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noviembre 27, 2011
CONDENSADO DE "FIVE AGAINST THE SEA", © 1989 POR RON ARIAS Y PARADISE PRODUCTIONS, PUBLICADO POR NAL, DIVISIÓN DE PENGUIN BOOKS USA, INC., DE NUEVA YORK, NUEVA YORK, ILUSTRACIONES: JEFFREY MANGIAT.Por Ron AriasLos tripulantes del barco pesquero desmantelado se decían que su lucha por sobrevivir era una prueba que les mandaba Dios, y esta fe alimentó en ellos la llama de la esperanza. Pronto supieron que la única manera de salvarse consistiría en apoyarse mutuamente, así que los cinco lo compartían todo: alimento, agua y trabajo, lágrimas y triunfos. Estaban incluso dispuestos a arrostrar juntos la muerte; pero juraron "morir combatiendo".
DESDE EL TIMÓN del Cairo III, el capitán Gerardo Obregón miró a través de las ventanas de grueso plástico transparente el suave oleaje y el cielo despejado. Era la mañana del domingo 24 de enero de 1988; Gerardo y sus cuatro tripulantes habían salido a pescar y llevaban cinco días en aguas profundas de mar abierto, frente a Costa Rica; durante esos cinco días, la captura había sido decepcionante.
Los últimos dos viajes habían resultado otros tantos fracasos para los pobres pescadores. En esta ocasión, el tripulante Joel Ornar González le había dejado a su familia los últimos 15 dólares que había ahorrado. El rostro del capitán reflejaba tristeza al escudriñar el Pacífico. No volverían a fracasar, si dependía de él.Cuando el Cairo III se alejaba de la costa, Gerardo oyó un informe que radió otro barco pesquero. La regocijada tripulación de esa nave regresaba al puerto con 2700 kilos de pescado, capturados frente a un islote llamado Punta Guiones; pero el informe advertía también que el viento soplaba de manera "algo extraña".Gerardo enfiló hacia Punta Guiones. Al llegar allá, los hombres lanzaron en seguida la red, que medía 600 metros.A la mañana siguiente, el mar se había encrespado. Mientras trataban de conservar el equilibrio en la bamboleante cubierta, los tripulantes recogieron la red. Pronto vieron que no se trataba de una pesca ordinaria: montones de dorados y de tiburones de uno a dos metros de longitud se esparcieron por la cubierta hasta que los hombres ya casi no disponían de espacio para trabajar. "¡Con esta, nos hemos salvado!" , proclamó entusiasmado el capitán.Almacenaron 550 kilos de carne, con la cual subió el total a cerca de 1100; mucho más de lo que les producía una travesía normal de ocho días. Aquello representaba unos 900 dólares para el dueño del barco, 300 para Gerardo y 150 para cada tripulante. Con uno o dos días más de buena suerte, duplicarían sus ganancias.Gerardo felicitó a sus compañeros. Normalmente callado y serio, el marino de 32 años, de pelo rizado, estaba eufórico. "¡Por fin nos sacamos la lotería!" , exclamó con su grave voz varonil. "¡Es una pesca formidable!" Al mediodía, cuando se picó el mar y arreció el viento, los extenuados y hambrientos tripulantes bajaron a la cabina, a festejar su éxito con un cocido de papas, arroz, frijoles y pollo que les preparó Juan Bolívar, el cocinero, que a sus 46 años era el más viejo de los tripulantes.Gerardo se puso los audífonos del radio con la esperanza de captar un informe sobre el viento, al que él y sus hombres se referían ya como el "norte", azote sin lluvia que proviene precisamente de ese punto cardinal y puede elevar las olas entre nueve y 12 metros. Pero lo único que oyó por radio fue ruido de interferencias.En eso, Pastor López, de 30 años, gritó desde la cubierta. Había visto dos grandes jábegas, o barcas atuneras, a milla y media náutica (poco menos de tres kilómetros) de allí. "Parece que están regresando a tierra", indicó el tripulante.Gerardo salió de la cabina de radio a echar un vistazo.—No —replicó—, te está fallando la vista; van a permanecer aquí afuera.—No lo creo —insistió Pastor, angustiado—. ¿Qué te parecería que enfiláramos hacia la costa?—El viento está soplando con bastante fuerza —terció de pronto Jorge Hernández, de 26 años, el más joven de los pescadores.Por encima de las crestas de las olas de color azul oscuro, Gerardo pudo ver con claridad la distante línea de la costa.—He estado en oleajes peores que este —replicó.—¡Pues yo, no! —gritó Juan—. Y yo ya salía a pescar mar adentro antes de que tú nacieras.—¡Bueno! ¡Basta! —ordenó Gerardo—. Este no es sitio para cobardes. Nos quedaremos aquí una noche más, y regresaremos por la mañana.El capitán volviÓ a tomar el timón y sus cuatro subordinados siguieron refunfuñando.. Luego, mientras preparaban la red, decidieron que tal vez sí valdría la pena correr el riesgo de quedarse allí una noche más. Con otra pesca así, serían ricos…. Bueno, casi ricos. Solamente necesitaban hacer otra abundante captura.UN VIENTO EXTRAÑO
Poco ANTES de las 8 de la noche, la tripulación del Cairo apagó la bombilla que colgaba del techo y se metió en sus literas. Al funcionar la red como ancla, no se alejarían mucho flotando a la deriva. Pero las olas crecían a cada momento y el barco se balanceaba con violencia. Aunque estaban muy cansados, los pescadores no podían dormir. Aquellas eran las olas más altas que hubieran visto. El agua ya corría sobre la cabina y escurría por las grietas del techo.
—¡Es espantoso; verdaderamente espantoso! —repetía Joel.—¡Recen! —les pidió Pastor.Gerardo se concentró en los ruidos del barco que luchaba contra el oleaje. ¿Arreciaban los crujidos y gemidos? ¿Estaría rompiéndose o rasgándose algo?Alrededor de la medianoche, una calma súbita rodeó el barco. Los hombres seguían oyendo el viento; sin embargo, las olas parecían haberse aquietado. "¡Gracias a Dios, el viento ya amainó!" , exclamó Joel. En cuestión de minutos, ya todos dormían.Poco después de las 4 de la madrugada, Gerardo saltó de su litera y, buscando a tientas en la oscuridad, abrió la puerta posterior. Afuera, las olas parecían haber crecido, pero no podía estar seguro de ello porque el movimiento del barco era más tranquilo. Tal vez realmente hay calma, pensó. Pero si al menos se apaciguara el viento...El capitán esperaba oír los tumbos de la cuerda de la red tirando de la proa; pero, como no oyó nada, se sujetó del pasamanos que había en el techo y recorrió por fuera la cabina, hasta la proa. Luego se puso en cuclillas en la estrecha cubierta y buscó la cuerda a tientas. ¡Ya no estaba allí!Gerardo regresó a la cabina y despertó a la tripulación:—¡La red se rompió! —les informó—. Debe de haberse desgarrado por completo.Los cuatro tripulantes se apresuraron a saltar de las literas.—Tal vez podamos encontrarla —sugirió Jorge.Gerardo encendió el motor y el reflector.—Ya veremos —les dijo, mientras hacía girar el timón para enfilar el barco en la misma dirección de las olas—. Y, si no la encontramos, arrumbaremos hacia la costa.Los hombres intercambiaron miradas angustiadas. Esforzándose por seguir erguido, Pastor iba a encender un cigarrillo cuando Gerardo le gritó que se sujetara. ¡Una ola monstruosa estaba a punto de golpearlos! Sin mirar por la ventana, Jorge y Pastor se arrojaron al suelo, Juan subió a gatas a su litera y Gerardo y Joel se prepararon, cerca de donde estaba el timón. Poco antes del impacto, la embarcación escoró y todo se oscureció. Al oriente, el cielo acababa de adquirir un tono carmesí con las primeras luces del alba.
Los tripulantes del Cairo III (de izquierda a derecha): Jorge Hernández, Juan Bolívar, Gerardo Obregón, Joel Ornar González y Pastor López¡NO VAYAS!
