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enero 08, 2012
CONDENSADO DE "IN THE BLINK OF AN EYE" © 1989 POR ALAN DOELP. PUBLICADO POR PRENTICE HALL PRESS. DE NUEVA YORK, NUEVA YORK. FOTOS: © MICHAEL MALLY/MEDICHROMEUn niño de cuatro años, atropellado por un auto y con grave lesión en la cabeza, llega en estado crítico al Centro de Traumatología del Hospital Infantil de Washington, D.C. Otro niño ha sufrido quemaduras de gravedad; y una adolescente, con una herida de bala en el pecho, ya está técnicamente muerta. En las salas de traumatología y en los dos cubículos de "clave azul", donde unos segundos pueden significar la diferencia entre la vida y la muerte, el personal especializado en traumatismos entra rápidamente en acción... y así se inicia el drama.
Por Alan DoelpDAVID MYERS nunca vio el auto. Cuando lo atropelló, salió despedido por los aires como un muñeco de trapo de 20 kilos, dio un tumbo al tocar el suelo y luego se encogió casi en posición fetal, sobre la calle, con los ojos muy abiertos y sin parpadear.
El padre de David salió corriendo por la puerta principal del edificio de apartamentos donde vivían, ubicado en la Avenida Alabama, de Washington, D.C. Se arrodilló juntó a su hijo, le tocó la frente, movió luego un dedo hacia abajo y le tocó un párpado suavemente. El ojo no se movió... la pupila estaba dilatada, a pesar del sol de aquel día de principios de diciembre. El niño hizo una aspiración prolongada, se estremeció, y una espuma color de rosa apareció en sus labios.El señor Myers estaba ofuscado, pero oyó que alguien de la muchedumbre reunida mencionaba la palabra ambulancia. Hizo ademán de acunar en brazos al pequeño David, pero en seguida retrocedió, temeroso de tocarlo. "¡Díganles que se apresuren, por favor!", suplicó.Se puso en pie, asustado, enojado, preguntándose por qué tardarían tanto en llegar. Avistó a su esposa, Pat, quien flotaba, y a la que abrazaba otra mujer.Por fin oyó la sirena de una ambulancia que se acercaba. Los paramédicos salieron del vehículo a toda prisa, con una camilla equipada con soportes de ruedas plegadizas. Uno de ellos se arrodilló al lado de David y preguntó:—¿Sabe alguien el nombte del niño?—Se llama David —respondió Myers—. Yo soy el padre.—¡David! ¡Escúchame, David! ¡Apriétame la mano!Tras colocarse los audífonos de un estetoscopio en las orejas, el paramédico escuchó durante unos momentos y luego alzó la vista hacia el padre de David.—Si tiene lesión en el cuello y lo movemos, podemos causarle más daño —explicó y, volviéndose a su compañero, añadió—: Necesita ir al Hospital Infantil. Hay que inmovilizarlo, y conseguir el helicóptero de la Policía del Parque para transportarlo.Llegó otra ambulancia, y otro paramédico tomó entre los dedos la piel del antebrazo de David y lo pellizcó. David retiró al momento el brazo.”¡Ese es un buen signo!” comentó el paramédico.El chofer de la ambulancia regresó con un collar ortopédico de plástico para inmovilizar el cuello de David. En seguida, los paramédicos hicieron rodar suavemente a David pata colocarlo en una gruesa tabla de madera terciada, en forma de ataúd, provista de correas para sujetar al paciente y evitar que empeore cualquier posible lesión de la columna vertebral.”Debemos ponerle pantalones antichoque", advirtió uno de los auxiliares médicos.Los pantalones militares antichoque están confeccionados como los trajes presurizados que usan los pilotos para contrarrestar los efectos de la aceleración y la desaceleración rápidas, o de la fuerza de gravedad. Al inflarse, comprimen las extremidades inferiores y hacen que fluya más sangre al tórax. Si un paciente tiene una profusa hemorragia interna, estos pantalones pueden brindarle los vitales minutos de supervivencia en la carrera hacia el hospital. También son eficaces como férulas, para inmovilizar piernas fracturadas.Mientras los paramédicos aseguraban los pantalones antichoque, inflándolos parte por parte, empezó a oírse el ruido del helicóptero. Envolvieron a David con una frazada, y en el momento en que el helicóptero aterrizaba, abrocharon las correas de la tabla de apoyo para la espalda.Los padres de David permanecían en silencio, abrazados, observando.—¿Son muy graves sus heridas? —preguntó el padre del niño.—Yo no soy médico —replicó uno de los paramédicos—, pero puedo asegurarle que está grave. Por eso queremos llevarlo al Infantil. Si alguien puede ayudarle, ellos lo harán.Nueve minutos después, en el Hospital Infantil del Centro Médico Nacional de Estados Unidos, a diez kilómetros de donde había ocurrido el accidente, se oyó por radio:—Águila Dos al Infantil, Águila Dos al Infantil...Dave Hunter enderezó su silla giratoria en el atestado Centro de Comunicaciones e Información de Urgencia donde abundaban los aparatos electrónicos.—Aquí, el Infantil —respondió.—Vamos hacia allá con un peatón atropellado de cuatro años, que tiene grave lesión en la cabeza, está inconsciente y adopta posturas anormales. Llegaremos en dos minutos.—Entendido, Águila Dos. Estaremos esperándolos —concluyó Dave Hunter y, mientras hablaba, estiró la mano para coger el teléfono y anunciar—: ¡Alerta instantánea en traumatología! Preséntense en el helipuerto dentro de un minuto.La operadora del hospital oprimió un botón azul en su consola y por todo el hospital los localizadores electrónicos personales empezaron a emitir el sonido agudo de alerta: ¡bip, bip, bip! Inmediatamente, enfermeras, médicos residentes y técnicos interrumpieron lo que hacían y se dirigieron a la planta baja. En cuanto el helicóptero tocó tierra, el equipo especializado en traumatismos avanzó hacia él. Cuatro personas —un médico, una enfermera, un técnico y un paramédico— alzaron al paciente, sujeto aún a la tabla de apoyo para la espalda, y lo colocaron en una camilla rodante con soportes plegadizos. Otra enfermera aplicó una mascarilla de plástico a la cara del niño, para suministrarle oxígeno puro.Por debajo de las aspas en movimiento del helicóptero, el personal rodó la camilla hacia el edificio del hospital... y al interior de uno de los mejores centros de traumatología pediátrica de Estados Unidos.EL SERVICIO DE TRAUMATOLOGIA
DAVID MYERS tuvo suelte. Lo habían llevado a un lugar donde los niños gravemente heridos sobreviven en más del 97 por ciento de los casos.
