural las restantes horas, o continuar su simulacro de existencia a través del alter ego. Las sombras ya un tanto alargadas se recortaban con sorprendente nitidez sobre las arterias plásticas, tan inasibles como sus propietarios.

    El metro se hundió en las entrañas de la ciudad. Por las ventanillas se columbraban los dibujos que fosforecían en las paredes del túnel, como constelaciones tras una neblina. Sentado junto a un hierático pasajero, Alfonso recordó a Leticia. Debía dar el primer paso del plan a medias elaborado en la oficina: recuperar el doble del tío Roberto.

    El aerocoche, posado sobre el césped, rodeado de claveles, tulipanes, clarines y crisantemos, cuya fragancia captó Alfonso a través de sus odorófonos, enfrentaba una pileta orillada por una franja de relucientes baldosas negras. Una mujer corrió hacia el vehículo al notar que el títere recobraba la movilidad. Era Leticia. Su cuerpo maduro, tostado por continuos baños de sol, fulgía con débiles destellos dorados. Leticia abrió la portezuela, y le tendió una mano para ayudarlo a bajar. Una mariposa saltaba sobre las flores, y el agua cabrilleaba como metal en fusión por alguna reciente zambullida.

    Detrás de la piscina se extendía una casa baja, cuyo muro era un solo vidrio sin reflejo: nada revelaba la presencia de ocupantes. El colorido y la paz del lugar reanimaron a Alfonso. Leticia lo condujo a las sillas de lona, que formaban una fila junto al agua. El tono vivo de las telas contrastaba con el negro de las baldosas. Alfonso tomó asiento, y sus ojos se posaron en la mujer que, parada al borde de la piscina, las manos en las caderas, lo observaba risueña. ¿Habría ocultado Roberto a esa mujer joven y vigorosa su condición de anciano más que centenario? Las aguas estallaron con un eco gutural. El cuerpo de Leticia cruzó bajo el agua como un pez dorado. Apareció en la orilla opuesta, jadeando y riendo alegre: brillaba su rostro con el agua que escurría desde la frente sobre los ojos y mejillas.

    —Está exquisita el agua, Roberto. Anda, lánzate.

    Pero Roberto, es decir Alfonso, nuevamente lejos de allí, conducía a su auténtico doble al departamento bajo la fronda cálida del parque. Hollaba la tierra troquelada con arabescos solares, trémulos bajo una leve brisa, ante los escasos transeúntes que, ora sentados en los bancos, ora caminando entre las flores y arbustos, disfrutaban del paseo. Aquel apacible lugar, antes pleno del solaz acogedor ofrecido por los corpulentos cipreses y paulonias, parecía acecharlo ahora detrás de cada tronco. Caminaba echando breves y cautelosas miradas a su alrededor, como si de pronto fuese a salir de una emboscada el temido antitítere. Pero nada ocurrió, y, una vez que hubo dejado a su doble en el dormitorio, ya más tranquilo, la mente despejada y lista para seguir con su plan, se colocó nuevamente el casco de Roberto.

    —No volveré a alejarme —explicó a Leticia, que lo regañaba por su reciente desaparición—. Llegó un amigo a visitar a mi enfermo. Se va a quedar toda la tarde con él.

    Leticia se sentó en la silla vecina.

    —Y esta noche debes ir donde Manuel. Es muy importante, Roberto: tienes que cuidarte de los antitíteres.
    —Leticia —dijo Alfonso, guiado por un repentino impulso—: necesito hacerte una confidencia.

    El tono de Alfonso produjo una instantánea cautela en el rostro moreno.

    —¿Cuál?

    Alfonso, súbitamente envalentonado, apoyándose en la irracional seguridad de contar siempre con la ayuda de la mujer, no vaciló en proseguir:

    —No soy Roberto, el Roberto que tú conocías. Soy su sobrino. Roberto murió.

    Leticia lanzó un grito extraño. Trató inútilmente de cubrir su desnudez. Retrocediendo, desdibujado el rostro por una estupefacción e ira sobreviniente, comenzó a alejarse de aquel súbito desconocido a quien tratara con tanta familiaridad hasta pocos segundos antes.

    —¡Salga de aquí! Váyase de inmediato o llamo a la policía.

    La trémula amenaza, en lugar de intimidarlo, le produjo una repentina cólera.

    —¡No sea ridícula! Usted me confundió con otro. No fui yo.
    —Pero usted... ¡Usted debió advertírmelo! Pudo tener por lo menos esa caballerosidad.

    Semioculta por un tamarindo, continuaba mirándolo acusadora, lanzando ojeadas a la casa, como si calculara la distancia que la separaba de ella, o esperase ayuda.

    —Mire, señora: mi tío Roberto murió. Usted solamente conocía a su doble mecánico. ¿Qué le importa que lo conduzca otro? Para el caso, da lo mismo.
    —Usted es un cínico. Váyase de aquí o grito. No me interesa saber quién era el original ni qué le ha ocurrido. Pero no es el que «yo» conocía. ¡Por eso algo me parecía raro! Lárguese de aquí.

    Alfonso partió hacia la casa con lentos pasos, hundiéndose en la gruesa cubierta de césped. Cuando cruzaba el salón solitario, sobriamente amoblado, volvió a escuchar la voz amenazadora de Leticia:

    —¡Y agradezca que no llamo a la policía!


    III

    Su rapto de confianza con Leticia lo echaba todo a perder. Ofuscado, ardientes las mejillas bajo el casco introyectador, allá en su departamento, conducía a Roberto por una calle que bajaba describiendo amplias curvas, hasta desembocar en una avenida bordeada de árboles frondosos. Más allá, una quebrada por cuyo fondo corría el río. Al otro lado del cauce la ladera cordillerana se elevaba abrupta, apenas punteadas sus tierras rojizas por arbustos agostados a medida que ganaba altura. Siguiendo la trayectoria de la corriente, la ciudad, desdibujada por una bruma azulina.

    Alfonso caminaba al azar, dejándose llevar por el declive del terreno. Junto a una casa de piedra, cuyo jardín rebosaba clarines y rosales, permanecieron un momento quietas, mirando sin duda el agua, dos mujeres desnudas. De súbito, en medio de un grito, se hundieron tras una hilera de cardenales rojos. Los ojos distraídos de Alfonso captaron una tromba líquida, y a sus oídos llegó nítidamente el alegre chapaleo de la zambullida. La rabia y frustración le hicieron odiar la alegría de aquella gente. Hasta el perfume de las flores se le antojaba relajante, ofensivo. Había sido un idiota.

    Se detuvo para orientarse. En el bajo, no lejos del río, empezaba el ferrocarril suspendido que unía el lejano barrio con la ciudad. Hacia allá encaminó sus pasos.

    Leticia era una titerómana. El recuerdo del cuerpo de la mujer lo llenaba de una sensación febril, dejándole un sabor acre en la boca. Nunca tuvo amigas como Leticia. Porque la mujer pertenecía a la clase particular y privilegiada de los altos funcionarios. Y también de su tío. Después de su jubilación Roberto debió lanzarse a una vida por completo opuesta a la del competente y responsable funcionario conocido por sus parientes, existencia que supo mantener en el misterio. Roberto daba como pretexto su edad para eludir a la parentela. Quería una vejez tranquila, le había dicho a la madre de Alfonso, y por eso evitaba los desvelos y compromisos de la vida social. ¡Cuán poco lo había conocido Alfonso!

    ¿Qué hacer para burlar a los antitíteres y salvar el valioso sosia de Roberto? Porque tarde o temprano encontraría un comprador para el títere que le pagase un buen precio; semejante cantidad de dinero jamás podría obtenerla de otro modo. ¿Y Manuel, el gerente de Seguros Vitales? ¿Le advertiría Leticia sobre su impostura? Tal vez la vanidad femenina se impusiera, y Leticia guardase silencio. Por otra parte, el hecho que Alfonso hubiese sido testigo de una maniobra dolosa del gerente de Seguros Vitales le daba una cierta ventaja: la póliza con efecto retroactivo para el marido de Leticia. Bastaba invocar al Comité de Honorabilidad Funcionaria, institución odiada y temida, siempre dispuesta a tomar medidas extremas contra quienes atropellasen el interminable código de fidelidad administrativa.

    Tales reflexiones lo llenaron de bríos y confianza en sí mismo.

    Manuel no estaba en casa, le informó el mayordomo automático, aunque no tardaría en volver. Alfonso se instaló en la sala de estar, orientada a un jardín interior abundante en geranios y tulipanes, entre los cuales centelleaban las aguas de una pileta. Dejó allí a Roberto y, quitándose el casco introyectador en su hogar, hizo flexiones para distender los adormecidos músculos. En la soledad de su alojamiento, el peligro de los antitíteres volvió a conformarse en una sorda amenaza. Como hallarse en el corazón de una ciudad en vísperas de un bombardeo, cuya hora exacta nadie conoce. No debía traer de vuelta a casa al doble de Roberto: primera medida. O lo destruía esa misma noche o lo dejaba fuera. ¡Cuántas torpezas cometidas ese día! Haber permanecido en el parque, exhibiéndose ante quien acertaba a pasar por allí. Incluso se sentó en un banco y, aún más, permaneció varios minutos a la entrada del metropolitano.

    Alfonso se asomó a la ventana. Abajo, entre las sombrías frondas del parque, las luces diseñaban los caminillos de grava que se bifurcaban por la floresta. Se le ocurrió que varios paseantes levantaban la vista hacia su piso. Vigiló a los fisgones. Dos hombres pasaban y volvían a pasar por el mismo camino, sin alejarse nunca demasiado y echando siempre vistazos hasta donde él, trémulo, acechaba. A pesar de la distancia, y de su posición, que dificultaba la identificación de los sospechosos, dedujo que por lo menos uno era un ser de carne y hueso. Y fue éste el que de pronto detuvo a uno de los paseantes, le hizo varias preguntas y luego lo dejó ir.

    Aunque esta escena obedeciese a un hecho casual e inocente, su desconfianza se robusteció cuando vio al otro (con toda probabilidad un títere) que detenía a una mujer (la reconoció: Elisa, vivía en su mismo edificio) y, después de interrogarla breves instantes, se separaba de ella. Alfonso abandonó su puesto de observación. Transpiraba a mares. Imposible volver donde Manuel. Al ponerse el casco introyectador quedaría inerme ante cualquier visitante malintencionado, porque los hombres del parque se hallaban demasiado próximos como para desentenderse de ellos.

    Necesitaba verificar sus sospechas. Se colocó su propio casco, y condujo a su sosia al parque. Se internó por un caminillo bordeado de bancos, que se alargaba y ramificaba entre los jardines, desleídos los vivos colores de las flores bajo la luz artificial que a todo quita relieve. El viento arrancaba un leve susurro de los plátanos orientales. Desde lejos Alfonso intuyó que sería abordado por uno de los desconocidos: avanzaba a su encuentro y mantenía los ojos fijos en él. Se trataba del títere. El otro, sentado en un banco no lejos de allí, fingía contemplar a los demás paseantes, pero no dejaba de lanzar escudriñadoras miradas al departamento de Alfonso. El títere venía a su encuentro con tal decisión —como si lo hubiese estado esperando—, que Alfonso estuvo a punto de dar media vuelta y huir. La bronca voz del sosia perforó los micrófonos alojados en sus orejas plásticas.

    —Perdone que lo importune, señor. Soy de la policía de seguridad estatal. —El títere, bajo, corpulento, de rostro regordete, exhibió veloz una placa—. Ando buscando datos sobre esta persona.

    Y le mostró una fotografía, que extrajo del bolsillo con la celeridad de un prestidigitador. Su tío, vale decir su juvenil doble mecánico, sonreía desde el rectángulo que el títere mantenía contra la palma de la mano. Alfonso se sintió acometido por un desvanecimiento. Tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que se le doblasen las rodillas.

    —Esta tarde, más o menos a las tres, fue visto en la estación del metro —proseguía el títere, con la voz profesionalmente incolora de los investigadores—. Suponemos que vive por estos lados. ¿Le ha visto usted?

    Por suerte los sosias permiten disimular con facilidad las emociones que embargan a sus originales. ¿Sería preferible confesar la verdad, y terminar de una vez por todas con el problema? Pero, ¿y si el títere mentía, y en lugar de un agente policial se trataba de un miembro de la secta? Su respuesta surgió calmosa al aire del parque, bajo la mirada atenta y penetrante del otro:

    —Francamente, nunca antes lo había visto. A la hora que usted dice estaba en mi oficina. Trabajo en Seguros Vitales —añadió sin que nadie se lo hubiese preguntado, como ocurre cuando tratamos de convencer a nuestro interlocutor de estar diciendo la verdad—. Llegué de vuelta solamente a las seis de la tarde. ¿Quién es él?

    El hecho que sus peores sospechas se viesen confirmadas, en lugar de aterrorizarlo, le devolvió la sangre fría.

    —Suponemos que es un dirigente de los antitíteres.

    Otra helada ráfaga azotó el organismo de carne y hueso de Alfonso, allá en la sala de estar.

    —Puede haber venido accidentalmente a este parque —adujo con una voz huérfana de elocuencia.
    —Sí, sí, por supuesto. Muchas gracias, señor.

    El títere se alejó por el sendero, y Alfonso, hirviente la cabeza con mil ideas contradictorias, se quedó allí, sin saber qué hacer ni dónde ir. Un antitítere. De todas las eventualidades analizadas por Alfonso cuando empezara a internarse en el mundo de su tío, la única no considerada por él, por razones obvias, fue que Roberto hubiese pertenecido a la secta. Claro que bien podía el agente estar valiéndose del antiguo subterfugio de sacar de mentira verdad. La nueva faceta, a pesar que multiplicaba sus zozobras y temores, tuvo la virtud de agudizarle la curiosidad. ¿Qué había sido en resumen Roberto? La personalidad del tío, con las revelaciones del policía, se transformaba en un laberinto.

    Echó una mirada al títere, que volvía a internarse en el parque auscultando siempre los alrededores, como el perro que espera el vuelo de la perdiz en cualquier momento. Abordó a otro transeúnte, y con seguridad lo sometió al mismo cuestionario, con la perseverancia propia de los mecanismos automáticos que caracteriza a un buen investigador. Una incongruencia de la historia de Roberto volvía a su cerebro: sus evidentes relaciones amorosas con Leticia. Si por alguno de esos extraños caprichos de la naturaleza humana, que no por raros dejan de ser comunes, el viejo Roberto decidió incorporarse a la secta de los antitíteres, no quedaba duda que en más de una ocasión se dejó arrastrar por sus debilidades humanas. Pero Alfonso se sentía incapaz de coordinar sus reflexiones, de ordenar aquel rebaño de ideas que correteaba por su mente brincando de aquí para allá en medio de una atmósfera caliente. Recordó a Manuel: quizás en aquellos momentos enfrentaba, en su casa, al inmovilizado títere de Roberto. Los sospechosos se alejaban de allí, separado uno del otro. Iban rumbo al metropolitano, y no tardaron en desaparecer en un recodo del sendero, tras un macizo de paulonias.

    —Don Manuel vino, pero como usted no estaba volvió a salir —le informó la voz sin garganta ni cuerpo del mayordomo mecánico—. Dijo que lo esperara. Regresa en seguida.

    Alfonso volvió a su auténtico doble, y lo hizo sentarse en uno de los bancos del parque, en un sitio poco iluminado. Permaneció unos instantes contemplando a los transeúntes, que se paseaban bajo los grandes árboles envueltos en el nimbo azulino de las luminarias. Los investigadores debían encontrarse lejos de allí. Tampoco se advertían nuevos sospechosos. Dejó allí a su títere y, colocándose el casco de Roberto, regresó al solitario salón de Manuel, alumbrado vagamente por las luces que surgían del jardín. En ese instante apareció Manuel.

    —¿Cómo ha seguido su enfermo? —El títere se sentó pomposo en un sillón forrado en cuero rojo.
    —Bien, gracias. Le ruego que perdone que haya adelantado mi visita.
    —Perfecto, perfecto. Si no lo invité a venir más temprano fue porque pensaba que se quedaría hasta tarde con Leticia.

    Leticia, tal como lo calculara Alfonso, supo guardar reserva.

    —Me alegro infinito. —Alfonso difícilmente toleraba aquella voz autoritaria—. Leticia y Sebastián me habían hablado mucho de usted.

    Aun en la intimidad de su casa Manuel seguía utilizando su doble mecánico. Sin constituir un hecho extraordinario, en el caso del gerente este procedimiento acentuaba el enigma de su personalidad. Porque el original debía hallarse en aquella misma casa, en alguna de las habitaciones situadas a escasos metros de allí. Alfonso tenía curiosidad por conocer al natural al hombre que regía los destinos de Seguros Vitales. Pero Manuel seguía manteniendo su anonimato.

    —Sebastián le envidia su éxito con las mujeres. ¡Es tan enamorado ese viejo! Lo más admirable en usted es que al parecer las mujeres no lo toman como a un títere, sino como a un hombre de verdad. Formidable. Porque los que usamos títeres para nuestras aventuras debemos conformarnos con las titerómanas. Los sosias producen repulsión a las hembras corrientes. ¿Cómo se las arregla usted?


    IV

    Cómo preguntarle a un venusiano qué artimaña utiliza para no despertar la curiosidad de los terrícolas con su forma de batracio. Alfonso se quedó un momento pensativo.

    —Quizá sea porque nunca pienso en eso. Procedo como si fuese un hombre de carne y hueso, ¿me comprende?
    —Sí: tiene razón. ¡Qué extraño! Siempre he pensado que el hábito hace al monje. Hay hombres que son más ellos mismos a través de sus sosias, entonces. Y eso que este invento apenas lleva medio siglo de vida. ¡Qué irá a ocurrir en un par de siglos más! —Se quedó mirando a Alfonso con franca admiración—. Quedé impresionado cuando Sebastián me contó que Alejandra era su amante. Porque esa muchacha odia a los títeres. Y según rumores que han llegado a mis oídos, está en connivencia con los antitíteres. ¡Lo envidio, Roberto!

    Brillaban de lascivia los lentes que servían de ojos al desconocido Manuel.

    —Pasando a lo que me pidió Leticia, debo decirle que hay posibilidades de contratarle una póliza, aunque los antitíteres son de temer. —En la penumbra del salón, de paredes oscuras, el rostro de Manuel semejaba la efigie de una remota Gorgona, cuya sola visión podía acarrear mortales consecuencias a los míseros mortales. Alfonso se estremeció—. ¿Cuál es su opinión? Hábleme con franqueza: creo poder ayudarlo, a pesar de todo.

    Es más simple encarar los problemas ajenos que los propios. Por mucho que el tío Roberto (su sosia) lo hubiese metido en un lío, Alfonso, con un pequeño esfuerzo de voluntad, aún podía considerarse a sí mismo como una especie de espectador, comprometido solamente hasta cierto punto.

    —Me parece que nada debo temer por ahora de los antitíteres —replicó, calmoso.

    Tiraba el anzuelo en aguas desconocidas. Manuel se enderezó bruscamente.

    —¿Cómo? ¿Que nada debe temer? ¿Y Alejandra con sus amiguitas? Usted es un temerario, Roberto. Ha elegido el territorio con mayores riesgos, aunque comprendo que es también el más atractivo. Está bien que Leticia (¡qué estupenda es Leticia!) crea que ella es la causa de su posición frente a los antitíteres. —Le hizo un guiño, apenas perceptible en la semioscuridad del salón—. No, Roberto: usted está jugando con fuego. Debe contratar una póliza contra atentados. Ya ve lo que le ocurrió a Sebastián. Y eso que los peligros de Sebastián ante los sectarios parecían mínimos.
    —¿Me saldría muy cara? —indagó Alfonso con el mismo tono que utilizaría para preguntar sobre el precio de un pasaje a Sirio, donde no iría aunque se lo regalasen.
    —Puedo ofrecerle primas muy convenientes —contestó Manuel, adoptando un lenguaje y actitud profesionales—. Vaya mañana a Seguros Vitales y cerramos el negocio. Se preguntará usted por qué estoy tan dispuesto a complacerlo, ¿no? —Pregunta que en ningún momento había acudido a la mente de Alfonso—. Seré franco: deseo pedirle un favor.

    Manuel dio una vuelta alrededor de su sillón, mirando pensativo los umbrosos rincones de la sala. La luz que provenía del patio revistió su rostro de una vaga fosforescencia, tornando lívidas sus facciones duras, estereotipadas. Alfonso, expectante, sin moverse de su asiento, aguardaba.

    —Me encanta Eugenia, Roberto, la amiga de Alejandra. Aunque pertenece al grupo «animal», usted podría hacerla cambiar de parecer y ayudarme a conquistarla. Podríamos organizar una comida en mi casa, digamos, con Eugenia y Alejandra. Sueño con esa muchacha, Roberto: me haría usted un favor inestimable.

    La mención de Alejandra apenas removió sus recuerdos, pero el nombre de Eugenia despejaba toda posibilidad de coincidencia o alcance de nombres. Como dos meses atrás su tía Charo le contó que Eugenia tenía amistad con un grupo de muchachas, a una de las cuales se le había visto en compañía de títeres. Y le nombró a Alejandra. Conocedora de la debilidad de Alfonso por Eugenia, y a sabiendas que la joven cotizaba poco a su sobrino, Charo trató seguramente de decepcionarlo con ese pelambrillo. Ante las revelaciones de Manuel, Alfonso comprendía cómo su tía se había enterado de los «malos pasos» de Alejandra: con seguridad supo que el títere amigo de la muchacha era su hermano Roberto.

    —¿Fue a visitar a su enfermo?

    La pregunta de Manuel lo volvió a la realidad.

    —No, no. Pensaba en lo que usted me dijo. La verdad es que Eugenia, según tengo entendido, está de novia.
    —¿Me va a decir que se le hace cargo de conciencia? —Manuel largó una carcajada—. También supe algo de eso. En una ocasión la vi acompañada de un muchacho que trabaja en Seguros Vitales. Un tal Alfonso. Pero no creo que ella sienta algo por ese jovenzuelo. No es para él.
    —¿Esa es la opinión que tiene de ese joven? —En su pregunta vibraba una ira contenida.
    —Conozco a mi personal, Roberto. Durante mucho tiempo pensé pedirle a ese fulano que me presentase a Eugenia. Pero habría tenido que tentarlo con un sueldo mejor, o subirlo de categoría, cosas ambas que no merece. Además una situación así me habría dejado prácticamente en las manos de un mediocre. Por fortuna, en esa misma época supe, a través de Sebastián, que usted conocía a Eugenia. Evité así un mal paso, que, a la larga, habría tenido que lamentar. Por eso esperaba esta oportunidad de conocerlo, Roberto. ¿Ve? Como decían los antiguos empresarios, un buen negocio es aquel en que ganan las dos partes. En este caso usted ganará una póliza económica y difícil de conseguir hoy en día, y yo conoceré a Eugenia. ¿Qué le parece?

    Tentado estuvo Alfonso por desenmascararse delante de Manuel, y dejarlo patitieso con la revelación de su verdadera identidad. Por un momento la rabia pobló los contornos con mil caras confusas, burlescas, que le impedían ver qué había detrás, como un paisaje reflejado por el agua agitada. Cuán difícil es, en determinados momentos, contener las ganas de dar una lección al enemigo, especialmente cuando se está en condiciones de hacerlo. Pero en ciertos casos deben imponerse la inteligencia y el buen criterio. Los grandes triunfadores son los que pueden desentenderse de los placeres pasajeros cuando aún su objetivo permanece distante. Manuel estaba en sus manos. Y sus revelaciones le mostrarían muchas de las cosas que necesitaba saber sobre su tío y las cuales, a la larga, le permitirían encontrar el medio más ventajoso para deshacer el enredo en que se veía envuelto. Manuel lo necesitaba porque deseaba a Eugenia, y, por otra parte, los manejos dolosos del gerente de Seguros Vitales, puestos en evidencia ante el falso Roberto, lo convertían en presa fácil para propinarle una futura lección. Además en su ánimo vagaban lacerantes las torpezas cometidas durante la tarde. Por primera vez Alfonso escuchaba una opinión sobre su persona en forma tan directa. Porque las palabras de Manuel no reflejaban una simple antipatía, sino también una personal convicción.

    Siempre había sido un empleado cumplidor. Jamás tuvo roces con sus jefes, ni menos con el gerente, a quien apenas conocía en forma superficial. Además se hallaba demasiado encumbrado para su modesto cargo. Ahora comprendía por qué, después de cinco años de trabajo, nunca obtuvo un ascenso. Cuando él se armó de coraje para reclamar, le explicaron en el mejor tono posible —con la impersonalidad y lejanía propias adoptadas por los jefes administrativos en casos así— que su falta de promoción no derivaba de alguna deficiente calificación funcionaria, sino de su cargo específico, el cual no merecía mejor sueldo. Tenga paciencia, le dijeron, ya se presentará una oportunidad de sacarlo de ahí y colocarlo en un puesto de mayor porvenir. Ahora, ante su gerente, comprendía que para lograr eso debería esperar bastante... ¡Qué hipócritas sus jefes! ¿Por qué no le dijeron la verdad en lugar de engatusarlo con falsas esperanzas?