DURANTE DÍAS, antes de su partida, la tripulación del Cairo III había sentido angustia ante la inminente travesía. En su lugar de residencia, la ciudad portuaria de Puntarenas, habían descubierto filtraciones en el casco del Cairo: la carcoma devoraba la madera y le abría agujeros del tamaño de un dedo, tanto en los costados como cerca de la proa. Peor aspecto tenían las grietas abiertas en las planchas superiores, expuestas al sol, cerca de la popa. Los hombres taparon rápidamente estas grietas con cáñamo encajado a martillazos, pero todos seguían inquietos por el estado del barco.
Cuando se disponían a zarpar, Joel, de 27 años, le prometió a Edith, su esposa, que si aquel viaje daba buen resultado, sería para él uno de los últimos. Lo que en realidad deseaba hacer era emprender un negocio propio; algo en qué aplicar sus estudios de secundaria.También Pastor quería dejar de ganarse la vida pescando. Él se dedicaba a la captura de almejas, y sólo aceptaba pescar los días festivos. Aquella sería la tercera vez que salía en el Cairo III, y había resuelto que sería la última. Al despedirse de su hijo de cuatro años, estaba preocupado por el barco. Había pasado la noche a bordo, vigilando la carga de artículos de primera necesidad, y había notado la alarmante cantidad de agua que se acumulaba bajo el compartimiento del motor.Pastor tendió las manos y sujetó a su hijo por los hombros:—Escucha, hombrecito —empezó—: quiero que hagas algo por mí.—¡No vayas! —le rogó el niño.—Sólo una vez más —replicó Pastor—. ¡Te lo prometo! Quiero que le pidas a Dios que salga bien este viaje. Rézale con toda tu alma. ¿Lo harás?El pequeño asintió. Pastor lo besó y también a Rita, su esposa; luego, recogió una bolsa con unas cuantas mudas de ropa, y salió de la casa con una sonrisa, haciendo un gesto de despedida.Poco después del mediodía, la tripulación ya se disponía a zarpar. A pesar de las fugas, el rechoncho barco pesquero de nueve metros de eslora estaba sólidamente armado con clavos y tornillos. En la cabina de 2.40 por 2.70 metros había seis literas, una pequeña cocina y la despensa. Hasta adelante estaba el timón, con mangos de madera, ante las ventanas del frente. Una puerta daba a la cubierta posterior, donde los hombres almacenaban el pescado en un congelador bajo la misma cubierta, debajo de un toldo de resistente madera contrachapada.El aire ya se había calentado bajo un cielo casi límpido; la tripulación procedió a soltar las amarras y a recorrer el canal que conducía a mar abierto. Mientras Gerardo mantenía la embarcación cerca de la lodosa orilla, Carlos Rohman, el dueño del Cairo III, le gritó:—Parece estar bien, ¿eh?—Hasta ahora, sí —respondió Gerardo, a gritos.Rohman, hombre corpulento, parecía preocupado; movió ambos brazos para infundirles ánimo.—Mímenlo por ahora —sugirió—, y cuando regresen, lo llevaremos a una revisión completa de las fugas, del motor y de todo.—¡Sí, claro! ¡Con eso basta! —refunfuñó Pastor, que se hallaba bajo el toldo de la cubierta posterior—: mímenlo, muchachos, pero primero digan sus oraciones.Cerca, mientras enrollaba una amarra, Juan dirigió una feroz mirada a su compañero. Pastor le dio una leve palmada en el hombro y le aclaró:—Estaba bromeando, viejo. ¡No te preocupes!Al entrar el barco en el canal, Joel agitó la mano desde proa para despedirse de Edith y de sus hijas, que estaban en el muelle de concreto, detrás de su casa. Pastor le lanzó un beso a Rita, que había acudido a despedirlo cerca del agua, con su hijo. El pequeño negaba con la cabeza, pidiéndole todavía a su padre que no se fuera, cuando una nube flotó de pronto sobre la nave y oscureció al Cairo III. Con un ominoso presentimiento, Rita abrazó a su hijo y lo oprimió un rato contra su costado. Minutos después, el barco dobló un meandro y desapareció.CARRERA CONTRA EL MAR
LA GIGANTESCA OLA que Gerardo había avistado azotó el costado de la embarcación. "¡Achiquen!" , gritó el capitán, y los demás se apresuraron a buscar un cubo o algún cacharro para recoger el agua que chapoteaba en torno de sus tobillos.
Las olas eran ya de nueve metros, y cada una de ellas alzaba al barco para azotarlo después contra la siguiente. Gerardo miró a través del espumoso rocío que estallaba sobre la proa. Las olas parecían llegar por ambos lados, a veces una por una, y otras, en veloces parejas. Manipulando el acelerador con una mano y el timón con la otra, intentó evitar que golpearan nuevamente en el costado. Si se volcaban, ni un milagro podría salvarlos.Desde la madrugada del martes 26 de enero, cuando surgieron las olas gigantescas, hasta después de la una de la tarde, Gerardo siguió de pie ante el timón, forcejeando por conservar un rumbo que los llevara cerca de la costa. Como siempre había pescado con tierra a la vista, nunca había necesitado más que su buena vista y una brújula para navegar. Pero aquel día, incluso cuando la nave se alzaba en las crestas más altas, el capitán no veía sino una interminable turbulencia de olas bajo el cielo azul. ¿Por dónde quedaría la costa? ¿A qué distancia? Si aquello duraba mucho, ¿se les agotaría el combustible? Y después, ¿qué pasaría?Por fin, Gerardo cedió el timón a Joel, que forcejeó con él durante la mayor parte de la tarde. A las 5, el Sol se ponía en el horizonte. Alguien encendió la luz de la cabina, mientras Joel intentaba ver algo a través del empañado plástico. En eso, surgió una sombra colosal frente a la proa.El agua los golpeó con fuerza, azotando las ventanas del frente y una puerta. Derribó a Joel e inundó el compartimiento del motor y la cabina. Mientras los hombres colgaban como simios de cualquier cosa que lograran asir, el barco escoró y luego se enderezó. El Cairo empezaba a zozobrar.En medio de los gritos frenéticos con que se animaban a maniobrar con rapidez, los hombres achicaban, porque en ello les iba la vida. Arrojaban el agua por la puerta trasera, por una ventana lateral y por el fregadero de la cocina. "¡Pronto! ¡Más aprisa! ¡Nos hundimos!" Gerardo y Joel martillaron clavos de cinco centímetros de longitud en los marcos de las puertas laterales y de las ventanas del frente, para impedir que siguiera metiéndose el agua. Menos de media hora después, ya habían achicado lo suficiente para detener el hundimiento de la nave. Al tenue resplandor de la luz de la cabina, las brillantes figuras semidesnudas se movían rápida y mecánicamente.En eso, otra ola inmensa los azotó con la misma violencia que la primera. Se soltaron los clavos de puertas y ventanas, y una cascada de agua penetró en la cabina. Nuevamente, el barco estuvo a punto de zozobrar, y una vez más achicaron para salvar la vida. Durante tres horas, los cinco bregaron en una carrera contra el mar. O la ganaban en esos momentos, o lo perderían todo. Si dos olas enormes podían anegarlos, ¿qué no harían cuatro o cinco, una tras otra? Sin hacer el menor caso de su fatiga, siguieron achicando durante horas, con furiosa tenacidad.A eso de las 8 de la noche, al calmarse el mar, Gerardo ordenó suspender el trabajo. "Descansen", dijo, y les explicó que arrojaría el ancla para tratar de frenar la deriva. Durante largo rato nadie habló, mientras reposaban tendidos en las literas. Al fin, Pastor murmuró una oración de gracias a Dios y le rogó que siguiera amparándolos.Acurrucado debajo de una frazada húmeda, Jorge se había dado cuenta de que bien habría podido ahogarse después de azotarlos las olas; pero entonces había exigido toda su atención achicar sin descanso. Al reposar, en cambio, volvió a pensar en la muerte mientras oía las voces de sus compañeros, los crujidos del barco y el romper de cada ola en la cabina.
¿DONDE ESTA EL CAIRO III?
EL 27 DE ENERO, el "norte" azotó Puntarenas con toda su fuerza. Los vientos de 120 k.p.h. desprendieron láminas metálicas de los te-chos, desgajaron árboles y destrozaron ventanas.