Las estadísticas señalan que, en Estados Unidos, los accidentes matan cada año a más de 8000 niños menores de 15 años e incapacitan de manera permanente a otros 50,000. Las lesiones accidentales constituyen la principal causa de defunción en niños de uno a 14 años.El doctor Marty Eichelberger, resuelto a modificar estas cifras, fundó en 1980 el Centro de Traumatología Infantil... y estaba dando buenos resultados. No había nada milagroso en ello, el doctor Eichelberger no realizó ningún descubrimiento; simplemente, empezó a aplicar de modo metódico las técnicas más modernas de la medicina. Lo único notable era que nadie lo había hecho antes.Por ironía del destino, Eichelberger tardó años en reconocer que atender a niños era lo que más le gustaba. De 1978 a 1980 trabajó a las órdenes del doctor C. Everett Koop como médico residente en cirugía pediátrica en el Hospital Infantil de Filadelfia, Pensilvania. Más conocido como inspector general de Salud de Estados Unidos, durante el periodo de 1981 a 1989, Koop es considerado también uno de los mejores cirujanos pediatras del país. Y, guiado por esta eminencia, Marty Eichelberger descubrió que tenía las manos de un excelente cirujano pediatra. Era capaz de abrirse paso a través de la diminuta anatomía de un pequeño para hacer las reparaciones necesarias y, en la tarde del mismo día, estar ya charlando con el paciente.Eso representaba para él una auténtica satisfacción. Aunque Marty llegaba tarde a casa —y muy cansado—, las anécdotas que llevaba consigo eran relatos heroicos de enfermos curados y vidas salvadas. Si bien era Koop todo un maestro, Marty Eichelberger era el discípulo ideal: ágil, brillante, dinámico. Juntos casi hacían milagros cada día.Marty sabía que sería cirujano-, pero tenía sentimientos encontrados al respecto. Siempre se consideró hombre de familia. Aunque conocía las maravillas de la cirugía pediátrica, al joven padre le preocupaba pasar las noches con hijos ajenos, en vez de los suyos, Todd y Lindsay. Consideraba que sería mejor dedicarse a la ortopedia, porque los horarios resultaban más razonables.Eichelberger pasó los dos años del servicio militar practicando la cirugía ortopédica, y comenzó a planear la carrera de cirujano ortopedista, pero su esposa lo disuadió. "¡Esto es una locura!” le hizo notar. ”Tú deseas ser cirujano pediatra. Si te metes en la ortopedia sólo porque los turnos de guardia son menos pesados, te odiarás después por ello". Al día siguiente, Eichelberger telefoneó a Koop y se mudó con su familia a Filadelfia, para hacer los dos años de internado de posgrado en el departamento de cirugía pediátrica.En 1980, cuando Eichelberger llegó al Hospital Infantil de Washington, la sala de urgencias era como otras muchas: estaba organizada para atender casos leves de raspaduras, cortaduras, quemaduras de segundo grado y otros casos semejantes. Y funcionaba bien en eso.Pero, al llegar un caso grave, la situación era diferente. Los pediatras que administraban la sala de urgencias tenían que recurrir a una consulta quirúrgica. Al llegar el cirujano, con frecuencia debía enviar a alguien a que le trajese corriendo pinzas, hilos de sutura y agujas especiales.En los casos realmente graves, era posible reunir en poco tiempo a buena parte del personal médico más competente, con sólo hacer sonar la "clave azul" (clave habitual en los hospitales estadunidenses para una ”urgencia de vida o muerte"). Sonaba la alarma, acudían entre 15 y 25 personas a la sala de urgencias; todas corrían, pero la escena se parecía más a una jugada de fútbol americano que a una conferencia de médicos.Lo primero que hicieron el doctor Eichelberger y el personal de la sala de urgencias fue instalar dos cubículos de traumatología —a los que llamaron "cubículos de clave azul"—, que estaban preparados las 24 horas del día para la admisión y la resucitación de las víctimas de traumatismos. Abastecieron ambos cubículos de todos los instrumentos quirúrgicos y medicamentos necesarios para atender lesiones traumáticas graves y urgencias médicas.Se integró un equipo de especialistas en traumatismos, al cual se le asignó una clave propia. Eichelberger propuso que se hiciera una lista con todas las labores necesarias y se repartieran estas entre los integrantes del equipo. De esta manera, cada persona tendría una función específica y la lista de labores se completaría más rápidamente. La gente que no debía permanecer en el cubículo de clave azul —los radiólogos y técnicos de laboratorio, por ejemplo— recibió el nombre de ”núcleo exterior", y permanecía afuera, pero disponible en cualquier momento. El "núcleo interior" constaba sólo de los médicos y enfermeras indispensables para trabajar según la lista.Los resultados fueron impresionantes. Las urgencias empezaron a atenderse con toda eficiencia. El servicio extraoficial de traumatología había obtenido un triunfo invisible.¿SOBREVIVIRA?
CUANDO la camilla que llevaba a David Myers entró a un cubículo de clave azul, la doctora Mary Fallat estaba muy cerca. En esa época, Fallat era jefa de los residentes del departamento de cirugía y, además, ”coordinadora quirúrgica”: la responsable de dirigir las labores del resto del personal. Cuando ella estaba presente, no había dudas de quién daba las órdenes.
"El paciente no ha reaccionado desde el accidente", empezó a informar el paramédico del helicóptero. "Tiene las pupilas dilatadas, fijas y desiguales, la izquierda, más que la derecha. Ha respirado por cuenta propia, pero en forma anormal. La presión arterial se ha conservado estable. Presenta fractura en cada fémur, y está cubierto por los pantalones militares antichoque. No tiene antecedentes medicoquirúrgicos, ni se le conoce ninguna alergia. Sus padres estaban en el lugar del accidente , y vienen en camino ahora mismo”.La doctora Fallat asintió ante el informe del auxiliar médico. ¡Qué eficientes son estos amigos! pensó. Con aquel resumen, contaban con un sólido punto de partida para averiguar el estado del pequeño David. La primera preocupación de Fallat fue la lesión en la cabeza del niño. Se asomó por la puerta del cubículo de clave azul.—¿Neurocirugía? —preguntó.—Ya vienen para acá —respondió la enfermera.