HISTORIA DE UN RECLUTA DE 1813 (Chatrian Erckmann)
Publicado en
agosto 28, 2011
I
Los que no han visto la gloria del emperador Napoleón en los años de 1810, 1811 y 1812, no sabrán nunca hasta qué grado de poder puede subir un hombre.
Cuando atravesaba la Champaña, Lorena o Alsacia, la gente, en plena recolección o en mitad de la vendimia, lo abandonaba todo para correr a su encuentro; algunos acudían desde ocho o diez leguas las mujeres, los niños, los ancianos le salían presurosos al camino, con las manos en alto y gritando: «¡Viva el emperador! ¡Viva el emperador!» Cualquiera hubiese creído que era Dios, que infundía aliento al mundo, y que si por desdicha muriese, con él se acabaría todo. Algunos republicanos viejos que movían la cabeza con aire de incredulidad y se aventuraban a decir, entre dos copas de vino, que el emperador podía caer, eran tenidos por locos. El caso parecía contrario a la Naturaleza, y ni siquiera se pensaba en él.
Desde 1804 estaba yo de aprendiz en casa de un relojero viejo de Falsburgo, llamado Melchor Gulden. Era yo de complexión enclenque y ligeramente cojo, por lo que mi madre se determinó a darme un oficio más descansado que los de nuestra aldea; porque en el Dagsberg no hay más que leñadores, carboneros y mineros. El señor Gulden me quería mucho. Vivíamos en el piso principal de la casona que hace esquina frente a la fonda de El León de Oro, junto a la puerta de Francia.
¡Había que ver la de príncipes, embajadores y generales que llegaban allí, unos a caballo, otros en calesa, otros en berlina; con trajes bordados, plumas, pieles y condecoraciones de todos los países!; ¡y era de ver los correos, estafetas, convoyes de pólvora y balas, cañones, armones, y la caballería y la infantería que pasaban por la carretera! ¡Qué tiempos! ¡Qué animación!
En cinco o seis años, Jorge, el fondista, se enriqueció: compró prados, huertos y casas, y ahorró buenos cuartos, porque todas aquellas gentes que llegaban de Alemania, de Suiza, de Rusia, de Polonia o de otros sitios, no miraban en puñado de oro más o menos, desparramado por los caminos: eran todos nobles, que en cierto modo se gloriaban de no escatimar nada.
Mañana y tarde, y aún durante la noche, la fonda de El León de Oro tenía mesa puesta. Por los ventanales del piso bajo veíase brillar la plata en los amplios manteles blancos, bien abastecidos de caza, de pescado y de otros manjares raros, en torno de los que los viajeros iban sentándose unos al lado de otros, según llegaban. En el patio grande que había detrás, resonaban los relinchos de los caballos, los gritos de los postillones, las risotadas de las domésticas, el rodar de los carruajes que entraban o salían por la puerta cochera. ¡Ah! La fonda de El León de Oro no volvería a conocer prosperidad igual.
También veíamos entrar allí gentes de la ciudad, a quienes habíamos conocido en otro tiempo dedicadas a recoger leñas muertas en el monte o estiércol de caballo en la carretera. Habían llegado a comandantes, coroneles o generales, uno de cada mil, a fuerza de batallar en todos los países del mundo.
Melchor, tan viejo con el gorro de seda negro calado hasta las orejas, grandes y velludas, abolsados los párpados, oprimida la nariz por los enormes espejuelos de armadura de cuerno, y apretados los labios, no podía por menos de dejar de vez en cuando sobre la mesa la lupa y el punzón, y de echar una mirada a la fonda, sobre todo cuando los sonoros chasquidos del látigo de los postillones ― botas altas, chaquetilla corta, peluca de cáñamo trenzada sobre la nuca ― despertaban los ecos de las murallas y anunciaban la llegada de algún nuevo personaje. Entonces prestaba atención, y de vez en cuando le oía exclamar:
― ¡Calla! Es el hijo de Jacobo el plomero, o de Mariana la zurcidora, o de Francisco Sépel el tonelero. Ha hecho carrera...: es coronel, y barón del imperio por añadidura.
―¿Pero cómo es que no para en casa de su padre que vive allá en la calle de Capuchinos?
