EL SENDERO DEL CONOCIMIENTO (Rudolf Steiner)
Publicado en
octubre 23, 2011
Todo hombre puede adquirir por sí mismo el conocimiento de la Ciencia Espiritual. Lo que se expone en estos escritos nos da una imagen mental de los mundos superiores y, bajo cierto aspecto, es el primer paso hacia la visión propia, porque el hombre es un ser-pensamiento y puede encontrar el Sendero del Conocimiento, únicamente si se sirve del pensamiento como punto de partida.
Si se le presenta a su inteligencia una imagen de los mundos superiores, esto no le resultará inútil, aun cuando por el momento sea solamente una narración de hechos superiores, de los que no puede todavía tener la visión propia. Porque los mismos pensamientos que se le proveen, representan una fuerza que seguirá actuando en el mundo de sus pensamientos. Esta fuerza obrará en él de manera que despertará los gérmenes latentes. Se equivoca quien considere inútil abandonarse a semejantes imágenes del pensamiento, porque juzgue al pensamiento como algo abstracto, no viviente. En cambio, el pensamiento es una fuerza viva, y mientras para quien posee el conocimiento superior, éste le resulta una expresión inmediata de las cosas vistas en el espíritu, el pensamiento, en cambio actúa en aquellos a quienes es comunicado, como un germen que lleva el fruto del conocimiento. quien en la búsqueda de conocimientos superiores, despreciando el trabajo mental, quisiera recurrir a otras fuerzas de la naturaleza humana, no se daría cuenta que el pensar es precisamente, la capacidad más elevada que el hombre posee en el mundo de sus sentidos. Por tanto, a quien interrogue acerca de cómo se pueden adquirir los conocimientos superiores de la Ciencia Espiritual, se le debe contestar que empiece a instruirse por medio de las enseñanzas que puede recibir de otros sobre esos conocimientos. Y si objetase que quiere observar por sí mismo, y que no le interesa saber lo que otros han visto, le responderemos que, asimilar lo que otros refieren, es precisamente el primer paso del conocimiento. A esto se podría replicar que se obliga a tener una fe ciega. No, absolutamente; cuando se nos comunica una observación, no se trata de fe o de incredulidad, sino de acoger libremente y sin prejuicios lo que se nos refiere. El verdadero investigador espiritual, no reclama absolutamente que sus palabras sean recibidas con fe ciega. Entiende exponer simplemente, lo que ha experimentado en regiones más elevadas de la existencia y da cuenta de sus experiencias, pues él sabe también, que el recibir lo que el sabe de sus experiencias y la compenetración de los pensamientos del auditorio, de lo que él comunica, constituye para los que lo oyen una fuerza viva que favorece su desarrollo espiritual. El asunto de que ahora se trata podrá ser comprendido exactamente, si se reflexiona que todo conocimiento de los mundo anímico y espiritual yace en las profundidades del alma humana, de donde se le puede extraer por medio del Sendero del Conocimiento. Pero es posible comprender, no sólo lo que por nosotros mismos hemos extraído de las profundidades del alma, sino también, lo que los otros han extraído, aun cuando todavía no estemos preparados para encaminarnos por el Sendero del Conocimiento. Un juicio espiritual exacto despierta en la posibilidades del alma, no ofuscada por prejuicios, las fuerzas de la comprensión. Lo que inconscientemente sabemos se encuentra con el hecho espiritual descubierto por otra persona. Y este encuentro no es fe ciega, sino que es la exacta acción del sano juicio del hombre. Esta sana comprensión debería ser considerada para el conocimiento del mundo espiritual, como un punto de partida mucho mejor que las inciertas concentraciones místicas y cosas por el estilo, las que a menudo son consideradas mejores de lo que la sana razón puede reconcer, cuando le es presentada por la verdadera investigación espiritual. Nunca se insistirá bastante sobre la necesidad de entregarse al trabajo continuo del pensamiento, cuando se desea desarrollar las facultades para el conocimiento superior; y es tanto más necesario insistir, porque muchos que aspiran convertirse en videntes, estiman poco el trabajo serio y lleno de abnegación del pensamiento. Nos dicen, a menudo, que el pensar beneficia bien poco, que todo está en el pensamiento y otras cosas parecidas. A este propósito es útil decir que nadie puede convertirse en vidente en el sentido más elevado, vale decir, en verdadero vidente, si antes no ha adquirido la práctica íntima de la vida del pensamiento. A este respecto, muchas personas se dejan guiar por la indolencia interior. No se dan cuenta que esa indolencia se disfraza bajo el aspecto de desprecio del pensamiento abstracto o de