—¡Gracias!La doctora regresó al interior del cubículo y vio actuar al equipo especialista en traumatismos como si se tratara de un ballet. Todo el mundo sabía dónde colocarse y lo que debía hacer.Al lado derecho de la cama, un residente de cirugía auscultaba el tórax de David con un estetoscopio."Los ruidos respiratorios están bien", infotmó.Era un buen signo. No así la respiración irregular y errática. Algo andaba mal; pero, de momento, las vías respiratorias estaban despejadas.Otro residente localizó pronto una vena e insertó una aguja en ella. El que había auscultado a David ayudó a una enfermera a fijar los electrodos del electrocardiógrafo en el tórax del pequeño.El residente del lado izquierdo de la cama extrajo una muestra de sangre, con la cual llenó cinco tubos, que entregó a una enfermera. Esta, por su parte, se los dio a un técnico de laboratorio que esperaba en la puerta del cubículo de clave azul. Otra enfermera vigilaba la presión arterial. El reloj de pared marcaba las 3:02 p.m. Seis minutos después de su admisión, los signos vitales de David permanecían estables.Desde los pies de la cama, la doctora Fallat ordenó al residente ubicado a su izquierda:"Inicia la perfusión intravenosa antes de que le quitemos los pantalones antichoque".Los pantalones militares antichoque pueden enmascarar una lesión grave y, cuando los desinflan, es posible tener en las manos un desastre. Ya instaladas las soluciones intravenosas, se tenían más posibilidades de compensar los daños si los agudos bordes de los fémures fracturados habían desganado las grandes arterias de la pierna y su presión arterial empezaba a bajar súbitamente.El constante ¡pip, pip, pip! del monitor cardiaco se podía oír en todo el corredor, fuera del cubículo de clave azul. Cuando se acercó un hombre enfundado en la inmaculada bata blanca de laboratorio, el personal de apoyo tomó nota, pero nadie se puso de un salto en posición de alerta. Aun en aquella tarde de domingo, no era extraño que acudiera el doctor Eichelberger. Saludó a cada integrante del equipo y le dirigió un asentimiento con la cabeza al residente de neurocirugía que en ese momento se metió rápidamente en el cubículo. Eichelberger no entró en el cubículo de clave azul. Formaba parte del núcleo exterior, y siempre respetaba las reglas.Lo más inquietante sobre David era que estaba muy callado. Cuando el residente le tomó una muestra de la sangre arterial, procedimiento tan doloroso que puede sobresaltar hasta a un niño semicomatoso, los ojos de David se movieron, pero no emitió ningún sonido.El residente de neurocirugía enfocó luces en los ojos de David, le gritó en la oreja y lo pellizcó, pero todo en vano. Sus ojos contenían sangre: era un mal signo. Un impacto lo bastante fuerte para desprender las retinas podía magullar el cerebro e inflamarlo. El cerebro sólo puede inflamarse un poco antes de bloquear su propio riego sanguíneo, o de empezar a salirse por el pequeño orificio donde se inserta la médula espinal.—Vamos a tomar una tomografía axial computarizada de la cabeza —dijo el neurocirujano.—¡De acuerdo! —aceptó la doctora Fallat—. En cuanto le quitemos los pantalones antichoque, lo llevaremos a la planta alta.Fallat abrió la válvula de la pierna izquierda para aliviar ligeramente la presión. Sujetó el pie izquierdo de David: su pulso era más fuerte. ¡Estupendo! Eso significaba que probablemente estaba ilesa la arteria femoral, pero no era absolutamente seguro, por el momento.En el primer intervalo de 60 segundos, la medición de la presión arterial bajó de 114 a 107 en el monitor automático. La tercera medición resultó estable. Hubo alivio en el cubículo. El ligero descenso de la presión arterial correspondía a una hemorragia relativamente leve; de haberse cortado la arteria, ya lo habrían advertido en esos momentos. ¡Era un punto bueno para el pequeño David!Mary Fallat abrió nuevamente la válvula, y desinfló los pantalones militares antichoque a un tercio de su capacidad. Hizo otra pausa cuando la presión arterial bajó a 102, y luego subió a 106. Por último, desinfló la pierna derecha y, al quitarle al niño aquellos pantalones, anunció:”Está listo para las radiografías".Los procedimientos de la lista distaban mucho de estar completos; pero, convencida de que David se había estabilizado, la doctora Fallat salió del cubículo. Como era el médico de más alto rango, tenía otra responsabilidad: hablar con los padres.La recepcionista de la sala de urgencias le señaló a los padres de David.—¿Son ustedes el señor y la señora Myers? —preguntó la doctora.Generalmente, los centros docentes de medicina no dan instrucción formal para tratar a la familia del paciente. Es algo que cada facultativo aprende de sus colegas, y cada cual tiene su propio método. Mary Fallat es amable, pero directa.—Su hijo —comenzó— ha sufrido lesiones muy graves. Está inconsciente, y probablemente haya una lesión en el cerebro. No conocemos todavía su extensión, pero la tomografía axial computarizada nos informará más. Tiene cierta dificultad para respirar. Es probable que los pulmones se hayan lesionado en el accidente; de ser así, tal vez necesite estar varios días en un aparato de respiración artificial.Myers intervino:—¿Va a...? —se dominó, y preguntó otra cosa—: ¿Cuánto va a durar el periodo de recuperación?La doctora Fallat titubeó.—Suponiendo que marche bien todo lo demás, las fracturas de las piernas son las que lo retendrán más tiempo aquí —contestó—. Ambas piernas están fracturadas. Ordinariamente, con los fémures fracturados, es de esperarse una estancia de seis semanas en el hospital.La madre de David abrió la boca, pero su marido habló primero:—¿Sobrevivirá?... Es decir, ¿qué probabilidades tiene de sobrevivir?La pregunta fue llana, simple, sin una inflexión fuera de lo común.—Eso podré respondérselo mejor después de haber practicado la tomografía —contestó cautelosamente Mary Fallat—. Es cierto que presenta una lesión en la cabeza, pero no sabemos de qué gravedad. Serán críticas las próximas 24 horas.No evade precisamente la pregunta, pero tampoco la contesta con exactitud. La verdad era que nadie sabía si David Myers sobreviviría.UNA SENSACION MOLESTA
EN EL Centro de Comunicaciones e Información de Urgencias, Dave Hunter ajustó los diversos canales de radio en su consola de control. Con los vientos fríos y turbulentos que soplaban, no era precisamente un día en que salieran muchos niños a la calle. Y en realidad todo había estado tranquilo durante más de una hora. En eso, llegó el telefonema: iba en camino un caso de quemaduras.
