• 10
  • COPIAR-MOVER-ELIMINAR POR SELECCIÓN

  • Copiar Mover Eliminar


    Elegir Bloque de Imágenes

    Desde Hasta
  • GUARDAR IMAGEN


  • Guardar por Imagen

    Guardar todas las Imágenes

    Guardar por Selección

    Fijar "Guardar Imágenes"


  • Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Banco 36
    Banco 37
    Banco 38
    Banco 39
    Banco 40
    Banco 41
    Banco 42
    Banco 43
    Banco 44
    Banco 45
    Banco 46
    Banco 47
    Banco 48
    Banco 49
    Banco 50

  • COPIAR-MOVER IMAGEN

  • Copiar Mover

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (5 seg)


    T 4 (s) (8 seg)


    T 5 (10 seg)


    T 6 (15 seg)


    T 7 (20 seg)


    T 8 (30 seg)


    T 9 (40 seg)


    T 10 (50 seg)

    ---------------------

    T 11 (1 min)


    T 12 (5 min)


    T 13 (10 min)


    T 14 (15 min)


    T 15 (20 min)


    T 16 (30 min)


    T 17 (45 min)

    ---------------------

    T 18 (1 hor)


  • Efecto de Cambio

  • SELECCIONADOS


    OPCIONES

    Todos los efectos


    Elegir Efectos


    Desactivar Elegir Efectos


    Borrar Selección


    EFECTOS

    Ninguno


    Bounce


    Bounce In


    Bounce In Left


    Bounce In Right


    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


    Wobble


    Zoom In


    Zoom In Down


    Zoom In Up


    Zoom In Left


    Zoom In Right


  • CAMBIAR TIEMPO DE LECTURA

  • Tiempo actual:
    m

    Ingresar Minutos

  • OTRAS OPCIONES
  • ▪ Eliminar Lecturas
  • ▪ Historial de Nvgc
  • ▪ Borrar Historial Nvgc
  • ▪ Ventana de Música
  • ▪ Zoom del Blog:
  • ▪ Última Lectura
  • ▪ Manual del Blog
  • ▪ Resolución:
  • ▪ Listas, actualizado en
  • ▪ Limpiar Variables
  • ▪ Imágenes por Categoría
  • PUNTO A GUARDAR



  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"
  • CATEGORÍAS
  • ▪ Libros
  • ▪ Relatos
  • ▪ Arte-Gráficos
  • ▪ Bellezas del Cine y Televisión
  • ▪ Biografías
  • ▪ Chistes que Llegan a mi Email
  • ▪ Consejos Sanos Para el Alma
  • ▪ Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • ▪ Datos Interesante. Vale la pena Saber
  • ▪ Fotos: Paisajes y Temas Varios
  • ▪ Historias de Miedo
  • ▪ La Relación de Pareja
  • ▪ La Tía Eulogia
  • ▪ La Vida se ha Convertido en un Lucro
  • ▪ Leyendas Urbanas
  • ▪ Mensajes Para Reflexionar
  • ▪ Personajes de Disney
  • ▪ Salud y Prevención
  • ▪ Sucesos y Proezas que Conmueven
  • ▪ Temas Varios
  • ▪ Tu Relación Contigo Mismo y el Mundo
  • ▪ Un Mundo Inseguro
  • REVISTAS DINERS
  • ▪ Diners-Agosto 1989
  • ▪ Diners-Mayo 1993
  • ▪ Diners-Septiembre 1993
  • ▪ Diners-Noviembre 1993
  • ▪ Diners-Diciembre 1993
  • ▪ Diners-Abril 1994
  • ▪ Diners-Mayo 1994
  • ▪ Diners-Junio 1994
  • ▪ Diners-Julio 1994
  • ▪ Diners-Octubre 1994
  • ▪ Diners-Enero 1995
  • ▪ Diners-Marzo 1995
  • ▪ Diners-Junio 1995
  • ▪ Diners-Septiembre 1995
  • ▪ Diners-Febrero 1996
  • ▪ Diners-Julio 1996
  • ▪ Diners-Septiembre 1996
  • ▪ Diners-Febrero 1998
  • ▪ Diners-Abril 1998
  • ▪ Diners-Mayo 1998
  • ▪ Diners-Octubre 1998
  • ▪ Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • ▪ Selecciones-Enero 1965
  • ▪ Selecciones-Agosto 1965
  • ▪ Selecciones-Julio 1968
  • ▪ Selecciones-Abril 1969
  • ▪ Selecciones-Febrero 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1970
  • ▪ Selecciones-Mayo 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1972
  • ▪ Selecciones-Mayo 1973
  • ▪ Selecciones-Junio 1973
  • ▪ Selecciones-Julio 1973
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1973
  • ▪ Selecciones-Enero 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1974
  • ▪ Selecciones-Mayo 1974
  • ▪ Selecciones-Julio 1974
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1975
  • ▪ Selecciones-Junio 1975
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1975
  • ▪ Selecciones-Marzo 1976
  • ▪ Selecciones-Mayo 1976
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1976
  • ▪ Selecciones-Enero 1977
  • ▪ Selecciones-Febrero 1977
  • ▪ Selecciones-Mayo 1977
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1977
  • ▪ Selecciones-Octubre 1977
  • ▪ Selecciones-Enero 1978
  • ▪ Selecciones-Octubre 1978
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1978
  • ▪ Selecciones-Enero 1979
  • ▪ Selecciones-Marzo 1979
  • ▪ Selecciones-Julio 1979
  • ▪ Selecciones-Agosto 1979
  • ▪ Selecciones-Octubre 1979
  • ▪ Selecciones-Abril 1980
  • ▪ Selecciones-Agosto 1980
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1980
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1980
  • ▪ Selecciones-Febrero 1981
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1981
  • ▪ Selecciones-Abril 1982
  • ▪ Selecciones-Mayo 1983
  • ▪ Selecciones-Julio 1984
  • ▪ Selecciones-Junio 1985
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1987
  • ▪ Selecciones-Abril 1988
  • ▪ Selecciones-Febrero 1989
  • ▪ Selecciones-Abril 1989
  • ▪ Selecciones-Marzo 1990
  • ▪ Selecciones-Abril 1991
  • ▪ Selecciones-Mayo 1991
  • ▪ Selecciones-Octubre 1991
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1991
  • ▪ Selecciones-Febrero 1992
  • ▪ Selecciones-Junio 1992
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1992
  • ▪ Selecciones-Febrero 1994
  • ▪ Selecciones-Mayo 1994
  • ▪ Selecciones-Abril 1995
  • ▪ Selecciones-Mayo 1995
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1995
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1995
  • ▪ Selecciones-Junio 1996
  • ▪ Selecciones-Mayo 1997
  • ▪ Selecciones-Enero 1998
  • ▪ Selecciones-Febrero 1998
  • ▪ Selecciones-Julio 1999
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1999
  • ▪ Selecciones-Febrero 2000
  • ▪ Selecciones-Diciembre 2001
  • ▪ Selecciones-Febrero 2002
  • ▪ Selecciones-Mayo 2005
  • CATEGORIAS
  • Arte-Gráficos
  • Bellezas
  • Biografías
  • Chistes que llegan a mi Email
  • Consejos Sanos para el Alma
  • Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • Datos Interesantes
  • Fotos: Paisajes y Temas varios
  • Historias de Miedo
  • La Relación de Pareja
  • La Tía Eulogia
  • La Vida se ha convertido en un Lucro
  • Leyendas Urbanas
  • Mensajes para Reflexionar
  • Personajes Disney
  • Salud y Prevención
  • Sucesos y Proezas que conmueven
  • Temas Varios
  • Tu Relación Contigo mismo y el Mundo
  • Un Mundo Inseguro
  • TODAS LAS REVISTAS
  • Selecciones
  • Diners
  • REVISTAS DINERS
  • Diners-Agosto 1989
  • Diners-Mayo 1993
  • Diners-Septiembre 1993
  • Diners-Noviembre 1993
  • Diners-Diciembre 1993
  • Diners-Abril 1994
  • Diners-Mayo 1994
  • Diners-Junio 1994
  • Diners-Julio 1994
  • Diners-Octubre 1994
  • Diners-Enero 1995
  • Diners-Marzo 1995
  • Diners-Junio 1995
  • Diners-Septiembre 1995
  • Diners-Febrero 1996
  • Diners-Julio 1996
  • Diners-Septiembre 1996
  • Diners-Febrero 1998
  • Diners-Abril 1998
  • Diners-Mayo 1998
  • Diners-Octubre 1998
  • Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • Selecciones-Enero 1965
  • Selecciones-Agosto 1965
  • Selecciones-Julio 1968
  • Selecciones-Abril 1969
  • Selecciones-Febrero 1970
  • Selecciones-Marzo 1970
  • Selecciones-Mayo 1970
  • Selecciones-Marzo 1972
  • Selecciones-Mayo 1973
  • Selecciones-Junio 1973
  • Selecciones-Julio 1973
  • Selecciones-Diciembre 1973
  • Selecciones-Enero 1974
  • Selecciones-Marzo 1974
  • Selecciones-Mayo 1974
  • Selecciones-Julio 1974
  • Selecciones-Septiembre 1974
  • Selecciones-Marzo 1975
  • Selecciones-Junio 1975
  • Selecciones-Noviembre 1975
  • Selecciones-Marzo 1976
  • Selecciones-Mayo 1976
  • Selecciones-Noviembre 1976
  • Selecciones-Enero 1977
  • Selecciones-Febrero 1977
  • Selecciones-Mayo 1977
  • Selecciones-Octubre 1977
  • Selecciones-Septiembre 1977
  • Selecciones-Enero 1978
  • Selecciones-Octubre 1978
  • Selecciones-Diciembre 1978
  • Selecciones-Enero 1979
  • Selecciones-Marzo 1979
  • Selecciones-Julio 1979
  • Selecciones-Agosto 1979
  • Selecciones-Octubre 1979
  • Selecciones-Abril 1980
  • Selecciones-Agosto 1980
  • Selecciones-Septiembre 1980
  • Selecciones-Diciembre 1980
  • Selecciones-Febrero 1981
  • Selecciones-Septiembre 1981
  • Selecciones-Abril 1982
  • Selecciones-Mayo 1983
  • Selecciones-Julio 1984
  • Selecciones-Junio 1985
  • Selecciones-Septiembre 1987
  • Selecciones-Abril 1988
  • Selecciones-Febrero 1989
  • Selecciones-Abril 1989
  • Selecciones-Marzo 1990
  • Selecciones-Abril 1991
  • Selecciones-Mayo 1991
  • Selecciones-Octubre 1991
  • Selecciones-Diciembre 1991
  • Selecciones-Febrero 1992
  • Selecciones-Junio 1992
  • Selecciones-Septiembre 1992
  • Selecciones-Febrero 1994
  • Selecciones-Mayo 1994
  • Selecciones-Abril 1995
  • Selecciones-Mayo 1995
  • Selecciones-Septiembre 1995
  • Selecciones-Diciembre 1995
  • Selecciones-Junio 1996
  • Selecciones-Mayo 1997
  • Selecciones-Enero 1998
  • Selecciones-Febrero 1998
  • Selecciones-Julio 1999
  • Selecciones-Diciembre 1999
  • Selecciones-Febrero 2000
  • Selecciones-Diciembre 2001
  • Selecciones-Febrero 2002
  • Selecciones-Mayo 2005

  • SOMBRA DEL TEMA
  • ▪ Quitar
  • ▪ Normal
  • Publicaciones con Notas

    Notas de esta Página

    Todas las Notas

    Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Banco 36
    Banco 37
    Banco 38
    Banco 39
    Banco 40
    Banco 41
    Banco 42
    Banco 43
    Banco 44
    Banco 45
    Banco 46
    Banco 47
    Banco 48
    Banco 49
    Banco 50
    Ingresar Clave



    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
  • Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • Slut - 0:48
  • Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • Sonidos - Magia - 0:05
  • Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • Suspense Dark Ambient - 2:34
  • Tense Cinematic - 3:14
  • Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • Trailer Agresivo - 0:49
  • Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • Zombie Party Time - 4:36
  • 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • Noche De Paz - 3:40
  • Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • The First Noel - Am Classical - 2:18
  • Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
  • Código Hexadecimal


    Seleccionar Efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Tipos de Letra (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Colores (
    0
    )
    Elegir Sección

    Bordes
    Fondo 1
    Fondo 2

    Fondo Hora
    Reloj-Fecha
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Avatar (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Imágenes para efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    LETRA - TIPO

    ACTUAL

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    SECCIÓN

    ▪ Reloj y Fecha
    Saira Stencil One


    ▪ Reloj


    ▪ Fecha


    ▪ Hora


    ▪ Minutos


    ▪ Segundos


    ▪ Dos Puntos 1


    ▪ Dos Puntos 2

    ▪ Restaurar

    ▪ Original

    NORMAL

    ▪ ADLaM Display: H33-V66

    ▪ Akaya Kanadaka: H37-V67

    ▪ Audiowide: H23-V50

    ▪ Chewy: H35-V67

    ▪ Croissant One: H35-V67

    ▪ Delicious Handrawn: H55-V67

    ▪ Germania One: H43-V67

    ▪ Kavoon: H33-V67

    ▪ Limelight: H31-V67

    ▪ Marhey: H31-V67

    ▪ Orbitron: H25-V55

    ▪ Revalia: H23-V54

    ▪ Ribeye: H33-V67

    ▪ Saira Stencil One(s): H31-V67

    ▪ Source Code Pro: H31-V67

    ▪ Uncial Antiqua: H27-V58

    CON RELLENO

    ▪ Cabin Sketch: H31-V67

    ▪ Fredericka the Great: H37-V67

    ▪ Rubik Dirt: H29-V66

    ▪ Rubik Distressed: H29-V66

    ▪ Rubik Glitch Pop: H29-V66

    ▪ Rubik Maps: H29-V66

    ▪ Rubik Maze: H29-V66

    ▪ Rubik Moonrocks: H29-V66

    DE PUNTOS

    ▪ Codystar: H37-V68

    ▪ Handjet: H51-V67

    ▪ Raleway Dots: H35-V67

    DIFERENTE

    ▪ Barrio: H41-V67

    ▪ Caesar Dressing: H39-V66

    ▪ Diplomata SC: H19-V44

    ▪ Emilys Candy: H35-V67

    ▪ Faster One: H27-V58

    ▪ Henny Penny: H29-V64

    ▪ Jolly Lodger: H55-V67

    ▪ Kablammo: H33-V66

    ▪ Monofett: H33-V66

    ▪ Monoton: H25-V55

    ▪ Mystery Quest: H37-V67

    ▪ Nabla: H39-V64

    ▪ Reggae One: H29-V64

    ▪ Rye: H29-V65

    ▪ Silkscreen: H27-V62

    ▪ Sixtyfour: H19-V46

    ▪ Smokum: H53-V67

    ▪ UnifrakturCook: H41-V67

    ▪ Vast Shadow: H25-V56

    ▪ Wallpoet: H25-V54

    ▪ Workbench: H37-V65

    GRUESA

    ▪ Bagel Fat One: H32-V66

    ▪ Bungee Inline: H27-V64

    ▪ Chango: H23-V52

    ▪ Coiny: H31-V67

    ▪ Luckiest Guy : H33-V67

    ▪ Modak: H35-V67

    ▪ Oi: H21-V46

    ▪ Rubik Spray Paint: H29-V65

    ▪ Ultra: H27-V60

    HALLOWEEN

    ▪ Butcherman: H37-V67

    ▪ Creepster: H47-V67

    ▪ Eater: H35-V67

    ▪ Freckle Face: H39-V67

    ▪ Frijole: H27-V63

    ▪ Irish Grover: H37-V67

    ▪ Nosifer: H23-V50

    ▪ Piedra: H39-V67

    ▪ Rubik Beastly: H29-V62

    ▪ Rubik Glitch: H29-V65

    ▪ Rubik Marker Hatch: H29-V65

    ▪ Rubik Wet Paint: H29-V65

    LÍNEA FINA

    ▪ Almendra Display: H42-V67

    ▪ Cute Font: H49-V75

    ▪ Cutive Mono: H31-V67

    ▪ Hachi Maru Pop: H25-V58

    ▪ Life Savers: H37-V64

    ▪ Megrim: H37-V67

    ▪ Snowburst One: H33-V63

    MANUSCRITA

    ▪ Beau Rivage: H27-V55

    ▪ Butterfly Kids: H59-V71

    ▪ Explora: H47-V72

    ▪ Love Light: H35-V61

    ▪ Mea Culpa: H42-V67

    ▪ Neonderthaw: H37-V66

    ▪ Sonsie one: H21-V50

    ▪ Swanky and Moo Moo: H53-V68

    ▪ Waterfall: H43-V67

    NAVIDAD

    ▪ Mountains of Christmas: H51-V68

    SIN RELLENO

    ▪ Akronim: H51-V68

    ▪ Bungee Shade: H25-V56

    ▪ Londrina Outline: H41-V67

    ▪ Moirai One: H34-V64

    ▪ Rampart One: H31-V63

    ▪ Rubik Burned: H29-V64

    ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

    ▪ Rubik Iso: H29-V64

    ▪ Rubik Puddles: H29-V62

    ▪ Tourney: H37-V66

    ▪ Train One: H29-V64

    ▪ Ewert: H27-V62

    ▪ Londrina Shadow: H41-V67

    ▪ Londrina Sketch: H41-V67

    ▪ Miltonian: H31-V67

    ▪ Rubik Scribble: H29-V65

    ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

    ▪ Tilt Prism: H33-V67
  • OPCIONES

  • Otras Opciones
    Relojes

    1
    2
    3
    4
    5
    6
    7
    8
    9
    10
    11
    12
    13
    14
    15
    16
    17
    18
    19
    20
    Dispo. Posic.
    H
    H
    V

    Estilos Predefinidos
    FECHA
    Fecha - Formato
    Horizontal-Vertical
    Fecha - Posición
    Fecha - Quitar
    RELOJ
    Reloj - Bordes Curvatura
    RELOJ - BORDES CURVATURA

    Reloj - Sombra
    RELOJ - SOMBRA

    Actual (
    1
    )


    Borde-Sombra

      B1 (s)  
      B2  
      B3  
      B4  
      B5  
    Sombra Iquierda Superior

      SIS1  
      SIS2  
      SIS3  
    Sombra Derecha Superior

      SDS1  
      SDS2  
      SDS3  
    Sombra Iquierda Inferior

      SII1  
      SII2  
      SII3  
    Sombra Derecha Inferior

      SDI1  
      SDI2  
      SDI3  
    Sombra Superior

      SS1  
      SS2  
      SS3  
    Sombra Inferior

      SI1  
      SI2  
      SI3  
    Reloj - Negrilla
    RELOJ - NEGRILLA

    Reloj-Fecha - Opacidad
    Reloj - Posición
    Reloj - Presentación
    Reloj-Fecha - Rotar
    Reloj - Vertical
    RELOJ - VERTICAL

    SEGUNDOS
    Segundos - Dos Puntos
    SEGUNDOS - DOS PUNTOS

    Segundos

    ▪ Quitar

    ▪ Mostrar (s)
    Dos Puntos Ocultar

    ▪ Ocultar

    ▪ Mostrar (s)
    Dos Puntos Quitar

    ▪ Quitar

    ▪ Mostrar (s)
    Segundos - Posición
    TAMAÑO
    Tamaño - Reloj
    TAMAÑO - RELOJ

    Tamaño - Fecha
    TAMAÑO - FECHA

    Tamaño - Hora
    TAMAÑO - HORA

    Tamaño - Minutos
    TAMAÑO - MINUTOS

    Tamaño - Segundos
    TAMAÑO - SEGUNDOS

    ANIMACIÓN
    Seleccionar Efecto para Animar
    Tiempo entre efectos
    TIEMPO ENTRE EFECTOS

    SECCIÓN

    Animación
    (
    seg)


    Avatar 1-2-3-4-5-6-7
    (Cambio automático)
    (
    seg)


    Color Borde
    (
    seg)


    Color Fondo 1
    (
    seg)


    Color Fondo 2
    (
    seg)


    Color Fondo cada uno
    (
    seg)


    Color Reloj
    (
    seg)


    Estilos Predefinidos
    (
    seg)


    Imágenes para efectos
    (
    seg)


    Movimiento Avatar 1
    (
    seg)

    Movimiento Avatar 2
    (
    seg)

    Movimiento Avatar 3
    (
    seg)

    Movimiento Fecha
    (
    seg)


    Movimiento Reloj
    (
    seg)


    Movimiento Segundos
    (
    seg)


    Ocultar R-F
    (
    seg)


    Ocultar R-2
    (
    seg)


    Tipos de Letra
    (
    seg)


    Todo
    SEGUNDOS A ELEGIR

      0  
      0.01  
      0.02  
      0.03  
      0.04  
      0.05  
      0.06  
      0.07  
      0.08  
      0.09  
      0.1  
      0.2  
      0.3  
      0.4  
      0.5  
      0.6  
      0.7  
      0.8  
      0.9  
      1  
      1.1  
      1.2  
      1.3  
      1.4  
      1.5  
      1.6  
      1.7  
      1.8  
      1.9  
      2  
      2.1  
      2.2  
      2.3  
      2.4  
      2.5  
      2.6  
      2.7  
      2.8  
      2.9  
      3(s) 
      3.1  
      3.2  
      3.3  
      3.4  
      3.5  
      3.6  
      3.7  
      3.8  
      3.9  
      4  
      5  
      6  
      7  
      8  
      9  
      10  
      15  
      20  
      25  
      30  
      35  
      40  
      45  
      50  
      55  
    Animar Reloj-Slide
    Cambio automático Avatar
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo 1
    Cambio automático Color - Fondo 2
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Estilos Predefinidos
    Cambio Automático Filtros
    CAMBIO A. FILTROS

    ELEMENTO

    Reloj
    50 msg
    0 seg

    Fecha
    50 msg
    0 seg

    Hora
    50 msg
    0 seg

    Minutos
    50 msg
    0 seg

    Segundos
    50 msg
    0 seg

    Dos Puntos
    50 msg
    0 seg
    Slide
    50 msg
    0 seg
    Avatar 1
    50 msg
    0 seg

    Avatar 2
    50 msg
    0 seg

    Avatar 3
    50 msg
    0 seg

    Avatar 4
    50 msg
    0 seg

    Avatar 5
    50 msg
    0 seg

    Avatar 6
    50 msg
    0 seg

    Avatar 7
    50 msg
    0 seg
    FILTRO

    Blur

    Contrast

    Hue-Rotate

    Sepia
    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo entre secuencia
    msg

    Tiempo entre Filtro
    seg
    TIEMPO

    ▪ Normal

    Cambio automático Imágenes para efectos
    Cambio automático Tipo de Letra
    Movimiento automático Avatar 1
    Movimiento automático Avatar 2
    Movimiento automático Avatar 3
    Movimiento automático Fecha
    Movimiento automático Reloj
    Movimiento automático Segundos
    Ocultar Reloj
    Ocultar Reloj - 2
    Rotación Automática - Espejo
    ROTACIÓN A. - ESPEJO

    ESPEJO

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    ▪ Slide
    NO ESPEJO

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    ▪ Slide
    ELEMENTO A ROTAR

    Reloj
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Minutos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Segundos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Dos Puntos 1
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Dos Puntos 2
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Fecha
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora, Minutos y Segundos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora y Minutos
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    Slide
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    Avatar 1
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 2
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 3
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 4
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 5
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 6
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 7
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TOMAR DE BANCO

    # del Banco

    Aceptar
    AVATARES

    Animales


    Deporte


    Halloween


    Navidad


    Religioso


    San Valentín


    Varios
    ▪ Quitar
    Avatar - Opacidad
    Avatar - Posición
    Avatar Rotar-Espejo
    Avatar - Tamaño
    AVATAR - TAMAÑO

    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


    Avatar 2(
    10%
    )


    Avatar 3(
    10%
    )


    Avatar 4(
    10%
    )


    Avatar 5(
    10%
    )


    Avatar 6(
    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Filtros
    FILTROS

    ELEMENTO

    Reloj
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Fecha
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Hora
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Minutos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Segundos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Dos Puntos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    Slide
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    Avatar 1
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 2
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 3
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 4
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 5
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 6
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 7
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    FILTRO

    Blur
    (0 - 20)

    Contrast
    (1 - 1000)

    Hue-Rotate
    (0 - 358)

    Sepia
    (1 - 100)
    VALORES

    ▪ Normal

    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

    ACTIVAR

    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

    ▪ Normal
    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

    Abajo - Arriba
    REDUCIR-AUMENTAR

    Aumentar

    Reducir

    Normal
    PORCENTAJE

    Más - Menos
    Pausar Reloj
    Videos
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.2

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.3

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.4

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días


    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.2

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.3

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.4

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días

    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    Borrar

    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
    HORAS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    RELOJES #
    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar

    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
    HORAS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
    Guardar - Eliminar
    Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

    -------------------------------------------------
    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    BRISA SUSURRANTE (Frederick Forsyth)

    Publicado en octubre 09, 2011

    PRÓLOGO


    Cuenta la leyenda que ningún blanco sobrevivió a la matanza que sufrieron los hombres del general Custer en la batalla de Little Big Horn, el 25 de junio de 1876. Pero no es del todo cierto. Hubo un único superviviente. Era un guía de veinticuatro años y se llamaba Ben Craig.



    Esta es su historia.


    El olfato del guía lo notó primero: un aroma tenue a leña quemada que le llegó con el viento de la pradera.



    Cabalgaba cuesta abajo por la vertiente occidental del Rosebud, veinte metros por delante de los diez soldados de la patrulla destacada de la columna principal.

    Sin darse la vuelta, el guía alzó la mano derecha y tiró de las riendas. Detrás de él el sargento y sus nueve hombres se detuvieron también. El guía bajó del caballo, lo dejó pastar a su aire y corrió hacia el altozano que se alzaba entre ellos y el río. Luego se echó cuerpo a tierra, gateó hasta arriba y se apostó entre las matas.

    Entre el altozano y la orilla del río había un poblado. Era pequeño, con solo cinco tiendas, probablemente de una sola y numerosa familia. A juzgar por los tipis eran cheyenes del norte. El guía los conocía bien. Los tipis de los siux eran altos y estrechos; los cheyenes los construían con la base más ancha, más chatos. Los lados de las tiendas estaban decorados con pictogramas de estilo cheyene que representaban trofeos de caza.

    El guía dedujo que en el poblado había entre veinte y veinticinco personas, y que unos diez o doce hombres habían salido a cazar. Lo dedujo por los ponis. Había solo siete que pacían cerca de las tiendas y, para que los veinticinco cheyenes que calculaba vivían en el poblado pudieran trasladarse, con los tipis plegados y todos sus bártulos en los travois, debían de tener por lo menos veinte ponis.

    Oyó al sargento arrastrarse cuesta arriba hacia él, y le hizo señas de que no subiera. Luego el guía atisbó junto a él la manga del uniforme azul con los tres galones.

    ―¿Qué ves? ―preguntó el suboficial con un ronco susurro.

    Eran las nueve de la mañana y ya hacía mucho calor. Llevaban tres horas cabalgando. Al general Custer le gustaba levantar el campamento temprano. Pero el guía ya podía oler whisky en el aliento de aquel hombre. Era lo que llamaban «whisky de la frontera», muy malo, y el olor era apestoso y más penetrante que el aroma de los ciruelos, de los cerezos y de los rosales silvestres que abundaban tanto en ambas orillas del río que por eso llamaban Rosebud.

    ― Cinco tiendas. Cheyenes. Solo están las mujeres y los niños. Los hombres han salido a cazar al otro lado del río.

    El sargento Braddock no le preguntó al guía cómo lo sabía. No lo puso en duda. Carraspeó, escupió una poco de tabaco de mascar y sonrió dejando ver su dentadura amarillenta. El guía bajó del altozano y se irguió.

    ― Dejémoslos tranquilos. No son lo que buscamos.

    Pero Braddock había pasado siete años en las praderas con el 7.° de Caballería y se sentía frustrado porque apenas había entrado en acción. Un invierno largo y tedioso en Fort Lincoln le había aportado un hijo bastardo de una joven que ejercía de lavandera a media jornada y de puta la otra media. Pero había ido a las praderas para matar indios, y no tenía intención de que no le dejasen hacerlo.

    La matanza duró solo cinco minutos. Los diez jinetes remontaron la loma al trote y luego se lanzaron a galope tendido. El guía, que había vuelto a montar, lo observó todo con repugnancia desde lo alto.

    Un soldado novato montaba tan mal que cayó del caballo. El resto se encargó de la carnicería. Como todas las espadas se habían quedado en Fort Lincoln, usaron sus revólveres Colt y el nuevo modelo del Springfield 73.

    Al oír retumbar los cascos de los caballos, las mujeres que estaban cocinando junto al fuego intentaron reunir a sus hijos antes de huir hacia el río.

    Pero ya era demasiado tarde.

    Los jinetes se abalanzaron sobre ellas antes de que pudiesen llegar al agua. Luego dieron media vuelta e irrumpieron en las tiendas disparándole a todo lo que se moviese.

    Cuando no quedó nadie vivo, los soldados desmontaron y saquearon los tipis para hacerse con un botín que mereciese la pena enviar a casa. De paso, remataron a tiros a los niños que encontraron vivos.

    El guía recorrió al trote los cuatrocientos metros que separaban el ribazo del poblado para ver el destrozo causado. No parecía que pudiese sobrevivir nadie ni nada después de que los soldados hubieron incendiado los tipis.

    Uno de los soldados novatos, casi un niño, estaba vomitando su desayuno de torta y alubias, inclinándose en la silla para no mancharse con su propio vómito.

    El sargento Braddock estaba exultante. Había logrado una victoria. Había encontrado un penacho de plumas de guerra y se lo había colgado de la silla junto a la cantimplora, que en principio no debería haber contenido más que agua de la primavera.

    El guía contó catorce cadáveres que yacían como muñecos rotos en el mismo lugar donde cayeron. Meneó la cabeza cuando uno de los soldados le ofreció un trofeo. Pasó al trote frente a las tiendas y fue hasta la orilla del río para que su caballo bebiese.

    La vio semioculta en el cañaveral. Le manaba sangre de la pierna, de una bala de rifle que la alcanzó en el muslo mientras huía. De haber llegado un poco antes, el guía habría regresado hacia las tiendas incendiadas. Pero Braddock, que lo vio, siguió la dirección de su mirada y se acercó.

    ―¿Qué has encontrado, muchacho? Bueno, bueno... otra sabandija y aún viva.

    El sargento desenfundó el Colt y apuntó. La chica del cañaveral ladeó la cabeza y los miró aterrada. El guía sujetó la muñeca al irlandés y lo obligó a dirigir el cañón del arma hacia arriba. Braddock, con su cara de bruto, roja por el whisky, lo miró furioso.

    ―No la mate, que a lo mejor puede decirnos algo ―dijo el guía. Era el único recurso.

    Braddock se tranquilizó, reflexionó y luego asintió con la cabeza.

    ―Buena idea, muchacho. Se la llevaremos al general como un regalo.

    Volvió a enfundar el Colt y fue a echarle un vistazo a sus hombres. El guía bajó del caballo y se adentró en el cañaveral para asistir a la muchacha. Por suerte para ella, era una herida limpia. La bala le había atravesado el muslo, que tenía un orificio de entrada y otro de salida, ambos pequeños y redondos. El guía utilizó el pañuelo que llevaba al cuello para lavarle la herida con agua del río, y luego se la vendó fuertemente para contener la hemorragia.

    Cuando la hubo curado la miró. Ella le devolvió la mirada. Un torrente de pelo, negro como ala de cuervo, caía por encima de sus hombros. Tenía los ojos grandes y oscuros, ensombrecidos por el miedo y el dolor. No todas las mujeres indias resultaban bonitas a ojos del hombre blanco, pero las cheyenes eran las más atractivas de todas las tribus. La muchacha del cañaveral, que debía de tener unos dieciséis años, era de una belleza―asombrosa, etérea. El guía tenía veinticuatro años. Se había educado con la Biblia y, en el sentido bíblico, «jamás había conocido mujer». El corazón le dio un vuelco y tuvo que apartar la mirada. Se cargó a la muchacha al hombro y volvió a pie con ella hasta los restos del poblado.

    ―Móntala en un poni ―le gritó el sargento, y echó otro trago de su cantimplora.
    ―No ―replicó el guía―, en un travois, de lo contrario, morirá.

    Había varios travois en el suelo cerca de las brasas a que habían quedado reducidos los tipis. Los travois estaban hechos con dos postes como los de las tiendas, de madera de pino, que unidos por una piel de búfalo tensada, colgaban a ambos lados de la grupa del poni, con los extremos muy separados. Los utilizaban para llevar la carga y desplazarse con comodidad. Para una persona herida eran mucho más cómodos que los carromatos de los blancos, que traqueteaban continuamente durante el trayecto.

    El guía se acercó a uno de los dos únicos ponis que quedaban. Los otros cinco habían huido de estampida. El animal se le encabritó al sujetarlo por las riendas. Había olido a los hombres blancos. Era un olor que podía hacer de un poni pío un animal medio salvaje. También ocurría lo mismo al revés. Los caballos del ejército estadounidense eran casi incontrolables si olían a los indios de las llanuras.

    El guía le sopló con suavidad en el morro hasta que el animal se calmó y lo aceptó. Diez minutos después había colocado el travois, y a la chica herida abrigada con una manta sobre la piel de búfalo. La patrulla rehizo el camino para reintegrarse al 7.° Regimiento de Caballería del general Custer.

    Era el 24 de junio del año de gracia de 1876.

    Las semillas de las campañas por las praderas del sur de Montana, como la de aquel verano, se habían plantado muchos años atrás. Al fin habían descubierto oro en las sagradas Colinas Negras de Dakota del Sur, y ese hecho atrajo a muchos buscadores. Pero las Colinas Negras les habían sido ya concedidas a perpetuidad a la nación siux. Enfurecidos por lo que consideraban una traición, los indios replicaron con ataques a los buscadores y a las caravanas de carretas.

    Los blancos reaccionaron con rabia ante tal violencia. Relatos de espantosos actos de barbarie cometidos por los siux, a menudo ficticios o exagerados, atizaron el fuego y las comunidades blancas apelaron a Washington. El gobierno reaccionó revocando sin más el Tratado de Laramie y confinando a los indios en una serie de precarias reservas, que no eran más que una mínima parte de lo que se les había prometido solemnemente. Las reservas se hallaban en zonas de las dos Dakotas.

    Pero Washington decidió también la delimitación de una zona que llamaron Territorios no Concedidos, que coincidían con aquellos en los que siempre habían cazado los siux, y en los que aún abundaban los búfalos y los venados. La frontera oriental de la zona era una línea imaginaria que limitaba con el oeste de Dakota del Norte y Dakota del Sur. La frontera occidental era una línea nortesur, igualmente imaginaria, situada a 240 kilómetros más al oeste, una línea que los indios no habían visto nunca ni podían imaginar. Por el norte, la zona de Territorios no Concedidos limitaba con el río Yellowstone, que cruzaba Montana y se adentraba en ambas Dakotas; y, por el sur, limitaba con el curso del North Platte, en Wyoming. Aquí, al principio, a los indios se les dejaba cazar. Pero la marcha del hombre blanco hacia el oeste no se detuvo.

    En 1875 los siux empezaron a salir de las reservas de Dakota y fueron hacia el oeste hasta los territorios de caza no concedidos. A finales de aquel año el Departamento de Asuntos Indios les dio un ultimátum: el día 1 de enero deberían haber regresado a las reservas.

    Los siux y sus aliados no replicaron al ultimátum, sino que se limitaron a ignorarlo. La mayoría ni siquiera oyó hablar de él. Siguieron cazando y, a medida que el invierno dejó paso a la primavera, fueron en busca de sus piezas tradicionales, el generoso búfalo y los nobles ciervos y antílopes. A comienzos de la primavera, el Departamento de Asuntos Indios le pasó la pelota al ejército. Su misión: localizarlos, rodearlos y conducirlos de nuevo a las reservas de Dakota.

    El ejército ignoraba dos cocas: cuántos indios estaban realmente fuera de las reservas y dónde estaban. Respecto a lo primero, al ejército simplemente se le mintió. Las reservas estaban regentadas por traficantes que comerciaban con los indios, todos blancos y muchos corruptos. De Washington recibían suministros de ganado, maíz, harina, mantas y dinero para distribuirlos entre la población de la reserva. Muchos estafaban a los indios del modo más vil y mataban de hambre a mujeres y niños. Por eso los indios decidieron regresar a las praderas donde siempre habían cazado.

    Los traficantes tenían otra razón para mentir. Si informaban que todos los indios que se suponía estaban en la reserva se encontraban efectivamente allí, recibían todos los suministros. Pero a medida que se reducía el número de indios en las reservas se reducían los suministros y, por lo tanto, los beneficios de los traficantes. En la primavera de 1876, los traficantes informaron al ejército que solo habían salido de las reservas unos puñados de guerreros. Mintieron. Se habían marchado miles, todos hacia el oeste, al otro lado del río para cazar en los Territorios no Concedidos.

    En cuanto adónde pudieran estar solo había un medio de averiguarlo: enviar un contingente al sur de Montana para localizarlos. Por lo tanto, tuvieron que elaborar un plan. Enviarían tres columnas mixtas de infantería y caballería.

    Desde Fort Lincoln, en Dakota del Norte, el general Alfred Terry marcharía hacia el oeste siguiendo el curso del río Yellowstone, que formaba el límite norte de los territorios de caza. Desde Fort Shaw en Montana, el general John Gibbon marcharía hacia el sur hasta Fort Ellis, y luego seguiría hacia el este a lo largo del Yellowstone hasta reunirse con la columna de Terry que llegaría en sentido contrario.

    Desde Fort Fetterman, muy al sur, en Wyoming, el general George Crook marcharía hacia al norte, cruzaría por la zona del nacimiento del Crazy Woman, luego a la otra orilla del Tongue y subiría por el valle de Big Horn hasta encontrarse con las otras dos columnas. Los soldados contaban con localizar el grueso del contingente siux en el sector delimitado por sus columnas. Y con este convencimiento se pusieron todos en marcha en marzo.

    A primeros de junio, Gibbon y Terry se encontraron donde el Tongue, que discurre hacia el norte, desemboca en el Yellowstone. No habían visto ni un solo penacho de guerra. Todo lo que sabían era que los indios de las praderas estaban al sur de donde ellos se encontraban. Gibbon y Terry acordaron que este seguiría hacia el oeste y que aquel reharía el camino hacia el oeste. Y así lo hicieron.

    El 20 de junio, la columna combinada llegó al punto donde el Rosebud desemboca en el Yellowstone. Allí decidieron que, en caso de que los indios estuviesen curso arriba de aquel río, el 7.° de Caballería, que acompañó a Terry desde Fort Lincoln, debería desplazarse hasta el nacimiento del Rosebud. Custer podía encontrarse con indios o con el general Crook.

    Nadie sabía que el día 17 Crook se había topado con una gran concentración de siux y cheyenes, que le inflingieron un duro castigo. Crook enfiló hacia el sur y se dedicó a cazar tranquilamente, como si nada hubiese ocurrido. No envió ninguna patrulla al norte para encontrar y alertar a sus camaradas, que ignoraban que no iban a contar con apoyo por el sur. Tendrían que componérselas solos.