    El sosia de Roberto no sólo le permitía enterarse de las raras y contradictorias intimidades del difunto, sino que, lo más importante de todo, comenzaba a develar el misterio de su propio yo. He ahí algo que jamás se hubiera preocupado de dilucidar. Sus fracasos y su vida opaca, huérfana de facetas brillantes o particulares, los había atribuido a la mala suerte. Nunca tuvo la paciencia, o el valor, quizá, de buscar raíces profundas para explicar los motivos, de su mediocridad. Es una condición humana la de atribuirse a sí mismo un valor intelectual o moral mayor del que le imputaría un observador imparcial. Nunca se le habría ocurrido achacar a una torpeza innata, a una pereza por perfeccionar su espíritu, o a una cobardía intelectual, el no volverse hacia sí mismo y enfrentarse con la realidad de su yo.

    Sí: el tío Roberto le estaba mostrando a Alfonso-en-el-mundo, es decir, tal como lo veía su prójimo. En Seguros Vitales el personal se hallaba perfectamente clasificado. A cada uno se le sometía a un riguroso y científico examen antes de contratarlo, y, además, se le llevaba una hoja de vida. A muchos les señalaban los motivos de sus bajas calificaciones: falta de madurez, irresponsabilidad, desempeño irregular de sus funciones. Pero a él jamás le dieron ninguna explicación. ¿Por qué? Porque lo consideraban poco menos que un cretino, algo sin valor y fácilmente reemplazable.

    —¡Eh! ¿Le ha ocurrido algo a su enfermo?

    Alfonso nada contestó de inmediato. Bruscamente el mundo del tío Roberto pasaba a segundo plano, se retiraba por la puerta del fondo del escenario, como esos actores que desempeñan papeles de relleno en un drama mediocre y deben alejarse tratando que el público no se entere de su partida. El sobrino descubría, de pronto, que su mundo, el mundo de Alfonso, era mil veces más trascendente.

    —Perdone mi ausencia —expresó tranquilo, ya decidido el próximo paso—. Me decía usted que Alfonso, el pretendiente de Eugenia, es un mediocre. Me interesa el caso, porque, verá usted, le tengo aprecio a la muchacha. Siempre me ha pedido consejo. Usted, con los métodos que poseen en su compañía para determinar la eficiencia del personal, estará en condiciones de emitir un juicio imparcial sobre Alfonso. Debo advertirle que es importante para sus pretensiones sobre Eugenia: así no tendré remordimientos en presentársela.

    El cerebro de Manuel debía ser, en esos instantes, una máquina calculadora. El hecho que estuviese interesado en Eugenia hacía dudosa en cierto sentido la imparcialidad de su juicio: su aversión por Alfonso, la misma opinión que le merecía su desempeño dentro de la compañía, bien pudieron originarse cuando descubrió que el último de sus empleados mantenía amistad con la muchacha de sus preferencias.

    —Comprendo sus escrúpulos. —Alfonso creyó notar una falsa ecuanimidad en su naciente discurso—. Nunca me había llamado la atención el tal Alfonso, hablando con franqueza. Mis antecedentes sobre él (los que se encuentran reseñados en su hoja de vida) lo sindicaban como un individuo de capacidad menos que mediana, sin ambiciones ni espíritu de superación. Su responsabilidad, de acuerdo a la tabla de Sandrikoiev, es de 4 sobre 10, vale decir, apenas suficiente para ocupar un cargo dentro de una empresa. Me llamó la atención entonces que anduviese con una muchacha así, y, luego de revisar sus antecedentes, llegué a la conclusión que, a pesar de la proverbial veleidad femenina, aquel asunto no podía prosperar. Lo que confirmé a través de Sebastián, quien a su turno supo por usted que la muchacha poco lo cotizaba. Cada oveja con su pareja, decían los antiguos. Pensé exonerarlo de inmediato de su cargo, pero, como soy honrado conmigo mismo, decidí esperar un tiempo para no quedarme con la idea de haberme dejado guiar por un sentimiento mezquino. Por cierto que, para proteger a la muchacha de ese pelafustán, no vacilaría en desahuciarlo: sin un sueldo, Eugenia no se arriesgaría a unir su destino con él.

    Ímproba tarea la de contener la furia. Jamás se habría imaginado siquiera que tan importante personaje se hubiera preocupado de él, que lo distinguiese del montón, en cierto sentido. Difícil pasar aquel amargo trago sin exteriorizarlo. El hecho que el gerente tuviese tan buenos motivos, en apariencia, para despreciarlo, le escocía con particular malignidad, como esas heridas en la planta de los pies que nos atormentan durante una caminata, sin permitirnos su especial ubicación aplicarle algún momentáneo calmante. ¡Cuántos viven convencidos de su prestigio, ignorando que son apenas tolerados por los principios de convivencia! Como el pavo, que nunca podrá comprender que el magnífico trato recibido en el corral sólo persigue una finalidad: convertirlo en un manjar grato para sus amables cuidadores. ¡Qué amargos los descubrimientos sobre sí mismo hechos a través del sosia de Roberto! Porque para considerarlos positivos debía ser capaz de superar las deficiencias tan malévolamente señaladas por Manuel, y hacer que mudasen de opinión cuantos lo despreciaban. Es decir, algo así como nacer de nuevo. Parecía una tarea imposible de llevar a cabo. Y todavía con el peligro de los antitíteres que lo rondaban de cerca.

    —¿Qué me dice, Roberto? Parece poco dispuesto a aceptar mi proposición. ¿Tiene algún impedimento?
    —No, ninguno. —Tuvo que hacer un esfuerzo para sobreponerse—. Pero he dejado de ver a Alejandra debido al accidente.
    —Comprendo. —Manuel pareció contrariado—. ¿No la podría convidar para esta noche, entonces? ¿O tiene algún compromiso con Leticia?
    —No, nada. —Leticia: el error cometido con la mujer volvía a mortificarlo. Su procedimiento con ella (tuvo que admitir, rabioso) no demostraba una clara inteligencia: parecía confirmar las opiniones del gerente—. ¿Qué le parece si lo llamo más tarde? Tengo que hacer una diligencia.

    Manuel lo acompañó hasta la puerta. La casa seguía en penumbras: su anfitrión al parecer no gustaba de la iluminación excesiva.

    —Perdone una pregunta: su original, ¿vive aquí?

    El gerente reflejó una inmediata tensión: se alteró bruscamente el hombre que, la cabeza embutida en un casco introyectador, lo dirigía.

    —No, no vive aquí. —Añadió, presa de una reprimida emoción—: Hasta pronto.


    V

    ¿Quién era el gerente de Seguros Vitales? La convivencia con títeres insensibilizaba a la gente respecto a los originales de aquellos, es decir, frente al ser de carne y hueso. El fenómeno de la disociación del hombre y sus funciones vino a agudizarse con el uso de los sosias. Al pensar así Alfonso descubrió que no conocía al original de ninguno de los componentes de su sección en Seguros Vitales. Y llevaba tres años allí.

    He ahí una nueva faceta de su existencia: lo estrecho de su propio mundo. Prácticamente su vida transcurría entre las cuatro paredes de un departamento, ya que ni siquiera lo abandonaba para acudir a la oficina: enviaba a su alter ego. Ningún amigo.

    Mínima relación con sus parientes, a los que nunca iba a visitar por propia iniciativa. Se enteró de la muerte de Roberto al recibir su legado, es decir, el sosia. Ni a sus funerales pudo asistir. A los veinticuatro años parecía no poseer otras inquietudes que las de comer y dormir. La abulia dominaba hasta sus diversiones. Ni siquiera conocía bien Santiago. Jamás habría ido por su cuenta al barrio cordillerano de no mediar la intervención de Leticia, o sea, del doble de Roberto.

    Porque desde el día mismo en que adquiriera su títere, empezó a vivir a través de él, con lo cual los límites de su mundo se estrecharon aun más. En la práctica su original, vale decir, él mismo, sobraba. Era una especie de autómata, uno de esos muñecos mecánicos que, al revés de los sosias, son capaces de ejecutar un limitado número de actos gracias a las instrucciones previamente grabadas en sus memorias magnéticas.

    Así como la televisión en sus comienzos absorbió de tal modo a los seres humanos, atrofiando su imaginación y sensibilidad hasta convertirlos como el televisor en otro mueble de la casa, el uso de los títeres, recién iniciado, estaba llevando a la humanidad a la renuncia de todo cuanto demandase algún esfuerzo personal, porque era más cómodo y acarreaba un menor desgaste de energía el hacerlo mediante el doble mecánico.

    Dejó a Roberto en una plaza pública, bajo una frondosa paulonia, cuando lo avanzado de la noche disminuía el peligro siempre latente de las pandillas infantiles, y, quitándose el casco introyectador, se dirigió al baño. Se mojó la cara ardorosa, y la sometió en el espejo a un melancólico análisis. Como contemplar la imagen de un desconocido. No le guardaba rencor a Manuel. Quizá fuesen innumerables los motivos albergados por el gerente para opinar mal no solamente de Alfonso, sino de toda la humanidad. Tal vez detrás de su sosia se cobijaba un inválido, o un monstruo, o algún enfermo relegado en una clínica, pero autorizado para trabajar debido a sus condiciones de empresario. Porque la colectividad explotaba cualquier cualidad utilizable, basada en el principio de no tolerar ociosos bajo ningún pretexto, política que la aparición de los títeres vino a robustecer.

    Salió a la terraza y, aspirando una bocanada de aire nocturno, se dejó caer en una silla. Se ensimismó en sus reflexiones. Su temor a los antitíteres se veía traslapado por el nuevo problema de su insulsa personalidad puesta en evidencia con las revelaciones de Manuel. Ahí estaba el verdadero Alfonso: un pusilánime, un producto de la mediocridad ambiente engendrada por las máquinas y la política imperantes. La actual organización político-social tomaba al hombre bajo su tuición, desde su nacimiento, y no lo soltaba hasta su muerte, e inclusive hasta después de ésta. Si los padres rehusaban hacerse cargo de los hijos, las cooperativas de párvulos se encargaban de criarlos. ¿La educación? Sobraban los colegios estatales dispuestos a darla a quien quisiera. Y una vez concluidos los estudios superiores, los faltos de talento para seguir alguna carrera tenían facilidades para ocuparse.

    La colectividad lo hacía todo, y el hombre era un simple pasajero de su existencia: al nacer se le colocaba en un vehículo destinado a recorrer un camino previamente trazado, libre de baches, en cuyo otro extremo aguardaban los cementerios del Estado. Así el hombre cumplía una función social, lo único importante para los principios vigentes. Y todo ello sin tiranías ni coacciones.

    Él, Alfonso, era un producto típico de la «nueva ola» del homo sapiens sapiens. Asincronizado con la vida. ¿Y cómo no? Al igual que el resto de la gente, endosaba al nacer su existencia a la colectividad, es decir, se convertía en un títere conducido por una organización insensible. Una sola cosa fue descuidada por los sociólogos: el hombre estaba condenado a perder su ritmo. Dentro de ese gigantesco cuerpo de baile constituido por la humanidad, los coristas cometían torpeza tras torpeza.

    El hombre había perdido la noción estética de su propia existencia.

    —Hola, Alejandra.

    En el fonovisor el rostro vivaracho y fino de la muchacha, de corto pelo castaño, reflejó una sorpresa angustiosa.

    —Roberto, ¿qué te habías hecho?

    Tía Charo, seguramente por amor propio familiar, nunca confesó a sus relaciones que Roberto usaba un sosia juvenil, de manera que la muerte de aquél nadie la asoció con el títere. De otro modo Alejandra no hubiese reaccionado así: Eugenia, hija de una amiga de Charo, e íntima de Alejandra, tuvo que enterarse del deceso de Roberto. De nuevo narró la historia de su hipotético accidente. Con cuánta solicitud Alejandra indagaba sobre su percance, confesándole las zozobras sufridas por ella ante su silencio. ¿Por qué Roberto no la había llamado, al menos?

    —¿Vendrás a verme esta noche? Estoy invitada a una fiesta en casa de Felipe. ¿Lo recuerdas? Es el amigo de Sebastián, el que tiene a cargo las Plantas Hidroeléctricas. ¿Me acompañarás? Precisamente, Felipe me preguntó por ti.
    —Sí, pero tengo que pedirte un favor. ¿Podría llevar a un amigo?
    —Desde luego.
    —¿Y será posible que invites para él a Eugenia? Mi amigo se muere por conocerla.
    —Eugenia va a estar encantada cuando sepa que vas tú. No es que esté celosa, pero creo que Eugenia algo siente por ti. ¡No me vayas a salir después con que tu amigo no va a poder ir!

    Desde la casa de Manuel se trasladaron al departamento de Alejandra. Allí aguardaba Eugenia. Alfonso debió hacer un esfuerzo para ocultar su emoción a la vista de la muchacha. Sin ser hermosa, poseía un colorido singular y una tez nacarada, sin mácula, tan blanca que a Alfonso le producía una sensación de desnudez al verla en tenidas de verano. Los ojos castaños, separados un poco más de lo común y de tímido mirar, junto con acentuar su feminidad le daban un particular atractivo. Alejandra compensaba su pequeñez con una silueta bien proporcionada, que le confería una estatura aparente mayor a la real. Vestía con elegancia, contrastando su cuidadoso tocado con el traje deportivo de Eugenia. La muchacha, que carecía de la desenvoltura de Alejandra, apenas ocultó su decepción al conocer a su pareja. Manuel derrochaba humor y parlanchinería. Junto con percatarse de la antipatía de Eugenia por Manuel, Alfonso notó cómo ambas jóvenes rivalizaban por mostrarse encantadoras con él, lo que tampoco pasó inadvertido para el gerente. No desmayó, empero. Siguió contando anécdotas, bastante pasadas de moda, pero que a fuerza de entusiasmo terminaron por arrancar risitas de las muchachas.

    Reconfortante sensación la de verse convertido en el centro de las miradas de dos mujeres jóvenes. Sensación nunca antes conocida por Alfonso. Saberse amado por una mujer es como asomarse a una ventana que permite mirar el mundo desde una posición privilegiada. Pero el recuerdo del hecho que todo no era sino un espejismo disminuía su alegría. Alejandra amaba al mismo títere, sin duda, pero dicho amor lo hizo nacer el hombre que antes lo condujera: Roberto. Sin embargo, debería mantener la farsa; de esta nueva amante de su tío podría obtener quizá importantes revelaciones. Además, inconscientemente trataba de prolongar aquella grata situación aunque la supiese ilusoria. Alejandra depuso su natural antipatía por los títeres gracias al magnetismo de Roberto, y su tío vivió una farsa que fatal e intencionadamente debió mantener hasta su muerte.

    Pero Alfonso no se avenía a desempeñar el mismo papel: deseaba reconstruir su propia vida conforme a los descubrimientos hechos sobre sí mismo mediante el sosia de Roberto y sus vinculaciones mundanas. Pero, ¡qué difícil permanecer indiferente ante Alejandra, quien dejaba entrever delicias pasadas y elocuentes insinuaciones para lo futuro, o ante el encanto de Eugenia, agravado esto por el recuerdo, si bien un tanto adormecido pero presto a despertar, de su primitivo fracaso con ella! Los límites otrora estrechos de su mundo se ampliaban hasta proporciones inimaginables.

    La casa de Felipe, emplazada en plena cordillera, enfrentaba, a través de un precipicio, un largo y estrecho ventisquero que fosforecía bajo la luz estelar. Los aerocoches de Alejandra y del gerente se posaron sobre una planicie rocosa, en medio de diez o doce máquinas, y con otros invitados se dirigieron, envueltos en una atmósfera glacial, a la enorme casa suspendida sobre el abismo, plenamente iluminada. Música, risas, voces de una multitud alegre, arrancaban ecos fantasmales de la empinada ladera que comenzaba al fondo del patio. Un mozo títere (el sosia de algún presidiario condenado por delitos menores, o el doble de algún pensionista del hospicio) los recibió en el amplio vestíbulo. El anfitrión vino a saludarlos, estentóreo. Usaba un títere finísimo, cuya juventud y estilizada apariencia traicionaban su condición de sosia distinto al original. Si bien caluroso con Alfonso, Felipe no lo fue tanto con Manuel, a pesar que el gerente derrochaba servilismo.

    —Deseaba conocerlo, Felipe. Estoy a cargo de Seguros Vitales. He sabido que Endesa hará adquisiciones en Sudáfrica...
    —¡No hablen de negocios ahora! —interrumpió Alejandra—. O nos vamos a casa, ¿no es cierto, Eugenia?

    Unas cincuenta personas, naturales y mecánicas, formaban corrillos en el vasto salón. Alfonso, como tal, no conocía a nadie, y tampoco Roberto parecía de lo más popular en el ambiente. Alejandra en cambio gozaba de prestigio: muchos la saludaron como a una vieja amistad. Eugenia demostró también ser ajena al grupo de Felipe. La piel de la muchacha, bajo la luz tenue, despedía reflejos que le daban un aspecto de sobrenatural tersura. Manuel le conversaba con un entusiasmo y energía que no guardaban proporción con el interés dispensado por Eugenia. Pero cuando Roberto despegaba los labios para decir cualquier trivialidad, desprovista de entusiasmo, nacida de la inhibición experimentada por Alfonso cada vez que se hallaba en medio de una multitud, Eugenia salía de su abulia y prestaba toda su atención a las palabras del títere.

    Escasos invitados de carne y hueso. La juventud y apostura de los pocos «naturales» traicionaban el verdadero motivo de su presencia allí: satisfacer los caprichos de los funcionarios altamente colocados, pero carentes de atractivos o demasiado viejos, excepto cuando utilizaban sus magníficos dobles mecánicos como en el caso actual para conseguir alguna mejor situación dentro de sus respectivas empresas. Como hallarse en otro planeta. Los rumores respecto a que los jerarcas del gobierno vivían en medio de lujos y fiestas, proscritos por las actuales leyes, que redujeron los placeres a «corrupción histórica burguesa», solían llegar a los oídos de Alfonso. La residencia de Felipe databa de los últimos estertores del capitalismo. Numerosas mansiones de aquella época perduraban y, según las versiones oficiales, estaban convertidas en oficinas públicas, en museos o en casas de reposo. Pero se sospechaba que muchas de ellas habían sido entregadas para el goce y disfrute de los altos funcionarios. Felipe, que como jefe de las Plantas Hidroeléctricas Estatales ocupaba un elevado rango dentro de la burocracia imperante, debía ser uno de los favorecidos con aquellos palacetes.

    Títeres y naturales bebían entusiastas. Los originales, en sus habitaciones, debían empinar el codo para estar a tono con el ambiente. Porque para experimentar los efectos del alcohol se necesita beberlo al natural. Cuando Manuel quiso bailar con Eugenia, la muchacha se disculpó alegando que necesitaba «ambientarse» primero. La negativa pareció colmar la paciencia del gerente: dejó de hablar y hacer chistes, y fingió concentrarse en los otros bailarines. Alejandra asió a Alfonso y lo condujo al centro de la pista.

    En el baile los títeres son insuperables: basta conectar un dispositivo, y el sosia se acomoda automáticamente al ritmo captado por sus micrófonos, sin nunca equivocar un paso o dar pisotones a su pareja. Los odorófonos llevaban a Alfonso el perfume de Alejandra, y los tactilófonos la turgencia de su cuerpo y la suavidad de su piel. La técnica permitía que una actividad como el baile, hecha para aproximar los sexos, no perdiese ninguno de sus atractivos a través de los títeres.

    —Está tarde me acusaron de antitítere.

    Recordó a los agentes que indagaban sobre el paradero de su tío: tenía poco tiempo. La vastedad del salón dejaba bailar desahogadamente, sin topones ni apreturas, posibilitando mantener un diálogo confidencial. Pero Alejandra se sobresaltó.

    —¿Qué te ocurre? —preguntó con una cierta dureza, temiendo haber cometido algún nuevo error en aquel día aciago.
    —¡Te juro que lo hice por ayudarte!
    —No sé a qué te refieres.

    La música cesó de pronto, y el sordo triar de los diálogos invadió de nuevo el salón. Alejandra lo condujo hasta un rincón apartado, vecino a la terraza. Cuando de nuevo la música hubo silenciado la colmena, le cuchicheó:

    —Uno de ellos me pretendía, pero llegaste tú... Alfredo no me lo ha perdonado. Es un antitítere fanático. Si no se atrevió a lanzarse en contra tuya fue por miedo a que yo lo delatase. ¡Canalla! Para desquitarse le ha dicho a la policía que tú eres un anti.

    Alfonso no alcanzó a comentar la revelación de Alejandra: en el vano que comunicaba el vestíbulo con el salón, dibujada contra la luminosidad rojiza que surgía de aquél, Leticia miraba desafiante a los bailarines. No estaba sola: la acompañaba un esbelto y juvenil títere. Un vestido lila, ceñido, destacaba la opulencia de la mujer. Felipe fue a darle la bienvenida, y ella, con una sonrisa que iluminó extrañamente su rostro moreno, volvió a pasear los ojos por la concurrencia.

    Alfonso condujo a Alejandra al centro del salón. Por suerte la muchacha no se percató de su nerviosidad. Pero al echar una rápida ojeada a Leticia, se encontró con su mirada fulgurante.


    VI

    Aterrorizado, esperó la tempestad de insultos que no tardaría en endilgarle, delatando su impostura ante la concurrencia. Pero, tal como ocurre cuando nos tapamos los oídos para no escuchar la detonación del rifle que esgrime un cazador y el estampido no se produce, la evidencia de la no consumación del fenómeno demora algunos segundos en tomar conciencia en nosotros, Alfonso aguardó inútilmente un lapso más que prudencial sin mirar a Leticia. Trataba de concentrarse en las palabras de Alejandra, que recordaba los felices momentos vividos durante la primera época de su romance, de muchas cosas que bien podían haber ocurrido en otro planeta ante la absoluta ignorancia de Alfonso. Manuel se les aproximó, tratando de aferrarse a Eugenia. La muchacha lo eludía con escasísima diplomacia. El gerente hablaba con una voz traposa y entrabada. Hasta sus movimientos, faltos de ritmo, delataban la embriaguez que cundía en su original. Alejandra se largó a reír.

    —Adoro a esta mujer, Roberto —tartamudeó Manuel—. Pero es tan difícil. Parece que no quisiera nada conmigo...
    —¡No se dé por vencido, hombre! —Alejandra le hizo un guiño a Eugenia—. Lo difícil es mejor. Eugenia se hace de rogar, no más. Insístale...
    —¡Usted es un encanto, Alejandra! —La tomó de un brazo—. ¿Te importa que baile con Alejandra, Roberto? ¡Hic! Un solo baile, no más. Atiende tú a Eugenia. Contigo todas las mujeres son encantadoras...

    El gerente dio un tropezón, y estuvo a punto de venirse a tierra. Alejandra, entre risueña y molesta, alcanzó a sujetarlo. Al mirar a Eugenia, Alfonso se encontró con unos ojos picarescos que lo escudriñaban.

    —¿Bailamos?

    Roberto dominaba en el mundo de Alejandra; Eugenia, reacia a bailar con Manuel, aceptó de inmediato. ¡Lástima que su tío no le hubiese transmitido ese legado para disfrutarlo en carne y hueso! Por mucho que él, Alfonso, sintiese, a través del sosia de Roberto, el amor de Alejandra, o la secreta atracción que ejercía sobre Eugenia; por mucho que tales sensaciones, si bien provocadas por un espejismo (el doble de un muerto), estremeciesen a seres vivos (ninguna de las jóvenes había manifestado dudas sobre la autenticidad de Roberto), el hecho que no fuese él el verdadero constructor de ese mundo lo inhibía para disfrutarlo libremente. Se sentía un usurpador (siendo un legítimo heredero) que engañaba a las muchachas, que las burlaba con aquella suplantación. Recordaba a Leticia, cómo se enfureció al enterarse que no era su amado Roberto el conductor del títere. Si ella, titerómana antigua, reaccionó así, podía presumirse cuál sería la reacción de Alejandra y Eugenia al enterarse del subterfugio.

    ¡Qué fácil es engañar a la gente! Porque lo determinante de la personalidad de Roberto debió ser su espíritu, y no algo tan material y mecánico como un títere. La reflexión se le antojó de súbito tranquilizadora: demostraba cuán débiles son las convicciones humanas. Porque fue el espíritu del muerto el que despertó el amor de las mujeres; Alfonso como amante fue siempre una nulidad. No obstante, su situación había empezado a cambiar en cuanto utilizó el doble de Roberto.

    ¿Es legítimo aprovecharse del trabajo ajeno? Dentro de la historia humana es lo común y corriente. El bienestar de la humanidad, los mismos títeres, fueron creados por hombres y mujeres largo tiempo desaparecidos, quienes legaron el producto de su trabajo a anónimos descendientes. El nuevo enfoque robustecía el precario raciocinio de Alfonso. El mejor dotado ayuda al menos favorecido. Quien legaba bienes a un menesteroso en la antigüedad, le permitía a éste disfrutar de una vida insospechada, imposible de conseguir de otro modo. Y en nada habría disminuido su placer si alguien le hubiese enrostrado que estaba haciendo uso de bienes cuya adquisición ningún esfuerzo le demandara. ¿Por qué entonces Alfonso, fracasado ante Eugenia, al sentirla ahora dispuesta a complacerlo, gracias a la herencia del tío, no se decidía a aprovechar la oportunidad? Tal vez por el hecho de ser, con seguridad, la primera persona en vivir tan curiosa experiencia. Quizá con el correr de los años los hombres considerarían este procedimiento tan legítimo como los legados de bienes económicos en los tiempos antiguos.