las especulaciones ociosas. Pero desconoce el pensamiento quien lo confunde con una secuela vana de ideas abstractas. Tales ideas abstractas podrían fácilmente matar el conocimiento suprasensible, pero el pensamiento vital y enérgico es , en cambio, su fundamento; ciertamente sería mucho más cómodo si se pudiera llegar a la facultad de videncia superior sin el esfuerzo del pensamiento-y realmente a muchos les placería-; pero son indispensables para alcanzarla, una firmeza interna y una seguridad del alma, a las que se llega solamente por medio del pensamiento. Sin éste, sólo se llega a la inquieta vacilación, a las imágenes falaces, a un engañoso ludibrio del alma, que podrá porporcionar placer a alguien, pero que nada tiene que hacer con la verdadera penetración en los mundos superiores. Si , por lo demás, se piensa cuán grandes experiencias espirituales realiza realmente el hombre que entra en los mundos superiores, se comprenderá que este asunto tiene también otro aspecto. Para ser un vidente se necesita tener salud perfecta de vida anímica, y no hay mejor cuidado para esta salud que el hábito de la seria reflexión. Y aun esa salud anímica puede sufrir graves pertubaciones, si los ejercicios para adquirir un grado de evolución superior no están fundados sobre la base del pensamiento. Como es cierto que la facultad de clarividencia confiere al hombre que piensa recta y exactamente, mejor salud y mayores aptitudes para la vida, es, asimismo, cierto que toda tentativa de desarrollo forzado por quien siente al mismo tiempo aversión al trabajo de pensar, como todo soñar en esta campo, coduce a lo fantástico y a una equivocada actitud frente a la vida. Quien quiera desenvolver dentro de sí los conocimientos superiores, observando cuanto se ha dicho, no tendrá nada que temer. Jamás se debería tentar su desarrollo sin estas precauciones. Ellas tienen que ver con el alma y el espíritu solamente; si se las observa, resulta absurdo hablar de cualquier género de influencia dañosa para la salud corpórea. Ciertamente, es nociva la incredulidad infundada, porque actúa como fuerza que repele en quien atiende y le impide recibir los pensamientos fecundadores. No se necesita fe ciega para abrir los sentidos superiores, sino una actitud mental dispuesta a acoger el mundo del pensamiento científico espiritual. El investigador espiritual se presenta a su discípulo invitándolo: "No creas lo que te digo, pero piénsalo; conviértelo en el contenido de tus pensamientos, porque entonces los míos te conducirán al reconocimiento de la verdad que contienen". Esta es la actitud del investigador espiritual; no hace más que estimular, pero la fuerza para reconocer la verdad surge de la misma interioridad del discípulo. En este sentido es como se debe comprender el sentido de las concepciones científico espirituales. Quien puede esforzarse a concentrar en ellas sus pensamientos, puede estar seguro que en tiempo más o menos breve le conducirán a la visión directa. En lo que se acaba de decir, está indicada la primera cualidad que debe desarrollar, necesariamente, el quiera llegar a la visión directa de los hechos superiores. Entendemos decir, la cualidad de acoger sin prejuicios lo que se ha manifestado de la vida humana, y también del mundo extraño al hombre. Quien se aproxima a un hecho cualquiera del mundo con un juicio ya formado en la vida transcurrida, rechaza, por causa de este juicio, la influencia imparcial y serena que aquel hecho podría ejercer sobre él. El discípulo debe aprender a transformarse, en todo momento, en un receptáculo, en el que el mundo nuevo se pueda verter. Son fértiles en conocimiento para nosotros, solo los momentos en que calla nuestro juicio, toda nuestra crítica. No importa, por ejemplo, cuando encontramos a otra persona, que seamos más sabios que ella. El niño más ignorante tiene algo que revelar al más grande de los sabios; pero si éste se acercara al niño con un juicio ya formado sobre su sabiduría, este mismo concepto de su sabiduría se interpondrá como un vidrio opaco entre él y lo que aquel niño podría revelarle1. Para comprender las revelaciones del mundo de los demás, se requiere una absoluta abnegación interna; y si alguien quiere examinar hasta qué grado posee este don, hará dentro de sí mismo sorprendetes descubrimientos. Quien quiera entrar en el Sendero del Conocimiento superior debe ejercitarse en desvanecer su yo con todos sus prejuicios. Cuanto más lo consiga, tanto más las cosas podrán, entonces, penetrar en él; sólo los grados más elevados de esta dedicación desinteresada hacen la hombre capaz de asimilar los hechos espirituales superiores que lo rodean por todas partes. Es posible desarrollar en nosotros conscientemente