    El cuarto día de marcha valle arriba del Rosebud regresó una de las patrullas, que contó lo de su ataque al poblado cheyene y que traían una prisionera.

    El general George Armstrong Custer, cabalgando ufano al frente de su columna de caballería, tenía prisa. No quería detener a todo su contingente por una prisionera. Tras la explicación del sargento Braddock, el general asintió y le ordenó presentarse ante el comandante de su propia compañía. La información que pudiera darles la joven india podía aguardar hasta que acampasen por la noche.

    La cheyene permaneció en el travois durante todo el día. El guía llevó el poni a la retaguardia y ató las riendas a uno de los carromatos de pertrechos. Como en aquellos momentos no lo necesitaban, el guía no se alejó de la muchacha. Tras el poco tiempo que llevaba en el 7.° de Caballería, había llegado a la conclusión de que no le gustaba lo que hacía, ni tampoco el sargento ni el comandante a cuyas órdenes estaba. Además, el famoso general Custer le parecía un imbécil grandilocuente. Carecía del léxico para expresarlo así, aparte de que prefería callarse lo que pensaba.

    El guía se llamaba Ben Craig. Su padre, John Knox Craig, un emigrante procedente de Escocia expulsado de su pequeña granja por un codicioso terrateniente, era un hombre audaz y, en los años cuarenta, emigró a Estados Unidos. En el Este conoció a una chica escocesa con la que se casó, una joven de formación presbiteriana al igual que él; y, como en las ciudades del Este no se les brindaron muchas oportunidades, optó por marchar al Oeste, a la región de la frontera. En 1850 llegó al sur de Montana y decidió probar fortuna buscando oro al pie de la cordillera Pryor.

    Fue uno de los pioneros. Su vida había sido desoladora y dura, con inviernos muy crudos, viviendo en una cabaña de madera junto a un bosque y a orillas de un río. Solo los veranos habían sido idílicos, con el bosque rebosante de caza, los ríos de truchas y las praderas de flores silvestres. En 1852, Jennie Craig tuvo a su primer y único hijo. Dos años después concibió a una niña que murió a los pocos meses.

    Ben Craig tenía diez años cuando una partida de guerreros crow mató a sus padres.

    El pequeño se había criado en el bosque, junto a la frontera. Dos días después de que matasen a sus padres, un trampero llamado Donaldson encontró al muchacho, hambriento y desconsolado, entre las cenizas de la cabaña que los indios incendiaron. Juntos enterraron a Jennie y John Craig bajo dos cruces, a la orilla del río.

    Ben no sabía si su padre llegó a acumular polvo de oro y, aunque así hubiese sido y los crow lo hubiesen encontrado, lo habrían desechado creyendo que aquel polvo amarillo no era más que arena.

    Donaldson era ya mayor, un trampero que cazaba lobos, castores, osos y zorros. Todos los años iba al mercado más próximo para vender las pieles. El viejo solterón se apiadó del huérfano y lo crió como si de un hijo propio se tratase.

    Mientras lo educó su madre, Ben solo tuvo acceso a un único libro, la Biblia, y ella le había leído fragmentos enteros. Aunque Ben no era muy ducho en leer y escribir, había memorizado muchos pasajes de lo que él llamaba el Buen Libro. Su padre le enseñó a lavar la arena del río con la batea, para separar el oro. Pero fue Donaldson quien le enseñó a sobrevivir en los bosques, el canto de los pájaros, a localizar a los animales por su rastro, y también a montar y disparar.

    Con el trampero fue con quien Ben conoció a cheyenes que también utilizaban trampas, y con quienes Donaldson comerciaba con los productos que, a cambio de sus pieles, obtenía en los mercados. Y los cheyenes le enseñaron su lengua y sus costumbres.

    Dos años antes de la campaña del verano de 1876, Donaldson fue víctima de la misma vida salvaje que había llevado. Falló al dispararle a un viejo oso pardo, y el enfurecido animal la emprendió a zarpazos con él hasta matarlo.

    Ben enterró a su padre adoptivo en el bosque, cerca de la cabaña, cogió lo que necesitaba y le prendió fuego al resto.

    El viejo Donaldson siempre le había dicho: «Cuando yo falte, muchacho, llévate lo que necesites. Puedes considerarlo todo tuyo.» De modo que Ben se llevó el cuchillo Bowie, afilado como una navaja, con su funda adornada estilo cheyene y el rifle Sharps de 1852; los dos caballos, las sillas, las mantas, cecina y pan para el camino. No necesitaba nada más. Bajó hasta el llano y cabalgó hasta Fort Ellis.

    Y allí trabajaba como cazador, trampero y domador de caballos cuando, en abril de 1876, el general Gibbon llegó al fuerte. El general necesitaba guías que conociesen bien los territorios al sur del Yellowstone. Como la paga que ofrecían era buena, Ben Craig se alistó. Y con un destacamento llegó a la desembocadura del Tongue, donde se encontraron con el general Terry; cabalgó con la columna combinada hasta la desembocadura del Rosebud. Allí, el 7.° de Caballería, al mando del general Custer, enfiló el sur río arriba después de reclutar a todo aquel que hablase cheyene. Custer tenía ya por lo menos a dos guías que hablaban siux; uno era un soldado negro, el único de todo el 7.° de Caballería. Se llamaba Isaias Dorman y había vivido con los siux; el otro era el jefe de exploradores, Mitch Bouyer, un mestizo, mitad francés mitad siux. Pero, aunque los cheyenes siempre habían sido considerados primos hermanos y aliados tradicionales de los siux, hablaban lenguas distintas. Craig dijo que él hablaba cheyene y el general Gibbon lo destinó al 7.° de Caballería.

    Gibbon le ofreció también a Custer tres compañías adicionales de caballería al mando del teniente Brisbin, pero Custer las rechazó. Terry le ofreció ametralladoras Gatling, pero también las rechazó. Cuando emprendieron la marcha hacia el curso alto del Rosebud, el 7.° de Caballería estaba formado por doce compañías, seis exploradores blancos, más de treinta exploradores crow, una caravana de carromatos y tres civiles (675 hombres en total). Entre ellos habían herradores, herreros y muleros. Custer había dejado a la banda de su regimiento con Terry. De modo que cuando se lanzase a la carga final no sería a los acordes de su marcha favorita, Garryowen. Pero, a medida que avanzaban río abajo, con las teteras, los peroles, ollas y cazos entrechocando a los lados de las carretas de intendencia, Craig se preguntó a qué partida de indios pretendía Custer atrapar por sorpresa. Con el ruido y la polvareda que levantaba la columna de tres mil cascos de caballos, Ben Craig sabía que los iban a ver y oír desde muchas leguas a la redonda.

    Craig había dispuesto de dos semanas durante el trayecto entre el Tongue y el Rosebud para observar al célebre 7.° de Caballería y a su célebre comandante, y cuanto más observaba más se descorazonaba. Confiaba en no toparse con un contingente numeroso de siux y de cheyenes dispuestos a luchar, pero temía que no iba a ser así. La columna cabalgó durante todo el día en dirección sur, siguiendo el curso del Rosebud pero sin ver indios. Sin embargo, en varias ocasiones, cuando elviento soplaba de la pradera hacia el oeste, los caballos se mostraban inquietos y asustados. Craig estaba seguro de que habían olido algo en la brisa. No tardarían mucho en descubrir el incendio del poblado cheyene. Una columna de humo que se eleva en la pradera era visible a muchas leguas de distancia. De modo que no iban a contar con el factor sorpresa.

    Poco después de las cuatro de la tarde, el general Custer mandó acampar. El sol empezaba a ponerse por las lejanas e invisibles montañas Rocosas. Enseguida montaron las tiendas para los oficiales. Custer y sus más allegados utilizaron la tienda de la ambulancia de campaña, que era la más grande y espaciosa. Desplegaron sillas y mesas, llevaron a los caballos a beber al río, prepararon el rancho y encendieron los fuegos.

    La chica cheyene yacía en silencio en el travois y miraba cómo iba oscureciéndose el cielo. Estaba preparada para morir. Craig llenó una cantimplora con agua del río y se la ofreció. Ella lo miró con sus grandes ojos oscuros.

    ―Bebe ―le dijo él en cheyene.

    La chica no se movió. Pero él dejó caer un chorrito del fresco líquido en su boca. Ella la abrió y tragó el agua, y Ben le dejó la cantimplora a su lado.

    Al anochecer, un jinete de la compañía B llegó al campamento buscando a Craig, y cuando lo hubo encontrado volvió a su compañía para informar. Diez minutos después, llegó el capitán Acton acompañado por el sargento Braddock, un cabo y dos soldados. Desmontaron y rodearon el travois.

    Todos los guías de la frontera destinados al 7.°, los seis blancos, el pequeño grupo de crows y los treinta y tantos aricaras, llamados también rees, formaban un grupo con un interés común, y todos conocían la frontera y las costumbres de aquellas regiones.

    Al anochecer, alrededor de los fuegos del campamento, antes de que tocasen retreta, era costumbre sentarse a charlar. Hablaban de los oficiales, empezando por el general Custer y de los comandantes de sus compañías. A Craig le había sorprendido lo impopular que era el general entre sus hombres. Su hermano menor, Tom Custer, que mandaba la compañía C, estaba mucho mejor considerado, pero el más detestado era el capitán Acton. Y Craig sentía igual antipatía por él. Acton era un chusquero que se enroló poco después de la guerra civil, diez años atrás, y había ascendido en el 7.° de Caballería a la sombra de Custer. Pertenecía a una familia de millonarios del Este. Era delgado, con un rostro cortado a pico y una boca cruel.

    ―Bien, sargento ―dijo Acton―. Esta es su prisionera. Veamos qué sabe.
    ―¿Habla usted la lengua de los salvajes? ―le preguntó a Craig.

    El guía asintió con la cabeza.

    ―Quiero saber quién es; con qué grupo estaba y dónde podemos encontrar el contingente principal de siux.

    Craig se inclinó hacia la muchacha sobre la piel de búfalo. Le habló en cheyene, utilizando palabras y mucha gesticulación, porque los dialectos de los indios de las praderas tenían un vocabulario limitado y necesitaban de los ademanes para precisar el sentido de lo que decían.

    ―Dime cómo te llamas, muchacha. Eso no te causará ningún daño.
    ―Me llaman Brisa Susurrante ―contestó.

    Los soldados siguieron alrededor del travois y escucharon. No entendían una palabra, pero sí la expresión del rostro de la cheyene. Finalmente Craig se irguió.

    ―Capitán, dice que se llama Brisa Susurrante. Es de los cheyenes del norte. Pertenece a la familia de Alto Wapití. Fueron sus tiendas las que el sargento arrasó esta mañana. Había diez hombres en el poblado, incluyendo a su padre, y estaban todos cazando ciervos y antílopes al este del Rosebud.
    ― ¿Y la principal concentración de siux?
    ―Dice que no ha visto siux. Su familia procede del sur, del río Tongue. Había algunos cheyenes más con ellos pero se marcharon hace una semana. Alto Wapití prefiere cazar solo.

    El capitán Acton miró el muslo vendado de la muchacha, se inclinó hacia ella y se lo apretó con fuerza. La muchacha contuvo la respiración y no gritó.

    ― Quizá haya que animarla un poco ―dijo Acton. El sargento sonrió.

    Craig le sujetó la muñeca al capitán y se la apartó del muslo de la chica.

    ―Eso no funcionará, capitán ―le dijo―. Ya me ha dicho lo que sabe. Si los siux no pueden estar en el norte, por donde han venido, y no están ni al sur ni al este, han de estar al oeste. Puede decírselo así al general.

    El capitán Acton apartó la mano que le había sujetado la muñeca como si estuviese infectada. Se irguió, sacó una saboneta de plata y miró la hora.

    ―Toca cenar en la tienda del general ―dijo―. Debo marcharme ―añadió, desinteresándose de la prisionera―. Sargento, cuando haya oscurecido del todo, llévela a la pradera y remátela.
    ― ¿Le importaría que primero nos divirtiésemos un poco con ella, capitán? ―preguntó el sargento Braddock.

    El resto de los soldados soltaron una risotada de aprobación. El capitán Acton montó en su caballo.

    ―Con franqueza, sargento, me importa un bledo lo que hagan.

    El capitán picó espuelas y fue en dirección a la tienda del general, que estaba en la entrada del campamento. Los demás montaron también. El sargento Braddock se inclinó hacia Craig con una mirada lasciva.

    ―Cuídala, muchacho, que volveremos.

    Craig fue hasta el carromato de intendencia más cercano, preparó un plato con tocino, pan y alubias, y se sentó a comer en una caja de municiones. Pensó en su madre que, quince años antes, le leía la Biblia a la tenue luz de una vela. Pensó en su padre, lavando arena del río con la batea, de sol a sol, para encontrar el escurridizo metal amarillo en los ríos de la vertiente de los montes Pryor. Y pensó en el viejo Donaldson, que solo una vez le pegó con el cinturón, y porque había tratado con crueldad a un animal capturado.

    Poco antes de las ocho, con el campamento sumido ya en la oscuridad, se levantó, dejó plato y cuchara en el carromato y volvió al travois. No le dijo nada a la muchacha. Se limitó a desenganchar los dos postes que colgaban del poni y dejó el travois en el suelo. La aupó sin esfuerzo, la subió al lomo del animal y le dio las riendas. Luego señaló hacia la pradera.

    ―Cabalga ―le dijo.

    Ella lo miró unos momentos y él le dio una palmada al poni en la grupa. Al instante, el animal, fuerte, valiente, sin herrar, capaz de recorrer muchas leguas de pradera hasta encontrar el rastro de los suyos, se alejó. Varios guías ree lo observaron con curiosidad desde unos quince metros.

    A las nueve, el sargento Braddock y sus hombres fueron por Craig. Dos soldados lo sujetaron, y el enfurecido sargento le propinó puñetazos por todo el cuerpo. Al caer, lo arrastraron por el campamento hasta el general Custer, que, a la luz de varias lámparas de petróleo y rodeado por un grupo de oficiales, estaba sentado a una mesa en la entrada de su tienda.

    George Armstrong Custer ha sido siempre un enigma. Pero está claro que era un hombre de dos personalidades; una buena y otra mala; una transparente y la otra oscura.

    En su lado transparente podía ser una persona alegre, dada a gastar infantiles bromas pesadas y amante de la conversación. Era un hombre de energía y dinamismo inagotables. Siempre tenía algún proyecto; igual reunía animales salvajes de las praderas para enviarlos a los zoológicos del Este, como le daba por la taxidermia. Y, a pesar de los años de ausencia, era inquebrantablemente fiel a su esposa Elizabeth, a la que adoraba.

    Después de que la bebida le hubiese costado más de un disgusto en su juventud, se convirtió en un completo abstemio. Ni siquiera un vaso de vino probaba en las comidas. No soltaba juramentos y tenía prohibido que se utilizase lenguaje procaz en su presencia.

    Catorce años antes, durante la guerra civil, hizo gala de un valor tan temerario, de tanto arrojo, que ascendió rápidamente de teniente a general de división, aunque después de la guerra aceptó el grado de teniente coronel para poder seguir en el ejército, mucho más reducido en tiempos de paz. Había cargado al frente de sus hombres entre densas lluvias de balas, pero jamás lo hirieron. Para millones de civiles era un héroe y, sin embargo, no contaba con la confianza ni con la estima de sus hombres, a excepción de un reducido círculo de allegados.

    Esto se debía a que también podía ser vengativo y cruel con quienes lo ofendiesen. Aunque él hubiese resultado siempre indemne, durante la guerra tuvo más bajas entre muertos y heridos que cualquier jefe militar. Y se lo achacaban a una temeridad casi propia de un loco. Y a los soldados no les gusta un jefe militar proclive a enviarlos a la muerte.

    Durante la guerra de las praderas había ordenado muchas flagelaciones a modo de castigo, y su ejército sufrió más deserciones que ningún otro en el Oeste. El 7.° de Caballería, continuamente diezmado por las deserciones, se veía obligado a enrolar nuevos reclutas a quienes tenía escaso interés en formar para que se convirtiesen en soldados de caballería bien adiestrados y eficientes. A pesar de los largos meses de otoño e invierno en Fort Lincoln, en junio de 1876 el regimiento se hallaba en un estado deplorable.

    Custer era de una vanidad y ambición desmesuradas, y se desvivía por avivar su glorificación personal a través de la prensa, siempre que tenía ocasión. Sus poses, el uniforme de ante y sus rizos castaños no tenían más objeto que cultivar su imagen, al igual que el periodista Mark Kellogg que acompañaba al 7.° de Caballería en sus campañas.

    Pero como jefe militar tenía dos defectos que, dentro de pocas horas, le costaría la vida a él y a la mayoría de sus hombres. Uno era que siempre subestimaba al enemigo. Tenía fama de ser todo un adalid de la lucha contra los indios, y estaba convencido de serlo. Pero lo cierto era que, ocho años antes, había arrasado un poblado cheyene mientras todos los indios dormían. Fue el poblado del jefe 011a Negra, a orillas del Washita, en Kansas. Rodeó el poblado por la noche y los mató a casi todos al amanecer, hombres, mujeres y niños. Los cheyenes acababan de firmar un nuevo tratado de paz con los hombres blancos y, por lo tanto, no se consideraban en peligro.

    Desde entonces el general Custer había intervenido en cuatro escaramuzas contra partidas de guerreros. Entre las cuatro escaramuzas el número de bajas no pasó de una docena; y, teniendo en cuenta la espantosa lista de muertos y heridos durante la guerra civil, aquellos choques contra grupos de indios dispersos apenas merecían mención. Pero los lectores de periódicos del Este estaban ávidos de héroes y, para ellos, el indio de la frontera con la cara pintada era un ser malvado y demoníaco. Los reportajes sensacionalistas de la prensa y su libro Mi vida en las praderas fraguaron su reputación y. lo convirtieron en un ídolo.

    El otro defecto del general Custer era que no escuchaba a nadie. Llevaba a varios guías y exploradores con experiencia durante su marcha curso abajo del Rosebud, pero ignoró todas las advertencias.

    Así era el hombre ante quien llevaron a rastras a Ben Craig el 24 de junio.

    El sargento Braddock explicó lo ocurrido y que había testigos. El general Custer, rodeado de seis de sus oficiales, lo miró escrutadoramente. Vio a un hombre doce años más joven que él, de casi metro ochenta, con traje de ante, de rizos castaños y ojos azules. Era blanco y no mestizo como la mayoría de sus guías y, sin embargo, calzaba botas de piel suave en lugar de las rígidas botas de cuero de la caballería, y llevaba una pluma blanca de águila en una trenza.

    ― Se trata de un delito grave ―dijo Custer cuando el sargento hubo terminado de explicárselo―. ¿Es cierto?
    ― Sí, general.
    ― ¿Y por qué lo ha hecho?

    Craig le explicó que la joven había sido interrogada, y lo que se proponían hacer con ella los soldados aquella noche. El general Custer torció el gesto.

    ― No voy a tolerar nada semejante en las fuerzas bajo mi mando, ni siquiera con mujeres indias. ¿Es cierto lo que dice el guía, sargento?

    El capitán Acton, sentado detrás de Custer, decidió entonces intervenir. Y lo hizo en tono reposado y persuasivo. El había llevado a cabo personalmente el interrogatorio, que había sido totalmente verbal, a través del intérprete. No se le había causado el menor daño a la muchacha. Y añadió que sus últimas instrucciones fueron que la vigilasen durante la noche, pero sin tocarla, al objeto de que el general pudiese tomar una decisión por la mañana.

    ―Creo que el sargento a mi mando confirmará lo que digo ―concluyó.
    ―Sí, señor. Así ha sido ―aseguró Braddock.
    ―Caso cerrado ―dijo Custer―. Que sea arrestado hasta que se celebre el consejo de guerra. Llamen al sargento primero. Al permitir la huida de una prisionera, Craig, ha propiciado que vaya a reunirse y alertar al grueso del enemigo. Esto es un delito de alta traición que se castiga con la horca.
    ―No ha ido hacia el oeste ―dijo Craig―, sino hacia el este, a reunirse con lo que haya quedado de su familia.
    ―Pero igualmente puede alertar al enemigo y decirle dónde estamos ―le espetó Custer.
    ― Ya saben dónde estamos, general.
    ―¿Y cómo sabe usted eso?
    ― Nos han estado siguiendo todo el día.

    Se produjo un largo silencio de asombro. Entretanto llegó el sargento primero, un veterano alto, fornido y fanfarrón, llamado Lewis.

    ― Arreste a este hombre bajo estrecha vigilancia. Mañana a la salida del sol se celebrará un consejo de guerra sumarísimo. Y la sentencia se ejecutará de inmediato. Eso es todo.
    ― Mañana es el día del Señor ―dijo Craig. Custer reflexionó.
    ― Tiene razón. No haré que ahorquen a un hombre en domingo. Lo ahorcarán el lunes.

    A un lado, el oficial asistente y actuario del regimiento, el capitán William Cooke, que era canadiense, había tomado notas del procedimiento seguido contra Craig, unas notas que luego guardaría en sus alforjas.

    En aquel momento, uno de los guías, Bob Jackson, se acercó a caballo a la tienda. Le seguían cuatro rees y un explorador crow. Habían formado una avanzadilla a la puesta del sol y regresaban tarde. Jackson era medio blanco y medio pies negros. Su informe hizo que Custer se levantase entusiasmado de la silla.

    Poco antes de anochecer, los guías nativos de Jackson habían encontrado señales de un gran campamento, muchas marcas circulares en la pradera, donde los indios habían levantado sus tipis. Desde el campamento el rastro se dirigía al oeste, alejándose del valle del Rosebud.

    Custer se entusiasmó por dos razones. Las órdenes que tenía del general Terry eran subir hasta el nacimiento del Rosebud, pero decidir de acuerdo a su criterio si recibía información que aconsejase otras medidas. Y ya tenía esa información. Custer quedaba ahora en libertad para formular su propia táctica y su propia estrategia, su propio plan de batalla, sin tener que ceñirse a las órdenes. La segunda razón era que al fin parecía haber localizado al grueso de los escurridizos siux. A unos treinta kilómetros al oeste había otro río y otro valle; el Little Big Horn, que fluía hacia el norte para desembocar en el Big Horn y este a su vez en el Yellowstone.

    En dos o tres días, las fuerzas combinadas de Gibbon y de Terry llegarían a aquella confluencia y se dirigirían hacia el sur siguiendo el curso del Big Horn. De manera que los siux quedarían atrapados en una tenaza.

    ―Levanten el campo ―ordenó Custer a sus oficiales―. Marcharemos durante la noche. ―Miró al sargento primero y añadió―: Hágase cargo personalmente del prisionero, átelo a su caballo y vaya por detrás de mí, sargento Lewis. Ahora verá este guía lo que les sucede a sus amigos.

    Marcharon durante la noche por un terreno escarpado, fuera del valle, siempre cuesta arriba por la vertiente. La fatiga empezó a hacer mella en hombres y caballos. Llegaron a la linde entre dos valles en la madrugada del domingo 25. La noche era oscura como boca de lobo pero brillaban las estrellas. Poco más allá encontraron un arroyo que Mitch Bouyer identificó como el Dense Ahswood. Fluía hacia el oeste hasta su confluencia con el Little Big Horn. La columna siguió el curso del arroyo.

    Poco antes del amanecer Custer ordenó detenerse a la columna pero sin acampar. Los fatigados soldados tuvieron que pasar la noche al raso sin apenas dormir.

    Craig y el sargento primero habían cabalgado a menos de cincuenta metros de Custer, junto a los miembros de la guarnición del cuartel general. Craig seguía montado en su caballo pero su rifle Sharps y su cuchillo Bowie los llevaba el sargento Lewis. Craig tenía los tobillos atados con cuerdas de piel a la cincha de su silla y las manos a la espalda.

    Durante una breve parada al alba, Lewis, que era un fanfarrón y muy estricto con el reglamento pese a que no era mala persona, dejó bajar del caballo a Craig. Craig tenía la manos atadas a la espalda, pero Lewis le dio de beber cuanto quiso de su cantimplora. Se avecinaba un día caluroso.

    Entonces fue cuando Custer tomó la primera de las absurdas decisiones que tomaría durante aquel día. Llamó a su tercero en el mando, el capitán Frederick Benteen, y le ordenó hacerse cargo de tres compañías, las H, D y K y dirigirse hacia los páramos del sur a ver si había indios por allí. Desde solo unos metros de distancia Craig vio a Benteen, a quien consideraba el más profesional de la unidad, y lo oyó protestar la orden. Si había una importante concentración de enemigos a orillas del curso alto del Little Big Horn, ¿era prudente dividir las fuerzas?

    ―Ya le he dado sus órdenes ―le espetó Custer, que se volvió sin darle opción a más réplica.

    Benteen se encogió de hombros y se dispuso a cumplir la orden. De modo que, de los seiscientos hombres de que disponía Custer en total, ciento cincuenta se alejaron hacía las interminables lomas y valles de los páramos, para dar palos de ciego, como quien dice.

    Aunque Craig y el sargento Lewis nunca lo sabrían, Benteen y sus hombres y sus caballos exhaustos regresarían al valle del río varias horas más tarde, demasiado tarde para ayudar, pero también demasiado tarde para que los aniquilasen.

    Después de dar sus órdenes, Custer y el 7.° de Caballería marcharon curso abajo del arroyo hacia el río.

    Al alba regresaron varios guías crow y ree que se habían adelantado a la columna. Habían visto un montículo cerca de la confluencia del arroyo Dense Ashwood con el río. Y como estaban familiarizados con la zona conocían bien el promontorio. En la cima había pinos y, trepando a la copa de cualquiera de ellos, se podía ver todo el valle. Subieron dos rees y vieron lo que vieron. Y, al enterarse de que el general Custer se proponía continuar, se sentaron a entonar sus cánticos fúnebres.

    Salió el sol y empezó a apretar el calor. Por delante de Craig, el general Custer, que llevaba su uniforme color crema, se quitó la guerrera, la enrolló y la remetió bajo la silla. Cabalgaba con su camisa azul de algodón. El sombrero de ala ancha, también de color crema, protegía sus ojos del resplandor.

    La columna llegó al montículo.

    Custer subió hasta la mitad de la ladera y trató de ver qué había delante con un catalejo. Estaban junto a la orilla del arroyo, a unos cinco kilómetros de la confluencia con el río. Cuando bajó de la loma y habló con los oficiales que seguían con él, el rumor recorrió la columna. Habían visto parte de un poblado siux con humo que se alzaba de los fuegos junto a los que cocinaban. Era media mañana.

    Al otro lado del arroyo y al este del río había una cadena de lomas que impedían la visión de quienes estuviesen en el llano. Pero Custer había encontrado a sus siux. No sabía cuántos eran y no quiso escuchar las advertencias de sus guías. Decidió atacar, que era la única maniobra que figuraba en su léxico personal.

    El plan de batalla que decidió fue un movimiento de tenaza. En lugar de bloquear el flanco sur de los indios y aguardar a que Terry y Gibbon los encerrasen por el norte, decidió formar las dos mitades de la tenaza con las fuerzas del 7.° de Caballería que seguían bajo su mando directo.

    Atado a su caballo y aguardando al consejo de guerra que se celebraría después de la batalla, Ben Craig lo oyó ordenarle a su segundo, el comandante Marcus Reno, que se hiciese cargo de otras tres compañías, las A, M y B y siguiese hacia el oeste. Deberían llegar al río, vadearlo, girar a la derecha y cargar contra el poblado desde el sur.

    El general dejaría una compañía para que vigilase al tren de mulas y los suministros. Con las cinco compañías restantes Custer galoparía hacia el norte, por detrás de la cadena de lomas, para aparecer por el extremo norte. Entonces descendería hacia el río, lo cruzaría y atacaría a los siux por el norte. Entre las tres compañías de Marcus Reno y las cinco que irían bajo su mando los indios quedarían atrapados y serían aniquilados.

    Craig no podía saber qué había al otro lado de la serie de lomas, pero sí observó las actitudes de los guías crow y ree, que sabían lo que les esperaba y se preparaban para morir. Porque jamás habían visto tan enorme concentración de siux y cheyenes. Seis grandes tribus se habían unido para cazar juntas y estaban ahora acampadas a lo largo de la orilla occidental del Little Big Horn. Eran entre diez mil y quince mil quinientos procedentes de todas las tribus de las praderas.

    Craig sabía que, en la sociedad de los indios de las praderas, todo varón estaba destinado a ser un guerrero entre los quince y los treinta y cinco o cuarenta años. Y, por lo tanto, una sexta parte de cualquier tribu eran guerreros. De modo que calculó que debían de ser unos dos mil los que había junto al río, y no estarían ni mucho menos predispuestos a regresar dócilmente a ninguna reserva, sabedores de que el noroeste de las praderas rebosaba de ciervos y antílopes.

    Aunque todos lo ignorasen, lo peor era que hacía una semana se habían topado con el general Crook, lo habían derrotado y no temían a los «guerreras azules», como los llamaban. Tampoco habían salido a cazar, como los hombres de la familia de Alto Wapití el día anterior. Lo que hicieron la noche del 24 de junio fue organizar una gran fiesta para celebrar la victoria sobre Crook.

    La razón de que lo celebrasen con una semana de retraso era sencilla: una semana era el período de luto para sus propios muertos durante la batalla contra Crook el día 17, y la fiesta no podía celebrarse hasta transcurrida una semana. La mañana del 25 los guerreros estaba recobrándose de las danzas de la noche anterior. No habían salido a cazar y seguían con todo el cuerpo pintado.

    Pese a ello, Craig reparó en que aquel no era un poblado adormecido como el de 011a Negra junto al Washita. Era poco más de mediodía cuando Custer decidió dividir por última vez a sus fuerzas, con resultados fatales.

    El guía vio partir al comandante Reno por el curso bajo del arroyo hacia la confluencia con el río. Al frente de la compañía B, Acton le echó una ojeada al guía a quien prácticamente había condenado a morir, se permitió un esbozo de sonrisa y siguió cabalgando. Por detrás de él, el sargento Braddock le dirigió una mirada desdeñosa a Craig al pasar junto a él. Al cabo de dos horas, ambos estarían muertos y los restos de las tres compañías de Marcus Reno copados en lo alto de una loma, tratando de resistir hasta que Custer pudiera regresar y auxiliarlos. Pero Custer no volvió. Sería el general Terry quien los rescataría dos días después.

    Craig vio que otros ciento cincuenta hombres de las menguadas fuerzas descendían junto a la orilla del arroyo. Y aunque él no era un soldado tenía muy poca fe en ellos. Más de un treinta por ciento de los hombres de Custer era novatos sin apenas instrucción. Algunos a duras penas sabían manejar a sus caballos cuando estaban tranquilos, y no podían controlarlos en combate; otros casi no sabían manejar sus rifles Springfield.

    Aproximadamente un cuarenta por ciento, pese a tener más experiencia militar, jamás habían disparado contra un indio en combate, ni siquiera habían intervenido en escaramuzas, y muchos ni siquiera habían visto a más indios que aquellos que vivían acobardados y dóciles en las reservas.

    Craig se preguntaba cómo reaccionarían cuando se viesen frente a una horda de guerreros aullantes y pintados, cargando sobre ellos para defender a sus mujeres e hijos. Albergaba los más negros presagios, y no se equivocó. Pero, para entonces, sería demasiado tarde.

    Ben también sabía que había otro factor que Custer se había negado a tener en cuenta. En contra de la leyenda, los indios de las praderas consideraban que la vida era algo sagrado, no algo que pudiera arriesgarse alegremente. Incluso cuando combatían evitaban sufrir muchas bajas y, si perdían a dos o tres de sus mejores guerreros, solían retirarse. Pero Custer se proponía atacar a sus padres, esposas e hijos. Y solo por su honor los hombres no cejarían en el combate hasta haber matado al último wasichu, como llamaban a los blancos. No tendrían piedad.

    Cuando la polvareda que levantaban las tres compañías de Marcus Reno desapareció por el curso bajo del arroyo, Custer ordenó detener la caravana de carromatos con pertrechos, custodiada por una de sus seis compañías; con las demás, E, C, L, I y F, giró hacia el norte, de manera que la cadena de lomas lo hacía invisible para los indios del valle del río. Pero tampoco él podía verlos.

    Custer llamó entonces al sargento primero.

    ―Traiga al prisionero. Quiero que vea lo que les sucede a sus amigos cuando el 7.° cargue sobre ellos.

    Y, sin más, dio media vuelta y continuó al trote hacia el norte, seguido de sus cinco compañías, unos doscientos cincuenta hombres en total.

    Craig comprendió que el general aún no era consciente del peligro, porque llevaba a tres civiles con él para que disfrutasen del espectáculo. Uno era el periodista Mark Kellogg, que era un hombre menudo y llevaba gafas. Pero lo más grave era que los otros dos eran jóvenes parientes suyos por cuya seguridad debió de haber velado. Uno era su hermano menor, Boston Custer, que tenía diecinueve años; y el otro su sobrino Autie Reed, de dieciséis.

    Las cinco compañías avanzaban en columna de a dos, formando una fila de casi un kilómetro. Detrás de Custer cabalgaba su asistente y actuario, el capitán Cooke, y detrás de este el asistente de guardia que tenía el general aquel día, el soldado John Martin, que era también el bugle del regimiento. En realidad se llamaba Giuseppe Martino, un inmigrante italiano que había sido bugle con Garibaldi y todavía no hablaba muy bien inglés. El sargento Lewis y Ben Craig, que seguía atado, iban a diez metros por detrás de Custer.

    Mientras cabalgaban cuesta arriba por las laderas, lejos todavía de la cresta, vieron al comandante Marcus Reno y sus hombres cruzar el Little Big Horn antes de atacar por el sur. Al reparar Custer en los lúgubres semblantes de sus guías crow y ree los invitó a dar media vuelta y alejarse, una invitación que los guías aceptaron sin necesidad de que el general insistiese. Y sobrevivieron.

    La columna ascendió a lo largo de cinco kilómetros hasta remontar la cresta de la cadena de lomas, que quedaban a su izquierda. Desde allí pudieron ver todo el valle.

    Craig oyó al fornido sargento que sujetaba la brida de su caballo musitar «¡Dios santo!», y contener la respiración.

    La otra orilla del río era un mar de tipis.

    Incluso a aquella distancia, Craig distinguió las formas de las tiendas y los colores con que estaban pintadas, que identificaban a las distintas tribus. Había seis poblados.

    Los indios de las praderas viajaban siempre en columna, una tribu tras otra. Cuando se detenían para acampar, se organizaban en poblados diferenciados. De modo que el campamento conjunto era largo y estrecho, formado por seis círculos junto a la otra orilla del río.

    Se dirigían hacia el norte cuando se detuvieron allí varios días antes. El honor de ir en vanguardia les había sido concedido a los cheyenes y su campamento era el situado más al norte. Junto a ellos estaba el campamento de sus más estrechos aliados, los siux oglala. Junto a los oglala estaban los siux sans arc y luego los pies negros. Los segundos por el sur eran los minneconjou, y los que se hallaban más al sur, que en esos momentos estaban siendo atacados por el comandante Marcus Reno, formaban la retaguardia, el campamento siux de los hunkpapa, cuyo jefe supremo, y gran sanador de los siux, era el veterano Toro Sentado.

    También había otros indios en la concentración, acampados con sus parientes más próximos, miembros de las tribus siux santée, brulé y assiniboine.

    Lo que el 7.° de Caballería no podía ver, porque se lo impedían las lomas, era que el ataque del comandante Reno en el lado sur del campamento de la tribu hunkpapa de Toro Sentado era una catástrofe. Loshunkpapa habían salido de sus tiendas, muchos a caballo y armados hasta los dientes para contraatacar.

    Eran casi las dos de la tarde. Los hombres de Reno habían sido fácil y hábilmente desbordados por el flanco izquierdo por guerreros montados en ponis, que los rodearon en la pradera y, con el flanco izquierdo copado, se vieron obligados a retirarse a la chopera de la orilla que acababan de cruzar.

    Muchos habían desmontado entre los árboles; algunos habían perdido el control de sus caballos y habían caído abatidos; otros habían perdido sus rifles, de los que los hunkpapa se apoderaron exultantes. En pocos minutos los restantes tendrían que volver a cruzar el río y tratar de resistir en lo alto de una loma, donde tuvieron que soportar un asedio de treinta y seis horas.

    Custer observaba el panorama, y desde pocos metros de distancia Craig observaba al gran adalid de la lucha contra los indios. En los campamentos se veían mujeres y niños pero no guerreros. Custer pensó que aquella era una agradable sorpresa y Craig lo oyó llamar a los comandantes de las compañías que se habían acercado a él.

    ―Cargaremos y tomaremos el campamento ―dijo el general.

    Entonces llamó al capitán Cooke y le dictó un mensaje dirigido, nada menos, que al capitán Benteen, a quien había enviado a los páramos. El mensaje que Cooke garabateó decía: «Vengan. Gran campamento. Dense prisa. Traigan pertrechos.» Se refería a más municiones. Y el general le dio el mensaje al bugle Martino, que sobreviviría para contarlo.

    Milagrosamente, el italiano localizó a Benteen porque el oficial, harto de dar palos de ciego en los páramos, había regresado junto al arroyo y terminado por reunirse con el comandante Reno en la sitiada loma. Pero, para entonces, era imposible abrirse paso para ir en apoyo de Custer.

    Mientras Martino cabalgaba cuesta abajo, Craig se giró en su silla para seguirlo con la mirada. Vio que más de veinte hombres de la compañía del capitán Yates, la F, también se alejaban a caballo sin órdenes. Nadie trató de detenerlos. Craig miró a Custer, que iba en cabeza. ¿Es que no había nada que pudiera inyectar un poco de sensatez en aquella mente de chorlito?

    El general se irguió apoyado en los estribos, alzó su sombrero y gritó a sus hombres:

    ―¡Hurra, muchachos! ¡Ya los tenemos!

    Esas fueron las últimas palabras que oyó el mensajero Martino, que luego informaría de ellas durante la investigación que se llevaría a cabo.

    Craig reparó en que, como muchos de los que tenían el pelo castaño y rizado, a Custer empezaba a clarearle la coronilla. Los indios lo apodaban Pelo Largo, pero el general había renunciado a la melena a causa del calor del verano, y llevaba el pelo corto. Puede que esta fuese la razón de que las mujeres oglala no pudiesen reconocerlo después, cuando cayó, y de que a los guerreros no les mereciera la pena cortarle la cabellera.

    Tras el saludo militar de rigor, Custer picó espuelas y se lanzó a la carga seguido de sus restantes doscientos diez hombres. El terreno que tenía por delante, que conducía a la orilla del río, era más liso y practicable que el de una ladera escarpada.

    A un kilómetro la columna enfiló hacia la izquierda, compañía tras compañía, para descender por la pendiente, vadear el río y atacar. Y justo en aquel momento el campamento cheyene se convirtió en un clamor. Los guerreros salieron como una nube de avispones, con la cara cubierta con sus pinturas de guerra, la mayoría desnudos de cintura para arriba, gritando su agudo yip―yip―yip mientras galopaban hacia el río y empezaban a vadearlo hacia la orilla oriental, donde estaban las cinco compañías de guerreras azules del general Custer, que se detuvieron en seco.