    Los tactilófonos le transmitían los latidos del cuerpo de Eugenia y el leve trepidar de la sangre que circulaba por sus venas. Parecía mentira que aquello no fuese sino un nuevo tipo de ensueño inventado por los hombres en su eterno afán de engañarse a sí mismos, de burlar a cualquier precio la obra de la naturaleza, de prolongar en suma, hasta el último instante, la posibilidad de procurarse placeres. ¡Con cuánta facilidad el hombre se acostumbra a los artificios! Al principio fueron la cirugía estética y las hormonas las que consiguieron escamotear algunos años a la vejez. Una figura carcomida por el tiempo ofrecía un aspecto joven gracias a los medicamentos, cosméticos y masajes, como un desvencijado automóvil que, mediante una mano de pintura y algunas reparaciones, ofrece una flamante apariencia.

    Y llegaron los títeres.

    Los viejos pudieron trasvasijar sus apetitos seniles a un cuerpo robusto y hermoso, capaz de realizar los actos humanos con mayor eficiencia y vigor que un adolescente. Aunque una parte de la humanidad considerase una perversión la titeromanía, el resto la miraba con benevolencia, con mayor benevolencia que los antiguos juzgaban la vejez libidinosa. ¿Y por qué? Porque el hombre siempre se halla dispuesto a contemporizar en las cuestiones de utilidad general. La vejez une a la humanidad, porque nadie puede sustraerse a ella. Todos algún día quedarán reducidos a despojos vivientes, que, en el mejor de los casos, inspirarán veneración. Pero vinieron los títeres a demostrar que, en la práctica, la vida comienza a los ochenta y más años. Para el anciano que no le quedaba sino esperar filosóficamente la muerte, contemplando en su cuerpo la erosión del tiempo, viviendo de los recuerdos de otras épocas, o aconsejando a jóvenes cuyos rostros no disimulan la ironía, se abría un nuevo mundo de juventud y potencia, atestado de placeres distorsionados, donde entraban perfectamente dotados para satisfacer sus seniles lucubraciones.

    Si la ley no pone atajo a la euforia, decían los antitíteres, el porvenir de la humanidad será tenebroso. Pero, ¿quién o quiénes serían capaces de tomar la iniciativa? Comenzaba la era de los ancianos. Así como en otros siglos los viejos integraron el gobierno por su mayor experiencia y equilibrio, ahora, desde sus títeres, estaban conformando la humanidad a su gusto. Y lo hacían acuciados por el instinto de conservación llevado a su último extremo: su fatal desaparición ante la vejez, proceso hasta entonces imposible de atajar por medios naturales. Quien más probabilidades tiene de imponer un criterio es aquel para quien dicho criterio le garantiza la supervivencia. Si en otros tiempos los hombres lucharon por acumular riquezas con el único fin de procurarse comodidades y placeres, arriesgando en esa lucha lo más sagrado, en la actualidad, desaparecidos aquellos medios, se perfilaban otros de mayores trascendencias: a través de los títeres disfrutar de la vida y sus goces hasta el último suspiro.

    Allí estaban Alejandra y Manuel, codo a codo con ellos.

    —¿Por qué no bailas así conmigo, Eugenia? —siseó la aguardentosa voz de Manuel.

    Las palabras de una mujer se destacaron nítidas:

    —Roberto, ¿me guardas rencor por lo de esta tarde?

    Era Leticia: su pareja la tenía aferrada de un brazo, mientras ella alargaba el rostro hacia Alfonso, con una expresión de súplica, entreabiertos los labios.

    —¡Leticia! Eres la diosa del amor personificada. ¡Estás maravillosa! ¡Hic!

    Manuel envolvió a Leticia por los hombros, y la atrajo hacia sí como para besarla. El acompañante de la mujer, hasta ese momento inmóvil y silencioso, le dio un violento empellón, y el gerente salió disparado entre las parejas, que se apartaron con rapidez para no ser arrolladas. Manuel fue a dar al piso reluciente, y siguió deslizándose como un tobogán, hasta chocar con un sillón. Se quedó inmóvil, no lejos del muro, clavados los abiertos ojos en el techo.

    Un clamor airado surgió del salón. Los invitados rodearon al compañero de Leticia, y lo apostrofaron en medio de una ira creciente. Algunos se inclinaron sobre el caído, pero los demás concentraban su furor en el joven títere, quien los enfrentaba insolente:

    —Estaba borracho. Y trató de faltarle el respeto a Leticia.

    La aludida bajó los ojos, en medio de las risas que brotaron aquí y allá.

    —No echemos a perder esta magnífica fiesta —exclamó alguien—. Saquen a este señor de la pista, y sigamos. Leticia nos hará un «strip-tease» para levantar los ánimos.
    —¡No lo permitiré!

    El amigo de Leticia cubrió con su cuerpo a la mujer, la que no parecía asustada. El cráneo del títere retumbó con un ruido sordo: un macetero le había golpeado con furia homicida. El esbelto sosia se derrumbó, y se quedó en el suelo, encogido el cuerpo en una posición fetal.

    Se escuchó el rasgar de una tela y un grito: el vestido de Leticia se desprendió limpiamente de su cuerpo. Otro títere la sujetó por los brazos, y un tercero le sacó la última prenda en medio de una creciente euforia. En seguida la soltaron, y Leticia retrocedió trastabillando: había perdido un zapato. Un anillo de títeres y naturales, tomados de la mano, le hizo ronda. Brincaban en torno a la desnuda mujer en medio de acompasados gritos:

    —¡Violación! ¡Violación!

    Alfonso, Eugenia y Alejandra, aprisionados por la turbamulta, trataban de mantener el equilibrio.

    —Larguémonos de aquí mejor. Esto se pone feo —cuchicheó Alfonso. Retrocediendo con cautela, llegaron al vano del vestíbulo.
    —¡Eh, ustedes! Deténganse. ¡Nadie se marcha de aquí!

    Varios títeres, gritando excitados, se precipitaron sobre ellos. Tomaron a Alejandra, y en peso la volvieron a meter al salón. Alfonso, empujado contra la puerta de calle, se encontró de súbito rodando por la escalinata de acceso, en medio de la noche helada. Un portazo perforó sus audífonos. Lentamente el cielo estrellado se abrió ante sus ojos artificiales. Desde la casa surgían un bronco tumulto y chillidos femeninos. Alfonso trató inútilmente de abrir la puerta a empellones. Entonces rodeó la casa y llegó hasta el borde del abismo, donde iba a dar la terraza del salón: las ventanas que se abrían a su alcance se hallaban fuertemente abarrotadas. Volvió a la puerta de acceso, y se encontró con Eugenia, que bajaba veloz la escalera.

    —¡Huyamos pronto!
    —¿Y Alejandra?
    —No te preocupes por ella. Le gustan estas cosas. ¡Corramos!

    Lo arrastró hacia el aerocoche del gerente sobre la planicie glacial. Cinco o seis figuras desnudas, cuya blancura las destacaba en la oscuridad como otros tantos fantasmas, se lanzaron sobre ellos en medio le salvajes alaridos.

    El aerocoche despegó.

    Abajo los títeres se achicaban. Pronto fueron chispas que hacían cabriolas en la noche.


    VII

    —¿Qué te parece tu mundo?

    El aerocoche atravesaba la noche gélida; en el bajo, la metrópoli con su laberinto de luces titilantes. Un domo ópalo difuminaba el brillo de las constelaciones. Eugenia apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y fijó los ojos en el cielo.

    —¿Mi mundo? No te entiendo...
    —¿No es ése tu mundo, acaso? —preguntó ella—. Claro que no eres como ellos, pero perteneces a su generación, ¿no?

    ¡Con cuánta facilidad se olvidaba de su tío Roberto!

    —Sí. Pero quizá sea aun más distinto de lo que aparento.

    Ella, sonriendo, lo miraba de reojo. El mundo del tío Roberto jamás podría ser el de su sobrino. Después de la fiesta sentía la urgente necesidad de tocar su propia carne, no la tibia imitación del títere, sino la natural, tal vez un tanto áspera, pero que representaba el auténtico misterio del organismo humano. He ahí el destino del hombre: luchar la mitad de la vida para aclimatarse al medio, y la otra mitad para que ese medio, tan arduamente logrado, no se escapase demasiado pronto. Nunca antes se perfilaron tan nítidos los límites entre el idealismo y la realidad como en la actual época de los títeres. Gracias al sosia de Roberto se abría ante sus ojos una nueva perspectiva de la vida moderna. Lanzó un suspiro y, decidido, rodeó los hombros de Eugenia.

    La muchacha lo rechazó suavemente.

    —No: soy ciento por ciento animal. No puedo tolerar que un mecanismo me acaricie. Sería exigirme un sacrificio demasiado grande. ¿No te atreves a enfrentarme como hombre?
    —¿Y si fuera demasiado viejo?
    —No me importaría —replicó ella—. Prefiero un hombre de verdad, por viejo que sea, y no la juventud de un sosia.
    —Acompáñame a mi departamento, y me mostraré al natural.

    Una perspectiva de faroles bajo el auto aéreo. Eran visibles las casas y edificios de la ciudad, cuya población dormía.

    —¿Esta noche?
    —Ahora mismo.
    —Bueno —dijo Eugenia—. Pero antes pasemos por el departamento de Alejandra. Se me quedaron la cartera y el abrigo. ¿Te importa esperarme algunos minutos?

    El acontecimiento que se avecinaba le hizo olvidar sus temores. No se sentía ciento por ciento seguro de un inmediato éxito con Eugenia. Pero no dudaba que la muchacha lo miraría con otros ojos, como a un nuevo Alfonso, distinto al muchacho timorato y torpe que conociera. ¿Y Roberto? Siempre ha sido la mujer la mejor protectora del hombre. Y fueron las mujeres quienes, al deponer su repugnancia por los títeres gracias a Roberto, daban el triunfo a los sosias. Su tío pasaría a la posteridad como el prócer del titerismo.

    Pero Alfonso se hallaba obligado a renunciar a la herencia del tío. Alfredo, aquel dirigente de la secta, no descansaría hasta vengarse de Roberto. ¿Existe una mayor humillación para el defensor de una causa que la mujer amada prefiera precisamente al paladín de la causa contraria? Al pensar así Alfonso volvía a sentirse medroso. Los peligros cobijados dentro del mundo de Roberto le restaban atractivos. Una vez que revelase su verdadera personalidad a Eugenia, debería deshacerse para siempre de Roberto.

    Los viejos contra los jóvenes. ¿Quién se impondría? Los éxitos de Roberto parecían darle la ventaja a la «senectud eufórica». Porque en una lucha así los viejos utilizarían todos sus recursos y subterfugios para burlar a la juventud. Sólo Roberto ayudaba a su sobrino. Pero involuntariamente. Aunque tal vez su sosia se impregnó con su extraordinaria personalidad —como esas vasijas que retienen la esencia del coñac y la comunican en parte al humilde aguardiente allí trasvasijado—, transmitiéndosela a su sobrino. Roberto habría estado orgulloso al verlo convertido en un discípulo tan aventajado.

    El aerocoche se posó en la azotea del rascacielos. De la ciudad surgían el halo lechoso de las luminarias y un zumbido sordo y bienhechor.

    —¿Vives muy lejos de aquí? —preguntó Eugenia.
    —A cinco minutos en metro.
    —¿Por qué no te llevas el aerocoche, y me esperas en tu departamento?
    —¿Y tú? ¿En qué te irás? —El ofrecimiento de Eugenia despertó sus sospechas. ¿Y si después la muchacha no iba?—. Además... No quiero llevar este títere a mi departamento.
    —¿Por qué? ¿Piensas abandonarlo? —Eugenia abrió los ojos desmesuradamente.
    —Este... Cómo explicarte. ¡Es posible que nunca más lo vuelva a usar!
    —Lo vendes. Puedes sacarle un buen precio. Conozco gente que te lo compraría de inmediato. —Y prosiguió sonriente, como quien le habla a un niño que está a punto de cometer una estupidez—: Te arrepentirías todos los días de tu vida, Roberto.
    —No quiero que me vean llegar a mi departamento con el títere —insistió él, desolado, tratando de aferrarse a sus argumentos, que sabía débiles—. Quizá lo tienen vigilado.
    —¡Vaya! ¿Quién puede verte llegar en el aerocoche? Si te fueras a pie, tal vez. Pero por aire...

    Eugenia abrió la portezuela, haciendo un gesto despectivo: le parecía absurdo que un hecho tan elemental no fuese comprendido por Roberto.

    —Es verdad. Tienes razón. —¿Qué peligro corría llegando por aire?—. Es en realidad una magnífica idea. Pero tú, ¿demorarás mucho? ¿Y si te espero?

    Eugenia, de pie en la terraza, semidiluidas sus facciones en la penumbra, brillantes los ojos, sonrió picaresca.

    —Soy un poco a la antigua, Roberto. No me gustaría que me vieran entrar en un departamento acompañada de un títere.
    —Sí, tienes razón. —Se puso a reír—. ¡Tienes toda la razón del mundo, Eugenia!

    Una euforia creciente, que lo ahogaba, ascendía por su organismo mientras el aerocoche lo transportaba a su departamento. Evitaba pensar; tal vez si lo hacía se dejaría de nuevo invadir por temores cuando se hallaba a punto de transformar su opaca existencia en algo radiante, distinto, definitivo. Tomó el ascensor en medio de la más completa soledad, y pronto entraba en su alojamiento. El títere de Roberto se encontraba a salvo, y nadie lo había visto llegar.

    En cuanto se hubo quitado el casco introyectador, fue al baño y se lavó el rostro y las manos. Sentía agarrotados los músculos por su larga permanencia en el sillón, conduciendo el títere de Roberto durante aquel largo día. Hizo algunas flexiones, y luego de peinarse cuidadosamente puso a calentar café. Eugenia no tardaría en llegar.

    Sonó el timbre. Allí estaba la muchacha. Casi fue a abrir la puerta. Pero presentarse así, en cuerpo y alma ante Eugenia, de tan brusca manera, tal vez ocasionara un desastre. Eugenia lo miraría incrédula, asustada quizá, pensando que se había equivocado de dirección.

    No. Necesitaba usar un método progresivo.

    Rápidamente, cuando el timbre volvía a sonar, corrió a colocarse el introyectador, y fue el doble de Roberto quien abrió la puerta. Los tres hombres entraron sin miramientos. Placas policiales brillaron en las manos de los intrusos. Uno de ellos lo empujó con violencia, y Alfonso, desprevenido, se fue de espaldas. Olvidando el títere, llevó las manos al casco para quitárselo y descubrirse ante los policías. Pero ya los tres hombres encañonaban al tipo que, cubierta aún la cabeza con la oscura escafandra, trataba de incorporarse. A la seca detonación siguió prolongado gemido. Alfonso soltó el casco, que volvió a caer sobre sus hombros. Terminó de levantarse, llevándose las manos al pecho. Y se fue de bruces sobre la alfombra.

    Los agentes se inclinaron sobre el caído, y lo volvieron de espaldas. El jefe del grupo procedió a quitarle el casco. Una exclamación surgió al unísono de las tres gargantas.

    —¡Tal como yo lo decía! Y creían que el jefe de los antitíteres era viejo. Tenía que ser joven. Todo lo demás fue una leyenda para disimular mejor la vida del cabecilla.

    El hombre salió a la terraza, y, con una linterna, hizo una rápida señal. Entretanto los otros dos arrastraron el cuerpo de Alfonso y el títere de Roberto. Un aerocoche policial descendió lentamente, hasta colocarse al nivel del balcón. En breves segundos el cuerpo humano y el sosia desaparecieron en el interior del vehículo.

    El aerocoche se remontó en el cielo nocturno.

    Los tres policías se dirigieron a la puerta de calle, echando rápidas ojeadas a los muebles del salón y a los rincones oscuros.

    —Esta vez la llamada anónima no mentía —comentó el jefe, apagando la luz antes de salir.

    Eugenia abrió la puerta con una llave maestra y registró el departamento. Detrás del sillón utilizado por Alfonso para dirigir sus sosias había un casco introyectador. La muchacha fue al fonovisor. En la pantalla redonda apareció el rostro de un anciano, cuyos ojos brillaban febriles.

    —¿Será éste el casco de Alfonso, Roberto?
    —Pruébatelo, tontuela. Apúrate, ¿quieres? Hace un mes que estoy escondido. ¿Crees que no es aburridor?
    —¿Y piensas utilizar el doble de tu sobrino de ahora en adelante? —Eugenia hizo una mueca de desagrado—. Claro que te servirá para burlarte de los antitíteres. Pero ya deseché una vez al tal Alfonso. ¿No temes que te suceda lo mismo?

    Roberto le hizo un largo guiño.

    —Recuerda que lo conduciré yo y no él. No es lo mismo, ¿verdad? —El anciano reía de buenas ganas.

    La imagen se desvaneció de la pantalla.

    Eugenia permaneció un segundo pensativa, y luego, encogiéndose de hombros, se dirigió a la salida.



    EL VERANEANTE


    Reunía el balneario las condiciones exigidas por Max: gente discreta, tranquila; una playa desabrigada, cuyo oleaje impedía los baños de sol prolongados, y atardeceres fríos, pródigos en viento sur, que obligaban a recogerse temprano. La pieza en la hostería, alegre y limpia, con un ventanal orientado al norte, sobre la gris arena y un roquerío que se prolongaba hasta una puntilla distante, junto a una cadena de dunas empotradas en las estribaciones del cerro. Otros títeres se hospedaban en el balneario: cundía la costumbre entre aquellos que, por diversos motivos, no disfrutaban de las playas de cuerpo presente, de enviar allí a sus sosias mecánicos.



    Mientras los otros almorzaban, Max salió a caminar por la playa. Mantos de espuma se extendían sobre la arena, dejando, al replegarse, vellones que reventaban con tenues estallidos; restos marinos gelatinosos; huiros relucientes de agua bajo el sol. Era un día diáfano, propicio para realzar el colorido de la naturaleza; el firmamento, sin un vapor, reflejaba las resonancias del oleaje como una cúpula. Los rompientes cubrían las rocas, y alegres cascadas se deslizaban por sus flancos con destellos áureos. El títere caminaba sobre la franja húmeda, desentendiéndose de la resaca que de tarde en tarde lamía sus zapatos. Sus huellas formaban una línea que se alejaba paulatina del sector residencial.

    Gran invento el de los títeres, reflexionaba el hombre que, lejos de allí, dirigía a su sosia con la cabeza cubierta por el casco introyectador. ¡Qué de problemas se obviaron con esos muñecos! Su aparición llenó necesidades humanas que parecían irremediables. Porque es una condición del hombre vivir de apariencias. Los sosias vinieron a llenar las insuficiencias del actor natural que habita en cada individuo. Porque el ser humano común no siempre es capaz de actuar con dignidad. Los títeres llegaron a subsanar estos inconvenientes. Porque mediante la introyección uno sentía sus órganos y sentidos prolongados dentro de los sosias, de tal manera que, a la distancia que estuviese el títere, su propietario tenía la sensación de estar allí.

    Max arribó a una roca de color verde oliva. El oleaje se estrellaba levantando trombas de espuma, cuya frescura captaron sus tactilófonos. Aquí y allá, albuferas renegridas con huiros, y sobre la cumbre del escollo, una bulliciosa bandada de gaviotas. Destacándose del oleaje llegó a sus audífonos un gemido de dolor. Escuchó atento. No había duda: al otro lado de la roca había alguien: una mujer o un niño. El hechizo del paseo se desvaneció. Deseaba estar solo. Por eso eligió aquella hora para hacer su caminata. Iba a emprender la retirada cuando de nuevo vino a sus oídos un ¡ay! De tratarse de una mujer, bien podían sus gemidos ser provocados por el amor. Pero, ¿y si era un niño?

    Rodeó la roca, pero no se atrevió a asomarse. Se quedó allí, parado junto al paredón de piedra. Una sombra se proyectó sobre la arena, seguida casi de inmediato por un brazo desnudo, cuya mano se aferraba a la roca para avanzar. Un rostro tostado por el sol, enmarcado en una larga cabellera dorada, apareció a menos de dos metros. Era una muchacha alta, delgada: llevaba un short blanco y una camisa azul con su ruedo anudado a la cintura. En su cara la sorpresa fue reemplazada por una mueca de dolor.

    —Por favor, ¿tiene un pañuelo que me preste?

    Max, con movimientos nerviosos, extrajo el pañuelo. Se lo alcanzó con una sonrisa que quiso hacer amable, pero en cuyo intento fracasó. ¿Así que esa muchachita de no más de dieciocho años, que cultivaba su parecido con alguna estrella de la televisión, había interrumpido su paseo? Poco le habría importado topársela, siempre que lo hubiese dejado seguir su camino. Pero, además de aparecerse en forma intempestiva, lo obligaba a iniciar una conversación.

    —¿Qué le pasa?
    —Un imbécil dejó una botella rota... Me corté un pie. He perdido como un litro de sangre.

    Su color desmentía tal afirmación. Pero se expresaba con desenvoltura. Sus ojos grandes, rasgados, brillaban con cierta picardía al examinar el sosia de Max.

    —¿Cómo habrá gente tan irresponsable? Hace media hora que estoy aquí; no me atrevía a irme al hotel sin vendarme el pie. Además de desangrarme, puedo pescarme una infección.
    —Hay buenos remedios para esas cosas —comentó él, desabrido—. ¿Y qué hizo en todo este rato?

    La muchacha, desplazándose a saltitos sobre el pie sano, fue a sentarse en una peña retirada del agua. Max verificó la existencia de la herida en su talón derecho, que sangraba en abundancia.

    —Me apretaba como podía el pie —explicó ella, en tanto trataba de colocarse el vendaje, para lo cual puso una pierna sobre la otra con un gesto infantil—. ¿Me podría ayudar?

    Max estuvo a punto de lanzar un no rotundo. Adivinó ella su intención, porque de inmediato sonrió:

    —¿Tal vez no es muy perito con su títere?

    Una mujer no acepta argumentos poco prácticos para justificar la desatención de un hombre. El hecho que un hombre no quiera, simplemente, hacer una cosa puede ser explicable para otro hombre, pero nunca para una mujer. Haciendo un gesto indefinible, Max se acercó y, poniéndose en cuclillas, procedió a atarle el pañuelo.

    —Apriete fuerte, sin miedo —lo azuzó ella, risueña—. Tiene usted uno de los títeres más finos que he visto. Si no fuese por el distintivo reglamentario habría jurado que era un hombre de verdad. ¿Cómo se llama usted? Me llamo Valeria. Y soy de carne y hueso, aunque la sangre, imagino, es una prueba suficiente, ¿no? Pero me encantan los títeres. ¡Son tan prácticos!

    Max concluyó su tarea. Se puso de pie y miró el vasto mar.

    —Pero usted es muy poco práctica.
    —¿Por qué?
    —¿Hasta cuándo habría estado aquí, desangrándose, si no hubiese llegado? ¿Le costaba mucho romperse la camisa y hacerse una venda?
    —¿Destrozar esta camisa? ¡Jamás! Es un recuerdo.
    —¡Ah! —hizo él—. Bueno: espero que la venda haya quedado bien. Adiós.
    —¿Y me va a dejar sola, cuando apenas puedo caminar? ¿No podría volverse al hotel, para que yo me afirme en usted?
    —No —replicó Max, cortante—. En todo caso llamaré para que la vengan a buscar.
    —No, gracias. —El rostro de Valeria se enfurruñó—. Me vuelvo sola. Por lo visto, no es usted de los que creen en los encuentros fortuitos.
    —Así es.
    —¿En qué cree usted?
    —En nada. —Volvió la vista al océano, y se alejó con lentos pasos.
    —¡Oiga! ¡No se vaya! —Valeria se paró y, cojeando, alcanzó al hombre, es decir, a su sosia—. ¿Sabe? Yo pensaba que era la única persona que no creía en nada. Deseaba conocer a alguien que pensase lo mismo.

    El títere la encaró con una impávida expresión en su rostro blanco.

    —Las causas que la hacen pensar así son distintas a las mías —dijo Max, a través del parlante que se albergaba en la garganta del títere—. Como no acostumbro explicar mi filosofía de la vida, de poco le servirá una conversación conmigo.
    —¿Por qué piensa así?
    —Porque si entre dos seres hay un mundo de diferencia, entre una persona natural y un títere hay dos: el que representa el sosia y el de su conductor.

    Valeria lo escudriñó con sus ojos oscuros.

    —No es así. En otros casos, tal vez. Pero usted... Nunca me ha engañado la intuición.
    —Bueno. —Max se encogió de hombros—. Resulta que hoy no me hallo de ánimo para convencer a nadie.
    —¿Cuándo lo estará?
    —Nunca.

    Volvió a ponerse en camino. Sus huellas se hundían en la arena mojada, formando pozas que reflejaban el sol. A sus espaldas se escuchó un gemido. Max se dio vuelta: Valeria, muy pálida, había caído de rodillas. Se acercó con rapidez. Se aferró Valeria en su brazo y se incorporó.

    —Sentí un vahído. Debe ser la pérdida de sangre. Me arde la herida como una brasa.
    —¿Quiere que llame al hotel?
    —No, no. Ya se me pasará. A esta hora todos están almorzando.
    —¿Usted no almuerza?
    —Me comí un sandwich antes de salir. Quería estar sola.
    —Parece que los dos queríamos lo mismo. —Una sonrisa se esbozó en los labios plásticos.
    —¿Me puede llevar hasta esa roca? Es lo último que le pediré.

    Un rictus de pesar contraía su rostro. Max la ayudó a incorporarse y ella, apoyada en su brazo, se dejó conducir a una roca alta, con una grada que podía servir de asiento y protegida del ardiente sol. Allí se dejó caer Valeria, lanzando un quejoso suspiro.