Pero cuando los veía encaminarse hacia la calle, repartiendo apretones de mano a derecha e izquierda a la gentes que los reconocían, cambiaba de semblante y, enjugándose los ojos con su burdo pañuelo de hierbas, murmuraba:
―¡Qué alegría va a tener la pobre vieja! Me alegro, me alegro. No es orgulloso; es un buen muchacho. ¡Con tal que una bala no se lo lleve de buenas a primeras!
Unos pasaban avergonzados de reconocer su nido; otros atravesaban la ciudad con orgullo, para ir a ver a su hermana o a su prima. De éstos, todo el mundo hablaba. ¡Diríase que Falsburgo entero llevaba sus cruces y sus charreteras; a los otros los despreciaban tanto y aun más que cuando barrían los caminos!
Casi todos los meses se cantaba el Te Deum por alguna nueva victoria, y el cañón del arsenal disparaba veintiún cañonazos, que estremecían los corazones. Durante los ocho días siguientes, las familias vivían presas de inquietud; sobre todo, las pobres viejas esperaban la primera carta. En cuanto llegaba una todo el pueblo lo sabía. «Fulana ha tenido noticias de Santiago o de Claudio»; y todos corrían para saber si decía algo de su José o de su Juan Bautista. No hablo de los ascensos ni de los partes de defunción. En los ascensos creían todos, puesto que era necesario substituir a los muertos; en cuanto a los partes de defunción, los padres aguardaban llorando; a veces tardaban en llegar, y a veces no llegaban nunca, y las pobres viejas no perdían la esperanza pensando:
―Acaso nuestro hijo esté prisionero... Cuando se haga la paz volverá... ¡Cuántos a quien se creía muertos han vuelto!
Pero la paz no se hacía nunca; acabada la guerra, empezaba otra. Siempre nos faltaba algo, unas veces por el lado de Rusia, otras por el de España o en otros lugares; el emperador nunca estaba contento.
Con frecuencia, al ver pasar los regimientos que atravesaban la población ― remangado el amplio capote, mochila al hombro, polainas hasta las rodillas y el fusil a discreción ―, el tío Melchor, después de contemplar en silencio el desfile, me preguntaba pensativo:
―Dime, José, ¿cuántos crees que hemos visto pasar desde 1804?
― ¡Oh! No sé, señor Gulden; lo menos cuatrocientos o quinientos mil.
―Sí; lo menos ― añadía ―. ¿Y cuántos has visto volver?
Entonces yo, comprendiendo lo que quería decir, respondía:
―Volverán por Maguncia, quizás, o por otro camino. No es posible otra cosa.
Pero él movía la cabeza, añadiendo: ―Los que no has visto volver han muerto, como morirán aún centenares y centenares de miles, si Dios no se apiada de nosotros, porque el emperador no quiere más que guerras. Ha derramado ya más sangre para dar coronas a sus hermanos que nuestra gran Revolución para conquistar los derechos del hombre.
Reanudábamos luego el trabajo, y las reflexiones del señor Gulden me daban mucho que pensar. Es verdad que yo cojeaba un poco de la pierna izquierda, ¡pero cuántos que tenían también defectos habían recibido la orden de marcha!
Estos pensamientos me redaban por la cabeza, y si me detenía en ellos mucho tiempo me entraba grandísima tristeza. El caso me parecía terrible, no sólo porque la guerra no me gustaba, sino además porque quería casarme con mi prima Catalina, la de Cuatro Vientos. Nos habíamos criado juntos, por decirlo así. No había muchacha más fresca, más alegre; era rubia, con hermosos ojos azules, mejillas de rosa y dientes blancos como la leche; iba a cumplir dieciocho años; yo tenía diecinueve, y a la tía Margrédel no le disgustaba verme llegar todos los domingos muy temprano para almorzar y comer con ellas.
Catalina y yo nos íbamos al huerto, detrás de la casa, y comíamos a mordiscos una manzana o una pera. Éramos las criaturas más felices del mundo.