    Craig volvió a oír musitar «¡Oh, Dios mío!» al tirar el sargento Lewis de las riendas. En cuanto vadearon el río, los cheyenes desmontaron y avanzaron a pie. Se agachaban entre las matas para ocultarse, se erguían, corrían unos pocos pasos y volvían a agacharse. Entonces empezó a caer la primera lluvia de flechas sobre el 7.° de Caballería. Una se hundió en el flanco de un caballo, que relinchó de dolor e hizo caer a su jinete.

    ―¡Desmonten! Los caballos a la retaguardia.

    La orden era de Custer y no tuvo que repetirla. Craig vio que algunos soldados desenfundaban sus Colt 45, disparaban a sus propios caballos en la frente y utilizaban su cuerpo a modo de parapeto. Esos fueron los más listos.

    No había donde ponerse a cubierto en aquella loma; ni una roca, ni una peña tras la que ocultarse. Al desmontar, algunos soldados se desgajaron de sus respectivas compañías, sujetaron a una docena de caballos por la brida y los condujeron hasta lo alto de la cadena de lomas.

    El sargento Lewis hizo guiar su caballo y el de Craig para reunirse con la veintena de soldados que trataban de contener a los caballos para que no saliesen de estampida. Pero los animales no tardaron en oler a los indios. Empezaron a encabritarse, tirando de quienes los sujetaban. Lewis y Craig lo observaban. Tras la primera embestida, la batalla disminuyó en intensidad. Pero los indios no habían terminado, sino que preparaban una maniobra envolvente.

    Luego se dijo que los siux fueron quienes destruyeron a Custer aquel día. Pero no ocurrió así. Fueron los cheyenes quienes, básicamente, realizaron el ataque frontal. Sus primos, los siux oglala, les cedieron el honor de defender su propio campamento, que habría sido el primero en ser atacado por Custer, y se limitaron a una misión de apoyo, situándose en los flancos para cortar toda retirada.

    Desde su privilegiado mirador, Craig vio a los oglala dividirse entre los matorrales a izquierda y derecha. Al cabo de veinte minutos, no cabía ya la menor esperanza de retirada. Los silbidos de las balas y los siseos de las flechas se oían cada vez más cerca. Uno de los soldados que sujetaba a los caballos fue alcanzado por una flecha que le atravesó la garganta, y se desplomó gritando y dando boqueadas.

    Los indios tenían algunos rifles y viejos fusiles de chispa. Pero a última hora de aquella tarde estarían considerablemente rearmados con Springfields y Colts arrebatados a los soldados. Sin embargo, básicamente utilizaban el arco, que para ellos tenía dos ventajas. El arco es un arma silenciosa que no delata la posición del atacante. Muchos guerreros azules murieron aquella tarde con el pecho atravesado por una flecha anónima. La otra ventaja era que la lluvia de flechas podía caer casi verticalmente sobre los hombres de la caballería. Esto causaba una gran mortandad, sobre todo entre los caballos.

    En sesenta minutos, una docena de monturas habían sido alcanzadas por las flechas. Los caballos se soltaron y emprendieron un enloquecido galope cuesta abajo. Los demás, aunque no habían sido heridos, siguieron su ejemplo. Mucho antes de que muriesen los soldados, los caballos habían desaparecido y, con ellos, toda esperanza de salvación. Empezó a cundir el pánico entre los soldados, que trataban en vano de ponerse a cubierto. Los pocos oficiales y suboficiales que tenían experiencia no pudieron controlar a sus hombres.

    Los guerreros cheyenes procedían del poblado del jefe Lobato, que no estaba allí. Cuando regresó, una hora demasiado tarde para participar en la batalla, fue abucheado. Pero, en realidad, había estado al frente de la partida de exploradores indios que siguió a Custer hacia el curso alto del Rosebud y luego hasta el Little Big Horn.

    En su ausencia, dirigió las operaciones el segundo guerrero más experto, llamado Cojo Blanco, un hombre de unos treinta y cinco años, que ni era blanco ni cojo. Cuando un grupo de unos treinta soldados al mando de un oficial trató de abrirse paso hacia el río, cargó él solo contra ellos, con lo que consiguió desmoralizarlos y morir como un héroe. Ninguno de los treinta soldados pudo volver por la cuesta y, al verlos morir, sus compañeros perdieron toda esperanza.

    Desde lo alto, Lewis y Craig oían a los soldados rezar y llorar al verse frente a la muerte. Un soldado, apenas un muchacho, sollozando como un niño, rompió el círculo y subió hasta la cima de la loma para tratar de montar en uno de los dos últimos caballos. Al cabo de unos segundos cuatro flechas lo alcanzaron en la espalda y se desplomó entre estertores.

    Lewis y Craig estaban ahora a tiro y varias flechas les pasaron rozando. Debían de quedar entre cincuenta y cien hombres aún vivos en la ladera, pero la mitad debían de estar heridos. De vez en vez, un guerrero, buscando la gloria personal, montaba y cargaba contra los agazapados soldados, desafiando a una lluvia de balas. Pero como los del 7.° hicieron en aquella batalla un alarde de mala puntería, el guerrero se alejaba indemne y cubierto de gloria.

    Los yip―yip―yip no cesaban.

    Todos los soldados creían que era un grito de guerra. Pero Craig sabía que no. No era un grito de guerra sino de muerte, una invocación a la propia muerte con la que los indios confiaban su alma a Manitú.

    Pero lo que de verdad aniquiló al regimiento fue el pánico de los soldados a que los apresaran vivos y los torturasen. Les habían metido en la cabeza relatos de los espantosos métodos que utilizaban los indios para matar a sus prisioneros, algo que, en líneas generales, era falso.

    Hacer prisioneros era algo ajeno a la cultura de los indios de las llanuras. No tenían instalaciones para albergarlos. Pero todo contingente enemigo podía rendirse con honor si perdía a la mitad de sus hombres.

    Al cabo de setenta minutos, Custer los había perdido con creces. Y puesto que siguió luchando, lo normal de acuerdo a las costumbres indias era que las fuerzas combinadas de siux y cheyenes aniquilasen hasta el último hombre.

    Si los indios capturaban a un enemigo, solo lo torturaban en dos casos: si era reconocido como alguien que había jurado no volver a atacarlos y había faltado a su palabra, o si había mostrado cobardía en el combate. En ambos casos era despreciado, lo consideraban deshonrado y podían torturarlo.

    Pero en la cultura siuxc―heyene el honor podía recuperarse soportando el dolor con fortaleza y estoicismo. Y tanto al mentiroso como al cobarde debían darles esa oportunidad, a través del dolor.

    Custer era uno de los que juró a los cheyenes que jamás volvería a atacarlos. De ahí que dos mujeres cheyenes, que lo reconocieron muerto entre los caídos, le perforasen los tímpanos con una lezna. Así oiría mejor, la próxima vez.

    A medida que el cerco de siux y cheyenes se estrechaba, cundió el pánico entre los supervivientes.

    En aquellos tiempos, las batallas nunca se libraban con buena visibilidad, porque no había municiones que no produjesen humo. Y, al cabo de una hora, la ladera estaba cubierta de una densa cortina de humo a través de la que irrumpían los salvajes.

    La imaginación salta a veces sobre su propia sombra. Años después, un poeta inglés escribiría:

    Cuando te hieren en Afganistán y te dejan en las llanuras, y las mujeres vienen a descuartizarte, no tienes más que echar mano de tu rifle y saltarte la tapa de los sesos.

    Y así compareces ante tu Dios como un soldado.

    Ninguno de los últimos supervivientes en aquella ladera viviría para leer a Kipling, pero eso es lo que hicieron. Craig oyó los primeros disparos de revólver de los heridos que quisieron ahorrarse la tortura.

    Craig miró a Lewis.

    El fornido sargento estaba lívido. Ambos caballos estaban incontrolables. No podían huir rehaciendo el camino, que era un hormiguero de siux oglala.

    ―No me deje morir como un cerdo atado, sargento ―le suplicó el guía.

    Lewis reflexionó rápidamente y optó por desentenderse de su sentido del deber. Bajó del caballo y cortó las cuerdas que ataban los tobillos de Craig a sus cinchas.

    Entonces, en menos de un segundo ocurrieron tres cosas. Desde no más de treinta metros, dos flechas se clavaron en el pecho del sargento que, con el cuchillo en la mano, las miró sorprendido, se le doblaron las rodillas y cayó de bruces. Desde más cerca, un guerrero siux asomó por un alto matorral, apuntó a Craig con un viejo fusil de chispa y disparó. Pero había puesto demasiada pólvora y, además, olvidó quitar la baqueta. La recámara explotó con una llamarada y destrozó la mano del indio. De haber disparado con la culata apoyada en el hombro se habría quedado sin cabeza, pero disparó desde la altura de la cadera. La baqueta salió disparada como un arpón y se clavó en el pecho del caballo de Craig, penetrándole hasta el corazón. Al desplomarse el animal, Craig, con las manos aún atadas, intentó no caerse debajo, pero cayó de espaldas, se golpeó la cabeza con una pequeña roca y quedó inconsciente. Diez minutos después, el último soldado blanco que Custer tenía en la colina estaba muerto. Como el guía había perdido el conocimiento, no llegó a verlo, pero, por suerte, el final fue rápido. Los guerreros siux relatarían después que la última docena de supervivientes que aún combatían, comparecieron ante Manitú en un visto y no visto. En realidad la mayoría echó mano de sus propios rifles o utilizó sus revólveres Colt. Algunos les hicieron el favor a sus camaradas heridos y otros a sí mismos.

    Cuando Ben Craig recobró el conocimiento, la cabeza le daba vueltas a causa del golpe contra la roca. Abrió un ojo. Estaba de costado, con las manos atadas a la espalda y una mejilla en tierra. La hierba le ocultaba la cara. Oyó pasos en derredor, gritos de entusiasmo y victoria. También empezó a aclarársele la vista. Veía piernas desnudas y pies calzados con mocasines corriendo por la ladera: los guerreros siux buscaban algún botín y trofeos. Uno de ellos debió de ver que movía los ojos. Se oyó un grito triunfal y unos fuertes brazos lo levantaron. Cuatro guerreros lo rodeaban con la cara pintada y congestionada, todavía excitados por la frenética carnicería. Vio que la característica cachiporra de los hunkpapa se alzaba para aplastarle la cabeza. Por un instante, mientras aguardaba allí sentado la muerte, se preguntó vagamente qué habría en el más allá. Pero el guerrero no descargó el golpe.

    ―¡Detente! ―Oyó una voz.

    Craig alzó la vista. El hombre que había dado la orden iba a lomos de un poni y estaba a unos tres metros de él. El sol descendente quedaba a la derecha del jinete, y el resplandor reducía la imagen del guerrero a una silueta. No llevaba ningún tocado en el pelo, que le caía como una capa oscura hasta la mitad de la espalda. No llevaba lanza ni hacha de guerra y, por lo tanto, no podía ser un cheyene. El poni que montaba se movió un paso hacia un lado y el resplandor desapareció. La sombra del jinete cayó sobre el rostro de Craig, que entonces pudo ver con mayor nitidez. El poni no era pío ni moteado como la mayoría de las monturas de los indios. Era de color gamuza pálido, o de ante dorado, como también lo expresaban. Craig lo conocía de oídas.

    El jinete iba prácticamente desnudo, sin más que un taparrabos y mocasines. Era la indumentaria de un simple guerrero, pero tenía la autoridad de un jefe. No llevaba escudo en el brazo izquierdo, como si desdeñase toda protección personal, pero de su mano izquierda colgaba una cachiporra de guerra. Era un siux.

    La cachiporra de guerra era un arma temible. Era un garrote de casi medio metro de largo, de empuñadura forrada de crin de caballo, rematado en forma de horquilla en la que incrustaban una piedra ovalada y alisada, del tamaño de un huevo grande de ganso, atada con tiras de piel mojadas. Dejaban secar al sol la cachiporra, con lo que las tiras de piel se encogían y tensaban de tal modo que la piedra nunca caía. Un golpe con semejante arma aplastaba brazos, hombros o costillas y podía partir una cabeza como una nuez. Solo podía utilizarse cuerpo a cuerpo, lo que conllevaba un gran honor.

    Cuando volvió a hablar lo hizo en el dialecto siux oglala. Como era parecido al cheyene, el guía lo entendió.

    ―¿Por qué habéis atado al wasichu así?
    ―No lo hemos atado nosotros, Gran Jefe. Lo hemos encontrado atado así, por su propia gente.

    La oscura mirada reparó en la cuerda que aún sujetaba los tobillos de Craig. Reparó en ello pero no dijo nada. Siguió erguido a lomos del poni, pensativo. Su pecho y sus hombros estaban pintados con círculos que representaban granizo, y del nacimiento del pelo partía un rayo negro hasta la herida de bala que tenía en el mentón. No llevaba más adornos, pero Craig lo reconoció por su reputación. Estaba ante el legendario Caballo Loco, el jefe de los siux oglala desde hacía doce años, desde que tenía veintiséis. Era un guerrero reverenciado por su arrojo, misticismo y abnegación. La brisa del río hacía ondear el pelo del jefe, así como la hierba alta y la pluma que el guía llevaba en el pelo, que se posó en la hombrera de su cazadora de ante. Caballo Loco reparó en ello. Era una condecoración honorífica de los cheyenes.

    ―No debe morir ―ordenó Caballo Loco―. Llevadlo ante el jefe Toro Sentado para que lo juzgue.

    A los guerreros los decepcionó perder la oportunidad de semejante botín pero obedecieron. Craig fue aupado y conducido cuesta abajo hasta el río. Al recorrer los casi mil metros que lo separaban de la orilla pudo ver el resultado de la matanza.

    En la ladera, los doscientos diez hombres de las cinco compañías, salvo los guías y los desertores, yacían dispersos con las grotescas posturas de la muerte. Los indios los estaban despojando de todo en busca de trofeos y llevaban a cabo las mutilaciones rituales, diferentes según las tribus. Los cheyenes les cortaban las piernas para que el muerto no pudiera perseguirlos; los siux machacaban la cabeza y la cara con sus cachiporras hunkpapa. Otros cortaban brazos, piernas y cabezas.

    A unos cincuenta metros cuesta abajo el guía vio el cuerpo de George Armstrong Custer, desnudo al sol, sin más que unos calcetines de algodón que le llegaban a los tobillos, blanco como la cera. No lo habían mutilado; solo le habían perforado los tímpanos y así lo encontraron los hombres de Terry.

    Los indios se lo llevaban todo; lo que contenían los bolsillos de los uniformes y las alforjas y, por supuesto, los rifles y los revólveres con la gran cantidad de munición que aún quedaba. También se llevaban las petacas de tabaco, los relojes de bolsillo, carteras con fotos familiares, todo aquello que pudieran considerar un trofeo, como gorras, botas y uniformes. La ladera era un hervidero de guerreros y de mujeres indias.

    A orillas del río había un grupo de ponis. Subieron a Craig a uno de ellos y él y sus cuatro escoltas vadearon el Little Big Horn hasta la orilla occidental. Al cruzar el campamento cheyene las mujeres salieron a insultar al único wasichu que había sobrevivido pero callaron al ver la pluma de águila. ¿Era un amigo o un traidor?

    El grupo cruzó al trote los campamentos de los sans arcs y de los minneconjou hasta que llegaron al de los hunkpapa, que era un clamor. Aquellos guerreros no se habían enfrentado a Custer durante la batalla, sino a las tropas del comandante Marcus Reno, cuyos supervivientes seguían al otro lado del río, situado en lo alto de una colina, junto a Benteen y a las mulas, preguntándose por qué Custer no había dado media vuelta para acudir en su auxilio. Los guerreros pies negros, minneconjou y hunkpapa cabalgaban de un lado para otro enarbolando los trofeos arrebatados a los hombres de Reno, y Craig vio varias cabelleras rubias y pelirrojas. Rodeados por las vociferantes mujeres indias llegaron a la tienda del gran Toro Sentado.

    Los escoltas oglala le transmitieron las órdenes de Caballo Loco, dejaron al prisionero allí y dieron media vuelta en busca de trofeos por la ladera.

    Craig fue introducido con brusquedad en un tipi y dos indias ya mayores recibieron instrucciones para vigilarlo armadas con sendos cuchillos.

    Después de anochecer una docena de guerreros lo sacó de la tienda a rastras. Habían encendido los fuegos del campamento y a la luz de los mismos los guerreros que seguían con la cara pintada intimidaban. Pero estaban más calmados, pese a que a dos kilómetros de allí, más allá de la chopera y al otro lado del río, fuera de su vista, intermitentes disparos indicaban que los siux aún seguían subiendo por la colina hacia el círculo defensivo de Reno.

    Durante la batalla, a ambos lados del enorme campamento, los siux tuvieron treinta y una bajas. Pese a que habían intervenido mil ochocientos guerreros y a que sus enemigos habían sido prácticamente aniquilados, los indios estaban muy afectados. En los distintos campamentos, las viudas se inclinaban ante sus esposos e hijos y los preparaban para el Largo Viaje.

    En el centro del campamento hunkpapa había un fuego mayor que los demás y, alrededor, una docena de jefes presididos por Toro Sentado. Tenía solo cuarenta años pero parecía mayor. Su tez de caoba y surcada de arrugas parecía aun más oscura con el resplandor del fuego. Al igual que Caballo Loco era reverenciado por haber tenido una vez una gran visión del futuro de su pueblo y del de los búfalos de las praderas. Era una visión desoladora. Había visto a su pueblo aniquilado por el hombre blanco. Su odio a los wasichu era proverbial.

    Tiraron a Craig al suelo a unos siete metros de él, a su izquierda, para que el fuego no entorpeciese la visión. Durante unos momentos todas las miradas se concentraron en el guía.

    Toro Sentado dio una orden que Craig no entendió. Un guerrero desenfundó su cuchillo y se situó detrás de Craig, que pensó que había llegado su hora.

    El cuchillo cortó las ligaduras que ataban sus muñecas. Y por primera vez en veinticuatro horas pudo mover las manos hacia adelante. Pero ni siquiera las sentía. La sangre empezó a fluir de nuevo, causándole primero un cosquilleo y luego dolor. Su expresión permaneció imperturbable.

    Toro Sentado volvió a hablar, y en esta ocasión se dirigió a él. Craig no lo entendió pero le contestó en cheyene. Se oyó un murmullo de sorpresa. Uno de los jefes cheyenes, Dos Lunas, habló entonces.

    ―El Gran Jefe pregunta por qué los wasichu te ataron los pies al caballo y las manos a la espalda. ―Porque cometí un delito ―contestó el guía.
    ―¿Fue un delito grave?

    Dos Lunas hizo de intérprete durante el resto del interrogatorio.

    ―El jefe de los guerreras azules quería ahorcarme. Mañana.
    ―¿Qué habías hecho?

    Craig reflexionó unos momentos. ¿Solo hacía un día que Braddock había arrasado el pequeño poblado de Alto Wapití? Craig empezó explicando lo ocurrido allí y concluyó con lo de su condena a muerte. Reparó en que Dos Lunas asentía al traducir lo del poblado de Alto Wapití. Ya se había enterado. A cada frase, Ben Craig hacía una pausa para dar tiempo a que Dos Lunas lo tradujese al siux. Cuando hubo terminado los jefes comentaron en voz baja. Dos Lunas llamó a uno de sus hombres.

    ―Vuelve a nuestro poblado. Trae a Alto Wapití y a su hija aquí.

    El guerrero fue hasta donde tenía atado su poni, montó y se alejó. Toro Sentado prosiguió con su interrogatorio.

    ―¿Por qué habéis venido a guerrear con los pieles rojas?
    ―Me dijeron que porque los siux estaban abandonando sus reservas en las Dakotas. Nadie dijo nada de matar hasta que Pelo Largo enloqueció.

    Los jefes volvieron a conferenciar entre sí.

    ―¿Estaba aquí Pelo Largo? ―preguntó Dos Lunas. Ben Craig comprendió entonces que los indios ni siquiera sabían contra quién habían luchado.
    ―Está en la ladera, al otro lado del río. Muerto. Los jefes volvieron a hablar durante un rato. Luego se hizo un silencio. Los consejos que celebraban entre ellos eran algo que se tomaba muy en serio y no se daban prisa. Al cabo de media hora Dos Lunas volvió a dirigirse a Craig.
    ―¿Por qué llevas la pluma blanca de águila? Craig lo explicó.

    Diez años antes, cuanto tenía catorce años se unió a un grupo de jóvenes cheyenes y fueron a cazar a las montañas. Todos llevaban arcos y flechas, menos Craig, a quien le permitieron llevar el rifle Sharps de Donaldson. Los sorprendió un oso pardo viejo de muy mal carácter y al que apenas le quedaban dientes, pero que conservaba suficiente fuerza para matar a un hombre de un zarpazo. El oso había asomado de una fronda rugiendo y cargando furioso hacia ellos.

    En aquel momento uno de los guerreros que estaba detrás de Dos Lunas interrumpió.

    ―Recuerdo haberlo oído contar ―dijo―. Sucedió en el poblado de mi primo.

    No hay nada como contar una buena historia alrededor del fuego. De modo que lo invitaron a acabar de contarla y los siux permanecieron muy atentos mientras Dos Lunas traducía:

    ―El oso era como una montaña y corría mucho. Los jóvenes cheyenes se dispersaron hacia los árboles. Pero el pequeño wasichu apuntó y disparó. La bala se incrustó en el pecho. El animal se irguió como un pino, agonizante, pero siguió avanzando. El chico blanco hizo saltar el cartucho vacío e introdujo otro. Volvió a disparar. La segunda bala le entró por la boca al oso y le saltó la tapa de los sesos. El oso dio un paso más y cayó de bruces. La cabeza golpeó el suelo tan cerca del muchacho que la saliva y la sangre le salpicaron las rodillas. Pero él no se movió. Entonces los muchachos enviaron un mensajero al poblado y volvió con guerreros y un travois para desollar al monstruo y hacerle una manta al padre de mi primo con la piel. Luego celebraron un festín y le dieron al wasichu un nuevo nombre: Mataosos Valiente y le concedieron la pluma de águila del cazador.

    »Así lo contaron en mi poblado hace cien lunas, antes de que nos trasladásemos a las reservas.

    Los jefes asintieron. Era una buena historia. Entonces llegó un grupo de indios por delante de un travois. Dos hombres a quienes Craig no conocía se acercaron al fuego. A juzgar por su indumentaria y sus trenzas eran cheyenes.

    Uno era Lobato, que contó que había estado cazando al este del río cuando vio una humareda a orillas del Rosebud. Fue a ver y encontró a las mujeres y a los niños muertos. Mientras estaba allí oyó a los guerreras azules volver. Los siguió durante todo el día y toda la noche hasta que llegaron al valle del campamento. Pero llegó demasiado tarde para intervenir en la gran batalla.

    El otro hombre que llegó con él era Alto Wapití. Había regresado de cazar después de que la columna principal hubiese pasado. Aún estaba llorando la muerte de las mujeres y los niños de su familia cuando regresó su hija. Estaba herida pero viva. Juntos con sus nueve guerreros cabalgaron durante todo el día y la noche para encontrar el campamento cheyene. Llegaron poco antes de la batalla, en la que tomaron parte con decisión. El personalmente había buscado la muerte en la ladera de Custer y había matado a cinco soldados wasichu, pero Manitú no se lo había llevado.

    La chica del travois fue la última en hablar. Estaba pálida. Su expresión era de dolor a causa de la herida y la larga cabalgada desde el Rosebud, pero se expresó con claridad.

    Explicó lo de la matanza y lo del hombre alto con franjas en el brazo. No entendía su lengua pero sí entendió lo que quería hacer con ella antes de que muriese. Contó que el hombre vestido de ante le había dado agua, había comido y que luego la montó en un poni y la hizo volver con su familia.

    Los jefes volvieron a consultar entre ellos. La decisión fue comunicada por Toro Sentado pero todos estaban de acuerdo. El wasichu podría vivir pero no volver con los suyos. Porque o lo matarían o lo obligarían a decirles dónde estaban los siux. Quedaría bajo la custodia de Alto Wapití, que podría tratarlo como a un prisionero o como a un invitado, a su criterio. Y en primavera sería libre de quedarse con los cheyenes o marcharse.

    Alrededor del fuego se oyeron murmullos de aprobación de los guerreros. Era justo. Craig volvió con Alto Wapití al tipi que le asignaron y pasó la noche con dos guerreros que lo vigilaban.

    Por la mañana, los indios levantaron el campamento. Pero lo: exploradores que llegaron al amanecer habían traído noticias de que había más guerreras azules hacia el norte. De modo que decidieron ir al sur, hacia los montes Big Horn y ver si los wasichu iban tras ellos.

    Al haberlo aceptado en su clan, Alto Wapití fue generoso. Encontraron cuatro monturas de la caballería ilesas y Craig eligió una yegua. Los caballos no eran muy valorados por los indios de las praderas, que preferían a sus resistentes ponis. Esto se debía a que pocos caballos podían adaptarse a los crudos inviernos de las llanuras. Necesitaban heno, que los indios no recolectaban, y pocos podían subsistir como los ponis durante el invierno, a base de líquenes, musgo y corteza de sauce. La yegua que eligió Craig, de color castaño, parecía fuerte y el guía consideró que podría adaptarse. La llamó Rosebud en honor al lugar donde conoció a Brisa Susurrante.

    No fue difícil encontrar una buena silla porque los indios nunca las utilizaban, y cuando encontraron su rifle Sharps y su cuchillo Bowie se los devolvieron, aunque con cierto resquemor. En las alforjas de su caballo muerto en la parte alta de la ladera también encontró sus municiones. Ya no quedaba nada que los indios pudieran considerar botín o trofeo. Ya se habían llevado todo lo que les interesaba. No tenían ningún interés en los papeles del hombre blanco esparcidos por la hierba. Entre aquellos papeles se hallaban las notas del capitán William Cooke sobre el primer interrogatorio a Craig.

    Tardaron toda la mañana en recoger sus bártulos. Desmontaron los tipis, empaquetaron los utensilios, subieron a las mujeres, los niños y todo su equipaje en los travois, y poco después del mediodía se dispusieron a partir.

    Dejaron a sus muertos allí, en sus tipis, pintados para el más allá, vestidos con sus mejores prendas y con los penachos de plumas que indicaban su rango. Pero, de acuerdo a su tradición, todas sus pertenencias fueron esparcidas por el suelo.

    Cuando los hombres de Terry, que llegaron valle arriba desde el norte, descubrieran aquello al día siguiente pensarían que los siux y los cheyenes se habían marchado a toda prisa. Pero no era así, sino que esparcir las pertenencias de los muertos era una costumbre india. De todos modos acabarían como botín.

    A partir de entonces, los indios de las praderas siempre asegurarían que no querían luchar sino solo cazar, pero Craig sabía que los soldados se recobrarían de sus bajas y volverían para vengarse. No de inmediato, pero volverían.

    El Gran Consejo de Toro Sentado opinaba lo mismo y, al cabo de unos días, decidieron que las tribus debían dividirse en grupos menores y dispersarse. Esto haría más difícil la búsqueda de los guerreras azules, y a los indios les daría más oportunidades de pasar el invierno en sus zonas y de no verse obligados a medio morir de hambre en las reservas de Dakota.

    Craig fue con lo que quedaba del clan de Alto Wapití. De los diez cazadores que habían perdido a sus mujeres junto al Rosebud, dos murieron en la batalla de Little Big Horn y dos estaban heridos; uno con un ligero rasguño en el muslo optó por ir a caballo; el otro, que fue alcanzado por una bala de Springfield en el hombro, iba en un travois. Alto Wapití y los otros cinco buscarían nueva esposa. Y para facilitarlo se unieron con otras dos familias extensas, formando un clan de unos sesenta hombres, mujeres y niños.

    Cuando se enteraron de la decisión de dividirse en pequeños grupos y dispersarse, se reunieron en consejo para decidir dónde ir. La mayoría se dirigían hacia el sur, a Wyoming para ocultarse en los montes Big Horn. Y le pidieron opinión a Craig.

    ―Los guerreros azules irán allí ―les dijo él, y con un palo trazó el curso del Big Horn―. Os buscarán ahí en el sur y en el este. Pero conozco un lugar en el oeste llamado monte Pryor. Me crié allí. ―Y les contó cómo era aquella zona―. En la parte baja de las laderas abunda la caza. Los bosques son espesos y las ramas de los árboles desdibujan el humo de los fuegos. En los ríos abunda la pesca y en las zonas altas hay lagos con muchos peces. Los wasichu nunca van por allí.

    El clan aceptó la idea. El 1 de julio se separaron del grueso de los cheyenes y, guiados por Craig, se dirigieron hacia el noroeste, y al sur de Montana, evitando a las patrullas del general Terry que se habían desplegado en abanico desde el Big Horn pero sin adentrarse tan al oeste. A mediados de julio llegaron al pie del monte Pryor. Todo era como lo había descrito Craig.

    A más de un kilómetro de distancia era imposible ver las tiendas levantadas bajo los árboles. Desde una peña cercana, que en la actualidad se llama Crown Butte, un vigía podía ver a muchas leguas a la redonda, pero nunca aparecía nadie. Los guerreros cazaban muchos ciervos y antílopes en los bosques y los niños pescaban truchas en los ríos.

    Brisa Susurrante era joven y saludable.

    Su herida cicatrizó pronto y pudo volver a correr, veloz como una gacela. Cada vez que Craig la veía llevar la comida a los hombres, el corazón le palpitaba. Ella no exteriorizaba lo que sentía, y siempre bajaba la vista cuando lo sorprendía mirándola. Craig ignoraba que Brisa Susurrante sentía un intenso cosquilleo en su vientre, y que su pecho parecía querer estallar cada vez que la miraban aquellos ojos intensamente azules.

    Y a principios del otoño se enamoraron.

    Las mujeres del clan lo notaron en ella. Siempre que Brisa Susurrante regresaba de llevarles la comida a los hombres, la joven se sonrojaba, la pechera de su túnica de ante subía y bajaba y las mujeres mayores la miraban sin disimular su regocijo.

    Brisa Susurrante no tenía madre ni le quedaba tía viva, de manera que ninguna de las mujeres indias del poblado eran familia directa suya. Pero todas tenían hijos, doce de ellos solteros y, por lo tanto, posibles pretendientes. Las mujeres se preguntaban de cuál de ellos se habría enamorado Brisa Susurrante. Le gastaban bromas para inducirla a que lo dijese, antes de que otra se lo quitase, pero ella les replicaba que no dijesen tonterías.

    Al caer las hojas de los árboles en septiembre, el poblado se trasladó a una zona más elevada para montar el campamento al amparo de las coníferas. En octubre, las noches empezaron a ser gélidas. Pero seguía abundando la caza y los ponis pastaban la última hierba de la estación antes de pasar a su dieta de líquenes, musgo y corteza de sauce.

    El animal de Craig, Rosebud, se adaptó igual que los ponis con los que convivía, y Craig bajaba a la pradera y regresaba con un saco de hierba fresca que arrancaba con su cuchillo Bowie.

    Si Brisa Susurrante no hubiese sido huérfana de madre, su madre hubiese hablado con Alto Wapití, pero como no la tenía ella misma se lo dijo. Su padre se enfureció.

    ¿Cómo podía habérsele ocurrido semejante cosa? Los wasichu habían aniquilado a toda su familia. Aquel hombre volvería con los suyos, donde no habría lugar para ella. Además, el guerrero herido en el hombro en la batalla de Little Big Horn ya estaba casi recuperado. Los huesos se le habían soldado, aunque el hombro hubiese quedado algo deformado. Era Búho Andante, un guerrero diestro y valiente. Sería su prometido. Y la noticia se anunciaría al día siguiente. No había más que hablar.

    Alto Wapití estaba enojado. Era posible que el hombre blanco sintiese lo mismo. En adelante, tendrían que vigilarlo día y noche. No podía dejar que volviese con los suyos porque sabía dónde estaban acampados. Se quedaría con ellos aquel invierno, pero vigilado. Y así se hizo.

    De pronto trasladaron a Craig a la tienda de otra familia, donde debería permanecer y dormir. Había otros tres guerreros que compartían la misma tienda y estarían alerta para que Cazaosos Valiente no se escabullese durante la noche.

    Pero a finales de octubre, fue Brisa Susurrante quien fue a verlo. Estaba despierto, pensando en ella, cuando un cuchillo, lenta y sigilosamente, rasgó un lado de la tienda. El se levantó en silencio y salió. Ella lo miró bajo la luna. Se besaron por primera vez, ardorosamente.

    Ella se apartó y le indicó que la siguiera. Craig así lo hizo, a través de los árboles, hasta un lugar donde no podían verlos desde el campamento. Rosebud estaba ensillada y llevaba una piel de búfalo enrollada bajo la silla. El rifle colgaba en su larga funda. Las alforjas estaban repletas de comida y municiones. También estaba allí atado un poni pío. Se besaron y la fría noche pareció girar alrededor de él.

    ―Llévame a tus montañas, Ben Craig ―le susurró ella al oído―, y hazme tu mujer.
    ―Sí, ahora y para siempre, Brisa Susurrante.

    Montaron y condujeron los caballos sigilosamente por las frondas hasta que estuvieron a prudente distancia, y entonces cabalgaron hacia la pradera.

    Al amanecer estaban de nuevo al pie de la cordillera. Una partida de crows los vio a lo lejos y se dirigió al norte, hacia Fort Ellis por la senda Bozeman.

    Los cheyenes salieron en su persecución. Eran seis, cabalgando deprisa, viajando ligeros con sus rifles en bandolera, las hachas de guerra al cinto, y las mantas de viaje a lomos de sus ponis. Tenían órdenes concretas. A la prometida de Búho Andante debían traerla viva; el wasichu debía morir.

    La partida de crows siguió hacia el norte a medio galope. Uno de ellos había estado con el ejército estadounidense en el verano, y sabía que los guerreras azules habían ofrecido una importante recompensa a quien detuviese al blanco renegado, una recompensa suficiente para comprar muchos caballos y mercancías.

    Nunca llegarían a la senda Bozeman. A treinta kilómetros al sur del Yellowstone se toparon con una pequeña patrulla de caballería, diez hombres al mando de un teniente. El ex guía del ejército les explicó lo que habían visto, casi todo por señas, pero el teniente lo entendió. Hizo que la patrulla se dirigiese al sur hacia las montañas, con los crows como guía, tratando de salirles al paso.

    Aquel verano, la noticia de la matanza de las tropas del general Custer y la muerte del propio general recorrió América como un viento helado. En el Este, los hombres más poderosos y de más alto rango de la nación se habían reunido en Filadelfia, que significa «ciudad del amor fraterno», para celebrar el primer centenario de la independencia, el 4 de julio de 1876. La noticia que llegaba de la frontera Oeste parecía increíble y se ordenó una inmediata investigación.

    Después de la batalla, los soldados del general Terry recorrieron la fatal ladera en busca de una explicación para el desastre. Hacía veinticuatro horas que los siux y los cheyenes se habían marchado, y Terry no estaba de humor para ir en su persecución. Los supervivientes que lucharon al mando del comandante Marcus Reno no sabían nada de lo ocurrido después de que Custer y sus hombres se perdiesen de vista detrás de la cadena de lomas.

    En la ladera recogieron todo aquello que pudiera aportar pistas y lo guardaron, incluso mientras los cuerpos ya en descomposición eran apresuradamente enterrados. Entre lo que recogieron de la hierba había muchos papeles, entre ellos las notas tomadas por el capitán Cooke.

    Ninguno de los que estuvo con Custer cuando el general interrogó a Craig había salido con vida, pero las notas del asistente actuario eran bastante elocuentes. El ejército necesitaba una razón para justificar el desastre. Y ya la tenía: los salvajes habían sido alertados y estaban preparados. Custer fue traicionado y víctima de una salvaje emboscada. Además, el ejército tenía también un chivo expiatorio. No podían aceptar que se achacase el desastre a incompetencia, pero sí a traición. De modo que se ofreció una recompensa de mil dólares para quien apresara al guía, vivo o muerto.

    No hubo pista alguna hasta que, a finales de octubre, una partida de crows vio al fugitivo con una joven india alejándose de los montes Pryor.

    Los caballos del teniente habían descansado, comido y bebido durante la noche. Estaban frescos y el oficial los hizo avanzar a medio galope hacia el sur. Podía

    apuntarse un tanto extraordinario en su carrera militar, Poco después de la salida del sol, Craig y Brisa Susurrante llegaron a Prior Gap, un desfiladero entre la cordillera principal y el pico West Pryor. Cruzaron el desfiladero a través de las estribaciones del West Prior y emergieron a los páramos, un terreno accidentado en el que abundaban promontorios cubiertos de hierba y barrancos, a lo largo de unos ochenta kilómetros en dirección oeste.

    Craig no necesitaba orientarse por el sol. Podía ver su lugar de destino a lo lejos, reluciendo a la luz de la mañana bajo un cielo azul. Se dirigía hacia los Absaroka, donde había cazado con Donaldson cuando era un muchacho. Era una tierra terrible, una sucesión de bosques y pedregales que enlazaban con una altiplanicie rocosa que pocos podían cruzar, porque además enlazaba con una accidentada ladera muy empinada que se adentraba en los montes Beartooth.

    A lo lejos podía ver los helados centinelas de la cordillera, los picos Thunder, Sacred, Medecine y Beartooth. Allí, un hombre con un buen rifle podía mantener a raya al ejército. Al llegar a un arroyo se detuvo para que las sudorosas monturas bebiesen y luego avivaron el paso hacia los picos que parecían clavar la tierra al cielo.

    Treinta kilómetros por detrás, los seis guerreros inspeccionaban el suelo en busca de pisadas de caballos, mantenían un trote rápido que ahorraba energía a sus ponis y podía ser mantenido a lo largo de muchos kilómetros.

    A unos cincuenta kilómetros al norte, la patrulla avivó el paso en dirección sur para dar con el rastro. Lo encontraron a mediodía, justo al oeste del pico West Pryor. Los guías crows tiraron de pronto de las riendas y describieron un círculo mirando a un rodal de tierra endurecida por el sol. Señalaron las marcas de las herraduras de un caballo y las de los cascos de un poni. A poca distancia vieron rastros de otros ponis, unos cinco o seis.

    ―Bien ―musitó el teniente―, parece que tenemos competencia. Pero no importa.

    Ordenó seguir hacia el oeste, pese a que los caballos empezaban a dar muestras de cansancio. Media hora después, al remontar un promontorio de la llanura, oteó el horizonte con su catalejo. No había ni rastro de los fugitivos pero vio una polvareda y bajo la misma seis minúsculas figuras sobre ponis píos que iban hacia las montañas.

    Los cheyenes sabían que sus ponis estaban cansados, pero también debían estarlo las monturas de los fugitivos. Los guerreros llevaron a sus caballos a beber en la orilla del Bridger, que queda justo un poco más abajo del moderno poblado del mismo nombre, y se concedieron media hora de descanso. Uno de ellos, con la oreja pegada al suelo, oyó la vibración que producía el galope de varias monturas por detrás. De modo que volvieron a montar y siguieron adelante. Al cabo de casi dos kilómetros su jefe se apartó a un lado y se detuvo, hizo señas para que todos se ocultasen detrás de un montículo y subió hasta lo alto a otear el horizonte.