    —¿Cómo se llama usted?
    —Max.
    —¿A qué se dedica? No lo había visto antes.
    —Llegué hace menos de una hora.
    —¿Está su original aquí?
    —No: está en Santiago.
    —Por lo visto, usted es más callado que yo. Porque soy poco habladora, aunque no me crea.
    —Le creo.
    —¿Sí? Yo también le creo a usted todo lo que dice. Es raro, ¿no?
    —¿Cree usted, por ejemplo, que el que conduce mi sosia es un hombre?
    —No me queda duda. Sé que hay mujeres que utilizan sosias masculinos. Pero usted no es una mujer.
    —Bueno: soy un hombre.
    —Es lo único que importa —exclamó ella con una sonrisa curiosa—. Nunca había hablado con un títere cuyo original no conociese. Produce una emoción especial conversar con un títere sin que uno sepa cómo es, o cómo piensa, o a qué se dedica su propietario.
    —¿Le gustan las emociones especiales?
    —¿Por qué usa ese tonillo irónico? ¿Me encuentra esnob?
    —No acostumbro prejuzgar —replicó él, pensativo—. Usted es demasiado joven, y es propio de la juventud querer vivir cosas nuevas.
    —Pero usted también es joven —dijo ella, convencida.
    —¿Por qué lo cree? —Una vaga curiosidad se despertó en el hombre que se cobijaba en el títere.
    —No sabría explicárselo: sé que es joven.
    —Dice las cosas con una seguridad...
    —¿Me he equivocado?
    —Soy joven, en realidad. No un muchacho, pero todavía puedo considerarme joven.
    —Y su títere es muy fino. Podría deducir que tiene una buena situación económica, aunque hay casas que arriendan títeres. En fin, eso no tiene mucha importancia. Pero estoy segura de otra cosa: el títere que usted usa no es su doble.

    El sosia volvió a sonreír.

    —¿Y qué deduce de eso?
    —No me gusta prejuzgar —dijo ella, muy seria—. Usted no es de las personas que hacen las cosas porque sí. No utiliza el títere por seguir una moda solamente.

    Una cierta emoción asomó a los ojos de cristal.

    —¿Quiere que llame al hotel para que la vengan a buscar?
    —No. Que conste que es mi tercera negativa. Usted es un hombre interesante. Y son muy raros los hombres interesantes hoy en día. ¿Le aburre mi conversación?
    —En absoluto. Pero no me gusta hablar de mí. ¿Por qué no me cuenta algo suyo?

    Valeria encogió la pierna del pie herido, haciendo paralelamente un gesto de dolor. Comprobó si la venda estaba firme, y en seguida levantó sus ojos hacia el títere:

    —Acabo de tener un fracaso sentimental. Mi novio se enamoró de una amiga mía, ¿qué le parece?
    —Veleidades del amor, simplemente —rió el títere—. ¿Usted es de aquí?
    —No. Una tía mía quería venir a pasar unos días a esta playa, y me ofrecí para acompañarla.
    —¿Para olvidar las penas?
    —Sí, en parte —replicó la muchacha—. Siempre se hacen cosas así para olvidar las amarguras.

    La muchacha trabajaba en una oficina de publicidad. Su novio también se desempeñaba allí. Y ahora estaba obligada a verlo día a día, habiendo terminado todo. El infierno. No parecía, en todo caso, darle una importancia extrema al incidente. La verdad de las cosas es que se había decepcionado de su novio, de su amiga y del mundo en general. Afirmó esto con su acostumbrada seriedad y firmeza. Max rió.

    —Esa es, en resumen, mi historia. Poco entretenida, ¿no?

    Max puso un pie sobre la piedra que servía de asiento a Valeria, y la estuvo observando un breve lapso sin hablar.

    —¿Por qué me mira así?
    —Porque usted es muy bonita —respondió él con lentitud—. No lo tome como una galantería, porque no sé decirlas.
    —Le salió muy bien. No es muy original, pero usted dice las cosas como si nunca nadie antes las hubiera dicho. ¿A qué se dedica?

    El hombre suspiró; los fuelles que reemplazaban sus órganos respiratorios tradujeron fielmente el suspiro.

    —No tiene importancia. ¡Imagínese cualquier actividad!
    —¡Qué misterioso! —rió Valeria—. Usted debe ser un artista. ¿Sabe? Siempre he pensado que nunca se conoce a las personas porque sí. Aunque eso ocurra por un azar, como ahora. Tengo la idea que todo pasa debido a algún designio. No creo en las casualidades. ¿No piensa lo mismo?
    —Es posible que así sea. Pero si para estas cosas, aparentemente inexplicables, existe una causalidad más o menos rigurosa, ¿qué consecuencias se derivan, a su juicio?
    —Muy importantes, especialmente cuando se trata de un hombre y una mujer.

    Al decir esto Valeria le clavó la vista. Sus ojos profundos y puros parecían decir: aquí estoy; digo lo que siento; no me importa cómo juzguen mis palabras.

    —Los seres humanos son como los astros: recorren órbitas más o menos predeterminadas. Y en medio de su recorrido se topan, a veces, con otros astros cuyas órbitas bien pueden no volver nunca a toparse. En ese sentido estoy de acuerdo con usted.

    Max se detuvo y miró el mar. Valeria lo escuchaba con una respiración corta. Su pecho subía y bajaba en tanto aguardaba al hombre (su sosia) que prosiguiese, sin despegarle los ojos, sus labios ligeramente entreabiertos, con un mechón que despedía reflejos cobrizos sobre su frente dorada.

    —¿Y...?
    —Pero por el mismo hecho que esas órbitas son determinadas por factores irracionales, es difícil que esos encuentros posean una sincronización. ¿Ve? O se llega mucho antes, o demasiado después.
    —¿Por qué lo crees así?

    El tuteo sonó en los audífonos del títere como algo natural, como algo que debía venir. Como esos deseos que, en forma inopinada, se ven corroborados por la realidad.

    —Porque es así, desgraciadamente.
    —No tiene por qué ser así —dijo ella, vehemente—. Las mujeres son más francas y valientes que los hombres. Soy libre para amar a quien se me antoje. No a un títere, pero sí al hombre que hay detrás. Y nunca he fijado condiciones.

    Valeria se puso de pie: afirmó el pie herido en la arena y enfrentó al títere.

    —Es que el hombre que hay detrás tal vez está imposibilitado.
    —¿Qué imposibilidad? No eres un inválido ni un monstruo.
    —Hay otras imposibilidades. Existen los votos formulados cuando se abraza una creencia. O la prisión. Hoy los presidiarios están autorizados para gozar, cada cierto número de años, de algunos días de libertad a través de los títeres que les facilitan personas generosas. Y quizá detrás de un títere no haya nadie.

    Max dio media vuelta y se apartó con pasos rápidos, tambaleantes. Valeria se quedó allí, inmóvil, mirando con los ojos muy abiertos al que se alejaba.

    En la arena húmeda las pisadas del títere formaban una línea que lo unía a la muchacha, pero alargándose cada vez más.



    EL HOMBRE PROHIBIDO


    I

    El refugio, construido durante la última guerra para preservar a los viajeros de la irradiación atómica, se hallaba en ruinas. El acceso, cubierto de matorrales, se abría a los pies de un cerro achaparrado, de tierras gredosas, rojizas, abundantes en romeros y espinos. Puertas una vez herméticas, pero en aquel momento inservibles y desencajadas de sus marcos, comunicaban las diversas secciones del gigantesco tubo de hormigón. Una escalerilla de hierro unía el escondite con la superficie y, a pesar de casi un siglo de abandono, seguía prestando utilidad.



    En la segunda sección del refugio, y en torno a una mesa con cinco sillas, todo lo suficientemente nuevo como para revelar su reciente adquisición, conversaban cinco títeres. Una lamparilla portátil, colgada del muro, en cuya agrietada superficie brillaban aquí y allá manchas de humedad, esparcía una luz azulosa, confiriendo al rostro de los sosias un colorido espectral. El cantarín rumor de una gota de agua proveniente de la vecina habitación dejaba oír su acompasada caída.

    —Es indudable que la captura de León no fue casual. —La voz estentórea del títere que hablaba arrancó una lúgubre resonancia del domo de concreto. De cráneo macizo, coronado de una cabellera hirsuta, parecía un músico convencional o un sabio de sainete. Grandes ojos redondos se hundían en un rostro mofletudo, bermejo—. Alguien tuvo que delatarlo. Y mientras ese alguien mantenga su anonimato, todos nosotros corremos peligro.

    La gota cayó cinco veces con nítida monotonía.

    —Así es; era prácticamente imposible pillarlo —comentó un robusto títere de cabellos canosos y rostro sereno; espesas cejas se proyectaban sobre sus ojos grises. Sus puños crispados se duplicaban en la brillante superficie de la mesa—. Y antes de veinticuatro horas le echaron el guante. ¿Por qué? ¿Cómo?

    León, el cabecilla del movimiento secreto que esperaba derrocar al gobierno, había sido capturado después que su intento por asesinar al ministro de Justicia, valiéndose de un títere sustraído a la policía secreta, fracasara. ¿Cómo la policía pudo moverse tan rápidamente? Porque el sosia utilizado por León cayó en manos de los conspiradores gracias a un azar, pocas horas antes del atentado. Por medio de un conocido, a quien topase casualmente en la calle, León se enteró de un vecino suyo que pertenecía a la policía secreta. ¿Tal vez estaba destacado en el barrio para vigilarlo? Muy pocos conocían la identidad de los componentes de aquel cuerpo, así es que la información obtenida por León se consideró afortunada. De inmediato se fraguó el plan de raptar al esbirro y suplantarlo. Como los agentes debían acudir de cuerpo presente a su trabajo para evitar sustituciones, el mayor problema radicaba en engañar a la guardia. Porque sería el doble mecánico del detective conducido por León quien acudiría al cuartel. Dos hechos favorecieron el desarrollo de la estratagema: la inercia engendrada por la certeza que nadie trataría de contravenir reglamentos largamente en vigencia, por una parte —en lo referente a la guardia—, y un acontecimiento casual, por otra: no bien el falso agente cruzaba la puerta de acceso, se le ordenó presentarse de inmediato en la sala de mando para una misión urgente, lo cual evitó que el centinela reparase en la calidad de títere del recién llegado.

    En una habitación premunida de butacas como un teatro se reunieron los agentes apremiados por las órdenes surgidas de los parlantes. Una vez que León —es decir, el sosia del agente conducido por aquél— hubo encontrado su puesto, se colocó el casco introyectador: bajo aquella hermética escafandra nadie podría descubrir la substitución. Difícil tarea la de conducir un títere a través de otro. Pero León, introyectador avezado —motivo por el cual él mismo se hizo cargo de la maniobra—, no tuvo dificultades en manejar el sosia policial.

    Minutos después León abandonaba el edificio blanco de la policía, cuyos muros lisos carecían de ventanas, y en un aerocoche, acompañado de otros cuatro silenciosos títeres —un dispositivo especial evitaba que los policías dialogasen entre sí: todas las instrucciones las recibían de la central—, pronto arribaban a la sede de una embajada. Entonces León supo el objetivo de su misión: velar por la integridad del ministro de Justicia, quien comería esa noche allí. Aquel golpe de suerte se vio frustrado: a última hora el ministro avisó que no podría asistir. León pudo rescatar el sosia del agente sin dificultades: la guardia era menos estricta a la salida. La policía secreta se preocupaba precisamente de custodiar a las personalidades del régimen: no tardaría en presentársele otra oportunidad. Pero no fue así: veinticuatro horas después León caía preso bajo la formal acusación de intento de asesinato del ministro de Justicia.

    León, ex diputado del antiguo régimen, gozaba de popularidad, por lo cual el gobierno, a pesar de sus sospechas sobre las actividades subversivas del político, no se atrevía a proceder en su contra por falta de pruebas. Pero ahora las evidencias sobraban.

    Una vez encarcelado León, nadie pudo visitarlo: sus colaboradores temían delatarse. El rebelde había confesado su delito —declaró la policía—, y se esperaba que pronto delatase a sus cómplices. Cosa imposible: en vista de la implacable vigilancia policial, los conjurados se reunían valiéndose de títeres por lo general arrendados, e ignoraban sus reales nombres y actividades. Lo único que León conocía de sus correligionarios era la apariencia de sus títeres, y como éstos nunca correspondían al original, estaba prácticamente a oscuras.

    —Bien —dijo el que presidía el grupo reunido en el viejo refugio—. Creo que debemos entrar en receso por un par de meses, mientras aclaramos la verdad sobre la captura de León.

    La penitenciaría del Estado, emplazada en una abrupta meseta cordillerana, no disimulaba en su construcción de estilo arcaico (altos muros almenados, con ventanas estrechas, provistas de fuertes barrotes) ni en su color (gris ceniciento, patinado por el tiempo, las lluvias y el viento) su finalidad específica. Pero no era la sensación de verse privado de libertad, dentro de un austero y melancólico edificio, lo que más pesaba sobre la sicología de los presos. Porque la ciencia, en lugar de suavizar los sistemas carcelarios, los condujo a un rigor nunca soñado. En un régimen de libertad las máquinas facilitan el trabajo y tornan cómoda la vida. Pero utilizadas como medio de represión se transforman en verdugos que, dirigidos desde una sala de control, proceden con la indiferencia y crueldad de los que se saben respaldados por el anonimato.

    Porque el técnico que coloca la cinta de instrucciones a un autómata, o el hombre que, embutida la cabeza en un casco introyectador, conduce desde la distancia un títere, cumplen sus funciones sin responsabilidades ni temores a futuras represalias. Por duro que sea un guardián de carne y hueso, siempre está la esperanza que, en el fondo de su espíritu, sobreviva un resto de humanidad. La adopción de la máquina vino a obviar el problema de la flaqueza humana en la actividad carcelaria y policíaca. Y el advenimiento del títere hizo que estas funciones alcanzaran el máximo de ferocidad. Un autómata carcelero no puede sobrepasarse en su tarea, porque debe atenerse a las instrucciones previamente grabadas. Pero si el carcelero es un títere, ¿quién le impide proceder despiadadamente cuando, además del anonimato, sus relaciones con los presos las mantiene a través de instrumentos?

    Es más simple negarse mediante el teléfono que de cuerpo presente. Un ser humano que suplica, o pide algo únicamente, quizá por el efecto de su mímica, o el tono de su voz, o, también, porque su personalidad irradia algún efluvio que, como la gravedad o el magnetismo, influye sobre su interlocutor sin ser notado, hace más difícil tomar medidas extremas. Pero, ¡entreguen a un guardián un mecanismo de vigilancia y castigo guiado por control remoto! Aunque las autoridades lo negaban, se sabía que los conductores de los títeres carceleros eran presidiarios condenados a perpetuidad. Así disfrutaban de un remedo de libertad, y desahogaban en los demás recluidos sus instintos constreñidos por el encierro.

    León, dentro de su celda (una habitación de paredes blancas, con una ventanilla enrejada), veía pasar con regularidad a los títeres que vigilaban la hilera de mazmorras. Escasa similitud hay entre un sosia común, destinado a servir de doble a un ser humano, y un títere guardián. Carecían éstos de facciones: sus rostros, sin relieves, acentuaban su ferocidad. Tampoco hablaban entre sí o con los presos: sus instrucciones las recibían mediante un sistema cerrado de comunicación. Sus ojos eran los simples lentes de la cámara televisora albergada en su cráneo. Resultaba así un engendro mitad humano, mitad autómata, vestido con un uniforme verde oliva, que se paseaba mudo por patios y pasillos, acechando con sus cristales a los prisioneros a través de las mirillas. Quienesquiera fuesen sus conductores, parecían aguardar la oportunidad de descargar un sadismo largamente contenido.

    León, al cabo de una semana de cautiverio, debilitado por los interrogatorios, esperaba el «lavado cerebral» que lo convertiría en un ente sin pasado ni recuerdos. Luego, en una escuela de readaptación, lo prepararían para que se reincorporase a la vida colectiva a desempeñar funciones inferiores. A pesar que los lavados cerebrales fueron prohibidos en anteriores administraciones, un gobierno que necesita eliminar algunos enemigos —la pena capital se hallaba abolida— y no verse obligado a mantenerlos indefinidamente en presidio (siempre existe el peligro de una fuga o que un cambio de régimen los convierta en testigos peligrosos), debe buscar un medio para silenciarlos. ¿Qué hacer con ellos? Luego del lavado cerebral al prisionero se le grababa en la mente, ahora virgen, la obligación de actuar siempre a través de un sosia mecánico. Estos modernos libertos permanecían bajo control estatal hasta su muerte, utilizando siempre un doble distinto al original, para que así nadie pudiese identificarlos.

    Cuando un hombre se ve frustrado en su ideal pone en duda, aunque sea por un instante fugaz, si aquél justificaba su sacrificio. En los tiempos antiguos las revoluciones aparecían revestidas de una cierta aureola romántica. Y aunque muchos consideraban desequilibrados a los rebeldes, no por eso dejaban de mantenerse expectantes sobre el resultado final. Existían metas precisas: el enemigo se hallaba a la vista, ya sea bajo la forma de un sistema político-económico caduco, o tras la careta de una doctrina mesiánica que cobijaba las ambiciones de un grupo largo tiempo dueño del poder. Pero cuando el hombre, al cabo de siglos de experiencia y de haber atravesado por cuanto régimen político y económico es dable imaginar, llega a un sistema que, en apariencia, llena las aspiraciones de todos, con la expectativa de dar por terminadas esas eternas luchas, la técnica, nunca en receso, permitía ciertas imprevisibles tretas.

    Porque, ¿contra qué luchaban específicamente los actuales revolucionarios? No contra el sistema económico ni la ideología política imperantes, o contra tal o cual gobernante incapaz o malévolo, sino contra la mera sospecha que el régimen ocultaba aspectos ambiguos. Y el origen de la imposibilidad de desenmascarar al enemigo fue un invento que, al comienzo, se le consideró la panacea universal. Cuando algunos intuyeron sus peligros, ya era tarde: los títeres.

    Porque no todos se conforman con el papel de meros gozadores de un nuevo invento: algunos se dedican a buscar los puntos débiles dejados por su adopción, y cuando los encuentran los explotan en su propio beneficio. Así ocurrió con el advenimiento de los títeres. Si bien las ambiciones individualistas tienden a extinguirse cuando el hombre alcanza un bienestar material satisfactorio, dentro de un régimen de igualdad económica, las expectativas de anonimato ofrecidas por los títeres se convirtieron rápida y sigilosamente en una nueva manera de encauzar las ansias de poder, siempre latentes en un alto porcentaje de la humanidad. Garantizarle a un hombre la impunidad, sea cual fuere el régimen político bajo el cual actúa, es un estímulo suficiente para resucitarle sus apetitos.

    Fue así como un día alguien reparó en que el gobierno funcionaba en forma demasiado expedita. Las elecciones se efectuaban con regularidad y la administración estatal mantenía satisfecha a la mayoría. Pero algunos creyeron notar la repetición de ciertos vicios a lo largo de dos o tres períodos y, también, la inamovilidad de determinados funcionarios de la exclusiva confianza del gobierno a través de regímenes políticos opuestos. Cuando se dio la alarma sobre esta situación, los funcionarios desaparecieron. ¿Cambiaron de sosias? ¿O el gobierno los exoneró de sus cargos en tanto se aquietaba la opinión pública? Nunca se conoció la verdad: como el país parecía contento con sus gobernantes, cualquier reclamación se estrellaba contra una pirámide de intereses creados.

    Pero la idea que un grupo de personas, utilizando los títeres para disfrazar sus manejos, se había eternizado en el poder, sustituyendo a los gobernantes legalmente elegidos en cuanto tomaban posesión del mando, originó un movimiento que, clandestinamente, empezó a recoger pruebas para aclarar el asunto. Las medidas tomadas de inmediato por las autoridades contra los descontentos demostraron a éstos que estaban en lo cierto. El gobierno propaló profusamente la noticia de un grupo subversivo y anarquista, el cual obedecía consignas extranjeras, que trataba de alterar el orden público difundiendo calumnias.

    Una oscura maniobra impidió a León optar a la reelección. Ingresó entonces al movimiento revolucionario, convencido del hecho que el gobierno había conseguido desalojar del Parlamento a todos aquellos diputados y senadores poco manejables, pasando a gobernar, a los ojos del país, con el apoyo de la más cerrada oposición. Es decir, la totalidad del Congreso Nacional integraba una misma misteriosa corriente política, aunque representando la farsa de hallarse dividido en dos bandos. Pero antecedentes así sólo podían exhibirse frente a un grupo reducido: la máquina burocrática y propagandística del régimen imposibilitaba una demostración pública.

    ¿Qué probabilidades tenía el grupo sedicioso de derrocar al régimen? Casi ninguna en la actualidad. Los conspiradores, desprestigiados por una eficaz propaganda, que los asimilaba a los antitíteres, movimiento impopular por sus excesos, debían permanecer ocultos, adoptando mil precauciones para no delatarse, lo cual ocasionaba pérdidas de tiempo. El asesinato del ministro de Justicia (dentro del caos, conscientemente mantenido por el gobierno, se creía ver en el ministro la verdadera cabeza del régimen, aunque el gabinete cambiaba constantemente de títeres), cuya posibilidad se le presentase en forma tan imprevista a León, habría traído serias repercusiones y, con seguridad, generado una crisis de gobierno. Frustrado el intento, y descubierto con misteriosa rapidez al posible asesino, el porvenir se cerraba para los sediciosos.

    ¿Cómo dieron con el culpable tan rápidamente? Ahora León conocía la respuesta. Pero se hallaba imposibilitado para darla a conocer a los demás. Al gobierno no le convenía destruir el movimiento revolucionario: prefería mantenerlo latente, aunque perfecta y secretamente controlado. De este modo el propio régimen introducía células dentro de las filas revolucionarias, manteniéndose así informado de cuanto fraguasen. ¡Cuán firme se sentiría el gobierno para permitirse el lujo de estimular a sus enemigos! Claro que con tal procedimiento evitaba que los golpes proviniesen de sectores desconocidos. Ahora León comprendía que los informes sobre los puntos débiles del régimen les fueron proporcionados por componentes de aquél. Y aunque el atentado contra el ministro de Justicia no pudo ser previsto, poco trabajo le demandó a la policía estatal encontrar al culpable en las próximas horas. Y todas estas fantásticas maniobras se facilitaban con los títeres.

    Porque para mantener el máximo de sigilo y discreción, ningún conspirador acudía de cuerpo presente a las reuniones, sino mediante dobles mecánicos: un títere como mecanismo teledirigido dificulta la localización de su conductor, al revés de lo que ocurre con una emisora radial. Pero las ventajas derivadas del uso de los sosias eran sólo aparentes: el hecho que los sediciosos únicamente se conociesen por sus títeres facilitaba el soplonaje. Como proceder a cara descubierta habría sido un suicidio, los gobiernos llevarían siempre las de ganar: toda revolución estaba condenada al fracaso.

    Apoyado en los barrotes de su celda, León observaba los primeros parpadeos de Sirio. Los pasos lentos y mecánicos de sus guardianes recorrían con la incansable perseverancia de un reloj los larguísimos pasillos de la penitenciaría.


    II

    Aun para sus colaboradores cercanos —un buen político carece de íntimos— el ministro de Justicia constituía un enigma. Parco en el hablar, el rostro de su títere, de firmes facciones, rara vez se contraía con una risa jovial. Nadie conocía al original del ministro. Pero en un mundo donde los títeres imperan, nadie está obligado a mostrarse en cuerpo y alma. Los hombres consideraban sus sosias tan necesarios como sus vestidos. El andar «al natural» acabó por convertirse en algo absurdo, como salir desnudo a la calle o vestido a medias.

    Porque el hombre recomenzó su historia sobre la Tierra el día en que el primer casco introyectador logró el milagro de sentir sus miembros prolongados en un organismo sintético. Fue como un nuevo Renacimiento para el mundo. Y como tal acarreó la revisión y el remozamiento de todas las adquisiciones sociológicas y artísticas de la humanidad. Los títeres convirtieron al viejo planeta Tierra en un mundo inexplorado, sobre el cual es indispensable caminar cauteloso, como los exploradores arcaicos en las tierras vírgenes. El títere llevaba doscientos años en el mundo, pero sólo ahora el hombre lograba la suficiente experiencia y tranquilidad para acomodar su civilización a la existencia de esta maravilla tecnológica.

    Y este período de adaptación permitió ciertas jugarretas.

    Ciertamente hoy es difícil abusar a la vista y paciencia de la gente: los triunfos sociales o políticos, ahora convertidos en vivencias, son imposibles de desalojar de buenas a primeras. Nadie habría creído en la posibilidad de una dictadura desembozada, por ejemplo. Ni tampoco en la permanencia sigilosa, más allá de los límites impuestos por las nuevas constituciones políticas, de algún determinado bando. Pero los títeres posibilitaron en cierta medida burlar tan perfeccionados sistemas de gobierno. Porque la perfección en cualquier orden de cosas termina por aburrir al hombre. Lo perfecto parece tanto más deseable cuanto más lejanas se encuentran nuestras posibilidades de obtenerlo. La última hora del hombre sobre la Tierra habrá sonado cuando consiga la perfección de todo cuanto le rodea. Y en esta convicción estriaba precisamente toda la filosofía del ministro de Justicia.