Yo la acompañaba a misa mayor y a vísperas, y durante el baile no se soltaba de mi brazo y se negaba a bailar con los demás mozos del pueblo. Todos sabían que acabaríamos casándonos; pero si tenía la desgracia de que me llevaran al servicio todo estaba concluido. Deseaba ser mil veces más cojo aún, porque ya por entonces, después de llevarse al servicio a los mozos solteros, se habían llevado a los casados sin hijos, y yo pensaba: «¿Acaso los cojos valen más que los casados? ¿No podría ser que me incorporasen en caballería?» Sólo de pensarlo me entristecía y me entraban ganas de huir.
Pero sobre todo en 1812, al comienzo de la guerra contra los rusos, mi miedo aumentó. Desde el mes de febrero hasta el fin de mayo no vimos pasar a diario mas que regimientos tras regimientos; dragones, coraceros, carabineros, húsares, lanceros de todos colores, artillería, furgones, ambulancias, carruajes, víveres sin cesar, como un río que corre y cuyo fin no se ve. Recuerdo aún que pasaron primeramente unos granaderos que llevaban grandes carretas de bueyes. Los bueyes reemplazaban a los caballos, para servir de víveres cuando se hubiesen gastado las municiones. Todos decían. «¡Buena idea! Cuando los granaderos no puedan mantener los bueyes, los bueyes mantendrán a los granaderos.» Por desgracia, los que decían eso ignoraban que los bueyes no pueden andar más que siete u ocho leguas por día, y que por cada ocho días necesitan uno de descanso cuando menos; de suerte que aquellos pobres animales tenían ya los cuernos desgastados, el belfo caído, los ojos fuera de las órbitas, doblada la cerviz, y no les quedaba más que huesos y pellejo. Durante tres semanas estuvieron pasando, desgarrados a bayonetazos. La carne se abarató, porque había que matar muchos; pero casi nadie la quería, porque enferma es malsana. No llegaron ni a veinte leguas más allá del Rin.
Después de eso, ya no vimos desfilar más que lanzas, sables y cascos. Todos se precipitaban por la puerta de Francia, atravesaban la plaza de Armas siguiendo el camino real y salían por la puerta de Alemania.
Por fin, el 10 de mayo de aquel año de 1812, de madrugada, los cañones del arsenal anunciaron al dueño de todo. Aún estaba yo durmiendo cuando sonó el primer cañonazo, haciendo retemblar los vidrios de mi ventana como un tambor, y casi en el mismo instante el señor Gulden, con la luz en la mano, abrió la puerta, diciéndome:
―Levántate, ¡ahí está!
Abrimos la ventana. En la obscuridad de la noche vi avanzar al trote largo, por debajo de la puerta de Francia, un centenar de dragones, varios de los cuales llevaban teas; pasaron con gran estruendo y un pataleo terrible; las luces serpenteaban por la fachada de las casas como las llamaradas de un incendio, y de todas las ventanas salía un griterío sin fin: ¡Viva el emperador! ¡Viva el emperador!
Miraba yo el coche, cuando un caballo tropezó y cayó contra el poste que Klein el carnicero tenía delante de la tienda para atar las reses; el dragón cayó como una masa, despatarrado, y quedó con el casco en el arroyo; al instante una cabeza se asomó a la ventanilla para ver lo que ocurría, una cabeza grande, pálida y gruesa, con un mechón de cabellos sobre la frente: era Napoleón; tenía la mano en alto, como para tomar un polvo de tabaco, y dijo una palabra bruscamente. El oficial que galopaba junto a la portezuela se inclinó para responderle. Tomó Napoleón el polvo de tabaco, y volvió la esquina mientras arreciaba el griterío y tronaba el cañón.
Eso es todo lo que vi.
El emperador no se detuvo en Falsburgo; corría ya por el camino de Saverne cuando el cañón disparaba las últimas salvas. Después se restableció el silencio. La guardia de la puerta de Francia levantó el puente levadizo, y mi maestro me dijo:
―¿Le has visto?
―Sí, señor Gulden.
―Pues bien; ese hombre tiene nuestras vidas en su mano; un soplo le bastaría para destruirnos. Bendigamos al cielo porque no es un malvado; si lo fuese, el mundo vería cosas espantosas, como en tiempo de los reyes bárbaros y de los turcos.
Se quedó pensativo, y un minuto después añadió:
―Puedes volver a acostarte; están dando las tres.
