COLONIZADORES DEL ESPACIO (Charles Carr)
Publicado en
diciembre 04, 2011
Título original: Colonists of space
UNIDAD 1
No hace falta que se quede usted aquí —dijo Lyon pausadamente.
—Pero, hoy —insistió Adams—; sin duda hoy más que ningún otro día debería quedarme, señor. Los dos hombres se enfrentaban a través de la mesa metálica del capitán, en la sala de control. Lo mismo que todos los demás de la tripulación del Colonizador, llevaban batas negras. Detrás de Adams se encontraba una pantalla de radar, y por todas partes había esferas, instrumentos y controles. Solamente las sillas, ajustables y muy acolchadas, parecían fuera de lugar. La luz era indirecta y fuerte; no había ventana alguna. Había un gran silencio, sin que la más mínima vibración indicase que se estaban moviendo a unas 25.000 millas por hora.—Hoy —dijo Lyon a su segundo de a bordo— será como cualquier otro día. O tan parecido como podamos hacer que lo sea. Esta aceleración, no es sino rutina.—No se ha hecho nunca antes —observó Adams algo inquieto.—No es así que lo hemos de considerar. Accedería a que se quedase usted aquí si pensase que no lo iba a poder soportar solo en su cabina, Adams. Pero no me gustaría pensarlo.—No —dijo Adams—, no se trata de eso. —Deslizó su mano a través de su rubio y tieso cabello—. No me molesta estar solo. Probablemente me dormiré. Lo único que me pareció es que quizá... bueno, es una gran responsabilidad.—No intento que usted la comparta —respondió Lyon—. Y usted está de guardia abajo. Vaya y descanse: Si le necesito le llamaré por el intercom.
Adams permaneció de pie, vacilando. Abrió la boca para protestar, pero entonces se encontró con la mirada de Lyon, reflexiva y ciertamente no hostil, pero que por otra parte no invitaba a la discusión. Adams se mordió la observación que había estado a punto de hacer. Anotó el libro de a bordo, firmó la anotación, y abrió una puerta, deslizándola. Una vez hecho eso, permaneció inmóvil un instante, mirando hacia atrás. Lyon le sonrió levemente, animándole, y luego se despidió con un gesto de la cabeza. Adams respondió al saludo, pero de un modo solemne. La puerta se deslizó cerrándose y Lyon se quedó solo. Se apoyó hacia atrás con soltura, sentándose cómodamente. Incluso entonces que estaba solo, sus facciones no expresaban nada. Era una cara extraña y vigorosa, sin líneas a pesar de su historia de veinte años de viajes espaciales en más de cincuenta naves. Su cabello, oscuro y espeso, era elástico y vigoroso; sus facciones claras y regulares; y su armazón de gruesos huesos y robusto. Tenía un aire indestructible, y le habían llamado «El Hombre de Hierro». Se decía de él que ni siquiera la mayor responsabilidad le podía hacer perder una hora de sueño. Podía inspirar confianza a una tripulación, y estaba dispuesto a enfrentarse con lo imprevisto y lo desconocido. Esas eran las características que le habían valido aquel cargo. Accionó el indicador del intercom. Inmediatamente salió una voz joven y áspera del altavoz:—Máquinas.—Había el capitán. Quiero tener unas palabras con el jefe.
La voz de un hombre más viejo preguntó entonces:—¿Señor?—¿Qué tal están las cosas por ahí abajo, jefe?—A punto, señor. Por lo menos no hay dificultades con los tubos.
Lyon captó el ligero énfasis:—¿Hay alguna dificultad?
Hubo una breve pausa. Cuando la voz volvió a hablar, sonó algo más apagada, con menos resonancia que antes.—Lo siento, señor. Cerré la cabina. ¿Está usted todavía ahí?—Si, jefe. Iba usted a decirme...—Solamente se trata de que algunos de los mecánicos están un poco...—¿Sí?—Rajados —dijo el jefe, pesaroso.—Cálmelos, jefe. Hábleles. Usted es el padre de la nave. Si usted no lo puede hacer, nadie puede.—Señor —dijo la voz, asintiendo.
El viejo Loddon, el jefe de máquinas, cortó la transmisión y salió de la cabina en la cual había estado hablando. Al pasar de ella a la sala de los ingenieros enderezó los hombros. Su cara era arrugada y llena de líneas; era totalmente calvo, y su cuello parecía demasiado delgado para el traje protector que llevaba sobre su guardapolvo negro de una pieza. Con su expresión suave y benigna se parecía algo a una tortuga. La alarma geiger que le colgaba del pecho parecía una carga demasiado pesada para él. En la cubierta inmediatamente anterior estaba la sala de máquinas; luego venía el rotor de gravedad, y finalmente, en la base de la nave, ocupando casi la tercera parte de su gran volumen, y fuertemente separados con pantallas, los tubos de los cohetes atómicos. La cercanía de la planta de gravedad producía un efecto extraño, pues la atracción procedía de un centro artificial a solamente unos seis metros por debajo de la sala de ingenieros. Por lo tanto, en el centro del suelo los hombres estaban de pie en posición vertical, pero a medida que se desplazaban hacia la circunferencia de la nave se iban inclinando hacia afuera. En las cubiertas superiores, al aumentar la distancia del centro de gravedad, este efecto dejaba de ser perceptible. La sala de ingenieros tenía el complemento corriente de sillas ajustadas y acolchadas provistas de correas de suelta rápida que colgaban inmóviles, pero los tres hombres que la ocupaban estaban sentados en un cómodo diván construido alrededor de la pared. Taylor, el ingeniero más joven, estaba leyendo un libro. Pratt, uno de los mecánicos, estaba estirado a lo largo, bostezando. Pero el otro mecánico, Davis, estaba sentado tensamente al borde del diván, y al acercarse Loddon hacia él se levantó de un salto. Su cara era fea y pálida, y su abierta boca mostraba dientes puntiagudos, como de tiburón.—Le digo que no me gusta. —Su voz sonaba como un penetrante gemido.—Pero ya sabía usted todo eso de la velocidad máxima cuando se alistó de voluntario —dijo Loddon, con voz cansada, como de quien se ha enfrentado con la misma queja utilizando el mismo argumento muchas veces antes.—No lo comprendí —protestó Davis. Sus ojos nunca estaban quietos, pasando de un lado a otro, como en busca de una manera de escapar. Su voz se elevó al añadir una nueva queja:—Y además, no podemos ver. —¿Ver? No sé qué quiere decir.—Pues, ver fuera de la nave, naturalmente. ¿Qué se figuraba que quería decir? —Puede ver todo lo que hay que ver en la pantalla del radar, si es que lo desea —le dijo Loddon.—No es lo mismo. No es real.
Loddon respiró profundamente. Su genio era generalmente bueno, pero había algo en Davis que se le oponía.—¿Y qué esperaba usted, Davis? ¿Hileras de tragaluces de cristal?—No, naturalmente que no. Pero...—Ya sabía usted que esto no era un transporte lunar lento. Esta es una nave rápida, la mayor que se haya construido nunca. Se lo explicaron todo antes de que firmase.—No de un modo adecuado. Nunca supe que iba a ser así.
La voz de Davis seguía subiendo de tono. Para entonces había ya irritado a los otros dos hombres. Taylor había cerrado su libro y estaba escuchando, frunciendo el entrecejo. Pratt se alzó, sentándose, era pelirrojo y tenía una cara redonda y roja. Acostumbraba estar de buen humor. Y ahora dijo:—Escucha, Dave: si no te gusta, sal y vuélvete andando, seis millones de malditas millas, o lo que sea. Me cansas.—Basta con esto, Pratt —dijo Loddon.
Pratt volvió a echarse.—Me callaré si él se calla.
Loddon se volvió nuevamente hacia Davis:—Se lo dijeron todo, y vió las películas. Puede volverlas a ver en el cine tan pronto como salga del servicio, si es que le interesa lo bastante. Pero ahora se lo volveré a explicar todo otra vez.
Davis permaneció de pie, respirando con rapidez por la boca, pero preparado a escuchar. El joven Taylor, moreno y de aspecto estudioso, suspiró de alivio, y abrió nuevamente su libro, que era un grueso volumen de astronavegación por Stephen Harper, asunto que se apartaba del campo de Taylor como ingeniero. Pero aquel joven era ambicioso, y probablemente sentía cierta admiración por el autor, que también se encontraba a bordo del Colonizador. El viejo Loddon estaba dando una conferencia, muy abreviada y simplificada, en beneficio de Davis.—Nadie ha sugerido que podamos aún llegar cerca de la velocidad de la luz.—¿Y por que no? —preguntó Davis—. No es que lo desee —añadió, malhumorado.—Porque si te acercases a la velocidad de la luz, tu nave y todo lo que hay en ella se convertiría en energía.—¿Y eso qué quiere decir?—El fin. Aniquilación.—Divertido que eres, ¿Verdad? —se entremetió Pratt con impertinencia. El viejo Loddon no le hizo caso.—Pero eso son seiscientos millones de millas por hora. Y estamos haciendo una veintemilava parte de eso, Davis, de modo que no tienes por qué preocuparte. No vamos sino a veinticinco mil.—Vamos a ir a más, mucho más.—No lo bastante para empezar a quemarte. Alguien te ha estado metiendo miedo con esa conversación, ocurra lo que ocurra, no será eso.—Bueno, ¿pues qué será? —preguntó Davis ¿Y por qué no podemos tomarlo con más calma?
Loddon vaciló un poco ante la primera pregunta, a la cual, ni él ni nadie conocía la respuesta. Contestó apresuradamente a la segunda.—Si siguiésemos tan lentamente como ahora nunca pasaríamos de los planetas más cercanos. Y eso no sirve, ¿verdad?, no sirve para colonizar. Me dijiste que no te agradaba la idea de un viaje de un par de años. Si fuésemos lo bastante lentamente para contentarte, tendríamos que criar familias, reproducimos por el camino...—Eso sí que me gustaría —interrumpió Pratt sin poderse contener, riéndose con ordinariez.—...y dejar que nuestros descendientes terminasen la tarea —prosiguió Loddon—. O bien tendríamos que hallar alguna manera de prolongar nuestras vidas. Pero ¿para que perder el tiempo? —gritó Loddon, entusiasmándose al fin—. El cohete atómico nos proporciona el medio de ir más rápidamente. Recordad que yo estaba en los anticuados cohetes de combustible líquido, y he visto cómo se ha ido desarrollando la cosa. El cohete atómico es el mayor invento que nunca haya habido. Hay que probarlo bien. Tenemos que probarlo.—Tenemos que arriesgar nuestras vidas, tenemos que matamos —dijo Davis. Pero de momento había dejado aquella manera estridente de quejarse, y Loddon en su entusiasmo no se dió cuenta de aquel comentario murmurado.
Davis bajó por la escalera metálica para relevar a otro mecánico de la sala de máquinas, y el jefe de máquinas volvió a la cabina transmisora del intercom para hablar nuevamente al capitán. Lyon escuchó el informe sin transparentar indebida emoción.—Me alegro de oírlo —dijo—. Ahora puede usted dedicar toda su atención a sus preciados tubos.
Cuando aquella breve conversación hubo terminado, Lyon estudió el cronómetro del otro lado de la sala de control, e hizo una larga entrada en el libro. Luego se volvió nuevamente al transmisor intercom.—¿Harper?—Señor.—¿Están bien por ahí?
Hubo una breve pausa, lo suficientemente larga para que uno pudiese tragar saliva o aclararse la garganta. La contestación llegó, poco cooperativa y monótona.—Estoy bien.—¿Ha comprobado usted ya la posición?—Tengo las lecturas básicas. No se tardará mucho en hacerlas pasar por el calculador.—Valdrá más que entre, y use el que hay aquí.—No sabía que fuese tan urgente. Lo siento. Usted no dijo...—No importa —dijo Lyon— Venga usted ahora.
UNIDAD 2
Lyon había hablado sin impaciencia; había más despreocupación en su tono de la que había habido en el de su subordinado. Pero después de haber cerrado el intercom pareció como si estuviese considerando un difícil problema.
Lyon era un extrovertido; era una cualidad útil para el puesto que detentaba. Estaba verdaderamente interesado en el bienestar de su tripulación. Sus reacciones y su comportamiento eran señales que le indicaran cómo sacar de cada uno de ellos lo mejor. Pero a veces eso resultaba difícil de llevar a cabo. Así, por ejemplo, Harper, el astronavegador, era brillante en su cargo y tenía un cerebro de primer orden. Pero aquella imaginación inquieta a veces debía ser un tormento. Y estaba atormentando a Harper en aquel preciso momento, cuando, a pesar de la reciente conversación por el intercom, se sentía como si fuese el último hombre que quedaba con vida. Era la soledad la que afectaba así a Harper; la soledad de la cabina de observación aislada, más bien que su peligro. Pero también había peligro. La cabina de observación estaba construida en el espacio entre las cubiertas interna y externa de la nariz del Colonizador. La nariz acababa en punta, puesto que, a diferencia de las naves espaciales lunares que viajaban entre las estaciones satélites y la luna, el Colonizador era aerodinámico, a fin de que en caso necesario pudiese zarpar, tanto desde una atmósfera como contra la gravedad. También estaba provisto de grandes patas retráctiles y que podían absorber los choques. De esta manera le era posible aterrizar perpendicularmente, sin que para volver a zarpar le fuese necesaria ninguna otra maniobra. El diseño de una nave que, por decirlo así, tenía dos pieles, era el resultado de larga experimentación. Se derivaba de la experiencia debida a los pinchazos ocasionados por los meteoritos y el polvo. A pesar de que tales perforaciones eran pequeñas, determinaban la pérdida de precioso aire, y eran con frecuencia difíciles de localizar y de reparar. Eran una molestia más bien que un peligro. El nuevo diseño era una defensa más completa. Un gran meteoro podía ser localizado por medio del radar, y evitado. Los pequeños residuos del espacio podrían averiar la envoltura externa, pero deberían dejar intacta la interna, y entre aquellas dos había un vacío. Las probabilidades de un accidente entre la tripulación, que nunca habían sido muy grandes, habían sido considerablemente reducidas. Nadie resultaría herido a menos de que fuese la cabina de observación misma la que fuese alcanzada, y Harper se encontraba entonces precisamente allí. Tal era el peligro que únicamente Harper, de entre todos los de la tripulación del Colonizador, se veía obligado a afrontar, pues a veces tenía que trabajar por observación directa, y la distorsión de dos ventanas de acero de vidrio hubiese sido demasiado para sus delicados cálculos. De modo que, a intervalos frecuentes, su deber le llevaba afuera, al exterior de la protección de la envoltura interna. Y cada vez que salía su miedo se acrecentaba. Además de ser hombre brillante, era orgulloso. No hablaba a nadie de sus dificultades, y luchaba por si solo contra su miedo. Su razón le permitía calcular las posibilidades en contra de que un meteoro alcanzase la nave espacial, y la probabilidad infinitamente menor de que fuese a dar exactamente donde se encontraba Harper. Pero la razón le servía de poco, y cada momento en la cabina de observación le parecía ser el último. Podía controlar su cuerpo, y así lo hacía, volviendo nuevamente a aquella cámara de tortura, tantas veces como era necesario, y a veces, también, cuando la razón (o era el miedo) le decía que era innecesario. Nunca se excusó. ¿Cómo, pues, lo había podido adivinar Lyon? Pero era muy penetrante. Harper, algo inquieto, pensó en las intrascendentes palabras de su conversación por el intercom. Ahora se estaba arreglando; era un hombre enjuto, de pecho hundido y cabello rubio que entraba por las sienes. Para aquellas visitas tenía que llevar un traje, pero en la cabina había aire a la presión espacial ordinaria, y el casco, articulado, podía abrirse hacia atrás, girando sobre sus hombros. Hizo una última comparación entre su mapa estelar, proyectado en una pantalla de volumen tridimensional y la negrura del cielo punteado de estrellas y planetas, que podía ver a través del tablero de observación. Luego cerró el proyector y oprimió un botón que recubría de metal el tablero. Entonces ya casi había terminado con la cámara de tortura. Copió cuidadosamente sus números pasándolos a una hoja impresa. La velocidad no presentaba dificultades, 14.869 millas por hora. El rumbo no era cosa tan fácil. Las tres líneas de números y de símbolos que había escrito tan cuidadosamente tendrían que ser pasadas por el calculador electrónico que le esperaba en la sala de control. Podía haber utilizado el calculador más pequeño que había allí, pero si Lyon lo disponía de otro modo, a él le parecía bien. Harper estaba sudando; siempre sudaba en aquel lugar. Se enjugó la frente; luego se desplazó a través del pequeño compartimiento de la esclusa de aire. Una vez allí, fijó en posición el casco, conectó con el suministro de aire, y comprobó la lámpara del cinturón de su traje. La etapa siguiente de su viaje de regreso al seguro interior de la nave tenía que hacerse en un oscuro vacío. Pasó a través de la puerta externa de la esclusa de aire a esa última fase de su prueba. A fin de no debilitar la vulnerable parte delantera de la estructura, la entrada a la corteza interna no podía estar en ningún lugar próximo a la cabina de observación, sino que estaba bastante lejos por debajo de donde se encontraba él, y tuvo entonces que proseguir su camino por las escaleras y puentes entre los soportes y vigas que ocupaban el espacio entre las envolturas externa e interna. La sensación era fantasmagórica, al bajar a través de la oscura armazón de metal, desprovista de aire. Era algo que hubiese espantado incluso a un hombre de menos imaginación que Harper. Siempre pensaba que había más peligro de meteoros cuando efectuaba esa parte del viaje, sabía de memoria los puntos de apoyo de pies y manos, y rara vez tenía que ajustar la luz de su cinturón de modo que alumbrase hacia abajo. Pronto se encontró que resoplaba debido a su precipitación, y después de ajustar el suministro de aire aspiró profundamente y se volvió, moviéndose más lentamente. Se dijo a sí mismo que sus sentimientos respecto a los meteoros eran ilógicos. Las probabilidades de fractura de la envoltura externa eran pequeñas, y evidentemente no eran allí mayores que en la cabina de observación. Y por lo menos, pensó, debería de alegrarse de estar bajando, y de sentir que tiraba de él una imitación bastante buena de la atracción de la Tierra. ¡La Madre Tierra! Una oleada de añoranza le batió, de tal modo que sus rodillas flaquearon. Tuvo que apoyarse hacia delante, contra la ligeramente inclinada escalera sobre la que se encontraba. ¿En qué había estado pensando? Sí, en la gravedad; eso era. Y, recobrándose, prosiguió su camino. Era lo bastante viejo para recordar aquellas primitivas naves espaciales pasadas de moda, en las que se había producido el efecto de la gravedad por medio de una lenta rotación. Aquello era mejor que nada, pero ¡qué absurdos y ridículos habían sido los movimientos de las tripulaciones, siempre tendiendo hacia afuera, presionando contra las paredes! Por lo menos este sistema posterior de gravedad «racional» era un progreso sobre aquello, pensó Harper con gratitud. Era una persona que carecía del sentido del humor; la vieja gravedad de «rotación», además de su incomodidad, le había parecido ser un insulto a la dignidad humana. Ahora tenía un «arriba» y un «abajo» y era maravillosa la diferencia que eso hacia. La tracción se efectuaba, aproximadamente, a lo largo de la línea central de la cilíndrica nave, de modo que la tripulación podía, gracias a una útil convención, imaginarse la nave como elevándose verticalmente. Una pequeña ventaja práctica consistía en que cuando la nave aterrizaba sobre su base en un planeta, no había que efectuar un reajuste inicial con referencia a la dirección de la atracción gravitatoria. Llegaba ahora al final de su descenso, y estaba acercándose a la puerta. No lejos y por debajo de aquel punto estaba la maciza protección que rodeaba los tubos-cohete atómicos. Harper se permitió volver a apresurarse. Un observador, si lo hubiese habido, hubiera dicho que el navegante se escurrió en la esclusa de aire inferior como un conejo que se mete en su madriguera. Tan pronto como el indicador volvió a mostrar una presión de aire normal, dobló nuevamente hacia atrás el casco, abrió la escotilla externa y pasó así nuevamente a la seguridad interior de la nave. El caliente y bien iluminado pasillo se curvaba acogedoramente alejándose a ambos lados de él. Aunque no había nadie a la vista, hizo su primera aspiración profunda a hurtadillas. Los latidos de su corazón se iban haciendo más lentos, y el sudor comenzó a secársele. Se sentía como si le hubiesen estado persiguiendo durante horas montaña arriba. Dominando un deseo de apoyarse contra la pared y de cerrar los ojos se volvió hacia la derecha y caminó a lo largo del pasillo. Tenía que volver a llevar su traje espacial al lugar para él destinado en su cabina; su peso le oprimía, mientras caminaba pesadamente a lo largo de diversas puertas corredizas. Cada una de aquellas puertas llevaba en su parte superior un número y un título en letras blancas, luminosas, en previsión de una avería en el sistema de iluminación. Sobre una de aquellas puertas veíase la inscripción «Ingenieros y Mecánicos solamente». El viejo Loddon sacaba por allí la cabeza.—Hola, jefe —dijo Harper, forzando una sonrisa.
Loddon se sonrió a su vez. —Voy a subir por unos cinco minutos —dijo—. Entra en mi cabina.—No puedo entrar ahora. Lyon quiere verme en seguida.
Loddon asintió con la cabeza.—Quisiera que empezase ahora.—¿Empezase qué? —murmuró Harper, cuyos pensamientos se encontraban en otro lado. La mirada reprensiva de Loddon fue suficiente.—Claro —dijo Harper, excusándose—. Casi me olvidaba. Pero, ¿por qué lo quieren tan de prisa?—Estamos a punto. Lo hemos estado desde hace tiempo... demasiado tiempo. Algunos de mis chicos se están poniendo nerviosos a fuerza de esperarlo.—Sin duda que puedes hacerte cargo de ellos. Eso es lo que dijo Lyon.
El viejo asintió con la cabeza, algo cansado.—Creo que ya lo he conseguido. Pero, no obstante, hay una especie de tensión. ¿No te das cuenta?
Harper se rió.—Sí que me doy cuenta, Loddon. Con toda seguridad.
Se rió nuevamente, pero aquella risa amenazaba con escapar a su control. La dominó, y con ella dominó su creciente histeria. El viejo jefe de ingenieros le miraba con curiosidad.—Hay mucho de cierto en lo que dices —dijo Harper solemnemente.
Continuó su camino, subiendo ahora una escalera curvada. Al nivel superior siguiente pasó una gran sala de estar, donde estaban retransmitiendo un boletín de noticias de la Tierra. Con mucha distorsión, un locutor del Servicio de Radiodifusión de las Naciones estaba dando algunos resultados de la quiniela de fútbol. No obstante, la sala estaba desierta. En el pequeño cine cercano algunos jóvenes que no estaban de servicio contemplaban una película. Un olor de antiséptico llenaba el pasillo junto a la enfermería. La puerta que conducta a ella estaba cerrada, pero un gran tablero transparente permitió a Harper ver que el doctor Hyde y la enfermera Russell estaban ocupados curando al joven Pitt, que se había lesionado al zarpar de la Estación Lunar. En el gimnasio, el jefe científico, un hombre corpulento de mediana edad estaba haciendo ejercicios, concienzuda pero pesadamente, en una máquina de remar. Harper siguió caminando pesadamente; se estaba ahora acercando a sus propias habitaciones. Pasó al salón comedor, donde dos camareras estaban poniendo las mesas. Eran unas muchachas bonitas, de aspecto sano y cuyo bronceado, que tan bien les sentaba, demostraba que hacían pleno uso de las lámparas solares. La planta de regeneración de aire volvía a funcionar bien, observó Harper con agrado, y no se percibía olor a comida cerca de las cocinas. Algo antes había habido un fallo, que había determinado un penetrante olor a coles pasadas; coles deshidratadas pasadas por cierto. Cada uno de los ciento dieciséis miembros de la tripulación, hombres y mujeres, tenía su cabina, pero éstas no estaban todas agrupadas juntas, sino que estaban dispuestas por razón de conveniencia. Así, los ingenieros y los mecánicos estaban alojados abajo, cerca de las máquinas, y el doctor y las enfermeras al lado de la enfermería. En la parte alta, cerca de la nariz de la nave se encontraban las cabinas de los científicos y de los miembros superiores de la tripulación, próximas a sus oficinas y a sus laboratorios. Lyon tenía una amplia y bien amueblada cabina que daba a la sala de control. En uno de aquellos compartimientos, especie de taller, Eleanor Hume, la geólogo, estaba trabajando. Sonrió distraídamente a Harper, quien saludó y sonrió a su vez, fríamente, pero no se quedó. El oscuro y rizado cabello de Eleanor era corto, pero estaba cortado con astucia, y su negro guardapolvo había sido habilidosamente alterado para que se ajustase a una figura notoriamente bien moldeada. Su belleza perturbaba a Harper. No le era posible creer que ella se diese tan poca cuenta como aparentaba del efecto de sus propios atractivos. Harper se había vuelto suspicaz y extremadamente crítico en lo que a ella se refería. Y ahora, cuando llegó a la vista de su propia cabina, volvía nuevamente a pensar en la buena vida que aquella muchacha se daba. Por lo que se refería a su vocación, no había duda de que cuando aterrizasen habría muchas rocas que cortar y ejemplares que recoger y clasificar. Pero de momento lo estaba pasando demasiado bien; lo único que podía hacer era estudiar su plan, preparar sus papeles y flirtear con Hyde, el médico. Eso era lo que Harper pensaba, malhumorado. Era lo bastante justo para admitirse a sí mismo, momentos después, que aquel asunto era lo demasiado sano para que se le pudiese llamar un flirteo. Y además Eleanor hacía turnos de enfermera de noche; no era una haragana. Harper suspiró, mientras miraba en derredor de su cabina, sintiéndose quizá molesto por su intransigente masculinidad. Era una pequeña celda austera, y la única forma en que la individualidad de su dueño se había proyectado sobre la cabina consistía en una extensa colección de libros. Comenzó a liberarse de su embarazoso traje espacial, sentándose en la acolchada silla para sacarse las perneras y las botas. Con satisfacción colgó el traje en el lugar que le correspondía. Debajo de aquél llevaba el traje negro normal, bien ajustado al cuerpo. Al llegar a ese punto Harper mostró un interés en su aspecto. Se lavó las manos y peinó el cabello, dejando pasar el tiempo, y dándose cuenta que eso era lo que estaba haciendo. Despreciándose a sí mismo, resolvió levantarse e ir a informar a Lyon en seguida. Pero incluso después de haber tomado esa decisión no le fue posible llevarla a cabo inmediatamente. Primeramente tenía que controlar aquel ligero temblor de su mandíbula inferior; Lyon era muy observador.UNIDAD 3
Cuando se abrió la puerta de la gala de control, Lyon alzó la vista. Como de costumbre, estaba relajado, y observaba con calma. Durante un período de tiempo apreciable, Harper no dijo nada. Admiraba mucho a Lyon por la abundante vitalidad que se expresaba en la elástica melena de su cabello y por su aire de inquebrantable confianza. Y Harper también le temía. O, mejor dicho, temía que Lyon le comprendiese demasiado bien, se enterase de sus temores.
—¿Y bien? —preguntó Lyon.—Todo en orden.—Cuando haya calculado la ruta —dijo Lyon— interprétela en una tarjeta. Volaremos por medio de instrumentos.
Eso era algo que Harper no había previsto. El control de la nave espacial era normalmente semiinstrumental. Pero, al parecer, Lyon estaba pensando en mucho más que eso. Una máquina con una tarjeta perforada en su interior se iba a hacer cargo del mando.—¿Oh? —dijo Harper, indiferentemente.—Depender tan poco como sea posible del elemento humano —anunció Lyon Eso es lo que he decidido.
Sonriendo levemente, miró a Harper, quien no dijo nada.—Y bien —preguntó, por fin, Lyon al navegante—, ¿no tiene usted ningún comentario que hacer? ¿Qué le parece?
Harper pensó la pregunta y contestó honestamente. —No había pensado en este aspecto, señor.—¿Y no le parece que debería usted hacerlo, Harper? La aceleración no es su problema, pero mantener la ruta durante la aceleración...
Harper se sonrojó.—Le doy a usted la ruta, señor.—Pero el problema de mantenerse en su ruta, ¿de quién es? Sin duda habrá usted pensado algo en ello...
Harper pareció acorralado, pero, sin embargo, respondió también honestamente:—Yo... bueno, cuando pienso en aceleración —comenzó—. Quiero decir, aceleración a esa velocidad...
Se interrumpió, hombre tímido que vacilaba en decir algo que sabía que parecería absurdo, a pesar de que significaba tanto para él.—¿Sí? —dijo Lyon, adivinando exactamente la naturaleza de la dificultad de Harper—. Le prometo que no me reiré de usted.
Pero Harper estaba de nuevo ganando tiempo, esta vez introduciendo sus números en el calculador electrónico. Durante aquella operación su cara estaba vuelta en sentido opuesto a Lyon. Pero Harper sabía que tenía que proseguir. Enderezó los hombros, encajó la mandíbula y lanzó a Lyon la inesperada frase, al mismo tiempo que. se volvía hacia él.—Me pica —dijo Harper.—¿Que le... —preguntó Lyon. No le costó trabajo mantener su promesa de no reírse; se sentía asombrado, más bien que divertido.—Pica —repitió solemnemente el navegador de la nave espacial Colonizador.—¿Le pica? Es interesante. ¿De veras?
A Harper le fue ahora más fácil continuar.—Verá usted; yo estaba en la vieja Estación Lunar cuando Dalton regresó.—Lo recuerdo —dijo Lyon cuidadosamente—. SÍ, Dalton... pobre diablo. No sabía que estaba usted allí.—Se creía que había ido a más de cincuenta mil —dijo Harper.—No lo supieron nunca.—El mismo Dalton me dijo que creía que más bien habían sido cincuenta y cinco —prosiguió Harper sin tener en cuenta la interrupción de Lyon—. Cincuenta y cinco mil millas por hora. Hace tantos años, y con aquel combustible... Increíble. Pero yo le creí. Y le creo aún. Estaba en un estado terrible, pero podía hablar. Y antes de morir me lo dijo: «Me pica por todas partes». Eso fue lo que dijo. No se quejó de dolor.—No sabía que hubiese dicho nada —dijo Lyon en voz baja.—Pues bien —dijo Harper—, habló. Como le he dicho. Se ocultó en el informe. No quería desalentar a otros... —Harper buscó la palabra— a otros, como nosotros —improvisó cuidadosamente—. Pero se me quedó grabado en la mente y...
Lyon asintió con la cabeza.—Y naturalmente, se le quedó en la cabeza. Simpatiza usted demasiado; simpatiza emotivamente, en gran exceso. Es usted un buen tipo para simpatizar con las dificultades de los demás, ¿verdad? ¿Es que no tiene dificultades propias?—Si —dijo Harper—. Muchas.—Bueno, pues ya lo ve —Lyon miraba reflexivamente a Harper, con una expresión que, como de costumbre, no permitía adivinar sus pensamientos—. Ahora estamos mejor equipados de lo que estaba el pobre Dalton —dijo apresuradamente.—Pero iremos más aprisa de lo que él nunca fué. —Así lo espero, después de todos estos años de progreso. Usted tiene fe en la nave, ¿verdad, Harper?—Si, es algo bueno. Pero me hubiese gustado que hubiese sido probada antes. Todo esto... directamente del tablero de proyectos.—Tuvo que ser así —dijo Lyon—, con una situación como la que había allí abajo. Si no hubiésemos salido cuando lo hicimos, si no hubiésemos suprimido todos los ensayos, quizá no hubiéramos salido nunca.—¿Quiere usted decir —dijo Harper— que la situación política, la situación internacional, les forzó la mano?
Lyon asintió.—No quiero decir que fuese necesariamente una ruptura. Pero, aunque no hubiese sido una verdadera guerra, imagine que se hubiese declarado un estado de emergencia. Eso hubiera ocasionado mucha demora. Las estaciones satélites habrían sido preparadas para el bombardeo. Y lo más probable es qué todos hubiésemos sido movilizados. La tripulación hubiese sido dispersada, y todo su adiestramiento se habría perdido. No; lo único que el Presidente podía hacer era hacemos salir cuando lo hizo. La verdad es que puede suceder cualquier cosa mientras estamos fuera.
Hizo una pausa, y Harper se preguntó si es que pensaba que había dicho demasiado o bien pensaba en alguien a quien había dejado allá abajo en la Tierra. Nadie sabía nada de la vida privada de Lyon, si es que, en realidad, la tenía. No tenía confidentes y no era hombre que hablase de si mismo. Y resumió con decisión:—Despachamos sin pruebas completas era lo único, que el Presidente podía hacer. Y lo único que nosotros podemos hacer es cumplir nuestras órdenes. Es así de fácil.—Acabo de ver al jefe —dijo Harper—. Me dijo que algunos de sus muchachos estaban algo nerviosos. —Naturalmente; son los menos inteligentes de la tripulación. Les hablaré luego.
Sonó insistentemente una campana en el calculador. Harper arrancó una hoja llena de números de la máquina.—He aquí la ruta —dijo, pasándosela a Lyon.
Reinó silencio mientras Lyon leía los números y tomaba algunas notas. Se levantó y comprobó los mandos.—No está mal —dijo al fin—. Completamente directos. Desde ahora en adelante iremos dobles, hasta que llegue la hora. Vale más que se siente, Harper.
Una serie de órdenes a través del intercom determinó que por algunos días por venir la ruta fuese interpretada a máquina. Pero la tripulación de guardia debía comprobarla constantemente.—Esto debe ser una gran ocasión para el viejo Loddon —prosiguió diciendo Lyon.
Harper intentó que no apareciese ni en su expresión ni en su voz la sospecha que sentía. Pero no era costumbre de Lyon mantener conversación de esa manera. Lo normal en él hubiese sido despedir abruptamente al navegante tan pronto como hubiese sido dada la ruta. ¿Por qué, pues, se retenía así a Harper en la sala de control? ¿Es que Lyon sospechaba que le estaba fallando el nervio? Debía haber alguna razón.—Es una verdadera gran ocasión para todos nosotros —dijo quedamente Harper.—Pero el viejo Loddon empezó en los días del combustible líquido. Luego siguió con el impulso del hidrógeno monoatómico. Ha vivido todo el desarrollo. Y ahora, al fin, viene esto. Voy a darle la orden preliminar.
Un instante más tarde hablaba a través del intercom:—¿Jefe?—Señor.—Estamos perfectamente en la ruta. ¿Está a punto?—Sí, señor.—¿Los tubos se portan bien?—Son magníficos —respondió el viejo con orgullo—. Todavía estamos utilizando los mismos con que empezamos. No ha habido ninguna emergencia. —Esté pues preparado para acelerar.—Señor.—Luego hablaré a la tripulación en general. Solamente unas palabras... Prevenga a sus hombres.—Me alegro de saberlo. Sí, señor.
Lyon cortó la comunicación.—Ahora la cabina de radio —dijo a Harper. El navegante había dejado de preocuparse pensando en porqué le retenían allí en la sala de control. Esperaba pasivamente lo que viniese.—¿Operador? —estaba entonces diciendo Lyon—. Quiero hablar con la Tierra, las Estaciones Satélites y Lunares. ¿Cómo va la palabra?—Mal, señor —respondió el operador de radio— La recepción es mala, y nuestro transmisor... —Y comenzó una explicación técnica.
Lyon le interrumpió:—Está bien; entonces transmita este mensaje. ¿Está a punto para tomarlo?—A punto, señor.—Toda va bien, punto; aceleraremos pronto, punto. Colonizador. ¿Lo entendió?—Si, señor.
Lyon se apoyó hacia atrás:—Ahora la enfermería —anunció en beneficio de Harper—. ¿Enfermera de servicio? —preguntaba un Instante más tarde—. ¿Cómo está su paciente?
La voz de la enfermera Russell era bien tranquila por cierto. Oírla permitió a Harper relajar sus tensos nervios:—Quiere volver al servicio, señor.—¿De veras? ¿Se lo ha preguntado al Doctor? —Naturalmente, no debe hacerlo. Hay una fractura...—Pronto oirá usted un anuncio general, enfermera. Haga que Pitt se quede donde está. ¿Puede usted asegurarlo sin incomodidad?... Bien.—Ahora un anuncio general —dijo Lyon—. Le pareció a Harper que sus modales no eran muy diferentes de los de un hábil cirujano que estuviese demostrando una operación poco corriente, y explicándola detalladamente a sus alumnos.
Lyon había vuelto a accionar el interruptor. Una luz roja sobre el tablero del intercom lanzó media docena de destellos de aviso, y luego permaneció encendida, mientras Lyon hablaba de manera mesurada, incluso despreocupada:—El Capitán hablando a todos los miembros de la tripulación del Colonizador. Pronto aceleraremos. Dentro de diez minutos, por orden mía, toda la tripulación se atará en sus sillas. Nada más.
Lyon se relajó nuevamente. Harper estaba a punto de pedir permiso para irse a su cabina cuando el intercom lanzó un fuerte zumbido que indicaba una llamada urgente:—Había el jefe. ¿Es el capitán Lyon?—Si.
La voz del viejo Loddon llegaba perfectamente reproducida, tensa, y ansiosa.—Uno de los mecánicos se ha ido.—¿Cuál?—Davis. Es uno de los más jóvenes...—Sí —dijo Lyon—. Ya lo sé ¿Pero adónde se ha ido?—No lo sé, señor. Está... un poco raro. Se escapó... salió corriendo y pasó junto a mi al lado de la puerta. ¿Debo dar una llamada general, señor? Tengo que tenerlo de vuelta antes de que...—No..
La orden de Lyon fué rápida y concisa. Lanzó una curiosa y especulativa mirada a Harper, y prosiguió:—No queremos ninguna clase de pánico precisamente ahora. Dígame si vuelve.—Señor.
Aquella palabra expresaba alivio. El viejo jefe de máquinas había pasado la carga de la responsabilidad a unos hombros más fuertes que los suyos.—Lástima —dijo Lyon.—Una gran lástima —asintió Harper—. Que ocurra en este preciso momento...
La puerta de la sala de control se deslizó abriéndose de un ruidoso golpe, y Davis entró violentamente en la sala.UNIDAD 4
Davis respiraba fuertemente como si hubiese estado corriendo una carrera, y sus ojos se fijaron en los de Lyon con mirada fija, y mostrando el blanco entre los iris y los párpados.
Lyon miró fija y severamente a aquel hombre, mientras seguía hablando por el intercom.—¿Jefe?—Señor.—Davis está aquí. Se lo enviaré de vuelta.