El chofer avisó que el tiempo estimado para que llegara sería de diez minutos. Hunter caminó hasta el cercano puesto de enfermeras de la sala de urgencias. Siempre hay un pediatra en la sala de urgencias, incluso los fines de semana, y Dave vio ahí al doctor Daniel Ochsenschlager, jefe de pediatría de esa sala. Nadie intentaba pronunciar el apellido del doctor Ochsenschlager; tanto sus colegas como sus pacientes lo conocían sencillamente como "el doctor O".Dave miró a los ojos al doctor O.—Viene un paciente con quemaduras de segundo grado en el diez por ciento de la superficie corporal. ¿Quiere que emita la clave?El doctor O negó con la cabeza.—Primero, voy a verlo —indicó.Si el niño llegaba en estado peor de lo que se esperaba, podrían dar la alerta en traumatología desde la sala de exploración.Aquel niño tenía alrededor de cinco años, edad en que casi todos los pequeños son graciosos. Sin embargo, aquel muchachito, de nombre "Richard", tenía un aspecto desaliñado. El pelo rufo estaba sucio, igual que la cara y los pies descalzos. Ambos antebrazos y manos tenían un intenso color rojo y él los mantenía ligeramente alejados del cuerpo. A pesar de todo, no lloraba.—¡Qué tal, Richard! Yo soy el doctor O.El saludo de Richard fue cortés, pero no miró directamente al médico, quien le preguntó:—¿Qué te pasó en las manos?—Me... Me las quemé cuando me caí en el agua caliente.—Se cayó a la bañera llena de agua hirviente —explicó una mujer, que parecía tan desaliñada y sucia como el niño, a espaldas del doctor O.El doctor O sonrió.—¿Es usted la madre de Richard? —preguntó.La mujer asintió.—Esto no parece ser muy grave —continuó el galeno—, pero deseo examinarlo bien para verificarlo. Tome asiento en el corredor, y yo la llamaré en cuanto termine.Por lo general, cuando los niños no presentan heridas graves, los padres permanecen a su lado; esto ayuda a mantener calmados a los pequeños. Pero Richard ya estaba demasiado calmado. El doctor O tuvo una molesta sensación ante este caso.Tocó suavemente la enrojecida piel de Richard. El niño se encogió, pero no retiró el brazo. El médico le revisó ambos brazos; no estaban formándose ámpulas, lo cual era un buen signo. El pediatra indicó a una enfermera que aplicara un ungüento para aliviar el ardor. Las quemaduras de Richard se extendían hasta la mitad de los antebrazos, y había una clara línea recta que delimitaba el área enrojecida y la blanca piel de arriba. No había huellas de salpicaduras.Trabajando lenta y metódicamente, el doctor O inició el reconocimiento físico del niño. Los pies estaban ásperos y encallecidos, indicio de que casi siempre andaba descalzo. Tenía puestos unos pantalones cortos y una camiseta, ropa impropia para tan gélida tarde de diciembre. La pálida carne estaba mugrosa, con cuatro pequeñas cicatrices: dos de ellas, muy antiguas, aparecían en la parte baja de la espalda; las otras dos eran recientes, estaban en el pecho y tenían la arrugada y áspera superficie de una quemadura ya curada. Cada una de las cicatrices era poco más o menos del diámetro del borrador de un lápiz... o de un cigarrillo encendido.”Voy a internar a Richard", le dijo el doctor O a la enfermera. Luego, con paso vivo, se dirigió al Centro de Comunicaciones.—¿Qué puede usted decirme de Richard? —le preguntó al paramédico de la ambulancia, que en ese momento llenaba unos formularios.—Su madre hizo la llamada —respondió el aludido—. El "novio" de ella estaba allí, pero permaneció en la otra habitación. ¡Horrible sitio! Sucio... La madre informó que el niño se cayó a la bañera. ¿Ve usted alguna huella de salpicaduras?El médico negó con la cabeza. Regresó adonde estaba la madre de Richard y se sentó junto a ella.—¿Está aquí su marido? —le preguntó a la mujer.—Mi prometido tuvo que irse a trabajar —replicó ella.El doctor O sonrió.—¡Ya veo! —comentó—. Bueno, Richard estará bien. Las quemaduras son graves, pero no creo que le ocasionen daño permanente...Con mucho cuidado, escogió sus palabras para decirle:—Deseo internarlo para tenerlo en observación.La mujer asintió.Tras una pausa momentánea, el doctor O continuó:—Son raras las quemaduras de Richard. Casi siempre, cuando un niño se cae en un líquido caliente, hay huellas de salpicaduras; pero Richard no presenta estas huellas. Ya hemos tenido casos así, en los cuales ha resultado que las lesiones no eran accidentales, así que voy a pedirle a la División de Protección Infantil que examine a Richard, sólo para verificar que todo marche bien.Sonriendo aún, el doctor O se disculpó para retirarse y enfiló hacia el puesto de enfermeras, a iniciar los trámites. En las salas de urgencias se ven muchos casos de esta índole, y la regla que se observa es la siguiente: Evite emitir juicios. Evite las confrontaciones. Proteja al niño, pero reprima la ira que surge al ver a un niño al que probablemente han maltratado.Por razones legales, el de "Richard" es un caso tomado de entre algunos otros del hospital.¡AQUÍ ESTAMOS!
CUANDO alzaban a David Myers para acomodarlo en una cama de la unidad de terapia intensiva, el anestesiólogo unió la sonda endotraqueal del niño —introducida en la tráquea— al respirador mecánico. La radiografía del tórax de David reveló algunos puntos opacos en la mitad superior de los pulmones. El respirador mecánico constituye el tratamiento ordinario para los pulmones lesionados, así como en los casos de lesiones cerebrales que implican una inflamación del cerebro. El aparato introduce por fuerza más oxígeno en la sangre, para evitar que muera el cerebro.
La tomografía axial computarizada reveló que dentro del hemisferio derecho del cerebro de David, el ventrículo —larga y estrecha cisterna del líquido cefalorraquídeo— estaba comprimido, casi cerrado. Si la inflamación se extendía demasiado, el riego sanguíneo se suprimiría, y el cerebro moriría. Se necesitaba una ventriculostomía para permitir el drenaje del líquido cefalorraquídeo, porque la presión ya había aumentado mucho.—¿Está todo preparado? —preguntó el neurocirujano a la enfermera quirúrgica, que estaba de pie ante la región afeitada de la cabeza del pequeño David.La enfermera asintió.La epinefrina inyectada en el pericráneo, o cuero cabelludo de David, hizo que los diminutos vasos sanguíneos se constriñeran casi por completo. Cuando el escalpelo cortó la piel, pasaron varios segundos antes de que la sangre empezara a brotar sobre el brillante hueso que estaba debajo. Las minúsculas garras de acero inoxidable de un separador dejaron al descubierto un pequeño rombo del cráneo.—Muy bien. Por favor, páseme el craneótomo— pidió el médico a la enfermera.El craneótomo es un taladro de acero inoxidable, cuyo barreno se desengancha en cuánto ha penetrado en el hueso. Cuando el neurocirujano presionó el barreno sobre el cráneo de David y empezó a dar vueltas a la manivela, la enfermera roció agua esterilizada en la herida. En segundos, el barreno se desenganchó con fuerte chasquido, y el cirujano tuvo a la vista la duramadre, la correosa membrana exterior que envuelve al cerebro.La ventriculostomía se ha descrito como "apretarle un tornillo al paciente" , y esto es más que una simple analogía. Tras abrir un diminuto orificio en la duramadre, el cirujano acomodó un pequeño monitor de presión, también de acero inoxidable, en el borde del agujero; luego, empezó a darle vueltas. Un delgado tubo que salía del interior del tornillo penetró al centro del ventrículo derecho de David. Por la cabeza del tornillo brotó un poco de líquido cefalorraquídeo. David estaba a salvo por el momento, pero necesitaría vigilancia continua.En seguida, dos residentes de ortopedia acudieron al lecho del niño. La ortopedia pediátrica tiene fama de ser una especialidad muy afortunada. El chiste más común consiste en afirmar que, si el médico logra tener los dos extremos de un hueso fracturado en la misma habitación, crecerán hasta unirse y alinearse por sí mismos. Sin embargo, sólo por asegurar el resultado, los ortopedistas insertaron clavos de tracción en ambos lados de cada uno de los muslos de David, un poco arriba de las rodillas.Después, dispusieron el aparato de tracción sobre la cama. La tercera fractura de David, inadvertida durante su admisión, había ocurrido en la clavícula izquierda. Lo único que se puede hacer con una clavícula fracturada es inmovilizarla, y David ya estaba inmóvil.Por último, la enfermera de la unidad de terapia intensiva caminó hasta la sala de espera y escoltó a los padres de David hasta la cama del pequeño. Eran las 9:30 de la noche, casi siete horas después del accidente.Una gran cama individual de sanatorio hace que un paciente pequeño parezca más pequeño aún. Con las piernas suspendidas en el aire, David sólo ocupaba la cuarta parte de la superficie de la cama. El respirador emitía constantes chasquidos al respirar por el niño. Del cuello, de la ingle y de ambos brazos brotaban los largos tubos de plástico de las soluciones intravenosas.Junto a la cama, el monitor electrónico mostraba, en vivo color amarillo, una serie de líneas onduladas y números. En el centro de aquel revoltijo de alta tecnología yacía David, inerte; sólo el tórax se movía rítmicamente. Parecía estar tranquila y apaciblemente dormido."David", anunció la enfermera, "aquí están tu papá y tu mamá". David y Pat Myers permanecieron de pie, en silencio, junto a la cama de su hijo. Pat tomó la manita de David, mientras el padre le acariciaba el hombro."David", dijo Pat, "estás en el hospital, pero también Papá y Mamá están aquí. Te amamos, David, y vamos a estar aquí, contigo".Entonces, la enfermera explicó a los Myers el propósito de todos los tubos que tenía insertados David, y les mostró los números correspondientes en la pantalla del monitor. Les señaló que, a pesar de estar inconsciente e inmovilizado por ciertos medicamentos, era muy posible que David los oyera, y seguramente podía sentir que lo tocaban. Debían hablarle y acariciarlo cuanto quisieran. Comentó que los niños evolucionan mejor cuando uno se comunica con ellos y los acaricia mucho.Por generaciones, los médicos han sabido que una lesión traumática produce estrés en toda la familia. El Hospital Infantil es uno de los pocos que hacen algo al respecto.LA REGLA DE TODD Y LINDSAY
EL DOCTOR EICHELBERGER sigue una norma sencilla: cada niño que llega a las puertas del hospital recibirá el tratamiento y los cuidados que Marty prodigaría a Todd y Lindsay, sus propios hijos. Él era un partidario acendrado de "la calidad que da confianza" desde mucho antes de que se popularizara esta expresión.