Entró en su habitación y se metió en la cama. El profundo silencio que había fuera me parecía extraordinario después de tanto tumulto, y hasta que rayó el día no cesé de pensar en el emperador. También me acordaba del dragón, y deseaba saber si había muerto del golpe. Al día siguiente supimos que le habían llevado al hospital y que se curaría.
Desde aquel día hasta fines del mes de septiembre cantaron muchas veces el Te Deum en la iglesia, y cada vez disparaban veintiún cañonazos por alguna nueva victoria. Esto solía ocurrir por la mañana; el señor Gulden exclamaba en el acto:
―¡Eh, José! ¡Otra batalla ganada! Cincuenta mil hombres por tierra, veinticinco banderas, cien cañones... Todo va bien..., todo va bien. Ya sólo falta hacer una nueva leva para reemplazar a los muertos.
Abría la puerta del cuarto y le veía canoso, calvo, en mangas de camisa, despechugado, lavarse la cara en la jofaina.
―¿Cree usted, señor Gulden ― le preguntaba temblando ― que se llevarán a los cojos?
―No, no ― decía bondadosamente ―; nada temas, hijo mío; no valdrías para el servicio. Ya arreglaremos eso. Trabaja lo mejor que sepas y no te ocupes de más.
Veía mi inquietud, y eso le apesadumbraba. No he conocido hombre mejor. Luego se vestía y salía a dar cuerda a los relojes de la población, a casa del gobernador militar, a casa del alcalde y de otras personas importantes. Yo me quedaba en el taller.
El señor Gulden no volvía hasta después del Te Deum; se quitaba la casaca de color de avellana, guardaba la peluca en la caja, y calándose hasta las orejas el gorro de seda, decía:
―El ejército está en Vilna o en Smolensk; acaban de decírmelo en casa del gobernador militar. Dios quiera que ganemos también esta vez y se haga la paz, cuanto antes mejor, porque la guerra es una cosa terrible.
Pensaba yo, por mi parte, que si se ajustaba la paz no se necesitarían tantos soldados y podría casarme con Catalina. Cualquiera podrá imaginarse cuántos votos hacía yo por la gloria del emperador.
II
El 15 de septiembre de 1812 se recibió la noticia de nuestra gran victoria de la Moskowa. Todo el mundo se puso muy contento y exclamaba: «Ahora habrá paz. .. Ahora se acabará la guerra».
Algunos bromistas decían que aún faltaba por conquistar la China; nunca falta gente así, que se divierte atormentando al prójimo.
Ocho días después se supo que estábamos en Moscú, la ciudad más grande y rica de Rusia; todo el mundo se imaginó que recogeríamos un gran botín y que así bajarían las contribuciones. Pero no tardó en correr el rumor de que los rusos habían puesto fuego a la ciudad, y que iba a ser necesario retirarse a Polonia para no morirse de hambre. No se hablaba de otra cosa en las posadas, en las tabernas, en la lonja de granos, en todas partes; en cuanto dos personas se tropezaban en la calle, se preguntaban: «¿Qué hay?... ¡Aquello va mal!... ¡Ha comenzado la retirada!»
La gente estaba pálida; delante del correo centenares de campesinos se paraban esperando desde la mañana a la noche; pero ya no llegaban cartas. Yo andaba por entre aquella gente sin poner gran atención. ¡Había visto tantas escenas parecidas! Además, tenía una idea que me alegraba el corazón y que me hacía verlo todo de color de rosa.
Es de saber que desde hacía cinco meses tenía yo intención de hacerle un regalo magnífico a Catalina, con ocasión de su santo, que caía el 18 de diciembre. Entre los relojes colgados en el escaparate del señor Gulden había uno pequeñito, lindísimo, con caja de plata, adornado con estrías circulares que le hacían brillar como un lucero. En torno a la esfera, debajo del cristal, corría un filetito de cobre, y en la esfera veíanse pintados dos enamorados como si estuviesen declarándose su amor, porque él ofrecía a la muchacha un gran ramo de rosas y ella bajaba púdicamente los ojos y alargaba la mano para tomarlo.