Gerardo había prometido a Lidia, su esposa, que no se quedaría más de ocho días en alta mar... y ya era el noveno. Al ver los árboles combados al embate del viento, Lidia apartó la vista de la ventana y preguntó a su madre si podía cuidar un rato a los niños, pues deseaba salir. "Tal vez ya hayan visto al Cairo", dijo.Edith, la esposa de Joel, mientras servía el desayuno a sus tres hijas mayores, oía cómo las ramas golpeaban el techo y las ventanas, que traqueteaban en sus marcos. Apenas había probado bocado desde la víspera, cuando arreció el "norte". "¡Dios mío!" , musitó, "¿cuándo volverá?" Las niñas observaban a su madre. Normalmente, Edith manifestaba alegría cuando el padre de ellas estaba a punto de regresar de una de sus travesías. Cada vez que se enteraba de que había llegado el barco, se apresuraba a poner a las niñas vestidos almidonados, con muchos adornos y volantes, y todas salían presurosas a esperar a Joel. Aquel día, las niñas vieron que Edith se apretaba las manos y se paseaba sin cesar, hablando sola por lo bajo.Después del desayuno, Edith fue al muelle, detrás de la casa, y comenzó a preguntar a los tripulantes de los barcos que llegaban si tenían noticias de Gerardo y sus hombres. Nadie había visto ni oído nada. Como habían tenido dificultades en volver al puerto, los pescadores hacían aterradores relatos de grandes olas, cubiertas inundadas y cabinas despedazadas. Al oír aquello, Edith se retiró en silencio y vio cómo abrazaban los recién llegados a sus esposas.Se desesperó más al día siguiente, cuando advirtió que ya habían regresado al puerto todos los barcos de Puntarenas, excepto el de Joel. Los pescadores procuraron tranquilizarla diciéndole que, probablemente, los hombres del Cairo III habrían buscado refugio en algún punto de la costa y que enfilarían al puerto en cuanto amainara el viento. Le hicieron ver que tal vez no funcionara el radio del barco, y por tanto los hombres no podrían dar parte de su situación.Edith trató de no imaginar al Cairo sacudido por gigantescas olas en el océano y luego despedazado, y a Joel luchando por sobrevivir en el agua. Tomó el autobús y fue al puesto de los guardacostas en el centro de Puntarenas, e informó al comandante de guardia que el Cairo III no había regresado. ¿Buscarían los guardacostas a los cinco pescadores? Sin duda, algo malo les había ocurrido.El comandante prometió organizar una operación de búsqueda y rescate; pero, primero, Carlos Rohman, el dueño del Cairo, debía informar que esa embarcación estaba extraviada.Rohman esperó a ver si los hombres regresaban el sábado 30 de enero, tal como Gerardo se lo había radiado antes. Al no ocurrir esto, redactó el informe sobre el barco extraviado. Los oficiales aseguraron al dueño de la embarcación y a las esposas de los tripulantes que se enviarían varios aviones y por lo menos un barco de patrulla para que buscaran y rescataran el pequeño bote pesquero.ULTIMA OPORTUNIDAD
LA MAÑANA del miércoles 27 de enero, muy temprano, Gerardo encendió el motor y ordenó levar el ancla. Mientras las olas y el viento aporreaban el barco, los pescadores siguieron achicando. Joel se puso a trabajar, tratando de reparar el radio, pero su esfuerzo resultó inútil.
Al día siguiente, tras horas de luchar contra el viento y la corriente, descubrieron que sólo quedaban 30 litros en el depósito de 340 litros de diesel. Gerardo apagó el motor. Con tan escaso combustible era imposible llegar a tierra. Deberían seguir flotando a la deriva, esperar a que pasara un barco y utilizar entonces el diesel que les quedara para colocarse en la ruta de ese otro barco.Ya había pasado lo peor de la tormenta y, el 11 de febrero, mientras la corriente los arrastraba hacia el oeste, los hombres se inquietaron ante la posibilidad de salirse de las rutas costeras norte-sur, su única oportunidad de ser rescatados. Los cinco estaban tendidos en la cubierta de popa, y el sol vespertino les quemaba los grisáceos y demacrados rostros. Durante la última semana habían tomado dos vasos de agua al día. Ahora sólo les quedaban dos litros, así que cada hombre había aceptado tomar cuando mucho medio vaso diario, aunque algunos creían que, al prolongar su sed, sólo retardarían lo inevitable.—Dios nos está poniendo a prueba —comentó Pastor—. O la pasamos, o reprobamos.—¡Está bien! —aceptó Jorge, y se encaramó al techo de la cabina, a escudriñar el horizonte.A eso de las 4 de la tarde, echó una mirada más antes de bajar. ¡Allí, hacia el sur, se elevaban dos diminutos hilos de humo!—¡Barcos a la vista! —gritó, y señaló con el índice—. ¡Dos barcos!Rápidamente, los demás se levantaron a dar un vistazo.—Son tres barcos; no dos —aclaró Gerardo—. ¿Ven el humo?—¡Es nuestra oportunidad! —gritó Juan, y entró en la cabina, donde empezó a preparar una antorcha con trapos empapados en diesel, para hacer señales.Dos naves pasaron a media milla (poco más de 900 metros) al oeste, pero el tercero, al parecer un buque tanque, iba derecho hacia ellos.Los hombres del Cairo gritaron e hicieron señales, y sus alaridos eran cada vez más desesperados. Cuando el buque tanque estaba a menos de 80 metros, aparecieron dos hombres en el puente y uno enfocó hacia ellos los binoculares.Varios minutos, los tripulantes del buque tanque, con aspecto de asiáticos, los observaron atentamente; ¡pero la nave siguió de largo! Las cinco figuras, frenéticas, cayeron de rodillas y en actitud suplicante, con los brazos abiertos.—¡Esperen! —dijo Jorge—. ¡Están girando en redondo!—Así es —murmuró Pastor—: ¡están regresando!Esta vez, el buque tanque se detuvo a unos 40 metros del Cairo. Un tripulante arrojó un cabo, que cayó a unos ocho metros de la proa.Joel y Juan le gritaron a Gerardo que acercara un poco más el barco. "¡Enciende el motor! ¡Es nuestra salvación!" El barco pesquero avanzó hasta que Gerardo lo colocó a menos de 20 metros del petrolero. Los tripulantes sujetaron el cabo, que Pastor y Juan ataron con rapidez a uno de los postes del toldo. Junto al gigantesco buque tanque, el Cairo semejaba un bote de remos que subía y bajaba sobre olas que apenas movían a la colosal nave. Uno de los tripulantes del petrolero les gritó en español: "¿Qué les pasa?" De pie en el techo de la cabina, Joel explicó que estaban en dificultades. Suplicó sollozando que los rescataran, pero parecía que los tripulantes del gran buque no le entendían. Por último, Joel farfulló la palabra wáter (agua, en inglés)."¿Water?" , repitió el tripulante del buque tanque. Pronto les arrojaron una manguera. Pastor la asió y Juan empezó a llenar el barril de 170 litros. En eso apareció un hombre uniformado, gritó órdenes e hizo ademanes que denotaban enojo. Joel advirtió que aquel oficial había decidido no rescatarlos.Retiraron inmediatamente la manguera. Sin darse por vencido, Joel comenzó a calcular el ascenso y descenso de su barco para poder saltar a la otra nave cuando el techo de la cabina estuviera al nivel de la cubierta del buque tanque. Cuando se disponía a saltar, los tripulantes del buque tanque alzaron los brazos para empujarlo. En vano rogó que le permitieran subir a bordo. El buque tanque se fue alejando.Los gritos que salían del Cairo continuaron hasta que el petrolero estuvo demasiado lejos para que los oyeran. Finalmente, los cinco hombres se dejaron caer en la cubierta, agotados y pasmados. Largo tiempo Gerardo mantuvo la vista fija en la mancha que se alejaba en el horizonte, cada vez más oscuro. Ya habían pasado 17 días al garete. Ahora, todo está en manos de Dios, pensó.
¡ICEMOS UNA VELA!
