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    T 15 (20 min)


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    T 17 (45 min)

    ---------------------

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    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


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    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
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    Fecha
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    Hora, Minutos y Segundos
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


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    10%
    )


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    )


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    10%
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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
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    Sepia
    (1 - 100)
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    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

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    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

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    SUPERIOR-INFERIOR

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    ▪ Centrar

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    Abajo - Arriba
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    Normal
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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

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    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

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    ▪ Activar

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    H= M= E=
    -------
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

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    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Cambiar cada

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
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    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

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    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
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    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    DETRAS DE LAS ESTRELLAS (Charles L. Fontenay)

    Publicado en octubre 30, 2011

    I


    Cuando Chaan Fritag no era todavía más que un niño, un ser le regaló un dodecaedro.



    Le dieron el dodecaedro mucho antes de que él descubriese el agujero de la buhardilla. Realmente no había conexión alguna entre una cosa y otra.

    Chaan no se acordaba muy bien de aquel ser, pues no tendría más de cinco años cuando vino a hacerles una visita. Conservaba la impresión de una criatura muy alta, parecida a un fantasma, con largas pieles blancas y una boca cuadrada que no se cerraba. Extendidas en la boca cuadrada de aquel ser había cuerdas que vibraban como las de un arpa cuando hablaba musicalmente con papá. Papá, que trabajaba para el Servicio Espacial y que era muy sabio, utilizaba un pequeño instrumento de cuerdas para dar sus respuestas.

    El ser era extraño e impresionante, pero cuando colocó el dodecaedro en la manecita de Chaan, sus ojos se mostraron grandes, oscuros y suaves. Mirarse en ellos era como mirar al cielo profundo en una noche sin luna.

    El dodecaedro era muy pequeño, de unos cinco centímetros de diámetro, y era transparente Al mirarlo no se veían tan sólo sus doce facetas sino, aparentemente muchas, muchísimas más. Era una cosa fascinante. Centelleaba a la luz, y, en la oscuridad, Chaan se imaginaba a veces que ardía con una luz suya propia.

    Cuando tuvo unos cuantos años más le preguntó a su padre por el dodecaedro. Por aquel entonces se había olvidado de cómo había llegado a su poder.

    ―Te lo dio un ser sabio y amable de un mundo que está muy lejos, Chaan —dijo su padre, brillándole en los ojos una luz de reminiscencias—. Era un amigo mío, y procedía de una vieja, muy vieja raza de criaturas.
    ―¿Para qué me lo dio, papá? —preguntó Chaan.
    ―Dijo que era porque él veía algo en tu cara que le impulsó a dártelo. Creo... el idioma de Kreel es muy difícil de entender... pero creo que dijo que tú lo utilizarías algún día. Su gente conoce a veces el futuro.

    Aquel tipo de cosas estaban más allá de la comprensión de Chaan. Sus intereses eran de índole más inmediata.

    ―¿Qué es? —preguntó por primera vez en los muchos meses que lo llevaba poseyendo.
    ―Es un dodecaedro —contestó el padre—. Algún día aprenderás que un dodecaedro es una figura que tiene doce caras que son pentágonos iguales. Ignoro qué otra cosa sea eso que te dio Kreel.

    Como había hecho mucho antes, Chaan estuvo jugando algún tiempo con el dodecaedro y luego lo desechó por otros juguetes. El padre se lo encontró en un rincón y lo utilizó como pisapapeles en su mesa, hasta que abandonaron el cosmódromo de Alabama y se trasladaron a la casa, vieja de tres siglos, en la comarca llana junto a Menfis. Chaan no lo vio más durante algún tiempo.

    La casa tenía tres buhardillas, como Chaan descubrió pronto. Una de ellas era lo bastante grande para poder estar de pie, y allí se guardaba todo el mobiliario que no servía. En la segunda, donde uno tenía que moverse a gatas, había cajas de los viejos libros de su abuelo, pues la casa había pertenecido al padre de papá.

    La tercera era simplemente un espacio hueco que quedaba entre los techos que había por encima del resto del caserón y la cubierta del tejado. No se consideraba propiamente una buhardilla, y nadie llegó a entrar en ella mientras Chaan no encontró el agujero.

    Era un sitio donde una gran plancha había quedado suelta sobre las vigas del segundo ático. Chaan se puso en pie sobre una pila de tres cajas de libros de su abuelo el día que descubrió el agujero y se puso a mirar por allí en la oscuridad polvorienta.

    Había un pequeño espacio, turbiamente iluminado, dentro del cual pudo arrastrarse, y un rincón que prometía otras vistas más allá. Con alguna dificultad, Chaan logró pasar por el agujero y siguió arrastrándose luego sobre las vigas de unión. Aquella buhardilla superior era tan baja, que él tenía que permanecer echado boca abajo y avanzar apoyándose en los codos, rozando con la cabeza las grandes vigas y cuartones.

    El rincón era algo más que un rincón, descubrió él. Era un sitio donde se encontraban vigas y caballetes que formaban una mezcla que se descomponía en curiosos ángulos. Más allá sólo existía más espacio de techo bajo, pero era un escondite ideal para un niño.

    Así pues, durante algún tiempo Chaan estuvo usando la tercera buhardilla como sitio de retiro y como escondite especial para sus cosas valiosas. Guardaba allí un cráneo de carnero (para espantar a los intrusos), su arco y sus flechas y la brida de su poney, durante cierta temporada en la cual estuvo convencido de que alguien sacaba su poney y lo montaba por la campiña mientras él estaba dormido.

    Chaan tenía nueve años cuando encontró de nuevo el dodecaedro. Estaba rebuscando en el cajón del fondo de una vieja cómoda, y le brilló el sol de la tarde.

    Se lo colocó entre las dos manos y miró dentro. Los planos y ángulos de sus muchas caras se fundían y disolvían en sus profundidades.

    Aquel fue el período de hombre espacial de Chaan. Había resuelto que cuando fuese mayor sería capitán de una nave espacial e iría a las estrellas.

    Meditó sobre el posible valor de semejante objeto para un hombre espacial, y decidió que sería un ideal globo celeste en el que trazar el curso de su vagabunda astronave.

    Se lo llevó a la buhardilla, puesto que era allí donde normalmente pilotaba su nave espacial. El negro traje ceñido y el cuero de plástico estaban calientes y sudorosos en la polvorienta buhardilla, pero las dos diminutas escopetas de rayos eran un peso consolador en medio de las tinieblas.

    El casco de plástico tenía una luz arriba, pues el espacio es oscuro, ¿no es así?, y él la encendía tan pronto como empezaba arrastrarse por la tercera buhardilla. La batería estaba casi gastada por el mucho uso, pero en realidad él no necesitaba luz alguna. Aquella era una de las formalidades del juego.

    El dodecaedro hacía muy bien de globo celeste. Chaan había ido mucho más allá de Centauro y estaba planeando un vuelo rutinario de regreso al sistema solar cuando un pirata del espacio le pasó rozando por el morro, trazando una atrevida línea tangencial. Aquello era un desafío que ningún capitán de la Patrulla Centauro podía pasar por alto; así, pues, Chaan se lanzó en persecución del bandido.

    El pirata volante se dirigía hacia regiones remotas. Chaan estaba completamente seguro de que se encaminaba a Arturo, y Arturo estaba pasado el recodo hecho por las vigas. Detrás de aquel recodo había parajes inmensos en los que un pirata podía ocultarse, y Chaan no quería de ninguna manera perder de vista a su presa.

    Se arrastró resueltamente a lo largo de las vigas, manteniendo en una mano el dodecaedro en frente de él para poder seguir el rumbo.

    La esquina desconocida resultó una dura empresa para Chaan, especialmente al mirar con fijeza en el dodecaedro con objeto de no perder el rumbo.

    El pequeño objeto parecía poseer una luz propia. En él se reflejaban las vigas y los maderos y cuartones, mezclados con los planos y aristas propios del dodecaedro. Pero había algo más.

    Chaan dio la vuelta al recodo.

    Estaba en un sitio totalmente distinto de la buhardilla. Emergió de entre las raíces de un árbol grandísimo hasta un filo de hierba alumbrado por un sol rojizo.

    Ahora bien, si Chaan hubiese tenido más de nueve años de edad, se habría asustado horriblemente. Pero los cuentos de hadas y de magia eran todavía para él cosas muy sólidas. Evidentemente la buhardilla superior era un terreno encantado que él no había descubierto todavía. Todo lo que sentía era una extraña excitación, que tenía más de ansiedad de descubridor que de otra cosa.

    Poniéndose en pie, realizó algunos esfuerzos por limpiarse algo del polvo de la buhardilla. Luego, grabando bien en su mente el árbol, pues tenía la bastante experiencia como arriesgado hombre espacial para tomar nota de todos los incidentes de su derrotero, se metió con decisión el dodecaedro en el bolsillo y se dispuso a realizar una incursión exploratoria.

    Como tierra encantada, resultaba muy convincente. La hierba y el follaje de los árboles eran de un púrpura azulenco; el firmamento, de un azul muy oscuro y el sol, tremendo y carmesí. También hacía un poquito de frío, lo que no le sorprendió mucho a Chaan, ya que estaba vestido para un verano meridional aunque llevase puesto su traje del hombre del espacio.

    A través de un claro entre los árboles, vio las distantes torrecillas de una ciudad, y empezó a caminar hacia ella. Se acordó entonces de que era muy posible que no regresase a tiempo para la cena, pero se sentía obligado por el deber de descubrir algo.

    Cuando se iba acercando al borde del herbazal el animal surgió de entre los matorrales. Como viejo hombre del espacio, Chaan supo en seguida que no se trataba de un habitante inteligente de otro mundo; aunque era una siniestra criatura, él nunca la había visto pintada en la Enciclopedia Infantil del Espacio. Por un instante Chaan y el animal se estuvieron observando mutuamente con objetividad científica. En el mismo momento en que el animal decidió que Chaan era comestible, éste decidió que aquel ser era un animal feroz.

    El animal se agazapó para dar un salto, ondeando ominosamente las puntas de sus tentáculos. Chaan sacó su escopeta de rayos y al mismo tiempo pensó, con el corazón dándole un vuelco, que las chispas espectaculares emitidas por aquel arma no tendrían efecto alguno sobre el animal.

    Aquel animal era verdadero, y la escopeta de rayos sólo era un juguete.

    Pero valientemente apuntó su arma sobre el animal y apretó el gatillo en el mismo momento en que la bestia saltaba hacia él con un rugido ensordecedor. Las chispas brotaron coloreadas e inútiles de la escopetilla.

    El animal estalló en una llama humeante en mitad del aire y cayó a sus pies, retorciéndose en la agonía de la muerte.

    Chaan enarboló la escopeta con una mezcla de triunfo y de perplejidad. Luego una mano cayó sobre su hombro. Se volvió.

    Un verdadero hombre espacial, un hombre ya mayor, de uniforme azul y plata, pero sin casco, estaba a su vera. Una auténtica escopeta de rayos se veía en la mano del corpulento hombre espacial, y Chaan reconoció el arma, por las pinturas que había visto en ella; como una pistola calorífica.

    ―Te has escapado por los pelos —dijo el gran hombre espacial.
    ―Sí, señor —admitió Chaan—. Creo que mi escopeta no era bastante fuerte para un animal así. Ha sido una suerte que usted viniera.

    El gran hombre espacial bajó la mirada hacia él, y una expresión de asombrado reconocimiento se pintó en su rostro.

    ―Tú eres Chaan, ¿no es así? —preguntó con una voz que temblaba un poco.
    ―Sí, señor. El capitán Chaan de la Patrulla Centauro. Estoy aquí tratando de apresar a un pirata espacial, pero tengo que volver a tiempo para la cena.

    El gran hombre espacial sonrió.

    ―¿Cree usted que tendría tiempo para echar un vistazo a la ciudad? —preguntó Chaan—. Puede que el pirata esté escondido allí.
    ―La ciudad está muy lejos —dijo gravemente el gran hombre espacial—. Creo que será mejor que vayamos a lo alto de la colina y miremos la ciudad desde allí.

    Caminaron juntos hasta lo alto de la cuesta que dominaba la ciudad. El gran hombre espacial le dijo a Chaan qué mundo era aquél, pero Chaan no reconoció el nombre.

    ―Espero que algún día podré venir aquí otra vez —dijo Chaan mirando desde lo alto con ojos ávidos a la hermosa ciudad—. En una astronave, naturalmente, no por la buhardilla. Cuando crezca, quiero ser un hombre espacial. Un hombre espacial como usted.
    ―¿Por qué, Chaan? —preguntó el gran hombre espacial.
    ―Estudió historia en la escuela. La gente siempre está peleando en los libros de Historia porque unas personas quieren las cosas de una manera y otras las quieren de otra manera. Ya no tienen que hacer eso más.
    ―¿Y qué tiene eso que ver con ser un hombre espacial? —preguntó su compañero.
    ―Pues que hay muchísimo sitio para todo el mundo. A la gente que no le guste cómo van las cosas en un mundo, les gustará lo que haya en otro. Hay muchísimos mundos, eso es lo que nos enseñan en la escuela, como usted sabe, y no habría necesidad de pelearse cuando la gente que piense de una manera pueda irse a un mundo que le guste.
    ―Tienes razón —dijo suavemente el gran hombre espacial—. No habrá más lucha. Pero ahora creo que será mejor que volvamos si quieres llegar a tiempo para la cena.

    El inmenso sol rojo estaba todavía alto cuando el gran hombre espacial acompañó a Chaan hasta el borde de la colina, pasando junto al retorcido cuerpo del animal y a la derecha del árbol que Chaan recordaba tan bien. El gran hombre espacial miró con anhelo al pequeño agujero entre las raíces, un agujero lo bastante grande para un hombre espacial pequeñito como Chaan.

    ―Me gustaría poder volver contigo —dijo.
    ―También a mí me gustaría que usted viniera —dijo Chaan—. Estoy seguro de que mi madre y mi padre se alegrarían de conocerle.
    ―Tal vez —dijo el gran hombre espacial—. Pero, por ahora, no puede ser.

    Chaan empezó a bajar por el hoyo, pero se detuvo vacilando. Se llevó la mano al bolsillo y sacó el dodecaedro.

    ―Usted se merece algo por haberme salvado la vida —dijo gravemente al gran hombre espacial—. No llevo ninguna medalla en mi astronave, pero quizás esto sirva.

    Dejó el dodecaedro en la mano del gran hombre espacial y se coló por el agujero que había entre las raíces.

    Se sintió algo desconcertado al verse en una cueva, frente a una pared desnuda y sucia. Casi estuvo a punto de volverse y arrastrarse de nuevo hacia el mundo rojo. Pero el gran hombre espacial le había dicho que debía volver a casa para cenar.

    Chaan cerró los ojos y recordó lo que había visto en el dodecaedro. No era tan claro como cuando lo miraba de verdad, pero, sin embargo, todavía podía imaginarse el juego de los planos y de los ángulos, y entre ellos, en lugar de los reflejos del mundo rojo, se imaginó un cuadro de vigas y maderos en la buhardilla oscura.

    Cuando abrió los ojos, estaba de nuevo en la buhardilla.

    Chaan volvió a tiempo para cenar, pero ni mamá ni papá se mostraron nada complacidos al verle tan sucio. Chaan trató de explicarles lo que había pasado, pero ellos obraron como suelen hacer siempre las personas mayores.

    ―Demasiados papeles de cuentos y mucha trivisión —dijo la madre severamente.
    ―Estoy deseando que empiece la escuela —dijo el padre—. Cuando vaya a la escuela superior le enseñaré lo que es realmente el espacio.

    Chaan volvió a subir muchas veces a la buhardilla, pero nunca llegó a salir de nuevo al mundo rojo. Más de una vez pensó que tal vez aquello le pasaba por haber regalado el dodecaedro, y casi estaba arrepentido de su generosidad.


    II


    Los años pasan rápidamente en los mundos que dan vueltas alrededor de las estrellas, y todavía más rápidamente en las solitarias profundidades del espacio. Y por eso llegó un momento en que Chaan Fritag se vio en una casa muy alejada en tiempo y espacio de la casa de su abuelo cerca de Menfis, tratando de consolar a una mujer llorosa.



    El nombre de la mujer era Illita, y era la esposa de Chaan. Él sentía mucha pena por ellas pero no tanta pena como para hacer lo que ella le pedía. Ya era la cuarta vez que se despedía de otras cuatro mujeres, tres veces en otros mundos y una vez aquí, en Galgo, el sexto planeta de Sirio A.

    ―Cuando nos casamos, dijiste que me querías —sollozaba ella, apoyándosele en el hombro.

    Sus ojos mojados por las lágrimas eran negros, y negro era el cabello que se le derramaba por los hombros.

    ―Te quería y te quiero —dijo Chaan.
    ―Dentro de cuatro meses voy a dar a luz a tu hijo, y tú ni siquiera quieres verle —le acusó ella.
    ―Le veré cuando ya sea un hombre hecho y derecho —dijo Chaan, sonriendo débilmente sobre la cabeza de ella a la pared luminosa.

    Ella le empujó enfadada y se arrojó boca abajo sobre el sofá. Se daba puñetazos en la cabeza y se lamentaba.

    ―Esa no es manera de comportarse la mujer de un hombre espacial —reprochó él suavemente.

    Ella se volvió con ligereza, mostrándole el rostro mojado por las lágrimas.

    ―Conozco a mujeres de otros hombres espaciales —dijo ella—. Sus maridos regresan a su lado.
    ―No forman parte de la Legión Inmortal —dijo Chaan orgullosamente—. Ese es tu honor, Illita, y la pena que tienes que soportar. Esos hombres viajan en lentas astronaves cohetes por los planetas de Sirio, y el tiempo para ellos corre con la misma rapidez que para sus esposas.

    "Pero, por lo que a mí se refiere, la última vez que estuve en el sistema de Sirio, tú todavía no habías nacido, y sin embargo, para mí no han pasado desde entonces ni siquiera cinco años. Tú sólo eres dos años más joven que yo, pero eres más joven que yo un cuarto de siglo. He visto a mi hijo, nacido inmediatamente después de que salí de Galgo la vez anterior, y ahora él es más viejo que tú. Es más viejo que yo.

    "Y cuando yo regrese después de este viaje, tú serás lo bastante vieja para ser mi madre.

    ―Ya sé todo eso, Chaan —dijo ella, más calmada ahora—. Por eso es precisamente por lo que te pido que no te vayas. ¿Por qué no te quedas?

    Él miró a un punto lejano que él solo veía, y una luz se encendió en sus ojos, una luz que ella le había notado siempre que se ponía inquieto.

    ―Supongo que llevo la afición al espacio en la masa de la sangre —dijo—. Siempre me ha gustado la aventura, incluso de niño, y la he encontrado en la Legión Inmortal. No creo poder explicarte lo que siento, pero nunca he encontrado ninguna vida en ningún mundo que pueda compararse con estos saltos entre las estrellas.
    ―¿Ni siquiera una esposa y un hijo? —preguntó ella.
    ―Todavía, no. Uno de estos días, supongo. No te olvides, Illita de que he tenido antes cuatro esposas, y dos de ellas me hicieron padre de sendos hijos.
    ―Entonces, yo no soy más que una en la procesión, ¿no es así? —preguntó ella amargamente.
    ―No lo consideres de esa forma. Yo te quiero, Illita. Pero los exploradores de la Legión Inmortal llevan inculcado el convencimiento de que cualquier asociación que puedan formar en los mundos que visiten tiene que ser una cosa temporal, mientras tanto que continúen en el servicio. Cuando nos casamos, tú sabías que el tiempo sería corto y que yo nunca podría volver a ti.

    Le sonrió tiernamente.

    ―Te diré esto —añadió—: Estoy seguro de que, si encuentro alguna vez a una mujer que me haga dejar el servicio y quedarme ya anclado, habrá de tener ojos negros y cabello negro.

    La frase le mereció una sonrisa débil y agradecida de Illita. Ella le tomó una mano entre las suyas.

    ―Nunca le he preguntado nada sobre esas otras esposas tuyas —dijo—. ¿Todas ellas se portaban como yo cuando tú tenías que dejarlas?
    ―Al principio eso era lo que hacían —replicó él—. Después de todo, es una cosa normal. Pero todas ellas, menos una, terminaban por resignarse y trataban de hacer de la última noche una noche memorable para los dos.
    ―Entonces, yo haré lo mismo —murmuró ella suavemente, volviendo sus labios hacia los de él.

    Mucho más tarde, Chaan caminaba solo por las calles de Stellopolis, capital de Galgo y del sistema de Sirio. Habría preferido quedarse con su esposa hasta por la mañana, pero había que hacer ciertas cosas que antes de recibir las instrucciones y hoja de ruta al día siguiente.

    Muy peripuesto con el uniforme azul y plata de la Legión Inmortal, la Patrulla de largo alcance de los exploradores espaciales del Consejo Solar, caminaba por un viaducto lanzado desde un rascacielos hasta otro rascacielos majestuoso. Por arriba y por abajo había un entrecruzamiento de otros caminos aéreos, algunos de los cuales llevaban a vehículos y otros a peatones por encima de los jardines de la ciudad. Tres de las cinco lunas del planeta estaban colgadas en el firmamento, enturbiado por la deslumbradora radiosidad de las luces ciudadanas.

    Mientras caminaba, Chaan iba pensando en la paradoja que había convertido al tiempo, de ser una cosa fija, segura e igual para todos los hombres, en un asunto fluido, relativo que hacía que él fuera muchos años más viejo que aquel anciano que caminaba por allí, aunque Chaan tenía poco más de veinte años y el anciano se acercaba al fin de su existencia. La velocidad había sido la causa de esto, la velocidad del hombre lanzándose entre las estrellas; y de todas las tremendas velocidades que el hombre había conseguido en su progreso tecnológico, la velocidad de la Legión Inmortal era suprema.

    Ello hacía que Chaan se sintiera distanciado y aparte de todos aquellos millones de gentes de Galgo y de los millones de gentes de otros mundos. Le hacía sentirse con algo de semidiós. Era aquel sentimiento, que Illita y otras personas ligadas a una vida planetaria no entendían, lo que le había impedido renunciar al espacio por ella o por sus esposas previas.

    El Mando del Espacio Solar se daba cuenta de la intensidad de aquel sentimiento en su personal clave, y contaba con aquello, así como con la lealtad al Sistema, para mantener a las tripulaciones en el espacio. El Mando se daba cuenta también de que aquellos hombres necesitaban durante sus estancias en los diversos mundos relaciones emotivas más sólidas que las que pudieran ofrecerles casuales asociaciones de solteros.

    Por aquella razón, la Legión Inmortal estaba regida por leyes civiles de privilegio mediante las cuales obtenían dispensas en todos los mundos en lo referente al aspecto legal del matrimonio. Así, en cada planeta podían contraer, con todos los efectos civiles, matrimonio durante el año o dos años que permanecieran allí. En tales casos, la esposa sabía con anticipación que el matrimonio se terminaría en cuanto que el marido volviese a emprender el vuelo a las estrellas. Se le consideraba como muerto y se le aseguraba a la viuda y al niño, si lo había, la pensión correspondiente durante el resto de sus vidas, pudiendo ella casarse de nuevo si así lo deseaba.

    A menudo se daba el caso de que una de esas esposas podía volver a ver a su marido estelar, estando todavía ella viva, cuando él regresaba a aquel mundo en su viaje rejuvenecedor. Ella solía ser entonces una anciana, quizás una abuela, y él seguía siendo tan joven como ella lo recordaba en el fondo de su corazón.

    Las habitaciones particulares de Chaan, una segunda morada que le resultaba imprescindible por la índole de su trabajo, estaban en un edificio situado solamente a unos quinientos metros del hogar donde había estado viviendo con Illita durante el pasado año. Había preferido cubrir aquella distancia a pie, en lugar de tomar un coche.

    Entró en el edificio y tomó el ascensor, que le dejó en el piso donde tenía su despacho. Anduvo por el pasillo, metió la llave en la puerta y entró en su apartamento.

    Las luces se encendieron automáticamente. Pero no se mostraban firmes. La iluminación latía débilmente, tan débilmente, que él no lo habría notado, a no ser por su rígido entrenamiento como explorador espacial. La pulsación era lenta y poco regular.

    Al mismo tiempo se oía un zumbido bajo e insistente, en el límite mismo de la audición.

    Los sentidos agudísimos de Chaan percibieron una advertencia.

    ¡TRAMPA HIPNÓTICA!

    Describió un giro rapidísimo y apagó las luces. El sonido zumbante murió con ellas.

    No era probable, pero cabía la posibilidad de que un enemigo estuviese en la habitación, escudado contra la trampa que él mismo había puesto. Chaan se sacudió el puño y un diminuto y mortífero lanzaagujas se le deslizó en la palma de la mano derecha.

    En silencio y con eficacia, Chaan se movió por la oscuridad de boca de lobo que reinaba en la habitación. En la ventana, tocó un botón y dio un brinco a un lado cuando las celosías se abrieron de golpe, dejando que las luces de la ciudad penetraran en la habitación. No había nadie.

    Repitió la maniobra en todas las habitaciones, luego registró en los armarios y en todos los rincones con ayuda de una linterna. Estaba solo en el apartamiento.

    Chaan volvió a guardar el lanzaagujas en la manga y sacó de su funda la pistola calorífica. Si iba a haber jaleo, prefería el arma mayor y más segura.

    Con sus ojos azul pálido, duros y alertas, Chaan se sentó junto al comunicador en el locutorio y marcó las letras de llamada del cuartel general del Mando Espacial en la oscuridad.

    ―Póngame con Aken —le dijo al oficial de servicio que le contestó.

    El hombre obedeció y, poco después, se oyó la adormilada voz del jefe del Cuadrilátero. Chaan le explicó lo que le había sucedido.

    ―No sé a qué viene todo esto, señor —dijo—. Quizás usted pueda explicármelo.
    ―Es posible —contestó Aken—. Pero no hasta mañana. No necesita conocer los antecedentes para descubrir todo lo que pueda esta noche.
    ―No, señor. Estoy tratando de localizar el núcleo de la trampa hipnótica para descubrir las instrucciones que tenga insertadas.
    ―¿Necesita alguna ayuda?
    ―Por ahora, no —respondió Chaan, rascándose su pajiza cabeza pensativamente—. Estoy en el cuadragésimo nivel, a medio camino entre dos rascacielos. Las cortinas estaban cerradas cuando yo entré y no hay motivo para que quienquiera que haya ajustado la trampa pueda creer que yo la haya descubierto. Si están todavía por los alrededores no necesito alarmarlos.
    ―De acuerdo —dijo Aken—. Pero sea cuidadoso. Habrá un grupo en estado de alarma, pero le llevará una media hora el llegar hasta allí una vez usted lo solicite.

    Chaan desconectó, y se puso a trabajar con ayuda de la linterna.

    Encontró el pequeño proyector, escondido en el brazo de la lámpara del locutorio, quince minutos más tarde. Lo desconectó y encendió las luces. Ahora alumbraban brillantemente y no había ningún zumbido de acompañamiento.

    Al brillo de la luz, empezó a seguir los alambres casi invisibles que se extendían a lo largo del techo. Alguien había realizado un trabajo concienzudo mientras él estaba ausente del apartamiento.

    Estaba de pie en el centro del saloncito de estar, con la cabeza echada hacia atrás, estudiando el techo intensamente, cuando un ligero ruido a sus espaldas le puso en guardia.

    Chaan se echó a un lado silenciosamente, girando y enfilando su pistola calorífica. La puerta del apartamiento se estaba moviendo lentamente cuidadosamente, pulgada a pulgada.

    Cuando la puerta quedó abierta un hombre penetró con cuidado, empuñando en la mano un paralizador. Al ver a Chaan en pie junto al sofá, inició un balanceo convulsivo de la pistola, pero se quedó helado cuando Chaan culebreó la boca de la pistola calorífica amenazadoramente.

    ―¡Arrójelo al suelo! —dijo Chaan en voz baja y fría.

    El paralizador cayó al suelo, un arma chata con empuñadura de pistola.

    El hombre era un individuo de tipo corriente y aspecto suave, vestido con el traje corto característico de Sirio y que le permitía más libertad de acción que la toga. Miró la ominosa figura de Chaan con angustiados ojos castaños.

    ―¿Has sido tú quién ha puesto la trampa hipnótica? —preguntó Chaan.
    ―Yo... yo ayudé a ponerla —consiguió decir el hombre entre tartamudeos.
    ―¿Cuántos sois?
    ―T... tres.
    ―¿Dónde están los demás?
    ―Pues...

    El hombre vaciló, y de pronto Chaan advirtió por lo menos una parte de la respuesta. Una mano empuñando un paralizador se iba deslizando precavidamente tras el filo de la puerta que se hallaba tras el intruso.

    Chaan apretó el botón de la pistola calorífica, y un estrecho rayo dio de lleno en el paralizador. Hubo un gemido de agonía en el corredor Al rojo vivo, el paralizador cayó al suelo, y brotaron llamas en torno a él sobre la superficie de plástico.

    El hombre que estaba en la puerta dio un salto desesperado hacia atrás, y desapareció fútilmente en el aire del corredor. Corrieron hacia la puerta, Chaan oyó pisadas precipitadas retirándose hacia el vestíbulo.

    Saltó hacia la puerta, la atravesó y tuvo tiempo de ver las espaldas de dos hombres que se apretujaban en el ascensor. Levantó su pistola calorífica y luego la bajó. Era demasiado tarde. La puerta del ascensor se había cerrado.

    En aquel edificio había setenta y cinco pisos. Si él cogía otro ascensor, le sería imposible seguirles la pista a los fugitivos.

    Se volvió y apagó a patadas el fuego que estaba formándose en círculo alrededor del paralizador todavía humeante. Luego llamó por el comunicador al cuartel general.

    ―Rodearemos la zona inmediatamente —dijo el oficial de servicio—. Enviaré además una escuadra de agentes a su apartamiento.

    La única pieza de información que quedaba era la trampa hipnótica. Cuidadosamente, Chaan se dedicó a seguir el curso de los diminutos cables, y localizó el altavoz detrás de un cuadro en el pequeño pasillo que unía la salita de estar con el dormitorio. Otros cables iban desde allí hasta el proyector sonoro, unido a los muelles de su cama.

    Casi un rollo entero de cinta estaba todavía arrollado en el proyector sonoro. Sólo unos cuantos centímetros habían pasado antes de que Chaan lo detuviese al mismo tiempo que había apagado las luces.

    Chaan bajó el volumen del altavoz, volvió al dormitorio y puso en marcha el proyector sonoro. Se produjo una cegadora llamarada, una explosión ahogada por el colchón de la cama. Chaan retrocedió tambaleándose y se llevó el brazo a la cara.

    Por un momento, no pudo ver sino una oscuridad surcada de estrellas rojas. Su visión se fue aclarando gradualmente, y, de un brinco, se dedicó a la tarea de extinguir las llamas que salían lamiendo debajo de su lecho.

    Un extintor de incendios que cogió en el pasillo realizó el trabajo en pocos minutos. Pero el proyector sonoro de la trampa hipnótica estaba rajado y torcido, y su rollo de cinta se había convertido en humo. Los acondicionadores de aire despejaron lentamente la humareda viscosa de la habitación.

    La trampa hipnótica había quedado sin aclarar. Nunca llegaría a saber las instrucciones contenidas en la cinta.

    Chaan se quedó mirando fijamente las ruinas de su cama. Estaba acostumbrado a las intrigas, pues los esfuerzos de elementos disidentes a menudo gravitaban de forma natural sobre la obra de los exploradores espaciales, hombres claves en el sistema de información del Consejo Solar.

    Pero él no tenía motivo alguno para esperar nada por el estilo allí, en el mismo Galgo.

    Se mostraba así la presencia de algo que él ni siquiera había sospechado antes.


    III


    Chaan, después de una noche de completo insomnio, estaba sentado en el despacho de Lex Aken, gobernador cuadrilateral de Sirio en el mando espacial solar. El cuartel general del Mando del Espacio era un edificio inmenso y cúbico situado casi en los límites de Stellopolis, a unos ocho kilómetros del cosmódromo. A través del muro de cristal de la oficina de Aken, Chaan podía ver los edificios enhiestos de la ciudad y la red volante de sus caminos de muchos niveles, trenzándose como una gran tela de araña sobre sus limpios jardines.



    A Chaan le gustaba la ciudad. Le gustaba todo el planeta y sus habitantes. Eran más civilizados que los que hubiese visto en parte alguna. Se preguntaba qué cambios ocurrirían en los treintas años del tiempo de ellos, que sería el intervalo que él tardaría en regresar. Probablemente no serían cambios muy importantes. Su civilización era demasiado estable. Era el retoño principal de todos los mundos del Cuadrilátero de Sirio.

    Aken estaba repantigado en una confortable butaca, ataviado con la vestidura tipo toga que era la moda siriana de aquellos días. Aquello era otra cosa que Chaan echaría de menos. Galgo, girando en torno al principal componente de Sirio, estaba cinco veces más lejos de Sirio A que la Tierra lo estaba del Sol, sin embargo el planeta se parecía más a la Tierra que ningún otro de los que encontraba en sus viajes.

    ―Lo que le ha sucedido a usted nos entrega otra pieza para el complicado puzzle que estamos tratando de resolver —dijo Aken gruñendo.

    Era un hombre limpiamente rasurado y de pesadas mandíbulas cuadradas.

    ―Sospechábamos que ya podrían tener agentes en Galgo, pero hasta ahora no estábamos seguros de que los tipos lo hubiesen podido conseguir.
    ―¿Quiénes son "los tipos"? —preguntó Chaan—. No he podido enterarme de nada por la forma en que ocurrieron las cosas.

    Aken sonrió sutilmente.

    ―Habrá que decírselo a usted hoy —replicó—, porque eso formará una parte importante de su tarea en este viaje. Todas las pruebas de que disponemos apuntan hacia la formación de una revuelta contra el Consejo Solar en algún sitio del Cuadrilátero de Sirio.
    ―Eso quiere decir que fracasé en mi último viaje —dijo Chaan.
    ―No necesariamente. Nuestros sociólogos nos dicen que una conjura lo bastante grande como para desafiar al Consejo tendría que moverse tan lentamente, que muy bien podrían transcurrir diez años sin ser apreciable, ni siquiera por un explorador entrenado. Han transcurrido seis años de tiempo planetario desde que estuvo usted en el sistema de Proción. Naturalmente, si la perturbación tuviese lugar en cualquiera de los otros dos sistemas, haría muchísimo más tiempo que estuvo usted allí.
    ―Pero usted cree que la cosa es en Proción —se aventuró a decir Chaan.

    Aken sonrió de nuevo.

    ―Es lógico —contestó—. La flota está en Lalande. Lobo es pequeño y sólo tiene un planeta habitable. Proción es el único sistema que puede compararse con el del Sol, y, por tanto, con el de Sirio. El simple orgullo local puede conducir a gran número de procionitas a la idea de que Proción debería ser el sistema central del Cuadrilátero, o, por lo menos, un sistema independiente.
    ―No veo entonces por qué no se ha trasladado la flota a Proción —dijo Chaan.
    ―Hay un par de razones, la menor de las cuales es que Lalande está todavía en un estado de desorganización y podríamos perder la colonia completamente si la flota no permanece allí hasta tanto que se consiga poner algo de orden.

    "Pero la razón más importante es que una flota espacial no es una nave exploradora. La flota necesita tiempo de aceleración y de deceleración. Emplearía veinte años en cubrir dos parsecs y medio que hay desde Lalande hasta Proción, y, si resultaba ser Lobo el trasgresor, se necesitarían otros veinte años más para llegar allí desde Proción. Una conjura requiere mucho tiempo, pero en cuarenta años de preparativos, un mundo rebelde podría concentrar fuerzas suficientes como para aniquilar a la flota.

    "Por otra parte, un explorador puede trasladarse a Proción en cinco años y a Lobo en nueve. Puesto que Cuadrilátero está equilibrado, un explorador que observe trastornos puede estar en Lalande a los catorce años de salir de Sirio. De esa forma ahorramos seis años, y no necesito decirle a usted lo importante que esos seis años pueden ser en una situación como ésta.

    ―Sol está únicamente a dos parsecs y medio de Lobo —indicó Chaan—. La flota podría ir a Proción desde Lalande y usted podría solicitar del Consejo Solar que enviase una flota de emergencia a Lobo, si fuera necesario.
    ―Se tardan cinco años en enviar un mensaje a la Tierra —replicó Aken—, y veinte años más para que otra flota llegase al Cuadrilátero desde allí. Desde luego que eso sería más rápido que un explorador, pero la economía del Consejo no puede soportar el estar enviando flotas aquí y allá al buen tuntún: eso podría originar más peligros que los que estamos tratando de suprimir. Así pues, ya ve usted la tarea que se le presenta por delante.
    ―Sí, ya lo veo —dijo Chaan, sonriendo y poniéndose en pie—. Usted quiere que esta vez haga yo la ruta a la inversa, y vaya a Proción primero, en lugar de ir a Lobo, ¿no es así?
    ―No. Quiero que vaya usted a Lobo, tal como estaba acordado.

    Chaan se quedó atónito.

    ―¡Pero eso no tiene sentido si los disturbios se están formando probablemente en Proción! —exclamó—. ¿No se da usted cuenta de que tardaré veinticuatro años en llegar a Proción haciendo el viaje de forma regular pasando por Lobo y Lalande?
    ―Desde luego. Pero no se olvide de que Lobo tiene que ser controlado también. Vamos a enviar a otro agente en un viaje extraordinario por la ruta inversa, controlando primero a Proción. Ustedes dos llegarán a Lalande aproximadamente al mismo tiempo.
    ―Pero yo soy el explorador regular en esa ruta —protestó el alicaído Chaan.
    ―Por eso exactamente va usted a seguir la ruta regular, y basta ya de discutir de esto —dijo Aken con firmeza—. Pasemos ahora a lo de la trampa hipnótica. ¿Qué teoría tiene usted sobre eso?

    Chaan se sentó de nuevo y se rascó su enmarañada cabeza. Aken se acercó un poco más a su inmensa mesa escritorio, agarró un lápiz y lo empuñó, dispuesto a tomar notas.

    ―Si lo que quería era ponerme fuera de combate, lo más sencillo habría sido colocar una bomba en lugar de la trampa hipnótica —dijo Chaan—. Evidentemente, eso no les hubiera servido de nada, porque otro explorador habría sido enviado substituyéndome.
    ―Correcto —admitió Aken—. No van detrás de usted personalmente. Van detrás del explorador, quienquiera que éste sea, encargado de realizar este viaje.
    ―Lo mismo podría decirse de cualquier maquinación destinada a impedir mi empleo de la impulsión estelar en la nave —dijo Chaan—. Usted se daría cuenta aquí, y, como en el caso anterior, sería enviado otro explorador.
    ―También exacto. Ahora bien, teóricamente, nada puede afectarle a usted mientras está utilizando la impulsión estelar. ¿Qué opinión tiene usted sobre eso, sacada de su experiencia?

    Chaan meneó la cabeza.

    ―Imposible —dijo—. Incluso suponiendo que ellos poseyeran el secreto de la impulsión estelar, la velocidad se aproxima tanto a la luz, que ninguna nave puede ser enviada con exactitud bastante como para servir de interceptora.
    ―¿Qué deduce usted, entonces?
    ―Que habrá jaleo al otro lado.
    ―¿Intercepción en Lobo, quiere usted decir?
    ―O en Proción —contestó Chaan—. Estoy seguro de que usted no subestima a nuestros antagonistas, comandante, y yo no lo haría tampoco. Ellos deben saber que la sospecha estará dirigida lógicamente contra Proción, y, con toda probabilidad, conjeturarán que el viaje de exploración se hará esta vez a la inversa.
    ―Posiblemente. Pero una intercepción así no les haría ningún bien. Si nuestro explorador encargado de hacer el viaje a la inversa no llega a Lalande en el tiempo previsto, la flota será lanzada inmediatamente contra Proción. Y si usted no llega allí en el tiempo adecuado, se lanzará contra Lobo. Como usted sabe, ese es el procedimiento rutinario.

    "Nuestros oponentes no pueden saber eso. De todas formas, un jaleo en la otra parte es lo único que puede explicar esto de la trampa hipnótica.

    ―En mi opinión, significa también jaleo antes de desembarcar. Si no fuese así, habría sido mucho más sencillo para ellos colocar una trampa hipnótica en el otro extremo.

    Pensativo, Aken golpeó con el lápiz sobre la mesa y frunció el ceño.