esta facultad; se puede, por ejemplo, probar de abstenerse completamente de todo juicio sobre las personas de nuestro ambiente, de borrar de nosotros la idea de atracción y repulsión, de estúpido o de inteligente, que estamos habituados a aplicar en nuestras apreciaciones y, en cambio, intentar comprender a las personas simplemente, así como son. El mejor medio para ejercitarse es el de comenzar con personas que nos son antipáticas; es necesario suprimir con todas nuestras fuerzas nuestra antipatía y dejarnos influenciar sin preconceptos de lo que ellos hacen. Igualmente, encontrándonos en cirscuntancias que provocan nuestro juicio, debemos procurar la supresión de tal juicio y exponernos a las impresiones con la mayor imparcialidad2. No conviene hablar de las cosas y los acontecimientos, sino dejar que ellos nos hablen a nosotros. Es necesario extender este procedimiento al mundo de nuestros pensamientos y suprimir en nosotros lo que forma este o aquel pensamiento, para permitir a lo que está fuera de nosotros que forme nuestros pensamientos. Sólo procediendo con la más rigurosa seriedad y tenacidad en estos ejercicios, podremos llegar a la meta del conocimiento superior; el que desprecie los ejercicios, evidentemente no conoce su valor, pero quien tenga experiencia en estas cosas sabe que la devoción y la carencia de preconceptos , son verdaderos generadores de fuerza. Como el calor producido en la caldera de vapor se transforma en fuerza motriz en la locomotora, así este ejercicio de dedicación espiritual desinteresado, se transforma en el hombre en fuerza visiva en los planos espirituales. Mediante este ejercicio, el hombre se hace capaz de acoger todo lo que lo circunda, y a esta capacidad se unirá también la de exacta apreciación. Hasta tanto el hombre mantenga la tendencia de dar excesiva importancia a sí mismo en menoscabo del mundo que lo circunda, cerrará para sí la entrada al conocimiento superior. Quien ante cada acontecimiento o cada cosa del mundo, se abandona al dolor o al placer que le acarrea, está todavía a merced de la exagerada apreciación de sí propio, porque de su placer o de su dolor, no aprende nada de aquellas cosas, pero sí algo referente a sí mismo. Por ejemplo, si sentimos simpatía por un persona, lo que sentimos es, simplemente, nuestra propia relación con ella. Si en el modo de juzgar o comportarnos seguimos libremente este sentimiento de placer o de simpatía, entonces, ponemos nuestro modo de ver en primera línea y tratamos de imponerlo a los demás; queremos introducirnos en el mundo tal cual somos, en vez de recibirlo desprejuiciadamente, permitiendo que se exprese de conformidad a las leyes que en él son activas. En resumen, procediendo así, nos mostramos tolerantes sólo con lo que corresponde a nuestro carácter, y contra todo lo demás, movemos fuerzas repulsivas.1 Precisamente por esta declaración bien se ve que la recomendación de acoger sin reservas, no implica eliminar el propio concepto o abandonarse a la fe ciega, puesto que semejante exigencia no es admisible ni ante un niño. 2 Esta atención desprejuiciada nada tiene que ver con la fe ciega. No se trata de creer ciegamente, sino de no anteponer un ciego a la influencia viviente.Mientras el hombre se encuentra vinculado con el mundo de los sentidos, rechazará sobre todo, las influencias que no sean sensibles. El discípulo debe desarrollar la facultad de conducirse con las cosas y los hombres de conformidad con sus caracteres, apreciando en cada uno su valor e importancia. Simpatía y antipatía, placer y disgusto, deben asumir un nuevo papel. De ningún modo se quiere que se deban extirpar estos sentiminetos y hacerse insensible a la simpatía o a la antipatía. Por el contrario, a medida que uno desarrolla en sí la facultad de no permitir que a cada sentimiento de simpatía o de antipatía los siga inmediatamente un juicio o una acción, tanto más delicada se hará su sensibilidad. Experimentará que su simpatía y su antipatía asumen un carácter más elevado cuando aprenda a contener las que ya se encuentran en él. Así, también, una cosa que antes nos era poco simpática, está dotada de cualidades ocultas, y las revela cuando el hombre no sigue su conducta y sus sentimientos egoístas. El que haya progresado en esta dirección tendrá una sensibilidad más delicada que los demás, porque no permite a su yo personal entorpecer su receptividad. Toda tendencia seguida ciegamente, disminuye en nosotros la facultad de ver las cosas que nos rodean en su verdadera luz. Siguiendo de tal manera una tendencia, atravesamos el medio ambiente, en lugar de abrirnos a él y sentirlo en su verdadero valor. Cuando el hombre ya no reacciona con una respuesta o una acción egoísta a cada