En el Hospital Infantil, la responsabilidad de la calidad de la atención para los casos agudos recae en Heidi Zwick, la coordinadora de traumatología. Ella revisa a diario los expedientes de todos los niños pata identificar cualquier problema potencial, y resolverlo antes de que se presente.Zwick es una trabajadora muy motivada, enfermera con amplia experiencia en las labores de una sala de urgencias; no obstante, nadie la acusará de ser ”una persona madrugadora". Su primera visita del día es siempre a la cafetería del hospital, donde se sirve una gigantesca taza de café antes de dirigirse a la oficina. La lista de admisiones, impresa por computadora, con el nombre de todos los pacientes recién hospitalizados, espera en el escritorio.A las 9:30 de aquella mañana, Heidi Zwick tenía un pequeño montón de tarjetas llenas de datos y ya seleccionadas; la que estaba encima decía: "David Myers, UTI". Heidi arrojó la taza desechable de café al cesto de la basura e inició su ronda de visitas a los pacientes.En cuanto atravesó la puerta doble de la unidad de terapia intensiva, supo cuál de los pacientes era David. El niño estaba rodeado de equipo ortopédico de tracción —sujetadores, cuerdas y poleas— como para montar un acto de trapecista en un circo modesto. Sentada a los pies de la cama en una silla de plástico, una enfermera de aquella unidad escribía algo. A la derecha estaba sentada una mujer pequeña y atractiva, que parecía extenuada. Eso no me asombra, pensó Zwick, si ha estado aquí desde la tarde de ayer.—¡Qué tal! —saludó, sin más preámbulos—. Soy Heidi Zwick, coordinadora de traumatología. ¿Es usted la señora Myers?La mujer asintió. Zwick se volvió a mirar a David.—¡Qué lindo niño! —murmuró—. ¿Cómo está?Ya sabía cómo estaba David, pero la pregunta tenía el propósito de verificar cómo estaba la madre.—Pasó una noche algo mala —respondió Pat Myers—. Su presión arterial siguió bajando y la presión en la cabeza estuvo aumentando.Su voz denotaba cansancio, pero las palabras eran razonables, calmadas, apropiadas. Sin embargo, contenían tanto dolor y fatiga, que Heidi Zwick se encogió de dolor mentalmente.—Anoche, temíamos perderlo —continuó la señora Myers—, pero el doctor Karmy-Jones nos dijo que, como había logrado pasar bien la noche, ahora tenía más probabilidades de sobrevivir.—¿Karmy-Jones está encargándose de David? —preguntó Zwick.Pat Myers asintió. Zwick bajó la voz hasta convertirla en un susurro y dijo en tono de conspiración:—K-J es uno de nuestros mejores médicos.La madre de David se alegró a ojos vistas.—Tengo que irme —explicó Zwick—. Estaré entrando y saliendo. Si llegara usted a tener cualquier duda, no titubee para comunicármela.David había permanecido menos de 24 horas en el hospital, y su expediente ya tenía dos docenas de páginas. Los hospitales requieren que toda la atención médica se documente hasta el mínimo detalle, y Zwick pasa buena parte de cada día en los puestos de enfermeras, leyendo expedientes médicos.Al hojear el expediente, Zwick se fijó en cada una de las lesiones de David y leyó las notas manuscritas de cada uno de los diversos especialistas. El registro del personal de la ambulancia señalaba que el accidente había ocurrido casi una hora antes de que David llegara al hospital. Valía la pena telefonear al director médico del servicio de ambulancias, porque aquel tiempo había sido excesivo. Era probable que hubiese una explicación perfectamente admisible, pero el trabajo de Heidi Zwick consistía en verificarlo todo. Lo exigía la regla de Todd y Lindsay.LOS ACCIDENTES NO EXISTEN
DESDE que estaba organizando el servicio de traumatología en el Hospital Infantil, el doctor Eichelberger predicaba a todos los interesados que los niños no son adultos pequeños. Por ejemplo, indicaba, la cabeza de un niño es mayor en relación con el resto del cuerpo. Esto hace a los niños más vulnerables a las lesiones de la cabeza y del cuello. Por otra parte, un niño pierde el calor corporal más pronto que un adulto. Es preciso pensar en alguna forma de mantener abrigado al niño, si entra en estado de choque.
Al justificar la necesidad de contar con un cirujano pediatra en el centro de traumatología, Eichelberger citó como otro ejemplo el bazo. En el adulto lesionado es común extirpar el bazo si presenta una hemorragia. Probablemente, el adulto jamás lo echará de menos. Pero, en un niño, el bazo tiene vital importancia para el desarrollo del sistema inmunitario. Si se le extirpa el bazo a un menor lesionado, se recuperará, sí; pero varios meses, o incluso años después, cabe la posibilidad de que contraiga un resfriado y muera de repente. Un buen cirujano de traumatología pediátrica sabe que debe reparar el bazo, si es posible.Al revisar la literatura médica respectiva, Eichelberger encontró un ejemplo tras otro de las profundas diferencias entre el adulto y el niño, en los casos de traumatismo. Pronto lo dispuso todo para dar a conocer esa información por medio de una serie de conferencias.Como era de esperarse, hablar de las lesiones infantiles condujo a Eichelberger a exponer lo que se podía hacer para prevenirlas. Insistía en que la mayoría de los accidentes son previsibles; y, si ocurren, la culpa debe recaer en algún adulto.Marty siempre trataba a los padres con amabilidad (otro de sus discursos favoritos se refería a que el niño lesionado tiene siempre una familia también lesionada). Sin embargo, después de ver heridos a tantos niños sólo porque alguien no abrochó el cinturón de seguridad, no guardó las herramientas eléctricas, no tapó los enchufes eléctricos o no cerró la ventana, termina uno por enfurecerse. Marty proclamaba con vehemencia que los accidentes no existían; que sólo había actos de negligencia. Accidente es una palabra que empleamos con la finalidad de disculpar nuestra negligencia.EN VIAS DE RECUPERACION
LAS ENFERMERAS de la unidad de quemaduras descubrieron pronto la máxima debilidad de Richard: los helados. Ya limpio y reconfortado, el pequeño permitió que las enfermeras le dieran la primera cucharada, pero luego devoró lo demás él solo. Empezó a relajarse y a hablar un poco, inclusive; pero, cuando entró el residente, el niño se puso rígido: a todas luces, estaba tenso.