ARRODILLADO, Gerardo verificaba el nivel del agua que subía alrededor del motor. Dijo a sus compañeros: "Si no achicamos, nos hundiremos. Y con esto quiero decir que debemos achicar todo el tiempo, pues están empeorando las filtraciones".
Resolvieron trabajar en parejas, por turnos de dos horas. Un hombre recogería el agua y alzaría el cubo desde debajo de la cubierta, y el otro la arrojaría por la borda. Lo harían de día y de noche. Aquellos hombres discutían por muchas cosas, pero nunca por achicar. Debían hacerlo sin cesar, so pena de hundirse y morir.Entonces ya había disminuido la altura de las olas, y las ráfagas de viento se habían convertido en una brisa continua. Los hombres encontraban alivio del sofocante calor del mediodía echándose agua de mar en la cabeza. Estos frescos remojos eran el único descanso que se tomaban entre el achicar continuo y las guardias de vigías, por si encontraban algo que pescar. Durante días no habían comido sino trocitos de calamar y algunas tiras de dorado, el pescado menos echado a perder que quedaba de la captura. Desfallecientes sobre la borda, los hambrientos pescadores pasaban la mayor parte del día contemplando el vaivén de la superficie azul verde del agua, con la esperanza de avistar algo que pudieran arponear o atrapar.De pronto divisaron una apetitosa tortuga verde grisácea. A los cinco hombres desnutridos aquel animal les pareció un verdadero banquete flotante.Pastor tomó un carrete de cuerda de nailon para pescar y fijó unas cuantas pesas de plomo por encima del anzuelo. La segunda vez que lo arrojó, el anzuelo se trabó en un pliegue de la carne floja, pero correosa, del cuello de la tortuga."¡Eso es, tortuga!" , la animó Pastor, "¡ven con Papá!" Mientras él alzaba el animal por un costado del barco, Gerardo cogió la aleta que le quedaba más cerca y ayudó a subir a la tortuga hasta la cubierta.—¡Celebremos este día! —sugirió Joel—. Es nuestro primer "ani-versario"; llevamos un mes aquí.—¡Comamos, y déjate de cuentos! —replicó Juan.Como llevaban a bordo gas butano, él podía guisar en la estufa de gas —por breve tiempo, al menos— cualquier cosa que pescaran.Una hora después, Juan salió de la cocina con una olla tapada. "Les preparé una sorpresa", anunció, con una sonrisa. Alzó la tapa y vio cómo los otros cuatro se inclinaban hacia adelante para inspeccionar el humeante cocido de tortuga. "Guardé un poco de arroz... ¡Ya saben, para algo especial!" Juan sirvió las porciones y, sentados en la cubierta, los hombres empezaron a comer. El agasajo duró apenas diez minutos, pero el espíritu festivo se prolongó toda la tarde. Durante un rato los pescadores parecieron olvidar su triste situación, saboreando aún aquel arroz que les recordaba sus hogares.Al día siguiente, sus ánimos seguían en alto.—¿Por qué no hacemos algo, como izar una vela? —sugirió Pastor—. Ya saben: con mástil y todo.Explicó que, si lo hacían, podrían tomar la dirección de la lluvia, que casi siempre procedía del sur.—Sí. ¡Icemos una vela! —aceptó alguien—. Vamos a desmantelar la cabina.La idea consistía en desmantelar la parte principal de la cabina para abrir el espacio donde quedarían el mástil y la botavara, hechos con las vigas del techo. El resto de la madera serviría para guisar cuando se les acabara el butano.Para hacer la vela unirían frazadas y pedazos de vinilo con alambre e hilo para pescar. Luego fabricarían el timón con su caña, usando tablas y la madera contrachapada. Conservarían únicamente la sección del frente de la cabina, que serviría de base al mástil de seis metros de altura.Gerardo puso manos a la obra con el único martillo que había en la embarcación. Los demás entraron en acción con tubos y pesadas llaves inglesas. Desclavaron las literas, despedazaron el mostrador de la cocina y derribaron las ventanas y paredes laterales con un ímpetu que no habían sentido en varias semanas. Por fin estaban activos y concentrados; blandían su herramienta como prisioneros que se evadieran de la cárcel.Luego, al quitar el techo inservible para arrojarlo por la borda, Pastor alcanzó a ver una famélica rata oculta en un hueco. La rata saltó al agua, pero Pastor tomó un improvisado arpón y pescó al animal antes de que lograra escapar. Golpeando a la rata contra el piso de la cubierta, la desnucó. Después, con una navaja, le quitó la peluda piel y devoró la magra carne.Los hombres siguieron quitando tablas y, cuando terminaron, la embarcación parecía una ancha góndola, con el toldo de madera contra-chapada sostenido por cuatro postes en la popa. Juan comenzó a hacer el mástil, y Gerardo, el timón. Al día siguiente, cuando izaron la pequeña vela y efectivamente empezaron a avanzar, todos se quedaron atónitos.Seguían achicando; pero, sin el estorbo de la cabina, un hombre bastaba para esa tarea, que ahora se llevaba a cabo en turnos de cuatro horas. Sin embargo, la vela implicaba también un turno de cuatro horas en la caña del timón. En total, cada hombre estaba activo nueve y media de cada 24 horas.Al navegar hacia el sur, no hallaron el menor indicio de nubes ni de lluvia. Pensando que podría agotarse el agua antes de que encontraran lluvia, Joel arrojó por la borda un recipiente metálico que tenía garrapateado este mensaje en un lado: "Cairo III, Puntarenas, Costa Rica. Si se encuentra esto, informe por favor a las autoridades. Nos queda agua para 15 días. Hoy es el 23 de febrero de 1988".AFERRADOS A LA ESPERANZA
LA FUGA DE AGUA alrededor de la hélice, en la parte delantera de la quilla, producía un gorgoteo continuo. Era la peor de las filtraciones y, como quedaba debajo de donde Gerardo dormía, en la proa, él era quien más lo oía. Cada vez que se acostaba, allí estaba aquel ruido, invadiendo sus pensamientos y, a veces, también sus sueños. El pescador se escurría entre la cubierta y el casco y tapaba una y otra vez el agujero con trozos de esponja, cuerda y trapo, pero la madera podrida estaba tan blanda que había que aplicar el tapón con suavidad.
A principios de marzo, la tripulación ya racionaba el agua en cucharadas: una cada hora para cada hombre. Aun así, parecía que el agua duraría menos de una semana. Los hombres comenzaron a especular si morirían de sed... o quizá ahogados, cuando el barco se hundiera. ¿O los devorarían antes los tiburones? La desesperación hacía presa de los pescadores.—No te preocupes por la muerte —le aconsejó Pastor a Joel—. Dios se encargará de eso, ya que tiene un tiempo para todo. ¡Preocúpate por vivir!—Eso intento —respondió Joel, sacudiendo la cabeza—; pero creo que no podremos aguantar mucho más.Pastor iba a objetar algo, pero, llorando, Joel continuó:—¿Sabes qué es lo que más me duele? Tener que dejar a mi mujer y a mis hijas.Y volvió la cabeza para ocultar el rostro.Más tarde, Joel encontró una hoja de papel y una pluma en la bolsa donde guardaba sus mudas de ropa. Se arrastró hasta la popa y comenzó a escribir. Durante mucho tiempo, casi sin dejar márgenes, redactó una carta línea tras línea, con letras diminutas, apretujadas:Diez de marzo. Amada mía: Siento un gran deseo de vivir; pero si muero, no detengas tu vida. Sé fuerte y acata las decisiones de Dios. Él sabe por qué hace lo que hace. Cuida a mis hijas y diles que perdí la vida buscando una mejor para ellas. Espero lo que Dios me depare. Ya llevamos dos meses aquí, y casi se ha agotado el agua de lluvia. No tenemos alimentos. Lo único que vemos es agua y más agua. He luchado hasta el fin y, aun al borde de la muerte, una pequeña llama arde en mi interior. Te amo, Edith.
Joel Ornar.