    El sistema que permitiera al actual régimen adueñarse del poder, enmarcado en apariencia dentro del más riguroso respeto a las leyes, germinó en el cerebro del ministro de Justicia cuando, diez años antes, ocupaba el cargo de jefe de Identificación. Ocurrió que ciertos sistemas se tornaron inoperantes con el advenimiento de los títeres. Porque en esa época aún no regía la exigencia del período previo de educación del público antes de lanzar al mercado un nuevo invento, con lo cual ahora es posible evitar vicios y errores. En aquel tiempo —cuando la humanidad se asomaba a la nueva era tecnológica— lo social y filosófico no solamente iban a la zaga de la ciencia, sino que nadie se preocupaba de prevenir las consecuencias nocivas que la adopción de un dispositivo novedoso podía acarrearle a la humanidad, porque el auge industrial que allanó el camino al advenimiento de los nuevos tiempos se debió precisamente a la absoluta libertad comercial.

    Sucedió entonces que las cédulas de identidad y las fichas antropométricas, aunque continuaban utilizándose, no cumplían ciento por ciento con sus funciones. Un gran porcentaje de la población (los viejos, los inválidos o aquellos que, por alguna minusvalía física, prefirieron la solución integral de su problema ofrecida por los títeres al lento y arduo proceso de la autosuperación) pocas veces durante su vida se presentaban al natural en la vida pública. Aunque existía la obligación de entregar a Identificación el número de serie de los dobles mecánicos, el cual se anotaba en el correspondiente fichero, los originales solían marginarse por completo de la vida diaria: todos sus actos comenzaban a realizarlos los sosias.

    Este desdoblamiento de la personalidad terminó por restar importancia, dentro de las actividades sociales y colectivas, al hombre de carne y hueso que conducía a su títere, porque sus conocidos solamente lo individualizaban por su sosia: el original permanecía siempre encerrado en sus habitaciones. Ocurría entonces que muchos hombres y mujeres jamás fueron vistos al natural: vivían, morían, pasaban a los crematorios y se convertían en inidentificables pavesas sin que sus relaciones hubiesen conocido sus verdaderos rostros.

    El colapso de la familia, por otra parte, que multiplicó los casos de la gente solitaria (los hijos naturales o legítimos pasaban a depender de las cooperativas estatales, quienes los criaban y educaban), permitió fraguar suplantaciones o prolongar en forma indefinida la supervivencia de gente largamente muerta. Este fue el descubrimiento hecho por el futuro ministro de Justicia que les permitió a él y a un grupo de colaboradores asentarse en el poder por un período cuyo término aún se perfilaba lejano. Algunos países lograron prevenir en su oportunidad la posibilidad de semejantes tretas, pero la mayoría aún vivía la infancia del títere: corrían al mismo riesgo.

    El ministro de Justicia puso en práctica su plan en cuanto hubo conocido el resultado de una elección presidencial. La misma noche del triunfo, el vencedor —del bando contrario al gobierno en funciones— fue raptado sin que ninguno de sus partidarios se enterase. Pero al día siguiente acudió a las emisoras oficiales —su sosia, por cierto—, y envió un saludo a la nación. Porque tanto el original del candidato electo como varios de sus colaboradores inmediatos se hallaban encerrados en las más aisladas mazmorras de la penitenciaría política del Estado. En una semana la superchería quedó perfeccionada: alrededor de cien personas fueron suplantadas en el más absoluto secreto. Como entre los secuestrados figuraban los líderes del movimiento de oposición, éste siguió desplegando normalmente sus actividades, sin que ninguno de sus miembros sospechase algo. Ante la opinión pública, un nuevo régimen político regía los destinos del país, pero aquélla ignoraba el hecho insólito que dos partidos políticos diferentes estuviesen dirigidos por un mismo grupo.

    En un mundo donde el equilibrio material alcanzado permitía al hombre medio desentenderse de las cuestiones políticas, relegándolas a un segundo o tercer plano, nadie habría alentado suspicacias aunque lo hubiesen puesto al tanto en detalle de la añagaza: se hubiera limitado a encogerse de hombros o a sonreír. Los golpes de Estado y las revoluciones políticas son historias arcaicas. ¿Quién podía creer en su supervivencia? El ministro de Justicia, conocedor de la sicología humana, sabía que tan sutil mecanismo tampoco se sustrae al principio de la inercia: tomando las debidas precauciones, nunca se llegaría a sospechar la suplantación.

    El ministro, frente al escritorio de trabajo de su residencia privada, apartó los papeles esparcidos sobre la mesa y clavó la vista en una fotografía colgada en la pared lateral. El rostro de una mujer de unos treinta años, con el pelo rubio desordenado por el viento, de facciones definidas aunque melancólicas, miraba a lo lejos con una especie de resignación algo desvirtuada por su ceño duro. El ministro contemplaba la reproducción con una mirada vacua, los labios un poco más contraídos que de costumbre.

    Tamara: nombre raro, difícil de olvidar. Porque hay nombres que son inseparables de sus propietarios. Basta recordarlos para que acuda a la mente la personalidad entera del dueño. Cuando se conoce a una persona, su nombre puede parecemos un accesorio molesto: nuestra mente tarda en asimilarlo a aquélla.

    No así Tamara.

    El ministro, aun antes de conocerla, pensaba que Tamara sería tal como resultó ser cuando la hubo conocido. Amante de León, el revolucionario que aguardaba su ajusticiamiento. El ministro tuvo su primer contacto con ella cuando se desempeñaba como un oscuro funcionario de Identificación. Vecinos durante varios años, sus relaciones con Tamara no pasaban del breve saludo durante sus esporádicos encuentros cuando partía a su oficina, o al regresar por las tardes a su apartamento. Cuando mucho intercambiaba con Tamara uno que otro comentario trivial. Ella le daba un trato circunspecto, cauto, incluso receloso, provocado quizá por la misma naturaleza reservada del futuro ministro. Falta de espontaneidad: Tamara en una ocasión, durante esos brevísimos encuentros en el largo y monótono pasillo donde se abrían las puertas simétricas de decenas de alojamientos, invadido por una luz amarillenta, débil, que dibujaba sombras en los rostros y arrancaba raros destellos de las pupilas, le había insinuado en forma velada, discreta, aquella condición que parecía resaltar en la personalidad del ministro.

    Pero tampoco ella parecía dispuesta a abrirse, y la esperanza alentada por él a que ello ocurriese no se perfilaba realizable. Porque él se sentía incapaz de tomar la iniciativa, aunque la mujer le produjera una secreta debilidad. Veía llegar a León, muchas veces ya avanzada la noche, e introducirse en el apartamento de Tamara, para quedarse allí hasta el amanecer. Otras veces abandonaban juntos el alojamiento.

    Durante mucho tiempo había pensado que él, como la mayoría de los hombres, necesitaría de un gran amor para poder realizarse a sí mismo. En sus noches, estiradas por la soledad, añoraba a veces la compañía de una mujer, y reflexionaba que, mientras él tejía ilusiones para distraerse, León, aquel hombre pleno de vitalidad y ambiciones, descansaba de las fatigas diurnas junto a Tamara. Un estímulo así (saberse amado por una mujer como Tamara) debía ser decisivo —meditaba por entonces el ministro— para que un hombre se superase.

    Quizá la condición básica de un político sea la elocuencia, necesaria no solamente para convencer a los electores, sino también a todas las personas que se vinculan de alguna manera con su existencia. Un político debe sentirse tanto más realizado en la medida en que el mundo responde a sus convicciones, ya sea votando por él, o cambiando de ideología gracias al brillo de su argumentación, o también, tratándose de mujeres, viendo cómo lentamente comienzan a bajar sus defensas. Dentro de la política el hombre se enfrenta minuto a minuto con elementos a los cuales debe someter a sus creencias, o simplemente apartar de su camino cuando los ve oponer dificultades insalvables.

    Allí era donde el ministro notaba su principal diferencia con León: se sentía incapaz de convencer a nadie de lo que fuese. Pronto creyó comprender el porqué: sencillamente, porque no creía en nada.

    Porque la elocuencia de León emanaba sin duda de su misma convicción en las doctrinas que defendía. A veces el ministro trataba de determinar las causas de su escepticismo frente al mundo. Creía carecer de complejos, y tampoco recordaba experiencias desdichadas a las cuales atribuir su modo de ser, excepto, por cierto, su accidente. El amor no constituía para él un motivo de preocupación, y si Tamara llegó a perturbarlo fue más que nada por el hecho de saberla cerca, y por su conocimiento de algunos aspectos de la vida íntima de la mujer. Quizá por eso mismo la deseaba, o tal vez porque sentía un secreto desprecio por León y sus actividades, y no llegaba a comprender cómo una mujer de la categoría de Tamara se hubiese enamorado de él.

    Por una vez al menos, dentro de su solitaria y aislada existencia, tenía oportunidad de compararse con un semejante quien, dedicado a una actividad por él menospreciada —no mucho más que otras, a decir verdad—, poseyera algo que a él le habría gustado tener: Tamara. Ella le hizo comprender cómo el amor puede llegar a convertirse en un sentimiento excluyente. Porque ella, a no dudarlo, vivía pendiente de cuanto realizaba o decía su amante, y le guardaba fidelidad. Por lo menos el ministro no le conocía otros amigos, ni siquiera amigas: Tamara llevaba una existencia bastante solitaria.

    Tales reflexiones sobre la personalidad de Tamara excitaban su curiosidad por conocerla. Una mañana la esperó, acechándola tras la puerta entreabierta de su apartamento, porque la mujer debía pasar por allí cuando se dirigiera al trabajo. La estuvo atisbando hasta que escuchó sobre el plástico que recubría el interminable pasadizo el rumor de sus pasos. Abrió entonces la hoja como si viniese recién saliendo y su encuentro con ella fuese obra de una casualidad. Tamara lo saludó amablemente, y durante el trecho que los separaba del metro, mientras caminaban por la vereda embaldosada, orillada de acacias, bajo una claridad fría que se filtraba a través de un cielo encapotado, mantuvieron una conversación algo más íntima que las anteriores. Cuando bajo la luz aplastante de la estación, en medio de un grupo de naturales y títeres que esperaban la llegada del metro, se despedían, ella le preguntó:

    —¿Usted sale todos los días a esta misma hora?
    —No, no. Hoy me retrasé. Tengo que estar en mi oficina a las ocho.
    —¡Qué lástima! Por eso nunca antes nos habíamos topado.

    Dijo esto de manera espontánea, con naturalidad. A través de la ventanilla del tren le hizo ella una seña de despedida. Aunque la mujer no revestía las características de una obsesión dentro de su vida austera (del apartamento a su oficina, y de ésta a aquél: a ello se reducían sus actividades diarias), este primer encuentro le pareció alentador.

    Una semana después se le presentaría la oportunidad, aunque sin buscarla esta vez, de conversar más largamente con la mujer. Volvía del trabajo, ya avanzada la tarde —un atardecer melancólico, frío, impregnado de una niebla que revestía de una reluciente pátina las calles, donde las luminarias se reflejaban como largos fantasmas anaranjados—, cuando divisó adelante, trepando la escalera de acceso, la silueta de Tamara envuelta en un tapado brillante. La alcanzó en el pasillo, pero tratando de dar a su llegada la naturalidad de un paso normal. Tamara miró el reloj, y lo invitó a pasar.

    Hablaba con una cierta fuerza interior, que otorgaba un particular interés a cuanto decía. Tanto ella como su apartamento irradiaban sobriedad: muebles confortables y una biblioteca que cubría todo un muro, tamizado el ambiente por una luz discreta, que emanaba de dos lámparas protegidas por inmensas pantallas oscuras. Trabajaba en un laboratorio, y su vida tranquila, dedicada a su profesión, transcurría dentro de un mundo más o menos limitado.

    Mientras él, instalado en un sillón, fuera del círculo de luz, la observaba, Tamara iba y venía por la habitación ordenando las cosas, revisando esto y lo otro. Desaparecía por breves segundos ora en el dormitorio, ora en la cocina. Conversaron sucintamente de León, porque él, con naturalidad, aludió a «un joven con que la había visto en algunas ocasiones». Su amistad databa de un concierto, y no de una concentración política, como podía presumirse dadas las específicas actividades de León, comentó ella risueña. Tamara parecía guardar una cierta reticencia con él, que tal vez derivara de la cautela propia que se tiene con una persona a quien se viene recién conociendo, agregada a esto la naturaleza prudente y mesurada de Tamara.

    A las nueve de la noche, y como Tamara redoblase sus cautelosas ojeadas al reloj, él se retiró: seguramente la mujer esperaba la visita de León.

    Le rogó Tamara que volviese, y sus palabras no le sonaron a mera fórmula.


    III

    Tamara se ponía inconscientemente en guardia frente a un hombre que se esforzaba por conquistarla. Quizá a ello se debiera, reflexionaba, su desafortunada vida sentimental. Porque había sido siempre ella la que tomaba la iniciativa —pasivamente, en apariencia— ante un hombre que le gustaba. La perseverancia masculina, lejos de halagarla, la enfriaba. Jamás se dejó asediar; para su sentido práctico de la vida le parecía deshonesto permitir que un hombre perdiese el tiempo en una larga labor de conquista cuando sabía de antemano que nunca le daría el sí. Constituía una mala presa para los conquistadores profesionales, especialmente para los que piensan que ninguna mujer resiste un largo asedio. Tampoco le interesaba probar su resistencia ante un pretendiente determinado.

    Pensaba a veces que en esos asuntos tal vez no procediera con una feminidad ciento por ciento. Porque la hembra debe dejarse perseguir, tolerar largos sitios, según los preceptos convencionales. Ella, en cambio, encontraba de mal gusto aguantar a un hombre cuyas artimañas para seducirla la dejaban indiferente. Ahora, con una mayor experiencia y seguridad en sí misma, cortaba aquellas situaciones desde el comienzo, aun a riesgo de parecer mal educada. Pero cuando un hombre le gustaba se abría de inmediato, tal vez con demasiada espontaneidad. De allí quizá el origen de algunos de sus fracasos. Pero así estaba hecha: jamás podría fingir en esos asuntos. Se sentía incapaz de simular un sentimiento con fines estratégicos.

    Tal ocurrió con León: no pudo disimular su debilidad por él. Recién terminaba un largo romance con el jefe de su laboratorio, hombre torturado por infinitos delirios y complejos. Odiaba a los títeres: muchos parientes y conocidos suyos fueron víctimas, de una manera u otra, de aquella fiebre que consumía a la humanidad: la titeromanía. Pero estaba obligado a disfrazar su obsesión por temor a que sus comentarios, deformados por algún malintencionado, pudiesen acarrear sobre él suspicacias peligrosas en una época abundante en movimientos secretos de antitíteres. Ni su amor por Tamara tuvo la virtud de apaciguarlo, y la mujer se vio forzada a romper con él antes de terminar ella misma saturada de obsesiones, muchas francamente irracionales.

    Por esos mismos días conoció a León. Encontrar a un individuo tan normal como el joven político, en una época rica en manías y neurosis, parecía un verdadero milagro, y en especial para Tamara, cuyo trabajo lo realizaba en un medio donde nadie podía desentenderse del problema de la época: su laboratorio fabricaba drogas y específicos destinados, precisamente, a la prevención y curación de las perversiones emanadas del desmesurado abuso de los sosias mecánicos. Pero a Tamara le gustaba su trabajo, y no lo habría cambiado por ningún otro, porque tenía la sensación de estar haciendo algo verdaderamente útil para la colectividad. Sin embargo, comprendía que, para conservar intacto su sistema nervioso, necesitaba alternar sus labores con actividades por completo distintas a aquéllas, equilibrando así su vida emocional.

    León carecía de complejos y prejuicios. Pero su cierto sentido animal de la vida no le restaba brillo a su comprensión de los problemas humanos. Poseía un concepto sano de las cosas. Nunca sus actitudes se basaban en propósitos retorcidos, calculados para producir efectos futuros en obediencia a una estrategia previamente elaborada. Actuaba instintivamente dentro de la morbosidad imperante, sin que lo guiasen deseos de venganza, o persiguiendo la redención de la raza humana en pro de alguna ideología mesiánica.

    Trataba de enderezar las cosas a ojos vistas torcidas, sin buscarles justificación a sus acciones. No compartía la postura política del momento que, basada en la larga experiencia acumulada por el hombre, aconsejaba dejar la solución de los problemas al devenir natural de la humanidad, porque de lo contrario se perderían tiempo y energía; es peligroso apresurar la maduración de una ideología o doctrina: se corre el riesgo de malograrla. El hombre adopta o se deshace de las cosas cuando la natural evolución así se lo aconseja. Tampoco León cultivaba fobias por los títeres: los atacaba cuando éstos irrumpían abiertamente en contra de las leyes naturales, o servían de instrumentos para materializar algún maquiavélico plan, tal como ocurriera en otros países.

    Su amistad con León le produjo a Tamara una verdadera catarsis, aunque presentía que ese mismo modo de ser sano y directo del político terminaría por separarlos. Cuando una persona sabe perfectamente lo que quiere, y en la práctica se ha trazado un plan de vida, el cual se empeña en llevar a cabo en su totalidad, necesita meter en su carril a todos cuantos influyen en su existencia. Y León actuaba así, precisamente. Tamara, poseedora de un carácter dúctil, hasta cierto punto, se acomodaba a las circunstancias, cuando éstas eran tolerables, sin un gran esfuerzo. Las convicciones de León, logradas según él a costa de grandes penurias y decepciones, nadie las haría variar. Tamara comprendía que, para la buena marcha de la humanidad, es indispensable la existencia de seres así. Porque si la mayor parte de la gente poseyese su propia maleabilidad, el mundo entero se arriesgaba a zambullirse en el caos, del cual sería difícil, o quizás imposible, sacarlo.

    León necesitaba siempre de una mujer junto a él. Estar enamorado constituía para el político una necesidad tan vital e imprescindible como comer o beber. Y no por alguna extremada sensualidad o una inconstancia patológica en el amor. Al revés de muchos, su necesidad de amar no constituía una debilidad para León.

    En aquella época —las vísperas de un cambio de régimen— León comenzaba a preocuparse por obtener un sillón parlamentario. Por entonces nadie barruntaba los sigilosos manejos que conducirían al ministro de Justicia y su grupo a adueñarse del poder, aunque ya los bocetos del plan empezaban a delinearse en la imaginación del solitario funcionario de Identificación, pero sin que columbrara todavía la factibilidad de materializar sus ideas.

    Una noche en que Tamara y León llegaban al apartamento de aquélla, la mujer alcanzó a divisar cómo su vecino se metía en su habitación, cerrando la puerta con un golpe seco. Sospechó ella que él la estaba esperando, con esa particular manera suya que daba la impresión de una acechanza. Aunque las veces que estuviera con él no pasasen de dos o tres, experimentaba una secreta atracción por aquel extraño sujeto, pero comprendía oscuramente que sus relaciones estaban condenadas a frustrarse. León notó la puerta que se cerraba y, también, la inconsciente tensión de su amiga.

    —¿Quién vive ahí?

    Le narró ella la singular amistad que la unía con su vecino.

    —Es de esperar que no termines enamorándote de él y me dejes plantado —exclamó León, en uno de sus repentinos raptos de buen humor.
    —No lo eches a la broma: es un tipo fascinante. Pero puedes estar seguro de mi fidelidad en este caso. Hay un detalle que siempre me separará de él...
    —¿Cuál?

    Entraron en el apartamento, y Tamara, antes de replicar, encendió la luz y se despojó de su abrigo: su busto ceñido en una chomba blanca ofrecía una curiosa opulencia en la penumbra. Encaró a León con una larga mirada:

    —Resulta que tu rival es un títere.

    León lanzó una carcajada.

    —Y, ciertamente, no sabes si detrás de su sosia se esconde un octogenario o un inválido.

    Ella se dejó caer en el sofá, junto a León, y clavó la mirada en un cuadro que representaba una orgía de títeres, de esas que fueran tan comunes durante los primeros años de los sosias. «Senectud Eufórica» se titulaba el cuadro, en recuerdo de una de las más pintorescas perversiones generadas por el uso descontrolado de los títeres.

    —Que yo lo ignorase no tendría nada de particular —dijo Tamara. León le envolvió los hombros, y la mujer apoyó su cabeza, coronada de cabellos rojizos, peinados apenas, contra el pecho del hombre—. Lo terrible del caso es que él lo ignora, ¿comprendes? Está convencido de ser un hombre de carne y hueso.

    León pareció sobresaltarse.

    —¿Me quieres decir que tu amigo es uno de esos renacidos, a quienes se les ha inculcado la convicción de no ser títeres?
    —Así es. Nunca había conocido a uno. Y tú sabes lo que son: o delincuentes readaptados, o algún pobre hombre que, a consecuencias de algún accidente, ha quedado en la más completa invalidez, y al cual, para evitarle traumas síquicos y complejos, se le ha hecho un tratamiento para borrarle el pasado y hacerle creer que, en su nueva apariencia, es hombre natural.
    —Pero ellos son felices así —puntualizó León, repuesto de la sorpresa que la revelación de Tamara le produjera—. Se han reincorporado a la sociedad como elementos que prestan servicios, que son útiles, y no una carga gravosa como ocurría con los inválidos en los antiguos tiempos.
    —Evidentemente. Y en el caso específico de mi vecino, se trata de un hombre de excepcional inteligencia. Pero es horrible que él viva ese sueño, y que atribuya determinadas prohibiciones dentro de su vida a una misteriosa enfermedad sicológica producida por un grave accidente...

    Aunque León sabía algo sobre los renacidos, nunca se le ocurrió analizar el problema desde un punto de vista puramente humano. Acostumbraba enfocarlo todo por el lado práctico, y así mirado el sistema de readaptación ideado para los delincuentes e inválidos le parecía satisfactorio y útil. Guiado por los principios altruistas que todo buen político debe cultivar, la posibilidad para que seres en otras épocas descartados para la vida útil pudiesen reincorporarse a la colectividad y prestar servicios, con las consiguientes ventajas para ellos mismos porque aun cuando en forma ilusoria llevaban una vida parecida a la normal, era una de las ventajas que a su juicio justificaban plenamente el uso de los títeres. En ese aspecto, ¿podría alguien negar el positivo aporte de los dobles mecánicos?

    Cuando un político desea formarse un panorama inteligible de su época debe sopesar y armonizar todos sus aspectos, y no dejarse llevar por una primera impresión, por grande que sea la aberración que se la produzca. Todo cuanto el hombre adopta es bueno en principio, y si las modas llegan a degenerar en vicios peligrosos para el equilibrio social, las causas deben buscarse en la finalidad para la cual son usadas. Muchos de los vicios generados por los títeres en los primeros tiempos se habrían subsanado mediante leyes que hubiesen limitado su uso. Si bien subsistían algunas perversiones, los beneficios aportados a la humanidad por los títeres superaban ampliamente sus defectos.

    Pero la historia del vecino de Tamara le despertaba una especie de pavor: que un ser humano se introyectase de tal manera en su sosia hasta el extremo de creerse en realidad un hombre de carne y hueso, no como una ilusión fácilmente despejable, sino como una absoluta convicción, que no lo abandonaría hasta el fin de sus días; parecía algo fantástico, más propio de una pesadilla que de un hecho real y cotidiano. Pero León, ya fuese por pereza mental o por una cierta tendencia a desentenderse de los problemas que se le antojaban demasiado tétricos, no siguió profundizando en el tema. Lo aceptaba como una de esas aberraciones sociales ineludibles y fatales, tal como ocurría con los dementes y enfermos incurables de la antigüedad, los cuales, por mucho que se les considerase hechos espantosos, no por eso dejaban de constituir una realidad.

    Conociendo a Tamara, y sabiendo cuán fácilmente se dejaba abatir por problemas que, en el fondo, no tenían remedio, le insinuó que se apartase de su vecino. A su vez Tamara comprendía su necesidad de evitar al funcionario de Identificación, no por miedo a que su piedad por él se convirtiese en otro sentimiento, sino porque el enigmático sujeto no contribuía a alejarla de la atmósfera morbosa que impregnaba su laboratorio.

    Pero León cometió un grave error, del cual nunca tuvo conciencia; es decir, jamás le provocó remordimientos. Porque si hubiese tratado de intimar con el vecino de Tamara, quizá muchos de los futuros acontecimientos que, junto con llevar al país a una maquiavélica tiranía, lo arrastraron a su propia perdición habrían podido ser previstos o al menos sospechados. No concluyó allí su imprevisión. Como Tamara vivía tan cerca del misterioso títere, el renacido terminó por producirle una secreta aversión. Le aconsejó a Tamara que se mudase de casa. La mujer, sospechando los verdaderos y secretos móviles de su amante —que León jamás habría reconocido ni siquiera ante sí mismo (un buen político debe ignorar ciertas evidencias cuando éstas ponen en peligro sus convicciones)—, se hizo la desentendida.

    Sus relaciones con León empezaron a enfriarse desde ese día, y aunque decidió poner término a su amistad con el vecino, no tardó en romper con León. Un vago remordimiento la acosaba al recordar los verdaderos motivos de su actitud con el funcionario de Identificación. Pero tampoco podía engañarse a sí misma: fue por miedo a su propia debilidad que se apartó del renacido.

    Tiempo después Tamara fue trasladada a una apartada sucursal del laboratorio. Sólo entonces decidió mudarse de casa. Pero la imagen del solitario títere, que ignoraba su muerte como hombre, seguiría preocupándola durante muchos años. ¿Qué fatalidad habría cegado esa vida, que en alguna época debió haber sido normal, para sumergirla en esa oscura simulación? Tamara, a pesar suyo, intuía que lo volvería a ver algún día.