placer o disgusto, a cada simpatía o antipatía, se hace también independiente de las impresiones del mundo exterior. El placer que se siente por un objeto, nos hace dependientes del mismo, nos perdemos en él. Un hombre que se pierde en el dolor, en la alegría de las diferentes impresiones, no puede recorrer el Sendero del Conocimiento superior. Debe acoger el placer y el dolor desapasionadamente; entonces cesa de perderse en los mismos y comienza, en compensación, a comprenderlos. Un placer al cual nos abandonamos devora nuestra existencia desde el momento en que nos entregamos a él. Deberíamos sevirnos del placer, únicamente, para llegar por medio de él, a comprender mejor la cosa que en nosotros despierta placer. Lo que importa no es el hecho que aquella cosa nos proporcione placer; debemos experimentar placer, y por medio de él, deberíamos conocer la naturaleza de la cosa. El placer debería ser para nosotros, únicamente, el indicio que en aquella cosa existe una cualidad para producir placer, y deberíamos aprender a conocer esa cualidad. Si nos detenemos en el placer y nos dejamos absorver por él, somos nosotros mismos los que nos consumimos, pero si el placer es para nosotros una ocasión para experimentar una cualidad de aquella cosa, nuestro íntimo ser se enriquece por medio de esta experiencia. Por tanto, para el discípulo, placer y disgusto, alegría y dolor, deben ser sólo ocasiones mediante las cuales se instruya acerca de las cosas. De tal manera no se hace insesible al palcer o al dolor, sino que se eleva por encima de ellos para que se le revele la naturaleza de las cosas. Quien progresa en esta dirección aprenderá a conocer, qué maestros son el placer y el dolor; sentirá como los demás seres y recibirá él así la revelación de la íntima naturaleza de ellos. El discípulo jamás se dice a sí mismo: "Oh, cuánto sufro!", y también "cúanto gozo!", sino que dice: "¿qué me dice el dolor?", "¿qué me dice la alegría?", y se abandona para que el placer y el dolor del mundo exterior actúen sobre él. De esta manera se desarrolla en el hombre una actitud completamente nueva con respecto a las cosas. Mientras antes reaccionaba con una acción en uno o en otro sentido a cada impresión, según ésta le procurara alegría o dolor, ahora, en cambio, el placer y el dolor son para él los órganos mediante los cuales las cosas le dicen lo que ellas mismas son por su naturaleza. Alegría y dolor, antes simples sentimientos, se han converitido, ahora, en él en órganos de los sentidos , mediante los cuales percibe el mundo exterior. Así como el ojo, cuando ve algo, no actúa él mismo, sino que deja que actúe la mano, así también la alegría y el dolor no hacen ningún efecto en el discípulo, en cuanto se sirve de ellos como medio de conocimiento, sino que ellos reciben las impresiones, y lo que ha sido experimentado por medio del placer y del dolor, es lo que lleva a la acción. Si el hombre se ejercita de manera de hacer que la alegría y el dolor se conviertan en órganos de transmisión, éstos le construirán los verdaderos órganos mediante los cuales se le abrirá el mundo anímico. El ojo sirve al cuerpo sólo en cuanto este es un órgano de transmisión para las impresiones físicas: alegría y dolor se convertirán en los ojos del alma cuando dejen de tener para nosotros un valor propio y empiecen a revelar, a nuestra alma, la de los extraños. Mediante las facultades expuestas, el que busca el Sendero se pone en actitud de dejar actuar sobre sí, lo que realmente existe en el mundo que lo circunda, sin la influencia perturbadora de sus peculiaridades. Debe, no obstante, adaptarse al ambiente espiritual de una manera adecuada. Como ser pensante, pertenece al mundo espiritual; podrá serlo de un modo conveniente sólo si en sus investigaciones espirituales da a sus pensamientos el curso correspondiente a las leyes eternas de la Verdad, a las leyes de la Región de los Espíritus; sólo así esta región podrá ejercer su influencia y revelarle su naturaleza. El hombre no alcanza la Verdad si se abandona a los pensamientos que continuamente atraviesan su yo , porque estos pensamientos toman la dirección que les da su origen en la naturaleza física. Los pensamientos de un hombre que se abandona a la actividad mental de su cerebro corpóreo, se presentan desordenados y confusos. Aparece un pesamiento y desaparece repentinamente desalojado por otro. Quien escucha atentamente la conversación de dos personas, o se observa imparcialmente a sí mismo, puede hacerse fácilmente una idea de esta masa confusa y cambiante de pensamientos. Mientras el hombre se dedique solamente a satisfacer la vida de los sentidos, esta corriente confusa de pensamientos tendrá que ser constantemente puesta