Publicado en
septiembre 04, 2011
A Enriqueta de Bajarlía
ÍNDICE
- PROLOGO: TEORÍA Y PRÁCTICA DEL MONSTRUO
- ADVERTENCIA
- LOS ASESINOS ("ASHASHIN")
- HISTORIA DE UNA BLASFEMIA
- EL ÚLTIMO LIBRO DE LA SIBILA
- LOS PECES QUE ENGENDRABAN HOMBRES
- JEKYLL Y JACK EL DESTRIPADOR
- LOS ÁRBOLES PARLANTES
- LOS CASOS CRIMINALES DEL JUEZ TI
- SUEÑOS INTERPLANETARIOS
- LA MÁQUINA-POETA DE JENÓCRATES
- LA SERIE DEL TIEMPO
- EL DIENTE DE BUDA
- DESDE LA OBSCURIDAD
- DOS LEYENDAS SOBRE EL TIEMPO
- GILGAMESH Y NEFERKEPTÁH
- LA CIUDAD PARASICOLÓGICA PERDIDA
- EL GOLEM
- VILLIERS Y LA EVA MECÁNICA
- HISTORIA VERDADERA DE ULISES
- LOS SERES EXTRATERRESTRES
- EL TORO SAGRADO
- MONSTRUOS DE TRES CABEZAS
- LOS SELENITAS DE LUCIANO DE SAMOSATA
- DESCENSO DE ENEAS AL INFIERNO
- RAMPSINITO, ARQUÍMEDES Y EL ABSURDO GRATUITO
- NOTA A LOS SERES IMAGINARIOS
- UNA NOVELA DE FRANCIS GODWIN
- ESPÍRITUS APRISIONADOS EN LA LUNA
- EQUECRATES DE TESALIA Y LOS ORÁCULOS
- LA MÁQUINA DEL TIEMPO
- PAUSANIAS, ASESINO
- LEYENDA DE CYRANO DE BERGERAC
- LA LITERATURA FANTÁSTICA
- LOS NUEVE DESCONOCIDOS
- ROBOT CONTRA CYBORG
- LA IMAGEN VACÍA DE ROBOT
- LOS XENOIDES
- MICROMEGAS Y OTROS XENOIDES
- LOS CRISTALES LUNÁTICOS
- LA SERPIENTE DE PAFLAGONIA
- SOBRE LA ESTAFA
- EL PRINCIPIO DE INDETERMINACIÓN EN LA CIENCIA-FICCIÓN
- NUEVA VERSIÓN DEL LABERINTO
- EL EMPERADOR DE LA CHINA
- LA NINFA RUBIA
- SOBRE EL FIN DE LOS TIEMPOS
- ALEJANDRO Y EL ANDALUZ
- SAN MALAQUÍAS APÓCRIFO
- MICHEL DE NOSTRE-DAME (NOSTRADAMUS)
- LOS CEREBROS INVASORES
PROLOGO: TEORÍA Y PRÁCTICA DEL MONSTRUO
La construcción de un monstruo, concebida y realizada por él arte o la ciencia, es un quehacer legítimo de los humanos cuando el monstruo responde a una "necesidad' previa y a una "meditación" consiguiente a dicha necesidad: lo que no se tolera nunca es un monstruo que nace de la casualidad, por una incompetencia del artífice o del científico. ¿Qué necesidades pueden llevar al hombre hasta la construcción de un monstruo? Desde los tiempos más antiguos la metafísica debió acudir a la invención de criaturas monstruosas para simbolizar las "causas" primeras o segundas y sobre todo sus mutuas incidencias en el orbe creado, lo cual requiere una combinación de formas distintas en un solo animal. De tal modo, la Esfinge del tebano Edipo, el Querub del profeta Ezequiel o cualquiera de los monstruos que lanzó la mitología no son al fin sino claves esotéricas o símbolos metafísicos de lectura fácil para el que conoce las leyes de tal idioma.
Sin embargo, hay otros monstruos de creación humana que no responden a esa vieja necesidad metafísica: son los que inventó, inventa e inventará el hombre para manifestar una "extensión posible" de su propia naturaleza, tanto en el bien como en el mal, o una "puesta en acto" de sus virtualidades luminosas u obscuras. La construcción de un robot no expresaría, en última instancia, sino el anhelo que siempre tuvo él hombre de vencer sus conocidas limitaciones en él tiempo, en él espacio, en la fuerza física o en él poderío intelectual. Por ejemplo, un "cerebro electrónico" (que al fin de cuentas no es otra cosa que una útil monstruosidad) realiza el sueño de extender hacia lo indefinido una potencia de cálculo tan limitada como la del hombre. De igual modo, y en la esfera de lo demoníaco, un genio signado por la maldad concentrará en un monstruo de su invención toda la potencia de su furia destructora. Hoy día la ciencia, al admitir como posible la habitabilidad de otros mundos por seres inteligentes, estimula la imaginación de la "fanta-ciencia" que se ha lanzado a la creación de monstruos en hipótesis que obedecen a dos tendencias anímicas diferentes: si la tendencia es optimista, los monstruos extraterrestres han de ser portadores sublimes de una luz que nos falta y de una paz que no tenemos; si la tendencia es pesimista, serán monstruos crueles y de técnicas avanzadas que aspiran a dominarnos o destruirnos. La misma ley de "necesidad" actúa en todos los casos.
El presente libro de Juan Jacobo Bajarlía responde al segundo linaje de monstruos que acabo de referir. Al tratarlos, Bajarlía se nos presenta como un "zoólogo" de la monstruosidad en tanto que ciencia: él ha rastreado en la historia de ayer y en la de hoy las huellas plántales de esas criaturas que ha engendrado el hombre como paradigmas de sus ensueños o delirios. Pero Bajarlía, además de un erudito en la materia, es un artífice que ha instalado su Museo con la gracia viviente del arte.
Buenos Aires, mayo de 1968
Leopoldo Marechal
ADVERTENCIA
Algunas páginas de las Historias de monstruos aparecieron en Los Andes, de Mendoza, en 1966 y 1967. Posteriormente (en 1967) se dieron a conocer por Radio Nacional. El lector debe adjudicar a esta circunstancia la reiteración de ciertas connotaciones. La segunda versión de Neferkeptah, referida al papiro de Satni Khamois, se halla en el apéndice de The White Lizard (1735). Burton la considera como la más exacta. Las historias del Golem han sido analizadas en el From the World of the Cabballáh (1693), de Ben Bokser. De él he tomado sus elementos anecdóticos. La máquina genética mencionada por Norbert Wiener en God and Golem, Inc (1964), es sólo la posibilidad de convertir a una andreida en un ser mecánico-reproductor, idea que no alcanzó a desarrollar Villiers de L'Isle-Adam. Las páginas dedicadas a Los selenitas de Luciano de Samosata y Nota a los seres imaginarios, no deben interpretarse como una crítica a Jorge Luis Borges, sino como una prolongación de su concepto sobre el zoon fantástico. La Leyenda de Cyrano de Bergerac nació por oposición a la Noticia histórica sobre Cyrano de Bergerac, difundida por Garnier en 1902. El sueño de Mary Connally en Micromegas y otros xenoides, lo refiere Anthony Holland en The Tempest (1784). La parte I de Sobre el fin de los tiempos, apareció como prólogo de mi Canto a la destrucción (1968). La parte II (El ciclo de las destrucciones) retoma algunas notas del mismo libro.
El trabajo sobre Rampsinito, Arquímedes y el absurdo gratuito, es parte de mi estudio preliminar a los Cuentos de crimen y misterio (1964). Salvo alguna corrección no fundamental, agregué la verificación completa de Arquímedes en el caso de la corona falsificada. En cuanto a la parte II de mi estudio sobre Jekyll y Jack el Destripador, no he podido hallar bibliografía que haga referencia al In Memorión: Jekyll the Ripper (1894). Mi investigación es un tanto forzada e intuitiva. Y adolece (es posible) de muchas fallas que el lector advertirá en seguida.
Buenos Aires, 1968.
POST SCRIPTUM
En las historias de monstruos no podía faltar el humor. Es el otro lado de la tragedia, tan pródiga e imprevisible en las páginas de este libro. Sin embargo, a riesgo de recibir esa ira beneplácita con que suelen regalarnos los críticos de cuya familia no formamos parte, incluyo también aquellas historias que el hombre ha reverenciado sin analizar sus consecuencias. Las dedico a los tres únicos seres que me hubieran aplaudido: a Jean-Jacques Rousseau, a Voltaire y a Swift.
J.J.B.
LOS ASESINOS ("ASHASHIN")
A la secta herética de los ismaelitas, en el siglo xi, correspondió el "honor" (o la felonía) de acuñar la palabra asesino, nombre que derivó del hashish o haxix, droga extraída del opio que se administraban sus integrantes, como lo da a entender Marco Polo (Líber milionis, XXXI). Entre las víctimas de esta secta, se hallan Conrado, rey de Jerusalén, Abdul Jorasat el Inmaculado, Malabel el Silencioso, Raimundo de Trípoli, dos califas de Bagdad, el Gran Visir de Egipto, un Sha de Persia y otros prohombres del medioevo. Su jefe se llamó Aloadín, o sencillamente el Viejo de la Montaña, como lo menciona el aventurero veneciano. Pero su nombre verdadero es posible que fuera el de Hasan Ibn Al Sabbah, según anotan J. B. Nicolás (Les quartains de Kheyarn, 1867) y el erudito cordobés José E. Guráieb. (Este último nos dice, en la Introducción a las Nuevas Rubaiyát, 1959, que "Ese Hasan Ibn Sabbah, fue aquel famoso Caudillo de la Montaña, llamado erróneamente por el Viejo de la Montaña, o "Cheik Al Yabal", jefe de la secta de los ismaelitas").
Aloadín (digámoslo así para abreviar) ejercía, como jefe de la secta, funciones de califa. Había sido condiscípulo de Omar Al Jayyam y Nizam Al Mulk, en Nisapur, donde los tres estudiaban el Qorán, según constancias de este último en la Wasíah que escribió para celebrar los acontecimientos más memorables de su vida. El fue el primero que testimonió sobre el carácter de Aloadín: un hombre pendenciero e intrigante, contra el cual debió luchar a pesar de haberlo protegido siendo visir. Conspiró, por tanto, contra Nizam Al Mulk, y al ser descubierto por éste, Aloadín se refugió en la fortaleza de Alamut, en Rudbar, sobre las montañas cercanas al mar Caspio. De ahí la denominación impropia de Viejo de la Montaña.
En esa fortaleza enclavada en un valle de difícil acceso, Aloadín tenía un paraíso terrenal, donde sus iniciados muchachos de 12 años, se drogaban con el hashish que él ofrecía mientras impartía su enseñanza. "Matar a un malvado―decía― es una bendición de los cielos, porque ellos, los malvados, están en la tierra para usurpar el derecho de los seres bondadosos". (Acaso fue ésta la primera norma sobre el regicidio que Maquiavelo y el Padre Mariana habrían de exaltar siglos después). Cuando los heréticos estaban ebrios por el opio, Aloadín introducía un conjunto de falsas huríes, muchachas no menos jóvenes que los iniciados, y comenzaba una danza fascinante, mientras las cañerías del palacio-fortaleza, suministraban miel y vino (Liber, XXXI; Ibn Al Levy, II, 21). Los goces terrenales del Alamut, eran semejantes al paraíso de Mahoma. Después, Aloadín les mostraba los muros del palacio, con murales excitantes, donde la desnudez y los alimentos se concretaban en un sueño insaciable. En uno de estos muros, el que daba hacia el valle y sus jardines diabólicos, había una inscripción del poeta persa Abulkasim Firdusí (Libro de los reyes, c. IV), que decía:
Todas las noches su cocinero [el de Zohak] mataba a dos jóvenes y les extraía los sesos con los que luego cocinaba un alimento para las serpientes del monarca.
Cuando los heréticos, también llamados hashashin o asesinos (Baudelaire refuerza el concepto en Le poéme du haschisch, II), regresaban del efecto del hashish y se hallaban entristecidos por haber perdido las visiones del paraíso, resolvían la eliminación del enemigo más próximo de Aloadín. Era el único recurso para volver a los goces terrenales y a las delicias de los jardines diabólicos. Entonces echaban la suerte, y el elegido salía del Alamut para confundirse, disfrazado, entre aquellos donde el sentenciado por Aloadín, habría de perecer. A la vuelta del asesino, cumplida la misión, el paraíso volvía a concretarse, y el héroe imponía su voluntad al juego de las huríes. Era un privilegio que duraba 24 horas. Después, en otro ciclo semejante, se resolvía el próximo asesinato.
Fue tan temido el Caudillo de la Montaña, que no hubo príncipe que no buscara su protección. Conocían su ira y el efecto de su fanatismo. Pero su imperio fue sofocado por la deserción de El-Haddar, uno de los ashashin. Denostado por Aloadín, huyó un día de la fortaleza y se unió a las huestes de Hulagu. Éste lo recibió con desconfianza. Su relato fue tan verídico y atroz, tan detallado, que el gran guerrero acabó por admitir la sinceridad del desertor. Hulagu llevó a sus hombres hacia el Alamut y le intimó la rendición al Gran Asesino. Éste desoyó las amenazas, y el guerrero estableció un cerco que duró tres años, al cabo de los cuales casi todos los defensores del Alamut perecieron por hambre. Entonces Hulagu ordenó la embestida final, y la fortaleza fue destruida en 1135. (Ibn Al Levy, II, 23, dice en 1265). Cuando el libertador entró en el reducto de Aloadín, éste, asesinado por su propia mano (autoasesinado) yacía con un puñal que le atravesaba la yugular. Se supone que quiso morir lentamente, ocho siglos antes de que Krafft-Ebing acuñara la palabra infamante extraída del nombre de Sacher-Masoch.
HISTORIA DE UNA BLASFEMIA
Es posible que esta historia no sea original. No recuerdo si la leí o si acaso la concebí. Sólo puedo asegurar que no tiene semejanza con ese relato anónimo de la History of the Black Door, del siglo xvII, en el cual el protagonista le pide al Innominado el secreto para destruir el mundo. El blasfemo quedó fulminado. El Innominado apenas había esbozado una sonrisa. El indicio de un posible rictus.
En esta historia se invierten groseramente las actuaciones. El Innominado dialoga y hasta se muestra interesado por el protagonista. (Los griegos habrían dicho el agonista). Cuando llega Cun-Tai-Go le sonríe, pero el futuro blasfemo no queda fulminado.
―Sé que eres un hombre sabio―le dice el Innominado―. Pero no puedo quebrantar la ley. Todos nacen con un número determinado de palabras, cuyo guarismo invisible queda impreso en el paladar. Pronunciada la última palabra, el ser queda vaciado de su número vital y perece.
―Tú has impreso―responde Cun-Tai-Go― distintos guarismos. Algunos mueren al primer día de nacidos porque sólo has puesto en su paladar un número insuficiente de palabras. Otros, en plena juventud. Y algunos que no necesitan vivir porque no tienen nada que realizar, prolongan injustamente por años y años su vejez, su inútil permanencia en el mundo. Creo que eres injusto.
―¿Y qué es lo que te preocupa, Cun-Tai-Go, para modificar el número de palabras impreso en tu paladar?
―Sé que me faltan mil palabras y que después moriré.
Por eso vine a pedirte mil más para terminar un libro imperecedero. Las palabras que me das las he de ahorrar para decir lo necesario en mi vida vegetativa mientras me encierro para dar fin a la obra.
El Innominado pensó que se le pedía muy poco (mil palabras, acaso un instante). Y al pensarlo el Innominado, Cun-Tai-Go sintió que su paladar se llenaba de fuego. Sus ojos, de nuevas visiones.
El hombre sabio llegó a su casa. Pero tres días después regresó al recinto del Innominado. Estaba desorbitado, enloquecido. Más desnudo que el primer día.―¿A qué has venido, Cun-Tai-Go?―Mi paladar se está secando. El número de palabras que le has impreso está llegando a su fin y necesito, para terminar mi obra, que se concedan mil y una palabras más.
El Innominado observó esa ruina que declinaba vertiginosamente. Quebrantó la ley por segunda vez, y Cun-Tai-Go sintió que su cuerpo era un signo de sangre que ardía en el espacio. Entonces, con las mil y una palabras puso fin a su obra. Y cuando aquéllas se agotaron, quedó con los ojos rígidos. Nadie le oyó morir. Sólo el espacio. Acaso el aire desleído que bajaba de una zona nocturna bordada absurdamente por la luz de las galaxias.
Cuando Cun-Tai-Go compareció al juicio, el Innominado quiso saber por qué había pedido primero mil palabras y después mil y una.
Cun-Tai-Go, arrodillado, murmuró:
―Escribí un libro sobre tu naturaleza enigmática. Las primeras mil palabras me sirvieron para demostrar tu dimensión imprevisible. Las mil que siguieron, refirmaron tu ceguera y tu arbitrariedad. La última palabra que seguía a la número 1000 sólo contenía una voz: Perdón, porque sé que mi blasfemia necesitaba de tu magnanimidad y que al fin me perdonarías para justificar tu inconsistencia.
Así terminó la historia del blasfemo. Pero en un segundo avatar otro blasfemo sostuvo que Cun-Tai-Go fue el primer ángel de la rebelión, y que enfurecido el Innominado, aquél fue arrojado al infierno en el que después gobernó como Señor de las Tinieblas. Porque Cun-Tai-Go son tres palabras simbólicas que significan:
El-Que-Reina-Después-De-La-Luz-En
La-Luz-En-La-Profundidad-Inquebrantable-Del-Caos.
EL ÚLTIMO LIBRO DE LA SIBILA
Podría volver a contar lo que Fray Benito Jerónimo Feijóo nos dijo acerca de los nueve libros de la Sibila de Cumas en un texto escrito hacia 1712 con el título de Magia y leyenda, que luego modificó cuando redactaba sus Carta eruditas. Pero pensándolo bien, conviene transcribirlo como prueba irrefragable, aligerando levemente su estilo, el más directo y descriptivo del siglo XVIII. He aquí la constancia:
La historia romana cuenta que habiendo llegado a Roma la Sibila de Cumas, en tiempos de Tarquino el Soberbio, aquélla le presentó nueve libros, y pidió por ellos trescientos escudos. El príncipe se burló por parecerle excesivo el precio, y la Sibila quemó tres, y por los seis restantes pidió la misma cantidad; despreciando Tarquino nuevamente tan extravagante demanda, quemó otros tres, insistiendo en que por los tres que quedaban le diese la misma suma, y amenazando con arrojarlos al fuego como los demás en caso de ofrecerle menor precio. En fin: concibiendo el príncipe, en tan extraña resolución, algún alto misterio, dio los trescientos escudos por los tres libros que, como cosa sagrada, colocó bajo la custodia de dos patricios en el Capitolio1 , y estos libros eran consultados por los romanos cuando la República se veía ante algún peligro; hasta que incendiándose el Capitolio en tiempos de Sila, ochenta y tres años antes del nacimiento de Cristo, tuvieron los tres libros la misma desgracia que los otros seis.
Lo que no nos dice Fray Benito Jerónimo Feijóo es que, en realidad, uno de los tres libros que habían quedado, se salvó del incendio. Era el último (y lo refiere Ajlajarilbj en el siglo XVII). Abierto por Sila, el libro sólo contenía estas líneas:
La escritura fue inventada para que los hombres perdieran la memoria.
LOS PECES QUE ENGENDRABAN HOMBRES
En el siglo xvi circularon en Europa algunos libros heréticos, cuyos posibles autores perecieron en la hoguera. De uno de ellos, L´origine de la magie (1583), (redactor no precisado todavía), se extrajo una fábula que aterrorizó a los inquisidores. Según este relato, sólo las aguas y los peces existieron en el origen de la vida. Pero los peces eran de distintos tamaños, y su dimensión posibilitaba una inteligencia peculiar que faltaba en los más pequeños, condenados, a su vez, a ser el alimento de los otros. Uno de esos grandes peces, llamado Incitant (incitante, promovedor de vida) de enormes aletas, voló un día hacia la superficie terrestre y arrojó su semen desaprensivamente. La parcela en que cayó el líquido se cubrió de una extraña tonalidad ambarina, y a los pocos meses un ser alongado y virtuoso comenzó a saltar sobre las piedras hasta que le crecieron alas en vez de aletas. Este ser alongado fue el primer pájaro que cruzó la atmósfera del planeta. Se alimentó de hierbas y gusanos y buscó refugio en las grutas cuando la altura lo cansaba.
La fábula no se detiene ahí. Relata las peripecias ulteriores del "hijo" alado de Incitant y concluye en la apertura hacia una ontogenia en cuyo origen los pájaros habían iniciado la vida humana.
No se sabe si esa fábula influyó o no en el religioso Lucilio Vanni, quien apenas vivió 35 años. Pero se conoce su historia de sabio inconformista dedicado a los estudios esotéricos. Fue el autor de una hipótesis demoledora según la cual el semen de los peces podía engendrar seres dotados de inteligencia, El primer hombre habría sido el producto del líquido espermático derramado por un pájaro divino, llegado de otro mundo. La respuesta de los Tribunales Inquisitoriales advino rápidamente. Lucilio Vanni fue encarcelado y condenado a muerte en el patíbulo. Lo ejecutaron en Tolosa, en 1619, arrancándole la lengua con una tenaza y estrangulándolo a continuación para que nunca más pensara ni repitiera esa "tremenda herejía".
Un siglo después, en 1748, se publicó el Telliamed, de Benoit de Maillet, que vivió entre 1656 y 1738. El libro había sido escrito en 1724. Pero el autor que conocía a sus contemporáneos y sabía cuál era la dimensión asombrosa de sus teorías, prefirió el anonimato al enfrentamiento de la ira. La tesis que desarrollaba tenía conexiones con la leyenda y las ideas del religioso cercenado y estrangulado en Tolosa. El también afirmaba en el Telliamed que en el origen de la vida los peces voladores habían engendrado a los pájaros. No reconocía ningún poder divino. Sólo el poder del semen de los peces, caído en una tierra virgen donde ya se habían, dado todas las posibilidades de la germinación. No sabemos qué habría sucedido si Benoit de Maillet hubiera sobrevivido a la publicación de su libro. Los sabios del siglo xx lo habrían recibido con una sonrisa, Pero esto no le quita ninguna importancia. La historia de la ciencia es la historia de la libertad de pensamiento.
JEKYLL Y JACK EL DESTRIPADOR
1. La serie sangrienta
El 6 de agosto de 1888 comienza la historia criminal más desconcertante del Londres de fin de siglo. Es una historia con su ciudad de maldita: el distrito de Whitechapel, con sus calles obscuras, sus casas miserables, sus prostitutas, el hampa agazapada, a la espera del primer desconocido. Transitar entonces por Whitechapel era aventurarse en la ciudad de Dite, descrita en el Infierno del Alighieri. Sólo tenían cabida el azar y los impulsos demoníacos.
Ese día, 6 de agosto, alguien, no importa quien, descubre el cadáver de una mujer que todos conocían en Whitechapel. Era una prostituta, Emma Smith, que solía recorrer sus callejuelas tenebrosas adivinando miradas. Estaba degollada de oreja a oreja, y su vientre seccionado verticalmente desde el ombligo hacia abajo. Al lado de ella, de sus trenzas revueltas, sobre el pavimento de la maldita callejuela, se hallaban los intestinos, manoseados y dispuestos como un símbolo sinusoidal. Detrás de este dibujo macabro aparecían unas huellas de sangre que se perdían en una acequia. Ahora hubiéramos dicho que un ser incorpóreo, fantasmal, había cometido un crimen para desaparecer en el líquido turbio de una ciénaga que comunicaba con el más allá. El criminal se había diluido como si la acequia lo hubiera devorado.
Examinado el cadáver por la policía, se advirtió en seguida que le faltaba una oreja. Se pensó por un instante que podía tratarse de una muerte por libídine seguida de antropofagia. Krafft-Ebing ya la había descrito en su Psychopathia sexualis (c. VIII). Pero no se trataba de esto, porque al día siguiente, entre la correspondencia anónima del correo, apareció una cajita con destino a Scotland Yard. En el interior de ella, envuelta en papel de seda, el criminal había colocado la oreja que le faltaba al cadáver de la Smith. Asesinato y desafío que comenzó a inquietar a todo Londres. Las características del hecho probaban ya que el desconocido manejaba el bisturí y tenía excesivos conocimientos de anatomía. Probaba, inclusive, que una vez degollada y destripada la víctima, el asesino se había recreado con los intestinos hasta disponerlos sobre el pavimento como si buscara un ordenamiento determinado. Por último, con el envío de la oreja a Scotland Yard, habría que pensar en un humorista macabro. (Probablemente es el padre de ese humor negro que luego exaltarían los surrealistas encabezados por André Bretón).
El envío de la oreja, por otra parte, incluía un desafío a continuar. El reto de las tinieblas contra la policía.
El segundo crimen acaeció en el mismo mes: el 31 de agosto de 1888. La víctima fue Martha Traban, una prostituta de 35 años, de larga cabellera rubia y ojos azules. Degollada y destripada. Y también en Whitechapel, a poco trecho del lugar en que había sucumbido la Smith. Pero esta vez los intestinos no habían sido ordenados simbólicamente. Estaban desparramados. Tampoco faltaba una oreja. El desconocido había extirpado un riñon como si hubiera trabajado sobre una mesa de operaciones.
Londres comenzó a temblar. Las puertas y ventanas comenzaron a cerrarse muy temprano. Las calles se volvieron solitarias. Alguna vez, en la neblina densa y deletérea sólo se oía el ritmo de unos cascos que avanzaban hacia el misterio. Después se supo de la humorada macabra del asesino. De la reiteración obsesiva. Éste había enviado el riñon a la policía en otra cajita similar a la primera. Scotland Yard quedó escarnecida. Todo Londres se convirtió en una protesta contra su imbatible cuerpo de seguridad. Conan Doyle, que un año antes había creado a Sherlock Holmes en su A Study in Scarlei (1887), sintió lástima por los investigadores de Londres.
El 8 de setiembre se reanudó la serie sangrienta. La víctima, otra muchacha que vendía su cuerpo al primero que pasara, se llamaba Mary Anne Nichols. Murió de la misma manera que las anteriores, con las vísceras sobre el suelo o estampadas sobre las viejas paredes de Whitechapel. Pero hora aconteció una variante totalmente nueva. El asesino se retiró con una parte de las vísceras. Posiblemente para conservarla y recrearse con su contemplación, como lo hicieron mucho antes, en la historia del crimen, Gilles de Rays y el Asesino de la Medianoche que aterrorizaba en Notting Hill. O bien aquel otro que se llamó Vicenzo Vernezi, tan estudiado por Lombroso (L'huomo delinquenti, II, 168 y ss.), el cual se llevaba la ropa y las vísceras de la víctima para palparlas secretamente.
La cuarta prostituta asesinada fue hallada el 30 de setiembre en Hamburry Street. Se llamaba Annie Chapmann, acaso un nombre falso para ocultar la miseria y el delito. Y a ésta también le faltaba un riñon que tampoco fue a Scotland Yard. El asesino se había vuelto coleccionista (un coleccionista infernal para otros demonios del más allá). O bien se había desayunado con esa parte del cuerpo humano. Es una hipótesis posiblemente humorística que hubiera entusiasmado a Thomas de Quincey cuya definición del delito (On murder considered as one of the fine arts, I, II) no deja de tener una idea obsesiva sobre la importancia de la bolsa como instrumento para la conservación y el desayuno. Y como hipótesis no era una mera suposición, sino algo terminante, incuestionable. El asesino había cometido el crimen entre la medianoche y la madrugada. La antropofagia pudo haber sido estimulada por la hora, en un amanecer neblinoso, lleno de signos imprevisibles. Ahora, sin embargo, hay un hecho insólito. Sobre la pared, a poco trecho del cadáver, escrito con tiza (la letra es impecable), hay un mensaje que incluye un desafío a todas las policías del mundo:
Esta es la cuarta y mataré muchas más antes de desaparecer.
Jack the Ripper
El asesino, insistiendo en su desafío a Scotland Yard se autodenomina para mayor escarnio. Ahora es sencillamente Jack el Destripador.
Y el Destripador se burla de las reglas. Y también del Comité de Vigilancia, formado ante la indignación de la reina Victoria y la impotencia del jefe de policía Sir Charles Warren. En los primeros días de octubre, en una plaza, al oeste de Whitechapel, da cuenta de la quinta prostituta, Catherin Eddowers. Ahora, en un nuevo alarde de disección, le extrae los ovarios. (Cien años después un argentino recluido en Sierra Chica, realizará idéntico trabajo de los ovarios, "cazando" mujeres en la Pampa). El 9 de octubre, en Berner Street, siempre al filo de la medianoche, fue hallado el cadáver de Elizabeth Stride. Era la sexta prostituta. La séptima fue una muchacha de 20 años, asesinada en Dorset Street 26, en la misma casa en que recibía a su clientela. Se llamaba Mary Jane Kelly, y tenía fama de mujer hermosa. El Times, en una transcripción de Alan Hynd (Sleuths, Slayers and Swinclers, 1954) decía:
La infeliz estaba echada de espaldas sobre la cama, totalmente despojada de sus ropas. Tenía la garganta seccionada de oreja a oreja, pero éstas y la nariz habían sido arrancadas par el asesino. Lo mismo sucedía con los pechos, colocados a su vez, en una mesita. El estómago y el abdomen estaban abiertos. El rostro mutilado, irreconocible en sus rasgos. Los riñones y el corazón, extirpados y puestos en la. mesita, junto a los pechos. El hígado, también extirpado, sobre el muslo derecho. El útero había desaparecido. Los muslos, por último, estaban lastimados. No puede imaginarse una visión más espantosa.