    Vio que la caballería estaba a unos cinco kilómetros. Los cheyenes no sabían nada de los papeles de la ladera ni de que se ofreciese ninguna recompensa por el wasichu huido. Dedujeron que los guerreros azules iban a atacarlos, o a apresarlos por estar fuera de la reserva. Optaron por observar y aguardar.

    Cuando la patrulla de la caballería llegó al lugar donde el rastro se bifurcaba, los crows desmontaron e inspeccionaron el terreno. Los cheyenes vieron que los crows señalaban hacia el oeste y que la patrulla de la caballería seguía aquella dirección.

    Los cheyenes mantuvieron la distancia por un camino paralelo, siguiendo a los guerreras azules igual que Lobato siguió a Custer hacia el curso alto del Rosebud. Pero a inedia tarde los crows los vieron.

    ―Cheyenes ―dijo uno de los guías crows. El teniente se encogió de hombros.
    ―No importa ―dijo―. Dejémoslos cazar. Nosotros, a lo nuestro.

    Los dos grupos de perseguidores avanzaron sin pausa hasta el anochecer. Los crows siguieron el rastro y los cheyenes siguieron a la patrulla. Al tocar el sol los picos más altos ambos grupos comprendieron que tenían que dejar descansar a los caballos. Si continuaban, reventarían a sus monturas. Además, el terreno era cada vez más escarpado y el rastro más difícil de seguir; en la oscuridad sería imposible, porque no llevaban faroles.

    A unos quince kilómetros por delante Ben Craig pensó lo mismo. Rosebud era una yegua grande y fuerte, pero llevaba ochenta kilómetros cargada con un hombre y sus pertrechos, y por terreno irregular. Brisa Susurrante no era muy buena amazona y también ella estaba agotada. De modo que acamparon junto al arroyo Bear, al este de la moderna ciudad de Red Lodge, pero no encendieron fuego para no delatar su posición.

    Como a medida que anochecía bajaba la temperatura, se envolvieron en la piel de búfalo y, al cabo de unos segundos, la joven se quedó dormida. Craig no durmió. Ya dormiría después. Dejó a Brisa Susurrante bien abrigada, se envolvió en su manta de viaje y veló el sueño de la joven a la que amaba.

    No vino nadie, pero antes del alba Craig despertó a Brisa Susurrante. Volvieron a comer, aunque sin entretenerse, cecina de antílope y pan de trigo que ella había traído de su tipi y luego bebieron agua del río. Entonces se pusieron de nuevo en camino.

    También sus perseguidores reanudaron la marcha en cuanto las primeras luces del alba les permitieron ver el rastro. Estaban a unos veinte kilómetros de ellos y cada vez más cerca. Craig sabía que los cheyenes estarían allí, que no podían perdonar lo que él había hecho. Pero no sabía que también los perseguía la patrulla de caballería.

    A medida que el terreno se escarpaba, la marcha se hacía más lenta. Craig sabía que sus perseguidores estaban acortando distancias y necesitaba obligarlos a perder tiempo camuflando su rastro. Después de dos horas en la silla, los fugitivos llegaron a la confluencia de dos arroyos. A su izquierda, quedaban los rápidos del curso del Rock, que bajaba de las montañas. Craig comprendió que no era posible vadearlo para adentrarse en la espesura. Justo enfrente estaba el arroyo West, menos profundo y menos rocoso. De manera que desmontó, ató las riendas del poni a la silla de su yegua y condujo a Rosebud por la brida.

    Se desvió de la orilla hacia el Rock, se adentró en el agua, luego dio media vuelta y enfiló hacia el West.

    El agua estaba tan fría que tenía los pies ateridos, pero siguió adelante a lo largo de unos tres kilómetros por la gravilla y los cantos rodados del fondo. Luego se dirigió hacia las montañas que quedaban a su izquierda, condujo a las monturas fuera del agua y se adentró en la espesura.

    La pendiente era muy pronunciada y, bajo las frondas y sin sol, hacía mucho frío. Brisa Susurrante iba envuelta en su manta, montando a pelo y a paso de paseo.

    Cinco kilómetros por detrás, la patrulla de la caballería había llegado a la confluencia de los arroyos y se había detenido. Los crows dijeron que el rastro parecía

    conducir al arroyo Rock y, después de comentarlo con su sargento, el teniente ordenó que la patrulla siguiese el rastro que Craig esperaba que siguiesen. Al marcharse la patrulla, llegaron los cheyenes. Ellos no necesitaban entrar en el agua para camuflar sus rastros. Pero eligieron el arroyo de la derecha y subieron la pendiente al trote, mirando hacia el otro lado por si veían rastro de caballos salir del agua y dirigirse hacia las tierras altas.

    Al cabo de tres kilómetros encontraron señales en un rodal de tierra esponjosa, al otro lado del arroyo. Lo vadearon y se adentraron en el bosque.

    A mediodía Craig llegó a lo que creyó recordar de una expedición de caza años atrás, una enorme superficie rocosa, la altiplanicie Silver Run, que conducía directamente a las montañas. Aunque no lo supiesen, se encontraban entonces a más de tres mil quinientos metros de altitud.

    Desde el borde de las rocas podían escrutar el arroyo. A su derecha vio siluetas en la confluencia de los dos arroyos. No tenía catalejo pero con la limpidez del aire la visibilidad era extraordinaria. A cosa de un kilómetro no eran cheyenes lo que veía, sino diez soldados y cuatro guías crows. Era una patrulla que descendía por el curso del Rock, al haberse percatado de su error. Entonces Craig comprendió que el ejército seguía tras él por haber liberado a la joven india.

    Ben cogió el rifle, introdujo una sola bala y lo apoyó en una roca. «Dispárales a los caballos ―le había dicho siempre Donaldson―. En estas tierras un hombre sin caballo no tiene más remedio que dar media vuelta.»

    Ben apuntó a la frente de la montura del oficial. La detonación retumbó en toda la montaña como un trueno. El disparo alcanzó al caballo del teniente justo en la cabeza. El animal se desplomó como un saco, el oficial cayó al suelo y se torció un tobillo.

    Los soldados se dispersaron entre los árboles, salvo el sargento, que se parapetó tras el cuerpo del caballo y trató de ayudar al teniente. El caballo estaba gravemente herido pero no muerto y el sargento lo remató con su revólver para ahorrarle la agonía. Luego llevó al teniente a rastras a cubierto, entre los árboles.

    No hubo más disparos.

    En una pendiente del bosque los cheyenes bajaron de sus ponis a la alfombra de pinaza y se quedaron allí. Cuatro de ellos llevaban fusiles Springfield, parte del botín expoliado a los del 7.° de Caballería. Pero la mala puntería de los indios de las praderas era proverbial. Sabían lo que el joven wasichu era capaz de hacer con un Sharps y a qué distancia. Empezaron a reptar hacia arriba con la lógica lentitud debido a la fuerte pendiente. Uno de los seis se rezagó para tirar de los seis ponis.

    Craig cortó la manta en cuatro trozos y vendó las herraduras de su yegua. La tela no resistiría mucho el roce, pero por lo menos durante unos quinientos metros camuflaría las huellas. Luego trotó al sudoeste a través de la altiplanicie hacia los picos de la cordillera.

    La altiplanicie Silver Run tiene ocho kilómetros de anchura y no hay nada para ponerse a cubierto al cruzarla. Al cabo de tres kilómetros Craig miró hacia atrás y vio dos destellos en una cornisa de la montaña. Siguió al trote. A aquella distancia no podía acertarle con un disparo, ni alcanzarlo a pie ni a caballo. Al cabo de unos minutos vio más destellos. Los soldados de la patrulla habían conducido a sus monturas bosque arriba y estaban también en la roca, pero a casi dos kilómetros al este de los cheyenes. Entonces llegó a la grieta. Nunca había subido tan arriba e ignoraba que la grieta estuviese allí.

    La grieta Lake Fork era estrecha y muy empinada, flanqueada de pinos y con un gélido arroyo al fondo. Craig lo bordeó y buscó un tramo vadeable. Lo encontró a la sombra del pico Thunder, pero había perdido media hora.

    Forzando al límite a las monturas y su propia resistencia, las condujo cuesta abajo hasta la otra orilla, de la que partía un pedregal que llevaba a la altiplanicie Hellroaring. Al salir a descubierto oyó silbar una bala por encima de su cabeza. Desde el otro lado de la grieta, uno de los soldados había visto moverse algo en el llano. Su retraso de media hora no solo había permitido que sus perseguidores estuviesen a su alcance sino que, además, Craig les había revelado involuntariamente por dónde se podía cruzar.

    Por delante de él quedaban cinco kilómetros de terreno liso antes de llegar a las temibles paredes del monte Rearguard, en cuyo laberinto de peñas y cuevas nadie podría atraparlo. Debido a la altitud, Ben y Brisa Susurrante respiraban con tanta o más dificultad que sus monturas. Pero Ben seguía forzando la marcha. Pronto oscurecería y él desaparecería entre riscos y barrancos, en el sector limitado por los montes Rearguard, Sacred y Beartooth. Era imposible que nadie pudiera seguir un rastro por aquellas alturas. Más allá del pico Sacred empezaba la vertiente, una ladera que descendía hasta adentrarse en Wyoming. Allí podrían olvidarse de sus enemigos, casarse y vivir en el bosque para siempre.

    Al atardecer, Ben Craig y Brisa Susurrante dejaron atrás a sus perseguidores y enfilaron las rampas del monte Rearguard.

    En cuanto oscureció subieron por la pendiente de roca hasta llegar a las primeras nieves perpetuas. Allí encontraron una cornisa muy llana de unos veinte por cincuenta metros frente a una cueva profunda. Un pinar ocultaba la entrada.

    Craig maniató las patas delanteras de sus monturas, que comieron pinaza debajo de los árboles. Hacía mucho frío pero llevaban su piel de búfalo.

    El guía desensilló su yegua y llevó la silla y la manta al interior de la cueva, cargó el rifle y lo dejó a su lado, luego extendió la piel de búfalo. Craig y Brisa Susurrante se echaron en un lado de la piel de búfalo y se taparon con la otra mitad. Dentro de aquel abrigo el calor natural de sus cuerpos los reconfortó enseguida. La muchacha empezó a arrimársele.

    ―Ben ―le susurró―, hazme tu mujer ahora.

    El empezó a subirle la túnica por su cuerpo anhelante.

    ―No está bien lo que hacéis.

    El silencio era absoluto en aquella alta montaña y de pronto oyeron una voz. Aunque la voz era vieja y frágil, las palabras, en cheyene, eran bastante claras.

    Craig se había despojado de su camisa de piel y tenía el pecho desnudo, pese al intenso frío. Fue a asomarse a la entrada de la cueva empuñando el rifle.

    No se explicaba que no hubiese visto antes a aquel hombre que estaba sentado bajo los pinos con las piernas cruzadas al borde de la cornisa. Una melena de color gris colgaba sobre su pecho desnudo, su cara tenía más arrugas que una nuez. Era muy anciano y piadoso, un chamán tribal, un vidente que vivía en lugares solitarios para ayunar, meditar y buscar la guía del infinito.

    ―¿Eres tú quien nos habla, hombre santo? ―preguntó Craig dedicándole el tratamiento reservado a los hombres sabios y ancianos.

    Ben no tenía ni idea de dónde procedía ni tampoco de cómo había podido subir hasta allí. Le parecía inconcebible que pudiese sobrevivir desnudo con aquel frío. Lo único que sabía Craig era que algunos videntes podían desafiar todas las leyes de la naturaleza. Brisa Susurrante se acercó también a la entrada de la cueva.

    ―Está mal a ojos del hombre y a ojos de Manitú ―dijo el anciano.

    La luna aún no había salido pero las estrellas brillaban tanto en la despejada noche que la cornisa quedaba iluminada por un pálido resplandor. Craig vio brillar las estrellas en los ojos del anciano que lo miraba desde donde estaba sentado, bajo un pino.

    ―¿Por qué, hombre santo?
    ― Está prometida a otro. Y su prometido luchó con arrojo contra los wasichu. Se cubrió de gloria. No merece ser tratado así.
    ―Pero ahora ella es mi mujer.
    ― Será tu mujer, hombre de las montañas. Pero todavía no. Palabra de Manitú. Ella debe volver a su poblado y con su prometido. Así, un día os reuniréis y será tu mujer y tú serás su hombre. Para siempre. Así lo dice Manitú.

    El anciano cogió un palo que había a su lado y lo utilizó a modo de bastón para levantarse. Su cuerpo desnudo era oscuro y viejo, amoratado por el frío. Solo llevaba un taparrabos y mocasines para protegerse. Dio media vuelta y desapareció entre los pinos.

    Brisa Susurrante miró a Craig. Las lágrimas surcaban sus mejillas pero no llegaron a caer, porque se helaron antes de llegar a su mentón.

    ―He de volver con mi pueblo ―dijo―. Es mi destino.

    No cabía discutirlo. No habría servido de nada. Craig le preparó el poni mientras ella volvía a ponerse los mocasines y se envolvía en la manta. Ben la abrazó por última vez, la aupó a lomos del caballo y le entregó las riendas. Y en silencio ella se dirigió hacia el borde de la pendiente.

    ― Brisa Susurrante ―la llamó él.

    Ella volvió la cabeza y lo miró a la luz de las estrellas.

    ― Estaremos juntos. Algún día. Así se ha dicho. Mientras crezca hierba y fluyan los ríos, te esperaré.
    ―Y yo te esperaré a ti, Ben Craig.

    Brisa Susurrante se perdió de vista. Craig se quedó mirando al cielo hasta que el frío se hizo insoportable. Condujo a Rosebud al fondo de la cueva y le dio de comer un buen montón de pinaza. Luego fue con la piel de búfalo más al interior de la cueva y, en la oscuridad, se arrebujó y se quedó dormido.

    Salió la luna. Los guerreros vieron a la joven india dirigirse hacia ellos por el pedregal de la llanura. Ella vio dos fuegos de campamento en el barranco junto a los pinos y oyó el tenue canto de un búho que procedía del fuego a su izquierda. Se dirigió hacia allí.

    No le dijeron nada. Era su padre Alto Wapití quien debía hablar con ella. Pero se atendrían a sus órdenes. El wasichu debía morir.

    Aguardarían hasta el amanecer.

    A la una de la madrugada el cielo se encapotó por encima del pico Beartooth y la temperatura descendió. Los hombres que se encontraban alrededor de los fuegos del campamento empezaron a temblar y se ciñeron bien las mantas al cuerpo, pero no servía de nada. Pronto se despertaron todos y echaron más leña al fuego. Pero la temperatura seguía descendiendo.

    Los cheyenes y los blancos habían pasado muchos inviernos en Dakota y sabían cómo las gastaba el tiempo en pleno invierno, pero estaban aún en el último día de octubre. Demasiado pronto para que hiciese tanto frío. A las dos empezó a caer una densa cortina de nieve. En el campamento de las patrullas de la caballería los guías crows se levantaron.

    ― Nosotros nos marchamos ―le dijeron al oficial.

    Al teniente le dolía el tobillo, pero sabía que si apresaba a Ben Craig encarrilaría muy bien su carrera militar.

    ―Ya sé que hace frío, pero pronto amanecerá ―les dijo.
    ― No es un frío normal ―replicaron ellos―. Es el frío del Largo Sueño. Ningún abrigo sirve de nada. El wasichu que buscan ya está muerto o morirá antes de que salga el sol.
    ―Pues marchaos si queréis.

    Ya no había más rastros que seguir. Su presa estaba en la montaña que había visto resplandecer a la luz de la luna antes de que empezase a nevar.

    Los crows montaron y se alejaron en dirección a la altiplanicie Silver Run y luego cuesta abajo hacia el valle. Al marcharse, uno de ellos imitó el ulular del búho.

    Los cheyenes lo oyeron y se miraron. Era un grito de alerta. De modo que también ellos montaron, echaron nieve al fuego y se marcharon con Brisa Susurrante. Le temperatura seguía descendiendo.

    Serían las cuatro de la madrugada cuando se produjo el alud. Partió de las montañas y cubrió la altiplanicie con un manto de nieve. El avance del alud atronaba la ladera a medida que se deslizaba hacia Lake Fork y, al precipitarse por el torrente arrambló con todo. Los restantes hombres y sus monturas no pudieron moverse. El frío los había atrapado tal cual estaban, de pie o echados. La nieve llenó el arroyo hasta que a ambos orillas solo asomaron las copas de los pinos.

    Por la mañana clareó y salió el sol. El paisaje era totalmente blanco. En las oquedades, nidos y guaridas, los animales de las montañas y del bosque sabían que el invierno había llegado y que tendrían que invernar hasta la primavera.

    En su alta cueva, envuelto en su piel de búfalo, Craig dormía.


    Al despertar, como ocurre algunas veces, no pudo recordar dónde estaba. ¿En el poblado de Alto Wapití? Pero no oía que las mujeres estuviesen preparando el desayuno. Abrió los ojos y asomó la cabeza por encima de la piel de búfalo. Vio las rugosas paredes de la cueva y entonces lo recordó todo de golpe. Se incorporó y fue saliendo de la bruma del sueño.



    Vio la cornisa cubierta de nieve que relucía al sol. Salió a pecho descubierto y aspiró el aire de la mañana. Fue vivificante.

    Su yegua Rosebud salió a pastar brotes de pinos al borde de la cornisa. El sol quedaba a su derecha. Miró hacia el norte, hacia las lejanas llanuras de Montana.

    Fue hacia el borde de la cornisa, se echó cuerpo a tierra y miró hacia la altiplanicie Hell Roaring. No se veía ni rastro de humo procedente de Lake Fork. Sus perseguidores parecían haberse marchado.

    Craig volvió a la cueva, se puso su traje de ante y su cinturón. Fue junto a Rosebud y la yegua le rozó el hombro con su hocico, suave como el terciopelo. Y entonces notó algo raro.

    Los tiernos brotes verdes que la yegua había comido eran propios de la primavera. Miró en derredor. Los pinos que lograban sobrevivir a aquella altitud empezaban a brotar. Se quedó perplejo al comprender que, al igual que algunos animales de la naturaleza, debía de haber hibernado a lo largo del invierno.

    Había oído que era posible. El viejo Donaldson le habló una vez de un trampero que hibernó en la guarida de un oso y no murió, sino que simplemente durmió entre los oseznos hasta que pasó el invierno.

    En sus alforjas encontró una última porción de cecina. Estaba tan dura que costaba masticarla pero consiguió comérsela. Luego hizo un montoncito con nieve, lo estrujó entre las palmas hasta fundirla y bebió lo que quedó en los huecos de las manos. Era mejor que comer nieve.

    En las alforjas también llevaba su gorro de trampero, de piel de zorro, y se lo puso. Después de ensillar a Rosebud comprobó su rifle Sharps y las veinte balas que le quedaban y lo metió en la funda. Luego enrolló la piel de búfalo que le había salvado la vida y la remetió bajo la silla. Cuando hubo recogido todo lo que tenía en la cueva, cogió a la yegua por la brida y la condujo al paso por el sendero que conducía a la altiplanicie.

    No estaba muy seguro de lo que debía hacer, pero sabía que iba a encontrar mucha caza en el bosque. Solo colocando trampas un hombre podía subsistir allí perfectamente.

    Cruzó el primer llano a paso lento, atento al menor movimiento y temiendo que de un momento a otro le disparasen desde el borde de la grieta. Pero no ocurrió nada. Cuando llegó a la grieta no vio señales de que sus perseguidores hubiesen reemprendido su búsqueda. No podía saber que los crows habían informado que todos los guerreros azules habían sido sepultados por el alud y que su presa también debía de haber muerto congelada bajo la ventisca.

    Volvió a encontrar el sendero descendente que conducía hasta Lake Fork, desde donde subió hasta el otro lado. El sol estaba ya alto cuando cruzó la altiplanicie Silver Run. Craig empezó a entrar en calor.

    Bajó por la ladera cubierta de pinos hasta llegar a los árboles de hoja ancha y allí montó su primer campamento.

    Era mediodía.

    Con tallos tiernos y un metro de cordel que llevaba en las alforjas hizo una trampa para conejos. Tardó una hora en que el confiado roedor quedase atrapado. Lo mató, lo desolló y utilizó su cajita de yesca y pedernal para encender fuego y darse un festín de carne asada.

    Pasó una semana acampado al borde del bosque y recuperó energías. Abundaba la carne fresca; podía pescar truchas de los numerosos arroyos y para beber no necesitaba más que agua.

    A finales de la semana, decidió partir hacia la pradera, viajando de noche a la luz de la luna y ocultándose durante el día, de regreso al monte Pryor, donde podría construir una cabaña y tener un hogar. Luego, indagaría para averiguar adónde habían ido los cheyenes y aguardar a que Brisa Susurrante quedase libre. No albergaba la menor duda de que así sería, pues así lo había dicho Manitú.

    Al octavo día, ensilló a Rosebud y se alejó del bosque. Orientándose por las estrellas se dirigió hacia el norte. La luna llena proyectaba un tenue resplandor. Después de la primera noche de caminata, al clarear acampó en un arroyo seco donde nadie podría verlo.

    No volvió a encender fuego y comió la carne que había ahumado en el bosque.

    La noche siguiente se dirigió al este, hacia el pie del monte Pryor, y no tardó en cruzar una larga franja de roca negra que discurría a ambos lados. Poco antes del amanecer cruzó otra similar, y no encontró más. Luego se adentró en los páramos. Un terreno difícil de cruzar pero bueno para ocultarse.

    Vio ganado a la luz de la luna y le sorprendió que hubiese un colono tan estúpido para dejar su ganado sin vigilancia. Los crows se iban a dar un festín si los veían.

    La cuarta mañana de viaje avistó el fuerte. Había acampado en un montículo y al salir el sol lo vio al pie del monte Pryor. Lo estuvo observando durante una hora, en busca de señales de vida: el sonido de un bugle al viento, humo que se elevase de la caserna donde los soldados comían el rancho. Pero no vio señal alguna. Al elevarse el sol Craig se retiró a la sombra de un matorral y se durmió.

    Mientras cenaba pensó en sus siguientes pasos. Seguía estando en una tierra salvaje y viajar solo era muy peligroso. Parecía claro que el fuerte era de construcción reciente. El invierno anterior no estaba allí. De modo que eso significaba que el ejército ampliaba su control en las tierras de los crows. Un año antes, los fuertes más cercanos eran Fort Smith, al este y a orillas del Big Horn, y Fort Ellis, al noroeste, junto a la senda Bozeman. A este último no podía ir porque lo reconocerían.

    Pero si el nuevo fuerte no estaba ocupado por el 7.° de Caballería o por hombres al mando de Gibbon, no había ninguna razón para que nadie lo conociese de vista, y si se presentaba con nombre falso...

    Ben Craig ensilló a Rosebud y decidió inspeccionar el nuevo fuerte durante la noche sin dejarse ver. Llegó a la luz de la luna. No había ninguna bandera izada en el mástil, no se veía atisbo de luz en el interior ni se oía el menor murmullo de voz humana. Alentado por el silencio, cabalgó hasta la entrada. En el dintel había escritas dos palabras. Reconoció la primera, «Fuerte», porque la había visto antes y conocía su dibujo. El dibujo de la segunda palabra no lo recordaba. Empezaba con una letra hecha con dos palos verticales y una especie de barra en el centro. La puerta, de doble hoja, estaba cerrada con candado.

    Rodeó con Rosebud la empalizada de cuatro metros de altura. ¿Por qué iba el ejército a construir un fuerte allí y dejarlo vacío? ¿Había sido atacado y evacuado? A medianoche se puso de pie sobre la silla de la yegua, se aupó y se asió al borde de la empalizada. Al cabo de unos segundos estaba en una cornisa interior, a cosa de metro y medio del borde y a dos por encima del suelo. Miró hacia abajo.

    Distinguió las casernas de los oficiales y los soldados, el establo, la cocina, el polvorín y la cisterna de agua, el almacén de intendencia y la forja. El fuerte tenía todo lo que era habitual en un fuerte pero estaba abandonado.

    Bajó sigilosamente los escalones de la cornisa empuñando el rifle y empezó a inspeccionar. El fuerte era nuevo, sin duda. Se notaba por los ensamblajes de las tablazones y por las marcas de los cortes de sierra de las vigas. El despacho del comandante del puesto estaba cerrado con llave, pero en todas las demás dependencias se podía entrar sin obstáculos. Había un barracón dormitorio para los soldados y otro para los viajeros. No encontró letrinas, y le extrañó. Junto a la empalizada del fondo, justo en el lado opuesto a la entrada, había una pequeña capilla y al lado una puerta atrancada por dentro.

    Quitó la tranca de madera y salió al exterior, rodeó la empalizada con Rosebud, entró y volvió a colocar la tranca. Era consciente de que nunca podría defender el fuerte él solo. Si una partida de indios lo atacaba, los guerreros saltarían la empalizada con la misma facilidad con que lo había hecho él. Pero le serviría de base durante una temporada, hasta que lograra averiguar adónde había ido el clan de Alto Wapití.

    Con la luz del día inspeccionó el establo. Había cuadras para veinte caballos, pienso y agua fresca en el abrevadero. Desensilló a Rosebud y la cepilló bien con un cepillo de cerda mientras el animal se daba un festín con una batea de avena.

    En la forja encontró una lata de grasa y limpió su rifle hasta dejar relucientes todas las piezas, la culata y el cañón. En el barracón de intendencia encontró trampas para cazar y mantas. Con las mantas se hizo un cómodo lecho en una litera del barracón reservado para los viajeros. Apenas había nada para comer, pero en el barracón de intendencia encontró caramelos y eso cenó.

    La primera semana se le hizo cortísima. Por las mañana salía a ver lo que había caído en sus trampas y a cazar. Por las tardes preparaba las pieles de los animales con vistas a venderlas o intercambiarlas más adelante. Tenía toda la carne fresca que necesitaba y conocía varias plantas silvestres con cuyas hojas podía prepararse una sopa nutritiva.

    Encontró una pastilla de jabón en el almacén y se bañó desnudo en el arroyo cercano cuya gélida agua resultaba vivificante. Además, por las inmediaciones abundaba la hierba fresca para que Rosebud paciese hasta saciarse. En la cocina donde preparaban el rancho encontró cuencos y platos de latón. Fue por leña e hirvió agua para afeitarse. Una de las pertenencias de Donaldson que se quedó al abandonar la cabaña fue su navaja barbera, que guardaba en una funda de acero. Con jabón y agua caliente se sorprendió de lo fácil que resultaba afeitarse. En el bosque y durante las marchas con el ejército no había tenido más remedio que afeitarse sin jabón y con agua fría.

    La primavera no tardó en convertirse en un verano adelantado y seguía sin aparecer nadie por allí. Empezó a preguntarse cómo averiguar el paradero de los cheyenes y adónde se habían llevado a Brisa Susurrante. Pero temía ir a Fort Smith o a Fort Ellis, donde sin duda lo reconocerían. Si se enteraba de que el ejército seguía queriendo ahorcarlo adoptaría el nombre de Donaldson, confiando en pasar inadvertido.

    Llevaba allí un mes cuando llegaron los visitantes. Pero él estaba en las montañas colocando trampas y recogiendo lo que hubiese caído en ellas. Era un grupo de ocho que llegó en tres largos artilugios de metal; se deslizaban sobre unas ruedas negras con el centro plateado. Avanzaban deprisa pero sin caballos.

    Uno de los ocho guiaba al resto. Era el catedrático John Ingles, rector de la facultad de historia del Oeste de la Universidad de Montana en Bozeman. Su invitado más importante era el senador del estado, que se había desplazado allí desde Washington. También iban en el grupo tres diputados del Congreso de Helena y tres funcionarios del Departamento de Educación. El profesor Ingles abrió el candado y el grupo entró a pie, mirando en derredor con curiosidad e interés.

    ―Senador, caballeros, permítanme que les dé la bienvenida a Fort Heritage ―dijo el profesor con una sonrisa radiante.

    Era uno de esos afortunados mortales que poseen un inagotable buen humor, perdidamente enamorados de la actividad que desarrollan y de la que viven. Su trabajo era la obsesión de su vida, el estudio del Viejo Oeste y su historia. Era un gran conocedor de la Montana de los viejos tiempos, de las guerras indias, de las tribus americanas autóctonas que habían guerreado y cazado allí. Fort Heritage era un sueño que el profesor había alimentado durante una década, y hecho realidad tras centenares de reuniones con distintas comisiones. Y aquel día representaba la coronación de sus desvelos durante una década.

    ―Este fuerte y puesto comercial es una réplica exacta, hasta el mínimo detalle, de lo que este lugar debió de ser en tiempos del inmortal general Custer. He supervisado todos los detalles personalmente y puedo certificarlo.

    Mientras el profesor conducía al grupo por los barracones de madera de las distintas dependencias e instalaciones explicó que el proyecto había nacido a propuesta suya y fue aceptado por la Sociedad de Historia y Fundación Cultural de Montana, y cómo se consiguió la financiación adicional necesaria.

    El profesor explicó que el fuerte se había construido con madera de los bosques locales, como la utilizada para construir el original y que, para que todo fuese idéntico, incluso los clavos eran del mismo tipo que los utilizados entonces y que en ningún caso se habían usado tornillos de acero.

    Con entusiasmo desbordante y contagioso para sus invitados, el profesor siguió hablando:

    ―Fort Heritage será una experiencia apasionante y de la mayor importancia educativa para los niños y jóvenes, no solo de Montana, sino también de otros estados. Ya se han organizado viajes en autocares que partirán desde lugares tan lejanos como Wyoming y Dakota del Sur. En el límite de la reserva de los crows disponemos de diez hectáreas de prados para los caballos y sembraremos heno en la estación adecuada para alimentarlos. Y el heno será segado al viejo estilo. Así, los visitantes verán cómo era la vida en la frontera hace cien años. Les aseguro que este lugar es único en toda América.
    ―Me gusta, me gusta mucho ―dijo el senador―. Lo que me preguntó es de dónde saldrá el personal.
    ―Ese es el mayor triunfo, senador. Esto no es un museo, sino un fuerte de los años setenta del siglo XIX en plena actividad. Los fondos cubren el empleo de hasta sesenta jóvenes durante el verano, coincidiendo con el período de vacaciones en todo el país y, sobre todo, con las vacaciones escolares. El personal lo formarán básicamente jóvenes reclutados en las distintas escuelas de arte dramático de las principales ciudades de Montana. La respuesta de los estudiantes, deseosos de trabajar durante las vacaciones estivales y, al mismo tiempo, realizar una meritoria tarea ha sido impresionante. Ya contamos con nuestros primeros sesenta voluntarios. Yo representaré el papel del comandante Ingles del 2.° Regimiento de Caballería, comandante del puesto. Tendré a mis órdenes a un sargento, un cabo y ocho soldados, todos ellos estudiantes que saben montar. Las monturas han sido proporcionadas por rancheros de la zona. También habrá algunas jóvenes que harán el papel de cocineras y lavanderas. Vestirán exactamente igual que entonces. Nuestros estudiantes encarnarán a tramperos de las montañas, guías de las praderas, colonos que se trasladan al Oeste a través de las montañas Rocosas. Un herrero profesional colaborará para que los visitantes vean cómo se hierran los caballos con herraduras nuevas. Yo oficiaré en la capilla y cantaremos himnos de la época. Como es natural, las chicas tendrán su propio dormitorio y mi adjunta en la cátedra, la doctora Charlotte Bevin, será su celadora. Los soldados dispondrán de un barracón y los civiles de otro. Les aseguro que no se ha descuidado detalle.
    ―Desde luego hay ciertas cosas sin las que la juventud actual no puede pasar. ¿Cómo se resolverá la cuestión de la higiene personal, de la fruta y las verduras frescas? ―preguntó el congresista de Helena.
    ―Tiene razón ―dijo con una sonrisa el catedrático―. De hecho hay tres subterfugios. Tengo prohibidas las armas de fuego cargadas. Serán todas reproducciones, menos unas cuantas de fogueo, y vigiladas. En cuanto a la higiene, ¿ven aquella armería de allí? Contiene réplicas de Springfield, pero detrás de una falsa pared hay un moderno cuarto de baño con agua corriente caliente y fría, lavabos con grifos, bañeras y duchas. Y ¿ven aquella cisterna para recoger el agua de lluvia? En realidad, tenemos instalación subterránea. La cisterna tiene una entrada secreta en la parte trasera. En el interior hay una planta frigorífica que funciona con bombonas de gas y contiene carne, verduras y fruta. Pero eso es todo. No hay electricidad; solo velas, quinqués y lámparas de aceite.

    Estaban en la entrada del barracón de los visitantes. Uno de los funcionarios se asomó a mirar al interior.

    ―Parece que han tenido aquí a un okupa ―comentó.

    Todos miraron la litera en la que había una manta en un rincón. Luego repararon en otros rastros. Excrementos de caballo en el establo, las brasas de un fuego. El senador sonrió.

    ―A lo mejor tienen a un auténtico explorador como residente ―dijo.

    Todos se echaron a reír.

    ―La verdad, profesor, ha hecho una meritoria labor. Hemos de felicitarlo. Nuestro estado se apunta un gran tanto.

    Y, sin más, se marcharon. El profesor cerró la puerta con el candado, intrigado por lo de la litera y los excrementos de caballo. Los tres vehículos rehicieron el camino por los accidentados senderos, hasta llegar a la larga franja negra, la autopista 310, y giraron hacia el norte en dirección a Billings y el aeropuerto.

    Ben Craig regresó de cazar dos horas después. La primera señal de que su soledad había sido perturbada fue que la puerta de la empalizada principal, contigua a la capilla, había sido atrancada por dentro. Recordaba haberla cerrado por fuera, con una cuña, como solía hacer. Quienquiera que la hubiese atrancado tenía que haber salido por la entrada principal, o seguía aún en el interior.

    Comprobó la puerta de la entrada pero seguía cerrada con candado. Había extrañas marcas en el exterior que no pudo interpretar. Parecían dejadas por ruedas de carromatos pero más anchas con un dibujo en zigzag.

    Rifle en mano, saltó la empalizada y, tras inspeccionarlo todo, comprobó que dentro no había nadie. Desatrancó su puerta, condujo a Rosebud al establo para que comiese y luego volvió a inspeccionar los rastros dejados en el suelo del patio. Había huellas de zapatos, de pesadas botas y más marcas con dibujo de zigzag, pero no vio huellas de cascos de caballos ni de herraduras. Tampoco había huellas de zapatos más allá de la puerta. Era todo muy extraño.

    Dos semanas después llegó el personal que se haría cargo del fuerte. Y de nuevo Craig estaba fuera colocando sus trampas al pie del monte Pryor.

    Era una caravana en toda regla: tres autocares, cuatro automóviles y veinte caballos en grandes trailers plateados. Cuando hubieron descargado todo lo que llevaban, los vehículos se marcharon.

    El personal había salido de Billings con la indumentaria adecuada para el papel a representar. Todos llevaban bolsas con ropa para cambiarse y efectos personales. El profesor lo había supervisado todo e insistido en que no llevasen nada «moderno». No estaba permitido tener nada que funcionase con electricidad o con pilas. Para algunos había sido un verdadero sacrificio olvidarse de sus transistores, pero no tuvieron más remedio porque era una de las cláusulas del contrato. Tampoco estaba permitido llevar libros publicados después de la época que representaba el fuerte. El profesor Ingles insistió en que era vital retrotraerse plenamente a un siglo atrás, tanto desde el punto de vista de la autenticidad como por el aspecto psicológico.

    «Con el tiempo llegarán a creer que son lo que representan, gente de la frontera viviendo en unos momentos cruciales de la historia de Montana», les dijo el catedrático.

    Los estudiantes que se habían inscrito, no solo lo habían hecho para tener un trabajo durante el verano, sino también para acceder a una experiencia que les sería útil a lo largo de su carrera, y de ahí que explorasen su nuevo entorno con creciente entusiasmo.

    Los soldados de caballería condujeron sus monturas al establo y se instalaron en el barracón con literas que sería su dormitorio. Dos pósters de Raquel Welch y Ursula Andrews fueron inmediatamente confiscados. Pero nadie se enfadó, porque reinaba el buen humor y un entusiasmo creciente.

    Los civiles, el herrador, los comerciantes, los cocineros, los guías y los colonos del Oeste, se instalaron en el segundo barracón. Las ocho chicas fueron conducidas a su propio dormitorio por su celadora, la señorita Bevin, ayudante del profesor Ingles. Dos carretas cubiertas, idénticas a los que surcaban las praderas un siglo atrás, y tiradas por fuertes caballos, llegaron y se estacionaron frente a la entrada principal. Serían un aliciente adicional para los futuros visitantes.

    Era media tarde cuando Ben Craig detuvo a Rosebud y miró alarmado el fuerte. La puerta estaba abierta de par en par. Desde aquella distancia vio dos carretas estacionadas en el patio y gente que iba de un lado para otro. La bandera estadounidense ondeaba en el mástil del dintel. Vio dos uniformes azules. Había estado esperando durante semanas poder preguntar a alguien adónde habían ido los cheyenes, o adónde los habían llevado. Pero ahora no estaba muy seguro de atreverse a preguntarlo.

    Tras reflexionar un buen rato, decidió entrar en el fuerte a lomos de Rosebud, justo cuando dos soldados iban a cerrar la puerta. Lo miraron con curiosidad pero no le dijeron nada.

    Ben Craig desmontó y fue con Rosebud hacia el establo. A mitad de camino lo saludaron.

    La señorita Charlotte Bevin era una persona amable y de buen carácter. Era rubia, dinámica y muy directa. Tenía la nariz pecosa y una sonrisa franca. Y esa sonrisa le dirigió a Ben Craig.

    ―Hola, ¿qué tal?

    Hacía demasiado calor para llevar sombrero y el guía se limitó a saludarla con una inclinación de la cabeza.

    ―Señora...
    ―¿Forma usted parte del grupo?

    Como ayudante del catedrático y estudiante, había participado en el proyecto desde el principio, y había estado presente en las numerosas entrevistas para hacer la selección definitiva. Pero nunca había visto a aquel joven.

    ―Pues sí, señora ―dijo el extraño.
    ―¿Quiere decir que le gustaría formar parte? ―Sí, claro.
    ―Bueno... la verdad es que esto es un poco irregular. Pero ya es un poco tarde para que pase la noche en la pradera. Podemos darle alojamiento por esta noche. Puede llevar su yegua al establo y yo hablaré con el comandante Ingles. ¿Le importaría presentarse en el puesto de mando dentro de media hora?

    Ella cruzó el patio hasta el puesto de mando y llamó a la puerta. El profesor, con su uniforme de comandante del 2.° de Caballería, estaba en su mesa inmerso en despachar papeleo.