En cuanto hubo hablado, Lyon cerró la comunicación, de modo que el penetrante grito de Davis no fue oído por nadie más que por Lyon y Harper.—¡Lo que es a mí, no! No, no saldré de aquí hasta que usted haya jurado que no... no. —Usted no me da órdenes a mí, Davis. —Esta vez, sí. Es una locura... lo que usted va hacer.
Lyon se echó hacia atrás en su butaca con gesto de comodidad.—Usted se alistó como voluntario para este viaje, ¿no es verdad, Davis?—¿Cómo iba yo a saber lo que significaba? Es diabólico lanzarse así a la carrera por el espacio, como... como...
En su pánico casi se hizo incoherente, y luego prosiguió:—¡Y diez años de provisiones a bordo! ¡Diez años! ¡Me lo dijo el mayordomo!—Confiamos en no utilizarlas todas —le dijo Lyon—. Pero no hay ningún mal en tener una reserva.—Las devolveremos; ahora. Nos volvemos.
Davis adelantó amenazadoramente un paso hacia la mesa tras la cual estaba sentado Lyon. Harper se levantó a medias de su silla. Pero a Lyon no le gustó ese movimiento. Con un fruncimiento de cejas dio a entender que no necesitaba ayuda de su subordinado. Harper se hundió nuevamente en su asiento.—Seguimos adelante —dijo Lyon, sin levantar la voz.—¡Va a matarnos a todos! —aulló Davis, pálido y desesperado—. ¡Diez años de provisiones! No llegaremos a vivir para comerlas. Viajaremos eternamente en este maldito ataúd.
Osciló y se encogió como si fuese a caerse.—Levántate, hombre —dijo Lyon despectivamente. Harper inició otro movimiento—. No —prosiguió Lyon—. Puedo con él. Se enfrentó nuevamente con Davis. —Y ahora escuche, si es que no está demasiado espantado para entender lo que le digo. ¿Ya conoce mi autoridad de disciplina, verdad, Davis? Y es usted el único entre todos los miembros de la tripulación, tanto hombres como mujeres, que ha perdido el nervio. Está usted en una asquerosa minoría de uno. Seguimos adelante, y usted con nosotros, tanto si le gusta como si no. Puede usted hacer el resto del viaje solo, en una celda, o si es lo bastante hombre, puede volver a sus deberes, y borrar este... lapsus.
Lyon había hablado sin especial énfasis. Sus ojos examinaron la cara pálida y sudorosa del joven.—¿Qué habrá de ser?—¡No! —imploró Davis— Era como si estuviese acobardado y dominado por la tremenda proyección de la voluntad de Lyon: —Volveré. —Volveré, señor —enmendó Harper.—Señor —repitió Davis. Volvía a él un sentido de disciplina, y con él la conciencia de la enormidad de su explosión histérica.—Bien —dijo Lyon—. ¡Eso ya está mejor!—Señor —preguntó Davis—, ¿estoy arrestado? —Arresto abierto —dijo secamente Lyon—. Lo que usted ha hecho no es posible pasarlo pon alto, Pero siga con su trabajo. Hágase útil. Más tarde —añadió—, más tarde, cuando la velocidad sea constante a setenta cinco mil, le veré. ¿Entiende?—Sí, señor.—Entonces, vuélvase. Presentará sus excusas al jefe de máquinas.—Sí, señor.
La puerta corrediza se cerró, con más suavidad de lo que había sido abierta, Davis se encaminó hacia abajo. Lyon echó una ojeada a su cronómetro. Aún no era hora.—Bien, Harper, he aquí lo que dan de sí los informes psicológicos—. Abrió un cajón, y sacó una tarjeta, que estudió. —Sí, es lo que figuraba. El muchacho pasó todas las pruebas de tensión nerviosa. Me gustaría tener tiempo de hablar al psiquiatra.—¿Y no estribará la dificultad —sugirió Harper— en que sencillamente no existe ninguna prueba para ensayar el comportamiento humano a una velocidad mayor que la que nunca haya alcanzado el hombre?—No —dijo Lyon con decisión—, la dificultad no es esa, porque aún no hemos comenzado. A Davis le entró pánico, no por la cosa en sí, sino al pensar en ella. No le debía haber ocurrido.
Harper quería marcharse, estar solo.—Así es —dijo asintiendo vagamente—. ¿Puedo marcharme ahora, señor?—Sí. Tiene tiempo suficiente para volver a su cabina y esperarlo. Gracias por su ayuda en lo de Davis. Y su navegación nos ha ayudado mucho. La próxima vez que le vea nos tomaremos una copa para celebrarlo.
De modo que es así como están las cosas, pensó Harper, al salir de la sala de control. Lyon quiere darme una buena opinión de mi mismo. No había necesitado ayuda ninguna para enfrentarse con Davis. Pero Lyon había alabado su navegación. Harper se despojó de algo de su escepticismo, y levantó más la cabeza, mientras se dirigía hacia su cabina. Solo otra vez en la sala de control, Lyon habló nuevamente.—¿Operador?—Señor.—Quiero usar aquella grabación que hizo del despegue de Lunar. Póngala cuando se lo diga. ¿La tiene a punto?—Sí, señor.—Le haré una señal luminosa. Voy a hacer otro anuncio general. La señal vendrá al final de éste.
Cuando lució la señal roja, Lyon habló nuevamente.—Capitán hablando a la tripulación. Es ahora nuestro privilegio hacer historia. Tratemos de ser dignos de tal privilegio, todos nosotros, haciendo nuestros trabajos con calma y eficiencia. Me temo que mis palabras no pueden hacer mucho para inspirarles. No soy orador. Pero escuchemos nuevamente el discurso que pronunció el Presidente cuando salimos de Luna. Algunos de ustedes, a causa de sus deberes, no pudieron oír lo que dijo entonces; y para ellos deberá servirles de inspiración, como lo fué para mi. Para los demás de nosotros será una renovación y un recuerdo. Escuchemos, pues, ahora las palabras del Presidente.
Lyon hizo su señal al operador de radio, quien estaba esperando para pasar el carrete de cinta grabada. Una voz magnífica, aterciopelada y persuasiva, llenó la nave. En el cuarto de guardia de los ingenieros el viejo Loddon puso el control de sonido al «Alto», para que ninguno de sus hombres dejase de oírlo:—Esta es en verdad una gran ocasión en la historia de la humanidad. Quizás nunca desde que Colón zarpó en busca de un llamado Nuevo Mundo se ha iniciado una empresa semejante. Ahora, en el espíritu de una nueva era, en estos años finales del siglo veinte, nos despedimos de estos hombres, que son en verdad, muy hombres, en su gran viaje de descubrimiento.
»Nosotros amamos nuestro planeta, nuestra Madre Tierra. Pero sus hijos se han multiplicado excediendo su capacidad de alimentarnos. Y por lo tanto nuestros hombres de ciencia han buscado otro hogar entre las estrellas. Con este objeto van provistos de maravillosas invenciones, así como la nave espacial de la expedición va equipada con maravillosas máquinas. La Tercera Guerra Mundial, que por poco destruyó nuestra raza, nos trajo por lo menos el beneficio del estímulo del adelanto científico...—¡Vaya pico que tiene ese pájaro...! —murmuró Pratt, el mecánico pelirrojo. Loddon le miró severamente.—La búsqueda desde nuestros observatorios ha sido ardua y prolongada, pues nuestro objetivo era ambicioso. No queremos colonizar un planeta inhóspito, donde nos veríamos obligados a vivir vidas artificiales, de invernadero. No queremos repetir la locura que malgastó valientes vidas y tesoros infinitos en un intento de dominar estas heladas llanuras que yacen alrededor de mí ahora que os estoy hablando. No. Buscamos otro globo con atmósfera, clima y terreno semejantes a los que conocemos en la Tierra.
»Pocos, pocos en verdad son los granos de universo que reúnen esos atributos. Nos dicen que en todos los confines accesibles del universo solamente hay uno. En los mapas estelares aparece con la notación 15 BEL 327, notación que aún me parece extraña y nueva, y al pronunciar la cual mi lengua senil persiste en tropezar. Permitidme que le llame sencillamente Bel. En Bel, pues, cuando se hayan realizado los ensayos necesarios, cuando estos intrépidos viajeros hayan llevado a cabo su trabajo y hayan vuelto con sus noticias...—Intrépidos —repitió apreciativamente Pratt— ¿Oís lo que dice? Intrépido; ese soy yo.—¡A callar! —exclamó Loddon escandalizado.—Allá —prosiguió la gran voz—, allá es donde tenemos que confiar en establecer nuestra segunda morada, introduciendo una nueva y más brillante era para nuestra raza. Pero en esta hora decisiva no olvidemos los sacrificios de aquellos pioneros cuyos fracasos mismos proporcionaron los datos para viajes espaciales mejorados. No olvidemos a Dalton, que alcanzó tan asombrosa velocidad en su pequeña y primitiva nave espacial. No olvidemos la expedición Suiza que tan valerosamente zarpó, más de cien almas, durante la guerra, y de la que nunca más se volvió a saber nada.
»Lo que tales héroes han sembrado con su valor y su sacrificio, nosotros, con seguridad, estamos a punto de cosechar. Adelante, pues, nave espacial Colonizador; lleva con nosotros en tu viaje sembrado de estrellas, nuestras esperanzas y nuestras plegarias. A continuación vino el Himno de las Naciones. (Lo habían tocado de modo bastante deficiente, ya que reunir una banda medio decente en la Estación Lunar Uno no era cosa fácil) En la sala de control Lyon estaba mirando el cronómetro cuando se abrió la puerta corredera. Adams entró, con aspecto de no estar seguro de su recepción. —¿Está seguro de que no hay nada que yo pueda hacer? —preguntó al capitán.—Vaya y disfrute de su guardia —le dijo brevemente Lyon—. Ya se lo he dicho antes.—En todo caso, ¡buena suerte! —dijo Adams— algo embarazado.—Gracias de nuevo.
Lyon dejó que pasase tiempo suficiente para que Adams llegase a su cabina. Luego comenzó a dar sus órdenes a través del intercom.—Toda la tripulación; sujetarse las ataduras.
Lyon se ató a si mismo a su silla articulada y acolchada, y comunicó luego con los ingenieros.—Jefe, ¿oye usted bien esto con los auriculares? —Fuerte y claro, señor.—¿Están todos ustedes atados?—Todos, menos Davis. Acaba de llegar... Ya está atado, señor.—Vigílelo, jefe, pero que no sea demasiado obvio. Está mal de los nervios.—Señor.—Ahora, jefe, depende de usted.—Estoy a punto, señor.—Acelere, pues. Secuencia y relación de tubos según lo convenido.
Loddon se aseguró firmemente, casi echándose en su silla. Los ojos de los mecánicos estaban fijos en él; un tablero de mandos estaba cómodamente al alcance de su mano. Pratt habló irreverentemente, pero con la garganta seca.—¡Ahora vamos! ¡Vaya juerga! —Más bien pareció una plegaria que una gracia.
El viejo Loddon se sonrió en respuesta. Luego se sacó la dentadura, tal como le había aconsejado el doctor Hyde, y la puso en un nido de algodón en rama que había preparado en el bolsillo interior de su traje..—Señor. —murmuró la palabra por el micrófono. Luego, inmediatamente después de haber así aceptado la última orden del capitán, su mano se dirigió a los interruptores del tablero.
UNIDAD 5
Pudo percibirse una leve, muy leve vibración. Antes de aquello no había habido indicación ninguna de que la nave espacial se movía en absoluto. Ahora también se percibía una sensación de presión hacia abajo, que oprimía los cuerpos de la tripulación sobre el elástico acolchado de sus sillas.
Lyon estaba nuevamente hablando con el operador en la cabina de radio.—¿Estamos en contacto con la Tierra? —Solamente por medio de señales, señor. —Grabaré un mensaje. ¿A punto? —A punto, señor.—Capitán Lyon, Nave Espacial Colonizador, al habla. Estamos en camino. Nuestra velocidad es veinticinco mil. Acabo de ordenar aumento. Creo que alcanzaremos las setenta y cinco mil. La tripulación bien. Esto es todo.
Después de una pausa, dijo:—Operador, transmita eso en código a Lunar Uno, Satélites y Radiodifusión. Envíe mi mensaje grabado si las condiciones mejoran. ¿Entendido?—Entendido, señor.
Lyon observaba la esfera de velocidad. La aguja ascendió lentamente a treinta, luego a treinta y cinco. Se había producido un involuntario cambio en su cara; era como si una mano invisible la aplastase. Por todo el Colonizador la tripulación experimentaba ahora un vago malestar. Les había advertido que sería así, que quizá sentirían un deseo de desasirse de sus ataduras, de salir de la nave; y que tenían que luchar contra una tendencia a la histeria de la mejor manera que pudieran. Solo con su responsabilidad, Lyon no mostraba señal de emoción ninguna. Pero habló nuevamente a Loddon.—¿Qué le está dando, jefe? ¿No demasiado?
Y la voz de Loddon replicó, con ligero ceceo, debido a sus encías desdentadas:—No, zeñor. Zegún quedamoz. —Bien, pues. Prosiga.
La esfera señalaba cerca de cuarenta mil cuando el operador de radio habló a la sala de control:—Estoy recibiendo un boletín de noticias de la Tierra, señor. Hay mucha distorsión, pero es posible entenderlo.—¿Es lo suficiente claro para hacerlo oír a la tripulación?—Sí, señor, pero... —el operador vaciló—. No sé, señor —prosiguió—. Hay un anuncio que no parece del todo... normal.—¿Cómo? Está bien. Transmítamelo a mí. Ponga algo de música a través del sistema general de altavoces.—Señor —se notó que decía débilmente la voz del operador.
Y entonces llegaron a Lyon los tonos desenfadados de la voz del locutor, frente a un acompañamiento de chasquidos y ruidos sordos: ...ultimátum expira a medianoche. Punto. Interrumpimos este boletín de noticias con una más esperanzadora procedente del espacio. El Colonizador ha llegado a su punto de prueba. Hasta ahora todo le ha ido bien. Está en la ruta y no ha habido contratiempos. Se han dado órdenes para su aumento de velocidad. A estas horas su tripulación está probablemente yendo a una velocidad mayor de la alcanzada jamás por los seres humanos... Un murmullo surgió de los aplastados labios de Lyon:—¡Idiota! ¿Es que te has olvidado de Dalton? —...con éxito —terminó diciendo la rápida voz, como si el locutor hubiese oído la interjección y la respondiese triunfalmente—. Punto —prosiguió—. La situación intern...
La voz se interrumpió.—Operador —preguntó Lyon—, ¿es que me cortó? —No, señor.—¿Qué ocurre, pues?—No es una avería mecánica... por aquí, por lo menos. Inter... interferencia, quizá, señor.—¡Despierte, hombre! Parece medio dormido. Siga intentando.—Señor.—¿Entendió lo que dijo? Algo sobre un ultimátum.—No lo entendí del todo... señor.—Si vuelve a captar ese boletín, pásemelo.
Abajo, en la sala de guardia de los ingenieros, Davis comenzó a tirar de sus ataduras. Loddon le hizo un gesto con la cabeza. —Estese quieto, Davis.—Volveré. Solamente quiero rascarme. Me siento raro. ¿Qué nos está pasando?—Un poco de incomodidad; nada más.—¿Y qué va a suceder luego?—¿Quién lo sabe? —dijo Loddon con tono irritado.—Entonces, ¿para qué arriesgarse? —preguntó Davis, ya no agresivo, sino cansado y desesperanzado.—Se tenía que probar. —Para el viejo ingeniero fué un esfuerzo heroico efectuar incluso aquella breve respuesta. No podía confesarlo, pero también él había sentido el mismo impulso de arrancarse las ataduras, sacarse toda la ropa y rascarse la piel que tanto le picaba. Se sentía como si le hubiesen flagelado con ortigas. Aquella sensación había ahora pasado, o quizá solamente había sido superada por incomodidades aún mayores, unas presiones, y estiraduras casi insoportables. Loddon se preguntaba qué cara tenía. Cerró los ojos para no ver las facciones repulsivamente distorsionadas de los demás hombres. ¡Ahora estaba mejor! Se sentía nuevamente cómodo. Pero le estaba ocurriendo algo muy raro. Trató de analizar sus sensaciones, pero le resultó demasiado difícil, y lo dejó correr.
Kraft, el científico principal, encontraba difícil enfocar su vista. Y eso le molestaba, pues estaba intentando leer. En su cabina, y cuidadosamente sujetos en sus estantes, había muchos libros sobre una diversidad de asuntos. No todos ellos eran lo que cabía haber esperado, pues su afición era estudiar filosofía. Lo que ahora estaba leyendo, o intentando leer, no era un libro impreso, sino una carpeta en la que había acumulado mucha información sobre el asunto de la expedición Suiza. Había recortes de periódicos, algunos extractos a máquina de artículos en revistas científicas, fotografías, dibujos y tablas de cálculos. Aquella nave espacial Suiza, aquella Arca de Noé que había salido con una tripulación esperanzada, alejándose de un planeta torturado por la guerra... aquella idea fascinaba a Kraft. Al parecer se había llevado animales y plantas vivientes. Aunque su secreto había sido tan bien guardado, eso se había podido saber. Era cierto que había mujeres además de hombres. Había sido una pequeña comunidad que podía haber conocido la esperanza y el amor, antes de terminar en el temor y el frío... Eleanor se había preparado para el temor a la muerte, pero no para aquella soledad y sentimiento. ¿Qué le importaba su orgullo en aquel momento? Con solamente haber hablado, ¡con haberle hecho entender! Sus pensamientos se movían lentamente, y fue con gran esfuerzo que concibió un plan que era bien sencillo. No podía dejar su puesto, pero no había razón para que no le hablase. El intercom era un instrumento sólido y duradero, que no estaba sujeto a las tensiones que abrumaban su frágil cuerpo. Se necesitaba más concentración de lo corriente para hacer la conexión. Pero cuando lo hubo hecho, se sintió decepcionada. Un zumbido furioso demostraba que el doctor Hyde estaba ya conversando. «Demasiado tarde, pensó», e intentó sonreír. Se había maquillado cuidadosamente antes de la aceleración, y ahora, al verse en el espejo de la pared, deseaba no haberlo hecho. Aquellos labios enrojecidos y aquellas manchas en los pómulos, resaltando sobre la palidez verdosa de una cara tan aplastada y tan retorcida que apenas si podía creer que fuese la suya...—Como un payaso... un viejo y feo payaso —dijo—. La broma es para mí. —Intentó recordar cómo funcionaba el intercom, a fin de poderle hablar a él por lo menos una vez. Pero su conciencia oscilaba, se escurría; y su miedo se había desvanecido. Sería bueno verse libre de eso...—¿Cómo está el paciente? —preguntaba Hyde. —¿Qué?—¿Cómo está el paciente, enfermera? ¿Necesita un se... da... tivo?—No —suspiró la enfermera Russell—. Está adormecido ahora. Como yo.
Lyon estaba haciendo una entrada en el libro de a bordo. Era difícil, en parte porque su posición hacía que fuese difícil escribir nada. Pero escribía cuidadosamente, haciendo pausas cada vez mayores entre las palabras. Terminó, y colocó el libro sobre la mesa, junto a si. Luego miró a través de la sala de control intentando leer la esfera que debía confirmarle que se estaban aproximando a la velocidad máxima. Pero aquel gran indicador no era sino una mancha sin sentido.—Demasiado aprisa —dijo distintamente—. Tengo que decírselo al jefe.
Su voz se desvaneció. Hizo un movimiento ineficaz con su mano en dirección al intercom; luego su cabeza se hundió hacia atrás y sus ojos se cerraron.UNIDAD 6
Eleanor Hume se despertó de una pesadilla para encontrarse gritando de dolor:
—¡Pero si precisamente esto debe ser la pesadilla! —pensó, mareada, deseando que fuese así, pero sabiendo que no lo era.
No; estaba despierta, ensordecida con ruidos estruendosos tales como nunca había oído antes y cegada con resplandores de relámpago; todos los nervios de su cuerpo le ardían, como si primero hubiese sido flagelada y luego arrastrada sobre brasas. Cerrando los ojos en protección contra el inexplicable resplandor, se arrancó las anchas ataduras que la sujetaban. No le importaban ya las precauciones de seguridad; solamente el hecho de que las hebillas parecían arder y cortaban sus tiernos dedos hizo que casi abandonase el intento de liberarse. Pero las ataduras también la torturaban. Con un esfuerzo convulsivo se las arrancó; eso la alivió, e incluso consiguió en cierta medida dominarse mientras pasaba tambaleándose de la silla al suelo. Un volumen increíble de sonido se elevó debajo de sus pies, pero apenas lo notó ante el triunfo de descubrir que podía tenerse de pie. Aun con los ojos cerrados, atravesó vacilante la cabina y palpó en busca del interruptor de la luz para mitigar el resplandor. El botón le quemó la punta de los dedos, y en lugar del leve clic de costumbre se produjo un ruido como el disparo de un cañón. Y luego, a pesar de todo, no atenuó la luz. Pensó entonces, en tanto que era capaz de pensar, que la potencia eléctrica debía haber aumentado de una manera monstruosa mientras había dormido... sí es que se había dormido. Tal como estaba ahora, la luz debería haber sido demasiado tenue para leer; nada más que una comodidad para despertarse. Pero ahora no era precisamente cómoda; hería los globos de los ojos como si estuviese contemplando el sol de mediodía. Pero con los párpados apenas abiertos podía ver, y miró con terror en el espejo. Allí estaba ella, contraída en una mueca de dolor. Pero por lo menos sus facciones no estaban ya aplastadas y distorsionadas como la última vez que las había visto. La aceleración debía, pues, haber pasado, y estaba libre para moverse por la nave; podía correr en busca de auxilio. En cuanto comenzó a moverse hacia la puerta se dió cuenta de que no estaba aún en condiciones de ir muy lejos. La espantosa irritación sobre todo su cuerpo, el ensordecedor clamor en sus oídos, la luz que lanzaba crueles rayos a sus ojos, todo eso amenazaba abrumarla. Y entonces comenzó a percibir otro tormento. El aire estaba lleno de repugnantes hedores. Se vió acometida de náuseas, y adelantó vacilante hasta el lavabo. Cuando los espasmos del vómito hubieron cesado, comenzó débilmente a quitarse la ropa. A medida que el ligero material iba cayendo al suelo se oían golpetazos como si hubiesen caído pesados bultos desde una altura. Desnuda al fin, vio que su piel estaba enrojecida en algunos lugares, pero por lo demás no se veían marcas que explicasen las insoportables sensaciones que la asaltaban. Se desprendió de las zapatillas que llevaba, notando que un par de atronadoras detonaciones correspondieron sincrónicamente con su caída. Involuntariamente se rascó un tobillo, pero aquello fué también una agonía, tal agonía que desistió de ello. Estaba sollozando de dolor y de miedo. A menos de que pudiese conseguir consuelo, compañía, alivio en su terror, sabía que su espíritu iba a quebrantarse. Y entonces sus medio cerrados y lacrimosos ojos encontraron el intercom. Temblando de esperanza y de temor hizo una llamada.—Roberto, ¿eres tú?—¡No me ensordezcas! —bramó la voz de Hyde en respuesta.—¡Me... me he ensordecido a mi misma! —Eleanor se rió alocadamente—. Y tú me has ensordecido.
Estaba aprendiendo rápidamente. La última sentencia había sido susurrada.—¿Qué es lo que me ocurre? —preguntó, atemorizada.—¿Síntomas? —preguntó él.—Ardo de irritación. La luz hiere mis ojos. El ruido es espantoso...—¿Y los olores también?—Sí. ¿Cómo lo sabes?
Sorprendida, había usado nuevamente un tono más elevado.—Baja la voz, Eleanor. Lo sé porque yo también siento lo mismo.—¿Y qué es?—Sensibilidad exaltada.—¿Qué?—Todos nuestros sentidos están acrecentados. Es interesante... maravillosamente interesante.—Roberto, ¡eres insoportable!—¿Qué dices?—Es maravilloso, Roberto, que lo tomes tan científicamente. Pero, ¿qué puedo hacer? Es insoportable. Voy a rascarme hasta hacerme tiras...—Quizás yo soy más resistente... de piel más gruesa que tú. Y además me doy cuenta, vagamente, de un modo médico, de qué es lo que ha ocurrido. He descubierto que es posible aliviarse algo poniendo aceite y algodón en las peores partes.—¡Todas mis partes son peores! —respondió la muchacha—. Y no tengo aceite.—Ven a la enfermería y toma un poco.—Lo intentaré, si es que puedo dejar de rascarme bastante tiempo —respondió ansiosamente—. ¿Pero no podrías tú venir aquí?—No, no puedo hacer eso. No me atrevo a empezar a visitar cabinas. No se acabaría nunca, pues todo el mundo debe estar sintiendo más o menos lo mismo que tú. Convéncete de que los síntomas no indican nada mortal, ni siquiera nada grave. Es incómodo... —Es una agonía...—...pero no es más que eso. La sensación quizás desaparezca con el tiempo. Tendrás que bajar. Ponte algodón en rama en los oídos. Ponte gafas oscuras, si es que las tienes. No puedo hacer nada por tu sentido del olfato o del gusto. También estarán exaltados, como es natural.—¡No hace falta que me lo digas! —y se rió histéricamente—. Lo siento —añadió, dominándose—. No voy a seguir molestando. Tienes sobrado quehacer, y no quiero añadir... pero es duro, y no parece que haya alivio para esta sensación tan horrenda. ¿Dices que quizás desaparezca?—Con el tiempo quizá —respondió cautelosamente.—¿Cuánto tiempo?—No me preguntes eso todavía. Hemos estado todos inconscientes durante trece horas.—Creí que solamente había sido una.—No. Mira el otro indicador. ¡Pobre Eleanor! —prosiguió con diferente tono de voz—. ¿Te compadeces de ti misma? ¿Sientes haber venido?—No —respondió la chica—; no cuando hablas así. Eres un consuelo, de veras, Roberto, querido.—Me alegro de saberlo. Tendré que ponerme al habla con Lyon.
Quizás no había oído que ella había dicho «querido». Se puso algodón en los oídos, y encontró sus gafas oscuras. Con su ropa interior más suave, y encima una bata, la irritación era aún penosa, pero no insoportable. Hyde había conectado con la sala de control por el intercom. No hubo respuesta. Podía oír la llamada, pero para asegurarse intentó conectar con el operador, de modo que pudiesen poner manualmente la llamada. Tampoco hubo respuesta de la cabina de radio. Se proveyó de un paquete de vendajes y se dirigió lentamente a la sala de control. A pesar de que había tomado su propia medicina, y se había protegido los ojos y los oídos, fué una jornada penosa. La piel le ardía, y los abrumadores hedores que le afligieron a lo largo de los pasillos y de las escaleras le hicieron venir ganas de vomitar. Cuando hubo llegado a la puerta de la sala de control sus rodillas le temblaban. También sudaba, y cada gota de sudor quemaba como si fuera un ácido. Abrió la puerta corredera y se adentró en la habitación. Se disponía a despertar al capitán, pero Lyon se movió y levantó la cabeza antes de que Hyde hubiese llegado hasta él. Hyde observaba con una especie de curiosidad clínica, para ver lo que serían las reacciones de Lyon. Lo que vió le hizo sentir por el capitán del Colonizador un respeto que no perdería fácilmente. Un destello de asombro, una mueca de dolor controlada inmediatamente, y Lyon habló:—¿Si, Hyde?
La primera palabra fué en voz alta, la segunda atenuada. Hyde se sonrió.—Se ajusta usted rápidamente, señor. ¿O es que esperaba algo así? Me imagino que lo encuentra como yo... bastante desagradable.—Estaba preparado para cambios —dijo Lyon— No precisamente para éste —y se soltó de su silla. —Podemos hacerlo más soportable —respondió Hyde.
Lyon no respondió. Hyde vió que estaba mirando la pantalla del radar.—He estado inconsciente más de doce horas, Hyde —dijo al fin—. ¿Es eso general?—Más o menos, señor.—Ha sido una suerte que me despertase ahora. Mire allí, Hyde.
Hyde no podía ver nada. Se quitó las gafas; la luz le hirió los ojos, pero ahora podía distinguir una mancha brillante, casi en el centro de la pantalla del radar.—Meteoro —dijo Lyon. Se desplazó hacia los instrumentos de la pared.—Hum... Otra media hora a esta velocidad... —Volvió a su mesa de metal y utilizó el intercom—. ¿Jefe?—Señor.—Escuche cuidadosamente; es urgente. Baje la voz, o me ensordecerá. No responda aún. Quizá sienta una serie de sensaciones penosas. Tiene que hacer caso omiso de ellas. Le daré unos segundos para que se rehaga... Ahora, ¿puede comprender lo que le estoy diciendo?—Señor.—¿Puede actuar según mis órdenes? —Estoy bien, señor. Mejor que los jóvenes. Todos están gimiendo...—No importa lo que hagan, jefe. Escúcheme de nuevo. El radar muestra un gran meteoro. Voy a evitarlo. Aumente el tubo número Cuatro.—Aumento el tubo número Cuatro, señor —repitió la voz del viejo Loddon.
Fascinado, Hyde observaba la pantalla. La brillante mancha se desplazó casi imperceptiblemente en dirección al cruce de las líneas capilares que indicaban el centro exacto de la pantalla. Lyon se enjugó los ojos. Hyde tuvo que volverse a poner las gafas.—Jefe —dijo Lyon a través del intercom—. Su tubo Cuatro no ha dado el resultado debido. Nos está conduciendo hacia el meteoro en lugar de evitarlo. Prescindamos de ello ahora. Intentaremos lo contrario. Tubo Cuatro normal.—Cuatro normal, señor.—Reducir el Tres. Aumentar el Uno.—Reducir el Tres. Aumentar el Uno, señor.
Hyde tuvo que volverse a quitar las gafas. Observó cómo la manchita se arrastraba como un insecto a través de la pantalla del radar, hasta llegar al borde y desaparecer. El cronómetro indicó que había tardado veinte minutos en hacerlo.—Bien, jefe. Todos los chorros normales; tenemos la vía libre.—Pero —dijo Lyon sombríamente, una vez hubo desconectado el intercom—, vía libre ¿adónde? Eso es cuestión de Harper. Espere aquí un minuto, Hyde.
Lyon conectó con la cabina de Harper por el intercom. Un gemido ensordecedor salió del instrumento.—Me siento...—Se siente usted horriblemente mal. Ya lo sé —dijo Lyon—. Voy a enviarle al doctor para que le vea. Cuando haya terminado quiero verle a usted aquí. —Lyon desconectó.—Déjeme que le ponga a usted un poco más cómodo de lo que está ahora, señor.—¿Yo? Yo esperaré mi turno. Ya ha oído lo que acabo de decir. Harper está nerviosísimo —dijo Lyon con una especie de desprecio tolerante—. Esto debe ser infernal para él...—Pero usted, señor. Déjeme que...—En este momento Harper es la persona más importante a bordo, doctor. Arréglelo de un modo u otro. Déle drogas si es necesario, pero recuerde que necesito de él una hora de trabajo concentrado.—Si es que es tan importante, señor...—Lo es. Quiero saber en qué dirección va mi nave.
Hyde se lamió sus resecos labios. Sus doloridos ojos volvieron a fijarse en la pantalla del radar. Ahora estaba despejada, pero recordaba aquella pequeña y brillante diabólica mancha, y se apresuró hacia la cabina del navegador. Cinco minutos más tarde, Harper llegó a la sala de control. Lyon se volvió de los indicadores y le miró. El navegador estaba pálido, y sus ojos brillaban. —¿Sabe usted lo que quiero? —le preguntó Lyon.
Harper denegó con la cabeza.—El doctor dijo que usted me lo diría.—¿Qué le hizo a usted?—Me ha arreglado. ¿Le dije a usted lo que Dalton dijo sobre lo de la picazón? Ahora lo comprendo. Me encontraba malísimamente.—Todos nos encontramos malísimamente. Acabo de hacer la entrada en el libro de a bordo... Dígame lo que le parecen estas lecturas.
Los ojos de Harper se desplazaron de esfera a esfera. Sus reacciones parecían haberse acelerado.—Estamos muy alejados de nuestra ruta. Pero no puedo adivinar...—No quiero que adivine nada, Harper. Lo que quiero es nuestra posición y nuestro rumbo actual, y lo quiero pronto. Después puede usted sugerir la corrección. En cuanto a la razón por la cual nos desviamos...—Lo intentaré, señor, pero...—No. No quiero que me dé usted, una razón, como no sea que nos encontrásemos lo bastante cerca de un poderoso campo gravitatorio. Pero eso es increíble. No; es más probable que sea el viejo Loddon quien nos proporcione la razón.
Harper asintió con la cabeza.—¿Chorros? —preguntó—. Pero la velocidad es lo que cabría esperar. De setenta y tres a setenta y seis durante la última hora.—El impulso no es uniforme; eso es todo. Debe ser eso. No hay nada anormal ni en la tarjeta interpretadora del rumbo de usted, ni en la máquina. Había un gran meteoro en la pantalla, y obtuvimos una reacción errónea cuando maniobramos para evitarlo.
Harper lanzó instintivamente una mirada a la pantalla de radar.—No se preocupe. Hemos compensado. Aquello pasó. Ahora ya está a punto, ¿verdad, Harper? No sé qué fue lo que le dió el doctor, pero ¿está usted en condiciones para la ascensión? Necesitamos el rumbo antes de media hora; no lo olvide.—Señor —dijo Harper. Comenzó a alejarse, luego se volvió y dijo con una torcida sonrisa—: No me sabrá mal salir del cilindro interior. Hará que descanse un rato mi nariz.
Lyon devolvió la sonrisa.—Sin duda tendremos que hacer algo con los olores. —No los habrá adonde voy ahora —dijo Harper mientras se alejaba.
Un minuto más tarde entraba Adams, seguido de Hyde.—Señor —dijo Hyde—. Adams está en condiciones de hacerse cargo. ¿Puedo ponerme a trabajar con usted?—¿Es eso cierto, Adams?—No me siento normal —replicó el segundo de a bordo, pero puedo arreglármelas.—No se puede luchar contra ello, señor.—¿Qué quiere decir? —dijo Lyon con decisión.—Ha hecho usted algo que no hubiera creído posible —dijo Hyde—. Nadie hubiese podido adivinar que no se sentía usted como siempre. Pero tampoco está usted por completo por encima de las debilidades humanas, y si sigue así ni siquiera toda su fuerza de voluntad será capaz de salvarle. Se quedará ciego y sordo. No podrá comer ni dormir. Usted no...—Le concedo cinco minutos —interrumpió Lyon—. Nada más. Voy a convocar una conferencia y quiero que esté usted aquí.
Lyon se retiró a su propio dormitorio con Hyde. Cuando volvieron a la sala de control, Adams informó que todo marchaba bien. Lyon se dirigió al intercom y llamó a los hombres que necesitaba. —Y mientras esperamos que se congregue la reunión, Hyde, quiero que dirija usted un breve anuncio general. Dé a la tripulación las seguridades que honestamente pueda. Indíqueles lo que tienen que hacer inmediatamente para ajustarse, y dígales que la mejor cura contra la incomodidad es trabajar de firme.—¿No le parece, señor, que un poco de simpatía...—No —respondió Lyon mirándole con dureza—. Nada de eso. No queremos ni dar ni recibir ninguna simpatía. Queremos continuar la tarea encomendada.
Hyde terminaba su breve charla por el intercom cuando los miembros superiores de la tripulación entraron en la sala de control. Kraft, el jefe científico, y Berry, su ayudante, Eleanor, Norah Russell, la enfermera jefe y Loddon.—Me imagino —dijo Lyon con determinación, cuando estuvieron todos reunidos—, que por razones de comodidad personal todos ustedes preferirán permanecer de pie.
«Nos encontramos ante una pequeña emergencia. El doctor puede ayudamos con su consejo, pero no es cuestión solamente suya. Hay que tomar diversas decisiones a fin de hacer que las condiciones sean soportables, de modo que la tripulación pueda, no solamente efectuar su trabajo, sino también descansar y dormir. Estas molestias físicas quizás desaparezcan. Qué probabilidades hay de que así ocurra, no lo sé. Quizás el doctor pueda decírnoslo. Hyde se daba cuenta de su propio malhumor. Intentó, evitar, sin conseguirlo del todo, que se transparentase el enojo que sentía ante lo que creía era una injusta referencia a él:—No me comprometo a ningún periodo definido —dijo—. No voy a decirles que todos se habrán recobrado la semana próxima o el año próximo. Es cierto que los síntomas, considerados individualmente, no son cosa nueva. Pero en conjunto, y considerando que son ocasionados por algo nuevo en la humana experiencia...
Kraft había estado escuchando con impaciencia.—Quizá me sea permitido sugerir una analogía al doctor Hyde, interrumpió por medio de un susurro claro y preciso. Había levantado la mano para rascarse la brillante calva, pero se contuvo con cierta vergüenza. —¿Sí? —preguntó Hyde, hablando en su enojo con disruptora fuerza.—Nacimiento —replicó sencillamente Kraft.
Hyde reflexionó sobre esa idea.—Es posible que haya algo de eso —admitió a pesar suyo—. Evidentemente el nacimiento debe ser doloroso, para el niño. Quizás es mejor que no podamos recordar aquella experiencia.—Comprendo lo que quiere decir —dijo Kraft.—Me alegro de oírlo —replicó Hyde secamente—. Porque no estoy seguro de que yo mismo lo entienda.—El niño lo supera. Se adapta. Yo sugiero que, en cierto sentido, puede decirse que hemos vuelto a nacer... al haber pasado a través de una barrera de velocidad.
Hyde captó suplicante la mirada de Lyon. Kraft era capaz de largas disquisiciones filosóficas, pero no era ahora la hora de animarle a ello.—La analogía es interesante —dijo Lyon secamente, como el experimentado presidente de una reunión que la ciñe a una cuestión concreta—. Pero lo que queremos es alivio... medidas prácticas, que ayuden. Necesitamos un plan de, digámoslo así, de bienestar físico; y tendremos que organizarlo. Mr. Adams.—Señor.—Le libero por completo de sus deberes de la sala de control hasta nuevo aviso. Usted tendrá que administrar y coordinar este asunto. Visite e inspeccione todas las partes de la nave; recoja sugerencias e informes.