El asesinato de la Kelly fue el único hecho del monstruo en un lugar cerrado. Y acaeció cuando el Comité de Vigilancia había reforzado sus cuadros. Indudablemente, Jack el Destripador seguía puntualmente las reacciones de sus crímenes. Al advertir que las calles de Londres estaban vigiladas, optó por cambiar de táctica. Inclusive la que iba a ser su víctima creyó que estaba protegida esperando a la clientela en su propia casa. Aquí termina o se interrumpe la historia de Jack el Destripador. Y es aquí donde comienza otra historia memorable que me propongo relatar.
2. Las huellas del doctor Jekyll
Nunca se supo quién había sido Jack the Ripper. Conan Doyle, su contemporáneo, creador un año antes de Sherlock Holmes, en A Study in Scarlet (1887), aventuró la posibilidad de su presencia mediante la aplicación de los estudios dactilares emprendidos por Francis Galton en 1886. (El argentino Juan Vucetich no había publicado aún su Dactiloscopia comparada, que data de 1904). Pero nadie siguió sus consejos. Scotland Yard, adherida al sistema de las fichas antropométricas del criminalista francés Alphonse Bertillon, perdió definitivamente las huellas del Destripador. Al llegar a Londres en 1963, una circunstancia imprevista me hizo entrever la identidad del asesino. Transitaba yo por las calles del Soho cuando de pronto me detuve ante la vidriera de cierta extraña librería que semejaba el escaparate de un anticuario Un título borroso sobre fondo amarillo, sin indicación de autor, decía sencillamente: In Memorian: Jekyll the Ripper. A su izquierda se veía la primera edición de The strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, de 1886, y a su derecha las Some college memories (1886), también de Stevenson. Sobre el primer libro, a una distancia de medio centímetro, había una estatuilla de madera que representaba, según averigüé después, una deidad demoníaca de Samoa, lugar en el que Robert Louis Stevenson falleciera a los cuarenta y cuatro años, como consecuencia de un derrame cerebral.
El título del primer libro (In Memorian: Jekyll the Ripper) me dejó fascinado, pegado a la vidriera. El apelativo, the Ripper, el Destripador, no correspondía al doctor Jekyll, el personaje de Stevenson, sino a Jack, el famoso asesino que se burló de Scotland Yard. Había una confusión deliberada, agravada por la falta de indicación autoral. Cuando entré por fin, el librero sonrió. Me dijo que el libro lo había escrito el mismo Stevenson en 1894, año de su muerte en Samoa, pero sin aditarle su nombre. Posteriormente sus herederos lo declararon apócrifo. No obstante, él, bibliólogo más que bibliófilo, creía en la paternidad stevensoniana de la obra. El estilo de ésta y su enfoque sicológico eran similares a los de El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde. No discutí con el bibliólogo. Adquirí el In Memorian por un precio muy elevado, y compré también las Some College memories.
Después volví a la habitación del hotel. Me senté junto a la estufa con mi pipa, una botella de whisky y los libros. Afuera, golpeando la ventana, el viento más frío de Londres paralizaba todo fervor. Cuando comencé a leer el In Memorian: Jekyill the Rípper, tuve un estremecimiento premonitorio. Stevenson había conocido a Jack el Destripador mucho antes de que éste aterrorizara a Londres. Inclusive había permanecido indiferente cuando Conan Doyle buscaba una solución por medio de las huellas dactilares. La razón de todo esto podría estar, sin embargo, en que al publicar El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde, Stevenson ya daba por muerto al doctor Jekyll cuando en realidad seguía viviendo. El capítulo I del In Memorian: Jekyll the Ripper, estaba dedicado a la descripción del doctor Jek ("alto, de ojos azules, de fina sensibilidad") especialista en incisiones anatómicas, según una expresión de la época. El capítulo II describía los efectos de una droga inventada por éste para obtener la duplicidad del ser: "Mezcló los elementos. Vio cómo hervían y humeaban en la copa. Esperó el punto final de la ebullición y bebió la droga. Entonces sintió dolores desgarradores, como si todo el esqueleto se le descoyuntara. Tuvo náuseas. Su rostro, en el espejo, comenzó a ennegrecerse, como si un segundo ser, el yo profundo que llevaba oculto, pugnara por salir. Luego, aterrorizado, el doctor Jek se contempló distinto. Ya no era Jek. Era un desconocido con una mirada siniestra, llena de fuego, y un ímpetu que le recorría por la sangre y lo hacía estremecer. Espantado ante esa imagen del mal, volvió a tomar la droga y se recuperó en un instante". Pero el doctor Jek (cap. III) volvió al experimento, y cierta noche, convertido en una encarnación demoníaca, se lanzó hacia las callejuelas tenebrosas de Whitechapel, iluminadas apenas por los languidecientes mecheros de gas. Este segundo ser, el espíritu del. mal, o Mr. Hyde en El extraño caso . . ., fue haciéndose más necesario para el doctor Jek. Más imprescindible. Sin embargo, sus fechorías estaban signadas extrañamente por cierta tendencia a eliminar el mal en los otros, algo así como si la parte buena de Jek se lo impusiera en el desdoblamiento de la personalidad.
En Whitechapel, donde el doctor Jek se hacía pasar por Jekyll (In Mem., IV y VII), asesinó a dos prostitutas, una de las cuales ejercía de proxeneta entre los burgueses adinerados. Y en ambos casos las víctimas presentaron la misma incisión en el vientre: un tajo desde el ombligo hacia abajo, en una línea vertical, casi perfecta, y los intestinos dispuestos en un símbolo sinusoidal. Stevenson (o el supuesto Stevenson) no decía que también estuvieran degolladas de oreja a oreja. Pero no había duda de que Jek era ya el que luego habría de llamarse Jack el Destripador, modificando el Jek en Jack. Lo más arbitrario y obscuro de esta historia, es que la policía no investigó los hechos. Jamás supo de nadie que se llamara Jekyll the Ripper. Sólo hay una referencia perdida en capítulo VIL un abogado de nombre Patterson (Utterson en El extraño caso ...) se dedicó a investigar por su cuenta la historia del doctor Jek en el barrio del Soho, a mucha distancia de Whitechapel.
La botella de whisky estaba ya por la mitad y el viento seguía arremetiendo contra el vidrio. Los relojes borraban la noche de Londres. Cuando dejé el In Memoriam: Jekyll the Ripper, pensé que todo estaba claro. Jek, convertido en Jekyll el Destripador, segundo Yo obtenido por retroversión de la personalidad, proceso esquizofrénico no muy estudiado entonces, era el mismo que luego habría de volver a su estructura demoníaca en el Londres de 1888. Pero ya no sería Jekyll el Destripador sino Jack el Destripador. En El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde, la segunda persona, el segundo Yo, habría de llamarse Hyde. Stevenson, indudablemente, tenía interés en ocultar la verdadera identidad del sujeto para convertirlo en personaje de su novela. No hubo mala fe. Incluso, cuando pudo haber aclarado los asesinatos de Jack el Destripador, ya estaba en camino de Samoa, en donde se recluyó hacia 1889, en el instante en que todavía parecía seguir actuando el asesino. Otra hipótesis que no deriva de la lectura del In Memoriam, es la de que el doctor Jek y Jack el Destripador eran expertos en el manejo del bisturí. Utilizaban el mismo procedimiento para las incisiones y desparramaban las vísceras formando extrañas figuras. Además, el título completo de la obra In Memoriam: Jekyll the Ripper, anunciaba implícitamente que se trataba de la misma persona. Pero, ¿por qué fue escrita en 1894 y no antes? Creo sin lugar a dudas, que el sentimiento de culpabilidad llevó a Stevenson a confesar tardíamente una realidad que antes había callado o había visto como posibilidad creadora. Y para que nada se le imputara, negó inclusive la paternidad de la obra. Porque al negarla quedaba a cubierto de toda sospecha, pero con la tranquilidad, para su conciencia, de haberse confesado.
Para mayor confusión, en las Some College Memories había una frase según la cual Stevenson estaría dispuesto a modificar la realidad. ¿Tendría esto algo que ver con la historia de Jek-Jekyll-Jack? Las memorias y el caso del doctor Jekyll databan de 1886, y el asesino, dos años antes de aparecer en Whitechapel, ya se dedicaba a iguales víctimas que las enumeradas por Scotland Yard en 1888. La confusión se hizo más acuciante con un tercer elemento que por lo ridículo he dejado para el final. El bibliólogo del Soho me mostró un pantalón azul, muy obscuro, que él había adquirido en Portland Street (a poco trecho de un hotel donde se alojara Mr. Hyde) que tenía dos iniciales tejidas con el "hilo peculiar" de la época: J.J. Estas iniciales respondían a la manía del doctor Jek de inicialarse toda su ropa. Cuando le observé por qué dos veces la inicial del apellido, me respondió: "Un desafío a Scotland Yard para que descubriera sus crímenes. Jek, como Jekyll en El extraño caso…, también se llamaba Henry".
Con esa contestación incoherente di por terminada en Londres mi investigación de Jack el Destripador. Al regresar a Buenos Aires, revisando mi archivo de crímenes, tuve una evidencia sobre la cual no me atrevo a escribir todavía. Jack el Destripador, desaparecido de Londres, había muerto en Buenos Aires, a los 75 años, en un hotel de la calle Leandro N. Alem, frente a la plaza Mazzini, hoy Roma, una mañana lluviosa de octubre de 1929.
LOS ÁRBOLES PARLANTES
Hay árboles que hablan y hay árboles que formulan enigmas. En mi cuaderno de apuntes tengo algunos ejemplos que probarían esta monstruosidad. Pierre Desvignes, canciller de Federico II (siglo XIII) acusado injustamente de traición, fue condenado a perder sus ojos. Sobrevivió al suplicio. Pero ya en la prisión, golpeó su cabeza contra los muros hasta quitarse la vida. Con éste hablará el Alighieri en un bosque cuyos árboles eran las estructuras de los que un día eligieron el suicidio. Metamorfosis de los violentos contra sí mismos (Inf. 33/ 151). Los que creen que esto es una ficción, no han podido explicar por qué Charles Sorel en el siglo XVII habló con su hermano suicida dirigiéndose a un árbol tres días después del fallecimiento. Este árbol le reveló el secreto del suicida y de la traición que acechaba al mismo Charles Sorel si no mataba en duelo a su propio padre, casado incestuosamente con su hermana, y de los cuales descendían ellos.
El duelo se realizó. Pero Charles Sorel fue vencido y murió decapitado. El padre lo había traicionado denunciándolo a los "cazadores de brujas". Pero al día siguiente el progenitor fallecía envenenado con arsénico. La madre incestuosa sobrevivió un año y después murió de cierto "ataque a la sangre" cuando atravesaba un puente. Nadie pudo descifrar el misterio de estas muertes imprevisibles. Pero el árbol suicida siguió emitiendo extraños sonidos hasta que los vecinos de Fontembleau resolvieron prenderle fuego y acabar con lo que denominaban "el hechizo del siglo".El segundo ejemplo está extractado de las primeras líneas del Hay Benyocdán (siglo XII) de Abentofail. Es una cita de Almasudí en la que se habla de un árbol de la India que en vez de frutos producía mujeres a las que éste llama las niñas del Uac Uac. Los escoliastas, siguiendo el árabe Albiruní, nos informan, en cambio, de un árbol que crecía en la isla de Uac Uac, cuyo fruto tomaba la forma de una cabeza de mujer que se expresaba a través de un grito monosilábico en que repetía su uac uac. Otra leyenda árabe posterior (siglo XIII) aseguraba que la cabeza era la Esfinge arbórea que interrogaba sobre el misterio de la vida en la esperanza de que alguien advirtiera la vacuidad de los instintos. Nadie pudo contestar el enigma, y el fruto con cabeza de mujer no pudo ser fecundado y se marchitó.
Por la misma fecha, cuando las Abil Leylah wa leyhh (Las mil noches y una noche) llegaban a su redacción definitiva entre 1475 y 1525 (habían arrancado del Hezar Efmmeh o Mil cuentos, en el siglo VIII) hallamos, en la historia de Scheherazada, otro ejemplo de árboles parlantes. Es el relato en el que la vieja dice a Farizada que su vivienda admirable carecía de tres cosas importantes: el pájaro que habla, el agua de oro y el árbol que canta. Bachman, hermano de Farizada, sale en busca de estas tres maravillas, internándose en un sendero escalofriante, sembrado de piedras y voces amenazadoras, por cuya línea hay que avanzar sin retroceder para no petrificarse. Cuando halla el árbol que canta confirma lo que la vieja le había dicho a Farizada. Las hojas del árbol eran otras tantas voces que producían "armonías incomparables".
El cuarto ejemplo pertenece a la ciencia-ficción. Alguna vez lo he mencionado al referirme a los sueños interplanetarios. Lo vivió en la imaginación Cyrano de Bergerac al escribir Les voyages aux États de la Lune et du Soleil (1643). La obra fue escrita cuando éste tenía veintitrés años y ningún rival que pudiera oponérsele a lo que él llamaba la hoja centelleante al aludir a su espada. Describió sus viajes oníricos a la Luna y el Sol. Describió el primer solnizaje del hombre demostrando que el Sol estaba poblado de manchas donde era posible detenerse sin temor al fuego. Pero advirtió que en ese astro existía algo así como la memoria del mundo que se manifestaba a través de estructuras arbóreas inverosímiles cuya voz era semejante a la del hombre. Cyrano, lleno de asombro, midiendo su propia finitud, habló con ellos. Dialogó sobre el misterio que persigue al hombre. Formuló preguntas y obtuvo las respuestas. Pensó posiblemente que el ser humano era un árbol parlante que en vez de crecer y morir en profundidad, crecía y se perdía en las alturas.
LOS CASOS CRIMINALES DEL JUEZ TI
Un manuscrito anónimo del siglo xviii reveló la existencia de Ti Yent-Tsie, el juez Ti, como se le dice para abreviar, ministro y hombre singular de la dinastía Tang en el siglo VII. Este manuscrito relata tres casos criminales en los que aquél había intervenido cuando ejercía la magistratura y desempeñaba simultáneamente funciones policiales. Son los que luego le servirán de base al holandés Robert Van Gulik para escribir su Fantoom in Foe-Lai (1959). En la primera de estas historias (El caso del juez asesinado) el juez Ti debe intervenir en la muerte por veneno de Huang Te-Hwa, jefe de distrito en Foe-Lai, cuyo cuerpo es hallado en su biblioteca. El hecho acontece en Foe-Lai, lugar que desde la más remota antigüedad es perturbado por vampiros que se convierten en hombres-tigres, los cuales encarnan en las víctimas después de asesinadas.
El juez Ti, estudia minuciosamente el lugar del hecho. Interroga a los que estuvieron en contacto con la víctima. Conversa con sus ayudantes. Los acontecimientos siguen la línea del tiempo, como en los mejores relatos occidentales. De pronto aparece el fantasma del magistrado asesinado. Hung interpreta la aparición: "Es el juez que no hallará descanso hasta que la ley no dé con el homicida. Los muertos suelen aparecer en la proximidad de sus cadáveres en tanto éstos no se hallen en avanzado estado de descomposición". El fantasma de Huang Te-Hwa aparece dos veces. Ti reconstruye una de estas apariciones en la esperanza de interpretar algún mensaje de la víctima. Se anticipa a Shakespeare en un procedimiento similar, cuando Hamlet acude ante el fantasma de su padre, asesinado por el hermano para heredar el trono de Dinamarca (Hamlet, I, 4). Después investiga sus libros, sus notas, la manera en que tomaba o realizaba la ceremonia del té antes de caer fulminado por el veneno. Su trabajo es tranquilo, sin pausas. Sabe que al fin va a descubrir al asesino, al que puso el tósigo en la infusión.
Entre el modo de investigar del juez Ti y el ideado por Edgar Allan Poe (The Murders in the Rué Morgue, 1841) al echar las bases científicas del relato policíaco, no hay ninguna diferencia. O al menos existe una: la introducción, por parte del juez chino, de un elemento fantástico, como es la aparición del fantasma de Huang Te-Hwa, cuyas posibilidades escapan al autor por falta de pericia en la narración. En todo caso, la instancia fantástica no es decisiva en la investigación.
Los relatos del juez Ti ya circulaban en Europa en el siglo pasado. Correspondería a los chinos la paternidad del moderno relato policíaco, tal como después lo estructuró Poe en Occidente. Lo que no sabemos es si éste conocía las historias criminales del juez Ti. La hipótesis es fascinante.
SUEÑOS INTERPLANETARIOS
Dos sueños interplanetarios preceden al Somnium (1634) de Kepler. El primero fue el del aventurero Claudius Veronesis del siglo X. Soñó que se elevaba hacia la Luna donde unos monstruos alados lo colgaban de otra Luna más pequeña que a su vez quedaba suspendida diabólicamente en el vacío, como sostenida por un hilo invisible. Recuérdese la cita de Verne sobre la Luna: "Simplicio la creyó inmóvil y colgada de una bóveda de cristal" (De la terre á la Lune, 5). El segundo sueño está contenido en un documento fraguado del siglo XIII que tomó el título del libro imperecedero que un siglo antes había escrito Abentotail: Hay Benyocdán (el viviente hijo del que vigila). El protagonista, metido en una esfera transparente y luminosa, aluniza en la superficie fantasmal del satélite y salta luego, dentro de la misma esfera, al planeta Marte. Aquí, unos monstruos alados rompen la envoltura luminosa. El protagonista despierta cuando lo van a devorar. Inferencia: no llegar más allá del misterio. Se repite el simbolismo de Luciano de Samosata.
El tercer sueño interplanetario es el del inmortal Johann Kepler cuya madre fue sometida a proceso de brujería en Württemberg, en 1620. Está expresado en el Somnium (1634), en cuya obra, tomando el nombre de Duracotus, se presenta como hijo de pescadores. Su madre, a la que llamará Fiolxhilda, era una bruja que solía vender bolsitas mágicas a los marinos. Un día Duracotus, insuflado por el misterio, abre una de estas bolsitas. La madre, para castigarlo, lo entrega al marino a quien iba destinada la bolsita. Éste lo lleva al astrónomo Tycho Brahe, quien lo introduce en el enigma de las estrellas y los epiciclos de los planetas. Cuando regresa a su casa, después de muchos años, Fiolxhilda le revela que en la luna (Levania en el sueño) donde vive su maestro aéreo, los espíritus pasan a la Tierra (es decir a Volva) a través de un puente de sombras proyectado por nuestro planeta. La Tierra se coloca entre la Luna y el Sol y se produce el eclipse. Duracotus, valiéndose de los espíritus, cruza el puente de sombras. Pero toma algunas precauciones porque sabe que en esas alturas falta el aire y es necesario administrarse un soporífero. Y llega así a la intersección en que se equilibran las fuerzas de atracción lunar y terrestre. Duracotus, entonces, experimenta un efecto inusitado: los miembros se le contraen. Se le pliegan al cuerpo. Y comienza el descenso a la Luna. Moore (Science and fiction, 2), comentando este fenómeno dice: "Más claro imposible. Kepler nos está hablando de la fuerza de gravedad". Y yo agrego: el descubridor de las leyes del movimiento de los planetas elabora las primeras hipótesis del hombre en el espacio orbital. Ya en la Luna, Duracotus observará que sus habitantes, los endimionitas (no olvidemos que la Luna de Luciano estaba gobernada por Endimión), llevan algo así como aletas, con excepción de los que tienen forma de serpiente. Algunos se arrastran en "cuatro patas". No caminan erectos. Se protegen con gruesas pieles contra el frío. El Somnium de Johann Kepler es, acaso, el sueño de la humanidad.
LA MÁQUINA-POETA DE JENÓCRATES
El hombre quiso sobrevolarse, elevarse por encima de su dimensión. Sintió, posiblemente, esta necesidad el día en que miró hacia las estrellas para entrever su propia imagen en los mundos desconocidos, inalcanzables. Observó su luz y vio, asimismo, la blancura de la Luna donde ya transitaban los seres espectrales. El hombre quiso entonces emular a los dioses, y comenzó por lo más sencillo, por los instrumentos mecánicos. Mediante ellos, dotándolos de poderes extraordinarios, estaría preparado para alcanzar las cimas de la creación. Estos instrumentos le conducirían por las rutas de lo desconocido.
Es posible que una filosofía similar haya preocupado a Jenócrates de Efeso en el siglo iv a. de J. C, Era un hombre distraído, cuyos datos se han perdido. La única referencia intelectual que se tiene de él, está contenida en un documento del siglo ni de nuestra era, que algunos consideran una fabulación. Y esta referencia dejaba constancia de un Tratado hiperbólico (The Hyper-bolical book, en inglés, posiblemente un título aproximado) que también se perdió. Lo que se sabe, en cambio, es que sus contemporáneos lo acusaron de misántropo porque rehuía el trato con los demás. Aseguraban que vivía solo y dejaba transcurrir los días monologando de modo insólito. Otros contemporáneos fueron más crueles con él. Afirmaron que en su casa se refugiaba un daimón con el cual tenía trato cotidiano. Este daimón rugía todas las noches, cuando las estrellas accedían al misterio y nadie se atrevía a desafiar los signos invisibles. Un día, Jenócrates de Efeso fue citado al Areópago a fin de que diera cuenta de su conducta y se defendiera de las acusaciones de impiedad que se le formulaban. Entonces Jenócrates negó que tuviera trato con los seres demoníacos. Dijo que su casa estaba abierta a todos los ciudadanos de Atenas, donde se dedicaba al estudio de los astros y a la fabricación de una máquina en cuya virtud habría de sustituir la facultad de los filósofos y poetas para elaborar hexámetros. Nadie entendió estas palabras. Los poetas y los filósofos escribían sus obras en hexámetros. Pero que lo hiciera una máquina, ya era algo así como una herejía, un acto de insubordinación a las leyes causales del orden natural. Es posible que los jueces se miraran entre sí y hasta creyeran en el daimón que había imaginado la maledicencia. Pero se limitaron a pedir una descripción del extraño mecanismo, en la seguridad de que Jenócrates se condenaría por sí mismo. Los juristas, según Leclercq (Les lois diaboliques, I, 77), dirían después injustamente que nadie puede alegar su propia torpeza (nemini licet alegare turpitudinem), pero que el investigador puede valerse de ella.
La máquina de Jenócrates era sencilla. Se supone que estaba dispuesta de un teclado con distintos fonemas agrupados por familias. Lo que no se sabe estrictamente es cómo funcionaba, o de qué manera se imprimían los fonemas para obtener un verso en la medida del hexámetro. La historia de Jenócrates la borró el tiempo, a tal punto que hasta se ignora cuál fue la conducta de los jueces del Areópago ante sus afirmaciones. Pero hay algo imperecedero en esa vida. Y es que el hombre que compareció acusado de misantropía, había inventado la primera máquina de poetizar para hablar con el hombre mecánicamente.
Sin embargo, por la misma época en que Jenócrates es llevado al Areópago, otro obscuro ciudadano de Atenas, es condenado porque en su casa se oían voces desagradables "dictadas por un daimón". Anthony Walsh, en su libro hermético, The Last Serpent, del siglo XVIII, supuso que este desconocido era Jenócrates de Efeso. El enigma no ha sido resuelto aún. Y nadie puede afirmar con fundamento científico que el primer inventor de la máquina de poetizar sea otro que en realidad se dedicaba a la magia. Para nosotros, Jenócrates de Efeso merece el respeto de los grandes precursores que pusieron al hombre en el camino de las estrellas.
LA SERIE DEL TIEMPO
El Tiempo se sueña a sí mismo y se ve a través del soñante. El soñante, entonces, que sólo está hecho de tiempo, viéndose a sí mismo en un movimiento hacia el futuro, ve lo que ha de acaecer en ese futuro. No es esto lo que pensó John William Dunne en su An Experiment with Time (1927), que luego ratificó en The Serial Universe (1934). Para explicarlo, sin embargo, convendría recordar algunos sueños cuya precognición sigue siendo un enigma no aclarado todavía.
Sabemos cómo muere el mago de The Mugirían (1530): sentado en el suelo y de espaldas a un muro. Pero no sabemos qué trámite sigue su trayectoria onírica. Voy a referirlo en pocas líneas. El mago oye en el sueño algunas voces acusadoras que lo amenazan de muerte. Se halla de pronto en un páramo que está sembrado de un número asfixiante de sepulturas. Una de éstas es la suya propia, y se acerca a ella para ver su propio cadáver, pensando (es posible) que pudiera resucitarlo. Lo toca, lleno de angustia, le abre los ojos y lo mira fijamente. Los ojos del cadáver reproducen los suyos. Pero al soltar sus párpados el cadáver sigue incólume. Se niega a despertar y aun pareciera que se pone más rígido, más frío en ese páramo lleno de tumbas. El mago, entonces, con espanto incontenible, huye por el espacio, se introduce en una "zona curva" del Tiempo. Después, lo hallarán, sin vida contra un muro. El mago había "visto" su muerte en el sueño un instante antes de morir. El proceso de precognición se repite en el sueño de Ed Samson, relatado por Frank Edwards en su Stranger than Science (1959). Ed Samson era un periodista del Globe, de Boston, en 1883. Cierto día despierta repentinamente (estaba solo en la redacción del diario), toma papel y lápiz, y escribe, casi febril, lo que había visto en el sueño. Describe el hundimiento de la isla "Pralape" en las proximidades de Java, la destrucción de vidas y embarcaciones, el efecto devorador de las aguas, ni más atemperado ni más fuerte que aquellas otras que arrasaron la Atlántida. Terminado el trabajo, Ed Samson pone las cuartillas en un sobre, en el que traza la palabra Importante. Se va. Pero al día siguiente, hallada la crónica, el jefe de redacción se deja impresionar por el relato y creyéndolo "verdadero", lo pasa a la Associated Press, la cual, lo transmite a todas sus agencias (29 de agosto de 1883). A los pocos días, cuando se descubre que era un sueño y no un "acontecimiento", comienzan a llegar las noticias de una tragedia irreparable. Krakatoa, isla del Estrecho de Sonda, se hundía definitivamente el día 29. Después se averiguó que "Pralape", en el sueño de Ed Samson, era el nombre primitivo de Krakatoa. Supongo que el Globe, confirmados cada uno de los hechos descriptos en el sueño, asignó un papel importante a ese periodista que solía dormitar en su mesa de trabajo después de unos tragos de whisky.
En An Experiment with Time, Dunne nos relata un sueño suyo, muy parecido al de Ed Samson. Vislumbra la erupción del Mont Pelie, en la Martinica, algunos detalles escalofriantes y hasta el número de víctimas que en el sueño llegan a 4.000. Poco después (el 8 de mayo de 1902) estalla el volcán y se repiten todos los detalles de la visión. Sólo hubo de corregirse el número de los que perecieron en la tragedia. Fueron 40.000 y no 4.000. Posiblemente se deslizó una equivocación o un olvido. (La conciencia del soñante tiende siempre a borrar la precognición onírica). Pero este detalle no tiene importancia. La premonición coincidió con la parte principal, casi absoluta, de la tragedia.
Dunne estudió el mecanismo precognoscitivo. Si el Tiempo se mueve, imaginó que debe haber otro tiempo para obtener la medición de ese movimiento-tiempo. Intentar esta medición, significa tener un tiempo 2. Pero el Tiempo 2 se mueve a su vez y requiere otro Tiempo para medir el tiempo de ese movimiento. Esto nos lleva al Tiempo 3, y así sucesivamente. Para llegar a esta concepción del tiempo serial (la serie del tiempo, diría yo), es imprescindible un observador imaginario que en el sueño se convierte en algo concreto (el soñante), el cual puede observar, como Observador 2, lo que el Observador 1 está realizando en el futuro del Tiempo 1 que está en movimiento. La precognición se explica, por lo tanto, como un mecanismo en el que el observador se coloca en la serie del tiempo para ver el futuro siguiendo el movimiento del Tiempo. Pero yo digo que el Tiempo se sueña a sí mismo y se ve per se ipsum porque estamos hechos de tiempo. Y somos tiempo en movimiento que se proyecta hacia el futuro (o hacia el pasado). Cuando soñamos nos sumergimos, pues, en ese movimiento y vemos el acontecer que se desplaza hacia adelante o hacia atrás. Recordemos el pensamiento de Shakespeare: "Estamos hechos de la sustancia de que están tejidos los sueños" (The Tempest, IV, 1, 156-158). Es decir, somos Tiempo y participamos del tejido de los sueños, que sólo son tiempos singulares en la serie del Tiempo que nos toca vivir. Luego, el soñante se ve a sí mismo cuando desconectado de sus tres dimensiones cae en la cuarta dimensión que es el tiempo vivo en movimiento.