Cuando terminó, releyó la carta. Luego la metió en una pequeña botella parda.EN SU HOGAR, Edith y Lidia se daban cuenta de que no se estaba haciendo un gran esfuerzo por localizar a los pescadores. Los aviones de búsqueda sólo habían hecho dos breves recorridos y, al parecer, el gran barco de patrulla ni siquiera había salido. Dijeron a las mujeres que no había dinero para salir a buscar un barco que tal vez jamás apareciera. Impacientes, las dos resolvieron emprender una campaña por su cuenta. Se publicaron artículos periodísticos y se difundieron entrevistas por radio. Una y otra vez, las afligidas esposas preguntaban: "¿Por qué no se hace un verdadero esfuerzo de búsqueda y rescate?" Cada día que los guardacostas esperaban, era otro día perdido.A principios de marzo, tras una visita infructuosa al viceministro responsable del cuerpo de guardacostas, Edith empezó a hacer llamadas para obtener una audiencia con el ministro mismo. Mientras tanto, dejando a sus hijos con parientes y amistades, ella y Lidia deambulaban por las calles preguntando a quienquiera que tuviese algo que ver con el mar si había sabido algo del Cairo. La gente comenzó a tratarlas como viudas, sugiriendo que ya era imposible la supervivencia de los cinco hombres. Lo más probable era que los hubiera atrapado la tormenta y que se los hubiera tragado el mar.No obstante, Edith seguía orando fervorosamente por el regreso de Joel. Su propia madre le advirtió que no esperara que el gobierno salvara a los pescadores. Únicamente los rezos podrían hacerlos volver a casa. A la madre de Edith se le habían aparecido Joel y los demás en una visión: aún vivían; corrían graves peligros, pero estaban vivos. "¡Por favor, Señor!" , suplicaba Edith, "dame fuerzas para no perder la esperanza".EL CAIRO iba sin rumbo. Los pescadores no habían encontrado lluvia y no lograban ponerse de acuerdo en un rumbo fijo. Temían que, si seguían cambiando de dirección, terminarían navegando en círculos. Al cabo, resolvieron dejarse llevar por la corriente y tomaron el rumbo nornoroeste, a 330 grados, porque era el más fácil y el más natural. Como lo expresaron, su plan consistía en ir a donde Dios quisiera.Gerardo pensó que, si avanzaban lo suficiente, quizá terminaran en alguna isla… "con mucha comida"."En Hawai", sugirió Joel.A pesar del cambio de rumbo y de la sensación, brevemente renovada, de tener un propósito, la desesperación volvió a apoderarse de los pescadores. Casi se les había agotado el agua potable, y para asegurar que nadie tomara más de lo que le correspondía, se eligió a Joel para despachar su ración a cada hombre. ¡Habían soportado ya tantas cosas! Y, para colmo de males, ¿cómo sobrevivirían sin agua?Una noche, en la segunda semana de marzo, cayó un aguacero sobre el Cairo. Las nubes ocultaron la luna llena, a la que aquellos hom-bres llamaban la linda; el mar se calmó y recibieron gustosos el chubasco con la cara vuelta al cielo y la boca abierta. Luego, se apresuraron a sacar cubos y ollas. Dos hombres extendieron una lona en medio de ellos y canalizaron la lluvia hacia el depósito de agua más grande que tenían. Además, hicieron un canal burdo en un lado del techo y atraparon el agua inclinando la nave con su peso.Cuando pasó el aguacero, los cinco estaban eufóricos. Después de beber hasta saciarse, se abrazaron unos a otros, tamborilearon en la cubierta y dieron gracias a Dios por haber oído sus oraciones.
ATAQUE DE TIBURONES
JOEL SE ZAMBULLÓ en el mar dando un grito. Por un instante, todo fue frialdad y silencio. Frente a él estaba el sombrío casco del barco, con su colgante estera de plantas verdes y pardas. Tras ajustarse la careta, y pataleando con las aletas, Joel avanzó. Él y el barco surcaban juntos el mar en calma.
Al sumergirse en la sombra, debajo del casco, sólo afrontaba una incógnita: los tiburones. De todas las criaturas que acechaban cerca de la embarcación, eran a las que más temía; un tiburón de buen tamaño podría descuartizarlo en segundos.Joel hurgó en el casco con un cuchillo, y unos peces pequeños salieron disparados de la maraña de algas adheridas a la costra de percebes. Regresó a la popa, se alzó por encima del bajo barandal de madera e informó a sus compañeros que los percebes y la carcoma formaban una capa cada vez más gruesa en el casco, el cual estaba tan lleno de agujeros causados por aquellos animalitos, que el maderamen se había debilitado y estaba a punto de romperse. Además de tapar las filtraciones en las juntas, tendrían que bucear para raspar el casco.Nadie habló de quién bucearía o de quién no lo haría. Como en todo lo demás, se dio por sentado que todos participarían. Hicieron raspadores con los pedazos de madera y de metal que habían sobrado de la destrucción de la cabina. Gerardo escudriñó el agua en busca de aletas de tiburón, y luego se zambulló por un costado del barco. Lo siguieron Joel y Jorge. Juan titubeó antes de sumergirse en el agua. Pastor permaneció a bordo, vigilando por si avistaba algún escualo.Al principio, colgando debajo del bote, los hombres temieron que la blancuzca planta de sus pies atrajera a los tiburones. Espiaron entre el cardumen de pececitos, esperando lo peor: la aparición del asesino. Una vez, Joel intentó atrapar a un pez ballesta, y todos los más pequeños —los que habrían prevenido a los hombres si se acercaban los tiburones— huyeron.Por fin, sólo Joel y Gerardo permanecieron en el agua. Los demás achicaban y vigilaban desde la proa y desde la popa, por si llegaban los tiburones. Durante horas, los dos buceadores pincharon y picotearon la resistente capa de duras adherencias; salían a tomar una bocanada de aire y regresaban abajo, emergían y regresaban, una y otra vez."¡Ya está!" , anunció jadeando Gerardo, cuando por fin emergió por última vez. "Ya basta".Se impulsó hasta la cubierta y se tendió junto al extenuado Joel. De momento, los percebes estaban derrotados y, aunque el casco se había debilitado, con su esfuerzo habían aplazado el desastre.Poco después, la tripulación se puso a arponear peces ballesta y a atrapar dorados y tiburones pequeños. Por primera vez desde que flotaban a la deriva, dispusieron de comida suficiente. Pastor ahumaba un poco de carne para curarla y atendía cuidadosamente el fuego, cuando vio varias siluetas que se revolvían a 20 metros del barco. Tres o cuatro tiburones negros nadaban rápidamente de un lado a otro. De pronto, embistieron contra el barco. Con fuertes golpes, estrellaron su hocico en el costado, describieron un círculo y volvieron a arremeter. Con frenética furia, siguieron abalanzándose contra el casco.Luego se detuvieron. Nadie supo por qué habían atacado la embarcación, pero el incidente preocupó mucho a los pescadores. Si los escualos hubieran perforado una sola plancha, la inundación habría resultado desastrosa.Los tiburones volvieron a atacar, esta vez en mayor número, por la tarde. La arremetida fue breve, pero aterradora, y los hombres temieron que los escualos lograran colarse hasta la cubierta y arrancaran un brazo a uno o dos de ellos.Tras aquel extraño ataque, Gerardo fue presa de frenesí; tapó una y otra vez los agujeros de las juntas. Con el martillo, un destornillador y trapos, esponja y cuerda, recorrió por dentro todo el casco y tapó hasta los hoyos más pequeños. Luego, mientras uno de sus compañeros vigilaba, preparado para izarlo, se colgó sobre el costado en la vieja llanta que usaban como ancla en el mar y tapó las grietas que se habían formado sobre la línea de flotación.MOMENTO DECISIVO
ABRIL EMPEZÓ con tiempo adverso, con vientos que levantaban olas casi tan gigantescas como las que había originado el "norte". El Cairo cabeceaba y se bamboleaba salvajemente; pero, sólo por milagro la nave llena de fugas siguió erguida y a flote, como una botella a medio llenar que se hubiera arrojado al agua.