    ―Hay sólo una cosa que no encaja en esa teoría de usted de jaleo en el otro extremo —dijo—. La eficacia máxima de una trampa hipnótica es de dos años. Los efectos que la misma producirían sobre usted estarían disipados mucho antes de que usted llegase a Lobo o a Proción.
    ―También es posible que ellos no sepan eso —dijo Chaan—. No olvidemos que nuestros contrarios no tienen la impulsión estelar. ¿O es que la tienen? —preguntó poseído por una súbita sospecha.
    ―No —dijo Aken, sonriente—. No, por lo que sabemos hasta ahora. Desde luego no es nada probable.
    ―Bueno, entonces sabemos que los efectos mentales y emotivos durante la impulsión estelar transcurren exactamente lo mismo que lo harían si la persona a bordo de la nave estuviese viviendo dentro del tiempo planetario, por tanto los efectos hipnóticos de una trampa de ese tipo expirarían en el primer cuarto del viaje a Lobo o en la mitad del viaje a Proción. Pero ellos pueden creer que los efectos están basados en el tiempo subjetivo del viajero; si estuviesen basados de esa forma, la hipnosis persistiría mucho tiempo después de llegar a uno u otro sistema.
    ―Todo eso sería una explicación muy satisfactoria si yo tuviese la confianza que usted tiene en que nuestros enemigos, quienes quiera que sean, están a oscuras en tantos puntos —dijo Aken.
    ―No se me ocurre ninguna otra explicación que encaje con los hechos.
    ―Ni a mí tampoco. Pero dejando de momento a un lado la cuestión de las explicaciones, espero que estará usted convencido de la necesidad de mantenerse excepcionalmente en guardia, aunque adonde usted vaya sea a Lobo en lugar de Proción.
    ―Estoy enteramente convencido, señor.


    IV


    Cuando Chaan dejó a Aken, tomó el ascensor para descender al piso residencial del edificio de los cuarteles generales, donde durmió durante tres horas. Normalmente habría regresado a su apartamiento para echar la siesta, pero Aken había decidido que era mejor que no lo hiciese en vista del incidente de la trampa hipnótica.



    Chaan había argüido que sería conveniente que él se encontrara en su apartamiento para el caso de que los agentes enemigos volvieran para intentar cualquier otra acción contra él. Aken le puso el veto a su propuesta. Ya se tomarían precauciones para atrapar a los espías si se daba el caso, dijo, y no quería correr el riesgo de que le sucediera algo a alguno de sus exploradores.

    Ninguno de los dos pensaba que los espías regresarían. Después de enterarse de que la trampa hipnótica no tuvo efecto y de que el Mando estaba en guardia, era de esperar que hubiesen levantado el campo.

    Poco después del mediodía se despertó y tomó un coche para ir a Anfiteatro, que estaba aproximadamente a un kilómetro. Era un tremendo redondel de arena, sin paredes, cubierto por un techo metálico en forma de cúpula.

    Cuando se apeaba y pagaba al coche, otro coche se detuvo detrás. Salieron dos hombres. No le miraron, pero Chaan supo que estaban allí. Eran agentes del Mando Especial, que le seguían para atrapar a un espía.

    Chaan pagó su billete a la entrada del anfiteatro. El taquillero le reconoció. Muchas otras veces había estado allí.

    ―Buenas tardes, capitán Fritag —dijo el hombre—. ¿No viene con usted hoy la señora Fritag?
    ―No —repuso Chaan—. Hoy no se siente muy bien.
    ―A veces les pasa a las mujeres —dijo el hombre, sonriéndole y haciéndola un guiño mientras le alargaba el billete.

    El taquillero sabía que esperaba un niño, pero no tenía forma de saber que aquel era el día de despegue para Chaan, que éste no vería a Illita en los próximos treinta años.

    Chaan miró su billete. Era el asiento de costumbre: Fila G, número 30. Usualmente reservaban aquel asiento para él y el asiento 31 para Illita.

    Mientras caminaba bajo el filo de la enorme cúpula, vio con el rabillo del ojo a los dos hombres que le seguían. Se pararon en la taquilla y durante un minuto hablaron gravemente con el encargado. Uno de ellos exhibió a hurtadillas un brazalete. Chaan sonrió y siguió andando.

    El área exterior del Anfiteatro, bajo el filo de la cúpula, era un enorme restaurante circular para los concurrentes. No había mejor comida en Stellopolis. Chaan tomó una mesa cerca de la baja pared exterior, desde donde podía mirar a los jardines, y pidió que le trajeran una comida de cubierto, sin prestar atención al menú.

    Podría haberse reunido con Illita, o podría haber vuelto a la casa que compartieron durante un año. Pero eso únicamente habría significado prolongar la agonía del adiós. Era mejor que ella le recordase por la última noche.

    Ella pensaba que el amor que sentía por él no la dejaría ser feliz nunca más cuando él se hubiese marchado. Él sonrió sagazmente. Le sería difícil, pero se recobraría y volvería a ser dichosa. Dentro de pocos años encontraría otro hombre y se casaría de nuevo, prudente o alocadamente.

    Él tenía la esperanza de que lo hiciera prudentemente por bien de ella, ya que no era cosa en la que él pudiese influir. Para ella, él ya estaba muerto. Para él, estaba muerta ella. Podría verla de nuevo, mucho más tarde —cinco años para él, treinta años para ella—, pero entonces no habría entre ellos más que recuerdos.

    Era un duro precio el que ella tenía que pagar. También era un poco duro para él, porque la amaba. Pero a aquel precio compraban la seguridad del Consejo Solar, la paz que debía ser mantenida de las querellas humanas entre los lejanos mundos. No era un precio demasiado elevado para la Legión Inmortal y para los que amaban sus propósitos.

    Si él hubiese querido más a aquella mujer... Era extraño, pensó Chaan, lo mucho que se puede querer a una persona auténticamente, pero llegaba otra ocasión y se quería a otra persona con la misma autenticidad. No demasiado extraño, quizá.

    Cuando estuvo en Galgo antes, hacía muchísimo tiempo, se había popularizado una cancionilla sentimental: "Para cada hombre hay una mujer en algún sitio entre las estrellas..." En realidad, para cada hombre había muchas mujeres posibles Ningún hombre y ninguna mujer eran únicos.

    Con todo, si él la hubiese querido más, quizá no la habría dejado. Podía concebirse a sí mismo queriendo tanto a alguien como para abandonar el servicio y quedarse con ella. El Mando Espacial aguardaba que cosas así se produjeran de vez en cuando. Licenciaban a sus exploradores cuando los exploradores lo solicitaban, y lo hacían con toda libertad.

    Incluso si la hubiese querido hasta ese extremo, él no creía que hubiese sido capaz de pedir la licencia ahora, después de la trampa hipnótica, después de lo que Aken le había contado. El Mando Espacial necesitaba en aquella emergencia a sus exploradores más expertos. Necesitaba la experiencia que él había adquirido en un viaje previo del Cuadrilátero de Sirio, aunque tuviese que arrancar de Lobo, en lugar de hacerlo desde Proción, donde probablemente estaba el jaleo. Se alegraba de no haberse enterado de aquello antes de despedirse de Illita, porque así la elección se dejaba a su libre albedrío. Era más fácil para él de esta manera.

    Se tomó el almuerzo casi mecánicamente, pensando con furia. En la mesa contigua estaban sentados los dos agentes del Mando Espacial, comiendo también, sin perderle de vista.

    Se acercaba ya el momento de que empezara el concierto, y Chaan se levantó y se dirigió a su sitio. El asiento estaba bastante abajo, cerca del frente. Un momento después de acomodarse, los dos agentes se sentaron inmediatamente detrás de él.

    Se volvió para mirarles al desaire, y entonces vio a Illita que entraba.

    El corazón casi se le paró. Naturalmente, ella había sabido la hora del despegue. Se la había figurado. Había supuesto que, si a él le quedaba algún tiempo libre antes del despegue, lo pasaría aquí.

    Estaba bajando por el pasillo. Rápidamente, Chaan se sacó del bolsillo un disfraz de urgencia. Largas patillas quedaron adheridas a su rostro; un bigote, cambió la expresión de su boca, unas gotas de líquido transformaron el color de sus ojos y otro líquido, rápidamente pulverizado, cambió el color de sus cabellos. En un suspiro velocísimo dio gracias por no hallarse de uniforme.

    Se volvió hacia los hombres que tenía detrás.

    ―Sé quienes son ustedes —dijo con urgencia—. Uno de ustedes debe cambiar de sitio conmigo.

    No se hizo ninguna pregunta. Todo se efectuó en un momento. Agachándose trepó sobre el respaldo de su butaca, y uno de los agentes ocupó su lugar. Chaan se recostó en la butaca junto al otro agente.

    Illita pasó entre las filas y se sentó en el número 31. Sus ojos buscaron el rostro del agente, y éste devolvió la mirada de un desconocido, aunque indudablemente él sabía muy bien quién era aquella señora. La expresión de desengaño en el rostro desgarró el corazón de Chaan.

    Ella miró en torno. Chaan mantuvo la cabeza baja. Si hubiese estado en su asiento de costumbre, ella habría adivinado el disfraz, pero no le reconoció teniéndolo sentado a sus espaldas.

    Los músicos salieron al escenario. Se hizo un profundo silencio en el amplio anfiteatro y luego la batuta del director de orquesta bajó y los dulces acordes de Detrás de las Estrellas flotaron en el vasto recinto.

    Chaan se retrepó con los ojos cerrados, y dejó que la música se fuera apoderando de él. Era una despedida adecuada. Los violines lloraban la soledad del espacio, los cuernos insertaban la constante sed del hombre por conquistar las estrellas. Luego los tambores retumbaban, con más y más fuerza, su tema triunfante y Chaan dejaba que su corazón vibrase con su bramido en su poderoso relato de las conquistas del espíritu humano.

    Aquella era la misma llamada que le impulsara a la Legión Inmortal. Aquel era el verdadero poder que el espacio ejercía sobre él. Aquella era la razón auténtica de que el espacio ejercía sobre él. Aquella era la razón auténtica de que pudiese renunciar al amor y a la comodidad y a la compañía humana. No era simplemente por lealtad al Consejo Solar, ni siquiera por la seguridad de todos los mundos de los sistemas habitados, con la responsabilidad y el peso que ello ponía sobre sus hombros, sino el excitante señuelo de la aventura, de cabalgar libremente sobre las crestas del espacio y del tiempo, muy por encima de los reptantes asuntillos de la Humanidad planetaria. Abrió los ojos y vio la negra cabeza de Illita justamente delante de él. La tenía agachada, y él se dio cuenta de que la mujer estaba sollozando. Inmediatamente se sintió avergonzado, y le dio mucha lástima de ella. Se puso en pie y salió del anfiteatro, en mitad del primer movimiento de la sinfonía.

    Durante el regreso al edificio del cuartel general, Chaan se arrancó el bigote y se quitó las patillas. Cuando llegó a su alojamiento temporal, se lavó los tintes de los cabellos y de los ojos. De nuevo volvía a tener sus ojos azules normales y su cabello pajizo. Se deslizó dentro de su mono espacial, comprobó su equipo, tomó un ascensor para bajar y fue por la correa subterránea hasta el cosmódromo.

    Salió del edificio de control a la zona lisa de posamiento del cosmódromo. Se extendía, en un inmenso óvalo de más de kilómetro y medio en su diámetro más estrecho, bajo el cielo blanco-violeta de Galgo. Era media tarde en el planeta de veintiséis horas de día, y el doble sol de Sirio brillaba en el firmamento occidental, un astro de tremendo brillo de una diecisieteava parte del tamaño del Sol en la Tierra, con una estrella brillante cabalgando cerca del horizonte. Por Oriente, las torres de Stellopolis alanceaban el cielo.

    Había medio centenar de naves alineadas en torno al filo del óvalo, desde los graciosos botes alados que hacían los transbordos a las naves más convencionales, hasta los modernos vehículos esféricos antigravitorios que viajaban directamente de planeta en planeta.

    Diferente de todos aquellos artefactos, era la nave exploratoria de Chaan, lista en el centro del cosmódromo. Era una aguja de cuarenta metros, de pie sobre la cola, con el fino morro apuntando a las estrellas invisibles.

    Chaan tomó un coche para atravesar el campo y llegar hasta la nave. Estaban aguardándole allí la tripulación de cinco hombres, encargada del entretenimiento de la nave, con sus monos manchados y el inspector del Mando Espacial con su toga. Chaan saludó y recogió la hoja de control del inspector.

    Recorrió cuidadosamente cada uno de los apartados de la hoja, y al final de cada sección leyó en voz alta el nombre de cada tripulante y le mostró la firma que se veía en la hoja.

    ―¿Esto representa su trabajo de usted en esta sección y es esta su firma? —preguntaba en cada caso.

    Todos los tripulantes fueron contestando afirmativamente. Chaan examinaba el rostro de los hombres. Todos le devolvían una mirada franca y honesta. Les conocía a todos. Les había conocido durante los cinco años que llevaba viviendo en Galgo.

    Luego revisó toda la hoja con el inspector. A éste no le conocía, pero sus credenciales del Mando Espacial estaban en regla.

    Chaan cambió un apretón de manos con cada uno de los seis y subió a la nave por la breve rampa. Alineados fuera, le hicieron señales de adiós con los brazos cuando entró. Correspondió al saludo y apretó la palanca que recogía a la rampa dentro de la nave y que sellaba los portillos.

    Subió la pequeña escalera que le llevaba al cuarto inferior de mando y vio cómo los seis hombres subían a dos coches y atravesaban el campo para dirigirse al edificio de control. Apretó el botón de "listo". Una luz verde en el tablero de mandos empezó a parpadear lentamente, y al cabo de un momento el altavoz anunció:

    ―X menos cinco minutos...

    Chaan subió al morro. Cuando llegó allí, los altavoces de la nave rugían:

    ―X menos cuatro minutos...

    Bajó de nuevo lentamente por toda la nave, comprobando cualquier detalle lo concienzudamente que podía hacerse en superficie, estando familiarizado como estaba con las diversas palancas y recovecos. Había la sala superior de control —la cámara de impulsión estelar—, el reducido cuarto de vivienda, el depósito de víveres, el puente sellado de la impulsión estelar y al que ni él mismo tenía acceso, el puente del motor anti-gravitatorio...

    Todo estaba en orden. Regresó al puente inferior de control cuando la luz verde se cambió en ámbar y el altavoz dijo:

    ―X menos un minuto...

    Se dejó caer en la silla de mando. Una inspección de tres minutos no era muy de fiar, pero le llevaría un día entero revisar la astronave a fondo. Aquella era la tarea del inspector del Mando Espacial del que acababa de despedirse.

    ―X menos cincuenta segundos...

    Tenía que haber alguna razón para la trampa hipnótica. ¿Qué se proponía hacerle el enemigo? Totalmente en guardia, no había advertido nada fuera de lo corriente ni en los únicos hombres que tenían acceso a la nave ni en la nave misma.

    ―X menos cuarenta segundos...

    Aken no le había dado ninguna instrucción, ninguna ayuda. Se había limitado a decirle que se mantuviera alerta. Seguramente el Mando Espacial estaba haciendo algo más que esto por resolver el enigma. Los exploradores podían ser sacrificados, pero no se les sacrificaba sin necesidad.

    ―X menos treinta segundos...

    Por lo menos estaba a salvo en el despegue, y en el lanzamiento. No iban detrás de él personalmente.

    ―X menos veinte segundos...

    La maquinación debía de estar montada en el otro extremo. Pero, ¿en qué podría consistir? Aun suponiendo que ellos no supieran que los efectos de la trampa hipnótica se desvanecerían en el espacio de dos años de luz, no tenían forma de predecir dónde o cuándo emergería él de la impulsión estelar. Sólo podría tratarse de algo que hubiesen planeado entre su salida de la impulsión estelar y su posamiento en un planeta de Lobo... o de Proción.

    ―X menos diez segundos...

    La luz se cambió al rojo.

    Chaan se encogió de hombros. No se le había ordenado que retrasara la explosión. Si pudiese averiguar algo entre la explosión y la impulsión, actuaría.

    ―X menos cinco segundos... cuatro... tres... dos... uno...
    ―¡FUEGO!

    Chaan apretó hacia abajo la palanca de impulsión antigravitatoria y la nave-aguja se elevó suavemente. Corría como una flecha en el cielo. Él no sentía ninguna presión debida a la aceleración, porque el campo antigravitatorio afectaba por igual a todo lo de la nave.

    Se oyó un zumbido y brilló una luz en el tablero de mando. Chaan apretó un botón y el receptor de radio se enlazó automáticamente con el canal de llamada.

    ―Fritag, aquí es Aken —dijo la voz gruñona en el recinto sellado—. Cuando haya salido usted de la atmósfera, dé la vuelta a Galgo y descienda en Caniport. Eso es todo.
    ―Sí, señor.

    Una hora más tarde, la aguja descendía dentro del óvalo de Caniport, un cosmódromo duplicado del de Stellopolis. Allí no había tantas naves. No era una región de llanuras como la de Stellopolis. Altas montañas circundaban el cosmódromo. Cuatro lunas iluminaban el cielo nocturno.

    Aken y otros dos hombres les estaban aguardando cuando la astronave se posó en el cosmódromo. Los dos hombres, con un saludo lúgubre, pasaron junto a él, entraron en la nave mientras Chaan descendía por la rampa. Aken le estrechó la mano.

    ―Esa es la mejor pareja de inspectores del Mando Espacial que hay en todo el Cuadrilátero —dijo Aken secamente—. Van a revisar su nave de una manera concienzuda.
    ―¿Y por qué no mandó usted que la inspeccionaran en Stellopolis? —preguntó Chaan.
    ―No queremos que el enemigo sepa que sus planes han fracasado —contestó Aken—. Ha de saber usted que todavía esperamos atrapar a unos cuantos espías que rondan por aquí. Uno de los mecánicos o inspectores de usted, o ambos, pueden ser o bien agentes enemigos o víctimas de una trampa hipnótica.

    Veinte horas más tarde, se descubría todo en una parte de la nave en la que Chaan no podría haber mirado y que no habría reconocido como sospechosa en caso de poderla registrar: la sección sellada de la impulsión estelar.

    El inspector más viejo, Filen, levantó el diminuto adminículo, un trozo de metal y un cable que venían a pesar kilo y medio. Producía un tic-tac diminuto.

    ―Muy inteligente —dijo—. Estaba puesto de forma que deteriorase la impulsión estelar dentro de unos dos años de luz. Lo único que el capitán Fritag podría haber hecho sería tantear en el campo antigravitatorio, lo cual le habría alejado otros cuantos años más.
    ―Eso significa entonces que ellos conocen el secreto de la impulsión estelar —comentó Aken, consternado.
    ―No, señor. No necesariamente. No tendrían por qué estar enterados de eso para realizar la operación. El chisme estallaría en la cámara de impulsión estelar, poniéndola fuera de servicio, sin estropear en otro aspecto a la nave.
    ―Por lo menos, señor —sugirió Chaan—, ello indica que no están enterados de que, si yo dejo de aparecer en Lalande en la época prevista, la flota se trasladará a Lobo.
    ―Tampoco es eso exactamente —dijo Aken con lentitud—. Si el jaleo tiene lugar en Proción, entonces puede que les interese que la flota se traslade a Lobo por una falsa alarma. O, si el disturbio tiene lugar en Lobo, pueden haber pensado que usted iría a Proción y que eso arrastraría a la flota allí.

    "O bien pueden saber que usted está siempre en disposición de enviar un mensaje de urgencia a Sirio en el espacio de dos años después del "accidente". Lo que se haría entonces, y ellos pueden haberlo sospechado, sería enviar inmediatamente otro explorador a Lobo, y un mensaje a Lalande diciendo que el viaje había quedado retrasado por cuatro años.

    ―Ellos están conjeturando nuestras acciones, y nosotros estamos conjeturando sus conjeturas. No sabemos mucho más que antes.


    V


    La nave exploratoria de morro acicular se movió de Caniport por el impulso antigravitatorio hasta un punto del espacio a unos 300 millones de kilómetros más allá de Galgo, a mitad de camino hacia la órbita de Ciervo, el séptimo planeta de Sirio. Allí, Chaan apuntó hacia Lobo 359 y puso en marcha la impulsión estelar.



    La impulsión estelar de las naves exploradoras era un mecanismo que utilizaba la energía que llenaba el espacio para crear un alabeo especial, arrojando la nave instantáneamente a una velocidad próxima a la de la luz. Al igual que la antigravedad, la aceleración repentina no tenía efecto alguno sobre la nave o sus pasajeros, porque en la distorsión espacial cada átomo de la nave y de los pasajeros quedaba acelerado de golpe. La impulsión estelar no podía usarse cerca de un planeta, pues la energía que generaba era suficiente para carbonizar la superficie de cualquier mundo en el espacio de varios millones de kilómetros a la redonda.

    De esta forma, Aken, mirando desde la zona nocturna de Galgo, vio florecer una nova, expandirse hasta adquirir un tamaño de luna y desvanecerse gradualmente. Y Chaan, en la astronave, vio cómo el disco de Sirio A y las estrellas que enjoyaban el cielo se desvanecían momentáneamente en un gris uniforme.

    Una fracción de segundo más tarde, las pantallas delantera y trasera se despejaron. Las pantallas laterales seguían estando grises, pero, en la pantalla de atrás, Sirio y las estrellas que lo circundaban estaban brillantes y claras mientras que, en la pantalla delantera, Lobo 359 y las estrellas próximas a su posición eran puntos de luz. Cerca de los bordes de aquellas pantallas, las estrellas eran tiras de luz, que se aceleraban y desvanecían en la pantalla delantera y que lentamente se retrasaban de forma gradual en puntos de la pantalla trasera; pues la nave no sólo se estaba moviendo a una velocidad próxima a la de la luz, sino que Chaan estaba viviendo con una lentitud cien veces superior a la de los humanos que se movían dentro de límites planetarios.

    Aquel era el secreto de la longevidad de los exploradores espaciales que componían la Legión Inmortal. A medida que la nave se aproximaba a la velocidad de la luz, se hacía más y más alargada en el espacio, más y más tenue en su sustancia. El tiempo subjetivo de Chaan se movía con más y más lentitud en relación al "tiempo objetivo" de los planetas reptantes.

    Para él no transcurrirían más que unos cuantos días antes de que la impulsión estelar se invirtiera automáticamente y recayera de forma instantánea en la velocidad interplanetaria normal al llegar a las proximidades de Lobo 359. Pero, objetivamente, nada podía viajar con mayor velocidad que la luz, y Lobo 359 estaba a 8,64 años de luz de Sirio. Así, pues, para aquellas personas que vivieran en los mundos de los dos sistemas, transcurriría un tiempo de nueve años desde que una nova pasajera floreció en el sistema de Sirio y el momento en que una nova similar precedió a la llegada de Chaan a Lobo 359.

    Precisamente aquella era la razón de por qué Illita sería treinta años más vieja cuando Chaan regresase a Sirio, pero Chaan, deteniéndose un año en cada uno de los puertos a visitar, sólo sería cuatro años más viejo.

    La impulsión había sido dada, y Chaan se empujó a sí mismo, flotando a lo largo de los pasillos de la nave, hasta los compartimientos de vivienda. Allí, en la mayor anchura de la nave, los compartimientos tenían un diámetro de tres metros. Eran lo bastante grandes para dos personas, y también a bordo había provisiones para una pareja.

    Él no se lo había dicho aquello a Illita ni a ninguna otra de sus esposas. Las habría hecho desgraciadas el saber que había sitio para que ellas pudiesen acompañarle, y eso no habría representado ningún bien. El espacio extra y las provisiones de reserva estaban destinados a casos excepcionales de urgencia, y a ningún explorador estelar se le habría permitido llevarse con él a su mujer en un viaje de servicio.

    Las provisiones a bordo representaban el doble de lo que un hombre podría necesitar en un mes de impulsión estelar, más las varias semanas para las maniobras entre los sistemas planetarios a base de la antigravedad. Si hubiese tenido éxito el plan de destruir el impulso estelar a un cuarto de camino a Lobo, Chaan se habría visto condenado a morir de hambre mucho antes de que hubiese llegado al sistema.

    El alojamiento, aunque no cómodo, era confortable. Chaan puso una cinta de Detrás de las Estrellas en el proyector sonoro y se echó a descansar en el sofá curvo adosado a una de las paredes. Cerró los ojos y se echó hacia atrás, sintiéndose flotar suavemente hacia arriba contra las correas de retención.

    A Chaan le encantaban los brincos estelares. Si pudiese encontrar alguna vez una civilización planetaria que hiciera nacer en él las mismas emociones y sensaciones, creía que sería capaz de abandonar el servicio y establecerse de una manera fija.

    Durante los brincos estelares se experimentaban extraños efectos telescópicos en la mente y en las emociones. Chaan vivía subjetivamente a un ritmo lento que hacía que. el tiempo pasara para él en unos pocos días, y con sus ojos abiertos y sus sentidos alertas, las cosas que él hacía a bordo de la nave seguían aquella escala de tiempo. Pero sus procesos emotivos y mentales tenían la velocidad de movimiento acorde al paso rapidísimo del tiempo objetivo, de forma que, cuando llegase a Lobo, sus recuerdos de Illita y los sentimientos que experimentaba hacia ella y hacia las cosas que habían hecho juntos serían los que habría tenido si hubiese pasado aquellos nueve años en un planeta.

    El brinco estelar era una experiencia tremendamente curativa. Cada vez salía de ella como recién nacido, con la mente y el corazón frescos para el nuevo mundo que iba a darle la bienvenida. Todas las personas y preocupaciones del mundo al que había abandonado, se quedaban tras él en el pasado confuso. En el vientre gris del espacio-tiempo se había lavado y rejuvenecido.

    Al mismo tiempo, era una experiencia excitante. Le parecía que cabalgaba sobre la rápida y volante cresta de la historia humana, mientras que grandes acontecimientos se desarrollaban lentamente bajo él. De vez en cuando, al llegar a un sistema planetario, descendía en mitad de aquellos acontecimientos e influía sobre ellos durante algún tiempo, de una u otra forma.

    Los últimos compases triunfales de Detrás de las Estrellas murieron en el cuarto. Chaan se levantó y apagó el aparato dando al mismo tiempo un suspiro. Incluso durante el brinco estelar, había trabajo por hacer.

    Chaan miró el cronómetro. Indicaba días, meses y años, más bien que horas y minutos, pues estaba adaptado al tiempo planetario. Los días se deslizaban en la esfera casi con la misma rapidez que los kilómetros en un coche lanzado a toda velocidad. Ya habían pasado dos semanas desde que instauró la impulsión estelar, y llevaba con aquella impulsión menos de una de sus horas.

    Tomó de los archivos los expedientes de los sistemas planetarios del Cuadrilátero de Sirio y los inspeccionó. La mayor parte de la información estaba basada en sus propios relatos, hechos cuando regresó a Galgo un año antes, pero se veía aumentada por datos recibidos desde entonces mediante la transmisión por rayos de luz.

    Empezó revisando lo relativo al sistema de Proción, en el que era lo más probable que estuviese el origen del conflicto. Proción era una estrella más grande y más brillante que Sol, con un diminuto y débil compañero que daba vueltas a su alrededor. Tenía tres planetas habitables, siendo el planeta quinto, Proteo, de tipo terráqueo en tamaño y temperatura así como en atmósfera. Era la capital planetaria del sistema. Los otros dos planetas habitables no eran colonias, pues la teoría del Consejo Solar acerca del gobierno interestelar no permitía la existencia de colonias después de que un mundo se hubiese establecido lo bastante bien para la independencia política. Pero dependían de Proteo económica y culturalmente.

    La cultura que él recordaba de Proteo y que se describía en los informes, era agresivamente mercantil. En el planeta iban de la mano los grandes negocios, la política y una religión formal. Todo se enfocaba hacia el comercio. Un rígido sistema de clases estaba basado en la riqueza. Las relaciones de parentesco y el honor familiar se recalcaban con gran énfasis, la música era pesadamente romántica y las normas artísticas notablemente barrocas. La vestimenta era rígida, formal y de una pesada ornamentación.

    Chaan lo habría calificado de planeta victoriano, un mundo cartaginés. Pero sus conocimientos sociológicos daban un mentis al concepto popular de que una cultura mercantilista es por naturaleza una cultura pacífica. Él sabía que no hay orgullo comparable de la riqueza, ni incentivo para la guerra comparable con la oportunidad.

    Los proteanos eran insulares y conservadores, los más alejados habitantes de la madre Tierra de todos los pobladores del Cuadrilátero de Sirio. Si estaban proyectando una rebelión contra el Consejo Solar, los celos de la posición preeminente del sistema siriano en el Cuadrilátero tendrían algo que ver con eso. Pero el principal incentivo sería más probablemente un deseo de atar a los otros dos mundos del sistema prociónico con una dependencia mucho mayor hacia Proteo, como descaradas colonias económicas, y obtener una posición más favorable para la explotación comercial en el Cuadrilátero.

    En el ángulo opuesto del Cuadrilátero de Sirio, estaba Lalande 21185. Era una estrella roja cuyo tamaño venía a ser de dos quintos del Sol, mucho más débil, pero de un calor sorprendente. La mayor parte de sus radiaciones estaban en la franja calorífica, y sus dos planetas interiores resultaban habitables para el hombre, aunque era preciso vivir bajo cúpulas a causa de la atmósfera hostil.

    La flota del Consejo Solar había estado en Lalande durante años. Sus colonos habían empezado a alzarse en grupos guerreros. No había ninguna cultura homogénea en ninguno de los dos planetas, y las ciudades cupuliformes estaban constantemente enzarzadas las unas con las otras, disputando acerca de fronteras, depósitos minerales, supuestos insultos y cualesquiera otros pretextos. La presencia de la flota imponía una paz incómoda y evitaba que los pueblos de Lalande se exterminasen entre sí mientras sociólogos del Consejo Solar trabajaban para convertir la cultura en algo propio de una sociedad estable.

    Apenas podía concebirse que los pueblos de Lalande pudieran incubar una rebelión bajo las narices de la flota, suponiendo que llegasen a lograr la suficiente cooperación entre ellos mismos para hacer posible semejante cosa. Lalande podía ser desechada como origen del conflicto con mucha más certidumbre que el altamente civilizado sistema siriano mismo.

    Habían transcurrido unos veinte años largos de tiempo planetario desde que Chaan había salido de Tarumba, el único planeta que giraba en torno a Lobo 359 como un pollito solitario alrededor de la gallina madre. Lobo mismo era una estrella de tamaño de planeta, no mayor que Urano, y Tarumba estaba tan cerca —sólo a pocos miles de kilómetros de distancia—, que su orbe carmesí casi llenaba la mitad del cielo diurno del planeta. A pesar de eso, Tarumba era un mundo frío y nevado, con veranos cortos e inviernos duros.

    No obstante, aquellas condiciones inhospitalarias, los duros colonos se habían esforzado y multiplicado, pues la atmósfera allí era similar a la de la Tierra y no hacía falta ninguna cúpula Chaan recordaba aquella cultura con agradable nostalgia y estaba deseando encontrarse de nuevo en Tarumba.

    Los tarumbianos, como se llamaban ellos mismos, eran gente personalista y poco formal. Tenían que serlo para residir en un mundo semejante. No habían traído consigo tradición alguna que no quisieron romper si la ocasión lo demandaba, de forma que su cultura había crecido de una manera libre y azarosa, desordenadamente.

    Si Proteo era un mundo Victoriano, Chaan llamaría a la Tarumba que él recordaba un mundo polinésico, a pesar de su clima casi antártico. El gobierno era tan democrático, que no estaba basado en ninguna constitución formal, cambiando ésta en cuanto que los ciudadanos se sentían descontentos. La religión, el arte, la indumentaria, eran cuestiones individuales y las convenciones casi no existían. No había matrimonio legal, aunque existían ciertas uniones permanentes por libre elección; casi todo el mundo amaba a los niños y se cuidaba de ellos sin tener en cuenta para nada el parentesco.

    No, no podía existir peligro alguno de ruptura de la paz por parte de aquella sociedad relajada, del tipo de vive-como-quieras. Tenía que ser en Proción. Chaan sabía que a él le habría gustado que le enviasen primero a Proción, y se sentía ligeramente molesto por el hecho de que Aken no le hubiese encomendado aquella misión importante. Pero, por otra parte, no podía menos de experimentar un sentimiento de placer al pensar que volvía a Tarumba.

    El Cuadrilátero de Sirio era, como su nombre indicaba, un cuadrilátero cuyos vértices estaban constituidos por los cuatro sistemas estelares que Chaan visitaba en su viaje. Era uno de los varios sectores similares en que el Consejo Solar había dividido a los sistemas estelares habitados que rodeaban al sistema solar a una distancia de una docena de años de luz. No había ninguna "Patrulla Centauro" en el sentido que Chaan la había imaginado cuando niño, pues el sistema de Alfa Centauro y de la estrella Innes formaban parte del triángulo solar.

    La teoría del Cuadrilátero de Sirio, como ocurría en otros sectores, estaba basada en el hecho de que Sirio se encontraba a 8,64 años de luz de Lobo 359, Lobo estaba a 4,03 años de luz de Lalande 21185, Lalande estaba a 8,3 años de luz de Proción y Proción a 4,64 años de luz de Sirio. El Cuadrilátero no estaba en un solo plano, por lo que las distancias diagonales eran un poco más largas que las de los lados.

    El viaje de Chaan, como explorador del Consejo Solar, con un año de parada en cada sistema, le llevaba en torno al cuadrilátero aproximadamente cada treinta años de tiempo planetario. La teoría sociológica era que ninguna cultura podía llegar a constituir un desafío para la flota del Consejo Solar en menos de sesenta y cinco años, y tendencias en esa dirección podían ser detectadas rápidamente por un explorador entrenado. El período máximo que necesitaría Chaan para llegar hasta la flota y advertirla de un brote de conflicto, y para que la flota llegara hasta allí, era poco menos de unos veinte años, lo que se consideraba que concedía un margen adecuado de tiempo.

    Chaan se preguntaba si habría fracasado en su última visita a Proción. Había salido de aquel sistema hacía tan sólo seis años, de tiempo planetario, y, sin un movimiento de revuelta estaba ahora lo bastante avanzado como para que el Consejo tuviera que preocuparse, por eso él debería haberlo detectado. Quizás era por eso por lo que Aken no había tenido confianza bastante en él como para hacerle dar el viaje a Proción por la ruta inversa.

    Los días pasaban rápidamente. Chaan estudiaba sus informes, extraía teoría de ellos, y las compulsaba en el pequeño calculador de la nave sin resultados decisivos. Se relajó y dejó que la feliz languidez del brinco estelar capturase su alma y se echó a dormir, arropado en sueños agradables y significativos.

    Luego llegó el día en que una ráfaga de luz cegadora en las pantallas, las estrellas reaparecieron y el ominoso orbe carmesí de Lobo 359 colgó por encima de su cabeza. Mordiéndole, un negro disco de la tercera parte de su diámetro estaba Tarumba.

    Chaan movió la nave cerca del planeta y la puso en una órbita que se entrecruzaba con la superficie de Tarumba. Luego descendió para hacer la inspección preliminar.

    Tarumba era un planeta algo mayor que la Tierra. Debido a la excentricidad de su órbita, la mayor parte del hemisferio norte estaba helado. Casi la mitad del hemisferio sur era zona de terreno sólido.

    No se había hecho ningún esfuerzo por ocultar lo que él veía. No había ningún otro planeta en el sistema desde el que se pudiese espiar a Tarumba, y lo que se había hecho no podía ocultarse de los instrumentos de la nave exploradora.

    Había tres inmensos cosmódromos, tres veces mayores en tamaño que los de Galgo. Sobre ellos había docenas y docenas de enormes astronaves, ya completas o en construcción. Treinta años antes, el planeta apenas había albergado media docena de naves.

    Tarumba no había tenido fuerza nuclear treinta años antes. A pesar de las ventajas de la misma, era una fuente de energía que requería una sociedad grande y bien integrada que la desarrollase y mantuviese. Ahora la evidencia era asombrosa, abrumadora. ¡El sitio peligroso no estaba en Proción, sino en Lobo!

    Durante su inspección, dos naves oscuras y voluminosas pasaron cerca de él, mirándole desde arriba. Iban bien armadas, pero ninguna intimación salió de ellas. No se hizo ningún esfuerzo por ponerse en contacto con él mediante la radio.

    Chaan hizo una llamada a la estación del Mando Espacial de Tarumba. No hubo respuesta alguna por el canal particular del Mando Espacial.

    Llamó al cosmódromo en canal abierto y recibió respuesta inmediatamente.

    ―Aquí es Chaan Fritag, explorador del Consejo Solar de Sirio —dijo—. Haga el favor de comunicarle al Mando Espacial que estoy tratando de ponerme en contacto con ellos por la radio.
    ―Lo siento, señor —dijo una voz educada pero firme, al otro extremo—. La radio del Mando Espacial está de momento averiada. ¿Podemos transmitirle un mensaje?

    Chaan vaciló. Aquello tenía un sonido de mal agüero.

    Podía colocar la nave en impulsión estelar y dirigirse a Lalande inmediatamente. La flota se pondría en ruta hacia Lobo a las pocas horas de llegar él allí.

    Pero, ¿y si estaba equivocado, a pesar de las pruebas? El poder nuclear no estaba prohibido entre los mundos estelares, ni lo estaba tampoco la construcción de pesadas astronaves. Proción tenía ambas cosas.

    Era la cultura, el desarrollo sociológico de un planeta, lo que lo tornaba o bien un miembro pacífico de la familia de los mundos o bien una amenaza potencial para la seguridad de los otros. Chaan recordaba a Tarumba tal como lo había conocido. No existía entonces, según sus recuerdos, la menor tendencia peligrosa y ni siquiera una posibilidad de peligro.

    Si él llamaba a la flota para que viniese a Lobo y resultaba que el disturbio se hallaba localizado realmente en Proción, la flota se retrasaría un tiempo peligrosamente largo en volver a Proción. Por la forma en que coincidían las distancias del Cuadrilátero, estaban hechos los cálculos para que él y el otro explorador llegasen a Lalande al mismo tiempo, pero aquellos cálculos preveían que cada uno de ellos permanecería un año entero en el otro sistema.

    Su deber era asegurarse. Si intentaban retenerle contra su voluntad en Tarumba, la flota se trasladaría desde Lalande tan pronto como viesen que él no llegaba a tiempo. Y si su desembarco en Tarumba significaba peligro... bueno, esos eran gajes del oficio.

    ―Ningún mensaje —le dijo al de la radio—. Haga el favor de comunicarle al Mando Espacial que voy a descender tan pronto me identifiquen en el cosmódromo principal del planeta.

    Miró el cronómetro para anotar la fecha de llegada en el diario de a bordo.

    Era el veintidós de abril de 3503, modelo terráqueo; el tiempo que se usaba como denominador común por todos los mundos humanos.

    Horas más tarde, Chaan posó la nave lentamente en el cosmódromo de Regn, capital de Tarumba. Cuando él había estado allí la vez anterior, el planeta no había tenido capital. Mucho más que en Stellopolis, la diminuta astronave se veía empequeñecida por los inmensos navíos que se apiñaban en el campo. Las naves en Stellopolis eran vehículos interplanetarios, destinados a viajar dentro del sistema de Sirio; estas otras eran astronaves.

    Cuando Chaan descendió por la rampa de su nave, una doble fila de hombres armados y uniformados se alineó formando un pasillo de treinta metros de longitud hasta un pequeño grupo de gente brillantemente vestida que le estaba aguardando. Levantaron sus armas saludando. Tras las filas de la guardia de honor, varios cientos de persona se habían reunido en el campo para presenciar la llegada de la nave interestelar.

    Chaan vaciló, luego descendió firmemente por la rampa. Apretando bajo el brazo su gruesa cartera, caminó por la calle formada para él por la guardia armada con una mirada de reojo, desafiando el ceñudo carmesí y negro de los uniformes de aquella tropa con el azul y plata del explorador espacial del Consejo Solar.

    Llegó hasta el grupo de gente que le aguardaba, y vio entre ellos a Victad, el agente del Mando Espacial, reconociéndole por las fotos transmitidas por radiación luminosa hasta los cuarteles generales de Galgo.

    Victad se adelantó con la mano extendida. Cuando Chaan se la estrechó y abrió su boca para saludar, hizo una conmoción a sus espaldas.

    Ambos hombres se volvieron hacia la astronave. Hubo un momento de confusión cerca del navío, luego dos figuras con el uniforme carmesí y rojo subieron por la rampa y entraron por el portillo abierto de la nave.