EL DIENTE DE BUDA
Cautivo en Génova, Marco Polo dictó a Rustichello de Pisa, compañero de celda, su Líber Milionis. Éste lo escribió en un francés no muy elegante, entre 1296 y 1299. El cautiverio y el libro, después advino la libertad, se concretaron en tres años. Pero las aventuras de Marco Polo sólo circularon en copias imperfectas. Se calculan en ciento veinte manuscritos disímiles en distintos idiomas los que entonces se tuvieron por auténticos. El libro finalmente, y más o menos completo, fue publicado por Ramusio en 1559. En uno de sus capítulos, Marco Polo, enviado especial de Kublai Khan en la isla de Ceilán, adquiere para éste, en 1284, mediante el pago de una suma fabulosa, el diente de Buda a quien se veneraba con los nombres de Sergamoni Borchan y Sakia-Muni. Pero la venta resultó fraudulenta. Los sacerdotes de la pagoda donde se custodiaba el hueso sagrado, habían entregado a Marco Polo, un colmillo de elefante.
Rustichello de Pisa, que era un obscuro novelista, y redactor de los episodios de la Mesa Redonda, pero un hombre de ingenio, festejó la superchería y volvió a describir el fraude imaginando el final y la ira de Kublai Khan. Según Rustichello, el Khan mandó, con posterioridad a Marco Polo, cuatro embajadas sucesivas para adquirir el famoso diente de Buda que "brillaba en 3a Gran Pagoda de Ceilán". Las cuatro comitivas regresaron, también "sucesivamente", con cuatro dientes distintos, pero esta vez de ser humano, "a razón de un colmillo por vez", de manera que con el colmillo de elefante eran cinco los colmillos adquiridos cuando, en realidad, un ser humano sólo poseía cuatro dientes de esta clase.
Enfurecido, el Khan fue a la isla y reprochó el fraude al Gran Sacerdote. Éste lo dejó hablar y le respondió con la siguiente reflexión: "Él hombre tiene treinta y dos dientes, entre los cuales se destacan sus cuatro colmillos. Pero como Buda se reencarnó cuatro Veces, tuvo cuatro dentaduras sucesivas. De ahí los cuatro colmillos que hemos entregado a tus embajadores, uno por cada vida de Buda". Kublai Khan preguntó: "Pero ... ¿Y el colmillo de elefante que vendieron a Marco Polo?". "Es muy sencillo―dijo el Gran sacerdote―. En. una de sus vidas anteriores, antes de las cuatro reencarnaciones humanas, Buda, que era un animal (el Gran Sacerdote se hincó y miró al cielo), combatió con un elefante y luego se durmió. Cuando despertó, advirtió que en el lugar donde le faltaba uno de sus dientes, tenía ahora el colmillo del elefante. Era la prueba de su victoria." El Gran Sacerdote acometió sus últimas palabras con una sonrisa. Kublai Khan también sonrió. Pero antes de que los demás sacerdotes y los miembros de la comitiva sonrieran a su vez, desenvainó un chuzo de medio metro y atravesó por el ombligo al Gran Sacerdote. "Este chuzo―expresó el Khan― es la gran dentellada con el colmillo del elefante que Buda te envía por mí intermedio para festejar tu ingenio."
DESDE LA OBSCURIDAD
Se acercan.
La frase se propagó como un flujo de electrones. El primer hombre hubiera tenido ya dos mil años. El segundo, mil. El tercero que la pronunció, apenas si fue escuchado.
Dos puntas galácticas, lechosas, avanzaban. Hacía más de dos mil años que se movían y desaparecían, y luego volvían de la obscuridad.
Se acostumbraron. El cosmos era un instrumental preciso, de relojería, un mecanismo perfecto, demoníaco. El choque jamás se produciría. Sobre esta idea el hombre había elaborado toda su ciencia.
A los que veían algo más que dos puntas galácticas se les consideraba enfermos. El planeta era una esfera. Se lo podía recorrer en un instante. Las estrellas no dejarían de brillar desde el otro lado, en esa misma zona obscura en que aparecían y desaparecían las puntas galácticas.
Los hombres se movían imperturbables. Que unos murieran y otros nacieran, significaba muy poco en la Tierra. Los cementerios tenían menos posibilidades de existencia que las nurserys. Pero de este lado se alzaba el amor, se construían ciudades y nuevos seres poblaban la superficie. Del otro lado, las guerras parían monstruos, proyectaban una gangrena que erosionaba la certeza terrestre. De pronto sentían un temblor, un extraño choque subterráneo. "Es un terremoto cuyo epicentro está en NN". Los que se atrevían a contradecir esa verificación científica, pasaban a categoría de alienados.
Un día Sussy se desnudó y esperó a Roberto. Un espejo sobre el lateral izquierdo proyectaba su imagen hacia otro espejo en frente del cual éste trabajaba tecleando en su máquina de escribir. Roberto miró la desnudez de Sussy y se levantó para cruzar las habitaciones. En ese instante oyó un susurro, una voz cautelosa que se acercaba al cuerpo de Sussy. Extrañas ideas le sacudieron la sangre. Había llegado el momento de medir su lealtad. Aseguró la puerta y miró detenidamente el espejo para descubrir al invasor. La voz seguía susurrando y el cuerpo de Sussy, en reposo un minuto antes, comenzaba a retorcerse sobre el lecho. Temblando, Roberto corrió a la habitación de su mujer y observó que ante su presencia ella comenzaba a recuperar el equilibrio.
La habitación estaba intacta, con sus puertas y ventanas cerradas herméticamente. No siendo ellos dos, nadie había entrado, nadie había llegado al lecho de Sussy. Pero Roberto también había observado que al aproximarse a Sussy el susurro se apagaba lentamente mientras ella se recuperaba.
―Sentí como un fuego―dijo Sussy―. Atravesó el vidrio. Fue una mancha que me envolvía.
Roberto abrió la ventana sobre la avenida. La noche estaba obscura, cruzada por las constelaciones. La cerró.―Se acercan―murmuró.
Mil años después, en otra escena similar, con otra Sussy y otro Roberto, se repitieron los mismos hechos. Y Roberto pensó: "Los ángeles tuvieron comercio carnal con las mujeres." Y subrayó el versículo 2 del capítulo VI del Génesis: "Viendo los hijos de Dios la hermosura de las hijas de los hombres, tomaron de entre todas ellas por mujeres las que más les agradaron." Lo mismo hizo con el 4: "En aquel tiempo había gigantes sobre la Tierra; porque después que los hijos de Dios se juntaron con las hijas de los hombres y ellas concibieron, salieron a luz estos valientes de la antigüedad que fueron varones de nombre." Luego anotó: "Estoy seguro. Son los Grandes Antiguos de Lowecraft (Ai the Mountaines of Madness, cap. VII)."
En otro avatar, Roberto abrió la ventana y miró hacia las estrellas. "Si los ángeles eran seres asexuados―pensó en voz alta―, no podían tener acceso carnal con las mujeres. Luego, esos ángeles eran seres extraterrestres."
―Se acercan.
Transcurrieron siete mil años. Los edificios habían crecido como termómetros hacia las galaxias. Los hombres se desplazaban por el espacio con eyectores atómicos ajustados a la espalda. Las mujeres, desnudas, se controlaban mediante píldoras de colores. Cada color significaba una función distinta. Roja la del amor. Azul la del alimento. Los cementerios también crecían bajo las luces calcinadas. Las ciudades se sumergían y buscaban espacios subterráneos. Nadie leía. Nadie sabía nada. Pero tenían una computadora portátil que les suministraba la sabiduría, la inteligencia de los siglos. (Había una limitación: los pobres no podían adquirir su computadora. Se hacinaban en los portones, en frente de los comercios electrónicos, para intercambiar ideas y detectar noticias lejanas).
Para escribir, Roberto utilizaba una máquina de micro-circuitos. Hablaba y la voz quedaba inscripta, dibujada en el papel. Un día, sobre la lámina del espejo, vio el cuerpo desnudo de Sussy, una imagen que se retorcía, Corrió hacia el dormitorio y abrió la puerta. El susurro no había desaparecido. Se hacía más intenso. Sussy gritaba. Cuando quiso avanzar giraron los objetos y dos puntas lechosas, aceradas, penetraron en el edificio.
―¡Se acercan! ¡Se acercan!
Apenas pudo pensarlo. El susurro era tan fuerte como una carcajada. Acaso fuera una carcajada y no un susurro. Después giró todo, el edificio, las calles, las estaciones subterráneas. El mundo comenzó a resquebrajarse y las computadoras enmudecieron. Después se sintió una explosión y el planeta se hizo añicos. Pero un segundo antes, desde ese mismo susurro (posiblemente dentro de esa carcajada), alguien dijo:
―Se multiplicaban y se devoraban dentro de una cabecita de alfiler. En siete millonésimas de segundo pusieron piedra sobre piedra, construyeron ciudades y otros juguetes microscópicos por donde subían y bajaban. Después aprendieron a volar. Cuando tuvieron alas y penetraron los secretos de la materia, se "arrojaron hacia arriba . Entonces apreté con mis dos uñas la cabecita de alfiler.
DOS LEYENDAS SOBRE EL TIEMPO
Hipótesis de los siglos VI al XVI
Kepler (Mysterium cosmographicum, 1586) fue terminante: lo curvo ha de representarnos a Dios. Esta afirmación, contenida en el capítulo II, es posible que haya quitado el sueño, cien años después, al mismo Newton, cuando éste explicaba el concepto absoluto del tiempo en su Philosophiae naturalis principia mathematica (1687): el tiempo fluye uniformemente, sin relación con nada externo. Leibniz negó esta connotación por creerla excesivamente metafísica. Habrá que llegar al relativismo de Einstein para poder hablar de la curvatura del tiempo, algo así (argumento contrario sensu) como una aproximación a la idea de lo curvo expresada por Kepler.
Mucho antes, sin embargo, en The Magician (1530), libro sin autor conocido, se cuenta una leyenda del siglo vi, vinculada a los conceptos de tiempo y curvatura. Nos describe la vida de un mago que juega con la cuarta dimensión sin tener conciencia de sus límites. Se ubica en cualquiera de las "dimensiones", hacia arriba o hacia abajo, hacia el futuro o el pasado. Pero un día "pierde ¡a receta" (acaso su lucidez mental) y queda inmerso en una zona curva del Tiempo, de la que nunca más regresará a su mundo cotidiano. Cuando lo van a buscar, lo hallan sentado en el suelo, de espaldas a un muro, con una sonrisa aterradora, siniestra. El mago ya está muerto, "perdido en el tiempo", como dice el exégeta.
Otra leyenda (siglo XIII) nos da una versión distinta del tiempo. Es la de Johannes Hulm. Acusado éste de una violación que no había cometido, fue emparedado en el castillo de Bredher. Allí esperó la muerte entre dos muros donde sólo había un espacio de cincuenta centímetros para mover la cabeza. El cuerpo, incluidas sus extremidades, quedó inmovilizado. Bredher sabía que en esa concavidad de cincuenta centímetros, los gritos sofocados de Hulm harían más penosa su asfixia. Aconteció, sin embargo, que al tercer día, enterado de la falsa acusación, ordenó derribaran los muros y extrajeran el cuerpo del ajusticiado para darle sepultura. La orden fue cumplida extremando las providencias. Cuando echaron abajo la última piedra, Hulm cayó de rodillas, pero no estaba muerto. Su cabello rubio había encanecido. Su rostro joven había adquirido las arrugas de la senectud.
En tres días había envejecido treinta años. Breher, aterrorizado, cayó también de rodillas y formuló el interrogante. Fue una sola palabra: "¿Cómo?".
Hulm le contestó: "Para llegar a la muerte debía recorrer una distancia igual a un tiempo de treinta años y perecer a los sesenta, puesto que tenía treinta cuando me condenaste a morir. Pero esa distancia de la juventud a la vejez, fue acelerada por el suplicio de una asfixia inacabada y la recorrí en tres días. La siento ya en mi corazón debilitado, y ahora no tengo treinta años sino sesenta. El tiempo se alarga cuando se vive plenamente, y se contrae en el vértigo y el suplicio. Pero este tiempo que se alarga y se contrae, no se mide por la sucesión de los días y las noches, sino por la distancia invisible que se nos entra por los ojos y la boca."
Acaso la respuesta de Hulm indique un tiempo psicológico, no "material" ni cronológico. En todo caso es distinto del concepto desarrollado en The Magician Ambos, sin embargo, plantean una hipótesis sobre la contracción del tiempo que sólo Einstein habría de resolver científicamente en 1916. Ouspensky, sin concretar el problema de la recurrencia del tiempo que tanto le afligía, nos plantea, en la Strange Life of Ivan Osokin (1947), la posibilidad de un tiempo cuyo ciclo se repite a pesar de un retorno para evitar la caída. Es el caso del protagonista que en el relato le pide a un mago le haga vivir nuevamente los 12 últimos años que dejó transcurrir inútilmente. Piensa reivindicarse y borrar las lagunas que le impidieron vivir plenamente. El mago se lo concede y le borra la conciencia para que no recuerde el pasado ya vivido. Pero Iván Osokin, sin advertirlo, incurre en la misma serie de errores ya cometidos en su vida anterior.
Priestley (Man and Time, 1959) nos recuerda el argumento de The Devil in Crystal (1944) de Louis Marlow. El protagonista retrocede 21 años en el tiempo, pero tiene que volver a vivirlos con plena conciencia de que su vida cronológica se halla ubicada, momentáneamente paralizada en 1943, instante en que retrocede.
GILGAMESH Y NEFERKEPTÁH
La muerte es un miedo cíclico que aterroriza al hombre. Acaso la lucha por la felicidad sea una evasión de este sentimiento. Para obtener su inmortalidad el hombre ha inventado la guerra y la rebelión contra los dioses, poseedores del secreto de la materia. Ha convalidado situaciones demoníacas. La impulsión de Fausto está en la raíz de todas las derrotas.
En el egipcíaco Libro de los muertos (1.550 a. de J.C.) los habitantes de las tinieblas se dirigen a Toth con estas palabras: No queremos ser borrados ante tus ojos (c. 175). El concepto es evidente. Quieren vivir aún en la muerte porque les aterroriza la idea de una nada absoluta. Pero los sumerios, preocupados por esta inmortalidad, escribieron la Epopeya de Gilgamesh (2.000 a. de J.C), en la que éste le manifiesta a Enkidu su deseo de alcanzar el "país de la Vida". Es una idea que le obseda ante las muertes reiteradas del hombre cuyo "corazón abatido" le señala su insaciable finitud. Pero en el "país de la Vida" hay también una hierba de la vida inaccesible, oculta en los abismos del mar de la muerte. Gilgamesh quiere extraerla para salvar a Enkidu que algún día ha de morir. Piensa que éste y todos los mortales están condenados de antemano a perecer en una larga, imprevisible enfermedad que se llama nacimiento. Entonces se arroja a esos abismos que nunca nadie superó, y después de luchar contra fuerzas desconocidas obtiene la hierba de la vida y regresa con ella a las orillas del mundo. En ese instante una serpiente le roba la hierba y huye orno impulsada por un extraño mecanismo. Deja su antigua piel. Desaparece. Gilgamesh se lamenta. Llora. Comprende que ha perdido la inmortalidad que buscaba. Los hombres perecerán. Pero a cambio de esa muerte inalienable, medita sobre el símbolo de la piel que la serpiente le ha comunicado al despojarse de ella. Ahora sabe que el hombre puede renovarse. Que puede perder su. envoltura y adquirir otra para rehacerse en su acción.
El deseo de la inmortalidad (y también la primer historia de la ciencia ficción) está contenida en el papiro de Satni Khamois (siglo ni a. de J.C.). Es el relato de la rebelión del egipcio Neferkeptáh, escrita por un escriba en la época de Tolomeo II. Se trata de una historia obscura, modificada en el siglo vi de nuestra era por dos versiones sucesivas, la segunda de las cuales completa el esquema primitivo de la leyenda.
Según esa segunda versión, Neferkeptáh, dormido un día a la orilla del Nilo, es visitado por una "altísima sombra" de formas imprecisas que le dice: "Sé lo que piensas Neferkeptáh. Pero nunca dejarás de ser un montón de carne corruptible y perecedera si no te apoderas de un libro escrito por Toth en cuyas fórmulas mágicas hallarás la inmortalidad." Neferkeptáh quiso responder. Su lengua era un signo muerto pegado al paladar. Cuando despertó, sudoroso, jadeante, como si hubiera sido castigado, vio una segunda sombra que se alejaba hacia el norte por el Nilo. "Esa visión quiere decir, pensó Neferkeptáh, que el libro de Toth se halla en los confines del mundo." Y a partir de ese día equipó un barco para combatir contra todos los oleajes. Pero nadie quiso embarcarse. Temían la maldición de los dioses porque la empresa significaba un desafío al misterio impenetrable de la vida y la muerte. Entonces Neferkeptáh creó setenta muñecos, y los ubicó en el barco. Después, invocando a la "altísima sombra", les infundió movimiento y los dotó de habla. Fueron los primeros robots de la historia, porque esos muñecos se movían mecánicamente y tenían una voz metálica y desagradable. La magia de Neferkeptáh espantó a los egipcios. Pero el barco, impulsado por sus muñecos humanoides, se lanzó a la conquista de ese lugar secreto en el que se ocultaba el libro mágico de Toth. Cuando llegaron, Neferkeptáh se sintió más poderoso que los dioses. Sin embargo, éstos, que habían observado la lucha demoníaca de aquél, decretaron su muerte y lo borraron de todos los reinos de ultratumba. Disolvieron su cuerpo y su espíritu como si nunca hubiese tenido un origen. El deseo de inmortalidad se convirtió en la nada absoluta. Neferkeptáh fue, desde entonces, el símbolo prometeico de los que buscaron el secreto de la materia para igualarse a los dioses.
LA CIUDAD PARASICOLÓGICA PERDIDA
Es posible que la Atlántida haya sido devorada por las aguas, en frente de las Columnas de Hércules, 9.000 años antes de Solón, según afirma el autor del Tímeo. O bien, 1.500 años antes de nuestra era, como lo establece Nikolai Lednev. También es posible que existiera Mu, un continente ubicado en el Océano Pacífico, contemporáneo de la Atlántida y perdido para siempre en otra tragedia geológica, similar a la primera. Pero nadie, hasta Edwards Conroy, nos había hablado de la ciudad de Djibah, en el corazón del África, desaparecida 2.000 años a. de J.C.
Conroy realizó un estudio minucioso. Estableció su grado de civilización, sus gustos, la posible religión y, especialmente, lo que llama el "índice mental medio". El libro (The Lost City, 1934) en el que expuso su tesis, es fascinante y conmovedor. Pero los hombres de ciencia (entonces no se creía en la parasicología) lo eliminaron del elenco de los libros fundamentales a causa de la tendencia del autor a adjudicar esa civilización al desarrollo de las facultades mentales. Los djibehses, decía Conroy, leían el pensamiento y se manejaban por premoniciones en plena vigilia. Realizaban efectos de levitación y consideraban que las paredes podían ser traspasadas por un espíritu adicional que en aquella civilización sustituía al alma de los occidentales. Esto tenía relación con la hiloclastia. Conocían, asimismo, la ectoplasmia u objetivación de formas a través de una sustancia producida por ciertos elegidos (los médiums) en estado de exaltación o trance. En Djibah no había guerras. Todo pensamiento agresivo era detectado por una conformación específica que producía malestar a la distancia. Los djibehses interpretaban los estados de patognación (desviaciones de la mente). Y esto era suficiente para intervenir y aislar al enfermo. En el amor acontecía algo similar. Si una joven perdía el sueño o contraía una anemia no condicionada por causas naturales del organismo, es que alguien se había enamorado de ella, sin habérselo manifestado. Realizada la denuncia, el Comité de la Familia, según afirma Conroy, ordenaba una investigación entre los más allegados. El sospechoso no podía ocultar sus sentimientos. Los integrantes del Comité de la Familia, mediante la percepción extra sensorial, como admitimos ahora, leía las intenciones del enamorado, y resolvía el problema obligando al culpable a una unión inmediata según las costumbres de los djibehses. En esta ciudad perdida de Djibah, sólo había tres mandamientos en el siguiente orden:
1. No matarás.
2. No robarás.
3. Sólo creerás en la Omnipotencia.
No existían otras normas. La Omnipotencia era un término colectivo que incluía la divinidad, la sabiduría y el poder. De cada uno de estos conceptos se desglosaban las distintas categorías en que residían las creencias de los djibehses. La Omnipotencia, a su vez, encerraba todas las virtudes que ahora diríamos parasicológicas. Y a mayor creencia en esa Omnipotencia, mayor dimensión en la plenitud de todos los conceptos incluidos en el siquismo. Pero lo más notable es que creían en la existencia del tercer ojo, ubicado detrás de la frente, que el hombre había perdido por una especie de impiedad que consistía en volverse incrédulo. Para recuperar la visión de este tercer ojo y el privilegio de leer y ver a la distancia a través de los obstáculos, era imprescindible el ascetismo, la solidaridad como ejercicio permanente, aun contra los intereses materiales de uno mismo.
Un día, sin embargo, el fuego devoró a Djibah. Comenzó como una llama que se expandía circularmente a ras de tierra. Pero esta llama circular generó otra mucho más grande, suspendida en el aire. Después quedaron unidas y Djibah quedó inmersa como en un cilindro de fuego que se fue estrechando hasta desaparecer. Nadie pudo explicarse tan extraño cataclismo. Se pensó, inclusive, en seres espaciales que se habían abatido sobre Djibah, en xenoides atraídos por los mismos djibehses, a los que vigilaban desde el espacio orbital para aniquilarlos. Así pereció esta ciudad, de la cual sólo han quedado diversos objetos, uno de los cuales ( cierta estatuilla) contiene una estructura similar a la de las tectitas.
EL GOLEM
El primer tratado de la kabbala fue escrito entre los siglos VII y VIII. Llevaba un título irrebatible: Sepher Yetsirá (Libro de la creación). Cinco siglos después, basándose en la misma revelación (la potencia creadora de la palabra divina) Yehudá ha-Levy, al escribir el Kitab al huyya wal-dalil fimusr al-din al-dalil (1135), más conocido por El Kuzarí, repetirá la misma fórmula: la relación entre palabra y escritura que en la divinidad es una misma cosa, y la relación entre escritura y obra que en el hombre se convierte en acción creadora. Pero Yehudá ha-Levy, al exponer su teoría cabalística, agrega una segunda inferencia: el vínculo entre la palabra y el número. La palabra crea fundada en una virtud numérica que tiene potencia nominativa, la cual es recibida de la divinidad. Este principio, contenido en el Génesis (II, 19) fue utilizado por Yehudá Liva Ben Becalel, también llamado Yehudá Leib y Yehudá Lów, rabino de Praga, muerto hacía 1609.
Origen de esa meditación del gran rabino fue el Golem, el primer hombre manufacturado, el cual aterrorizó a Praga en el siglo xvi. Karel Capek aún no había escrito su R. U. R. (Rossums Universal Robots) (1902) ni había divulgado la palabra Robot. Tampoco Norbert Wiener había inventado la cibernética (del griego kubernetes, piloto de barco, arte de pilotear) ni había imaginado la relación entre Dios y el Golem, tema de uno de sus trabajos posteriores. Pero el rabino de Praga, frecuentador de la callejuela de los Alquimistas, cerca de la catedral de San Vito, donde también habría de vivir el angustiado Kafka, se había anticipado a todos al crear el primer robot que él llamó Golem por considerar que la arcilla de que lo había formado era una masa torpe, sin sentido, acaso demoníaca. Y el rabino Lów construyó sus extremidades, su estatura agigantada. Formó sus ojos y su boca. Pero debajo del paladar, escrito sobre un papel, puso el nombre numérico, impronunciable: Yahvé. Y lo dotó de automatismo. El automatismo provenía del nombre sagrado. Y el Golem se lanzó sobre Praga. Cuando el rabino le retiraba el papel, el robot descansaba. Quedaba sumido en su vacuidad inacabable.
Pero el Golem era bueno. Aún no había pensado por sí mismo, ni el rabino había creído que alguna vez este monstruo pudiera rebelarse contra su propio creador. Le ordenó algunos trabajos. Uno de éstos lo relata Ben Zion Bokser en su From the World of the Cabbalah The Philosophy of Rabbi Judah Loew of Fragüe (1963). Perseguían a los judíos inventándoles el asesinato ritual. Entonces Rabí Lów se acercó al Golem, le introdujo el nombre sagrado, y le dijo: "Mis hermanos son víctimas de la impiedad. Tú llevas la chispa que yo te he transmitido. Muchos son los asesinos. Pero tú debes descubrir al principal." Y el Golem, guiado por el número, por la palabra numérica que yacía bajo su paladar, se lanzó a las calles de Praga. Y vio a un hombre que introducía el cadáver de un cristiano en la casa de un judío. "Tú quieres acusarlo de asesinato ritual",―le dijo el Golem. Luego lo levantó vertiginosamente, como una brizna, y lo llevó con el cadáver ante las autoridades donde el culpable confesó su impiedad.
Un día, sin embargo, el Golem cumplió a medias las órdenes de Rabí Low. La bondad del monstruo se fue modificando. Su naturaleza rígida, automática, comenzó a rehacerse por sí misma. Los reflejos se generaban en él y no desde afuera. El rabino advirtió el peligro demoníaco que encerraba esa arcilla que podía autodeterminarse en cualquier momento. Entonces lo despojó del nombre numérico, creador, y lo destruyó. Tres siglos después, en una ficción premonitoria, el monstruo de Mary G. Wollstonecraff Shelley (Frankestein of the Modern Prometheus, 1817) adquiere conciencia de su artificio y anula a su propio creador hasta precipitarlo en las tinieblas.
VILLIERS Y LA EVA MECÁNICA
Felipe Villiers de L'Isle Adam. Un nombre largo en una vida breve. Un punto en un cosmos en expansión. Su biografía cabría en veinte líneas. O en mucho menos. Su comentario, en un libro prodigioso, inacabable.
Nació en Saint-Brieuc, el 7 de noviembre de 1840. Vivió una vida paralela con sus fantasmas. Murió en un hospital de París el 18 de agosto de 1889. Tenía 48 años, la edad en que comienza el conocimiento del mundo. Fue admirador de los misterios de Edgard Allan Poe, lector de sus Tales of the Grotesque and Arobesque (1839-1840) y amigo de Wagner, cuyas notas de La Valkyria lo hicieron llorar en unas gradas de Munich. Se decía descendiente del gran maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén (Beauvais, 1464-Malta, 1534) que tenía exactamente cada uno de sus apelativos y apellidos. En nombre de esa ascendencia fantasmal entabló acción contra Inglaterra cuando ésta se apoderó de Malta. También se sintió descendiente del rey Otón de Grecia, a cuyo trono aspiró en 1867. Los fantasmas y la crueldad del mundo se refugiaron en sus libros: Fantaisies nocturnes (1883), Contes cruels (1883), Le secret de Téchafaud (1888), Histoires insolites (1888) y Nouveaux contes cruels (1888). O en sus dramas, estrenados obscuramente y sin éxito: La revolte (1870) y Le nouveau monde (1880). Por ese tiempo adhería frenéticamente a la doctrina mágica de Jacob Boehme.
Creía que los objetos no eran válidos en sí mismos. Decía que sólo eran la apariencia de otras verdades que ocultaban al hombre. Pensó como el caballero de la Triste Figura. Cada carnero, cada aspa de molino, eran la envoltura de seres ocultos que acechaban al hombre. La profundidad de su estilo lo puso en pugna con su tiempo.
A los 9 años afirmó que una piedra era capaz de llorar. A la misma edad, pero 600 años antes, Dante Alighieri, al ver a Beatriz, tuvo la visión de su inmortalidad. A los 22 años, Villiers de L'lsle-Adam pensó que todos los hombres eran fantasmas de sus propias pasiones. Pero necesitó 20 años más para desarrollar esta idea en sus Contes cruels. El hombre necesitaba el rigor y la impiedad.
Acostumbrado a replegarse sobre sí mismo, a desdoblarse, imaginó una mujer mecánica, su andreida de L'Eve Future (1886), con personajes que se llamaban Edison y lord Ewald. Cuando escribió esta novela, plagada de filosofía vulgar, (novela que desagradó a su amigo Huysmans) estaba seguro de que la idea podía fusionarse en un connubio perfecto con lo puramente mecánico. El doble con la máquina. Era el futuro sueño de la humanidad. Creada la máquina femenina, la andreide (yo, como acabo de hacerlo, diría la andreida), y puesto lord Ewald en frente de ella, Villiers le hará decir a Edison estas palabras: "¿Qué importa si asegura la realidad de nuestro sueño?" (lib. V, I). Si sólo basta una palabra, y esta palabra puede ser pronunciada por la andreida para que el hombre se llene de felicidad, ¿a qué más? "Es lo mismo que tratáis de hacer con la mujer viviente", prosigue Edison. Después vendrá la lógica pesimista y la necesidad de este robot femenino: "Ya os he probado que en el amor todo es ilusión, vanidad, inconstancia, espejismo. ¡Amar a cero! ¿Qué importa, entonces, si sois la unidad colocada delante del cero, como delante de todos los ceros de la vida si ese cero es lo único que no os desencanta ni traiciona?"