    León triunfó en las elecciones, pero no obstante la alegría que le despertara la noticia no lo llamó para felicitarlo. Porque esa parte de su vida, la que dedicara a León, pertenecía al pasado, y al pasado no hay que removerlo, porque de otro modo nos hace estancarnos.

    Además había conocido a otro hombre.

    El ministro de Justicia separó los ojos del retrato de Tamara y volvió a sus papeles. Era inútil: esa tarde no estaba de ánimo para trabajar. Dejando el estudio, cruzó la terraza embaldosada, y caminó sobre el vasto jardín, bajo la luz declinante del sol. Aún flotaba en el aire la pesadez del día caluroso, pero débiles vientos jugueteaban con los rosales y geranios, anticipando una noche fresca. Precedido por su larga sombra arribó hasta la fuente que ocupaba el centro del prado, y cuyo perenne bullicio constituía algo primordial en la vida doméstica del ministro. Surtidores de agua, expulsados por las toberas de la réplica de un antiguo cohete, impulsaban el artefacto a lo largo de un riel hasta una considerable altura, y luego, cuando los chorros cesaban de surgir, volvía a hundirse arremolinando el agua. El ministro, cuyos tactilófonos captaban la fresca humedad de la fuente, permaneció un rato observando las maniobras del vehículo.

    Ahora el hombre tenía conciencia de su soledad dentro del Sistema Solar: los viajes interplanetarios así lo demostraron, como también el hecho desconsolador que colonizar cualquiera de los planetas conocidos demandaría gastos desproporcionados con la verdadera utilidad que pudiera reportar a la raza humana. Y los otros mundos presumiblemente habitables se hallaban a distancias demasiado vertiginosas como para pensar siquiera en visitarlos. Sí: por ahora el hombre debía conformarse con la idea que su destino estaba circunscrito a ese pequeño planeta llamado Tierra, el cual, a medida del transcurso del tiempo, seguía ofreciendo al ser humano nuevos misterios, hasta obligar al hombre a pensar en que toda la inmensidad del Universo se hallaba condensada en su modesto mundo. Así como para algunos pensadores la adquisición de nuevos conocimientos pone en relieve su ignorancia, el cada día mayor conocimiento de la Tierra demostraba a sus criaturas cuán poco sabían de ella.

    Hubo una época en que la máxima aspiración del hombre fue la de llegar a otros mundos, porque el suyo se achicaba y no tenía nada nuevo que ofrecerle. Pero resultaba a la larga que todo el infinito del cosmos estaba bajo sus pies. La visión de las estrellas, fascinante como el canto de las sirenas, que nos hace sentir el horror de nuestra propia pequeñez y miseria, no es sino un espejismo destinado a ocultarnos el verdadero enigma que se agita a nuestro alrededor, así como la voz de los míticos monstruos cobijaba mortales peligros. Si los títeres se encargaron de revalorizar la Tierra, destacando una nueva y desconocida dimensión humana, no faltarían en lo futuro nuevos inventos que continuasen ampliando los límites aparentemente estrechos del refugio del hombre.

    El ministro tomó asiento en un banco del parque, y extendió la mirada por el jardín, en cuyas flores y arbustos el crepúsculo comenzaba a tejer su vestimenta de noche. Durante las tardes le gustaba pasar revista a sus realizaciones. Nunca acostumbraba especular sobre lo futuro. Vivía en un perpetuo presente, lanzando constantes vistazos al pasado, pero por completo despreocupado del porvenir. Se sabía un hombre fuera de lo común; no necesitaba apoyar esta convicción en lo que opinaban todos cuantos lo conocían. Ya en el sanatorio, donde fuera a reponerse de aquel grave y remoto accidente, los médicos se percataron de ciertas condiciones suyas que sin duda todos los hombres guardan en el desván de su conciencia, pero sin lograr aprovecharlas sino en una insignificante medida: las percepciones extrasensoriales. Él se sabía poseedor de una muy desarrollada: la telepatía. Podía enviar y recibir mensajes sin despegar los labios y sin moverse de su sitio.

    En muchos aspectos poseía las cualidades propias de los títeres, quienes, mediante un sistema de comunicación radiotelefónica, podían, como él, conversar con cualquier persona y a cualquier distancia, siempre que el otro receptor fuese un títere o tuviese a mano un radioteléfono. Algún día el dominio de estas percepciones y su desarrollo científicamente controlado permitirían al hombre iniciar una nueva era, de mayor trascendencia y posibilidades que la de los títeres.

    Todos conocían las excepcionales cualidades del ministro, pero algunos las discutían, o simplemente se burlaban de ellas. Muchos se atrevieron a tildarlo de títere, queriendo quizá infligirle una grave ofensa. Pero era aquél el único insulto que lo dejaba frío. Al revés, le hacía sentirse superior, y se apiadaba íntimamente de sus enemigos por su falta de imaginación y generosidad al no reconocer tan visibles condiciones. Razón tuvieron los médicos del sanatorio al recomendarle, como primera precaución, que nunca hiciese alarde de sus poderes, para evitar así envidias e incomprensiones.

    Ahora, desde su alto cargo, nada debía temer de los espíritus mezquinos, pero continuaba mostrándose humilde, tratando siempre de disimular sus excepcionales dotes.

    Tamara no fue capaz de comprenderlo. Sin quererlo, la mujer volvía a sus recuerdos, como esas pelusillas que alejamos de un papirote de nuestra ropa y pronto las encontramos instaladas en el mismo sitio. Ciertamente él no hizo grandes esfuerzos para conquistarla, y aun menos cuando empezara a notar su terquedad: nunca convenía forzar las cosas, y menos aún tratándose de asuntos sentimentales.

    Por placentero que hubiese sido para él el saberse amado por Tamara, se sentía capaz de prescindir del amor. Los mismos médicos así se lo dijeron: necesitaba de una mujer tan extraordinaria como él; de lo contrario corría el riesgo de frustrarse. Pero hasta la fecha ninguna hembra superdotada se le había hecho presente. Por otra parte, bien pudiera ocurrir que, en vista de la trascendencia de su misión, preferible fuera mantener el celibato. Se evitaba así innumerables problemas. ¡Cuántas vidas viera arruinarse por el simple hecho de sucumbir ante una pasión! Y quienes más deben cuidarse de estos asuntos son precisamente los políticos, si quieren mantener ese mínimo hálito de enigma, indispensable para su carrera.

    Allí estaba León, sin ir más lejos. Pertenecía a la escuela romántica de la política, y de ahí que fuese ostentoso, audaz, enamorado. ¿Y dónde fue a parar todo aquel despliegue de fuegos de artificio? Terminó ofuscado con su propia luz, ni más ni menos. En cambio él, ¿habría imaginado León, de haberse tomado el trabajo de conocerlo, de intimar con él en aquella distante época, que llegaría a ocupar un elevado sitial dentro de los conductores del país? Jamás.

    Porque el ex diputado ignoraba en absoluto que el omnipotente ministro de Justicia fuese aquel anónimo funcionario de Identificación que trataba de ganarse la amistad de Tamara. Ella, sin duda, intuyó. Aunque en forma vaga e imprecisa, algo había columbrado.

    Porque la mujer presintió su verdadera fuerza, y como en el fondo le temía, optó por separarse de él. La comprendía. Recordaba su última conversación con Tamara.

    Se produjo a las dos semanas de aquel primer encuentro que tan prolijamente preparase.


    IV

    Tamara caminaba esa noche, sobre la vereda húmeda, afrontando las heladas ráfagas que, encajonadas por los edificios, se revestían de mil dientes afilados, deseando hallarse en su habitación para escuchar música o leer un poco antes de dormirse. Sus funciones en el laboratorio debía realizarlas de cuerpo presente y no mediante un sosia. Pocas personas carecían de títeres en la actualidad, y aquellas a quienes la especialidad de su trabajo las obligaba a desempeñarlo «al natural», siempre compraban uno para utilizarlo en sus momentos libres. Solamente una minoría insignificante, y esto durante la primera mitad de su vida, permanecían sin «alter ego». Todos a la larga terminaban comprándose uno.

    Tamara no poseía títere, y las veces que utilizó alguno para divertirse lo obtuvo de las casas de arrendamiento. Quizá por el mismo hecho de su poca pericia en la conducción de los títeres, las personas a las cuales conocía exclusivamente a través de sus dobles mecánicos le despertaban recelos. No ignoraba tampoco las ingratas sorpresas que podía cobijar un «alter ego», a pesar de los severos castigos contemplados por la actual legislación para quienes utilizasen los títeres en suplantaciones o con la finalidad de engañar.

    Antes de cruzar frente al apartamento de su vecino, tuvo la intuición que éste la aguardaba. Quizá el funcionario de Identificación fuera el único usuario de títeres que, a pesar de su riguroso anonimato, no le producía una franca repulsión, aunque sí le despertaba una leve inquietud, un curioso desasosiego, una particular fascinación. Él, dentro de su anormalidad, actuaba sin inhibirse, despreocupado de las probables reacciones que su presencia pudiese despertar. Era él mismo, a pesar que vivía una ilusión. Con todo lo de monstruoso y desconocido capaz de ocultarse tras el títere de su vecino, a Tamara le era difícil sustraerse a su raro atractivo.

    En ese instante, cuando pasaba frente a la puerta cerrada, en medio de la débil luz amarillenta del pasillo, deseó que el renacido apareciese. Como si sus pensamientos hubiesen sido captados por el títere, escuchó a sus espaldas el rumor de una puerta que se abría. Cautelosa volvió la cabeza. Se encontró con su vecino que, asomado a la puerta, la miraba con su rostro raramente humano. Irradiaba allí, en el umbral, una enigmática súplica para que ella lo invitase, como si no se atreviera a tomar la iniciativa.

    —Buenas noches —lo saludó Tamara, la mano puesta en el picaporte—. ¿Todavía despierto?
    —Llegué hace poco rato —replicó él, sereno—. Reconocí sus pasos y me asomé.
    —¡Ah! —rió ella—. ¿Quiere pasar un rato a mi apartamento? Tengo ganas de conversar, ¿sabe?

    Algo especial fluía esa noche de Tamara. No parecía la misma Tamara de otras ocasiones. Porque siempre se animaba al conversar, especialmente al defender sus puntos de vista, lo que hacía con bastante destreza dialéctica. Entonces su rostro y su voz, por lo general queda, reflejaban una contenida excitación. Su mímica era concisa, pero eficaz. Mas ahora sus gestos y su aspecto delataban una especie de cansancio, de languidez, aunque no de aburrimiento. Escuchaba pensativa al títere, fijándole largamente sus serenos ojos, asintiendo o negando con lentos movimientos de cabeza. Su pelo, peinado con sencillez, despedía fulgores rojizos, y un mechón rebelde proyectaba una larga sombra curvada sobre la frente pálida. A pesar de su rara indiferencia, dejaba translucir su oculto deseo de tenerlo cerca.

    Porque cuando una mujer enfrenta a un hombre, sólo una mínima parte de su mundo interior lo expresa mediante palabras. Y no es raro que, cuando abre la boca, diga precisamente lo contrario de lo que en ese instante piensa. De pronto Tamara permanecía largos minutos sin mirarlo. Contemplaba sus propias manos, de largos dedos cónicos con uñas barnizadas en tono natural, sin que esa contemplación delatase hastío, sino como si constituyese una nueva manera de relajarse.

    De súbito fue a un estante en busca de una caja con dulces, pasando tan cerca del títere que lo rozó con su cuerpo. Le habría bastado alargar la mano para tocarla. ¿Cómo habría reaccionado ella? Porque algo deseaba Tamara esa noche, algo que permanecía envuelto en una enigmática capa de sensualidad, expectante, aguardando quizá alguna iniciativa del títere para definirse, aparentemente insegura de lo que quería, pero deseando algo no obstante.

    Tomó asiento junto a su vecino, y le ofreció un dulce. Él lo declinó con amabilidad.

    —¿Qué es de su amigo León? —preguntó, tranquilo.
    —¿Por qué se acordó de él? —una sonrisa de curiosidad se asomó al rostro sin cosmético.
    —Porque usted lo ama, ¿no?
    —Creo que sí. Es un hombre que vale mucho. —Pero lo afirmó sin un gran énfasis.

    Su pregunta tuvo la virtud de abrir una brecha en la indefinible atmósfera que envolvía a Tamara, y experimentó un secreto alivio, un cierto placer al comprobar con cuánta facilidad manejaba la situación.

    —Usted nunca me ha hablado de su vida sentimental —dijo Tamara, con un meloso tonillo acusatorio—. ¿Está enamorado?
    —En este momento, no lo sé. Antes de ahora no. En lo que se refiere a mi vida anterior al accidente, no lo recuerdo.

    Una vaga ternura asomó en los ojos oscuros de Tamara.

    —¿Le preocupa su pasado?
    —No. —La respuesta sonó cortante, definitiva. Pero suavizó la voz al proseguir—: Mi pasado de nada puede servirme. Durante mis primeros meses en la clínica se hicieron todas las averiguaciones imaginables para encontrarme parientes o conocidos. Pero nada se pudo establecer. Es posible que sea extranjero. Cuando me dieron de alta (de esto hace cinco años) me quedé a trabajar en Santiago, por si alguien me encontraba y al verme se acordaba de mí. Si en tantos años nada ha sucedido, parece difícil que pueda ocurrir más adelante. ¿No lo cree así?
    —Sí, es verdad.

    Sí: él creía todo cuanto le inculcaran los siquiatras. Tal vez su títere correspondía a su verdadero físico, aunque la experiencia le indicaba a Tamara lo contrario. Una de las precauciones adoptadas con los renacidos es la de evitarles cualquier posibilidad de conectarse con su pasado. Quizá se tratase de un extranjero: existía un convenio internacional para el intercambio de renacidos: el alejamiento de su país de origen los desvinculaba definitivamente de su anterior existencia. O sea, no sólo renacían en cuanto a apariencia física, sino también en cuanto a nacionalidad. Eficaz proceso. Y sobre su vida afectiva, los renacidos poseían un extraordinario dominio. Acondicionados para renunciar al amor, y encauzar sus energías hacia actividades prácticas, se compensaban con la convicción de haberse transformado en superhombres; no dudaban del hecho que su actual cuerpo, fuerte y ágil como el de ningún mortal, era una cualidad innata y no el producto de la mecánica y la electrónica. El renacido venía así a convertirse en un dechado de perfecciones morales y físicas, cuyas energías las utilizaba en gran parte para servir a la colectividad.

    —¿Qué producen en su laboratorio? —preguntó él, con su personal manera de cambiar de tema.

    ¿Se lo diría? Durante sus anteriores encuentros ella había evitado mencionar los títeres, aunque sin ignorar que también los renacidos se hallaban inmunizados contra el asunto. Pero ahora, impulsada por un nuevo instinto, decidió romper esa barrera.

    —Trabajamos en drogas para curar las perversiones producidas por los títeres. —Tamara, calmosa, desvió la mirada hacia un rincón oscuro.
    —¡Qué interesante! —exclamó él—. Usted debe ser entonces una antitítere en potencia.

    Tamara le echó una ojeada cautelosa. Pero la expresión del rostro plástico permaneció impasible. No; parecía improbable que su vecino le estuviese tendiendo una celada.

    —¿Por qué me lo dice?
    —Cuando uno trabaja en algo destinado a combatir las depravaciones acarreadas por una moda, no es raro que dicha moda le despierte antipatías. A mí me pasaría lo mismo, al menos.

    A contraluz la cabeza de Tamara se delineaba nítidamente con un fuerte trazo áureo.

    —Evito dar vueltas al problema. Al principio me ocurría lo que usted dice. Pero uno termina por acostumbrarse a todo.
    —Así es. Todo es cuestión de tiempo: el hombre no tarda en encontrar cualquier acto monstruoso natural y corriente, con tal que dicho acto sea adoptado por la mayoría. Se me pone la carne de gallina, sin embargo, al pensar que pudiese enamorarme de un títere. ¿Qué piensa usted?

    Tamara, por un segundo, creyó asomarse a la ventana de un rascacielos, y ver allá abajo, en un panorama oscilante, los objetos y los hombres reducidos a miniaturas. Se le oscureció la mirada, y su vecino se convirtió en una imagen imprecisa, lejana.

    —Lo mismo que usted. —Su voz fue un susurro apenas audible.
    —¿Nunca ha sido galanteada por un títere?

    Evitaba mirarlo. Sentía las manos heladas y la boca seca.

    —Si me llegase a ocurrir algún día... —Se quedó vacilante, los labios entreabiertos, fija la mirada en el piso, jadeando.
    —¿Qué haría?
    —Saldría corriendo a buscar a un hombre de carne y hueso.

    Se puso de pie. Allí, en la contraluz, su figura y rostro parecieron transfigurarse: la dorada línea que configuraba su silueta la convirtió en una muchacha anhelante, a punto de tomar una decisión. Quería gritar, huir de allí, o descargar su tensión en el títere, golpearlo con furia. O deshacerle en la cabeza mecánica un jarrón o una silla. La náusea le debilitó las rodillas. Pero aquello fue pasajero. Miró al títere: sus ojos debían reflejar todo cuanto ocurría en su espíritu, porque se notaba una leve cautela en el renacido. Partió al baño, a refrescarse el rostro, que sentía arder dolorosamente.

    —Con permiso —dijo al pasar entre las rodillas del sosia y la mesa de centro.

    Las manos del títere se aferraron a sus caderas. La oprimían suavemente, pero con decisión. Paralizada, no se atrevía a volver la cabeza. Una fuerza poderosa, aunque delicada, la empujó sobre las rodillas del renacido. Los brazos del muñeco la estrecharon con una extraña ternura, y los dedos plásticos acariciaron el pelo de la mujer. Tamara hundió el rostro en el pecho del sosia, y rompió a llorar.

    —Por favor. Nunca más me hables de títeres, ¿quieres?
    —Está bien —contestó él.

    La invadió una infinita paz consigo misma, como si le hubiesen aplicado algún mágico calmante, que, de golpe, le despejase todo cuanto de ingrato y amargo solía atormentarla en sus horas de soledad. Habría podido permanecer toda la noche en brazos del títere, hundido el rostro en el pecho mecánico, de cuyas profundidades surgía el ritmo profundo de un corazón inexistente. Él permanecía silencioso, pero los dedos seguían hundidos en su pelo, acariciándola como a una chica de cortos años.

    —Debo irme —dijo él, de pronto.
    —¿Por qué? —La pregunta de Tamara no disimuló un desencanto.
    —Prescripción médica —replicó, sonriente.

    Se puso de pie sin soltarla, y alzándola en sus brazos con facilidad, la fue a dejar al lecho. La tendió sobre el cubrecama y le besó la frente. Tamara le envolvió el cuello y lo retuvo.

    —No te vayas. Quédate conmigo. Aunque sea esta noche solamente.
    —No puedo. —Una rara firmeza asomaba a su voz—. Me he sobrepasado. Aún estás enamorada de León. Te arrepentirías después. Y no quiero dañarte. Gozaríamos sólo de un fragmento de felicidad. Y la felicidad es demasiado fragmentaria para que la hagamos más. ¿No lo crees así?

    Las mujeres como Tamara, a pesar de su alergia por los galanes profesionales, una vez en la vida al menos son víctimas de alguno. Pero él declinaba ese honor. Comprendió que su amistad con Tamara había llegado esa noche a su punto crítico. Lástima que hubiese ocurrido tan prematuramente. Aunque Tamara se le estaba convirtiendo en algo semejante a una obsesión, cosa que no le convenía. Pero el solo hecho que lo ocurrido esa noche le sirviese a Tamara para olvidarse de León, para reducirlo a sus verdaderas proporciones, le parecía algo positivo. Porque estaba seguro que Tamara lo evitaría en lo sucesivo.

    Y así ocurrió.

    Pero después de cuatro años sin verla, volvía a encontrarse con Tamara, casada ahora con un alto funcionario del Ministerio de Justicia, al que solía ver con cierta frecuencia. Tamara quizá conociese el proceso de su encumbramiento. ¿Qué habría pensado ella? Las veces que estuvieron juntos, siempre en alguna reunión oficial, no hicieron alusión a su anterior amistad. Por un mutuo y tácito acuerdo, simularon que recién se conocían. Ella se notaba nerviosa cuando volvieron a encontrarse, como si no quisiera que su marido se enterase de su anterior amistad con el ministro: era evidente que aquél ignoraba esa parte de la vida de Tamara. Quizá nunca había abordado el tema con su esposo, o tal vez no se le presentó la oportunidad de hacerlo. Y a veces se necesitan años para explicar una situación creada por un segundo de duda, de mera indecisión. Rodolfo, el marido de Tamara, había desempeñado un importante papel en la captura de León, el revolucionario. Fue un amigo de Rodolfo, a la vez conocido de León, quien se encargó de soplarle al ex diputado, en forma aparentemente fortuita, la identidad del agente de policía que vivía en las cercanías de su casa.

    Porque el ministro de Justicia, conocedor de la sicología humana, sabía que con ese antecedente en su poder el recalcitrante enemigo del régimen no vacilaría en dar un golpe de audacia. Nunca previó un desenlace tan halagüeño, es decir, que fuese el propio León el encargado de conducir el títere policial, cuyo casco poseía una unidad de control cuya existencia ni el mismo policía sospechaba.

    ¿Qué pensaría Tamara de él si conociese esos entretelones?


    V

    —Los grandes se divierten más que los niños con esto —comentó Rodolfo antes de colocarse el casco introyectador.

    Tamara sonrió, distraída. La habitación, atestada de hombres, mujeres y niños, hervía de movilidad y parlanchinería, que iba decreciendo a medida que las cabezas desaparecían bajo las escafandras, aprontándose todos para experimentar el vértigo de un vuelo espacial en el Parque Nacional de Juegos.

    —Vamos, Tamara, ponte el casco.

    Rodolfo, con la insistencia de un niño de cortos años, había conseguido llevarla al Parque.

    —Espero que cuando Filipo sea grande lo traerás seguido. —Ella, lentamente, se colocó el caso introyectador.

    Se encontró instalada junto a una decena de títeres vestidos con trajes del espacio, en el interior de una estrecha cabina.

    —¿Qué te parece, Tamara? Vamos hacia la astronave. Es una perfecta ilusión, ¿no?
    —En este mundo se vive más de ilusiones que de realidades —comentó ella, sentenciosa.
    —Pregúntale a nuestro ministro de Justicia, si no. —Dentro del casco espacial, detrás del cristal de observación, el rostro de un hombre de facciones decididas y audaces sonreía a Tamara—. Él vive su ilusión, y es perfectamente feliz.

    Tamara suspiró. ¿Qué rostro tendría su títere astronauta? Le faltaba un espejo para verlo. Debía ser el de una mujer: de lo contrario Rodolfo habría hecho algún comentario jocoso. Generalmente Rodolfo evitaba hablar del ministro de Justicia. Tamara se sentía infiel cuando recordaba su amistad con el extraño títere y su falta de valor para confesársela a Rodolfo. Pero los hombres no siempre comprenden esas cosas. Al percatarse Tamara del hecho que Rodolfo debería trabajar cerca del ex funcionario de Identificación, ya fuera por debilidad o por otra causa subconsciente, no se decidió a abrirse con su marido en ese instante. Y comprendió que jamás lo haría. Aunque Rodolfo exhibiese una personalidad fuerte, decidida, segura de sí misma, lo sabía débil y celoso. Le confesó sus amores con León, y aunque en esa ocasión pareció no darle importancia al asunto, Tamara intuía que su marido le guardaba una secreta aversión al revolucionario. Rodolfo evitaba comentar con ella la captura de León, y Tamara, a su turno, temiendo provocarle algún disgusto a su marido manifestando una preocupación desusada por el futuro del prisionero, prefería morderse la lengua, aunque anhelaba saber algo. Comprendía que su marido, conscientemente, evitaba el tema; con un empecinamiento infantil parecía ignorar que la única noticia de esos días era la captura del revolucionario, y esta actitud revelaba una cierta mezquindad suya, la cual, siendo comprensible, apenaba a Tamara.

    Las puertas del vehículo se abrieron, y el grupo de astronautas descendió ordenadamente a una vasta losa de concreto que reverberaba bajo el violento sol estival. Guiado por las instrucciones de un guía, el grupo se dirigió al gigantesco cohete de superficie acerada que se erguía adherido a la torre de lanzamiento, hundida la proa afilada en el cielo hirviente. Se trataba de un simple vuelo suborbital: el cohete, luego de remontarse a una altura de veinte mil metros, descendería con la ayuda de paracaídas. Los títeres se metieron en el ascensor que llevaba a la cápsula de viaje, situada en la punta del proyectil, a más de cuarenta metros de altura.

    —¡Pensar que durante los primeros vuelos espaciales se utilizaban cohetes como éste! Hacer un viaje por medio de un sosia, pase. Pero de cuerpo presente...

    Mas la mente de Tamara permanecía ajena al cohete, al cosmodromo, a los demás astronautas, a todo cuanto la rodeaba. Pensaba en el ministro de Justicia. León y los demás revolucionarios hicieron fe entonces en la farsa difundida por el gobierno respecto a que el secretario de Estado solía acudir de cuerpo presente a determinadas reuniones oficiales. En cierto sentido no se mentía con esta afirmación, porque el ministro identificaba su cuerpo mecánico con el natural, gracias al tratamiento psiquiátrico. De haber sabido Tamara que una de las metas del movimiento sedicioso era el asesinato del ministro de Justicia, habría sido capaz de prevenir a León sobre la inutilidad de su esfuerzo, aunque un paso semejante le hubiese significado una renuncia ante sí misma. Jamás podrían asesinar al ministro. Los revolucionarios iban tras un espejismo. Quizá algún día se enterasen del equívoco, o tal vez ya lo conocían, porque los motivos que indujeron a mantener el secreto del ministro no fueron solamente razones de Estado —aunque también las hubo, pero con la única finalidad de acentuar el misterio e impenetrabilidad que rodeaban todos los actos del gobierno—, sino por la situación de renacido de aquél, es decir, por causas humanas y terapéuticas.

