COSTUMBRES DE OTRO MUNDO (David Braly)
Publicado en
diciembre 25, 2011
Le digo que es verdad —susurró apremiante Charlie Wang—. El viejo Sam puede morir de un momento a otro. Sólo sigue vivo por pura obstinación.
Charlie Wang, un hombrecillo flaco de origen chino, se sentaba a la mesa frente a Arthur Crumb, un hombrecillo flaco de origen inglés, en un restaurante cantonés de River Valley Road, en Singapur. El restaurante estaba lleno hasta los topes de clientes escandalosos. El día era tan cálido y húmedo como solían ser siempre en Singapur.—Sam Lee lleva años al borde de la muerte —dijo Crumb—. Pero no se muere nunca. Lo más probable es que nos entierre a todos.—No, no, no me está escuchando. Tengo un contacto dentro de la casa de Lee.Wang lo decía como si fuese algo misterioso o impresionante, pero Crumb no ignoraba que el tal «contacto» era una prima segunda de Wang, una mujer de unos cincuenta años que trabajaba de lavandera en la mansión de los Lee.—Se hunde por momentos —dijo Wang—. Intenta aguantar como puede pero le ha llegado la hora. No importa lo mucho que intente vivir: esta vez seguro que se muere.Crumb se encogió de hombros. Los tenía más bien estrechos.—¿Y qué? ¿En qué me beneficiaría eso?Wang se acomodó en la silla y sonrió. Tenía una sonrisa cobarde, diabólica.—A un hombre sabio le sería útil tal información, señor Crumb. Y, desde luego, un hombre como usted, un hombre que está en un negocio como el suyo, sabrá encontrar la manera de sacar provecho de la defunción del honorable Sam Lee.Crumb empezaba a preguntarse si habría alguna manera de sacar provecho. Quizá, si fuese miembro de la sociedad secreta (así es como los habitantes de Singapur denominan a sus bajos fondos), podría beneficiarse de la muerte de un jefe tan importante como Sam Lee. Pero no era miembro de tal grupo. Era un extranjero, representante de un Sindicato australiano.—Te equivocas —dijo a Wang—. Cuando muere un presidente o un primer ministro, los que pueden sacar provecho son los miembros de su gobierno, en ningún caso el embajador de una potencia extranjera.Wang sonrió torvamente.—Un embajador sabio encontraría el modo —insistió.—Entonces, no soy un embajador «sabio», porque no veo la manera. Además, no habrá grandes cambios en la organización Lee cuando el viejo muera. Simplemente, Lim ocupará el cargo tanto de nombre como de hecho.Lim Lee era el hijo mayor del viejo Sam. Hacía tres años y medio que dirigía la organización Lee. Tenía que consultar con su padre y el viejo conservaba el privilegio de revocar cualquier decisión pero, en casi todos los aspectos, Lim era el jefe absoluto y todos los miembros de la organización lo sabían.Lim Lee. ¡Qué nombre tan extraño! Era joven, fuerte, pulcro, muy parecido a todos los ejecutivos agresivos de China en la treintena. Podría confundírsele con el director de cualquier compañía comercial de la ciudad, de cualquier banco, agencia de transportes o industria de alta tecnología. Aunque había ordenado asesinatos por causas casi ridículas, era un buen padre que se las arreglaba para tener un día a la semana libre de trabajo para dedicarlo a sus hijos, un esposo amante que viajaba frecuentemente con su bellísima esposa y un hijo leal que hacía todo lo posible por alegrar los últimos días de su padre.Desde luego, Lim Lee no se parecía en nada a Muldowney. Phelim Muldowney era el superior inmediato de Crumb. También era la sombra de su vida, su torturador, su verdugo, su chantajista.En el importante Sindicato de Sydney, Four Quarters, Muldowney y él se habían convertido en rivales. No era ésa la intención de Crumb.Hubiera dado gustosamente un año de vida por no tener como enemigo a aquel matón sádico. Pero el destino, las circunstancias, los acontecimientos —llámense como se quiera— los habían colocado frente a frente. Así que se habían visto envueltos en una lucha por el puesto de lugarteniente del jefe de la organización, Frank «piolet» Smith.