Cuando Hadaly, la andreida, la Eva Futura, comienza a razonar, Lord Ewald ya está derrotado. Esa máquina puede ser superior a su propia Alicia de carne y hueso. Al menos tiene la posibilidad de una repetición infinita de la ilusión. Lord Ewald lo verifica. Se acuesta con ella.
Es posible también que la Eva Futura de Villiers sea la máquina genética de Norbert Wiener (God and Golem, Inc., 1964), o la estatua con la que luego yace Pigmalión (Las Metamorfosis, lib. X, III). Pero la Eva Futura, aunque perezca en un naufragio devorada por las llamas, será siempre el amor de la. humanidad hacia sus seres fantasmales. Porque la magia de la máquina es la raíz del hombre.
HISTORIA VERDADERA DE ULISES
Ajiaparilbj, el último hereje del siglo XVII, de quien jamás se logró saber cómo escapó al Tribunal de la Inquisición, nos dejó una obra, el Odiseus Tertium Librii, en la que nos relata la verdadera historia de Ulises. Es posible que Ajiajarilbj conociera la doctrina del religioso Lucilio Vanni, según la cual el semen de los peces voladores (evolucionados hacia las formas corpóreas del pájaro) había engendrado a los seres dotados de inteligencia. Es posible también que hubiera leído el The Death of a Beautiful Wornan (1637) del anglo francés John Bathar-lianey, en cuyas no menos obscuras páginas se nos dice que el esperma de los tiburones originó la raza de las sirenas (mitad mujer y mitad pez con coda sinuosa, convertible). Pero lo cierto es que Ajiajarilbj, fundando su relato en fuentes canónicas, nos dice que la Odisea fue falsificada por Pisístrato en muchos pasajes que tomó por indecorosos. Y así fue como nos ha llegado a nuestro tiempo.
Uno de esos pasajes mutilados por Pisístrato, nos relata el encuentro final de Circe y Ulises de modo totalmente diverso. Cuando la maga previene al héroe sobre las sirenas y los temibles monstruos Escila y Caribdis, sumergidos a medio cuerpo sobre la profundidad del mar, le notifica también que Melpómene ("tu dulce y paciente esposa") es en realidad una sirena que atrae a los pretendientes para elegir "al más inconstante, al que más tenga semejanza con las aves marinas".
Transcribo el párrafo revelador: "Las sirenas, aves marinas con rostro de mujer, interceptarán, noble hijo de Laertes, la estela de tu barco y entonarán sus himnos lúbricos y desafiantes para retenerte y someterte a sus designios. Pero tú y los tuyos deberán eludir esos cánticos engañosos, y si lo lograseis, os aparecerán otros peligros que también deberéis eludir, porque más allá del islote en que reposan las sirenas, os esperarán Escila y Caribdis. La primera, más grande que dos islas, fue la madre de las sirenas, que Zeus enclavó en la profundidad del mar, de cuya superficie emergen su rostro y sus seis colas. Pero cada cola de Escila tiene una cabeza monstruosa, un ojo único como Polifemo, y tres hileras de dientes. Estas seis colas se convierten en una coda con su agujero en las mujeres que descienden de las sirenas. Y tu esposa, divino Ulises, la tiene en la espalda, en la línea invisible en que la mujer pierde sus formas humanas para convertirse en una curva animal. Te digo, pues, noble hijo de Laertes, que sorteados esos peligros, y llegado a Itaca, debéis verificar este hecho induciendo a Penélope a que se desnude contigo."
Siguen los consejos de Circe y por fin la partida da Ulises. Al llegar a Itaca, ya sabemos cuál es la suerte de los que aspiraban a la mano de Penélope. Ulises mata a los pretendientes, hace lavar el piso, tinto de sangre, pone zahumerios contra la pestilencia desparramada y lleva a Penélope hacia el lecho ayudado por la misma Euriclea, su vieja nodriza. Ella se desnuda (la fuerza, en realidad, según Ajiajarilbj, el amor simulado de Ulises). Pero se niega a las caricias del héroe cuya mano recorre sorpresivamente el torso de Penélope. He aquí el diálogo del Odiseus Tertium Librii:
―¿Qué haces, divino Ulises?
―Nada, querida esposa. Estoy buscando algo que ha perdido.
―Es que... donde tú tocas ...
―Es verdad, pero nadie sabe cuál es el ojo en que la noche y el día se pierden y se confunden.
Y Ulises tocó la rabadilla de Penélope "y el sudor perló su frente". La rabadilla era más larga que las que aquél había experimentado con otras matronas en sus veinte años de ausencia. El héroe, lleno de ira, saltó del lecho, descolgó su espada y degolló a Melpómene. Luego, satisfecho ante este acto de "estricta justicia", murmuró para sí mismo: "Tenía razón la cautivante Circe, y ahora me explico por qué Telémaco, mi condenado hijo, chillaba como los peces gordos cuando era niño."
LOS SERES EXTRATERRESTRES
Hubiera dicho sencillamente "los seres extraños". O bien, "los ángeles". Ambas nominaciones serían discutibles. De los primeros se ocupó Merimée al describirnos en Lokis (1876) la misantropía del conde Szémioth, cuya madre, recién casada, fue interceptada por un oso. De los segundos, Santo Tomás de Aquino, cuyo Tratado de los ángeles (Summa Theologica, I, De angelis, qq. 50-64) ha servido, inclusive, para estudiar la naturaleza demoníaca de los seres corruptibles.
Lo cierto, sin embargo, es que en el Génesis (VI, 2) hay seres extraterrestres: "los hijos de Dios" que los exégetas antiguos interpretaron (creo que erróneamente) por seres angélicos. Transcribo: "Viendo los hijos de Dios la hermosura de las hijas de los hombres, tomaron de entre todas ellas por mujeres las que más les agradaron." Si fueran ángeles, como se creía, serían seres asexuados y no podrían unirse con las mujeres. El concepto está claro (o se reitera) en el siguiente versículo: "En aquel tiempo había gigantes sobre la Tierra; porque después que los hijos de Dios se juntaron con las hijas de los hombres y ellas concibieron, salieron a luz estos valientes de la antigüedad que fueron varones de nombre" (Génesis, VI, 4). Es decir, los "hijos de Dios" no son ángeles, sino lo que ahora llamamos seres extraterrestres o xenoides, habitantes de mundos paralelos o superpuestos imaginados ya por Giordano Bruno (y por esto mismo quemado en la hoguera) en el siglo xvi. Estos seres extraterrestres, serán los que han de destruir a Sodoma y Gomorra con una explosión atómica, como pueden interpretarse, con criterio actual, los capítulos XVIII y XIX del libro I del Génesis. Esta tesis fue desarrollada en Literaturnaya Gazeta (1959) por el físico soviético M. Agrest, sobre el estudio directo de los Rollos del Mar Muerto. Los redactores de la destrucción, al carecer de datos precisos referidos al hecho, realizaron una redacción confusa, a pesar de lo cual es fácil conjeturar que los "hermanos" que hablan con Lot no son los ángeles sino los seres extraterrestres ("llegados en una cosmonave", según imagina M. Agrest), dispuestos a terminar con ambas ciudades. Además, la descripción de la columna de fuego y humo del relato bíblico, y la prevención de que la Tierra quedará inhabitable (¿debido a la radiactividad?) están indicando una explosión de tipo atómico.
En el Leabhar Gabhála (siglo xvi) (Libro de las Invasiones) de los irlandeses, al describirse el origen de la "inigualable Erinn", se nos habla de ciertos seres divinos, los Tuatha Dé Datnann, llegados del oeste, para enfrentarse con los monstruos gigantescos que poblaban la región. Algunos de estos monstruos tenían un solo ojo, una sola mano o un solo pie. Otros tenían cabeza de animal con cuernos. Se les llamaba Fomóíre (de jo, bajo, y moiré o mahr, demonio femenino, que en inglés se convierte en nightmare para significar pesadilla). En el mismo texto nos enteramos de una mano articulada, toda de plata. Es la que el hechicero Diancecht le fabrica al rey Nuada, para sustituirle la que ha perdido en la batalla contra los invasores. La falta, sin embargo, de su mano natural, es motivo incoercible para que le pidan la destitución. Nuada se resigna. Pero acontece que los invasores divinos llegados del oeste, se unen en matrimonio con las hijas de los monstruos. Se produce una situación semejante a la del Génesis.
En una etapa posterior, Nuada recobra su mano natural mediante la magia de Miach. Su integridad le lleva nuevamente al poder. La leyenda no termina. Pero hay en ella un eco lejano que nos remite confusamente a la existencia de seres extraterrestres atraídos por los habitantes del planeta. Por último, Erinn (Irlanda), genitivo de Eriu, diosa local, dará su nombre a la, región. Indudablemente esta interpretación que realizo del Leabhar Gabhála se opone a la exégesis corriente. Creo, sin embargo, que contribuye, provisoriamente, a la explicación de los ovnis.
Hay también un texto muy importante de Charles Fort, Le livre de damnés (París, 1955) (la primera edición apareció en Nueva York, en 1919), donde se nos habla de las marcas de ventosas, todas ellas similares, que signan las montañas en distintas regiones del planeta. Charles Fort, obscuro (fascinante) periodista, un introvertido de Bronx, fue el primero en registrar las apariciones de ovnis. Y el primero también que creyó "racionalmente" en los habitantes de mundos paralelos ("tendremos pruebas concluyentes en lo atinente a visitas subrepticias a este planeta, llevadas a cabo antes y muy recientemente, y a los viajeros emisarios llegados quizás de otro mundo que trataron de evitarnos"). La ciencia y la ficción científica podrían proclamarlo como a uno de sus genios tutelares. La extraña figura del Marciano (el "Gran dios de los orantes", de 6 metros de altura y escafandra espacial en la cabeza), descubierta por Henri Lothe en el Sahara, en 1956, sería la culminación de sus anticipaciones.
Si a todo eso agregáramos la hipótesis de la explosión atómica de una nave interplanetaria, acaecida en la taiga del Tunguska en 1908, según el relato de Alexandr Kazantsev (Vorkrug Sveta, núm. 1, 1946) concluiríamos en que los seres extraterrestres no pueden ser desdeñados. Ellos constituyen la apertura hacia un cosmos de más de cuatro dimensiones, todavía muy obscuro en la conciencia de los hombres.
EL TORO SAGRADO
Sabemos cómo nació el Minotauro. Pasífae, oculta en una falsa vaca, había esperado al toro sagrado. La consecuencia también la conocemos. El Minotauro, engendrado en esa unión monstruosa, tuvo como cárcel el Laberinto. Pero Pasifae quedó insatisfecha. Mandó llamar a Dédalo y le habló de su locura por el toro. Quería que la ayudara nuevamente. Dédalo apoyó su escudo sobre un árbol para poder descansar y mirando, lleno de cariño, a la reina, le respondió: "La primera vez te advertí que se trataba de un juego peligroso y que su consecuencia podría ser la destrucción de Creta. ;Pero tú insististe y no tuve otra alternativa. Traicioné a Minos construyendo una vaca cuyo maleficio se está cumpliendo ya con la sublevación de los reinos tributarios. Una segunda vaca para engañar al toro significaría el derrumbe de la civilización. Además, el toro es imbatible y temo por ti misma."
Pasífae insistió. Sabía que sus lágrimas eran el arma propicia para doblegar a Dédalo. Y Dédalo, al verla llorar, fabricó una segunda vaca, introdujo a la reina en ella, y la dejó en el bosque por donde el toro paseaba diariamente su desesperación.
A las pocas horas el toro, bufando, se acercó a la vaca y comenzó a olería. Pasífae, cansada de esperarlo en una postura tan poco femenina, le dijo: "Estoy ansiosa. He contado las horas y los minutos." Pero esta vez el toro sagrado, sacudiendo sus narices, contestó: "Me das asco. Nunca te bañaste. En vez de un toro necesitas un chancho."
MONSTRUOS DE TRES CABEZAS
El primer viaje interplanetario de la ciencia-ficción lo realizan los personajes del Aletés o Historia verdadera, de Luciano de Samosata, en el siglo II. El segundo lo lleva a cabo Icaromenipo en el relato homónimo del mismo Luciano. El tercero le pertenece a Cyrano de Bergerac en Les Voyages aux États de la Lime et du Soleil (1643). En esta historia ya se describen las máquinas parlantes, antecesoras del robot, y la utilización del aire caliente para ascender en el espacio. Se anticipa en cien años a los globos de Montgolfier. Construye, asimismo, el primer paracaídas, ya entrevisto por Leonardo Da Vinci. El cuarto viaje se puede leer en una obra escrita por John Atterley en 1827: Voy age to the Moon, ya inhallable. En el quinto, Edgar Allan Poe (The Unparalleled Adventure of Hans Pfaall, 1835) pone a su personaje sobre un globo y lo proyecta hacia la Luna. El sexto, el más científico de todos, lo describe Julio Verne en De la Terre á la Lune (1865). Intuye la imponderabilidad y nos habla de la velocidad impulsora del proyectil para vencer la fuerza de gravedad. Los miles de kilómetros se calculan en segundos. El séptimo y el octavo corresponden a dos obras de H. G. Wells: The War of the Worlds (1898) y The First Men in the Moon (1901). En ambos casos, más que ciencia-ficción, hay una idea militante para salvar al hombre de su destino individualista. En esta última obra, Los primeros hombres en la Luna, ya tenemos conceptos esclarecedores de la ingravidez.
En la Historia verdadera (siglo n) un huracán eleva a los terresianos hasta la Luna en un viaje que dura siete días. Cuando llegan, la Luna, gobernada por Endimión, está en guerra con el Sol cuyo rey es Faetón. Los terresianos observan la vida de los selenitas, totalmente asexuados, que hablan de pureza y mueren convertidos en una columna de humo. Pero los terresianos, introducidos en el ejército lunar, por orden de Endimión, observan unos monstruos de tres cabezas, con rostros afilados, mitad buitres y mitad caballos. Son seres que simbolizan la traición y la fuerza. Esta inferencia no es de Luciano. Pero bien podría admitirse cuando la guerra iba dirigida hacia el Sol.
Al lado de esos seres teriomórficos había pulgas gigantescas montadas por guerreros, y otros pájaros enormes con camouflage de hojarasca. Esta reiteración ornitiforme bien podría indicar la creencia antigua de que el hombre, al morir, abandona su estructura corporal para convertirse en un espíritu alado. Este concepto no es tan inverosímil como parece. En el siglo I de nuestra era ya circulaba un manuscrito de autor anónimo, el De viris, en el que se afirmaba que los seres humanos eran pájaros aprisionados en una "pasión corporal" que luchaban contra su envoltura para ganar el espacio. La expresión pasión corporal hay que tomarla en el sentido de estructura corpórea. O bien, de envoltura carnal.
Por último, los recién llegados observaron otros monstruos mitad caballos y mitad hormigas. Vieron también arañas imprecisas, pero enormes como islotes.
Cuando los terresianos abandonaron la Luna y acuatizaron con su barco en el mar, fueron tragados por una serpiente marina de doscientos setenta kilómetros de longitud. Ya en sus entrañas, nuevo símbolo de las tinieblas creadoras, los viajeros realizan la proeza de escapar a la bestia. Por fin, triunfadores definitivos de esa ferocidad, llegan a lo que podríamos llamar un prelimbo dantesco poblado por los espíritus de los héroes y filósofos ya fallecidos que buscaron la gloria y la verdad. Cuando Jonás se salva de la ballena en el relato bíblico, queda inmerso en un complejo de culpa que le hace buscar su expiación. Los viajeros de Luciano, en cambio, tienen conciencia de que han triunfado sobre el mal y han destruido la mentira (premisa colocada en la cabecera del Aletés).
En el Icaromenipo (siglo n) Luciano pone a su personaje un ala de águila y otra de buitre. Se reitera el simbolismo de la fuerza y la traición. El protagonista llega a la Luna. Pero Hermes lo conduce a Tierra y, por orden de los dioses, lo priva de las alas. Queda concreta una idea de pecado y su sanción: la de impedir que el hombre alcance el misterio de la creación.
LOS SELENITAS DE LUCIANO DE SAMOSATA
Para ampliar el texto sobre la Historia verdadera (siglo II ), conviene recordar que Luciano de Samosata, en esta obra, describe a los selenitas como hipogrifos (del griego hippos, caballo y gryps, grifo). Es decir, mitad caballos y mitad grifos con alas. Borges y Margarita Guerrero (Manual de zoología fantástica, 1957) aventuran esta explicación: "Para significar la imposibilidad o incongruencia, Virgilio habló de ancastar caballos con grifos. Cuatro siglos después, Servio el comentador afirmó que los grifos son animales que de medio cuerpo arriba son águilas, y de medio abajo, leones." Lo que no dicen los autores es que, transcurrido un siglo más, Servando el gramático aseguró que la parte inferior no era de león sino de caballo. Y así quedó fijada la etimología.
Al lado de los hipogrifos, Luciano recuerda otros monstruos (seres normales en la Luna) y nos habla de su carácter. He aquí esta versión del libro I que yo extraigo de la edición inglesa:
Los selenitas nacen de varones. No conocen la existencia de mujeres. Los descendientes no se conciben en el vientre sino en la pantorrilla que va ampliándose hasta el nacimiento del nuevo ser. El embarazo termina con una incisión en esta pantorrilla, y el niño nace muerto. Pero se le infunde la vida poniéndolo con la boca abierta contra el viento. Conjeturo que a este modo de parir los griegos han llamado gastroknemia. Hay además una raza de hombres denominados dentrites2 que nacen de la manera siguiente: se les corta el testículo derecho que luego se planta. De este sembrado surge un árbol de carne, semejante a un falo, con ramas y hojas, cuyos frutos son verdaderas bellotas de un codo de largo. La zona sexual, es postiza y de marfil para los ricos. De madera para los pobres.
Cuando los selenitas envejecen, no mueren. Se disuelven como el humo y se reabsorben en el aire. Se alimentan del olor de las ranas asadas, y beben aire prensado en una copa, que se convierte en un líquido semejante al rocío. Los selenitas no tienen orificios corporales. No expelen ni orina ni excrementos. Los adolescentes, o falta de estos orificios, se entregan a sus amantes utilizando el tobillo por debajo de la pantorrilla, lugar en el que presentan una hendidura peculiar.
La hermosura reside en la calvicie. Odian a los seres pilosos. La barba les crece por debajo de las rodillas. Sus pies sólo tienen un dedo enorme y gordo, sin uña. Sobre las nalgas les crece una cola en forma de col que no se desintegra cuando caen de culo. Los ricos visten trajes de cristal que se pliegan fácilmente. Los demás, tejidos de cobre.
Tienen ojos postizos que sacan y ponen a voluntad cuando tienen necesidad de ver. Si los llegan a perder, piden prestados los ojos del vecino. Pero los ricos tienen muchos de reserva. Sus orejas son de hojas de plátano. Sin embargo, los hombres que han nacido de bellotas, las tienen de madera.
DESCENSO DE ENEAS AL INFIERNO (Glosa sobre las lenguas)
Entre los tratados que dejó Ajiajarilbj, hay una glosa sobre el descenso de Eneas al Infierno. Según ella, la Sibila le había aconsejado al héroe troyano dos cosas importantes para evitar, en las tinieblas, la ira de Proserpina. La primera: descubrir el tallo de hojitas de oro que se ocultaba en un bosque, para ofrecérselo a la reina. La segunda: no distraerse con las almas del Infierno. La primera condición fue cumplida. La segunda no le fue explicada a Eneas, distraído en ese instante cuando escuchaba (distracción por atención) atentamente a la Sibila. (Repito en parte el no menos distraído lenguaje de Ajiajarilbj).
Comenzó pues el descenso con los ladridos de costumbre (los cancerberos del Infierno), vino Caronte, demasiado alegre a pesar de su oficio de cargador de muertos, y el obsequio a Proserpina del ramito de oro. (La reina sólo coleccionaba objetos valiosos para la vejez). De pronto se le cruza la sombra de la hermosa Dido, muerta por él en la pira. Pero Eneas no hace nada por detenerla, porque en ese instante se encuentra con Ángelo Pietrafeltri (o Pieráceas, como le decían en Troya) y distraído le pregunta, lleno de asombro, por qué se hallaba en Tas regiones infernales si aún no había muerto en la otra vida: "Eras el héroe más prudente de Ilion―le dice Eneas―. Tu mujer te admiraba y los niños troyanos te aplaudían."
Pietrafeltri le responde: "Son muchos los castigos que he de soportar en las tinieblas. Radamonte, un juez excesivamente refinado, me trata con todo lujo de detalles.
Me pone en la parrilla y me dora por ambos lados mirándome con ojos llenos de ternura. A veces me tuerce una pierna o un brazo, o me atraviesa la lengua con una aguja enrojecida al fuego. Otras, me coloca en la rueda y me descuartiza. Después manda venir a Castrofides y le da un látigo para que se cebe sobre cada uno de mis miembros separados. Yo no me quejo, no protesto. Y cuando Radamanto me pregunta acerca del dolor que he padecido, le respondo que todo ese castigo sólo me produce indiferencia, a lo sumo un pequeño cosquilleo que sólo se resuelve en una sonrisa diabólica. Después de esto Radamanto redobla conmigo sus refinamientos, y yo le contesto con las mismas palabras."
Eneas, asombrado, le pregunta a Pietrafeltri el porqué de tanta capacidad para la absorción del castigo. Y éste, animándose por primera vez, con los "ojos fulgurantes", agrega: "Tú lo has dicho, Eneas. Tuve una mujer que me admiraba y muchos amigos que festejaban mi prudencia. Pero mi suegra, la santa Periclea, tenía una lengua inextinguible. Se ubicaba en mi alcoba al levantarme, y me hablaba de su divina hija, de mi afición a sacar la espada y otros vicios. De mi manera de abrir la boca, sentarme, ponerme rígido y mirar la luna. Luego me seguía, me recordaba historias pasadas, las fábulas de Esopo, como aquélla del lobo con la piel de cordero, la primera noche nupcial, las que siguieron, la última y las que siguieron a la última. Después, noche y día y a todas horas y hasta detrás del baño. Y su lengua hablaba, hablaba, silbaba como un pito y seguía hablando sin tomar aliento. Y un día seguía al otro y una lengua a la otra. Durante el sueño sólo veía lenguas, lenguas fantasmales que cruzaban el Erebo y se erguían sobre rocas encendidas que estallaban, lenguas azules, rojas, amarillas, que formaban el arco iris y terminaban tragándose al planeta. En esa situación, perdido el juicio, viendo lenguas arriba y abajo, hacia atrás y hacia adelante, lenguas en el aire y en los platos, en la silla en que me sentaba y en el lecho en que yacía, decidí acabar con mi vida terrena."
Eneas comprendió. Pietrafeltri, para descansar de su suegra, prefirió las torturas del Infierno. Pero Eneas, olvidado de la recomendación de la Sibila, sintió de pronto un lengüetazo sobre las nalgas y salió disparando por los aires. Cuando se detuvo, muy lejos del infierno, y ya perdida la ocasión de visitar sus vericuetos, una serpiente, proyectando su lengüetilla como un estilete, le dijo: "En el principio de los tiempos, las lenguas que se arrastraban sobre la tierra húmeda, adquirieron una extraña flexión y comenzaron a modular sonidos. Luego se alzaron y así se originó la vida. Pero de su etapa primitiva conservaron dos características: crear nuevas condiciones y distraer a los hombres. La primera la vas a encontrar en los poetas. La segunda, en los críticos, de cuya metamorfosis nacieron todas las suegras."
No se sabe si Ajiajarilbj quiso burlarse de las suegras o los críticos. Pero también es cierto que Jean-Jacques Boudrieux, en sus Dissertations sur les apparitions des Esprits (1765), dijo que esta confusa historia sobre las lenguas, planteaba definitivamente el problema de las dualidades y el de la evolución del hombre como proyección del cambio en el habla. Cincuenta años después estas apreciaciones fueron confirmadas por Charles Bedel en su Histoire des formes elémenbaires (1815).
RAMPSINITO, ARQUÍMEDES Y EL ABSURDO GRATUITO
Muchas son las hipótesis sobre el origen del relato policíaco. Autores ilustres arrancan del Edipo rey, de Sófocles. Ven en la búsqueda del monarca incestuoso la primera indagación para descubrir la causa de la peste sobre Tebas. Pero la interpretación es arbitraria. No hay una verdadera detectíon, porque el culpable es Edipo, el mismo que ordena la investigación de la causa, el cual previamente se había condenado a sí mismo sin saberlo. Afirmar que éste sea el origen es como admitir que el cadáver siga creciendo o que la habitación se llene de muebles hasta tapar el mundo, como lo quería Ionesco (Le nouveau locataire, 1956). (Macedonio Fernández ya lo había anticipado en El zapallo que se hizo cosmos, 1929).
Creo, sin embargo, que los orígenes debemos buscarlos en el libro de Daniel (XIV, 1-21) y en Heródoto (2, CXXI). Considero que la tesis es más verificable. En el primer caso aparece ya el detective, que es el propio Daniel, el cual, para descubrir a los farsantes que aseguran que Bel es un dios vivo y no un ídolo de yeso, cubre el suelo con una finísima capa de ceniza. El rey coloca sobre el altar los manjares que ha de comer el dios. Cierra herméticamente la puerta y la sella con su anillo. Al día siguiente, verificada la cerradura que sigue intacta, el rey y Daniel penetran en el recinto. Los manjares (incluidas las ofrendas del sacrificio) han desaparecido. Pero sobre la invisible capa de ceniza hay una multitud de huellas. Son las pisadas de los sacerdotes que han entrado por un pasaje secreto que conducía hasta el altar. El falso dios es expulsado. Los sacerdotes, ejecutados. Daniel resuelve de esta manera el primer delito en recinto cerrado, antes de que Gastón Leroux imaginara Le mystére de la chambre jaune (1908) o que Edén Phillpotts, en oposición al cuarto amarillo, ensayara la misma hipótesis en El cuarto gris.
En el segundo caso, la extraña aventura del rey egipcio Rampsinito―el de las estatuas de 25 codos―, relatada por Heródoto (2, CXXI), se anticipa la estructura de acción de la hard boiled novel de un Raymond Chandler (The Simple Art of Murder, 1950) o un Mickey Spillane (Kiss me deadíy, 1952), que multiplican, a su vez, a Dashiell Hammet (The Maltese Falcan, 1930). Se trata de una fábula milesia, adaptada acaso por el gran historiador, según la cual, Rampsinito, para guardar sus tesoros, mandó construir cierto erario de piedra, una de cuyas paredes daba al exterior del palacio. El arquitecto que lo construyó, reveló a sus dos hijos el secreto de una piedra levadiza que el rey ignoraba, mediante la cual podía llegarse a su interior. Muerto aquél los hijos entraron en el erario. El rey comprobó un día que sus caudales menguaban misteriosamente. Y como esto se repitiera, hizo colocar una trampa de lazos para prender al ladrón. Y así cayó uno de los depredadores. El hermano, entonces, a pedido del que estaba atrapado, le cortó la cabeza para impedir el reconocimiento, y se fue con ella. Al día siguiente, el rey halló el cuerpo y lo hizo colgar en un muro, esperando que alguien se condoliera traicionándose a sí mismo. El hermano, aconsejado por la madre, se disfrazó de vinero. Puso los odres en una recua de jumentos y se allegó al muro de la infamia. Los centinelas comenzaron a beber, hasta que el sueño remplazó al vino. Y así desapareció el cuerpo decapitado. El hermano, sin embargo, quiso dejar un mensaje para el monarca. Aprovechó la ebriedad de las centinelas para afeitarles la mejilla derecha. La ira de Rampsinito fue más grande que esa parra de Ciro tapando el cielo. Ordenó que su hija se prostituyera y se entregara al más audaz que hubiera cometido el mayor atentado. Y llegó el más audaz al lupanar en que se ofrecía semejante cortesana. Dijo que había cortado la cabeza de su hermano, atrapado en el erario, y que había sustraído su cuerpo emborrachando a los centinelas. Cuando la princesa quiso prenderlo, se halló con el brazo de otro cadáver que el audaz llevaba oculto en sus vestiduras. El rey estaba derrotado. Pero conquistado por tanta audacia, publicó un bando prometiéndole impunidad y ciertas recompensas si se presentaba ante él. Y así pudo conocerlo. El premio que otorgó Rampsinito fue su misma hija.