Adams se inclinó con solemnidad.—Kraft —prosiguió Lyon—, ¿puede usted preparar un absorbente o neutralizador para los olores que nos molestan? Es una extraña idea la de que siempre estaban por ahí, pero que no éramos lo bastante sensibles para notarios. Berry puede ayudarle.—Señor.—Hyde —preguntó Lyon—, ¿puede usted darnos algún consejo antes de disolver la reunión?—He pensado en una cosa —dijo Hyde—. Valdrá más que todos los hombres se dejen la barba. Afeitarse sería ahora intolerable. En cuanto a las mujeres, por lo que he visto, parecen soportar las molestias mejor que los hombres.
Eleanor movió la cabeza, rechazando la aplicación a ella de tal observación.—Pero —prosiguió Hyde—, valdrá más que no muestren su heroísmo continuando con el tratamiento corriente de lámpara solar. Ahora eso realmente las despellejaría.—De modo que los hombres se dejen las barbas y las mujeres se dejen de broncear —dijo Kraft. Se volvió en derredor, en busca de una aprobación de su dicho, pero no la encontró.—Los que quieran mostrar su fuerza de voluntad —concluyó Hyde—, pueden dejar de rascarse. Desde ahora en adelante podríamos dividir la tripulación en dos tipos, superhombres como el Capitán, que no se rascan; o los débiles de voluntad, que se rascan.
Varias manos que habían estado furtivamente activas volvieron avergonzadas a los lados de sus propietarios.—¿Hay más contribuciones al capítulo general de ideas? —preguntó Lyon.—Por lo que se refiere al trabajo que se me ha asignado —dijo Kraft—, quizás Downes podría ayudar a eliminar esos olores.—El «granjero» —dijo Lyon—. SI, desde luego; lleve a Downes a su comité. Y ahora, si nadie tiene nada más que proponer, daremos por terminada la reunión y seguiremos con nuestro trabajo.
UNIDAD 7
Eleanor y Hyde dejaron juntos la conferencia, y la enfermera, Norah Russell, les siguió de cerca. Oyeron muchas conversaciones a medida que avanzaban por los pasillos. Todos estaban aprendiendo a utilizar sus voces a un volumen tal que no fuese penoso para los oídos de los que les escuchaban. Y estaban hablando más de lo acostumbrado. Encontraban que conversar, concentrarse en un argumento o seguir de cerca los razonamientos de los otros, era una manera tan buena como la mejor de olvidar las molestias de su propio cuerpo.
—El capitán llamó «granjero» a Downes —dijo Eleanor—. Ya he oído hablar antes del «Granjero Downes». ¿Qué chiste es ese?—Apenas si es un chiste... —comenzó a decir Hyde. —Pero sí que lo es —insistió la enfermera Russell.
A Eleanor le había molestado que aquélla les hubiese alcanzado y se había unido a la discusión. El pasillo apenas si era lo bastante ancho para que los tres pudiesen avanzar en línea.—Un mote, si es que lo preferís —dijo Hyde— pero no tiene gran cosa de cómico. Su ocupación consiste en convertir todos nuestros desperdicios, sólidos, líquidos y gaseosos y el dióxido de carbono que respiramos, en grasas y proteínas por medio del uso de algas. Cuando se elimina el dióxido de carbono, se reemplaza el oxígeno.—Eso ya lo sé —dijo Eleanor—. No es cosa en la que me guste pensar. Pero a pesar de ello no veo...—Pues, la verdad es que lo que regenta es una especie de granja.—Eleanor quiere esquivar los hechos —insistió la enfermera—. Sus modales se hicieron más agresivos que de costumbre. —Piensa en los deliciosos tanques que controla Downes. Es una granja de alcantarillado, querida mía, y Downes es el granjero.—¡Por favor! —suplicó Eleanor—. Estás intentando hacer que me maree otra vez.—Si —dijo Hyde—, no sigas, Norah. No ha tenido tu entrenamiento.
Eleanor, que luchaba furiosamente por controlarse, observó que Hyde había llamado a Norah por su nombre de pila. Entre tanto, Hyde, consciente del antagonismo entre las dos mujeres, intentaba llevar la discusión a terreno menos peligroso.—No hay porqué sentir náuseas —dijo, con lo que a Eleanor le pareció ser irritante condescendencia. Y aún empeoró las cosas dándole sobre el hombro lo que sin duda pretendía ser un amistoso golpecito. Pero no había aún aprendido a moderar tales gestos, de modo que la chica se encontró recuperándose de lo que parecía ser un violento golpe, mientras él, sin darse cuenta, continuaba hablando.—Piensa racionalmente en ello como en un ciclo completo cerrado para el carbono, el hidrógeno y el oxígeno. Es un triunfo de economía. Sin él, nuestros problemas de almacenamiento en un viaje como este serían terribles.—Pero si eso es así, ¿por qué llevamos oxígeno y alimentos? —Eleanor encontraba cierto alivio, efectivamente, al considerar el problema desde un punto ce vista puramente científico.—El ciclo cerrado es teórico —explicó Hyde—. En la práctica no se puede evitar cierta pérdida.—Además —dijo Norah Russell—, necesitaríamos el oxígeno para casos de emergencia, y las provisiones de comida, a pesar de estar deshidratadas, hacen que sea posible proporcionamos una alimentación más variada, lo cual hace más soportable la vida.
Eleanor pensó, indignada, que la enfermera estaba hablando como si se dirigiese a una audiencia de niños estúpidos.—Y además —añadió Hyde—, el ciclo cerrado se interrumpe en cuanto aterrizamos y salimos de la nave.—Me sigue pareciendo repugnante —dijo Eleanor con aire fatigado—. No hay duda de que es muy eficiente, pero ¿por qué no lo utilizan en las naves lunares?—Es demasiado pesado —dijo la enfermera Russell. —Los tanques de algas, el equipo —explicó Hyde—. Su peso es enorme, y ocupan mucho espacio. No vale la pena instalarlos a menos de que el viaje vaya a durar tal vez, podríamos decir varios meses. —Y en todo caso —resumió Norah con eficiencia— debemos enfrentamos con ello. Downes elimina nuestros residuos, de modo que no hay nada extraño en que le hayan incluido en la partida de trabajo que nos va a liberar de estos repugnantes olores.
Hyde indicó su asentimiento con un gesto de cabeza, mientras Eleanor seguía deseando que no mostrase tal deferencia por las opiniones de la enfermera, ni tratase aquel desagradable asunto como si fuese un misterio médico, que solamente debían entender los iniciados. Habían ahora llegado a su cabina, y, sin decir ni una palabra más, Eleanor entró en ella y cerró de golpe la puerta. El ruido del portazo fue como un disparo de artillería que le hirió los oídos, pero lo soportó con la esperanza de que había ofendido a los otros dos.—¡Dios mío! —pensó un momento más tarde Estoy celosa... de aquella mujer. Valdrá más que vaya y haga las paces. Ayudaré a preparar lociones refrescantes en el dispensario, y empezaré por utilizarlas en mí misma.
Lyon había hecho señas a Loddon para que se quedase en la sala de control cuando los otros se fueron.—Sé que puede usted encontrar el fallo, jefe —dijo Lyon—. Pero quiero que lo haga aprisa. Cuando lo haya hallado, vuelva a verme. No me lo diga a través del intercom.—Señor —dijo el jefe—. ¿Y qué quiere usted que haga con Davis?—Dejémosle por ahora. Le aplicaré la disciplina cuando hayamos arreglado este otro asunto.
Tan pronto como la puerta se hubo cerrado tras Loddon, el Capitán se comunicó con Harper en la Cabina de observación.—¿Harper? ¿Está usted bien ahí arriba?
La respuesta de Harper expresó sorpresa y algo de impaciencia.—Claro que estoy bien. —La verdad era que se había olvidado de sus miedos de costumbre—. Me alegraría salir de este traje espacial. Empeora la irritación. Todavía no he terminado, pero puedo darle una posición y un rumbo aproximados.—Me gustaría.—Se ha producido una gran divergencia, de unos quince grados, durante las últimas doce horas. Diría que el fallo se produjo cuando nos estábamos aproximando a la velocidad máxima. Eso nos está llevando a la Zona FBX. Repito, FBX.—Sí; enterado.—De modo que no hay peligro. Tenemos vía libre durante las próximas cuatrocientas horas. Pero si lo desea puedo darle una ruta de compensación aproximada.—La anotaré —dijo Lyon.
Apenas acababa de escribir la fórmula que el navegador le dictó, cuando sonó el intercom y habló el jefe de máquinas.—Ya lo he localizado, señor.—Le dije que subiese y me informase, jefe.—Sí, señor; ya lo haré. Pero es que a Davis le ha entrado nuevamente el pánico.—Átelo, jefe. Está acumulando cargos disciplinarios, pero ahora no tengo tiempo de ocuparme de él.—Le he metido en la celda, señor. ¿Es eso correcto?—Si —dijo Lyon—. Lo apruebo, pero cuando usted suba vaya a ver al doctor y pídale que eche una ojeada a aquel individuo.
Lyon anotó el incidente en el diario. El viejo Loddon llegó tan pronto que estaba en la sala de control antes de que el Capitán hubiese acabado de escribir. Lyon le miró con curiosidad:—Se mueve usted de prisa, jefe. ¿No se olvidó de hablar con el doctor?—No, señor. Ahora baja a la celda —dijo Loddon.—Bien. ¿Y qué hay de la avería?—El joven Taylor la localizó mientras yo estaba aquí arriba en la conferencia. Hay una hendidura en la envoltura externa, sobre la unión con la coraza, señor.—Pero eso no explicaría la divergencia. Harper parece creer que es algo así como quince grados.—No, señor. Pero habrá que reparar la resquebrajadura.—Si sí; ya lo sé. —Pero debe haber algo más.—SÍ señor; lo hay. El tubo número 4 no desarrolla toda su potencia.—Eso ya es otra cosa —dijo Lyon—. ¿Razón?—Obstrucción, señor. Probablemente un depósito. —¿Un depósito asimétrico? —sugirió el capitán. —Sí. señor.—Ya. ¿Y qué podemos hacer?—Pues, ése es el problema. No podemos hacer gran cosa en vuelo. Para reparar la envoltura tendremos que montar una grúa...—No es la fractura de la envoltura externa lo que más me preocupa, jefe. Es el tubo que nos ha desviado de nuestra ruta.—Para limpiarlo necesitamos espacio para accionar el ojo-y-mano.
Lyon suspiró:—Supongo que con el tiempo producirán una herramienta de televisión y control remoto que pueda ser accionada durante el vuelo. ¿Lo que usted me está diciendo es que tendremos que aterrizar?—Bueno, eso es usted quien debe decirlo. Podríamos continuar...—¿Con un impulso que empuja haciéndonos desviar de la ruta? No, jefe. Tiene usted razón. Lo que propone es lo más rápido. Aterrizaremos. Le indicaré el plan tan pronto como lo haya discutido con Harper.
Loddon salió con su nuevo y elástico paso. Tan pronto como hubo salido, Lyon habló con la cabina de observación. Esta vez no hubo respuesta. La razón por la cual no hubo respuesta era que el navegador estaba ya de regreso. Entró en la sala de control cinco minutos después. Había dejado su traje espacial en su cabina y el guardapolvo negro que había llevado debajo de aquél estaba pegado con sudor al cuerpo.—Lo comprobaré en esta máquina, señor.
Lyon asintió con la cabeza. Harper alimentó el calculador electrónico. Reinó el silencio hasta que sonó la campanilla y el navegador sacó de la máquina la hoja llena de números.—La divergencia era de casi exactamente quince grados, señor —dijo—. Pero tendré que enmendar ligeramente la ruta de compensación.—No servirá, Harper. Esa ruta no servirá.
Pareció como si al navegante le hubiese herido un rayo.—¿Quiere usted decir que no la acepta... señor? —dijo casi ahogándose.—No, no, Harper. Por favor, no se ofenda con tanta facilidad. No pongo en duda su exactitud. Pero tiene usted que hacernos aterrizar, para que el jefe pueda hacer algunas reparaciones.
Lyon explicó a Harper el diagnóstico del jefe de máquinas.—Comprendo —dijo el navegante—. Pero esta zona es bastante inhospitalaria.—Una baja temperatura no importa. No nos quedaremos mucho tiempo. Pero no queremos ni mucha atmósfera ni mucha gravedad. No espero condiciones ideales Harper, pero vea usted lo que puede proponer.
Harper se fue a un gabinete y pasó media hora estudiando mapas.—¿Servirá el 24 FBX 611? —sugirió, por fin— No es el más cercano, pero por lo demás parece el más adecuado, señor;
Pasó a Lyon un volumen con índice, y aquél leyó la entrada que Harper había marcado.—Atmósfera tenue. No hay oxígeno. Cero coma cero nueve siete de la terrestre... Hum. quizás haya polvo superficial suelto. Sí, sea 24 FBX 611. Deme la ruta y el tiempo a la velocidad actual.—Señor.
Harper se dedicó entonces a su nueva tarea de dirigir el Colonizador hacia aquel pequeño planeta donde los ingenieros y los mecánicos podrían efectuar las reparaciones. Lyon estaba ya hablando a Adams por el intercom, solicitando un informe sobre los progresos efectuados.UNIDAD 8
Naturalmente —dijo Adams, frotándose el cuero cabelludo con tanto vigor que su duro y rubio cabello se le puso de punta—, naturalmente, no se trata principalmente de una cuestión de higiene. Estos repugnantes olores siempre habían estado aquí, pero no los notábamos, y no por ello estábamos menos bien.
Lyon soportó pacientemente aquella obvia aseveración. Adams era una persona de lentos procesos mentales y siempre tardaba mucho tiempo en llegar al punto concreto.—Desde luego —dijo Lyon— ¿Qué solución hay? —Kraft y Berry están trabajando con un absorbente, y Downes está haciendo algo por consejo suyo con sus tanques y la destilería. Mientras se hace eso tienen la intención de lanzar una especie de perfume para cubrir los malos olores.—¿Qué clase de perfume? —preguntó Lyon. —Dicen que sería una especie de olor sano de pinos, señor —dijo dubitativamente el segundo de a bordo.
Lyon olfateó experimentalmente.—No parece que hayan conseguido gran cosa hasta ahora. Solamente percibo los olores desagradables. Dígales que se apresuren, Adams. Este estado de cosas quizá no sea antihigiénico, pero resulta difícil creerlo. Es una aflicción que toda la tripulación esté permanentemente con náuseas. ¿Se ha adelantado algo más?—Han sido hechas algunas sugerencias, señor. —Adams miró algunas notas que había hecho—. Berry preguntó acerca de poner algo sobre los suelos para amortiguar el ruido que hacemos con los pies.—El ruido que parecemos hacer —corrigió Lyon—. También es una de esas cosas relativas, ¿verdad?—Señor. El caso es que hay algo de fieltro en el almacén.—No hay lo bastante, y no creo que valga la pena de cortarlo. Valdrá más fiarse de tapones para los oídos bien hechos y de lo que el doctor llama... adaptación.—Y luego, también están haciendo experimentos en la cocina. Habrá que suprimir algunos platos de la minuta. Nuestros paladares no podrían soportarlos ahora. Y además habrá que disminuir la sazón.
Lyon asintió. Adams estaba nuevamente mirando sus notas.—Hay algo que me preocupa, señor. Kraft quería hablar o comunicar por señales con el Instituto Churchill. Los investigadores de allá podrían darnos mucha información sobre estos problemas. Pero Foster dice que ya no estamos en comunicación con la Tierra.
Lyon asintió nuevamente:—Ya lo sé.—Pero... —comenzó a decir Adams. Pareció alarmado, pero se controló—. Y además, señor, los boletines de noticias de costumbre harían mucho bien. La tripulación ya se siente lo bastante mal. Suprimir el boletín de noticias hace que se sientan fuera de contacto, aislados; no es bueno.—No se puede evitar.—¿Puedo preguntar el por qué, señor? Según parece usted dió la orden de que no se diesen las noticias.—De que no se diese un cierto boletín —corrigió Lyon—. Ese operador de radio es indiscreto. ¿Qué más dijo?—Nada más. ¿Es que hay algo que debería yo saber, señor?—No —dijo Lyon secamente—. Hablaré con Foster. Puede usted decir que he mandado que se hagan todos los esfuerzos posibles para entrar nuevamente en contacto.—Señor —dijo Adams con vacilación—. Sería más fácil de comprender si el fallo hubiese ocurrido después de la aceleración. Pero, tal como ha sucedido...—El fallo se produjo después de haberse iniciado la aceleración —dijo Lyon.
Adams parecía estar preocupado y sospechar algo. Estaba a punto de volver a hablar, pero Lyon no había terminado todavía.—Taylor es también un ingeniero de radio titulado, ¿no es verdad?—Sí, señor.—Dígale al jefe que cuando pueda prescindir de Taylor haga que ayude a Foster. Diga que Taylor debe venir a verme antes. Le explicaré lo que quiero que haga para comprobar el equipo de radio.—Señor —dijo Adams, dispuesto a marcharse.—Espere un momento. Algo más, Adams. Vamos nuevamente a cambiar de rumbo.
Adams parpadeó.—¿No deberíamos reducir la velocidad, señor?—Si hemos de llegar a Bel con bastante reserva para volver, tenemos que hacer un promedio de setenta y cinco a ochenta. Pero la verdad es que pronto vamos a reducir la velocidad. Vamos a aterrizar para efectuar reparaciones y confío —añadió Lyon— que Harper nos ha encontrado un buen dique seco.
Y explicó el plan a Adams.—¿Quiere que se lo diga a la tripulación, señor? —preguntó el segundo de a bordo.—No. Haré un anuncio general por el intercom. Quizá sirva para que no se aburra la tripulación.
Lyon cerró la línea para hablar al operador de la cabina de radio.—Recuerde que mis instrucciones a usted son confidenciales —dijo—. No las debe repetir absolutamente a nadie. ¿Comprendido?—Señor. Lo siento, pero mister Adams preguntó... —Absolutamente a nadie, y puede olvidar todo lo que oyó del último boletín de noticias que se recibió.—No dije nada de aquello, señor.—Me alegro de saberlo. Cuando vuelva a recibir de nuevo, comuníqueme cualquier cosa que sea. No lo haga general hasta que yo lo autorice. Y para llenar el tiempo desde ahora hasta entonces ponga algo de música. Algo ligero. Y mantenga el volumen de sonido bajo.
Luego vino el anuncio general:—Nos detendremos brevemente en un planeta frío —dijo Lyon a su tripulación— a fin de efectuar algunos ajustes y reparaciones que no podemos hacer en vuelo. Los siguientes se prepararán para aterrizar: ingenieros, mecánicos, científicos y el geólogo. Se comprobarán sus trajes espaciales y sus alarmas de geiger. Se llevará a cabo un ensayo completo de las esclusas de aire y del proceso de descontaminación. Eso es todo.
Unas cuantas horas más tarde Lyon tuvo que volver a hacer un anuncio:—Ha habido muchas solicitudes por parte de miembros de la tripulación pidiendo autorización para lo que uno de ellos llamó «licencia de desembarco». Estas solicitudes no pueden ser concedidas, puesto que las condiciones no lo permiten. Nuestra estancia será tan breve como sea posible, y solamente saldrán del Colonizador los que trabajen en las reparaciones o en investigación.
Pasó el tiempo. Para los que se encontraban en la nave espacial, el día y la noche solamente se diferenciaban gracias a los relojes y a los instrumentos de medida. Pero la tripulación necesitaba intervalos regulares de sueño. Al principio, después del renacimiento debido a la aceleración, no podían descansar. Sus sentidos sobreexcitados estaban sujetos a constante ataque por el tacto, luz, sonidos, sabores y olores. Pero el agotamiento desempeñó su papel, junto con las medidas adoptadas para aliviar los sentidos y el proceso de adaptación que Hyde había previsto. Setenta horas después de haberse despertado, la mayor parte de la tripulación disfrutaba nuevamente de un sueño profundo y algunos de ellos empezaban ya a recuperar el peso que habían perdido. El mismo Hyde empezaba a tener aspecto cadavérico; estaba constantemente activo y dormía muy poco. Eleanor le veía muy poco, y le alarmaba lo que veía. No obstante, Hyde se sentía feliz, no solamente cuidando de la salud de la tripulación, sino anotando los síntomas de la tripulación y los detalles de su recuperación. Las reacciones habían diferido bastante. Un hombre joven y vigoroso como Davis se había hecho pedazos. Loddon, tan viejo y delicado que solamente su gran experiencia con cohetes había justificado su inclusión en la tripulación, parecía haber sido estimulado. Lyon había tratado con éxito y desprecio sus sensaciones corporales. Eleanor, según le dijo Hyde, había mostrado reacciones de tipo medio.—¿Y tú? —preguntó Eleanor.—No voy a juzgarme yo mismo.—Te hundirás, Roberto, si no descansas.—Te preocupas tanto de mí como... Norah —replicó con poco tacto.—No lo hago con mucha competencia —replicó virulentamente—. Me han entrenado para que rompa rocas con un martillo, no para arreglar almohadas. Pero a pesar de ello me preocupo por ti... por extraño que parezca.—Pronto descansaré. Todos estáis mejorando tan rápidamente que no habrá ya mucho que anotar. Pero he obtenido una serie de notas interesantes... a decir verdad, tremendas. La única lástima es que no puedo remitir los datos hasta que la radio vuelva a funcionar. Allá abajo lo recibirían ansiosamente; pero de nada sirve mientras la radio no funcione.
Y la radio permaneció obstinadamente callada. El joven Taylor, que había estado trabajando en el aparato junto con el operador, no pudo encontrar ninguna falta en el transmisor. Kraft tenía una teoría para explicarlo; dedujo la existencia de una especie de barrera, pero lo explicó en tales términos que nadie más que él podía entenderlo. Si esa teoría de una barrera era correcta, Taylor creía que se podría perforar aumentando la potencia. Estaba trabajando en ello. Lo cierto es que no llegaba nada al receptor. Continuaban los experimentos para averiguar la razón. No se había aún hallado la respuesta a esos problemas, cuando comenzaron a girar en torno del pequeño y frío planeta que Harper había elegido. La atmósfera resultó ser tan tenue que apenas si ejerció ningún efecto retardador. Utilizaron la gravedad del planeta para hacer girar la nave, de manera que su base se dirigiese hacia «abajo». Solamente entonces se pudo ejercer la acción retardadora de los cohetes. Lyon no mostró ninguna impaciencia. Realizó lentamente, muy lentamente, el proceso de retardar. Sin embargo, el efecto sobre la tripulación fué desagradable, aunque no lo fué ni de mucho tanto como lo había sido la aceleración. Algunos perdieron el conocimiento; la mayoría mostraron síntomas de un retorno a una sensibilidad normal. Entre ellos se encontraba Davis, el mecánico, quien había estado pidiendo que su caso fuese juzgado por el capitán. Hyde informó que Davis estaba lo bastante bien para ser juzgado, y que la eliminación de la incertidumbre sobre su castigo tendría un efecto benéfico. Sacaron al hombre de la celda y lo llevaron bajo escolta a la sala de control, donde se explicaron los cargos disciplinarios que había contra él. Después de haber escuchado la evidencia, Lyon preguntó:—¿Tiene usted algo que decir?—No... señor —murmuró Davis—. Quiero terminar pronto. —Toda su arrogancia había desaparecido, y sus ojos se desplazaban furtivamente.—¿Quiere terminar con su castigo? —dijo Lyon— Está bien, pero llevará algún tiempo. Mientras usted ha estado fuera de servicio por su propia culpa, los demás mecánicos han tenido trabajo extraordinario. Le voy a asignar a usted el número suficiente de turnos extraordinarios para compensarles, y unos cuantos más encima.
Cuando Lyon hubo terminado de anotar los detalles del caso se volvió nuevamente hacia Davis.—Ha estado usted diciendo que quería salir de la nave, Davis. Pronto tendrá usted una oportunidad de salir de ella por un rato.—Entonces, ¿me permitirá salir con la partida de aterrizaje, señor?—Si se porta usted bien. ¿Ha sido usted adiestrado en el manejo de herramientas de control remoto?—Si, señor.—Entonces podrá hacerse útil.
Cuando se hubieron llevado a Davis a su trabajo, Lyon miró por la pantalla del radar. Mostraba claramente la superficie del 24 FBX 611, el cual todavía estaba a cierta distancia por debajo del Colonizador. La nave espacial, disparando sus cohetes con potencia constantemente creciente, descendía lentamente. Lyon ordenó que se sacasen las patas retráctales. Se volvió, encontrando a Hyde junto a su mesa.—¿Sí? —dijo Lyon.—¿Puedo unirme a la partida de desembarco, señor? —preguntó Hyde—. Es más fácil que me necesiten fuera de la nave que dentro.—Entre los ingenieros y los mecánicos hay algunos que están adiestrados para proporcionar socorro de urgencia.—Y otra cosa, señor —dijo Hyde—. Podría cuidar de Ele... del oficial geólogo. Es la única mujer que va a desembarcar.—Bueno —asintió Lyon—. Ahora valdrá más que baje usted y se prepare. La próxima orden general que daré será la de «atarse».
UNIDAD 9
Parece mejor de lo que me figuraba —dijo Eleanor—. Estaba en la sala con Hyde, contemplando la gran pantalla que mostraba una imagen del radar. El Colonizador solamente había tardado una hora en dar la vuelta al pequeño planeta. Durante aquel tiempo habían estado estudiando la superficie del pequeño planeta en que estaban a punto de aterrizar. Desde una altura de mil millas parecía ser de textura uniforme, con valles poco profundos y bajas colinas.
—Pero esto que estás viendo no es una fotografía directa —dijo Hyde— Ni es tampoco una imagen de televisión. La iluminación es ficticia.
Y una voz precisamente detrás de ellos se hizo eco de la palabra de Eleanor:—¿Mejor?
Era Harper, que acababa de entrar:—Sí, lo parece en la pantalla, ¿verdad? Pero en la realidad no tiene ese aspecto.—Le envidio —dijo Hyde—. Usted lo ha visto en realidad.—¿Desde la cabina de observación? —preguntó Eleanor.—Sí —contestó Harper—. Lo vi directamente hasta que dimos la vuelta. —Estaba más hablador que de costumbre—. Iba a quedarme allí, en la cabina de observación, pero el capitán me llamó. Quería hablar de una complicación que quizá se presente cuando aterricemos.—¿Algo serio? —preguntó Hyde.—Nada que valga la pena de preocuparse. Se trata nada más de que si no quedamos bien asentados la primera vez que lo intentemos, tendrá que partir de nuevo y volverlo a intentar. La verdad es que no sabemos gran cosa acerca de la superficie. Parecen rocas y peñascos, pero quizá haya mucho polvo.—Las patas ya están afuera —dijo Hyde.—Y son lo bastante grandes —añadió Eleanor—. Tendría que ser una capa de polvo muy gruesa para que se las tragase.—Si resultase que es en efecto demasiado gruesa —les dijo Harper—, Lyon probará algún otro lugar. Pero no demasiado cercano. Al funcionar los cohetes tan cerca del suelo se dispersarán muchos residuos, que serán radiactivos a causa de la explosión. Serían peor que meteoros. Lyon ha decidido conducir él mismo la nave por medio del radar.—Vaya... —dijo Hyde— prefiero que sea él no yo.
En el intercom se encendió la luz de aviso. —Atarse —dijo Lyon—. Estén preparados para cambios de gravedad.—¿Qué es eso de la gravedad? —preguntó Harper. —¿No oyó lo que dijo el capitán hace un rato? —No —dijo Harper—. Lo debieron comunicar mientras estaba subiendo a la cabina de observación.—Va a reducir progresivamente la gravedad artificial —dijo Eleanor—. Estiba sentada en una de las sillas acolchadas corrientes, y atándose a ella y ajustándosela a su gusto. —Para que nos vayamos acostumbrando al lugar antes de aterrizar— explicó.
Todos estuvieron asegurados en sus asiento antes de que comenzaran a dejarse sentir los efectos de la decreciente gravedad. Se efectuó progresivamente, de modo que no se dieron cuenta del momento en que se detuvo el rotor y comenzó a actuar solamente la atracción del planeta.—Es una sensación agradable, de ligereza —dijo Harper, quien estaba observando como se elevaba en la pantalla de radar el oscuro borde del horizonte.—Ahora a esperar el golpe —dijo Hyde.
Se sintió un frenazo abrupto y una variación en la vibración que corría por toda la nave.—Ahora ya debe estar cerca —dijo Harper, preparándose en su asiento casi horizontal.—¿Por qué? ¿Qué está haciendo? —preguntó rápidamente Eleanor.—Utiliza combustible líquido para los últimos millares de pies —explicó Harper—. No llevamos mucho. Lyon lo utiliza para evitar contaminar el lugar de aterrizaje. Eso hará que sea más fácil salir a la partida con «licencia de tierra».—No hay mucho de licencia en ello —replicó Eleanor. Pero habló alegremente—. Conque pueda conseguir ejemplares... los suficientes para ocuparme hasta que lleguemos a Bel.—Yo te ayudaré a cortar rocas —dijo Hyde—. Me cuido de Eleanor ahí abajo —explicó al navegante—, vigilaré que se porte bien.—Es usted un tipo de suerte... —empezó a decir Harper, cuando se sintió una fuerte sacudida. Luego se percibió un empujón.—¡Vamos a volcar! ¡Nos caemos! —gritó Eleanor. Tiró de sus ataduras—. ¿Por qué no zarpa otra vez?
Pero antes de que hubiese conseguido desatarse, un nuevo impulso compensó el primero.—Parece que nos hemos detenido —dijo Hyde, deslizándose cuidadosamente hasta el suelo.—Buen aterrizaje —comentó con entusiasmo Harper. Estamos casi verticales. Voy a felicitar a Lyon.
Hyde miró al navegante con cierta sorpresa, Harper no se comportaba, ni mucho menos, de manera en él normal. Harper también se daba cuenta de ello, pero sentía tal sensación de bienestar y de seguridad que de momento no le importaba que se diesen cuenta. En el momento en que abrió la puerta del salón se oyó una ovación procedente de algún punto de más abajo; otros, además de él, expresaban su sensación de alivio. Antes de que se hubiese enfriado su entusiasmo había subido ya a la sala de control y felicitado a Lyon, quien recibió la felicitación con una sonrisa cortés pero preocupada. Había dado órdenes a la partida de desembarco para que se preparasen y se vistiesen.—Fuera el delantal —fué su siguiente orden, al mismo tiempo que observaba los indicadores que señalaban la apertura de la pantalla de protección extra situada alrededor de la boca de los tubos de los cohetes—. Todas las precauciones anteriormente tomadas no podían proporcionar completa protección contra la radiactividad.
Harper no iba a desembarcar, y en aquel momento no tenía ningún trabajo urgente. Se dedicó a dar vueltas por la inmóvil nave, disfrutando de aquel respiro de la velocidad. Los primeros hombres habían ya desembarcado. Formaban una pequeña partida exploradora, y se movían lentamente, lastrados con unas vestiduras protectoras pesadas, además de los trajes especiales y de las alarmas de geiger. Pronto marcaron una área radiactiva con cintas luminosas, dejando un amplio margen de seguridad. Su jefe pronto habló con Lyon por medio de su ligero aparato de radio, y aquél comunicó la información así obtenida al resto de la partida de desembarco.—Luz gris y escasa... no es muy fácil moverse. Me siento bastante ligero, pero estoy metido en polvo hasta las rodillas, y el polvo parece casi impedir mis movimientos... Por todas partes hay rocas bajo el polvo, y cuando lo agito se eleva y flota. Tarda bastante tiempo en posarse.—Hay suficiente atmósfera para mantener las partículas —dijo Kraft cuando oyó eso.
Lyon hizo salir el resto de la partida de desembarco en el orden predeterminado. Los ingenieros y los mecánicos bajaron primero. El viejo Loddon informó que habían encontrado las bocas de los cohetes precisamente justo por encima del suelo. Las patas de aterrizaje mantenían al Colonizador lo suficientemente en alto para permitir el necesario trabajo. La partida de Loddon se dividió en dos. La primera sección se dedicó a montar un instrumento semejante a un gigantesco escariador para utilizarlo en el tubo obstruido, juntamente con un instrumento de control remoto. Los otros estaban montando un tinglado a fin de reparar la averiada envoltura. Luego bajaron Kraft y sus ayudantes. En cuanto, hubieron salido de la esclusa de aire, Loddon se comunicó con Lyon.—Hay una aleta torcida, señor —dijo.—¿Puede usted arreglarla con los hombres que tiene ahí abajo?—SI, señor. Lo enderezaré y lo reforzaré. Tardaré un poco más.—¿Cuánto?—Quizás dos horas.—Vaya lo más de prisa que pueda, jefe. —Señor.
Eleanor y Hyde estaban entonces en la esclusa de aire comprobando su equipo. Sus vestidos, llenos de articulaciones y provistos de pequeños cascos, les hacían parecerse a caballeros armados. Ambos llevaban pequeños teléfonos de radio; Eleanor llevaba cajas para ejemplares atadas alrededor de su cintura, y un martillo y escoplo en su cinturón. Hyde llevaba un pequeño fusil atómico, Eleanor se rió del arma, mientras probaba su radio hablándole:—¿Qué vas a matar en un mundo que ya está muerto? —preguntó.—No me quiero arriesgar. Recuerda que soy responsable, como escolta tuyo. Si no encontrarnos ningún dragón, por lo menos podré hacer saltar algunas rocas cuando ya hayas embotado todos tus escoplos. Y además, el fusil pesa muy poco.—¿A punto? —dijo la muchacha.—A punto.
Hyde abrió la pesada puerta externa y precedió a la muchacha bajando por la oscilante escalerilla. Por espacio de un segundo sintió frío, antes de que el control termostático funcionase y su traje se calentase de nuevo. Era algo indescriptiblemente fácil bajar, pues solamente un dedo sobre uno de los peldaños de la escalera servía para aguantar todo el peso. Inclinó hacia atrás su cubierta cabeza y vió las fuertes botas metálicas de Eleanor solamente a unos cuantos peldaños más arriba. Al llegar al pie de la escalera se encontraron sobre un pequeño camino que había sido tratado con pulverización descontaminadora, y que había sido marcado con cinta luminosa blanca. Utilizaron aquel caminillo; sus alarmas de geiger no sonaron, y pronto hubieron llegado al borde del área de peligro. Como si hubiesen estado de acuerdo, ambos se detuvieron para contemplar la escena. Se encontraban todavía cerca del fondo de aquel valle plano y lleno de peñascos. Hyde había pasado mucho tiempo en la Luna, y su primera impresión fué que aquel paisaje era mucho más triste y opresivo que el lunar. Había aquí no solamente menos luz sino también menos variedad de perfiles y formas que en la Luna. Las rocas, de redondez, color y textura uniformes, yacían por todos lados como bancos de guijarros monstruosos sobre una playa, y además de ellos apenas si había cosa alguna... nada que aliviase de su vista. El polvo del fondo del valle era más hondo que el polvo lunar, pero allí donde Hyde se encontraba ahora apenas si cubría sus botas. La nave espacial se erguía alta y esbelta como una aguja de catedral, empequeñeciendo las figuras que se movían con ordenada actividad alrededor de su base. El viejo Loddon había hecho apresurar a sus hombres con objetos bien definidos. El artefacto ya estaba a punto, y el control ojo-y-mano estaba desplazando el escariador a la requerida posición bajo el tubo del cohete. Una media luz bastante irritante permitía a Hyde ver las líneas generales del trabajo que se estaba efectuando, pero observó que algunos de los ingenieros y de los mecánicos habían encendido las luces que llevaban consigo, a fin de ejecutar los trabajos que necesitaban ajustes de precisión. Eleanor dirigió su atención a la partida de trabajo de Kraft. Los científicos se habían separado y trabajaban individualmente a diferentes niveles. Parecían estar ensayando los gases de la atmósfera, y estar tomando lecturas de diversos instrumentos. Eleanor se preguntaba lo que marcaban sus termómetros. El control de calefacción de su traje funcionaba admirablemente. Se sentía capaz de cualquier esfuerzo, e hizo señales a Hyde para que continuasen su ascensión. Pero él recordó la orden permanente referente a informar al salir de la nave, y luego a intervalos frecuentes.—Al había Hyde —anunció, después de sintonizarse con la cabina de radio—. Todo el equipo está en orden. Las condiciones son de comodidad. Me propongo avanzar. ¿Me reciben?—Le recibimos claramente. Comprendido el mensaje —dijo una voz que reconoció ser la de Adams.
Eleanor siguió su ejemplo informando. Luego sintonizaron entre sí sus aparatos, de modo que podían hablar entre ellos a medida que iban avanzando.—Tú eres el experto —dijo Hyde—. Yo no hago sino seguir adonde vayas. Pero dime cuál es el plan ¿adónde vas?—Al valle siguiente —dijo la chica— Aquí no hay variedad en las piedras.
Siguieron avanzando, removiendo el polvo a medida que caminaban.—Ahora no hay tanto polvo por el suelo —dijo Hyde— ¿no te das cuenta de que estamos pisando algo que parece suelo, que no es roca sólida?—Si; tienes razón. —Eleanor se inclinó doblando las rodillas. Era imposible doblarse normalmente, porque la chaqueta del traje espacial era sólida. Pero la chica consiguió sentarse sobre los talones y hurgar en el polvo con sus enguantadas manos. Cuando se levantó tenía en ellas un par de pequeños objetos. Hyde encendió su lámpara de manera que pudiesen ser claramente vistos y estudiados.
Eran del tamaño aproximado de una ostra, pero lisos y con bordes cortantes.—Son como navajas. Es una suerte que llevemos botas de metal —comentó Hyde, mientras Eleanor metía los ejemplares en una de sus cajas— Parecen sílex... pero probablemente me equivoco. ¿De modo que debajo del polvo hay una capa de estos desagradables bichos?
La chica se rió:—Esto es una manera muy poco respetuosa de hablar de mis primeros y preciados ejemplares.—Y también poco científica —admitió— Sí, ya lo sé. No hay sino otra cosa que quisiera decir. ¿No es raro que haya más peñascos al borde superior de la ladera que en el fondo? Uno diría que tendría que ser al revés... que en el transcurso del tiempo habrían ido rodando y llenando el fondo del valle, dejando libre la cresta de aquella arista. ¿Puedes explicarlo?—Quizás haya capas de rocas aquí abajo, enterradas en el polvo —dijo la chica.—Sí, pero a pesar de ello no sé ver por qué los que quedan parecen estar adheridos a la ladera del modo que lo están.
Cuando llegaron adonde el polvo solamente tenía un espesor de unos cuantos centímetros, Hyde dió repentinamente un salto a un lado. Se mantuvo en el aire, haciendo lentos y elegantes gestos con sus brazos y sus piernas, y luego descendió al suelo, aterrizando con descuidada facilidad. Y volvió a saltar al lado de Eleanor.—¿Pero qué haces? —preguntó la muchacha.