—Si quieres disfrutar de una vida larga y feliz, márchate de Australia —le dijo un día Muldowney.Todos los instintos de Crumb le decían que tomara nota de la advertencia. Pero la sola visión de Muldowney le repelía tanto que se había obligado a sí mismo a quedarse. No podía permitir que un hombre así le derrotase. Muldowney —dos metros de altura, mandíbula cuadrada, mirada salvaje, orejas de boxeador, el pelo cortado a cepillo, siempre presente a sus espaldas— sonreía al decírselo. Aquella sonrisa pretenciosa, llena de dientes amarillos, había enfurecido a Crumb lo suficiente como para desobedecer a la lengua que había tras ella.Se había quedado en Sydney.Al menos, se había quedado cuatro meses, hasta que Muldowney descubrió una tarde que se veía con la esposa de Smith, Jan, en un parque. No había ido a Smith con la información. En lugar de eso, había prometido a Crumb que el jefe no se enteraría si se marchaba de Australia y dejaba libre el puesto número dos. Crumb aceptó rápidamente la proposición.Así era como había terminado en Singapur. Aquella ciudad era el centro de actividades más importante fuera de Australia del Sindicato. Cuando Crumb dijo a Smith que el clima de Australia era peligroso para su salud, le había destinado a Singapur. Muldowney se convirtió en lugarteniente de Smith y Crumb en su representante en Singapur, y tenía que responder ante Muldowney. Era el esclavo de Muldowney.Una de las características de Muldowney era que, cuando tenía a un hombre por debajo de él, no se limitaba a jactarse: lo pisoteaba. Entre sus deberes como número dos del Sindicato estaba el de revisar periódicamente las operaciones en el extranjero. Así que, cada tres meses, iba en avión de Sydney a Dakarta, Manila, Selangor, Singapur y de vuelta a Sydney. Eso significaba que, cada tres meses, Crumb tenía a Muldowney pegado a su espalda durante dos o tres días. A Muldowney, que le insultaba y se burlaba de él constantemente. Y que, al final de cada visita, se despedía de él con las mismas palabras: «Cuando sea el jefe, Arthur, nene, mi primera orden será que me traigan tu cabeza en un bote de trementina.»Sí, sería más práctico preocuparse de Phelim Muldowney que de Sam Lee. Sobre todo teniendo en cuenta que Muldowney tenía previsto llegar a Singapur a la mañana siguiente.Era algo que había sorprendido a Crumb. Muldowney no tenía que pasar por allí en su gira habitual hasta dos semanas después. Esto era algo extraordinario. El día anterior, Crumb había recibido un cable cifrado de Sydney que, traducido, decía así: PHELIM LLEGARÁ PASADO MAÑANA. PRÉSTALE TODA LA AYUDA NECESARIA. IMPORTANTE NEGOCIO A LA VISTA. SMITH.¿De qué podía tratarse? ¿Qué asunto podría interesar al Sindicato en Singapur sin que Crumb estuviera al tanto? Intentaba saberlo todo sobre Singapur y Malasia, al menos todo lo que pudiera ser importante para el Sindicato, todo lo que pudiera estar relacionado con él de alguna manera. Era su trabajo, y Crumb lo hacía bien.Quizá se estuviera cociendo algo a sus espaldas. No sabía qué, pero algo. En ese caso, Crumb estaba seguro de que el responsable sería Muldowney. Se pasaba el día despreciándole, siempre detrás de él, ignorando la autoridad que poseía. En parte lo hacía para reafirmar su propio poder y, en parte, porque estaba seguro de que Arthur Crumb era completamente imbécil.—Pero, ¿te estás oyendo? —había explotado de repente Muldowney en su última visita de inspección—. Hablas como si supieras todo lo relativo a la situación local. ¡Como si no fueras tan australiano como yo!