Podríamos seguir con los ejemplos a riesgo de caer en la leyenda de los granos de trigo exigidos por el griego Palamedes, inventor del ajedrez. Comenzando por uno que se duplica hasta llegar a los 64 escaques, la suma de casos sería tan grande que no cabría en un número ilimitado de volúmenes. En uno de estos casos podríamos citar a Arquímedes, el primer detective histórico, que se vio forzado a inventar la ley del peso específico cuando Gerón, rey de Siracusa, le obligó, según Vitrubio (II, De architectura) a establecer en qué medida se le había falsificado la corona utilizando menos oro que el entregado, aunque en la práctica la corona tuviera el mismo peso que el metal entregado. La posteridad sólo recuerda el famoso baño de Arquímedes y su exclamación: ¡eureka! ¡eureka! Pero han olvidado que este baño y estas palabras lo llevaron a la detection de la plata que había servido para sustituir una parte del otro metal. He aquí los hechos. Arquímedes, bañándose, observó que al sumergirse en el agua desalojaba una cantidad de líquido proporcional al volumen de su cuerpo. Esta circunstancia le llevó a fabricar dos coronas de igual peso que la cuestionada: una de oro y otra de plata. Después llenó hasta el borde un recipiente de agua. Introdujo la corona de oro y midió la cantidad de agua desalojada. Volvió a llenar el recipiente e introdujo la otra corona, la de plata. Esta vez el líquido desalojado (a pesar de la igualdad del peso de las coronas) era mayor que el agua liberada al introducir la corona de oro. Es decir, la medida era proporcional al volumen y no al peso. Arquímedes tomó entonces la corona que le había entregado Gerón y la introdujo en el recipiente. Comprobó entonces que la cantidad del agua desalojada era mayor que la de la corona de oro. La corona falsificada tenía menos oro. El resto había sido sustituido por otro metal. Así quedó verificada la denuncia de que el artífice había empleado plata para defraudar una parte del oro entregado por el rey. Este ejemplo no pasaría de ser un falso indicio en la denominación de Alberto del Monte (Breve storia del romanzo poliziesco, 1961, II).
Algunos prefieren arrancar del mismo Voltaire (Zadig ou la destinée, III). Sugiero, a pesar de todo, que nos atengamos a los dos primeros ejemplos para establecer el origen, aun con la posibilidad de que el segundo sea ya lo heterodoxo o lo imaginario en lo policíaco. Ratificaría una hipótesis de Macedonio sobre Cristóbal Colón: "Es absolutamente éste el número de viajes de Colón: dos que hizo y uno que no hizo, y que viene a ser el segundo" (Papeles de recien venido, 1929).
No dudo que el público se enternece por las historias de bandidos. A los artistas les acontece lo mismo. Siempre hay un hecho ilógico opuesto a las leyes causales. El siglo XVIII, tan ilustrado y tan estúpido, dedicó la mitad de su fuerza a devorar historias de bandidos. John Gay se dejó tentar en 1728 (The beggers opera) anticipando igual argumento de Bertolt Brecht. Lo mismo sucedió con Thomas Middleton que hizo llorar al público de Londres con The Roaring girl, (1721), escenificando la vida de Mary Frith, famosa ladrona que había nacido en la cárcel de Newgate, tiranizada y explotada, a su vez, por otro delincuente. O con Henry Fielding cuando noveló a Jonathan Wild, ejecutado en 1725 (History of the Life of the Late Mr. Jonathan Wild the Great, 1742). O con el autor anónimo de Les Nuits de Satán (1740) que hacía la apología de los bandidos y la magia. Es el siglo en que los alemanes comienzan los extractos de la Practica forensis, jurisprudencia a la que recurrieron criminalistas como Fuerbach y Zachariae. Los Extractos alimentaron a los novelistas y promovieron una nueva metáfora: la lucha entre el bien y el mal. En ese instante aparece, en Francia, el Pitival, colección de los más feroces casos criminales, que se multiplica en Europa en busca de la otra cara de la ley.
La Practica forensis contiene ya, técnicamente, el principio de investigación y certidumbre. Los escritores prefirieron, sin embargo, la razón abstracta, la simple logicidad del lenguaje. Lo que ha de ser la detection es entonces zadiguismo o serendipidad. (Recordemos el Pereregrinaggio di tre giovani figliuli del re di Serendippo, de Cristoforo Armeno, publicado en Venecia en 1557. Recordemos que fue Horace Walpole, en 1754, quien propuso utilizar serendipity por investigación). Paralelamente, en la misma estructura que da nacimiento al relato criminal, aparece un nuevo elemento: el terror, que halla en Ann Radcliffe la primera novelista―digamos el primero― que sabe aterrorizar a sus lectores, como sucedió en su The italian (1797).
En el siglo siguiente comienzan a nacer los grandes maestros de la novela policial: Edgar Alian Poe (The Murders in the rué Morgue, 1841), Emile Gaboriau (L'affaire Lerouge, 1863), Wilkie Collins (The Moonstone, 1868), Robert Louis Stevenson (The New Arabian Nights, 1879-1882), Arthur Conan Doyle (A Study in Scarlet, 1887), y algunos que han de intentarla sin regresar a ella, como Eca de Queiroz y Ramalho Ortigao, autores en colaboración de O mysterio da estrada de Cintra (1870). Son obras con elementos fantásticos y la definitiva detection que infiere la solución de un estudio minucioso de los indicios. En algunos casos tienen un sentido inverso al de la historia universal, según la opinión de S. S. Van Diñe (El crimen del escarabajo, X).
Después vendrán las definiciones. ¿Qué es un asesinato? ¿Por qué ha matado el asesino? El absurdo y el enigma se objetivan en un símbolo verificable. El asesinato, dirá Thomas de Quincey (On Murder Considered as One of the Fine Arts, 1827, I, II), es un hecho en el que intervienen algo más que dos imbéciles: uno que es el homicida, otro que es la víctima, un cuchillo, una bolsa y una encrucijada. Todo esto (esquematizado) sería un asesinato considerado estéticamente. Pero el absurdo se convierte a veces en un hecho gratuito, más allá de la moral, como el crimen de Lafcadio en Les caves du Vatican (1914), de André Gide. Podríamos recordarlo. Lafcadio se halla en el tren rápido que atraviesa la noche, con otro individuo que no conoce. Un empujón y el desconocido podría precipitarse en el abismo. La idea que lo asalta comienza a fascinarlo. Pero contará hasta doce, y si entretanto no aparece ninguna luz a lo lejos, le dará el empujón para levantarlo por la portezuela. Si aparece la luz, le perdonará la vida. Y Lafcadio, inconsciente, perdido en la gratuidad, comienza la cuenta en una instancia lúdica, irrefrenable. Al llegar a doce, la obscuridad sigue densa. Se acerca al pasajero y empuja. El crimen se ha cometido y Lafcadio vuelve a sus pensamientos. Está impávido, tranquilo. El absurdo crece en la noche como la voz al borde del precipicio.
En lo policíaco se verifica la idea más inquietante del hombre: la lucha contra el mal. El autor de un relato policial asume la defensa del bien. La premisa ya estaba en Chesterton (A defense of detective stories, 1901). Sabe que un hecho criminoso es hijo del demonio de la arena y el viento. (No olvidemos que los romanos difamaron al terrible Atila con esta denominación). Sabe también que el mal se objetiva en estructuras fantasmales, en trasgos que introduce la crueldad para perder al investigador. Pero en la lucha del bien y el mal, el hombre introyecta su fervor inabolible, y termina siendo el héroe. Escribe, de esta manera, la Odisea de nuestro tiempo.
NOTA A LOS SERES IMAGINARIOS
Hay un libro de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero que les ha servido a sus autores para divertirse. Apareció en 1957: Manual de zoología fantástica. Diez años después, en 1967, reiteran el divertimento y vuelven a reeditarlo con un nuevo título: El libro de los seres imaginarios. Agregan unos cuantos anímales más. Entre ellos los Eloi y los Morlocks, a los que ya me he referido al hablar de The Time Machine (1895), de H. G. Wells. Pero Borges, que según parece, conocía a Luciano de Samosata (lo cita en el prólogo a Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, edición Minotauro, 1959) olvidó para su lista de seres imaginarios, los siguientes que aparecen en el libro I de la Historia verdadera (siglo n):
Los lachanópteros, pájaros gigantescos, cubiertos de legumbres, cuyas alas son de hojas de lechuga. Estos monstruos combatían en las filas de Endimión, en la Luna, que entonces estaba en guerra contra el Sol, gobernada por Faetón. Al lado de ellos, en la misma línea de combate, formaban los kenchoroboles o lanzadores de mijo, y los scorodomakes que combatían con dientes de ajo. Les seguían los psillitoxotes que cabalgaban en pulgas del tamaño de "doce elefantes", según consigna Luciano, y los anemodromos que luchaban a merced de las corrientes aéreas, mediante túnicas que les llegaban a los talones. Estas túnicas eran henchidas por el viento a fin de posibilitar el desplazamiento. También existían unas arañas más grandes que las Cíclades. En las filas enemigas Faetón contaba con los hipomirmekes que les servían de escudo. Eran mitad caballos y mitad hormigas. Algunos de estos animales medían hasta dos pletros (como sesenta metros). Los comentaristas han visto en este pasaje del Metes o Historia verdadera, una burla a Heródoto el cual había dejado constancia de ciertas hormigas, habitantes del desierto, tan grandes como perros. A la derecha de los hipomirmekes, se hallaban los aerokonopes, mosquitos enormes que lanzaban nabos de extremada longitud que al impactar mataban a su víctima "a causa del olor nauseabundo que exhalaba la herida". Indudablemente (Luciano no lo afirma categóricamente) estos nabos-dardos estaban impregnados de veneno de malva. Después estaban los caulomiketes que se servían de champiñones como escudos y de espárragos como lanzas.
Por último, Luciano menciona a los kinobalahes, hombres con cara de perro, que cabalgaban sobre bellotas aladas. Es posible que este monstruo lo haya imaginado el autor del Metes para replicar a Heródoto, el cual nos refiere (lib. IV, CXCI) que en Libia se ven hombres cinéfalos (o kinéfalos), es decir, hombres con cabeza de perro. En el mismo pasaje nos habla también de hombres o monstruos acéfalos, sin cabeza, y de otros seres que tienen los ojos en el pecho. Indudablemente, estas afirmaciones, según Heródoto, corren por cuenta de los habitantes de Libia.
De Erna Schlesinger (versión supervisada por Alfredo Cahn) es la siguiente descripción del gusano Shamir:
Existe, desde el principio de la Creación, un gusano llamado Shamir, que posee fuerza suficiente como para romper piedras, por duras que sean. Moisés utilizó el Shamir para grabar el nombre de las doce tribus en el pectoral de Aarón. Pero únicamente Asmodai, el rey de los demonios, sabe en qué lugar se encuentra este gusano.
En La isla afortunada, de Iámbulos, tan citado por Diodoros (II, 55), nos hallamos con otro zoon fantástico, habitante de cierta región "hacia la línea de Arabia", cuya lengua está dividida en la raíz (a modo de dos lonjas sobre la misma base). Con esta lengua escindida el monstruo se maneja en dos direcciones. Habla simultáneamente con dos seres, sin interferirse en las respectivas conversaciones. Esta lengua (o este órgano) podría conjuntarse con los ojos movibles que vio Luciano en los selenitas, para formar la imagen de un monstruo futuro al que podría añadírsele la facultad de manejarse postizamente con todos sus miembros y sus reservas.
UNA NOVELA DE FRANCIS GODWIN
Francis Godwin vivió 71 años, entre 1562 y 1633. Su novela Man in the Moone, publicada en 1638, mucho después de su muerte necesitó 200 años para perecer. Arrasó sucesivamente con Luciano de Samosata, Kepler y Cyrano de Bergerac. Fue imitado por muchos novelistas y saqueado temáticamente por algún comediógrafo. (Thomas d'Urfey le tomó el argumento en 1705 y no en 1706, como se ha dicho). Su Hombre en la Luna maravilló por un estilo brillante que no habían tenido los que se ocuparon de indagar en la superficie fantasmal del satélite. Pero Francis Godwin no era un hombre de ciencia. Fue hijo de un obispo que también llegó a obispo de Llandaff en tiempos de la reina Isabel. Escribió sobre teología y combatió a Copérnico cuyo heliocentrismo le irritaba. Esto no le impidió un saqueo de Kepler, a quien tampoco entendía.
Sin embargo, hay algo que no se ha dicho. Francis Godwin es posible que leyera el Tratado de los espíritus (De spiritus, 1537), atribuido a un ignorado obispo de Oxford (algunos creen que fue Jacob Sackeville). En esta obra curiosa, ya inhallable, el autor nos describe a los espíritus alados, con cuerpo de pájaros y rostro humane. Van y vienen de la Luna, trayendo el bien para evitar el pecado carnal y otros males que pierden al hombre de la tierra prometida en el más allá. Es la misma idea de Godwin (aunque también lo fue de Luciano) cuando nos dice que los habitantes de la Luna sólo concebían el bien y la pureza del espíritu. Repasemos ahora el argumento de Man in the Moone. El protagonista es un español (espadachín e iracundo) que estudia en la Universidad y se llama Domingo González. Cierto día atraviesa con su espada a uno de sus contendores y huye a las Indias Occidentales. Pero ya de regreso, cuando cree que todo se ha olvidado, enferma y es abandonado en la isla de Santa Elena con su criado, el negro Diego. Repuesto de su malatía, se le ocurre domesticar a las gansas que pueblan la isla. Les enseña a llevar pequeños objetos en vuelo, y un día construye una plataforma haciéndose llevar a una roca desde la orilla opuesta de un río. Posteriormente, tres navíos anclan en la isla, y embarcan en ellos. Pero ya de regreso, las embarcaciones son atacadas en alta mar por los ingleses. Domingo González acudió a sus gansas, les ajustó la plataforma y emprendió el ascenso para ponerse a salvo de la batalla. Las gansas ganaron altura con alguna dificultad. Luego, ya en las capas más exteriores de la atmósfera, el protagonista observó que los "pájaros" volaban con menor esfuerzo. (Godwin que había leído a Kepler, sabía que la gravedad se hacía ilusoria en tanto se alejaba mucho más de la Tierra). Pero las gansas siguieron ganando altura y ya no pudo dominarlas. En ese instante se dirigían a su invernadero en la Luna. Cuando quiso reflexionar, se halló en el monte Pisgah del satélite y hubo de comparecer ante el príncipe Irdonzur que gobernaba ese mundo de colores indescriptibles, jamás vistos. (Godwin no lo dice con claridad). El príncipe ordenó la agasajaran, y el español permaneció dos años en la Luna.
Para Luciano de Samosáta los selenitas eran puros y morían convertidos en una columna de humo. Godwin le plagió el concepto. Reiteró su pureza y su moral incoercible, porque Domingo González observó que los lunáticos detectaban la maldad de los recién nacidos, de los cuales se desembarazaban para remitirlos a la Tierra, el planeta del pecado en acto. Había tres clases de lunáticos: los que medían hasta 9 metros, los que medían de 3 a 4 y los más bajos. Estos eran los bastardos, que apenas vivían mil meses y se dedicaban a las tareas más repudiables. Los de la primera clase podían enfrentar los rayos solares. Los de la segunda sólo podían hacerlo cuando la Tierra estaba mortecina. Entre unos y otros la moral ascendía de estatura. Se mantenía, a pesar de todo, la pureza y en ningún caso se llegaba a la abyección de los terresianos. Al describir a esos seres extraordinarios, el obispo Godwin sugería que aún era posible la salvación. Había que volverse lunático. El protagonista toma nota de esas maravillas. Pero al advertir que ya se le han muerto tres gansas, resuelve retornar a la Tierra con las que quedan, ayudado por un objeto mágico, de insigne estirpe lunática, el cual evita la caída en tirabuzón cuando aterriza en China. Y Domingo González sigue viviendo sus aventuras, pensando que Marco Polo sólo es un espécimen para mentes calenturientas.
Lo peor de todo es que en esa brillantez soporífera de Godwin, se estrella Cyrano de Bergerac para tomarle a Domingo González y convertirlo en el guía de su viaje a la Luna. Esto irritó al conde de Fontainebleau, quien acuñó (Les ardoises, 1648) un juicio inapelable que pasó a categoría de frase hecha: Metió tanto las narices y en tanto agujero que acabó por perder el olfato. Voltaire solía repetirla cada vez que recibía un libro desagradable.
ESPÍRITUS APRISIONADOS EN LA LUNA
Ludovico Ariosto imaginó en el siglo xvi que todo lo que se perdía en la Tierra quedaba depositado en la Luna. Al satélite iban a dar los suspiros de los enamorados, la esperanza, las jerarquías que el tiempo arrastraba, las coronas. Todo caía en la Luna fantasmal, con excepción de la locura que quedaba para siempre en la Tierra. Pero los que se volvían locos perdían el espíritu. Y el espíritu transmigraba a la Luna y quedaba depositado en una redoma con el nombre de su dueño. La redoma lo comprimía en un líquido muy fácil de volatilizarse. Si ésta no estaba bien cerrada, el espíritu se perdía definitivamente.
Cuando Ariosto comienza su historia, nos dice que Astolfo, montado en su hipogrifo, llega un día al Paraíso terrenal, en la cima de una montaña, y se halla con San Juan. Está preocupado por su amigo Roldan, el cual se ha trastornado porque Angélica, enamorada de Medoro, le ha dejado para siempre. Para curar esa locura sólo hay una solución, responde el santo. Hallar la redoma de Roldan en la Luna. Y ambos, en un carro de fuego, devoran el espacio y alunizan en el satélite.
Astolfo observa la Luna que no difiere mucho de la Tierra. Allí también hay ríos, montañas, bosques, y se ve a las ninfas que cazan el misterio entre los árboles. Pero sólo le interesa la locura de Roldan, curar la herida que Angélica, al elegir a Medoro, ha dejado en la razón del amigo. Rusca las redomas, y halla, inclusive, la suya propia. Porque él, el valiente Astolfo, también tiene su espíritu aprisionado en una redoma, que recupera al instante por mediación del santo. Después, toma la de Roldan, realizando un esfuerzo mucho mayor. Pues las redomas son más o menos pesadas según contengan o no la totalidad del espíritu constituido por el líquido volátil.
Una historia similar ya era conocida en el siglo XIII. Fue la del Caballero de la Esperanza. Se llamaba Lionell y estaba enamorado de Miriam. Pero Miriam lo rechazaba. Le obligaba a realizar trabajos que luego desaprobaba. Un día le dijo a Lionell: "No puedo amarte. Me falta el amor, y el que tú me das no puede suplir el mío". Lionell consultó a un mago. Y éste le respondió: "El amor es ?! airo extremo de la esperanza. Si quieres hallarlo tendrás que ir a la Luna. En ella, envuelto, casi oculto en los velos que suelen verse en la superficie del satélite, todos los seres de la Tierra tienen el suyo aprisionado. A veces se liberan de esos velos y bajan hacia el ser para que éste pueda amar. Otras veces... Es necesario ir a buscarlo. Si pudieras ascender hasta ella, podrías hallar al amor que aún no ilumina el espíritu de Miriam."
Lionell entristeció. Pero un águila lo llevó a la Luna, y desde entonces se le llamó el Caballero de la Esperanza. Allí hurgó, ayudado por la luz fantasmal. Todos los objetos parecían idénticos. Era el efecto de la luz lunar. Extraños esqueletos se apilaban para formar símbolos alucinantes. La Luna parecía un cementerio donde caían los seres desaparecidos en la Tierra. Pero al lado de esos esqueletos había una bolsita transparente, llena de aire azulado. Y cada bolsita tenía una imagen reconocible. En una de ellas vio el rostro de Miriam. Era el amor que le faltaba a ésta. Lionell tomó la bolsita y descendió a la Tierra, ayudado por el águila. Cuando estuvo cerca de Miriam, advirtió que el aire azulado de la bolsita se perdía rápidamente. Desaparecía. Lionell se echó a llorar. Pero Miriam, aureolada por una luzazulada (fenómeno repentino, imprevisto), se acercó al Caballero de la Esperanza y le besó en la frente. El amor iluminaba su gesto.
No sé si Ariosto conocía esta historia. Pero hay algo de común en los dos relatos (y es posible que haya otro, ignorado por nosotros): la fascinación de la Luna como residencia de los espíritus y el afán del hombre por alcanzarla y describirla como algo inmediato a su existencia.
EQUECRATES DE TESALIA Y LOS ORÁCULOS
Equecrates vino de Tesalia y consultó el oráculo de Delfos. Pero entró tan repentinamente que la profetisa ("una doncella consagrada a Diana", que apenas tenía 17 años) no tuvo tiempo de abrocharse la clámide. Lo recibió, pues, semidesnuda y se ubicó, como de costumbre, sobre el trípode. El trípode ("mesa de tres pies") estaba colocado, a su vez, sobre el célebre agujero de donde salía la humareda (la fumata) que envolvía a la virgen mientras se convulsionaba antes de contestar.
La pregunta de Equecrates fue la siguiente: "¿En qué lugar del mundo, en qué rincón o agujero estaré a mis anchas y hallaré la felicidad?". Y la respuesta, proyectada con "voz misteriosa" desde la profundidad en que salía la fumata (la profetisa abría la boca como en las películas dobladas) fue rápida y no menos misteriosa: "Ese agujero que buscas―dijo la voz― está muy cerca de ti."
Equecrates interpretó el oráculo y raptó a la virgen. Había hallado la felicidad.
Dicen los eruditos (Ajiajarilbj, entre otros) que desde entonces enmudeció el oráculo de Apolo en Delfos. Otros, en cambio, aseguran, que en vez de doncellas, los sacerdotes eligieron a matronas de no menos de cincuenta años para responder a las preguntas. Hay, sin embargo, una historia de la que dan testimonio Suidas y Nicéforo. Según éstos, "maravillado Augusto de tanto silencio",interrogó al dios Apolo sobre las causas de su inactividad en el oráculo de Delfos. La deidad le respondió que la llegada de un niño hebreo "dios de los dioses" (Me puer Hebraeus, divos Deus ipse gobernans), le obligaban a "dejar ese sitio" para "volver al Infierno" (Cederé sede iubet, tristemque rediré su borcum).
LA MÁQUINA DEL TIEMPO
¿Existe el tiempo? Y de existir, ¿estamos dentro o fuera de él? Es posible que llamemos tiempo a una dimensión puramente espacial. Cuando yo digo que tengo 30 años, estoy diciendo, en realidad, que tengo tantas "medidas" calculadas en espacios recorridos por mí mismo o por el "Espacio-Tierra" que me contiene. No tengo "edades". Sólo tengo espacios. Estos espacios, una vez recorridos, se acumulan por sedimentación sobre el cuerpo. Esta sedimentación es la medida de la edad. El tiempo es, pues, una dimensión convencional. En el De viris (siglo I) se dice textualmente que el tiempo es un sueño cuya revelación se obtiene en el instante de la muerte. En la Pseudo Historia de Neferkeptah (siglo vi) se lo compara con una redoma que se agota con la mirada. En el Hay Benyocdan (siglo XII), de Abentofail, se alude a un tiempo circular e ilusorio. Podríamos extender la lista de modo incontenible. Si el tiempo es, por tanto, una medida espacial, este tiempo es sólido y puede perforarse. Una máquina específica (digamos una máquina del tiempo) puede recorrerlo del presente al futuro o hacia el pasado. O del futuro hacia el presente y el pasado. Los autores de ciencia-ficción han comprendido esta verdad obscura tantas veces discutida.
La primera máquina del tiempo aparece en The Time Machine, de Herbert George Wells, que data de 1895. (Recordemos que el autor era un entendido en ciencias físico-naturales). No describe la máquina. Pero nos habla de sus conmutadores y de los efectos que causa en el cosmonauta: una inmersión hacia el vacío en el que se cae vertiginosamente como si el alma estuviera liberada de su envoltura corporal. En este vértigo el día y la noche eran dos aleteos sucesivos que duraban un instante. Colocado junto a las palancas y los conmutadores, el cosmonauta, siguiendo la línea del tiempo, explora el futuro de nuestro planeta, en permanente discordia heraclítea, y llega al instante en que sólo hay dos razas que dividen la Tierra: la de los Eloi y la de los Morlocks. Los Eloi pueblan el día. Son superficiales y decadentes. Creen que la inteligencia es un invento para torturarse. Los Morlocks manejan la noche. Son los antípodas del espíritu, dispuestos a la destrucción. El cosmonauta analiza estas razas antagónicas, las peripecias que ha de sufrir entre los seres de la noche. Sigue en la máquina del tiempo, explorando el futuro inacabable. Un día estalla el sol. La Tierra se convierte en un signo de objetos trasudados. El páramo y la muerte. En vez de hombres sólo hay unos seres (el resto de la humanidad) en forma de cangrejos.
El tema del tiempo volverá mucho después en otro relato del autor, incluido en Twelve Stories and a Dream. Lleva el título de "El nuevo acelerador", en el que Wells nos habla de una droga inventada por el profesor Gibberne, cuyos retratos fueron anticipados por el Strand Magazine en 1889. Esta droga sirve para retardar el paso del tiempo. Copio estas líneas: "Prácticamente habíamos estado corriendo de un lado a otro, y diciendo y haciendo toda clase de cosas, en el espacio de uno o dos segundos de tiempo. Habíamos vivido media hora mientras la banda había tocado dos compases. Pero el efecto causado en nosotros fue el de que el mundo entero se había detenido para que lo examináramos a gusto."
El tema del tiempo es inagotable. Patrick Moore (Science and Fiction, 12) nos recuerda un cuento del canadiense Stephen Leacock (The Man in Asbestos),cuyo protagonista, para viajar en el tiempo hacia el futuro, se aletarga en un sueño de varios siglos que luego han de facilitarle la exploración. Este cuento tiene semejanza con otra obra de Wells, publicada en 1899 y editada en 1910 con el título de El durmiente despierta (The Sleeper Awákes). Aquí el protagonista es preparado para una especie de vida latente que le permitirá el viaje a través del tiempo. Einstein, a su vez, al formular su teoría de la relatividad, posibilitó la idea de la contracción del tiempo. Sobre este concepto, incluido el de la curvatura, los monstruos de la imaginación conquistaron el espacio para preceder al hombre.
PAUSANIAS, ASESINO
Olimpia tenía 13 años y danzaba desnuda ante Dionisos, en Epiro. Era la más hermosa de sus sacerdotisas. Su cabellera le llegaba a la cintura, aturdía su cuello y le inflamaba los senos. El vértigo era su segunda naturaleza, y el dios, por boca del oráculo, debió confesar su rendición. Filipo de Macedonia la vio danzar y se la llevó antes de que el delirio lo aplastara. La hizo reina. Pero en la noche que precedió a su matrimonio, Olimpia soñó que el viento penetraba en su alcoba y la envolvía en un remolino centelleante que le hacía perder el sentido. Consecuencia de este hecho, dice Ajiajarilbj (Capitularía regum grecorum, II, 7), fue el nacimiento de Alejandro, que Filipo de Macedonia presentaba como hijo propio y no como hijo de Zeus, según afirmaba Olimpia.
Pero Filipo, además de valiente e invencible, era grosero y bebedor. Le gustaban los festines y las hetairas, a las que luego despreciaba por haberse sometido. Esta circunstancia y el odio hacia Olimpia por parte de Átalo, su favorito, que despreciaba el refinamiento y la cultura atenienses (Aristóteles era el preceptor de Alejandro), indujeron al hombre de Filipo a conspirar contra la reina y su hijo. Una noche, en otro de los tantos festines, le presentó a Cleopatra, su sobrina, y Filipo apartó a las hetairas para admirar dos ojos infernales sobre un rostro de fuego que se alzaba desde los límites de un cuerpo diabólico. "Tiene catorce años―le dijo Átalo―, y ha nacido para ser soberana." Las palabras milimetradas del intrigante (las recuerda Aristrimando en sus Paralipómena, 135 c), ayudadas por el alcohol y el sexo, atraparon a Filipo, quien acarició a la niña y la sentó a su lado al tiempo en que hacía desnudar a las hetairas para que danzaran en nombre de la belleza de Cleopatra. Los generales de Filipo se miraron. Alejandro, que tenía bajo su clámide el texto de la Odisea que Aristóteles le explicaba sabiamente, pensó en Circe y vio en la sobrina de Átalo a la futura Maga que habría de convertir a Filipo de Macedonia en un cerdo (De Incorruptibilitate Alexandro, III, 13). Olimpia también se enteró, pero el mal ya estaba en las entrañas de Filipo.
Desde ese día el macedonio repartió su vida privada entre las hetairas y Cleopatra. Cuando llegaba borracho al lecho de Olimpia, ésta lo rechazaba invocando a Zeus y Dionisos. Pero Filipo ya estaba obliterado y acometía la desnudez de Olimpia con la arbitrariedad de un loco enfurecido y ofendido. Olimpia huía de la alcoba y se refugiaba en las habitaciones de Alejandro. Entonces Filipo daba unos pasos y caía sobre el piso vencido por el alcohol. Afuera, en las cuadras, relinchaba Bucéfalo, el caballo de Alejandro.
Pero Olimpia tenía sus adoradores dionisíacos, sus jóvenes místicos, devotos del raptus de Dionisos, que seguían recordando sus danzas frenéticas inspiradas por el dios. Uno de ellos era Pausanias, que se hincaba ante ella, mordido por el amor, y le besaba el ruedo de sus vestiduras y sus pies. A éste le confesó su odio y las felonías de Filipo. La Rué, en el siglo xv (La sorcellerie tragique, c. VII) imaginó el diálogo: "Si tú pudieras...―le dijo a Pausanias―. Dionisos no es un vacilante y sabe inspirar el delirio creador. Filipo ha olvidado la gloria de las armas para yacer en adulterio y enlodarse con las hetairas y el brebaje." Y Olimpia, llena de crueldad, acarició la frente y los cabellos sedosos de Pausanias. Acaso le insinuó entregarse a él si hundía su puñal en Filipo. Desde entonces Pausanias, delirante, acometido por el fuego, sólo vio la carne inmaculada de Olimpia, su cuerpo deslumbrante y agotador.. Y esperó el día.