en orden por los hechos de la realidad. Por confusa que sea nuestra manera de pensar, la vida cotidiana impone a nuestras acciones las leyes que corresponden a la realidad. Por ejemplo, si con nuestros pensamientos nos formamos una idea confusa de una ciudad, luego, si queremos efectuar un recorrido por ella, tenemos que adaptarnos a los hechos existentes; un mecánico, podrá entrar en su taller con un torbellino de ideas e imágenes, pero las leyes de las máquinas lo conducirán a proceder de acuerdo a las mismas. En el mundo de los sentidos, los hechos ejercen continuamente un poder correctivo sobre el pensamiento. Si nosotros creamos en la mente una idea falsa de un fenómeno físico, por ejemplo, de la forma de una planta, la realidad se nos presenta en seguida y establece el orden en nuestro pensar. Pero la cosa es diferente cuando observamos nuestra relación con las regiones superiores de la existencia. Estas se revelan solamente si entramos en sus mundos con un pensamiento rigurosamente ordenado. En aquellos mundos, nuestro pensamiento debe darnos un punto de partido exacto y seguro; de otra manera nos resultará imposible encontrar el verdadero camino, porque las leyes espirituales activas en aquellas regiones no están condensadas en formas físico-corpóreas y no pueden ejercer en nosotros la coerción que antes hemos señalado. Nos será posible seguir esas leyes sólo si tienen afinidad con nuestras propias leyes, es decir, a la de todo ser pensante; por tanto, tenemos que ser nuestros porpios guías. De consiguiente, el discípulo debe tener el dominio de sus pensamientos y disciplinarlos rigurosamente; sus pensamientos deben perder gradualmente el hábito de seguir su curso ordinario para asumir, en cambio, el carácter íntimo del mundo espiritual. A este respecto, el discípulo debe vigilarse de continuo, y dominarse. Sus pensamientos no se deben suceder unos a otros arbitrariamente, sino que deben desenvolverse de conformidad al exacto contenido del mundo de los pensamientos; el pasaje de una idea a otra debe corresponder a las rigurosas leyes de la lógica. El hombre, como pensador, debe ser la imagen de estas leyes lógicas y debe excluir del curso de sus ideas todo lo que no proceda de estas leyes. Si un pensamiento preferido se le presenta, debe rechazarlo si obstaculiza el curso regular del pensamiento; si un sentimiento personal tiende a imponer a sus pensamientos una determinada dirección que no sea la inherente, debe suprimirlo. Platón exigía a los que solicitaban ingresar a su escuela, que antes siguieran un curso de matemáticas; y en realidad, esta ciencia, con sus rigurosas leyes que no siguen el curso ordinario de los fenómenos de los sentidos, es una excelente preparación para el que busca el Sendero. Si se quiere progresar en esta ciencia, se debe renunciar a todo arbitrio personal, a toda distracción. El discípulo que busca el Sendero se prepara para su misión superando por espontánea voluntad toda actividad arbitraria del pensamiento. Aprende a seguir, únicamente, las exigencias del pensamiento. Así debe aprender a proceder en toda operación mental que deba servir al conocimiento espiritual. De manera que, la vida mental misma debe ser una imagen de los juicios y conclusiones de la ciencia matemática. Adoptará esta manera de pensar dondequiera que se encuentre. Entonces las leyes del mundo espiritual fluirán en él, las mismas que pasan a través de él sin dejar rastro alguno cuando sus pensamientos tienen el carácter confuso habitual. De este modo, el pensar regulado lo conduce de puntos de partida seguros hasta la verdad más arcana. Estas indicaciones no deben ser interpretadas unilateralmente. Si bien las matemáticas son excelentes para disciplinar el pensamiento, se puede también llegar al pensar puro, sano y lleno de vida, sin cultivar las matemáticas. El discípulo debe aplicar la misma disciplina a que somete su pensamiento, también a sus acciones. Ellas deberán seguir, sin sufrir la influencia perturbadora de su personalidad, las leyes de lo que es noble, bello y Eternamente Verdadero. Estas leyes deben servirle siempre de dirección. Al comenzar a realizar algo, considerado justo por él, no debe abandonar la obra emprendida, aunque no satisfaga su sentimiento personal. Así también, no debe continuar por ese camino porque él le procure satisfacción, cuando se dé cuenta que no está de acuerdo con las leyes de la Belleza y de la Verdad eternas. En la vida ordinaria, los hombres se dejan llevar en sus actos por lo que les satisface personalmente, o por las ventajas que le proporcionan. Haciendo así, imponen su tendencia personal al curso de los acontecimientos del mundo, no ponen, en efecto, las verdades correspondientes a las