—Lo soy —le contestó en aquel momento Crumb—, pero llevo suficiente tiempo en Singapur como para saber algunas cosas.—Eres demasiado idiota como para saber nada sobre nada, Arthur, nene. Si no hay más que verte, aún aquí, trabajando para el Sindicato. Si tuvieras un ápice de cerebro, estarías cogiendo el primer avión para cualquier país lejano y desapareciendo. Cuando yo mande, mi primera orden...—Ya lo sé, ya lo sé: mi cabeza en trementina.—Puedes apostarlo.Algún día, Muldowney se iba a enterar. Aún no sabía cómo, pero haría que se enterase. Algo relativo a la organización, a Singapur, a alguna actividad específica, como contrabando o algo así... Sí, aquel cerdo se iba a enterar.La voz de Wang arrancó a Crumb de sus meditaciones.—Perdona —dijo Crumb—. Estaba pensando en otra cosa.—Estaba diciendo que Lim Lee ha llamado a un especialista carísimo de Hong Kong. Le está pagando una fortuna para que cure al viejo Sam. Pero, ahora, nada puede salvarle.—Yo no estaría tan seguro. Sam Lee se agarra a la vida con todas sus fuerzas, siempre lo ha hecho.—Cierto. Y Lim persiste en creer que su padre volverá a recuperarse. Va al templo a rezar por ello todos los días. Pero es inútil. El viejo apenas recuerda su propio nombre. Empeora cada hora que pasa. Me lo ha dicho mi contacto, señor Crumb.Crumb se puso de pie. Wang también se levantó, en señal de respeto.—Si, en el futuro, puedo sacar algún provecho de la información que me has proporcionado —dijo Crumb—, me aseguraré de que se refleje en tu cuenta bancaria.—Gracias, señor Crumb.Crumb salió del restaurante para sumergirse de lleno en la pesada atmósfera de primera hora de la tarde. Casi inmediatamente tuvo que sacar el pañuelo y enjugarse el sudor que le corría por la frente. Singapur tenía algo, una emoción que no había experimentado en ninguna otra parte, una emoción que se basaba en el dinero y en el comercio. Le gustaba, pero detestaba esta Ciudad del León. Echaba de menos Sydney.Solía pensar a menudo en Sydney. No era demasiado sentimental, pero Sydney había sido su hogar y allí había dejado a todos sus viejos amigos. Allí, se sentía cómodo. Nunca podría acostumbrarse a Singapur, con sus extrañas costumbres, su población oriental, su calor... Con todas sus diferencias. Para ser exactos, sólo encontraba dos cosas en las que Singapur superaba a Sydney: aquí el dinero gustaba más y Phelim Muldowney vivía muy lejos.—Pero estaría en la ciudad al día siguiente.—¿Por qué?—Porque Sam Lee está agonizando —dijo Muldowney. Crumb le recibió en el aeropuerto y le había acompañado a un hotel de Jalan Rumbia. Hasta que no estuvieron dentro de la habitación de Muldowney, Crumb no se aventuró a preguntarle por el motivo de tan repentina visita.—Ya he informado varias veces de las dolencias de Sam Lee —dijo Crumb—. Y también he notificado que el viejo siempre consigue salir adelante.—Pero no podrá hacerlo por siempre jamás, simpático. Tarde o temprano, todos tenemos que morir. Hasta tú y yo. —Muldowney dirigió a Crumb una mirada que pretendía ser significativa.Crumb pretendió no haberse dado cuenta.—¿Qué te hace pensar que va a morir esta vez, si no lo ha hecho las otras? —Tenemos un hombre dentro de la organización Lee que informa directamente a Frank. Según este tipo, Sam Lee no tiene la menor posibilidad de salir adelante esta vez. Su hijo Lim es la única persona que aún cree que Sam Lee se recuperará.—Ya. ¿Y qué tiene que ver esto con el Sindicato? Muldowney se dirigió a la ventana de la habitación. Miró al exterior. Mirando por encima del hombro de éste, Crumb veía lo mismo que Muldowney: la ciudad. La enorme, reluciente, blanca ciudad. La animada, bulliciosa, brillante Singapur. —Expansión —dijo Muldowney.