Filipo repudió a Olimpia y se unió a Cleopatra. Y también esperó su día. Y este día llegó con el nacimiento de un hijo varón a quien él proclamaría su heredero para que Átalo asesinara a Olimpia y al otro hijo de ésta habido por mediación de Zeus. Entonces reunió a sus generales y favoritos en su palacio y ordenó un festín y las dádivas al pueblo para presentar a Cleopatra y su hijo.
Ése fue el instante. Pausánias, disfrazado de pastor, con un traje de piel, se ubicó entre la multitud, a las puertas del palacio, esperando un hueso del festín. En su rostro seco y sus ojos incoloros, sólo había un signo que iba y venía desde su sangre: la muerte. Apenas hablaba con sus compañeros. Olimpia era una idea que le ardía en las entrañas. De pronto, la guardia abrió las puertas para que entrara una comitiva. Pausánias, con los puños crispados, se deslizó tras ellos y caminó hacia la sala delirante, donde la borrachera y el vértigo eran las formas imprevisibles de la tragedia. Sin que nadie advirtiera su presencia se colocó a la espalda de Filipo de Macedonia y aguardó el momento propicio. Átalo y los generales deliraban. Las danzarinas ondulaban sus vientres y ofrecían sus curvas a los ojos insaciables que hablaban de posesión y seguían la parábola de los sexos. Filipo ya tenía la copa en sus manos, y Átalo esperaba las palabras para el exterminio de Olimpia y Alejandro. Pero la copa quedó en el aire, suspendida por una fuerza diabólica. El puñal de Pausánias había penetrado tres veces en la espalda de Filipo. La sangre de la víctima manchaba el rostro del asesino. Átalo y los generales desenvainaron sus espadas. Pausánias se refugió en un patio. Pero fue alcanzado y ultimado mientras invocaba a Zeus y Dionisos. Cuando fue atravesado en la última estocada, verificó que algunos de sus matadores eran los partidarios de la misma Olimpia.
LEYENDA DE CYRANO DE BERGERAC
Cyrano de Bergerac tenía una nariz monstruosa y afilada. Un día, mirándose al espejo, infirió que esta nariz era el signo premonitorio de la espada. Se hizo espadachín, un hombre imbatible con la espada. Luego pensó que sería muy fácil la derrota de sus enemigos con nada más que cruzar el acero acompañando sus estocadas con largas tiradas de versos que le crecían como estrellas en la noche. A uno de tales enemigos lo atravesó con estos versos: Mira la hoja centelleante I Es la luz que no apagaron los Atlantes. A un funcionario que dudaba de su destreza, lo precipitó en la muerte con este dístico: Si hallas la hoja centellante / No mires su luz, mira su sombra. Desde entonces lo creyeron una encarnación demoníaca.
Estudió magia. Sus recetas iban acompañadas de inacabables, infinitas metáforas rimadas. Es posible que haya creído que el mundo era la metáfora olvidada de un mago con extraño sentimiento del humor. A uno que le pidió un remedio para obtener la confianza de su novia, le contestó: "Recítale en griego el último canto de la Odisea. Pero trata de no fallar en ningún detalle. En seguida festejarás tus nupcias." Esta contestación le valió el mote de humorista.
Otro día, cansado de atravesar a sus enemigos con su "hoja centelleante", se dedicó intensamente a leer la novela interplanetaria del inglés Francis Godwin: Man in the Moone (1638) en la cual el protagonista, un español Domingo González, realiza un ascenso a la Luna valiéndose de veinte gansas que iban a su invernadero en el satélite. La novela, aunque bien escrita, le pareció letal. Quiso superarla y escribió Les voyages aux Etats de la Lune et du Soleil (1643). Pero necesitando un guía se apoderó del protagonista de Godwin. (Dante ya había descendido a los infiernos con Virgilio). En estos imperios de la Luna y el Sol halla máquinas maravillosas que se determinan por sí mismas y se adelantan a los robots de Norbert Wiener. Descubre, mucho antes que Montgolfier, que el aire caliente es más liviano que la atmósfera, e inventa los globos de ascenso. Llega al Sol. Solniza en una de sus manchas para evitar el fuego devorador. Y cuando recorre su inmensa extensión halla unos árboles de cuyas ramas (como los suicidas arbóreos de Dante) salen voces que modifican el misterio.
Cyrano de Bergerac no era astrónomo. Pero en Les voyages aux Etats de la Lime et du Soleil descubrió, para los astrofísicos, la propulsión a reacción. Cuando él se propone ascender a la Luna, utiliza distintos procedimientos hasta que por fin advierte que una carroza acoplada con cohetes puede ganar altura y vencer la fuerza de gravedad. La carroza se eleva al deflagar la carga. Vuela así durante un tiempo y cae. Pero Cyrano continúa el ascenso orbital porque los rayos del Sol absorben la médula de anímales que él se ha puesto en el cuerpo a fin de restañar ciertas heridas producidas en el intento anterior de lanzarse al espacio.
Cuando alguien le preguntaba la razón de su vitalidad en la hoguera del Sol, les respondía que los seres humanos eran unos monstruos que los cuerpos celestes rechazaban para evitar un incendio cósmico. Se anticipaba a la próxima guerra de los mundos. Verosimilitud no improbable. Acaso profética, ya entrevista por Wells (The Wat of the Worlds, 1898) en que los marcianos, con ojos de insecto, son vencidos por los terresianos, los cuales1 disparan contra ellos bacterias infecciosas.
Por último, la leyenda asegura que de los dos Cyranos, el que he descripto y el de carne y hueso, sólo el primero es el que ha de figurar entre los inmortales. La envoltura corporal que pudo haber tenido (murió a los 35 años) fue el medio adventicio y sin importancia que sirvió para eternizar su imagen.
LA LITERATURA FANTÁSTICA
En lo fantástico se presenta el mismo elemento que en lo policial. Existe el mal y existe el bien. Y con ellos el arquetipo odiseico que destruye y es destruido. Pero la dimensión es distinta. El absurdo tiene un sentido de lo maravilloso que en lo policíaco no se comprueba o que sólo queda oculto en la serie infinita de realidades. Está sostenido más directamente por el símbolo, encarnación que cubre lo infinito, según afirmaba Carlyle (Sartor resartur, III, 3). Es una acción apofántica que oculta otra cuyo significado puede verificarse (Corpus hermeticum, 1471, lib. I). Y en este caso no interesa el quebrantamiento o no de la ley causal (es decir, la transgresión de la ley natural). El hecho fantástico, a través del símbolo, se da en el mismo sentido.
El crimen, por tanto, es un hecho absurdo cometido contra la regularidad del mundo causal. Lo fantástico también es un absurdo, pero proyectado contra la irregularidad de las leyes físicas. Esto no excluye la regla anterior. En lo policíaco y lo fantástico hay una relación de contacto a través de la absurdidad. Si buscara una evidencia, podría reforzar el pensamiento de Alain Robbe-Grillet en Les gommes (1956).
Los relatos fantásticos más antiguos fueron egipcios y se escribieron entre el siglo XIII y el XIV a. de J.C. Los reunió Máspero en Les contes populaires de TEgipte ancienne (París, 1889). En uno de ellos, el Satni, su protagonista lucha contra los magos y las momias a las que el Espíritu Maligno ha dotado de habla. En otro, la princesa Baktán, poseída también por el Maligno, anticipa la introyección del Dibouk por la Cábala.
Algunas fábulas del Pantschatantra (s. ni para ciertos autores) no dejan de ser fantásticas, como aquéllas de la niña convertida en rata. También debemos considerar como fantásticas Las metamorfosis, de Ovidio, y otras piezas anónimas del mismo siglo (el I a. de J.C). Recordemos una sola de quien debió enfrentar la permanente iracundia de Augusto: la que se refiere a Pigmalión. Cuando éste de las impúdicas Propétidas, juró permanecer célibe. Pero enamorado de una estatua que había esculpido, pidió a los dioses le dieran vida. Venus, compadecida, promovió el milagro un día en que Pigmalión, después de acariciar y besar a su mujer de mármol, quiso yacer con ella. La estatua comenzó a ruborizarse. El fuego llegó a lo más profundo de su frialdad. Se hizo carne. Y de ese extraño connubio, Pigmalión tuvo dos hijos: Pafos y Ciniras. Ciniras, a su vez, tuvo una hija, Mirra, que se enamoró del propio padre, en cuyo lecho se tendió una noche, ayudada por su nodriza. Cuenta Ovidio que el incesto se repitió muchas veces con la complicidad de las tinieblas. Pero al fin descubierta por el padre una noche en que hábilmente encendió las luces, huyó desolada y culpable hasta cubrirse de corteza y raíces. En unos segundos―escribe el poeta― quedó transformada en árbol hasta el vientre. Su sangre se hizo savia. Sus brazos se convirtieron en ramas. Sus cabellos en hojas. De su vientre, antes de que se operara la metamorfosis total, advino el hijo del incesto que recogieron las Náyades (lib. 10, III).
Luciano de Samosata en nuestra era (s. n), acaso el primer filósofo de la historia, fue también contra su propia concepción, un inventor de argumentos fantásticos, como lo prueba su extraño Philopseudes. También es fantástico el viaje metafísico del Hay Benyocdan (s. II), en el cual, Hay, el protagonista, amamantado y criado por una gacela, desciende a las profundidades del alma a través del movimiento circular. (No debemos confundir esta obra con el Hay ben Yagzan, de Avicena, de distinta doctrina).
Otra fuente de lo fantástico es el libro de Las mil y una noches (Abil Leylah voa Leyhh), cuya redacción definitiva ha sido fijada entre 1475 y 1525. Sus cuentos no son totalmente arábigos. Los temas fantásticos son indios. Esto lo previo Augusto Guillermo Schlegel en carta del 20 de enero de 1833 a Silvestre de Sacy, cuando se refirió a las 32 historias de las estatuas mágicas y a los cuentos del papagallo (Cutasaptati o Libro del Papagallo). Advirtió un número de sustituciones, verificables en algunos casos: Salomón por Visvamitra, Corán por Vedas. En uno de sus cuentos, los cuatro representantes de las principales religiones, son convertidos en peces de color. Estos cuatro representantes son las cuatro castas de la India. Para ciertos eruditos, Las mil y una noches es un libro apócrifo. Se trata de un conjunto de cuentos indios, persas y acaso griegos, contenidos en el Hezar Efsamer o Mil cuentos (siglo VII), de cuyo título derivó el de Las mil y una noches. Lo cierto es que nos sigue fascinando. Lo prueba "El juramento del cautivo", incluido por Borges y Bioy Casares en los Cuentos breves y extraordinarios (1955). No repararon, sin embargo, que donde dice "Salomón, hijo de David", debió decir Visvamitra, hijo de Qadhí. Los mismos autores volvieron a Las mil y una noches en el Libro del cielo y el infierno (1960). Y Borges, en Historia de la eternidad (1953), estudió sus traducciones y apocricidades.
He omitido a Flavio Josefo, su misterioso relato de la fuente de Jericó, cuyas aguas dejaron de influir maléficamente en las mujeres, para convertirse en fecundantes por obra de Elíseo (Guerra de los judíos, lib. IV, cap. VIII, 3). O esa otra historia del Talmud (2, XXI, 13) en cuya balanza de ultratumba pesó mucho más un grano de arena que el cráneo de un justo. O el relato de la mujer de Pites, recordado por Plutarco (Tratado sobre las mujeres, s. I), que ofreció a su esposo manjares de oro para combatir la desmedida ambición de riquezas. O esos seres apofánticos que llevaban implícita la otra imagen―semper tomen in corpore ocultam, Evam―, según escribía Gnosius en su Hermetis Trimegisti (I, 3). O los actos mágicos de los textos proféticos del Chilam Balam (Primera rueda). Recuerdo el de la doncella que se introduce desnuda en las aguas mientras los demás danzan y recitan fórmulas enigmáticas para atraer al ser esquivo). O el robo de hombres de la tribu de Vuv Amag por parte de Balam-Quitzé, Balam-Acab, Iquí-Balam y Mahucutah cuyas huellas eran de tigre (Popol-Vuh, TV, cap. II).
Si a estas referencias agregáramos los mitos nacionales o transmitidos, pondría en lugar inalienable el mito argentino del kakuy, cuya primera versión―me refiero a la escrita― la realizó Rafael Obligado en los octosílabos de El cacuí, escritos en 1894. De éste, con igual sentido que el de una fábula para niños, ad usum Delfini, lo tomó Ricardo Rojas en El país de la selva (1907). Prescindiendo de esta fábula que aún se repite, convendría decir que el incesto convierte a la hermana en pájaro, porque el hermano ha violado la ley del padre. Es una tragedia de instancia teriomórfica y totémica que ya estaba implícita en las apreciaciones teóricas de Frazer (Totemísm and Exogamy, I). Creo, indudablemente, que en una historia de lo fantástico, no podríamos apelar a los mitos. La mitología es una estructura anónima elaborada en el tiempo. Lo fantástico, en cambio, es el mito inventado individualmente. Tiene un autor conocido.
LOS NUEVE DESCONOCIDOS
El tema del Golem no se agota con Rabi Low, de Praga. Alberto Magno creó el suyo y lo dotó de perspicacia. Pero Santo Tomás de Aquino advierte un día su automatismo demoníaco y le descarga su bastón para destruirlo. El amigo no se disgustó con el santo. Paracelso, en el siglo xvi, también manufacturó un Golem. Goethe, inspirado en aquél (suscribo la sospecha de Bokser), ideó el Fausto. Alberto Magno y Paracelso, sus procedimientos esotéricos, influirán después en Mary G. Wollstonecraft Shelley para crear, en la ficción de Frankestein or the Modem Prometheus (1817), el monstruo que será la ruina de su hacedor, un médico que ha descubierto "el principio de la vida". El monstruo le exige una compañera. Pero el doctor Frankestein se niega. Aquél se venga dedicándose al crimen y asesinando a todos los suyos. El mismo médico perece en su persecución. Cuando el monstruo se queda definitivamente solo, sin su creador, busca la pira funeraria para sucumbir.
Tenemos, sin embargo, una historia inquietante: la de los Nueve Desconocidos. Fue hacia el final del siglo ni a. de J.C. Se llamaba Asoka y era emperador de la India. Su imperio se extendía hasta la Malasia, el Ceilán y la Indonesia. Un día, apesadumbrado por su propio triunfo en la batalla de Kalinga (los kalingeses habían perdido cien mil hombres), consultó a las fuerzas del Espíritu Imbatible y decidió prohibir para siempre todo exceso de la inteligencia que no ayudara a comprender al ser humano como unidad inalienable. Impuso duras penas para los que emplearan su sabiduría en la destrucción del mundo, y recompensó a los que trabajaban por la perennidad del hombre.
Esas decisiones requerían un organismo ejecutor que fuera, al mismo tiempo, el encargado de vigilar que los secretos de la ciencia no pasaran a los profanos. Y entonces Asoka fundó una sociedad secreta (la única que conocía el misterio de la materia) que se llamó la de los Nueve Desconocidos. Sus integrantes guardaron el más absoluto silencio, y los grandes de esta tierra que la conocieron, no quisieron revelar la fuente de su propio poderío. Entre estos últimos estaban Gerbert d'Aurillac (que era, en realidad, el Papa Silvestre II) y Dante Alighieri. El primero, después de un viaje al antiguo imperio de Asoka, en el año 980, volvió a Ravena con una cabeza de bronce que respondía afirmativa o negativamente (decía sí o no, según los casos) a las consultas del Papa sobre la situación imperante en el mundo. Era un Golem o un Robot anterior a la cibernética, si convenimos en que esta ciencia es de creación reciente.
Se dice que la cabeza parlante fue fundida a la muerte de su dueño para impedir la destrucción del mundo.
Dante Alighieri, el segundo hombre que tomó contacto con los Nueve (recordemos la simbología del número 9 en toda la Divina Comedia), descendió a las regiones infernales y después de recorrer sus nueve círculos, ascendió a la montaña del purgatorio y de ahí a los nueve cielos ptolomeicos y al Empíreo (ciel che'e pura luce; Par., XXX, 39). El viaje acaeció entre el 8 y el 15 de abril de 1300. De esta visión nació la Divina Comedia.
Cada uno de los Nueve Desconocidos tenía a su cargo un libro que se renovaba a través de los años, cuando la ciencia adquiría un nuevo tributo. El libro II, dedicado a la fisiología, nos habla de lo que podríamos denominar telequinesia, una de cuyas definiciones sería, sintéticamente, la que sigue: percepción a la distancia. Esta percepción, vinculada con el sistema nervioso, es, asimismo, sensación y verificación. En La casa espectral (1964), cuento parasicológico de John Batharly, que trata este asunto, se dice que en el acápite correspondiente del libro II se habla a su vez de ciertos nódulos mutantes que poseen algunos seres privilegiados para percibir la transformación de la materia humana más allá de ese accidente que llamamos muerte. Además, no todos los que mueren, mueren en un sentido absoluto. Se transforman en otros seres vivientes que sólo pueden ser detectados por los que tienen el don de la telequinesia.
ROBOT CONTRA CYBORG
Entre las historias imprevisibles del De viris (siglo I) hay una sobre la cual se han acumulado infinitas hipótesis contradictorias. Esta historia sólo tiene dos líneas incongruentes, perdidas en una exposición acerca del alma como instancia teriomórfica. Literalmente: Movía un pie y luego el otro, y una mano y después la otra, pero del otro lado la masa blanda y grisácea que gobernaba sus extremidades, destruyó el mecanismo. Algunos han querido ver un ser monstruoso de ocho extremidades: cuatro manos y cuatro pies. El hombre circular de Platón. Otros, una bestia innominada del apocalipsis. Acaso el dragón derrotado por el misticismo.
Creo, sin embargo, que hay equivocaciones imbatibles desde ambos lados. El significado no es tan hermético o tan incongruente como yo también dijera. Se trata, en realidad (estoy casi seguro), de dos seres distintos. El primero (obsérvese que en la frase se habla de "mecanismo") es lo que ahora llamaríamos un Robot. Tiene cuatro extremidades, y no más. Las otras cuatro pertenecen a un segundo ser. La frase es clara. Pues ella dice: "del otro lado", y agrega: "masa blanda y grisácea" Esta masa no puede ser otra cosa que el cerebro. Pero aquí, un órgano vivo que gobierna cuatro extremidades y destruye el primer mecanismo. (No es posible creer en un monstruo de ocho extremidades que se destruye a sí mismo). Este segundo ser es el Cyborg. Trabado en lucha con Robot, lo derrota a pesar de su escasa persistencia: una "masa blanda y grisácea". Y Cyborg es más fuerte. Tiene autonomía. Gobierna por sí mismo sus extremidades. Explicaré ahora el origen de estos mecanismos.
Robot es una palabra checa que significa trabajo. La difunde el checoslovaco Karel Capek en su inmortal R. U. R. (Rossums Universal Robots (1902). Es un drama en tres actos y un prólogo, cuya acción se objetiva en derredor de la Reason's Universal Robots, establecimiento en el que se fabrican robots para abaratar la mano de obra. Pero estos robots adquieren conciencia, y un día, cansados de su propia mecanización, se rebelan contra el hombre. No hay otra salida que la muerte. Sin embargo quedan Primus y Helena ( dos robots redimidos por el amor. Ellos serán el Adán y Eva de una nueva civilización: "Se derrumbarán casas y máquinas",―dirá Alcmist al final del drama― "se resquebrajarán los sistemas y el nombre de los grandes caerá como hojarasca. Pero sólo tú, amor, fructificarás en los escombros y confiarás a los vientos la semilla de la vida."
Complemento de Karel Capek sería I, Robot (1954) de Isaac Asimov, el cual imagina un mundo con su Manual de Robótica cuyas leyes es posible que se cumplan algún día. Estas leyes robóticas son tres, y están concebidas definitivamente para una civilización venidera: "1: Un robot no puede dañar a un ser humano o dejar que un ser humano sufra daño por su inacción. 2: Un robot debe obedecer las órdenes transmitidas por un ser humano, siempre que estas órdenes no estén en oposición con la ley primera. 3: Un robot debe proteger su propia existencia, siempre que esta protección no esté en oposición con las leves primera y segunda."
Cyborg es una palabra cuya composición deriva de "cibernética" y "organismo". Cibernética, a su vez, deriva de kybernetes (piloto de barco, timonel, en griego), y aparece, por primera vez, en el Essai sur la philosophie des sciences (1834), del físico Ampére, para culminar como superciencia en la Cybernetics (1948) del norteamericano Norbert Wiener, creador del control y comunicación en los animales y los mecanismos electrónicos. El Cyborg es, pues, un cerebro vivo conectado a un mecanismo. En lucha contra Robot es su posible triunfador. Dejo así explicado el obscuro pasaje del De viris, cuya anticipación es profética.
Para terminar estas líneas sobre los seres mecánicos, debemos recordar la Andreida de Villiers de Lisie Adam (L'Éve Future, 1886) que Capanna (El sentido de la ciencia-ficción, 1966) llama ginoide o gineide, el robot femenino. En el mundo futuro, Robot, Cyborg y Andreida serán tres aliados o tres enemigos irreconciliables.
LA IMAGEN VACÍA DE ROBOT
En el siglo n de J.C., Luciano de Samosata, redactando su Historia verdadera, creyó hallar en la Luna extraños buitres caballos de tres cabezas y fríos guerreros montados sobre pulgas espeluznantes. La visión (tergiversada por algunos) fue recogida por los continuadores de Hermes Trimegisto hasta llegar a Guy Lefevre de la Broderie en cuyo libro de L'encyclie de secrets de TEternité, publicado en 1570, advirtió que los monstruos de Luciano de Samosata eran imágenes vacías donde sólo existía la imaginación sin el espíritu ("ni el Uno ni la Eternidad"). Cuatro siglos después, un poeta alquímico, Leopoldo Marechal, habitante de una obscura ciudadela literaria donde todos se destruyen con balas de silencio y diatribas fáciles, reitera el mismo principio al escribir El poema de Robot (1966): "Y siendo yo el alumno de Robot el Vacío / me forzaron también a la ciencia y conciencia / de una redondeada vacuidad."
Porque Robot es un ser vacío, frío, sin enigmas ("La casa de Robot está en el polo / contrario del enigma"). Y Marechal, el poeta alquímico, agustiniano, irónico, el hombre que descendió, acompañado de Schultze, a la Cacodelphia infernal de su inalienable Adán Buenosayres (1948), nos da la imagen de este ser electrónico que ya Luciano de Samosata había entrevisto al describir los monstruos selenitas. Nos introduce, por tanto, en su naturaleza destructora donde no existe ese bien que en su Descenso y ascenso del alma por la belleza (1965) califica de Uno y Eterno. Y esa inexistencia, esa ausencia, objetiva las otras ausencias, porque "... en la gloria de Robot no hay ángeles / ni demonologías en su infierno, / sino la exaltación o la tristeza / del átomo de hidrógeno." Y Marechal sabe que este monstruo científico es un hombre manufacturado, "un hijo brutal de la memoria", acaso ese ser con ojos de insecto según lo previo Wells en sus marcianos de The Wanof the Worlds (1898).
El Poema de Robot tiene audiencia en una larga, irreversible voluntad del poeta por comparecer ante la verdad que desgarra al hombre. Marechal sabe como Samuel Johnson (Rasselas, X) que el poeta es un legislador de la humanidad, y que ubicado en dimensión de libertad sólo aspira a señalar el peligro. De ahí su militancia, su voz imbatible, sus imágenes gélidas, irónicas, pero exultantes de amor por esa criatura que inventa la continuación del vacío para destruirse. El poema de Robot es, precisamente, esa mise au point a la vacuidad de una nada electrónica urgida por los hijos de la memoria. Señalarla, verificar su tristeza (".. .la Electrónica .. / lo amamantó en sus pechos agrios de logaritmos") es fundar en parte el concepto de Johnson sobre el poeta como legislador. Y El poema de Robot cumple con esta destinación, ubicando el espíritu por encima de los átomos que se destruyen y recrean en estructuras inverosímiles, terroríficas. El infierno del Alighieri, la Cacodelphia del propio Marechal, ya no es ahora el centro de la Tierra, sino el espacio orbital cuya meta es el vacío que añora el monstruo. Pero Marechal sabe que el espacio está iluminado y que es asiento del Uno y lo Eterno. Lo que no quiere es que ese espacio se llene de la progenie atómica de Robot. Porque los hijos de Robot pueden ser la noche obscura del hombre, la lágrima convertida en maldición irredimible que contamina las interminables, inacabables galaxias del cosmos.
LOS XENOIDES
En la novela 1984 (Nineteen Eight-Four), publicada en 1949, George Orwell imaginaba la esclavitud del espíritu como consecuencia de una guerra atómica. El mundo quedaría dividido en tres Estados totalitarios que serían Oceanía, Eurasia y Eastasia. Existirían cuatro ministerios: el de la Verdad, que propagaría las nociones de imparcialidad para que el hombre pudiera ponerse en contacto con los slogans que justificarían su amor por la esclavitud, forma tranquila para tener el estómago saciado y el cerebro en decadencia. El de la Paz, que se ocuparía de la guerra como necesidad imprescindible del hombre. El de la Abundancia, para equilibrar el hambre dentro del hambre. Y el del Amor, que se ocuparía de los crímenes del pensamiento. Estos cuatro ministerios, coordinados con la institución periódica de "dos minutos de odio" para exaltar el patriotismo, haría del hombre un cerdo más dichoso que el obtenido por la magia de Circe. Para Orwell el hombre no tendría salvación. Sus enemigos estaban en este mundo.
Pero el escritor inglés no estaba al tanto de los otros enemigos. Ignoraba que existieran los xenoides, seres extraterrestres, posibles habitantes de mundos paralelos donde la antimateria (exista o no exista con este nombre) acecha la destrucción del mundo. Seres inabolibles que posiblemente nos vigilan.
Esos xenoides (término acuñado por Anthony Boucher) podrían ser los causantes de "obscuros sucesos" que la humanidad, como ha dicho M. K. Jessup (The case for the Ufo, 1955), ha llamado sobrenaturales o paranormales. Transcribo de Jerom Cardam algunos de estos "obscuros sucesos" que jamás tuvieron explicación: "Un día de verano de 1809, Benjamín Bathurst, embajador de Inglaterra en la corte de Austria, se hallaba en una pequeña ciudad alemana. Su carroza se detuvo delante de una posada. El embajador descendió y caminó unos pasos. Los caballos ocultaron su figura por un momento y el posadero dejó de verlo lo mismo que sus criados y algunos viajeros que se encontraban allí." La desaparición del embajador fue definitiva. "En 1930, en Nueva York, el juez Cráter salió de un bar y se dirigió hacia su automóvil que se hallaba a unos diez metros de allí. Había testigos. Y sin embargo el juez literalmente se volatilizó." A estos hechos hay que agregar la desaparición de embarcaciones y aeronaves en situaciones en que nada hacía prever ningún peligro.
Es posible que los profetas de la Biblia fueran los primeros en conocer estos seres extraterrestres que llamamos xenoides. Las visiones de Ezequiel, de Enoc y de Isaías refirmarían la antigüedad de tal suposición. El mundo ha luchado siempre contra ellos.
No es improbable que Voltaire sea el primer autor moderno que en Micromegas (1752) intuyó la importancia de un xenoide. Veámoslo. Micromegas, nacido en Sirio, constelación del Can Mayor, es exiliado por ochocientos años. Es un ser monstruosamente gigantesco con un cerebro poderosísimo, cuyas reacciones superaban mil veces la velocidad de la luz. Llegado a la Tierra, Micromegas se asombra de nuestra estructura casi microscópica, y se plantea un interrogante: ¿Puede tener la facultad de razonar un ser tan pequeño y tan extraño? Acaso Voltaire, valiéndose de Micromegas, se burle del hombre. Pero el hombre conoce sus limitaciones. Conoce, como Zenon, que Ulises jamás alcanzará a la tortuga. O que la flecha lanzada al espacio quedará detenida por su lentitud en los segmentos infinitesimales de la parábola espacio-temporal. Los xenoides podrían haberse generado en su cerebro.
En todo caso, el hombre, extremando el símbolo de Lewis Carroll, habría atravesado su propia imagen del espejo para caer del otro lado de su ser.
MICROMEGAS Y OTROS XENOIDES
Micromegas, el xenoide de Voltaire (Micromegas, sátira sobre la insignificancia del hombre, escrita en 1752), tenía ocho leguas de alto y una cintura de cincuenta mil pies. Siendo muy niño (tenía entonces 250 años) ya superaba las cincuenta proposiciones de Euclides, "que son dieciocho más que hizo Blas Pascal". (Sigo la confusa traducción del abate Marchena). Salido apenas de la infancia, Micromegas, de edad de 450 años, compuso un libro que motivó su expulsión de Sirio por un tiempo adecuado a la vida de esos xenoides, que en el caso se redujo a ocho siglos. En este libro el autor trataba de establecer la identidad sustancial de las pulgas de Sirio con la naturaleza de los caracoles. Tal herejía lo hizo acreedor al exilio.