    Alguien disparó una orden, y rayos caloríficos se dispersaron inútilmente en torno al cosmódromo. Media docena de soldados empezó a subir por la rampa, pero se tambalearon y cayeron al suelo cuando la misma fue izada y el portillo se cerró.

    Segundos más tarde, mientras Chaan y veintenas de tarumbianos miraban impotentes desde el suelo, la nave exploradora se alzó lentamente y, con velocidad en aumento, desapareció en el cielo de un azul profundo.


    VI


    Chaan se lanzó sobre el hombre cuyo complicado uniforme le delataba como la cabeza de la delegación tarumbiana encargada de darle la bienvenida. Los ojos azules de Chaan flameaban.



    ―¿Qué significa esto? —preguntó furiosamente en el idioma tarumbiano—. ¿Se da usted cuenta de que el Consejo Solar puede abolir un gobierno por un acto así?

    El rostro del individuo empalideció bajo el emplumado casco. La boca se le quedó abierta y los ojos se le hincharon.

    ―Señor..., señor, eso es cosa nuestra —consiguió por fin balbucear—. No sé qué decir, señor. Nuestros soldados deberían haberlo impedido.

    Evidentemente, el funcionario tarumbiano se mostraba tan sinceramente perplejo, que Chaan no tuvo más remedio que creerle. Pero disparó:

    ―¡Los ladrones llevaban el uniforme de vuestros soldados!

    El hombre se volvió hacia Victad con un gesto de impotencia.

    ―No tenemos nada que ver con eso. Explíquele que no ha sido una acción nuestra —imploró.

    Victad era un hombre bajito y gordo, pero se enderezó con actitud tan regia, que pareció encumbrarse por encima del alto dignatario tarumbiano.

    ―No estoy del todo seguro de que no se trate de un plan premeditado, en vista de la reciente actitud de vuestro gobierno, Tregor —replicó con frialdad—. Quizá, al intentar zafaros de esto, os estáis dando cuenta de que tratáis ahora con un explorador del Consejo, no con un simple agente local del Mando del Espacio.

    Tregor se volvió hacia Chaan, literalmente con lágrimas en los ojos.

    ―¡Señor! —exclamó—. ¡Capitán Fritag! Debe usted creer que el gobierno tarumbiano no tiene nada que ver con el robo de su nave. Nosotros no podemos oponer el menor antagonismo. Señor, haremos todo lo que podamos, todo lo que usted solicite para explicar este incidente y para restituir lo que sea.
    ―¿No crees entonces que lo mejor sería que empezara usted ya a actuar? —sugirió Chaan secamente—. Mi única recomendación es que se me devuelva mi astronave.
    ―Pero, capitán, ¿cómo vamos a lograrlo? Ninguna nave puede competir con la impulsión estelar.
    ―Ya veo que no es usted un técnico del espacio, Tregor. Nadie que no sea un explorador sabe cómo hacer funcionar el impulso estelar.

    El rostro de Tregor se aclaró. Sus hombros se enderezaron y las caídas plumas de su casco parecieron asumir un aire más gallardo.

    ―¡Sí, señor! ¡Inmediatamente, señor! —exclamó.

    Impartió unas cuantas órdenes, y dos de sus subordinados salieron a un trotecillo rápido.

    La guardia de honor había vuelto a tomar una formación distinta, en filas cuádruples en torno a ellos. Alrededor del pequeño grupo había enjambres de espectadores, mirando con curiosidad. Chaan estudió con interés a los curiosos.

    Había habido un cambio desde los treinta años últimos; eso era evidente. Los tarumbianos que él recordaba habían sido gente individualista, de manga ancha y actitud de vive y deja vivir hacia costumbres y normas morales. Pero aquélla misma actitud, al no tener freno, había engendrado en ellos una apariencia sensible, casi conservadora.

    En muchos de aquellos rostros se percibía, claramente la marca del fanatismo. El antiguo pueblo tarumbiano había usado una indumentaria suelta y cálida que le protegía contra el aire helado. Por el contrario, estos, tanto hombres como mujeres, llevaban solamente pantalones ceñidos que les llegaban desde la cintura a la pantorrilla, embutidos en botas cortas. Tal vez la mitad de ellos llevaba una corta capa sobre los hombros, pero incluso la mayor parte de estos últimos tenía echada la capa hacia atrás dejando al descubierto el pecho y los brazos.

    Las únicas personas de las que estaban a su alrededor que llevaban algo más que aquel vestido sucinto, eran los soldados y funcionarios de pomposos uniformes, y Victad, que llevaba una chaquetilla y unos pantalones de piel.

    El análisis superficial era sencillo. Este no era en forma alguna un mundo tropical, que hubiese justificado vestidos ligeros y dado por sentada la conclusión de que la gente tarumbiana no se preocupaba de sus apariencias. Había algo muy extraño en aquel fenómeno, algo que demostraba que, desde su última visita a Tarumba, los habitantes habían desarrollado una fuerte tendencia por el exhibicionismo y la idolatría corporal. Muchas de las personas que le rodeaban eran muestras espléndidas de belleza física.

    Vio que Tregor estaba a su lado, aguardando respetuosamente.

    ―Si le agrada, señor, le escoltaremos hasta su alojamiento —dijo Tregor—. Le hemos reservado una suite en el mejor hotel residencial de la ciudad.
    ―Prefiero hablar antes con Victad —dijo Chaan—. Gracias por su ofrecimiento, pero ya él se ocupará de que llegue a mi residencia esta noche.

    Tregor pareció sentirse ligeramente desilusionado, pero se limitó a decir:

    ―Como usted quiera, señor.

    La guardia de honor se puso firme y en posición de saludo cuando Chaan y Victad se alejaron juntos. Un coche, blasonado con la insignia de estrella y relámpago del Mando Espacial, les estaba aguardando a la puerta del cosmódromo. Entraron, Victad colocó los mandos automáticos, y el coche empezó a deslizarse suavemente.

    El cosmódromo estaba a unos quince kilómetros al este de Regn, y se vieron en las afueras de la ciudad en el espacio de pocos minutos. Esta no era ninguna metrópoli de torres altivas y viaductos rendidos por el cielo como Stellopolis. Sus anchas calles estaban todas al nivel del suelo bordeadas por anchas aceras. Los edificios eran cuadrados y bajos, de construcción megalítica, cubriendo alguno de ellos zonas extensísimas. Estaban pesadamente adornados con altorrelieves semejantes a gárgolas.

    Había muy poco tráfico de vehículos, pero, a medida que se movían hacia el corazón de Regn, se notaba un número cada vez más grande de peatones que cubrían las aceras. Predominaban los pantalones ceñidos, los pechos desnudos y las capas, pero había muchísimos uniformes en carmesí y negro. Frecuentemente, las calles por las que pasaban se veían interrumpidas por grandes círculos en cuyo centro se alzaba una heroica figura humana de piedra o cualquier otro tipo de estatua.

    Regn era una gran ciudad, de un millón o dos de habitantes pero tan sólo la vigésima parte de Stellopolis. Sin embargo, como estaba toda ella extendida a un nivel muy bajo, abarcaba un área casi igual a la de la capital de Galgo.

    El cuartel general del Mando del Espacio era un pequeño edificio cerca del centro de la ciudad. La residencia de Victad consistía en una suite enclavada en la parte trasera del edificio, abriéndose a un jardín amurallado. El coche les llevó a través de un portalón abierto en el muro, hasta la puerta de la casa, y, cuando se apearon, se dirigió a su garaje.

    Al pasar la puerta del hogar de Victad entraron en un diminuto segmento de la graciosa civilización de tipo siriano que Chaan había dejado en su último viaje. Aquí no había nada de pesada arquitectura, nada de lúgubres estatuas. Las sencillas y curvadas paredes estaban adornadas con unas cuantas pinturas caligráficas, el suelo elástico brillaba con un color suave, y las flores perfumaban el aire desde mesas de cristal.

    Una mujer de cabellos grises y con toga siriana les saludó, y Victad se la presentó a Chaan como su esposa, Leah. Victad hablaba en siriano, pareciendo complacerse en el uso de su lengua nativa. Chaan la saludó formalmente con una inclinación de cabeza, a la manera siriana. Victad le hizo a Chaan una señal para que tomara asiento en una de las bajas y cómodas butacas, mientras que Leah se alejaba para vigilar la preparación de la cena. Su marido se despojó de sus pieles, se puso una toga, y sacó dos largas pipas sirianas de cristal antes de tomar asiento frente a Chaan.

    ―Lo malo del servicio espacial es que uno está hecho ya un viejo antes de llegar a su puesto —dijo Victad, mientras, ceremoniosamente, encendía cada uno la pipa del otro—. Ustedes, los muchachos de la Legión Inmortal, llegan aquí en un par de meses de tiempo propio, saliendo de Sirio, pero nosotros empleamos doce años a bordo de un transporte interestelar. No veo cómo los primeros colonizadores tuvieron todavía fuerzas para encargarse de una tarea semejante en estos mundos después de un viaje tan agotador.
    ―No se les prohibió el nacimiento de chicos durante el viaje —dijo Chaan—. Los colonos tarumbianos parece que llegaron aquí con sobra de energías.

    Victad meneó tristemente su calva cabeza.

    ―Es un pueblo enérgico y agresivo —admitió—. Han hecho maravillas en un mundo que habría desesperado a gente más cobarde. Pero temo mucho por los propósitos de su gobierno actual.
    ―Por eso quería hablar primero con usted —dijo Chaan—. Mi inspección inicial me ha mostrado un amplio programa de construcción de naves espaciales muy pesadas y me ha suministrado la prueba de que usan la energía nuclear. Yo estaba seguro de que usted había transmitido todo eso a Sirio, ya que, de lo contrario, me habría dirigido a Lalande inmediatamente, pero, como no pude establecer con usted contacto por radio desde el espacio, me pregunto ahora si no le estarán teniendo incomunicado.
    ―No, eso no es lo malo. En realidad la radio estaba averiada, aunque puede que haya sido un sabotaje. Ellos saben muy bien que cualquier suspensión de contacto conmigo significaría un verdadero conflicto. Pero es el caso que no he podido informar muchas más cosas que estas pequeñeces.
    ―¿Quiere usted decir entonces que Tarumba no es una amenaza para el Cuadrilátero? —preguntó Chaan, aliviado.
    ―No, quiero decir que no sé si lo es o no. No tienen por qué censurar mis informes. Pueden impedirme ver lo que yo necesite ver para saber exactamente lo que está pasando, y alguna limitación de la libertad de un agente del Mando Espacial no es lo bastante como para poner excitado a Sirio. Por eso me alegro de que esté usted aquí. No pueden ocultarle cosas a un explorador espacial experimentado.

    Chaan dio unas chupadas al fragante tabaco y meditó.

    ―La construcción de naves interestelares puede ser un programa para una ampliación del comercio con otros sistemas —pensó en voz alta—. El programa nuclear podría ser una secuencia de una expansión correspondiente en la economía doméstica. El detalle que me parece de mal agüero, cuando lo relaciono con estos dos hechos, es la gran importancia que han dado a lo militar y la indicación que se nota de una egomanía nacional en la indumentaria y en los rostros del personal civil.
    ―He estado tratando de poner en claro lo relativo a esa concentración militar —dijo Victad—. Ellos me responden que tienen que precaverse contra la posible rebeldía de elementos insatisfechos. Se supone que hay un grupo terrorista revolucionario bien organizado, los Wassers.
    ―Posiblemente un muchacho petulante. He estudiado a fondo el dossier que tenemos sobre Tarumba, pero los informes de rayos luminosos son forzosamente escuetos. Quizá convendría que me relatase usted los cambios ocurridos aquí durante los últimos treinta años.
    ―Pues mire, llevo aquí dieciocho años de agente —dijo Victad—. Cuando llegué, estaba ya en marcha el cambio de la clase de existencia pastoril que usted debe recordar. Se había formado un gobierno, con un apoyo popular muy fuerte, para explotar los recursos del planeta, que, como usted comprenderá, no habían sido muy bien utilizados en la anterior sociedad, bastante despreocupada. En sí mismo, era un paso bastante sólido, pero, ¿ha oído usted hablar alguna vez de Filipo de Macedonia?
    ―¿Filipo? Un caudillo terráqueo, ¿no era eso?
    ―Sí, en tiempos muy antiguos, incluso antes de los viajes por el espacio. Organizó el pequeño país de Macedonia y puso orden entre las belicosas ciudades de Grecia. Su hijo. Alejandro Magno, heredó una Grecia unida y la condujo a la conquista del mundo.
    ―Sí, ahora recuerdo. Pero, ¿qué tiene que ver eso con Tarumba?
    ―El jefe del nuevo gobierno de los tarumbianos era una figura tremendamente popular, y un hombre de ambiciones amplísimas. Se llamaba Adarl. Cuando murió, hace siete años, había convertido el gobierno de Tarumba en una organización poderosa, había hecho del Ejército su brazo derecho, y había inaugurado el programa de construcción astronaval y el de energía nuclear. Se los traspasó, juntamente con sus propósitos de gran alcance, cualesquiera que estos sean, a su hijo, Marl, y éste ha sido todavía mucho más agresivo que su padre en la continuación del plan.
    ―¡Malo, malo! Gobierno de un hombre. Eso es todavía peor de lo que yo pensaba. Dígame usted, ¿creen que han sido ellos los que me han robado la nave?
    ―No puedo decírselo con seguridad. Me inclino a ponerlo en duda. Cuando se realizó el intento para sabotear la nave de usted en Galgo, se me informó por rayos luminosos como un asunto formulario. Sospecho que pudiera tratarse de cosa de los agentes tarumbianos, y le hablé con mucha claridad a Marl. Se mostró aterrado al enterarse, como si no lo supiera antes, que el retraso de usted en llegar habría movilizado contra este sistema toda la flota estacionada en Lalande.
    ―¿No sabía que el no llegar a tiempo un explorador espacial pondría en movimiento a la flota? ¿Y lo sabe ahora?
    ―Así es. Por eso sospecho que son los Wassers, y no el gobierno tarumbiano, los que han robado su nave. Puede usted estar seguro de que el gobierno hará todo lo que esté en su mano para que llegue usted a tiempo a Lalande con un informe favorable.
    ―¡Hum! Bueno, naturalmente, el gobierno podría haber robado la nave como parte de una ofensiva sicológica para hacerme creer que los Wassers constituyen una amenaza que justifique un fuerte control. Tienen un año para devolvérmela sin atraerse jaleo sobre sus cabezas.

    La primera comida de Chaan en Tarumba fue una comida siriana, preparada y servida expresamente bajo la dirección de Leah. Después de la comida, se despidió de Victad y de su esposa, y fue escoltado por uno de los sirvientes hasta su suite en el hotel Regnald.

    En Tarumba, Chaan no había visto a ninguno de los sirvientes robots que eran tan comunes en el sistema de Sirio. Halló su suite atendida por tres sirvientes humanos, dos hombres y una mujer, vestidos con los ceñidos pantalones de los paisanos de Tarumba. Después de preguntar, se enteró de que uno de los hombres, Jahr, era su criado personal, mientras que el otro hombre, Oler, y la mujer, Ingra, eran criados en la casa.

    ―Dime, Jahr —preguntó Chaan cuando éste le hubo quitado las botas—, ¿quién es ese hombre Tregor?
    ―Tregor es nuestro ministro de Defensa, señor —contestó Jahr.

    Era un hombre rubio de poderosa musculatura, casi una cabeza más alto que Chaan. con ojos azul celeste y sonrisa fácil.

    ―Pues la verdad es que se mueven más aprisa de lo que yo pensaba —exclamó Chaan sorprendido—. Le llamarás por la mañana, Jahr, y le dirás que quiero que me traigan ropa de todas las clases que se usan corrientemente en Tarumba, de mi talla, incluyendo uniformes tanto de soldado raso como de oficial del Ejército.
    ―Sí, señor.
    ―Necesito todo eso al mediodía —dijo Chaan.

    Estudió a Jahr reflexivamente y añadió:

    ―Y dile además, Jahr, que te proporcione las mismas prendas para tu talla.
    ―Para mí se necesitará muy poco, señor —contestó Jahr sonriendo—. Soy oficial del Ejército.


    VII


    Las habitaciones de Chaan eran de techos altos y estaban lujosamente equipadas con pesado mobiliario tallado. Había una alfombra, cosa que él no había visto desde que salió la última vez de Proción, en la que sus pies desnudos se hundían como en espeso musgo. Vistosos tapices flanqueaban la cama y las ventanas, y sombríos paisajes con marcos dorados colgaban de las paredes. La suite tenía un aire de magnificencia barbárica que Chaan no había visto en toda su vida, y que más bien le impresionaba.



    También Jahr le gustaba. El hombretón rubio se mostraba franco y amistoso, sin nada del respeto servil que con tanta frecuencia se concedía a un explorador espacial. Oler era un tipo diferente: un hombre delgado y sombrío que hablaba poco y que a menudo parecía hallarse al borde del ataque de nervios. Ingrad era una muchachita regordeta, de cabello trigueño y ojos azules estúpidos y bondadosos.

    De los tres, Chaan decidió que lo más probable era que Jahr fuese el espía designado por Tarumba para vigilarle, suponiendo siempre que los tres eran agentes del servicio de espionaje. Eso le importaba un comino. Chaan estaba acostumbrado a que se le espiara.

    El trabajo de Chaan como explorador espacial entrañaba diversas actividades que parecerían totalmente inútiles a gente no familiarizada con su manera de actuar, esto es, a casi todo el mundo del universo habitado. Para los planes que abrigaba ahora, necesitaba compañía local, y eligió a Jahr, tanto por tener buena presentación como por estar él a mano.

    Cuando la indumentaria que Chaan había pedido llegó al día siguiente —poco antes del mediodía, aunque Chaan sabía que el gobierno podría haberla suministrado mucho antes— eligió el uniforme de un soldado tarumbiano. Consistía en un par de pantalones bombachos negros con rayas carmesíes, cerrados en los tobillos, bajas botas negras, una chaquetilla suelta color carmesí con rayas negras, y un sencillo casco negro de algún material liviano que cubría la parte de atrás del cuello.

    Chaan dio instrucciones a Jahr para que se vistiese en forma similar. Jahr protestó ligeramente: como tal oficial, objetaba contra aquello de tener que disfrazarse como soldado raso. Pero terminó por ceder.

    ―Ahora —dijo Chaan—, ¿a dónde iría un soldado a pasar la tarde y la noche?
    ―Emplearía la tarde en la instrucción y en la práctica de armamento —replicó Jahr con una mueca—. Pasaría la primera parte de la tarde en la lucha libre, nadando y haciendo otros ejercicios físicos, pero podría terminar con tiempo suficiente para jugar una partida o dos en los barracones antes de que se encendieran las luces.
    ―No me refiero a un soldado que esté de servicio. ¿Es que a los soldados tarumbianos no les conceden permiso de vez en cuando?
    ―¡Ah!, no le habría comprendido, señor. Bueno, si se trata de divertirse un poco, hay una parte de la ciudad llena de tabernas y de casas de diversión. Eso atrae mucho a los militares.
    ―Ya eso está mejor. Vayamos para allá. ¿De qué unidad vamos a decir que somos?
    ―Pues mire, señor —dijo Jahr, chispeándole los ojos—, según nuestras insignias somos cabos segunda del tercer sector de la flota norte.
    ―¿Flota? —murmuró Chaan, preguntándose cómo aquella terminología podría encajar en una organización del Ejército, pero no siguió insistiendo en el asunto.

    Los cabos segunda, según le informó el servicial Jahr, no podían poseer desde luego un coche. Podían tomar naturalmente un taxi, pero lo más probable era que cogiesen una de las calles deslizantes que atravesaban la ciudad. Así, pues, entraron en una de esas calles.

    Las calles deslizantes irradiaban, como los radios del cubo de una rueda, del corazón de Regn. Estaban bajo el nivel del entrecruzamiento de calles estacionarias, que pasaban sobre ellos por medio de viaductos. En aquel punto, cerca del centro de la ciudad, se hallaban sólo a una manzana de distancia de la más próxima calle deslizante hacia el exterior.

    Chaan y Jahr caminaron hasta allí y descendieron un pequeño tramo de escalera hasta ponerse al nivel requerido. Era una correa sin fin de unos doce metros de anchura. Una estrecha correa a ambos lados se movía a una velocidad de unos ocho kilómetros por hora, mientras que la correa principal del centro se movía a una velocidad doble. La correa principal estaba casi abarrotada de pasajeros que se alejaban del centro de la ciudad.

    Los dos hombres descendieron a la correa de ocho kilómetros y de allí a la de dieciséis kilómetros, añadiendo luego su propio paso a la velocidad de la correa. Llegaron a su destino antes de que transcurrieran veinte minutos y abandonaron la correa.

    Se hallaban en mitad de una zona de la ciudad, llamada El Alboroto. Estaba atiborrada de soldados. Se apiñaban las tiendas, los lugares de diversión y los hotelitos anunciados con letreros de vivos colores. Chaan sonrió. Los soldados se parecían mucho dondequiera que estuviesen. Tabernas, funciones de bailarinas y garitos de juego predominaban sobre las casas de diversión, mientras que las tiendas de souvenirs y de empeños sobrepasaban en número a los demás establecimientos.

    ―¿Qué haremos primero, señor? —preguntó Jahr.
    ―No me llames "señor" aquí. Recuerda que somos una pareja de cabos con permiso. Llámame Chaan. ¿Qué te gustaría que hiciéramos?
    ―Pues mire, señor... quiero decir, Chaan, hay por aquí cerca un sitio donde sirven buenas cervezas y donde se puede echar una partidita de cuadrángulo.
    ―Parece que conoces bastante bien este barrio para ser un oficial.

    Jahr contestó con una mueca.

    ―Fui soldado raso cinco años antes de ganar mis cometas —dijo.

    Cruzaron la calle, se abrieron camino entre un grupo de soldados jaraneros y algo bebidos y bajaron a los sótanos de un restaurante que ostentaba el letrero: La Reina Titiana. El interior, turbio de humo de tabaco, no era muy grande, pero contenía casi una docena de amplias mesas redondas y varios taburetes a lo largo de la pared junto a la calle. Contra la pared opuesta había un mostrador, tras el cual, filas de botellas ocultaban en parte un altorrelieve de madera representando a una mujer tendida. Los bebedores estaban sentados en todas las mesas y en los taburetes, pero habían sitios vacíos. Chaan y Jahr lograron abrirse paso hasta hallar asiento en una de las diversas mesas en la que varios jugadores estaban manejando anillos de alambre sobre figuras rectangulares de tres dimensiones, de alambre también. Aquello, le informó Jahr a Chaan en voz baja, era el juego del "Cuadrángulo".

    ―Entro después —dijo Jahr, y los cuatro jugadores asintieron sin mirarle ni interrumpir el juego.

    Un corpulento hombre achaparrado, de velludo pecho y delantal atado sobre sus pantalones ceñidos, tomó nota del pedido que hicieron de cerveza y volvió en seguida con dos tanques llenos. Chaan hundió la nariz agradecidamente en la buena cerveza tarumbiana. Era como él la recordaba, dulce y sabrosa.

    Lanzó una mirada circular por la taberna. No se limitaba a mirarla con los ojos, sino que dejaba que el ambiente calase en él. Mediante sus emociones, trataba de percibir los sentimientos y actitudes generales de aquella gente, deduciéndolos de las reacciones que tenían cuando estaban divirtiéndose. Era un método de comprobación que había usado a menudo en su trabajo: la taberna era un microcosmo del planeta en que estaba enclavado.

    Casi todos los parroquianos eran soldados, pero había tres paisanos: dos en uno de los banquillos y otro en un taburete. El paisano suelto estaba en una especie de palco rudimentario acompañado por una mujer, como lo estaban cuatro de los soldados, todos en la relativa intimidad de los palquitos.

    La mayoría de aquéllos eran como Jahr: rubios y atléticos. Ninguno era gordo, excepto el encargado del bar, aunque una pareja era algo rechoncha; y Chaan sólo pudo ver media docena de personas de cabello castaño u oscuro. Había un pelirrojo con una caja torácica de barril y músculos como cuerdas. Chaan, con su cabello pajizo y ojos azules, encajaba perfectamente dentro del cuadro, aunque resultaba más esbelto y espigado que la mayoría de los concurrentes.

    Las cuatro mujeres le produjeron a Chaan una primera impresión uniforme. Parecían saludables, incluso rozagantes, comparadas con las mujeres suaves y escurridas que encarnaban el tipo universal en el sistema siriano. A Chaan se le ocurrió que tal vez el bajo corte de los vestidos de aquellas mujeres contribuía a la impresión que sacaba de ellas.

    Los hombros anchos y pecosos de una pelirroja maciza que le tenía vuelta la espalda le hizo recordar a las amazonas. Dos de las restantes sólo le llamaron ligeramente la atención, pero la cuarta... era una jovencita de dieciocho a veinte años, con un rostro redondo y abierto, redondos ojos azules y cabello pálido cortado en guedejas sobre la frente. Estaba sentada frente a él, en un palco con dos soldados.

    Por un momento, Chaan se acordó de la Illse, de cabellos de lino, que había sido su esposa cuando estuvo por última vez en Tarumba. ¿Dónde estaría ahora?, se preguntó. Probablemente él ya tendría nietos en este planeta.

    Lo que más le sorprendió de la gente que había en aquella taberna fue la actitud despreocupada, casi jubilosa, que se notaba en seguida. Por lo que Victad le había dicho acerca del gobierno y de la historia reciente en Tarumba, se había imaginado una de estas dos cosas: o bien que conspirarían hablando en susurros, temiendo a la Policía Secreta o que se dedicarían a beber excesivamente, hablando con demasiada jactancia, escapando de las frustraciones de una existencia rígida.

    No había nada de aquello. Algunas de las charlas y risas eran ruidosas, pero se trataba de la exhuberancia de una energía natural. Bebían libremente, pero bebían y hablaban como hombres y mujeres libres. Le recordaban muchísimo a los tarumbianos animosos e individualistas que él había conocido, excepto que ahora había una corriente subterránea de poderosa y confiada excitación.

    ¿Cuál era el significado de aquella nueva faceta en la mentalidad tarumbiana? Rebuscó en los compartimientos de su mente, pero no localizó nada. Sólo sabía que aquello le impresionaba en forma poderosa, como si se encontrase al borde de una tremenda corriente que le invitase a zambullirse y a ser arrastrado para el cumplimiento de algún destino espiritual que siempre había estado buscando.

    Jahr había entrado ahora en el juego del Cuadrángulo, reemplazando a uno de los jugadores que se había retirado, y la costumbre de fría observación lógica volvió a posesionarse de la mente de Chaan. Miraba atentamente mientras movían por turnos los pequeños anillos de metal entre las complicaciones del cubículo de alambre. De pronto comprendió el significado del juego.

    ¡El Cuadrángulo representaba el Cuadrilátero de Sirio! Este juego de tablero tridimensional era, en miniatura, una guerra espacial entre los cuatro sistemas estelares del Cuadrilátero. Jahr, manipulando en el ángulo de Lobo, ejercía su habilidad contra los ingenios combinados de sus tres oponentes, aunque teniendo a su disposición el mismo número de piezas. Si perdía, lo mismo que su predecesor, sufriría un pequeño castigo y se retiraría del juego.

    Según los juegos con que se entretiene la gente, así corren sus pensamientos, reflexionó Chaan.

    Era una prueba más fuerte de lo que buscaba que todo lo que hubiese podido enseñarle Victad.

    La cerveza corría libremente. Ya Chaan no estaba seguro de cuántos tanques fríos y sabrosos se habría bebido, pero la cabeza empezaba a oscilarle ligeramente cuando se produjo una pequeña conmoción en uno de los palcos.

    Unas cuantas voces se encresparon en discusión. La muchacha de la carita redonda se levantó de su asiento, flameándole la cólera en los ojos azules, y se sacudió la mano con que uno de los soldados la tenía asida.

    ―¡Discutid lo que queráis, pero no de mí! —disparó con voz ronca afilada por la cólera—. ¡No he dicho sí a ninguno de vosotros!

    Se volvió y empezó a caminar hacia la puerta. Uno de los soldados se quedó sentado, viéndola marcharse con una mueca burlona, pero el otro, más fogoso, saltó tras ella. Cuando la muchacha iba pasando a grandes zancadas junto a la mesa de Chaan, su perseguidor la agarró por la capa que arrastraba ondeando y la hizo perder el equilibrio. Se cayó de costado, jadeante y furiosa, en el regazo de Chaan.

    Casi despedido de su silla, Chaan instintivamente la agarró por la cintura con un brazo, aferrándose al filo de la mesa con la otra mano. El joven soldado la cogió por la muñeca y trató de levantarla, y por un instante hubo un forcejeo con Chaan en posición desventajada. Luego, un nuevo factor entró en escena.

    Poniéndose en pie, Jahr dijo calmosamente:

    ―Déjala tranquila, soldado. Ella sabe decidir sola.
    ―¡Tú no te metas en esto! —gritó el soldado, e impulsivamente, se lanzó contra Jahr.

    Su puño pasó rozando junto al pecho de Jahr, y éste lo derribó al otro lado de la sala de un derechazo.

    ―¡Cabrito! —gritó una voz detrás de ellos, a la par que el compañero del soldado venía en ayuda de éste, armado con una botella de cerveza.

    Antes de que Jahr pudiera volverse, le estrelló la botella encima de la cabeza.

    Jahr se volvió con una sonrisa despreciativa y asestó un puñetazo al sorprendido rostro del soldado. El hombre describió un arco por el aire y fue a caer en el suelo debajo de una mesa.

    Por aquel entonces ya Chaan había conseguido librarse de la muchacha y se había puesto en pie. Cuando el primer soldado saltó sobre Jahr, estando éste vuelto de espalda, la mano de Chaan golpeó mortíferamente y el atacante cayó al suelo sin conocimiento.

    Jahr dirigió a Chaan una sonrisa que parecía una mueca.

    ―Me equivoqué, camarada —dijo—. Creí que eras tú el que necesitabas protección.
    ―Atacó con mucha oportunidad —replicó Chaan devolviendo la sonrisa—. Estaba atado de pies y manos. —Se volvió hacia la muchacha—. Ya usted puede marcharse cuando quiera, señorita.
    ―¡No! —exclamó ella, clavando en Jahr sus ojos redondos—. Su amigo... está herido.
    ―No son más que unos arañazos —denegó Jahr, pasándose la mano por la parte trasera de su rubia cabeza.

    La palma de la mano se le manchó de sangre.

    ―Hay que desinfectarlo —dijo la muchacha.

    Se volvió hacia el encargado del bar, que arrastraba hasta la puerta a los dos soldados inconscientes.

    ―Hann, tráenos algún desinfectante y algodón.
    ―Y un poco de cerveza fría —añadió Jahr, mientras los tres se trasladaban a un palco.

    Ella era Hildi Gretten, hija de un oscuro funcionario gubernamental, les contó ella misma mientras desinfectaba la coronilla de Jahr. Con una amiga, había quedado citada para salir con los dos soldados, y, al serle imposible salir su amiga, ella se había mostrado lo bastante loca como para salir con los dos a la vez. Habían bebido demasiada cerveza.

    ―Bueno, la noche es joven —dijo Jahr, explorando prudentemente la cura hecha por la muchacha—, pero no me gustaría tener una discusión por el estilo con mi amigo Chaan. Quizá sería mejor que buscásemos otra muchacha.
    ―Yo no he dicho que quiera ir con ninguno de ustedes —replicó ella, pero sus ojos mostraron una clara alegría.
    ―¡Oh!, desde luego que quiere —dijo Jahr despreocupadamente—. El único problema es el de hacer un cuarteto. Tenemos que encontrar otra muchacha para Chaan.
    ―Encontraremos otra muchacha para usted —dijo ella con firmeza—. Si a usted no le importa, su amigo me gusta.
    ―¿Yo? —preguntó Chaan sorprendido—. Ha sido Jahr quien ha quitado de en medio a esos dos tipos.
    ―Me gusta quien me gusta —dijo Hildi—. Y usted me gusta. Saldremos y recogeremos a Gretl. El único motivo por el que no quiso salir fue que los muchachos querían empezar en mitad de la tarde.

    Se montaron en la calle deslizante, ciudad arriba. El inmenso sol carmesí de Tarumba estaba poniéndose, y al llegar el frío del anochecer, Hildi se colocó la capa color celeste. A Chaan aquello más bien le entristeció. Había estado admirando su figura. Era esbelta y virginal. Sus ojos redondos, su nariz arremangada y sus labios llenos le daban un aire de implorante inocencia holandesa.

    Se enteró de que Hildi vivía con su padre en los arrabales del norte de la ciudad, pero Gretl, una secretaria gubernamental, tenía un apartamiento en la parte sur de la ciudad. La encontraron allí, cuando acababa precisamente de regresar del trabajo. Era una muchacha atractiva, morena y más bien delgada.

    No volvieron a El Alboroto, pero cenaron en un restaurante del sur donde Chaan y Jahr eran los únicos hombres de uniforme entre una enorme multitud de paisanos. De allí, se trasladaron a uno de los locales nocturnos de la ciudad, donde Chaan descubrió que la delicada figura de Hildi cumplía su promesa, ya que bailaba como una sílfide, y le inició sin dificultad en los complicados pasos que formaban la moda corriente en el baile tarumbiano.

    La actitud de Hildi hacia él fue cálida desde un principio, y, durante algún tiempo, él trató de analizar si aquella postura se debería a la naturaleza propia de la muchacha, si era un reflejo de la posición social tarumbiana o si se debía únicamente al hecho de que él le gustaba. Al cabo de un rato dejó de preocuparse por eso y aceptó la cosa sin hacer preguntas.

    Aquéllo, combinado con el ambiente francamente hedonista que imperaba en el local y la afectuosidad de Hildi, contribuyó a que muy pronto se desentendiera de la tarea que se había fijado. Dejó de hacer observaciones y se limitó a adquirir experiencia. Fue una de aquellas raras noches que se disuelven en algo que es memorable y que, sin embargo, no pueden recordarse detalladamente.

    Ya muy tarde, los cuatro se trasladaron al apartamiento de Gretl, donde se dedicaron a saborear bebidas y a hablar animadamente de temas tales como el verdadero significado del universo y la índole auténtica de la misión del hombre.

    Y luego, sin intervalo apreciable que él pudiera apreciar de pronto, Chaan hubo de despertarse turbiamente ante una voz vigorosa y alegre que le decía:

    ―¡Despierta, camarada! El desayuno está listo.

    Chaan se sentó dando un brinco. Estaba en medio de una de aquellas gigantescas camas características de los tarumbianos. En una silla próxima estaba apilado el uniforme carmesí y negro, en confusa mescolanza con un vestido azul celeste que le resultaba familiar.

    Jahr estaba de pie en la puerta, sonriendo, apoyándose en la jamba con una mano. Estaba completamente vestido, pero con el uniforme arrugado.

    Y, al filo de la enorme cama, durmiendo pacíficamente boca abajo, yacía Hildi.


    VIII


    ¿Dónde estamos? —preguntó Chaan, con el cerebro todavía enmarañado—. ¿En el apartamiento de Gretl?


    Jahr soltó una risotada.

    ―¡Bien te debes haber divertido! —replicó—. ¿No reconoces tu propio dormitorio, señor? Estamos en tu suite.
    ―Bueno, después de todo no es más que la segunda noche que paso aquí —replicó Chaan a la defensiva.

    Se llevó una mano a la pajiza cabeza que le dolía terriblemente.

    ―Ahora me acuerdo. Nos vinimos aquí cuando a Gretl se le agotaron todas las bebidas.
    ―Y Gretl lleva toda la mañana preguntándose cómo dos soldados rasos pueden pagarse una suite en el hotel Regnald, con dos criados a su disposición.

    Chaan lanzó una mirada hacia Hildi. Por extraño que resultara, en vista del torrente de voz de Jahr, lo cierto era que la conversación no la había despertado.

    Estaba dormida como una niña, con el cabello rubio derramado sobre el cuello, muy tapadita, con el rostro de querubín apoyado en un antebrazo y los labios ligeramente entreabiertos. Se le alzaban los hombros al respirar.

    Al mirarla y acordarse de todo, Chaan se estremeció en un temblorcillo de emoción indefinible.

    O bien Jahr no se daba cuenta de las reflexiones sentimentales de Chaan, o bien carecía de paciencia para esas cosas. Entrando por fin en la habitación, se acercó a Hildi y la despertó sin contemplaciones. Ella bostezó, se incorporó y se quedó apoyada en los codos. Luego, doblando a un lado su cabeza, sonrió y fijó sus soñolientos ojos azules en el rostro de Chaan.

    ―Hola —dijo suavemente—. Te quiero.

    Impulsivamente, Chaan se inclinó sobre ella y la besó como quien besa a una niña.

    ―Vestios ya de una vez —ordenó Jahr mientras se dirigía hacia la puerta—. El desayuno está ya casi listo.

    Mientras se bañaban y se vestían en cuartos de baños separados por una mampara, cambiando entre ellos breves palabras, Chaan trataba de analizar la experiencia que estaba atravesando.

    Aquello era algo que, con pocas variaciones, podría haber sucedido en cualquier mundo del Cuadrilátero, excepto quizás en Lalande, donde las relaciones entre los sexos estaban rígidamente formalizadas en casi todas las desperdigadas comunidades. Sin embargo, existía aquí un saborcillo diferente, y más significativo del que pudiera encontrarse, en semejante índole de cosas, en uno de los planetas de Sirio o Proción.

    Chaan recordaba las conversaciones mantenidas la noche pasada. Aquella gente, Hildi, Jahr y Gertl, no eran estúpidas cabezas de chorlito; habían hablado seriamente y con inteligencia. La comunidad de puntos de vista y de afectos que se había establecido entre él y Hildi no había chirriado en ningún momento con una nota discordante de chabacanería.

    Hildi le cogió del brazo y le sonrió tímidamente cuando salieron juntos de la habitación. Chaan suspiró. Le gustaba esta gente.

    El desayuno, consistente en su mayor parte en una especie de diminutos animalillos tarumbianos, fritos, sobre pastelillos tostados, les fue servido en el enorme comedor por Oler, que miraba sombríamente el espectáculo que daba Jahr sentado a la misma mesa que el amo. De vez en cuando, Ingra, con los ojos abiertos de par en par, venía a fisgar desde la cocina.

    Chaan vio que no había manera de retrasar el inevitable reconocimiento.

    ―Bueno, ¿cuál es la costumbre aquí? —preguntó.
    ―¿A qué te refieres, Chaan? —preguntó Hildi—. ¿Qué clase de costumbre?

    Dándose cuenta inmediatamente de lo poco diplomático que había estado, Chaan deseó con fervor haber aguardado a llevarse aparte a Jahr y preguntarle. Pero la cosa ya no tenía remedio.

    ―¿Se espera que tenga que casarme ahora contigo? —requirió, tratando de dulcificar la brutalidad de la pregunta con una sonrisa—. ¿O fue la última noche... bueno, una noche para ser recordada?

    Hildi apartó el rostro rápidamente.

    ―Lo que tú quieras —dijo ella con tono herido.
    ―Espera, Hildi. tú no comprendes —intervino Jahr—. Tú no lo sabes, pero el caso es que Chaan no puede estar enterado de lo que se espera que deba hacer correctamente. Si estás dispuesto a decirles a las muchachas la verdad, Chaan, quizá convendría que nos contases qué sentido tendría nuestra pequeña fiesta amistosa de anoche en otros... en otros de los sitios en que has estado.
    ―No me parece necesario, excepto en raras ocasiones, disimular mi identidad —contestó Chaan con una sonrisa torcida—. A decir verdad, una cosa así no podría suceder probablemente con una muchacha como Hildi en ninguno de los mundos, excepto en la Tarumba que yo conocía de antes. Entonces lo sucedido podría significar cualquier cosa para Hildi y a mí me habría gustado que así fuera, esto es, que se hiciera lo que ella dijese. O bien vivir juntos desde ahora o no vernos nunca más. Esencialmente eso significaría que nos seguíamos gustando lo mismo que en la noche pasada.
    ―¿A qué te refieres con eso de que estuviste antes en Tarumba? —interrumpió Gretl—. ¿En qué otros sitios podrías estar a tu edad?
    ―En muchísimos otros sitios —dijo Chaan lentamente—. No soy tarumbiano. Soy explorador espacial del Consejo Solar.

    Las dos mujeres se le quedaron mirando con ojos aterrados y abiertos de par en par.