—¿En Singapur? Imposible. La sociedad secreta nos permite hacer negocios aquí, pero si estáis pensando crear una especie de rama, ya os podéis ir olvidando. Se pondrían a trabajar codo con codo con la policía para echarnos.Muldowney se volvió y dedicó una sonrisa desdeñosa a Crumb, que se sentó en una esquina de la cama y encendió un cigarrillo.—Sí —dijo—. En Singapur. —Es completamente imposible.—Ya volvió a hablar el experto. Pues escúchame, inglesito: lo vamos a hacer. Y ya he trazado un plan. —¿Que tú has trazado...?Los ojos de Muldowney se volvieron fríos y duros. Crumb deseó fervientemente poder retirar aquellas cuatro palabras que se le habían escapado de los labios.—Sí —dijo Muldowney—. Que yo he trazado. —¿Cuál es el plan? Muldowney sonrió.—Así está mejor. No tanto como para salvar tu cabeza, pero... El plan consiste en incluir la organización de Lee en el Sindicato. Será beneficioso para todos.. El viejo Sam Lee nunca hubiera accedido a la fusión, es demasiado independiente. Pero puede que Lim Lee, sí. A Lim Lee le gusta el dinero y tiene un título universitario en administración de negocios. Se tratará únicamente de explicarle los beneficios que nos reportaría a ambos. Ahora fue Crumb el que sonrió.—Y, una vez que la organización forme parte del Sindicato, el señor Lim Lee sufrirá un repentino caso de muerte y nosotros nos haremos cargo de todo.Muldowney le dio una profunda calada al cigarrillo.—No será una cosa inmediata, por supuesto. Esperaremos un poco. Habrá que averiguar cuáles de sus lugartenientes estarían dispuestos a trabajar con nosotros y para nosotros. Cuando contemos con la lealtad de algunos de los hombres de Lee, le mataremos.A Crumb le hubiera gustado dejar traslucir lo ridículo que le parecía el plan, pero no se atrevió. Sin embargo, sabía que nunca daría resultado. Al parecer, Muldowney pensaba que Lim Lee era completamente idiota. Averiguaría al instante las intenciones subyacentes al plan. Y, aunque no pudiera imaginarse los movimientos ulteriores del Sindicato, nunca accedería a la fusión. La organización Lee era la banda más importante de Singapur. Lim Lee no se subordinaría a un sindicato extranjero, ni tan siquiera ante la posibilidad de conseguir mayores beneficios. Para él, el poder era más importante que la riqueza. Ya tenía poder y riqueza. Puede que obtuviera más riqueza si se unía al Sindicato, pero su poder sufriría una seria merma. Se convertiría en un subordinado de Frank Smith. Peor aún, se convertiría en un subordinado de Phelim Muldowney.—Parece posible —dijo Crumb—. ¿Qué piensas hacer?—Entrevistarme con Lim Lee.—¿Cuándo?—Inmediatamente. ¿Por qué crees que estoy aquí?—Tendrás que esperar a que muera Sam Lee. Puede revocar cualquier decisión de Lim Lee.—No «tengo que» hacer nada, Arthur, nene. Además, Sam Lee no está en condiciones de revocar decisiones, ni de su hijo ni de nadie. Está a las puertas de la muerte. Y, aun en el caso de que el viejo esté todavía en condiciones de supervisar estos asuntos, todo lo que tiene que hacer Lim Lee es mantener mi proposición en secreto.—Lim jamás le ocultaría algo a su padre —dijo Crumb—. Respeta y quiere demasiado al viejo. Si su padre dice no, Lim te dirá lo mismo. Hace lo que le dice, siempre.Muldowney se echó a reír. Se puso de pie, todavía riéndose, y volvió a dirigirse a la ventana. Estuvo mirando al exterior hasta que consiguió dominar el acceso de risa y, entonces, se volvió hacia Crumb.