La estatura de Micromegas puede inferirse de un solo detalle. Cuando el xenoide llega a la Tierra, el océano sólo le mojaba los talones. Pero él estaba acompañado por un "enano" de Saturno que medía dos mil varas. A éste el agua le llegaba a la "media pierna". Para poder ver a los terresianos deben hacerlo a través de los diamantes del collar de Micromegas. Y para poder oírlos, el gigante se corta la uña del pulgar y se fabrica una bocina. De esta manera pudieron establecer el diálogo con los terresianos, a quienes Voltaire, por intermedio de sus personajes, llama despectivamente "especie ruin", "insectos vanidosos", "átomos infinitesimales, invisibles". Y comienza la confrontación. Los conceptos se desplazan hacia la vida, la guerra incesante, y la muerte. A Micromegas le parece imposible que tales seres despreciables tengan ideas. De pronto, para demostrar su inteligencia, los átomos-insectos (estos hombres que nada significan) le plantan al habitante de Sirio un árbol en el culo, y le dan la medida de su estatura ("nuestros filósofos le plantaron un árbol muy grande en cierto sitio que Swift hubiera nombrado pero que no me atrevo a mentar por el mucho respeto que tengo a las damas"3). Micromegas, aturdido, les promete un libro sobre el misterio del universo. Cuando los terresianos lo abren en la Academia de Ciencias de París, se hallan con las páginas en blanco. La inferencia simbólica no podía ser más precisa. Nadie sabía nada, premisa de Nicolás de Cusa en el siglo xv.
Mucho antes de que Voltaire escribiera su Micromegas, ya circulaba (comienzos del siglo XVIII) el sueño de Gathemby, extraído del The White Lizard. En este sueño, el protagonista solía ver una sombra que se blanqueaba lentamente hasta posarse sobre las almenas del castillo, adquiriendo la forma de un lagarto. Era una sombra densa que cambiaba de color sobre los muros.
El sueño se repitió tres noches. En la tercera, Gathemby se levantó en estado de sonambulismo y se acercó a las almenas. En ese instante, una muerte misteriosa selló sus ojos. Al día siguiente, al lado del cadáver, hallaron una hendidura que semejaba la huella gigantesca de un lagarto.
Cincuenta años después, una mujer de Yorkshire, de nombre Mary Connally, observó durante la semivigilia (digamos más bien que fue una visión) que un rostro sin cuerpo, pero con alas, atravesaba las paredes para anunciarle el fin de su pobreza. A los tres días, camino de la parroquia, halló un niño abandonado en el umbral de un caserón deshabitado. Lo adoptó, pese a la escasez de medios con que vivía. Su vida se transformó rápidamente. El niño fue médico, y lo armaron caballero.
Ella que era viuda y extremadamente joven, fue llamada a la corte y se convirtió en una dama.
En ambos casos, el de Gathemby y el de Mary Connally los xenoides actuaron como mensajeros de un hecho que debía cumplirse fatalmente. No puede hablarse de premonición. Pero es indudable que hay una estrecha relación entre la videncia onírica y el sueno posterior.
LOS CRISTALES LUNÁTICOS
Es posible que el tema de los cristales soñadores haya servido a muchos autores antiguos y modernos. Uno de ellos podría ser Galileo. Otro, Lewis Carroll. Un tercero, Theodore Sturgeon, quien creyó ver en los cristales un espíritu creador semejante al del hombre (The dreaming jewels). Ibn Ezra (en el siglo XII) soñó que lloraba ante un vidrio que se convertía en espada por efecto de sus lágrimas. Siré Yehudá ben Semuel ha-Leví creyó ver en las aguas del Génesis (I, 2) el espejo inmenso que le serviría al hombre para alimentar sus sueños.
La humanidad siempre ha soñado con lo más débil. Pero en Los cristales lunáticos, cuento de John Batharly que data de 1964, el tema es distinto. Incluye el sueño de la destrucción de todos los sueños. Es el instante en que el hombre advierte que ha sido víctima de sus propios sueños. Para redimirse tiene el último sueño, el sueño total. Sabe (no podríamos negarlo) que los sueños sólo se anulan con otros sueños. Doy libremente la primera parte:
La Tierra era una llaga que aún enrojecía, una mancha que perdía color y que algún día habría de disolverse totalmente en el espacio. Varias explosiones atómicas y el ataque final de los marcianos habían hecho del globo terráqueo un recuerdo piadoso que se perdía en las inabolibles galaxias del universo. Nueva York, París, Londres, Moscú, las grandes capitales eran ya pequeños puntos incandescentes que se dispersaban, cruzados por los meteoritos que devoraban el espacio. Pero ellos, Betina y Rolan (llamados respectivamente Mujer 7.007 y Hombre24.111) se habían salvado llegando a Marte en el único cohete que les quedaba a los terresianos. Hacía diez años que estaban en el Desierto de la Esfinge, rodeados de cráteres asfixiantes que servían a los marcianos para enfriar las cosmonaves. Cuando descendieron les ajustaron los cristales lunáticos y desde entonces caminaron por el desierto metidos en sendas esferas transparentes, llenas de oxígeno, que les cubría el cuerpo hasta la cintura. Sólo podían mover libremente los brazos y las piernas. Cuando necesitaban alimentarse se allegaban a una Estación Alimentaria y un robot les infundía cierta mezcla de gases aromáticos por uno de los orificios del cristal lunático. No podían amarse según las costumbres terrestres. Tampoco podían besarse porque esto exigía la rotura de la esfera. Y la rotura llevaba a la muerte por falta de oxígeno. Sólo podían soñar oprimiendo uno de los botones de la esfera. Entonces los cristales lunáticos se cubrían de imágenes que se ordenaban según el deseo de cada uno.
La historia se interrumpe. Siguen unas líneas incongruentes en las que Batharly dice que Betina y Bolán, burlando la vigilancia marciana, lograron amarse de acuerdo con la antigua costumbre terrestre. Copio ahora el final de la historia:
Al día siguiente Betina y Rolan (números 7.007 y 24.111) fueron conducidos a la orilla del cráter que mediaba entre el Desierto de la Esfinge y el mar del mismo nombre. Iban a ser precipitados en uno de los abismos gélidos, enrojecidos de Marte. Los marcianos, en doble fila que se abría circularmente, esperaban la ejecución de los últimos terresianos.
―¿Cómo será esta muerte?―preguntó Betina.
Pero antes que Rolan contestara, vieron al verdugo que avanzaba hacia ellos con un punzón y un martillo. Entonces comprendieron la clase de muerte que les estaba asignada. Uno o dos golpes serían suficientes para perforar los cristales lunáticos. Entonces perderían el oxígeno y moriría por asfixia al mismo tiempo que serían precipitados al abismo.
―Dame la mano―dijo Rolan.
El verdugo había apoyado el punzón (un punzón doble en forma de triángulo) sobre las esferas de Betina y Rolan. El martillo, levantado, ganaba impulso para caer sobre los cristales. Faltaba un segundo para producirse el impacto. Pero en ese instante, movidos por la misma idea, Betina y Rolan oprimieron el botón de la esfera que dejaba crecer el sueño. Los cristales lunáticos se cubrieron con las imágenes de un idéntico deseo: el hijo que se mecía en las entrañas de Betina, emergía desde el abismo destruyendo a los marcianos. Cuando se precipitaron en el cráter, Betina y Rolan alcanzaron a ver, en los fragmentos suspendidos de los cristales, que Marte y todos los planetas eran tantas partículas rotando hacia las galaxias.
LA SERPIENTE DE PAFLAGONIA
En prosa testimonial, después de poner en duda a los oráculos, Fray Benito Jerónimo Feijóo, nos cuenta en su célebre documento de 1712, el paso que transcribo a continuación introduciendo algunas variantes sin importancia.
En tiempos de Luciano (siglo n), un tal Alejandro Abociotiquita, hombre de astucia prodigiosa, fundó en Paflagonia el oráculo de Esculapio. Sirvióse para este efecto de una. serpiente mansa de Macedonia, a la cual había criado. Después se encargó de hacerle creer a la gente que en ella residía la deidad. Al poco tiempo Alejandro Abociotiquita recibía en cédulas selladas las consultas que le formulaban, y al otro día volvía con ellas, selladas en la forma que se las habían entregado (debajo de la pregunta la respuesta), porque poseía un procedimiento secreto para abrirlas sin romper el papel ni el sello. Como esto se atribuyera á los milagros indubitados de Esculapio, el oráculo voló de fama en fama por todas partes, de modo tal que aun desde Roma venían a Paflagonia para consultarle. Las respuestas siempre tenían alguna ambigüedad artificiosa. Pero Alejandro Abociotiquita, con maravillosa prontitud de ingenio, se despachaba sobre cualquier suceso. He aquí un ejemplo, Rutiliano, hombre principal de Roma, le preguntó qué ayos señalaría a un tierno hijo suyo, y la serpiente (en Realidad Alejandro Abociotiquita) respondió que a Pitágoras y Hornero, muertos hacía siglos. El sentido natural de la contestación era que el niño se aplicase a la doctrina de aquel filósofo y a la lectura de este poeta. Pero el niño murió antes de poder hacer ni lo uno ni lo otro, y, reconvenido Alejandro Abociotiquita por el afligido padre, aquél lo satisfizo diciendo que Esculapio, al señalar a dos muertos por ayos de su hijo, le había vaticinado con mucha claridad su muerte prematura, ya que luego iría a gozar sus documentos al otro mundo.
La historia, a pesar de este relato, se continúa. Y nuevamente recurrimos a la erudición de Ajiajarilbj.
Amenazado Alejandro Abociotiquita de ser llevado ante los jueces, se cocinó a la serpiente de Paflagonia (Alejandro era un paflagón) y esperó tranquilo a sus enemigos. Cuando volvió por tercera vez Rutiliano contrariado por la ausencia de la serpiente, aquél le contestó: "Esculapio estaba triste y necesitaba un plato fuerte para curarse. Vino en persona al templo (se corporizó verticalmente) y al ver a la serpiente se la engulló con sal y afrodisíacos. Después se acostó en el suelo para hacer la digestión, y cuando yo vine ya se había evaporado."
Ante la ausencia de la serpiente de Paflagonia, los jueces, respetuosos de la ley, no pudieron condenar al paflagón Alejandro Abociotiquita.
SOBRE LA ESTAFA
La primera estafa fue cometida en el paraíso, y estuvo a cargo de Satanás. La víctima se llamó Eva. Ese árbol del bien y el mal―dijo la Serpiente―, puede hacerte tan poderosa como Jehová. Sus frutos están a tu alcance. No fueron nada más que unas palabras. Muy pocas. Las imprescindibles para socavar la estructura sicológica de Eva. Y ésta fue engañada. Arrancó el fruto. Pero no se vio poderosa ni divina como Jehová. Sólo advirtió la propia desnudez, y echó a llorar. Adán, para no perderla, probó también del mismo fruto. El bien y el mal comenzaron a debatirse en la invención del hombre. Satanás había estafado una porción de la divinidad con menos de veinte palabras. Iracundo, Jehová se dirigió a la Serpiente con estas palabras: "Andarás arrastrando sobre tu pecho" (Génesis, III, 4). Y la Serpiente, que hasta entonces caminaba erecta, perdió su verticalidad y se arrastró por los caminos. A partir de ese instante el mundo se pobló de estafas. El hombre para sobrevivir y enamorarse repitió el primer engaño del Génesis. Uno de los más célebres es el de la mujer de Putifar. Enamorada de su esclavo José, lo despojó un día de la túnica y se le ofreció para yacer con él. Pero José huyó. Rechazó a la adúltera. Cuando vino Putifar, lo engañó de esta manera: "entró donde yo estaba, con el fin de forzarme; mas como oyó gritar, soltó la túnica que yo tenía asida y huyóse afuera (Génesis, XXIX, 17).
Terencio, en el siglo n antes de J. C, posibilitó un concepto que podríamos modificar y trasladar a la estafa: la persona que se estafa a sí misma. Lo hallamos en aquel célebre cuento de "El collar de brillantes" (Contes et nouvelles, 1885) de Guy de Maupassant. Recordemos el argumento. Una amiga le presta a la señora de Loisel un valioso collar de brillantes para que concurra a cierta fiesta ministerial. Lo pierde sin embargo al retirarse. Y como hay que devolverlo, el marido busca otro collar parecido por el que le piden una suma fabulosa. Pero éste recurre al pequeño capital que posee y pide prestado el resto por el cual debe firmar algunos documentos y aceptar el pago de intereses. El nuevo collar es entregado a la amiga en sustitución del primero. La señora de Loisel, por su parte, para ayudar a saldar la deuda contraída, renuncia a la criada y se dedica al trabajo personal de la casa. Se levanta todos los días muy temprano, cocina, lava incansablemente, va al mercado, regatea, pelea con todo el mundo. Su rostro juvenil comienza a llenarse de arrugas. Los meses se le filtran como gotas de sudor. El tiempo se le acumula, la devora. Y en esta privación transcurren diez años, al cabo de los cuales ella y él logran pagar la deuda. Un día la señora de Loisel se encuentra en la calle con la señora de Forestier, la misma que le había prestado el collar. Pero la Loisel están tan vieja, tan irreconocible, que debe presentarse y decir que era la amiga a quien le había prestado el collar diez años atrás. Después, llena de orgullo, le cuenta sus penurias, la angustia de contraer una deuda para adquirir un collar en sustitución exacta del que se había perdido, y el sacrificio que significaba un plazo tan largo en oposición con la miseria. La señora de Forestier se llena de asombro. Acaso llora. El collar que le había prestado entonces era una simple imitación sin valor alguno.
Las formas de la estafa son infinitas. Estafa el Cid Campeador a los judíos Raquel y Vidas cuando les garantiza el cumplimiento de un préstamo con dos arcas llenas de arena. Y estafa el Dux de Venecia al judío Shylock cuando le ofrece el puñal para que extraiga de Antonio una libra de carne lo más cercana posible del corazón, sin derramar ni una sola gota de sangre ni un gramo de más ni de menos de carne, puesto que tales circunstancias no se habían pactado para el caso de incumplimiento del préstamo. La ira de Ihering (La lucha por el derecho, cap. IV) probó este fraude de la historia jurídica, elevado a categoría de axioma imprevisible por el genio de Shakespeare en El mercader de Venecia. También Clodoveo, en el siglo vi, estafa a uno de sus guerreros cuando le saca el hacha y se la arroja al suelo diciéndole que estaba sucia. El guerrero se inclina para levantarla, y Clodoveo que había ocultado sus intenciones, le parte la cabeza en dos. En la Spyes History (1638) de Richard Parnell, el Espíritu de las Tinieblas reprocha a Fergen porque había cabalgado con toda su escolta hasta el infierno. Éste les ha callado su designio de ir en busca de la muerte. Es la estafa del poder, al lado de la cual sobreviven otros engaños colaterales. Su derivación podría ser la estafa del sentimiento, como puede verificarse en Adán Buenosayres (1948), de Leopoldo Marechal, o en Pedro Páramo (1948), de Juan Rulfo. O bien en el capítulo LXIV de Un hombre de papel (1964), de Bernardo Verbitsky, cuando el protagonista se estafa a sí mismo creyendo en la bondad del hombre, situación límite también estructurada en Zama (1956), de Antonio Di Benedetto.
En esa inabolible, inacabable defraudación que en Francesco Carrara asumía las "formas de la hidra" (Programa del corso di diritto crimínale, 1859) existen otras especies no menos previsibles: los estafadores de la cultura, los que simulan poseerla, como en El hombre mediocre (1913), de José Ingenieros, o en Estafen (1932), de Juan Filloy. Y a su lado, los que basan sobre el miedo la estafa del poder que Aristóteles llamaba tiranía. En esta línea, tan frecuente desde Aristófanes (Los caballeros), cabría mencionar El señor presidente (1952), de Miguel Ángel Asturias.
EL PRINCIPIO DE INDETERMINACIÓN EN LA CIENCIA-FICCIÓN
Dos inferencias podríamos extraer del Satni Khamois (siglo III a. de J. C): la del destino del hombre y el principio de indeterminación que Occidente habría de descubrir con la física cuántica en el siglo xx. Ambas inferencias son, inclusive, los signos en que los grandes autores occidentales integran sus relatos de ciencia-ficción. Entre estos autores es ineludible Howard Phillips Lovecraft en cuyo fantástico Necronomicón que atribuye al inexistente árabe Abdul Alhazred del siglo VIII, existen los Shoggoths, "masas protoplásmicas multicelulares", que los Grandes Antiguos de "cabeza estrellada", habían creado para sustituir sus movimientos. A su vez, estos Grandes Antiguos eran seres espaciales que habían llegado al planeta cuando la vida humana no existía. Esperaban el instante para apoderarse de la Tierra. El relato puede rastrearse en muchos de sus libros y, especialmente, en At the Mountaines of Madness (1931). Al lado de Lovecraft estaría Olaf Stapledon, en cuyo Star Maket (1937) recorre la pluralidad de los mundos, la del espacio y el tiempo cuyas dimensiones verifica, para decirnos después que su descripción "de la Otra Tierra no es posiblemente más falsa que las páginas que nuestros historiadores han dedicado al pasado del horno sapiens". Y junto con estos autores, en la misma línea, Theodore Sturgeon, Ray Bradbury, Richard Matheson, Arthur C. Clarke, Isaac Asimov y otros entre los más notables, cuando ya la ciencia-ficción era una tendencia inabolible. El único escritor del pasado que podríamos rescatar para completar esta lista, sería H. G. Wells, autor de El mundo liberado, una novela publicada en 1913, no traducida aún, en la que anticipa la revolución energética de la bomba atómica y la guerra por el átomo.
En todos los autores occidentales de ciencia-ficción el principio de indeterminación, observado por Werner Heisenberg, compañero de Niels Bohr y Premio Nobel de Física en 1932, ha sustituido el de la causalidad cuyo concepto ha regido el mundo de la naturaleza desde Newton hasta nuestro tiempo. Este principio de indeterminación proclama el dinamismo contra el estatismo de las leyes causales. Destruye las suposiciones deterministas, como aquélla de la nebulosa de Laplace. Está basada en la teoría de los cuantos (quanta) cuyo descubrimiento inició Max Planck al formular su concepto, desarrollado y defendido también por Einstein, de la discontinuidad de la energía.
La causalidad, esa relación de causa y efecto (sigo a Heinsenberg) ya había sido estudiada por la escolástica, continuadora de Aristóteles. Según ésta había 4 formas de causa: la causa formalis, referente a la estructura o contenido espiritual. La causa materialis, o la de la materia de que se hallaba compuesta una cosa. La causa finolis o la del fin a que una cosa está destinada. Y la causa efficiens, o la causa en acción. Estos conceptos desaparecen como imprescindibles, pero no excluyentes, en la física actual. Si el átomo radiante, según lo demostró Max Planck, no emite su energía con relación a una continuidad, sino a una discontinuidad, es decir, "a golpes", la ley más apropiada sería la de indeterminación. La teoría del los cuantos, dice Heisenberg, obliga a formular toda ley como una ley estadística. Existe, por tanto, un probalismo, dentro del cual debe calcularse el efecto. Luego dice de modo irreversible: "Las leyes de la teoría de los cuantos han de tener carácter estadístico. Sea un ejemplo: sabemos que un átomo de radio puede emitir rayos alfa. La teoría de los cuantos puede indicarnos la probabilidad por unidad de tiempo, de que una partícula abandone el núcleo pero no puede predeterminar el instante preciso en que ello ocurrirá (... ). Los diferentes experimentos que demuestran la naturaleza ondulatoria de la materia atómica, y a la vez su naturaleza corpuscular, nos obligan, para salvar su paradoja, a formular regularidades estadísticas".
Este moderno principio de indeterminación subyace en todos los grandes escritores de ciencia-ficción. A él se deben las máquinas del tiempo, los xenoides que habitan los espacios orbitales y acechan el planeta, los cerebros acoplados a un mecanismo como el Cyborg, las imágenes que atraviesan la materia y los monstruos electrónicos que se independizan de su creador y lo devoran.
Pero al lado de ese principio que pregona la decadencia de un mundo periclitado, el autor de ciencia-ficción adhiere al conflicto del hombre y se compromete con su destino. En El Hombre Ilustrado (The Illustrated Man, 1952) de Ray Bradbury, descendiente de Mary Bradbury, sometida en Salem a un proceso de brujería en el siglo xvii, se nos habla de los últimos ejemplares salvados del fuego en el año 2120. He aquí la lista: Cuentos de misterio e imaginación, de Edgar Alian Poe; Drácula, de Bram Stolcer; Frankestein, de Mary Shelley; Otra vuelta de tuerca, de Henry James; La leyenda del valle del sueño, de Washington Irving; La hija de Rapaccini, de Nathaniel Hawthorn; Un incidente en el puente del arroyo del Buho, de Ambrose Bierce; Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll; Los sauces, de Algernon Blackwood; El mago de Oz, de L. Frank Baum; La extraña sombra sobre Insmouth, de H. P. Lovecraft. Y libros de Walter de la Mare, Wakefield, Harvey, Wells, Asquith, Huxley. "Todos quemados el mismo día (...) en que prohibieron la Navidad".
En Farenheit 451, escrita para ridiculizar la manía persecutoria del senador Joe MacCarthy, Bradbury pone en boca del bombero Guy Montag, el protagonista, la siguiente frase que sintetiza su oficio: "Es un hermoso trabajo. El lunes quemar a Millay. El miércoles, a Whitman. El viernes, a Faulkner. Quemarlos hasta convertirlos en cenizas. Luego quemar las cenizas. Ése es nuestro lema oficial". Farenheit 451 es la temperatura en que arde el papel. Este ejemplo y el de El Hombre Ilustrado, a los que podríamos agregar muchísimos más, contenidos en sus relatos marcianos (The Martian Chronicles, 1950), son la metáfora de un mundo alucinado que abomina del hombre. El autor de ciencia-ficción sale a su encuentro en la apertura de otro mundo donde el sabio y el poeta se sentarán a la mesa de la sabiduría para reivindicar sus fueros inalienables.
Sé que mi tesis sobre el principio de indeterminación es discutible en la medida en que pretendo hacer de éste un signo de los escritores occidentales de ciencia ficción. Pero si accedemos a los grandes testimonios de la ficción científica rusa, nos hallaremos con que sus estructuras lineales, adscriptas más a lo científico que a la imaginación creadora, están ligadas herméticamente a las leyes causales. Tales testimonios podríamos hallarlos en Un huésped del cosmos (1948), de Alexander Kazantsev, y en La balada de las estrellas (1954), de Genrilc Altov y Valentina Juravleva. En el primero asistimos a los efectos de esa huella atómica en el planeta, dejada por la explosión (en el aire) de una cosmonave de seres extraterrestres, sobre la taiga del Tunguska, en 1908. (Kazantsev habla de una "nave marciana" y explica científicamente la vida de ese planeta). En La balada de las estrellas comparecemos a una futuridad en que el poeta y el sabio se funden en una sola intención para detectar la escalada de la próxima transformación. Pero ambas obras siguen, como en una instancia fetichista, el principio riguroso de la causalidad que impide a sus autores la apertura hacia otras imágenes que pueden provocar el crecimiento de lo maravilloso.
Nota
Esta tesis fue presentada en la II Convención Nacional de Escritores de Ciencia-Ficción, reunida en Mar del Plata, en 1968. Fue impugnada por Francisco Porrúa, Pablo Capanna, Alfredo J. Grassi y Alberto Vanasco. Pero sus argumentos no pasaron de ser enunciativos. Sería muy importante continuar el tema.
Bibliografía
Werner Heinsenberg: Les principes physiques de la theórie des quanta (1932); Niels Bohr: La théorie atomique et la descriptíon des phénomenes (1932); Jean Ulmo: Remarques sur le hasard (Revue de Questions Scientifiques, 20 oc. 1953); Louis de Broglie: ¿La physique quantique restera-t-elle indeterministe? (1953); Dirac: Principies of Quantum Mechanics (1930); Robert Magidoff: Russian Science Fiction (1963); Kingsley Amís: New Maps of Hell (1962); H. G. Wells: The Empire of the Ants (1905); y Fredric Brown: Star-Shine (1958).
NUEVA VERSIÓN DEL LABERINTO
Asesinado el supuesto Minotauro que Pasífae, casada con Minos, había tenido con el Toro de los dioses, y salvado ya Teseo por el hilo de Ariadna, el héroe buscó a Dédalo, el constructor del Laberinto, y le dijo: "Supongo que nadie sabía que el verdadero Minotauro eras tú".
Es posible que la requisitoria de Teseo no sea correcta. Pero ya en el siglo iv a. de J. C. no se creía en la historia tradicional del Laberinto. Teseo conocía a Dédalo y estaba enterado por éste de las felonías de Minos, quien para satisfacer la monstruosidad del Minotauro, su hijastro sacrílego, exigía a los atenienses, todos los años, siete mujeres y siete hombres jóvenes que en definitiva eran destrozados en la violencia sexual. Pero Dédalo había construido el Laberinto a modo de diagonales, con planos convexos y espejos parabólicos detrás de los cuales quedaban dispersos los prisioneros para dificultar la acometida del Minotauro. Hallar una víctima insumía cerca de un mes. Él monstruo se movía en cualquiera de las doce principales diagonales que se multiplicaban por otras doce. Avanzaba, se perdía, retrocedía, volvía a encontrarse con su propia imagen y seguía el rastro que le indicaba el olfato. Cuando daba con el prisionero lo llevaba a su cavidad favorita y le hacía el amor. Dédalo, el único que podía entrar en el laberinto, según el falso Apolodoro (Tractatus de hereticis, 12 b, 17 ), raptaba las prisioneras más hermosas y luego, satisfecho, las dejaba en el mismo lugar para que el Minotauro cumpliera su monstruosidad. Los crímenes se cumplían en doce meses. De ahí la imposición de Minos para que todos los años se renovara el sacrificio. Si Minos no lo hubiera hecho, el Minotauro habría buscado la salida para destruir a Creta.
Teseo también estaba enterado de la connivencia criminal de Dédalo. Pero temía extraviarse en el Laberinto y ser una de las víctimas del Minotauro. Para evitar este inconveniente, fingió estar enamorado de Ariadna, la hija de Minos, y ésta, después de explicar la estructura del Laberinto, le facilitó un hilo de oro para que, cumplida su misión de matar al Minotauro, saliera indemne de la fortaleza.
He aquí el final del Minotauro. Siete espejos parabólicos multiplicaban la imagen de Teseo ante el monstruo. "No sé dónde estás. Pero tienes una espada y eso indica tu clara intención de matarme". La espada de Teseo se alzó sobre el monstruo y siete puntas de fuego apuntaron sobre el testuz. Pero el Minotauro también estaba multiplicado por siete, y una estocada en falso implicaría la derrota del héroe. "Baja la espada―le dijo el Minotauro― . Sólo traspasarás un espejo. La diagonal sobre la que se hallan tus pies, no indica la dirección de tu mano". Teseo comprendió la astucia y el coraje del Minotauro, su placidez ante una muerte cercana. No se dejó engañar. Si agachaba la cabeza para verificar la diagonal (sólo había una que determinaba la dirección posible), la víctima sería él y no el monstruo. Pero Teseo sabía instintivamente que se hallaba en la línea de la muerte, y el Minotauro, impotente ya su dialéctica, debió admitirlo, porque dijo: "Antes de descargar tu espada, piensa en Dédalo. Él, y no yo, es el único culpable del Laberinto". La frase era ambigua, pero Teseo ya no tenía tiempo. Hundió la espada en el testuz y el Minotauro se desplomó. La sangre corrió por el Laberinto y adhirió al hilo de oro que Ariadna le había dado a Teseo. No hubo un solo gesto, ni una voz. El rostro bestial del Minotauro se había humanizado como si se hubieran invertido sus dos naturalezas.
EL EMPERADOR DE LA CHINA
Chin Shi, médico y, emperador de China, tenía dos espejos: uno metálico y otro de cristal, con los cuales veía al trasluz el cuerpo de los pacientes. Un día, por un tercer espejo, Chin Shi vio en el interior de su propio cuerpo. Una línea roja y horizontal cruzaba su pecho. Al día siguiente sus ministros lo hallaron desangrado con un puñal hundido en el corazón. Entonces convocaron al pueblo, y desde uno de los balcones del palacio imperial, dijo el heredero: "Nuestro amado inmortal emperador, tuvo una visión. Ahora descansa en el cielo".
LA NINFA RUBIA
En el siglo vi antes de Jesucristo, un constructor de Efeso se acopló las alas de un águila y se adormeció en una colina. Soñó que volaba hacia la región de Zeus, donde el gran dios lascivo le entregaba una ninfa rubia y un tizón y luego lo precipitaba en una zona obscura. Cuando despertó, su cuerpo estaba llagado. Acaso el sol... O algún otro elemento.