leyes del mundo espiritual si no satisfacen las exigencias de su arbitrio. El hombre, obra de acuerdo con el mundo espiritual únicamente cuando sigue las leyes de ese mundo. De lo que se realiza sólo por sentimiento personal, no resultan fuerzas que puedan constituir una base para el conocimiento del espíritu. El buscador del conocimiento, no sólo debe preguntar: ¿qué es lo que proporciona ventajas?, ¿cómo me procuraré el éxito? Sino que debe decir: ¿qué es lo que he reconocido como bueno? La renuncia al fruto de las acciones por la persona misma, la renuncia a todo arbitrio personal, son las severas leyes que debe imponerse. Entonces recorrerá los senderos del mundo espiritual y todo su ser se compenetrará de esas leyes, se libertará de toda influencia del mundo de los sentidos, mientras su Hombre-Espíritu se liberta de sus involucros inferiores. Así progresa hacia el espíritu y, así, se espiritualiza a sí mismo. No se puede decir: ¿qué beneficios me reportan todos los esfuerzos de seguir, únicamente, las leyes de lo verdadero, cuando a lo mejor estoy equivocado sobre lo que es lo verdadero? Lo que importa es la intención, el propósito. También quien se equivoca en la misma aspiración a lo verdadero, halla una nueva fuerza que puede apartarlo del sendero equivocado y conducirlo al buen camino; y la misma objeción: ¿podría también equivocarme? es una duda que perturba y demuestra que el hombre no tiene fe en la fuerza de la verdad; porque es, precisamente, importante, que se abandone impersonalmente, dejándose conducir por el espíritu, antes que proponerse una meta, partiendo de un punto de vista personal, egoísta. No es el deseo egoísta del hombre el que puede dictar leyes a la verdad, sino que esta misma verdad debe dominar al hombre, debe compenetrar todo su ser y convertirlo en una verdadera imagen de las eternas leyes del mundo espiritual. Debe, él mismo, rebosar de estas leyes eternas para difundirlas en la vida. El discípulo debe tener completo dominio sobre su voluntad, como sobre todos sus pensamientos; de este modo, con modestia, y sin presuntuosidad, se convertirá en un mensajero del mundo de lo verdadero y lo bello. Convirtiéndose en esto, asciende a formar parte del mundo del espíritu y se eleva gradualmente en su evolución. No se puede llegar a la vida espiritual sólo por medio de la contemplación, sino que es necesario llegar a experimentarla verdaderamente. Si el discípulo observa las leyes expuestas aquí, las experiencias anímicas que se refieren al mundo espiritual asumirán en él un carácter absolutamente nuevo. No sólo vivirá en ellas. No sólo tendrán importancia para su vida, sino que se transformarán en percepciones anímicas del mundo superior. En su alma, los sentimientos de placer y dolor, de alegría y disgusto, se convierten en órganos del alma, así como los ojos y los oídos en el cuerpo físico no tienen, simplemente, una vida en sí, sino que permiten imparcialmente, a las impresiones externas, que pasen a través de ellos. De esta manera, el discípulo adquiere la tranquilidad y la seguridad en la disposición de alma, necesaria para la investigación en el mundo espiritual. Una gran dicha ya no le arrancará gritos de entusiasmo, sino que será anunciadora de ciertas propiedades del mundo que antes no advertía ; no altera su tranquilidad, y mediante ésta los caracteres de la entidad aportadora de dicha, le serán revelados. Igualmente un dolor ya no sólo lo llenará de tristeza, sino que le indicará, además, las cualidades que posee el ser que le causa dolor. Como el ojo no pide nada para sí mismo, sino que indica el camino a seguir; así también, dicha y dolor, conducirán al alma por el sendero. Este es el estado del equilibrio anímico a que debe llegar el discípulo. Cuanto menos la dicha y el dolor repercutan con sus ondas en la vida interior del discípulo, tanto más contribuirán a formar los ojos para el mundo suprasensible. Mientras el hombre viva en la dicha y el dolor, éstos no le enseñarán a conocer, pero cuando por medio de la alegría y el dolor aprenda a vivir, cuando por medio de ellos elimine el sentimiento personal, entonces se formarán en él los órganos de percepción, verá y conocerá por medio de ellos. No se debe creer que el discípulo se convierte en un hombre árido e indiferente. El placer y el dolor existen en él, pero cuando investiga el mundo espiritual son transformados, se convierten en ojos y oídos. Mientras llevamos en el mundo una vida puramente personal, las cosas nos revelan solamente lo que las relaciona con nuestra personalidad, pero esto es la parte transitoria de ellas. Si nos separamos nosotros mismos, de nuestra parte transitoria, y vivimos con el sentimiento de nuestro yo, con nuestro yo en nuestra parte imperecedera, entonces aquéllas, nuestras partes transitorias, se convierten en medios de conocimiento; y lo que por este medio se nos revela es la parte imperecedera, eterna de las cosas. Esta relación entre lo eterno en nosotros y la parte eterna de las cosas, debe ser establecida por el discípulo. Antes de comenzar otros ejercicios, como los recientemente descriptos, y también durante los mismos, el discípulo debe dirigir la mente a lo imperecedero. Cada vez que contemplamos una piedra, una planta, un animal o un hombre, debemos ver en todos ellos, la expresión de lo que es eterno, y preguntarnos: en la piedra transitoria y en el hombre mortal,¿ qué es lo imperecedero?