—Eres aún más idiota de lo que pensaba —le dijo—. ¿De verdad crees que un hombre como Lim Lee va a desestimar una proposición de este calibre por lo que pueda decir un viejo enfermo?, No me importa que sea su padre, no lo tendrá en cuenta. Él y yo somos muy parecidos. Tú eres incapaz de comprenderlo porque eres estúpido y débil, y careces del menor empuje. Empuje hacia el poder, hacia la riqueza. Eso es lo que te pasa, Arthur. Yo le comprendo, como cualquier otra persona importante en nuestro negocio. ¡Pero tú...! ¡Ja! Cuando te amenacé con irle con el cuento a Frank, te largaste de Australia con el rabo entre las piernas. Esperaba que intentases algo contra mí. Es lo que yo habría hecho en las mismas circunstancias. Pero no, tú no. Tú, te largaste.—No comprendes a Lim Lee. No es como tú. Tiene una escala de valores completamente diferente.Muldowney sacudió la cabeza y dio otra calada al cigarrillo.—Su escala de valores es exactamente igual que la mía —dijo—. Nos entenderemos a la perfección.—Pero...—¡Haz lo que te digo! —le cortó Muldowney—. Concierta una entrevista con Lim Lee para mañana.—Sí, señor.—Así está mejor. Ahora, sal de aquí. Ha sido un viaje duro y quiero asearme un poco para ir por la ciudad.Crumb se dirigió a la puerta, pero, antes de cruzarla, se volvió otra vez hacia Muldowney.—Ya sé que no le darás importancia a lo que te diga, pero conozco a Lim Lee mejor que tú.—Puede que sepas más de su vida y costumbres, pero no conoces su corazón. Yo, sí: tiene el mismo color que el mío. Desea las mismas cosas que yo.—Muy bien —consintió Crumb—, puede que sepas más que yo sobre la personalidad de Lee. Pero yo sé más sobre Singapur.—¿Y?—Y no puedes entrevistarte con Lim Lee así, en frío.—No entiendo ni palabra de lo que dices —le contestó Muldowney.Crumb se alejó de la puerta, en dirección a Muldowney.—Estoy intentando decirte que, según la costumbre local, deberías llevarle un obsequio a Lim Lee. Es la tradición para cuando has conocido a un hombre importante y has sido tú el que concertó la cita.—¿Qué clase de obsequio?—Algo sencillo. No tiene que parecer un intento de comprarle. Por otra parte, tampoco puedes llevarle algo demasiado barato, sería un insulto. El valor del objeto determinará el que atribuyes al encuentro o al mismo hombre.—Eso es como no decirme nada —dijo Muldowney—. Lo que para ti es caro puede ser una bagatela para mí. ¿Qué tendría que llevarle exactamente?—No me atrevería a hacer una sugerencia concreta. Si algo sale mal, tendrías mi cabeza en ese bote de trementina antes de lo que planeabas. Sólo te diré que tiene que ser algo sencillo, no barato, y no debe resultar un mal auspicio para el signo del señor Lee.—Su «signo». ¿Y de qué demonios me hablas ahora, Crumb?—De su horóscopo. Si, mañana por la mañana, el horóscopo del Strait Times dice que los nacidos bajo el signo de Capricornio —que es el de Lim— deben estar en guardia contra cualquiera que les ofrezca un regalo extraño, tienes que tener cuidado con que el tuyo no lo sea.—Sí, ahora que lo dices, ya me habían comentado que Lim Lee era un chalado de la astrología.—En Singapur, casi todo el mundo cree que la astrología es algo importante.—Muy bien —contestó Muldowney—, apúntate un tanto. Según esto, ¿qué tengo que llevarle?—Ya te he dicho que no me atrevo a hacer una sugerencia concreta. Basta con que procures que sea algo sencillo, pero no barato. Un amigo mío le regaló a un miembro del gabinete nacional un par de sandalias rústicas que, al individuo, le encantaron. Como resultado recibió un bonito contrato para un proyecto de construcción cerca de la carretera de Orchard. Si le hubiera llevado algo barato, como un bolígrafo, el otro lo habría tomado como un insulto a su valía; si le hubiera regalado algo caro, como un aparato de televisión, sería un insulto a su honradez. Utiliza tu propio criterio, pero ten cuidado.Crumb fue hasta la puerta y la abrió para marcharse.—Oye, un momento —le detuvo Muldowney—. ¿Es tan importante lo del regalo? Quiero decir que Lim Lee comprenderá que no conozca las costumbres de Singapur.