    ―Siéntese, Charlotte. ¿Están ya instalados todos los jóvenes?
    ―Sí, y tenemos uno más.
    ―¿Uno más?
    ―Un joven con una yegua. Debe de tener unos veinticinco años. Ha llegado desde la pradera. Parece un voluntario local de última hora. Le gustaría quedarse con nosotros
    ―No sé si podemos aceptar a nadie más. Estamos al completo.
    ―La verdad es que viene muy bien equipado. La yegua, un traje de ante, buen calzado, la silla de montar. Incluso lleva cinco pieles de animales enrolladas bajo la silla. Desde luego se ha esforzado para dar el tipo.
    ―¿Dónde está?
    ― En el establo. Le he dicho que se presente aquí dentro de unos minutos. Así podrá usted echarle un vistazo.
    ― Muy bien.

    Como Craig no tenía reloj se orientaba por la posición del sol. Pero llegó con solo cinco minutos de retraso sobre la media hora que le dijo la señorita Bevin.

    John Ingles se había abrochado la guerrera hasta arriba y estaba sentado a su mesa. Charlotte Bevin estaba a su lado.

    ― ¿Quería usted verme, comandante?

    El profesor quedó impresionado por la autenticidad que irradiaba aquel joven. Llevaba en la mano un sombrero de piel de zorro. Era un hombre de piel cetrina y ojos azules, de mirada franca, de persona honesta. Era obvio que hacia semanas que no iba a la peluquería. Llevaba una media melena recogida por detrás en una trenza sujeta con una tira de piel, de la que colgaba una pluma blanca de águila. El traje de ante incluso tenía las desiguales puntadas que él había visto en auténticos trajes de época.

    ― Bien, joven, la señorita Bevin me ha dicho que desearía usted unirse a nosotros durante una temporada, ¿no es así?
    ―Sí, comandante, ese sería mi deseo.

    El profesor tomó una decisión. En el presupuesto había una partida para cubrir «imprevistos». Y se dijo que aquel joven podía considerarse un imprevisto. Cogió una pluma de plumín de acero y la mojó en el tintero.

    ―Déme sus datos. ¿Nombre?

    Craig titubeó. No parecía que lo hubiesen reconocido, pero su nombre podía sonarles. El comandante estaba gordito y pálido. Daba la impresión de recién llegado a la frontera. Puede que en el Este ni siquiera se hubiesen enterado de lo ocurrido el verano anterior.

    ― Craig, señor. Ben Craig.

    Aguardó expectante. No parecía que aquel nombre les dijese nada especial a ninguno de los dos. La rolliza mano del comandante escribió el nombre con meticulosidad de escribano: Benjamin Craig.

    ― ¿Dirección?

    Craig puso cara de extrañeza.

    ―¿Dónde vives, hijo? ¿De dónde eres?
    ― Pues de por ahí, señor.
    ― Por ahí no hay más que la pradera y los bosques.
    ―Sí, señor. Nací y me crié en las montañas. ―¡Dios santo!

    El profesor había oído hablar de familias que vivían en chozas de techumbre alquitranada y en plena naturaleza, pero eso se daba más en los bosques de las montañas Rocosas, en Utah, Wyoming e Idaho.

    «Sin domicilio fijo», escribió el profesor.

    ―¿Nombre de los padres?
    ―Ambos han muerto, señor.
    ― Lo siento, muchacho.
    ― Murieron hace quince años.
    ―¿Y con quien se crió?
    ― Con el señor Donaldson, señor.
    ― ¿Y dónde vive el señor Donaldson?
    ― También ha muerto. Lo mató un oso.

    El profesor dejó la pluma a un lado. Nunca había oído hablar de que un oso hubiese matado a un hombre, aunque algunos turistas podían ser muy descuidados e imprudentes con los restos de su picnic. Había que conocer bien la naturaleza. Lo que estaba claro era que aquel apuesto joven no tenía familia.

    ―¿No tienes ningún pariente cercano?
    ―No, comandante.
    ― ¿A quién deberíamos informar en caso de que... sucediese algo?
    ― A nadie, señor.
    ―Entiendo. ¿Fecha de nacimiento?
    ― El 52. Creo que el 31 de diciembre.
    ―De modo que tienes veinticinco años.
    ― Sí, señor.
    ― Bien. ¿Número de la Seguridad Social?

    Craig se quedó perplejo y el profesor suspiró.

    ― ¡Por Dios...! Está visto que has vivido totalmente al margen. Da igual. Firma aquí.

    El profesor le acercó el impreso a Craig y le tendió la pluma. Craig la tomó. No sabía qué significaba aquel dibujo que en realidad decía «firma del solicitante» pero estaba claro dónde tenía que firmar. Se inclinó y trazó su señal. El profesor cogió el impreso y lo miró con incredulidad.

    ―Pero, muchacho, mi querido muchacho... ―dijo a la vez que ladeaba el cuerpo y le mostraba a Charlotte la cruz hecha por Craig a modo de firma.
    ―Me parece, Charlotte, que como educadora va a tener trabajo extra este verano.

    Ella sonrió abiertamente.

    ―Sí, comandante, así lo parece.

    Charlotte Bevin, de treinta y cinco años, tuvo un matrimonio desafortunado y no tenía hijos. Aquel joven semisalvaje le pareció un niño grande, ingenuo, inocente y vulnerable. Necesitaría de su protección.

    ―De acuerdo ―dijo el profesor Ingles―. Puedes ir a instalarte, Ben, si no lo estás ya, y reúnete con nosotros a la hora de la cena.

    Al guía le gustó la cena y comió hasta saciarse. Se la sirvieron en platos esmaltados. Comió ayudándose con su cuchillo Bowie, una cuchara y una rebanada de pan. Varios compañeros se dirigieron risitas disimuladas pero Craig no reparó en ello.

    Los jóvenes con quienes compartiría el dormitorio eran simpáticos. Todos parecían de ciudad, de poblaciones de las que él no había oído mencionar y supuso que eran del Este.

    El día había sido muy fatigoso para todos y, como no podían leer porque no había más luz que la de las velas, no tardaron en apagarlas y disponerse a dormir.

    Ben Craig nunca había estado muy pendiente de los demás, pero reparó en que los jóvenes del barracón eran raros en muchos aspectos. Decían ser exploradores, guías, domadores de caballos o tramperos pero parecían saber muy poco de sus respectivos oficios. Aunque recordó cómo eran los reclutas que enrolaba Custer, y lo poco que sabían también de caballos, de armas y de los indios de las praderas. Dedujo que las cosas habían cambiado muy poco durante el año transcurrido.

    Estaban previstas dos semanas para instalarse y ensayar el programa antes de que empezaran a llegar visitantes. La mayor parte de ese tiempo sería destinado a que todo estuviese en perfecto orden en el fuerte, a practicar los ejercicios dirigidos por el comandante Ingles, ejercicios que en su mayoría se realizaban al aire libre.

    Craig no sabía nada de todo aquello y una mañana se disponía a salir a cazar de nuevo. Cuando cruzaba el patio en dirección a la entrada principal, que estaba siempre abierta de par en par, un joven vaquero llamado Brad lo saludó.

    ―¿Qué llevas ahí, Ben? ―le preguntó señalando la funda de piel de oveja que colgaba del hombro de Craig. ―El rifle ―contestó Ben.
    ―¿Puedo verlo? Soy aficionado a las armas.

    Craig desenfundó su Sharps y se lo tendió. Brad se quedó maravillado.

    ―¡Pero qué preciosidad! Una verdadera antigüedad. ¿Cuál es?
    ― Un Sharps 52.
    ―¡Es increíble! No sabía que hiciesen réplicas de estos modelos.

    Brad apuntó con el rifle a la campana que coronaba el dintel de la puerta principal. La hacían tañer si avistaban enemigos, para alertar de su presencia a quienes estuviesen en el fuerte, y a quienes estuvieran fuera para que regresasen.

    Brad apretó el gatillo.

    Fue a decir «bang» pero el rifle lo dijo por él. Cayó al suelo a causa de la fuerza de retroceso. Si la bala hubiese impactado en la campana de lleno la habría partido. Pero la alcanzó en un lado y se desvió. Pese a ello la campana sonó de tal manera que detuvo toda la actividad del fuerte. El profesor salió en estampida de su despacho.

    ― ¿Qué demonios ha sido eso? ―exclamó. Vio a Brad sentado en el suelo y empuñando el pesado rifle―. Pero ¿qué puñeta has hecho, Brad?

    El joven se levantó azorado y se lo explicó. Ingles miró compungido a Craig.

    ― Me parece que olvidé decírselo, Ben, pero no está permitido utilizar armas de fuego. Tendré que requisarle el fusil y guardarlo en la armería.
    ―¿Que no pueden utilizarse armas de fuego, comandante?
    ― No. Por lo menos, no armas de verdad.
    ―¿Y los siux?
    ―¿Los siux? Que yo sepa están en las reservas de Dakota del Norte y Dakota del Sur.
    ― Pero comandante... pueden volver.

    El profesor entendió entonces la humorada y le sonrió con indulgencia.

    ―Claro que pueden volver. Pero este verano creo que no. Y entretanto esta arma quedará en la armería bajo llave.

    El cuarto día era domingo y todo el personal asistió al oficio religioso en la capilla. Como no había ningún ministro de la Iglesia, ofició el comandante Ingles. A mitad del servicio se dirigió al atril y se dispuso a leer la lección. Una Biblia grande estaba abierta por la página apropiada.

    ― Nuestra lección de hoy procede del Libro de Isaías, capítulo séptimo, sexto versículo. Aquí el profeta habla del tiempo en que la paz del Señor reinará en la tierra: «El lobo yacerá junto al cordero y el leopardo con el niño y la ternera y el joven león y el cebón yacerán juntos. Y un niño los guiará. Y la vaca y el oso pacerán juntos; sus crías yacerán juntas y el león...».

    En aquel momento el profesor pasó la página, pero el fino papel biblia lo hizo pasar dos inadvertidamente, y se detuvo al ver que el texto que seguía no tenía sentido. Mientras porfiaba con su confusión una voz joven se alzó desde el centro del tercer banco.

    ―«... y el león comerá paja como el buey; y el niño de pecho jugará en el nido de las víboras, y el niño introducirá la mano en la guarida del basilisco. No se harán daño ni destruirán en toda mi montaña santa, porque la tierra estará llena de la sabiduría del Señor igual que las aguas cubren el mar».

    Se hizo un silencio mientras los presentes miraban boquiabiertos a aquel joven del traje de ante sucio y una pluma blanca de águila prendida en su coleta. Entonces John Ingles descubrió dónde enlazaba el pasaje.

    ―Sí, exactamente así es. Aquí termina la primera lección.

    Y, sin más, los presentes salieron de la capilla.

    ― La verdad es que no entiendo a ese joven ―le dijo el profesor a Charlotte en su despacho después del almuerzo―. No sabe leer ni escribir pero puede recitar de memoria pasajes de la Biblia.
    ― No se preocupe. Creo que ya sé qué le ocurre ―dijo ella―. Debe de ser hijo de una pareja que vivía en el bosque, al margen del mundo, en las montañas. Y cuando murieron lo adoptaron, probablemente de modo irregular e ilegal; quien lo adoptó era un hombre mayor, que lo crió como a un hijo propio. De modo que no tiene una formación adecuada. Pero conoce tres cosas muy a fondo: la Biblia, que le enseñó su madre, la naturaleza de estos parajes, y la historia del Viejo Oeste.
    ― ¿Y dónde ha aprendido todo eso?
    ― Posiblemente se lo enseñó quien lo adoptó. Al fin y al cabo, si un hombre muere, pongamos que a los ochenta años, es decir hace solo tres años, habría nacido antes de finales del pasado siglo. Y por entonces la vida en esta zona era muy primitiva. Debió de contarle al muchacho lo que recordaba o lo que le contaron a él los pioneros.
    ― ¿Y cómo es que interpreta tan bien el papel? ¿No podría ser peligroso?
    ― No ―repuso Charlotte―, en absoluto. Solo fantasea. Cree tener derecho a cazar con su rifle como los antiguos tramperos.
    ― O sea que finge.
    ― Exactamente. ¿No es eso lo que hacemos todos aquí?

    El profesor rió y se dio una palmada en el muslo.

    ― Desde luego, solo que él interpreta su papel a las mil maravillas.

    Charlotte Bevin se levantó.

    ―Porque se lo cree ―dijo la ayudante del profesor―. Es el mejor actor que tenemos. Déjelo de mi cuenta. Velaré por que no se produzca ningún incidente. De momento, ya me he fijado en que dos chicas lo miran con ojos de cordero degollado.

    En el barracón de los hombres, a Ben Craig seguía pareciéndole extraño que sus compañeros, cuando se desnudaban por la noche, se lo quitasen todo menos unas calcillas cortas de algodón mientras que él prefería dormir con la habitual ropa interior hasta los tobillos. Al cabo de una semana esto condujo a un problema y varios de los jóvenes hablaron con Charlotte.

    Ella encontró a Ben con un grupo que partía leña con un hacha para la cocina económica del fuerte.

    ―¿Podría preguntarte una cosa, Ben?
    ―Claro, señora.
    ― Por favor... llámame, Charlotte.
    ―De acuerdo, señorita Charlotte.
    ―¿No te bañas nunca?
    ― ¿Bañarme?
    ―Me refiero a... despojarse de todas las ropas y lavarse todo el cuerpo, no solo las manos y la cara.
    ― Pues claro, señora. Lo hago regularmente.
    ―Me alegra, Ben. ¿Cuándo te bañaste por última vez?

    Ben Craig reflexionó. El viejo Donaldson le había enseñado que era necesario bañarse regularmente, pero en arroyos de nieve fundida no era cuestión de excederse.

    ― Creo que el mes pasado.
    ― Me lo temía. ¿Qué tal si volvieses a bañarte? Ahora mismo, por ejemplo.

    Al cabo de diez minutos Charlotte lo vio conduciendo a Rosebud ensillada fuera del establo. ―¿Adónde vas, Ben?

    ― A bañarme, señorita Charlotte, tal como usted me ha dicho.
    ― ¿Pero adónde?
    ―En el arroyo. ¿Dónde sino?

    Todos lo días Ben Craig se había adentrado en la pradera para hacer sus necesidades entre los matorrales. Se lavaba la cara y las manos en el abrevadero. Sus dientes los mantenía blancos frotándoselos con una ramita de sauce mientras cabalgaba.

    ―Ven conmigo.

    Charlotte Bevin lo condujo hasta la armería, abrió la puerta con la llave que llevaba colgada del cinturón y lo hizo entrar. Más allá de los compartimientos de los Springfields estaba la falsa pared. Pulsó un botón disimulado como si fuese un nudo de la madera y abrió la puerta. Allí estaba el cuarto de baño equipado con lavabos y bañeras.

    Craig ya había visto bañeras durante los dos años que pasó en Fort Ellis, pero eran de madera. Aquéllas eran de hierro esmaltado. Sabía que las bañeras había que llenarlas con barreños de agua caliente traídos de la cocina, pero Charlotte hizo girar un extraño pomo y empezó a fluir agua humeante.

    ― Volveré dentro de dos minutos y quiero encontrar toda tu ropa, excepto el traje de ante, que necesita ir a la lavandería, fuera de esta puerta. Luego quiero que te metas ahí dentro y te frotes bien por todas partes con cepillo y jabón. Y luego quiero que utilices esto para lavarte la cabeza. ―Le pasó un frasco con un líquido verde que olía a brotes de pino―. Y por último ―concluyó―, quiero que vuelvas a vestirte con la ropa interior y las camisas de tu talla que encuentres en esas estanterías. Cuando hayas terminado, vuelve a salir. ¿De acuerdo?

    Ben hizo todo lo que ella le indicó. Nunca se había bañado con agua caliente. Le resultó agradable, aunque se hacía un lío con el funcionamiento de los grifos y estuvo a punto de inundar el suelo. Cuando hubo terminado y se enjabonó el pelo, el agua que rezumaba era de color gris. Descubrió el orificio del desagüe del fondo de la bañera y observó cómo desaparecía el turbio líquido.

    Eligió unos calzoncillos de algodón, una camiseta blanca y una camisa a cuadros de invierno. Luego se vistió, se prendió la pluma de águila en la coleta y salió.

    Charlotte lo estaba aguardando en un sillón. Sostenía unas tijeras y un peine.

    ―No soy peluquera, pero creo que algo podré hacer ―le dijo ella―. Siéntate.

    Le recortó el pelo sin tocarle la coleta ni quitarle la pluma.

    ―Así estás mucho mejor ―le dijo cuando hubo terminado―. Y hueles muy bien.

    Charlotte volvió a cerrar la armería con llave, esperando que él se deshiciese en palabras de agradecimiento. Pero, por el contrario, vio que ponía cara de circunstancias, incluso de contrariedad.

    ― Señorita Charlotte, ¿le importaría que diésemos un paseo?
    ―En absoluto, Ben. ¿De qué quieres hablarme?

    En su fuero interno, Charlotte estuvo encantada de la invitación. Podría empezar a entender a aquel extraño y enigmático producto de la naturaleza salvaje. Salieron por la puerta principal del fuerte y él la condujo por la pradera hacia el arroyo. Ben iba en silencio, pensativo. Ella dominó su deseo de interrumpir su ensimismamiento. El arroyo estaba a casi dos kilómetros y tardaron veinte minutos en llegar.

    La pradera olía a heno y en varias ocasiones el joven alzó la vista hacia la cordillera de los Pryor.

    ― Es hermoso estar al pie de la cordillera, mirando hacia los picos ―dijo ella.
    ― Ese es mi hogar ―dijo él, y volvió a sumirse en el silencio.

    Al llegar al arroyo, Ben se sentó junto a la orilla y ella se recogió la falda de algodón plisada y se sentó frente a él.

    ―¿De qué querías hablarme, Ben?
    ― ¿Puedo preguntarle una cosa, señorita?
    ― Ya te he dicho que me llames Charlotte. Pero sí, puedes preguntarme lo que quieras.
    ― ¿Y no me mentirá?
    ―No te mentiré, Ben. Te lo prometo.
    ― ¿En qué año estamos?

    Charlotte Bevin se quedó perpleja. Confiaba en que la pregunta de Ben fuese algo acerca de su relación con los otros jóvenes del grupo. Lo miró a los ojos intensamente azules y por un momento pensó... Pero no... Era diez años mayor que él.

    ― Pues en 1977, Ben.

    Si Charlotte supuso que era una pregunta retórica para exponerle algo se equivocó. El joven inclinó la cabeza hacia las rodillas y se llevó las manos a la cara. Le temblaron los hombros.

    Solo en otra ocasión había visto Charlotte llorar a un hombre. Fue en un accidente de automóvil en la autopista de Bozeman a Billings. Se acercó a él y posó las manos en sus hombros.

    ― ¿Qué ocurre, Ben? ¿Qué pasa con este año?

    No era la primera vez que Ben Craig sentía miedo. Lo tuvo al hacer frente al oso pardo en aquella fronda cercana al Little Big Horn. Pero nunca había sentido tanto miedo como en aquellos momentos. Más que miedo sintió terror.

    ―Es que... yo nací en 1852.

    Charlotte Bevin no se sorprendió. Estaba segura de que allí había un problema. Lo rodeó con sus brazos, lo atrajo hacia sí y le acarició la nuca.

    Era una mujer joven y moderna, una joven de su tiempo. Había leído mucho sobre aquellas cosas. La mitad de la juventud del Oeste se sentía atraída por la filosofía mística oriental. Creía en la teoría de la reencarnación. Sabía que muchas personas creían haber estado en otros tiempos, haber tenido otra existencia mucho tiempo atrás.

    Era un problema; un fenómeno estudiado por la psiquiatría. Y existían técnicas y terapias para afrontarlo.

    ―No importa, Ben ―le susurró ella mientras lo acunaba como a un bebé―. No importa. Todo irá bien. Si tú lo crees así, no importa. Pasa el verano aquí con nosotros en el fuerte viviendo como se vivía hace cien años. En otoño puedes regresar a Bozeman conmigo y encontraré personas que puedan ayudarte. Te irá muy bien todo, Ben. Confía en mí.

    Charlotte sacó un pañuelo y le secó las lágrimas, abrumaba por la compasión que le inspiraba aquel joven montañés.

    Regresaron al fuerte. A Charlotte le gustaba poder seguir llevando ropa interior moderna, disponer de medicamentos modernos, en caso de lesiones o enfermedades, y del hospital Billings Memorial, que estaba a unos minutos en helicóptero. Pero empezaba a gustarle llevar aquel vestido de algodón, la vida sencilla y la rutina de vivir en un fuerte de la frontera. Y ahora estaba segura de que conseguiría hacer su tesis doctoral.

    Las lecciones o conferencias del comandante Ingles eran obligatorias para todos. Debido al calor de finales de junio, las daba en el patio y sus discípulos se sentaban en bancos frente a él, que utilizaba un caballete para mostrar algunas ilustraciones. En cuanto empezaba a hablar de la historia del Viejo Oeste se encontraba en su elemento.

    Al cabo de diez días, llegó al período de las guerras indias. Detrás de él tenía fotografías a gran escala de los principales jefes siux. Ben Craig se vio a dos pasos de una fotografía de Toro Sentado, aunque tomada en sus últimos años. El sanador y jefe hunkpapa se había refugiado en Canadá, pero había regresado para ponerse, con el resto de sus hombres, a disposición del ejército. La fotografía del caballete había sido tomada poco antes de que fuese asesinado.

    ― Pero uno de los más curiosos fue el jefe oglala Caballo Loco ―dijo el profesor―. Nunca dejó que lo fotografiase el hombre blanco, creía que la cámara se quedaría con una parte de su alma. De modo que es el único de quien no tenemos fotografía. Nunca sabremos qué aspecto tenía.

    Craig fue a decir algo pero se abstuvo.

    En otra de sus lecciones el profesor describió con detalle la campaña que condujo a la batalla del Little Big Horn. De esa manera Craig se enteró de la suerte corrida por el comandante Marcus Reno y sus tres compañías, y de que el capitán Benteen regresó de los páramos para unirse a ellos en la sitiada loma. Se alegró de que la mayoría hubiese sido rescatada por el general Terry.

    Durante su última charla el profesor habló de la maniobra llevada a cabo en 1877 para rodear a los grupos dispersos de siux y cheyenes y escoltarlos hasta sus reservas. Cuando Ingles se ofreció a contestar preguntas a modo de coloquio, Craig alzó la mano.

    ― Sí, Ben ―dijo el profesor, encantado de que fuese precisamente un oyente que jamás había puesto el pie en un colegio quien se decidiese a preguntar.
    ― ¿Se sabe algo del jefe de un clan, llamado Alto Wapití, o de un guerrero llamado Búho Andante?

    El profesor se quedó desconcertado. Tenía libros de consulta para llenar un camión, y se los sabía casi todos. Había contado con que le hiciese una pregunta sencilla.

    ― No; me parece que no los citan en ninguna parte; no creo que ninguno de los indios de las praderas que presenció la batalla lo mencionase. ¿Por qué lo preguntas?
    ―Porque he oído decir que Alto Wapití se separó del grupo principal, eludió a las patrullas de Terry y fue a pasar el invierno en la cordillera de los Pryor, señor.
    ―Pues nunca he oído tal cosa. Si así fue, debieron de encontrarlos en primavera. Tendrías que preguntarlo en Lame Deer, que es en la actualidad el centro de la reserva cheyene del norte. Puede que alguien de la Universidad Dull Knife Memorial sepa algo sobre el particular.

    Ben Craig memorizó el nombre. En otoño iría a Lame Deer, dondequiera que estuviese, y preguntaría.

    Aquel fin de semana llegó el primer grupo de visitantes y, a partir de entonces, recibieron grupos casi a diario. La mayoría llegaba en autocares y el resto en coches. Algunos eran grupos dirigidos por sus profesores; y otros simplemente familias. Pero todos aparcaban a un kilómetro del fuerte y llegaban en carretas cubiertas. Era parte de la técnica del profesor Ingles para «ponerse en situación».

    Y funcionaba. Los niños ―porque la mayoría eran niños― se entusiasmaban con el trayecto en carreta, algo insólito para ellos, y en los últimos doscientos metros de trayecto hasta Fort Heritage podían imaginar que eran auténticos colonos de la frontera. Bajaban exultantes de las carretas.

    A Craig le encargaron trabajar en las pieles de sus animales, tensadas al sol en bastidores mientras las cepillaba y salaba, preparándolas para ablandarlas y curtirlas. Los soldados hacían la instrucción; el herrero accionaba el fuelle en la forja; las chicas, con sus largos vestidos de algodón, lavaban la ropa en grandes barreños de madera, y el comandante Ingles llevaba a los grupos de actividad en actividad, explicando cada una de las tareas y por qué eran necesarias en la vida en las praderas.

    Dos estudiantes americanos nativos representaban el papel de indios no hostiles, que vivían en el fuerte como rastreadores y guías en caso de que la dotación militar tuviese que acudir en auxilio de algún grupo de colonos atacado por una partida de indios salidos de sus reservas. Llevaban pantalones de algodón, camisa azul de lona, la cintura ceñida por una faja y pelucas de largas melenas negras bajo la chistera. Lo que más llamaba la atención de los visitantes era la herrería y ver a Ben Craig trabajar las pieles.

    ― ¿Las ha cazado usted? ―le preguntó un muchacho de un colegio de Helena.
    ― Sí.
    ― ¿Tiene permiso?
    ―¿Que si tengo qué?
    ― ¿Por qué lleva una pluma prendida en la coleta si no es indio?
    ―Me la regaló un cheyene.
    ―¿Por qué?
    ― Por matar a un oso pardo.
    ― ¡Qué historia más bonita! ―dijo la profesora. ―Qué va ―dijo el niño―. Es un actor igual que todos los demás.

    A medida que las carretas traían nuevos visitantes,

    Craig buscaba en el grupo una larga melena negra, un par de grandes ojos oscuros que lo mirasen. Pero no la vio. Julio dejó paso a agosto.

    Craig pidió tres días de permiso para volver a las montañas. Salió con su yegua al amanecer. En las montañas encontró una fronda de cerezos, echó mano del hacha que le había prestado el herrero y se puso a trabajar. Cuando hubo cortado y pulido una rama para hacerse un arco, lo tensó con cordel del fuerte porque no tenía tendones de animales.

    Las flechas las hizo con ramas rígidas de álamo. Las plumas de un pavo silvestre despistado le sirvieron para acabarlas. Junto a un arroyo encontró pedernal con el que cinceló y alisó la punta de las flechas. Tanto los cheyenes como los siux habían utilizado siempre puntas de flecha de pedernal o hierro, incrustada en una grieta del extremo de la flecha y sujeta con tiras de piel sumamente finas.

    Las flechas que más temían los hombres de las llanuras eran las de pedernal. Las puntas de hierro podían extraerse con la flecha, pero las de pedernal solían romperse, lo que obligaba a operar al herido a vida o muerte y sin anestesia. Craig hizo cuatro flechas de pedernal. Y a la tercera mañana abatió a un corzo.

    Al regresar llevaba al animal colgado de la grupa, con la flecha clavada en el corazón. Llevó la pieza a la cocina, la colgó de un gancho, la desolló, la descuartizó y luego le ofreció al cocinero treinta kilos de carne de corzo fresca ante la mirada atónita de un grupo de urbanitas.

    ―¿Qué pasa? ¿No te gusta cómo cocino? ―preguntó el cocinero.
    ―Sí que me gusta. Me gusta esa torta de queso que hace con colorines.
    ― Se llama pizza.
    ― Pero he pensado que no vendría mal un poco de carne fresca.

    Mientras el guía se lavaba las manos y los brazos en el abrevadero, el cocinero agarró la flecha ensangrentada y fue derecho al puesto de mando.

    ―Es un artilugio estupendo ―dijo el profesor Ingles al pasárselo el cocinero―. Las he visto en museos. Incluso las plumas de pavo están colocadas al estilo de los cheyenes. ¿De dónde lo ha sacado Ben?
    ― Dice que la ha hecho él ―repuso el cocinero.
    ―Es imposible. Ya no hay nadie que sepa trabajar el pedernal así.
    ―Pues ha hecho cuatro, profesor ―dijo el cocinero―. Y esta estaba clavada justo en el corazón del animal. Esta noche cenaremos corzo.

    El personal del fuerte comió corzo a la brasa al aire libre y lo disfrutó.

    Al otro lado del fuego, el profesor observaba a Craig mientras este troceaba una pierna del corzo con su cuchillo Bowie, afilado como una navaja barbera. Pero recordó las tranquilizadoras palabras de Charlotte sobre el comportamiento del joven. Puede que su ayudante tuviese razón, pero tenía sus dudas. ¿Y si en un momento dado aquel joven se tornaba peligroso? Había notado que cuatro chicas trataban de atraer la atención de Ben, que, sin embargo, siempre parecía estar pensando en otra cosa.

    A mediados de mes Ben empezó a desmoralizarse. Trataba de convencerse de que Manitú no le había mentido y no iba a traicionarlo. Pero ¿dónde estaba Brisa Susurrante? Ninguno de los animosos jóvenes que estaban con él sabían que había tomado una decisión. Si al final del verano no había recuperado el amor por el que había obedecido al hombre sabio, volvería a las montañas y, por su propia mano, iría a reunirse con ella en el más allá.

    Una semana después, dos carretas entraron en el fuerte y los cocheros detuvieron a los sudorosos caballos. De la primera bajó un grupo de niños muy entusiasmados. Ben enfundó el cuchillo que estaba afilando en una piedra y se acercó al grupo. Una de las profesoras de los muchachos estaba de espaldas a él. Tenía una melena negra azabache que le llegaba a la cintura.

    La joven profesora se dio la vuelta. Parecía americana de origen japonés o mestiza, con una cara muy redondita. El guía dio media vuelta y se alejó. Estaba furioso. De pronto se detuvo, alzó los puños al cielo y empezó a gritar.

    ―¡Me has mentido, Manitú! Y también tú me mentiste, viejo. Me dijiste que esperase, pero me has sumido en esta desolación, proscrito por el hombre y por Dios.

    Todos los que estaban en el patio lo miraron. Delante de él había uno de los indios «no hostiles», que se dio la vuelta hacia él y lo miró. Aquel rostro marchito, quemado por el sol y con más arrugas que una castaña, viejo como las rocas de la cordillera Beartooth, enmarcado en mechones de pelo blanco como la nieve, que asomaban bajo la chistera, lo miraba con infinita tristeza. El hombre sabio meneó la cabeza lentamente. Luego alzó la vista y asintió en silencio, mirando más allá del joven guía.

    Craig se dio la vuelta de nuevo, pero no vio nada y volvió a girarse. Bajo la chistera, su compañero Brian Heavyshield, uno de los actores indios, lo observaba como si creyese que había enloquecido y miró hacia la entrada.

    De la segunda carreta bajaron otros niños que se arremolinaron junto a su maestra, que llevaba vaqueros, camisa a cuadros y gorra de béisbol. La joven se inclinó para separar a dos chicos que se peleaban. Luego se pasó la manga de la camisa por la frente. El ala de la gorra se interpuso en la visión de Craig hasta que ella se la quitó. Un torrente de pelo oscuro cayó hasta su cintura. Notó que alguien la miraba con fijeza y alzó la vista. Tenía la cara ovalada y los ojos grandes, de color castaño oscuro. Era Brisa Susurrante.

    Ben Craig se quedó paralizado, sin habla. Sabía que debía decir algo, ir hacia ella, hacer algo. Pero no pudo. Solo podía mirarla. Ella se ruborizó, azorada, desvió la mirada y agrupó a sus alumnos para empezar la visita. Una hora después llegaron al establo, dirigidos por Charlotte, que ejercía de guía. Ben estaba aseando a Rosebud. Sabía que el grupo iría allí. Formaba parte de la visita.

    ―Aquí es donde tenemos los caballos ―dijo Charlotte―. Unos son de la caballería; otros pertenecen a hombres de la frontera que viven aquí o que están de paso. Como podéis ver, este joven, Ben, cuida muy bien de su yegua. Es cazador, trampero y guía, un auténtico montañés.
    ― ¡Quiero ver todos los caballos! ―gritó uno de los niños.
    ― De acuerdo, los veremos todos. Pero no os acerquéis demasiado a las patas traseras, porque podrían dar alguna coz ―advirtió Charlotte mientras pasaba con los jóvenes frente a las cuadras.

    Craig y la joven maestra se rezagaron y se miraron. ―Perdone que la mire tanto, señorita ―dijo―. Me llamo Ben Craig.

    ― Hola. Yo me llamo Linda Pickett ―dijo ella tendiéndole la mano. Ben se la estrechó. Era una mano cálida y menuda, tal como él la recordaba.
    ― ¿Puedo preguntarle una cosa, señorita?
    ― ¿Llama a todas las chicas señorita?
    ―Pues sí. Así me lo enseñaron. ¿Le parece mal?
    ― Es demasiado formal, un poco anticuado. ¿Qué quería preguntarme?
    ―¿Me recuerda?

    Linda Pickett frunció el ceño.

    ― Creo que no. ¿Nos hemos visto antes?
    ―Hace mucho tiempo.

    Ella se echó a reír. Era una risa que Ben recordaba haber oído junto al fuego del campamento de Alto Wapití.

    ―Pues entonces yo debía de ser muy pequeña. ¿Dónde fue?
    ― Venga, que se lo enseñaré.

    Ben Craig condujo a la perpleja chica al otro lado de las empalizadas. Señaló los montes Pryor, que se alzaban al sur.

    ― ¿Conoce esas montañas?
    ― ¿La cordillera Beartooth?
    ― No, los Beartooth están más al oeste. Esos son los montes Pryor. Allí fue donde nos conocimos.
    ―Pero yo nunca he estado en los montes Pryor. Mis hermanos solían llevarme de acampada cuando era pequeña, pero nunca allí.

    Ben ladeó la cabeza y miró a aquel amado rostro.

    ― Ahora es usted profesora, ¿no?
    ―Bueno... soy maestra del colegio estatal de Billings. ¿Por qué?
    ―¿Volverá otra vez por aquí?
    ―No lo sé. Hay programadas excursiones de otros grupos. Quizá me manden acompañarlos. ¿Por qué?
    ―Quiero que vuelva. Por favor. Tengo que verla otra vez. Dígame que volverá.

    Ella volvió a ruborizarse. Era demasiado bonita para no estar acostumbrada a que se le insinuasen los hombres. Por lo general solía quitárselos de encima con una sonrisa, que resultaba eficaz para ahuyentarlos pero sin ofenderlos. Aquel joven era extraño. El no la piropeó, ni le sonrió insinuante. La actitud de Ben Craig era seria, sincera, ingenua. Ella miró a aquellos ojos azul cobalto de mirada franca y se estremeció por dentro.

    Charlotte salió en aquel momento del establo con los niños.

    ―No sé ―dijo la joven―, lo pensaré.

    Al cabo de una hora Linda Pickett y su grupo de niños se habían marchado.

    Pero al cabo de una semana volvió. Una de sus compañeras del colegio había tenido que acudir a cuidar de un familiar enfermo. Faltaba una maestra para acompañar al grupo y Linda se ofreció.

    Hacía mucho calor y Linda Pickett solo llevaba un vestido de algodón rosa.

    Craig le había preguntado a Charlotte por la lista de visitantes que esperaban aquel día, confiando en que llegase un grupo del colegio de Billings.

    ― ¿Le has echado el ojo a alguna, Ben? ―le preguntó con una sonrisa pícara.

    No le hubiese parecido nada mal. Porque una relación con una chica sensata podía ayudar a Ben a adaptarse al mundo real. Y estaba muy contenta con los rápidos progresos que hacía Ben aprendiendo a leer y escribir. Le había dejado dos libros sencillos, similares a los que utilizan los niños. Confiaba además en que, en otoño, pudiese encontrarle un trabajo de dependiente en alguna tienda o de camarero. Así, de paso, ella escribiría su tesis sobre la readaptación al mundo real, partiendo del caso de Ben Craig.

    Ben estaba aguardando cuando los niños y sus maestras bajaron de la carreta.

    ―¿Quiere dar un paseo conmigo, señorita Linda?
    ― ¿Un paseo? ¿Por dónde?
    ― Por la pradera. Para hablar.

    Ella dijo que tenía que cuidar de los niños, pero una de sus compañeras, algo mayor que ella, le guiñó el ojo y le susurró que podía tomarse el tiempo que quisiera con su nuevo admirador. Y la verdad es que eso era precisamente lo que Linda Pickett deseaba.

    Salieron del fuerte y llegaron hasta unas rocas a la sombra de un árbol. El parecía incapaz de hablar.

    ― ¿De dónde eres, Ben? ―preguntó ella para romper el hielo. Le gustaba su timidez.

    Ben señaló las montañas a lo lejos.

    ―¿Te criaste allí, en aquellas montañas?
    ― Sí.
    ― ¿Y dónde fuiste al colegio?
    ― No fui al colegio.

    Ella trató de digerirlo. Pasar toda la niñez cazando en las montañas sin ir al colegio... Era demasiado raro.

    ― La vida ha de ser muy tranquila en las montañas; sin tráfico, sin radio ni televisión.

    Ben Craig no sabía a qué se refería Linda, pero dedujo que se trataba de cosas que hacían otros ruidos aparte del de los árboles y el canto de los pájaros.

    ―En las montañas solo se oye el sonido de la libertad ―dijo―. Dígame, señorita Linda, ¿ha oído hablar de los cheyenes del norte?

    A Linda Pickett le sorprendió la pregunta pero se alegró del cambio de tema.

    ―Pues claro. Tanto es así que mi bisabuela materna era cheyene.

    Ben Craig ladeó la cabeza para que Linda se fijase bien en la pluma de águila de su coleta. Sus ojos azules la miraban implorantes.

    ―Hábleme de su bisabuela, por favor.

    Linda recordaba que, cuando era niña, su abuela le mostró una fotografía de su madre. Pese al paso de los años, los grandes ojos, la fina nariz y los pómulos salientes indicaban que la anciana que aparecía en la descolorida fotografía sepia en su juventud debió de haber sido muy bonita. Ella le contó lo que sabía, lo que su ya difunta abuela le había contado de pequeña.

    La mujer cheyene estuvo casada con un guerrero con quien tuvo un hijo. Pero, hacia 1880, se declaró una epidemia de cólera en la reserva y murieron el padre y el hijo. Dos años después, un predicador se casó con la joven viuda, afrontando las críticas de sus vecinos blancos. Era de origen sueco, alto y rubio. Tuvieron tres hijas y la menor, nacida en 1890, fue la abuela de Linda.

    A su vez, la abuela se casó con un blanco, con quien tuvo un hijo y dos hijas. La segunda nació en 1925; y, con dieciocho o diecinueve años, fue esta segunda hija, Mary, la que fue a Billings en busca de trabajo. Lo encontró como empleada de una agencia del Banco Agrícola. El cajero era un hombre muy serio y trabajador, llamado Michael Pickett. Se enamoraron y en 1945 se casaron. El no fue a la guerra debido a su acusada miopía. Tuvieron cuatro hijos varones, todos altos y rubios, y luego a ella, en 1959. De modo que Linda acababa de cumplir los dieciocho años.

    ―No sé por qué, pero nací con el pelo negro como el azabache y los ojos castaño oscuro, sin el menor parecido con mi padre ni con mi madre. Bueno... ya lo sabes todo. Ahora te toca a ti.

    Pero Ben Craig hizo caso omiso de la invitación.