    ―¡Ya le dije yo a Jahr que los soldados no podían tener apartamientos como éste! —exclamó Gretl con tono triunfal.
    ―Ahora comprendo por qué has hecho esa pregunta —dijo Hildi suavemente, y la voz se le rompió en un sollozo.
    ―Pero, ¿qué te pasa, Hildi? —preguntó Chaan, mostrándose inmediatamente solícito.
    ―Los exploradores espaciales nunca permanecen en un mundo más de un año —murmuró ella llorosamente.

    Jahr frunció el ceño y se la quedó mirando con impaciencia.

    ―Puedes estar tranquilo, Chaan —dijo—. Tarumba no ha cambiado tanto como podrías creer. Si un hombre y una mujer se quieren, viven juntos o se encuentran cuando les parece, según prefieran, y si dejan de quererse se separan.
    ―Bien expresado, mi hermoso filósofo —dijo Gretl—. ¿Y se puede saber cuáles son tus planes para con nosotras?
    ―Pues —dijo Jahr despreocupadamente—, sé donde vives, cariño. No me imagino que Chaan necesite demasiadas mujeres pendientes de sus charreteras, así es que puedes esperarme.
    ―Siento curiosidad —dijo Hildi—. Puesto que Chaan es un explorador espacial, ¿qué pintas tú en esto, Jahr? ¿Eres de verdad un soldado?
    ―Y tanto que lo soy —dijo Jahr—. Soy...
    ―Es un oficial importante y de alta graduación —intervino Chaan secamente— que me ha sido asignado como uno de mis servidores, de forma que pueda tener al corriente a su gobierno sobre mis actividades.

    Jahr soltó una risotada de regocijo.

    ―¡Ya les dije que yo no tenía madera de espía! —exclamó gozosamente—. En lugar de mantenerme con la discreción y el respeto debidos, empecé por tutear al joven amo y a salir de juerga con él.
    ―No presentaré por eso ninguna queja oficial —dijo Chaan con una mueca—. Tú informa todo lo que quieras, y sigamos siendo buenos amigos. Creo que no he tropezado nunca con un espía tan agradable.
    ―¡Chócala ahí! —replicó Jahr extendiendo una mano inmensa impulsivamente.

    Chaan le estrechó la mano con solemnidad por encima de la mesa.

    Después del desayuno, Jahr se llevó de vuelta a Gretl al apartamiento de esta última, dando a entender que probablemente no regresaría antes de media tarde. Se marcharon, sosteniendo una animada discusión sobre lo que ella iba a decir para explicar su ausencia en la oficina.

    Chaan y Hildi se retiraron al gran salón de estar para tomar una segunda taza de fehr, el fuerte y dulzón sucedáneo tarumbiano del café de Sirio. Oler se los sirvió con mirada desaprobadora.

    ―¡Y tú!, ¿no tienes una oficina a la que dar explicaciones? —preguntó Chaan.
    ―No —contestó ella—. Este año estoy completando estudios de Sociología Interestelar en la Universidad de Regn, y puedo fumarme la clase hoy.
    ―Me dijiste que vivías con tu padre. ¿No se preocupará al ver que te has pasado toda la noche fuera?
    ―Indudablemente tienes que haber vivido en mundos muy extraños —dijo ella asombrada—. Ya he leído cosas acerca de semejantes sociedades. Pero ninguna mujer tiene por qué temer ningún daño en Tarumba. Estoy segura de que mi padre sabe muy bien por qué no volví anoche a casa.
    ―En una cultura como ésta, estoy seguro de que los padres llegan a acostumbrarse a tales ausencias.

    Ella le miró con firmeza. La expresión de sus sinceros ojos azules era desconcertante.

    ―Me gustaría que entendieras esto, Chaan —dijo—: Sé que el amor avasallador de una mujer por su primer hombre es a veces justamente el descubrimiento maravilloso del amor mismo. He conocido a mujeres para las que ese primer amor ha durado toda la vida, y las he conocido para las que sólo ha durado un día. Ninguna mujer que sea sincera puede decir cómo sentirá mañana, pero sé que hoy te quiero con todo mi corazón.
    ―Yo no te querría si no fueses sincera, y sé que te quiero muchísimo —dijo Chaan con calma—. El amor no es una cosa precisa que pueda ser acotada y definida, Hildi. Puede ser breve y dulce y memorable, o puede irse haciendo más profundo y más rico en una larga vida juntos. En mi oficio de brincador de estrellas, he experimentado la clase fugaz muy sinceramente varias veces, y siempre he tenido la esperanza de que algún día llegaré a conocer también la otra clase.
    ―También yo lo espero —dijo ella.

    Estuvieron sentados en silencio unos instantes, y Chaan la miraba mientras ella bebía tímidamente su fehr. Casi esperaba que ella le sugiriese que podría ofrecerle el amor permanente que él iba buscando, pero ella no lo hizo.

    Chaan halló que la idea no le resultaba desagradable. Había algo en la muchacha que hacía vibrar en él cuerdas muy profundas. Se sintió tentado a ofrecerle el matrimonio tipo Consejo Solar, para el que estaba facultado en cualquiera de los mundos. Pero, en cierto modo, aquello le parecía demasiado deleznable. En lugar de eso, dijo:

    ―Si no te importa ocupar el lugar de Jahr como mi compañero, durante todo el día de hoy, me gustaría que me enseñases la ciudad, Hildi. Pero mañana tendré que devolverte a tu casa por algún tiempo.
    ―Como tú digas —accedió ella—. Pero si me quisiste anoche y me sigues queriendo hoy, ¿por qué crees que no me querrás mañana?

    Él se echó a reír.

    ―No se trata de eso —dijo—. No quiero que corras el riesgo de tener que sufrir molestias, y no tengo forma de saber cuál será la atmósfera que reine aquí, después que yo hable mañana con Marl.
    ―¿Vas a ver a Marl? —preguntó ella con los ojos muy abiertos—. ¿Al jefe?
    ―Cuanto antes lo vea, antes podré llevar a cabo mi investigación sobre Tarumba. Así, pues, voy a encargar que Jahr se ocupe cuando vuelva de arreglar lo necesario para que Marl me conceda una audiencia mañana mismo.
    ―Pero, ¿cómo sabes que consentirá en verte?
    ―Cuando un explorador espacial sugiere que le sea concedida una audiencia —comentó Chaan con una ceñuda sonrisa—, no creo que el jefe de un planeta intente hacerse el desentendido. De cualquier planeta.


    IX


    A pesar de sus palabras, Chaan esperaba que se produjera un cierto retraso. Si Marl estaba empeñado en una partida con el Consejo Solar, era razonable suponer que emplearía tácticas irritantes hacia el explorador del Consejo.



    Se sintió gratamente sorprendido, por tanto, cuando Jahr le comunicó que Marl estaba dispuesto a verle cuando a Chaan le conviniera. Puesto que Chaan había sugerido desde un principio que la conferencia se celebrara a las catorce horas, no consideró necesario volverle a notificar a Marl que llegaría en la hora indicada.

    ―Mira —le dijo a Hildi, después de su desayuno, a la mañana siguiente—, la verdad es que estarías encantadora con una toga siriana. O, mejor aún, con uno de aquellos vestidos de piel que la gente solía usar en Tarumba.

    Ella se estiró encantadoramente, favoreciéndole con una sonrisa que llegó a ser tan seductora como se lo permitía su carita inocente.

    ―¿No te gusta mi cuerpo? —preguntó ella—. Yo siempre había pensado que mis piernas eran bastante bonitas.
    ―Tu cuerpo es una combinación deliciosa de juventud y de madurez —armó él fervientemente—. Pero esa indumentaria de capa y pantalones es lo único que he visto hasta ahora en Tarumba que me desagrade. Me recuerda los programas infantiles del Capitán Maravillas en las pantallas de la Televisión de Galgo.

    Para su gira por la ciudad el día anterior, Chaan había llevado puesto el uniforme tarumbiano, negro y carmesí, con objeto de no llamar la atención. Ahora se puso su indumentaria azul y plata del Consejo Solar, y Hildi lanzó exclamaciones de entusiasmo. Él no la censuró. Su traje, cortado elegantemente a su medida contrastaba de una manera asombrosa con el uniforme de Tarumba.

    Tomaron uno de los pocos coches automáticos de la ciudad para ir a casa de Hildi. Chaan coligió que los vehículos de lujo forzosamente tenían que ser raros en una economía que gravitaba pesadamente en la construcción de flotas espaciales, y sólo personas adineradas y altos funcionarios poseían coches o utilizaban taxis. La mayoría de la gente se servía de las calles deslizantes.

    Sin embargo la calidad del vehículo, comparada con los que había visto en Galgo y en casi todos los planetas del sistema de Proción, era muy superior. Hildi silabeó la dirección en los mandos, y el coche se movió rápida y suavemente hacia los arrabales de Regn. Se detuvo delante de una casa modesta rodeada de jardines. Chaan apretó el botón de "aguardar aquí" y escoltó a Hildi hasta la puerta.

    ―Papá está en su cocina, pero ¿por qué no te quedas a almorzar aquí? —propuso Hildi.
    ―No —contestó Chaan—. Tengo que estudiar unas cosas a fondo antes de ver a Marl. Como Jahr le dijo a Gretl, espérame cuando me veas; la única diferencia consiste en que puedes estar segura de que me verás de nuevo.

    La besó y volvió a tomar el coche para regresar al hotel. A las trece treinta, él y Jahr se encaminaron hacia el edificio del Gobierno, que cubría casi la mitad de un kilómetro cuadrado en el corazón mismo de Regn.

    El enorme edificio cuadrado estaba abarrotado de gente, tanto civiles como militares. Chaan había supuesto que era meramente una residencia palaciega de Marl, pero, al parecer, era el centro nervioso del Gobierno. A una escala magnificada, Marl seguía la práctica, o quizá había dado el ejemplo, de tener su residencia en el mismo sitio donde trabajaba, una costumbre que parecía haberse impuesto en Regn.

    A Chaan le aguardaba otra sorpresa. Había supuesto que Marl estaría sentado con regia magnificencia en una vasta sala, rodeado de cortesanos. Pero él y Jahr no fueron introducidos en ningún sitio que se pareciera a ningún Salón del Trono.

    En lugar de eso, se le hizo pasar a una habitacioncita a la que no pudo entrar Jahr por impedírselo una pareja de guardias uniformados. Era una pequeña estancia con una sola ventana que miraba a un patio interior del edificio de la Cancillería. Sus paredes estaban cubiertas con estantes de microfilms, y había una pantalla lectora en una de las esquinas. Tras una mesa que sostenía un mapamundi de Tarumba y un modelo en plástico del Cuadrilátero de Sirio, un joven de cabellos negros y gafas anticuadas se levantó con una sonrisa.

    ―Capitán Fritag —dijo—. Bienvenido.
    ―Gracias —dijo Chaan, mirando en torno.

    El recepcionista había alargado la mano por encima de la mesa, por lo que Chaan se la estrechó.

    ―¿No quiere usted sentarse? —sugirió el joven cordialmente, señalando a un confortable sillón colocado delante de la mesa.

    Chaan se sentó y miró su cronómetro de pulsera impacientemente. Eran ya las catorce.

    ―Espero que no tendré que aguardar mucho tiempo para ver a Marl —dijo, más bien ceñudamente.
    ―Nada en absoluto —dijo el joven—. Yo soy Marl.

    Chaan se atragantó y se puso en pie. Como explorador espacial, no debía obediencia alguna a Marl, pero se sentía en una posición desairada por haber tratado al jefe de Tarumba como a un criado. Notó que las orejas se le ponían coloradas.

    ―Lo siento muchísimo —dijo—. Pensé que...
    ―Haga el favor de sentarse —dijo Marl, sonriendo—. No es un error extraño. Me temo que más bien doy pie para ello. Eso me proporciona una especie de ventaja sicológica.
    ―Ya lo veo —observó Chaan, recobrando su compostura y volviendo a sentarse.

    Había cogido a Marl en una rápida ojeada fotográfica. Así, pues, éste era el jefe de Tarumba. No resultaba impresionante en absoluto, al contrario de lo que Chaan había esperado. Era un hombre esbelto, de cara angulosa y boca grande y firme. Sus agudos ojos negros parecían brillar tras las gafas de pesada montura, y llevaba el cabello pulcramente peinado. Era más moreno que la mayoría de la gente de Tarumba, y su indumentaria negra, cortada al estilo del uniforme tarumbiano, pero sin estar vivificada por colorido alguno, parecía hacerle formar parte de las sombras de la habitación en penumbra.

    ―Espero que estará usted disfrutando de su estancia en Tarumba —dijo Marl.
    ―Sí, gracias al simpático muchacho que se ha preocupado usted de enviarme.
    ―¿Jahr? Sí, Jahr, es el buen chico, aunque un poco impulsivo a veces. Pensé que a usted le resultaría simpático. Y veo que ya le ha puesto al corriente sobre la vida nocturna de la ciudad.
    ―Ah, ya ha entregado sus informes ¿no es así?

    Marl soltó una suave risita.

    ―Jahr se olvida a veces de cosas rutinarias como informar regularmente —dijo—. No. esta vez he tenido que contar con otras fuentes. Pero por completo dignas de confianza, como supongo que habrá usted conjeturado. Tengo entendido que Hildi y Gretl constituyen una compañía muy agradable.

    Chaan se sonrojó hasta las cejas.

    ―Mucho —contestó—. No he llegado a conocer muy bien a Gretl, pero considero a Jahr y a Hildi como de las cosas más agradables de la vida tarumbiana.
    ―¿Es que encuentra usted cosas desagradables, capitán? Me sorprende usted.
    ―Lo dudo, Marl. Espero que no tomará a falta de respeto el que le llame por su nombre, ¿o es apellido?
    ―Las dos cosas a la vez —dijo Marl—. Mi padre renunció al apellido totalmente. No, mi pueblo se dirige a mí por lo general llamándome Jefe Marl, pero usted no es de Tarumba. Ahora podríamos decir que somos de igual rango, así es que le llamaré a usted "Chaan", si no tiene inconveniente.
    ―Ninguno en absoluto. Y ahora, tratemos de los aspectos más desagradables de Tarumba. No debería enumerárselos: el programa de construcción de astronaves, la energía nuclear, el Gobierno de un solo hombre, un programa de intensa instrucción militar.

    "Dejando a un lado, de momento, lo relativo a la organización militar, la construcción de astronaves pesadas está permitida, y la energía nuclear lo está también. Dos cosas que se permiten juntas, y que, por lo común, se desarrollan conjuntamente.

    “Tampoco el Consejo Solar tiene por qué interferir en una forma totalitaria de gobierno, a menos de que exista la prueba de que está permitiéndose ciertos excesos.

    "Pero lo que no se permite sencillamente es la conjunción de todos estos supuestos. Una forma totalitaria de gobierno no puede tolerarse en un planeta que ha alcanzado un determinado nivel tecnológico. Es demasiado peligroso. En un planeta de alto nivel tecnológico, siendo de advertir que distinguimos grados en esta cuestión, pero no es eso lo importante, un hombre o un grupo de hombres podría tomar una decisión que destruiría a ese mundo o que lo impulsaría a la guerra contra otros mundos.

    ―¿Y mi organización militar viene a sumarse al peligro, en opinión del Consejo Solar? —murmuró Marl.
    ―Exactamente.
    ―Entonces debo enfrentarme con la alternativa de dimitir y sumir a Tarumba en el caos político, o tratar de suprimir el progreso técnico del planeta y retrotraerlo al salvajismo.
    ―La alternativa no es tan acentuada como usted la expone. No sé si usted podría reorganizar la forma de gobierno tarumbiana sobre una base más representativa sin resultados desgraciados en un período razonable de tiempo. Admito que no sería nada práctico tratar de dar marcha atrás y prohibir la energía nuclear y la investigación. Pero entre las cosas que usted podría hacer para demostrar su buena fe y sus intenciones pacíficas, se hallan la reducción de sus fuerzas militares y la suspensión inmediata de su programa de construcción astronaval.

    Marl se echó hacia atrás y juntó las puntas de sus dedos.

    ―Usted ha decidido ya convocar la flota a Lobo —dijo positivamente.
    ―Sí, tomé esa decisión antes de solicitar verle, Marl. No puedo permanecer aquí bastante tiempo como para asegurarme por mí mismo que usted hará las cosas que le he sugerido, suponiendo que usted consintiera.
    ―No voy a perder tiempo tratando de disuadirle del juicio que se ha formado sobre Tarumba —dijo Marl—. Sólo quiero preguntarle una cosa antes de presentarle la sugerencia que le voy a hacer como alternativa. ¿Es verdad que la flota vendrá aquí automáticamente si usted no presenta su informe en Lalande en el tiempo previsto?

    Chaan sonrió, chispearon sus ojos con el triunfo del momento.

    ―Totalmente cierto —replicó—. Así pues, será mejor que me devuelva mi nave. Cualquier intento de interponerse en los deberes de un explorador espacial puede acarrear medidas punitivas muy graves.

    Marl se le quedó mirando formalmente.

    ―Estoy hablándole con sinceridad, Chaan —dijo—. Nosotros no tenemos su nave.
    ―Entonces, ¿quién la tiene?
    ―No lo sé. Tal vez los Wassers. De todos modos, eso no importa. La flota arremeterá contra nosotros sin que usted tenga que hacer esfuerzo alguno por su parte, ya que, quienquiera que tenga esa nave, ha conseguido ponerse fuera de nuestro alcance. Anoche hubo una explosión de impulsión estelar en el espacio en la otra cara de Tarumba.

    Chaan se levantó del sillón y se dirigió a la ventana. Miró al bonito pajarillo que había abajo.

    Marl parecía estar diciendo la verdad. No tenía motivo alguno para mentir. Y el aparente estallido de la nave al pasar a la impulsión estelar era algo que nadie de Tarumba, excepto Chaan, podía suponerse capaz de imaginar.

    ―Le dejaré a usted pensar sobre esto —dijo Chaan, volviéndose hacia Marl—. Quizá se decida usted entonces a dar un barrido por aquí. Pero quiero que me devuelvan mi nave. ¿No sabe usted que nadie que no sea un explorador espacial puede poner en marcha la impulsión estelar en una nave, Marl?
    ―Eso es lo que se nos ha hecho creer. Pero el caso es que ha habido una explosión de impulsión estelar.
    ―Alguien habrá tratado de meter esa impulsión —replicó Chaan—. Cuando alguien que no sabe cómo manipular, trata de poner a la nave en impulsión estelar, consigue una espectacular explosión falsa. Todo lo que hace es descargar el exceso de energía que se va acumulando durante el vuelo antigravitatorio, pero la nave sigue en realidad únicamente con el impulso de la antigravedad.

    Marl lanzó un profundo suspiro de alivio.

    ―No tiene usted idea de lo mucho que eso cambia las cosas —dijo—. He dado órdenes para que toda nave disponible explore esa sección del espacio, y, si la nave de usted está todavía en la antigravedad, terminará por ser traída a Tarumba más tarde o más temprano.

    Chaan se rascó la cabeza y se sentó de nuevo.

    ―Marl, me desorienta usted —dijo—. Ya le he dicho que la flota vendrá a Lobo, vaya yo a Lalande o no vaya. Usted actúa como si el cooperar conmigo y el devolverme la nave fuera a significar una diferencia importante en la acción del Consejo Solar.

    Marl le sonrió. Se levantó tras su mesa y se quitó las gafas, dejando al descubierto unos ojos oscuros engañadoramente suaves.

    ―Con su experiencia de explorador espacial, usted podría predecir el movimiento que voy a hacer, de la actitud que ahora estoy adoptando, si no fuera porque ellos le han hecho estimar tal cosa inconcebible —dijo suavemente—. ¿No cree usted que yo contaba con la llegada aquí de un explorador del espacio a su debido tiempo? ¿No se le ha ocurrido pensar que yo lo tuviese todo planeado para hacer frente a esta misma contingencia?

    "¡Oh!, el Consejo tiene muy bien montado el sistema de exploración, de forma que no es posible encontrarle un fallo. Si le dejo a usted marchar, usted entrega su informe; si le retengo aquí, la flota viene en cuanto que usted deje de llegar a su debido tiempo a Lalande. Una situación insoluble, decían mis consejeros, pero yo encontré la respuesta.

    "¡Chaan, quiero que deserte usted del Consejo Solar y se una a la causa tarumbiana! ¡Quiero que coja usted su nave para ir a Lalande a su debido tiempo e informe que no hay aquí ningún peligro y que no se necesita que la flota venga a Lobo!

    La mandíbula de Chaan se abatió, pero consiguió reprimirse antes de hablar. Todo su instinto le ponía en guardia contra el peligro más terrible para él mismo y para todos los mundos que formaban el Consejo Solar, peligro claramente visible en las tranquilas palabras de Marl.

    El peligro estribaba en el hecho de que Marl no era un loco... y que Marl sabía que Chaan no era tampoco un estúpido. Aquí no se trataba de un dictador egotista haciendo una propuesta alocada e insensata, ni de un hombre inteligente tratando de engañar a un adversario al que considerase estúpido. Fueran los que fuesen los designios de Marl, era evidente que se había imaginado todas sus posibilidades y considerando que la tentativa valía la pena.

    ¿Y cuáles eran esos designios? ¿Era una proposición sincera porque Marl tuviese alguna razón oculta para creer que podría persuadir a Chaan para que aceptase? ¿O era simplemente una cortina de humo para disimular otro plan?

    ―¿Qué le hace a usted pensar que yo podría aceptar semejante propuesta? —preguntó cautamente.

    No se le ocurría otra fórmula de aproximación.

    ―Usted ha estado antes en Tarumba. ¿No cree que ha mejorado ahora?
    ―En muchos aspectos, sí —concedió Chaan lentamente—. Ha progresado enormemente en lo que se refiere a avances técnicos. Pero a mí me gustaba más al viejo ambiente de libertad e individualismo.
    ―Espere un momento.

    Marl se inclinó hacia adelante y su voz adoptó una intensidad nueva. Su voz era casi hipnótica.

    ―Dice usted eso porque se le ha enseñado constantemente que un gobierno totalitario significa siempre una pérdida de individualismo y de libertad. Sea sincero, Chaan, lo mismo que yo soy sincero con usted. Ahora hay una unidad de propósitos en el pueblo de Tarumba, pero, aparte de eso, ¿puede usted decir que haya visto alguna prueba de la más mínima reducción de libertad?
    ―No, pero apenas he tenido tiempo para comprobarlo. Supongo que toda la gente que he visto aquí, excepto Victad, naturalmente, está de acuerdo con los objetivos que usted mantiene.
    ―La gran mayoría de los tarumbianos está conmigo. No me hace falta para nada la Policía Secreta. El Consejo Solar preconiza una forma democrática de gobierno, y yo le aseguro a usted que Tarumba es democrática. Lo que pasa es que el pueblo de Tarumba, por motivos de eficiencia, ha elegido un gobierno encabezado por un solo hombre.

    "Debe usted tener en cuenta esto, Chaan: siempre llega un momento en la historia de toda cultura en que se hace imprescindible una mano fuerte y unificada para lograr el progreso. Mi padre y yo hemos suministrado ese mando a Tarumba y ahora, como siempre, disentidores egoístas querrían desplazarnos, una vez que ya está realizada la tarea principal.

    Chaan levantó una mano. A su oído bien entrenado, las protestas de Marl resultaban exageradas si la oposición a la que se refería era tan insignificante como quería dar a entender, pero Chaan prefería apartar la conversación de una mera línea de propaganda.

    ―Concedamos que usted y su padre han hecho una buena tarea al elevar a Tarumba, y probablemente con una disolución relativamente pequeña de las libertades humanas básicas —dijo—. Pero el Consejo Solar no se interesa por los asuntos domésticos, como tales, de un planeta. Usted no me ha propuesto que le recomiende por lo que ha hecho por Tarumba. Lo que usted me ha propuesto es que cierre los ojos a sus designios evidentes de interferir en los asuntos de otros mundos.

    Marl pareció emerger de una especie de somnolencia. Con un ligero esfuerzo, recobró su aire de imparcial compostura.

    ―Permítame que me excuse —se disculpó—. Me temo que estoy demasiado acostumbrado a tratar con subordinados a los que hay que resolverles todas sus dudas. Ahora bien: ¿cuánto tiempo ha estado la flota del Consejo en Lalande?
    ―Supongo que es una pregunta académica. Cerca de sesenta años.
    ―¿Por qué?
    ―Las colonias de Lalande nunca han disfrutado del beneficio de tener un Abarl o un Marl —contestó Chaan con una sonrisa—. Nunca han podido lograr la unificación, y se han desperdigado en fieros grupos belicosos. Sin la flota allí para imponer la paz, podrían exterminarse mutuamente.
    ―¡Ahí le quería ver! —dijo Marl con tono triunfal—. Necesitan una mano fuerte que los guíe. La flota del Consejo Solar se limita a estar allí, a ser meramente una fuerza de disuasión, mantenida mediante un gran gesto que recae sobre todos los otros mundos habitados por hombres. Déjenme que quite esa carga de los hombros del Consejo Solar, y yo haré que esas sociedades de Lalande estén organizadas en una cultura decente y productora en el espacio de pocos años.
    ―Y luego vendrá Proción —dijo Chaan sardónicamente—. Y después de eso, Sirio. Un bonito plan de conquista. ¿Qué diablos le hizo a usted pensar que yo me avendría a semejante proyecto?
    ―Mire, Chaan —dijo Marl—, inclinándose hacia adelante intensamente y cruzando las manos sobre la mesa—. A usted le gusta Tarumba. A usted le gustan nuestras maneras y la forma que tenemos de pensar y de afrontar el futuro con el corazón animoso. Estoy enterado de esto porque hemos tenido agentes trabajando desde que mi padre se encargó del Gobierno, y la sicología y el ambiente de todo explorador espacial del Cuadrilátero ha sido estudiada a fondo. Lo único que se interpone en su posible decisión de unir su suerte a la de Tarumba es la lealtad al Consejo Solar, que ha sido inculcada a usted desde su infancia.

    "Sabe usted cual es nuestra situación. Necesitamos tiempo. Si entrega usted un informe favorable en Lalande, podremos disponer de treinta años más para prepararnos, y con eso será suficiente. Pero si la flota llega aquí desde Lalande en mitad de ese intervalo, no podremos luchar contra ella.

    ―Desgraciadamente para esa teoría suya, hay otro explorador espacial que hace el viaje a la inversa —dijo Chaan—. Está ahora en camino desde Proción a Lalande, y no esperará usted desde luego podernos persuadir a los dos para que nos unamos a su conspiración cuando él llegue aquí y vea lo que está sucediendo.
    ―Tenemos pensado detenerle —dijo Marl—. Por la fecha en que tendría él que haber completado el viaje, fallando en su llegada a Sirio, habrán transcurrido ya veinte años, y se necesitarán ocho o nueve años más para poder enviar un mensaje de rayo luminoso a Lalande. Como usted ve, hemos previsto todas las contingencias, y ahora todo depende de la decisión de usted.

    "No le pedimos que haga esto simplemente porque a usted le guste Tarumba. Sino porque, en su interior más profundo, nosotros sabemos que a usted no le importa ser leal al Consejo Solar o a Tarumba.

    "Cuando usted regrese a Tarumba, el puesto más alto del Gobierno, sólo inferior al mío, le estará reservado. O, si prefiere usted la vida de explorador espacial, puede ser explorador para Tarumba en lugar de serlo para el Consejo Solar. Todo lo que pida le será concedido.

    ―Debería usted saber ya mi respuesta —replicó Chaan, poniéndose en pie.
    ―Por ahora cuento con una respuesta negativa —dijo Marl, levantándose también—. Pero cuando usted recapacite, recuerde que el Consejo Solar no es en definitiva más que otro gobierno, y su rumbo muy bien puede estar equivocado.


    X


    Chaan salió de la pequeña habitación con la sensación del que ha sido trasladado a la cumbre de una montaña. Marl se mostraba peligrosamente amistoso, inquietantemente persuasivo.



    Jahr se le unió en el exterior. Pero como Chaan contestase a su saludo con un gruñido de desatención, Jahr le miró burlonamente y no dijo nada más. Los dos hombres salieron en silencio del edificio de la Cancillería.

    Desde luego, la propuesta de Marl era absurda, y Chaan ni siquiera quería pensar en eso. Pero el dictador había tenido razón al decir que la idea estaba calculada para impresionar la sicología de Chaan.

    Un plan atrevido, por medio del cual un diminuto mundo de gente irresponsable esperaba conquistar el sólido poder del Cuadrilátero de Sirio. Y un plan que surtiría efecto, si Chaan se prestaba a colaborar.

    Chaan estaba acostumbrado a las pesadas responsabilidades que gravitaban sobre sus hombros como explorador del espacio. Pero en este caso él era un hombre solo que tenía en sus manos el porvenir de todos los millares de millones de seres humanos del universo.

    Le gustaba Tarumba y su gente. Aquí, en la fría atmósfera de este planeta que giraba en torno a su pequeño sol, había una actitud de feliz camaradería, un sentido de dedicación al presente y al futuro que le impresionaba profundamente.

    Chaan estaba demasiado bien entrenado para haber pasado por alto el brillo que se observaba en los ojos de Marl. Era el deseo ancestral de poder, pero estaba por demostrar que de ese poder se fuera a hacer un buen uso.

    ¿Y no había sitio suficiente en el espacio para dos gobiernos interestelares? ¿No progresarían mejor los mundos del Cuadrilátero bajo un régimen local que bajo uno impuesto por la Tierra remota?

    Como Marl había dicho, el Consejo Solar podía estar equivocado. Después de todo, era un gobierno imperial que imponía su voluntad sobre otros mundos, aunque su objetivo, que era el de mantener una paz interestelar, fuese un objetivo bueno.

    Iban en el coche de vuelta al hotel.

    ―Vuestro jefe es una persona muy persuasiva —dijo Chaan.
    ―Es un gran hombre —dijo Jahr—. Algunas personas de Tarumba creen que es incluso más grande que su padre.
    ―Pero tú, no, ¿verdad?

    Jahr sonrió de la manera que le era peculiar.

    ―Supongo que eso depende de la clase de persona que se es —contestó—. Yo conocí a Adarl.

    Chaan guardó nuevamente silencio, pues acababa de asaltarle un pensamiento. ¡Estaba allí Hildi! Si alguna vez había tropezado con una mujer a la que no quisiera abandonar al cabo de un año brevísimo, Hildi era esa mujer. Él necesitaba estar con ella para siempre.

    En la nave exploratoria había sitio para ella, pero él no podía llevársela, según las normas del Consejo Solar, excepto en un caso de apuro supremo. Pero Marl, indudablemente, consentiría en que viajase con Hildi.

    No. ¿Qué urgencia iba a alegar a su llegada a Lalande? Por otra parte, ni siquiera el sueño de Hildi podría apartarle de su deber.

    En el hotel, Oler tenía un mensaje para él.

    ―Hildi Gretten ha pedido que vaya usted a su casa inmediatamente, capitán —dijo ácidamente.

    Chaan frunció el ceño. Le había dicho a Hildi que se pondría en contacto con ella cuando quisiese verla de nuevo.

    Intentó llamarla por teléfono, pero no obtuvo respuesta. Empezando a sentirse preocupado, se puso al cinto su pistola calorífica y tomó un coche para ir a la barriada suburbana de la muchacha. ¿Se encontraría en algún apuro?

    Vista desde fuera, la casa estaba sumida en la oscuridad. Chaan atravesó rápidamente el jardín y pulsó el timbre de la puerta. Aguardó. Como no hubiese respuesta alguna, pulsó el timbre de nuevo. Nadie contestó.

    Con cuidado, maniobró en el pestillo. La puerta no tenía echada la llave. Chaan la abrió y penetró cautamente.

    El vestíbulo estaba oscuro y no había sonido alguno en la casa. Chaan palpó la pared hasta que encontró el interruptor de la luz.

    Las luces se encendieron, y, con ellas, empezó un zumbido rítmico, casi inaudible. Las luces palpitaban débilmente, casi de una manera imperceptible para la observación de alguien menos entrenado.

    ¡Una trampa hipnótica! ¡En la misma casa de Hildi!

    Le dio un vuelco el corazón. Así, pues, Hildi había sido una de las espías movilizadas contra él durante todo aquel tiempo. Él debió haber caído en la cuenta: su relación amorosa se había desarrollado con demasiada rapidez. En cualquier otro mundo que no fuese Tarumba, él habría sospechado algo raro inmediatamente.

    Todas las expresiones de afecto de la muchacha habían sido por tanto falsas, un simple señuelo para atraerle cuando los jefes le necesitaran. Chaan se sentía vacío, como si hubiera sufrido una gran pérdida.

    Su mano se alzaba ya hacia el interruptor para apagar las luces y el sonido, pero se detuvo.

    Aquella era una faena de Marl, pero ¿qué pretendía conseguir Marl con la trampa hipnótica? El condicionamiento de Chaan era rígido. No había secretos de importancia que pudieran extraerle mediante el hipnotismo a menos que él. conscientemente, desease revelarlos. No podían obligarle a hacer nada bajo la hipnosis, contra su propia voluntad.

    Y, bajo la hipnosis, con la gente tarumbiana creyéndole sometido, quizá podría enterarse de lo que tenía planeado Marl si él rehusaba cooperar. Deliberadamente, permitió que las luces pulsátiles y el sonido zumbante lo asaltaran y lo fueran conquistando.

    Lentamente, el sonido llegaba hasta el umbral de la audición normal, mientras que, al mismo tiempo, las luces oscilaban alternativamente brillantes y turbias, con una intensidad creciente. Poco a poco, el sonido se fue haciendo más ruidoso, zumbando y extinguiéndose, extinguiéndose y zumbando, y Chaan se dio cuenta vagamente de que una voz estaba hablando ahora desde la cinta. Contra el fondo ahogado del sonido mecánico, la voz decía:

    ―Tienes mucho sueño... mucho sueño... te sientes muy a gusto... muy feliz... tienes los ojos cargados de sueño... muy cargados, cargadísimos...

    Estaba flotando placenteramente en un mar de luz. Las voces le hablaban, y los rostros pasaban ante sus ojos. Algunos de ellos, él se dio cuenta de que debería conocerlos, pero el esfuerzo por lograr un reconocimiento claro estaba más allá de su resistencia. Otros rostros, él se daba cuenta, eran rostros desconocidos.

    Estaba diciendo y haciendo cosas en respuesta a órdenes que no se tomaba la molestia de interpretar en su conciencia. De vez en cuando, algo —una voz, una pregunta, una orden— perturbaba su pacífica aquiescencia, le hacía fruncir el ceño, sonaba en su cerebro como una llamada de alarma. Casi siempre, en esas ovaciones, la conciencia retornaba a él, pero luego las voces le iban apaciguando y él volvía a descender al seno de aquel bendito descanso.

    El tiempo parecía hallarse suspendido. Todo sentido del tiempo le había abandonado. No sabía si un incidente de los que alarmaban a su mente somnolienta había durado segundos o días. A veces le parecía que se daba cuenta del paso del día y de la noche, pero no podía estar seguro.

    Una vez se irguió en una conciencia total e irritada.

    ―¡No! —gritó con vehemencia, para su propia sorpresa inmediata.

    Todo lo que le rodeaba era completamente extraño. Estaba sentado en una butaca confortable, en una habitación bien alumbrada y bien amueblada. Por una ventana situada a su derecha, los rayos sangrientos de Lobo penetraban en la habitación; indudablemente eran las primeras horas de la mañana o las últimas de la tarde.

    En pie, frente a él, había dos hombres: Jahr, con el uniforme de un oficial tarumbiano. y un hombre más viejo, de barba rubia, con los pantalones ceñidos y la capa propios de un personaje civil.

    ―Espero, caballeros, que se estarán ustedes divirtiendo tanto como yo —dijo Chaan, consiguiendo esbozar una apagada sonrisa.
    ―Todo va bien, Chaan —dijo Jahr, brillándole los ojos—. No se te hará daño.

    Jahr se volvió hacia el otro hombre con un ceño de irritación.

    ―Ya le dije a usted que no contestaría a esa pregunta, Ramitz —dijo.
    ―¿Quién es aquí el sicologista? —preguntó Ramitz con brusquedad.

    Fijó en Chaan unos ojos luminosos.

    ―No necesita usted responder a la pregunta ahora. Puede volver a echarse a dormir.

    Chaan sintió cómo regresaba a la semiconsciencia. Con desesperación, luchaba contra su propia mente. Si iba a enterarse de algo en las sesiones hipnóticas a las que estaba siendo sometido, sería preciso que recordara lo que le estaban preguntando y lo que le mandaban hacer.

    La infinidad de tiempo que riñó esa batalla dentro de sí mismo era algo de lo que no tenía la menor idea. Pero comprendió que había fracasado cuando un nuevo rostro penetró en el foco de su conciencia, mirándole ansiosamente: un rostro lleno de inocencia, con redondos ojos azules y labios suaves y temblorosos.

    ―Chaan, soy Hildi —dijo ella—. Quiero que me conozcas y me comprendas. ¿Me reconoces?
    ―Sí —dijo lúgubremente.

    El individuo que él mismo era luchaba por expresarse contra las barreras que lo tenían cercado dentro de su mente, pero se daba cuenta de que la voz le salía mecánica e inerte.

    ―Te quiero, Chaan —dijo ella, y había lágrimas en sus ojos azules.

    Él no respondió. No se le había preguntado nada.

    ―Chaan, debes decirle lo que ellos quieren saber y hacer lo que manda el Jefe Marl —dijo ella con urgencia—. No puedo dejar que te vayas a Lalande y me abandones, Chaan. Te quiero y deseo que te quedes conmigo. ¿Me oyes. Chaan?
    ―Sí —dijo él mecánicamente.
    ―Haz el favor de comprender, Chaan —suplicó ella—. Dijiste que querías esa clase de amor que dura toda la vida. Yo puedo darte esa clase de amor. Haz el favor de hacer lo que ellos te piden para que podamos estar juntos.

    El rostro de la muchacha se apagó, y Chaan revolvió las palabras de ella en su mente con un curioso desapasionamiento, no emitiendo juicio alguno sobre las mismas.

    Luego, en cierta manera, penetró en aquella parte de él que permanecía alerta una gran excitación. De una u otra manera, el contacto que Hildi había hecho, logró abrirle la ruta que él buscaba. Sabía que el recuerdo de las cosas que le sucedieran bajo la hipnosis permanecería ahora con él.


    XI


    El sicologista, Ramitz, era el constante interrogador de Chaan. Otras personas podían estar en la habitación de cuando en cuando: Jahr y Hildi con frecuencia, en ocasiones Oler y algunas veces incluso el mismo Marl; pero Ramitz era el inquisidor.



    Chaan dedujo que estaba confinado en una suite del hotel Regnald, no lejos de su propio alojamiento. Tenía un dormitorio espacioso y confortable, donde sus comidas le eran servidas por Ingra.

    La habitación en la que era interrogado parecía ser sin duda el saloncito de estar de la suite, transformado a propósito. Ahora tenía las paredes y los suelos desnudos, con un solo sillón de alto respaldo en el que Chaan permanecía sentado mientras le preguntaban y un pesado sofá en el que Ramitz se medio reclinaba mientras le hacía las preguntas. Los únicos otros objetos de la habitación eran las luces del equipo sonoro usado en el proceso hipnótico.

    Ahora que retenía una conciencia conexa bajo la hipnosis, Chaan se sentía perplejo ante la línea general del interrogatorio de Ramitz. El sicologista tarumbiano le arrancaba toda posible información acerca de su pasado, de una manera sistemática, desde su niñez en adelante. Al parecer, Ramitz había desvelado su infancia en interrogatorios previos, pero, de vez en cuando, volvía a ella, tal vez para poner en claro ciertos períodos e incidentes.

    Una vez, Ramitz le interrogó detalladamente con preguntas que demostraban una considerable familiaridad con el incidente del contacto infantil de Chaan con aquel ser extraño que le había dado el dodecaedro, hacía tantísimo tiempo, en la Tierra remota.