—Si quieres resultados, deberías intentar hacerlo lo mejor posible. Recuerda el viejo proverbio malayo: Sa-ekor kerbau memba-wa lumpor, sa-kawan terpalit.—Que quiere decir...—«No hace falta más que un búfalo cojo para bajar el precio de toda la manada.» Con un hombre como Lim Lee, un fallo de protocolo y todo el plan se cae en pedazos. Si no quieres no te creas nada de lo que te digo, pero recuerda esto.Crumb se marchó.Mientras bajaba en el ascensor, meditó acerca de lo que había dicho a Muldowney. Aunque no le llevase un regalo a Lee, Crumb no perdería nada. Pero si lo hacía... Fusión no iba a haber, de eso Crumb estaba seguro. Ni con todos los regalos del mundo se podría conseguir que la organización de Lee se uniera al Sindicato. En cambio, si aquel imbécil hacía lo que esperaba que hiciera, Crumb sería libre.Se pasó el resto de la mañana concertando el encuentro entre Muldowney y Lim Lee. No dijo a los hombres de Lee de qué trataría, sólo que era una propuesta específica de Muldowney que beneficiaría a la organización. Se le dijo que Lim Lee recibiría el mensaje.Aquella tarde, a las tres, un miembro de la organización Lee llamó al apartamento de Crumb para concertar la cita.—Mañana, a las diez de la mañana, en la parte trasera de nuestro restaurante de High Street. ¿Lo conoce?— Sí. Informaré al señor Muldowney.—El señor Lee espera que el señor Muldowney llegue a tiempo y solo.—Se hará como el señor Lee desea.Y se hizo como el señor Lee deseaba. Crumb fue temprano al hotel de Muldowney y le llevó al restaurante. No dejó de advertir que Muldowney llevaba algo envuelto en papel verde. —¿ El regalo para Lim Lee? —preguntó. —Sí.—¿Qué es?—Como no había manera de sacar nada en concreto de lo que me dijiste, decidí hacerle el mismo regalo que tu amigo al burócrata.—¿Un par de sandalias rústicas?—Sí. Y más valdrá que le gusten, porque, si no, te haré responsable.—Seguro que le gustarán... Éste es el restaurante. Aparcaré cinco manzanas más arriba. Cuando acabe la reunión, ve hacia allí. Estaré esperando.Crumb se acercó a la acera para que Muldowney pudiera apearse. Luego, condujo a lo largo de cinco manzanas y aparcó el coche frente a una tienda de ultramarinos. Esperó allí.En la espera, sudaba terriblemente. Y no era por el calor. Pasó una hora y media antes de que la puerta del Toyota se abriera y Phelim Muldowney se sentara en el asiento contiguo al suyo. Se quedó allí un minuto. Al parecer, había caminado demasiado deprisa, y la falta de costumbre al aire húmedo le hacía sudar. Sacó el pañuelo y se limpió la cara y las orejas.—Hace calor —dijo al fin.—Como siempre —contestó Crumb—. Pero no es tanto el calor como la humedad.Muldowney le dirigió una mirada gélida.—Detesto a la gente que dice eso.—Perdona... ¿Cómo ha ido la reunión con Lim Lee?Muldowney sonrió con cara de autosatisfacción.—Estupendamente. No hizo ningún comentario, pero me escuchó con toda atención. Sé que está interesado, lo presiento.—Bien.La sonrisa de Muldowney se desvaneció de repente.—Arthur, nene, me parece que querías que me mataran —dijo.—¿Qué? ¿Estás loco? ¿Qué estás diciendo?—El paquete que llevaba, el regalo. Cuando entré, me estaban esperando algunos de los hombres de Lee y me agarraron. Pensaban que el maldito trasto era una pistola. Pero tú no habías planeado eso, ¿verdad, Arthur?—Claro que no.—Claro que no, apostaría a que ni siquiera se te pasó por ese sucio cerebro inglés.—Te lo juro. No pasó nada, ¿verdad?—Les dije que era un regalo para el señor Lee. Lo cogieron, notaron que no era nada de hierro y me lo devolvieron. Pero no me quitaron la vista de encima hasta que se lo di a Lim Lee.—¿Le gustó?—No dijo nada. Parecía sorprendido, incluso un poco molesto, como si las sandalias no fueran un buen regalo. Pero se limitó a preguntarme si era yo personalmente el que le hacía el regalo. Le dije que sí, por supuesto.