    Los conspiradores luchaban contra auténticos molinos de viento, porque ni siquiera tenían la certeza respecto a que los hechos hubiesen ocurrido tal como los imaginaban, o sea, que un grupo se hubiera apoderado del gobierno valiéndose de una treta ingeniosa. La meta de los revolucionarios se escondía en una espesa cortina de humo, activada por el gobierno con todos los métodos a su alcance, transformándose así en una suerte de ameba sin forma conocida, en algo confuso, indefinido, que cambiaba de fisonomía momento a momento, de acuerdo a las circunstancias. A todo esto se agregaba el hecho fantástico que la vida del ministro de Justicia jamás había corrido peligro. Y sin embargo a León se le condenaba precisamente por haber intentado asesinarlo.

    —¿Sabías que en Brasil hay un parque con reproducciones fieles de paisajes lunares y marcianos, para que los viajeros tengan la perfecta ilusión de llegar a otros mundos? Y existen monstruos mecánicos que salen al encuentro de los astronautas. ¡Qué entretenido debe ser! ¿No?

    Tamara tenía la certeza que Rodolfo algo le ocultaba. Pero también comprendía que su misma delicada función en el Ministerio de Justicia lo obligaba a guardar cautela aun con su propia esposa en determinados asuntos. Habría sido absurdo arriesgar la estabilidad de su hogar inmiscuyéndose en algo a lo cual sólo la unían lazos sentimentales.

    León se labró su propia ruina. Ahora, cuando analizaba las debilidades de su ex amante con la perspectiva y serenidad otorgadas por el tiempo, las veía con nitidez. León era un idealista romántico siempre presto a combatir al lobo, pero sin tomar precauciones antes de atacar. Quizá poseyera algunas de las cualidades atribuidas a los antiguos héroes. Pero la época de los héroes pertenecía al pasado: integraba la mitología de los actuales tiempos, porque ahora la colectividad no necesitaba del heroísmo de nadie. Aunque estuviese ocurriendo en el gobierno cuanto los revolucionarios presumían, tarde o temprano la engañifa quedaría al descubierto; si hasta ahora se mantuvo oculta fue por una simple razón: nadie, exceptuando a los rebeldes, estaba demasiado descontento con el régimen. Lo cual no implicaba por cierto que «todo estuviese maravillosamente en el mejor de los mundos posibles»; pero dentro del perenne esfuerzo de la raza humana por alcanzar la perfección, el camino parecía bueno.

    Tampoco olvidaba Tamara que durante su juventud jamás cultivó una filosofía tan conformista, y muchas veces se rebeló contra las cosas establecidas, muchas de las cuales permitían abusos y atropellos. Pero sin duda que la humanidad estaba logrando un cierto grado de madurez media. Subsistían los inmaduros, aquellos que se empeñaban en seguir siendo niños, pero sin formar mayoría. León tal vez fuese uno de ellos.

    Dentro de la cápsula, de base circular y techo cónico, provista de ventanillas por donde penetraban los rayos del sol como barras de metal fundido, los astronautas fueron atados por el técnico a las sillas de viaje. Luego el guía abandonó el estrecho recinto, y por una pantalla de televisión los astronautas vieron alejarse la torre del ascensor, quedándose el cohete como un aislado monolito dentro de la vasta llanura de hormigón.

    —Estos son los momentos más emocionantes —comentó Rodolfo, eufórico—. ¿Estás nerviosa?

    La voz impersonal contaba los segundos:

    —... tres, dos, uno, cero.

    Con gran lentitud el cohete empezó a separarse de la nube de fuego generada por sus toberas. Tamara sonrió. ¿Qué pretendía el hombre con todos aquellos subterfugios? ¿Engañarse a sí mismo? ¿Acentuar lo ilusorio de la vida, y convertirla mediante los títeres y la tecnología en un continuo sueño? No obstante aquel despliegue de ardides aparentemente infantiles, Tamara intuía, a veces, que algo monstruoso se agitaba en el trasunto de la historia humana. Quizá León no fuese tan loco. Quizá los revolucionarios no anduviesen tan descaminados. Quizá el ministro de Justicia fuese... ¿Quién era el ministro de Justicia? Ni él mismo lo sabía, según Rodolfo. Y así lo pensaba la propia Tamara. Pero evidentemente alguien dentro del gobierno debería conocer al original que conducía el títere del ministro.

    Cuando Tamara llegaba a esta parte de sus reflexiones, se sentía acometida por una especie de relajamiento psíquico, que le impedía seguir ahondando en su búsqueda. ¿Para qué? ¿Ganaría algo el día que llegase a despejar la incógnita, si es que alguna vez lo lograba?

    Quizá fuese preferible seguir explotando el inagotable filón de ilusiones de la vida humana, y no enredarse en disquisiciones inútiles.

    El cohete, ahora en lo más alto de su trayectoria balística, permitía a los viajeros disfrutar de la ausencia de gravedad durante el corto período en que la cápsula, libre del empuje, describía una amplia parábola antes de empezar su caída. Abajo el gran parque de diversiones dormitaba acoquinado por la resolana, achatado como una maqueta de vivos colores. Allí, en esa cima, uno se convertía en el dueño del mundo o, por los menos, se hallaba en paz con él. Tal como la vida: el cohete empieza con el ímpetu propio de la juventud, consumiendo en poco tiempo la mayor parte de su energía —la primera etapa—, para entrar luego en la plenitud de su viaje, donde disfruta del esfuerzo anteriormente desplegado —la madurez—, y declina y comienza su inexorable camino hacia la muerte, como la cápsula de viaje que pronto caería irremediablemente atraída por la gravedad, la cual como la vejez empuja al hombre hacia su fin, convirtiendo la medicina y la terapéutica en algo menos que el paracaídas que permite a la cápsula tocar el suelo con relativa suavidad.

    Antes de Tamara, la vida de Rodolfo transcurría insulsa, vacua. Pero siempre eludió un enfrentamiento consigo mismo.

    La mujer y el niño vinieron a encauzar su existencia, a iniciar una etapa de valorización de sí mismo. Alumno gris durante los estudios, su mediocridad fue acentuada por compañeros brillantes que nunca dejaron de acompañarlo. Aquellos genios potenciales, engreídos y fatuos, contribuyeron en gran medida a empequeñecerlo. Porque el hombre de éxito lo acapara todo: honores, primeros puestos, la admiración de las mujeres. Perdió su primera novia a manos de una de esas lumbreras. De allí nació su timidez con las mujeres. Llegó a odiarlas cordialmente. Su vida solitaria le dio fama de apocado y torpe. Pero terminó sus estudios y, hallada una ocupación decente, empezó a hacer carrera.

    Tampoco descollaba en su vida profesional. Lo postergaron, lo humillaban jefes irritables, y era cambiado de puesto sin siquiera consultarle previamente su parecer. Y aunque vio cómo varios de sus geniales compañeros de estudios se iban eclipsando hasta el extremo de nunca volver a verlos ni oírlos mencionar, siempre le salía al encuentro, truncando sus ambiciones, alguien de mayor talento. Quizá ése fuera el destino que nunca lo abandonase a lo largo de su vida: verse siempre desplazado por tipos brillantes. Sin embargo, aunque a trastabillones, logró una situación estable, superior a la de muchos de los superdotados que conociera en su juventud. Pero la colectividad se deja deslumbrar con facilidad por las estrellas fugaces, relegando a segundo término a tipos que, si bien no tan espectaculares, ofrecen por lo menos la garantía de un rendimiento medio constante. Y así, cuando volvía a dejarse consumir por las frustraciones, apareció Tamara.

    Como todo desesperanzado, que por inercia se hunde cada vez más en la desesperanza, oponiendo una terca resistencia a quienes le tienden la mano, quiso al principio alejarse de Tamara. Más aún al enterarse de los amores de Tamara con León, porque la idea que ella hubiese sido amante de una de esas lumbreras que tanto le hicieran padecer lo llenaba de furor. Y aunque logró superar este aspecto del asunto, siempre cultivó un sordo rencor contra el ex diputado, rencor reactivado al notar la mal disimulada preocupación de Tamara al enterarse de la captura y encarcelamiento de León. Rodolfo poseía una gran sensibilidad para captar esas casi imperceptibles reacciones de las mujeres cuando se les menciona a un ex amante. Un brillo desusado en la mirada, una levísima alteración en el tono de voz, una respiración ligeramente anhelosa, todo cuanto hace recordar una vida íntima, saturada de secretos placeres nacidos de la realización de un amor pleno. Porque Tamara no permanecía fría ante el destino de León, sino que trataba de revestirse de una hipócrita indiferencia. Odiaba a León. Y al verlo ahora derrotado experimentaba la placentera sensación de, por lo menos, que el destino le daba la oportunidad de vengar en León todas las amarguras y frustraciones sufridas por culpa de los individuos brillantes. No descansaría hasta verlo convertido en un ente desvinculado por entero de su existencia anterior, es decir, en un renacido.

    Sus funciones en el Ministerio de Justicia le permitían estar en contacto periódicamente con el enigmático ministro. Y el títere había empezado a distinguirlo. ¿Por qué? Rodolfo lo ignoraba, pero no parecía raro que una vez en la vida al menos le tocase un jefe comprensivo, el cual supiese valorizar su trabajo. Ascendió rápidamente, ganando en poco tiempo más grados que los obtenidos desde los comienzos de su carrera, hasta llegar a su actual cargo de jefe coordinador entre la policía técnica y los Tribunales de Justicia. No se trataba de un puesto de especial jerarquía, pero sí lo suficientemente representativo como para dejarlo satisfecho. Ahora las mujeres se fijaban en él, y aunque trataba de mantenerse fiel a Tamara, pronto descubrió que es posible correr agradables aventuras sin herir a nadie. Reflexionaba también —como una justificación de sus pequeñas infidelidades— que, habiendo sido Tamara una pieza importante en la consolidación de su personalidad, nada influyó en el éxito de su carrera, porque el ministro de Justicia de todos modos lo habría distinguido.

    Se sentía en paz con Tamara. La idea que su mujer, ex amante de uno de esos intolerables hombres de talento, lo hubiese ayudado a superarse le hacía sentir una cierta inferioridad. Ahora confiaba plenamente en sí mismo: no fue por un azar que el ministro de Justicia se percató de sus merecimientos, sino porque los tenía. Era acreedor a una recompensa después de una vida tan llena de penurias y privaciones. Así es que no vaciló en compensarse de sus padecimientos gozando de las más bellas y jóvenes funcionarias de su dependencia, sino también tratando duramente a los presumidos que, aureolados con la fama de talentosos, venían a ocupar cargos bajo sus órdenes. Si algún día Tamara llegaba a enterarse de esas cosas, le hablaría francamente. Si comprendía, bien; de lo contrario, ¡qué le iba a hacer!

    Y ahora se le presentaba la oportunidad de desquitarse de León. Supo que el gobierno buscaba una persona conocida del revolucionario para poder tenderle una celada. Y Rodolfo recordó a un antiguo compañero de Tamara, el cual, además, mantenía una cierta amistad con León. Se trataba de un individuo de quien nadie podría sospechar. Fue a hablar personalmente con el ministro, para exponerle su idea. El títere lo escuchó en silencio, sin hacer comentarios, limitándose a preguntarle cómo había conocido a esa persona. Le explicó él que por intermedio de su mujer, a quien el ministro conociera en reuniones oficiales. El ministro le clavó sus ojos de cristal, pero su rostro sintético permaneció impasible. Grande fue su satisfacción al ver cómo el ministro seguía su plan. Elías —que fuera camarada de laboratorio con Tamara—, intimidado por la policía política, tuvo que prestarse para la maniobra.

    Y así fue como se produjo el encuentro callejero de León con Elías, y la casual pasada por allí del agente secreto. León cayó en la trampa. Nadie, excepto el ministro, se enteró de la participación de Rodolfo en la captura del revolucionario: no quería arriesgarse a ser víctima de una venganza. Esperaba un nuevo ascenso por su colaboración. Pero nada ocurrió. Decepcionado, se percató que el ministro no parecía darle una gran importancia a su ayuda. Pero se consolaba con el hecho de haberse desquitado del ex amante de Tamara.

    Los astronautas regresaron al lugar donde debían despojarse de sus títeres. Tamara siguió silenciosa, como sumida en melancólicas reflexiones. El paseo no había logrado entusiasmarla. Las mujeres son así: incomprensibles. Lo mejor es no hacerles caso. Si él, Rodolfo, desde su juventud hubiese practicado tan sana política, se habría evitado innumerables amarguras y desencantos.


    VI

    Un sexto títere apareció en el refugio cuando los conjurados, terminada la secreta sesión, se disponían a partir. El recién llegado permaneció un momento de pie junto a la mesa, examinando los oscuros rincones de la habitación, y comenzó a hablar con el tono característico de quien se sabe poseedor de un gran secreto. Sus largos miembros y prominente nariz hacían recordar a un fantoche de utilería. Sus mismos gestos eran desiguales y grotescos. Al cabo de muchos circunloquios que terminaron por irritar a los demás, largó su secreto:

    —El ministro de Justicia es un títere.

    Luego de un breve silencio —despertado por su revelación— estallaron exclamaciones de sorpresa y escepticismo.

    —Un renacido, ¿entienden? No era un secreto mantenido por disposición oficial, y por eso mismo pudo permanecer tanto tiempo en el misterio. En nada cambia esto la situación de León ante la ley. Pero al menos sabemos que no ganaremos nada destruyendo el títere del ministro.
    —Pero, ¿quién es el original, entonces?
    —Ese es un secreto que se mantiene en forma absoluta.

    El títere siguió su relato, adornándolo con mil rodeos e inútiles aderezos, como para valorizar así sus revelaciones. Todo lo supo por intermedio de una muchacha, funcionaria del Ministerio de Justicia, con la cual mantenía una estrecha amistad, y que a su vez fuera la esporádica amante de un tal Rodolfo. Este individuo, que gracias a la amistad y protección que le dispensaba el ministro, había conseguido hacerse una rápida carrera después de permanecer años en el anonimato, fue quien más contribuyó a la caída de León.

    —¿Por qué decían que el ministro acudía a veces de cuerpo presente a las recepciones oficiales? —preguntó Jorge.
    —Eso forma parte del maquiavelismo oficial, simplemente. Como todo el mundo trata al ministro como a un hombre de carne y hueso, y a nosotros sólo ahora último se nos ocurrió la idea de asesinarlo, no es raro que nunca antes hubiésemos intentado conocer la verdad. Nos preocupaba la función, no el hombre. Que utilizase o no un títere, era secundario para nuestros planes.
    —Debemos averiguar qué hacía el ministro antes de ahora. Eso puede servirnos.
    —Algo alcancé a saber yo —exclamó el títere, dramático—. Hace una semana que estoy haciendo averiguaciones. Ese Rodolfo se ha convertido en un pozo de oro. Mi amiga lo conoce muy bien. Está casado con una mujer que se llama Tamara. ¿Les suena ese nombre?
    —¡Tamara! ¿No se llamaba así una antigua amante de León?
    —Exactamente, señores: también a mí me sonó el nombre. Poco me costó comprobar que ella es efectivamente la amiga de León.
    —¿Será la culpable de todo?
    —También pensé lo mismo al comienzo. Pero Tamara hace años que no veía a León, y se separaron en buena armonía. Sin embargo hay un detalle que me hace dudar de su inocencia: Elías, ese amigo de León por intermedio del cual conocimos al miembro de la policía política, fue compañero de trabajo de Tamara.

    Las exclamaciones de los revolucionarios arrancaron ecos del refugio. El títere, imponiendo silencio con un gesto teatral, prosiguió:

    —Sí, señores. Resumiendo: Tamara, que fuera amante de León, es en la actualidad la esposa de ese tal Rodolfo, el cual por razones desconocidas se ha ganado los favores del ministro. Elías, que conocía a León cuando éste era amante de Tamara, fue quien proporcionó el dato fatal a nuestro amigo. ¿No es como para pensar que todo fue una trampa preparada a conciencia por el gobierno para pescar a León? Rodolfo o Tamara, o ambos de mutuo acuerdo, y por instrucciones del gobierno, usaron a Elías para perder a León. Nuestro próximo paso fluye por sí mismo, y no lo podemos dilatar, aun a riesgo de exponernos.

    La gota de agua, a lo lejos, puntualizó la aseveración con su húmeda sonoridad.

    —Sí —dijo Jorge—. Necesitamos interrogar a Rodolfo, Elías y Tamara. ¿Es eso lo que sugieres, Alfredo?

    A León ya no le preocupaba la inminencia de su ajusticiamiento. Las estrellas empezaban a pestañear en un cielo negro. Quizá fuese el último crepúsculo que el prisionero viera antes de su ejecución. No volvería a ser León, con todo cuanto de brillante y mísero dicho nombre implicaba. ¿En qué se convertiría en un futuro próximo? ¿Qué personalidad habrían escogido sus enemigos para hacerlo renacer? Había sido engañado por Elías. ¿Y Tamara? No: imposible que ella fuese capaz de semejante felonía. Pero no así su marido: Rodolfo, ese retorcido funcionario del Ministerio de Justicia, a quien conociera de referencias cuando se enteró del matrimonio de Tamara. La esencia de la mediocridad. ¿Cómo Tamara, siendo tan inteligente, pudo enamorarse de ese tipo?

    Porque Tamara tenía un punto débil: creerse predestinada a levantar hombres caídos. Siempre se sintió atraída por aquellos individuos que cruzaban por algún período álgido, que estaban a punto de frustrarse. Tamara, como la madre primordial, ofrecía a los desamparados su regazo para que hundieran allí el rostro y evitasen las mil caras espantables y deformes de la realidad. El jefe de su laboratorio, por ejemplo, y otros anteriores a él, así lo demostraban. León vino a constituir una excepción, y quizá por eso mismo sus relaciones se enfriaron tan rápidamente. Porque también Rodolfo, de acuerdo con lo que sabía León, era un individuo fracasado, de insignificante personalidad.

    Pero Tamara cometió un error al empeñarse en la conquista de un hombre que, al revés de sus otros pretendientes, carecía de inteligencia o de las cualidades intelectuales que tanto la atraían. Tal vez en aquel mediocre quiso resarcirse de todos sus anteriores fracasos: una vez más trató de ser la madre capaz de aliviar los padecimientos del desamparado. Sin duda Tamara vio realizados sus sueños en Rodolfo: reconstruyó la personalidad del apocado funcionario, y lo hizo superarse y salir del marasmo que lo estaba consumiendo. Pero León tenía la certeza que a Rodolfo le faltaba la suficiente sensibilidad como para valorizar todo cuanto le debía a Tamara. Por una simple asociación de ideas León sabía ahora cómo fue planificada su captura. Porque a través de Elías se enteró del matrimonio de Tamara con Rodolfo, y conoció algunos aspectos de la personalidad del marido de su amiga. Tamara, que tanto valorizaba la lealtad, nada debió ocultarle a Rodolfo sobre su pasado, y quizá al enterarse éste de las relaciones de su mujer con León, debió cultivar un secreto odio contra él —reacción común en las personas mediocres—, inquina activada además por el mismo hecho de ser León un enemigo del gobierno.

    La puerta de la celda se abrió, y León no pudo evitar un sobresalto. Estaba recostado en su lecho, entrecerrados los ojos mientras dejaba vagar sus reflexiones. Llegaba la hora cero. Se incorporó con lentitud. Un títere guardián, con su inexpresivo rostro, le hizo un enérgico gesto desde el umbral. León, recuperándose con un esfuerzo de su momentánea debilidad, echó un vistazo a la habitación donde permaneciera confinado catorce días, y siguió a la impertérrita figura. Otros dos títeres aguardaban afuera.

    Precedido por el guía, y flanqueado por los otros dos, avanzó por el oscuro pasadizo. Sabía dónde quedaba la lavadora, aquel verdugo mecánico que en diez minutos lo transformaría en un pelele sin recuerdos ni pasado, en una masa de plasticina que bajo los dedos del Estado Hacedor adquiriría cualquier forma, convirtiéndose en un renacido al cual la colectividad pragmática no tardaría en sacar provecho. Al final del pasaje, en una oscura rotonda, se abría la puerta de un ascensor: en los sótanos del presidio se encontraba el patíbulo.

    Pero al introducirse en el vehículo salió de su error: comenzaban a subir.

    Pero Tamara conocía a Rodolfo: no se equivocaba sobre la verdadera dimensión humana y espiritual de su marido. Y sabía que Rodolfo, al cabo de tantos años de vida insignificante, privado de todo cuanto un hombre mediocre se cree merecedor —aunque sin saber precisar los motivos, porque sus aspiraciones nacen de su eterno compararse con los mejor dotados, en forma unilateral, por cierto—, se había lanzado, cuando se hubo sentido dueño de sí mismo, en una verdadera campaña de «reivindicación» de su hasta entonces vacua existencia. Seguramente la engañaba con otras mujeres. Le sobraban oportunidades: su cargo dentro del Ministerio de Justicia lo convertía en un personaje influyente, a quien debía halagarse para tenerlo grato. Pero Tamara contemplaba todo aquello con su acostumbrada filosofía.

    Porque Rodolfo era su obra. Y nunca ignoró qué le ocurriría cuando liberase su personalidad. Tamara fue para Rodolfo el carcelero que, en un rapto de generosidad, abre las puertas de la prisión y libera al condenado. Todo verdadero bienhechor jamás juzga los actos posteriores de su protegido. A Tamara le ocurrió lo que a todo creador: su obra se había independizado de ella y empezaba a vivir por sí sola. No obstante, ella cultivaba la esperanza respecto a que la euforia reivindicatoria de Rodolfo no durase mucho; pronto comenzaría a normalizarse, y quizá entonces encontrasen ambos la verdadera felicidad.

    Porque ella, como verdadero Hacedor, tenía el poder para derribar a su criatura del pedestal donde la colocase y hundirla definitivamente en las tinieblas. El solo hecho que Rodolfo se enterase de los verdaderos motivos de su encumbramiento dentro del Ministerio de Justicia, atribuido por él a un azar afortunado, bastaría para destruir sus ilusiones. Porque el ministro, espontáneamente, guiado quizá por su antiguo afecto hacia Tamara, o siguiendo algún desconocido impulso, tomó a Rodolfo bajo su protección. Pero no quedaba duda del hecho que lo hizo porque se trataba del marido de Tamara. En nada contribuyó Rodolfo a la construcción del mundo que habitaba. Y de ese espejismo nació su personalidad.

    Pero aparte de estas consideraciones existía un motivo más poderoso para justificar la actitud contemporizadora de Tamara: su hijo Filipo. Por él y su futuro Tamara renunciaba a lo que más esperaba de la vida: encontrar a un hombre que supiera comprenderla. Quizá si hubiese persistido junto a León, de haber tratado de ajustarse a una personalidad tan diferente de la suya, habría conseguido la felicidad, aunque la vida azarosa del político la hubiese tenido en una perpetua tensión. Sin embargo, no estaba arrepentida. Aunque ya no amaba a Rodolfo, le tenía un particular cariño. Su sentido de la justicia le permitía perdonar sus debilidades; ella tuvo una vida sentimental plena, libre de inhibiciones; ¿cómo negarle entonces a Rodolfo la posibilidad de correr las aventurillas que todo hombre normal vive durante su juventud?

    Ante sus ojos se desplegaba el Parque Municipal. Allí acudía todas las tardes para que su hijo pudiese jugar con otros niños de su misma edad. En torno a una lagunilla rodeada de césped los chicuelos, corriendo y gritando, formaban grupos que de pronto se deshacían como bandadas de avecillas en pleno vuelo. Los gritos infantiles se esparcían por el prado, surgiendo tras los arbustos o de los troncos añosos de los grandes árboles perennes, trizando apenas la quietud de la tarde estival. Un hombre surgió del otro lado de la laguna, y luego de rodearla por la izquierda, detuvo a un chicuelo que corría. Pronto llegaron los demás pequeños. Tamara vio como el desconocido se dirigía a su hijo y le preguntaba algo. Un presentimiento la sacó de sus ensueños. Su hijo la señalaba a ella, que estaba sentada a la sombra de una paulonia. El individuo vino hacia ella. Solamente cuando estuvo cerca descubrió que era un títere de rostro largo, tez oscura y sombrero hundido hasta las sienes. Se detuvo a unos dos metros de Tamara y, el semblante troquelado con una hierática expresión, le habló con rapidez:

    —Necesito que me conteste algunas preguntas con absoluta veracidad. No se asuste. —Los ojos azules del títere (los lentes de una cámara televisora) no se apartaban del rostro de Tamara. No lejos de allí dos mujeres conversaban animadamente, sentadas en un banco bajo la estatua de un efebo, ajenas a cuanto pasaba en los alrededores—. ¿Qué participación tuvo usted en la captura de León? No trate de mentirme.
    —¿Yo? Ninguna —Tamara, tomada de sorpresa, abrió los ojos—. Absolutamente ninguna. ¿Por qué?
    —Porque sabemos que su marido fue uno de los que planificaron el golpe.
    —¿Rodolfo? Es imposible... ¡Ustedes están equivocados! —Un muro se derrumbó delante de Tamara: por su mente desfilaron en forma retroactiva varias imágenes que una vez empezaron a esbozarse en su imaginación, pero las cuales desechara por fantásticas; ahora las palabras del títere, junto con reactualizarlas, las hacían inteligibles.
    —Su esposo se valió de un tal Elías, antiguo colega de trabajo, para engañar a León. Por eso sospechamos de usted.