    ―Por su descripción, la criatura parece ser uno de aquellos aborígenes de Tarumba —le dijo Ramitz, sorprendido, a Jahr, que estaba presente en la entrevista.
    ―Yo no sabía que hubiesen logrado el viaje espacial —dijo Jahr.
    ―Según lo que yo estudié de Arqueología, no lo lograron —replicó Ramitz—. Teniendo un solo planeta en el sistema, no podían sentir incentivo alguno para desarrollar esa técnica. Puede que hayan viajado en naves humanas.
    ―Él no podría haber visto un indígena tarumbiano, siendo tan joven como es —dijo Jahr con tono pomposo—. Se extinguieron hace muchísimos años.
    ―En eso está usted equivocado —dijo Ramitz—. Cierto que su edad subjetiva no es muy superior a la de usted, pero no se olvide de que lleva viajando entre las estrellas la mayor parte de su vida, desde antes de cumplir los veinte años. Empiezan a formarlos desde muy jóvenes en el Servicio de Exploración. Según mis cálculos, Chaan nació hace unos setenta y cinco años, de tiempo planetario, naturalmente, quizás incluso antes.
    ―Bueno, pongamos setenta y cinco años —dijo Jahr con un encogimiento de hombros—. Los tarumbianos estaban extinguidos entonces, ¿no es así?
    ―Había todavía miles de ellos viviendo en las montañas cuando usted era un chiquillo —contestó Ramitz, sonriendo.

    Había sido Adardl el que había mandado una campaña de extinción contra aquellas criaturas por considerarlas formas extrañas de vida.

    ―Mi abuela solía decir que poseían poderes ocultos —dijo Jahr—. Supone usted que eso tuviera algo que ver con su experiencia en el ático, de la que habla tan detalladamente.
    ―Una fantasía infantil —dijo Ramitz con indulgencia—. Con frecuencia, a los niños les parecen muy verdaderas. Si usted piensa en esto, verá que usted mismo ha tenido experiencias imaginarias muy vívidas cuando chiquillo, si pudiese recordarlas ahora.

    La narración de aquel incidente de su infancia le suministró a Chaan un tema fascinante de meditación durante algún tiempo. Realmente se había olvidado de todo hasta que tuvo que recordarlo bajo la influencia de la hipnosis, pero, si no hubiese estado encadenado a las órdenes de Ramitz e incapaz de hablar hasta que él lo ordenara, habría discutido el parecer del sicologista. En su opinión, aquella experiencia había sido muy vívida y verdadera para él y de ninguna forma una fantasía.

    Y había un punto que Ramitz había pasado por alto como si la cosa no tuviera la menor importancia. Si no se trataba de un suceso verdadero, ¿qué le había pasado al dodecaedro?

    Chaan era incapaz de comprender el propósito de Ramitz al extraerle los recuerdos más insignificantes de su vida. Lógicamente debía esperarse que el sicologista le martilleara con peticiones para que consintiese en la propuesta de Marl y traicionase al Consejo Solar. Pero en este sentido ni siquiera se le hacía la menor sugerencia.

    Por fin, un día, dos semanas después aproximadamente de haber empezado Chaan a contar el tiempo que transcurría bajo la hipnosis, llegó la pregunta que desató toda la alarma oculta en su cerebro. En medio de preguntas inocuas que habían sido contestadas en ocasiones anteriores, Ramitz preguntó como quien no quiere la cosa:

    ―¿Qué procedimiento se emplea para hacer funcionar la impulsión estelar?

    Chaan permaneció mudo.

    Se acordaba ahora de que ésta era la pregunta que le había hecho salir del estado hipnótico en una ocasión anterior. Esta vez seguía permaneciendo bajo la hipnosis, pero no contestaba.

    ―¿Qué procedimiento se emplea para hacer funcionar la impulsión estelar? —preguntó Ramitz, temblándole la voz por la intensidad de la inquisición.

    Chaan no dijo nada.

    ―¡CONTÉSTEME! ¿QUE PROCEDIMIENTO SE EMPLEA PARA HACER FUNCIONAR LA IMPULSIÓN ESTELAR?

    Chaan se le quedó mirando con ojos quebrados y no abrió la boca.

    ―¿Por qué no quiere usted contestar a esta pregunta? —inquirió Ramitz, volviendo a hablar con voz tranquila.
    ―Se me ha prohibido contestar —replicó Chaan estólidamente.
    ―¿Quién se lo prohíbe?
    ―El Consejo Solar.
    ―¿En qué circunstancias contestaría usted esa pregunta?
    ―En ninguna.
    ―¿Ni siquiera a un funcionario del Consejo Solar?
    ―Tampoco.
    ―¿Cuáles son las instrucciones que usted tiene por lo que se refiere a información en cuanto a la manera de hacer funcionar la impulsión estelar?
    ―Por lo que a mí se refiere, soy la única persona del universo que sabe cómo hacer funcionar la impulsión estelar, y no puedo explicar ese funcionamiento a ninguna otra persona. Naturalmente, yo sé que otros exploradores espaciales y otros funcionarios del Consejo Solar están familiarizados con su funcionamiento, pero, de todas formas, no se me permite cambiar con ellos información alguna acerca de ese tema.
    ―Bueno, ahora lo veremos —rezongó Ramitz, mesándose la rubia barba—. Chaan la persona que va a entrar en esta habitación conmigo será Victad.

    Salió de la habitación y regresó al cabo de cinco minutos. Ante la pasmada sorpresa de Chaan, el agente del Consejo Solar venía con él.

    ―Chaan —dijo Victad con urgencia—, acabo de enterarme de que va a ser usted ejecutado por orden de Marl, y tengo que llevar informes sobre la situación que reina aquí a la flota sita en Lalande. Dígame cómo se hace funcionar la impulsión estelar.
    ―No —dijo Chaan.

    Ramitz levantó las manos.

    ―Es inútil —dijo—. No lo dirá.

    Tras de lo cual, el rostro y la figura de Victad se disolvieron y se convirtieron en los de Jahr. El mando hipnótico de Ramitz había impuesto sobre él la apariencia de Victad ante los ojos del prisionero.

    Jahr le dirigió a Ramitz una mueca.

    ―Para usted es una nueva experiencia esto de encontrar a un hombre incorruptible, ¿no es así, Ramitz? —preguntó.
    ―Nada de incorruptible —replicó Ramitz ásperamente—. Lo único que pasa es que su condicionamiento es tan fuerte que no puede ser roto por un ataque directo.

    Al siguiente día, Marl entró mientras Ramitz estaba preguntando a Chaan acerca de cosas rutinarias del pasado, y Ramitz suspendió la sesión para hablar con el dictador. Brevemente, Ramitz refirió lo que había sucedido el día anterior, y describió el intento que había hecho por conseguir que Chaan hablase sobre la forma de poner en funcionamiento la impulsión estelar.

    ―¿Podría la muchacha conseguir la respuesta? —preguntó Marl.
    ―Lo dudo —dijo Ramitz—. Podemos hacer la prueba, desde luego, pero estoy casi seguro de que él no se lo dirá a nadie.
    ―Puede que exista una forma de resolver el problema dando un rodeo —dijo Marl—. Se halla en estado hipnótico, y en ese estado debe seguir las órdenes que se le den. ¿Daría resultado sugerirle que su lealtad hacia el Consejo Solar requiere que coopere con nosotros?
    ―Hasta cierto punto, sí. Su cooperación posthipnótica con nosotros se extendería hasta el mismo punto que su cooperación en el estado hipnótico. Con todo, no nos diría cómo hacer funcionar la impulsión estelar.
    ―Eso no sería necesario si pudiésemos estar seguros de que dará un informe conveniente sobre nosotros cuando llegue a Lalande —dijo Marl.
    ―La cosa no cuajaría —dijo Ramitz, meneando la cabeza—. No se olvide usted de que cualquier sugerencia hipnótica o posthipnótica se disolvería a solo dos años de luz de Lobo.
    ―Ya lo sé —dijo Marl con impaciencia—. Propongo instalar una trampa hipnótica a bordo de su astronave. Para asegurarnos de que no se escapará a su influencia como hizo con la que le pusimos en Galgo, podría usted ordenarle que se sometiera a ello antes de que la sugerencia posthipnótica se debilite. Ordenes registradas en cintas magnetofónicas podrían instalarse en esa trampa hipnótica con objeto de renovar la hipnosis y llevarle a él bajo su influencia durante todo el resto del camino hasta Lalande.
    ―Lo siento, señor —dijo Ramitz—. El factor del consentimiento será necesario en ese caso, y falta en absoluto.
    ―¿Qué quiere usted decir con eso?
    ―No importa la sugerencia posthipnótica que se le de; la influencia hipnótica se agotará después de dos años de luz en el espacio y no puede renovarse por una repetición de la sugerencia a menos que él consienta voluntariamente en aceptar tal renovación. El motivo de que suceda esto es oscuro, pero pensamos que está relacionado con el peculiar efecto de liberación que el espacio abierto produce en la mente y en las emociones.
    ―¿Serviría de algo un convenio para aceptar tal renovación de hipnosis, convenio que obtendríamos de él mientras se halla en estado hipnótico?
    ―No, señor. No serviría de nada.
    ―Ya lo veo —dijo Marl pensativamente—. Bueno, todavía hay bastantes esperanzas de conseguir de él que, por su propia voluntad, acceda a un convenio semejante. Mientras tanto, hemos de agotar todas las posibilidades. ¡Extráigale ese secreto de la impulsión estelar, Ramitz!
    ―Lo intentaré, señor.

    En las dos semanas siguientes, Chaan se vio sometido a las presiones más intensas para que revelase el secreto de la impulsión estelar. Ya no hubo más preguntas inocentes acerca de su formación, su filosofía y sus experiencias personales.

    Cada pregunta, cada intimación, llevaban directamente a la orden final, repetida hora tras hora, día tras día:

    ―¡Dígame cómo opera la impulsión estelar!

    Al principio, Chaan permanecía sumido en un silencio de piedra mientras la pregunta le era gritada una vez, y otra, y otra. Pero la intensa y constante repetición empezaba a penetrar incluso a través de la capa protectora de su aturdimiento.

    Era como el goteo constante de la tortura china, golpeando inexorablemente en su resistencia.

    ―¡Dígame cómo opera la impulsión estelar!

    Al segundo día de aquel tipo de interrogatorio, la relajación natural del estado hipnótico empezó a abandonarle. Al acabarse el día, ya se ponía tenso a las primeras palabras de la pregunta fatal. Cuando al final de la pregunta le golpeaba con todas sus fuerzas, se sentaba rígido, presa del shock.

    ―¡Dígame cómo opera la impulsión estelar!

    Al tercer día, después de que el mandato le fue hecho por quincuagésima vez, los labios de Chaan se torcieron, y logró gruñir:

    ―¡No!

    Ramitz redobló sus esfuerzos.

    ―¡Dígame cómo opera la impulsión estelar!
    ―¡DÍGAME COMO OPERA LA IMPULSIÓN ESTELAR!
    ―¡No!

    Durante los días que se siguieron, el interrogatorio incesante, la incesante negativa, redujeron a Chaan a un estado de frenesí nervioso. No podía sacudirse la hipnosis y no tenía protección emotiva alguna contra la inquisición implacable de Ramitz.

    Chaan se retorcía; lloraba, vociferaba su negación, sin servirle de nada. Ramitz le martilleaba con la pregunta, hora tras hora de trituración. El mismo Ramitz sudaba por el esfuerzo repetido, y la voz se le ponía ronca, pero no cejaba.

    En su tormento, Chaan deseaba en serio poder contestar la pregunta. Trataba de contestarla. No podía. La fuerza de su entrenamiento en aquel único punto formaba una barrera sólida que no podía romper toda la turbulencia de sus emociones torturadas.

    Al día duodécimo le trajeron a Hildi. Lloró al verle allí sentado, retorciéndose y tiritando, temblando de horror ante la pregunta que preveía inevitable.

    ―¿Por qué no quieres contestarle, Chaan? —lloró ella—. Te soltarán en cuanto que contestes.
    ―No puedo contestar —tartamudeó él, agradecido de que se le hiciera una pregunta diferente—. No se me permite contestar.

    Se arrodilló delante de él y le tomó las temblorosas manos que se llevó a su pecho. Volvió hacia él un rostro mojado de lágrimas.

    ―¡Por favor, Chaan! —suplicó—. No puedo resistir verte de esa forma. ¿No le contestarás por obsequio a mí? ¿No le contestarás para que, de esa forma, podamos estar siempre juntos?
    ―No puedo contestar —repetía él—. Nadie debe saber la respuesta, sino yo.

    Por las noches se agitaba en un suelo lleno de estremecimientos y se despertaba gritando:

    ―¡No! ¡No! ¡No contestaré! ¡Nadie debe saberlo, sino yo!

    Y en sus sueños rotos, lo mismo que durante los largos días, el rostro impasible de Ramitz centelleaba delante de él, gritando, exigiendo:

    ―¡Dígame cómo opera la impulsión estelar!

    ¡Solo con que pudiera decírselo a alguien! Al final del día, cuando se veía libre en la soledad de su dormitorio, solía repetirse el secreto a sí mismo, murmurándolo una y otra vez, hasta que la tensión se le aliviaba un poco. Incluso en el estupor de su estado hipnótico, se retiraba todas las noches a la cama presa del pánico mortal de poder comunicar en su sueño las instrucciones fatales. Pero, por lo visto, no hacía nada de eso, ya que era lógico suponer que su habitación estuviese llena de cables y que se registrara cada una de las palabras que pudiese pronunciar en sus sueños.

    Cuando terminó el día decimoquinto de su prueba, Chaan entró tambaleándose en su cuarto con la sensación espantosa de haber llegado a lo más álgido de una crisis. Ya no creía que su mente atormentada pudiera resistir otro día de lucha. O bien tendría que responder a la pregunta, o deslizarse, impotente, en el refugio de la locura.

    La elección se extendía ante él, tal que una cosa física. Como en una ilusión hipnagógica, veía ante él, abriéndose a sus pies, la encrucijada de caminos, una de las ramas conduciendo a la luz y a la libertad, hundiéndose la otra en los nublados y temerosos reinos de la locura. Pero, para subir por la rama ascendente, tenía que contestar La Pregunta, y en su boca se alzaba una barrera más fuerte aún que su temor a la locura o a la muerte. Él sabía que la barrera estaba en su propia mente, pero no podía derribarla.

    ―Nadie debe saber la respuesta, sino yo —murmuraba.

    ¿Fue entonces cuando se despejó su mente, o se cambió la alucinación por otra distinta? La visión de los caminos que se juntaban se desvaneció y él mismo, Chaan Fritag, se vio frente a sí justamente al otro lado de la puerta de la habitación.

    Chaan se miró a sí mismo. No se trataba de ninguna imagen en un espejo, éste era él mismo, como si estuviese fuera de sí y a sí mismo se mirase.

    ―No voy a dejarme prender por la sugerencia hipnótica de que hay algún otro que sea yo —dijo Chaan en voz alta a sí mismo.
    ―Tú sabes muy bien que eso no es verdad en este caso, ¿no es así? —le replicó Simismo a Chaan, con aspecto un tanto inquieto.
    ―Sí —contestó Chaan, mirando a Simismo intensamente.

    Lo hizo. Examinó su propia mente a fondo. No se trataba de una mera racionalización porque necesitase desesperadamente un confidente. En cierto modo, reconocía una diferencia entre esta apariencia y aquella otra de Jahr como Victad, y los muchos esfuerzos que habían hecho para engañarle con espejismos de sus propios superiores.

    Esta podría ser una alucinación. Probablemente, lo era. Pero el rostro y la figura eran genuinamente de Chaan Fritag. No se trataba de ninguna máscara hipnótica colocada sobre alguna otra persona.

    ―Alucinación —murmuró—. Tienes que ser una alucinación. ¿Cómo te justifica a ti misma. Alucinación?
    ―Pues, ¿qué? —dijo Simismo sonriendo—, ¿no somos todos muchas personalidades en una? ¿Por qué no podría a veces cada personalidad separada asumir una forma separada?
    ―Un buen argumento —dijo Chaan aturdidamente—. Tan bueno como cualquier otro. ¿Qué hice yo con el dodecaedro?
    ―Se lo di a un gran hombre espacial en un mundo rojo —dijo Simismo—. Papá creyó que estaba imaginándome cosas, pero, si todo era una fantasía, ¿qué le pasó al dodecaedro?
    ―¡Ah!, ellos han pasado por alto ese punto —admitió Chaan, mirando a Simismo significativamente—. No se les ha ocurrido pensar en eso, ¿verdad?
    ―Nos tienen en una tesitura muy mala —dijo Simismo lacónicamente—. Si no contestamos La Pregunta, nos atormentarán hasta hacernos morir.
    ―Eso es verdad, pero no existe escapatoria —dijo Chaan—. Nadie debe saber la respuesta, sino yo.
    ―¡Ah!, pero ellos han pasado por alto esta única cosa —dijo Simismo.

    Era Chaan, sin duda alguna. La misma voz de Chaan, su entonación exacta.

    ―Yo soy tú. Tú eres yo. Nosotros somos yo.
    ―¡Ahora comprendo! —exclamó Chaan gozosamente—. Ahora sé por qué me dividí en nosotros. ¡Puedo confiar en ti, porque tú sólo eres yo!
    ―Eso es exactamente —dijo Simismo.
    ―Acércate más —dijo Chaan. mirando en torno temerosamente—. La habitación está llena de cables. Pero, naturalmente, tú ya lo sabes, ¿no es verdad?
    ―Claro que lo sé, porque tú lo sabes, y yo soy tú —replicó Simismo, poniendo su oreja cerca de la mejilla de Chaan—. Tú me lo dices, y yo te lo digo.
    ―Pues bien —dijo Chaan en un susurro muy bajo—, la manera de hacer funcionar la impulsión estelar es esta...

    No era lo mismo que susurrase el secreto a sí mismo, cuando estaba solo en la habitación y Simismo no se encontraba allí. A medida que se lo iba diciendo, ávidamente, la pesadez desaparecía de su corazón. Y cuando Simismo susurró en correspondencia el secreto en el oído de Chaan, Chaan se echó a reír ruidosamente con un alivio inmenso.

    ―No te olvides de que ahora no pueden destruirnos, porque ahora somos dos —dijo Simismo entonces—. Cuando me necesites, volveré.

    Simismo se volvió y salió de la habitación, cerrando la puerta tras él.

    Chaan se sentó en el filo de la cama, temblando por la dicha de la liberación, y, lentamente, fue alboreando en él el convencimiento de que ahora había algo distinto en la manera que tenía de sentir y pensar. Estaba todavía cansado, estaba todavía aturdido, pero ya no existía ningún velo de compulsión ante sus ojos.

    ¡Ya no seguía estando bajo el dominio hipnótico que Ramitz le había impuesto! De nuevo volvía a tener toda su conciencia. ¡Su voluntad estaba libre!


    XII


    Lentamente, Chaan fue perdiendo su júbilo original. Todavía no había salido del laberinto.



    El doble de sí mismo había sido una alucinación. No le cabía duda alguna sobre eso Había parecido algo muy real, pero existía dentro de él la convicción, en la que confiaba implícitamente, de que el doble no había sido ningún otro cuyo rostro le pareciera a Chaan ser el suyo sólo a causa de la sugestión hipnótica. Chaan estaba seguro de que su imbuida determinación de no revelar el secreto de la impulsión estelar a nadie le habría impedido hablar a pesar de semejante mascarada.

    El doble le había parecido bastante real, demasiado real para ser recusado. Pero, ahora que se veía libre del estupor hipnótico, una idea así resultaba claramente imposible, por lo que tenía que tratarse de una alucinación.

    La dificultad de todo aquello consistía en que, aunque había aliviado la presión ejercida en su propia mente y en sus emociones mediante el susurro que había hecho del secreto de la impulsión estelar, Ramitz y Marl estarían tan ansiosos como siempre de extraérselo. Por tanto, aunque ahora estaba libre de la hipnosis, el primer movimiento de Ramitz sería intentar reinstaurar en él el estado hipnótico.

    Si Chaan hubiese estado en condiciones óptimas, sabía que podría resistir tales esfuerzos. Había aceptado antes voluntariamente (y ahora se daba cuenta de lo loco que había sido) el efecto de la trampa hipnótica. Si no hubiese obrado así, podría haber desafiado todos los esfuerzos que se hicieran por lograr cualquier clase de control de su mente.

    Pero estaba debilitado por su larga batalla con Ramitz, el hecho mismo de haber estado sujeto a la hipnosis debilitaba cualquier resistencia que quisiera hacer para ulteriores intentos de hipnotizarlo.

    Chaan no estaba ya seguro de hasta qué punto podría aguantar un esfuerzo concreto. Sólo quedaba por hacer una cosa.

    Durmió lo mejor que pudo, más pacíficamente de como lo había hecho desde hacía más de una semana, pero se despertó inmediatamente, al amanecer, cuando se abrió la puerta. A través de los párpados entornados, vio como Ramitz entraba en la habitación y se colocaba al lado de su cama.

    Entonces Chaan saltó.

    Sus manos se aferraron a la garganta del sorprendido sicologista, y tumbó al suelo a Ramitz con el peso de su furioso asalto.

    La lucha fue breve. Chaan estaba demasiado débil. Ramitz rompió la presa asfixiante con sus fuertes manos, le empujó a un lado y se puso en pie. Chaan, jadeando, cogió a Ramitz por los tobillos, pero no tuvo fuerzas para derribarle.

    ―¿Qué trata usted de hacer? —preguntó Ramitz indignado.
    ―¡No quiero que me vuelvan a hipnotizar! —jadeó Chaan—. Me mataré antes de una u otra forma.
    ―Ah, ¿es eso? —dijo Ramitz—. Puede usted dejar de luchar. No sé cómo se las habrá arreglado para romper la hipnosis, pero no tengo intención alguna de volverle a hipnotizar de nuevo.

    Chaan se puso en pie haciendo un esfuerzo y se hundió, agotado, en la cama.

    ―No comprendo —consiguió decir—. No les he revelado nada.
    ―Desde luego no nos ha dicho todo lo que querríamos —concedió Ramitz—. Pero no podremos extraérselo si le empujamos a la locura, y ya le advertí ayer a Marl que, si seguíamos pinchándole de esta forma, muy bien podría suceder eso. Decidió que sería mejor liberarle a usted de la hipnosis y contar con obtener su cooperación voluntaria.
    ―Pues están ustedes frescos si esperan eso —gruñó Chaan y se hundió prontamente en un sueño sin pesadillas.

    Cuando despertó, era ya media tarde y estaba acostado en su propia suite. Estaba solo. Los rayos del gran sol carmesí penetraban por la ventana, pintando los muebles y las cortinas con ricos matices de rubí.

    Chaan se sentía estupendamente. Pero cuando se echó abajo de la cama, se dio cuenta de lo débil que estaba después de la larga prueba. Se tambaleó un poco mientras cruzaba la habitación.

    Se miró el cuerpo desnudo. Se sorprendió un poco al ver que no estaba en realidad demacrado, aunque había perdido algo de peso. Los poderosos músculos de los brazos, de las piernas y del pecho se señalaban como cuerdas tirantes donde antes se movieran suavemente bajo la carne.

    Chaan se frotó la cara reflexivamente. La rubia barba raspaba como un papel de lija a lo largo de sus mejillas estragadas.

    Tenía hambre.

    Chaan abrió la tallada puerta del ropero y sacó un uniforme azul y plata de explorador espacial. Acababa de ponérselo, y estaba abrochándose las botas, cuando la puerta del dormitorio se abrió y entró Jahr.

    ―Por fin te has despertado —dijo Jahr alegremente—. Tienes una comida preparada para el momento que quieras.
    ―Me muero de hambre —dijo Chaan—. Saldré en cuanto que me afeite.
    ―Me alegro de verte bien —dijo Jahr.
    ―Hay algo que quiero decirte, Jahr —dijo Chaan—. Me he dado bastante cuenta de ciertas cosas durante las dos semanas últimas como para saber que tratastes de aliviar mi situación en varias ocasiones. Lo tengo muy en cuenta.
    ―No me hace ninguna gracia el tipo de tortura que Ramitz llama "persuasión sicológica" —replicó Jahr con una mueca de disgusto—. Por otra parte, da la casualidad de que me eres simpático, Chaan.

    Salió de la habitación, pero volvió a entrar al cabo de un momento.

    ―Te tengo una sorpresa agradable —dijo sonriendo—. Hildi está aquí.

    Chaan tuvo un sobresalto, y frunció el ceño con irritación.

    ―Despáchala —ordenó—. ¡No quiero verla!

    Jahr se mostró sorprendido, pero se volvió para cumplimentar la orden. Pero en el mismo momento en que abrió la puerta, fue Hildi en persona la que entró.

    Al verla, el corazón de Chaan casi se ablandó. Una carita redonda enmarcada en cabellos de lino, ojos redondos llenos de ansiedad, temblorosos labios llenitos, esbeltas curvas blancas de sus hombro, que le hacían recordar momentos más felices: casi se sintió abrumado por la visión.

    ―¡Chaan! —gritó ella, avanzando con los brazos extendidos.

    Él le volvió la espalda.

    ―Ya te advertí, Jahr —dijo con firmeza—, que no quería verla.
    ―Lo siento, Hildi —dijo Jahr—. Es mejor que te vayas. Chaan está todavía muy débil después de todo lo que ha tenido que pasar.

    Chaan tuvo un vislumbre del rostro de la muchacha mientras Jahr la escoltaba hasta la puerta. El corazón le dio un vuelco al observar su expresión desolada y de extrañeza.

    Sentía haberla visto. Al parecer, se había combinado desde el principio el que Hildi se encontrase con él y con Jahr y se trabase un conocimiento íntimo con objeto de poderle atraer a la trampa hipnótica preparada en su casa. Luego, ella tendría que contribuir a los esfuerzos de los otros para persuadirle que revelase el secreto de la impulsión estelar. El que ella hubiese fingido amarle con semejante propósito era cosa que le ponía furioso, y más todavía el que él mismo hubiese podido pensar que había encontrado en ella algo de lo que llevaba toda la vida buscando.

    Lo de Jahr era un caso completamente distinto. No experimentaba resentimiento alguno contra Jahr. Desde el primer momento había sabido cual era el papel de oficial, y Jahr había jugado siempre un juego limpio.

    Chaan tardó varios días en recuperar completamente su fuerza y su equilibrio emotivo. Luego se fue a ver a Victad.

    ―Parece como si hubiera usted estado enfermo —dijo Victad.

    El agente del Consejo Solar llevaba puesta una toga siriana sobre su abultado vientre, pues Chaan había ido a verle a su propia casa.

    ―He estado en una batalla —dijo Chaan—. Casi la pierdo, además.

    Le contó a Victad lo de la trampa hipnótica y los esfuerzos de Ramitz por arrancarle el secreto de la impulsión estelar.

    ―No comprendo por qué muestran tantos deseos de saber cómo funciona la impulsión estelar —dijo Victad pensativamente, una vez que Chaan hubo acabado su relato—. No les serviría de nada ir con la nave de usted a Lalande a informar, sin ir usted mismo. Y el saber cómo funciona no quiere decir que puedan montar la impulsión estelar en sus propias naves, a menos que usted sepa también ese secreto.
    ―No, los exploradores espaciales sólo conocen su funcionamiento. Ignoramos cómo se construye. Me hicieron confesar en seguida que yo no sé una palabra sobre la construcción del sistema de impulsión estelar.
    ―Bueno, voy a informar a Sirio de todo lo que hay —dijo Victad—. También a Lalande. si usted lo dice. ¿Interpreta usted lo sucedido como una prueba evidente de hostilidad?

    Chaan vaciló.

    ―No —dijo al cabo de un momento—. Quiero investigar un poco más. Un gobierno planetario no tiene por qué ser hostil tan sólo por querer averiguar lo relativo a la impulsión estelar, y los exploradores espaciales han de pasar malos ratos de vez en cuando.
    ―Como usted quiera —dijo Victad—. Es usted el que corre los riesgos.
    ―Hay una faceta importante de Tarumba que todavía no he investigado. ¿No me habló usted de que existe una especie de organización rebelde en el planeta, que se opone al gobierno de Marl?
    ―Los Wassers. Creo que le hablé a usted de que se dice que existen, pero no he visto nunca ninguna prueba definitiva de que existan. No han causado perturbación alguna en Regn, por lo que yo sé.
    ―Desde luego puede no existir —dijo Chaan—. Marl es lo bastante inteligente para darse cuenta de que necesita algún tipo de oposición como excusa para ejercer un fuerte control militar, aunque tenga que organizar esa oposición con una claque. Pero, si existe, tengo que descubrirla.

    Victad juntó las puntas de los dedos y se echó hacia atrás en su butaca.

    ―Las referencias que he oído —dijo— afirman que el cuartel general de los Wassers está situado en las montañas Harven, a unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Regn. Es un sitio lógico, si la organización existe, pues esa cordillera es un escondrijo ideal para cualquier organización prohibida que pueda existir en el planeta.
    ―Bueno, si ese es el único dato que usted tiene, supongo que será el único porque me guiaré —dijo Chaan.
    ―Le mostraré a usted la zona en la que tiene más posibilidades de éxito —dijo Victad y sacó un mapa del cajón—. Pero si Marl no ha podido localizar a los Wassers, no veo cómo va a conseguirlo usted.

    Después de haber salido de casa de Victad, Chaan se preguntó por qué no le habría permitido al agente del Consejo Solar que informase sobre la hipnosis a la que le habían sometido y que, desde luego, podía considerarse un acto hostil por parte de Tarumba. Por lo que a él personalmente se refería, desde luego lo era. Había también la franca exposición que le había hecho Marl sobre las miras imperialistas de Tarumba, algo que Chaan habría hecho que Victad transmitiera en circunstancias normales. Sin embargo, no había obrado así.

    La excusa que se daba a sí mismo era la de que un explorador espacial era un agente independiente, que no estaba ligado por ningún procedimiento rutinario. Estas circunstancias justificaban métodos insólitos, se decía Chaan a sí mismo. Ciertamente, Marl no iba a ser tan estúpido como para declarar sus objetivos con toda franqueza y permitir luego que Victad los comunicase a Lalande y a Sirio mediante la transmisión de los rayos de luz. Cualquier esfuerzo que hiciera Victad en aquel sentido se vería desde luego dificultado, o bloqueado de una manera u otra. No tenía objeto colocar a Victad en apuros en esta coyuntura.

    Pero había una cosa que Chaan ciertamente no quería concederse a sí mismo: que estaba atraído por la oferta que Marl le había hecho. Después de su experiencia con la trampa hipnótica, el mero pensamiento de aquello le irritaba.

    Sin embargo, ¿por qué no lo había dicho a Victad en plan confidencial, dándole instrucciones para que no transmitiese la información excepto en un caso de urgencia?

    ―Jahr —dijo Chaan aquella noche—, prepárame ropas y víveres para un par de semanas. Voy a hacer un poco de exploración, y probablemente no pasaré por ciudades ni pueblo en el camino.
    ―Estupendo —dijo Jahr, orillándole los ojos—. También a mí me vendrá bien un poco de ejercicio.
    ―Pues tendrás que tomártelo por tu cuenta —dijo Chaan—. Esta vez me voy solo. Y Marl es muy dueño de hacer que me sigan... si es que pueden.


    XIII


    Jahr consiguió para Chaan la avioneta ligera que éste deseaba: un saltamontes. Los chorros retropropulsores podían zumbar en el cielo todo lo que quisieran, pero Chaan se mantenía pegado a tierra y los aviones de reacción que le iban espiando sólo lograban verle un instante, si es que tenían la suerte de verle. No podían caminar al paso cansino de Chaan.



    Naturalmente, había otros saltamontes siguiéndole las huellas. No es que le siguieran descaradamente, pero siempre solía distar por lo menos una avioneta, un helicóptero o un jeep a la vista.

    De esta forma, la ruta de Chaan era caprichosa y en arabescos. Se posaba con frecuencia, en mitad de los campos de un granjero o en un páramo salvaje, y pasaba horas enteras caminando a pie, disfrutando de la perplejidad que sus seguidores debían experimentar en cuanto a sus intenciones. Durante la primera de esas paradas, localizó y apartó el diminuto objeto que iba a bordo de su avioneta y que era un artilugio ingenioso para los detectores electrónicos tarumbianos. Todavía podían seguirle la pista por radar, pero el radar era muy inseguro a baja altitud y sobre terreno de colinas.

    Chaan volaba con mandos manuales. Al acabar el tercer día de aquella táctica de liebres y galgos, se posó en las faldas de las montañas Harven, en la zona general que Victad le había indicado como escondrijo más probable de los Wassers.

    Al anochecer, después de haber zascandileado unas cuantas horas, Chaan entregó la avioneta a los mandos automáticos, para volar hacia el suroeste durante unos cuarenta kilómetros y posarse luego. Desde el refugio de los ralos bosques que cubrían aquellas colinas, bien oculto él entre unas matas, vio cómo la obediente avioneta despegaba, y, luego, con satisfacción, comprobó que un helicóptero salía detrás del aparato pocos momentos más tarde.

    Durante la noche, Chaan se fue abriendo camino a pie a través de los cañones y quebradas de las montañas Harvens. Al amanecer, estaba ya bien internado en las montañas, y no podría ser descubierto ni por la superficie ni desde el aire a no ser por una casualidad muy remota.

    Las montañas Harvens eran muy viejas. Sus cumbres se habían desgastado, y sus profundas grietas se habían rellenado por efecto de una larga erosión. Estaban envueltas por bosques, dominados por un árbol retorcido y ancho, de lisa corteza negra y punzante follaje gris. Chaan no conocía aquel árbol, ya que no lo había visto crecer alrededor de Regn, y no lo recordaba de su estancia anterior en Tarumba.

    Aquel día se internó aún más profundamente en las montañas, después de echar un sueñecillo mañanero, manteniendo los ojos bien alertas para observar la menor señal. Su entrenamiento de explorador espacial le había hecho tan experto en huellas como a cualquier antiguo salvaje terráqueo. Cuando llegase a territorios que hubiesen cruzado recientemente seres humanos, él se daría cuenta y podría localizarlos.

    Toda aquella tarde estuvo siguiendo vallecillos boscosos, a lo largo de los cuales, fríos arroyos se precipitaban hacia las llanuras que había dejado a su espalda. Los animalillos de Tarumba —todavía no se veían grandes animales monteses en esta zona— se escapaban al notar su presencia o se le ponían a gritar desde los árboles. El gran orbe de rojo de Lobo 359 descendía por encima de él hacia occidente, arrojando una capa de luz sanguinolenta por encima del follaje gris.

    Aquella noche, Chaan se tendió en un claro en la falda de una montaña y se puso a mirar a las estrellas un largo rato antes de quedarse dormido. Estaban muy brillantes en el aire frío y claro de Tarumba. Las constelaciones eran, en líneas generales, las familiares de su niñez en la Tierra, ligeramente distorsionadas, pues diez años de luz no eran más que un escalón en la vastedad de la Galaxia. Sirio se había metido en la constelación de Águila para competir con una Altair ligeramente desplazada, y el Sol mismo añadía un lustre brillante a la constelación de Acuario.

    A Chaan le gustaba este mundo de lívidas llanuras y viejas montañas, con su sol moribundo y sus solitarias estrellas. Tarumba era un planeta insular, no abarrotado de vecinos como lo estaban los mundos de otros planetas. Aquí, un hombre podía comulgar consigo mismo, podía acartonarse contra la oscuridad y el frío del planeta; aquí, sus relaciones con otros hombres y mujeres no consistían en la afanosa indiferencia de la colmena social, sino de una familiaridad gozosa, dulcificada por el celo de quienes viven al filo de los grandes espacios exteriores.

    A la mañana siguiente, Chaan encontró una huella. Pero fue una huella que le desconcertó. Ningún hombre deja un mechón de cabellos blancos y sedosos en lo alto de un matorral de espinos. Pero el borde de aquella pisada en un sitio de barro suave no era la marca de garra o de zarpa, y ningún animal se había movido en aquel extremo del bosque.

    Un hombre podría estar siguiendo a un gran animal, o un gran animal podría estar siguiendo a un hombre, excepto que era el caso que no había grandes animales en esta zona, por lo mencionado en los informes que Chaan tenía.

    Fue siguiendo el rastro. Al cabo de una hora, le condujo a una gruta situada al lado de una montaña. Allí había pruebas evidentes de una existencia continuada de nivel primitivo; cenizas, grandes piedras alisadas a fuerza de sentarse, huesos trabajados y utensilios diversos; algunos de ellos, rotos. Los signos eran recientes, sin embargo, había en ellos algo peculiarmente no humano.

    Una sombra cayó en la boca de la caverna, y Chaan se volvió rápidamente, sacando la pistola calorífica de su estuche. Contra el paisaje carmesí y gris del exterior, se recortaba una alta criatura, de blancas pieles y apariencia espectral. Tenía ojos inmensos, oscuros e inteligentes, y su boca se abría en un cuadrado perpetuo a lo largo del cual, finas cuerdas de tejidos zumbaban una cadencia musical que llenaba los angostos confines de la gruta.

    ¡Un tarumbiano! Uno de los aborígenes de Tarumba, ahora casi extinguidos.

    Chaan bajó su pistola. Había poca probabilidad de peligro aquí. Aquellas criaturas llevaban milenios de civilización.

    La visión del tarumbiano le asaltó con un diluvio de recuerdos. Como si fuese otra vez un niño, podía ver a papá hablando con Kreel, usando su instrumento de cuerda para imitar el lenguaje del extraño ser.

    Pero Chaan no tenía ningún instrumento de cuerdas, y no comprendía el lenguaje del tarumbiano. Para él era una sinfonía de obsesionante belleza, pero sin sentido. La criatura se detuvo y le miró aguardando, pero Chaan meneó la cabeza.

    Entonces, el tarumbiano pareció resplandecer y hacerse semitransparente por un instante, y luego se vio una gran máquina junto a él en la boca de la cueva. La máquina era casi cúbica, de poco más de un metro de lado y Chaan la reconoció como un instrumento usado por los equinos de exploración del Servicio Espacial para imitar las lenguas no humanas. Era en realidad un macizo computador electrónico con un mecanismo sonoro, y muchas diferentes especies de lenguaje podían almacenarse en sus tubos para la intertraducción.

    Ahora, cuando el tarumbiano hablaba en su lengua musical, el traductor hablaba huecamente en tarumbiano, el lenguaje de los colonizadores humanos de Tarumba.

    ―¿Para qué me busca uno de los Wassers? —preguntó el tarumbiano.
    ―Yo no soy de los Wassers —replicó Chaan, y su voz fue convertida en sinfonía por la máquina y traducida así al lenguaje tarumbiano—. Yo busco a los Wassers.
    ―¿Tú no eres de los Wassers, y sin embargo, tú no intentas matarme?
    ―Yo no soy de Tarumba en ningún aspecto —contestó Chaan—. Soy de Sirio, y, antes que eso, de Tierra. Soy un explorador espacial.

    Los ojos del tarumbiano se oscurecieron pensativamente. Una vez más, pareció producirse aquel florecimiento de su forma, y cuando volvió a adquirir su estabilidad, dijo:

    ―Tú eres el hombre del que pende el destino. Yo no sabía que nuestro encuentro iba a producirse ahora.
    ―No comprendo —dijo Chaan.
    ―El cañamazo del universo contiene muchos motivos, y algunas veces se entrecruzan hilos de diferentes materiales —dijo el tarumbiano—. Tú ya conociste antes a mi especie.
    ―Sí. Cuando niño. Sé que sois una raza de muy larga vida. ¿Eres tú el mismo que conoció mi padre? ¿Eres tú, Kreel?
    ―El nombre que estás usando no lo traduce la máquina —dijo el tarumbiano—. Pero no soy el individuo de mi raza al que tú conociste. Su tarea estaba en un sector; la mía, en otro.
    ―¿Estábamos entonces abocados a encontrarnos aquí? ¿Hay algún propósito en esto?

    Las cuerdas de la boca del tarumbiano zumbaron profundamente.

    ―¿Quién sabe si las cosas ocurren por azar o porque hay algún propósito oculto en el cañamazo del universo? —preguntó el tarumbiano—. Yo sabía que nosotros tendríamos que encontrarnos aquí y que yo tenía que decirte determinadas cosas. Si existe una guía por detrás de la nuestra propia y del torbellino de las circunstancias, es un conocimiento que no lo posee ninguna criatura viviente en esta parte del universo.

    Chaan se dio cuenta de que todavía empuñaba en la mano la pistola calorífica. La enfundó y se sentó en un gran roca. El tarumbiano se adentró en la cueva, y Chaan pudo verlo con mayor claridad, ahora que no se recortaba contra la luz carmesí de fuera.

    La criatura era alta y desvaída, con una larga piel blanca que, probablemente, le protegía del frío mucho mejor que cualquier indumentaria. Chaan no pudo determinar cuál era su sexo, si es que tenía alguno. Sus ojos eran muy oscuros e inteligentes, pero en ellos no se podía leer nada que tuviese la menor semejanza con una emoción humana.