—Por supuesto. —Crumb puso en marcha el motor—. Te prometo, Muldowney, que no se me ocurrió ni por un momento que confundirían el paquete con un arma. De hecho, ni siquiera sabía que habías decidido llevarle unas sandalias a Lim Lee hasta que me lo dijiste.—Aja —gruño Muldowney. Todo lo demás sucedió muy rápidamente. Charlie Wang telefoneó a Crumb aquella noche a las once y media para informarle de la muerte de Sam Lee. Había acaecido una hora antes, en presencia de dos médicos y tres de sus hijos. Lim Lee no estaba allí. Llevaba desde el mediodía en el templo.—¿Desde el mediodía? —preguntó incrédulo Crumb.—Sí. Rezando para que su padre no muriera. Al parecer, por fin se dio cuenta de lo cerca de la muerte que estaba el viejo. O eso, o recibió un mal presagio.—¿Le han informado ya?—Sí. Ya ha ido a la casa Lee. Está deshecho. Quería de verdad a ese viejo.—Ya lo sé.Muldowney telefoneó a Crumb a la mañana siguiente a las ocho para que le llevara al aeropuerto. Crumb le contestó que el Toyota tenía algún tipo de avería y que lo había dejado en el garaje la tarde anterior. Le sugirió que cogiese un taxi.—No te creo, Arthur, nene —dijo Muldowney—. Pero no importa. Ya me pagarás también ésta más adelante, cuando yo sea el jefe.—Frank debería enterarse de todos esos planes tuyos para convertirte en jefe. Creo que le interesarán.—Sí, pero no serás tú quien se los cuente. Si sabes lo que te conviene, al menos.—Claro que lo sé, puedes jugarte lo que sea.—No creo. Si de verdad supieras lo que te conviene, desaparecerías.Muldowney cogió un taxi hasta el aeropuerto. Según los informes que le llegaron más tarde, Phelim Muldowney llegó a las ocho y media y fue inmediatamente asesinado a balazos por un grupo de desconocidos. Corrió el rumor de que los asesinos eran hombres a sueldo de Lim Lee.Menos de una semana después, Arthur Crumb se reunió con Charlie Wang en un restaurante situado en la carretera de Orchard. Crumb se lo debía. Y Arthur Crumb siempre pagaba sus deudas.—Serás el nuevo representante del Sindicato Four Quarters en Singapur —le dijo—. Ya te he preparado una cita con Frank Smith.—Su generosidad me abruma.—Me hiciste un favor, Charlie, así que te pago con otro. Eso es todo. Ahora, estamos en paz.—No alcanzo a comprender qué favor le hice para que me colme con tantos bienes. ¿Y usted, señor Crumb? ¿Adonde va a ir ahora?— Vuelvo a casa, a Sydney. Voy a ser el nuevo lugarteniente de Frank Smith, el número dos del Sindicato.—Ah —dijo Charlie Wang—. Entonces, va a sustituir al señor Muldowney.—Sí.—Sentí mucho saber lo de la muerte de su amigo. Pero Lim estaba furioso con él. Atrajo la mala suerte sobre la casa de los Lee. Muerte. Lim Lee fue al templo a intentar alejarla, pero no fue posible.—Vamos, Charlie. Un hombre práctico como tú no me va a decir que se cree todas esas historias sobre la buena y la mala suerte.Charlie Wang sonrió, sin contestarle.—Espero —continuó Crumb— que el señor Lee no me crea en nada responsable de la muerte de su padre.—Oh, no, sabe que fue sólo aquel terrible señor Muldowney el que mató a su padre. Nada más abrir el paquete que le llevaba, le preguntó que de quién era la idea de hacerle semejante regalo. El señor Muldowney reconoció que había sido exclusivamente suya.—Muy cierto.—¡Imagínese! —dijo Charlie Wang—. Hacerle semejante regalo a un hombre. ¡A un hombre con un pariente cercano a las puertas de la muerte!—Unas sandalias no son mal regalo —observó Crumb.—¡Aquéllas eran unas sandalias rústicas! ¡Las sandalias que se utilizan en los funerales! Seguro que el señor Muldowney sabía que un regalo así atraería la mala suerte, atraería la muerte.Crumb sonrió.—Digamos que, al menos, ya lo ha averiguado.Fin