"No me sorprende su reacción", comentó el residente con las enfermeras. "Ya vi sus radiografías".Siempre que el personal de traumatología tiene la sospecha de que han maltratado a un niño, se solicitan radiografías."Hay huellas de por lo menos dos, quizá tres, fracturas viejas", explicó sombríamente. "Alguien ha apaleado realmente a este niño".La madre de Richard pasó la noche en la sala de espera de la unidad de terapia intensiva. Cuando las enfermeras le permitieron pasar a ver a Richard, el niño pareció alegrarse al verla; la abrazó con cierta cautela y lloró un poco."Me dieron helado", dijo a su madre solemnemente.Después, las enfermeras tuvieron una conferencia para especular sobre la posibilidad de que la madre no fuese la culpable, e hicieron anotaciones en el expediente de Richaid.Una médica de la División de Protección Infantil acudió para examinar a Richard y leyó esas notas. Luego, telefoneó a las oficinas del Departamento de Servicios Humanos de Washington, D. C, y después a la policía. Una hora después, la médica, una psicóloga de la División de Protección Infantil, una trabajadora social del Departamento de Servicios Humanos y un detective de la policía se reunieron con la madre de Richard y su prometido. En la confrontación, todos estuvieron serenos y hablaron con seriedad profesional."Lo más importante", explicó la médica, "es el bienestar de Richard. Estamos preocupados, porque las lesiones de Richard no corresponden a la explicación de cómo se las causó. Pensamos que Richard podría ser víctima de maltrato".Tras una pausa, prosiguió:"En tales casos, la Ley nos exige notificar a las autoridades competentes y tomar medidas para proteger al menor. Eso es lo que hemos hecho. Pero, hasta que todo se aclare, el Estado ha tomado a su cargo temporalmente la custodia de Richard".Durante toda la conversación, la madre asentía en silencio. En eso, se enjugó una lágrima. Su prometido estaba cada vez más tenso; al cabo, se puso en pie y salió del recinto.TRES DÍAS antes de la Navidad, muy temprano, por la mañana, la doctora Mary Fallat, el doctor Riyad Karmy-Jones y los demás residentes celebraron la acostumbrada junta al lado de la cama de David: Resolvieron quitarle la sonda endotraqueal y, por primera vez en dos semanas el niño empezó a respirar por cuenta propia: primero, de manera irregular, pero luego más rítmicamente. No obstante, a los dos días, ciertas complicaciones hicieron necesario practicarle la traqueotomía.Al cabo de una semana, lo sacaron de la unidad de terapia intensiva. Los Myers agradecieron mucho aquel cambio. En el Hospital Infantil, cada sala de atención general tiene, además de la cama del enfermo, un sofá-cama donde los padres pueden dormir. Por rutina, muchos hospitales separan a padres e hijos. En el Infantil, no sólo se permite que los padres pasen ahí la noche, sino que se les invita a quedarse.La tensión emocional de Pat y David Myers había sido considerable. Pat trabajaba en la FBI (Oficina Federal de Investigaciones) y David en el Servicio Meteorológico Nacional estadunidense. Ambos habían faltado mucho al trabajo; ambos habían pasado una gran cantidad de tiempo preocupados por su hijo. A menudo le hablaban a David, mientras permanecían sentados en su lecho; pero durante muchos días interminables él no dio indicios de oírlos. Por fin, una tarde, el padre del pequeño se inclinó sobre él y le susurró unas palabras que siempre lo habían hecho reír, antes del accidente:"¡Óyeme, cabeza de pepino!"El pequeño David sonrió.Myers saltó como golpeado por una descarga eléctrica.Después, hubo leves signos de mejoría, pero no constantes. David mejoraba y volvía a empeorar. A veces abría los ojos, pero no fijaba la vista en nada. Eran los ojos de un ciego.Los especialistas temían que David quedara ciego, mudo, inválido y gravemente afectado del cerebro.
En los dos cubículos de "clave azul" del Hospital Infantil, el personal del "núcleo interior" atiende a pacientes que les han llevado precipitadamente, con graves traumatismos.DOS AGUJEROS EN EL CORAZON
LA AMBULANCIA marcada Medic One (Servicio Médico Número Uno) serpenteaba y ululaba por las calles de Washington, mientras el chofer trataba de ganar segundos en el trayecto hacia el Hospital Infantil. En la parte posterior, un paramédico luchaba por conservar el equilibrio, mientras se inclinaba sobre la paciente para hacer presión sobre el tórax.