¿ qué quedará del fugaz momento sensible? Y no se crea que dirigiendo así el espíritu a lo eterno, se destruya en nosotros la contemplación serena, o el sentido para los valores de la vida cotidiana, y nos convierta extraños a la realidad inmediata de las cosas, sino más bien, que cada hoja, cada pequeño coleóptero, nos revelará innumerables secretos si dirigimos sobre ellos, no sólo el ojo, sino el espíritu a través del ojo. Cada reverberar, cada matiz de color, cada acento, permanecerá vivo y perceptible para nuestros sentidos; nada se pierde; por el contrario, salimos ganando, porque se añade nueva vida infinita. Y quien no sabe observar con el ojo hasta las cosas más pequeñas, tendrá pensamientos débiles, sin vida, y no llegará a la visión espiritual. Todo depende de la disposición interna que tomemos en esta dirección. El mayor o menor éxito, dependerá de nuestra capacidad. Debemos hacer lo que corresponde y dejar todo lo demás, a la evolución propia. Entretanto, debemos contentarnos con mantener nuestra mente en lo que es imperecedero. Haciendo esto, precisamente, el conocimiento de lo imperecedero se revelará a nosotros; pero debemos esperar hasta que nos sea dado. A su tiempo será dado a los que saben esperar con paciencia y trabajar asiduamente. Mediante tales ejercicios, el hombre no tarda en darse cuenta del cambio radical que se opera en él. Aprende a dar a cada cosa más o menos importancia según su mayor o menor relación con lo que es imperecedero, eterno. Llega a valorar y estimar el mundo de manera bien distinta de como lo hacía antes; sus sentimientos entran en una nueva relación con todo lo que le rodea. Las cosas transitorias no lo atraen más sólo por sí mismas, como ocurría antes, sino también como símbolos y como parte de cosas eternas; y aprende a amar a este eterno que vive en cada cosa y se familiariza con él, como antes con las cosas transitorias. Pero no por eso se hace un extraño en la vida; antes bien, aprende a estimar todas las cosas en su verdadero valor. Hasta las cosas más efímeras de la vida no pasan sin ejercer una influencia en él, pero en la búsqueda del espíritu ya no se detiene en ellas, las reconoce en su limitado valor y las ve en su exacta luz. No es buen conocedor el que gusta vagar por las nubes y, así, malgastar la vida; quien verdaderamente ha adquirido el conocimiento superior sabe con clara visión y exacto sentido señalar el lugar que corresponde a cada cosa. De este modo al discípulo se le abre la posibilidad de no seguir más las influencias incalculables del mundo sensible externo, que conducen su voluntad de un lado para otro. Mediante el conocimiento superior, ve lo que es eterno en las cosas; por medio de la transformación de su mundo interior, posee la facultad de percibir lo que es eterno. Para el discípulo, los siguientes pensamientos adquieren importancia especial. Cuando actúa por iniciativa propia, es consciente de actuar por iniciativa de lo que es eterno en las cosas; porque éstas manifiestan en él lo que es eterno en ellas. Consecuentemente, obra de acuerdo con el eterno orden del Universo, cuando dirige sus acciones de conformidad a lo eterno que vive en él. De este modo, sabe que no son las cosas externas las que lo dirigen, sino que él mismo es quien dirige tales cosas de acuerdo a las leyes inherentes a ellas, que son tambien las leyes de su propio ser. Esta actividad proveniente de lo interno del ser es, solamente, un ideal al cual aspiramos. El logro de esta meta está aún muy lejano. Pero el discípulo debe tener la voluntad de discernir claramente este sendero; ésta es su voluntad de libertad, porque libertad es actuar por iniciativa propia, y esto se otorga sólo a quien extrae sus motivos de lo eterno. Quien no se comporta así, actúa por motivos que no son los inherentes a las cosas, con lo que opone al orden universal, y éste obtendrá la victoria sobre él, vale decir, no podrá ocurrir en último término lo que el hombre se ha propuesto con su voluntad. No podrá ser libre. El arbitrio de cada ser destruye al ser mismo con la consecuencia de sus acciones. * * *