    ―Tiene dos cicatrices en la pierna derecha, ¿verdad?
    ― ¿Mis marcas de nacimiento? ¿Cómo lo sabes?
    ―Déjeme verlas, por favor.
    ― ¿Por qué? Eso es muy íntimo.
    ―Por favor...

    Ella vaciló un momento. Luego se levantó la falda y le dejó ver su bronceado muslo. Allí seguían las cicatrices de los orificios de entrada y salida de la bala del soldado que le disparó a orillas del Rosebud. Linda se bajó la falda algo incómoda.

    ― ¿Algo más? ―preguntó ella con tono sarcástico.
    ―Solo una cosa más. ¿Sabe lo que significa en cheyene Emosesteshaa'e?
    ― No, por Dios, ¿cómo voy a saberlo?
    ―Significa Brisa Susurrante. ¿Puedo llamarla Brisa Susurrante?
    ― Pues... bueno, si quieres. Aunque no sé por qué. ―Porque así es como se llamaba antes. Porque la he soñado. Porque la he estado esperando. Porque la amo. Ella se ruborizó y se levantó.
    ― Esto es una locura ―dijo―. No sabes nada de mí, ni yo nada de ti. Además, estoy prometida. Linda se alejó sin querer hablar más.

    Pero volvió al fuerte. Se debatía interiormente con sentimientos encontrados. Se repetía una y mil veces que se estaba comportando como una chiflada, como una estúpida insensata. Pero no podía quitarse de la cabeza aquellos ojos intensamente azules que la miraban con fijeza. Trataba de convencerse de que debía decirle a aquel enamoradizo joven que no tenía sentido volver a verse. Eso le diría en cuanto volviese a verlo.

    Y un domingo, una semana antes de que se reanudase el curso escolar, Linda Pickett regresó al fuerte. El parecía saber que iba a venir. La estaba esperando en el patio, como hacía todos los días, con Rosebud ensillada.

    La subió a la grupa de la yegua y cabalgó hacia la pradera. Rosebud conocía el camino hasta el arroyo. Y junto al agua espejeante desmontaron. Entonces él le contó que sus padres murieron cuando él era pequeño y que un montañés lo adoptó y lo crió. Le explicó que, en lugar de libros y mapas, había aprendido a distinguir el rastro de todos los animales, el canto de los pájaros, la forma y la utilidad de todos los árboles.

    Por su parte, ella le dijo que su vida había sido muy distinta, ortodoxa y convencional, programada. Que su prometido era un joven de una familia respetable y rica, que podría darle todo lo que una mujer pudiese desear, tal como su madre le había dicho. De modo que no tenía sentido seguir...

    Y entonces él la besó. Linda trató de rechazarlo pero, cuando sus labios se encontraron, ella rodeó su cuello.

    El aliento de Ben no olía a tabaco ni a alcohol como el de su prometido. No la sobaba. Ben desprendía un olor muy distinto, a piel de ante, a leña quemada, a resina de pino.

    Pero Linda estaba tan desconcertada que se apartó de él y echó a andar hacia el fuerte. El la siguió pero no volvió a tocarla. Rosebud dejó de pacer y fue tras ellos.

    ―Quédate conmigo, Brisa Susurrante.
    ―No puedo.
    ―Estamos destinados el uno para el otro. Así se profetizó hace mucho tiempo.
    ― No puedo contestarte ahora. Tengo que pensar. Esto es una locura. Estoy prometida.
    ―Dile que tendrá que esperar.
    ― Imposible.

    En aquellos momentos, una carreta salía del fuerte en dirección al camuflado aparcamiento. Ella avivó el paso y llegó a tiempo para subir. Ben Craig montó en Rosebud y fue tras la carreta.

    En el aparcamiento los pasajeros bajaron de la carreta y subieron al autocar.

    ―¿Volverás, Brisa Susurrante? ―le gritó él.
    ―No puedo. Voy a casarme con otro.

    Varias mujeres mayores dirigieron una mirada de reproche al joven jinete con aspecto de patán, que al parecer estaba importunando a una joven. Las puertas del autocar se cerraron y el conductor puso el motor en marcha.

    Rosebud relinchó asustada y se encabritó. El autocar arrancó y enfiló el camino vecinal que conducía hasta la autopista. Craig azuzó a Rosebud y siguió al autocar, a un medio galope que pasó a galope tendido en cuanto el vehículo aceleró.

    La yegua estaba aterrorizada al ver el monstruo que corría a su lado y que le rugía. La fuerza del viento se incrementaba. Dentro del autocar los pasajeros oyeron gritar.

    ―¡Brisa Susurrante, ven conmigo a las montañas y sé mi mujer!

    El conductor miró por el retrovisor, y al ver que lo seguía un jinete enloquecido pisó el acelerador. El autocar traqueteaba y daba bandazos para esquivar los baches. Varias mujeres gritaron asustadas abrazando a sus hijos. Linda abrió la ventanilla.

    Poco a poco, el autocar fue dejando atrás a Rosebud que, a pesar de estar aterrorizada, seguía confiando en el firme taloneo que notaba en las costillas y en la mano que sujetaba las riendas. Una cabeza se asomó por la ventanilla y, casi cegada por el polvo, le dio su respuesta:

    ―Sí, Ben Craig, de acuerdo.

    El jinete tiró de las riendas y se detuvo en medio de la polvareda.

    Linda Pickett escribió una carta a su prometido con sumo tacto, para no provocar un estallido de ira como los que ya había tenido que soportarle, pero dejando muy claro que, aunque lo sentía, había tomado una decisión. Cuando hubo terminado el cuarto borrador, firmó la carta y fue a echarla al correo.

    No supo nada hasta al cabo de una semana. Pero, como era de esperar, cuando se vieron, la entrevista fue tan corta como brutal.

    Michael Pickett era una personalidad en Billings, presidente y gerente del Banco Agrícola. Tras empezar como simple cajero, poco antes del ataque japonés a Pearl Harbor, fue ascendiendo hasta subdirector. Su dedicación al trabajo, su respeto a las normas y su meticulosidad llamaron la atención del fundador y propietario de la entidad, un solterón empedernido que no tenía hijos.

    Al jubilarse, el fundador le ofreció venderle el banco. Quería que dirigiese la entidad alguien que continuase con los mismos principios que él había sentado. Y mediante unos préstamos preferenciales y otros recursos el ex cajero pudo comprar el banco. Fue pagando la mayoría de los préstamos pero, a finales de los sesenta, tuvo problemas: excesivas renovaciones de créditos, quiebras, morosos... Pickett se vio obligado a vender acciones para obtener más liquidez, y logró superar la crisis.

    Una semana después de recibir la carta de su hija, el señor Pickett no fue invitado, sino instado a verse con el padre del prometido de su hija en su casa, un rancho impresionante situado a orillas del Yellowstone, al sudoeste de Billings. Ya se habían visto antes, con ocasión de la formalización del compromiso de sus hijos, pero en el restaurante del club de ganaderos.

    Acompañaron al banquero a un amplio despacho, con parquet muy pulido, carísimos paneles que revestían las paredes y adornado con trofeos, diplomas enmarcados y varias cabezas de toro disecadas. El hombre que estaba tras el escritorio no se levantó ni lo saludó. Se limitó a señalar el sillón que había delante del escritorio.

    Cuando su visitante se hubo sentado, lo miró con fijeza sin decir palabra. El señor Pickett estaba hundido. Creía saber de qué se trataba. El ranchero y magnate se lo tomó con calma. Desenfundó un Cohiba de grandes dimensiones, lo encendió y luego le tendió a Pickett una hoja de papel. Pickett la leyó. Era la carta de su hija.

    ―Lo siento ―comentó―. Me lo dijo. Ya sabía que le había escrito. Aunque no había visto la carta.

    El ranchero se inclinó con el índice en gesto admonitorio. Lo fulminaba con la mirada y los ojos inyectados en sangre, bajo el sombrero que siempre llevaba, incluso en su despacho.

    ―Ni hablar ―le espetó el magnate―. Ni hablar, ¿me entiende? De ninguna manera su hija va a humillar así a mi hijo.

    El banquero se encogió de hombros.

    ―Yo estoy tan disgustado como usted ―dijo―. Pero, los jóvenes... a veces cambian de opinión. Ambos lo son. Quizá se hayan precipitado.
    ―Hable con ella. Dígale que está cometiendo un grave error.
    ―Ya he hablado con ella. Y también su madre. Pero insiste en romper el compromiso.

    El magnate se reclinó en el sillón y miró en derredor, pensando en lo alto que había llegado desde sus comienzos como simple vaquero.

    ―Mi hijo no lo ha roto ―replicó. Cogió la carta de manos de Pickett y le pasó un montón de papeles―. Le aconsejo que lea esto.

    La verdad era que William Big Bill Braddock había prosperado mucho. Su abuelo llegó al Oeste desde Bismark, Dakota del Norte, donde nació, hijo ilegítimo de un soldado de caballería que murió luchando en las guerras indias. El abuelo se empleó como dependiente de una tienda y allí trabajó durante toda su vida, sin que lo ascendiesen ni lo despidieran. Su padre había seguido unos pasos igualmente humildes, pero el nieto entró a trabajar en un rancho.

    Era un chico alto y fornido, pendenciero por naturaleza, muy dado a zanjar cualquier disputa a puñetazos, y casi siempre logrando imponerse. Pero también era listo. Después de la guerra vio que se presentaría una buena oportunidad: en camiones frigoríficos, capaces de transportar ternera fresca de Montana a miles de kilómetros. Se estableció por su cuenta. Empezó con los camiones frigoríficos, luego instaló mataderos y carnicerías. Creó su propia marca de carne, Ternera Big Bill's, de primera calidad, tierna, fresca y que podía comprarse en cualquier supermercado local. Cuando volvió a un rancho fue como dueño y señor.

    El rancho BarT, comprado diez años antes, era una formidable restauración y la mansión más impresionante a orillas del Yellowstone. Su esposa, una mujer dócil y sumisa, le había dado un hijo que no había heredado ninguna de las cualidades de su padre. Kevin tenía veinticinco años y estaba tan mimado como consentido. Le tenía terror a su padre. Pero Big Bill estaba embobado con él; nada la parecía demasiado bueno para su único hijo.

    Michael Pickett terminó de leer los papeles pálido y desencajado.

    ―No lo entiendo ―dijo.
    ―Pues está bastante claro, Pickett. Desde hace una semana he comprado hasta la última parcela que usted poseía en este estado. Eso significa que ahora soy el accionista mayoritario de su banco. Y me ha costado una fortuna, la verdad. Y todo por su hija. Bonita es, lo reconozco, pero estúpida también. No sé quién es, ni me importa, ese otro chico a quien ha conocido, pero usted va a ordenarle que lo deje. Ella volverá a escribirle a mi hijo, reconocerá que ha cometido un error y se respetará el compromiso.
    ―¿Y si no consigo convencerla?
    ―Pues le advierte que ella será la responsable de su ruina. Me quedaré con su banco y con su casa; me quedaré con todo lo que usted posee. Y adviértale también que en este condado no le fiarán ni un café. ¿Me ha entendido?

    Mientras bajaba con el coche por la rampa de acceso de la mansión en dirección a la autopista, Michael Pickett se sintió acabado. Sabía que Braddock no bromeaba. Había procedido de manera similar con otros que se habían cruzado en su camino. También le había advertido que los esponsales se adelantarían y se celebrarían a mediados de octubre, o sea, dentro de un mes.

    La reunión familiar fue desagradable. Su madre alternaba reproches con gimoteos. ¿Se daba cuenta su hija de lo que hacía? ¿Tenía idea de lo que había hecho? Casarse con Kevin Braddock equivalía a conseguir de un plumazo todo aquello que la mayoría tarda una vida en conseguir: una espléndida mansión donde criar a sus hijos, los mejores colegios, y una envidiable posición social. ¿Cómo podía echarlo todo por la borda por un loco enamoramiento con un actor del tres al cuarto?

    Dos de los hermanos de Linda, que vivían y trabajaban en la ciudad, habían sido convocados a la reunión familiar. Uno se ofreció para ir a Fort Heritage y tener una conversación de hombre a hombre con el entrometido. Ambos hermanos de Linda temían que la venganza de Braddock pudiera llegar al extremo de dejarlos sin trabajo también a ellos. El hermano que se ofreció a hablar con Ben era funcionario del gobierno y Braddock tenía amigos poderosos en Helena.

    Su atribulado padre limpió los gruesos cristales de sus gafas con abatimiento. Y fue este abatimiento lo que consiguió convencer a Linda Pickett, que asintió con la cabeza, se levantó y fue a su habitación. En esta ocasión escribió dos cartas.

    La primera era para Kevin Braddock, en la que reconocía que se había enamorado como una colegiala de un joven vaquero, pero que ya se había terminado todo. Le decía que había sido una estúpida escribiéndole anteriormente como lo hizo y le pedía que la perdonase. Añadía que deseaba que su compromiso siguiese en pie, y que esperaba ser su esposa antes de finales de octubre. La segunda era para Ben Craig, c/o Fort Heritage, condado de Bighorn, Montana. Echó al correo ambas cartas al día siguiente.

    A pesar de su obsesión por la autenticidad, el profesor Ingles había hecho otras dos concesiones a la modernidad. Aunque en el fuerte no tenían línea telefónica, él tenía en su despacho un radioteléfono con pilas recargables. Y también tenían servicio postal.

    La estafeta de correos de Billings había accedido a enviar toda la correspondencia dirigida al personal del fuerte, a la oficina de la principal agencia de autocares de la ciudad que, a su vez, había aceptado enviar las sacas de correo en el siguiente autocar que saliese con destino a Fort Heritage.

    Ben Craig recibió la carta cuatro días después.

    Intentó leerla pero le costaba mucho. Gracias a las lecciones de Charlotte se había acostumbrado a las letras mayúsculas e incluso a las minúsculas, pero la letra caligráfica de la joven era una tortura para él. De modo que le pidió a Charlotte que se la leyese.

    ―Lo siento, Ben ―dijo Charlotte, apenada tras leer la carta―. Es de la chica de la que te enamoraste. Se llama Linda, ¿verdad?
    ―Léamela, por favor, Charlotte.

    Y así lo hizo la profesora.

    ―«Querido Ben: Hace dos semanas hice una solemne tontería. Cuando me gritaste desde el caballo y yo te grité desde el autocar, creo que dije que podríamos casarnos. Pero al volver a casa he comprendido lo estúpida que fui. La verdad es que estoy prometida a un buen chico y no puedo romper mi compromiso. Nos casaremos el mes que viene. Por favor, deséame suerte y felicidad, como yo te la deseo a ti. Con un beso de despedida, Linda Pickett.»

    Charlotte dobló la carta y se la devolvió. Ben contempló las montañas, ensimismado. Ella le cogió una mano.

    ―Lo siento, Ben. Son cosas que pasan; como un tren que se nos escapa. Está claro que la chica tuvo un flechazo contigo y le entiendo perfectamente. Pero ha decidido seguir con su prometido.

    Craig no veía muy claro eso de que un tren se le escapase. Volvió a mirar las montañas.

    ―¿Quién es su prometido?
    ― No lo sé. No lo dice.
    ― ¿Podría usted averiguarlo.
    ―Pero... no irás a causar problemas, ¿verdad, Ben?

    Tiempo atrás Charlotte se vio en la embarazosa situación de que dos jóvenes se peleasen por ella. Le resultó halagador. Pero eso fue entonces. No quería que su joven pupilo, todavía por pulir, se liase a tortazos por una chica que había estado tres veces en el fuerte, hecha un lío con sus volubles sentimientos.

    ― No, Charlotte, ningún problema. Es solo por curiosidad.
    ―¿Seguro que no irás a Billings a pegarte con tu rival?
    ― No, Charlotte, solo quiero lo que es mío, a ojos del hombre y de Manitú; lo que se profetizó hace tiempo.

    Como Ben volvía a hablar en un lenguaje tan críptico, Charlotte insistió.

    ―Pero no a Linda Pickett, ¿verdad?

    Ben reflexionó mascando un tallo de hierba. ―No, a Linda Pickett no.

    ―¿Me lo prometes, Ben?
    ―Se lo prometo.
    ―Bueno, pues veré qué puedo hacer.

    En la facultad de Bozeman, Charlotte Bevin había tenido una amiga que en la actualidad era periodista de la Billings Gazette. La llamó y le pidió que consultase los anuncios de la sección Ecos de Sociedad, por si se anunciaba el enlace de una joven llamada Linda Pickett.

    La periodista no tardó en averiguarlo. Cuatro días después la saca del correo le trajo un recorte del periódico de principios del verano. Los señores Pickett y los señores Braddock tenían el placer de anunciar el compromiso de su hija Linda y su hijo Kevin.

    Charlotte resopló. No era de extrañar que la chica no quisiera romper el compromiso.

    ―Es el hijo de Big Bill Braddock ―le dijo Charlotte a Craig―. Sabes quién es «el rey del filete», ¿no? Él meneó la cabeza.
    ― No, claro ―dijo Charlotte con cara de resignación―. Tú cazas la carne que comes. Y sin permiso de armas. Bueno... el suegro es un hombre muy rico. Vive en un gran rancho al norte de aquí, cerca del Yellowstone. ¿Conoces el río?

    Craig asintió con la cabeza. No había palmo de la orilla sur que no hubiese recorrido a caballo con el general Gibbon, desde Fort Ellis hasta la confluencia con el Tongue, al este del Rosebud.

    ― ¿Podría averiguar cuándo será la boda? ―¿Recuerdas lo que me has prometido?
    ―No se preocupe. Nada de Linda Pickett.
    ―Eso espero. ¿Qué te propones hacer entonces? ¿Darle una sorpresita?
    ― Más o menos.

    Charlotte hizo otra llamada telefónica para averiguar la fecha.

    Septiembre dejó paso a octubre. El tiempo seguía excelente y los pronósticos mencionaban el veranillo de San Martín, que allí llaman «verano indio», con tiempo soleado hasta finales del mes.

    El día 10 el autocar trajo un ejemplar de la Billings Gazette y, como el curso escolar ya había empezado, el número de visitantes cayó en picado.

    En el periódico de su amiga, Charlotte buscó la columna Ecos de Sociedad y le leyó a Craig.

    La reportera, entusiasmada, daba noticia de los próximos esponsales de Kevin Braddock y Linda Pickett. La ceremonia se celebraría en el fantástico rancho BarT al sur de Laurel Town, el 20 de octubre. Como parecía que el tiempo seguía siendo bueno la ceremonia tendría lugar en el amplio jardín de la mansión, a las dos de la tarde, ante una concurrencia en la que estaría la elite social y del mundo de los negocios de Montana.

    Ben memorizó lo que leyó Charlotte.

    Al día siguiente el comandante del puesto se dirigió a todo el personal en el patio. La experiencia de aquel verano en Fort Heritage se interrumpiría el 21 de octubre, y el fuerte permanecería inactivo y cerrado durante los meses de invierno. Había constituido un notable éxito y habían recibido muchos mensajes de felicitación de educadores y autoridades de todo el estado.

    ―Habrá mucho trabajo durante los cuatro días previos al cierre ―les dijo Ingles a los jóvenes―. Los salarios se pagarán el día antes. Tenemos que limpiar las instalaciones, almacenar y dejarlo todo listo para el duro invierno antes de marcharnos.

    Cuando el profesor hubo terminado de hablar Charlotte hizo un aparte con Craig.

    ―Bueno, Ben, ya hemos llegado casi al final –le dijo―. Y cuando se haya terminado todos volveremos a vestir como siempre. Aunque... supongo que tú siempre vistes igual. Pero ahora cobrarás unos buenos dólares y, si te parece, podemos ir a Billings para que te compres ropa apropiada para el invierno. Luego quiero que vengas conmigo a Bozeman. Te encontraré un buen alojamiento y te presentaré a algunas personas que pueden ayudarte.
    ― De acuerdo, Charlotte ―asintió él.

    A última hora de la tarde, Ben llamó a la puerta del despacho del profesor.

    John Ingles estaba sentado tras su mesa. Una estufa de leña proyectaba un tenue resplandor desde un rincón. El profesor lo recibió con cordialidad. Estaba impresionado con aquel joven; por su conocimiento de la naturaleza de la zona y de la antigua frontera, y porque en ningún momento había dejado de interpretar su papel. Con sus conocimientos, y un título universitario, el profesor podría haberlo colocado en el campus.

    ―Mi querido amigo, ¿qué puedo hacer por usted? ―preguntó el profesor, que suponía que Craig quería pedirle algún consejo de cara al futuro.
    ―¿Tiene usted un mapa, comandante?
    ―¿Un mapa? ¡Dios santo! ¡Pues claro que tengo un mapa! ¿De qué zona?
    ― De aquí, del fuerte, y del norte del Yellowstone. Por favor, señor.
    ― Buena idea. Siempre es útil saber dónde está uno y conocer los alrededores. Mira.

    El profesor extendió un mapa encima de la mesa y se lo explicó. Craig ya había visto mapas de campaña durante su etapa en el ejército, pero eran mapas en los que apenas había nada más que puntos de referencia anotados por algunos tramperos y guías. En cambio, el que el profesor le mostraba estaba lleno de líneas y señales.

    ― Aquí está el fuerte, casi al pie del monte West

    Pryor; al norte está el Yellowstone y al sur los Pryor. Aquí está Billings y aquí mi ciudad natal, Bozeman.

    Craig deslizó el índice a lo largo de los ciento cincuenta kilómetros que separaban ambas ciudades.

    ―¿Es esta la senda Bozeman? ―preguntó.
    ―Exacto. Así es como la llamaban antes. Aunque ahora, claro, es una autopista.

    Craig no sabía qué era una autopista pero pensó que podía ser la larga franja negra que había visto a la luz de la luna. Había docenas de poblaciones menores señaladas en el mapa y, en la orilla sur del Yellowstone, en la confluencia del río con el arroyo Clark, estaba señalizada una hacienda llamada rancho BarT. Supuso que estaba un poco al oeste de una línea que seguía hacia el fuerte y que, a campo traviesa, debía de haber unos treinta kilómetros. Le dio las gracias y le devolvió el mapa.

    La noche del 19 de octubre, Ben Craig se acostó muy temprano, nada más cenar. A nadie le extrañó, porque todos los jóvenes habían pasado el día limpiando, engrasando las piezas metálicas para protegerlas de las heladas del invierno y almacenando herramientas en los cobertizos para que no se oxidasen o deteriorasen. Los otros ocupantes del barracón fueron a acostarse sobre las diez y enseguida se quedaron dormidos. Nadie reparó en que su compañero, bajo su manta, estaba completamente vestido.

    Ben se levantó a medianoche, se puso su gorro de piel de zorro, dobló dos mantas y se marchó sigilosamente. Nadie lo vio dirigirse al establo y ensillar a Rosebud. Se había asegurado de que su yegua tuviese una ración doble de avena pues la iba a necesitar.

    Cuando tuvo a Rosebud preparada, entró en la herrería y recogió los utensilios que el día anterior había anotado que iba a necesitar: un hacha con funda y cinturón, una cizalla y unos alicates.

    Con los alicates arrancó de cuajo el candado de la armería y, una vez en el interior, cortó con la cizalla la cadena que pasaba por las guardas de los gatillos de los rifles. Todos eran réplicas menos uno, su Sharps 52.

    Luego condujo a Rosebud hasta la pequeña puerta trasera contigua a la capilla y salió. Llevaba las dos mantas bajo la silla y la piel de búfalo detrás. El rifle y su funda colgaban junto a su rodilla izquierda, y junto a la derecha colgaba un carcaj de piel con cuatro flechas. El arco lo llevaba en bandolera. Cuando se hubo alejado casi un kilómetro del fuerte, llevando a Rosebud de la brida, montó.

    Fue así como Ben Craig, montañés y guía, el único superviviente de la matanza de Little Big Horn, se alejó a lomos de su yegua del año de gracia de 1877 para adentrarse en el último cuarto del siglo XX.

    Al ocultarse la luna calculó que eran las dos de la madrugada. Le daba tiempo para recorrer a pie treinta kilómetros, hasta el rancho BarT, y ahorrarle energía a Rosebud. Localizó la estrella Polar en el cielo y se desvió unos grados hacia el oeste de la línea que la estrella le indica hacia el norte.

    La pradera enlazaba con campos de cultivo y, de vez en cuando, encontraba en su camino postes con alambradas. Las cortaba con la cizalla y entraba. Cruzó la línea desde el Big Horn y se adentró en el condado de Yellowstone, sin tener la menor idea de ello. Al amanecer llegó a orillas del Clark y siguió el sinuoso curso que discurría hacia el norte. Al asomar el sol tras las lomas que se alzaban al este, vio una larga empalizada blanca y brillante y un cartel que anunciaba «Rancho BarT. Prohibido el paso». Consiguió descifrar las letras y siguió adelante hasta llegar a la carretera privada que conducía a la verja de entrada.

    A un kilómetro vio la verja y, más allá, una enorme mansión rodeada de magníficos establos. Delante de la verja había un poste pintado con franjas de colores que cruzaba la carretera, y la garita de un centinela, a través de cuyo ventanuco se veía una tenue luz. Se retiró hacia una arboleda, desensilló a Rosebud y la dejó descansar y pacer la hierba fresca del otoño. También él descansó durante toda la mañana, pero no durmió sino que permaneció alerta por si se acercaba algún animal salvaje. En realidad, la reportera del periódico había subestimado el esplendor que Big Bill Braddock se proponía que tuviese la boda de su hijo.

    Big Bill había puesto especial interés en que la prometida de su hijo pasase por un completo reconocimiento médico hecho por el doctor de los Braddock. La humillada joven no tuvo más remedio que acceder. Al leer el informe Big Bill frunció el ceño.

    ― ¿Que es virgen? ―exclamó Big Bill.

    El médico siguió con la mirada el dedo índice del magnate que se posaba en unas líneas del informe.

    ―Sí, señor Braddock. Sin la menor duda. Es virgen. Braddock sonrió exultante.
    ―Vaya con Kevin; a eso se le llama tener suerte. ¿Y lo demás?
    ― No puede estar más sana. Además de bonita es una joven con una salud de hierro.

    La mansión había sido remozada por caros decoradores que la convirtieron casi en un castillo de cuento de hadas. En un césped de media hectárea habían instalado el altar, a unos veinte metros de la empalizada que daba a la pradera. Frente al altar fueron colocadas filas y filas de cómodas sillas para los mil invitados, con un pasillo de separación por el que pasarían los encantadores novios; primero Kevin con su padrino; ella y el tonto de su padre se les unirían a los acordes de la Marcha nupcial de Mendelssohn.

    El bufé del banquete se instalaría en mesas de caballete detrás de las sillas. No se había reparado en gastos. Había pirámides de copas de champán de cristal Stuart, mares de champán francés inasequible para la mayoría de los mortales, todo de añada. Braddock quería que sus elegantes invitados no pudieran poner ningún pero. Había hecho traer en avión desde Seattle langostas del Ártico, cangrejos y ostras perfectamente conservados en hielo. Para quienes prefiriesen algo más fuerte que el champán había cajas de Chivas Regal.

    Al acostarse en su cama de dosel la noche anterior, lo único que preocupaba a Big Bill era su hijo. El muchacho había vuelto a emborracharse y necesitaría pasar una hora bajo la ducha para estar en condiciones por la mañana.

    Para mayor disfrute de sus invitados, mientras los recién casados se cambiasen de ropa para partir en viaje de luna de miel a la isla que los Braddock poseían en las Bahamas, Braddock había organizado un rodeo al estilo del Viejo Oeste en un cercado contiguo a los jardines. Los participantes, al igual que los camareros y sus ayudantes, habían sido especialmente contratados para la ocasión. El único personal que Braddock no tuvo que contratar fue el asignado a su servicio de seguridad. Estaba obsesionado por su seguridad personal. Tenía cuatro guardaespaldas que no se despegaban de él en ningún momento, y el resto, que trabajaban de vaqueros en el rancho, eran expertos en el manejo de las armas de fuego, tenían experiencia de combate y le obedecían a rajatabla. Y Braddock les pagaba muy bien.

    Para la boda había dispuesto que los treinta hombres de que constaba su pequeño ejército estuviesen de guardia en las inmediaciones de la mansión. Dos de ellos estaban encargados de vigilar la verja de la entrada principal. Sus guardaespaldas personales, dirigidos por un ex boina verde, lo seguirían allá donde fuese. El resto iría camuflado como camareros y ayudantes.

    Durante toda la mañana un río de limusinas y microbuses de lujo fue a recoger a los invitados que llegaban al aeropuerto de Billings. Una vez en el rancho, cruzaban la verja, pasaban por el control de seguridad y entraban. Craig lo observaba todo a prudente distancia. Poco después del mediodía llegó el pastor que oficiaría la boda seguido por los músicos.

    Otra columna, formada por las furgonetas del servicio de catering y de la troupe que actuaría en el rodeo, entró por otras puertas de la finca que Craig no podía ver desde donde se encontraba.

    Poco después de la una, los músicos empezaron a afinar sus instrumentos. Craig lo oyó y ensilló a su yegua.

    Condujo a Rosebud y rodeó el perímetro vallado hasta perder de vista la garita y avistar la empalizada pintada de blanco. Al verla, Rosebud adecuó el paso y la saltó. El guía se encontró frente a un espacioso cercado, a casi un kilómetro de los establos. Una manada de purasangres pacía a su aire.

    Al otro lado del cercado Craig vio la verja de entrada al complejo de establos, la abrió y la dejó abierta. Mientras pasaba frente a las cuadras y cruzaba por los patios de losas, dos miembros del servicio de seguridad que patrullaban por allí lo saludaron.

    ―Eres del espectáculo, ¿no?

    Craig los miró y se limitó a asentir con la cabeza.

    ―Pues entonces te has equivocado de sitio. Ve allá abajo y verás a los demás en la parte trasera de la casa.

    Craig enfiló hacia allí, aguardó hasta que los dos se hubieron perdido de vista y dio media vuelta hacia la dirección por donde llegaba la música. No sabía qué era la Marcha nupcial.

    Kevin Braddock se encontraba frente al altar con su padrino. Iba hecho un maniquí, con esmoquin. Veinte centímetros más bajo que su padre y con veinticinco kilos menos, era estrecho de hombros y ancho de caderas. Su madre le había disimulado con polvos varios granos en las mejillas, a los que era propenso.

    La señora Pickett y los padres de los Braddock estaban sentados en la primera fila, separados por el pasillo. Al principio del pasillo apareció Linda Pickett del brazo de su padre. Llevaba un traje de novia de cola, confeccionado especialmente para ella por Balenciaga. Estaba pálida y muy seria. Miraba hacia adelante sin sonreír.

    Mil cabezas se giraron para mirarla cuando empezó a avanzar por el pasillo hacia el altar. Detrás de las filas de sillas que ocupaban los invitados, un nutrido grupo de camareros observaba de pie la ceremonia. Por detrás de ellos apareció un jinete.

    Michael Pickett condujo a su hija hasta Kevin Braddock y luego se sentó al lado de su esposa, que se frotaba los ojos. El pastor alzó la vista y se dispuso a dirigirse a la concurrencia.

    ―Amados hermanos, os habéis reunido aquí en este día para asistir al sacramento que unirá a este hombre y a esta mujer en santo matrimonio ―dijo cuando los acordes de la Marcha nupcial hubieron cesado.

    Si el pastor vio al jinete que estaba frente a él, aunque a unos cincuenta metros, quizá se sorprendió pero no lo exteriorizó. Una docena de camareros se apartaron a un lado ante el avance de la yegua. Incluso la docena de guardaespaldas que vigilaban el perímetro estaban pendientes de la pareja y el pastor, que prosiguió con su ritual.

    ―... cuyo sagrado vínculo los unirá...

    La señora Pickett sollozaba audiblemente. El señor Braddock la fulminó con la mirada. Al pastor le sorprendió ver asomar dos lágrimas en los ojos de la novia que resbalaron por sus mejillas. Pero dedujo que eran de alegría.

    ―Por lo tanto ―continuó el pastor―, si alguien puede aducir una causa justa por la que este hombre y esta mujer no puedan unirse en santo matrimonio, debe hablar ahora o callar para siempre.

    El pastor alzó la vista y dirigió una sonrisa a los congregados.

    ―Ella es mi prometida ―se oyó una fuerte voz que llegó a todos los rincones.

    Y la yegua avanzó decididamente hacia el altar embistiendo a varios camareros, que cayeron al suelo.

    Los guardaespaldas intentaban abalanzarse sobre el jinete, pero recibieron sendas patadas en la cara y cayeron sobre las dos últimas filas de invitados. Los hombres gritaron, las mujeres chillaron y el pastor se quedó boquiabierto.

    En cuestión de segundos, Rosebud pasó del trote al medio galope. El jinete tiró de las riendas con la mano izquierda y con la derecha rodeó la cintura de la novia y la aupó a la grupa de la yegua. Ella quedó en precario equilibrio, pero enseguida ciñó las piernas a los flancos de Rosebud y se aferró al torso del jinete.

    Rosebud rebasó las filas de sillas, saltó la empalizada y se alejó al galope por la pradera.

    Fue un caos. Los invitados gritaban, la vacada apareció por la esquina y corrió por el césped, uno de los cuatro guardaespaldas de Braddock desenfundó una pistola y apuntó a la yegua. Michael Pickett gritó «¡No!», se abalanzó sobre su guardaespaldas, le sujetó el brazo y dirigió hacia arriba el cañón del arma, que se disparó tres veces durante el forcejeo.

    Eso bastó para que los congregados y los purasangres salieran de estampida. Las sillas y las cajas de langostas y cangrejos se volcaron y los mariscos quedaron esparcidos por el césped. El alcalde de una población cercana cayó sobre una pirámide de copas Stuart y quedó cubierto de un lluvia de añicos de cristal. El pastor se parapetó bajo el altar donde se le unió el novio.

    En el acceso asfaltado había aparcados dos coches de la policía local. Estaban allí para ordenar el tráfico y los agentes habían sido invitados a un lunch. Al oír los disparos, se miraron, dejaron sus hamburguesas y corrieron hacia el césped.

    El ayudante del sheriff chocó con un camarero que huía y lo agarró de la chaquetilla blanca.

    ―¿Qué demonios ocurre? ―lo instó a contestar.

    Los otros tres policías miraban boquiabiertos el desbarajuste producido. El ayudante del sheriff escuchó al camarero y miró a uno de sus colegas.

    ―Vuelve al coche y dile al sheriff que tenemos problemas.

    Normalmente, los sábados por la tarde el sheriff Paul Lewis no estaba en su oficina, pero tenía papeleo que despachar y quería dejarlo todo al día para la semana siguiente. Eran las dos y veinte cuando su ayudante de guardia asomó la cabeza por la puerta.

    ―Hay problemas en el rancho BarT ―dijo el agente con el auricular en la mano―. En la boda de Braddock. Ed está al teléfono. Dice que acaban de secuestrar a la novia.
    ―¿Que acaban de qué? Pásamelo.

    La luz roja del aparato del sheriff parpadeó y Paul Lewis cogió el auricular.

    ―Soy Paul, Ed. ¿Qué puñeta dices que ha pasado? El sheriff escuchó el relato de su subalterno, que le hablaba desde el rancho.

    Al igual que todo agente del orden, Paul Lewis detestaba los secuestros. En principio porque era un delito repugnante, del que por lo general eran víctimas las esposas y los hijos de los millonarios; y además porque era un delito federal y eso significaba que enseguida aparecerían agentes del FBI a darle órdenes. En los treinta años que llevaba en el condado de Carbon, diez de ellos como sheriff, habían tenido tres incidentes de toma de rehenes, los tres resueltos sin muertos, pero nunca habían tenido un caso de secuestro. Temía que fuese una banda organizada que dispusiera incluso de un helicóptero.

    ―¿Un hombre a caballo? ¿Y solo? ¿Es que te has vuelto loco? ¿Y adónde ha ido?... Pues si ha saltado la empalizada y se ha adentrado en la pradera debe de haber ocultado un coche en algún sitio. Avisaré a los condados vecinos, y que bloqueen las carreteras principales. Tómales declaración a todos los testigos. Y me llamas para contarme los detalles.

    Estuvo media hora llamando a sus hombres que no estaban de servicio, disponiendo coches patrulla en las principales carreteras que salían del condado de Carbon por los cuatro puntos cardinales. La patrulla de carreteras recibió órdenes de inspeccionar a todos los vehículos y abrir los maleteros. Tenían que encontrar a una preciosa morenita vestida con traje de novia. Eran poco más de las tres cuando Ed llamó desde el coche al rancho BarT.

    ― Esto es rarísimo, jefe. Tenemos casi veinte declaraciones de testigos presenciales. El jinete pudo entrar en el rancho porque todos creyeron que formaba parte del espectáculo de rodeo programado. Va vestido con un traje de ante y monta una yegua de color castaño. Llevaba un gorro de piel de zorro, de los que usaban los tramperos, y una pluma de águila prendida en una trenza, como una coleta, y lleva un arco.
    ―¿Un arco? ¿Qué clase de arco? ¿Para hacer señales?
    ― No, jefe. Un arco para disparar flechas. Es todo muy raro.
    ― Desde luego. Pero prosiga.
    ―Según todos los testigos, galopó hasta el altar y cogió a la chica por la cintura, que tendió los brazos hacia él. Aseguran que parecía conocerlo y se abrazó a él al saltar la empalizada. De no haberse abrazado habría caído y ahora estaría aquí.

    El sheriff se sintió como si le hubiesen quitado un gran peso de encima. Con un poco de suerte no se trataría de un secuestro sino, en todo caso, de una fuga de enamorados. Y empezó a sonreír.

    ― ¿Todos los testigos están seguros de haber visto lo que dicen? ¿No ha pegado a la chica? ¿No se la llevó contra su voluntad?
    ―Parece que no. Lo que sí provocó fueron grandes destrozos. El banquete ha quedado hecho una mierda, y el hijo de Braddock se ha quedado sin novia.

    El sheriff volvió a sonreír.

    ―Todo un desastre, ¿eh? ―dijo―. ¿Se sabe quién es él?
    ― El padre de la novia dice que su hija tuvo un flechazo con uno de los jóvenes actores que ambientaron Fort Heritage durante el verano, y que él hacía el papel de montañés. Sabe donde está el fuerte, ¿no?

    Lewis lo sabía todo acerca de Fort Heritage, porque su hija había llevado a sus nietos a pasar un día allí y les había encantado.

    ―El caso es que la chica rompió el compromiso con Kevin Braddock debido a él. Pero sus padres la convencieron de que era una locura y reanudó las relaciones con Kevin. Parece que el galán se llama Ben Craig.

    Mientras el ayudante del sheriff volvía a tomar declaraciones y el sheriff intentaba contactar con Fort Heritage, el profesor Ingles llamó por teléfono.

    ―Puede que no tenga importancia ―dijo el profesor―, pero uno de los muchachos del personal se ha marchado sin despedirse durante la noche.
    ―¿Ha robado algo?
    ―En realidad no. La yegua y la indumentaria son de su propiedad. Y también un rifle. Se lo confisqué durante la temporada. Pero entró en la armería y se lo llevó.
    ―¿Para qué lo necesita?
    ―Espero que para cazar. Es un buen chico pero un poco... asilvestrado. Nació y se crió en los montes Pryor. No parece haber tenido más parientes que montañeses. Y no ha pisado jamás una escuela.
    ―Mire, profesor, esto podría ser grave. ¿Considera peligroso a ese joven?
    ―No, creo que no.
    ―¿Qué más lleva?
    ―Pues... un cuchillo Bowie, y hemos echado en falta un hacha pequeña. También lleva un arco cheyene y cuatro flechas con punta de pedernal.
    ―Entonces es que les ha robado antigüedades.
    ―No, qué va. Lo hizo todo él.