Aquel lento salto de diez metros contrastaba extraordinariamente con su aspecto de caballero pesadamente armado. Era algo así como si la imagen esculpida en piedra de la tumba de algún cruzado se hubiese animado y estuviese bailando con la ligereza de una bailarina.—Ya sé que es infantil —admitió él—, pero no pude contenerme de probarlo. Hay más empuje aquí que en la Luna. —¿Te acuerdas de cuando el Ballet Unido fué a bailar a la Estación Lunar?—Sí. Fue extraño y hermoso; ¿verdad? —Y entonces se rió—. No puedo competir con ellos, Eleanor. Ahora me calmaré y ajustaré mis movimientos al suelo, como un buen guardaespaldas.—Vámonos, pues —dijo ella—. Valdrá más que recoja algunos ejemplares de la parte alta de la ladera.
Habían ahora subido lo bastante para estar casi al nivel de la parte alta de la nave, la cual se encontraba a unos trescientos metros de ellos. Allí los peñascos estaban más juntos, y tuvieron que ir trenzando su camino por entre ellos. Hyde apenas si podía ver por encima de la mayor parte de ellos, y ahora era quien guiaba. Pero Eleanor nunca podía ver más que unos cuantos metros enfrente de ella. Comenzó a sentirse aprisionada.—Esperaba más variedad que esto —dijo descontenta, mientras escogía un amplio escoplo de entre la colección que llevaba en el cinturón—. Estas rocas son casi todas del mismo tamaño, además de ser de la misma forma; esferas casi perfectas de metro y medio a dos de diámetro.
La muchacha se inclinó de nuevo y recogió un puñado de polvo, que puso en una de sus cajas. Hyde saltó subiéndose con facilidad a lo alto de la roca, desde donde tenía mejor vista. En el momento en que Eleanor estaba a punto de atacar otra de las rocas con su martillo y su escoplo, la llamó:—Aquí tienes un poco de variedad.
La chica se dirigió adonde Hyde indicaba, y juntos contemplaron el objeto. Era una piedra ovalada, que a primera vista parecía una fantástica escultura.—Diría que era una especie de huevo —sugirió Hyde. Tocó la cosa con precaución—. Fosilizado, naturalmente —añadió con más confianza—. Tiene millones de años. De modo que aquí sí que hubo vida antes.
Eleanor dirigió su luz de pleno hacia la piedra. —De esta piedra hubiese salido un extraño pollo, Roberto. Una especie de araña...—Yo diría que un cangrejo. ¿Quieres llevártelo?
Hyde empujó, pero no pudo desplazar aquella gran masa de piedra. Eleanor hizo saltar una pieza de la pared externa, y unos cuantos trozos de la petrificada criatura de su interior.—La colección ya va mejor —dijo él para darle ánimos—. Y allí arriba hay algo diferente. —¿Dónde?—Junto a la arista. Puedes verla frente al cielo. Una columna.—Sí, ya lo veo.—Parece... intencionado, —dijo, y echó una ojeada hacia donde las luces brillaban acogedoramente, al fondo del valle.—No veo qué quieres decir con «intencionado», Roberto.—No estoy seguro de que yo mismo lo sé. Pero es como si aquella posición hubiese sido elegida deliberadamente. Es el punto más alto en mucho terreno a la redonda.—De todos modos, vamos a verlo —sugirió Eleanor.
Pocos momentos más tarde estaban en un espacio abierto entre las rocas. El objeto que Hyde había llamado una columna parecía estar firmemente empotrado en el suelo, sobre el cual se alzaba a una altura de unos cuatro metros.—¿Qué te dije, Eleanor? Es un hermoso cilindro liso. ¿Podría ser que hubiese sido esculpido?—A mí más bien me parece que ha sido martillado —dijo Eleanor, que estaba examinando de cerca la columna, con su linterna encendida y con la visera del casco casi tocando la curvada superficie de la roca.—¿Martillado? —exclamó Hyde con incredulidad. Pero unos momentos después se vió forzado a admitirlo—. Verdaderamente parece como el trabajo que se hace con peltre o cobre —dijo—. Las marcas son tan... regulares.
La muchacha hizo saltar una pequeña lasca de la piedra, mientras Hyde buscaba nuevos descubrimientos, sin encontrarlos.—El siguiente valle parece ser como éste —dijo— ¿Es que vale la pena seguir?
La chica no respondió. Después de haber escogido una roca, la estaba atacando vigorosamente; la superficie era dura, y rompió un escoplo. Hyde percibió por la radio su exclamación de enojo, y se sonrió. Viendo lo preocupada que estaba con su trabajo, aprovechó la oportunidad de conectar nuevamente con el Colonizador e informar. El operador de radio, Foster, recibió la llamada.—Ordenes del capitán —añadió—. Deben permanecer a la vista del Colonizador. Para señalar la orden de regreso se harán destellos luminosos además de llamadas por radio.—Comprendido —dijo Hyde.
Un movimiento cercano llamó su atención. Eleanor estaba de pie, apartada de la roca, y le estaba gesticulando. Hyde conectó con ella.—¿Algo que no marcha? —No... no sé. ¿No oíste lo que dije? —Estaba comunicando con la nave. ¿Qué ocurrió? —La roca se movió.
Saltó al lado de ella. La voz de la muchacha parecía alarmada. Hyde le tocó el férreo brazo con el guantelete.—¿La estabas picando muy fuerte? —dijo.—Me parece que no la estaba picando cuando se movió —dijo—. Y pareció moverse hacia mí.—Supongo que la hiciste perder el equilibrio —dijo él.—No me pareció eso, Roberto. Parecía como si... ¡oh!, no lo puedo explicar... pero como si se hubiese movido sola.
Hyde empezó a tocar la roca, con precaución al principio. Luego, empleando toda su fuerza, consiguió hacerla oscilar.—Pesa menos de lo que parece —dijo a la chica. —Así tendría que ser, con una gravedad tan escasa. Pero no sé. ¿Es maciza? Quizás esté hueca...—Es difícil de decir —dijo él—. ¿Conseguiste tu ejemplar?—Aún no. Rompí un escoplo. ¿Roberto?—Sí.—Lo siento, Roberto, pero tengo miedo.—No te preocupes —dijo tranquilizándola— Prueba de aumentar el oxígeno un poco.
La chica obedeció ajustando el suministro. Podía oírla por la radio. Estaba entonces aspirando profundamente.—Esto va mejor —dijo—. Siento haberme sentido tan femenina hace un momento.—Las mujeres me gustan más así —contestó él—. Eleanor —añadió—, ¿quieres casarte conmigo?
UNIDAD 10
Eleanor se rió. Roberto no podía ver su expresión a través de la visera, pero podía oír su risa. El diafragma del receptor construido en el interior del casco producía unos chasquidos enloquecedores con el ruido de aquella risa.
—¿Casarme contigo? Roberto, debes estar loco, querido.
Bueno, pensó él, si me llama «querido» es que aún hay esperanzas.—No me digas que no sabías lo que sentía por ti, Eleanor.—Pero, ¿por qué me lo preguntas ahora precisamente?—Me prometí a mi mismo que lo haría en cuanto desembarcásemos.—¿Pero querrías decir cuando desembarcásemos en Bel? ¿No valdría más esperar a que llegásemos allí? ¿No te parece que eres excesivamente susceptible, Roberto? Quiero decir, ahora da la casualidad de que soy la única muchacha a la vista... Pero allá en el Colonizador, dondequiera que haya otras muchachas...—¡Oh, celosa idiota! —gritó enojado. Pero casi al mismo tiempo empezó a reírse—. Te quiero. ¿Comprendes? Incluso ahora, cuando pareces un sapo con gafas en ese casco cuadrado. ¿Es que no puedes contestarme ahora?—Tienes una manera tan encantadora y delicada de pedirlo, Roberto, que tengo que decir que sí.—¡Oh, Eleanor!—Ya me dirás más luego. —Su enguantada mano descansó sobre la de Roberto—. Eres un encanto, Roberto. Contigo me siento segura.—¿Incluso aquí?—Si. Incluso aquí —volvía a reírse—. Se lo contaré a mis nietos.—A nuestros nietos.—Les diré: «Vuestro abuelo se me declaró a unos cuantos grados por encima del cero absoluto, entre unas masas de rocas. Y me dijo que yo parecía un sapo.»
Y comenzó a golpear fuertemente una de las piedras, no para desahogarse. Aunque perdió un escoplo más, consiguió por fin que se desprendiera una lasca de roca. La cogió y la puso en una de sus cajas.—¡Eleanor!
La chica se volvió rápidamente.—Es hora de que nos vayamos.—Roberto, estás asustado. ¿Qué pasa?—La línea del horizonte está variando. Mira y verás lo que quiero decir.
Comunicó nuevamente por radio con la nave y preguntó por Lyon.—Hyde al habla, señor. Está ocurriendo algo raro. Las rocas se están agolpando en las laderas en derredor de nosotros.—No lo entiendo, Hyde. Trate de explicarlo con más claridad.—Pero yo tampoco lo entiendo. Parecía como si a la línea del horizonte le saliesen bultos, y luego me di cuenta de que las rocas se estaban amontonando... —¿Cómo es posible que las rocas se amontonen? —No lo sé, pero es lo que están haciendo. Mírelo por la pantalla de su radar y lo verá. Se precipitarán como una avalancha. No me atrevo a quedarme aquí hablando, señor.—Baje en seguida —dijo Lyon, con voz tranquila—. Les tomaremos a bordo y partiremos, si es como dice. Esperaré todo lo que pueda. Procure apresurarse. No hay nadie más además de ustedes, ¿verdad?—No —dijo Hyde. Hizo una señal a Eleanor y empezaron a bajar la colina.—Entonces, ustedes serán los últimos. ¡Buena suerte! —dijo Lyon.—Necesitaremos toda la que haya en este planeta pensó Hyde. Dejó que Eleanor se adelantase, y lo hizo dando grandes saltos. Más allá de ella vió a los ingenieros y los mecánicos que subían por la escalera como una procesión de hormigas. Una luz roja a la entrada de la nave espacial se encendía y se apagaba. La puerta se abrió dejando pasar un grupo de seis hombres; luego se volvió a cerrar. Evidentemente la cámara de la esclusa de aire del interior estaba funcionando a toda capacidad junto a la base del Colonizador el gran aparato empleado estaba siendo doblado, mientras Kraft y su partida de científicos se dirigían hacia el asilo dando grandes saltos, como ranas.
De repente, Eleanor detuvo su carrera y juntó las manos frente a ella. Por un instante, Hyde creyó que había sido herida. Pero cuando llegó junto a ella vió que no había sido tocada. Estaba señalando un aguiero irregular en la tapa de una de sus cajas de ejemplares. Por la radio dijo:—Pareció que algo le había dado.—No importa eso —respondió él—. Sigue.
Apenas había vuelto a ponerse en marcha cuando se detuvo nuevamente. Y allá por debajo de ellos, por todo el suelo del valle, el polvo se alzaba como una neblina. Era como si soplase un viento, pero él sabía que no podía haber viento ninguno. ¿Entonces, qué podía ser aquello?—Son aquellas cosas que parecen guijarros —dijo con incredulidad.—Y vuelan, ¡están volando! —exclamó Eleanor— ¡No puede ser cierto!
Pero era precisamente lo que estaba ocurriendo. Aquellas cosas planas y circulares se habían alzado de su lecho, desparramando el polvo bajo el cual habían estado ocultas. Volaban a poca altura por encima del suelo. Al principio sus movimientos eran caóticos, Luego, incluso en los escasos segundos en que Hyde los estuvo observando, vió cómo se unían en grupos, cada uno de los cuales giraba armónicamente como una bandada de pequeños y rápidos pájaros. Una densa masa daba vueltas en espiral alrededor de la nave. Otras se movían por las laderas inferiores en formas que sugerían envueltas figuras, ciegas, pero inquisitivas y amenazadoras. De aquel peligro, si es que era un peligro, que tenía delante, Hyde se volvió para lanzar una ojeada tras él. Allá las grandes piedras se amontonaban sobre la cima de la colina como montañas de gigantescas balas de cañón. No podían permanecer en equilibrio mucho tiempo más. Pronto deberían rodar por la ladera abajo, aplastando todo lo que encontrasen en su camino.—Sigue —dijo secamente a la muchacha, confiando en que no se había vuelto, y no había visto lo que pasaba.
Su carrera hasta el Colonizador tuvo una calidad irreal y de ensueño. Pareció que el tiempo se dilataba. En realidad debieron recorrer la distancia entre la cima de la arista a las cintas del área de peligro en cosa de un par de minutos. Pero les parecieron horas. La mente de Hyde estaba estimulada hasta tal punto que efectuaba complicados proceso mentales mientras flotaba a cada gran salto. Vió cómo uno de los pequeños enjambres de guijarros giratorios rodeaba a Kraft u otro de los científicos. Aquel hombre, quien quiera que fuese, se encogió aprensivamente, pero entonces los guijarros se elevaron como un enjambre de mosquitos. El hombre siguió corriendo, y Hyde observó entonces el gran enjambre que rodeaba la nave. Ahora estaba más cerca, y en aquella media luz grisácea observó una nueva maniobra, el enjambre osciló formando un gran arco, ganando altura, y luego se lanzó contra el costado del Colonizador. Instintivamente contuvo la respiración, olvidando que no podía llegar hasta él ningún ruido del choque de la piedra contra el metal. Lo que sí oyó fue un agudo grito de terror de Eleanor.—¡Oh! ¡Se ha caído!
La figura de delante de ellos estaba de rodillas, y las lascas giratorias y agresivas parecían rebotar en él. El hombre cayó hacia delante, llevándose una mano al cuello. Se agitaba convulsivamente. La reacción inmediata de Hyde fué el ir a ayudarle. Pero inmediatamente se vio distraído por otro peligro. El enjambre que había atacado al científico volvió a levantarse, pareciendo nuevamente una nube de mosquitos, y se dirigió girando alocadamente hacia él y Eleanor. Mientras saltaba volvió la cabeza y observó el enjambre.—Roberto —oyó que murmuraba la chica—, ¡esas cosas...! No puedo seguir.—Si; puedes seguir. Ya no estamos lejos. Pon las manos sobre el cuello y el tubo.
Siguieron saltando. Su brazo izquierdo estaba doblado para proteger las uniones entre el tronco y la pieza de la cabeza de su traje espacial. Con su mano izquierda aguantaba el pequeño fusil. Su guantelete la de la mano derecha agarraba la tubería de oxígeno que llevaba a la espalda. Con los brazos así era difícil conservar el equilibrio; tropezó y casi se cayó. Se recobró y miró hacia arriba. El enjambre pendía ahora como columna de humo exactamente por encima de sus cabezas, lo mismo que antes había hecho sobre aquel otro hombre frente a ellos. Disparó su fusil. Algunos de los guijarros se desintegraron, pero los otros volvieron a girar y a elevarse.—Y ahora —dijo a Eleanor—, ¡separémonos! Quizás les engañemos. Ve hacia la puerta.
Saltó hacia un lado, confiando en que el enjambre le seguirla en vez de seguirla a ella. Al mismo tiempo se dirigió hacia el hombre caído. Eleanor estaba sobre el estrecho sendero que conducía a la base de la nave espacial y de la escalera. Y cuando Hyde volvió a mirar hacia arriba el amenazador enjambre ya no estaba sobre ella, ni sobre él, sino en un punto por encima y entre los dos. De la nave salió una figura gruesa, que arrastró a Eleanor por el estrecho sendero descontaminado. Y luego Eleanor subió la escalera. La puerta, que había sido cerrada, se abrió nuevamente. Hyde lanzó un gran suspiro de alivio mientras se agachaba junto al hombre que yacía inmóvil. Hyde pudo ver a través del visor que era Berry. Y era Kraft quien ahora se le unió, arrodillándose junto a él. Salía algo de sangre por debajo del casco de Berry, y el tubo de oxigeno había sido limpiamente seccionado. Kraft murmuraba palabras, pero las manos de Hyde estaban ocupadas y no podía sintonizar. Además de otra cosa que pudiera, haberle ocurrido, hacía ahora mas de un minuto que Berry estaba sin aire. Lo único que cabía hacer era llevarle rápidamente al interior de la nave. Entre él y Hyde lo llevaron con facilidad hasta el pie de la escalera. Una vez allí, mientras Kraft empezaba a subir los peldaños, Hyde dejó caer su fusil y cargó a Berry sobre su hombro derecho. Con aquella carga inerte y abultada comenzó a subir la escalera. Habían ya apagado la luz de aviso, y alguien había vuelto a cerrar la puerta. Por lo menos, pensó Hyde, Eleanor estaba ya dentro y a salvo. Pero las rocas estaban en movimiento por todas partes donde alcanzaba su vista. Sintió el golpe producido cuando algunas de ellas dieron contra las patas de la nave. Y aquellas no eran sino la vanguardia de la avalancha. Cargado como estaba no podía subir por la escalera más que de peldaño en peldaño. En aquella media luz, y por la esquina de su visera vio un rápido parpadear. Era otro enjambre que atacaba: aquellos pequeños y duros discos estaban atacando la superficie de la nave y caían después del impacto. Y también le estaban hiriendo a él. Podía sentir como chocaban sobre sus protegidas piernas mientras iba subiendo. No le hacían daño; y la mayor parte de su espalda estaba protegida por el pobre Berry, quien colgaba de su hombro. Estaba a solamente pocos metros por debajo de la cerrada puerta de la esclusa cuando sintió dolor en su muñeca izquierda. Su traje espacial había sido cortado por uno de sus puntos más débiles, precisamente por encima de la muñeca. El dolor no le molestaba excesivamente, pero pudo sentir inmediatamente como el aire se escapaba de su traje. Aspiraba desesperadamente una cantidad de aire cada vez menor. El cilindro de su espalda aumentó automáticamente el suministro de oxígeno, pero aquello servía de bien poco, pues la pérdida era mayor de lo que el aparato podía compensar. Los sentidos de Hyde se nublaron, y se sintió desfallecer, precisamente cuando intentaba ascender aquellos últimos peldaños. Y cuando llegó a la parte superior, la puerta seguía cerrada. Estaba entonces junto a Kraft, y la verdad era que no había allí espacio bastante para todos ellos. Si el enjambre volvía, si la puerta no se abría al cabo de pocos segundos, tendría que soltarse y caer, con Berry aún sobre su espalda. Kraft arañaba desesperadamente la puerta.UNIDAD 11
La puerta de la esclusa de aire se abrió de par en par. Sacaron el peso muerto de Berry de los hombros de Hyde, pero él apenas se dió cuenta de lo que sucedía. Sus manos estaban soltando la escalera cuando Kraft metió una mano por debajo de su cilindro de oxígeno y empujó haciéndole entrar por la puerta. Inmediatamente después la puerta se cerró con violencia tras ellos.
Una vibración estremecida indicó que los cohetes habían comenzado a funcionar. Hyde se dió cuenta de ello de una manera vaga. Percibía que había alguien más en la esclusa de aire. Aquel lugar estaba bien iluminado, pero para él todo parecía confuso. Pues la cámara no contenía aún aire. Kraft y el otro hombre no podían saber que un traje estaba perforado. Se sujetó la muñeca izquierda, tratando de detener la pérdida de sangre. Se sentía como un hombre que se ahoga, y sus pulmones burbujeaban, mientras intentaba desesperadamente atravesar el recinto para abrir la llave del aire. No pudo alcanzarla; una pesada oscuridad se cerró sobre él, y cayó. No sintió como oscilaba el suelo debajo de sus pies cuando los cohetes impulsaron la nave hacia arriba. El Colonizador había partido, y él no estaba sujeto, pero afortunadamente no se podía dar cuenta de aquel peligro. Ni tampoco sabía que su esfuerzo por salvar a Berry había contribuido a salvar su propia vida. Pues Kraft sabía que el traje espacial de Berry había sido cortado, y estaba extendiendo su mano en dirección de la llave del aire cuando la partida de la nave lo arrojó al suelo. Hyde y Berry amortiguaron su caída. El único otro hombre en la esclusa era un ingeniero, el joven Taylor. Aquellas cuatro figuras cubiertas de cascos estaban juntas por el suelo en actitudes desgarbadas. Se produjo la acostumbrada sensación de una presión casi insoportable, pero que se desvaneció casi instantáneamente. Kraft se levantó con la idea de que en aquella partida había ocurrido algo desacostumbrado, pero de momento no se ocupó de ello, sino que abrió del todo la llave del aire. Tan pronto como se hubo producido cierta presión, hizo una señal a Taylor, juntos empujaron la pesada puerta interna de la esclusa, la cual se abrió hacia afuera; cedió, y en seguida la cámara se llenó de aire a la presión normal. Antes de hacer otra cosa, Kraft y Taylor abrieron los sujetadores de sus cascos y los doblaron hacia atrás. Berry yacía en una laguna de sangre, y ambos se precipitaron instintivamente en su ayuda. Pero cuando hubieron sacado su casco, la palidez grisácea de su cara apareció tan alarmante que Kraft se volvió hacia el doctor en demanda de auxilio. Al darse cuenta de que éste también yacía inmóvil, Kraft le quitó el casco. Hyde aspiró repetidas veces convulsivamente, y después comenzó a respirar profundamente. Un minuto más tarde se alzaba ya apoyándose en su codo y miraba confusamente en derredor.—Hyde —dijo Kraft con ansiedad intenta ayudarnos, por favor. Mira a Berry. Está muy mal. ¿Puedes hacer algo por él?
Hyde luchó por recobrar plenamente la conciencia. Estaba demasiado débil para levantarse, pero se arrastró hasta el lado de Berry.—Quitadle el traje —ordenó—. Y luego, respiración artificial.
Juntos le sacaron el pesado traje, y pusieron a Berry boca abajo. Luego, mientras Taylor se inclinaba cabalgando sobre él y comenzaba los movimientos rítmicos y lentos de la respiración, Hyde examinaba las heridas por las que tanta sangre había fluido.—¿Se curará? —preguntó Kraft.
Hyde denegó con la cabeza. Se levantó con dificultad, vaciló y finalmente recuperó el equilibrio.—No —dijo con voz ronca—, está degollado. Está muerto.
La visión de Hyde estaba ya mejor. Así como su mente.—¿Dónde está ella... Eleanor? —preguntó. —Esta bien. La hice entrar con el último grupo —respondió Taylor.
En realidad, Eleanor estaba allí al lado. Había entrado tropezando en el pasillo, y mientras los demás miembros de la tripulación se habían dispersado dirigiéndose a los puntos de partida, ella se había quedado allí. Se había lanzado contra la puerta interior de la esclusa intentando atraerla hacia si, pero estaba fuertemente inmovilizado, no sólo por los sujetadores internos, sino por la presión de aire en la nave. Adivinó lo que estaba sucediendo allá dentro; utilizando la cámara para el último grupo. Lo único que podía hacer era rezar por que Roberto se escapase... Roberto y los demás. No tenía con seguridad idea de cuántos hombres habían quedado tras ella. El traje espacial la oprimía; en la nave hacía demasiado calor para llevarlo. Apenas acababa de quitárselo cuando la sacudida de la partida la proyectó al suelo. Lo mismo que Kraft, se dio cuenta de cuanto menos opresiva que de costumbre había sido la angustia de la partida. La verdad era que apenas si podía creer que había pasado, y siguió aún un rato más en el lugar donde había caído. Cuando se levantó vió que la pesada puerta metálica de la esclusa estaba abierta hacia el pasillo. Se precipitó a la esclusa antes de que nadie pudiese impedirlo. Al ver toda aquella sangre dió un grito, y se precipitó hacia Hyde:—¡Estás herido!
Hyde la sujetó por los hombros, calmándola:—Es solamente un rasguño. La sangre es del pobre Berry —dijo.—Oh, ¿es que está...?
Hyde asintió. Y se desplazó de tal manera que le ocultó la vista del cuerpo.—Lo que no puedo comprender —dijo él—, es cómo hemos conseguido soportar el despegue sin sujetamos.
Así consiguió distraer el pensamiento de la chica de la tragedia de la muerte del científico.—Apenas si pude creerlo —dijo la muchacha—. Yo tampoco estaba atada, y sin embargo no me lastimé. Estaba precisamente ahí fuera, en el pasillo. —Y teníamos por ahí una serie de trozos de metal bien desagradables —dijo Hyde—. Tuvimos suerte de no ser lanzados contra ninguno de ellos.
Kraft movía la cabeza con admiración.—Claro está que la gravedad era poca —dijo—. Pero evidentemente ha habido algo distinto en esa partida. Nunca vi una que fuese más fácil. Como dices, tuvimos suerte.—Tengo que informar a Lyon —dijo—. Eleanor, ayúdame a llegar hasta el intercom más próximo.
Fueron del brazo hasta las sala de guardia de los ingenieros. Estaba vacía pues Loddon y sus hombres estaban ocupados en la cubierta más baja. —¿Capitán Lyon? Al había Hyde. —¡Ah! ¿Entraron todos? —Sí, señor.—¿Seguro?—Fui el último en subir por la escalera. No había nadie más detrás de mí. Pero el pobre Berry ha muerto.—Eso es una desgracia.—Sí, señor. ¿Podría usted decirme ahora si va a haber más aceleración?—Todavía no; le avisaré. ¿No fué el golpe de la partida lo que mató a Berry, verdad?—No, señor. Murió... de otra manera.—Valdrá más que venga y me informe... pero no; espere, Hyde. Quizás otros heridos a los que deba usted atender. Vuelva primero a la enfermería, y ocúpese de ellos. Después venga a verme.—Señor.—No estás en condiciones —dijo Eleanor indignada en cuanto se hubo terminado la conversación—. No es justo hacerte trabajar después de todo lo que pasaste, al salvarme a mí.—Lyon no puede saberlo —comentó Hyde—. Ya me encuentro bien, y lo mejor que puedo hacer es empezar a trabajar.
Había algunos contusionados, resultado de la precipitada partida, pero no había fracturas. Al cabo de un cuarto de hora estuvo libre para ir a las salas de control. Estaba aún más pálido que de costumbre. Lyon, después de echarle una rápida ojeada, le invitó a sentarse. Hyde le entregó inmediatamente el certificado que había preparado en el que se indicaba la causa de la muerte de Berry.—Shock y hemorragia —repitió Lyon copiando los detalles en el libro de a bordo—. Debido a ataque por... ¿Quien creerá esto, Hyde? No estoy seguro de lo que yo mismo no crea.—Apenas si tampoco yo lo creería, señor, si mi traje espacial no hubiera sido perforado, y no me hubiese cortado la muñeca.—Ya me había enterado por Kraft —dijo Lyon Hizo usted mucho más de lo que cabía esperar de nadie para intentar salvar al pobre Berry.
Hyde se agitó nerviosamente en su silla, y en retorno ofreció a Lyon un cumplido. —No sé cómo se las arregló para aquel despegue, capitán, pero me gustaría decir que salvó usted muchas vidas. Me salvó la mía dos veces; primero al no despegar hasta que estuve a bordo, y luego al hacerlo despegar con tanta suavidad.
Lyon dejó transcurrir algunos segundos antes de responder:—Tuve que arriesgarme a despegar antes de que pudiesen atarse —dijo lentamente—. Lo estaba observando por la pantalla, y vi como aquellas rocas se precipitaban. No había ni un segundo que perder.
»Seguí contemplando aquel lugar durante algún tiempo después de haber despegado —prosiguió—. Aquel valle se distinguía por una mancha blanca, allí donde los cohetes habían hecho saltar las piedras. Pues vi el momento en que las rocas cubrían el lugar en que habíamos estado. Sí, hemos tenido suerte en escapar, salvo por el pobre Berry. En Bel no nos arriesgaremos. No añadió que había despegado sin saber si la esclusa de aire estaba cerrada, o si había aún sobre la escalera algunos de los de la tripulación. El radar solamente había mostrado la parte del suelo bajo a nave.—Quizás nos esperen allá otras sorpresas —dijo Hyde—. ¿Quién podía haber previsto lo que sucedió ahí abajo?—Sí; ha sido un concepto completamente nuevo. ¿Le llamaría usted tal vez una nueva forma de vida?—No, según lo que me han enseñado a pensar de la vida. Quizás Kraft sea capaz de contestar mejor. Sin duda había allí una enemistad; en dos formas. —Luego tendremos una conferencia —dijo Lyon— Kraft puede unificar los informes de los especialistas, y veremos qué ofrecen en conjunto. Supongo que usted también tendrá algo que contribuir.—Me temo que no será mucho, señor.—Valdrá más que escriba usted algunas notas sobre ello, sin embargo. Hágalo mientras lo conserva fresco en la memoria.—Señor —dijo Hyde, preparándose para irse—. Aún no acierto a comprender cómo se las arregló para aquel despegue.—La explicación es un poco técnica —replicó Lyon—. Un nuevo uso del rotor de gravedad. Parece ser que no se habían tenido en cuenta sus posibilidades.—¿Lo detuvo usted? —sugirió Hyde—. Pero eso no explicaría...—Lo invertimos. Fué un experimento improvisado, pero salió bien. Representará una gran diferencia para usted, doctor, si marcha como espero. Acabará por no tener pacientes con, quienes trabajar. Quizá se tarde mucho tiempo en perfeccionarlo, pero teóricamente puede ser posible conservar la gravedad normal al despegue y a través de cualquier aceleración que sea.
Hyde le contempló atónito.—Es lo más importante...—Es lo más importante desde que se aplicó la energía atómica a los cohetes. Quizás a bordo no tengamos recursos suficientes para llevar la idea a sus conclusiones lógicas, pero confío en que Loddon podrá desarrollarla mucho. Últimamente me ha sorprendido —prosiguió diciendo lentamente Lyon.—¿El jefe?—Sí. ¿No ha notado usted nada raro en él?—No. No ha venido a verme.—Pues bien, valdría la pena de estudiarlo desde un punto de vista médico. Sin embargo, guarde eso para usted, Doctor..., y también todo lo que le he dicho acerca del rotor.
UNIDAD 12
Hyde se dirigió directamente a la pequeña cabina que servía a Eleanor de taller y de oficina al mismo tiempo. La encontró sentada a su mesa de trabajo, con las cajas de ejemplares delante de ella. Pero no estaba trabajando, sino que estaba inclinada hacia delante en una actitud de cansancio, cubriéndose los ojos con las manos. Hyde le tocó suavemente el hombro, y la chica se volvió hacia él. Su expresión le sorprendió, y retrocedió un poco.
—Bien —dijo la chica levantándose—, ¿es que todavía parezco un sapo, incluso sin mi traje espacial?
El extendió sus manos hacia ella. La muchacha vaciló un instante y luego se precipitó entre sus brazos, descansando su cabeza sobre el hombro de Roberto. Permanecieron así algún tiempo. Harper se acercó a la puerta, los miró sorprendido y se alejó. Eleanor ni siquiera se dió cuenta de ello; tenía los ojos cerrados. Y dijo suspirando:—¡Oh, Roberto! me alegro tanto de que me lo preguntases allá abajo y de que dije «sí» antes de que ocurrieran todas estas espantosas cosas.—Yo también me alegro.—Porque me salvaste —siguió diciendo, prosiguiendo su cadena de ideas—. Sí me lo hubieses preguntado más tarde quizás hubieses creído que decía «sí» por agradecimiento, y hasta es posible que también yo lo hubiese creído.—Bueno —respondió él—, ahora no hay necesidad de preocuparse por esto. ¿Vamos a decírselo a los demás que estamos prometidos?—No podemos hacerlo hasta después del entierro del pobre Berry, ¿verdad? Ya sé que no hay dónde enterrarle, pero... ¡oh!, ya sabes lo que quiero decir...—No estoy seguro de que lo sepa —replicó Hyde—. No esperemos demasiado.—Tendrás que ayudarme, Roberto. No creo que pueda dormir. ¿Puedes darme algo? Estaré pensando en aquellos... horrores de allá abajo.—No intentes evitar pensar en lo que ha ocurrido —le recomendó—. Solamente conseguirlas empeorar las cosas. Pero piensa en ello con lógica y científicamente. ¿No será interesante abrir aquellos ejemplares y ver qué fué lo que les hizo obrar de la manera que lo hicieron?
La muchacha se sonrió haciendo una mueca.—Sería interesante, pero desgraciadamente no tengo ninguno con que trabajar.—Pero trajiste algunos.—Ya lo sé. Pero los perdí... O, mejor dicho, se escaparon —e indicó la caja de muestras que tenía una hendidura de bordes rasgados—. Recuerdas cuando creí que algo había chocado contra la caja. Pues no fué eso. Aquellas cosas se habían escapado, Roberto.—Pues eso también es interesante —dijo con decidida despreocupación—. No hay que pensar en aquellas cosas como en individuos, pero me parece que tenían una especie de inteligencia conjunta. Tan pronto como empezaron a suceder aquellas cosas, tus ejemplares tuvieron que unirse al enjambre. Sí; es interesante.—Quizás sea interesante, pero es horrible. Y no es geología. Aquellas rocas... yo creo que estaban vivas por dentro. Pero las esquirlas parecen ser solamente sílice. ¿Cómo es posible que las piedras tengan mentes o una mente colectiva?—No me lo preguntes. Entre Kraft y tú podéis resolverlo. Yo no soy sino un lego ignorante. Pero quizás obtengas algún resultado de aquel fósil... el huevo. ¿Recuerdas?—Si —dijo, abriendo otra caja—. Aquello todavía está aquí.—Debería presentar algunos vestigios orgánicos, ¿no crees? —dijo Hyde.—Quizás.
Ahora mostraba interés, y Hyde se fue cuando la chica se preparaba a trabajar. Hyde tenía por delante un trabajo menos interesante. Dispuso que colocasen el cuerpo de Berry en un anexo que no se utilizaba. Después habría que quemar el cuerpo. Y entre tanto había que limpiar la sangre de la cámara de la esclusa de aire. Hubo algún retraso en la ejecución de las órdenes del doctor, y Harper se sobresaltó cuando entró en la esclusa, de paso hacia la cabina de observación. Tuvo que pasar por encima de la sangre para llegar a la tercera puerta de la cámara, aquella que conducía al laberinto de vigas y travesaños entre las envolturas interna y externa de la nave espacial. Aunque se obligó a sí mismo a continuar aquel camino que con tan espantosa familiaridad conocía, había quedado penosamente quebrantado. Su primera acción al llegar a la cabina de observación fué hablar indignado con Lyon por el intercom.—La esclusa de aire parece un matadero —lamentóse Harper—. Hay sangre por todas partes.—El doctor debería haberse ocupado de eso —dijo Lyon—. Dígaselo usted mismo. Estoy ocupado; el jefe está conmigo.
Y allá en la sala de control el capitán hizo brillar la vista de radar trasera. El planeta que con tanta prisa habían dejado, se empequeñecía ahora tras ellos.—Harper está trabajando en la nueva ruta —dijo a Loddon—. Hasta que haya terminado sus cálculos me contento con 25, que es lo que estamos haciendo ahora. Pero estoy pensando en nuestra próxima aceleración.—Y yo estoy pensando en mi herramienta, señor. —¿En su qué?—En mi herramienta. Tuvimos que dejarla. Si ahora tuviésemos que efectuar otra reparación...—Pues tendría que improvisar algo. Lo más importante. es que terminó aquella reparación. Tuvo usted suerte por lo menos de tener tiempo para ello. La dificultad con ustedes los especialistas, jefe, es que están centrados en sí mismos.
El jefe de máquinas comenzó a protestar.—No —le dijo con firmeza Lyon—. Tiene que intentar ver las cosas en su propia perspectiva. Allá abajo ocurrieron cosas importantes, cosas peligrosas y trágicas; pero la pérdida de su maldita herramienta no fue una de ellas. Si necesita otra, tendrá que hacer como le he dicho, e improvisarla. Y ahora que hablamos de improvisar, vamos a seguir adelante con aquella idea de la aceleración sin dolor... ¿Sabe a qué me refiero?—Sí, señor —dijo Loddon un poco contra su voluntad.—Todavía está usted pensando en su herramienta, jefe. Quíteselo de la cabeza. Lo que queremos son ideas buenas y constructivas. La idea de hacer actuar el rotor de gravedad contra la variación de velocidad funcionó bastante bien al bajar y mejor aún cuando despegamos.—Me alegro de que le parezca a usted así, señor —replicó Loddon algo ablandado.—Lo suficientemente bien, si se tiene en cuenta que fue todo cuestión de control manual y de azar, jefe. La próxima cosa que va a hacer usted es disponer algo mucho mejor; un reactor automático que proporcione un equilibrio exacto.
Loddon le miró asombrado. —¿Pero cómo, señor?—Eso —replicó Lyon con calma— es cosa de usted. Yo no soy ingeniero.—Y yo no soy inventor —dijo Loddon con enojo. —Y yo le ordeno a usted que invente, jefe. Y aprisa. No aceleraré hasta dentro de otras veinte horas. Pero quiero que me conteste usted antes de entonces.—¿Antes de veinte horas? —protestó el otro—. ¿Sin ninguna clase de facilidades?—No pienso seguir entreteniéndome más tiempo a treinta y cinco mil.
Y al ver que Loddon fruncía el entrecejo, Lyon cambió de tono y habló persuasivamente:—Óigame, jefe —dijo—. Usted es bueno. Usted mismo no sabe lo bueno que es. De esto estoy seguro. Y, además, otra cosa. Ahora es aún mejor de lo que ha sido nunca. No sé qué es lo que le ha ocurrido, pero es así. Yo ya le he dado la idea. Le he dicho qué es lo que hace falta. Tiene que conectar los controles de su combustión de cohetes con los controles del rotor, de manera que queden completamente compensadas todas las variaciones de velocidad.—Es difícil —murmuró Loddon.—Naturalmente que es difícil. No sabría ni siquiera por dónde empezar. Pero usted sí que lo sabe, jefe. Ahora vaya y póngase a trabajar en ello. Piense como nunca haya pensado antes. Usted será la persona que haya suprimido el peligro e incluso la incomodidad de la aceleración. No quiero que la tripulación vuelva nunca más a pasar por aquellos sufrimientos. Y no creo que haya ninguna necesidad de ello.—No —exclamó Loddon—, no hay ninguna necesidad de ello. Es posible hacerlo. Mientras usted estaba hablando me di cuenta de cómo puede hacerse. Si no le importa volveré allá abajo..., señor. Tengo mucho trabajo.—Pues adelante con ello, jefe. Confío en usted. Loddon se apresuró a salir, ansioso como un muchacho que va a probar un nuevo juguete. Cuando hubo salido, Lyon suspiró y cerró los ojos con cansancio, como si hubiese perdido las facultades. Luego llamó a Adams por el intercom. La administración normal de la nave y de su tripulación debían continuar como de costumbre.