Quien regula de esta manera su vida interna, progresará de grado en grado, en el conocimiento espiritual. Como fruto de sus ejercicios, se abrirá su ojo espiritual a las visiones del mundo suporasensible. Aprenderá el sentido de la verdad revelada en torno a las cosas de este mundo, y tendrá la confirmación mediante sus propias experiencias. Cuando haya llegado a esta etapa se le presentará una experiencia que sólo por ese sendero le puede ser concedida. De una manera cuyo significado sólo entonces le resultará claro, se le imparte la Iniciación por las Grandes Potencias y Maestros del género humano, convirtiéndose así en discípulo de la sabiduría. Cuanto menos se considere la Iniciación como consituída de una forma humana puramente exterior, tanta más exacta será la representación que se nos hace. Sólo podemos indicar brevemente aquí, qué cosa se desenvuelve entonces en el discípulo. Recibe una nueva patria, esto es, se ha convertido en un morador consciente del mundo suprasensible. La fuente del conocimiento espiritual está ahora en regiones más elevadas; la Luz de este conocimiento no la recibe más desde afuera, sino que él mismo se encuentra en el centro del maniantial de esta Luz. Los problemas que presenta el Universo adquieren en él nueva Luz. Ya no se comunica con las cosas forjadas por el espíritu, sino con el mismo espíritu plasmador. En los momentos del conocimiento espiritual la vida propia de la personalidad, subsiste todavía con el solo propósito de ser la representación consciente de lo Eterno. Desaparece toda duda de la existencia del espíritu que antes podía surgir en él, porque sólo puede dudar quien es engañado por las cosas, con respecto al espíritu que en las mismas actúa. Pero como el discípulo de la sabiduría es capaz ahora de comunicarse con el mismo espíritu, desaparece para él toda forma falsa, cuya apariencia él se figuraba antes que era el espíritu. La falsa forma con la cual nos reprensentamos al Espíritu, es superstición. El iniciado está por encima de toda superstición, porque sabe cuál es la verdadera forma del espíritu. Liberación de los prejuicios de la personalidad, lo mismo que de las dudas y las supersticiones, es la característica de lo que en el Sendero del Conocimiento han ascendido hasta el grado de discípulo. No hay que confundir esta unificación de la personalidad en la amplia vida espiritual, con el entrefundirse de la personalidad en el espirítu universal, que significa su aniquilamiento. Semejante desaparición, no tiene lugar en el caso de una verdadera evolución de la personalidad. Esta se conserva como personalidad en la relación que ha conseguido con el mundo espiritual. No tiene lugar un sometimiento de ella. Si nos queremos hacer una imagen de esta unificación de cada espíritu con el espíritu universal, no corresponde adoptar la de varios círculos que se convierten en un círculo único, en el cual desaparecen; más indicado es tomar la imagen de muchos círculos, de los cuales cada uno tiene un bien definido matiz de color; estos círculos, diversamente coloreados, se superponen recíprocamente, pero cada tonalidad de color permanece en la totalidad de su escencia. Ninguno pierde la plenitud de sus propias fuerzas.
No entendemos dar aquí una ulterior descripción del sendero; ella se ha dado en la obra "La Ciencia Oculta", que es la continuación de ésta. Una interpretación equivocada de lo que se dice en esta obra, con respecto al Sendero del Conocimiento espiritual, puede muy fácilmente inducir a creer en una recomendación de las disposiciones del alma que llevan consigo al alejamiento de la experimentación directa, espontánea y activa de la existencia. A este respecto, es conveniente repetir que no se puede exigir que se haga extensiva a toda la vida, la disposición del alma que hace a esta última apta para experimentar directamente la realidad del espíritu. Para la investigación en la existencia espiritual, el investigador de la misma, puede llegar a adquirir el poder de conducir al alma a la indispensable abstracción de la realidad, que está sometida a los sentidos, sin que esta abstracción haga de él un hombre que se desentiende del mundo. Por otra parte, conviene también reconocer, que el conocimiento del mundo espiritual -no sólo de aquel conocimiento que se adquiere encaminándose por el sendero, sino también lo que se consigue con la compresión de las verdades científico espirituales por medio del intelecto sano y libre de prejuicios-conduce también a un tenor de vida moral superior, a un conocimiento que responde más a lo verdadero de la existencia sensible, a la seguridad de la vida y a la salud interna del alma.Fin