La joven de 14 años estaba de pie en un patio de la escuela con unas amigas, cuando pasaron tres muchachos en una motocicleta. Uno de ellos sacó una pistola y disparó. Al llegar la Medic One a la escuela, Tanessa Starnes no tenía pulso ni respiraba. Los paramédicos le desgarraron la blusa y vieron el diminuto orificio de entrada de la bala en el lado izquierdo del pecho. Rápidamente empezaron a inyectarle una solución intravenosa. En menos de cinco minutos, ya iban a toda máquina hacia el Hospital Infantil.El chofer de la ambulancia tomó aliento para informar:—En camino, con una adolescente que presenta herida de bala en el lado izquierdo del tórax. No tiene pulso. Se le está aplicando RCP (resucitación cardiopulmonar). Llegaremos en cuatro minutos.—¡Entendido, Medic One. Cuatro minutos. Estaremos preparados!.El radiooperador del Hospital Infantil tomó el teléfono:"¡Alerta en traumatología! Viene en camino paciente que necesita RCP, ahora mismo".Al llegar Heidi Zwick, el operador le informó:"Se trata de una herida de bala en el pecho".La mente de Heidi se aceleró, pues la desaparición tan rápida del pulso sólo podía significar que la bala había perforado el corazón. Al ocurrir esto, la dura membrana que rodea el corazón se llena de sangre con rapidez, y la presión así originada detiene los latidos. La única manera de resolver este caso consistía en operar inmediatamente el corazón perforado, en el cubículo de clave azul.El doctor Kurt Newman estaba ocupado en una intervención de cirugía menor en un lactante cuando llegó la llamada de Heidi Zwick. Pasó el escalpelo y las pinzas hemostáticas al residente que lo ayudaba."¡Es todo suyo!" indicó, al tiempo que se quitaba los guantes quirúrgicos. Sostuvo el teléfono en la oreja unos segundos, y a continuación se dirigió precipitadamente a la sala de urgencias.En los 60 segundos que faltaban para que llegara la paciente, Newman empezó a organizar al personal:—¡Abra el equipo de cirugía de tórax! —ordenó a la enfermera de la unidad de terapia intensiva; y, dirigiéndose al residente de cirugía, agregó—: Empiece a practicar venodisecciones. Instale los catéteres más gruesos que pueda encontrar e inicie las transfusiones... ¿Dónde está la sangre?—Hay dos unidades aquí, y viene más en camino —contestó una de las enfermeras.La venodisección constituye la manera más rápida de suministar sangre a un paciente. Se corta el músculo, se deja al descubierto la vena más grande que se logre hallar, se perfora y se introduce en ella un delgado tubo de plástico, llamado catéter. Así se dispone de una vía para hacer llegar un gran volumen de sangre al sistema vascular y contrarrestar una hemorragia profusa:—¿Es posible que baje otra enfermera de los quirófanos? —preguntó Newman.Fuera del cubículo, la jefa de enfermeras tomó el teléfono.La puerta doble se abrió de golpe, y tres paramédicos entraron con la traqueteante camilla rodante, que llevaron hasta la mesa de exploración del cubículo.”¡Acabamos de lograr que el corazón vuelva a latir!", informó uno de los paramédicos, casi sin aliento. "Pero es muy irregular".El tórax de la adolescente subía y bajaba a intervalos irregulares, mientras que su respiración producía un estertor en la garganta. A la derecha de la mesa, el residente de cirugía aplicó en el pecho, con fuerza, dos discos del monitor cardiaco. La herida de bala consistía en un orificio oscuro, fruncido. Era engañosa la poca sangre que se veía.—No le siento el pulso —advirtió la enfermera que estaba a la izquierda, mientras el residente abría una vena e inyectaba cardiotónicos—. ¡No hay nada de pulso!—Necesitamos que aplique la RCP —indicó Newman, apuntando hacia un paramédico.El ayudante avanzó y empezó a hacer presión rítmica en el tórax de la muchacha. Newman observó el monitor cardiaco; había actividad eléctrica, pero ni un solo latido. No quedaba más remedio: tenían que abrir el tórax.Tomando una botella del líquido antiséptico de color castaño oscuro, Newman lo aplicó al tórax de la joven y a todo el costado izquierdo. La enfermera encargada de la ropa quirúrgica le presentó un paquete abierto de guantes esterilizados. Newman metió de golpe las manos en ellos. No tenía tiempo de lavarse bien. Tomó otra bola de gasa empapada en el antiséptico para "pintar" nuevamente la piel, y luego extendió la mano para recibir el escalpelo.Newman aplicó gran fuerza al hacer la incisión entre la quinta y la sexta costillas. No hubo hemorragia. ¡La paciente ya no tenía presión arterial! Ni siquiera hubo tiempo para administrar un anestésico, pero la paciente ya estaba inconsciente. Clínicamente, ya había muerto.El residente de la derecha terminó la segunda venodisección en la ingle de la joven y conectó una bolsa de sangre.”¡ Apriete la bolsa!”, ordenó a una enfermera.Con dos venas canalizadas y dos venodisecciones, la muchacha ya había recibido casi una unidad completa (300 a 400 mililitros) de sangre de un donador universal. Un técnico del banco de sangre entró precipitadamente llevando otras dos unidades.Mientras tanto, Newman atravesaba una tras otra las capas de músculo. En cuanto el escalpelo penetró en la cavidad torácica, brotó sangre; al ampliar la incisión, el goteo se convirtió en un chorro que se derramó al piso, empapando los pantalones y los zapatos del cirujano.Newman sondeó la incisión con el dedo enguantado. No era bastante grande."Tijeras", pidió.En cuanto la enfermera le pasó unas tijeras grandes, Newman comenzó a cortar tejidos para ampliar la incisión. Cuando llegó a una costilla, tomó las tijeras con ambas manos, apretó y cortó el hueso. Exploró de nuevo la incisión y, esta vez, la mano entró en la cavidad torácica.”¡Atención! Cuando yo se lo indique", advirtió al paramédico, "suspenda sólo un segundo la RCP".En esos momentos Newman estaba inclinado, observando a través de la incisión la dura membrana que rodea al corazón, o pericardio; tenía un color azul oscuro, y estaba hinchado, lleno de sangre. Era preciso abrirlo para drenarlo, pero Newman debía tener cuidado de no cortar al mismo tiempo el miocardio.Hubo necesidad de hacer varios intentos frustrantes para sujetar el pericardio con una pinza hemostática; pero, por fin, los dientecillos lo sujetaron y Newman aseguró la pinza. Tiró un poco, formando una especie de diminuta tienda de campaña con la membrana; luego, metió la punta de las tijeras y las deslizó hacia adelante, abriendo la tienda.Penetrando en el pericardio abierto, los dedos de la mano derecha se curvaron alrededor del suave y palpitante músculo cardiaco. Lenta y cautelosamente, Newman apretó y aflojó; luego, volvió a apretat y aflojar. El corazón reaccionó con una contracción espontánea.Al latir el corazón, Newman pudo sentir que la sangre fluía contra la palma de su mano. Movió ligeramente la mano, explorando la superficie del corazón, hasta que con la punta de los dedos localizó el agujero en la parte superior de la víscera cardiaca. Tras deslizar el pulgar sobre el orificio, empezó a palparlo todo, hasta llegar a la cara posterior del corazón, y pronto encontró el orificio de salida, que tapó con el dedo cordial. Nuevamente, el músculo cardiaco empezó a contraerse.—¡Estoy palpando el pulso! —exclamó una enfermera, emocionada—. ¡Estoy palpando el pulso!—No hemos terminado aún —replicó Newman—. Tengo los dedos sobre dos agujeros en el corazón.DIECISIETE MINUTOS
SEGÚN el registro cronológico de los acontecimientos, el corazón de Tanessa Starnes volvió a latir a los seis minutos de haber entrado en el cubículo de clave azul. En las operaciones normales, se tarda aproximadamente 15 minutos en abrir el tórax. Newman lo había logrado en menos de cinco.