    Nubes blancas, henchidas como el velamen de un barco, se desplazaban por el horizonte. Por todas partes parecían asomarse burlonas caretas que la observaban.

    —¿Elías? No... No entiendo.

    En breves palabras el títere le narró la captura de León. Tamara solamente conocía la versión oficial, pero ignoraba la suplantación del policía y, también, que todo hubiese sido planeado por el propio gobierno. Cuando el títere hubo concluido, Tamara sintió un relajamiento intelectual y físico, como si durante los últimos días hubiese vivido oprimida por mil y una sospechas inconscientes, las cuales nunca llegaron a materializarse, como los detalles del fondo de una fotografía que, para destacar el primer plano, aparecen semiborrados. Permaneció con los ojos fijos en un punto remoto del espacio, mientras su rostro se revestía de una total indiferencia.

    —¿Qué piensan hacer? —preguntó en un tono vacuo, como si todo lo escuchado perteneciese a un pasado remoto.
    —Tomaremos nuestras medidas —replicó el títere, que seguía inmóvil en el mismo lugar—. En consideración a su antigua amistad con León, le hemos dado esta oportunidad de defenderse. Una última pregunta. ¿Usted conocía de antes al ministro de Justicia?
    —Sí —replicó ella en un susurro.
    —¿Qué hacía entonces?
    —Era funcionario de Identificación. Creo que después ascendió a jefe. Es todo lo que sé de él.
    —¿No sabe quién es su original?
    —Lo ignoro. Solamente sé que es un renacido.

    El títere dio media vuelta, cruzó el parque por donde viniera y, sin detenerse ahora junto a los niños que correteaban, desapareció tras un tamarindo. Tamara lanzó un prolongado suspiro. Hizo un esfuerzo por incorporarse. Pero volvió a dejarse caer en el banco: se sentía vieja y cansada. Con débil voz llamó a su hijo, que pasaba junto a ella, y el chico, encendidas las mejillas, el pelo cobrizo pegado a las sienes con la transpiración, corrió hacia Tamara tendiéndole los brazos.

    Tamara lo estrechó con fuerza, sintiendo que sus energías renacían al contacto del cuerpecillo tibio.


    VII

    El rostro del ministro no reflejó el interés que la noticia le produjo. Desde su escritorio atestado de papeles, fijó la vista en el jardín ya hundido en el crepúsculo, como si sus ojos artificiales pudiesen captar algo interesante en aquel conjunto de siluetas.

    —¿A qué hora fue?
    —Hace más o menos una hora —replicó su informante desde el fonovisor—. En ambos casos dejaron mensajes para que no se persiguiese a inocentes.
    —Sigan investigando. Ya pensaré en una manera de ayudar a esa gente.

    No valía la pena continuar disimulando. Llamó a Tamara. La mujer lo escuchaba con la naturalidad que se le dispensa a un antiguo amigo, al cual nunca se ha dejado de tratar. A su vez le contó su entrevista en el parque con el títere.

    —Por mi hijo, no quisiera que Rodolfo muriera asesinado.

    El terror impedía a Rodolfo recapacitar en los últimos acontecimientos. Confusamente recordaba su casual encuentro con María, una secretaria del Ministerio con la cual corriese una corta aventura un tiempo atrás. Entonces la muchacha tuvo un comportamiento frío, como si quisiera demostrarle que accedía a salir con él sólo porque se trataba de un jefe. Pero ese día la volvió a topar en uno de los pasadizos del Ministerio, y cuando observaba su silueta de muchacha en plena adolescencia, la joven le sonrió como nunca antes la viera sonreír cuando se dirigía a él. De inmediato concertaron una entrevista para la tarde.

    María vivía en un barrio apartado, en el último piso de un edificio rodeado por decenas de otros similares, en medio de prados mal tenidos, salpicados con las manchas marrones del césped reseco y por desperdicios, todo lo cual reflejaba la escasa preocupación municipal por atender aquel sector. La muchacha le aseguró que esa tarde estaría sola, pero sus placenteras esperanzas duraron poco: al abrirse la puerta del apartamento no fue María quien lo recibió, sino dos títeres que, con rapidez y en silencio, lo ataron de pies y manos, le colocaron una mordaza y le envolvieron la cabeza con un impenetrable capuchón. Convertido en un fardo, fue transportado en vilo hacia lo que debía ser la terraza del apartamento. Llegó a sus oídos un zumbido apagado: sin duda, el rotor de un aerocoche. Lo metieron en el vehículo sin miramientos. Durante el trayecto, que duró algo así como un cuarto de hora, le fue imposible ordenar sus ideas. Presentía el origen del golpe. En medio del pánico, sólo atinaba a maldecir su ocurrencia de haberse metido contra los revolucionarios.

    El aerocoche tocó tierra. Lo sacaron en peso de allí, le ataron una cuerda a la cintura, y, suspendido en el vacío, intentaba vanamente materializar su horror en un alarido. Su cuerpo, que se balanceaba suavemente mientras descendía, tocaba las paredes de lo que tal vez fuese un estrecho conducto. Por último sus pies pisaron tierra de nuevo, cuando se hallaba a punto de desvanecerse. Férreos brazos lo condujeron en silencio hasta un dialogar que arrancaba lóbregos ecos. Lo tiraron sobre un asiento duro, frío, y de un golpe le arrancaron la tela que le envolvía la cabeza. Estaba en una habitación de techo combado y muros grises, refulgentes de humedad, apenas iluminada por una lamparilla portátil inserta en una pared. En el centro, varios títeres permanecían sentados en torno a una mesa circular, conversando de algo que su terror le impedía comprender. Los conjurados no parecieron percatarse de su llegada: ni siquiera dieron vuelta la cabeza para examinarlo. Los títeres que lo condujeran hasta allí se retiraron. Sólo entonces Rodolfo notó que había alguien sentado junto a él, en el mismo banco de concreto: otro hombre, atado también, lo miraba con los ojos desorbitados: Elías.

    —Bien, señores. —Sin moverse de su sitio, el títere que parecía presidir la reunión les dirigió la palabra—: De un momento a otro León, uno de nuestros jefes, será ajusticiado en la penitenciaría política del Estado. Tenemos pruebas suficientes para responsabilizarlos a ustedes dos de esta desgracia. Le propondremos al gobierno canjearlos por nuestro compañero. Si no aceptan, ustedes morirán.

    La transpiración daba al rostro de Rodolfo un raro brillo bajo la luz mortecina de la lámpara. Abatido, hundió la barbilla en el pecho y se quedó mudo, incapaz de articular palabra, lo mismo que Elías. Los conspiradores, en silencio, observaban a los prisioneros como los jueces de un tribunal inquisidor.

    La gota de agua, no lejos, marcaba el tiempo con la regularidad de un péndulo.

    León, ahora en un aerocoche, custodiado siempre por sus guardianes, se alejaba de la penitenciaría. Los contrafuertes cordilleranos, arrugados y con crestas dentadas, parecían en el anochecer bestias prehistóricas descansando de la diaria jornada. Las cumbres nevadas, a lo lejos, rielaban bajo el fulgor estelar como sudarios tendidos en la noche. No iban hacia la ciudad, cuyo domo blanquecino iluminaba el oeste. ¿Dónde lo conducían? Por alguna decisión de última hora, quizá hubiesen decidido ajusticiarlo en otro recinto. Pero León no temía por su integridad física.

    Abajo, entre los campos labrantíos, a los pies del macizo andino, brillaban las luces aisladas de casas campesinas. Allí, en medio de la paz y quietud del atardecer, la gente se disponía a descansar, sin el temor a un desagradable despertar, como él. ¡Qué delicia hallarse en el jardín de una casa de campo, respirando el aire fresco del atardecer, sintiendo en el rostro el soplo de una brisa, y viendo en lo alto la nitidez de las estrellas hundidas en un cielo vertiginoso! Nunca volvería a gozar de tan placenteros momentos. Cada vez se aproximaba más a su desconocido destino.

    El aerocoche comenzaba a descender en el jardín de una gran casa de campo. Se distinguía el espejear de una piscina que descansaba en medio de un vasto prado, rodeado de luminarias. El aerocoche tocó tierra no lejos de la pileta, frente a la residencia de un piso que se extendía con sus ventanales iluminados a todo lo ancho del parque. Macizos de flores descansaban en la oscuridad, esparciendo por el amplio jardín un suave aroma.

    León, flanqueado por sus guardias, fue conducido a la casa. Cruzaron un vestíbulo artesonado, se metieron por un pasillo iluminado suavemente, cubierto de una gruesa alfombra, y por una puerta del fondo, después de bajar una escalera, llegaron a una pequeña habitación que debía ser una sala de música a juzgar por los equipos y parlantes simulados en los rincones. Los guardianes cerraron la puerta, dejando a León solo en el saloncillo.

    El prisionero examinó los muebles confortables, las estanterías repletas de cintas magnetofónicas, y dio algunos pasos sobre la mullida alfombra. A pesar del silencio y la soledad, tenía la sensación que cada uno de sus actos era observado. Tomó asiento en un sillón, y se quedó allí arrellanado cómodamente, aguardando el desenlace de su singular situación.

    —Le habla el ministro de Justicia. —La voz surgió de algún parlante oculto: mesurada, parecía llenarlo todo con su particular timbre—. Lo han traído aquí por órdenes mías. Seré breve: sus amigos han capturado a dos personas que nos gustaría recuperar vivas. —Los ojos incógnitos, mediante alguna cámara televisora, no cesaban de escudriñarlo—. El gobierno estaría dispuesto a concederle la libertad a cambio de esas personas.

    Cuando un hombre que espera ser ejecutado de un momento a otro escucha una proposición semejante, le es difícil sustraerse a la particular emoción del resucitado. Todos aquellos temores que, mediante un gran esfuerzo de voluntad, mantuviese amordazados hasta ese momento, se alinearon frente a León en la pequeña pieza. Se le secó la lengua. ¿Sería alguna nueva triquiñuela del gobierno? Las dudas le hicieron recapacitar.

    —¿Quiénes son esas personas?
    —Debe limitarse a aceptar o rechazar mi proposición. Es una gran oportunidad que se le presenta de eludir el patíbulo. Tiene un minuto para resolver.

    Sesenta segundos. No podía ser sino una trampa. Los revolucionarios quizá habían logrado asestar un golpe trascendental con la captura de esas personas. De lo contrario el gobierno no hubiese corrido el riesgo de dar un paso así. Se hallaban en juego los ideales por los que luchara desde su juventud. Tal vez los sediciosos estaban a las puertas del triunfo. Si aceptaba la transacción, quizá todo se malograse. ¿Y si los revolucionarios ignoraban la importancia que sus prisioneros representaban para el régimen? Dentro de un sistema político caracterizado por la simulación y el sigilo de cada uno de sus actos, nadie sabía a ciencia cierta quiénes eran los personajes fundamentales del gobierno. Ahí estaba la clave de la proposición del ministro: los rebeldes, sin sospecharlo, dieron un golpe de incalculables proyecciones. Necesitaba advertirles, aunque fuese el último acto de su vida.

    —¿Cómo se formalizaría la transacción?
    —Usted llama a sus amigos, los pone en antecedentes de nuestra oferta, exigiéndoles de paso una absoluta reserva (hable solamente con alguien de su confianza), y en el lugar donde ellos indiquen se efectuará el canje.
    —Conforme.
    —En una pantalla que se encuentra a sus espaldas se mecanografiará su conversación con los rebeldes. Esta se interrumpirá en forma automática si usted trata de salirse del texto, ¿entendido?

    Asombraba la brusca proposición del gobierno. Y más aún al considerar que los revolucionarios pensaban hacer lo mismo: el gobierno simplemente les ganaba el quién vive. Pero Jorge, al revés de León, conocía los probables motivos que guiaban la oferta del ministro de Justicia. Su suspicacia no se despertó como la del prisionero. Por otra parte, ninguna personalidad cuya vida revistiese especial trascendencia para el gobierno hubiese sido tan fácil de capturar. Jorge creía ver allí solamente el aprecio del ministro por Tamara. La revolución comenzaba a mostrar una columna vertebral. Hasta ese momento los actos de los conspiradores fueron poco menos que vagidos, ante los cuales el gobierno se limitó a encogerse de hombros. Pero ahora la revolución tomaba un camino definido. Por una parte, la repentina e imprevista decisión del ministro de Justicia de canjear a León por los dos prisioneros, es decir, precisamente lo que los conspiradores querían. Un paso así revelaba una debilidad en el enigmático ministro de Justicia. Por otra parte, las confesiones de Tamara en el parque aportaron una pista valiosa a los sediciosos: rastrear en el pasado desconocido del ministro. Así tal vez llegasen pronto a conocer al misterioso conductor del títere, acto que adquiría a los ojos de Jorge mil veces más importancia que recuperar a León. Una rápida visita efectuada por los sediciosos a la Central de Identificación reveló que no existían huellas del paso del ministro por allí. Pero no importaba: pronto se reencontrarían los rastros del escurridizo personaje.

    El canje se efectuaría en una aislada meseta cordillerana, a las diez de la noche de ese mismo día. El lugar propuesto por los revolucionarios fue aceptado sin comentarios por el gobierno. De acuerdo con las instrucciones impartidas por el ministro a través de León, Rodolfo y Elías debían ser entregados con las cabezas cubiertas por capuchones. Un títere policial verificaría personal y previamente la identidad de los prisioneros. ¿Por qué esta precaución? A Jorge le causaba un secreto y confuso desconcierto el cumplimiento de aquella formalidad, pero carecía del tiempo material para buscar una explicación adecuada. El hecho que detrás de todas aquellas maniobras se escondiese la secreta amistad que unía a Tamara con el ministro, dejaba intuir vagamente varias explicaciones, aunque ninguna lo suficientemente racional como para tranquilizar a Jorge. Existía la posibilidad, por ejemplo, que se tomase aquella medida para mantener en secreto la identidad de los prisioneros ante los demás integrantes del gobierno; el agente encargado de comprobar la identidad podría ser un individuo de la absoluta confianza del ministro. Porque políticamente parecía desorbitado canjear personas tan insignificantes como Elías y Rodolfo por un revolucionario de las credenciales de León. Quizá allí se hallase la respuesta.

    El aerocoche del gobierno se encontraba en la desolada meseta cuando arribaron los conspiradores. El frío reptaba sobre la planicie rocosa, acentuado por las largas y periódicas ráfagas del viento que, al escudriñar los cañones cordilleranos, aullaba con la voz lejana de perros hambrientos. El cielo, cubierto por espesas nubes, no permitía distinguir detalles sino mediante el uso de la luz. Era difícil que alguno de los bandos intentase una jugarreta: las únicas vidas puestas en peligro con alguna maniobra sorpresiva serían las de los prisioneros. Porque todos los demás que se habían dado cita aquella noche en la meseta eran simples títeres.

    Los rotores de ambos aerocoches siguieron girando. Del vehículo policial bajó un títere que, iluminado por un haz áureo, se dirigió hacia los rebeldes, y, levantando el capuchón de cada uno de los prisioneros, cuidando siempre de mantener interpuesto su cuerpo entre éstos y los demás policías, verificó su identidad. Retrocediendo un paso, hizo una seña a sus compañeros y, flanqueado por dos títeres, avanzó León, cuyo rostro permanecía en las sombras. Otro haz de luz surgió del coche rebelde, y los revolucionarios pudieron identificar el semblante demacrado de León. Una gran excitación se reflejaba en el rostro del prisionero. Cuando el trío hubo llegado a tres metros de los sediciosos, se detuvo: llegaba el momento del canje. Pero la voz de León, trémula, rompió el hasta entonces tácitamente mantenido silencio que reinaba en la colina:

    —¡No los suelten! ¡Son vitales para el gobierno!

    El títere de la izquierda le propinó un violento golpe en el cráneo, y León, sin lanzar un gemido, cayó de bruces. El tableteo de las metralletas convirtió el lugar en una vorágine de infernales ecos. Los títeres de ambos bandos, alcanzados en sus piezas vitales, cayeron a tierra en grotescas actitudes humanas, retorcidos, abriendo los brazos con gestos mecánicos. Rodolfo y Elías, blandos blancos de las balas, quedaron tendidos en el suelo rocoso, las cabezas aún cubiertas con los capuchones. Un títere que utilizaba el cuerpo de León como escudo se vino a tierra con una explosión de vísceras metálicas que rebotaron contra las rocas.

    Ambos aerocoches se quedaron allí mismo, fosforeciendo tenues. Sobre la meseta, los cuerpos mecánicos de los guardias y los cadáveres de los prisioneros, hermanados en las tinieblas, recibían las heladas ráfagas del viento cordillerano.


    Epílogo

    La vida de León se veía como una interminable hilera de errores. Su habilidad y audacia solamente le sirvieron para abrazar y defender causas perdidas. Pudo quedarse con Tamara, pero la dejó marchar. Murió creyendo que su sacrificio, al delatar una imaginaria maniobra del gobierno, sería un valioso aporte a la revolución. Fue su último desacierto: haber creído que Rodolfo y Elías, cuya identidad ignoraba, eran vitales para el régimen. Los hombres comunes jamás podrían llegar a nada concreto, se dijo el ministro de Justicia. Permanecía a oscuras en la terraza, frente al parque: las luminarias, hábilmente distribuidas, alumbraban pequeños sectores, los cuales, en medio de las frondas, semejaban escenas aisladas como los cuadros de una exposición, que se revisten de independencia y significado mediante la luz de un foco.

    Porque el ministro previó que podría ocurrir lo que sucedió.

    Lanzando un largo suspiro, Tamara dio media vuelta en el lecho, y permaneció escuchando el respirar profundo y rápido de su hijo, que dormía junto a ella bajo la luz que se filtraba a través de las celosías. Ese era el lecho de Rodolfo. La noticia de su muerte endureció aun más la capa de insensibilidad nacida de las revelaciones de los títeres. En cierto sentido la muerte de León le producía mayor pena que la de Rodolfo, porque su miserable destino puso de manifiesto su errada trayectoria. Todos los detalles del suceso nunca serían conocidos por Tamara, porque el ministro sólo le informó escuetamente que, por un malentendido, se produjo un baleo entre policías y revolucionarios. No obstante, dentro de la vida de León se destacaba un hecho que hizo vacilar el juicio de Tamara: había arriesgado su vida honradamente, siguiendo una línea política inquebrantable. ¿Serviría de algo su sacrificio? Los errores que jalonaban su existencia parecían excesivos. Pero considerarlo un fracasado era duro, no obstante. Porque, ¿cuántos idealistas han muerto por causas erradas, sin que por ello se pueda tildar de equivocado su martirio? Para el mártir o para el héroe lo que cuenta es su propia y personal certidumbre: cientos de holocaustos y actos heroicos, vistos hoy en una perspectiva histórica, parecen inútiles. Pero con ellos sus protagonistas se realizaron a sí mismos. Porque lo más trascendental para el hombre es defender un principio, verdadero o falso, hasta sus últimas consecuencias.

    Así mirada, la vida de León se revestía de una particular grandeza.

    En cambio, tras la existencia de Rodolfo no quedaba sino una ristra de hechos míseros, mezquinos. Porque había vivido en función de un pasado, el cual le impidió realizar cosas positivas: cuando nuestra única preocupación es la de tomar desquite por todo cuanto la vida nos ha negado, destruimos en lugar de construir. Pero Tamara contemplaba la existencia de Rodolfo con la ternura y solicitud del Hacedor que goza con los actos de sus criaturas, prescindiendo de su valor. El mismo hecho que Rodolfo hubiese alcanzado a disfrutar de algunas de las cosas cuya posesión tanta importancia le atribuyera, y aun a sabiendas de su deslealtad para con ella, le provocaba una secreta satisfacción. Porque lo conoció disgregado, convertido en una masa informe de sentimientos contradictorios. Y con paciencia, pensando que si lograba remodelar a ese hombre se redimiría de sus propios errores, se dio maña para restaurarlo con la misma fe del artista que revive con sutiles retoques una obra maestra. Y algo había conseguido. Al menos demostrarse a sí misma su capacidad para dar intensamente, sin esperar retribuciones.

    ¿Y no constituye esto en sí mismo una finalidad de la vida?

    El anciano fijó los ojos vidriosos en la fotografía que le mostraba el títere. Otros pensionistas del hospicio se asoleaban en el parque, sentados en los bancos distribuidos a lo largo de los caminillos de grava, o en sillas automóviles que les permitían pasear entre los frescos y fragantes jardines. El sol derramaba una luz cálida, y el aire tibio, removido por una brisa que volteaba las hojas, mostrando alternativamente sus dos caras, una brillante y la otra opaca, formaba una capa protectora sobre los ancianos.

    —¿Así que usted es de la policía? —El rostro encogido, amarillento, exhibió una tenue sonrisa que, entre tantas arrugas, apenas podía identificarse.
    —Así es —asintió el títere, calmoso—. ¿Se acuerda de ese señor?
    —Sí, sí. Fue arrendatario de un apartamento del bloque L. Creo que era el 315. Pero no recuerdo a qué se dedicaba... —El viejo movía la cabeza, cerrando y abriendo los ojos en sus esfuerzos por recordar, por sacar de su memoria donde debían albergarse los nombres e historias de centenares de inquilinos como aquél, la función particular del individuo cuya reproducción mantenía en su mano temblorosa.
    —Era funcionario de Identificación —le ayudó el títere, en su mismo tono impersonal.
    —¡Ah, sí! —El viejo se golpeó la frente con una mano donde las venas como montañas dejaban entre sí pálidos valles cubiertos de vellos grises—. Me acuerdo de él. No de su nombre. Pero vino de un sanatorio...
    —Eso es. Siga. —Únicamente la velocidad de sus palabras traicionaba la tensión del sosia.
    —Quedaba en la cordillera, cerca de San José. El director en persona me lo recomendó. El sanatorio de San Alberto. ¡Ese es! Ahí le pueden dar todas las informaciones que quiera...

    Se trataba de una pequeña construcción, emplazada a media falda de la montaña, rodeada de perales y castaños, bastante aislada de las restantes viviendas del lugar, y cuya absoluta falta de vigilancia y de muros hicieron dudar al títere de la memoria del anciano. Se comunicó con el refugio donde los cinco títeres, sentados a la mesa, parecían iniciar recién la reunión que comenzara veinticuatro horas antes. La gota de agua aún marcaba el tiempo, y seguiría midiéndolo con la misma regularidad mientras subsistiese la fuente que la alimentaba.

    —No se preocupe de las apariencias —dijo Jorge, contestando la consulta del títere—. Recuerde que la verdad sobre el ministro se ha mantenido en el misterio. ¿Por qué entonces tendrían que guardar especiales precauciones? Si fallamos ahora, puede estar seguro que montarán una máquina para defender en lo futuro al original del ministro. ¡Apúrese! —Y volviéndose hacia los otros conjurados, prosiguió—: Como les decía, todo fue cuidadosamente planeado, lo mismo que la captura. El ministro todo lo previó. ¡Es Satanás en persona! Se deshacía así de León y de sus colaboradores. Y todo con el sutil recurso que nuestros prisioneros fuesen encapuchados para despistar a León.
    —¿Y todo eso para quedarse con Tamara?
    —¿Quién lo sabe? Pero de algo estoy seguro: no le convenía soltar a León, ni que Rodolfo y Elías siguiesen vivos. ¡Eran testigos incómodos!

    Un portero de guardapolvo blanco le abrió la puerta, y sin la más leve desconfianza lo hizo pasar a una pequeña sala de espera decorada con los elementos que Aprovisionamiento del Estado hace confeccionar por miles cada cierto tiempo, sin variar los modelos, indicando simplemente el número de orden, como si se tratara de formularios. Pronto llegó un hombrecillo regordete, cuyas mejillas parecían recién barnizadas por lo relucientes. El médico examinó al títere con sus ojillos vivaces, demostrando más curiosidad que cautela. El sosia le alargó la fotografía.

    —¡Oh, don Nicolás! —No disimuló el médico su sorpresa—. ¿Es usted su amigo?
    —Sí. Necesito hacerle una pregunta urgente. ¿Es posible entrevistarlo?

    El hombrecillo desvió la mirada de la foto, y la clavó en el títere con una expresión lejana, perdida en el tiempo. Una gran melancolía impregnaba sus palabras al contestar:

    —Es imposible, señor: murió hace tres años.
    —¿Qué dice? ¿Está muerto?
    —Sí, señor. No sé cómo pudo mantenerse vivo siete años. Llegó aquí convertido en una masa de carne semiquemada. Hicimos milagros para resucitarlo, y conseguir que se introyectase y viviese algunos años de vida útil. Pero murió. ¿Creerá que usted es la primera persona que ha venido a preguntar por él en todo este tiempo? Nosotros hicimos los avisos para recuperar el títere. Pero inútilmente. Por último entregamos el casco introyectador a la fábrica para que lo reacondicionase. ¿Me está escuchando? Señor, ¿me escucha usted? ¿Qué le ocurre?

    Pero el títere, repentinamente inmovilizado, nada contestó.

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      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
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