Los hombres achicaron a ciegas durante toda la noche. Empapados y helados, trabajaban a tientas en las tinieblas, sujetándose de cualquier cosa sólida cuando el barco caía en la depresión de una ola. Al paso de las horas se encontraron luchando contra la tormenta con persistente eficiencia mecánica. Al despuntar el día ya estaba amainando el temporal. El viento se calmó poco a poco y el oleaje menguó lo suficiente para izar la vela. ¡Habían vencido!Para los cinco navegantes a la deriva, la tormenta de abril fue el momento decisivo. Hasta entonces habían pensado que cada problema, cada periodo de sed o de hambre, sería la crisis final. Si a alguien se le escapaba una tortuga, consideraban ese fracaso una sentencia de muerte colectiva. Si uno de ellos comía o bebía más que sus compañeros, hacían que el culpable se sintiera un criminal; pero, al salir con vida de aquella tormenta, empezaron a creer que podrían sobrevivir.Pocos días después, Gerardo afiló un cuchillo en una piedra y se cortó un mechón de pelo. "Está sucio", comentó, mientras se cortaba otro mechón. Había empezado a imaginar que se le estaban formando ulceras en el cuero cabelludo. Luego, se lavó con varias ollas de agua de mar. Sin jabón, era lo más limpio que podía quedar. Sabía que, si deseaba sobrevivir, debía cuidar su salud.Uno tras otro, los demás también se cortaron el pelo y se bañaron. Aquella repentina ansia de estar limpios indicaba el principio de una actitud nueva y más positiva. Habían soportado periodos de sed, hambre y desesperación, y habían salido de ellos más resueltos a seguir viviendo. Empezaron a luchar en equipo para sobrevivir. A cada hombre se le asignó una misión específica y cada cual comprendió que se debía hacer todo por el bien común.Pronto se puso a prueba su nueva confianza, cuando avistaron algo muy grande y oscuro que se acercaba al barco por debajo del agua. Emergió lanzando al aire un surtidor. ¡Era una ballena! Estupefactos, vieron que aquella negra mole enfilaba derecho hacia ellos. Mientras los pescadores se preparaban para el choque, Gerardo empuñó un arpón que no era más que el mango de una escoba con un perno con púas amarrado en la punta.En el último instante, la ballena se sumergió, y poco faltó para que la aleta de su inmensa cola tocara el casco. Al aquietarse el remolino, los hombres no se movieron. Con un coletazo o el más leve golpe de la gigantesca cabeza cuadrada, se partiría el maderamen del casco.Cinco minutos después se asomaron por un costado del barco. Al parecer, la ballena estaba mordisqueando las algas del casco. Los hombres aguardaron, aterrorizados. En eso, a tres metros de la embarcación, emergió la ballena lanzando un estentóreo bufido por su respiradero. El inmenso animal permaneció allí con un solo ojo fijo en el pequeño barco y en sus cinco ocupantes, paralizados de terror."¡Dios mío!" , exclamó Gerardo, "¡es como una franja de tierra!" Durante 20 minutos la ballena pareció cortejar al barco: nadaba por debajo y alrededor de él, y se le acercaba. Al rato, los espantados pescadores comenzaron a aceptar la masiva presencia del monstruo.Cuando por fin se alejó, Gerardo examinó su arpón y comentó que apenas le habría hecho cosquillas a la ballena. Sus compañeros rieron.
UNOS LITROS DE AGUA
EL 10 DE MAYO, Joel le escribió otra carta a Edith. Quería expresar su amor por ella y por sus hijas, y decirles que se sentía resignado, mas no vencido. Quería ahorrarle a Edith la verdadera imagen de sus últimos días. Si alguna vez le llegaba la misiva, aunque hubieran trascurrido varios años, ansiaba que lo recordaran como esposo y padre amoroso, y no como el desventurado desecho humano en que se había convertido.
Metió la carta en la botella parda e introdujo también unos billetes costarricenses, antes de cerrar herméticamente la tapa de plástico. Era muy poco dinero, pero esperaba que bastaría para pagar el porte, si alguien le enviaba la carta a su esposa. Luego, guardó la botella, en espera del momento oportuno para arrojarla al océano.Joel observó a sus compañeros, patéticos reflejos de sí mismo. Bronceados por el sol, con las costillas salientes y el pelo enmarañado, la tripulación parecía un grupo de cavernícolas desesperados, cuyo aspecto espantaría al perro más feroz. Pasaban el día desnudos, indiferentes a todo, excepto a la comida y al agua, y a seguir a flote.No había nubes de lluvia; sólo altos crespones deshilachados sin trazas de moverse. Si no volvía a llover, ¿quién moriría primero? ¿El viejo Juan? ¿Jorge? Todos convinieron en que cuando estuvieran demasiado débiles para pescar o atrapar tortugas y no quedara nada de comer, colocarían encima del toldo el cuerpo del primer muerto y lo usarían como fuente de alimento.Joel recordaba cómo se había obligado por fin a comer un poco del dorado podrido. El ardor de estómago lo había llevado a cortar la carne en trozos pequeños y delgados. Luego, se los había tragado mientras contenía el aliento. Ahora bien, si debía comer pedazos de la pierna o del hígado de un cadáver humano, lo haría en igual forma.A mediados de mayo se rompió el timón y ya no tuvieron control sobre el rumbo. Las filtraciones estaban empeorando, y achicar era a cada momento más urgente.Fue más o menos entonces cuando Pastor anunció que se habían agotado el butano y la leña. "A partir de ahora, lo comeremos todo crudo". Y así lo hicieron, con bocados pequeños al principio; pero pronto el hambre les hizo tomar bocados mayores de cualquier cosa que caía en sus manos.También estaba bajando el nivel del agua potable. Con unos cuantos litros restantes, el agua les duraría apenas unos días. Por eso, a pesar de algunos refunfuños, decidieron fijar la ración diaria a una sola taza. El 26 de mayo, celebraron con un sorbo extra el cumpleaños número 27 de Jorge.Empezaron a presentarse los efectos de la grave deshidratación. Menudearon las pesadillas y las discusiones. Algunos se bebían de un trago toda su ración. Otros tomaban la mitad por la mañana, y la otra mitad, por la noche. Se espiaban mutuamente.Por último, también se acabó el agua. Nadie tenía ganas de pescar. El interés por la comida disminuía a medida que se les intensificaba la sed. Por las tardes, la sensación de sofoco atenazaba el pecho, la garganta y la cara de los pescadores. Ya había trascurrido un mes desde el último aguacero. Morir quizá sea fácil, en comparación con esperar a que llueva, pensaba Gerardo. Desfallecientes, se concentraban en respirar y soportar la inflamación de la lengua y la cerrazón de la garganta. Achicar se convirtió en una labor mecánica, que hacían sumidos en una especie de trance hipnótico.Como pudo, Pastor sacó fuerzas de flaqueza para lanzar un desafío: "¡Arreglemos el timón!" Sus cuatro compañeros lo miraron, escépticos."No pasará nada, si no hacemos que ocurra", prosiguió Pastor. "Repararemos el timón, izaremos la vela e iremos adonde avistemos nubes. Es posible que perezcamos. Al menos, lo haremos luchando como verdaderos hombres; no como viles cobardes. Muramos luchando contra la muerte".Estas palabras sacaron a la tripulación de su letargo. Gerardo y Juan repararon el timón, y los demás remendaron la vela. Cuando las des-hilachadas frazadas y cubiertas de colchón se alzaron, el viento las hinchó y el Cairo enfiló hacia el oeste. Joel se sentó junto a la caña del timón, sintiendo que se renovaba su resolución de vivir. Navegarían a todo trapo hacia las nubes.La tarde del tercer día, ya todos gateaban; de vez en cuando lloraban o musitaban oraciones para que lloviera. Estaban mareados y asqueados, con la lengua tan hinchada que les dolía al hablar.Gerardo bajó la vela, esperó a que pasara cerca una tortuguita, la levantó y la volteó sobre la espalda. Con manos temblorosas le hundió un cuchillo en la garganta y el pecho. Luego, sujetó la cabeza, puso un tazón debajo de la arteria cortada, lo llenó y empezó a beber. La sangre estaba espesa y era difícil de tragar; pero era un líquido."¿Quién más quiere?" , preguntó Gerardo, mientras pinzaba la arteria con los dedos y retrocedía un poco. La sangre le escurría por la cara y el pecho. Sólo Pastor bebió un poco de aquella sangre.La mañana del cuarto día, los hombres apenas se movían en el armatoste a la deriva. Habían acortado a una o dos horas cada turno para achicar, y el achicamiento se había vuelto esporádico. Habían sobrevivido a accesos de delirio, y empezaron a ser presa del mareo.Nadie dijo nada inteligible hasta que alguien sugirió que se prepararan a morir. Con ojos vidriosos, y respirando espasmódicamente, se arrastraron hasta sus sacos de marinero y maletines y sacaron sus mejores ropas, que habían reservado para esa ocasión: pantalones cortos y camisetas; todo estaba arrugado, pero limpio.Habían convenido en que, llegado el caso, se pondrían la "ropa para morir". Si algún barco los encontraba o si su embarcación llegaba a una isla, ¿no debían tener el mejor aspecto posible?Después de ponerse con gran esfuerzo los pantaloncillos y las camisetas, se arrastraron hasta debajo del toldo y se acostaron boca arriba, muy juntos. Joel sostuvo en el pecho su botellita con las cartas para Edith, que arrojaría al agua en su último acto consciente.Nadie habló. Así lo habían planeado. No habría discusiones. El fin les llegaría apacible y silenciosamente. Uno a uno, pasarían a mejor vida.UN REGALO DEL CIELO
LA TARDE del 4 de junio Gerardo estaba tendido boca arriba, debajo del toldo. Se sentía aturdido y se preguntaba si serían nubes aquellas formas diminutas, oscuras, que veía. Sin embargo, aquellas formas ya antes lo habían emocionado y torturado. ¿Por qué habría de ser diferente esta vez?