La mano derecha del cirujano sostuvo el corazón de Tanessa, ejerciendo suave presión con el pulgar y el cordial en los dos agujeros, que estaban en el ventrículo izquierdo. El pulso que percibía era muy acelerado: 150 latidos por minuto, o más, al acelerarse el corazón para devolver la vida a un organismo ávido de oxígeno. A Newman le dolía el hombro, pero no podía moverse; al tapar con los dedos las letales heridas del corazón de la muchacha, literalmente tenía esa vida en la mano.Mientras con los dedos explotaba la superficie del palpitante músculo, la mente de Newman elaboró una imagen tridimensional de aquel órgano. El orificio de entrada estaba peligrosamente cerca de uno de los grandes vasos que suministran sangre al corazón. Recorrió con el índice la superficie cardiaca, buscando la arteria. De haber cercenado esa arteria la bala, entonces el dedo de Newman estaría interrumpiendo parte del suministro de sangre del propio corazón en ese momento. Por primera vez, se preguntó: ¿Podrá sobrevivir esta joven!En dos ocasiones Newman había atendido a niños con heridas similares a aquella. Dos veces había abierto un tórax en el cubículo de clave azul, en desesperada batalla contra la muerte. Y ambas veces la muerte lo había derrotado. Eran enormes las probabilidades de que volviera a perder la batalla. A pesar de los esfuerzos de todos ellos, cabía la posibilidad de que la adolescente ya tuviese muerto el cerebro; o, peor aún: lesiones cerebrales irreversibles. También corría el gran riesgo de contraer una infección. Aquel cubículo no era una sala perfectamente aséptica: era un cubículo de clave azul, a pocos metros de la puerta hacia el exterior, donde proliferan las bacterias.Sabía que debía cerrar sin pérdida de tiempo los orificios causados por la bala en el ventrículo izquierdo. Para eso, necesitaba la ayuda de un cirujano cardiólogo. Mientras una enfermera sostenía el teléfono en la oreja de Newman, el médico habló con el doctor Frank Midgely, que todavía estaba en el quirófano del segundo piso. Con unas cuantas frases breves, Newman le expuso el caso.No es tarea fácil cerrar un agujero en un corazón palpitante. En primer lugar, el corazón se mueve continuamente, lo cual dificulta la sutura. En segundo lugar, cada vez que se retira el dedo del agujero, para tratar de plantar un punto, la sangre brota a raudales y oculta todos los puntos de referencia anatómica.Midgely y Newman resolvieron el problema con pequeños tapones de fieltro esterilizado, bastante absorbentes para llenarse de sangre, que luego formó densos coágulos y detuvo las hemorragias. Newman retiró el pulgar de la herida del frente, colocó de golpe un tapón en ella y lo sostuvo en su lugar con la yema de un dedo, mientras el doctor Midgely lo unía cuidadosamente a la superficie del corazón con una serie de puntos de sutura hechos a toda prisa.La cara posterior del corazón resultó más difícil. El orificio de salida era mayor y más irregular. Fue indispensable que alzaran el corazón y lo volvieran, para ver la herida. Inclinados sobre el cuerpo de la jovencita, los dos cirujanos se afanaron en acomodar con todo cuidado el segundo tapón; luego, lo fijaron con sutura.Al fin, ambos hombres se enderezaron y Newman movió los hombros doloridos.Al salir, la bala había producido agujeros en el pulmón izquierdo de la joven. También debían cerrarlos, pero la crisis inmediata había concluido. ¡Ya estaba latiendo el corazón de Tanessa!—Creo que ya no es peligroso trasladarla a la planta alta —comentó Newman.Midgely asintió con la cabeza.—Allá podemos hacer la labor de limpieza —sugirió.Con grandes zancadas, Newman recorrió el pasillo hacia el cuarto donde estaban los casilleros de los médicos, dejando un rastro de rojas pisadas con bordes irregulares. Según el registro cronológico, había transcurrido sólo 17 minutos desde la primera incisión. Le había parecido una eternidad.UNA VEZ EN LA VIDA
EN TODO el Hospital Infantil reina un clima de cordialidad; una sensación de apacible y amable afecto que todo lo impregna y ayuda a mitigar el dolor y a curar a los enfermos. Esa atmósfera no es obra de la casualidad. Surge por la labor y el ejemplo de los cientos de personas que trabajan en la institución, porque —antes que nada, a pesar de todo y siempre— aman a los niños.
Marty Eichelberger y su personal comprenden, en los detalles íntimos y a menudo sangrientos, que no es posible prevenir todos los accidentes. Sin embargo, muchos casos del Hospital Infantil tienen un final feliz. Richard, el niño maltratado, había sufrido quemaduras en los brazos, pero lo curaron sin que siquiera se le desprendiese la piel. Al admitirse otro caso de quemaduras, cambiaron a Richard a otra sala, pero estuvo varios días más hospitalizado.Para entonces, el único padecimiento de Richard era social; no de índole médica. Una juez había firmado la orden que prohibía a la madre de Richard y a su prometido que visitaran al niño sin vigilancia y, además, que lo sacaran del hospital. Poco después, la policía detuvo al prometido de aquella mujer y lo acusó de maltrato criminal en perjuicio del menor. La madre ya estaba colaborando con la policía, y tal vez algún día pudiera reclamar la custodia de su hijo. En el ínterin, Richard empezó a ser tratado con psicoterapia, y el tribunal le asignó padres adoptivos: un matrimonio ya encanecido, que había visitado varias veces al pequeño en el hospital, le brindó un nuevo hogar.David Myers, hijo, debió haber sido víctima de una tragedia; pero su gran resistencia natural y la constante atención de los residentes y enfermeras lo sacaron avante.Los médicos habían opinado que tenía paralizadas las cuerdas vocales y tal vez jamás volvería a hablar; sin embargo, cuando salió rumbo al Instituto Kennedy para Niños Minusválidos, en Baltimore, Maryland, ya había aprendido a tapar con un dedo la sonda de la traqueotomía y a aprovechar la fuerza del aire para decir: "¡Hola!"Los médicos habían dictaminado también que el cerebro del niño estaba tan lesionado, que quizá nunca volviera a ver. De pronto, un fin de semana, durante el tratamiento de rehabilitación, el padre descubrió que, al estar él de pie a la izquierda del pequeño, el niño sonreía. Si se pasaba a la derecha, la sonrisa se desvanecía. Los oftalmólogos examinaron la vista de David y comprobaron que la había recuperado en parte, lo suficiente para andar solo.Cuando los Myers llevaron de nuevo a David al Hospital Infantil para su reconocimiento médico semestral, el niño ya caminaba, jugaba con diversos juguetes y unía bien las palabras en enunciados sencillos.La más sorprendente fue, quizá, Tanessa Starnes. Ocho días después de que la hirieron, se dirigió a un montón de micrófonos en el hospital. En tono suave, pero claro, sus primeras palabras fueron:”¡ Hola! Me siento muy bien”.El doctor Newman, el padre de la adolescente, dos de las enfermeras que la atendieron y tres paramédicos rodeaban a Tanessa, la Joven del Milagro, y sonreían mientras los fotógrafos y reporteros de los medios informativos locales aprovechaban la oportunidad.La verdad, según comentaría después Kurt Newman, es que no hay muchos milagros, sino mucha suerte, y nada más. Tanessa tuvo la suerte de que en la primera ambulancia que llegó había paramédicos bien preparados y dinámicos, que se negaron a darse por vencidos. Tuvo la suerte de estar cerca del Hospital Infantil del Centro Médico Nacional de Estados Unidos, donde Marty Eichelberger había fundado el servicio de traumatología pediátrica en 1980.”¡Es maravilloso contar con un sistema de esta clase!" declara Newman. "Lo único que tuve que hacer fue mirar a la gente, darle órdenes cortas, y todo estaba hecho. Todas las piezas se acomodaron en su lugar. Fue una de esas cosas que, si tiene uno suerte, suceden una vez en toda la carrera profesional".O una vez en la vida, si se trata de Tanessa Starnes.Y eso es lo que impulsa al doctor Marty Eichelberger; es también lo que impulsa a todos los miembros del personal de traumatología del Hospital Infantil. Salvar tan sólo a un niño es una gran hazaña; salvar a cientos o miles, pertenece al mundo de los más bellos sueños.