    El sheriff contó hasta cinco lentamente.

    ―¿No se tratará por casualidad de Ben Craig?
    ―Sí, ¿cómo lo sabe?
    ―Espere, profesor, siga contestándome. ¿Tuvo un romance con una bonita maestra de Billings que visitó el fuerte?

    El sheriff oyó que el profesor hablaba un momento con una mujer llamada Charlotte.

    ―Parece que se enamoró perdidamente de la joven. Y él creía que ella le correspondía, pero tengo entendido que ella le escribió una carta para dejarlo. Y, por lo visto, él no lo encajó bien. Incluso preguntó por aquí dónde y cuándo tendría lugar la boda. Espero que no haya causado problemas.
    ―Solo se ha llevado a la chica del pie del altar.
    ― ¡Oh, Dios mío!
    ― ¿Cree que ha podido dejar el caballo y que vaya ahora en coche?
    ―Ni hablar. No sabe conducir. Es más, nunca ha subido a un coche. Seguirá con su amada yegua y acampará al raso.
    ―¿Hacia dónde cree que se dirigirá?
    ―Al sur, al monte Pryor. Ha pasado toda su vida allí cazando.―Gracias, profesor, me ha sido de gran ayuda.

    El sheriff ordenó a sus hombres que dejasen de bloquear las carreteras y llamó al piloto del helicóptero del condado de Carbon para pedirle que acudiese sin demora. Luego aguardó la inevitable llamada de Big Bill Braddock.

    Paul Lewis era buen sheriff, impasible y firme pero amable. Prefería ayudar a las personas que encerrarlas, pero la ley era la ley y no vacilaba cuando de aplicarla se trataba.

    Su abuelo había sido un soldado de caballería muerto en las guerras indias, dejando mujer y un hijo de pocos meses en Fort Lincoln. La viuda se casó con otro soldado destinado al oeste de Montana. Su padre creció en el estado y se casó dos veces. De su primer matrimonio, que contrajo en 1900, tuvo dos hijas. Y tras la muerte de su esposa volvió a casarse a los cuarenta y cinco años y tuvo su único hijo en 1920.

    El sheriff Lewis tenía cincuenta y ocho años y le faltaban dos para jubilarse y poder dedicarse a pescar las impresionantes truchas de los lagos de Montana y Wyoming.

    Lewis no había sido invitado a la boda. Eso no le extrañaba y no le importaba. Durante los años que llevaba en el cargo había intervenido en trifulcas en las que

    Kevin Braddock se había visto involucrado, borracho. Y, en todos los casos, los dueños de los bares habían sido compensados con creces por los destrozos y habían optado por no presentar ninguna denuncia. Al sheriff no le preocupaba demasiado que en los bares se produjesen

    peleas a puñetazo limpio, pero sí se sulfuró al saber que Kevin Braddock le había pegado a una camarera por haber rechazado unas proposiciones un tanto peculiares.

    El sheriff lo había metido en el calabozo y lo habría denunciado de oficio, pero la chica cambió de pronto de opinión y declaró que simplemente se había caído por las escaleras. Además, Paul Lewis tenía otra información que nunca había comentado con nadie. Tres años atrás recibió una llamada de un amigo de la policía de Helena, que le contó que habían hecho una redada en un club donde se consumían drogas. Se tomaron los nombres y direcciones de todos los presentes y uno de ellos era Kevin Braddock. Si llevaba droga encima debió de darle tiempo a deshacerse de ella y tuvieron que dejarlo en libertad. Pero lo más llamativo era que se trataba de un club exclusivamente gay.

    Sonó el teléfono. Era Valentino, el abogado de Big Bill Braddock.

    ―Ya ha debido de enterarse de lo ocurrido aquí este mediodía, sheriff. Sus agentes acudieron al cabo de unos minutos.
    ―Sí, tengo entendido que las cosas se han torcido un poco.
    ―No me venga con bromitas, sheriff Lewis. Lo que ha ocurrido ha sido un secuestro en toda regla y el responsable debe ser detenido.
    ―Lo tengo en cuenta, abogado. Pero las declaraciones de los testigos presenciales, así como del personal de servicio, aseguran que la joven subió al caballo por voluntad propia. Además, parece que había mantenido un romance con el joven jinete. Más que de un secuestro parece tratarse de una fuga de enamorados.
    ―Vamos, sheriff. Si la chica hubiese querido romper el compromiso nada se lo habría impedido. Esta chica ha sido secuestrada a viva fuerza. Además, el secuestrador ha cometido los delitos de allanamiento de morada y de lesiones (porque le propinó dos patadas a dos miembros del personal del señor Braddock) y ha provocado, deliberadamente, graves destrozos en una propiedad privada. El señor Braddock va a presentar denuncia. ¿Detendrá usted a ese delincuente? ¿O tendremos que hacerlo nosotros?

    Al sheriff Lewis no le gustaba que lo amenazasen.

    ―Confío en que usted y su cliente no estén pensando en tomarse la justicia por su mano, abogado. Eso sería una grave imprudencia.

    El abogado ignoró aquella amenaza velada.

    ―El señor Braddock está muy preocupado por la seguridad de su nuera. Y está en su derecho de buscarla.
    ―¿Ha llegado a completarse la ceremonia?
    ―No entiendo.
    ―Me refiero a si el hijo del señor Braddock y la señorita Pickett están casados.
    ―Pues... no.
    ―En tal caso, su cliente no tiene ninguna nuera. No es pariente suya.
    ―Mientras no se demuestre lo contrario es la prometida del hijo de mi cliente. Y, por lo tanto, Braddock podría actuar como persona afectada. ¿Va a detener a ese delincuente, sí o no? De lo contrario tendremos que recurrir a las autoridades de Helena.

    El sheriff Lewis suspiró. Sabía cuánta influencia tenía Braddock entre los diputados en la capital del estado. Pero tampoco eso lo asustaba. Aunque de lo que no cabía duda era de que Ben Craig había cometido varios delitos.

    ― En cuanto lo localicemos se las verá conmigo ―dijo el sheriff.

    Tras colgar pensó que era mejor que fuese él quien diese con la pareja de tortolitos antes de que lo hiciesen los matones de Braddock. Justo en aquel momento lo llamó el piloto del helicóptero de la policía. Eran casi las cuatro, lo que significaba que faltaban dos horas para que se pusiera el sol y tuviesen que realizar la búsqueda a oscuras.

    ― Primero vaya al rancho BarT, Jerry ―le dijo al piloto―. Luego vaya en dirección a los Pryor. Y tenga los ojos bien abiertos.
    ―Pero ¿qué tengo que buscar? ―preguntó el piloto.
    ―A un jinete que se dirige al sur, probablemente hacia las montañas. Lleva consigo a una chica montada en la grupa vestida con traje de novia.
    ―¿Me toma el pelo, jefe?
    ―Ya puede usted jurar que no. Un tipo a caballo acaba de secuestrar a la prometida de Bill Braddock al pie del altar.
    ―Pues, ¿sabe qué le digo, jefe?, que ese secuestrador empieza a caerme bien.
    ―Haga todo lo posible por encontrarlo, Jerry.
    ―No se preocupe, que si ronda por ahí lo encontraré. Corto.

    El piloto sobrevoló el rancho BarT al cabo de cinco minutos y puso rumbo sur. Se mantuvo a doscientos metros, lo bastante bajo para tener buena visibilidad de cualquier jinete y a suficiente altura para ver unos quince kilómetros de terreno.

    A su derecha veía la carretera 310 y la vía férrea, que, hacia el sur, conducía a la población de Warren y a Wyoming a través de un terreno llano. Por delante veía los picos de los montes Pryor.

    Por si el jinete trataba de despistar a sus perseguidores, yendo hacia el oeste, el sheriff pidió a la patrulla de carreteras que vigilase la 310 y estuviese alerta por si veía cabalgar a alguien por la pradera.

    Big Bill Braddock no se había quedado de brazos cruzados. Dejando que sus hombres se encargasen de poner orden en el caos formado en su rancho, había ido directamente a su despacho seguido por sus guardaespaldas.

    Pese a que nunca había sido un hombre de buen carácter, sus más allegados no recordaban haberlo visto tan furioso. Permaneció un rato sentado en silencio frente a la mesa de su despacho. Una docena de hombres a su servicio aguardaban órdenes.

    ―¿Qué hacemos, jefe? ―preguntó uno de ellos.
    ―Pensar ―le espetó el ranchero―. Pensar. Tenemos a un hombre que cabalga solo y con bastante peso en su montura. Por lo tanto, no puede ir muy lejos. ¿Adónde podría ir?

    El ex boina verde, Max, estudió el mapa del condado que Braddock tenía adosado a la pared.

    ―Al norte no. Porque tendría que cruzar el Yellowstone; demasiado profundo. De modo que al sur. Quizá a la réplica de Fort Heritage.
    ―Bien pensado. Quiero que diez hombres a caballo y armados se dirijan hacia el sur y se desplieguen en un frente de ocho kilómetros; que cabalguen deprisa, que lo rebasen y lo rodeen.

    Cuando los diez vaqueros hubieron ensillado Braddock salió para dirigirse al grupo.

    ―Todos llevan radio. Estén en contacto. Si lo ven, llamen y pidan refuerzos. Cuando lo tengan rodeado, liberen a la chica. Si él intenta amenazarla o amenazarlos a ustedes, ya saben qué hacer. Quiero que liberen a la chica; lo demás..., ya ha quedado claro, ¿no? Adelante, pues.

    Los diez jinetes fueron a medio galope hacia la verja de la entrada principal, luego se abrieron en abanico y se lanzaron al galope. El fugitivo les llevaba cuarenta minutos de ventaja pero su montura transportaba a dos personas, además un rifle y una pesada piel de búfalo.

    Dentro del rancho el abogado Valentino volvió a informar:

    ―El sheriff no parece muy interesado en el tema. No obstante, me ha asegurado que ordenará la búsqueda del jinete y la muchacha y que situará coches patrulla en puntos estratégicos de las carreteras y probablemente contará con el apoyo de un helicóptero.
    ―No quiero que lo atrape él antes que nosotros ―le espetó Braddock―. Pero sí me interesa la información que pueda proporcionarnos. Max, quiero que esté a la escucha de todos los canales que utiliza la policía del condado. Quiero una escucha permanente. Y que mi helicóptero vaya por delante de nuestros hombres a caballo. Que encuentre a ese desgraciado del caballo y que los guíe hasta él. Necesitaremos más de uno, de modo que alquile dos helicópteros en el aeropuerto. Vamos, muévase.

    El profesor, el sheriff y Braddock se equivocaban. Ben no se dirigía a los Pryor, porque se dijo que lo primero que supondrían sus perseguidores era que se dirigía hacia allí.

    Se había detenido a ocho kilómetros al sur del rancho y arropado a Brisa Susurrante con una de las mantas que llevaba a la grupa, una roja, menos llamativa a lo lejos que el blanco traje de novia. Pero Ben Craig nunca había oído hablar de helicópteros. Y tras el descanso se desvió al sudoeste, hacia donde recordaba haber cruzado una larga franja negra la primavera anterior.

    Después de reanudar el camino, a menos de dos kilómetros de donde se habían detenido, vio una hilera de postes unidos por cables; una hilera que se prolongaba hasta perderse de vista. Eran los cables de las líneas telefónicas, cuyo tendido cruzaba la línea férrea de Burlington, que discurría paralelamente a la autopista.

    A las tres y media Jerry llamó desde el helicóptero.

    ―Sheriff, ¿no me había dicho que era solo un jinete? Lo que yo veo ahí abajo parece un destacamento.

    El sheriff dedujo que Braddock había enviado a sus hombres en persecución del secuestrador.

    ―¿Qué ve exactamente, Larry?
    ―Por lo menos ocho jinetes ―repuso el piloto con la voz distorsionada por la línea―; galopan en abanico hacia el sur. Tienen pinta de vaqueros del rancho. Y van muy ligeros. Además, veo un helicóptero, por encima de mí, que sobrevuela las colinas, cerca de la réplica de Fort Heritage.

    Lewis juró por lo bajo. Habría preferido ir en el helicóptero en lugar de quedarse en su despacho.

    ― Si los fugitivos van muy por delante, intente alcanzarlos usted primero. Si los tipos de Braddock alcanzan al muchacho no podrá contarlo.
    ― Descuide, Paul. Estaré alerta.

    En la mansión del rancho la cabeza del operador de radio asomó por la puerta del despacho.

    ― Señor Braddock, el helicóptero del sheriff está sobrevolando a nuestros hombres.
    ― Eso significa que habrá un testigo presencial ―advirtió Max.
    ―Dígales a mis muchachos que mantengan los ojos bien abiertos ―le espetó Braddock―. Ya sabremos componérnoslas en los juzgados... llegado el caso.

    El sheriff Lewis se alegró de haberse quedado en su despacho coordinando y dirigiendo la operación cuando, a las cinco menos cinco, recibió una llamada.

    ― Ya los tengo ―anunció una voz muy excitada.
    ― Identifíquese.
    ― Coche uno. En la 310. Acaban de cruzar la autopista a caballo hacia el sudoeste. Los he visto justo antes de que se adentrasen en una fronda.
    ―¿A qué altura de la 310?
    ― A siete kilómetros al norte de Bridger.
    ― Confírmeme que el objetivo se encuentra ahora al oeste de la autopista ―pidió Lewis.
    ― Afirmativo, sheriff.
    ―Permanezca en la autopista por si acaso volviera sobre sus pasos.
    ― Recibido.

    El sheriff estudió el mapa de la pared. Si el jinete seguía en la misma dirección, encontraría otra línea férrea y la autopista 212, bastante más ancha, que comunicaba con el condado de Park, en Wyoming.

    Dos coches patrulla vigilaban la autopista. Les pidió que se dirigieran más al sur y estuviesen muy pendientes de cualquiera que cruzase desde el este al oeste. Luego llamó al piloto de su helicóptero.

    ― Lo han visto, Jerry. Muy al oeste de tu posición. Acaba de cruzar la 310 en dirección sudoeste. ¿Puedes llegar hasta allí? Está a unos siete kilómetros al norte de Bridger. Vuelve a estar en campo abierto.
    ― Me queda muy poco combustible, sheriff, y empieza oscurecer.

    Lewis volvió a mirar la situación en el mapa de la pequeña población de Bridger.

    ―En Bridger hay una pista de aterrizaje. Apura cuanto puedas el combustible y aterriza. Quizá tengas que pernoctar allí mismo. Avisaré a Janey para que no esté preocupada.

    En el rancho, Max, que lo había oído todo, estudiaba el mapa.

    ―No irá a los Pryor. Es demasiado obvio. Irá a campo traviesa hasta la cordillera Beartooth, y tratará de cruzarla hasta Wyoming. Es listo. Es lo que yo haría.

    El operador de radio de Braddock les dijo a los diez jinetes que girasen hacia el oeste, cruzasen la autopista y siguiesen la búsqueda. Ellos accedieron, pero absteniéndose de informarle de que sus monturas llevaban ochenta kilómetros cabalgando y que se arriesgaban a reventarlas. Y que, además, estaba oscureciendo.

    ―Necesitaríamos un par de coches en la interestatal ―dijo Max―. Tendrá que cruzarla si quiere llegar al bajomonte.

    De inmediato enviaron dos furgonetas con una dotación de ocho hombres.

    Al avistar la interestatal, Ben Craig desmontó, trepó a un árbol de un montículo y estudió la barrera de asfalto. Se alzaba sobre la llanura y era paralela a un tramo de la vía férrea de la línea de Burlington. De vez en cuando pasaba un vehículo. En derredor todo eran páramos, un terreno accidentado surcado por arroyos, en el que abundaban roquedales, y prados en los que ningún animal pacía. La hierba estaba tan alta que le llegaba a Rosebud a la panza.

    Ben Craig sacó de sus alforjas un paquete con sendos trozos de hierro y pedernal.

    Soplaba una ligera brisa y en cuanto prendieron unas hierbas, el fuego se extendió en un frente de casi dos kilómetros en dirección a la autopista. Se elevó una cortina de humo que oscureció el cielo. La brisa lo empujaba hacia el oeste más deprisa que el propio fuego y la carretera desapareció de la vista.

    La dotación del coche patrulla, que se encontraba a ocho kilómetros al norte, vio el humo y se dirigió al sur a inspeccionar. A medida que el humo se adensaba y se oscurecía, los agentes aminoraron la velocidad y al poco detuvieron el vehículo, aunque demasiado tarde. Porque al cabo de unos segundos se vieron envueltos por el humo, de modo que tuvieron que retroceder.

    El camión trailer que se dirigía a Wyoming hizo lo que pudo para no chocar. Los frenos funcionaron perfectamente y el vehículo se detuvo. Pero el que iba detrás no tuvo tanta suerte.

    Los camiones articulados son muy manejables, salvo que coleen. El segundo camión embistió al primero y ambos realizaron la misma maniobra: rebasar la mediana y bloquear la autopista en ambos sentidos. Y, debido a lo escarpado del terreno que flanqueaba la autopista, conducir por el arcén era imposible.

    Los agentes de la patrulla hicieron una llamada por radio, antes de tener que abandonar el vehículo y unirse a los conductores de los camiones un poco más adelante, alejados de la cortina de humo.

    El mensaje fue suficiente. Cinco coches de bomberos con potentes grúas enfilaron hacia el sur para hacer frente a la emergencia. Tardaron toda la noche pero, al amanecer, consiguieron dejar la autopista expedita. Se enviaron mensajes a Wyoming para que cortasen el tráfico al sur de las montañas. Aunque quienes ya estaban en la autopista quedaron bloqueados durante toda la noche.

    Con la confusión, invisible entre el humo, un caballo cruzó la autopista al trote y se adentró en los páramos por el oeste. El se protegía la boca con un pañuelo y ella se abrigaba con una manta.

    Al oeste de la autopista el jinete desmontó. A Rosebud le brillaba el cuerpo a causa del sudor y le temblaban los músculos a causa del agotamiento. Y aún faltaban quince kilómetros para llegar al bosque. Brisa Susurrante estaba temblorosa y pálida. La melena le llegaba a la cintura.

    ― ¿Adónde vamos, Ben?

    Él se limitó a señalar hacia el sur. Con los últimos rayos del sol los picos de la cordillera Beartooth se alzaban como llamas por encima de las boscosas laderas, centinelas de un mundo distinto y mejor.

    ― Cruzaremos por las montañas hasta Wyoming. Nadie nos encontrará allí. Te construiré una cabaña y cazaré y pescaré para ti. Viviremos allí libres para siempre.

    Ella le sonrió, porque lo amaba, creía en él y volvía a sentirse feliz.

    El piloto del helicóptero de Braddock no tuvo más alternativa que dar media vuelta. Le quedaba poco combustible y estaba ya tan oscuro que no se veía nada. Tuvo que volver al rancho con la reserva casi agotada y aterrizar.

    Los diez jinetes llegaron a la pequeña población de Bridger con sus agotados caballos y pidieron alojamiento en un hostal. Cenaron y se acostaron en sendos camastros.

    Jerry aterrizó con el helicóptero de la policía en la pista de Bridger, cuyo jefe le ofreció cama para la noche.

    En el rancho fue el ex boina verde quien se hizo cargo de las operaciones. Diez de los miembros del pequeño ejército de Braddock se habían quedado empantanados en Bridger con los caballos exhaustos; y otros ocho bloqueados en la autopista. Ambos grupos tendrían que pasar la noche donde se encontraban. Max se dispuso a exponer su plan a Braddock y a los doce hombres que seguían en el rancho. Estaba en su elemento, planeando una operación como cuando estuvo en Vietnam. Un gran mapa del condado casi cubría por entero una pared.

    ―El plan A consiste en cortarle el paso, literalmente ―dijo―. Aquí hay un profundo desfiladero que cruza la cordillera hasta Wyoming. Lo llaman Rock Creek. Junto al desfiladero discurre la carretera, que es muy sinuosa hasta que llega a la ladera sur. Ese tipo puede intentar cabalgar a través de la hierba alta para evitar el terreno abrupto de ambos lados. En cuanto la autopista deje de estar bloqueada, nuestros muchachos deberán ir allí y bloquear la carretera antes del límite del estado. Si el jinete aparece, ya saben lo que tienen que hacer.
    ―De acuerdo ―dijo Braddock con voz ronca―. ¿Y si intenta cruzar durante la noche?
    ―No puede, señor Braddock. Su montura debe de estar a punto de reventar. Supongo que cruzó la autopista para tratar de internarse en los bosques y luego en las montañas. Pero, como puede ver, tiene que adentrarse en el Parque Nacional Custer, siempre cuesta arriba, cruzar el desfiladero West Fork y seguir hasta la altiplanicie, la Silver Run. De ahí el plan B. Utilizaremos los dos helicópteros alquilados para sobrevolarlo que de camino recogerán a los diez hombres que hay en Bridger. Estos diez hombres se apostarán en lugares estratégicos del llano. Y cuando ese Craig asome de una fronda y se adentre en el pedregal de la llanura, será un blanco fácil para nuestros hombres apostados en las peñas.
    ― De acuerdo ―asintió Braddock―. ¿Qué más?
    ― El plan C, señor. Al alba, el resto de nosotros se adentrará en el bosque a caballo y lo obligaremos a subir hasta la altiplanicie. Haga lo que haga, quedará atrapado.
    ―¿Y si una vez en el bosque nos ataca?

    Max le dirigió una sonrisa condescendiente.

    ― Verá, señor Braddock, tuve ocasión de familiarizarme con el combate en la selva. Y entre nuestros hombres hay tres o cuatro que también estuvieron en Vietnam. Si tratase de hacernos frente en el bosque, estaría perdido.
    ― ¿Y cómo vamos a trasladar a los caballos hasta allí, si la autopista está bloqueada? ―preguntó uno de los hombres de Max.

    Max trazó una línea imaginaria en el mapa.

    ― Por aquí pasa una pequeña carretera secundaria, que parte de la de Billings, a veinticinco kilómetros al oeste de aquí, cruza los páramos y llega hasta Red Lodge, justo en la boca del desfiladero Rock Creek. De modo que podemos trasladarlos en trailers por la noche, montar al amanecer e ir tras él. Por eso sugiero que durmamos ahora cuatro horas y nos levantemos a medianoche.
    ―De acuerdo ―asintió Braddock―. Pero... una cosa más. Mi hijo Kevin y yo vamos a ir también. Creo que ya es hora de que ambos veamos el final del hombre que me ha ofendido hoy de manera tan imperdonable.

    El sheriff Lewis también tenía mapas, claro. Y había llegado a conclusiones similares. Pidió ayuda a compañeros de Red Lodge, que le prometieron que podría contar con doce caballos, frescos y ensillados, en cuanto saliese el sol. Jerry repostaría al mismo tiempo y se dispondría a despegar.

    Lewis llamó también al equipo de emergencia que había acudido a la interestatal. Le dijeron que a las cuatro de la madrugada la autopista quedaría desbloqueada.

    Lewis les pidió que, en cuanto la desbloqueasen, dejasen pasar primero a sus dos coches patrulla. Esto le permitiría estar en Red Lodge a las cuatro y media.

    Pese a ser domingo, el sheriff no tuvo dificultades para encontrar voluntarios. En un condado tan apacible como aquel casi nunca ocurría nada, y la perspectiva de ir a la caza de un fugitivo animó a muchos. Aparte del helicóptero que pilotaba Jerry, el sheriff había pedido una avioneta de reconocimiento, y tendría a diez hombres con él para reforzar la búsqueda por tierra. Eso debería bastar para dar con un jinete.

    Lewis permaneció unos momentos estudiando el mapa.

    ―Por favor, muchacho, no se te ocurra adentrarte en el bosque ―musitó―. Me lo pondrías muy difícil para que te encuentre yo primero.

    Mientras el sheriff musitaba estas palabras, Ben Craig y Brisa Susurrante llegaron al monte bajo y desaparecieron entre los árboles. Estaba oscuro como boca de lobo bajo las copas de los pinos. Cuando se hubieron adentrado casi dos kilómetros, acamparon. Ben liberó a la cansada Rosebud de la silla, de la chica, del rifle y las mantas. Entre los árboles Rosebud encontró un reguerillo de agua fresca y jugosa pinaza. Esto le permitió descansar y recuperarse.

    Ben no encendió fuego pero Brisa Susurrante no lo necesitaba, porque se abrigó con la piel de búfalo, se acurrucó y se quedó dormida casi al instante. Craig cogió el hacha y se alejó.

    Estuvo ausente seis horas. Al regresar echó una cabezada de una hora y luego levantaron el campamento. Recordaba que, un poco más arriba, estaba el arroyo donde había conseguido retrasar a los de Caballería y a los cheyenes mucho tiempo atrás. Se proponía cruzarlo y llegar a la otra orilla antes de que sus perseguidores lo tuviesen al alcance de sus armas.

    Aunque no del todo recuperada de su maratón del día anterior, Rosebud estaba más fresca. Pero Ben optó por no montarla y llevarla al paso por la brida. Las fuerzas empezaban a flaquearle a la yegua y aún faltaban muchas leguas para llegar a ponerse a salvo en el laberinto de peñas de las cumbres.

    Caminaron durante una hora orientándose por la posición de las estrellas que asomaban por las copas de los árboles. Muy lejos aún, hacia el este, por encima de las sagradas Colinas Negras de Dakota, el sol teñía el cielo de rosa. Se encontró con el primer desfiladero, una profundísima garganta surcada por el West Fork.

    Se acordaba de haber estado antes allí y que se podía cruzar. Solo tenía que recordar por dónde. Tardó una hora en localizar el lugar. Rosebud bebió agua fresca y, resbalando y cogiéndose con las manos, lograron cruzar al otro lado.

    Craig dejó que la yegua descansase un poco más y localizó un escondrijo con muy buena visibilidad del río. Estaba seguro de que sus perseguidores llevarían caballos de refresco. Pero lo que más le preocupaba era otra cosa, algo muy extraño. Sus perseguidores tenían una especie de cajas metálicas que volaban como águilas rugiendo como toros en celo. Ya había visto aquellos artefactos sobrevolar los páramos el día anterior.

    Fiel a su palabra, el servicio de emergencia dejó la autopista expedita poco después de las cuatro de la madrugada. Ayudados por un agente de la patrulla de carreteras, los dos coches del sheriff Lewis fueron sorteando vehículos hasta la barrera policial y, en cuanto la levantaron, fueron los primeros en cruzarla en dirección a Red Lodge, que se encontraba a veinticinco kilómetros al sur.

    Ocho minutos después los rebasaron dos furgonetas a una velocidad temeraria.

    ―¿Quiere que los adelantemos? ―preguntó el policía que conducía.
    ―No, déjelos ―repuso el sheriff.

    Las furgonetas cruzaron la todavía adormilada población de Red Lodge atronando las calles, y se adentraron en el cañón que daba a la autopista que bordeaba el Rock Creek.

    La garganta se estrechaba y las pendientes se hacían más pronunciadas, con quince metros de acantilado sobre el río a la derecha y una ladera boscosa casi perpendicular a la izquierda. Las curvas eran cada vez más cerradas. El vehículo que iba delante tomó una curva a excesiva velocidad, y demasiado tarde para ver un pino caído atravesado en la carretera. La parte delantera de la furgoneta logró esquivarlo, pero la trasera chocó contra él. De las diez piernas que iban dentro cuatro se rompieron, y lo mismo les ocurrió a tres brazos, dos clavículas y una pelvis.

    El conductor de la segunda furgoneta solo podía girar a la derecha y caer por el precipicio, o girar a la izquierda montaña arriba. Optó por la izquierda, pero ganó la montaña.

    Diez minutos después, cuando el menos herido rehacía su camino por la carretera para encontrar ayuda, apareció por una curva el primer camión. Los frenos aún funcionaban perfectamente. Se detuvo a tiempo, pero se quedó atravesado. Luego el camión, como en protesta silenciosa contra aquellas indignidades, volcó tranquilamente.

    El sheriff Lewis y su grupo de siete hombres habían llegado a Red Lodge, donde los aguardaba un agente con varios caballos. También iban con él dos rangers. Uno de ellos extendió un mapa en el capó de un coche y fue señalando los puntos principales del Parque Nacional Custer.

    ―Este río, el West Fork, cruza el bosque de este a oeste ―explicó―. Y en este lado hay senderos y explanadas donde acampan los visitantes en verano. Pero al otro lado todo es terreno abrupto. Si el hombre al que buscan ha cruzado, tendremos que perseguirlo a caballo porque es un terreno impracticable para los vehículos.
    ―¿Es muy frondosa esa zona? ―preguntó el sheriff.
    ―Mucho ―contestó el ranger―. Más allá empieza un bosque de pinos que llega hasta la altiplanicie que, a su vez, enlaza con las cumbres a través de paredes muy escarpadas. ¿Cree que el hombre que buscan puede sobrevivir ahí?
    ― Nació y se crió en las montañas ―suspiró el sheriff.
    ― No es problema. Contamos con tecnología punta ―dijo el otro ranger―. Lo encontraremos, sheriff.

    El grupo estaba a punto de bajar de los coches y disponerse a cruzar cuando recibieron una llamada desde la oficina del sheriff. Llamaban desde la torre de control de tráfico aéreo del aeropuerto de Billings.

    ― Tengo aquí dos helicópteros aguardando para despegar ―dijo el controlador, que conocía al sheriff Lewis desde hacía años. Iban a pescar truchas juntos, y hay pocas cosas que estrechen más la amistad que ir juntos de pesca.

    »Tendré que autorizarlos a despegar, pero te advierto que los ha alquilado Bill Braddock. En los planes de vuelo que han entregado indican que se dirigen a Bridger. Y según me ha dicho Jerry tenéis un problema allí. ¿Tiene algo que ver con lo ocurrido en la boda del rancho BarT? Los boletines de noticias no han parado de comentarlo en toda la mañana.

    ―Retrásalos. Dame diez minutos.
    ― Cuenta con ello. ―Abrió la comunicación con los pilotos que aguardaban y añadió―: Deberán aguardar unos minutos. Un aparato está realizando maniobras de aproximación para aterrizar.

    El sheriff volvió a llamar a Jerry para decirle que un grupo de jinetes armados se dirigía al sur desde el rancho en persecución de los fugitivos. Lógicamente la oscuridad los habría pillado muy lejos de casa y tendrían que haber pasado la noche al raso en la pradera o en Bridger. Pero si habían vuelto a llamarlos al rancho, ¿por qué no volvían con los caballos descansados? Entonces llamó a un amigo de la FAA (Administración Federal de Aviación) de Helena. El funcionario contestó pese a que estaba durmiendo en su casa.

    ― Espero que sea por una buena causa, Paul. Para mí los domingos son sagrados.
    ― Tengo un problemilla con dos fugitivos que han decidido ocultarse en los páramos de Absaroka. Yo iré con un grupo de mis hombres y dos rangers para hacerlos regresar. Porque determinados ciudadanos, afectados por el problema, parecen haber decidido convertirlo en un ejercicio de tiro al blanco. Y no tardarán en aparecer los periodistas. ¿Podrías declarar Absaroka zona de exclusión aérea por todo el día de hoy?
    ―Por supuesto.
    ― Hay dos helicópteros en el aeropuerto de Billings que aguardan autorización para despegar.
    ―¿Quién está en la torre de control de Billings?
    ― Chip Anderson.
    ― Déjalo de mi cuenta.

    Diez minutos después, los pilotos de los dos helicópteros recibieron una llamada desde la torre de control.

    ― Disculpen por el retraso, pero el aparato que esperábamos ha tomado tierra en otro aeródromo. Se los autoriza a despegar respetando la zona de exclusión aérea de Absaroka.

    En cuestiones que afectan al espacio aéreo y a la seguridad en el aire la palabra de la Administración Federal de Aviación es ley. Los pilotos contratados no tenían la menor intención de perder sus licencias. De modo que apagaron los motores y los rotores dejaron poco a poco de girar.

    Big Bill Braddock y sus diez hombres restantes habían llegado, poco antes del alba, por la carretera secundaria que iba hasta Red Lodge por el noroeste. A ocho kilómetros de la población, junto a las primeras hileras de árboles del bosque, bajaron los caballos de los trailers, examinaron sus armas, montaron y se adentraron en la espesura.

    Braddock llevaba también transmisiones y estaba en contacto con su sala de comunicaciones del rancho. En cuanto el amanecer empezó a iluminar los árboles que ocultaban a los jinetes, le comunicaron que diez de sus hombres habían tenido que abandonar la autopista a la altura de Rock Creek, y que otros diez se habían quedado varados en Bridger, sin transporte aéreo que pudiera llevarlos hasta los fugitivos a la altiplanicie de roca. De modo que los planes A y B ya se habían ido al traste.

    ― Lo atraparemos nosotros ―bramó el magnate.

    Su hijo, que a duras penas se mantenía erguido en la silla, echó un trago de su petaca de whisky. El pelotón se internó a caballo en el bosque en un frente de cuatrocientos metros, inspeccionando el terreno en busca de pisadas de caballo. Al cabo de media hora uno de ellos encontró el rastro. Las huellas de los cascos de Rosebud, junto a lo que parecían huellas de mocasines. Con su radio llamó a los demás, que acudieron enseguida y volvieron a marchar en grupo. A poco menos de dos kilómetros por detrás los seguían el sheriff Lewis y su grupo.

    La vista aguzada de los rangers tardó menos, diez minutos.

    ―¿Cuántos caballos llevan los fugitivos? ―preguntó un ranger.
    ―Solo uno ―contestó Lewis.
    ― Pues aquí hay huellas de bastantes más ―dijo el ranger―. He contado cuatro.
    ―¡El muy condenado! ―exclamó el sheriff, y a través de su radio llamó a su oficina y pidió hablar con el domicilio del abogado Valentino.
    ―Mi cliente está muy preocupado por la seguridad de la joven, sheriff ―dijo Valentino―. Es posible que haya organizado una batida para localizarla. Le aseguro que tiene pleno derecho a hacerlo.
    ― Mire usted, abogado, si se le causa el menor daño a cualquiera de esos jóvenes, si alguno de ellos resultase muerto, emprenderé una investigación por asesinato. Dígaselo así a su cliente.

    El sheriff colgó sin darle opción de réplica al abogado.

    ―Mira, sheriff, ese chico ha secuestrado a una muchacha y lleva un rifle ―musitó el ayudante Tom Barrow―. De modo que es posible que tengamos que disparar primero y luego preguntar.
    ―Tenemos declaraciones de muchos testigos presenciales que afirman que la chica saltó voluntariamente a la grupa de la yegua ―le espetó Lewis―. Y no voy a permitir que maten a un chico por una cristalería rota.
    ― Y dos patadas en pleno rostro.
    ― Y dos patadas en pleno rostro.
    ―Y un incendio provocado en la pradera, y el bloqueo de la autopista.
    ―De acuerdo, de acuerdo. La lista de cargos es larga. Pero anda por ahí con una preciosa muchacha, con una yegua agotada y un rifle de 1852 y un arco con flechas. Nosotros contamos con toda la parafernalia moderna y él no tiene nada. De modo que no saquemos las cosas de quicio. Procede una respuesta proporcionada, como dicen ahora. De momento sigamos ese rastro.

    Ben Craig estaba camuflado en el monte bajo y vio llegar a los primeros jinetes al río. Avistó la imponente silueta de Big Bill Braddock y la de su hijo, mucho menor, que porfiaba en la silla por no caerse de espaldas. Uno de los hombres que iba junto a Braddock no vestía como era habitual en el Oeste sino que llevaba uniforme de camuflaje, botas para la selva y boina.

    No tuvieron que rastrear para encontrar el sendero que iba por la pronunciada pendiente hasta el agua, ni el que conducía al otro lado. Se limitaron a seguir las huellas de Rosebud. Brisa Susurrante no podría caminar con sus zapatos de seda y Rosebud no podría disimular sus huellas por terreno blando.

    Los observó mientras descendían hacía el agua, que corría clara y burbujeante. En la orilla, se detuvieron a beber y a darse unos chapuzones para refrescarse.

    Nadie oyó las flechas ni de dónde procedían. Cuando hubieron vaciado los cargadores de sus rifles disparándoles a los árboles de la otra orilla, el arquero había desaparecido.

    Con sigilo y sin dejar rastro, Ben Craig se internó en el bosque hasta donde esperaban la chica y Rosebud y las condujo cuesta arriba hacia las cumbres.

    Las flechas penetraron hasta el hueso, donde la punta de pedernal se partió. Dos hombres yacían heridos gritando de dolor. El ex combatiente de Vietnam, Max, corrió cuesta arriba por la orilla sur, se echó cuerpo a tierra y escudriñó el monte bajo por donde el atacante había desaparecido. No vio nada. Pero si el hombre seguía allí su fuego de cobertura protegería al grupo del río.

    Los hombres de Braddock ayudaron a los heridos a volver por donde habían venido. No pararon de gritar durante todo el camino.

    ―Tendremos que evacuarlos, jefe ―dijo uno de sus guardaespaldas―. Hay que hospitalizarlos.
    ― De acuerdo, que monten y se marchen ―dijo Braddock.
    ― Pero, jefe, no pueden montar ni andar.

    No tuvieron más remedio que ponerse a cortar ramas e improvisar dos camillas. Cuando las tuvieron dispuestas necesitaron que cuatro hombres portasen las dos camillas. Después de haber perdido una hora y de haberse quedado sin seis hombres, el grupo de Braddock volvió a concentrarse en la otra orilla, mientras Max los cubría.

    Los cuatro porteadores de las camillas empezaron a rehacer el camino con paso cansino a través del bosque. Ignoraban que con un travois la evacuación hubiese sido más fácil. Y no habrían necesitado tantos hombres.

    El sheriff había oído los disparos y se temió lo peor. Pero en aquella espesura habría sido una temeridad lanzarse al galope, pues corrían el riesgo de que los alcanzase una bala del otro grupo. Se toparon con los porteadores de las camillas, que habían seguido el claro rastro dejado por los caballos.

    ― ¿Qué demonios ha ocurrido? ―preguntó el sheriff.

    Los hombres de Braddock se lo explicaron.

    ― ¿Y ha huido?
    ― Pues sí, sheriff. El jefe Max ha cruzado a la otra orilla pero ese cabrón ya se había esfumado.

    Los improvisados camilleros siguieron desandando el camino hacia la civilización, mientras el grupo del sheriff avivaba el paso hacia el arroyo.

    ―Y vosotros... ¡haced el puñetero favor de no reíros! ―les espetó a sus hombres el sheriff, que empezaba a perder la paciencia con aquel montañés a quien perseguía―. No iréis a imaginar que va a ganar la batalla a flechazo limpio. ¡Por el amor de Dios, que estamos en 1977!

    Los dos heridos que había visto yacían con flechas estilo cheyene, con plumas de pavo, clavadas en las nalgas.