    ―¿Qué se te encargó que me dijeras? —preguntó Chaan.
    ―No es que se me encargara decir nada. No estoy enterado de que lo que se diga aquí tenga otro propósito que el significado de las palabras, pero yo sabía con anterioridad que eran cosas que tenían que decirse aquí y en este momento.
    ―Una vez, mi padre dijo que vosotros, los tarumbianos, conocéis el futuro —dijo Chaan lentamente—. ¿Es eso verdad?
    ―Eso de "pasado” y "futuro" son términos de uso humano —dijo el tarumbiano—. No tienen sentido alguno para mi pueblo. Van implícitos en la traducción de lo que te digo, porque se necesitan en la estructura de tu lenguaje. A causa de una determinada cualidad esquizofrénica de la mente humana, vosotros usáis los conceptos incompletos a los que denomináis "tiempo" y "espacio" para la misma característica del universo.
    ―Estoy familiarizado con la teoría del espacio-tiempo unificado —contestó Chaan—. Es cosa que se toma en consideración en todos nuestros viajes interestelares. Pero vosotros, los tarumbianos, tenéis al parecer mayor dominio, o, por lo menos, más conocimientos, del factor tiempo.
    ―Ya he dicho que son la misma cosa —dijo el tarumbiano—. Tú conoces a Tierra y a Sirio y a la ciudad de Regn, porque has estado allí Yo conozco lo que tú llamas "el pasado" y "el futuro" porque he estado allí. Es una cosa difícil de expresar en tu lenguaje. Yo me muevo hacia "el pasado" y "el futuro" de la misma forma que tú entiendes el trasladarte desde aquí a Regn. Podrías hacer lo mismo si pudieras comprender el concepto totalmente.
    ―Creo que hay alguna diferencia —dijo Chaan secamente—. ¿Debo colegir que fuiste bien hacia el pasado o hacia el futuro para traer aquí esa máquina traductora?

    El tarumbiano soltó un zumbido en señal de asentimiento.

    ―Por lo visto, para ti fue un viaje sencillo —dijo Chaan—. Pero si yo tuviera que andar desde aquí hasta Regn, sería una caminata larga y penosa. Y desde luego no podría andar desde aquí hasta Sirio o hasta Tierra. Para cubrir cualquier distancia, un humano tiene que disponer de una máquina.
    ―Es cierto que nuestras facultades para recorrer las zonas del universo son más grandes que las vuestras, puesto que somos una raza más vieja —dijo el tarumbiano—. Hay ayudas mecánicas que los humanos pueden utilizar y que son mucho más sencillas que vuestros aviones y astronaves. Son raras, sin embargo, y ahora no hay ninguna en Tarumba.
    ―Si puedes ver el futuro —propuso Chaan—, dime, encontraré mi astronave y podré marcharme de Tarumba? O... bueno, quizá pueda hacer una desinteresada pregunta no humana... ¿conseguirá Marl ganarme por fin a su bando?
    ―Tú no sabes lo que ahora está sucediendo en Regn, porque no estás allí —contestó el tarumbiano—. Tampoco yo sé lo que sucederá en tu futuro, porque no estoy allí.

    A continuación, la figura se hizo borrosa otra vez, y en esta ocasión desapareció del todo. La máquina traductora desapareció con ella.

    Chaan estaba solo en la cueva, sentado entre los pulimentados y rotos restos de la morada de un ser extraño.

    Al día siguiente encontró lo que buscaba, enteramente por casualidad.

    No halló rastro alguno, fuera del dejado por el tarumbiano. Se iba internando más y más profundamente en las montañas y llegó por fin a una loma y vio a tres hombres, sentados en torno a una hoguera, en un hueco que había a sus pies.

    Estaban vestidos con pieles, y tenían colgadas de la cintura, con correas, sendas pistolas caloríficas. Estaban comiendo alguna especie de animalito.

    Chaan empezó a descender intrépidamente la cuesta, dirigiéndose hacia ellos.

    ―¡Hola! —exclamó—. ¿Sois miembros de los Wassers?

    Los tres hombres dieron un brinco y se le quedaron mirando, empuñando sus pistolas rápidamente.

    ―¿Quién es usted? —preguntó uno de ellos.
    ―¿Qué se le ha ocurrido ahora a Marl? —preguntó otro—. No he visto nunca ese uniforme.
    ―¡Ese es un uniforme del Consejo Solar! —exclamó el tercero, bajando su pistola—. Usted es el explorador espacial, ¿no es así?
    ―Así es —contestó Chaan, acercándose hacia ellos con las palmas abiertas—. Si son ustedes los Wassers, son la gente que yo ando buscando.
    ―Desde luego que somos los Wassers —dijo el hombre que había reconocido el uniforme, extendiendo una mano de bienvenida.


    XIV


    Los tres hombres guiaron a Chaan por una maraña de rocosos taludes hasta un amplio valle todo llano. El valle parecía ser tan salvaje y despoblado como el resto de aquella región montañosa, pero, bajo los árboles de uno de los lados, se abría la boca de una tremenda cueva, oculta por matorrales que colgaban por todos los ángulos, excepto por el que tenía directamente enfrente.



    Otros varios hombres y una pareja de mujeres, vestidos todos con pieles, se fueron uniendo al grupo desde varias direcciones, a medida que se iban aproximando a la cueva. Los recién llegados hablaban entre ellos en voz baja, pero no les hicieron ninguna pregunta a los tres hombres que iban con Chaan. Chaan obtuvo la impresión de que le creían un prisionero.

    Los ojos de Chaan se abrieron de par en par al entrar en la cueva. Esta se extendía hacia arriba en una cúpula espaciosa, y, por la parte de atrás, se adentraba en la montaña en toda la extensión que él podía abarcar con la mirada. Estaba bien iluminada con luz eléctrica. A lo largo de las paredes cerca de la entrada había una veintena de helicópteros; esbeltos, bien conservados y bien armados. Mucha gente se movía aquí y allá por el suelo de la cueva, empequeñecidos por la vastedad de la misma. Pasada la línea de helicópteros, Chaan fue escoltado, por un pasillo lateral que descendía hasta unas espaciosas oficinas excavadas en la roca. Hubo de atravesar varias otras oficinas exteriores pobladas por secretarios y escribientes, y, después de una corta discusión entre sus acompañantes y los dudosos funcionarios, fue introducido en un amplio y confortable despacho particular.

    Había una persona en aquel despacho, un hombre corpulento que empezaba a echar carnes. Al igual que los que estaban en los despachos exteriores, se había despojado de sus pieles y no tenía más indumentaria que una ropa interior suelta y delgada. Estaba sentado en una butaca, inclinado sobre una comida más bien complicada extendida en una mesita delante de él.

    Levantó unos ojos fríos y azules cuando Chaan entró con los otros tres, pero siguió comiendo.

    ―Encontramos a este hombre en el Tercer Sector, señor —dijo el que había reconocido el uniforme de Chaan—. Es el explorador espacial de Sirio, y nos estaba buscando.

    El hombre corpulento se puso en pie pesadamente, y avanzó con la mano extendida.

    ―Me alegro de verle —tronó con una voz que reverberó por toda lo estancia—. Yo soy Horda. Al principio no reconocí ese uniforme, pero estoy encantado de que haya venido a ayudarnos.

    Chaan se presentó a sí mismo, mientras examinaba a Horda cuidadosamente. No sabía qué era lo que esperaba encontrar en el caudillo de los Wassers, si es que Horda era, en realidad el caudillo. Su primera impresión fue que Marl le resultaba más simpático.

    ―Ya no os necesito —dijo Horda bruscamente a los tres hombres, y salieron de la habitación éstos volviendo la cabeza para seguir mirando a Chaan.
    ―Bueno —dijo Horda, volviéndose hacia Chaan—, ¿quiere usted tomar un piscolabis conmigo?
    ―Gracias, no —rehusó Chaan, sonriendo ligeramente ante la visión de la suntuosa comilona que Horda llamaba piscolabis—. Ya comí con los hombres que me trajeron aquí.
    ―Si a usted no le importa, voy a seguir yo entonces —dijo Horda, repantigándose en la butaca y enarbolando sus herramientas sin tardanza—. Me alegro de que haya usted venido, Fritag. Sus amplios conocimientos de las armas y de la táctica moderna... y otros muchos talentos, ¿eh?... serán de considerable ayuda para acabar con el reino del terror de Marl. He tratado de ponerme en contacto con el agente del Consejo, Victad, pero Marl mantiene el sitio demasiado bien guardado.
    ―En realidad —dijo Chaan, tomando asiento en una butaca próxima, sin esperar a que lo invitaran—, estoy aquí para buscar alguna información, y probablemente alguna ayuda.
    ―Quien ayuda al uno ayuda al otro —dijo Horda, ondeando alegremente un hueso recubierto de carne—. Los dos vamos detrás del cuero cabelludo de Marl, eso es todo.

    Chaan resistió un fuerte impulso de hacer una declaración que pusiera las cosas en su sitio. En lugar de eso, dijo:

    ―Antes de que sigamos adelante, Horda, espero que usted será el hombre principal en la organización de los Wassers. No es que intente ofenderle, pero el caso es que no estoy aquí para tratar con ningún subordinado.

    Horda se le quedó mirando sorprendido y luego se echó a reír.

    ―No me ofende en lo más mínimo —dijo—. Soy el hombre principal. Quizá convendría que le pidiese a mi vez algunas credenciales. Por lo que sé... siempre sin querer ofenderle... muy bien podría ser usted uno de los agentes de Marl.
    ―No me ofende en lo más mínimo —dijo Chaan repitiendo las palabras del otro.

    Abrió después su camisa azul celeste para dejar al descubierto la parte izquierda del pecho y tensó determinados músculos.

    Sobre la piel desnuda del pecho, por encima de la tetilla izquierda, relucía un diagrama de una estrella luminosa y un relámpago, como un medallón de diamante. Era una insignia quemada en la carne de los exploradores espaciales y únicamente de los exploradores espaciales.

    ―Si tiene usted una educación elemental sin duda podrá reconocer esto —dijo Chaan secamente.

    Horda enrojeció, pero extendió las manos.

    ―No hace falta lo de las credenciales —dijo.

    Parecía que iba a decir algo más, pero Chaan se le adelantó.

    ―Antes de solicitarle ayuda —dijo— me gustaría recibir un poco de información. ¿Cuál es la fuerza de los Wassers?
    ―Ese es uno de nuestros secretos mejor guardados —dijo Horda entre dos bocados a la carne.

    Una furia ardiente invadió a Chaan, poniéndosele la cara de un rojo azufrado.

    ―Le he hecho a usted una pregunta y necesito una respuesta —dijo rudamente—. Soy un representante del Consejo Solar y estoy aquí en misión oficial. No he venido para plegarme a sus planes. Estoy pidiendo su apoyo, si quiere decirlo de esa manera.

    Horda dejó de masticar y le miró con ojos llameantes.

    ―Usted no es más que un hombre en una gruta desconocida —dijo ominosamente—. La gente que hay aquí sigue mis órdenes, aunque reconozcan ese uniforme que lleva usted puesto.
    ―El Consejo está enterado de todos mis pasos —replicó Chaan con facilidad—. ¿Por qué cree usted que le he localizado, no habiéndolo conseguido Marl?
    ―No sabía que Victad tuviese esa información —gruñó Horda, cogido de sorpresa—. Bueno, pues hay cerca de dos mil de los nuestros en esta base, y tenemos otras tres del mismo tamaño o un poco más pequeñas.
    ―No es mucho para desafiar a una organización militar de la envergadura de la de Marl. Pero todo lo que necesito es una fuerza de sostén. ¿Tienen ustedes más helicópteros que los que hay aquí?
    ―Unos cincuenta en total.
    ―Perfectamente —dijo Chaan—. Y ahora veamos, ¿qué planes tiene usted con respecto a Marl?
    ―Eliminarlo, y eliminar con él al meollo de su organización militar. Si pudiéramos lanzar una bomba de hidrógeno sobre Regn, se haría todo de un golpe y nos apoderaríamos del mando en la confusión que sobrevendría. Pero tienen buenas defensas, y, naturalmente, es imposible llevar una bomba por tierra o en helicóptero. Tenemos un avión, en otra base, lo bastante grande para realizar la tarea.
    ―Me sorprende que no haya usted ensayado el uso de un proyectil dirigido —Horda se encogió de hombros.
    ―Una agrupación de unos cuantos miles, en escondrijos, no está equipada técnicamente para semejante tarea —dijo—. Tuvimos que robar los helicópteros, naturalmente, y conseguir el avión con la bomba fue toda una proeza. Marl vive en un terror constante desde entonces.
    ―¿Es ese el único plan que usted tiene: tratar de lanzar el avión con la bomba H? —preguntó Chaan, sorprendido.

    Se había imaginado que los Wassers eran una organización mucho más formidable que eso.

    ―¡Oh!, tenemos otro plan alternativo, pero se requerirían ciertas condiciones para ponerlo en práctica. Si nuestros agentes en la ciudad informasen que la situación está a punto, golpearíamos rápidamente, mataríamos a Marl y nos apoderaríamos del gobierno usando su propia maquinaria.
    ―¿Y después, qué? Quiero decir, después que hubiese dado el golpe.
    ―Pues después... nos quedaríamos nosotros mandando. ¿Qué otra cosa se iba a hacer?
    ―¿No tienen ustedes planes para desmontar la forma totalitaria de gobierno de Marl, su maquinaria militar, su flota espacial?
    ―Bueno, con el tiempo ya se harían esas cosas, naturalmente —dijo Horda en forma evasiva—. No podemos movernos demasiado rápidamente y poner en movimiento todo el planeta, usted me comprende. Marl es un buen organizador, pero es el tipo de persona menos apta para regir el planeta.

    Chaan se rascó la cabeza pensativamente Horda le daba la impresión de ser meramente una contrafigura de Marl.

    ―Bueno, estas cosas son asuntos locales de ustedes —dijo por fin—. Lo que necesito es mi astronave. Marl dice que la tienen ustedes.

    Los ojos de Horda se agrandaron por la sorpresa.

    ―¿Los Wassers? —barbotó—. Es muy propio de Marl decir eso. Tratando de indisponernos con el Consejo Solar.
    ―Alguien la robó el mismo día que yo llegué.
    ―Entonces fue Marl —dijo Horda positivamente—. ¡Claro, hombre! Su astronave está en el cosmódromo de Regn. Mis agentes la han visto allí.
    ―Pues yo no la he visto. Y estuve en el cosmódromo hace unos cuantos días.
    ―Bueno, pues está allí. Naturalmente, ellos la habrán escondido cuando la han visto llegar, si es que no quieren devolvérsela. Saben todos los movimientos de usted en la ciudad, y lo que me preocupa es si le habrán seguido la pista hasta aquí.
    ―No han podido —dijo Chaan—. Vine aquí para que los Wassers me ayudaran a encontrar la astronave. En lugar de eso, quiero que me ayude usted a que se me devuelva. ¿Lo hará?

    Horda se encogió de hombros.

    ―Por la forma cómo ha entrado usted aquí y ha hecho valer su categoría, no me queda mucha elección —dijo con resentimiento—. No importa lo que yo sepa de las condiciones locales o si pensamos que sea un buen o mal plan. Hemos de hacer lo que usted quiera, si esperamos alguna vez algún tipo de reconocimiento por el Consejo Solar.

    A pesar de su falta de ganas, Horda trabajó eficaz y rápidamente para unir la pequeña fuerza de choque que Chaan necesitaba.

    Durante los dos días que tardó el grupo en estar listo, Chaan pasó gran parte de su tiempo caminando por los cuarteles subterráneos, hablando con diversos miembros de los Wassers. Por pocos que fueran en número, representaban una faceta de la organización política corriente en Tarumba, de lo cual quería poder informar en Lalande.

    Halló que los Wassers eran una mezcolanza de elementos insatisfechos. Había criminales, idealistas, chiflados e individualistas fieramente independientes, agrupados en una mezcla explosiva. Se mantenían juntos debido a la fuerte y a veces implacable forma de mando de Horda y de un pequeño grupo de sus compañeros.

    Horda y los demás dirigentes de los Wassers eran hombres y mujeres cuyas familias habías sufrido pérdidas directas por el encumbramiento de Adarl y de Marl. Habían sido ricos, algunos de ellos de la aristocracia en auge de la nebulosa sociedad que había existido en Tarumba por aquel tiempo. Habían elegido luchar contra Adarl antes que unir sus equipos y capacidades a la causa del mismo, y por fin habían tenido que emprender la fuga. Con sus riquezas se había constituido la comunidad de los Wassers.

    Lo desagradable de aquellos dirigentes, tal como Chaan veía la cosa, era que si Marl llegaba a ser desalojado, sería imposible ahora reestablecer la sociedad suelta, alegre y graciosa, que había existido anteriormente en el planeta. Carecían también, de la imaginación y altruismo necesarios para romper el gobierno de Marl en favor de una sociedad más progresiva. Probablemente instaurarían una oligarquía, para sustituir a la dictadura de Marl, si es que tenía éxito.

    Pero como Chaan le había dicho a Horda, su interés inmediato no estaba en los problemas locales, sino en recuperar su astronave. Mientras se estaba restableciendo de su debilidad como consecuencia de la trampa hipnótica, había ido un día al cosmódromo sin ser anunciado para comprobar la alegación de Marl de que la astronave no había sido recuperada. Había estado mirando por allí cuidadosamente, pero no había visto nada.

    Claro que el cosmódromo era grande y la astronave pequeña. Como Horda había dicho, Marl, indudablemente, mantenía una estrecha vigilancia sobre todos los movimientos que él efectuaba en Regn.

    Chaan había formado una pobre opinión sobre la capacidad del glotón Horda como caudillo. Se sintió sorprendido al descubrir que Horda pensaba encargarse personalmente de dirigir el grupo de los Wassers en aquella operación.

    ―Puesto que estamos obligados a hacer uso de la fuerza para cumplir su encargo, voy a hacer una operación doble —explicó Horda—. Usted el único interés que tiene es el de subir a bordo de su astronave, y esa será nuestra primera tarea. Pero para realizarla, hay que meter una fuerza bien armada en el cosmódromo, y eso nos dará una buena oportunidad para capturar nosotros una nave espacial que destinaremos a nuestro servicio.
    ―¿De qué puede servirles a ustedes una nave espacial? —preguntó Chaan sorprendido—. No hay otro planeta en este sistema.
    ―Puede servirnos de mucho si conseguimos alejarla de su red de radar y mantenerla oculta durante algún tiempo —contestó Horda con una sonrisa desagradable—. No podemos hacer que nuestro avión traspase sus defensas transportando la bomba H, pero podríamos situar una nave espacial por encima de la atmósfera en un rumbo que la pondría sobre Regn por lo menos con en tiempo justo para que no pudiese interceptarla.
    ―No puedo aprobar en absoluto ese tipo de operación —dijo Chaan—. Hay muchísima gente inocente en Regn para no decir nada de la agencia del Consejo Solar.

    Y estaba Hildi también. Chaan, desilusionado, no quería saber nada más de ella, pero tampoco le hacía gracia pensar que iba a ser atomizada con la ciudad.

    ―Mire —dijo Horda—. Usted mismo ha dicho que le tiene sin cuidado la manera que tengamos de resolver nuestros propios asuntos, con tal de que le ayudemos a recobrar su astronave. Dejemos las cosas de esa manera. El Consejo Solar no tiene ningún derecho a intervenir, a menos que envíe la flota y se apodere del planeta.

    Había bastante razón en la postura de Horda, y Chaan no pudo argüir nada. En su fuero interno resolvió que tan pronto la astronave despegase del planeta, avisaría a Victad por radio para que la agencia del Consejo Solar y Hildi pudieran evacuarse de Regn. Sería cuestión de Victad decidir si avisaba o no a Marl.

    La fuerza de choque de los Wassers estaba compuesta por cincuenta hombres, vestidos con los uniformes carmesí y negro de las tropas de Marl para confundir a los defensores del cosmódromo. Salieron de las montañas en cinco helicópteros al anochecer. Chaan iba en el aparato insignia con Horda.

    Cuando de las montañas bajaron a las faldas de éstas, los helicópteros se desperdigaron en varias direcciones. El aparato en el que Chaan iba montado volaba bajo, derecho hacia la ciudad, bordeando las lomas de forma que indicaba que el piloto conocía el terreno como la palma de su mano.

    A unos tres kilómetros de Regn el helicóptero descendió de pronto en un campo. El granjero, evidentemente miembro de los Wassers, salió y les ayudó a meter el helicóptero en el granero. A Chaan, Horda y a la tripulación del helicóptero se les sirvió una cena en la espaciosa cocina del granjero y todos ellos durmieron en el pajar.

    A eso de las dos de la madrugada, el granjero les despertó. Chaan y Horda subieron con él a la cabina de su camión y los demás hombres se apiñaron en la caja, cubriéndose con heno. El granjero condujo por un laberinto de ásperos caminos vecinales que les llevó a los arrabales de la ciudad.

    El entrenamiento de Chaan le había dado un sentido insólito de orientación, pero no tenía la menor idea de dónde se hallaban con respecto a Regn y al cosmódromo cuando el camión se detuvo en un pequeño manchón de bosque. Algunos de los hombres que venían en los otros helicópteros estaban ya allí, comprobando sus armas, y el resto de la fuerza de choque llegó, a pie o en diversos vehículos, al poco rato y tras varios intervalos.

    Con las primeras grisuras del alba, los Wassers se desplegaron en pelotones sueltos. No habían andado más de medio kilómetro a campo traviesa cuando Chaan vio frente a ellos las luces y las pistas del cosmódromo, las gigantes naves espaciales silueteadas vagamente contra el cielo alboreante.

    Los Wassers se detuvieron, y media docena de hombres se adelantó arrastrando para eliminar a los centinelas del cosmódromo y poner fuera de combate a una parte de su red de alarma. En el espacio de unos quince minutos, una prudente luz de señales destelló al borde del cosmódromo y la fuerza de choque avanzó.

    Con el primer pelotón, Chaan y Horda pasaron sobre los cuerpos de los centinelas asesinados silenciosamente por los hombres de la vanguardia. Chaan tropezó con un cable, pero estaba roto y no transmitió advertencia alguna a las defensas del cosmódromo.

    Del campo de hierba emergieron al terreno duro del cosmódromo, y Horda levantó la mano ordenando un alto. Resguardando luego con la mano la pequeña luz de una linterna sorda, estudió un plano.

    ―La astronave está cerca del borde del campo en este sitio —dijo—. Por eso hemos venido por este lado. Hay varias naves espaciales aparcadas en las inmediaciones. Tan pronto como le hayamos metido a usted dentro de la astronave y haya cerrado la escotilla, nos apoderaremos de una de las naves espaciales. Por eso, si usted retrasa el despegue hasta que nosotros iniciemos nuestro ataque sobre la nave espacial, nos ayudará considerablemente.
    ―Me parece un buen trato —concedió Chaan—. Retrasaré el despegue en atención a ustedes, a menos que ellos inicien un ataque para recuperar la astronave.

    No pidió que los Wassers le ayudaran una vez estuviese él dentro de la astronave. Sabía que, probablemente, estarían dentro dos o tres guardias, pero con su conocimiento de la nave podía enfrentarse con cualquier número. Justamente al lado de la escotilla de entrada había un compartimiento secreto desde el que podía cerrar herméticamente todas las cubiertas de la nave, inundándola luego con gas paralizante.

    El pelotón se movió con viveza dentro del cosmódromo. Los pelotones de sostén le siguieron hasta el borde del área del cosmódromo, y allí hicieron alto aguardando petición de apoyo.

    En aquella zona exterior del cosmódromo, las gigantescas naves espaciales estaban aparcadas en círculos concéntricos, con una separación de unos doscientos metros entre ellas. Cada una estaba vigilada por dos soldados que caminaban alrededor en opuestos sentidos. El sistema proporcionaba un eficaz campo de visión para los guardias, ya que cada centinela había de comprobar el paso de centinelas alrededor de las naves adyacentes cada vez que éstos hacían su ronda, y la ausencia de guardianes en una de las naves sería notada rápidamente.

    La zona estaba alumbrada con demasiada brillantez como para permitir el paso entre dos naves sin ser vistos. Horda tomó la decisión de encaminarse intrépidamente con sus hombres hacia una de las naves. Llegaron en el mismo momento en que un guardia estaba desapareciendo en torno a la envoltura de la nave y su pareja se aproximaba dando la vuelta por el otro lado.

    ―¡Alto! —gritó el guardia, enderezando el cañón de su pistola calorífica—. ¿Quién va?
    ―Patrulla vigilando los alrededores del cosmódromo —replicó Horda siguiendo moviéndose hacia él con el pelotón a sus espaldas—. ¿Alguna novedad.
    ―Santo y seña —exigió el centinela apuntándole con la pistola.

    Pero vaciló al ver los uniformes tarumbianos.

    Su vacilación le resultó fatal. Un cuchillo lanzado expertamente por uno de los soldados Wassers le dio en la garganta. Otro de los Wassers corrió hacia el caído, le arrancó el comunicador y continuó la interrumpida ronda en torno a la nave.

    El pelotón se acurrucó a la sombra de la nave, y cuando el segundo centinela se acercó fue éste derribado antes de que supiera quién le golpeaba. Otro Wasser ocupó su puesto.

    ―Podremos apoderarnos ahora de esta nave sin dificultad alguna —dijo Horda ansiosamente.
    ―Primero me lleva usted a mi astronave —replicó Chaan con firmeza.
    ―Está bien —admitió Horda a regañadientes—. Está más allá del siguiente círculo de naves espaciales. No puedo romper ahora el silencio de radio, pero voy a enviar un corredor a los otros pelotones para decirles que se trasladen a esta nave.
    ―Arrégleselas usted como quiera —dijo Chaan.

    Fue enviado el estafeta, y el resto del pelotón se trasladó a la nave siguiente. Pero cuando se aproximarse allí, no hubo encuentro alguno. En lugar de eso, el centinela abrió fuego con su pistola calorífica y corrió a refugiarse detrás de la nave.

    ―¡Maldito centinela! —rugió Horda—. Van a detectar esa radiación y enviarán refuerzos aquí. ¡Al ataque!

    Desplegando el pelotón se lanzó contra la nave. Dos de los Wassers cayeron con los vestidos en llamas, pero los centinelas fueron rebasados y derribados en pocos minutos.

    De pronto, un estruendo imponente de timbres de alarma estalló en todo el cosmódromo, y sirenas distantes empezaron a lamentarse. De algún sitio tras la línea de naves espaciales, un grupo de hombres surgió en lontananza, aproximándose a la carrera.

    Justo enfrente de Chaan, a menos de cien metros de distancia, el morro acicular de la astronave apuntaba al cielo.

    ―¡Allí está! —le gritó a Horda—. ¡Podemos cogerla!
    ―¡Cójala usted mismo! —gruñó Horda—. ¡Yo voy a apoderarme de esa nave espacial! ¡Atrás, muchachos!

    El pelotón dio media vuelta y se dirigió a la nave espacial de la que acababan de apartarse. Un helicóptero armado emergió tras la oscuridad reinante sobre las luces del cosmódromo, descargando soldados que cerraron el paso a los intrusos. Las aspas chirriantes de otros helicópteros sonaron ruidosas en el aire, y las sirenas de los carros de combate se oían cada vez más cercanas.

    Chaan corrió hacia la astronave. Lo curioso era que nadie le cerraba el paso. A sus espaldas, los Wassers y las tropas constantemente reforzadas del cosmódromo se habían empeñado en un fiero combate.

    Dos guardias estaban en la rampa de la astronave, pero la visión de un solo hombre con uniforme tarumbiano les confundió por lo visto. Siguieron con los fusiles bajos hasta que Chaan, con su pistola calorífica en la mano, empezó a subir por la rampa. Uno alzó el fusil para disparar, Chaan se lo tiró. El otro dejó caer el arma, asustado. Chaan le empujó rudamente al suelo y penetró corriendo en la nave. En la escotilla empujó el botón que cerró la pesada puerta detrás de él.

    ¡Ahora, pensó gozosamente, que ellos luchen por su cuenta! ¡Él se iba a Lalande!

    Había algo que no funcionaba. Chaan lanzó una mirada circular por la silenciosa penumbra de la cubierta de provisiones. No podía ver nada por ninguna parte. Pero su astronave era como un miembro de su cuerpo, y la sensación que tenía de aquella nave no encajaba en absoluto.

    En el puente del control inferior que tenía por encima de su cabeza oyó un crujido de botas pesadas, y el sonido de unas voces bajó por el ventilador. ¡Había allí bastante más de dos guardias!

    Chaan se volvió hacia la pared, y sus dedos buscaron el pulsador escondido que abriría el compartimiento secreto. Desde ese compartimiento podría inmovilizar fácilmente a los guardias.

    Allí no había ningún botón.

    Frenéticamente, empezó a palpar la pared con los dedos. No había botón alguno. No había ningún compartimiento secreto.

    ¡Aquella no era su astronave!

    ―¡Vuélvase despacio y tenga las manos bien lejos de la pistola! —dijo una voz a sus espaldas.

    Chaan obedeció. Un soldado tarumbiano estaba de pie en el descansillo, exactamente debajo de la escotilla que llevaba al puente de arriba, enfilándole implacablemente con una pistola calorífica.

    ―Es solamente un hombre, señor —dijo el soldado a alguien que estaba por encima de él—. Puedo tenerlo aquí inmovilizado mientras usted baja.

    Un par de botas apareció por la escalerilla, siendo seguida por la espalda uniformada de un oficial. El oficial rebasó al diligente soldado, saltó con desenvoltura al puente y se volvió cara a cara a Chaan.

    Los ojos de éste se agrandaron por la sorpresa. ¡El oficial era Jahr!

    ―¡Hola, Chaan! ¡No esperaba que pudieran cogerte con esta trampa! —exclamó Jahr.

    Miró al soldado que estaba en el rellano y ordenó:

    ―Baja la pistola, muchacho. Este es el explorador espacial.

    El soldado obedeció dócilmente y terminó de bajar la escalerilla. Fue seguido por media docena de otros soldados tarumbianos.

    ―Jahr, esta no es mi astronave —dijo Chaan estúpidamente.
    ―No, es una copia —admitió Jahr—. No hay nada por encima del puente, sino una cáscara vacía. La flota no ha conseguido localizar todavía tu astronave.
    ―Es una imitación bastante buena —dijo Chaan lastimeramente—. Consiguió engañarme desde fuera. Pero ¿qué objeto tiene esto?
    ―Pues mira, Marl comprendió que tu astronave sería un cebo magnífico para los Wassers. No sé si es verdad, pero la creencia general es que una nave exploratoria puede derrotar a una nave de guerra con la mayor facilidad.
    ―Es verdad —dijo Chaan.
    ―Naturalmente, los Wassers conseguirían una gran ventaja apoderándose de una nave así —dijo Jahr—. No hay tampoco que olvidar el aspecto de que robando tu nave y ocultándola en el planeta en cualquier sitio, tú no podrías aparecer en Lalande en la fecha prevista y eso haría que la flota bajase hasta aquí. Sigue siendo nuestra teoría que fueron ellos los que la robaron cuando llegaste, pero por si no lo hubiesen hecho, pusimos esta imitación para prepararles una trampa que les hiciera venir aquí.
    ―Muy bien puede ser que sean ellos los que la hayan robado, aunque insisten en que no lo hicieron —dijo Chaan pensativamente—. No vinieron por mi astronave, aunque parecía que querían ayudarme. Su interés era apoderarse de una de vuestras naves espaciales. Pero, Jahr, si tú no creías que yo fuese a dejarme engañar por esta imitación, ¿por qué estás entonces aquí?
    ―¡Ahí, cuando te quitaste de en medio para dedicarte a tus asuntos particulares, Marl me volvió al servicio activo hasta que volvieras, y me encargó que construyese la nave de imitación. Naturalmente, Marl puede haber sospechado que una nave así te atraería lo mismo que a los Wassers, y quería tenerme a mano para estar seguro de que no te iba a acribillar a tiros por error.

    Dejando a los soldados de Jahr dentro de la imitación de la astronave, Chaan y Jahr abrieron la escotilla y bajaron al cosmódromo.

    El combate que Chaan había dejado iniciado terminó ya. Horda y los supervivientes de sus tres pelotones, casi la mitad de las fuerzas, estaban puestos en fila con las manos en alto, rodeados por soldados armados. Sobre el terreno, estaban desperdigados cadáveres vestidos con los uniformes carmesí y negro, y las ambulancias estaban retirando una gran cantidad de heridos.

    ―Una buena redada —dijo Jahr con satisfacción—. A propósito, Chaan, Marl ha dado orden para que todo el que pudiera tropezar contigo te dijera que le gustaría que sostuviérais una conversación cuanto antes te pareciera bien.
    ―En vista de lo que ha sucedido aquí, creo que lo mejor será hacerlo lo antes posible, —dijo Chaan, viendo como los soldados tarumbianos se llevaban a los prisioneros—. Nos desayunaremos mientras vamos a la ciudad y nos encaminaremos al despacho de Marl.
    ―¡Magnífico! —exclamó Jahr—. Espera que entregue este destacamento a mi segundo y le encargue que comunique a Marl que nos ponemos en camino para ir a verle.

    La cabellera carmesí de Lobo 359 estaba haciendo llamear el horizonte por oriente cuando dos salieron del cosmódromo en un coche militar. Disfrutaron de un sabroso desayuno en el club de una agrupación de oficiales a la que pertenecía Jahr, y llegaron al edificio de la Cancillería poco antes de media mañana.

    Chaan y Jahr entraron juntos en el despacho de Marl. Este les saludó con el aspecto de un hombre que lleva ya varias horas de trabajo. Les hizo una señal para que tomaran asiento y volvió a echarse atrás en su asiento, quitándose las gafas.

    ―Es usted un hombre desconcertante, Chaan —dijo Marl—. Creíamos que le seguíamos bastante bien la pista hasta que a su avioneta se le ocurrió descender en mitad de un lago.
    ―¿Un lago? —preguntó Chaan echándose a reír—. ¿Allí fue dónde se posó?
    ―Nos hizo pasar un mal rato —dijo Marl—. Creímos que se había usted ahogado hasta que la sacamos y la encontramos vacía, puestos los mandos automáticos.
    ―Gran parte de mi trabajo consiste en mostrarme desconcertante cuando es necesario —dijo Chaan—. ¿Quería usted hablarme de algo especial, Marl?
    ―Lo que más me interesaba era saber cuando regresaba usted —dijo Marl—. Pero los acontecimientos de esta mañana suscitan en mi mente algunas gestiones interesantes. Usted ha estado con los Wassers estos últimos días, ¿no es así?
    ―Es una deducción notabilísima —dijo Chaan secamente—. Eso también suscita en mi mente una cuestión muy interesante. ¿Qué piensa usted hacer con Horda y con los demás Wassers a los que ha detenido en el cosmódromo?
    ―Todavía no estoy seguro. Probablemente serán ejecutados.
    ―Déjelos en libertad —dijo Chaan.
    ―¡Cómo!

    Por primera vez, Chaan vio a Marl auténticamente sorprendido.

    ―Déjelos en libertad. Estaban ocupándose de un asunto del Consejo Solar. Me estaban ayudando a recobrar mi astronave, o, por lo menos, así lo creíamos.
    ―Podría negarme basándome en el hecho de que usted conoce mis objetivos con respecto al Consejo Solar, y que, a menos que yo consiga persuadirle conmigo, usted está liquidado de todas maneras —dijo Marl con una sonrisa peculiar—. Para mí es ya demasiado tarde como para preocuparme por el disfavor del Consejo Solar, usted lo comprenderá así. Pero la justicia está a mi lado, y creo que usted me dará la razón. Horda me ha confesado que él y sus hombres intentaban apoderarse de una de mis naves espaciales para arrojar su bomba de hidrógeno sobre Regn.

    Chaan no pudo discutir aquel punto. El sutil tecnicismo de haber requerido él la ayuda de Horda mal podía resistir la propia confesión de Horda a Marl. No dijo nada.

    ―Supongo que no querrá usted decirme dónde están los Wassers —sugirió Marl.
    ―Tiene usted razón, no quiero decírselo —contestó Chaan.
    ―Está bien —suspiró Marl—. Ahora que ha trabado usted conocimiento con los Wassers, ¿qué opina de ellos?
    ―No me gustan —dijo Chaan sinceramente—. Hay entre ellos buenas personas, como en cualquier otro grupo humano, pero no me gusta su caudillaje ni las miras de sus dirigentes.
    ―Nunca creí que pudiesen gustarle a usted. Ahora bien, ¿no está usted conforme en que, en el peor de los casos, mi régimen es el mal menor para Tarumba?
    ―Ese es precisamente el término que yo utilizaría, excepto que dudo que Horda y los dirigentes Wassers tengan el talento de usted —dijo Chaan—. Por tanto, desde el punto de vista del Consejo Solar, ellos constituirían una amenaza mucho menor para la paz de la galaxia.
    ―Nada es más mortífero que una guerra iniciada por gente estúpida —dijo Marl—. Pero no quiero discutir con usted los méritos comparativos de Marl y de los Wassers. Baste decir que no me considero a mí mismo un mal, ni menor ni mayor, y me gustaría persuadirlo a usted para que adoptase la misma actitud.
    ―Si lo que me pide de nuevo es que coopere en sus planes...
    ―Eso es lo que estoy haciendo.
    ―...la respuesta es no.

    Marl se encogió de hombros.

    ―No tengo ninguna prisa —dijo—. Tiene usted que permanecer un año en Tarumba, y, en un año, pueden pasar muchas cosas que le hagan cambiar de forma de pensar.
    ―Parecía usted tener una prisa infernal cuando lanzó contra mí a Ramitz —observó Chaan.
    ―Uno prueba todos los caminos para llegar a la meta —contestó Marl con una sonrisa—. Puede que haya almacenadas para usted muchas otras sorpresas agradables, si se me ocurren nuevas tácticas, pero preferiría muchísimas más que se me uniese voluntariamente.
    ―No discutiré con usted ni un momento más hasta que no se me devuelva mi astronave —dijo Chaan, poniéndose en pie.
    ―Todavía no hemos recuperado su astronave —dijo Marl—. Cuando lo hagamos, quizá podamos cerrar el trato sobre esa base.

    Chaan y Jahr dejaron a Marl y regresaron al hotel Regnald. Aquella última observación de Marl había dejado preocupado al explorador espacial. Marl podía estar diciendo la verdad al insistir en que no había recobrado la astronave, y el hecho de la nave imitada en el cosmódromo posiblemente era una prueba que abonaba aquella suposición, pero incluso cuando la recobrara, Chaan tendría que vencer algunas dificultades antes de que se la devolvieran.

    Chaan se sentía profundamente perplejo al preguntarse por la identidad de los ladrones de la astronave. Había examinado el rostro de Marl intensamente, y había examinado el rostro de Horda intensamente. Los dos le parecieron que estaban diciendo la verdad cuando negaron ser responsables del robo. La astronave fingida era un signo de que Marl estaba diciendo la verdad; pues, ¿por qué habían de construir una imitación de astronave como cebo para los Wassers si tenían la verdadera? Por otra parte, el que Horda hubiese guiado a sus propios hombres hasta una trampa semejante era un signo claro de que Horda estaba diciendo la verdad; pues, si los Wassers tuviesen la astronave, se habrían dado cuenta en seguida de que la existente en el cosmódromo no podía ser mas que una imitación. ¿Sería posible que algunas otras personas la hubiesen robado sin que Marl ni Horda tuviesen conocimiento de ello?

    Evidentemente, Marl tenía el propósito de usar la astronave para un chalaneo con él, en el momento en que pudiera apoderarse de ella, y le era factible ocultarla en cualquier sitio de Tarumba. Pero, como Marl había dicho, un año era un plazo muy grande. Una vez que Chaan tuviese motivos para creer que la nave estaba nuevamente en el planeta, podría disponer de unos cuantos trucos para recuperarla, trucos que era dudoso que Marl pudiese resistir.

    Oler recibió a Jahr y a Chaan en la suite que éste tenía en el hotel. No mostró ninguna sorpresa ante el regreso de Chaan, favoreciendo a ambos con su acostumbrada mirada agria.

    ―Tiene usted una visita, capitán —dijo Oler con tono desagradable.
    ―¿Quién es? —preguntó Chaan.
    ―La señorita Gretten. Está aguardando en el saloncito.
    ―¡Diablos! ¿Qué tiene que hacer un hombre para verse libre de una mujer? —gruñó Chaan.

    Jahr se fue a la cocina con Oler. Chaan abrió la puerta del saloncito.