UNIDAD 13
Lyon dijo que iba a convocar una conferencia, y ahora precisamente se estaba celebrando en la sala de control. Loddon estaba ausente, con permiso de Lyon. Pero Kraft estaba allí, con Eleanor, Hyde y Harper. También estaba Adams, frunciendo el entrecejo. Parecía tener dificultades en entender lo que se estaba hablando.
—Me hubiese gustado —estaba diciendo Kraft—, haber podido ver la columna de que habláis.—Pesaba toneladas —indicó Hyde.—O también aquel huevo fósil entero... si es que era eso.—Lo siento —dijo Eleanor—. Se tendrán que contentar con mis diseños. La próxima vez llevaré una máquina fotográfica.—La próxima vez —objetó Kraft— el problema será probablemente diferente.
Eleanor estaba a punto de responder algo violentamente cuando intervino Lyon.—No estamos especulando sobre el futuro—. Lo que esperaba que harían ustedes en esta conferencia sería deducir algunas lecciones útiles de nuestra visita a FBX.—Aquella columna —dijo Hyde meditativo—. Podía haber sido una formación cristalina; pero mi impresión es de que era artificial.
Adams reprimió un bostezo, e hizo un esfuerzo para contribuir algo a la discusión.—¿Como aquellas ruinas de la Luna? —sugirió, indicando que antes había habido vida.—El paralelo no es exacto —objetó Kraft—. Allá en FBX todavía había vida. Había aún vida que nos atacó e intentó destruimos.—Si es que se la puede llamar vida —gruñó Harper. —El hecho es —dijo Kraft—, que nuestras mentes no pueden concebir la vida salvo en la forma en que la hemos experimentado. Por lo que a mí se refiere —suspiró—, me siento humilde e ignorante.—¿Informará usted diciendo que hay aún vida allá en FBX? —preguntó Lyon—. ¿Diría usted que hay vida inteligente?
Kraft se encogió de hombros:—En el sentido en que un enjambre de abejas o un ejército de hormigas es inteligente, quizás. Las piedras voladoras pequeñas atacaron las figuras que se movían. Y aquellas grandes piedras rodantes hubiesen enterrado la nave. Se utilizaron a si mismas, o fueron utilizadas, para la tarea que mejor podían llevar a cabo. Hasta aquí parece claro.—Quizá sea claro para usted —dijo Adams.
Lyon preguntó:—¿Qué demuestran los ejemplares? ¿De qué se componen?—Sílice —comenzó a decir Eleanor—. Y hay vestigios de...
Se interrumpió y miró a Kraft.—Hay vestigios de otros elementos —dijo Kraft. Es posible que en el interior de aquellas piedras haya habido gases, o que...
Y se encogió nuevamente de hombros.—Debemos dejarle a usted que especule —dijo secamente Lyon—. Tengo entendido que la atmósfera es algo más concreto.
Kraft asintió:—Ahí los datos son más satisfactorios. Pero no del todo completos. Si Berry no hubiese muerto...—Por lo que se refiere a Berry —dijo Lyon—, ¿ha tomado usted disposiciones?
Se había dirigido a Adams, quien se despertó de una abstracción triste para responder.—Sí, señor. Una breve ceremonia en el salón. Luego, cremación. El jefe organiza esto. He redactado un mensaje para sus parientes, a fin de transmitirlo a la Tierra tan pronto como vuelva a funcionar la radio.—Si es que vuelve a funcionar alguna otra vez —dijo Harper con escepticismo—. ¿No podríamos saber algo más sobre esto, señor? ¿Qué probabilidades hay? —Están haciendo lo que pueden —dijo Lyon con cautela—. Están aún trabajando en ello.—Pero —dijo Harper con acento de descontento allá donde aterrizamos había una buena comunicación en ambas direcciones entre la radio de aquí y la partida de desembarco.—Puedo atestiguarlo —dijo Hyde—. La comunicación era muy buena. ¿Recuerda, señor, como hablamos cuando estaba a alguna distancia de la nave?
Lyon asintió:—SI —dijo secamente—. Pero me parece que será mejor que dejemos a los expertos de radio que se ocupen de este problema.
Miró el reloj. Adams, creyendo que la conferencia estaba terminando, se levantó de su silla. Pero Lyon miró en derredor a sus subordinados de una manera que aseguraba su atención y despertó su interés. Adams volvió a sentarse.—Han estado ustedes conmigo durante aproximadamente una hora —dijo Lyon—. Les he estado observando, sin que fuese obvio, me figuro, pero con cuidado. No he observado ninguna reacción anormal. Y eso es curioso.
Hizo una pausa tentadora, y Kraft hizo la pregunta que era obvia. —¿Por qué?—¿Por qué? —replicó Lyon—. Porque mientras hemos estado aquí sentados hemos aumentado considerablemente nuestra velocidad... la hemos aumentado mucho. —Y les proporcionó cantidades—. Y seguimos acelerando —añadió.—¡Es increíble! —exclamó Harper.—No, —dijo Kraft—. Este descubrimiento tenía que producirse. Pero realizarlo en una nave espacial en vuelo... eso si que es un triunfo.—Es un triunfo para el jefe —dijo Lyon—. Habrán podido ustedes observar que se encontraba ausente de esta conferencia, y ahora conocen la razón. Estaba ocupado. Pero ahora debe estar libre, y voy a pedirle que reciba las felicitaciones de ustedes. Esta es una ocasión que debe ser celebrada.
Se reunieron en la sala principal. Tenía que ser la escena de la ceremonia fúnebre de Berry, pero este triste hecho fue olvidado mientras felicitaban a Loddon brindando con algo del vino que se reservaba para ocasiones especiales como aquella. El jefe de máquinas estaba sosegado en su triunfo. No había dormido desde hacia tiempo, pero no mostraba señales de fatiga.—¿Saben lo que dirán cuando se enteren por allá abajo de esta pequeña innovación? —observó.—No lo sabrán —dijo Adams con acritud—. Se han olvidado de que no hay medios de comunicárselo. La radio...—SI, lo había olvidado —admitió Loddon—. Pero de todos modos, no lo hubiesen creído nunca.—¿Por qué no?
Loddon se sonrió:—No me creerán capaz. Todos creen que soy demasiado viejo. Le pasó su tiempo, dirían; está acabado.—Pues bien —dijo Eleanor—, esto demuestra que no lo está.—Si —replicó Loddon, con un tono de sorpresa en su voz—. He vuelto a empezar. No; no es que haya vuelto a empezar. No es eso; he empezado algo nuevo... a inventar. Una verdadera invención, eso es algo que antes no había hecho nunca... algo que no sabía que podía hacer, hasta que el capitán me lo dijo.—Y tenía razón —dijo Lyon.—Sí, señor, tenía usted razón. No me imagino como lo pudo saber. Me ha quitado años de encima.
Lyon captó la mirada de Hyde y se separó del grupo de personas que rodeaban al huésped de honor. Cuando Hyde se le hubo reunido, Lyon también apartó a Kraft.—No quisiera estropear la reunión —dijo Lyon—, pero he vuelto a sentir cierta irritación, y me imagino que otros la sienten también.
Hyde hizo una mueca amarga:—Tiene razón, señor. Tenía la esperanza de habérmelo imaginado. —dijo.—Y también las voces parecen más fuertes Kraft.—Los mismos síntomas de antes. —Lyon se encogió de hombros—. Bueno; por lo menos nos hemos librado del período de inconsciencia, y me parece que aquello fue la peor parte de todo.—No podemos librarnos por completo de los síntomas —dijo Kraft moviendo la cabeza—. Sería esperar demasiado.—¿De veras? No veo por qué.—Existe una barrera —dijo Kraft con decisión—. A cierta velocidad cercana a los cuarenta mil tiene esos efectos sobre los cuerpos que la traspasan.—Pero uno de los efectos era la inconsciencia.—Me parece que no era un síntoma como los demás.—Pues entonces, ¿qué era?—La anestesia de la Naturaleza —dijo Kraft.—Me parece que veo lo que quiere decir —dijo Hyde dubitativamente.—El artilugio de Loddon —prosiguió Kraft—, nos ha dejado perfectamente conscientes mientras traspasamos la barrera.—Si es que existe —dijo Lyon con escepticismo.—Permanecemos conscientes, como si nos hubiesen dado un anestésico local mientras realizan una operación sobre nosotros. Pero no podemos librarnos de los efectos, del shock y de las molestias que siguen.
Kraft se separó de improviso de los otros dos hombres. La reunión comenzaba a dispersarse.—Es mejor que se empiecen a ir —dijo Hyde— Sospecho que cuanto menos alcohol tomemos ahora, mejor será.—Me gustaría que Kraft no fuese tan aficionado a sus analogías tomadas por los pelos —Lyon hablaba en voz más baja—. A pesar de su filosofía, no es un hombre feliz.—No obstante, es posible que haya algo de cierto en su teoría sobre lo de pasar por una barrera de velocidad, señor. Pero tengo esperanzas sobre ello. Creo que nos iremos adaptando, de modo que sufriremos menos cada vez. Además, quizás los efectos no sean siempre perjudiciales. Hay el caso de Loddon, por ejemplo.—Había confiado en que usted encontraría ahí algo interesante que estudiar.—Sí, señor. Recordé lo que usted me dijo. Es el más viejo de todos nosotros, y eso puede ser significativo. Parece como si hubiese. sido mentalmente estimulado. Usted puede juzgarlo mejor que yo.—Este último trabajo ha sido de primer orden —dijo Lyon—. No creo que nunca antes lo hubiese podido hacer.—Es más vigoroso; su piel es más elástica, y su cuello se está llenando. Físicamente —dijo Hyde— es más joven.
Lyon miró a través del salón sonriéndose.—Valdrá más que empiece usted a ponerse a trabajar con sus lociones calmantes, doctor —dijo—; de lo contrario el viejo Loddon se rascará a tiritas su nueva piel elástica.
UNIDAD 14
Esta vez la renovada exaltación de todos sus sentidos resultó menos desconcertante. Las medidas de Hyde surtieron efecto, y la tripulación se adaptó más rápidamente.
Pero la ceremonia fúnebre por Berry produjo el natural efecto deprimente en todos ellos. El mismo Lyon organizó un breve servicio fúnebre, y vio como conducían el cuerpo a un horno eléctrico. Luego volvió a la sala de control e hizo un anuncio general acerca de la invención de Loddon, e indicando la velocidad que el Colonizador había alcanzado. El grueso de la tripulación no había sido hasta entonces informado de aquello. Lyon esperaba con interés las informaciones de sus subordinados acerca de la reacción general. Cuando tales informes llegaron, no resultaron del todo claros.—¿Mis muchachos? —preguntó Loddon por el intercom— debían tener una idea bastante exacta de lo que estaba sucediendo, naturalmente, puesto que los utilicé en la empresa.—Confío en que están orgullosos de su participación en ella.—El joven Taylor está satisfecho. Es el único que puede entender la teoría de la cosa. Pero todos los ingenieros están lo bastante contentos, se lo aseguro, señor.—¿Y los mecánicos?—No tanto. Existe entre ellos la idea de que están muy lejos de sus hogares, y alejándose cada vez más. Desde este punto de vista la mayor velocidad no les alegra. Me parece que se trata nuevamente de aquel individuo, Davis. Fué una lástima que no se quedase en FXB. Esta vez no le ha atacado el pánico ni ha promovido disturbios. Si lo hace, le pondré en la celda. Pero está obrando con astucia.
Lyon meditó unos instantes y luego llamó a Adams. Dijo a su segundo de a bordo que fuese inmediatamente a la sala de control. Adams llegó minutos más tarde. Parecía cansado y nervioso. Sus ojos estaban apagados, e incluso su hirsuto cabello carecía de su brillo de costumbre.—Adams —dijo Lyon—. Quiero que vuelva usted a hacerse cargo de sus guardias aquí.—Por lo que a usted se refiere, puede terminar ahora. Me ocuparé de ello yo mismo. Espero que no esté usted descontento, señor.—Si quiere decir si es que estoy del todo satisfecho con usted, Adams —dijo crudamente Lyon—, no podría decir que lo estoy.—¿Por qué, señor? —preguntó malhumorado Adams—. Creo que tengo derecho a saberlo.—Como segundo de a bordo —dijo Lyon—, le supone que usted es algo más que un técnico. Debería usted descargarme de toda la administración y de gran parte de las relaciones humanas. Yo le escogí a usted para su cargo, pues me dieron a entender que era capaz de eso. Desde luego, sus afinaciones pueden ser espléndidas, pero la nave contiene algo mas que máquinas. Contiene hombres y mujeres, y un largo viaje de exploración frente a ellos. Sin duda, Adams, usted se debe sentir orgulloso de haber sido seleccionado para esta aventura. Debería estar usted derramando orgullo y confianza entre la tripulación.
El tono de Lyon se había hecho persuasivo, pero la expresión cerrada y obstinada de Adams no varió. Mirándole con aire casi despectivo, Lyon dijo:—No, señor Adams, su manera de tratar a los hombres no me satisface. Tuvo usted una gran oportunidad cuando le eximí de todos los demás deberes, a fin de que pudiese cuidar del bienestar de la tripulación.—Estaban enfermos y espantados —gruñó Adams. —Sí, y muchos de ellos permanecieron espantados más de lo que yo esperaba, y en lo que confiaba, era en que usted iría por la tripulación infundiéndole ánimos.—Si era eso lo que usted deseaba, señor —dijo Adams— debería habérmelo dicho. No estoy acostumbrado a trabajar de esta manera. Estoy habituado a organizar desde el centro... no a perder el tiempo, dando vueltas...—Es ahí donde diferimos —dijo Lyon—. A menos de que uno deje su centro y camine entre los seres humanos a quienes afectan nuestras instrucciones, y vea cómo reaccionan ante ellas... a menos de que haga eso, lo más probable es que las cosas no vayan bien.—¿Pero el trabajo que me dió, señor...?—Se ocupó usted de unos cuantos síntomas físicos.
Hizo una pausa, pero Adams no replicó.—Está bien —dijo Lyon—. No estamos de acuerdo, y no voy a gastar más tiempo intentando convencerle.
Adams hizo una inclinación desgarbada e irónica. —Estoy seguro —dijo Lyon—, que sea lo que sea que no marche bien con la tripulación ahora, puede enderezarse. De modo que se ocupará usted de lo de aquí mientras yo voy a dar una vuelta. Si alguien me necesita, estaré inspeccionando la nave.
La inspección de Lyon fué bien a fondo. Comenzó por los dominios de Loddon. Allí admiró la artera simplicidad del artificio que sincronizaba los disimilares ritmos del rotor de gravedad y del mecanismo de ignición de los cohetes. A pesar de que aquello era sencillo, representaba más trabajo para los ingenieros y los mecánicos. Davis era uno de los afectados. Lyon le habló, y, Davis respondió. No dijo nada irrespetuoso, pero su expresión era de descontento; recordaba a Lyon a otro con quien había hablado recientemente... Adams, y la semejanza no le reconfortó. Pero todos los ingenieros y algunos de los mecánicos estaban interesados en su trabajo. Unos pocos de ellos estaban verdaderamente optimistas. Mostraban, pensó Lyon, una nueva actitud de admiración hacia el jefe de máquinas. Loddon siempre había sido competente en grado superlativo; ahora mostraba vestigios de ser un genio. Era además optimista e infatigable.—Ha puesto usted las cosas en marcha muy bien, jefe —le dijo Lyon.
Loddon se sonrió ampliamente.—¿Mejor de lo que estaba?, ¿verdad señor? Lo que ha ocurrido es algo que no acabo de comprender. Pero es una delicia estar vivo.—Ha conseguido usted que la mayor parte de sus hombres piensen lo mismo. Pero no hace falta que le diga que aún puede usted tener dificultades.—Como si no lo supiese, señor. Pero sé de dónde precisamente vendrán. Mantendré los ojos bien abiertos.
Lyon prosiguió su camino.—¿Y bien, Downes? —preguntaba minutos después— ¿cómo va nuestra granja?
Downes recibía pocas visitas, no era persona locuaz por naturaleza, y la soledad no parecía preocuparte. Pero en esta ocasión estuvo bastante hablador.—Ha habido algunas variaciones en los cultivos, señor —dijo con excitación—. Al microscopio...
E invitó al capitán a mirar algunas placas repugnantes.—No se están muriendo, ¿verdad? —preguntó Lyon.—Ciertamente que no, señor —exclamó Downes. Sentía un orgullo casi paternal por los extraños organismos sobre los que presidía, y en la útil tarea que llevaban a cabo—. Si acaso, lo que hay es un aumento de eficiencia. Parece como si reaccionasen de algún modo a la gran velocidad, lo mismo que nosotros.—Conviene que esté en contacto con mister Kraft sobre esto; le interesará.—Ya ha venido por aquí, señor. Voy a hacerle un informe.
En la modesta pero útil esfera de su trabajo, Downes estaba ocupado y era feliz. Su pequeño mundo de algas y tanques residuales era para él de la mayor importancia. No necesitaba compañeros entusiastas para compartir el drama y el descubrimiento de sus microscopios y sus tubos de ensayo. Pocos hombres elegirían presidir una granja de alcantarillado viajera, pero Downes era precisamente uno de ellos. No habría dificultades por su parte. Luego vino la cabina de la radio. Ahí ya era diferente. Foster, el operador, parecía desencajado, casi desesperado. Su reino de válvulas y bobinas era brillante y misterioso. Había allí el tablero automático del intercom; había las máquinas que podían registrar mensajes para la transmisión, y otras que podían registrar señales que llegasen cuando no estaba de servicio. Lyon conocía a Foster. Habían viajado juntos antes. Aquel hombre era competente y experto, y era también un entusiasta, pero su entusiasmo le había hecho traición. A pesar de que Lyon había ido a darle ánimos, Foster supuso inmediatamente que el capitán estaba allí para criticarle.—Lo he comprobado una y otra vez, señor —comenzó a decir en son de protesta.—Está bien, Foster —dijo Lyon con suavidad— Sigue ocupándote.—Si sigo ocupándome de ello mucho tiempo más, señor, empezaré a creer que aquí no hay nada que no funcione, y que son todas las estaciones de la Tierra las que han dejado de funcionar.
Foster no hizo esta afirmación en serio; era algo descabellado. El mismo parecía fuera de sí. Sus ojos estaban enrojecidos por falta de sueño y su cabello estaba largo y desarreglado.—Cuídese usted —le dijo Lyon—. Ha estado usted trabajando día y noche, ¿verdad? No hay necesidad de ello, y no quiero que lo haga. Esto es una orden. Márchese de aquí un tiempo, y descanse.
Una vez fuera de la cabina, y solo ya en el pasillo, Lyon suspiró profundamente; pero fué principalmente un suspiro de alivio. Le había perturbado la sospecha de que Foster compartiera con él una sospecha secreta, y que quizás se la revela a los demás. Pero Foster, Lyon podía ahora darse cuenta, tenía el punto de vista del especialista; estaba lejos de sospechar que nada pudiese ir mal fuera de su intrincado sistema de comunicaciones. No se rebelaría contra el comandante ni el personal de la nave. Pero había que pensar que, si no se «cuidaba» de él, podría rebelarse contra las válvulas y las bobinas inanimadas que no respondían a su habilidad. Sacudiendo la cabeza ante aquel pensamiento perturbador, Lyon continuó su visita de inspección. Su siguiente visita fué algo más agradable. La puerta del gran comedor estaba abierta, y al acercarse a ella oyó el ruido del servicio de mesa plástico. Algunas de las camareras estaban preparando la comida siguiente, y una de ellas parecía estar sosteniendo un animado flirteo con una voz ansiosa y excitada.—Y entonces me dio un pellizco. No muy fuerte, pero ya sabes lo que sucede ahora. ¡Si tengo la piel tan tierna que con sólo tocarla duele! De modo que dije: «Fuera las manos. Nada de tonterías. Se prohíbe el paso. Esto se reserva piara el señor Debido» —dije.—Oh, Mary... ¡eres terrible!—«El señor Debido, soy yo» —dijo— y tan atrevido como te lo puedas imaginar. Me hubiese podido morir de risa.—Quizás le ofendisteis. ¡Pobre chico! A lo mejor iba en serio.—¡En serio! ¡El! «Si hay chicas guapas en Bel —le dije— les empezarás a pellizcarles el trasero antes de que hayas estado allí ni un minuto». Y el muy fresco me siguió la cuerda: «Allá en Bel no habrá chicas guapas; en cambio tú si que tienes buen tipo» —me dijo.—Y así es, Mary.—Y entonces se sentó, mirándome de arriba abajo, con la mayor frescura. Me hizo sentir muy rara. «Tanto si es bueno como si no —dije— no es asunto tuyo estudiarlo, Guárdate las manos y pon los ojos en el plato, y acábate la comidas»—«¿Y es que puedo comer, o dormir, cuando siento lo que siento por ti?» —me dijo. Pero a pesar de esto se sirvió dos veces más.—Pero por lo menos es animado. A veces desearía que Alf fuese un poco como él.—No, no te gustaría. ¡Vaya tipo que es, este mío! Menudo trabajo me da sujetarlo, ya te digo...
Se detuvo y cruzó su mirada con la de la otra muchacha. Había visto a Lyon en la puerta. Pocos segundos más tarde estaba dando una impresión de modesta eficiencia, que la otra camarera estropeó un poco riéndose nerviosamente. No eran sino un par de bonitas cabezas vacías; y valía más que no fuesen inteligentes. Si lo hubiesen sido no habrían soportado su interminable ronda de sencillos trabajos. Tal como estaban las cosas, parecían verdaderamente felices. En una tripulación principalmente masculina, tenían el valor de la escasez, y lo sabían. En la enfermería Hyde estaba examinando a Pitt, el hombre que tenía una fractura. Las dos enfermeras, la plácida Joan Arnold, y la más vivaracha Norah Russell, estaban ambas allí. Pitt ya no sentía muchas molestias, y se sonrió placenteramente cuando Hyde le indicó que realizase algunos ejercicios. La enfermera Arnold se quedó para vigilarlos, mientras Lyon conducía a Hyde a la sala de curas. La enfermera Russell les siguió hasta allí.—Hábleme de Pitt —dijo Lyon—. ¿Es que hay algo que sea grave?—No —dijo el doctor—, al contrario, señor. Parecía que era un caso que iba despacio, pero de repente mejoró. Parece que el hueso se está consolidando bien.—A gran velocidad —dijo Lyon.
Hyde pareció sorprendido, y dijo que no lo entendía.—Es un pequeño chiste mío —dijo Lyon—. Todos los fenómenos que no pueden ser explicados de otra manera los atribuyo a nuestra velocidad. Pero usted es el experto, doctor. Sin duda podrá proponer una teoría mejor.—Pero el caso es que no puedo, señor —respondió Hyde—. Fíjese en lo que le ha ocurrido a Loddon. No hay razón ninguna para que la gran velocidad le mejore solamente a él. Podría aún haber más sor presas en el futuro.—¿Tales como...?
Mientras Hyde vacilaba, Norah Russell sugirió:—Quizás puede actuar de tratamiento de belleza.
Su tono y su expresión eran extrañamente duros. Hyde pareció embarazado, pero Lyon trató la sugerencia con desenfado.—No lo necesita en su caso, enfermera.—Eso es cierto.
La enfermera recibió aquella observación bien intencionada con una pequeña exclamación de impaciencia.—¡Ah! No; estaba pensando en miss Hume. Hay algo tan llamativo en ella en estos últimos tiempos. El ir aprisa parece... —Se interrumpió y salió de la sala.
Lyon dijo entonces con sequedad:—Parece como si esa joven dama se hubiese marchado para algo tan pasado de moda como una buena llorera.—Está un poco nerviosa, señor. Ha estado trabajando demasiado.—Pero, ¿qué quiso decir?
Hyde no respondió.—Aquella chica estaba pálida, Hyde. Y las otras mujeres también muestran los efectos de suspender el tratamiento de rayos solares. ¿No podríamos empezar de nuevo?—Podríamos intentarlo por períodos muy cortos, señor. En conjunto la sensibilidad no está tan mal ahora.
Se había despertado el interés de Lyon, y cuando visitó el lugar de trabajo de Eleanor Hume, la estudió de cerca. Ciertamente, parecía como si hubiese en ella una especie de resplandor.—¿Y cómo le van a usted las cosas? —preguntó.
La chica se sonrió radiante.—Estoy plenamente ocupada, señor. Ahora no tengo que ir en busca de trabajo. No más turnos de noche en la enfermería, pues la enfermera Russell dice que ya puede arreglárselas. —Y señaló sus parduscos ejemplares, explicando los ensayos que estaba haciendo.—Sí —asintió Lyon—, parece tener usted suficiente trabajo por aquí, como para bastarle a usted algún tiempo.
Consideró a la geóloga como no la había nunca considerado antes: como una mujer atractiva. Sus ojos, su cabello, sus labios... bien podía estar celosa la enfermera Russell, pensó. Y su imagen permaneció en su memoria mientras continuaba con sus siguientes visitas. Había empezado por la base de la nave y seguido hacia su punta, de modo que los científicos fueron los últimos de la tripulación que vió. La voz de Kraft se alzó, enojada. Lyon no pudo dejar de oiría antes de haber llegado a la oficina del científico.—¿Que lamenta usted que sus cálculos estaban mal? Sí, pero eso no es lo bastante. Vaya y hágalos bien.
Un cariacontecido joven salió de la oficina con un paquete de papeles en su mano. Estaba tan preocupado que se deslizó a lo largo del pasillo sin darse cuenta del capitán. Lyon entró sin llamar. Kraft le lanzó una mirada salvaje, luego se dió cuenta de quién era y con cierta dificultad modificó su expresión haciéndola más suave. —Lo siento, señor —dijo—, creí...—Evidentemente creyó que era uno de sus ayudantes. Confío en que no todos son incompetentes.—Hacen lo que pueden —admitió Kraft—. Pero me encuentro tan solo... Nadie entiende lo que intento lograr, ahora que se fue Berry.—Comprendo. Le encuentra usted difícil de sustituir.—Es insustituible. Ninguno de los demás es capaz...
Kraft se interrumpió, suspirando con exasperación.—Confío en que va marchando el informe sobre FBX.—Se tardará mucho tiempo en evaluar toda la información, señor.—Podría usted preparar una información preliminar —sugirió Lyon.
Kraft le miró con desconfianza. Cerró tan violentamente la boca que sus dientes chocaron con un clic alarmante. Pero no consiguió reprimirse mucho tiempo Y saltó diciendo con exasperación incontenible:—Sospecho que está usted inventándome una ocupación, señor. No estoy ocioso.—Tonterías. ¿Es que lo he insinuado alguna vez?—Pero, ¿para qué servirá ese informe? Claro está es que si pudiésemos transmitirlo a la Tierra...—No es posible hacerlo aún, como usted bien sabe. —Pero, ¿cuándo... cuándo podremos?
Lyon se encogió de hombros.—Soy capitán de una nave espacial, y no un adivino.—Este asunto es importante, señor —protestó Kraft con aire de dignidad ofendida—. En tanto que no podamos retransmitirlo allá abajo, el hecho no puede menos de... por mucho que trate de compensarlo... de producirme el efecto psicológico obvio.—Intente usted compensarlo más; un ciento por ciento —sugirió Lyon.
Kraft le miró con desconfianza.—Nadie es capaz de hacer eso. Y créame, muchos de la tripulación tendrán menos éxito en esa compensación que yo. Por lo que a eso se refiere, cuanto más lejos vayamos peor se irán poniendo las cosas.—En absoluto. Nos estamos acercando a nuestra meta, mi querido Kraft.
Kraft movió la cabeza.—No. Penetramos más y más en el espacio incógnito... eso es todo. Y sin duda el espacio prefiere permanecer incógnito. El universo es hostil a los exploradores.—Ahora había usted sin sentido.—¿De veras? ¿Es que lo sucedido en FBX fué una demostración de amistad?
Lyon le hubiese dado la razón en esto, pero Kraft se había lanzado ya a argumentos más abstractos. Lyon los escuchó pacientemente durante un rato. No obstante, al fin le interrumpió:—Kraft, la verdad es que no puedo seguir su metafísica, si eso es lo que hay que llamarla. Me gusta mi física sencilla.—Estaba también hablando de psicología —dijo el científico.—Por lo que a esto se refiere, quizás uno no conozca la jerga, pero todo comandante es un psicólogo práctico. O bien, si no lo es —añadió al pensar en Adams—, debería serlo. Ciñámonos a los hechos —añadió—. Me imagino que lo que usted está sugiriendo es que nos volvamos. Eso es una sugerencia escandalizante, si se considera que procede de un miembro superior de la tripulación. Porque si que podemos hacer lo que nos propusimos al principio. Podemos llegar a Bel.
E indicó valores y detalles técnicos. Kraft permaneció sombrío e inerte.—Podríamos hacer más de ciento diez mil kilómetros por hora —insistió Lyon—. Mucho más. Pero incluso a ciento veinte nos es posible conseguirlo. Tardaremos; eso es todo.
Kraft meneó la cabeza, y dijo secamente:—No es que ponga en duda la capacidad mecánica de la nave. Lo que sí digo es que hay límites en los que los seres humanos, especialmente seres humanos ignorantes, no pueden soportar. Tienen esta sensación de estar separados de su base. ¿Cuál será en último término el efecto sobre la tripulación? Es el factor humano el que me preocupa.—¡Oh! —dijo Lyon con impaciencia—. ¿De qué sirve discutir?
Se volvió repentinamente y subió a la sala de control.—Su guardia abajo —dijo brevemente a Adams, quien la entregó con un mínimo de formalidades.
Una vez solo, Lyon llamó a Loddon.—Siéntese, jefe. Como ya sabe, he estado echando una ojeada. He encontrado algunas cosas que no me agradan demasiado.—¿No hay nada defectuoso en mi división, verdad, señor?—El trabajo es espléndido, jefe. Pero algunos de en sus trabajadores me preocupan.—¿Quiere usted decir los mecánicos, señor?—Algunos de ellos están asustados, también hay otros necios, por otras partes de la nave. Ignorancia y... jefe... No es posible razonar con ellos. Esa es la verdadera dificultad.—Los vigilaré, señor.—Bien —dijo Lyon—. Y además deseo tomar algunas precauciones. ¿Cómo andan sus poderes inventivos, jefe?
Loddon se sonrió. Era asombroso cuánto más joven parecía aquel hombre.—No he vuelto a probar eso que usted llama mis poderes inventivos desde aquel asunto del rotor, señor. Aquello los puso bien a prueba. ¿Hay algo más difícil todavía?—No —dijo Lyon— Lo que quiero es elemental juego de niños comparado con aquello otro. Le voy a mostrar qué es precisamente lo que quiero.
UNIDAD 15
«El factor humano», había dicho Kraft, refiriéndose a la debilidad humana. El primer incidente que justificó sus temores fué uno que nunca fue sabido de nadie, excepto de Lyon y de otra persona.
Allá arriba en la sala de control Lyon aceptó uno de los informes rutinarios de Harper. Luego dijo:—Necesito un conjunto completo de posiciones. —¿Cuándo traiga los valores siguientes, señor? —preguntó Harper, en un tono casi de súplica.—No, los necesito ahora —dijo Lyon secamente. Y explicó detalladamente al navegador todo lo que necesitaba. Harper no hizo protesta ninguna, pero Lyon se dió cuenta de lo pálido que estaba, cuando dió la vuelta para marcharse.—¿No se encuentra usted bien, Harper?—Sí, señor.
Pero cuando Harper llegó a su cabina se quedó largo rato contemplando su traje espacial. Se lo acababa de quitar a su regreso de la cabina de observación, y no había creído tenerlo que usar nuevamente hasta al cabo de otras veinte horas. Sus manos temblaban tanto que tuvo dificultad en ponerse el traje. Debía haber vuelto a la sala de control con la información requerida antes de una hora. Al cabo de dos horas Lyon comunicó con la cabina de observación por medio del intercom.—¿Harper? Estoy esperando aquellas lecturas. ¿No las tiene usted todavía?—¿Lecturas? —hubo una larga pausa—. Ya están. —Pues, entonces tráigalas —dijo Lyon con impaciencia—. Apresúrese, hombre.—No... no puedo.
Lyon se sobresaltó al oír el tono vacilante y desesperado de la voz de Harper.—No hay nada que le retenga ahí, ¿verdad? Vuelva usted.—Le digo que no puedo. —La voz de Harper expresaba vergüenza y desesperación al mismo tiempo—. Lo he intentado, pero...—Está bien. Descanse un poco —dijo Lyon con suavidad.
Llamó a Adams por el intercom.—Venga a hacerse cargo durante media hora, Adams.
Tan pronto como el segundo de a bordo estuvo sentado en la sala de control, Lyon se apresuró a ir a su propia cabina. Salió llevando puesto un traje espacial. Adams le contempló asombrado.—Voy a la cabina de observación —explicó Lyon. —Pero, ¿por qué, señor?—Por una razón obvia; para observar —respondió Lyon secamente.
La ascensión desde la esclusa de aire no era por completo desconocida para Lyon, pero solamente la había efectuado una vez, cuando se hizo cargo del mando de la nave espacial, y el Colonizador había estado entonces inmóvil. No obstante, la ascensión no le molestó indebidamente. Mantuvo encendida su luz mientras iba trenzando su camino a través de vigas y soportes en aquel espacio frío y sin aire. Recordó demasiado tarde que no había prevenido a Harper de su subida. Cuando Lyon abrió la puerta interior de la esclusa de aire superior, que conducía a la cabina de observación, encontró al navegante sentado y cubriéndose el rostro can los manos. Alzó la vista incrédulamente, contempló a Lyon, y se alzó de un salto lanzando un agudo grito de terror. Lyon volvió la vista, dándole tiempo para que recuperase el dominio de sí mismo.—Lo siento, señor. No esperaba visitas.—Me pareció que tenía usted voz de cansancio —dijo Lyon—. ¿Se encuentra bien ahora?—Si, señor. Lo siento. Por lo que fuese, no me podía decidir a...—Se me ocurrió de repente —dijo Lyon, interrumpiéndole— que todos dependemos de usted; toda la tripulación. Si enfermase, tendría que hacer la navegación yo mismo. De modo que vine a ver lo que sucede por aquí arriba.—¿Quiere que se lo enseñe a usted ahora, señor? —No podría hacerme cargo en este momento. Lo que no me gusta es esa ascensión desde la esclusa de aire inferior. Me aterroriza. No concibo como la hace usted con tanta frecuencia. Debe tener usted una valentía enorme.
Harper le contempló con suspicacia.—Lo digo de veras —dijo Lyon—. Y tendré que pedirle que me preceda a la vuelta. No me gusta admitirlo, pero la verdad es que no podría hacerlo solo.
Al llegar a ese punto Harper se había ya dominado por completo. Guió durante el viaje de regreso. No fué sino cuando volvían ya a estar de vuelta en la cámara de aire inferior, y se habían quitado los cascos, cuando volvieron a hablar.—Gracias —dijo Lyon—. He aprendido mucho.—Es usted muy amable al decirlo, señor. Yo también he aprendido algo. No es probable que vuelva a quedarme mucho tiempo de más en la cabina de observación.
Subieron a la sala de control, donde Adams hizo una entrada en el libro de a bordo, y se preparó para marcharse.—Dos de la tripulación vinieron a pedirle a usted que los casase —dijo a Lyon.—¿Quiénes eran?—Pratt y Anne Bryant. El es aquel pelirrojo de la sala de máquinas. Ella es una camarera.—Ya lo sé. ¿Qué les dijo?—Dije que se lo diría a usted, señor, y que volviesen en busca de la respuesta.—Pero, ¿puede usted hacerlo, señor? —preguntó Harper... —¿Celebrar un matrimonio? Desde luego, Harper. En un viaje largo, puedo hacerlo. Y otras cosas también. Incluso podría confirmar una sentencia de muerte pronunciada por un tribunal formado por miembros superiores de la tripulación. Todo ello es perfectamente legal. En cuanto a este matrimonio, lo celebraremos en grande. Una fiesta, con baile y banquete. Servirá para lanzar bien a los nuevos novios. Y además, quizá sirva de tónico para la tripulación.
No se tardó mucho en organizar la boda. Lyon casó a la pareja en la sala cine, y el lunch se celebró en el comedor. Pratt, con su rojo cabello bien peinado, no estaba nada perturbado. Respondía rápidamente a todos los chistes e insinuaciones que le lanzaban, Y contestó al brindis que le hicieron.—La única cosa que me temía —dijo, lanzando con sorna una mirada oblicua en dirección a Lyon— era que el capitán nos dijese que esperásemos a casarnos en Bel. Pero estaba empeñado en hacerlo antes de que mi precioso cabello se hubiese vuelto blanco. Pero, en fin, aquí estamos, y con una cabina doble y todo. Muchas gracias, y buena suerte a todos.
Después hubo baile. Kraft no tomó parte en él. Ni siquiera apareció; Adams conversó malhumoradamente con algunos de los mecánicos, y luego se fue. Pero Loddon estuvo infatigable.—No sabía que usted bailaba, jefe —dijo Lyon.
El viejo sonrió galantemente.—Tengo que divertirme de un modo u otro, señor No puedo comer mucho. Me duelen las encías.—Dígaselo al doctor —le aconsejó Lyon—. No podemos permitimos que se ponga usted malo.
Lyon fué en busca de Eleanor y bailó con ella varias veces.—Empezaba a estar celoso —dijo Hyde cuando pudo por fin bailar con ella.—¿Bromeas, verdad? —respondió Eleanor—. Pero hay algo en lo que dices.
Hyde la apartó un poco de sí mientras bailaban, para poder ver con claridad su cara. —Estás preocupada, querida —dijo. —Sí, lo estoy. La verdad es que me temo que le atraigo.—¿Estás segura? ¿Cómo lo sabes?—Cualquier mujer se daría cuenta. No es que me imagine cosas, ni que sea presuntuosa.—Tiene toda clase de razones —dijo Hyde sin preocuparse—. La verdad es que estás estupenda. —Teníamos que haberlo anunciado antes, Roberto. Ahora será algo molesto. Quizás le duela. —Es lo bastante fuerte para poderlo soportar. Pero como dices, tenemos que anunciarlo a los demás. Eleanor...—¿Sí?—¿Por qué no nos casamos... ahora? —Porque tengo ganas de casarme sobre tierra firme. ¿Adónde vas, Roberto?—A ver a un enfermo.