En eso, oyó un breve gemido: era la señal de Juan, que ya había cumplido con su turno. Los dos cambiaron de lugares en silencio. Aun vestidos con "la ropa para morir", habían seguido achicando. Gerardo no sabía bien por qué, pero parecía importante que conservaran el barco a flote. Tal vez fuera mejor morir de sed, que hundirse y ser devorados por los tiburones.Gerardo se roció un poco de agua de mar y empezó a achicar, y a los pocos minutos se sintió mareado. Tuvo el desesperado anhelo de volver a acostarse, pero dominó el impulso concentrándose en luchar contra el agua. Su afán se convirtió en una competición entre el océano y él. Sabía que perdería, pero que sería peor rendirse. Recoge el agua, arrójala, recoge el agua, arrójala, recoge, arroja... Impulsada por su ferviente obstinación, la voluntad de vivir de Gerardo se fortaleció.Poco después, de improviso, sintieron las primeras gotas. Regocijados, salieron tambaleándose de debajo del toldo, con la boca abierta bajo el cielo sin estrellas. La lluvia les salpicaba la cara y les escurría por los ojos y los agrietados labios, insuflando vida en sus gargantas. El rocío se convirtió en aguacero y los hombres se esforzaron en sostener los recipientes de plástico para recoger el agua que caía del toldo.Gimiendo con una mezcla de júbilo y dolor, tragaron todo lo que pudieron de aquella agua salobre, un tanto acida. El aguacero duró alrededor de diez minutos, lo suficiente para que aplacaran la sed y recogieran dos litros de agua salobre.—Sabía que llovería —dijo Jorge, mientras seguían de pie y con la cara al cielo—. ¡Lo sabía!—¡Gracias a Dios! —dijo Juan, jadeando.Pasaron la noche esperando, achicando y durmiendo, pero ya podían ver hacia el sur una hilera de nubes cargadas de lluvia. Todos estaban muy sedientos otra vez. Alguien sugirió que intentaran navegar a vela hacia las nubes, pero se sentían demasiado débiles para hacerlo."Acabémonos esta agua", propuso Joel; alzó la jarra de plástico, casi llena, y vertió el líquido. Sin hacer caso de la suciedad, la grasa y la sal que tenía, todos bebieron rápidamente. Después, se quedaron in-móviles. Unas tortugas y los habituales cardúmenes de atunes y dorados se aproximaron al barco. Parecía que nada había cambiado...En eso, una inmensa sombra tenebrosa se cernió sobre ellos y cayeron verdaderos chorros de agua. Los cinco hombres trataron de vitorear, pero sólo podían emitir espasmódicos graznidos susurrantes. Canalizaron el agua a sus pequeños recipientes, y luego al depósito principal. Cuando cesó el breve chubasco, habían recogido 27 litros.Gerardo y Pastor fueron los primeros en empezar a comer de nuevo. No era gran cosa —trochos de carne de tortuga, sobrantes de la última que habían matado—, pero lograron deglutirla sin vomitar. Uno por uno, los demás comenzaron también a comer trocitos de carne. Los pescadores pensaron que quizá no morirían, después de todo. Quizá hubiera cambiado su suerte.Tres días después llovió a cántaros todo el día. Llenaron el depósito principal, uno de reserva, de 26.5 litros, el depósito auxiliar de combustible, ya bien lavado, y varios recipientes pequeños. En suma, ya disponían de cerca de 265 litros de agua, suficientes para dos o tres semanas. Al día siguiente arriaron la vela y se concentraron en pescar y atrapar tortugas. Conforme comían, iban recuperando fuerzas.Tras ir a la deriva durante cinco días bajo cielos generalmente despejados, los hombres habían vuelto a achicar con más ahínco, porque los agujeros se habían agrandado y el Cairo se hundía más en las olas. No habían olvidado el sufrimiento de aquellos cuatro días de sed, y se disciplinaban a un racionamiento estricto: un hombre se encargaba de despachar cada ración, mientras los demás vigilaban.Comer era otra cosa muy diferente: cada vez que se conseguía algo, todos intervenían en atraparlo, matarlo, rebanarlo y lavarlo. Con unos cuantos anzuelos, dos arpones, un garfio, dos cuchillos y un machete pequeño, habían integrado un eficiente equipo de línea de producción. Para entonces, conocían tan bien las capacidades y las limitaciones de cada cual, que había pocas discusiones y, en general, se dirimían con un encogimiento de hom-bros o un asentimiento.Un día, a eso de las 11 de la mañana, un tiburón picó el anzuelo de Joel, que subió al animal a la cubierta y, después de la comilona, la tripulación durmió toda la tarde. Joel había lanzado al agua otro anzuelo cebado y estaba dormitando, cuando sintió un tirón muy fuerte."Es otro tiburón", avisó, casi con indiferencia.Los demás apenas se movieron. Sabían que Joel pediría ayuda si la necesitaba. Durante cinco o diez minutos estuvo tan absorto en subir el pez, que no alzó la cabeza ni se fijó en lo que se acercaba.¡BARCO A LA VISTA!
FUMIYA SATO estaba a punto de terminar su guardia en el puente del Kinei Maru 128, barco atunero japonés. Eran las 4:45 de la tarde del 14 de junio de 1988. El ingeniero naval, de 22 años, contemplaba a través de los gruesos vidrios de sus binoculares los mandiles de espuma que se formaban en las olas. La nave tenía menos de tres semanas de haber zarpado de su puerto de origen, en Kesennuma, población a la que, por cierto, diez años antes se había declarado ciudad hermana de Puntarenas.