    Cruzaron el arroyo a duras penas. Tropezaban y resbalaban de continuo mientras llevaban sus monturas por la brida. En la otra orilla no iban a encontrar excursionistas. Las laderas de aquellas cumbres estaban tal como Dios las trajo al mundo.

    Pero Jerry seguía volando en su helicóptero, a unos doscientos metros por encima de los árboles. Escudriñó los páramos y el monte bajo hasta que avistó al grupo de jinetes que cruzaba el arroyo. Esto redujo las dimensiones de la franja por la que tenía que buscar. Los fugitivos debían de haberles sacado bastante ventaja cuesta arriba a sus perseguidores. No debían de estar muy lejos de llegar al pie de las cumbres.

    El piloto tenía un problema: debido a la frondosidad de la vegetación había interferencias y el sheriff no entendía una palabra de lo que le decía.

    Pero lo que Jerry le decía era: «Ya lo tengo. Lo he visto».

    En realidad lo que había atisbado era a un caballo tirado de la brida, y la silueta de una chica montada. Los fugitivos habían cruzado un pequeño claro del bosque cuando el helicóptero, que sobrevolaba aquel sector, los vio. Pero fue solo un segundo y enseguida volvieron a perderse de vista en la espesura.

    A través de las copas de los árboles, Ben Craig miraba hacia el monstruo que rugía en el cielo.

    ―El hombre que va en ese aparato les dirá a nuestros perseguidores dónde estamos ―advirtió Brisa Susurrante.
    ―¿Cómo van a oírlo con ese ruido? ―exclamó Ben. ―Tienen sus sistemas para que los oigan.

    Pero Ben también tenía los suyos. Desenfundó su Sharps. Para tener mejor visibilidad, Jerry había descendido hasta los doscientos metros. Siguió sobrevolando en círculo con el morro ligeramente inclinado hacia abajo, tratando de localizar otro claro por el que pudiesen cruzar los fugitivos. Ben apuntó con pulso firme y disparó. La bala perforó el suelo del aparato, pasó entre los muslos del piloto y agujereó el techo después de casi rozarle la cara.

    El helicóptero describió un círculo y luego zumbó hacia un lado y hacia arriba. No redujo la velocidad hasta que se hubo alejado un par de kilómetros y ascendido. Jerry se desgañitaba frente al micrófono.

    ―Ese cabrón acaba de agujerearme el helicóptero, Paul. Yo me largo. He de volver a Bridger para que revisen el aparato. Si llega a dañar el rotor principal, la palmo. Así que me largo.

    Pero el sheriff no oyó nada de todo esto. Solo había oído la detonación del viejo rifle, visto que el helicóptero realizaba unos movimientos de ballet bajo el cielo azul, y que luego se alejaba.

    ―Tenemos la tecnología de nuestra parte ―musitó un ranger.
    ―¡Cállese! ―le espeto Lewis―. Ese chico va a pasar varios años entre rejas. Sigan adelante con los rifles a punto y los ojos y los oídos bien abiertos. Tenemos que detenerlo.

    Otro de los perseguidores también había oído el disparo y estaba mucho más cerca. Max había propuesto ir por delante del grupo principal.

    ―El lleva al caballo por la brida, a pie, señor Braddock, de modo que yo puedo avanzar mucho más deprisa. No me oirá acercarme. Como la chica va a un par de metros a su lado, si llego a tenerlo a tiro me lo cargo.

    Braddock asintió. Max se alejó, avanzando con prudencia, parapetándose tras las rocas que iba encontrando, alerta hacia el frente y a ambos lados, atento al menor movimiento. Al oír el disparo, la detonación le dio una clara pista a seguir. Calculó que el autor del disparo estaba a un kilómetro de allí, y ligeramente hacia la derecha del sendero que él seguía. Empezaba a ganarle terreno.

    Por su parte, Ben Craig había vuelto a enfundar el rifle y reanudado la marcha. Aún le faltaba un kilómetro cuesta arriba por la boscosa ladera para llegar a la altiplanicie Silver Run. Era consciente de haberles hecho perder tiempo a sus perseguidores, pero también de que no habían cejado en su empeño.

    Oyó el canto de un pájaro en la copa de un árbol. Sabía de qué pájaro se trataba y conocía su canto. Otro pájaro le contestó con la misma melodía. Era un canto de advertencia.

    Ben dejó que Rosebud paciese un poco, se desvió unos veinte metros del rastro dejado por sus cascos y se internó entre los pinos.

    Max iba de parapeto en parapeto, siguiendo las huellas de los cascos, hasta que llegó al claro. Con su uniforme de camuflaje y la cara untada de grasa negra resultaba invisible a la sombra de los árboles. Estudió el claro y sonrió al ver el destello de un casquillo en el centro del claro. Qué truco más tonto. No era tan estúpido para ir a examinarlo y caer abatido por el tirador apostado. Sabía que el fugitivo estaba por allí. Y ese burdo cebo no hacía sino delatarlo. Escudriñó el follaje por ambos lados, y entonces vio una rama que se movía. Era un arbusto, un ancho y frondoso arbusto a un lado del claro. La suave brisa agitaba las hojas, pero aquella rama se había movido en sentido contrario. Al mirar atentamente al arbusto vio un tenue reflejo. Recordaba haber visto el día anterior ese mismo gorro de piel de zorro.

    Max llevaba su arma preferida, un fusil M16, ligero y muy preciso. Su pulgar derecho accionó el automático y disparó. Vació la mitad del cargador en el arbusto, pero el tenue reflejo se esfumó y reapareció en el claro. Solo entonces salió Ben al descubierto.

    A diferencia de los siux, los cheyenes nunca utilizaban cachiporras como los hunkpapa, preferían las hachas.

    El hacha lanzada alcanzó a Max en el bíceps derecho, rajándole el músculo y destrozándole el hueso. El

    M16 cayó de la mano inerte. Max miró hacia abajo, pálido. Se arrancó el hacha del brazo y, al brotar la sangre, con la mano intentó contener la hemorragia. Luego dio media vuelta y echó a correr por donde había venido.

    Ben soltó el cordel de más de cinco metros que había atado a la rama para moverla, recuperó su hacha y su gorro y corrió junto a su yegua.

    Braddock, su hijo y los otros tres hombres encontraron a Max recostado contra un árbol, jadeante.

    El sheriff Lewis y su grupo habían oído los disparos del M16, muy distintos del único disparo de rifle hecho por el fugitivo, y siguieron cabalgando a medio galope hasta llegar junto a Max. Un ranger miró su brazo herido.

    ―Hay que hacerle un torniquete ―dijo a la vez que cogía su botiquín.

    Mientras el ranger vendaba el brazo de Max, el sheriff Lewis escuchaba. Mientras tanto, Braddock contó lo que había ocurrido.

    ―Debería detenerlos a todos ustedes ―le espetó Paul Lewis con desprecio―. Y de no ser porque estamos muy lejos de la civilización, los detendría. En cualquier caso, ahora mismo están dando media vuelta, señor Braddock, y no vuelva a acercarse por aquí.
    ― ¡Pienso seguir hasta el final! ―le gritó Braddock―. Ese bruto ha secuestrado a la prometida de mi hijo y ha herido a tres de mis hombres.
    ― Que no tenían por qué haber estado aquí. Voy a detener a ese chico y a llevarlo ante los tribunales, pero no hay motivo para que haya víctimas. De modo que entréguenme todas sus armas. Ahora.

    Mientras varios de los ayudantes del sheriff apuntaban a Braddock y sus hombres, otros les arrebataron los rifles y pistolas. El sheriff miró al ranger que había asistido a Max.

    ―¿Qué aconseja usted?
    ―Evacuarlo, y cuanto antes ―contestó el ranger―. Podría volver con alguien a Red Lodge, pero está a más de treinta kilómetros de terreno accidentado y con el West Fork de por medio. Es una cabalgada muy dura y quizá no la resista. Más arriba está la altiplanicie Silver Run y allí las radios deben funcionar. Podríamos pedir un helicóptero para evacuarlo.
    ―¿Qué considera más apropiado?
    ―Pedir el helicóptero ―repuso el ranger―. Este hombre necesita una intervención quirúrgica sin demora. De lo contrario, se quedará manco.

    Siguieron cabalgando. En el claro encontraron el M16. El ranger observó el arma sofisticada y pensó en el arsenal del fugitivo.

    ―Flechas con punta de pedernal, un hacha y un rifle de los que se utilizaban para cazar búfalos. ¿Quién coño es ese tío, sheriff?
    ―Hasta ahora creía saberlo. Pero ya no estoy tan seguro.
    ―Pues desde luego no es un actor en paro ―contestó el ranger.

    Ben Craig estaba en el linde del bosque y miró hacia la luz que reflejaba la altiplanicie de roca. El último y oculto arroyo distaba ocho kilómetros. Faltaban otros tres para llegar a la altiplanicie Hellroaring, y luego un kilómetro y medio montaña arriba hasta las cumbres.

    Acarició la cabeza de Rosebud y su morro suave como el terciopelo.

    ―Solo un esfuerzo más antes de que se ponga el sol ―le dijo―. Un rato más y seremos libres.

    Ben montó y azuzó la yegua para que subiese a medio galope por la pendiente rocosa.

    Diez minutos después sus perseguidores llegaron al llano, donde los fugitivos, que estaban a casi dos kilómetros, se confundían con los reflejos de las rocas.

    Libres del obstáculo de los árboles, las radios volvieron a funcionar. El sheriff volvió a comunicar con Jerry y se enteró de la suerte corrida por el helicóptero. Jerry había regresado al aeródromo de Billings y había cogido un helicóptero más grande.

    ―Aterriza aquí, Jerry. No te preocupes por el fugitivo. Está a dos kilómetros, fuera de alcance. Tenemos una evacuación urgente. ¿Y ese civil voluntario que tiene un Piper Cub? Dile que le necesito. Quiero que vaya a la Silver Run. Y que no baje de mil setecientos metros de altitud. Y debe buscar un jinete que cabalga montaña arriba con una chica.

    Eran más de las tres y el sol se movía hacia las cumbres que se alzaban al oeste. En cuanto se ocultase detrás de los montes Spirit y Beartooth no tardaría en oscurecer.

    Jerry y su helicóptero llegaron primero, atronando bajo el cielo azul para aterrizar sobre la superficie rocosa. Max fue ayudado a subir a bordo y uno de los hombres del sheriff le acompañó. El piloto despegó y habló por radio con el hospital Billings Memorial, pidiendo autorización para aterrizar y que tuviesen preparados equipos de cirugía y traumatología.

    Los demás hombres cruzaron la llanura a caballo.

    ―Hay un arroyo oculto que probablemente él no conozca ―dijo un ranger, acercándose al sheriff―. Se llama Lake Fork. Es profundo, estrecho y ambas orillas tienen pendientes muy pronunciadas. Solo se puede bajar, vadear y pasar a la otra orilla a caballo por un punto. Puede tardar siglos en encontrarlo. Podríamos acercarnos allí y atraparlo.
    ―¿Y si está apostado con el rifle? No quisiera que nadie resultase muerto o herido para probar una hipótesis. ―¿Pues qué hacemos entonces?
    ―Estar a la expectativa ―dijo Lewis―. Una vez en la montaña no tiene por dónde huir; ni siquiera puede descender hasta Wyoming, disponiendo como disponemos de vigilancia aérea.
    ―A no ser que opte por seguir el viaje de noche.
    ―Su yegua tiene que estar agotada y la chica lleva unos zapatos de seda que no son muy aptos para caminar. El debe de saber que se le acaba el tiempo. Basta con tenerlo a la vista a más o menos un kilómetro y medio y aguardar a la avioneta de reconocimiento.

    Siguieron cabalgando, con la pequeña silueta a la vista a lo lejos. La avioneta de reconocimiento apareció poco antes de las cuatro. Habían tenido que llamar al joven piloto a Billings, donde trabajaba en un cámping. Al poco de despegar, avistó las copas de los árboles que cubrían las pronunciadas pendientes de Lake Fork.

    La voz del piloto se oyó distorsionada a través de la radio del sheriff.

    ―¿Qué quiere saber?
    ― Hay un jinete por delante de nosotros, con una chica cubierta por una manta a la grupa. ¿Los ve? La avioneta maniobró hacia el arroyo.
    ―Sí. Se están adentrando en la espesura.
    ― Manténgase a distancia. Tiene un rifle y una puntería temible.

    Vieron la avioneta ascender y virar sobrevolando el arroyo.

    ― Se desvían hacia la derecha. Pero aún puedo verlos. El ha bajado del caballo y lo lleva por la brida para vadear hasta la otra orilla.
    ―No podrá llegar ―musitó el ranger―. Ahora podríamos acercarnos.

    Se lanzaron a un medio galope, seguidos por Braddock, su hijo y sus tres matones.

    ― Manténgase fuera del alcance de su rifle ―volvió a advertir el sheriff al piloto de la avioneta―. Puede dispararle entre los árboles si se acerca demasiado. Es lo que le hizo a Jerry.
    ― Jerry volaba a cien metros de altura. Yo lo hago a mil metros y a doscientos kilómetros por hora. Además parece haber encontrado un sendero para subir hasta la altiplanicie de Hellroaring.

    El sheriff miró al ranger y resopló.

    ― Cualquiera diría que conoce el terreno muy bien ―dijo el ranger perplejo―. Como si ya hubiese estado aquí.
    ―Pues a lo mejor ha estado ―dijo Lewis.
    ― Imposible. Conocemos a todos los que van por ahí.

    El grupo llegó al borde del cañón, pero las frondas de pinos obstaculizaban la visión.

    El ranger conocía el único paso por donde se podía vadear, pero las huellas de Rosebud mostraban que Ben también lo conocía. Cuando llegaron al segundo llano los fugitivos volvieron a verse como diminutas siluetas a lo lejos.

    ―Está oscureciendo y me queda poco combustible ―dijo el piloto―. Tendré que volver.
    ―Sobrevuele la zona una vez más ―lo instó el sheriff―. ¿Dónde están ahora?
    ―Han llegado a la montaña. El ha descabalgado y vuelve a llevar al caballo por la brida. Asciende por la cara norte. Pero da la impresión de que su montura desfallece. Tropieza continuamente. Supongo que en cuanto amanezca podrán atraparlos. Buena suerte, sheriff.

    El Piper dio media vuelta en el oscurecido cielo y se dirigió hacia Billings.

    ― ¿Quiere que sigamos adelante, sheriff? ―preguntó uno de los hombres.

    Lewis meneó la cabeza. Empezaba a faltarles el aire y ya anochecía.

    ― No, no podemos seguir a oscuras. Acamparemos aquí hasta el amanecer.

    Acamparon bajo un árbol de un ribazo, a poca distancia del arroyo, frente a las montañas que quedaban al sur; se veían tan cerca a la luz del crepúsculo que parecían estar justo encima de las minúsculas siluetas de hombres y monturas.

    Sacaron gruesos chaquetones de piel y se los pusieron. Bajo los árboles encontraron ramas secas con que hacer un fuego reconfortante. A sugerencia del sheriff, Braddock, su hijo y sus tres hombres acamparon a cien metros de donde ellos se encontraban.

    No habían contado con tener que pernoctar en aquel llano a semejante altitud. Por lo tanto, no llevaban sacos de dormir ni comida. Se sentaron en las mantas de sus monturas alrededor del fuego y apoyaron la espalda en sus sillas de montar. Tuvieron que cenar chocolatinas. El sheriff Lewis miraba el fuego, ensimismado.

    ―¿Qué va a hacer mañana, Paul? ―preguntó Tom Barrow.
    ― Pues subir a la montaña solo. Sin armas. Llevaré el megáfono e intentaré convencerlo de que desista.
    ― Será un gran riesgo. Es un salvaje peligroso ―dijo el ranger.
    ―Hoy habría podido matar a tres hombres ―musitó el sheriff―. Pero no lo hizo. Lo que debe comprender es que no podrá proteger a la chica allá arriba si se ve rodeado. Dudo que le dispare a un sheriff en son de paz que enarbola bandera blanca. Estoy seguro de que me escuchará. Merece la pena intentarlo.

    Una gélida oscuridad envolvió la montaña.

    Ben Craig tiraba de Rosebud por la última pendiente; la urgía a seguir, rogándole que no desfalleciese. Faltaba muy poco para llegar a la cornisa delante de la cueva.

    La yegua llegó temblorosa, con los ojos en blanco. Ben la liberó enseguida del peso de la chica.

    Craig miró a Brisa Susurrante y señaló la cueva. Cogió la piel de búfalo y la extendió en el suelo. Se desprendió del arco y el carcaj con las dos flechas que le quedaban. También desenganchó la funda del rifle con el arma y la dejó junto al arco. Finalmente le quitó a Rosebud la silla y las alforjas.

    Liberada de toda su carga, la yegua dio unos pasos hacia los arbustos. Pero se le doblaron las patas traseras y se echó.

    Craig se arrodilló junto a su cabeza y le acarició el morro. La yegua gimió quedamente al notar el tacto del amo y luego su valeroso corazón dejó de latir.

    También Craig estaba exhausto. Llevaba dos días y dos noches sin dormir, apenas había comido y, a pie y a caballo, había recorrido ciento setenta kilómetros. Pero aún tenía cosas que hacer y trató de sacar fuerzas de flaqueza.

    Se acercó al borde de la cornisa, miró abajo y vio los fuegos de los campamentos de sus perseguidores. Cortó ramas, las amontonó donde el hombre sabio se había sentado y encendió un fuego. Las llamas iluminaron la cornisa, la cueva y la figura vestida de blanco de la mujer que amaba.

    Abrió las alforjas y preparó un poco de comida que se había traído del fuerte. Se sentaron en la piel de búfalo y comieron juntos por primera y única vez. Craig era consciente de que al haberse quedado sin montura estaba perdido. Pero el hombre sabio le había prometido que la chica sería su esposa, porque así había hablado Manitú.

    En el llano, la conversación entre los agotados hombres languideció hasta cesar. Siguieron sentados en silencio, con los rostros iluminados por las temblorosas llamas, mirando al fuego.

    Con la tenue atmósfera de las altas cumbres el silencio era total. Un suave viento sopló entre los picos pero no perturbó el silencio. Luego sí oyeron algo, un sonido que les llegó a través de la noche, de la ventolina de la montaña. Fue un grito prolongado y claro, de una mujer joven, no de dolor ni de angustia sino el grito trémulo y desmayado de un éxtasis indecible.

    Los hombres del sheriff se miraron. Luego bajaron la cabeza y Lewis vio que se les movían los hombros.

    A cien metros de allí, Bill Braddock se levantó junto al fuego y sus hombres evitaron su mirada. El alzó la vista hacia la montaña con la rabia y el odio reflejados en su rostro.

    A medianoche la temperatura empezó a descender. Al principio, pensaron que el frío se acentuaba debido a la altitud. Temblando, se ciñeron más sus chaquetones de piel de oveja. Pero el frío traspasaba sus vaqueros y se arrimaron más al fuego.

    Estaban bajo cero y la temperatura seguía descendiendo. Los hombres del sheriff miraron el cielo y vieron densas nubes que empezaba a ocultar las cumbres. En la parte alta de la ladera del monte Rearguard vieron un fuego que enseguida desapareció.

    Eran hombres de Montana, acostumbrados a inviernos muy crudos, pero hacía demasiado frío para los diez últimos días de octubre. A la una de la madrugada los rangers calcularon que estaban a veinte grados bajo cero, y la temperatura seguía descendiendo. A las dos se levantaron todos, renunciando a seguir durmiendo. Pateando el suelo para activar la circulación, se echaron aliento en las manos y amontonaron más ramas en el fuego, pero sin conseguir entrar en calor. Y entonces empezó a nevar. Los copos cayeron sobre el fuego y diluyeron su calor.

    El ranger de mayor edad se acercó al sheriff. Le castañeteaban los dientes.

    ― Cal y yo opinamos que deberíamos ir a refugiarnos al bosque Custer ―le dijo.
    ― ¿Cree que allí hará menos frío? ―repuso el sheriff.
    ―Es posible.
    ― ¿Qué puñeta sucede aquí?
    ― Tal vez creería que me he vuelto loco si se lo digo, sheriff.
    ―Pruebe.

    La nevada arreciaba. Las estrellas habían desaparecido y una cortina blanca empezaba a envolverlos.

    ―Este lugar es el límite entre las tierras de los crows y las de la nación shoshone. Hace muchos años, ellos lucharon y murieron aquí, antes de que llegase el hombre blanco. Y los indios creen que sus espíritus todavía vagan por estas montañas. Creen que es un lugar mágico.
    ― Una bonita leyenda. Pero ¿qué tiene que ver con este tiempo infernal?
    ― Ya dije que creería que estoy loco. Pero aseguran que a veces el espíritu de Manitú viene aquí y trae consigo el frío del Largo Sueño, que ningún hombre puede resistir. Por supuesto solo se trata de un extraño fenómeno climático, pero creo que deberíamos largarnos. Si nos quedamos, antes de que salga al sol nos habremos congelado.

    El sheriff Lewis reflexionó y luego asintió con la cabeza.

    ― Ensille ―dijo Lewis―. Nos marchamos. Vaya a advertir a Braddock y sus hombres.

    El ranger regresó al cabo de unos minutos bajo una fuerte ventisca.

    ― Dice que se pondrá al amparo del arroyo, pero no más allá.

    El sheriff, los rangers y los hombres de Lewis, temblando de frío, volvieron a vadear el arroyo y luego cruzaron la llanura hasta un denso bosque de pinos. Allí la temperatura ascendió rápidamente hasta los cero grados. Encendieron más fuegos y sobrevivieron.

    A las cuatro y media el blanco manto de la montaña empezó a desprenderse y a descender hacia el llano, como una marea alta que fuese cubriendo las rocas, hasta precipitarse en el estrecho arroyo y llenarlo por completo. Y a un kilómetro del principio de la altiplanicie ce detuvo. El cielo empezó a despejarse.

    Dos horas después, el sheriff Lewis estaba al borde del bosque mirando hacia el sur. Las montañas estaban cubiertas de nieve. Por el este asomaba un color sonrosado que prometía un día soleado. Por encima, el cielo tenía un color añil que tendía a azul huevo de pato.

    Paul Lewis no se había separado de su radio en toda la noche y el calor de su cuerpo había servido para que siguiese funcionando.

    ―Jerry ―llamó el sheriff―, necesitamos que vengas aquí con el helicóptero lo antes posible. Nos ha pillado la ventisca y la cosa pinta mal... Estamos en la linde del bosque. Nos encontrará a todos aquí.

    El helicóptero llegó atronando al salir el sol y se posó en la roca, fría pero sin nieve. Lewis hizo que dos de sus hombres se sentasen atrás y él subió junto al piloto.

    ―Vuelva a la montaña.
    ―¿Y el del rifle?
    ―Dudo que vaya a dispararnos ahora. Puede considerarse afortunado si sigue con vida.

    El helicóptero rehízo el camino por el que el grupo había cabalgado el día anterior. El arroyo Lake Fork estaba marcado por las copas de pinos y alerces. No había ni rastro de los Braddock ni de sus matones.

    Ascendieron hacia la montaña. El sheriff buscaba el sitio donde había visto llamear el fuego de un campamento. El piloto estaba nervioso. Volaba alto y describiendo amplios círculos, en lugar de sobrevolar la zona a cien metros de altura.

    Lewis fue quien primero la vio: la mancha negra en la ladera de la montaña, la entrada de la cueva y, frente a la entrada, una cornisa cubierta de nieve lo bastante ancha para aterrizar.

    ―Baja allí, Jerry.

    El piloto realizó una maniobra de aproximación, alerta al menor movimiento que viese entre las rocas, a un hombre que los apuntase con un rifle que aún utilizaba la anticuada pólvora negra. Pero no vio nada. El helicóptero se posó en la cornisa, con el rotor girando por si tenía que elevarse súbitamente.

    El sheriff saltó a tierra empuñando el revólver. Sus hombres bajaron también esgrimiendo sus armas y se echaron cuerpo a tierra para cubrir la entrada de la cueva. Pero nada se movía.

    ―¡Salgan! ―exclamó Lewis―. Las manos en alto. No sufrirán ningún daño.

    No hubo respuesta. Nada se movía. El sheriff avanzó en zigzag hasta un lado de la entrada de la cueva. Asomó la cabeza.

    Solo vio un fardo en el suelo. Se acercó con precaución. Fuese lo que fuese, probablemente el manto de un animal, estaba podrido, sin pelo; solo el pellejo mantenía la forma del fardo. Lewis separó unas tiras de piel y lo abrió con cuidado.

    Estaba con su blanco traje de novia, con la melena negra, helada, bajo los hombros, como si durmiese en su lecho nupcial. Pero, al tocarla, Lewis la notó fría como el mármol.

    El sheriff enfundó el revólver, la aupó en brazos y salió de la cueva.

    ―¡Envolvedla con chaquetones! ―les gritó a sus hombres―. Subidla a la parte de atrás y dadle calor con vuestros propios cuerpos.

    Los hombres del sheriff se despojaron de sus chaquetones y envolvieron el cuerpo de la muchacha. Uno la subió a los asientos de atrás y empezó a frotarle manos y piernas. El sheriff hizo subir a su otro ayudante al asiento delantero.

    ―Llévala a la clínica de Red Lodge ―ordenó a Jerry―. Rápido. Avísales que vas a llegar con un caso de hipotermia casi terminal. Mantén la calefacción al máximo durante todo el trayecto. Quizá consigamos salvarla. Luego vuelve a buscarme.

    El sheriff miró al helicóptero sobrevolar la altiplanicie rocosa hacia los bosques que se prolongaban hasta los páramos. Luego fue a inspeccionar la cueva y la cornisa. Se sentó en una roca y contempló la impresionante vista que se prolongaba hacia el norte.


    En la clínica de Red Lodge, un médico y una enfermera atendieron a la muchacha. La despojaron de su congelado traje de novia, le frotaron manos, pies, brazos, piernas y torso. La temperatura externa estaba bajo cero y la temperatura basal en el umbral de peligro.



    Al cabo de veinte minutos el médico captó un tenue latido, el latido de un corazón joven que luchaba por su vida. Pero el latido se detuvo por dos veces. El médico le dio masaje cardíaco y el corazón volvió a latir. La temperatura corporal empezó a ascender.

    Por unos momentos la joven dejó de respirar y el médico le aplicó el boca a boca para insuflarle aire. La temperatura del quirófano estaba a nivel de sauna y la manta eléctrica que envolvía sus piernas al máximo.

    Al cabo de una hora, un párpado de la chica tembló y el morado empezó a desaparecer de sus labios. La enfermera le tomó la temperatura basal: estaba por encima del umbral de peligro y ascendía. Los latidos del corazón se regularizaron y fortalecieron.

    Media hora después Brisa Susurrante abrió sus grandes ojos.

    ―¿Ben? ―susurró.

    El médico elevó una corta plegaria de agradecimiento al viejo Hipócrates y a todos los médicos que lo emularon.

    ―Me llamo Luke, pero da igual. Creí que te perderíamos, muchacha.

    Entretanto, aún sentado en la roca, el sheriff vio que el helicóptero regresaba. Lo vio cuando aún estaba muy lejos, a través de la límpida atmósfera, y oyó atronar su rotor.

    Cuando Jerry posó el aparato en tierra el sheriff le hizo una seña a su ayudante, sentado junto al piloto.

    ― ¡Trae dos mantas y ven! ―le gritó.

    Cuando su ayudante llegó junto a él, el sheriff señaló algo.

    ―Súbelo a él también.

    El joven ayudante arrugó la nariz con expresión de repugnancia.

    ― Pero sheriff...
    ― Haz lo que te digo. Fue un hombre. Merece ser enterrado cristianamente.

    A su lado estaba el esqueleto de Rosebud. No le quedaba ni rastro de piel o de carne. Incluso la crin y la cola habían desaparecido, probablemente convertidos en material para nidos. Pero los dientes, firmemente asentados por el duro forraje de las praderas, seguían en las mandíbulas. La brida estaba tan enmohecida que era casi puro polvo, pero el bocado de acero aún brillaba entre sus dientes. Los cascos estaban intactos, cubiertos por las cuatro herraduras clavadas un siglo atrás.

    El esqueleto del hombre estaba unos metros más allá, boca arriba, como si hubiese muerto mientras dormía. Apenas quedaba nada de sus ropas, jirones de ante pegados a las costillas. El ayudante del sheriff extendió una manta en el suelo y empezó a colocar los huesos encima. El sheriff examinó las pertenencias del jinete.

    El viento y la intemperie de incontables estaciones habían reducido la silla y las cinchas a un montón de cuero podrido, igual que las alforjas. Pero entre aquel amasijo brillaban los casquillos de bala de rifle. El sheriff los recogió. También había un cuchillo Bowie, oxidado, entre los restos de una vaina que se deshizo al tocarla. Lo que fue la funda de piel de oveja de un rifle antiguo había sido picoteada por las aves, pero el rifle, entre la escarcha, muy oxidado, seguía siendo un rifle.

    Lo que causó al sheriff mayor perplejidad fueron las dos flechas del carcaj, el arco hecho con una rama de cerezo con sendas muescas en ambos extremos para pasar el cordel, y el hacha. Todo ello parecía nuevo. Había una hebilla de cinturón con un trozo de grueso cuero que había sobrevivido a los elementos.

    El sheriff lo recogió todo, lo envolvió en la otra manta, echó una última mirada en derredor para asegurarse de que no quedaba nada y subió al helicóptero. Su ayudante iba atrás con el otro fardo.

    El aparato se elevó de nuevo, sobrevoló las dos altiplanicies y la densa vegetación del parque nacional ajo el sol de la mañana.

    Lewis miró hacia Lake Fork, cubierto de nieve. Enviarían una expedición para recuperar los cadáveres, pero nadie podía haber sobrevivido. Miró hacia abajo, hacia las rocas y los árboles, y pensó en el joven al que había estado persiguiendo por tierras tan inmisericordes.

    Desde mil setecientos metros de altura podía ver Rock Creek a su derecha y que el tráfico fluía normalmente por la autopista. Sobrevolaron Red Lodge y Jerry habló con el ayudante del sheriff, que se había quedado allí y que le dijo que la joven estaba en la UCI pero que su corazón aún latía.

    A siete kilómetros al norte de Bridger, en dirección a la autopista que conducía a casa, vio unas cincuenta hectáreas de pradera ennegrecidas por el incendio y, más allá, el césped y los cercados de los purasangres del rancho BarT.

    El helicóptero cruzó el Yellowstone y la carretera que conducía a Bozeman. El piloto inclinó el morro y empezó a descender para aterrizar en el aeródromo de Billings.

    ―Corta es la vida del hombre nacido de mujer...

    A finales de febrero el frío era muy intenso. En un rincón del pequeño cementerio de Red Lodge había una tumba recién cavada y, al lado, encima de dos listones cruzados, un sencillo ataúd de madera de pino.

    El sacerdote se protegía del frío con una bufanda y los dos sepultureros se palmeaban las manos enguantadas mientras aguardaban. Junto a la tumba había una sola persona, con botas de nieve y un abrigo acolchado, pero con la cabeza descubierta. Una larga melena negra le llegaba hasta los hombros.

    Bajo un tejo, a unos metros de la tumba, un hombre alto y fornido observaba el entierro sin acercarse. Se protegía del frío con un grueso chaquetón en el que llevaba prendida la insignia de su cargo. Había sido un extraño invierno, se dijo el hombre.

    La viuda de Braddock, más aliviada que triste, había salido de su aislamiento y se había hecho con la presidencia de la sociedad Braddock Beef. Se había hecho un lifting, se peinaba a la moda, llevaba ropa elegante y asistía a fiestas. Había ido al hospital a visitar a la joven que estuvo a punto de casarse con su hijo, le cayó bien y le ofreció una casita gratuita en el rancho y el empleo de secretaria particular. La joven había aceptado los dos ofrecimientos. Y, sin mediar compensación alguna, como un regalo puro y simple, la viuda de Braddock le había devuelto al señor Pickett el control de su banco y todas las acciones compradas por su difunto esposo.

    ―Polvo eres y en polvo te convertirás... ―entonó el sacerdote.

    Los sepultureros asieron las sogas, retiraron con el pie los listones sobre los que reposaba el ataúd y lo bajaron al fondo de la fosa. Luego se apartaron a un lado y aguardaron mirando sus palas hundidas en el montón de tierra fresca.

    En Bozeman los forenses no habían regateado tiempo y habían realizado un trabajo exhaustivo. Comprobaron que los huesos pertenecían a un hombre de poco menos de metro ochenta y seguramente de gran fortaleza física.

    No presentaba fracturas ni fisuras, ni señales de heridas que hubiesen podido causar su muerte, que atribuyeron simplemente a haber permanecido a la intemperie en plena ventisca. A los dentistas les intrigó su dentadura: perfecta, de dientes blancos, no le faltaba ninguna pieza ni tenía caries. Calcularon que el joven tendría unos veinticinco años.

    Por su parte, los forenses analizaron los restos no humanos. Las pruebas del carbono 14 revelaron que la materia orgánica, el ante, el cuero, la piel de zorro, databan de un período en torno a 1875. El mayor enigma lo constituían el carcaj, las flechas, el arco y el hacha, porque las mismas pruebas demostraron que eran muy recientes. La explicación a que llegaron fue que un grupo de indios debía de haber visitado la cueva hacía poco y dejado sus trofeos para algún hombre que habría muerto mucho tiempo atrás.

    El cuchillo Bowie fue limpiado y restaurado, fechado por el mango de hueso y donado al profesor Ingles, que lo colgó en su despacho. El sheriff quiso conservar el rifle, que también fue restaurado y colgado en la pared detrás de su mesa. Se lo llevaría a casa cuando se jubilase.

    ―... la resurrección de la carne, la vida perdurable. Amén.

    Los sepultureros volvieron a ejercitar sus ateridos músculos paleando tierra al interior de la fosa. El sacerdote le dedicó unas palabras a la joven, le dio una palmadita en el brazo y se alejó a toda prisa a refugiarse en su presbiterio. La joven permaneció inmóvil.

    Tras unas declaraciones de la joven hospitalizada, muy poco reveladoras, había languidecido la persecución hasta cesar del todo. La prensa conjeturaba que el perseguido debió de cabalgar durante la noche hacia la montaña y desaparecer en las alturas dejando a la chica morir en la cueva.

    Los sepultureros llenaron la tumba, la rodearon con rocas y llenaron el espacio interior con cuatro sacos de gravilla. Luego se tocaron sus gorros de piel a modo de saludo mirando a la joven, recogieron las palas y se marcharon.

    Entonces, el hombre que estaba bajo el tejo avanzó hasta situarse detrás de la joven, que seguía inmóvil. Ella sabía que lo tenía detrás y quién era. Él se quitó el sombrero y lo sujetó por el ala.

    ―No conseguimos encontrar a su amigo, señorita Pickett ―dijo.
    ―Lo sé.

    La chica llevaba una flor en la mano, una rosa roja que sujetaba por el tallo.

    ―Creo que nunca lo encontraremos.
    ―Lo sé.

    El tomó la rosa de su mano, se adelantó un paso, se agachó y la depositó encima de la gravilla.

    En la cabecera de la tumba había un cruz de madera, donada por los vecinos de Red Lodge. Un artesano de la localidad había grabado unas palabras antes de barnizarla. Decían:

    AQUÍ YACE UN MONTAÑÉS
    MUERTO EN LAS CUMBRES
    HACIA 1877,
    CUYA IDENTIDAD
    SOLO DIOS CONOCE.
    R. I. P.


    El hombre se irguió.

    ―¿Puedo hacer algo por usted? ―le dijo a la joven―. ¿Quiere que la lleve a casa en mi coche?
    ― No, gracias, tengo el mío.

    Él volvió a ponerse el sombrero, y se tocó el ala mirándola.

    ― Buena suerte, señorita Pickett.

    El hombre se alejó. Frente al cementerio estaba aparcado el coche de la oficina del sheriff. Alzó la vista. Hacia el sudoeste resplandecían con el sol las cumbres de los montes Beartooth.

    La chica se quedó allí unos momentos más. Luego se volvió y se encaminó hacia la verja.

    Una ligera brisa, procedente de las cumbres, le abrió el largo abrigo acolchado con que se protegía del frío y dejó ver un abultamiento de su vientre que revelaba cuatro meses de estado de buena esperanza.


    Fin

    No grabar los cambios  
           Guardar 1 Guardar 2 Guardar 3
           Guardar 4 Guardar 5 Guardar 6
           Guardar 7 Guardar 8 Guardar 9
           Guardar en Básico
           --------------------------------------------
           Guardar por Categoría 1
           Guardar por Categoría 2
           Guardar por Categoría 3
           Guardar por Post
           --------------------------------------------
    Guardar en Lecturas, Leído y Personal 1 a 16
           LY LL P1 P2 P3 P4 P5
           P6 P7 P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           --------------------------------------------
           
     √

           
     √

           
     √

           
     √


            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √
         
  •          ---------------------------------------------
  •         
            
            
                    
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
           ———
            - ESTILO 1
            - ESTILO 2
            - ESTILO 3
            - ESTILO 4
            - ESTILO 5
            - ESTILO 6
            - ESTILO 7
            - ESTILO 8
            - ESTILO 9
            - ESTILO BASICO
            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



                 - IMAGEN DEL POST


    Bloques a cambiar color
    Código Hex
    No copiar
    BODY MAIN MENU HEADER
    INFO
    PANEL y OTROS
    MINIATURAS
    SIDEBAR DOWNBAR SLIDE
    POST
    SIDEBAR
    POST
    BLOQUES
    X
    BODY
    Fondo
    MAIN
    Fondo
    HEADER
    Color con transparencia sobre el header
    MENU
    Fondo

    Texto indicador Sección

    Fondo indicador Sección
    INFO
    Fondo del texto

    Fondo del tema

    Texto

    Borde
    PANEL Y OTROS
    Fondo
    MINIATURAS
    Fondo general
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo Widget 8

    Fondo Widget 9

    Fondo Widget 10

    Fondo los 10 Widgets
    DOWNBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo los 3 Widgets
    SLIDE
    Fondo imagen 1

    Fondo imagen 2

    Fondo imagen 3

    Fondo imagen 4

    Fondo de las 4 imágenes
    POST
    Texto General

    Texto General Fondo

    Tema del post

    Tema del post fondo

    Tema del post Línea inferior

    Texto Categoría

    Texto Categoría Fondo

    Fecha de publicación

    Borde del post

    Punto Guardado
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo los 7 Widgets
    POST
    Fondo

    Texto
    BLOQUES
    Libros

    Notas

    Imágenes

    Registro

    Los 4 Bloques
    BORRAR COLOR
    Restablecer o Borrar Color
    Dar color

    Banco de Colores
    Colores Guardados


    Opciones

    Carga Ordenada

    Carga Aleatoria

    Carga Ordenada Incluido Cabecera

    Carga Aleatoria Incluido Cabecera

    Cargar Estilo Slide

    No Cargar Estilo Slide

    Aplicar a todo el Blog
     √

    No Aplicar a todo el Blog
     √

    Tiempo a cambiar el color

    Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria
    Eliminar Colores Guardados

    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 2:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 3:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 4:
    Guardar
    Usar
    Borrar
  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)