    Hildi estaba sentada en una butaca baja de espaldas a la puerta. Tenía los hombros caídos. Al oírle entrar, se volvió y se puso en pie en un brinco gozoso, con el rostro resplandeciente.

    ―¡Chaan! —exclamó—. Uno de los oficiales de Jahr me dijo que habías vuelto. Temía que te hubiese pasado algo.
    ―Jahr debería ocuparse de sus asuntos —dijo Chaan ásperamente—. Hildi, ya te dije que no quería volverte a ver.

    Ella se le acercó y le puso tímidamente una mano en el brazo. Alzó sus redondos ojos azules en los que brillaban las lágrimas.

    ―¿No tiene derecho el criminal condenado a saber de qué se le acusa? —preguntó—. Incluso en tos tribunales de Marl se reconoce ese privilegio del reo.
    ―Hildi —dijo Chaan penosamente—, mis experiencias en cultura muy diferentes me han hecho tolerante. Pero todavía sigue siendo contrario a mi naturaleza al que una mujer finja amor a un hombre con la intención deliberada de traicionarle ante sus enemigos.
    ―¿Traicionarte? —repitió ella con los ojos abiertos de par en par—. ¿Cómo te he traicionado Chaan? ¿Cómo podía yo impedir lo que ha sucedido?
    ―Fui traicionado dos veces —dijo él amargamente—. ¿Es que vas a negar que nuestro encuentro fue una cosa preparada de antemano para que así yo pudiera ser atraído a la trampa hipnótica que había montada en tu casa? ¿Y vas a negar que trataste de persuadirme a que me rindiera a las demandas de Marl mientras me hallaba en estado hipnótico?
    ―¡No hubo nada preparado en nuestro encuentro! —gritó ella—. Te conocí y te quise y todavía te quiero. Chaan. Yo no sabía nada de la trampa hipnótica hasta que me trajeron al hotel y te encontré, ya hipnotizado y con Ramitz haciéndote preguntas.
    ―¿Es eso verdad?
    ―Lo juro. Me ordenaron que tratara de persuadirte para que contestases sus preguntas, pero yo no lo hice porque ellos me lo pidieron. Si recuerdas lo que te dije entonces, y cada una de mis palabras era la pura verdad, yo quería que hicieras lo que ellos te pedían, porque de esa forma te dejarían en libertad sin hacerte daño. Chaan, yo no sé nada ni de política ni de diplomacia interestelar ni si Marl tiene razón o está equivocado, y no me importa saberlo. Lo único que sé es que te quiero, y que haría cualquier cosa para salvarte de cualquier daño.

    El corazón de Chaan se derritió. La tomó en sus brazos. Ella se aferró a él estrechamente, poniéndose a sollozar sobre su pecho.

    ―Hildi, Hildi —murmuraba él—. No hay ninguna mujer a la que yo haya querido tener a mi lado tanto como te quiero tener a ti. Pero debes recordar que yo tengo un deber que cumplir y debo ser fiel a él. No se trata simplemente de que Marl sea bueno o malo para Tarumba. Tengo en mis manos la paz de todo este sector de la galaxia, y me veo amarrado a un mundo donde todos están contra mí. No quiero que tú estés en contra de mí también.
    ―No estaré en contra de ti en nada —dijo ella murmurando sobre su pecho—. ¡Por favor, créeme, Chaan! Trabajaré contigo, te ayudaré, haré todo lo que me pidas. Cualquier cosa que hagas me parecerá bien. Si estás contra Marl, yo estoy contra Marl, y si te conviertes en traidor para con el Consejo Solar, también yo me haré una traidora, sin vacilar lo más mínimo. Lo único que quiero es estar contigo.
    ―Y lo estarás —dijo él cariñosamente—. Y si llega la hora en que tenga que dejarte..., pero será mejor que no pensemos en eso. No voy a convertirme en un traidor para con el Consejo Solar, a pesar de todo lo que Marl pueda hacer. Hasta ahora él ha fracasado conmigo. Hizo todo lo que pudo por sacarme, estando yo hipnotizado, el secreto de la impulsión estelar, y fracasó..

    Ella se retiró sobresaltada de sus brazos, con sus ojos redondos llenos de alarma.

    ―¡Pero tú le dijiste el secreto de la impulsión estelar! —susurró ella—. ¿No lo sabías?
    ―¡Cómo! —jadeó él, sintiéndose asaltado por un terrible pánico—. ¡No puedo habérselo dicho, Hildi! ¡No es posible! Se lo cuchicheé tan sólo a una alucinación que tuve de mí mismo y en voz tan baja que ninguna cinta podría haberlo grabado.
    ―¿Alucinación? ¡Oh, querido, creíste que era una alucinación! Aquel hombre era un doble tuyo, construido por la cirugía plástica para que se pareciese a ti hasta en las huellas dactilares, con su mente y sus emociones impregnadas de toda tu historia, a base de las informaciones que tú mismo proporcionaste cuando estabas hipnotizado.


    XV


    En la extraña reacción de shock de Chaan ante las palabras de Hildi, la gran habitación pareció expandirse enormemente. Se arqueó sobre ellos y en torno a ellos como la gran taza del universo. Las paredes y el techo parecieron infinitamente distante; pudo casi ver las empolvadas estrellas ante sus ojos. Diminutas figuras aisladas en el centro de aquella vastedad, Chaan y Hildi permanecían en un flojo abrazo, con sus miradas horrorizadas encontrándose en el aire tranquilo que existía entre ellos.



    ―Hildi, ¿qué sabes de esto? —le preguntó Chaan con voz baja y urgente.
    ―Lo que te he dicho. Fui encajando detalles de los que he podido irme enterando y que ellos no saben que conozco. Quería decírtelo todo en cuanto que salieras de la hipnosis, pero me daba miedo contártelo delante de Jahr, y tú me echaste.
    ―No puedo comprender por qué se han tomado tantas molestias para averiguar el secreto —dijo Chaan reflexivamente—. Cierto que es algo que vale la pena, para ellos o para cualquiera. Pero yo no podía calcular que tuviesen tiempo para construir un doble mío en el pequeño período de tiempo que estuve sumido en la hipnosis.
    ―¿Sabes cuánto tiempo has estado hipnotizado? —preguntó Hildi—. ¡Ciento veinticinco días!
    ―¡Cielo santo! —exclamó Chaan— Creí que sólo habían sido cinco semanas. Entonces hoy Marl me estuvo induciendo a error al hablarme de que me quedaba un año de estancia de Tarumba, siendo así que ha transcurrido ya más de la tercera parte. No se me había ocurrido pensar en eso antes, pero la verdad es que no he mirado un almanaque desde que me libré de Ramitz.

    Miró entonces uno pequeño que estaba sobre una mesita pegada a la pared. La fecha era del día seis del mes tarumbiano de Amwit. Chaan trasladó mentalmente aquel dato al patrón terráqueo: 11 de septiembre de 3503.

    ―Tienes que haberte dado cuenta del tiempo tan frío que hace —dijo Hildi—. Estamos ya a mediados de otoño.
    ―Para mí Tarumba es un planeta frío en todo momento —dijo Chaan con un encogimiento de hombros—. Pero ¿qué más cosas sabes de este doble asunto?
    ―Pues mira —dijo Hildi—, ellos no han fabricado al hombre que es tu doble exclusivamente para sacarte el secreto de la impulsión estelar. El plan de Marl es, si le niegas tu cooperación y rehúsas dar un informe favorable sobre Tarumba en Lalande, enviar al doble en tu lugar. Allí creerán que el doble eres tú, y éste informará en el sentido que Marl le indique.
    ―¡Hum! Tendría que tener bastante más información acerca de los procedimientos de lo que hayan podido extraerme para conseguir hacerse pasar por mí en Lalande, me parece. Por eso probablemente Marl se muestra tan ansioso en obtener mi cooperación.
    ―Por eso yo te pedía que les dijeses lo que ellos querían saber —dijo Hildi—. Yo pensaba que, si ellos enviaban un doble, tú te quedarías conmigo en Tarumba. Todavía no quiero que te vayas, Chaan, pero, si tú crees que debes hacerlo, ¿por qué no accedes a entregar la clase de informe que Marl pide y luego dices la verdad cuando llegues allí?
    ―No podría ser. Si accedo a cooperar con Marl, me someterán a tratamiento hipnótico para estar seguros de que no voy a traicionarlos. No pueden imponerme ese tratamiento por la fuerza, pero sería eficaz si consiento en ayudarles. ¿Sabes cómo se llama ese doble, Hildi?
    ―No.
    ―Tengo que descubrirlo. Si en Lalande le hacen determinadas preguntas, descubrirán el fraude, pero es muy posible que no sospechen de él lo bastante como para hacerle esas preguntas.

    Le dio unas palmaditas en el hombro, le sonrió y añadió:

    ―Pero en lo que queda de día, no permitamos que nada estropee nuestra reconciliación.

    Hildi trasladó aquella noche a la suite que Chaan ocupaba en el hotel sus ropas y otros efectos.

    Al día siguiente, Chaan fue a visitar de nuevo a Victad, y le refirió la pérdida del secreto de la impulsión estelar.

    ―Mala cosa —dijo Victad, tirándose del labio inferior con sus dedos regordetes—. Espero que no habrá entregado usted también el principio de la impulsión estelar.
    ―Afortunadamente, esa es una cosa que ignoramos los exploradores espaciales —dijo Chaan—. Con lo que yo les dije no pueden construir ninguna nave de impulsión estelar, pero pueden hacer funcionar la mía.
    ―Haré todo lo imposible por informar a Sirio —dijo Victad.
    ―Debe usted hacerlo, y cuanto antes. Probablemente, después de esto, querrán cambiar todas las combinaciones y circuitos en las naves de impulsión estelar en toda la galaxia.
    ―Haré todo lo que pueda —repitió Victad lentamente—. Pero pasa algo de lo que usted no está enterado. Yo lo sospechaba desde mucho antes, pero sólo he podido confirmarlo mientras usted se encontraba en las montañas Ardens. No puedo seguir comunicando directamente con Sirio ni con ningún otro sistema. Hace meses que no consigo hacerlo.
    ―¿Quiere usted decir que le están interviniendo la transmisión por rayos luminosos? Yo creía que eso no se podía conseguir.
    ―Pues han hallado la manera de hacerlo. He descubierto que los circuitos han sido desviados de forma que no puedo ni emitir ni recibir directamente. Han sido ellos los que han estado manejando el transmisor de rayos luminosos durante meses.
    ―No me sorprende mucho —dijo Chaan—. Marl tiene ahora a Tarumba concienzudamente incomunicada. Pero, aunque usted consiguiera captar ese mensaje, yo no podría alterar los circuitos de la impulsión estelar en mi nave, puesto que no la tengo. ¿Mantiene usted contacto con los Wassers, Victad?
    ―Me temo que no. Únicamente recibo informes.
    ―Póngase en contacto con ellos. Si es necesario, envíe un hombre a las montañas Harvens. Puedo indicarle a usted dónde localizarlos. Quiero que me ayuden a encontrar a un hombre que tiene el mismo aspecto, la misma voz e idénticos ademanes que yo.

    Y le refirió a Victad todo lo que sabía acerca del doble.

    ―Haré todo lo que pueda —volvió a decir Victad—. Pero, por lo que usted me ha contado de su última escapada con los Wassers, dudo mucho que muestren ningún entusiasmo por ayudarle de nuevo.
    ―Puede que no se entusiasmen mucho, pero ayudarán si quieren conseguir alguna consideración cuando la flota se traslade aquí.

    Chaan inició un recorrido ciudadano en busca del hombre que tenía su rostro. Su única esperanza era que su doble estuviese todavía en Regn y no en otro sitio del planeta.

    El sistema que adoptó fue el de recorrer las zonas más amplias de la ciudad, manzana a manzana. Llevaba puesto el uniforme carmesí y negro de un oficial tarumbiano y hacía preguntas en almacenes estratégicos, tiendas y edificios residenciales.

    ―Estoy buscando a mi hermano —solía decir—. Es gemelo y tiene exactamente mi mismo aspecto. Me llamo Hann Dittow y mi hermano se llama Mann, pero está viviendo bajo un nombre falso y no sé cómo se llama ahora. ¿Le ha visto usted por casualidad?

    Muchas de las personas con las que se puso en contacto eran gente simpática, pero nada servicial. A los que hacían preguntas ampliatorias les explicaba que el padre de él y de su hermano había muerto, y que él necesitaba encontrar al gemelo para que le ayudase a regir las propiedades.

    Chaan examinaba también todos los rostros con el propósito de sorprender la más mínima señal de reconocimiento cuando entraba en un edificio o pasaba por la calle junto a la gente. Pero las reacciones que observaba en este aspecto no le servían de nada. Era gente que le reconocía como Chaan Fritag, el explorador espacial.

    Naturalmente, no les dijo a Jahr, Oler o Ingra acerca de la tarea que llevaba entre manos. Jahr estaba muy disgustado porque se prescindiera de él en todos los reconocimientos que Chaan hacía diariamente de la ciudad, y, a menudo, Chaan se veía obligado a llevarse consigo al corpulento individuo. En tales ocasiones, no hacía pregunta alguna, sino que confiaba exclusivamente en el factor de posible reconocimiento.

    Hildi le acompañaba con frecuencia. Chaan empleaba la mayor parte del día y gran parte de muchas noches en su búsqueda, y no le hacía gracia verse separado de la muchacha constantemente. Algunas veces trabajaban por separado, yendo Hildi ocupada con una foto de Chaan para preguntar en determinados sitios, mientras Chaan inquiría en otros. Todas las noches regresaban a la suite del hotel con ampollas en los pies y agujetas en los músculos.

    Era una búsqueda desalentadora. Día tras día, en cada barrio de la ciudad, en cada género de establecimiento o edificio, a menudo bajo una lluvia fría o mordientes copos de nieve y siempre a través del frío en aumento del inminente invierno tarumbiano, recorrían las calles de Regn sin éxito alguno. Chaan empezaba a creer que el doble al que buscaba había sido enviado sin duda a otra región del planeta.

    ―Me doy cuenta de que no sé nada de las costumbres misteriosas de un explorador espacial —dijo Jahr un día mientras iba dando con él una vuelta—, pero todas estas caminatas que llevas haciendo las últimas semanas me parecen absurdas. Si lo que quieres es medir a pie la extensión de Regn, ya lo has hecho.
    ―Digamos que salgo para hacer ejercicio —replicó Chaan con una sonrisa.
    ―Muy bien. Pero si alguna vez te dignas concederme tu confianza, me alegraré de poderte ayudar en lo que quiera que estés intentando.

    Por conducto de Victad, Chaan recibía con regularidad informes de los Wassers, pero todos eran negativos.

    El primer vislumbre de esperanza en aquella búsqueda acaeció al cabo de seis semanas.

    Estaba él solo, a última hora de la tarde, en un sector de Regn donde todos los edificios eran viejos y estaban carcomidos por el tiempo. La nieve pesada propia de la estación caía lentamente en grandes copos. Una sábana de blancor se iba estirando sobre las calles y las aceras, siendo hollada de vez en cuando su lisa superficie por vehículos que pasaban raudos.

    Las luces de las calles estaban ya encendidas, y la iluminación de las ventanas de las casas y de los pocos frecuentes escaparates luchaba turbiamente con la nieve caediza. Chaan avanzaba penosamente, tiritando y maldiciendo del desprecio al frío de los tarumbianos. El uniforme que llevaba no era una indumentaria tropical, pero resultaba demasiado delgado para protegerle contra aquel frío mordiente. Se sentía agradecido por no habérsele ocurrido elegir la indumentaria civil de descamisado.

    Hildi estaba aquel día buscando por otro sector de la ciudad. Dentro de una hora se reunirían para cenar, y se pasarían parte de la noche continuando la búsqueda.

    Con los hombros caídos y las manos en los bolsillos de la guerrera, Chaan llegó a la altura de una puerta cerrada sobre la que campeaba el letrero de Restaurante Norvad. La luz se filtraba tenuemente por pequeñas ventanas situadas a ambos lados de la puerta. Esta se abrió, arrojando momentáneamente un rectángulo de luz en la nieve, y un parroquiano con traje de paisano salió escarbándose los dientes. Miró a Chaan, que estaba allí apostado, dio media vuelta y bajó la calle.

    Los restaurantes eran buenos sitios para mirar. Un doble del que se esperase que fuera a montar una nave estelar, difícilmente sería un padre de familia. Chaan se sacó las manos de los bolsillos, abrió la puerta de un empujón y entró.

    Una vez dentro, se detuvo para sacudirse la nieve de los zapatos y apartársela de los hombros. El local era pequeño, pero estaba bien alumbrado. Contenía una docena de mesas, cuatro de las cuales estaban ocupadas. La comida estaba extendida en fuentes cubiertas sobre un mostrador bajo que corría a lo largo de una de las paredes de la estancia. Detrás del mostrador había una puerta que, evidentemente, conducía a la cocina.

    Un hombre corpulento, calvo como un huevo, con enorme bigote de oso de felpa, estaba en pie detrás del mostrador, escanciando sopa en una gran vasija. Al observar la entrada de Chaan, sonrió saludando y levantó una mano amistosamente.

    ―Hola, Augang —dijo—. Llega usted temprano esta noche.

    Con dificultad, Chaan reprimió una exclamación de sorpresa y de júbilo. ¡El hombre le había tomado por su doble!

    ―Esta noche tengo hambre —contestó con calma, encaminándose al mostrador.

    Si su doble podía pasar por él, él seguramente podría pasar por su doble, con las debidas precauciones.

    ―¿Qué está bueno esta noche?
    ―Todo —replicó el bigotudo con una sonrisa—. ¿Quiere usted empezar con una sopa bien caliente?
    ―Me parece muy bien —replicó Chaan—. Hace frío hoy.

    Recogió una taza humeante de sopa y se dirigió a una de las mesas.

    Era una buena sopa. Chaan la fue sorbiendo pensativamente. Mantenía alertas sus ojos y sus oídos. Otro de los parroquianos, acercándose al mostrador para recibir una segunda ración de otro plato, se dirigió al bigotudo llamándole "Norvad", por lo que Chaan coligió que aquel era el propietario.

    Por lo visto "Augang" comía aquí regularmente, y había dado la casualidad de que Chaan había entrado una hora más temprano de lo que solía hacerlo Augang. Si aquello era verdad, todo lo que tenía que hacer era aguardar, y lo más probable era que su doble entrase por la puerta y cayese en sus manos.

    No estaba preocupado de que Norvad pudiese sospechar de él, a menos que él se dejase arrastrar a una conversación anodina sobre trivialidades del día. Ramitz y sus colegas se habrían tomado buen cuidado de aleccionar a aquel doble en la forma exacta de hablar de Chaan, en su vocabulario y en sus gestos, e incluso en su personalidad y filosofía. Todo lo que Chaan tenía que hacer era obrar con naturalidad y aguardar.

    Los parroquianos de una de las mesas acabaron su comida, pagaron la cuenta y se marcharon. Entraron nuevos clientes, eligieron sus platos y ocuparon otras dos mesas.

    Chaan acabó su sopa. Miró al desvencijado reloj que estaba en la pared por encima del mostrador de las comidas. Llevaba en el restaurante quince minutos. La sopa y el calorcillo del restaurante le habían quitado el frío del cuerpo; se sentía ahora animado y confortable.

    Llevó el tazón vacío de sopa al mostrador y estudió los diversos manjares levantando las tapaderas y olfateando. Si los sicologistas de Tarumba habían llegado hasta el extremo de inculcarle a Augang su gusto en las comidas, era una cosa que él ignoraba.

    ―¿Qué me recomienda usted, Norvad? —preguntó.
    ―El estofado está bueno esta noche.
    ―¿Quién sabe lo que hay en un estofado? —replicó Chaan, y, ante la sonrisa de asentimiento de Norvad, añadió—: Especialmente el estofado que usted pone. ¿Qué le parece un poco de esta carne?
    ―¿El asado de cordero? Está magnífico.

    Norvad sirvió un poco de carne en un plato, mientras que Chaan elegía diversas verduras.

    ―¿Dónde ha dejado esta noche a la amiguita? —preguntó Norvad.
    ―¡Oh!, llegará un poco más tarde —contestó Chaan prudentemente.

    Pero aquello le hizo recordar. ¡Hildi!

    Se llevó la comida a la mesa y se puso a masticar pensativamente. Tenía que encontrarse con Hildi dentro de media hora en el Restaurante de la Estrella Carmesí, al otro extremo de Regn. Si dejaba de ir, ella se pondría frenética. Hildi estaba convencida de que Chaan se exponía a grandes peligros con la búsqueda aquella de su doble y con el intento de malbaratar los planes de Marl.

    Chaan esperaba que Augang vendría al restaurante poco más o menos a aquella hora. Podría arreglar el asunto rápidamente, y ponerse después en contacto con Hildi. Comía con lentitud, dándole vueltas a la carne.

    ―Creí que tenía usted hambre —dijo Norvad cuando Chaan se le acercó para llenar de nuevo su vaso de cerveza.
    ―Y la tengo —dijo Chaan, añadiendo con un guiño—: Lo que pasa es que espero compañía.
    ―Nunca se ha visto que una mujer llegue a tiempo a ninguna parte —concedió Norvad.

    Chaan se volvió a su mesa. Las manecillas del reloj se movían con ligereza desconcertante, y Augang no acababa de cruzar la puerta principal.

    Llegó la hora en que tenía que reunirse con Hildi. Chaan acabó los restos de su plato y se levantó de la mesa.

    ―¿Dónde tiene usted el comunicador? —le preguntó a Norvad.
    ―¿Es eso una broma? Usted sabe muy bien que no tengo comunicador.
    ―Es verdad, me había olvidado —dijo Chaan apresuradamente—. ¿Dónde está por aquí el más próximo? Creo que tendré que hacer una llamada si no quiero pasarme la noche solo.

    Norvad le miró de una manera rara.

    ―Si hay alguno más próximo que el que usted tiene, debe de ser en el cuartelillo de policía —replicó.
    ―Sí, probaré allí o iré en un salto a casa —dijo Chaan, no atreviéndose a preguntar dónde estaba el cuartelillo.

    Evidentemente, Augang vivía muy cerca y era persona conocida en la vecindad. Lo más probable era que la mujer a la que Norvad se refería viviese con Augang, y Norvad se estaría preguntando para qué necesitaría un comunicador, siendo tan corta la distancia.

    Chaan pagó la cuenta y salió del restaurante. Se detuvo una vez que cruzó la puerta. Había llegado allí viniendo por la izquierda y no había visto cuartelillo alguno, por lo que probablemente estaría a corta distancia en la calle de la derecha.

    Lo encontró al final de la manzana, en la intersección con una de las calles deslizantes. Uno de los tres policías que estaban jugando una especie de partida de cartas, le indicó la cabina del teléfono en un rincón. Chaan entró y marcó las letras de llamada de la Estrella Carmesí.

    El empleado que contestó en la Estrella Carmesí llamó a Hildi al comunicador. Chaan le dio la dirección de Norvad.

    ―Vuelve al hotel y recoge a Jahr —le indicó él—. Luego, venid a buscarme aquí. Me temo que Norvad está empezando a sospechar de mí y es muy probable que Augang tenga amigos por estos andurriales. Jahr puede ser una buena ayuda en caso de apuro.

    Chaan volvió a casa de Norvad a esperar allí.

    Cuando entraba, un hombre con uniforme estaba en pie junto al mostrador, hablando con Norvad, vuelto de espaldas a Chaan.

    ―Usted está loco, Norvad —estaba diciendo el hombre en voz alta, que era como un eco de la propia voz de Chaan—. No he comido aquí esta noche.
    ―Por los clavos de Cristo, Augang, ¿voy a dudar de lo que he visto con mis propios ojos? —preguntaba Norvad instadamente.

    Norvad echó una mirada sobre los hombros de Augang y vio a Chaan en la puerta. Se le abrieron unos ojos como platos. En tres zancadas, Chaan se acercó al mostrador, sacándose la pistola calorífica de la guerrera.

    ―Le estaba buscando a usted, Augang —dijo.

    El hombre se volvió y Chaan miró su propio rostro como en un espejo. Los ojos azules se mostraban sorprendidos pero no asustados, la boca se torcía ligeramente en una sonrisa desafiante, y la firme barbilla avanzaba con la desesperación del que está acorralado.

    Norvad se movió con la velocidad del rayo. Con las dos manos levantó la sopera en un impulso rapidísimo, y la sopa caliente cayó en la cara y en las manos de Chaan, empapándole la pechera del uniforme.

    Con un grito de dolor y sorpresa, Chaan dejó caer su pistola calorífica y se llevó la mano a los ojos escocidos. Medio cegado, vio como Augang brincaba hacia la puerta.

    En un movimiento rapidísimo. Chaan recogió la pistola calorífica del suelo y disparó.

    El rayo le acertó a Augang en mitad de la espalda. Se desplomó frente a la puerta, humeándole la carne quemada por un gran agujero abierto en la guerrera.

    Chaan se revolvió para enfilar a Norvad, que estaba arqueándose sobre el mostrador.

    ―Basta de bromas —advirtió Chaan, sacudiéndose carne y verduras de su empapada guerrera con la mano que le quedaba libre—. Hasta que mis amigos lleguen, nadie sale de aquí.

    Se puso de espaldas a la puerta, y, de un puntapié, volvió al muerto boca arriba.

    ―¡Ahora, vamos a ver qué condiciones propone Marl! —murmuró ceñudamente.


    XVI


    Chaan entró en el despacho de Marl como un príncipe conquistador. Era en las primeras horas de la mañana, pero, una vez más, Marl daba la impresión de llevar ya muchísimo tiempo trabajando.



    Chaan arrojó los documentos de identidad de Augang encima de la mesa de Marl, en forma tal que se desparramaron en abanico.

    ―Probablemente ya estará usted enterado de esto por su Policía, Marl —dijo—. Únicamente yo quería que usted supiera quién lo hizo. Creo que ya se imaginará el por qué.

    Marl no pareció estar desconcertado.

    ―Es usted un hombre muy inteligente, Chaan —dijo mirando a Chaan con un guiño a través de sus gafas—. Encontró usted a los Wassers, cosa que yo no he podido conseguir a pesar de todas mis fuerzas. Ahora resulta que encuentra usted a este hombre al que yo creía escondido y tan seguro en la ciudad como una aguja en un pajar.
    ―¿Existe ahora algún motivo para que usted mantenga oculta mi astronave, dondequiera que esté, Marl? —sugirió Chaan—. Usted sabe ahora cómo hacer funcionar la impulsión estelar, pero ya no dispone de nadie a quien poder hacer pasar por mí. Y puede usted estar seguro de que no voy a dejarme sorprender en más trampas hipnóticas.
    ―Ya le dije a usted que no tenemos su astronave —replicó Marl pacientemente—. Todavía la seguimos buscando en el espacio.
    ―¿Después de casi medio año? Pero, vamos, ¿espera usted que me crea eso? Incluso contando sólo con la antigravedad, la nave estaría ya a más de mil millones y medio de kilómetros.
    ―¿Cree usted que no me doy cuenta de eso? Mis naves han avanzado más y más, cubriendo una zona espacial cada vez más extensa a la velocidad máxima, y no hemos logrado la más mínima huella en nuestros detectores. El tratar de localizar a su astronave es una tarea costosísima para Tarumba. Pero usted mismo dice que nadie puede haberla disparado en la impulsión estelar.
    ―Y eso es verdad —dijo Chaan—. Nadie podría conseguirlo mientras usted no me arrancó el secreto hace ya unas cuantas semanas. Y eso es lo que me hace preguntarme si no habrá usted recobrado la nave y la tendrá usted oculta en algún sitio del planeta.
    ―Chaan —dijo Marl gravemente—, estoy tan deseoso como usted de recobrar la nave. Puedo dejarle examinar todos los informes existentes sobre la operación de búsqueda, si lo necesita. Le dejaré interrogar a cualquier oficial de mi Servicio Espacial, y les ordenaré que le digan a usted toda la verdad sobre lo que quiera que usted pregunte.

    Chaan sonrió triunfalmente. Ahora que había matado la carta triunfal de Marl, al liquidar a Augang, Marl, evidentemente, estaba tratando de congraciarse de nuevo con él. Pero la siguiente acción de Marl desvaneció esta ilusión.

    ―Tal vez convenga primero —dijo Marl— que usted vea una cosa.

    Se levantó y se dirigió a la ventana, haciéndole a Chaan una señal para que le siguiese Chaan se colocó a su lado.

    Debajo de ellos, en el patio, un hombre estaba paseando, con las manos cruzadas a la espalda, agachada la cabeza pensativamente. Llevaba puesto un uniforme azul y plata como el de Chaan.

    Marl abrió la ventana y gritó:

    ―¡Carvel!

    El hombre que estaba abajo alzó el rostro hacia ellos.

    Durante un segundo de estupor, Chaan creyó que Augang había vuelto a la vida en virtud de alguna superciencia tarumbiana. Luego se dio cuenta de que Carvel era otro Augang diferente, otro doble de sí mismo.

    Empuñó su pistola calorífica.

    ―Ande, dispare —dijo Marl despiadadamente—. Los tengo en abundancia suficiente para dar y vender.

    Chaan bajó la pistola.

    ―¿Se puede saber cuántos dobles míos ha construido, Marl? —preguntó.
    ―Doce, creo. Tal vez, trece. Todos ellos están educados en su manera de usted de hablar y de actuar todos están instruidos hipnóticamente conforme a los conocimientos y formación de usted mismo. Los demás están desperdigados por Tarumba en sitios totalmente seguros.
    ―¡Maldito sea, Marl, debería achicharrarle a usted ahora mismo!
    ―También yo he considerado esa posibilidad —dijo Marl—. Aparte del hecho de que no consta en las reglas que un explorador espacial puede asesinar al jefe de un gobierno totalitario, debe usted saber que he dispuesto las cosas de forma que mi obra pueda ser llevada adelante aun más allá de mi muerte.

    El individuo hablaba con sinceridad. Había en sus ojos el resplandor del fanatismo. Pensasen lo que quisieran los demás sobre sus métodos y de su amenaza a la paz de la galaxia, lo cierto era que Marl creía de una manera absoluta en sus propios objetivos.

    ―Como usted ve, Chaan —dijo Marl suavemente—, le estoy ofreciendo un papel decisivo en uno de los grandes momentos de la historia humana. Ni siquiera usted, un explorador espacial, puede parar la marea del destino en su flujo, y eso que usted lo ha intentado con gran inteligencia y valor. No estoy tratando de engañarle; estoy tratando de conseguir su ayuda, libre y voluntariamente, como aliado en una noble causa.

    De pronto, Chaan recordó palabras que el misterioso tarumbiano le había dicho en la cueva de una montaña:

    "Tú eres el hombre del que pende el destino."

    ¿Era esto lo que el tarumbiano había querido decir? El destino podía depender de él de doble manera, pero, como quiera que fuese, se daba cuenta de que dependía de él. Pero Marl había dicho que él no podía detener la pleamar del destino, y ¿no era aquello verdad?

    ―¿Para qué me necesita usted ahora? —preguntó a Marl amargamente—. Tiene usted dobles que pueden representar mi papel en Lalande. Me sorprende que no me haya liquidado usted ya.
    ―Siempre hay gente que sabe distinguir la rosa artificial de la verdadera —contestó Marl—. ¿No puede suceder muy bien que el Servicio Espacial se muestre muy cuidadoso en el reconocimiento de sus propios exploradores? No importa lo bien que podamos adoctrinar a un doble; él nunca podrá desempeñar el papel de Chaan Fritag tan perfectamente como Chaan Fritag podría desempeñarlo.
    ―Eso es verdad —admitió Chaan, pensando en la marca de identificación quemada en la piel de su pecho.

    ¿Por qué no le habría ocurrido a Marl pensar en aquello? En general se sabía que era la credencial más segura del explorador espacial. Tal vez Marl lo sabía, y por eso Chaan estaba todavía vivo. Nadie podía imitar aquella marca, que sólo se hacía visible mediante la tensión de determinados músculos, excepto los cirujanos del Servicio Espacial en la remota Tierra.

    ―¿Qué quiere usted que yo haga? —preguntó Chaan, sabiendo de antemano la respuesta.
    ―Ya se lo dije —contestó Marl—. Quiero que informe que las cosas van bien en Tarumba, informe que usted dará al llegar a Lalande. Notificará también que ha habido disturbios, naturalmente, pero no tan serios como para que necesiten ser investigados por la flota.
    ―¿Y si me niego, usted correrá el riesgo de enviar a un doble?
    ―Exactamente.
    ―Me está tentando usted, Marl —contestó Chaan, y se dijo a sí mismo que estaba siendo un hipócrita.

    Se dijo a sí mismo que estaba tratando de obtener más información de Marl, para averiguar la envergadura de sus planes de engaño al Consejo Solar.

    ―Espero que lo diga usted en serio —dijo Marl, torciendo la boca en una sonrisa espectral—. Si está usted de acuerdo, tendrá que probar su aceptación con algo más que con palabras, ya comprende usted. Tendrá que someterse a una prueba hipnótica que demuestre que está hablando de buena fe.
    ―¿Por qué no trató de volverme a hipnotizar cuando me tenía atado de pies y manos?
    ―Ramitz me dijo que otro asalto a su integridad psíquica lo volvería a usted loco, y ya no nos serviría de nada. Pero si usted se somete voluntariamente a una prueba hipnótica, podremos asegurarnos de que va a cooperar de verdad y que continuará aceptando mandatos hipnóticos cuando haya llegado a Lalande. Sin su propia aceptación de la hipnosis, los efectos se disolverían a los dos años de luz, y eso lo sabe usted tan bien como yo.

    De golpe y porrazo, Chaan halló su mente en un estado de gran confusión. Un impulso le aconsejaba rechazar la oferta de Marl en la cara misma del dictador, como había hecho antes, y sin embargo, no procedió así. Otro impulso insospechado, alzándose desde algún turbio rincón de su cerebro, le ofreció un cuadro que había arrojado a un lado poco antes: el de Chaan como uno de los jefes respetados de un nuevo imperio militante. Aquel cuadro, con sus muchas implicaciones ocultas, se extendió por su mente con un viscoso espasmo de culpabilidad.

    ―Naturalmente, usted podría llevarse a su mujer Hildi a Lalande —prosiguió Marl inexorablemente—. Al salir de Lalande, podría usted regresar aquí en lugar de dirigirse a Proción, y ayudarnos a anular al otro explorador que dice usted que viene por la ruta inversa. Al dejar usted de presentarse en Proción creerán que se ha perdido en el espacio, pero no tendrán motivo alguno para sospechar de Tarumba.

    Ciegamente, Chaan dio media vuelta y huyó de la presencia de Marl sin responder nada.

    Tenía que pensar, tenía que pensar.

    Le gustaba Tarumba. Le gustaba el humor despreocupado e inquieto del planeta y de sus habitantes. Le gustaba aquella sensación que pendía como un áurea sobre todos los tarumbianos: hombres con un propósito, hombres que marchaban con la cabeza alta hacia un destino glorioso y seguro. Nada le había impresionado nunca tanto, ni siquiera la gran libertad vacía del espacio, ni siquiera el sentimiento de que cabalgaba sobre los asuntos mundanos de los hombres, sobre el destino mismo.

    ¿Iba a estar siempre recorriendo los caminos interestelares mientras que la vida y la compañía de hombres y mujeres seguían su curso bajo él, curso que él rozaba solamente cuando descendía por el breve período de un año, cada vez en un mundo distinto? ¿Tenía que hacer amigos, conocer el amor y el tiempo para que estas cosas íntimas se apartasen de él para siempre conforme proseguía su jira sin término?

    Pensó en Hildi, esbelta y virginal como sólo puede serlo una mujer que se ha entregado al amor sin reservas. La visión de sus ojos azules y de sus brillantes cabellos se alzó ante él como si en aquel momento estuviese ella a su lado y le sonriese. Si alguna vez había habido entre las estrellas una mujer que le estuviese destinada, si, por fin. tenía que encontrar una compañera inseparable, aquella mujer, aquella compañera era Hildi.

    Si la abandonaba ahora y seguía la llamada del deber, dirigiéndose a Lalande, suponiendo, desde luego, que volviese a encontrar su astronave, podría renunciar al Servicio y regresar de Lalande con la flota. Podría incluso aguardar al otro explorador y volver con él a la cabeza de la flota. Pero entonces sería demasiado tarde Hildi sería ya una viejecita, y la vida que ellos querían pasar juntos habría transcurrido ya.

    Aun así, él creía que por muy joven que él siguiese siendo y por madura que ya estuviese Hildi, él la seguiría amando. Creía que podría regresar si era esa la conducta que decidía tomar.

    Se encontró vagando sin rumbo por algún sitio de Regn. Se dio cuenta con sobresalto que llevaba varias horas caminando, forcejeando con su espíritu. Era ya cerca de mediodía.

    Se detuvo en una tienda y empleó el comunicador para llamar a Marl. Encontró alguna dificultad en localizarlo a través del laberinto de subordinados en el edificio de la Cancillería, pero, insistiendo pesadamente en su autoridad como explorador espacial, consiguió por fin escuchar a Marl en el otro extremo.

    ―Marl —dijo—, aceptando su palabra, ¿qué sucede si no recobro mi astronave? ¿De qué le serviría a usted entonces mi cooperación?
    ―En ese caso, yo habría perdido —contestó Marl simplemente—. Si no llega a Lalande ningún explorador, la flota vendrá aquí. Pero yo le prometo a usted que no revelaré a la flota la cooperación que usted haya podido prestarme. Por lo que a ellos se refiere, seguirá usted siendo un explorador espacial que hizo todo lo que pudo.

    Chaan se dedicó de nuevo a callejear. La oferta que Marl acababa de hacerle era de las que no tienen fallo alguno. Marl estaba corriendo riesgos desesperados, pero le proponía algo en lo que Chaan nunca podía perder, cayeran como cayesen los dados.

    Chaan se daba cuenta ahora de que su hallazgo de los Wassers había constituido para él la mayor decepción de las experimentadas por él en aquel entonces. Se daba cuenta ahora de que se había figurado a los Wassers, esperanzadoramente, como una organización patriótica subterránea con la que era de esperar que pudiese unirse para luchar contra Marl. Había existido también la esperanza, aunque quizás una esperanza no confesada, de que, en caso de fracasar en el empeño de recobrar su astronave y marcharse a Lalande, él y Hildi podrían huir a la guarida de los Wassers y aguardar allí la llegada de la flota.

    Pero los Wassers no constituirían un gobierno de Tarumba mejor que el de Marl, sino incluso peor. Y él no podría permanecer oculto gustosamente, sabiendo que, sin él, Marl no podría impedir que la flota viniese a Tarumba.

    No, esa era la clave de toda la situación. Marl podía obrar ahora prescindiendo en absoluto de su cooperación. Marl le había derrotado enteramente. Puesto que no había ya esperanza alguna de cerrarle el paso a Marl, ¿no sería más prudente entregarse y aceptar las muchas satisfacciones que se derivarían del hecho de ser aliado de Marl?

    Y si Marl decía la verdad y la astronave todavía no había aparecido, bueno, si no se recuperaba dentro del plazo adecuado, ¿no le harían más fáciles las cosas el hecho de que Marl no pudiese recuperar la astronave? Congraciarse con Marl y aguardar la llegada automática de la flota sin tener nada que perder, era una tontería disputar con Marl por una astronave fuera del alcance de ambos.

    ¿Qué había dicho Marl? "Ni siquiera usted puede detener la marcha del destino en su flujo" Quizá la marea del destino estaba llegando y Marl cabalgaba en su cresta.

    En las últimas horas de la tarde. Chaan regresó al hotel, donde fue recibido por Jahr y una Hildi angustiada. Tomó a Hildi tiernamente en sus brazos.

    ―Te quiero, Hildi —le dijo dulcemente—. Te quiero tanto, que voy a vender por ti el universo.

    Se volvió hacia Jahr.

    ―Jahr, irás a ver a Marl por la mañana —le ordenó—. Dile que creo que voy a aceptar sus condiciones, pero que debo disponer de otro día para discutir el asunto con mi conciencia.
    ―¿Estás seguro de que es eso lo que quieres hacer? —le preguntó Jahr.

    Ante la mirada de sorpresa de Chaan, sonrió bufamente y añadió:

    ―Ya sé que es para eso para lo que estamos trabajando aquí todos, pero, de todas maneras, no esperaba yo que te dieses por vencido.
    ―Parece que no me queda otra cosa que hacer —dijo Chaan, consiguiendo sonreír con cierta dificultad—. Pero dile a Marl que voy a salir de la ciudad para pensar tranquilo, lejos de la muchedumbre y de los soldados, y esta vez no quiero que me sigan.