Cuando Sato distinguió el distante objeto oscuro que se bamboleaba sobre las olas, creyó que se trataba de una nave abandonada o de un tronco de árbol. Alzó los binoculares, e inmediatamente distinguió dos hombres que agitaban frenéticamente los brazos. Sato lo comunicó al capitán Tatsuo Koyama, que en esos momentos estaba en junta con Osao Kumagai, su segundo de a bordo.Inicialmente les infundió temor la extraña embarcación con aquellos pasajeros que parecían desesperados, pero pronto oscurecería, y si resolvían rescatar a esos hombres, la operación nocturna resultaría difícil y peligrosa."Subamos primero a uno de ellos, y veamos qué nos dice", sugirió Koyama.En el Cairo, Joel fue el primero en ver al atunero. Retiró la vista del pescado y vio el largo casco blanco a media milla (poco más de 900 metros), "¡Barco a la vista!" gritó. "¿Cómo no lo vimos antes?" Disgustado consigo mismo y con los demás por no otear bien el horizonte, Joel gritó que la nave ya estaba pasando de largo. Pastor y Juan se encaramaron al toldo y empezaron a agitar los brazos y a gritar."¡Está virando!" , gritó Gerardo. Los pescadores siguieron haciendo señas mientras el buque iniciaba el amplio y lento viraje en redondo. Joel se acordó del tiburón atrapado y ató precipitadamente el cordel a un poste. En el agua, más tiburones nadaban en círculo alrededor del Cairo.El buque se detuvo a 50 metros de ellos. Los cinco podían ver a los tripulantes, que gesticulaban y gritaban en la cubierta principal.—Quieren que vayamos hasta allá nadando —interpretó Gerardo.Joel escudriñó el agua. Ya no eran visibles los tiburones: o se habían ido… o aún acechaban bajo la superficie.—Parece lejos, pero supongo que no hay más remedio —observó Joel.Pero en eso, lanzaron del atunero un cabo, que cayó en el centro del diminuto barco pesquero: tenía un salvavidas amarrado en la punta; los hombres se apresuraron a sujetarlo. Y decidieron que Joel fuera el primero en ir hacia el atunero.Ayudado por los demás, se enrolló la cuerda lanzada desde el buque alrededor del cuerpo y luego se afianzó el salvavidas en la parte posterior de los muslos, mientras lo bajaban al agua. "No dejes que los tiburones vean las plantas de tus pies", le advirtió Pastor.Joel sentía el agua tibia en las piernas desnudas, pero temblaba al pensar en los tiburones. La posibilidad de que lo atacaran precisamente antes de ser salvado, lo aterrorizaba. Había sufrido tanto, viajado tan lejos y esperado con tal ansia aquel momento… Empezó a remar vigorosamente con las manos, y gritó a los hombres que veía adelante: "¡Más aprisa! ¡Más aprisa!" Los cuatro que se quedaron a bordo del Cairo lanzaron vítores cuando Joel llegó sano y salvo al otro barco. Luego, arrojaron la cuerda nuevamente y Gerardo la atrapó."¡Eso es!" , le gritó Joel desde el barco. "Agárrala y enróllatela. ¡Ya vamos a casa!" Uno por uno, los siguieron los demás, llevando sus bolsas y sus escasas posesiones. En cuanto estuvieron a bordo del atunero, alguien alejó al Cairo de un empujón. Tenía un aspecto patético: sangre, aceite, herrumbre, algas y percebes habían manchado el casco, que alguna vez había sido blanco; el mástil, hecho con tocones unidos con clavos, se erguía sobre un oscuro cascarón vacío, saturado del hedor de cinco hombres en prolongado confinamiento, y la desteñida bandera de Costa Rica, hecha jirones, ondeaba sobre el toldo.Durante varios minutos "los hombres rescatados se aferraron a la barandilla y contemplaron el dilapidado hogar que habían tenido durante los últimos cinco meses, y que se alejó, cabeceando en medio de las olas de blancas crestas.Encima de ellos, en una cubierta superior, un tripulante apuntó una cámara de videograbación al Cairo III, captando de vez en cuando intermitentes imágenes de los supervivientes morenos y demacrados. En una toma de la cubierta aparecía Juan, descalzo, sin camisa, atónito y de aspecto estrafalario. Momentos después, cuando la cámara ya no filmaba, comenzó a llorar.Se agasajó a los pescadores con duchas, ropa limpia y una comida tras otra, preparadas por Shinji Iwatsuki, el cocinero del barco. Ninguno de ellos durmió la primera noche. Antes del alba, el cocinero los encontró en la cubierta de popa: allí estaban los cinco, arrodillados, de cara al Sol naciente, orando para dar gracias a Dios.La tripulación del Cairo fue recogida 550 millas al sudeste de Honolulú, y el Kinei Maru hizo de ese puerto su destino. Honrados como héroes en una breve ceremonia celebrada allí, los pescadores supieron que habían impuesto una marca mundial al sobrevivir 142 días —del 25 de enero al 14 de junio— navegando al garete. Viviendo con agua de lluvia, pescado y unas 200 tortugas, cruzaron cuatro husos horarios y recorrieron más de 3600 millas náuticas (poco más de 6650 kilómetros).
AMADA MIA
LA MAÑANA del 15 de junio, Edith se afanaba en la cocina cuando oyó sonar el teléfono en la otra habitación.
—¿Diga?—¿Edith? —preguntó la voz de Jorge Rohman, hermano del dueño del barco pesquero.—¡Buenos días, don Jorge! ¿Cómo está?—Empiece a saltar de gusto, Edith…—¿Cómo dice?—¡Que empiece a bailar y a gritar, porque los muchachos ya han aparecido!—Pero… Pero, ¿cómo es eso posible…?—¡Es cierto! Los han encontrado, vivos, cerca de Hawai… Pero no lo comentes hasta que nos den la noticia oficial…Edith se desplomó en el sofá y soltó el aparato. Su suegra se le acercó presurosa y recogió el teléfono.—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¡Esta muchacha está hecha trizas!Jorge le comunicó la noticia; pero, antes de que lograra darle más detalles, la madre de Joel ya había caído de rodillas. "¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!" , repetía sin cesar.Las mujeres se dieron un largo abrazo. Luego, sin pronunciar palabra, Edith salió corriendo y, jadeando para recobrar el aliento, entró en la casa de Lidia.—¿Qué es lo que te pasa, Edith? —preguntó Lidia, alarmada.—Los…—¿Los… qué?—¡Los encontraron!Cuando Lidia corrió por las calles gritando la noticia, Rita, la esposa de Pastor, estaba planchando camisas en casa de una familia acomodada de Puntarenas, y su patrona entró precipitadamente en la habitación.—¡Rita! ¡Han encontrado a tu marido! —gritó la mujer—. Acabo de oír la noticia. Vete a tu casa… Ve a donde te necesitan.Y la mañana del miércoles 22 de junio, poco después de las 10, la tripulación del Cairo III llegó por fin al Aeropuerto Juan Santamaría de San José, Costa Rica. Tensos y agotados, los cinco pescadores fueron conducidos a una sala de conferencias atestada de reporteros, cámaras, funcionarios del gobierno y parientes cercanos. Joel se abrió paso con dificultad por aquella apiñada muchedumbre para llegar hasta Edith; la abrazó y alzó en brazos a su hija menor. En un rincón se estrecharon Jorge y su padre; y, en la parte posterior de la sala, se sentó Juan con su hijo mayor, que ya tenía 19 años, en las piernas: ambos lloraban sin contenerse.Cuando se les pidió que hablaran, Joel fue el más locuaz. "Lo compartimos todo", declaró: "la comida, la bebida, el achicamiento, la pesca y el sueño. Lo que nos hizo sobrevivir fue mantenernos unidos y hacer las cosas como si fuéramos un solo hombre".Después de la conferencia de prensa, los llevaron a la sala principal del aeropuerto, donde les dieron una cálida acogida cientos de bulliciosas personas que los vitoreaban. Una enorme manta con la palabra ¡Bienvenidos! se extendía sobre sus cabezas. Se formó una caravana de vehículos con las bocinas a todo sonar, y emprendieron el viaje hacia San José y la vecina ciudad de Cartago, donde los cinco se arrodillaron ante el altar de la Basílica de nuestra Señora de los Angeles, a dar gracias por su salvación.Ya en casa, Joel descubrió que se sentía incómodo por tantas atenciones. Los gritos de emoción de sus cuatro hijas, el tumulto de todas las voces y caras que lo rodeaban desde la llegada, incluso la amorosa solicitud de su esposa… Todo, en fin, fue demasiado para él.Buscando algo que le calmara los nervios, metió la mano en su saco de marinero y sacó la botellita parda.—Aquí tienes —le dijo a su mujer—. Hay algo dentro para ti.Y le entregó la botellita.—¿Qué es? —preguntó Edith.—Algo que escribí para ti… cuando estaba allá.Se sentaron en la orilla de la cama y Joel abrió la botella, entrecerrando los ojos para ver bien la hoja de papel con el bloque de diminutas letras apretujadas. "Diez de marzo. Amada mía:" , empezó y, después de aclararse la garganta, leyó lo que le había escrito allá, muy lejos, pero no hacía mucho.