SOBRE EL FIN DE LOS TIEMPOS
I. Los textos heréticos
En el De oiris (siglo I), confusa historia del alma como instancia teriomórfica, hay dos líneas sobre las cuales han disentido los eruditos. Son dos líneas aparentemente incongruentes (acaso una interpolación en el texto general) donde algunos han querido ver un monstruo de ocho extremidades que anunciaría el fin de los tiempos. Salvo en este sentido de destrucción, estoy en total desacuerdo con la interpretación. He aquí el texto, cuya traducción doy literalmente: "Movía un pie y luego el otro, y una mano y después la otra, pero del otro lado la masa blanda y grisácea que gobernada sus extremidades, destruyó el mecanismo" (lib. I, 7). El texto no es tan hermético como aparece de primer intento. Se trata, en realidad (repito lo que dije en otro momento al referirme sobre el tema) de dos seres distintos. El primero (la palabra mecanismo es incontrovertible) haría una referencia anticipada a lo que en este siglo entendemos por Robot. Tiene cuatro extremidades y no más. Las otras cuatro pertenecen a un segundo ser que sería el Cyborg. Obsérvense en el texto las palabras masa blanda y grisácea. Se trata, por tanto, de una lucha, hacia el final de los tiempos, entre Robot y Cyborg. Robot es una palabra checa que significa trabajo. La difunde el checoslovaco Karel Capek en R. U. R. Rossum's Universal Robots (1902). Cyborg es una palabra que deriva de "cibernética" y "organismo". Puede definirse como un cerebro vivo conectado a un mecanismo. El texto del De viris es, pues, una profecía de que al final de los tiempos se enfrentarán dos monstruos: Robot, ya liberado de su creador, y Cyborg que se conduciría con reflejos condicionados. La destrucción, sin embargo, no sería contenida. Cualquiera fuera el vencedor, el planeta se desintegraría.
En tiempos casi míticos, Garuda fue llevado en la espalda de un monstruo para anunciar la destrucción de la humanidad. Esta leyenda que fue relatada por Ibn Shmuel Almasri en el Zekele 39 (siglo XII), fue confirmada por Alain Bergier en La septiéme nuit (1780) al relatarnos la leyenda de Ahashverus como una totalidad de años en disminución hasta la extinción total. Pero éste introduce una variante. Garuda se convierte en la Garra de la Tiniebla cuya misión es la de someter al hombre cubriéndolo de obscuridad. La Garra, a su vez, nace de la luz. Y la luz penetra en el cuerpo del hombre para precipitarlo lentamente en las tinieblas. Le da todos los tiempos de la luz. Pero también toda la obscuridad que correspondía a esos tiempos. Extinguidos los tiempos, el hombre se precipita en la destrucción o la obscuridad total.
Heráclito, menos profético, imaginó en el siglo v a. de J. C. la destrucción armónica (Frag. 8, Aristót., Eth. Nic, IX, 2, 1155 b 14). Pensó que el tiempo se aniquilaba a sí mismo para objetivarse en otra instancia temporal. Introdujo el fervor en la autoaniquilación. Aristóteles, influido por el filósofo de Efeso, creyó ver la misma ley de la destrucción necesaria para la existencia del cosmos (Eth. Eud. 1235 «25). Hegel y Marx, descendientes de la dialéctica heraclítea, fundaron en la destrucción un sistema para el hombre. Pero ninguno de los dos advirtió que sus construcciones, al fundar la irreversibilidad del tiempo, pregonaban a su modo el fin del mundo. El historicismo (incluidos Toynbee y Spengler), pasó a ser un vaticinio sobre el hundimiento de la humanidad. Pero el fin de los tiempos ya estaba previsto en Isaías ("los cielos se arrollarán como un pergamino",Libro de Isaías, XXXIV, 4) y en San Juan, el desterrado de Patmos ("con el humo de este pozo quedaron obscurecidos el sol y el aire", Apocalipsis, IX, 2).
Pero el hombre no quiso morir. O en todo caso pretendió vivir aún en la misma muerte, como lo prueba el Libro de los muertos (1550 a. de J. C.) cuando los habitantes de las tinieblas se dirigen a Toth con estas palabras: No queremos ser borrados ante tus ojos (c. 175). Para evitar esta muerte los sumerios imaginaron la inmortalidad en la Epopeya de Gilgwnesh (2000 a. de J. C.). Gilgamesh se arroja a los abismos del mar de la muerte para extraer la hierba de la vida. Y ya obtenida ésta, una serpiente se la arrebata y huye dejando sobre el camino su antigua piel. Gilgamesh sabe desde ese instante que el hombre perecerá. Pero se queda con el signo. El hombre, como la serpiente, puede perder su piel. Y desde ese instante renacerá y comenzará un nuevo ciclo.
Quizás los tiempos han perimido. La Tierra puede destruirse y volver a renacer. Y este renacimiento será de otra Tierra. De otro planeta y con otros tiempos. Una galaxia podrá perderse en el cosmos en tanto otra galaxia pueda encenderse. El hombre, juguete imprevisible, dueño del secreto cósmico, verá caer, sin embargo, cada uno de los tiempos que lo exaltaron.
Hay una leyenda menos pesimista, la de los Nueve Desconocidos (siglo ni a. de J. C.) cuyo Libro I formula la mayor de las angustias: ocultar la ciencia para que no perezca el hombre. Esta blasfemia ha sido rechazada. ¿Qué será el hombre sin la ciencia? ¿Pero qué será el cosmos con la ciencia? El viejo mito de la caja de Pandora es ahora un signo que gira en los espacios orbitales.
II. El ciclo de las destrucciones
La muerte y la destrucción constituyen un tema obsesivo. El fin de los tiempos se reabsorbe en esta instancia. Pensando así advertí de pronto que podría agregar una nota a mi trabajo anterior, tomando como base algunas referencias que yo había elaborado para otro libro. Robot y Cyborg, indudablemente, están en el origen de el fin de los tiempos. Cuando ellos se enfrenten, el hombre vislumbrará su propia destrucción. Primeramente aparecerán los vaticinadores. Nos enteraremos, por ejemplo, que la muerte fue concebida en el siglo XII como un fantasma que avanzaba en el torrente sanguíneo. El fantasma luchaba por salir. Buscaba el olfato, los ojos y el cerebro. Ya en el exterior, según Rolando de Agrigento, el hombre que lo había poseído se enfrentaba con él y moría. El fantasma se convierte a veces en una premonición. Y es posible que nunca haya sido más que eso: un obscuro sentimiento, no siempre de terror. Así, en la Spyes History (1638) de Richard Parnell, Fergen sabe que va a morir a manos de sus enemigos. Pero también sabe que él no podrá evitar el destino. Entonces avanza con su escolta esperando la muerte (como Facundo Quiroga miles de años después). Cuando el espíritu de las Tinieblas le pregunta por qué ha corrido a su propia destrucción en compañía de su escolta, contesta: "Trayéndolos a tu reino de tinieblas obtendríamos la luz inmortal que enceguecería a mis enemigos".
De pronto la muerte se concreta en una estructura sádica. Se reitera como una pesadilla. Todas las Boches, en la epopeya de Aboulkasim Firdousi, poeta persa del siglo X a. de J. C, el cocinero del rey Zohak asesinaba a dos jóvenes y les extraía los sesos con los que preparaba un alimento para aquél (Libro de los reyes, c. IV). En el siglo xv, anterior al advenimiento de Jesucristo, Garuda fue llevado en la espalda de un monstruo para anunciar la destrucción de la humanidad. La frase está contenida en el Zekele 39, de Ibn Shmuel Almasri (historia del siglo XII ): Todo caerá y la luz del hombre se convertirá en obscuridad. Jean de Bertillon, el "Falso Mística", condenado a la hoguera en el siglo XIII, dirá un momento antes de morir: "La obscuridad tiene 39 estadios. Después del último adviene la luz". Ésta fue su interpretación sacrílega del Zekele 39, sobre cuyas posibilidades apocalípticas había escrito un año antes su Et lux jacta Zekelis (1278), que le valió la primera acusación de blasfemo porque se oponía a la destrucción del mundo anunciada por Isaías (XXXIV, 1-4) y el desterrado de Patmos (Apocalipsis, VIII, y IX, 1-2).
De la muerte individual se pasará a la muerte de todos. Ya no será la destrucción de uno, sino la destrucción total. Ezra Pound (A Draft of Cantos 17-28, 1928) imaginará la destrucción de la tiranía: "Aquel tabarish .. . Se levantó y destruyó la casa de los tiranos". Lautréamont, confundiendo a Dios y el Tiempo (el viejo Cronos), escribirá con acento terrorífico: "Devoró enseguida la cabeza. Luego las piernas y los brazos. Por último, el tronco hasta diluirlo porque trituraba los huesos. Y así continuamente durante todas las horas de su eternidad". También se destruirán los que se acoplan al sexo sin amor, sintiéndolo sólo como objeto. Tal podría ser el pensamiento de T. S. Eliot en el "Sermón de fuego" (The Vast Land, III). Y aun los "muertos-vivos" de Nelly Sachs (In der Wohnungen des Todes, 1947), rescatados de los campos de concentración.
Después, el preludio para todos los finales, la crónica que algún día se perderá detrás de la destrucción: 10.000 grados de calor a las 8:15 de la mañana en la plaza de la Paz, en Hiroshima. Era el 6 de agosto de 1945. El hombre que lanzó la bomba atómica se llamaba Thomas Farrel, y la superfortaleza que la condujo, llevaba estos nombres: B 20, Enola Gay. Dentro de la bomba había una historia invisible. El primer capítulo quedaba referido a Einstein, cuya fórmula de la energía (la energía es igual a la masa por el cuadrado de la velocidad de la luz) había abierto el camino para desintegrar la materia. El segundo capítulo, a Enrico Fermi y otros sabios que construyeron los reactores atómicos. El tercero, a Robert Oppenheimer que fabricó la primera bomba atómica. Fueron 10.000 grados de calor, y en un instante perecieron más de doscientos mil habitantes. Algunos se volatilizaron. Se convirtieron en pieles que giraban en derredor del hongo atómico que devoró la ciudad de Hiroshima entre 6 y 8 kilómetros a la redonda desde el punto inicial en que cayera la bomba. Los rayos gamma alentaron la tormenta de fuego que se abrió en abanico. Ese mismo día, Truman, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, irradiaba al mundo este mensaje: "La bomba atómica es la utilización del poder básico del universo. La primera bomba ha sido arrojada sobre la base japonesa de Hiroshima".
ALEJANDRO Y EL ANDALUZ
Todavía no existía Andalucía. Pero ya se conocía a los andaluces que la precedieron desde mucho antes de que se concretara el territorio hispánico. Andaluz podría definir el carácter rápido y exagerado, lleno de trampa y gracia, que nunca pierde el optimismo. Uno de estos andaluces fue el protagonista de cierta historia de Alejandro, que voy a relatar siguiendo la edición apócrifa de Pergolesi (Storw verídica del re Alexandro, siglo XVIII, posiblemente 1785).
Próximo a entrar en batalla, Alejandro, impulsado por Antípatro, se dirigió a Delfos para consultar a la Sibila. "Quiero que me digas―le dijo― qué fortuna correrán mis armas." La Sibila, contrariada por lo imperativo y desusado de la pregunta, después de convulsionarse envuelta por el humo que salía desde la parte inferior del trípode en que ejercía su función profética, le respondió: "El triunfo te será propicio si al salir de aquí sacrificas al primero que veas."
Alejandro salió del templo, seguido por sus generales, y lo primero que vio fue a un andaluz montado en un burro. Lo hizo detener y le notificó que se encomendara a Zeus porque en ese mismo momento habría de morir para satisfacer al oráculo. El andaluz (un hombre del pueblo), sin perder el aplomo, se hizo explicar la respuesta de la Sibila, y contestó a su vez con estas palabras: "Hay un malentendido, noble Alejandro. El primero que has visto no soy yo sino el burro en que estoy montado, ya que él me precede con su cabeza y su cuello. Yo sólo voy montado sobre la grupa, y estoy, por lo tanto, en segundo lugar después de la cabeza y el cuello de mi burro."
La contestación ingeniosa del andaluz no convenció a los generales de Alejandro que desenvainaron sus espadas para sacrificarlo. Pero aquél, sonriendo, ordenó que sólo se matara al burro. "Un hombre como éste―dijo― merece ser elevado a consejero. Y así lo decreto." Y el andaluz, con el nombre de Afridopatis, integró desde entonces, el cuerpo de notables que acompañó al imbatible guerrero.
SAN MALAQUÍAS APÓCRIFO
San Malaquías (Malaquías O'Mongoir), el que naciera en Armagh, Irlanda, en 1094, para morir en 1148, sólo necesitó su presencia para derrotar al ejército de Nigel, su opositor al obispado. Avanzó contra los jefes de éste en las afueras de Armagh y se limitó a mirarlos. Los ojos de San Malaquías se expandieron, vibraron, aluvionales, bajo las cejas. Algunos historiadores dan cuenta de una nube negra (semejante a la que varios siglos después imaginó la ficción científica de Fred Hoyle). Fue el instante en que un rayo vengador fulminó a todos los jefes del enemigo. Desde entonces el santo ocupó el obispado de Armagh para luchar contra el demonio. Tres siglos después, Arnaldo Wion publicó en Venecia el Lignum vitae (1595) con las Profecías de los Papáis, atribuidas a San Malaquías, en las cuales se asignaban 111 divisas para los papas y antipapas que gobernarían a la grey hasta el fin del planeta en que advendría (predicción 112) Petras Romanus, destruida Roma, para el juicio final (et judex tremendus judicabit popolum). Excluyendo las divisas hasta la fecha de la publicación, en 1595, quedarían 38, de las cuales se han cumplido 35 hasta Pastor et nauta (Juan XXIII) y Flos florum (Paulo VI). Faltarían 4 hasta Petras Romanus inclusive. Estos papas responderían a las siguientes divisas: 109-De medietate Lunae; 110-De labore Solis; 111 - De gloria olivad; 112 - Petrus Romanus. Después, el fin del mundo.
Pero las Profecías de los Papas han sido controvertidas. Su autenticidad o apocricidad ha dividido a teólogos y laicos. Lo que no se ha dicho es que Leandro Giovanni Bonavita, un converso sefardita de Florencia, escribió, en el siglo XVII, su Ma/a dei visioni, en cuyo título aparece ya una tautología, puesto que Mará significa "aparición" en hebreo, lo que hace sospechar que se trata de un escrito apócrifo, cuya finalidad fue presentar al "verdadero San Malaquías", quien vendría a ser el Pseudo San Malaquías y no el que pretende Arnaldo Wion cuando le adjudica los vaticinios.
Según Bonavita el santo de Armagh no tenía el don de la profecía. Arnaldo Wion habría publicado un manuscrito del converso Malaquiah (obsérvese la h) que vivió y fue un rabí de Venecia antes de su conversión, hacia 1580. Éste lo habría escrito en un convento de benedictinos, donde habría sido hallado por Arnaldo Wion, el cual, al confundir ambas grafías, Malaquiah y Malaquías, lo adjudicó de buena fe al santo irlandés. En el segundo libro del manuscrito, Bonavita nos dice en qué circunstancias fueron compuestas las Profecías de los Papas. Se hallaba Malaquiah en su celda cuando de pronto ésta se iluminó y la voz de un ser invisible le dijo: "Escribe, porque este mundo tendrá un fin y tú serás el relator." El converso Malaquiah tomó la pluma y escribió automáticamente sin comprender. Cada Papa tendría un lema o una divisa para indicar su origen, su condición o su comportamiento característicos. La suma de estas divisas daría la suma igual de Papas, después de los cuales advendría el fin del mundo. Pero esto que ahora está tan claro, sólo lo entendió Malaquiah mucho después de haber escrito las 112 divisas. Fue el instante en que oyó la voz por segunda vez: "Tu intelecto no es torpe; la última divisa es la última posibilidad del mundo. Es decir que el último hombre absorberá todos los nombres y no dará otras denominaciones porque todo perecerá y los cielos y la Tierra serán una línea sinnombre (Mará dei visioni, II, 7c, ratificado por Bandello, Apokalisse, Prop. 9, V, 42).
Malaquiah enfermó. Contó su visión a los otros frailes y mostró la lista de divisas. Pero éstos lo atribuyeron a la malatía del converso, y las profecías se perdieron entre los manuscritos del convento. Tres meses después murió Malaquiah y quemaron sus efectos. Sólo se salvó la lista de los 112 Papas porque los frailes ignoraban o habían olvidado el lugar en que la habían guardado. O posiblemente la ocultaron. Cuando Arnaldo Wion la descubrió, no reparó en la grafía del nombre y la adjudicó a San Malaquías. Esta equivocación no excluye, sin embargo, la gravedad de la profecía. El tiempo es el árbitro para decidir si aún nos quedan cuatro Papas para el fin del mundo.
MICHEL DE NOSTRE-DAME (NOSTRADAMUS)
Según una hipótesis de Simha-Quimbell a quien se atribuye el Pseudo Líber Mirahilis (1586), las fórmulas secretas de los sacerdotes egipcios, llevadas por los hebreos a través del éxodo, fueron depositadas, junto con el Sepher-Torah, en el Sancta Sanctarum del Templo. Allí se confundieron, durante 200 años, con las escrituras sagradas, y cuando sus muros fueron destruidos por las legiones de Tito, en el año 70, el Sancta Sanctorum estaba vacío. Las fórmulas y los libros habían desaparecido. Pero dos de ellos, el Sepher-Yesirah (la kabbala de Abraham) y la primera Clavicula Salomonis, donde se utilizaban las fórmulas secretas de los egipcios, integraron el acervo mágico de Michel de Nostre-Dame, un médico recibido en la Universidad de Montpellier, a quien sus contemporáneos llamaban Nostradamus.
Ese mago que habría de profetizar el fin del planeta para el año 3797, había nacido en Saint Remy, de la Provenza, en 1503. Tenía su casa en Salón-en-Craux, en cuyos altos, rodeado de obscuros infolios, de espejos singulares que anticipaban el porvenir, de astrolabios y varas de adivinación, solía pasar con la imagen clavada sobre la superficie acuosa que llegaba al borde de una vasija de cobre. En esa superficie leía el pasado y el porvenir. Un día, los habitantes de Salón vieron una llama que se expandía desde el interior de la casa del mago. Una luz blanquecina, enceguecedora, envolvía los jardines y se convertía en una columna de humo que moría en el espacio. Nadie pudo explicarse este fenómeno. Para Simha-Quimbell, Nostradamus había quemado los libros desaparecidos del Sancta Sanctorum, las fórmulas de los egipcios y los hebreos. Pero antes de quemar esta sabiduría del futuro, hábilmente disimulada en instancias frías y abstractas, Nostradamus redactó, en el más bajo y demoníaco francés, cerca de un millar de cuartetas proféticas que dividió en 10 centurias. Parte de estas centurias (Las propheties de Michel de Nostradamus) fueron publicadas en 1555, hasta completarse en las ediciones de 1558 y 1568, esta última después de su muerte, acaecida en Salón, en 1566.
Tuvo el don de la profecía. Fue defendido por Ronsard y atacado por Jodelle en el siguiente juego de palabras :
Nostra-damus cum falsa damus, mam fallere nostrum esc, I Et cum falsa damus nihil nisi damus.
Cuya traducción sería: Damos algo nuestro al mentir porque nuestro oficio es engañar, / y cuando damos falsedades, no damos otra cosa que lo nuestro.
Videl y Langlois lo trataron de ignorante. Yacopo Da Ferrara (í conturban dal Demone, I, XXIII), aventuró la teoría de que era una encarnación demoníaca. Pero Nostradamus que conoció y maldijo a sus enemigos, realizó su tarea con una lucidez indetenible. Un día en Ancona, se arrodilló ante el franciscano Félix Peretti, y le besó la mano. Asombrados los otros frailes que lo acompañaban por lo desusado de la reverencia, Nostradamus les contestó: "¿Es que no debo arrodillarme ante Su Santidad?" Tiempo después, Félix Peretti, humilde y desconocido fraile, asumía el cardenalato de Moltalto para convertirse en el Papa Sixto V, en 1585. Predijo, en sus obscuras cuartetas, infinidad de acontecimientos que se fueron cumpliendo a pesar de la incredulidad de sus contemporáneos. A Enrique II, su monarca protector, le vaticinó la muerte en un torneo, cuatro años antes de que se produjera el hecho:
Le Lyon ieune le vieux surmontera
En champ bellique par singuliere duelle
Dans cage d'or les yeux luí crevera
Deux classes une puis mourir mort cruelle.
(1-35)
Es decir: El león joven dominará al viejo / En un duelo singular y le reventará los ojos / En su jaula de oro. I De las dos fuerzas en combate quedará una y la otra morirá de muerte cruel. El león joven fue el conde de Montgomery, quien hirió de contragolpe en un torneo (29 de junio de 1559) a Enrique II atravesándole un ojo a través del morrión de oro, la jaula (la cage d'or) a que se refería la profecía. El león viejo, Enrique II, sobrevivió 11 días y después murió teniendo plena conciencia de la cuarteta que él mismo conocía.
A Carlos I de Inglaterra le predijo la guerra civil y su muerte:
Senat de Londres mettront a mort leur Roy
Le sel et vin lux seront á Tenvers
(10-22)
Traicionado en Escocia, donde Carlos I se refugia de la guerra civil, es entregado al Parlamento, y Cromwell, su Lord Protector, lo hace decapitar en Londres el 30 de enero de 1649. La lista de predicciones produce terror. Nada escapó a su monstruosidad, a tal punto que Pierre Debrouvette (Le sel diabolique, c. XIX), propuso borrar el nombre de Nostradamus de los registros de Montpellier en cuya Universidad había estudiado. "Este hombre, dijo (siguiendo a Yacopo Da Ferrara) no es el fruto de un nacimiento humano, sino el engendro del Demonio, que ha venido a este mundo para confundir la ley divina."
Del fin del mundo dejó una imagen erosionada que ratificó en su Epístola a Enrique II ("El Antiguo y Nuevo Testamento serán rechazados y quemados. Habrá matanza de religiosas y violación de mujeres"). Y una fecha inapelable en el tercer milenio: 3797, confirmada por el matemático Ruir (L´Ecroulement de L'Europe, 1939) al realizar el estudio de las cronologías de Nostradamus. En esta fecha, con el exterminio del planeta, comenzaría el caos, el hundimiento definitivo, sin recomienzo, donde todas las formas irracionales concretarán el olvido del hombre y de las cosas que él quiso construir para su débil eternidad.
Ese vaticinador del fin del mundo, meditando en Salón-en-Craux bajo la fascinación de espejos que multiplicaban la rigidez de obscuros infolios que trepaban por las paredes, vio un día también su propia muerte: Proches parcuts, amis, fréres du sang / Trouve tou mort, prés du lit et du banc. "Parientes cercanos, amigos, hermanos de sangre/ (le hallarán) muerto cerca del lecho y del banco". La confirmación de este tránsito al antimundo la tuvo el 1? de julio de 1566, según la versión del sefardita Charles de la Perrigoud-Yoel (Bikum Holim, 17, 179). Su amigo y biógrafo Jean Aymes de Shavigny se había despedido después de un día de intensas interpretaciones. "Volveré para continuar", le dijo. Pero Nostradamus, siempre en la versión de Perrigaud-Yoel, le contestó: "Eso quisiera yo. Pero mañana, cuando el alba se levante ya no estaré en este lugar." Esa misma noche murió el mago con la cabeza reclinada sobre su mesa de trabajo, cerca del lecho y del banco vaticinados en la cuarteta. Su magia, la astrología y el catolicismo, "extrañamente mezclados" para Perrigaud-Yoel, "harán de Nostradamus un profeta después de la santidad, o un monstruo de quien Satanás se burlará llevándoselo a lo más profundo de su cueva". Pero esta admonición del sefardita, que incluye una profecía, tiene a su vez, una fecha: 3797, Ella será el límite para reivindicar o destruir a Nostradamus.
LOS CEREBROS INVASORES
Una interpretación del papiro de Satni Khamois (s. III a. de J.C.) estaría vinculada con el trasplante de cerebro. Neferkeptah (sigo la segunda versión del siglo vi), para equipar su barco con los 70 muñecos a los que él les infunde movimiento y habla, recurre a su propia sangre. Sabe que la "cabeza" de sus seres mecánicos es un vacío angustioso, y que no tienen la facultad de autodeterminarse. Para suplir esta deficiencia (el pasaje es muy hermético y hay que interpretarlo así), se introduce un alfiler en la frente y toma su sangre que luego coloca, gota a gota, en la cabeza de sus 70 humanoides. Desde ese instante ya pueden autodeterminarse. Están preparados para ir hacia los confines y obtener el libro mágico de Toth, que podría dar a Neferkeptah la posibilidad de inmortalizarse. El final ya lo conocemos. Lo que quiero expresar es que la operación del alfiler y la inyección de la gota de sangre, constituyen, simbólicamente, el primer trasplante de cerebro que registra la ciencia-ficción (acaso la historia).
Pero hay tres historias de raíz neferkeptiahna, vinculadas con los cerebros invasores. La primera fue escrita por el inglés Philip Shiel, en 1745, y llevaba este obscuro título: Across the Sands. La segunda, The Flying Saucer (1956), correspondió al norteamericano George Locke, ya fallecido y discípulo de ese extraterrestre que se llamó Charles Fort, el anticipador de Le lime de damnés (1919). La tercera, Las vidas de Wip, escrita en 1968 (inédita aún), la imaginó un argentino de Mendoza: Guillermo Petra Sierralta. En Across de Sands, el protagonista halla sobre las arenas del desierto un cerebro humeante que le dice: "No huyas. He vivido encerrado durante muchos siglos en un casco de hueso contra el cual he batallado en vidas sucesivas. Ahora estoy libre y haré mi voluntad sin obedecer las órdenes que me transmitían." El protagonista se espanta. Pero todos los días visita a este extraño monstruo que comienza a elevarse como un ser humano sin perder su forma cerebral. Y es ya el "señor Cerebro" cuando éste le dice un día: "Sólo la liberación del cerebro salvará a la humanidad." Es posible que se trate de una alegoría sobre el mal y el bien, tesis a la que se opuso Hawthorne (A History of the Devil, párr. 115) y luego refirmó Murray (Sorcery and Magic, I, VII). Pero desde ese día el cerebro gigantesco se dedica a exterminar todo aquello que cree de signo negativo, y el mundo se precipita en los abismos cósmicos, convertido en una nebulosa incandescente.
En la segunda historia, Locke, apoyándose en las hipótesis de Fort acerca de seres extraterrestres que habrían llegado al planeta desde otros mundos habitados, nos habla de un ejército de "cerebros-monstruos" que también se habrían liberado de su envoltura para invadir la Tierra. Primero vienen calladamente, asumiendo la forma de copos mezclados con la nieve. Pero cuando ésta comienza a derretirse, los copos adquieren su verdadera estructura en dimensiones agigantadas. Algunos miden un metro, y cada circunvolución proyecta una luz de distinto color en el instante de expresarse. La voz es metálica y penetrante. "Vamos en busca de la verdad", dice uno de ellos. Pero su acción es telepática y mortífera. El planeta se llena de muertos, a los que estos cerebros decapitan mediante la emisión de ondas, a fin de alimentarse, también telepáticamente, de su sustancia. Sólo se salva un niño, cuya masa cerebral no está contaminada por la idea del mal. Sobre él ha de recaer la responsabilidad de reconstruir la humanidad. Pero la muerte repentina del autor dejó inconclusa la segunda parte de la novela.
El mito puede crear la realidad. Esta inferencia de Cesare Pavese (Cultura e realtá, núm. 1, 1950), signa los avatares de Ladislao Wip en la obra de Petra Sierralta: Las vidas de Wip. Primero es un hombre como todos. De pronto comienza a ver en los demás un halo que sólo él puede detectar. Ese halo tiene un lenguaje secreto. El protagonista accede ya los límites anónimos del conocimiento. Ahora comprende, como un nuevo Dolitle, por qué podía leer en los ojos el habla inaudible de los animales. Por qué predice la vida y la muerte de esos seres desparramados en el tejido vital. Su cerebro es un radar de ida y vuelta hacia los confines. Un día enferma. Pero una potencia internacional rapta del sanatorio a Ladislao Wip para estudiar sus ondas mentales. Ven en su intensidad telepática un arma para la destrucción. Rescatado por una organización secreta, vuelve a Mendoza donde anuncia el día exacto de su muerte. Previamente ha donado su cerebro que luego es trasplantado, por otros belicistas, en un hombre joven. Y el cerebro comienza a crecer. Su acromegalia rompe las paredes, los ámbitos que le protegían. La nueva vida de Wip es el signo de la monstruosidad. Huye a los bosques, penetra en las dimensiones absurdas y asciende luego al Monte Incógnito. Tratan de eliminarlo. Los aviones se estrellan contra ese gigante que destruye a su vez los depósitos del mal, mientras envía mensajes angélicos que se reproducen sobre los grandes bosques convertidos en pantallas. "El hombre no debe morir en la guerra." Esta es la ley de Ladislao Wip, a quien Halef, la mujer simbólica, irá a rescatar de los abismos espaciales, disolviéndose en la extensión.
FIN
1. Estos dos patricios o sacerdotes, los duumviri sacris faciendis (que Feijóo no nos cuenta por olvido o por no creerlo necesario) fueron aumentados a diez, los decemviri, en el año 367 a. J. C. Posteriormente, a quince, los quindecemviri, por decreto de Sila.
2. Denutrites, arborescentes. Hombres en forma de árboles. A Luciano siempre le obsedía el mundo vegetal. Es el primer surrealista de la historia.
3. El abate Marchena sustituye Swift por "Torres o Quevedo".