Cuando Hyde volvió, se dirigió a Lyon, quien estaba observando a los que bailaban.—El viejo Loddon me ha vuelto a sorprender, señor —dijo Hyde en voz baja.—Ya me lo ha dicho. ¿Qué puede usted hacer?—Nada —dijo Hyde—. No puedo hacerle una dentadura nueva cada día.—¿Por qué cada día?—Eso es lo que necesitaría, señor. Pero tendrá que pasarse sin ellas, y aguantarse las molestias mientras le salen los dientes.—¿Qué...?—A su jefe de máquinas señor, le están saliendo todos los dientes. —¿A su edad? —dijo Lyon—. ¡No debería hacer tales tonterías!
UNIDAD 16
El compromiso matrimonial entre la geóIogo de la expedición y el oficial médico fue recibido con diversos grados de sorpresa, y con felicitaciones y alegría general. Se anunció otra fiesta, cuya celebración resultó algo empañada porque poco antes de que comenzase se produjo un accidente que casi resultó fatal.
La enfermera Russell, que generalmente era tan prudente, se administró una droga peligrosa. Al parecer la había confundido con aspirina. Hyde le salvó la vida gracias a una rápida intervención, pero no pudo unirse a los festejos. No obstante, Lyon sí que estaba allí.—Me alegro de que haya venido —dijo Hyde a su prometida—. La verdad es que se ha portado muy bien tanto contigo como conmigo. Es difícil saber lo que piensa.—A mí me parece más solitario que nunca —dijo Eleanor—, y además tiene cabellos grises.—Querida, ¿no te parece que sientes una especie de satisfacción romántica simpatizando con él —preguntó Hyde—. No le gustaría que le compadecieses. Si no me equivoco, probablemente le molestaba. No hay síntomas de que esté perdiendo la cabeza.
De hecho, la mano del capitán se hizo sentir aún más que antes. Había algo que no podía la conseguir, y eso era la comunicación por radio con la Tierra. Pero la tripulación seguía estando adecuadamente ocupada, descansada, y en buena salud. Algunos de sus miembros, cuyas obligaciones en la nave espacial eran pocas, estaban ahora siendo entrenados para el diferente trabajo que tendrían que desempeñar al desembarcar. Pues muchos de ellos tenían que adiestrarse en una ocupación por completo diferente. Así un ayudante de ingeniero de cohetes en la nave, tal como Pitt, que ya estaba bien, podría ser elegido como especialista de calefacciones en Bel. Casi todos los miembros de la tripulación estaban ya cómodamente acostumbrados a los efectos de la aceleración y de la gran velocidad. Podían nuevamente seguir el tratamiento de lámpara solar, y hacer ejercicios en el gimnasio. Como diversión, la música grabada era una de las más populares, y afortunadamente había unas existencias muy extensas de tal música. Se había organizado una buena biblioteca, y se la utilizaba mucho, especialmente por parte de los hombres de más edad. Los miembros más jóvenes de la tripulación contemplaban películas una y otra vez. A veces pedían películas de viajes que mostraban paisajes terrestres, y sentían añoranza al contemplarlos. Pero lo que más parecía interesante era la historia de la navegación espacial, según había sido registrada por el cinematógrafo.—¡Qué monstruo tripudo! —exclamó un joven científico después de presenciar una de las películas—. ¡No puedo imaginarme cómo se les ocurrió! —En su día pareció revolucionario —dijo una voz tras él. Era Lyon, quien se había unido a la pequeña audiencia—. justamente puedo recordarlo. Se cree que los suizos utilizaron un diseño de ese tipo para su expedición.—¿No tenemos ninguna película de ella, señor?—No; todo fue muy secreto. Por lo que yo sé, no se hicieron películas.
Loddon, que también estaba allí, dijo:—Es curioso. La gente no puede sustraerse a la idea de que el último diseño es perfecto. Pero nunca lo es. Recuerdo haber quedado impresionado al ver aquel monstruo tripudo. Ahora resulta difícil de creer. Pero apenas si yo tenía cuarenta años en aquellos tiempos.
El jefe de máquinas hablaba con más claridad, porque por fin le habían salido sus nuevos dientes.—Parece usted tener cuarenta ahora —dijo Lyon.
Era difícil seguir pensando en aquel hombre como en el «Viejo» Loddon. Su cara y su cuello se habían llenado, y su antes calva cabeza estaba ahora cubierta de hermoso cabello. Hyde estaba seguro de que todos los miembros de la tripulación se había rejuvenecido algo, pero las modificaciones de su aspecto no eran tan espectaculares. Pero en el caso de Loddon no cabían dudas. La combinación entre su larga experiencia y su mayor vigor mental hacían que su trabajo le resultase fácil. Tenía tanta energía física en reserva que se aprovechaba de todas las oportunidades de liberarla que se le presentaban en forma de recreaciones y de ejercicio. Con ello ofrecía un ejemplo que algunos más jóvenes que él, no seguían. Downes, el granjero, era uno de esos a quienes resulta difícil hacer salir de su existencia casi eremítica. Otro de esos era Jeff Warren, el pequeño y delgado almacenista, quien, a medida que iba pasando el tiempo se iba sintiendo más feliz en su solitario lugar de trabajo que fuera de él. Su almacén era un milagro de orden, atiborrado de toda clase de cosas, desde recambios mecánicos y tubos de iluminación hasta componentes de trajes espaciales, cabañas en secciones, ropas y las armas de diversos diseños que formaban el arsenal del Colonizador. Allí, con sus libros y sus talonarios de entrega, limpiando y arreglando constantemente su género se sentía contento. Pero había adquirido una timidez que le hacía odioso salir de allí, salvo para sus apresuradas comidas. Se requería una severa orden del mismo Lyon para hacerle salir de su reserva y que se uniese a los demás de la tripulación para recrearse y descansar, aunque fuera poco. Warren era una criatura rutinaria. Hacía ejercicios a intervalos regulares. Fué mientras estaba en el gimnasio que los amotinados dieron el golpe. El almacén, a pesar de estar cerrado, se encontraba vacío y sin guardia. Rápidamente cortaron la cerradura del almacén por medio de un soplete. El primer indicio que el resto de la tripulación percibió de que había algo que no marchaba fué cuando un grupo de unos doce hombres pasó corriendo por el pasillo y trepó por las escaleras que conducían hacia arriba, en dirección a la sala de control. Mary Martin, la camarera, que salía del comedor en aquel momento, los miró asombrada mientras iban en dirección hacia ella. Cuando vió que iban armados se aplastó contra la pared y chilló. El grito hizo que Kraft saliese de su oficina en la cubierta superior. Mientras subía corriendo la escalera, les cerró el paso. Davis, pálido, con la boca abierta y jadeando, iba a la cabeza. Se detuvo y apuntó cuidadosamente al jefe científico.—¿Ves eso? —dijo Davis con jactancia—. Te voy a enviar al...—No es necesario disparar, Davis —dijo otro mecánico—. Dijiste que haríamos esto pacíficamente.—Si nadie se entremetía. Eso es lo que dije. Pero voy a reventar a ese idiota...
Davis estaba entonces enseñando sus repugnantes colmillos. Sus facciones mostraban una pasión destructiva y frenética. Kraft se apartó contra su voluntad.—¿Qué estáis haciendo? —preguntó.—¡Apártate!... Eso ya está mejor. Vamos a decir al señor capitán Lyon que se vuelva en dirección a casa.
Kraft se apartó y entró en su oficina. Los amotinados prosiguieron avanzando, ahora ya sin aliento, en dirección a la última escalera, la que conducía a la sala de control y a la cubierta superior. Tan pronto como hubieron pasado más allá de la puerta, Kraft se lanzó al intercom. La voz de Lyon respondió en seguida.—¡Cuidado! —dijo Kraft con voz ahogada.—Gracias, Kraft. No se preocupe. Estoy preparado. Motín. Están subiendo.
Apenas Lyon acababa de decir estas palabras cuando la puerta corredera de la sala de control se abrió de golpe.—Arriba las manos Lyon.
Lyon alzó las manos a la altura de los hombros, y permaneció sentado a su mesa.—Traed a Adams —ordenó Davis.
Uno de los seguidores que había entrado en la sala de control tras él, obedeció. Cuando Adams hubo llegado, Davis se adelantó de manera que la amplia embocadura de su cañón quedaba a solamente unos dos metros de la cara de Lyon.—Ahora —dijo Davis relamiéndose los labios de satisfacción—. Ahora, por fin, puedes escucharme, Lyon, en vez de quedarte aquí sentado dando órdenes y castigos. ¿Me oyes?
Lyon le miró fijamente.—Me complacerá escuchar lo que tenga que decir. —¿No tienes mucho que escoger, verdad? Nos estás llevando demasiado aprisa, y en una dirección que no nos gusta.—¿Es eso todo lo que tiene que decir?
Davis pareció a punto de disparar, pero contuvo su rabia. Tenía aún algo más que decir.—No, Lyon; eso no es todo. Nos has llevado demasiado lejos en esta endiablada nave tuya... haciéndonos enfermar, haciéndonos trabajar demasiado, y luego más trabajo aún. ¡Adelante, adelante, adelante! Y nada más. A nosotros y a las máquinas de la nave. De modo que ahora nosotros nos hacemos cargo y volvemos.—¿Y si yo no os llevo de vuelta?—Eso no importaría, porque Adams si que nos llevará.—¡Ah! —dijo Lyon—. ¿Ha oído usted eso, mister Adams?
El segundo de a bordo estaba mirando no a Lyon, sino a Davis.—Bien —dijo Davis—. Ya lo ha oído; responda a Lyon.—Ya lo he oído —replicó Adams. No parecía estar ni alarmado ni desconcertado. Al contrario, una leve sonrisa curvaba su boca.—¿Nos llevará de vuelta a la Tierra? —preguntó Davis.—Sí —respondió prontamente Adams. Ahora se sonreía abiertamente, pero sin mirar a Lyon a la cara.—Esto le convierte a usted en un amotinado —dijo Lyon con calma—. ¿Se hace usted cargo de lo que está haciendo?
Adams se encogió de hombros.—Bueno —dijo Lyon—, lo que voy a decir se refiere a todos ustedes. Están todos arrestados. Depongan las armas.—Estás loco —gruñó Davis—. No te va a salir bien este farol; no conmigo...
Su dedo se crispó alrededor del gatillo de su fusil. Hubiese disparado si las luces no se hubiesen apagado. Pero no fue solamente la oscuridad lo que produjo los gritos de alarma que siguieron.—¿Qué ha pasado...?—Oiga... pare...—Estoy por los aires...
La voz de Lyon resonó en la oscuridad:—Soltad las armas; todos.
Y prosiguió con humorismo amargo:—Además de estar en la oscuridad, están todos en estado de «caída libre». No hacen sino flotar sin poderse gobernar. Yo no lo estoy. No os serviría de nada disparar porque el retroceso os aplastarla contra la pared, o el suelo, o el techo: —Davis.—Si —replicó malhumorado Davis.—Le hablo a usted, porque parece ser el delegado. Pero no se olvide de la cortesía. Usted me llama a mí señor.—Sí, señor.—¿Ha soltado ya su fusil?—Sí... señor —dijo la respuesta desde la oscuridad. Aquel hombre se estaba ahogando entre su humillación y su miedo.—¿Podemos tener luz? —imploró otra voz.
Las luces se encendieron, revelando a Lyon que seguía sentado a su mesa, con una pistola demoledora en la mano. Los amotinados estaban flotando, algunos cabeza abajo, otros en posición horizontal y se esforzaban grotescamente por enderezarse.—¿Han soltado todos los fusiles? —dijo Lyon— Bien. Ahora pónganse las manos detrás de la cabeza. Volveremos a tener gravedad. ¡Aquí está!
Cayeron sobre el suelo en un montón, y se levantaron vacilando. Los fusiles siguieron esparcidos donde habían caído.—¿así se está más cómodo, verdad? —prosiguió Lyon apoyándose hacia atrás—. Pónganse en fila contra la pared.
Los hombres retrocedieron obedientes. Adams permaneció solo.—Usted también, Adams —dijo Lyon con dureza. —Pero yo...—Usted es uno de ellos. Usted lo ha elegido, Adams.—¿Qué otra cosa podía hacer? —comenzó a protestar Adams.—Vaya hacia allá —le dijo Lyon con cansado desprecio—. Le respetaría más si hubiese usted encabezado abiertamente este precioso ramillete.
Adams obedeció. Sin perderlos de vista, Lyon palpó el interruptor del intercom con la mano que le quedaba libre. Y vigilándolos sin cesar, hizo un anuncio general.—Capitán hablando con toda la tripulación. Lamento lo de la reciente pérdida de gravedad. Fué necesaria y no resultó posible prevenir de ella. Pero no hay razón para alarmarse, y confío en que no habrá habido muchos desperfectos. Los siguientes se presentarán inmediatamente en la sala de control: Harper, Kraft, Loddon, Pitt, Warren. Nada más.
El primero en llegar fué Warren, y Lyon le hizo recoger los fusiles y guardar a los prisioneros.—Estos hombres se han amotinado —dijo secamente Lyon, cuando hubieron llegado los otros cuatro hombres—. Serán retenidos bajo arresto vigilado hasta nueva orden. Llévenselos a todos, salvo a Adams. Y ustedes dos, Harper y Loddon, hagan el favor de quedarse.
Loddon parecía especialmente preocupado.—Lo siento, señor. Aquellos hombres estaban fuera de servicio.—Naturalmente que estaban fuera de servicio —dijo Lyon—. Ahí es donde intervino Adams.—Yo... ¿qué podía haber hecho? —repitió Adams. —Lo que usted hizo fué aconsejar a Davis, ¿no es verdad? Tenía usted la esperanza de que el motín triunfaría, pero no estaba seguro. De modo que le dejó la gloria de mandar la partida. Tuvo usted la intención de dejarse una salida, para el caso de que las cosas no fuesen bien.—Yo no... Yo...—Tenemos grabaciones de sus conversaciones con Davis. No estuvo usted nunca lejos de un micrófono. Las podrá usted oír un día u otro, Adams.—Las ha falsificado usted. Me ha tendido una trampa. Requiero un juicio en regla —balbució Adams en forma poco convincente.—Si hay un juicio —dijo Lyon— no puede ser sino un juicio sumario a cargo de mi mismo. No sería posible juzgarle a usted por un tribunal de miembros más jóvenes. Yo soy el único que le sea superior. En su caso, solamente en el de usted, podría juzgarle yo solo, podría incluso condenarle a muerte y confirmar mi propia sentencia. Es una posición rara, en la que intervienen una serie de cuestiones legales, si bien tengo mis dudas de que usted sepa realmente apreciarlas.
Adams pareció hundirse. No replicó nada.—No creía que fuese usted un oficial eficiente —le dijo a Adams—, pero ahora se ha convertido usted en persona peligrosa.—Pero me necesita para hacer funcionar la nave —protestó Adams con un rayo de esperanza.—No se jacte usted, Adams. Nombro a mister Harper segundo de a bordo.
Harper lanzó una exclamación de sorpresa.—Y usted, Adams —prosiguió Lyon—, va usted a ir a una cabina de abajo, próxima a las cámaras de los cohetes. No será muy cómoda, y si trata de salir de ella podría encontrarse contaminado. —Loddon.—Señor.—Lléveselo. Y gracias por las sorpresas que preparó. Funcionaron muy bien.
Loddon salió escoltando a Adams, y Harper se quedó frente a Lyon.—Gracias, señor —comenzó Harper—. Solamente confío en ser capaz de desempeñar el cargo.—No hay necesidad de darme las gracias —dijo Lyon—. Era usted la persona apropiada.—Me hubiese gustado estar por aquí para haberle Ayudado cuando entró la pandilla.
Lyon se sonrió al pensar en ello:—No resultaron difíciles. Los micrófonos y las grabaciones de Loddon funcionaron bien, de manera que sabía exactamente lo que me esperaba. Tenía una pistola a punto en mi mesa. La mesa está atornillada al suelo, y mis rodillas estaban sujetas por debajo de la mesa, para mantenerme fijo. Hay además pedales para controlar las luces y la gravedad. Y eso fue todo, pero creo que realmente lo que más les asombró fue verme a mí sentado aquí, como si la pérdida de gravedad no me afectase.
Harper se sonrió.—Sí, ya me lo figuro. Debe haber sido muy raro. —Me sentí como un superhombre —asintió Lyon— Pero esta broma debe habernos costado bastante en fracturas. Sea eso su primer trabajo, Harper. Vaya a ver los daños y organice las reparaciones.—¿Y después, señor? ¿Me informará usted de lo que decida sobre los amotinados?—Puedo darle ya una idea aproximada. Adams y Davis serán juzgados debidamente. A los demás los haré volver al trabajo tan pronto como sea posible. En este viaje no podemos permitimos el lujo de ninguna clase de pasajeros. No tenga ninguna duda sobre ello: seguimos adelante. Tardemos lo que tardemos, vamos a BeI.
UNIDAD 17
Bel —dijo Kraft con voz dramática—. Ahí está, por fin.
Estaba contemplando una mancha pequeñísima en la pantalla del radar. Hyde no estaba tan impresionado.—Podría ser cualquier cosa —dijo—. Un aerolito, otro planeta frío, O...—Pero sabemos lo que es, —prosiguió Kraft— Dentro de pocas horas llenará la mitad de la pantalla del radar. Luego empezaremos a darle la vuelta, utilizando la atmósfera para frenar.—No puedo todavía creerlo —dijo Hyde—. Harper debería estar llamándonos a todos desde la cabina de observación, gritando «¡Tierra a la vista!» por el intercom.—Dentro de poco —dijo Kraft— saldremos de esta nave.
Y esa vez era él quien parecía incapaz de creer sus propias palabras. Llegarían a Bel, por mucho que tardasen. Eso había dicho Lyon, y había tenido razón. Habían tardado muchísimo tiempo, tanto, que había habido cierto descontento entre la tripulación. Descontento, pero ya no más motines. Adams y Davis seguían encerrados en sus celdas, y su suerte hacía reflexionar a los que hubieran podido inclinarse a seguir su ejemplo. Los cohetes habían permanecido inactivos durante largos períodos, pues el Colonizador seguía avanzando sin perder el impulso que comunicaban. Habían sido utilizados para cambios de dirección, cuando Harper iba trazando la ruta más económica hacia Bel. La elección de Harper para segundo de a bordo había quedado ampliamente justificada. De su habilidad técnica nunca había habido ninguna duda. Y la responsabilidad le había serenado. Se había convertido en buen organizador, y la tripulación le apreciaba. Era él quien había recientemente organizado el adiestramiento de hombres en las actividades secundarias que deberían ser sus ocupaciones una vez hubiesen desembarcado. También se habían tomado otras medidas a fin de preparar a la tripulación para las condiciones de Bel. Se reducía la gravedad artificial durante períodos muy prolongados, y se efectuaron combinaciones semejantes con la iluminación y la calefacción. Hubo también conferencias para explicar las dificultades que se podrían encontrar. Se les advirtió que quizá tuviesen que trabajar en trajes espaciales hasta que se hubiesen construido refugios con aire acondicionado. En conjunto la tripulación había respondido bien; todos tenían trabajo más que suficiente para ocupar sus mentes, y no se produjeron enfermedades en proporción excesiva. Y así había ido pasando el tiempo en la nave espacial, principalmente entre trabajo y sueño, pero también con tiempo para las diversiones. El tiempo iba pasando y nadie daba muchas nuestras de sentirlo. Loddon hubiera podido pasar ahora por un hombre de cuarenta y cinco años, pero el cabello de Lyon era blanco, lo mismo que el de Kraft; ahora estaban sentados contemplando como Bel crecía en su radar, pasando de ser una mota a una gran bola. Allí estaba... su objetivo. El viaje prácticamente había terminado; no quedaban verdaderas dificultades. Lyon se volvió; hizo cuidadosamente una entrada en su libro, y mientras lo hacia se dió cuenta sensación de inevitabilidad. Era algo así como si él y su tripulación fuesen arrastrados a lo largo de un surco predeterminado... Harper estaba nuevamente en la cabina de observación, tomando sus últimas lecturas y fijando la ruta final. Abajo, junto a las cámaras de los cohetes, Loddon esperaba. Estaba a punto para los próximos cambios de dirección y el efecto de freno qué debería ser aplicado. Todo estaba a punto. Lyon, una vez hubo hecho su entrada en el libro, pudo permitir que sus pensamientos se desviasen hacia otro problema. Estaba pensando en la radio y en el misterio con que ahora se enfrentaba. Después del largo silencio de la radio y de la incertidumbre acerca de si las señales del Colonizador llegaban o no a la Tierra, se había vislumbrado por fin un rayo de esperanza. Foster, el operador, había informado a Lyon:—Lo... los he captado, señor. Usted quería saberlo. Parecía medio loco de alegría. —¿Qué ocurre, Foster? Tómelo con calma. ¿Qué ha sucedido?—Señales, señor. Vuelven a recibirse.—Bien. Dígame lo que dicen.—Pues bien, deben estar en código, señor, o de lo contrario están distorsionadas o mezcladas. Pero es una verdadera transmisión de radio.—¿Está seguro? —preguntó Lyon.—Seguro, señor. Además, también oí algo de lenguaje hablado.—¿De veras? ¿Y qué dijeron? —Solamente fué un fragmento, señor —respondió Foster excusándose—. Y parecía en francés.—¿Eh francés? ¿De modo que no pudo comprenderlo?—Pues, bien, señor, solamente fueron unas cuantas palabras: «le Radio Una». Luego se desvaneció.—No he oído nunca hablar de ella —dijo Lyon— Quizá sea alguna nueva estación, patrocinada por las Naciones. ¿Está seguro del nombre?—Era un poco indistinto —admitió Foster—. Pero eso es todo lo que pude comprender.—Bueno, siga intentando.—Quizá todos nuestros mensajes han llegado, al fin y al cabo.—Quizá —dijo Lyon con cautela.
Entonces había tenido la sospecha de que alguien se estaba burlando cruelmente de Foster. Pero después de que Loddon y Taylor, el ingeniero auxiliar, hubieron hecho discretas investigaciones, Lyon se convenció de que aquello era muy poco probable. Allá abajo en la cabina de radio, Foster continuó recibiendo los incomprensibles mensajes en código, no volvió ya a oír más lenguaje humano. Era difícil imaginarse lo que pudiera ser. Al llegar a ese punto de las perturbadas meditaciones de Lyon se hizo oír la voz de. Harper desde la cabina de observación:—Cambio de rumbo dentro de diez minutos, señor.
Lyon dio la orden general: —Atarse las correas.
Pronto estuvo controlando el funcionamiento de los cohetes y comprobando el efecto por las observaciones de Harper. Dieron una amplia vuelta alrededor de Bel, siguiendo una trayectoria del satélite, y luego se volvieron acercándose al planeta. Durante todo ese tiempo Lyon se mantuvo en estrecho contacto con Harper por el intercom.—El efecto de frenado es ahora apreciable —dijo Lyon.—Sí, estamos en la atmósfera —replicó Harper—. Está calentando aquí arriba, la punta.—¿Mucho? —preguntó Lyon.—No. Puedo quedarme.—¿Qué puede ver? En el radar parece bastante grande, pero no hay detalles.—Todavía no puedo ver gran cosa. Hay suficiente luz, pero muchas nubes. —Nubes. Eso es algo que no hemos visto desde hace bastante tiempo.—Ahora se ve con más claridad, señor. Hay manchas... creo que deben ser vegetación. Por el lado de caliente la luz es deslumbradora, pero parece ser solamente desierto. Por la zona templada se ve mucho verde. Un color muy agradable. ¡Uf!... Se está calentando mucho por aquí arriba, señor.—Baje tan pronto como quiera, Harper. Ahora podemos hacerla descender con el radar.—Me quedaré un rato más. Es fascinador. Me pareció ver... ¡Sí! Eso es maravilloso. Ahí abajo hay un rectángulo con rayas que lo entrecruzan.—¿Qué cree que es?—No sé, señor. Pero estoy seguro de que es artificial e inteligente. Ahora lo estamos perdiendo de vista.
Más tarde, en aquel circuito de Bel, Harper dijo: —Aquí hay otra mancha, pero es más pequeña que la primera que vi.—Valdrá más que ahora escojamos un lugar para aterrizar —dijo Lyon—. Haga que sea cerca de lo que llama «el área inteligente». Pero no demasiado cerca. Luego puede usted volver aquí. No hay razón para que usted continúe ahí sentado en su cabina mientras descendemos.—Bien —dijo Harper—. Iré adonde usted, y lo seguiremos mirando por la pantalla del radar. La verdad es que ya es hora de que salga de aquí. Se está poniendo esto muy caliente.
Durante el circuito de frenado se había permitido que la tripulación se desatase. Harper descendió a la esclusa inferior con fácil despreocupación. Era ahora muy diferente del hombre que había temido tanto aquella ascensión. En el interior del cilindro interno encontró a hombres ansiosos. Una sensación contagiosa de asombro se había extendido por la nave. Lyon, en su comunicación final por el intercom, había pedido paciencia.—Ahora que nuestro viaje casi ha terminado, es natural que os sintáis impacientes por explorar Bel. Pero no echéis a perder las cosas con precipitaciones cuando tomemos tierra. Nos ajustaremos a la práctica normal. Los científicos y las partidas de descontaminación saldrán del Colonizador para efectuar ensayos y preparar las cosas para el resto de los demás.
»Suponemos que la atmósfera no será respirable, de modo que el resto de nosotros prepararemos nuestros trajes espaciales y comprobaremos el material para las barracas de aire acondicionado y las esclusas de aire. »Finalmente, quiero dar las gracias a la tripulación, por lo menos a la mayoría, por el duro trabajo que han realizado de buen humor durante el viaje. »Buena suerte a todos en lo que el porvenir nos tenga reservados. La próxima orden será «Amarrarse de nuevo». Nada más. Un hábil empleo de los cohetes hizo que el Colonizador maniobrase hasta que estuvo en disposición de caer sobre el planeta con su base por delante. Luego entraron en acción todos los cohetes al mismo tiempo. La rápida caída resultó frenada, y por fin la fuerza de la gravedad no hizo sino compensar ligeramente en exceso el impulso de los cohetes. La nave espacial fue entonces descendiendo muy lentamente. Harper, que estaba observando la pantalla del radar, admiraba el virtuosismo de la maniobra de Lyon.—Me gustaría contemplar esto desde fuera, señor —dijo.
Lyon contestó con una sonrisa de preocupación:—¡Ahora! —dijo.
Se prepararon para un choque brusco, pero el golpe del aterrizaje resultó apenas perceptible, debido a los grandes resortes de las patas de aterrizaje.—Ya estamos —dijo Harper—. Verdaderamente ahí.
Lyon se desató, pero permaneció sentado en su silla. A Harper le pareció que tenía el aspecto de un viejo, cansado y enfermo.—Sí —dijo Lyon suspirando—. Ha terminado. Esto es el final.—¿El final? —replicó Harper—. ¿No querrá usted decir el principio?
UNIDAD 18
Pasó mucho tiempo antes de que se conociesen los resultados de los ensayos realizados por la partida de aterrizaje. Al resto de la tripulación, que esperaba ansiosamente permiso para salir de la nave, aquel período de incertidumbre les pareció interminable. Lyon había recibido varios breves informes de Kraft diciendo que no se habían encontrado peligros imprevistos. Luego hubo silencio durante algún rato. Lyon llamó a Kraft.
—Sí —dijo Kraft—. Todo va bien... muy bien. Vuelvo a informarle personalmente.—¿Es eso necesario? No me podría usted decir... —Creo que será más satisfactorio, señor.—Está bien.
Lyon y Harper se prepararon a esperar al jefe científico. Kraft no les hizo esperar más de diez minutos, al cabo de los cuales se abrió la puerta y entró en la sala de control. Se había quitado su traje espacial y llevaba su sobretodo negro. Y si bien por la radio su voz había sonado normal, era evidente que estaba muy excitado.—Ya sabe, señor, que la luz es buena. La gravedad es un poco menor que en la Tierra, pero la diferencia es apenas perceptible. Hay vegetación; no voy a intentar describirla, pues ya la verá usted por sí mismo. No hay nada peligroso en la atmósfera. Cavando llegamos hasta un líquido que parece ser agua; pero lo estoy haciendo analizar.—Bien —dijo Lyon—. ¿Algo de vida animal?—Hemos visto algunos invertebrados muy pequeños, como babosas, arrastrándose, sin patas. Eso es todo lo que puedo decir por experiencia personal. Pero uno de mi grupo dice que vio un animal muy grande. Del tamaño de un elefante, dijo. Pero estaba lejos, allí donde la vegetación es más alta. No pudo haberío visto claramente, si es que lo vió.—De todos modos —sugirió Harper—, valdrá más que llevemos fusiles... por lo menos al principio.—De acuerdo —replicó Kraft—. Es posible que necesiten ustedes fusiles. Pero hay algo que no van a necesitar. Y es su traje espacial.—¿Cómo? —exclamó Harper.—Ya me pareció que guardaba usted la mejor noticia para el final, Kraft —dijo Lyon—. Ahora, explíquenoslo todo.—Es algo sorprendente, señor. Me ha sorprendido muchísimo. La atmósfera es aire... aire bueno.—Todos sabíamos que había aire —objetó Harper—, aire de alguna clase, pero sin duda deficiente en oxígeno.—Eso —admitió Kraft—, era lo que creíamos. Eso es lo que mostraba el espectroscopio. Eso es lo que yo mismo creía. Pero no es así. La atmósfera aquí es más rica en oxígeno que en la Tierra. Es exhilarante.—¿Cómo lo sabe?—Porqué me quité el traje espacial allá afuera. Trabajé durante media hora en aquel aire y ¿es que me encuentro peor por ello? No; si acaso estoy mejor. Combinado con una gravedad inferior, es como un tónico.—¡Asombroso! —dijo Harper.—Sí —dijo Kraft con más sobriedad—. No lo puedo comprender, pero es así.—Bueno —dijo Lyon—, no hay nada que nos impida llevar adelante nuestra colonización —Cerró los ojos por un instante, como si estuviese fatigado. Pero sus instrucciones generales a la tripulación, transmitidas por el intercom, fueron claras y comprensivas—. Primeramente el material para las barracas —dijo—. Pero no se necesitarán esclusas de aire. Eso también se refiere a la salida de la nave. Las dos puertas de la esclusa principal, se pueden dejar fijas abiertas. No se necesitarán los trajes espaciales, pero deberán llevarse consigo las radios y fusiles. Hay ciertos pequeños animales, y es posible que también los haya grandes.
»Todos ustedes tienen sus tareas; manténgase a la vista unos de otros, y de la nave. Hasta que el campamento esté a punto volveremos a la nave a dormir. Nada más. Y comenzó el éxodo del Colonizador. Hyde y Eleanor fueron de los últimos en salir. Pareció raro encontrar la esclusa de aire abierta por ambos lados. Una ligera escalera de metal conducía ahora al sendero descontaminado a través del área de posible radiactividad.—¡Oh! —exclamó Eleanor, deteniéndose en el primer peldaño—. Es hermoso, a su manera.—Habitable, y eso es lo más importante —dijo Hyde, más práctico. Pero la muchacha le había transmitido su sentido de asombro, y permaneció allá arriba, con su brazo unido al de ella, largo rato, mientras contemplaban el paisaje.
Habían sabido que las condiciones de Bel permitirían la vida. Probablemente la mayor parte de la tripulación había ejercitado su imaginación tratando de idear qué formas iba allí la adoptar la vida. Pero no era probable que ninguno de ellos hubiese llegado a concebir la verdad, ni mucho menos. La escena estaba iluminada por el borde de un sol que justamente asomaba por encima del horizonte. El aire era fresco y estimulante, fresco como el amanecer de un día de verano en el sur de Europa. El terreno se alzaba y caía en suaves ondulaciones. No podían ver ningún punto más elevado que la proa de su nave. No era un paisaje dramático, pero tenía mucho color. Precisamente por debajo de donde se encontraban estaba la mancha negra quemada por los cohetes de freno. Más allá una alfombra de un gris plateado, al fondo, a unos centenares de metros, había una área de un rojo parduzco. Descendieron los escalones apresuradamente. Casi corrieron a lo largo del sendero descontaminado. Una partida de mecánicos de Loddon en trajes protectores estaban ocupados descontaminando toda el área alrededor de las patas de aterrizaje. Eleanor apenas si se dió cuenta de ello, y se arrodilló para examinar la superficie del suelo:—Es una especie de hongo verde —dijo—. Plantas muy pequeñas. Desde aquí arriba casi me pareció hierba. Me gustaría ver hierba otra vez.
Y arrancó un puñado del suelo.—Buena tierra neutra, con mucha materia orgánica —dijo—. Mira, Roberto.
Echó una ojeada a lo que la muchacha le mostraba, y luego volvió a mirar en dirección a la parte brillante del horizonte.—Se diría que el sol estaba saliendo, ¿verdad? —dijo—. Resulta difícil creer que nunca aparece más alto que eso.
Eleanor se encogió de hombros:—Ya lo sabíamos; el eje de Bel no está inclinado. —Sí; ya lo sabía. Pero ahora lo veo, y eso es diferente. No hay día, ni noche, ni estaciones. Si queremos variación podemos ir hacia allí y quemarnos, o hacia allá y helamos...—Entonces, ¿por qué no quedamos en la zona templada? Parece lo bastante agradable. —La chica deslizó su brazo en el de él—. Pareces decepcionado. No sé por qué. Hemos llegado. Es mejor de lo que me figuraba que sería. ¿No te gustaría volver a estar en FBX, verdad? ¿Por lo menos no parezco un sapo, o es que sí?
Roberto se inclinó hacia la cara de la muchacha, y la besó.—Eso, porque no pareces un sapo —dijo—. Lo siento, y todo es magnífico. Vamos en busca de algunos ejemplares.
Iban a ponerse en marcha cuando la chica se arrodilló y volvió a mirar por entre el suelo.—Mira —dijo.
Arrastrándose entre la vegetación había una pequeña criatura de unos cinco centímetros de largo. Era de color castaño oscuro, casi negro, y sin miembros. En uno de sus extremos había lo que parecía una pequeña joya de innumerables facetas que reflejaban la luz.—Un bichito extraño —dijo Hyde—. Eso debe ser un ojo múltiple —Lo tocó—. De piel seca y sangre fría.
La pequeña criatura se escapó corriendo.—¡Hyde!
Era Harper que llamaba. Estaba trazando el contorno del establecimiento que debía ser construido, y quena el consejo de Hyde sobre la posición de la barraca de auxilios de urgencia.—Iré hacia los bosques —dijo Eleanor.—Espere —le dijo Harper—. No vaya sola.
La chica contempló ansiosamente algunas plantas que se alzaban a una altura de unos ocho a diez metros.—Iré contigo tan pronto como pueda —prometió Hyde.
Mientras él estaba ocupado, la chica se dirigió hacia Anne Pratt, quien estaba preparando una comida fría para los trabajadores sobre un par de mesas plegables. Su marido había dejado la partida de trabajo para ir a hablarle; guiñó el ojo alegremente a Eleanor.—Quería asegurarme de que la señora no hacia demasiados esfuerzos —dijo.—Ya me ocuparé yo de eso —prometió Eleanor.
Pratt se sonrió y volvió a su trabajo. —Es un esposo afectuoso —observó Eleanor.
Anne asintió con la cabeza: —Si; ¡oh, soy más feliz ahora!—Estoy segura de que sí lo es.—Sí. ¡Quería tanto que mi hijo naciese sobre tierra firme! En la nave no hubiese sido lo mismo. Ya no faltan más que seis semanas. ¿Seguro que nos quedaremos aquí ese tiempo, verdad?—Yo creo que si.—Me decía que habían cogido una especie de animal —dijo Anne refiriéndose a su esposo—. Mayor que un conejo, dijo, y que más bien parecía una foca.—Yo vi un bicho del tamaño de un ratón —dijo Eleanor.—Aquel no tenía huesos. Más bien parecía filete por todas partes.—¿No lo habrán cortado en pedazos? Tienen que tener cuidado.—¿Cortado? Pues ya lo creo. Y lo han asado con la llama de una de aquellos chismes que tienen. Dijo que tenía un gusto delicioso. El mejor pedazo de carne que había comido desde hacía mucho tiempo.—Debían habérselo llevado a mister Kraft —exclamó Eleanor con la congoja propia del científico ante la perdida de un ejemplar valioso—. La carne podría haberles hecho daño —añadió.
La otra mujer no respondió.—Parece que no hay pájaros —dijo Eleanor— ni tampoco insectos voladores.—Allí arriba... veo algo —Anne tomó el brazo de Eleanor—. ¡Mire! ¿Qué es?
Otros de la tripulación del Colonizador también habían visto algo. Estaba lejos y era irritadoramente vago, pero, mientras Eleanor lo estaba mirando, emitió un resplandor plateado. Luego se desplazó trazando por el espacio una amplia curva. Se oyó un ligero silbido, y luego desapareció. El trabajo continuó con cierta inquietud después de aquella aparición. Algo alejado del resto de los demás, Lyon estaba conferenciando con Harper, Kraft y Loddon.—Debe haber sido un aeroplano de una especie u otra —estaba diciendo Loddon—. Muy alto, pues captó de pleno la luz del sol, que nosotros no alcanzamos a ver.—Todavía no estoy convencido —dijo Kraft—. Aún no hay evidencia de inteligencia ninguna.
Harper echó una ojeada significativa a Lyon.—Sí —dijo Lyon— creo que deberían saberlo. —Y se dirigió a Kraft y a Loddon—. Harper dice que cuando bajábamos vio una área que parecía... bueno... organizada.—¿Una ciudad? —sugirió Kraft.—No sabría decirlo —replicó Harper—. Parecía obra de seres inteligentes, eso es todo. —¿Estaba lejos de aquí? —preguntó Loddon. —Era difícil hacerse cargo de la escala de las cosas —dijo Harper—. Entre treinta y ochenta kilómetros.—Bueno —dijo Kraft—. ¿Qué hemos de hacer?
Los otros tres hombres miraron a Lyon, esperando su opinión, pero éste permaneció indeciso.—¿Y qué podemos hacer —dijo Harper—, sino seguir nuestro plan? Hay suficiente trabajo para todo el mundo.—Si aquello era un avión —arguyó Kraft—, nos deben haber visto. La nave espacial es muy conspicua frente a este fondo.
Todos volvieron nuevamente a mirar a Lyon, pero este mantenía bajos los ojos y no contribuía nada a la discusión. Hubo un silencio embarazoso. Entonces Hyde se unió alegremente al grupo; Eleanor estaba algo detrás.—¿Podemos ir a dar una vuelta... Eleanor y yo? —preguntó—. De momento no hay nada más que ninguno de los dos pueda hacer por aquí.