    XVII


    Chaan se despertó con el alba. Permaneció unos minutos tendido boca arriba, mirando a lo alto en la penumbra del gran dormitorio, tratando de recordar sus sueños perturbadores.



    Hildi estaba al otro lado de la cama en la posición favorita que adoptaba para dormir: boca abajo, con la cara vuelta a un lado y acunada sobre el antebrazo. La pesada manta, que se le había deslizado un poco de los hombros, dejaba al descubierto graciosas líneas de su cuerpo juvenil.

    Aquel era el día de la decisión. Chaan subió suavemente el filo de la manta hasta los cabellos pálidos y enmarañados y la besó con ternura debajo de la oreja. Luego apartó la manta de su parte de la cama y se puso en pie. El frío aire mañanero golpeó contra su piel desnuda y se puso a tiritar.

    Hildi se agitó, se volvió boca arriba y abrió los ojos. Aletearon las largas pestañas y le miró con ojos enormes, oscurecidos todavía por el sueño y chispeantes por los ensueños. Se leía en ellos el reconocimiento del amado, y levantó los brazos hacia él, apartando la manta de sus brazos desnudos.

    ―Es muy temprano —murmuró ella.

    Él se echó a reír ligeramente.

    ―Ya es hora.

    Hildi se levantó también.

    ―Te prepararé el desayuno —dijo—. No es necesario molestar a nadie.
    ―Muy bien —dijo él—. Pero de todas maneras voy a despertar a Jahr. Quiero que le lleve mi mensaje a Marl.

    Los tres estuvieron silenciosos en el desayuno. Por fin, Jahr dijo:

    ―Chaan, me gustaría decirte algo.
    ―¿De qué se trata, Jahr?

    Jahr vaciló.

    ―No es nada —dijo sombríamente—. Viendo la cosa desde un punto de vista realista, somos enemigos, ¿no es así?
    ―Sí —dijo Chaan sonriente—, pero eso puede haber cambiado antes de la puesta del sol.

    Hildi intervino entonces.

    ―Chaan, me horripila verte de nuevo hipnotizado —dijo con miedo—. ¡Era un tormento tan grande para ti! Yo no podía verte luchar contra la tortura de Ramitz.
    ―Será diferente esta vez, Hildi —explicó él—. Yo estaré cooperando voluntariamente, y no habrá conflicto entre nosotros. Saldré de eso fresco como una rosa.

    Chaan dejó a Hildi en el hotel. Mientras que Jahr se dirigía al edificio de la Cancillería, Chaan se encaminó al Helipuerto más próximo y alquiló un helicóptero. Se elevó sobre los edificios de la ciudad y puso rumbo a poniente.

    En aquella dirección, las colinas boscosas aparecían muy cerca de Regn. Las granjas que circundaban a la ciudad se quedaron atrás a los diez kilómetros. A una distancia de aproximadamente quince kilómetros de Regn, Chaan hizo descender el helicóptero en un claro que se veía en la falda de una loma y se apeó.

    Era uno de aquellos días que, en la parte de la Tierra donde Chaan había pasado su niñez, se habría llamado del "veranillo de los membrillos". Una violenta neblina mañanera colgaba sobre la ciudad distante, contra el sol, envolviéndola en una especie de velo mágico. El aire era frío, pero caliente en relación con la estación. La nevada de dos noches antes se había derretido, dejando únicamente retrasadas en las concavidades. La dura hierba y los árboles de hoja caduca no habían huido aún ante el invierno inminente, pero habían cambiado ya su veraniego matiz gris azulado en un rico púrpura verdoso. El cielo era de un azul intenso, como las profundidades de un enorme océano en el que el ardiente orbe carmesí de Lobo 359 fuera abriéndose su camino matinal.

    Chaan se apretó el cinto, soltó la pistola en su funda y se alejó desde el helicóptero hacia los raquíticos bosquecillos. El rocío brillaba en sus botas y caía desde las ramas más altas sobre su uniforme azul y plata. En los huecos entre los árboles, los rayos del sol se pegaban a sus cabellos rubios y le acariciaban las mejillas.

    Chaan penetró en la paz de los bosques con pensativos ojos azules, preguntándose por qué se habría concedido un día de gracia. Le parecía ahora que la decisión ya la tenía tomada desde ayer. No le hacía falta volver a cansar hoy a su cerebro con los mismos argumentos manidos.

    ―Hoy —dijo en voz alta— soy un traidor.

    El primer traidor en la larga y noble historia de los exploradores espaciales: Chaan Fritag, de Tierra. La primera ruptura en aquel brillante escudo que durante tanto tiempo había protegido los bastiones estelares de la Humanidad contra los caprichos de aventuras imperialistas. Su nombre mancillado se convertiría en un insulto por toda la galaxia.

    Pero ¿qué podía é! hacer? Le habría gustado morir aquí, como a menudo le habría gustado morir en otros mundos. Pero la muerte sólo era soportable cuando se moría por una causa. ¿Qué valor tendría su muerte para la galaxia, comparada con la pequeñísima esperanza de que los dobles que Marl había creado de él pudiesen cometer una pifia?

    ¿La marca de identificación en su pecho? Sabía que los cirujanos que habían sido capaces de construir dobles suyos con otros hombres, aunque no supiesen imitar aquella insignia, podrían removerle aquel trozo de carne del pecho e injertarlo limpiamente en el pecho de Carvel o de cualquiera de los otros. Existían aún otros cuantos secretos que él poseía, como el conocimiento de la existencia de aquel compartimiento oculto junto a la portilla de la astronave. Para apoderarse de aquellos secretos era por lo que Marl buscaba su cooperación, pero Chaan sabía que un explorador espacial que llegase a Lalanda no sería interrogado sobre detalles tan insignificantes, a menos que surgiese alguna sospecha.

    No, Marl podrá valérselas muy bien sin él, y sin embargo, Marl le ofrecía su alianza.

    ¿Y no podría tener Marl razón, después de todo? ¿Se sentiría Chaan tan poderosamente atraído por este mundo y por sus pobladores, amando, como él amaba, tan fieramente la libertad, si la dictadura de Marl fuese tan onerosa? Aquello significaría la guerra si Marl tenía éxito. Pero el mismo Chaan no había vacilado nunca en matar, con frecuencia en nombre del Consejo Solar. ¿No habría alguna justificación en el alegato de Marl en pro de un Cuadrilátero de Sirio autónomo, liberado de la protectora custodia de la distante Tierra?

    De esa forma meditaba Chaan, y al cabo de un rato se tendió y se quedó dormido en una mancha de hierba bañada por el sol.

    Se despertó con la sensación alarmante de que un peligro se cernía sobre él, inminente, y se puso en pie de un limpio brinco, con la mano en la empuñadura de su pistola calorífica. Estaba ya bien avanzada la mañana. En el borde del pequeño claro, los matorrales entrechocaban y se movían. Aquel ruido era el que le había despertado.

    Chaan se quedó quieto, agachándose ligeramente, al acecho. Se percibió un movimiento brusco y un gran animal cruzó por una brecha de la maleza y desapareció de nuevo. Chaan levantó la pistola rápidamente, pero era demasiado tarde para disparar.

    En aquel vislumbre, reconoció al animal. Era un bethom, una bestia que normalmente vivía muy al norte de aquellos parajes. Por lo visto, el tiempo frío la habría empujado hacia el remoto sur.

    El bethom era una bestia peluda de lúgubre aspecto, con rayas azules y negras y tres pares de tentáculos a los lados de la cabeza de los que se servía para sujetar a las presas vivas de que se alimentaba. Podía causar fácilmente grandes daños en sus incursiones a las granjas que rodeaban a Regn y, además, Chaan tenía deseos de cazar algo. Empuñó su pistola calorífica y empezó a caminar penosamente por la maleza.

    El rastro del bethom no era difícil de seguir fijándose en las ramas y ramitas que su voluminoso cuerpo había roto y aplastado. Chaan sólo tendría que verle la espalda y prepararle una emboscada.

    Se movió rápidamente por el bosquecillo lleno de matorrales y llegó por fin al borde de un claro. Prudentemente, apartó el follaje y miró.

    El bethom, moviéndose más rápidamente de lo que él había creído, había dado ya la vuelta al claro y surgía entre la maleza al otro extremo. Estaba agazapado para saltar, ondeando las puntas de sus seis tentáculos.

    Y entre Chaan y el bethom se alzaba una figurilla terca y desafiante, un niño vestido con un ajustado traje negro y un casco transparente. El niño estaba plantándole cara al bethom, con una inútil escopetilla de juguete en sus manos.

    En el mismo momento en que el bethom saltaba dando un rugido, Chaan disparó. El bethom estalló en mitad del aire envuelto en llamas humeantes y cayó retorciéndose en su agonía mortal a los mismos pies del niño.

    Chaan se colocó detrás del muchachillo que examinaba su pistola de juguete con aire de perplejidad, y puso sus manos en los hombros del jovencito. El niño se volvió.

    ―Te has escapado por los pelos —dijo Chaan.
    ―Sí, señor —admitió el muchacho—. Creo que mi escopeta no era bastante fuerte para un animal así. Ha sido una suerte que usted viniera.

    Chaan bajó la mirada hasta él, y una expresión de asombrado reconocimiento se pintó en su rostro.

    ―Tú eres Chaan, ¿no es así? —preguntó con una voz que temblaba un poco, como si recordase un suceso acaecido hacía mucho tiempo.
    ―Sí, señor —dijo el niño—. El capitán Chaan de la Patrulla Centauro. Estoy aquí tratando de apresar a un pirata espacial, pero tengo que volver a tiempo para la cena.

    Chaan sonrió, recordando la casa de Menfis, y papá y mamá sentados a la mesa del comedor.

    ―¿Cree usted que tendría tiempo para echar un vistazo a la ciudad? —preguntó el niño—. Puede que el pirata esté escondido allí.
    ―La ciudad está muy lejos —dijo gravemente Chaan—. Creo que será mejor que vayamos a lo alto de la colina y miremos la ciudad desde allí.

    Caminaron juntos hasta lo alto de la cuesta desde donde se dominaba Regn. Mientras andaban, Chaan le explicó al niño que éste era Tarumba, el planeta de la estrella Lobo 359. Se preguntaba si el niño habría estudiado ya el sistema de Lobo a su edad.

    ―Espero que algún día podré venir aquí otra vez —dijo el niño mirando desde lo alto con ojos ávidos a Regn—. En una astronave, naturalmente, no por la buhardilla. Cuando crezca, quiero ser un hombre espacial. Un hombre espacial como usted.
    ―¿Por qué, Chaan? —preguntó Chaan.
    ―Estudio Historia en la escuela —contestó el niño—. La gente siempre está peleando en los libros de Historia porque unas personas quieren las cosas de una manera y otras las quieren de otra manera. Ya no tienen que hacer eso más.
    ―¿Y qué tiene eso que ver con ser un hombre espacial?
    ―Pues que hay muchísimo sitio para todo el mundo. A la gente que no le guste como van las cosas en un mundo, le gustará lo que haya en otro. Hay muchísimos mundos, eso es lo que nos enseñan en la escuela, como usted sabe, y no habría necesidad de pelearse cuando la gente que piense de una manera pueda irse a un mundo que le gusta.

    Un recuerdo diferente acudió a Chaan: el recuerdo de un hombre de cabellos grises y ojos tristes en los que ardía sin embargo la chispa de una esperanza visionaria. Había sido uno de los instructores de Chaan en la Escuela de Exploradores Espaciales sita en la Luna, y había dicho...

    ―Tienes razón —dijo suavemente Chaan al pequeño—. No habrá más luchas. Pero ahora creo que será mejor que volvamos si quieres llegar a tiempo para la cena.

    El tremendo disco de Lobo acababa justamente de pasar por el cénit cuando Chaan acompañó de nuevo al muchachillo hasta el borde de la colina, pasando junto al retorcido cuerpo del bethom y a la derecha de un árbol que se agitaba en la memoria de Chaan. Había un hueco entre sus raíces, un agujero lo bastante grande para un niño como aquél.

    ―Me gustaría poder volver contigo —dijo Chaan.
    ―También a mí me gustaría que usted viniera —dijo el niño—. Estoy seguro de que mi madre y mi padre se alegrarían de conocerle.
    ―Tal vez —dijo Chaan—. Pero, por ahora, no puede ser.

    El niño empezó a bajar por el hoyo, pero se detuvo vacilando. Se llevó la mano al bolsillo y sacó un pequeño objeto que centelleó a los rayos carmesíes de Lobo.

    ―Usted se merece algo por haberme salvado la vida —le dijo gravemente a Chaan—. No llevo ninguna medalla en mi astronave, pero quizás esto sirva.

    Puso el pequeño objeto brillante en la mano de Chaan y se colocó por el agujero que había entre las raíces.

    Chaan se quedó allí en pie un rato, mirando anhelantemente aquella puerta que llevaba a un mundo que él había conocido en tiempos. Trataba de recordar cómo habían reaccionado papá y mamá cuando él bajó las escaleras, sucio y sudoroso, contando una historia maravillosa de lo que le había ocurrido en la buhardilla.

    Chaan miró el objeto que el niño le había puesto en la mano. Era un dodecaedro.

    Era muy pequeño, de unos cinco centímetros de diámetro y era transparente. Mirando en su interior, podía ver no sólo sus doce facetas, sino, al parecer, muchas muchísimas más. Le causó la sensación de que brillaba con una luz que era algo más que el reflejo carmesí de Lobo.

    Aturdido por aquel milagro reminiscente, Chaan rehizo con lentitud el camino hasta el claro donde había dejado a su helicóptero. Mientras andaba, se sorprendió al darse cuenta de que había llegado a adoptar una decisión, una decisión que era justamente el extremo opuesto de la que estuvo a punto de abrazar aquella misma mañana.

    Ahora se veía asaltado por el recuerdo de todos los pensamientos estelares, de la brillante idea de bondad y justicia que le había poseído siendo un niño. Ahora se acordaba de por qué había elegido la dura profesión de explorador espacial: "Dar una parte de sí mismo al hombre", había dicho aquel maestro muerto hacía tiempo, "hasta que encuentre usted su propio lugar y su propia felicidad, y se coloque a un lado para envejecer en un mundo al que haya contribuido a formar."

    En su decepción, había pensado que halló aquel sitio en Tarumba y su sola felicidad en Hildi. Pero aquel sitio y aquella felicidad no podrían ser completos mientras Marl estuviese azuzando implacablemente a Tarumba hacia la destrucción de la galaxia.

    El niño que Chaan había sido en tiempo tenía razón. Había un mundo para los que querían un mundo semejante. Nadie, ni Marl ni él mismo, tenían derecho para imponer a otras personas el mundo que él y sus gentes anhelaban.

    La comparación de Marl entre sus propios planes y la vigilancia ejercida por el Consejo Solar sobre los mundos habitados no era válida. El Consejo no gobernaba. Cada planeta podía gobernarse así mismo como deseara, con dictadura, con monarquía, con teocracia o incluso con anarquía, si así les pluguiera. El Consejo lo único que trataba de garantizar era que ningún planeta pudiese cometer un suicidio o amenazar la integridad de otros mundos.

    Chaan sabía ahora que no se plegaría al diabolismo de Marl. Lucharía, aunque aquello significase una derrota segura. Confrontaría a Marl durante el resto del año que le quedaba por pasar en Tarumba.

    Era un explorador espacial, un hombre acostumbrado a los engaños y a los peligros, un hombre cuyos nervios y cuyos sentidos hacían posible para lo que era imposible para él que era imposible para otros. Tal vez pudiese localizar el transmisor de rayos luminosos que Marl le había quitado a Victad y enviar un mensaje a Lalande para que mandasen la flota.

    Llegó al claro en el momento mismo en que se acercaba otro helicóptero procedente de Regn y que se posó junto al suyo. Chaan se detuvo, precavidamente, dispuesto a disparar su pistola calorífica y a retroceder tras la protección de los matorrales.

    Pero las dos personas que descendieron del helicóptero eran Jahr y Hildi.


    XVIII


    Chaan cruzó el herbazal y les salió al encuentro.



    ―¿Cómo me habéis podido localizar? —preguntó.
    ―Pues la verdad, Marl no ha cumplido tus deseos del todo. No envió naves que te siguieran, pero ha estado pendiente de tu rastro por medio del radar, como podías figurarte Como oficial tarumbiano, tengo cierta autoridad, y he hecho uso de ella para enterarme de lo que el radar había registrado.

    Bajó la mirada hasta la mano de Chaan.

    ―¿Qué es eso? —preguntó.

    Chaan se dio cuenta de que todavía llevaba el dodecaedro en la mano izquierda.

    ―Una chuchería —dijo Chaan, y se lo guardó en el bolsillo de la guerrera—. Pero, ¿por qué habéis venido aquí tú y Hildi?
    ―Para salvarte la vida —dijo Jahr ceñudamente—. Para decirte que no debes aliarte con Marl ni aceptar la prueba hipnótica.
    ―Por lo visto, estos días todo el mundo es traidor —contestó Chaan ociosamente—. Debe de ser una moda como otra cualquiera.

    Jahr esbozó una mueca.

    ―No tengo esa opinión —replicó—. Cuando llegaste a Tarumba, Marl me encargó estar a tu lado y protegerte. Estoy cumpliendo este deber, aunque quizás él no se dé cuenta de la manera como lo estoy haciendo. Por otra parte, te tengo aprecio, Chaan. Hemos sido buenos amigos, y Marl nunca me ha gustado demasiado.
    ―Bueno, entonces te alegrarás al saber que he decidido ya no colaborar con Marl. Pero me gustaría enterarme del por qué vosotros habéis llegado a la misma conclusión.
    ―Ya te dije una vez que conocí a Adarl, el padre de Marl —dijo Jahr en voz baja—. Adarl era el tipo de hombre al que yo podía respetar. Era un guerrero. Aceptaba los riesgos del juego. Si se hubiese tratado de Adarl, en cuanto que hubiera conseguido el secreto de la impulsión estelar te habría matado sin más contemplaciones y habría enviado un doble a Lalande en tu lugar sin preocuparse de más.

    "Pero Marl es muy meticuloso. Supongo que es tan inteligente como Adarl, pero no quiere correr el menor riesgo de que las cosas le salgan mal. Quiere exprimirte hasta el último secreto y luego matarte en la prueba hipnótica, porque teme no poder confiar en ti, ni siquiera con tu cooperación voluntaria y bajo control hipnótico. Si te prestaras a aceptar la prueba hipnótica, le entregarías a Marl la pistola con la que él mismo te acribillaría.

    ―Evitando cuidadosamente mutilarme el pecho —observó Chaan en tono sarcástico.
    ―Desde luego —contestó Jahr con una mueca que dejó al descubierto sus dientes brillantes—. Tiene proyectado cortarte la marca de identificación e injertársela a uno de tus dobles.
    ―Buen muchacho. Pero, como os he dicho, no voy a cooperar con Marl. Voy a atacarle todo lo que pueda.
    ―Ya no servirá de nada —advirtió Jahr—. Marl tiene un pánico loco a que puedas enviar un mensaje a Lalande de una forma u otra. Y después de aquella incursión con los Wassers, no está nada seguro de que no puedas robarle la astronave bajo sus mismas narices si es que alguna vez él consigue recuperarla. Hace varias semanas que estoy enterado de que, si esta vez le rehúsas su propuesta de cooperar con él, tiene hechos planes para seguir adelante y liquidarte, y valerse de un doble. Para mí ha sido muy difícil decidir si debería decírtelo o seguir siendo ciegamente fiel a Marl.
    ―Sé apreciar lo que has hecho, Jahr —dijo Chaan, poniendo con afecto una mano en el brazo de su amigo—. ¿Tú crees entonces que no debo volver a Regn?
    ―Claro que no. Por eso te he traído a Hildi. Marl está seguro de que no puedes apartarte de ella, y por eso no se ha opuesto a dejarte salir.

    Chaan pasó un brazo por el talle de Hildi. La capa ondeante que le colgaba a la muchacha de los hombros desnudos, aleteó en la brisa y los envolvió a ambos.

    ―¿Qué me sugieres entonces que haga? —le preguntó a Jahr.
    ―Que te marches cuanto antes de aquí. Que te ocultes en las colinas. Vuelve con los Wassers. Cualquier cosa antes que seguir al alcance de Marl. Hay provisiones en mi helicóptero para un par de semanas, y yo me encargaré de llevar el tuyo a Regn.
    ―Pero, ¿qué te va a pasar a ti?
    ―Ya me las arreglaré —replicó Jahr con confianza—. No puedo irme contigo, porque, a pesar de todo, Tarumba sigue siendo mi mundo y su gente es mi gente. No te preocupes pensando en que Marl pueda castigarme. Soy un militar de rango mucho más alto que el que tú crees, Chaan, y una gran parte de las fuerzas de Regn me son leales personalmente. Marl podrá desterrarme y destituirme, pero no se atreverá a hacerme ningún daño por miedo a los disturbios que podrían echar por tierra sus planes bien madurados.

    Chaan le tomó una mano.

    ―Gracias otra vez, Jahr —dijo—. Espero que nos encontraremos de nuevo.
    ―Yo también lo espero cuando se haya arreglado todo este lío —dijo Jahr, sonriendo y estrechándole la mano con fuerza—. Pero si nos encontramos antes de eso, recuerda que todavía seguimos siendo técnicamente enemigos, y que quede vivo el mejor de los dos.

    Se volvió y caminó rápidamente hacia los helicópteros. A medio camino, se detuvo y se les quedó mirando.

    ―¡Y daos prisa, maldita sea! —gritó—. Oler habrá comunicado mi salida con Hildi, el asqueroso espía. Cuando Marl descubra que he examinado los datos del radar y que he cogido un helicóptero, se imaginará todo lo que ha pasado.

    Movió un brazo en señal de despedida y corrió hacia los helicópteros. Subió al aparato de Chaan y despegó con brusquedad con un gran chirrido de las aspas. Puso rumbo directo hacia Regn, pero poco después giró repentinamente hacia el sur, y el helicóptero se desvió con rapidez, alzándose y desapareciendo en el firmamento de un azul profundo.

    Casi instantáneamente, Chaan comprendió el motivo de la maniobra. Apenas él y Hildi habían dado dos pasos hacia el helicóptero que quedaba, cuando de pronto el cielo por la parte de Regn quedó ennegrecido por la aviación. Aparatos retropropulsores se alzaron en el horizonte y planearon sobre ellos, a muy baja altura, antes de que pudieran volverse, y otras naves se acercaban a las colinas a velocidad terrorífica.

    ―¡Cielo Santo! —exclamó Chaan—. ¡No podremos despegar!

    Cogiendo a Hildi por la mano, se volvió y corrió hacia los bosques. En el mismo momento en que penetraba en la maleza, el primer contingente de helicópteros se posaba en el claro como un enjambre.

    Chaan corría en línea recta hacia poniente a través del claro y Hildi le seguía como una corza. Estuvieron corriendo mucho tiempo, manteniéndose lo más posible bajo la protección de los árboles de purpúreo follaje. Toda la atmósfera por encima de ellos vibraba con el rugido de los aparatos.

    Por dos veces tuvieron que dar un amplio rodeo en claros del bosque donde los helicópteros estaban descendiendo. Marl, evidentemente, había lanzado una gran fuerza en la búsqueda, y los descensos de aparatos se realizaban continuamente en todas las colinas.

    Por último, tuvieron que pararse para tomar aliento. Bajo un gran árbol se apoyaron el uno en el otro, jadeantes. Chaan cogió entre las suyas una mano de Hildi.

    ―Tenemos que buscar algún escondrijo —jadeó—. Podremos filtrarnos entre ellos si conseguimos ocultarnos hasta que sea de noche. Luego nos marcharemos lo más lejos que podamos. Si Marl no nos encuentra dentro de un día o dos, no me sorprendería nada verle saturar todas estas colinas con bombas atómicas.
    ―¿Por qué no entre esas ramas? —preguntó Hildi, apuntando hacia arriba.

    Chaan meneó la cabeza.

    ―¿No viste el humo que se alzaba detrás de nosotros cuando pasamos junto al último claro? —preguntó—. Están quemando la hojarasca de todos los árboles a medida que prosiguen la búsqueda.

    Al cabo de un rato siguieron andando, pero más lentamente. Cruzaron la cresta de la primera loma y avanzaron hacia poniente la cuesta abajo. Entre las brechas del follaje podían ver delante de ellos colinas más altas, a una gran distancia.

    De vez en cuando escuchaban los gritos de los hombres. No se atrevían a pararse y a buscar un escondite. Seguían avanzando, incansables.

    Inesperadamente, llegaron a un pequeño claro y casi se tropezaron con tres soldados tarumbianos que estaban buscando entre los árboles y quemado el follaje con rayos calóricos.

    Chaan retrocedió y disparó con la velocidad del rayo. El haz de su pistola calorífica atravesó el hombro de uno de los soldados y le dio al otro en la parte de atrás del cuello. Chaan se agachó y arrojó a Hildi al suelo cuando el rayo del tercer hombre pasó sobre ellos en un arco mortífero; luego su propio rayo le dio al soldado de lleno en la cara.

    Chaan ayudó a Hildi a ponerse en pie y se dirigieron a los soldados caídos.

    ―Dos de estos uniformes están todavía presentables —dijo con gran sentido práctico—. Si nos los ponemos, tendremos más probabilidades de burlar a los perseguidores.

    Se sentaron en el suelo y se quitaron las botas. Chaan se despojó del uniforme azul y plata, y Hildi arrojó lejos la capa flotante y se quitó los ajustados pantalones. Chaan tenía un miedo desesperado a que otros soldados tarumbianos pudiesen llegar mientras estaban desnudos, pero consiguieron embutirse en los uniformes carmesíes y negros sin incidentes. El de Chaan estaba un poco ajustado para su cuerpo, y el de Hildi demasiado grande, pero podían pasar.

    En el momento en que se ponían en marcha, armados con dos pistolas caloríficas cada uno, Chaan se acordó de algo, se volvió y recogió el pequeño dodecaedro brillante del bolsillo de su guerrera de explorador espacial Lo miró con aire pensativo, empezando a formársele una idea confusa en la mente y se lo guardó en el bolsillo de la guerrera que llevaba ahora puesta.

    Más tarde, obedeciendo a una inspiración súbita, quemó los trajes de que se habían despojado.

    Él y Hildi se movían ahora con mayor confianza, puesto que dispondrían de algún momento de respiro si se encontraban con soldados tarumbianos antes de que éstos los reconocieran como los fugitivos.

    Llegaron al borde de una hondonada y se detuvieron. Era de fondo plano, al pie de una cuesta breve y empinada, y se extendía hasta perderse de vista en ambas direcciones. No había árboles en la hondonada, pero los helicópteros estaban apiñados allí y los soldados tarumbianos pululaban alrededor.

    ―No podemos pasar por esa parte —dijo Chaan—. Es seguro que nos atraparían. Si hubiese manera de poderte cortar el cabello podríamos pasar, pero así vamos a tener que dar un rodeo.
    ―¿Y si me lo cortases con una de las pistolas? —sugirió Hildi.
    ―Puede que sirva —admitió él—. Pero ten mucho cuidado de no mover la cabeza.

    Se sentaron, ocultos entre los matorrales que crecían al borde de la hondonada, y Chaan sacó una de las pistolas. La preparó de forma que disparase un haz de rayos más estrecho que un lápiz, cogió los cabellos brillantes y largos de Hildi en su mano izquierda y se los fue quemando cuidadosamente.

    Tardaron un gran rato, porque él tenía que operar con mucho cuidado para no quemarla y había de interrumpirse constantemente para apagar los pequeños fuegos que el rayo causaba en la hojarasca que les rodeaba. Pero por último, consiguió cortárselos lo más que pudo, y desparramó luego las cenizas. No era un corte de pelo muy elegante, pero a cierta distancia ella podía pasar como un soldado más bien melenudo, de rostro juvenil, grandes ojos redondos y labios llenos.

    ―Esa guerrera no va muy bien con la anchura de tus caderas, pero hay ciertas características propias de tu sexo que me interesa reservar para mi uso personal —dijo con una sonrisa—. Es posible que si conseguimos llegar hasta la noche sin que nos descubran, logremos pasar por en medio de ese grupo.

    Se echaron a descansar en el fondo del matorral, y Chaan sacó el dodecaedro.

    ―No hago más que pensar en esto —le dijo a Hildi.
    ―¿Qué es eso? —preguntó ella con curiosidad, cogiendo el brillante objeto y examinándolo.
    ―Es el recuerdo de un suceso maravilloso —dijo él, y le refirió a continuación su encuentro con el niño.
    ―¿Quieres decir que soñaste con ese chiquillo, el que tú eras cuando niño? —preguntó ella, devolviéndole el dodecaedro.
    ―No fue un sueño —dijo él solemnemente, mirándola al fondo de sus ojazos—. Sucedió de verdad. Estoy convencido de que cuando niño, pasé por una falla del tiempo, y crucé decenios de tiempo y de años de luz en el espacio para salir al encuentro del hombre que soy ahora. La cuestión es saber cómo conseguir entrar por aquella falla del tiempo.
    ―La falla debió de estar en la forma en que estaban unidas las vigas de la buhardilla y la forma cómo lo estaban las raíces del árbol en el agujero —sugirió ella.
    ―No lo creo así. Traté de volver por aquella "puerta" de la buhardilla y no lo conseguí nunca. Y casi no pude volver entre las raíces del árbol después de desprenderme del dodecaedro. Creo que el misterio reside en el dodecaedro.
    ―¿En esa cosita? —preguntó ella, mirando curiosamente al objeto brillante y tallado.
    ―Sí —dijo Chaan—. Mira, ya te conté el encuentro que tuve con el tarumbiano cuando empecé a buscar a los Wassers. Fue un tarumbiano el que me dio este dodecaedro cuando yo era un chiquillo en la Tierra. El tarumbiano sabe viajar tanto por el tiempo como por el espacio, y el que yo conocí en las montañas dijo que hay ayudas mecánicas que los humanos pueden utilizar para hacer la misma cosa. Yo creo que este dodecaedro es uno de esos mecanismos.
    ―Pero no tiene botones ni palancas —protestó ella—. No es más que una estrella brillante, lo mismo que un diamante grande.
    ―Cuando niño —dijo él soñadoramente— yo miraba en su interior y me parecía ver extensiones enormes. Un artefacto de los tarumbianos no podría ser tan basto como para tener botones y palancas. Debería estar ajustado a las corrientes del pensamiento.

    Juntos, fascinados, miraron dentro del dodecaedro. La luz que había en el interior parecía desdoblarse y que sus facetas reflejadas formaban ángulos extraños. El estrellado universo, las llanuras y montañas de todos los mundos en cualquier época y edad, parecían desprenderse de allí y rodearlos.

    ―Si he comprendido a los tarumbianos —dijo Chaan con voz ligeramente jocosa—, sólo es posible ir a un sitio y a un tiempo donde ya se ha estado o se estará. Si pudiésemos volver a un tiempo anterior en Sirio, yo podría avisarles para que mandasen la flota a Tarumba...

    El día no se oscureció en torno a ellos, pero sin transición alguna, no se vieron ya sentados bajo un matorral en las colinas boscosas. Estaban sentados en el área de posamiento de un cosmódromo, a la sombra de la aleta inmensa de una nave espacial. Era todavía el principio del atardecer, y el sol que brillaba en el cielo seguía siendo el disco carmesí de Lobo 359.

    ―¡Estamos en el cosmódromo de Regn! —exclamó Chaan, decepcionado—. Por lo visto hemos viajado sólo en el espacio, no en el tiempo.
    ―Pero ¿cómo puede ser esto? —preguntó Hildi, agarrándosele al brazo con fuerza y con terror.
    ―¡Es muy sencillo! Tú no has estado nunca en el sistema de Sirio, por tanto no podíamos volver a Sirio. Por eso no nos hemos trasladado en el tiempo. El tarumbiano me dijo que el tiempo y el espacio eran la misma cosa, por lo que sería lógico que este dodecaedro pueda llevarnos por el espacio sin cambiar el tiempo.

    Había una gran multitud de gente en el cosmódromo, en un área despejada enfrente de ellos. Chaan y Hildi estaban lo bastante atrás de la multitud para ser tomados por dos soldados tarumbianos. Más allá de los bordes de la muchedumbre había una especie de formación militar.

    Y luego se produjo un sonido como el de una granada de artillería que fuese acercándose y una nave acicular bajó del cielo. Se posó suavemente en el terreno, justo a varios metros más allá de la multitud.

    ―¡Mi astronave! —exclamó Chaan, poniéndose de puntillas—. ¡Marl me mintió! ¡Es mi astronave la que han traído ahí!


    XIX


    Chaan y Hildi se abrieron camino a través de las filas de gente, hacia la astronave. La portilla de entrada de la astronave se abrió y emergió de ella un hombre: un hombre con el uniforme azul y plata del explorador espacial, un hombre con el rostro correcto de Chaan y sus vivos ojos azules.



    ―¡Uno de esos malditos dobles! —exclamó Chaan en voz baja—. Marl ha tenido oculta esa astronave todo el tiempo. Ese individuo debe de haber regresado de un vuelo de prueba.

    Cogió en su mano la culata de la pistola.

    ―Bueno, va a lamentar el no haberse ido directamente a Lalande —murmuró—. Puedo derribarlo desde aquí.
    ―¡No! —susurró Hildi desesperadamente, cogiéndola por la muñeca—. ¡Te acribillarán!
    ―Está bien —admitió Chaan—. Hildi, vamos a intentar algo desesperado. Ven conmigo.

    Con Hildi a su lado, se movió hasta situarse tan cerca de la astronave como se lo permitían la línea de guardias uniformados. Para la gente que les rodeaba, él y Hildi eran tan sólo dos soldados tarumbianos de permiso, que se habían unido a la multitud para presenciar la llegada de la astronave.

    El hombre con el rostro de Chaan empezó a bajar firmemente por la rampa. Apretando una gruesa cartera bajo el brazo, anduvo por el pasillo hecho por los guardias uniformados, sin dirigir apenas una mirada de reojo. Su expresión era ceñuda.

    Chaan aguardó hasta que el hombre aquel les hubo rebasado y todas las miradas se dirigían al grupo de gente que lo estaba aguardando para darle la bienvenida.

    ―¡Ahora, Hildi! —ordenó.

    Los dos juntos rompieron la línea de guardias y subieron a toda prisa por la rampa hasta la escotilla abierta delante de la astronave.

    Penetraron en el interior.

    Fueron gritadas órdenes y rayos caloríficos se dispersaron tras ellos desde el borde del cosmódromo. Chaan empujó un botón frenéticamente y el portillo se cerró. Mientras se cerraba, pudo ver como media docena de soldados caían al suelo desde la rampa al ser ésta absorbida en la nave por debajo de la escotilla.

    Él se lanzó a la cámara de control y puso la nave en impulsión de antigravedad. Mirando por la claraboya, vio como el suelo se alejaba y los soldados y los paisanos se iban convirtiendo en hormigas frenéticas.

    Unos momentos más tarde, Hildi subió.

    ―La única posibilidad que tienen de interceptarnos ahora sería la de que alguna nave que estuviese ya en el espacio se hallase lo bastante cerca para cambiar de rumbo y cruzar nuestra línea de vuelo —dijo Chaan—, y esta nave puede hacer estallar cualquiera de los cruceros de Marl si fuese necesario. En cuanto que estemos lo suficientemente lejos de Tarumba, meteré la impulsión estelar.
    ―Pero, Chaan —objetó ella—, esta es una nave exploratoria. Tú no puedes llevarme a bordo hasta Lalande, ¿verdad?
    ―No creo que el Consejo Solar pueda no opinar que esta es una situación de urgencia —contestó con aire feliz—. Mi esperanza es que Marl haya aprovisionado suficientemente esta nave para el largo viaje.

    Volvió al tablero de mandos para comprobar los indicadores de provisiones. Su mirada cavó en el cronómetro.

    En él se leía: 23 abril, 3053.

    ―¡Hildi! —exclamó—. ¡Mira esto!
    ―Eso no puede ser verdad —dijo ella con tono de perplejidad—. Hoy es el 10 de wilmar. —Hizo una pausa y realizó los cálculos en su imaginación, añadiendo luego—: Eso sería el 6 de noviembre de 3503, según el patrón terráqueo.
    ―¡Exactamente! —dijo Chaan entusiasmado—. Pero el 23 de abril fue el día que yo desembarqué en Tarumba.
    ―¿Quieres decir que el cronómetro se paró entonces?
    ―Hildi, este cronómetro no puede pararse mientras existan las estrellas. Está perfectamente justo. ¿No comprendes lo que ha sucedido? ¡El dodecaedro nos ha retrotraído en el tiempo, nos ha vuelto a colocar en el cosmódromo justamente cuando yo estaba desembarcando de esta nave en Tarumba!
    ―Pero yo estaba entre la multitud viendo posarse aquel día a la nave —protestó ella.
    ―Por eso exactamente es por lo que hemos vuelto a ese momento y a ese lugar. Yo me estaba concentrando en algún tiempo del pasado en que me habría sido posible advertir al Consejo Solar de lo que pasaba, pero nosotros dos estábamos mirando juntos al dodecaedro, y nos llevó a los dos al único sitio y único momento en que, estando los dos juntos, sin embargo, cabía todavía la posibilidad de hacer algo.
    ―Pero no comprendo —dijo ella—. Si desembarcaste de la astronave...

    Se detuvo. Sus ojos se le pusieron grandes y redondos, y se engarfió los dedos sobre la boca abierta.

    ―¿Comprendes ahora? —exclamó él—. Hemos doblado el tiempo. El hombre que salió de la astronave, contra el que yo querría haber disparado, no era ningún doble, era yo, desembarcando en Tarumba hace siete meses.

    "Aquellos dos soldados que yo vi que me robaban la nave aquel día, Hildi, eran tú y yo. No es de extrañar que Marl no pudiese recuperar mi astronave. La había robado yo mismo, y la explosión de la impulsión estelar que él vio no fue una explosión falsa, como yo le dije a él; fue la explosión que él verá en cuanto que yo ponga a la nave en impulsión estelar dentro de pocas horas.

    Chaan se inclinó hacia atrás y se echó a reír. Hildi le echó los brazos al cuello.

    ―No creo comprender muy bien cómo ha sucedido todo —dijo ella tranquilamente—. pero lo importante para mí es que estoy todavía contigo y que vamos a Lalande juntos.
    ―Bueno, la nave no fue repostada, pero lleva todavía ciertas reservas —dijo Chaan—. Tendremos que conformarnos con raciones pequeñas, pero Lalande no está tan lejos como Sirio, y resistiremos bien.
    ―Y luego —dijo Hildi con una vocecilla muy débil, levantando hasta él su mirada—, ¿me dejarás después de pasar tu año en Lalande?

    Él le sonrió y la estrechó con fuerza.

    ―No te dejaré —contestó resueltamente—. Con palabras de uno de mis viejos profesores, he ayudado a hacer mi mundo, y he encontrado mi puesto y mi felicidad. En Lalande renunciaré al Servicio, Hildi. Quizá tomemos una nave para ir a Galgo o volvamos con la flota a Tarumba, o incluso a la madre Tierra, si no nos importa pasarnos unos años viajando, pero de ahora en adelante siempre estaremos juntos.

    Unas cuantas horas más tarde estaban sentados como dos ciudadanos del Cuadrilátero de Sirio, vestidos con las confortables togas sirias, y miraban las pantallas traseras. Tenían mucho sueño, pues ya hacía tiempo que había pasado la medianoche en aquella zona del pequeño planeta al que acababan de abandonar.

    Aquel planeta no era ahora sino un pequeño punto oscuro que enturbiaba la luz rojiza de la fugitiva estrella Lobo 359. Un diminuto planeta que giraba en torno a una diminuta estrella, y un hombre diminuto en aquel planeta había amenazado la paz de la galaxia.

    A Chaan parecíale que debería sentirse muy grande y poderoso, pero no era así. Se sentía muy pequeño en el inmenso universo, y estaba orgulloso de que le pasara eso: pues sólo un hombre pequeño podía pararle los pies a las ambiciones estelares de otro hombres diminutos.

    Sacó el dodecaedro y lo vio chispear a los rayos rojos de Lobo.

    ―Le daré esto a nuestro hijo cuando tenga edad suficiente —le dijo a Hildi con tono soñador—. Tal vez le lleve a él también, por el agujero de alguna buhardilla, a otro mundo. Y quizá le ayude algún día también a doblar la marea del destino.


    FIN

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    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

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