Lyon dijo con aire fatigado:—¿Tienen un fusil? ¿Han comprobado la radio? Está bien. Pero mantengan contacto y no vayan lejos. Uno de los hombres de Kraft vió algo como un elefante en la espesa vegetación de allá abajo...—No estoy tan seguro de eso —interpuso Kraft—. De todos modos, mantenemos fuera de la espesura —dijo Lyon.—Gracias, señor —dijo Hyde. Se unió a Eleanor, se alejaron juntos, cogidos del brazo.—Me figuro que no hay ningún mal en dejarles marchar así—. Harper habló con cierta duda.—No lo sabemos —respondió Lyon—. Ni siquiera sabemos si hay algún peligro. Si lo hay, no es mayor para ellos que para los demás de nosotros. Menos, quizás. Cualquier ataque será dirigido contra el Colonizador.
La conferencia se había interrumpido antes de que Hyde y Eleanor se hubiesen alejado cien metros. Era fácil y agradable caminar sobre la blanda y verde alfombra que cubría el negro suelo. La menor gravedad y la mayor proporción de oxígeno en aquel fresco aire resultaban estimulantes. Caminaban rápidamente y con fácil paso.—Nunca te he visto tan feliz —dijo él—. ¿Estás ahora dispuesta a casarte?
La chica respiró profundamente y le sonrió: —Sí —respondió.
Dieron la vuelta, a un bosquecillo de plantas altas semejantes a helechos. Hyde lo miró cuidadosamente, pero no había allí nada que se moviese.—¿Por qué no crece nada aquí? —preguntó Eleanor.
Habían llegado a una amplia explanada de tierra pelada. Más allá había otra extensión verde salpicada de lo que empezaban a llamar «árboles» por falta de palabra mejor. Hyde estudió aquella desnuda superficie.—Me parece a mí una especie de sendero —dijo— Algo grande y pesado se ha arrastrado a lo largo de él. Conduce a la jungla, allá abajo.—¡Oh, mira! —exclamó Eleanor.—¿Qué ha?... No veo...—No; se ha ido. Me pareció que algo grande empezaba a salir de allí. Luego se volvió.—Es el elefante de Kraft —dijo Hyde— Este fusil es un consuelo. ¿Qué aspecto tenía?—Era de un color gris oscuro, pero no parecía un elefante. Pero me recordó algo. Era de la misma forma que aquel bicho que vimos, pero aumentado un millón de veces.
Hyde sujetó fuertemente el fusil y miró hacia atrás. La nave espacial se alzaba allá, símbolo reconfortante de fuerza.—No vi lo que tú viste —dijo a Eleanor—, pero lo creo. Este sendero pudo haber sido trazado por algo tan pesado como una ballena que se hubiese arrastrado por él. Sea lo que sea, no tiene patas. Pero espera. —Pasó al lado opuesto del liso sendero—. Aquí hay otros rastros. Un animal dígito ¿ves?—¿Deberíamos retroceder? —preguntó la chica dudosa.—Supongo que sí. Y sin embargo... el animal que dejó estas huellas no era muy grande.—Entonces iremos hasta la arista siguiente —sugirió Eleanor.—Vigilaré por delante. Tú mantén la vista por la jungla —dijo él.
Subieron fácilmente por una suave ladera. Cuando llegaron a la cumbre observaron un ligero cambio de escena. El terreno enfrente de ellos seguía siendo verde, pero un verde de matiz diferente del que hasta entonces habían visto en Bel. Y por todas partes había matorrales de los rojizos y densos arbustos semejantes a helechos. Eleanor lanzó una exclamación ante aquella vista, que ofrecía el encanto de unos colores suaves y de gran diversidad. Hyde miró en derredor para asegurarse de que el Colonizador estaba aún a la vista. Ahora era Eleanor la que iba delante, y tenía que apresurarse para mantenerse cerca de ella. De repente vió que se precipitaba hacia el suelo:—Hierba —exclamó— Es verdadera hierba —Pero no es posible. Y no obstante— prosiguió en voz baja, cogiendo una brizna de hierba y examinándola, —tienes razón. Es rarísimo. Nunca pude imaginarme que una brizna de hierba podría asustarme. Pero es algo que no puedo comprender.—¡Roberto! —susurró Eleanor—. Hay algo que se mueve por allí —Y señaló el matorral más próximo— Viene hacia aquí.
Evidentemente se notaba un movimiento en la dirección que había señalado, Hyde no se movió. Y cuando oyó un agudo grito animal alzó el fusil al nivel del hombro y esperó lo que pudiera salir.UNIDAD 19
Estaban preparados para cualquier cosa, menos para la criatura que salió de la espesura de plantas pardas. Fué un bípedo lo que se dirigió hacia ellos.
Era un guapo joven, vestido con una túnica de lana y calzado con sandalias. En sus brazos llevaba un corderito. Hyde se dió cuenta de que el fuerte ruido animal que le había sobresaltado había sido emitido por un rebaño de corderos.—Bienvenidos —dijo el joven— Supimos que habíais llegado. —Su lenguaje era algo, rígido, pero se sonreía y no mostraba miedo ninguno al estar allí de pie junto a ellos, sosteniendo cuidadosamente el cordero. Era más alto que Eleanor.—¿Usted no puede ser... inglés? —exclamó Eleanor.
El muchacho sacudió la cabeza, sonriendo siempre. —Soy ciudadano de Una. Me llamo Michel. Pero sabía que ustedes eran ingleses, y por eso les hablé en su lengua.—¡Ah! —Hyde lanzó un suspiro de alivio—. Me parece que ya lo comprendo. ¿Su lengua nativa es...?—Francés.—Naturalmente —dijo Hyde a Eleanor—. Ya me lo pareció. Comprenderás lo que significa. La expedición Suiza no se perdió. Llegó hasta aquí... hace ya tantos años.
Se produjo una larga pausa de estupefacción por parte de Eleanor. Hyde miró a Michel y Michel miró a Eleanor con leve preocupación. Por fin la muchacha consiguió hablar.—Tenemos tantas cosas que preguntar —comenzó. —Naturalmente —dijo el muchacho cuyo nombre era Michel—. Algunos de ustedes serán llevados a Una; allá les dirán todo lo que deseen saber. —¿Es usted un embajador? —preguntó Hyde. —Me ordenaron que viniese a su encuentro, pero eso fué solamente porque era el que estaba más cerca de ustedes. Soy un pastor, no un embajador.
Se inclinó y depositó el corderillo.—Traje este animal —les dijo—, en caso de que ustedes viniesen a hacer la guerra.—Pero no queremos guerra —protestó Hyde.—Veo que lleva un fusil —dijo tristemente Michel—. Si se hubiese encontrado usted con un numeroso grupo de los nuestros provistos de máquinas que ustedes no conocen, quizá hubiese habido disparos. Pero yo soy inofensivo, y por eso me enviaron a mi.
Hablaba lentamente, como si estuviese traduciendo de su propio idioma. A pesar de su aparente juventud su actitud era madura y prudente.—¿Dice usted que ha recibido sus órdenes? —preguntó Eleanor—. ¿Hay otros de los suyos cerca? —No. Me lo dijeron por radio. —Y señaló un bolsillo de su túnica que evidentemente contenía un pequeño aparato. —Nosotros también tenernos nuestras órdenes —dijo Eleanor—. No podemos apartarnos mucho de nuestra nave. De modo que ya ve que no nos puede llevar con usted, a menos que nuestro capitán lo permita.—Eso será la mejor —asintió prontamente Michel—. No quise decir que ustedes, precisamente, tuviesen que ir a la ciudad. Será según escoja el capitán Lyon.—¿Cómo sabe su nombre? —preguntó Hyde ¿Puede leer nuestros pensamientos?—No.—¿Y sin embargo sabe su nombre?—Sí —dijo Michel, sin ofrecer más explicaciones— Y tengo instrucciones de hablarle y pedirle que me permita utilizar su radio.—¿Quiere decir su transmisor?—Sí.—Pero, ¿para qué?—Para hablar con las autoridades de Una. Enviarán un avión para llevar vuestra... ¿cómo se llama?... vuestra delegación.
Eleanor y Hyde cambiaron unas miradas. Los modales del joven eran tranquilizadores, firmes y decididos sin ser descorteses.—Venga con nosotros —dijo Hyde—. Le llevaremos al capitán.—Será lo mejor —respondió Michel.
Dejando tras de si los corderos y el área donde crecía la hierba, volvieron caminando hacia la nave. Al pasar junto al grupo selvático de elevadas plantas, Eleanor recordó la criatura que había aparecido brevemente y que luego había vuelto a desaparecer.—Hemos vislumbrado animales grandes —dijo—. ¿Son peligrosos?
Michel se rió.—No son tan peligrosos como el corderillo que llevaba. Pero son brutos, estúpidos. No se interpongan en su camino, pues podrían pasarles por encima, y son pesados.—Entonces no tenemos por qué llevar fusiles —dijo Hyde—. Fue únicamente debido a esos animales que nos dijeron de llevarlos.—Eso está bien —dijo Michel—, muy bien. Este es un planeta pacífico. Les dije que eran bien venidos, pero serán doblemente bien venidos si van desarmados.
Su actitud hacia Eleanor y Hyde se hizo entonces más cálida, y el paseo de vuelta al Colonizador continuó en una atmósfera de gran cordialidad.—Yo soy médico —dijo Hyde a Michel—, y ahora hablo de lo que no me corresponde, pero hay algo que me extraña grandemente, y sé que ninguno de nuestros científicos ha podido resolver todavía. Nos sorprendió encontrar tanto oxígeno en el aire por aquí. ¿No les sorprendió también a ustedes?—Cuándo nuestra expedición llegó, yo no había nacido todavía. Pero entonces no hubo mucha sorpresa, porque había demasiado poco oxígeno. Los miembros más viejos trabajaron durante muchísimos años en trajes espaciales, y llevaban cilindros de oxígeno cuando no estaban en las barracas de aire acondicionado. Aumentar aquí el oxígeno ha sido nuestra tarea más importante.—¿Y lo han conseguido? ¿Cómo? —Sacando oxígeno de la zona helada —les respondió Michel—. ¿Es éste el capitán Lyon?
El joven no mostró embarazo ninguno bajo las miradas asombradas de la tripulación de la nave espacial. El mismo Lyon salió de su imperturbabilidad habitual y se precipitó al encuentro del extraño. Hyde comenzó a hacer presentaciones. —¿Es usted nativo de Bel? —gritó Kraft. —Así lo creo —contestó Eleanor por Michel—. Nació aquí. Pero sus padres vinieron con la expedición suiza, ¿comprende? Es un mensajero, y quiere que algunos de nosotros vayamos a su ciudad.
Eleanor se divertía inocentemente con la sorpresa proporcionada por Michel y la apresurada explicación que ella les había dado. Mientras tanto, Michel estaba hablando seriamente con Lyon.—Sin duda, usted personalmente irá a entrevistarse con nuestro presidente —sugirió Michel—. Si elige usted sus compañeros y me conduce a la radio de ustedes, lo arreglaré todo.—La radio está en la nave. Aún no hemos tenido tiempo de montar un transmisor aquí afuera. Venga, le indicaré el camino.
Michel se fue con Lyon, seguido de Harper. Eleanor y Hyde se quedaron en el campamento intentando satisfacer la curiosidad de Kraft.—¡Maravilloso! —murmuró Kraft cuando oyó hablar de la producción de oxígeno—. ¿Y dijo que era un planeta pacífico?—Recuerde que fué una expedición pacifista —dijo Hyde—. Salieron de la Tierra como protesta contra la guerra. Esperemos que no se hayan vuelto insoportables, aunque no lo creo. Por lo menos no son vegetarianos. Quizás Michel nos pueda vender un cordero. Me gustaría probarlo otra vez. Pero, ¿cómo pagaríamos? Sea la que fuere su moneda, el caso es que no tenemos nada. Quizás podamos ganar algo.—Es usted frívolo —dijo—. En presencia de maravillas, lo único en que piensa es en el cordero.—No solamente en el cordero —protestó Eleanor, acudiendo en defensa de Hyde antes de que tuviera tiempo de defenderse— Pero es una buena idea práctica. Demuestra que Roberto tendrá interés en la economía doméstica cuando nos hayamos casado.—¡Economía doméstica! —repitió Kraft con desprecio indescriptible. Pareció como si se fuese a lanzar en persecución de Eleanor y su escolta, pero para entonces ya habían subido las escaleras y desaparecido en la nave.
Michel solamente se había detenido una sola vez en su camino. Adams y Davis habían sido libertados para que hiciesen algún ejercicio, y lo estaban haciendo bajo la vigilante mirada de un guardia armado.—¿Quiénes son esos desgraciados? —preguntó Michel.—Son criminales que han sido sentenciados —respondió Lyon—. Me parece que cualquier simpatía para con ellos sería malgastada. Vale más que lo olvide.
Michel meneó la cabeza y prosiguió avanzando. La cabina de radio era pequeña, y solamente Lyon estuvo presente, además de Michel y de Foster, el operador, mientras se ajustaba la longitud de onda y la frecuencia según las instrucciones de Michel. Pronto fue recibida su llamada y Michel comenzó a utilizar el transmisor de lenguaje. Habló en francés y su mensaje terminó pronto. Lyon estaba frunciendo el entrecejo cuando se volvieron para salir de la cabina.—No comprendo bien el francés —dijo—. Pero, ¿no ha dicho usted a sus amigos que estaba usted prisionero? Sí fue así, no es verdad.—No —respondió Michel—. Se equivoca usted. Dije que tenían ustedes aquí a dos prisioneros. Y eso es cierto, capitán Lyon.—Puede ser cierto, pero no importante.—Quizás no para usted, pero si para nosotros. Además hablé de su visita. Mandan un avión. ¿Irá usted en él?
Volvieron a bajar la escalera.—Claro que iré —dijo Lyon al llegar al suelo—. Mi segundo de a bordo y el jefe científico vendrán conmigo. ¿Usted también vendrá?—¿Yo? —exclamó Michel, más extrañado de lo que hasta entonces se había mostrado— Pero usted no lo comprende. Yo soy un pastor, y me vuelvo a mi rebaño.
UNIDAD 20
La oficina del Presidente era una habitación sencillamente amueblada en el primer piso, y daba a una amplia plaza. Desde la ventana podía verse una perspectiva de edificios, pulcramente alineados, pero sin ninguna pretensión de belleza arquitectónica. No había luces en las calles, no eran nunca necesarias; pero por todas partes las ventanas parpadeaban y resplandecían con el brillo amarillento de las lámparas eléctricas que se utilizaban continuamente en su interior.
Lyon había llevado consigo a Harper y a Kraft. El hombre al otro lado del escritorio era Philippe Leblanc, Presidente de Bel. Era un hombre cuadrado y fornido, con el cabello muy corto y una mandíbula fuerte y prominente.—Lo primero que debo decirles —dijo—, es esto: ¿Tienen ustedes prisioneros entre su tripulación?—Hay dos hombres sentenciados —respondió Lyon. —Deben ser puestos en libertad.—¿Es ésta la más importante cuestión que se presenta, señor Presidente? —preguntó Lyon—. Hemos hecho un largo viaje, y ahora nos encontramos... dos expediciones de la Tierra. Y es así como nos recibe usted.—No debe usted sentirse molesto por mi petición —dijo el Presidente—. Explicaré mis razones.—Está bien, pues. Discutamos los prisioneros. ¿Me figuro que el muchacho que vino a nuestro encuentro le habló de ellos?—No solamente eso. También interceptamos los informes que usted intentó enviar a la Tierra acerca del motín y sobre otras cuestiones. Permítame que le diga desde ahora que para nosotros es ilegal mantener hombres prisioneros. Es un acto de agresión. No está de acuerdo con la regla de paz que hemos establecido aquí en Bel.—Esos hombres —dijo Lyon—. Se amotinaron. Creo que mis oficiales estarán de acuerdo conmigo en que el castigo no fue demasiado severo.—Eran un peligro para el viaje —confirmó Harper.
Kraft también asintió con la cabeza.—Deben ser libertados.—¿Sigue usted diciendo...? —comenzó Lyon.—Usted ya no hace una petición, señor Presidente. Está usted dando una orden, pasando por encima de mi autoridad. Me parece que usted mismo se está mostrando algo agresivo.—No, nada de esto. Tenemos nuestras leyes, que se aplican a todos los habitantes de la zona templada de Bel, incluyéndoles a ustedes. ¿Cuál es su dificultad?—Uno de estos hombres intentó capturar violentamente la nave, y el otro le apoyó. Me hubiese suplantado y hubiese hecho volver a mi nave. ¿Cómo podía yo ignorar tales actos? Le aseguro, señor Presidente, que no me complace mantener cautivos a estos hombres. Necesito hombres para guardarlos, de modo que tengo menos disponibles para trabajar. La verdad es que son una carga inútil. Pero ¿cuál es la alternativa?—Los tendremos aquí en Una.—¿Se cuidarán ustedes de ellos?—Los trataremos como ciudadanos libres.
Lyon miró a Kraft y a Harper, leyendo la sorpresa que mostraban sus facciones.—En tal caso —dijo Lyon—. No tengo objeción. Esta exposición nos evitará muchas molestias. Pero debo advertirle que no son personas fáciles de tratar. ¿Supongamos que se muestran indignos de su generosidad? ¿Supongamos que cometen algún acto violento?—Entonces —respondió el presidente— se encontrarán con que la violencia reacciona sobre ellos mismos.—No le comprendo —dijo Lyon. Hubo una breve pausa.
Harper, rompió el silencio diciendo con tacto: —Ser libertado aquí no será sin duda ningún castigo. Han construido ustedes una ciudad agradable.
El Presidente se sonrió levemente.—Hemos aprendido a pensar de manera diferente acerca del crimen y del castigo, así como de otras cuestiones. Dice usted que nuestra ciudad es agradable. Le falta aún belleza, pero no sean demasiado críticos. Tuvimos que hacer que lo primero fuese lo primero. Durante mucho de nuestro tiempo aquí hemos estado trabajando en nuestro gran proyecto de hacer respirable el aire. Apenas si acabamos de orientar nuestra atención a proyectos de menos importancia.—Cuando entramos en la ciudad —dijo Kraft me pareció ver algunos vestigios de las cubiertas que ustedes debieron utilizar al principio.
El Presidente asintió:—SI; tuvimos que vivir bajo burbujas plásticas. Era una existencia de esclusas y máscaras de oxigeno. No era una vida fácil, y no se puede usted imaginar nuestra alegría cuando llegó la hora de hacer estallar aquellas burbujas.—¿De dónde sacaron el oxigeno? —preguntó ansiosamente Kraft.—De la zona oscura. Había allí gran cantidad de oxigeno acumulado en el aire líquido. Fue cuestión de encontrar una llave, una llave eficiente y económica, para abrir aquellos depósitos.—¿No le importa a usted que mis compañeros hagan estas preguntas? —dijo Lyon—. Hay tanto que nos asombra. Perdónenos si parecemos impacientes.—Es natural —respondió el Presidente—. Había en el tono de su voz un dejo de condescendencia que hizo que Lyon arrugase la frente. Pero Kraft estaba demasiado entusiasmado para darse cuenta.—¿Qué proceso utilizaron ustedes? —preguntó.—Nuestros expertos se lo podrán explicar mejor que yo. Pero es un proceso nuclear en cadena. Fué necesario no solamente separar el oxígeno, sino mantener estable la proporción en nuestra atmósfera. El proceso continúa y no podemos detenerlo nunca. Al mismo tiempo producimos nitratos como abonos. Fué una tarea enorme y requirió nuestros mejores cerebros. Y esa es la razón por la cual en nuestras ciudades aún hay poca cosa que admirar. Tales cosas vendrán después.—¿Tienen ustedes otras ciudades? —preguntó Harper.—Sí, varias. Y también hay una población agrícola. Nuestras plantas y los animales que trajimos de la Tierra han aumentado enormemente. ¿Han visto nuestras áreas de tierra de pastoreo? La hierba creció bien aquí. Es más resistente que gran parte de la vegetación local, y cubrió grandes extensiones de terreno donde no crecía nada más.—Y evidentemente es lo mejor para sus corderos —dijo Lyon, haciendo un esfuerzo para participar en la entrevista—. Fué uno de sus pastores quien primero vino a nuestro encuentro. Pero, dígame, ¿es verdaderamente un pastor?—¿El muchacho Michel? Naturalmente. ¿Por qué lo pregunta?—Pareció ser... un muchacho muy intelectual. Me pareció que quizá fuese un oficial disfrazado.—Michel es un muchacho muy corriente. Fue elegido sencillamente porque era la persona más próxima al punto de su aterrizaje. Le dimos órdenes por radio tan pronto como nuestro avión hubo confirmado la posición de ustedes.—Pero ¿sin duda el avión pudo haber aterrizado y la tripulación haber entrado en contacto con nosotros? —Pensamos —dijo con suavidad el Presidente— que Michel y uno de sus corderillos probablemente les alarmaría a ustedes menos.
Lyon esta vez se ensombreció.—No nos alarmamos fácilmente señor Presidente.—¿No? ¿Pero están ustedes seguros de que no hubiesen disparado sus fusiles contra una partida de desembarco que llevase un equipo para ustedes desconocido? ¿No les parece que un muchacho con un cordero constituía una delegación mucho menos formidable?—Sospecho que bromea usted —dijo fríamente Lyon.—Quizás un poco. Pero recuerde que hablamos sabido bastantes cosas por sus señales de radio, y que no todas eran tranquilizadoras para nosotros. Para nosotros no hay peligros. Para ustedes —dijo el Presidente encogiéndose expresivamente de hombros—, para ustedes hay muchos peligros contra los cuales están preparados a luchar. Es una situación explosiva.—¿Pero aquí no hay peligros? —preguntó Kraft.—No hay terremotos, ni tormentas, ni rayos, ni inundaciones, ni siquiera lluvia. Tenemos rocío copioso y en la tierra hay agua.—¿Pero no hay peligro de animales? —prosiguió diciendo Kraft.—El animal más agresivo de la Tierra, el hombre, aquí es pacifico. Por lo demás, el reino animal original de Bel ha evolucionado de una manera que para ustedes debe ser sorprendente. Hay una sola forma básica de vida. ¿La han visto?—Una babosa —dijo Kraft.—Un animal que se arrastra. Su evolución ha sido en el sentido de diferentes tamaños, desde cinco centímetros hasta cinco metros de largo. No hay peligro, ni siquiera por parte de los mayores a menos de que sea uno lo bastante imprudente para dejar que alguno se le eche encima.—¿Son agresivos, pues?—No. A veces quizá son descuidados. Pero lo que sin duda les sorprenderá a ustedes, como nos sorprendió a nosotros, es que existen formas de la misma criatura tanto en el lado caliente como en el lado frío de Bel.—¿Viviendo a una temperatura próxima al cero absoluto? —exclamó incrédulamente Kraft.—No obstante, la vida prosigue allí.—En el lado caliente la temperatura consumiría toda cosa viviente. ¡Fundiría el plomo!—Pero no funde la salamandra. Es como la llamamos.—¡Y eso —dijo Kraft— es todo! ¿No hay forma de vida activa más inteligente...?—Ahora, no. Pero hemos hallado huellas de una civilización que floreció aquí hace mirones de años.—¿Y luego se extinguió?—O se desplazó a otros planetas. Como nosotros hemos venido aquí desde la Tierra. Como nuestros descendientes se irán cuando este planeta ya no pueda contenemos.—Transcurrirá mucho tiempo —dijo Harper— antes de que sufran de un exceso de población.—No será así. Un cinturón relativamente estrecho de tierra tiene que contenemos a todos. Con unos cien mil de nosotros establecidos ya aquí, nos hemos extendido a otras poblaciones. Reservamos una gran área para la vida vegetal y la oxigenación.—¡Cómo! —exclamó Lyon—. ¿Dijo usted cien mil? ¡No es posible que quiera decir eso!—¿Por qué no?—Porque no es posible que hayan aumentado tanto en una sola generación.—Eso es cierto. ¡Pero qué poco nos conocen! ¿Por qué tienen que suponer qué aquí las generaciones se suceden tan lentamente como en la Tierra? ¿Qué edad cree usted que tiene aquel muchacho, Michel?—Diecisiete o dieciocho años.—Usted se expresa en términos de años terrestres. Nosotros casi hemos olvidado esa medida de tiempo. Michel tiene treinta mil horas; eso es todo.
Harper calculó rápidamente:—Debe usted querer decir trescientas mil horas, señor Presidente.—No. Quise decir lo que dije.—Pero en términos terrestres eso significaría que no tiene más que tres años.—Y precisamente era un muchacho muy prudente —añadió Lyon.—Pues, no. Ya les he dicho antes que no es excepcional. Es típico de su generación. Y nuestras generaciones se suceden con una rapidez diez veces mayor que en la Tierra. Era necesario que nos multiplicásemos rápidamente, pues había mucho que hacer. Era necesario, y eso fué lo que sucedió.—¿Quiere usted decir que hicieron que sucediese? —preguntó Lyon.
El Presidente respondió más bien de manera evasiva:—No les tiene que sorprender nada. Como en la Tierra hay sueño, no pueden concebir la vida sin sueño. Pero aquí en Bel no hay sueño. Descansamos; eso es todo. Así es que tenemos más tiempo que dedicar a la meditación, a desarrollar nuestros problemas. Es un estímulo para el cerebro.
Lyon persistió:—¿Entonces esa aceleración fué determinada por causas naturales?—Hubo reproducción selectiva —dijo el Presidente—. La estamos aplicando cada vez con más éxito. —De hecho, pues —dijo Lyon casi con enojo—, son ustedes una raza que se desarrolla más rápidamente y piensa más a fondo que nosotros.—Ustedes también compartirán estas ventajas. —¿Pero actualmente afirman ser superiores a nosotros?—¿Es que he hecho tal afirmación?—No en esas palabras, señor Presidente. Pero eso es lo que usted piensa. Pues bien, yo no estoy tan seguro. En lo del suministro de oxígeno realizaron un buen trabajo, pero lo que es sus aviones y sus automóviles no son nada del otro mundo.—Sirven para su objeto —dijo el Presidente— y no se les ha asignado alta prioridad. Hasta ahora no les han dedicado su atención nuestros mejores cerebros.
Lyon se levantó.—Tendremos mucho que contarles en la Tierra cuando regresemos —dijo— ¿Se da cuenta usted de que nuestros planes han sido alterados? No nos quedaremos mucho tiempo, puesto que no podemos fundar una colonia independiente. Volveremos.—No volverán ustedes —dijo tranquilamente el Presidente.—¿Es una orden?—Es una afirmación. No volverá usted a la Tierra, capitán Lyon. En su propio interés, no debe intentarlo.—¿Quiere usted decir —preguntó Harper— que no regresaremos nunca?—Nunca —dijo el Presidente con aire de finalidad— Y ahora ya deber ustedes tener suficientes ideas que asimilar. Lamento haberles retenido tanto tiempo.
Un minuto más tarde ya habían sido conducidos a la calle. Pasaban gentes vestidas en calientes túnicas y sandalias. Miraban a los visitantes con amable curiosidad, y se podía oír que algunos hablaban en alemán y en italiano, pero la mayor parte lo hacían en francés. Lyon suspiró, como si la entrevista con el Presidente le hubiese fatigado.—Al parecer he perdido mi ocupación —dijo en voz baja a Harper.
Su segundo de a bordo le miró con ansiedad.—Pero, sin duda, que no, Señor. —Tenía que haberles guiado a ustedes —dijo tristemente Lyon—. Debía haber habido una colonia que fundar, leyes que promulgar. Y ahora nos encontramos con que todo eso ya ha sido hecho. Somos sujetos del Presidente, que nos considera como salvajes. primitivos y crueles.—Y quizá, comparados con estas gentes, eso es lo que somos.
UNIDAD 21
¿Cómo va eso, Annie? —preguntó Pratt abriendo la puerta de una barraca.
—¡Oh, Jim! —dijo—. ¡Es precioso!—Pues digo, que le podía haber ido peor al joven... Alquiler gratis, no lo olvides. Saneamiento por el granjero Downes. Decoración y amoblamiento a mi cargo.
Pasó con cariño la mano sobre la lisa superficie de la mesa que había hecho. De la nave había llevado un par de sillas acolchadas. Annie Pratt se desplazó pesadamente a una de ellas y se sentó. Luego dijo:—¿En qué estás pensando? —pregunto él.—Estaba medio soñando. Has sido muy bueno conmigo, Jim.
Alzó la cara, y su esposo le dio un resonante beso.—¡Ah! —dijo él.—Dime, Jim; ¿crees que todo me irá bien? —Pues, claro que si. Tendremos al niño jugando por antes de que tengamos tiempo de pensarlo. —Así lo espero. La verdad es que me aquí encuentro muy bien.—Mira, Annie, hay algo que tengo que decirte. ¿Sabes lo que dicen? Pues dicen que aquí los niños se hacen grandes en cuatro o cinco años... se hacen hombres y mujeres.—¡No!—Es un hecho. Tiene algo que ver con el clima. Serás tatarabuela antes de los treinta.—¡Vaya! —Se quedó pensando en las posibilidades. Sus facciones se animaron—. Así no habrá tanto que lavar. Unos dos meses, en vez de un año, y lo peor habrá ya pasado.—¿Qué quieres decir con eso de meses y años? Ya sabes que desde ahora en adelante hemos de pensar en horas. ¡Está bien, está bien! No, Annie; en serio, me figuré que eso te alegraría. Y ahora valdrá más que me vaya o el bueno de Harper empezará a chillar. ¡Adiós!
La primera casa habitable del campamento que estaba rápidamente creciendo junto a la nave espacial había sido asignada a los Pratt. La construcción avanzaba mucho más aprisa de lo que se hubiese podido suponer. La mayoría de los de la tripulación encontraban en el trabajo un alivio de las dudas y vacilaciones que les asaltaban. No había que soportar penalidades, y desde muchos puntos de vista la vida de la tripulación del Colonizador no era desagradable. Al aire libre la luz era suficiente para la mayor parte de las ocupaciones normales, y la temperatura era la de un día de verano en la zona templada de la Tierra. El sol nunca desaparecía muy por debajo del horizonte ni se alzaba por encima de él. Desde la situación en que se encontraban en Bel, los colonizadores nunca llegaban a ver todo el disco del sol. Había comida suficiente, las babosas, los animales de Bel, eran muy nutritivos, y se preparaban, cocían y digerían con facilidad. Al principio había escaseado el agua, pero ahora ya se estaban llenando los pozos que habían excavado. Pronto la condición de las barracas les permitiría instalar en ellas camas y descansar fuera de la nave. Descansar; esa era la expresión, pues ya no dormían. Eso fué a lo que les costó acostumbrarse. Al principio algunos de los hombres mantuvieron una actividad física incesante, pero aquello produjo agotamiento. Otros yacían en las camas tratando de dormir, y agitándose al no poder hacerlo. Hyde estuvo muy ocupado dando consejos y sedantes. Al final la mayoría era capaz de hacer los períodos regulares de lo que el Presidente había llamado reposo. Que ellos supiesen, el Presidente no se había vuelto a interesar por ellos. Y Michel, aquel prudente y amable muchacho de tres años ya no estaba junto a ellos. Su rebaño se había desplazado alejándose de aquel distrito para ir a apacentar a otro más lejano. No obstante, un aeroplano de Una les visitaba de vez en cuando. No traía órdenes y generalmente se volvía inmediatamente después de que su capitán hubiese hablado con Lyon y comprobado que él y su tripulación estaban sin novedad. Aprovechando una de esas visitas de enlace, Harper había enviado a Loddon y una guardia de tres hombres a Una con Davis y Adams. Los dos jefes del motín habían sido oficialmente entregados a las autoridades de la ciudad. Cuando el jefe de máquinas y su escolta regresaron, informaron que Davis y Adams habían sido bien recibidos, y bien tratados. No obstante, ellos parecían estar sombríos y suspicaces.—No los volvimos a ver —prosiguió Loddon pero tuvimos una buena oportunidad de comprobar como viven los suizos en la ciudad. Son gentes raras, esos Unaitas, o como quiera que se llamen.—¿En qué sentido? —pregunto Harper, que era quien estaba recibiendo el informe, pues Lyon se había retirado de toda actividad administrativa.
Loddon vaciló:—Es difícil de decir con exactitud. Son amables, se sonríen y son prudentes. Pero nunca vi que nadie se riese ni diese muestras de ningún afecto. Eso hizo que me preguntase si el amor y la risa habían desaparecido de Bel juntamente con el sueño. Prefiero ser uno de nosotros, con todas las desventajas, que no uno de ellos. No sé si me explico...—Bueno —dijo Harper—. Eso es un consuelo. —Y en la mecánica están atrasados —concluyó Loddon.
Pero Harper pensó que el jefe de máquinas juzgaba solamente por lo que había visto. Era un experto, y su punto de vista era limitado. Fué poco después de eso que Hyde y Eleanor fueron a ver a Harper sobre sus propios asuntos.—¿Querrá decir a Lyon que quisiéramos hablar con él? —preguntó Hyde.—No recibe —replicó Harper.—¿Qué le ocurre? —preguntó vivamente Hyde.—No le ocurre nada de particular.
Pero Harper parecía inquieto, como si tal afirmación no le convenciese ni siquiera a él mismo.—Si está enfermo, debería permitir que yo le viese dijo Hyde.—Y si no lo está —razonó Eleanor—, no hay razón para que no nos reciba. Los dos somos miembros superiores de su tripulación, y lo que tenemos que hablar es importante... por lo menos para nosotros.
Lyon tenía una oficina de la cual rara vez salía. Hyde y Eleanor vieron como Harper entraba en ella. Cinco minutos más tarde volvió a salir.—Bueno —dijo—, les verá. Pero...—¿Pero qué? —preguntó Eleanor con impaciencia. —No importa —replicó Harper, dando la vuelta. Era ahora una persona muy ocupada, demasiado ocupada. Además de sus deberes administrativos, le correspondía tomar las decisiones que en realidad debían haber sido adoptadas por Lyon. Harper tenía un exceso de trabajo y estaba hostigado.
La pareja entró en la barraca oficina. No había lámpara y Lyon no era más que una sombra. No podían ver la expresión de su cara. Pero Hyde habló en un tono normal:—Queremos casarnos, señor.—¿De veras? ¿Y si no consiento?—Pero, ¿por qué no tendría que consentir? —preguntó Eleanor.—Tengo mis razones. Aparte de mi consentimiento... —Pero usted sabía que estábamos prometidos, y no hizo objeción ninguna.—Aparte mi consentimiento, no se pueden casar sin mi cooperación, ¿verdad?—No sé por qué —persistió Hyde.—Si no me presto a realizar la ceremonia, no hay nadie más que pueda hacerlo.
Eleanor soltó una pequeña carcajada de alivio. —Pero no le pedimos a usted que nos case. Queremos casarnos en la iglesia.—Y Loddon dice que en la ciudad hay iglesias —añadió Hyde.—No irán ustedes allá sin mi permiso —les dijo Lyon. Su voz mostraba ahora más energía y decisión de la que había estado exhibiendo recientemente.—No tiene usted derecho... —comenzó a decir acaloradamente Hyde.
Eleanor le oprimió la mano a manera de aviso, y se calló.—Bueno —prosiguió diciendo Lyon con vaguedad—. Lo pensaré. Eleanor...—Sí.—Quiero hablar con usted a solas.
Hyde estuvo a punto de protestar indignado, pero Eleanor volvió a tocarle la mano. Tragó saliva y salió de la oficina.—¿Está usted segura de que quiere casarse con ese hombre? —le preguntó Lyon, tan pronto como Hyde hubo salido.—Desde luego. ¿Qué quiere usted decir?
Lyon replicó de manera sorprendente:—No es digno de usted.—Pues a mi me parece que si que lo es. Le quiero.
Lyon suspiró:—Es usted atractiva —aquellas palabras parecieron haber sido emitidas contra su voluntad—. Podría casarse mejor.—No quiero casarme mejor, gracias —dijo; y salió de la oficina.
Hyde la estaba esperando.—¿Qué vamos a hacer? —preguntó la muchacha— Ha cambiado mucho.—Si. No es normal en él quedarse en segundo plano asintió Hyde—. Parece estar desmoralizado. ¿Es que nos estará ocultando algo a los demás, algo que no se atreve a decimos?—Pero, ¿qué podría ser?—No sé. Pero algo así explicaría el cambio que se ha producido en él.—¿Y qué podemos hacer?—Pues, sencillamente, oponernos. El primer avión que venga puede llevamos a Una, con permiso de Lyon o sin él.
Y se apartaron cogidos del brazo. Desgraciadamente, ningún avión de Una les visitó durante algún tiempo después de aquel incidente. Mientras Eleanor y Hyde estaban haciendo sus preparativos, y quizás con la idea de acallar las críticas, Lyon pareció hacer un gran esfuerzo por salir del estado letárgico en que estaba sumido. Convocó una conferencia, y se dirigió a sus subordinados como tantas veces había hecho durante el viaje. Pero ahora había una diferencia. Estaban más dispuestos a criticarle, le observaban más.—Aquí en Bel —les dijo— se nos han anticipado. Tengo el propósito de despegar nuevamente.
Hizo una pausa como invitando a comentarios.—El Presidente... —comenzó Harper—. ¿Qué ocurre con él?—Estaba muy decidido a que no volviésemos a la Tierra —dijo Kraft.—En primer lugar —dijo Lyon—. No he dicho que hayamos de ir a la Tierra. Y en segundo lugar, no tengo la intención de pedir autorización al Presidente.—Pero hay la cuestión del combustible —protestó Loddon—. Sin la cooperación de la gente de aquí es completamente imposible...
Lyon hizo caso omiso de todas las objeciones. —Difícil, quizás. Pero no imposible. Y ahora, señores, voy a tener trabajo con mis planes, y ya les llamaré a consulta a medida que les necesite. Nuestro trabajo aquí proseguirá como si fuésemos a quedarnos, de modo que no es necesario que digan ustedes nada a los miembros jóvenes de la tripulación, ni a nuestros amables anfitriones de aquí, en Bel —y dió a está última frase una inflexión de ironía salvaje.
UNIDAD 22
Eleanor y Hyde se paseaban arriba y abajo enfrente del grupo de barracas semiconstruídas. Muy preocupados por los últimos acontecimientos, discutían el anuncio que Lyon había hecho durante la conferencia. Pasaron delante de Pratt y de su mujer, quienes estaban sentados a la puerta de su nueva casa. Se saludaron mutuamente, pero cuando estuvieron fuera del alcance del oído, Eleanor suspiró.
—Quiero que nos hagamos un hogar para nosotros aquí precisamente —dijo—. Como Anne Pratt ha hecho; y es tan feliz, ahora que está esperando su niño. Sería malvado arrancarla de aquí ahora.—Si fuésemos a encaminamos hacia la Tierra nuevamente, aún podría entenderlo a medias —dijo Hyde—. Pero ésa no es la idea de Lyon.—Me parece —dijo Eleanor en voz baja— que Lyon se está volviendo loco.—¡Oh, no! —respondió con decisión Hyde—. No es eso. Está bajo la influencia de una tensión considerable, pero no está loco. Me gustaría tener idea de sus motivos.
La conducta de Lyon siguió siendo enigmática, tanto más por cuanto apenas si se le veía. Y fué Harper quien salvó la situación. Bajo sus órdenes la tripulación construyendo el pequeño establecimiento siguió trabajando. Todos ellos tenían tareas nuevas, y algunos de ellos tareas que les eran muy poco conocidas. Foster era el único entre todos ellos que continuaba con su trabajo original intentando restablecer la comunicación por radio con la Tierra, sin conseguirlo nunca. Harper estaba demasiado ocupado para darse cuenta de la ironía de todo aquel esfuerzo. Foster, para aquel entonces hubiese preferido el trabajo menos especializado a sus propios agotadores e infructuosos esfuerzos. Y los demás hombres no podían saber que el capitán había decretado que no tendrían que ocupar mucho tiempo aquellas barracas que con tanto cuidado habían erigido y equipado. Sin duda era mejor así... que no lo supiesen. Era parte la sensación de estar aislados de los otros hombres y mujeres de Bel lo que contribuía a unir aquella pequeña comunidad. Pero era también su camaradería como constructores. Y ese trabajo pronto habría terminado. ¿Qué harían entonces? Harper presintió que se acercaba una crisis. Pero no fué acerca de ninguna cuestión vital que ahora se dirigía a consultar a Lyon.—¡Una vaca! —exclamó Lyon—. ¿Quiere comprar una vaca?—Varias vacas —insistió Harper—. La leche nos sentará bien a todos. Pero principalmente es para Annie Pratt y su niño.—Como quiera —dijo Lyon con indiferencia—. Pero no había necesidad de venirme a consultar una cosa como esa, ¿verdad?—Sí señor, por la cuestión del pago. Como carecemos de moneda local, tiene forzosamente que ser cuestión de intercambio. Lo que había pensado era lo siguiente: la próxima vez que venga el avión, ¿me concede su permiso para que lleve a algunos de aquellos hombres de Una al Colonizador? Podían elegir lo que les interesase, y podríamos asignarles un valor...—Se nos llevarían las instalaciones y el equipo —dijo Lyon con suspicacia—. Harían que el Colonizador fuese inservible. ¿Es que está usted conspirando contra mí ahora, Harper? Necesitamos la nave espacial completa.—Estoy intentando organizar un suministro de leche para una futura madre —dijo Harper.—Si quieren hacer intercambio, valdrá más que utilicen su propiedad particular. De lo contrario —concluyó diciendo Lyon con voz ronca—, habrá disgustos.
Cuando se hubo marchado, Lyon vio a través de la abierta puerta de su oficina que se acercaba Eleanor. Su expresión se alteró. Había estado a punto de pasar de largo cuando Lyon la llamó:—¿Dónde está su prometido?—Está en la enfermería.—Entre usted un momento.
Entró en el cuarto, que estaba en la penumbra, y se sentó al ser invitada por Lyon.—¿Cómo va su trabajo? —preguntó él.
La muchacha vaciló.—Hay bastante quehacer, pero las formaciones rocosas de aquí se parecen mucho a las de la Tierra.—En otras palabras, está aburrida, Eleanor. —No dije eso.—No, pero fue lo que quiso decir. Lo siento. Usted es una buena geóloga y necesita hacer nuevos descubrimientos... trabajar en algo nuevo. De modo que está aburrida. Me parece —y se volvió de manera que no pudiese ver su cara—, me parece que lo mejor que podría hacer es ir a Una y casarse. —¡Oh, gracias! —dijo, entusiasmada. —Sí —dijo Lyon—, casarse conmigo. —Y se acercó a ella con los brazos abiertos, y la muchacha vio y temió la ansiedad que se reflejaba en los ojos de él.—¡No me toque! —gritó—. ¡No se atreva!
El se sonrió confiadamente.—La amo, Eleanor.—¡Oh! ¡Basta, basta! Quiero a Roberto. Nunca, capitán le he dado a usted motivo. ¿Qué le ha sucedido capitán Lyon?
El siguió hablando, como si la muchacha no hubiese hablado:—Comparta conmigo mi vida, Eleanor. Encontraremos otro planeta... uno donde pueda reinar conmigo.
Los brazos de Lyon se estaban cerrando alrededor de la muchacha al mismo tiempo que iba hablando. Pero la chica se echó hacia atrás y al mismo tiempo le dió una bofetada. Lyon lanzó un grito de sorpresa; sus brazos cayeron a los lados de su cuerpo. Sus ojos se bajaron, y Eleanor dió la vuelta y se escapó corriendo. Luego Lyon se dirigió a la puerta y la cerró, y volvió a sentarse en su escritorio. Pasó mucho tiempo antes de que volviera a moverse. Eleanor fué corriendo a la enfermería, pero Hyde no estaba allí.—Tengo que verle —exclamó.
La enfermera Arnold estaba de guardia.—Fue hacia allí —dijo a Eleanor—. Alguien le envió a buscar; creo que fue mister Harper.
Hyde estaba recibiendo instrucciones de Harper cuando se les unió Eleanor.—¿Hay tuberculosis aquí? —preguntó Harper. —Tendré que averiguarlo. —Sí; busque algunos animales sanos, y diga que ya los traeremos nosotros. Hay mucho pasto por aquí.
Hyde asintió y se volvió alegremente hacia Eleanor. —Viene un avión de Una —dijo— y yo me vuelvo con ellos para averiguar lo del ganado de leche. Quizás haya sitio para ti.—Buena idea —dijo Harper—. Ahí está el avión que se dispone a aterrizar. Se lo preguntaré al piloto.—¿Qué ocurre? —preguntó Hyde tan pronto como Harper se hubo marchado—. Vienes corriendo, como si...
La chica se sonrió y le cogió del brazo.—Ya no importa —dijo.—¿No le deberíamos decir a Lyon que nos vamos? —preguntó con cierta duda.—No —respondió ella con decisión—. Estoy segura de que se hará cargo. Vámonos pronto.
Había dos plazas para ellos, juntas, en el pequeño avión, al lado del piloto. Se inflamaron los cohetes y pronto hubieron despegado. Eleanor miró ansiosamente en derredor en cuanto comenzaron su aventura. El interior del avión estaba toscamente terminado, y no se había intentado conseguir ni comodidad ni elegancia.—Será un viaje corto —dijo Hyde—. Solamente unos cuantos minutos.
La chica miró hacia abajo a través de una de las amplias ventanillas de plástico del lado del avión. Estaban volando a poca altura sobre un área de selva parda. Cierto número de gigantescas babosas estaban paciendo por allá, y se veía resplandecer las múltiples facetas de sus ojos, que reflejaban el resplandor del cielo.—¿Podríamos volar más alto, a la luz del sol? —preguntó de repente Eleanor—. Creo que deberíamos hacerlo; vamos camino de nuestra boda.—¡Querida mía! —dijo Hyde.
El piloto se volvió, asombrado, al oír la exclamación del pasajero. Hyde se inclinó hacia delante y expresó sus deseos. El piloto se sonrió y accedió; hizo ascender rápidamente el avión, hasta que alcanzó la plena luz del sol. Entonces el cinturón habitable de Bel apareció como una tierra en sombras, con un hemisferio incandescente a un lado y un hemisferio en la oscuridad al otro. Pero después de haber lanzado una sola mirada hacia abajo, Eleanor se dedicó a gozar de la luz del sol entre los rayos que iluminaban la cabina.—Fué maravilloso —dijo cuando el arco de su vuelo les hubo nuevamente conducido hacia abajo, y el horizonte había cortado la mayor parte del disco solar.
Pocos minutos más tarde aterrizaron. Dieron las gracias al piloto. Un automóvil sin capota les condujo a una oficina de Una, centro del departamento de agricultura. Allá Hyde habló con una mujer de aspecto grave y cabellos grises sobre el asunto del ganado, de su carencia de enfermedades y su costo. Preguntó si había algún rebaño cerca del Colonizador, pero al parecer no lo había. A diferencia de los corderos, las vacas estaban concentradas cerca de la ciudad, donde se necesitaba su leche.—¿Sería, pues, necesario conducirlas toda esa distancia? —preguntó Hyde.—Sí, y deberían hacerlo ustedes. No podemos disponer de pastores para hacerlo, incluso si es que podemos prescindir de algunos animales.—En cuanto a pagar por ellas —prosiguió Hyde quizás estén ustedes interesados en la lista de artículos que podemos ofrecerles a cambio.
La mujer pasó la mirada por la lista.—Naturalmente —dijo—, necesitaremos pensarlo un poco, pero sin duda podremos llegar a un acuerdo satisfactorio.—Parece ser que no queda ya nada más que discutir de momento —dijo entonces Hyde—. Ahora permítame que le pida un consejo personal. Queremos casamos.—¿Pertenecen ustedes al mismo grupo? —preguntó la mujer de cabellos grises.—No entiendo —dijo Eleanor.
La mujer sacó una cartera de su bolsillo, y de ella una tarjeta.—Ya ve usted —dijo enseñándoles la tarjeta—. Características físicas, grado mental. Todo está ahí. Tengo que casarme con un hombre del grupo L. Desgraciadamente —añadió, reprimiendo rápidamente un suspiro—, es un grupo escasísimo.—Todavía no nos han dado tarjetas de ésas —le dijo Hyde.
La mujer sonrió de repente.—Pues entonces vayan en seguida... sí, en seguida... a la iglesia y pídanselo al pastor. Y no digan que se lo dije yo.—Pero parece que vayamos a hacer algo malo —protestó Eleanor.—No; no es malo... es ro... mán... ti... co —pronunció aquella palabra lenta y difícilmente, como si fuese una que rara vez usase u oyese—. Enviaré a un oficinista para que les acompañe.—Es usted muy amable.—Pero, desde luego, no digan que yo se lo dije —terminó diciendo la mujer—. Vale más así. —Desde luego que no lo diremos —prometió Hyde—. Y le estamos muy agradecidos.
Su guía resultó ser una muchacha que parecía tener cerca de veinte años; probablemente no tendría más de cuatro años, según se cuentan las edades en la Tierra. Esa perturbadora idea se le ocurrió a Hyde, pero no se la mencionó en aquel momento a Eleanor. En vez de eso, le dijo:—Me alegro de que haya algo vagamente ilegal en lo que estamos haciendo.—Algo así como una fuga —dijo ella asintiendo— Sí, hace que sea más romántico.
Y le cogió a él del brazo, mientras caminaban por la atareada calle. Pero la muchacha que estaba con ellos pareció escandalizarse.—No deberían ustedes hacer eso —murmuró. Y como evidentemente no lo entendían, añadió—: Tocarse en la calle, en público, es...—No me diga que es ilegal —dijo Hyde.—No es correcto.—No importa —dijo Hyde a Eleanor. La había soltado del brazo para conformarse con el código local de costumbres—. Quizá no es sorprendente si se tiene en cuenta la manera como controlan los matrimonios. Me figuro que desde luego no pueden ser demasiado cariñosos.—Menos mal —dijo la muchacha con acento agitado— que nadie lo ha notado. Están mirando hacia el extremo de la calle. Por allá está pasando algo.—¡Así es! —exclamó Hyde.—Parece una pelea —dijo Eleanor.—Pero yo creía que estas gentes no se peleaban nunca.
Habían llegado a las proximidades del grupo. No era muy grande, quizás unas cincuenta personas que se habían encontrado en la calle en aquel momento. Y Hyde, al mirar por encima de sus cabezas, vió cuál era el objeto de su atención. Vio las facciones de Davis, enrojecidas y desafiantes, y a Adams a su lado, con su rubio cabello hirsuto y una sonrisa perversa en los labios.UNIDAD 23
Apartémonos, deprisa —dijo la muchacha. Evidentemente temía que se vieran envueltos por el gentío, y trataba de hacerles pasar de largo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hyde al mismo tiempo que pasaban y continuaban su camino.
La muchacha suspiró aliviada.—Esos dos son malos. Hay un joven que bebe licores hasta emborracharse, y hay otro más viejo que le estimula a hacerlo. Y no trabajan.—Deberían encerrarlos —dijo Eleanor indignada. —Pero no podemos hacerlo; sería pecado —contestó agitadísima la muchacha.—Perdónenos —dijo Hyde—. Pero no comprendemos todas sus leyes y costumbres. ¿Qué pueden ustedes hacer cuando unos hombres como éstos perturban su ciudad? Están ustedes por completo en sus manos.—¿Es que no tienen policías? —preguntó Eleanor.
La muchacha movió la cabeza, perpleja.—¿Quiere decir los legisladores?
Hyde dijo:—Me parece que no nos entendemos. Ustedes no tienen entre sí ni violencia ni deshonestidad... han conseguido eliminarlas de su raza.—Pero, entonces —dijo Eleanor—, si la violencia llega un día a vuestra ciudad, no estáis organizados para combatirla.—Pero, ¿por qué tendríamos que combatir? —preguntó la muchacha, Nunca combatimos. Acciones tales como las de estos hombres son antisociales y conducen a la autodestrucción.
La chica repitió esas palabras rápidamente, como una lección.—No sé lo que quiere usted decir, pero sin duda es muy reconfortante —dijo Hyde.—Aquí está la iglesia —les dijo la muchacha—. ¿Puedo volverme ahora?—No —dijo Hyde—. Quizá necesitemos un testigo. Le agradeceremos que espere.
Pasaron de la calle a la luz más brillante de la baja y desnuda iglesia. Parecía que el edificio estaba vacío, pero oyeron rumor de voces en la sacristía. Allá encontraron al joven pastor.—¿Ustedes no son ciudadanos de Una? —preguntó, hablando con un acento más pronunciado que ningún otro que hasta entonces habían oído.—Desde luego que no —respondió Hyde— Acabamos de llegar a Bel, no estamos en modo alguno clasificados. No nos han prohibido que nos casemos, y a decir verdad, tenemos muchas ganas de hacerlo.—¿Y son ustedes dos miembros de la Iglesia Protestante?
Una Vez le hubieron asegurado de que sí que lo eran, accedió a celebrar el matrimonio, pero con algo del mismo aire furtivo que ya habían percibido en el caso del oficial de agricultura. El grupo pasó a la iglesia, y el sacristán actuó de segundo testigo. La ceremonia duró algún tiempo, puesto que el pastor pronunciaba las palabras primeramente en su alemán nativo, y luego las traducía al inglés lo mejor que podía. Por fin terminaron. Eleanor llevaba el anillo de sello de Hyde; se había llenado el registro, y se habían dado certificados de matrimonio al novio y a la novia.—Ahora deberían ustedes ser felices —dijo el pastor, despidiéndose de ellos.—Pues bien, mistress Hyde, confío en que los deseos del padre se cumplirán. Gracias, querida, por haber venido hoy a la iglesia.—¡Me alegro tanto de haber venido! Siento que estamos realmente casados; las calles parecen más brillantes, y aquella muchedumbre y aquellos horrendos hombres se han ido. ¿Verdad que es precioso? ¿Adonde vamos?—Volvemos a aquella oficina. Desde allí nos enviarán en auto hasta el avión.
Estimulados por la acción decisiva y retadora que acababan de tomar, caminaron rápidamente por la calle principal. La muchacha que les había guiado casi tenía que correr para mantenerse a su nivel.—¡Escuchad! —jadeó.
Oyeron gritos y el ruido de carreras.—¿Qué pasa? —preguntó Eleanor.
La muchacha intentaba alejarlos del disturbio. Pero cuando llegaron a un cruce, dos hombres pasaron corriendo por delante de ellos. Uno, que se tambaleaba, era Davis. El otro era Adams. Y los dos estaban armados con cortos y mortíferos fusiles. Estaban acorralados bajo el pórtico de una casa de poca altura y de techo plano. Hyde apartó a Eleanor del peligro, detrás de una esquina. La muchacha se les unió, y Hyde, mirando cautelosamente, vio cómo continuaba el drama. Había un grupo considerable de perseguidores, pero se mantenían a distancia prudencial de las armas de corto alcance que Davis y Adams llevaban.—¿De dónde pueden haber sacado esos fusiles? preguntó Hyde.
La muchacha le contestó. Dijo que había hablado con unos hombres que avanzaban por la calle, pegados a la pared.—Los han robado —dijo la chica—. Son los fusiles que usamos para matar el ganado.—¿E incluso ahora —dijo Hyde con impaciencia— no pueden ustedes disparar?—No. Han robado a una mujer, y la han herido, pero nadie disparará contra ellos.—¿Entonces no sucederá nada?—Mire —dijo de pronto la chica—, viene el Presidente.
Leblanc, el Presidente, avanzaba sin vacilar por la calle, figura cuadrada y llena de decisión. Tras él venían dos hombres vestidos de negro.—Parecen los mudos de un entierro a la antigua —susurró Hyde.
Eleanor se había entonces atrevido a salir de la protección y estaba observando al Presidente cuando éste se detuvo.—¿Se entregan? —preguntó a los dos hombres armados.—¿Entregarnos? ¡Vaya, hombre! —gritó Davis— ¡Me hace gracias ¡Vamos a hacer volar vuestra ciudad! Vamos a...
El presidente Leblanc hizo avanzar a sus compañeros, juntos el uno al otro, muy lentamente, avanzaron por la calle. Mientras avanzaban, miraban fijamente a los hombres de los fusiles. Hyde, que lo había estado observando reteniendo el aliento, lanzó un suspiro de alivio.—¡Hipnotismo! —exclamó—. Me figuro que les harán que suelten sus fusiles.
Pero se equivocaba. Los hombres de negro se habían detenido. Habían llegado a estar al alcance de los fusiles, pero no había peligro de que les disparasen. Pues Davis y Adams habían vuelto los cañones de sus fusiles hacia el cielo. Y luego la mano y el brazo de Davis comenzaron nuevamente a moverse. A sacudidas, como una rígida marioneta, volvió el cañón de su fusil hacia su propia cabeza. Adams resistió más tiempo, pero al fin se encontró en la misma posición que Davis.—¡No mires! —y al decir estas palabras Hyde se puso delante de su mujer. Resonó el siniestro estampido de los fusiles y los dos hombres cayeron. —El fin es la autodestrucción —citó la muchacha, casi triunfante—. Y ahora volvamos a la oficina. Tenemos el camino despejado.
Pero cuando llegaron a la oficina de agricultura les dijeron que no podían aún volver a su establecimiento.—Es el Presidente —dijo la mujer de cabellos grises—. Supo que estaban ustedes aquí y dijo que tendrían que esperar. Al principio supuse que estaba enojado por lo de su boda.—¿Pero puede saber ya que nos hemos casado? —preguntó Eleanor.—Lo sabe todo —dijo la mujer—. no era esa la razón. Quiere escribir al jefe de ustedes, y que le lleven la carta cuando regresen.
Una hora más tarde estaban en el avión, esta vez volando bajo, sin más excursiones al sol brillante de la atmósfera superior. Diez minutos después Hyde entraba sin ceremonias en la oficina de Lyon. La habitación estaba bien iluminada.—Hemos visto morir a Adams y Davis hace un momento —dijo Hyde.
Lyon preguntó:—¿Es solamente para esto que me ha venido a ver?—Debía entregarle esta carta.—No deseaba verme usted para nada más... ¿ningún, asunto personal? —insistió Lyon. Su mano se alzó instintivamente a la mejilla, allí donde Eleanor le había golpeado.—Ahora estoy casado con Eleanor —le dijo Hyde—. Pero no creo que eso le interese a usted mucho. Comparado con este otro asunto...—Me interesa mucho —dijo Lyon—. Espero que serán ustedes felices, y lamento... lo que he dicho y hecho. Ahora —prosiguió—, dígame quién mató a Adams y a Davis.—No los mataron. Se suicidaron bajo la acción del hipnotismo.
Hyde relató brevemente lo que había ocurrido, Entre tanto Lyon rasgó el sobre y leyó la carta del Presidente.—Estos dos hombres siguen perturbando, incluso después de muertos —dijo a Hyde con malhumor—. Nos van a confinar a una área, él la llama «reserva», como si fuésemos animales.—Nos van a tratar como si todos fuésemos tan peligrosos como Davis —añadió Hyde—. ¿Vamos a obedecer?—En todo caso, solamente en tanto que estemos aquí —dijo Lyon—. Tenemos que marchamos pronto. ¿Está esperando aún el avión?—Sí; el piloto dijo que tenía órdenes...—Me lleva a ver al Presidente. «Para llegar a un acuerdo» dice; confío en que sea posible.
Hyde se unió a Eleanor, y juntos contemplaron como Lyon se dirigía al avión que le esperaba.—Ya vuelve a ser él mismo, me parece —dijo Hyde a su mujer—. Parece que el shock le ha restablecido.—Sí, un shock tiene a menudo estas consecuencias. —Mientras está fuera —dijo alegremente Hyde— vamos a intentar improvisar un almuerzo de bodas. Si no lo hacemos ahora quizá se olvidaría. Todo va tan de prisa.
UNIDAD 24
El Presidente Leblanc no perdió tiempo en ir al grano. Sólido, cuadrado y tranquilo, permanecía sentado en su escritorio. Estaba solo con Lyon en la oficina.
—Le advertí a usted para que no se fuese de Bel, capitán Lyon. Y no ha hecho usted caso de mi consejo. Está proyectando irse.—¿Tiene usted alguna prueba de ello, señor Presidente? —preguntó—. Mi doctor me dice que puede usted ejecutar a la gente por medio del hipnotismo. Quizás también dispone de un sistema telepático que le permite leer nuestros pensamientos.—Nuestros conocimientos están más adelantados que los de ustedes; eso es todo. Pero sea como sea que nos hayamos enterado de eso, capitán Lyon, en inútil que trate de negarlo. Tiene usted intención de marcharse.—Bueno —dijo— ¿y si así fuese?—Le advertí, y le vuelvo a advertir. No puede usted irse.—Lo que no puedo comprender es por qué quiere usted que nos quedemos. Nuestras relaciones mutuas no han sido particularmente felices.—Créame, lo digo por la propia seguridad de ustedes.—Pero, señor Presidente, soy un agente libre. Los riesgos que quiera correr, son cuestión mía.—¿Pero, y los riesgos que corre con las vidas de los demás?—El mando de la tripulación me fué confiado por una autoridad que me parece superior a la de usted.
El Presidente permaneció silencioso unos instantes, pensando. Luego suspiró levemente.—A todo lo que usted pueda decir se puede oponer un argumento irrefutable. Hasta ahora no lo he utilizado, porque me pareció que ustedes habían pasado por muchas penalidades; tenían mucho que aprender de nuestra vida aquí. No quise aumentar sus a preocupaciones demasiado pronto; quizás hubiese sido más de lo que hubiesen podido soportar. Créame que mis razones fueron consideradas.—Sin duda —respondió Lyon con impaciencia— Sin duda ha llegado la hora de utilizar su argumento irrefutable; ¿cuál es?—Pues es éste, amigo mío: la autoridad superior que le nombró a usted ya no existe. Y la Tierra misma... la Tierra ha terminado.—¿La Tierra?—No me interprete usted mal; naturalmente, existe todavía una esfera en el espacio. Pero carece de atmósfera, no tiene vida.
Lyon se levantó y se dirigió a la ventana. Se quedó mirando, desde la brillantez del despacho del Presidente a la luz apagada de la calle. Las gentes de Bel circulaban, raza afanosa, ocupada, desvelada, que se estaba multiplicando en aquel nuevo mundo.—¡No hay Tierra!—No hay Tierra habitable.
Hubo otro silencio, largo esta vez.—Tenía una idea de que había ocurrido una catástrofe —dijo Lyon volviendo a su asiento—. La situación era muy tensa cuando partimos. Y más tarde tuve una indicación... solamente yo. Pero lo que usted me dice, es algo a lo que cuesta acostumbrarse.—Quizás le sirva de alivio si le explico algo de lo que ocurrió. Ya le he dicho que aquí todo tuvo que esperar a que hubiésemos producido una atmósfera respirable. Pasó mucho tiempo antes de que pudiésemos construir una estación de radio potente. Y lo que primero construimos fué un receptor. Podíamos captar boletines de la Tierra antes de que nuestro transmisor estuviese en condiciones de enviar mensajes allí. En realidad, nunca llegó a enviar ningún mensaje; todo había terminado sobre la Tierra poco antes de que pudiésemos inaugurar nuestra estación. Ahora la utilizamos para comunicar con nuestros establecimientos distantes; para eso es excesivamente potente.—Captamos uno de vuestros boletines —dijo Lyon—, y algunas señales en código.—Eso debió dejarlos perplejos. Pero en la Tierra nunca supieron que hablamos llegado aquí y que habíamos sobrevivido. ¿Quién sabe? —El Presidente se encogió de hombros—: La última noticia quizá les hubiese consolado en aquellas últimas horas... la idea de que aunque ellos pereciesen, la raza de los hombres seguía viviendo. Entre los últimos boletines que recibimos estaba la noticia de la partida de ustedes, de modo que parece que sus pensamientos estaban orientados en ese sentido; sus esperanzas se centraban en ustedes.
Suspiró y prosiguió:—Y entonces vino el último horror, las amenazas, la movilización: Las Estaciones Lunares fueron destruidas, luego las estaciones satélites. Y luego los locos dieron el golpe, y después vino el silencio.
El Presidente volvió a suspirar y habló en tono más normal:—La Tierra es por lo tanto por completo inhabitable, y lo ha estado durante... puedo decirle exactamente el período, si es que le interesa.—No es necesario —dijo Lyon—. La verdad es que sé algo de eso. Solamente pudo haber ocurrido cuando la aceleración hizo inconscientes a todos los del Colonizador. Yo debí ser el último en caer, y en un boletín de noticias de la Tierra oí algo acerca de un ultimátum. Y luego, cuando no acusaron recibo de nuestros mensajes, y no recibimos nada... entonces sospeché...—Así, ¿usted estaba preparado para lo que le he dicho?—En realidad, no —dijo Lyon—. Para algo malo, sí; pero no para algo tan malo como esto.—Bueno; ahora por lo menos ya sabe usted lo peor. —El Presidente se sonrió de repente—. Sin duda oyó usted los chistes que se hicieron sobre nuestra expedición. La llamaron «El Arca de Noé». Pero ha sobrevivido un diluvio atómico de factura humana. Ustedes deberían unirse a nosotros. ¿No lo harán?
Lyon se levantó nuevamente de su asiento:—Gracias, señor Presidente —dijo—. Pero ha dado usted por supuesto que solamente teníamos dos posibilidades, es decir, que pensábamos en regresar a la Tierra como única alternativa a quedamos aquí. Pero yo había pensado en una tercera posibilidad; en encontrar otro planeta más.—¿Por qué sospechaba que la Tierra había sido destruida?—No del todo. Sospechaba que una guerra quizás había acabado con todo progreso. Durante un tiempo la creí que el operador de radio conocía mis sospechas. También había oído parte de aquel boletín. Pero me equivocaba; no había echo impresión alguna en su imaginación. No lo comprendió. Y así fué como soporté solo mí secreto. Ha sido una carga pesada. —Pero, ¿por que tuvo que soportarlo solo?—¿Y que otra cosa podía hacer? Cuando me hice e cargo del mando acepté esa responsabilidad. —Lo comprendo, pero creo que fué un error. —Pero usted ha obrado de la misma manera —hizo notar Lyon—. Usted me ha guardado el secreto sobre los hechos.—Sí —El Presidente vaciló—. La verdad es que pareció que el carácter de usted había cambiado. Creí que era debido a la velocidad o a la aceleración. No podía saberlo. ¿Pero, está usted seguro de que sus apreciaciones han sido exactas en estos últimos tiempos?
Lyon le miró fijamente:—Puesto que me lo pregunta, le diré que algunas de las acciones me parecen ahora extrañas a mí mismo. Afortunadamente no produjeron perjuicio ninguno. Recibí un shock que me puso en el camino de la recuperación hacia la normalidad. Y ahora usted me ha dado otro shock, que completa la curación.—No sé —dijo el Presidente—. Es usted un hombre muy fuerte, capitán Lyon. ¿Preferiría gobernar absolutamente en condiciones casi imposibles antes que quedarse así, donde su autoridad no puede ser suprema?—Quizá sí —admitió Lyon.—Pero su tripulación... debe decirles la verdad —dijo el Presidente con mucho énfasis—. Se les debe permitir elegir.
Lyon no respondió directamente. Dijo:—Incluso si nos quedásemos, habría dificultades con sus gentes.—Es cierto. Para mi pueblo, usted y su tripulación son sospechosos. Es por eso que deben vivir aparte durante algún tiempo. Pero todo se irá solucionando.
Lyon siguió allí, de pie, y hubo nuevamente una larga pausa.—Tiene usted razón en una cosa —dijo por fin— La tripulación debe saber lo que ha ocurrido en la Tierra. Será para ellos un choque terrible; muchos dejaron allá un hogar y familias.—¿Y su libertad de acción?—En eso me veo obligado a estar en desacuerdo con usted, señor Presidente. Soy yo, y solamente yo quien debe decidir. Debo hacerlo. Pero les explicaré cuáles son las alternativas, y cómo están las cosas.
UNIDAD 25
Alrededor de un centenar de hombres y mujeres, la tripulación del Colonizador estaba sentada en semicírculo, esperando. Muchos de ellos llevaban aún sus guardapolvos negros, pero otros estaban vestidos de colores más brillantes. Eso y el hecho de que la reunión se celebraba aire libre, le daba un aire de festividad. Casi parecía una reunión deportiva.
Dos de los más vivaces de los jóvenes mecánicos, nerviosos por la larga espera, estaban ensayando a ver quién podía lanzar más lejos una piedra. Una de las grandes babosas que se había acercado fue saludada con una andanada de piedras. El bicho volvía las brillantes facetas de sus ojos en todas direcciones. Luego se volvió a buscar refugio entre la selva de monstruosos helechos.—¡Basta ya, los dos! —gritó Loddon.
Los dos mecánicos volvieron a sentarse precisamente cuando Lyon salía de la oficina y se detuvo, de pie, frente a todos ellos.—¿Está todo el mundo aquí? —preguntó, Harper.—Todos salvo Pratt y su esposa, y el Doctor y la enfermera Russell. Ya recuerda, señor, que le dije... —Sí, desde luego.
La mirada de Lyon se desplazó lentamente por todas las filas. Por un instante cada uno de los miembros de la tripulación se enfrentó con sus ojos. Antes habían estado silenciosos, pero ahora se percibía una quietud, desalentada y aprensiva.—Tengo noticias para ustedes... malas noticias —comenzó a decir—. El Presidente me convocó hoy, y esto es lo que me dijo.
Prosiguió, y cuando hubo terminado de explicarles los sencillos hechos del desastre, añadió:—Veo que algunos de ustedes están muy afectados. Si ahora quieren retirarse, háganlo, desde luego.
Esperó hasta que la veintena de los que le escuchaban se hubieron levantado y alejado, pálidos, y algunos de ellos con lágrimas en los ojos.—Eso no es todo lo que tengo que decir —comenzaba, cuando Foster, el operador de radio, le interrumpía:—¿Es eso cierto, por completo, señor?—Sí, no hay ninguna duda.—¿Fué por eso que no recibía mensajes, ni respuesta a ninguna de mis transmisiones, señor?—SI; no era culpa suya, Foster. Y ahora —prosiguió dirigiéndose a todos—: tengo frente a mí una elección. Quiero que ustedes comprendan cuál es. Podemos quedamos aquí en Bel, en una «reserva» que nos darán. O bien podemos despegar de aquí, donde no hemos encontrado las condiciones que esperábamos, y podemos buscar otro planeta. Debo advertirles que es probable que nos sea difícil vivir en otro lugar. Pero por lo menos seremos nuestros propios amos.—¿Podemos votar? —gritó uno de los hombres.—No; vuestros contratos os obligan a acatar mis órdenes.—Supongamos que algunos quieren quedarse, y otros quieren marcharse —sugirió otro de los hombres.—Necesitamos toda la tripulación para hacer marchar al Colonizador —dijo Lyon— No. O todos o ninguno, y soy yo quien tiene que decidir. Pero escucharé vuestros argumentos y tomaré nota de ellos.
No faltaron comentarios. Varios hombres se levantaron para expresar sus opiniones.—No me gusta la gente de aquí en Bel. Estos suizos son extranjeros, y hay algo helado en ellos.
El que había hablado recibió la respuesta de Kraft: —Por lo menos no son agresivos.
Joan Arnold dijo:—Hay tantas cosas que todos echamos de menos. No hay agua abierta, ni estanques, ni ríos. No vemos el sol, no podemos dormir, y nos dicen que los niños se desarrollan en tres años. Podemos soportar estas cosas algún tiempo, pero no siempre. Vámonos; no es natural.—Pero si que es natural, para este planeta —Era Jeff Warren quien hablaba ahora. El pequeño almacenista, de costumbre tan tímido, prosiguió con decisión—: Y por otra parte podría ser peor. Podría haber demasiado sol, o poco calor. Y tener que vivir en un lugar impermeable al aire, con aire acondicionado, donde haya que ponerse el traje espacial cada vez que se pasa la esclusa. Y contemplar como los propios niños crecen en tres minutos, o trescientos años...—No estaba pensando en casarme, Jeff —dijo Joan Arnold— con aire modesto.
Lyon permanecía de pie escuchando el debate, que se extendió sobre problemas pequeños lo mismo que grandes. Pasó mucho tiempo antes de que interviniese.—Ya hemos dicho y oído lo bastante —les dijo—, ahora cerraremos el debate.—Se levantaron y comenzaron a caminar hacia las barracas, mientras algunos de ellos seguían discutiendo acaloradamente. Y entonces pareció que los que iban delante se sintieron repentinamente agitados, y empezaron a correr. Otros siguieron su ejemplo sin saber porqué.
Al exterior de la barraca de Pratt se había reunido un pequeño grupo, que crecía rápidamente. Pero era un grupo tranquilo y disciplinado. Prescindiendo de las noticias que les habían sido comunicadas, todos ellos sabían que Anne necesitaba entonces tranquilidad.—Vamos —dijo de repente una voz alegre— ¿dejadle respirar, queréis?
Era Pratt, que llevaba un paquete del que asomaba una pequeña cara rojiza y puntiaguda. El crío dio un grito.—¿Habéis oído? —dijo Pratt con orgullo—. Ahora ya habéis visto y podéis marchamos. Si; la señora está bien...
Los hombres expresaron sus buenos deseos y empezaron a dispersarse.—Tú no, Jeff —dijo Pratt dirigióse al almacenista—. ¿Todavía no has encontrado comida para bebés en tu almacén?
Harper, que acababa de llegar, vino en ayuda del pequeño Jeff Warren.—Pratt anda mal de la cabeza —dijo riéndose.
No le hagas caso. Y además, en el próximo avión de Una viene leche, y pronto tendremos nuestro propio rebaño de vacas. Pratt prosiguió diciendo en voz baja—: ¿has oído la noticia que el capitán acaba de darnos?—¡Ssshh...! —dijo Pratt—. Algunos me lo estaban contando. No se lo voy a decir aún a la señora.—Tienes razón. ¿No te parece que tendrías que entrar al crío?—Quizá si. Pero lo cierto es que es mayor de lo que sería en la Tierra, ¿verdad? Se lo. quería enseñar al capitán.
Esperaron a la puerta de la barraca hasta que Lyon fue a ver al niño. Se acercó un largo rato, sin decir nada. Mientras lo hacia, Pratt contempló el paisaje de Bel. Finalmente sacudió la cabeza y suspiró:—Yo nunca me acostumbraré a esto, señor —dijo— Pero —añadió alegremente—, este crío estará aquí como en su casa, ¿verdad? ¿Le dejará que se quede, verdad? Quiero decir, hay que darle una oportunidad, quiero decir, siempre mejor que lo que les ha ocurrido a aquellos desgraciados de allá en la Tierra.
La voz de Anne llamó, débil aún, desde el interior de la barraca:—Jim, ¿quieres traerme al niño, en seguida?—Voy, Annie. —Pero Pratt se quedó aún un momento más, mirando inquisitivamente, casi implorando, a Lyon.—Está bien, Pratt —dijo Lyon. Y se sonrió contemplando la pequeña cara rojiza, podría discutir con el Presidente o con cualquiera de vosotros; pero este pequeño tiene sus derechos, y, ¿cómo voy a discutir con él? Confío en que viva mucho tiempo, y muy feliz, con vosotros, aquí en Bel.
Harper regresó con Lyon a la barraca que utilizaban como oficina.—No crea que estoy perdiendo el control otra vez, o que me estoy volviendo sentimental —dijo Lyon—. Naturalmente, la próxima generación es un factor que debe ser considerado. Pero la verdad es que la vida aquí es soportable. En cualquier otra parte quizás nos fuese peor. De modo que nos quedamos.—Me alegro —replicó Harper—. En tanto que un astronavegador puede servir de algo, haré lo que pueda.—He estado pensando —dijo Lyon— que podríamos desplazamos allá donde tengamos un poco más de calor y de luz solar. No demasiado, pero se me figura que nuestros amos de por aquí se han vuelto demasiado frígidos e inhumanos. Quizá nosotros podamos contribuir con más de lo que ellos se figuran. Venga a la oficina y lo discutiremos.
Algo después Eleanor estaba hablando con Hyde. —¿De modo que nos quedamos? ¿Es que no te alegra? —Todavía no me he acostumbrado a todo... pensar en todos los que conocía abajo, y la manera en que ha acabado. Lo único que quiero es estar en paz.—Aquí deberíamos poder tener paz —dijo—. Y habrá mucho que hacer. Llevarnos la antorcha, querida mía. Nuestros hijos se casarán entre las otras comunidades de por aquí. Sus descendientes irán a otros planetas cuando éste se haya desgastado. La Humanidad sigue viviendo.—Su historia apenas ha comenzado —dijo la muchacha—. ¡Ojalá seamos dignos de nuestra parte en ella!
Y permanecieron juntos, mirando por encima de la selva de pardos helechos hacia donde desconocidas estrellas resplandecían sobre la parte oscura de Bel.FIN