La primera vez que vi el reloj dije para mí: «No se te escapará; será para Catalina. Aunque tengas que trabajar hasta medianoche, tiene que ser para ti. El señor Gulden me dejaba trabajar por mi cuenta desde las siete de la tarde. Teníamos relojes viejos que limpiar, ajustar o componer; eso nos daba mucho que hacer, y cuando yo acababa una tarea así, Melchor me pagaba bastante bien. Pero el relojito valía treinta y cinco francos. Imagínese las horas que tuve que pasar en vela para adquirirlo. Estoy seguro de que si el señor Gulden hubiese sabido que yo lo quería me lo habría regalado; pero yo no hubiese consentido que me rebajase ni un céntimo; me hubiese parecido vergonzoso. «Tienes que ganarlo tú mismo ― decía entre mí ―; que no debas nada a nadie.» Pero, temeroso de qué a alguien se le ocurriese comprarlo, puse el reloj aparte en una caja, diciendo al señor Gulden que yo sabía de un comprador.
Es, pues, fácil de comprender que todas las noticias de la guerra me entrasen por un oído y me saliesen por el otro. Al trabajar pensaba en la alegría de Catalina; durante cinco meses no vi más que eso; me representaba la cara que pondría al recibir mi regalo, y me preguntaba: «¿Qué me dirá?» Unas veces me figuraba que decía: «¡José! ¿En qué estás pensando? Es demasiado bueno para mí... No... No..., no puedo aceptar un reloj tan bueno.» Entonces yo la obligaba a tomarlo, metiéndoselo en el bolsillo del delantal, y diciendo: «Vamos, Catalina, vamos... ¿Quieres darme un disgusto?» Bien veía yo que deseaba el reloj, y que me hablaba así por aparentar que lo rehusaba. Otras veces me parecía verla, toda ruborosa, levantar las manos diciendo: «¡Señor Dios, ahora comprendo, José, cuánto me quieres!», y me besaba, llenos los ojos de lágrimas. Yo estaba muy contento. Mi tía lo aprobaba todo. En fin, mil pensamientos semejantes me pasaban por la cabeza, y todas las noches, al acostarme, decíame: «¡Eres el hombre más feliz del mundo, José! Gracias a tu trabajo, puedes hacer un buen regalo a Catalina. De seguro que también ella prepara algo para el día de tu santo, porque no piensa más que en tí; los dos sois muy felices y cuando estéis casados todo irá a las mil maravillas.» Tales pensamientos me enternecían; nunca había estado yo tan contento.
Mientras trabajaba de ese modo, sin pensar más que en mi alegría, el invierno se nos echó encima más pronto que de costumbre, al comenzar noviembre. No empezó con nieves, sino con fríos secos y fuertes heladas. En pocos días se cayeron las hojas, el suelo se endureció como si fuese de piedra, y todo se cubrió de escarcha: tejas, losas y cristales. ¡Buenas fogatas hubo que encender aquel año para impedir que el frío entrase por las rendijas! En cuanto la puerta permanecía abierta un segundo, todo el calor se iba; la leña chisporroteaba en la estufa; ardía como paja, zumbando, y las chimeneas tiraban bien. Por las mañanas lavaba apresuradamente los cristales del escaparate con agua caliente; apenas cerraba la ventana se cubría otra vez de escarcha. Oíamos pasar la gente por la calle muy de prisa, resoplando, con la nariz metida en el cuello del abrigo y las manos en los bolsillos. Nadie se paraba, y las puertas de las casas no permanecían mucho tiempo abiertas.
No sé adonde se habían ido los gorriones, ni si estaban vivos o muertos; pero ni uno solo piaba en los aleros, y salvo la diana y la retreta que tocaban en los dos cuarteles, ningún ruido rompía el silencio. A menudo, cuando el fuego ardía más vivo, el señor Gulden interrumpía de pronto el trabajo, y mirando un instante los vidrios blancos, exclamaba:
―¡Pobres de nuestros soldados! ¡Pobres de nuestros soldados!
Decía esto con voz tan triste, que sentía oprimírseme el corazón, y respondía:
―Pero, señor Gulden, ahora ya deben de estar en Polonia, bien acuartelados; porque pensar que seres humanos soporten un frío como éste, es pensar un imposible.
―¡Un frío como éste! ― decía el maestro ―. Sí; en este país hace frío, mucho frío, a causa de los aires de las montañas; pero, ¿qué es este frío comparado con el del Norte, en Rusia y Polonia? ¡Dios quiera que se marcharan a tiempo! ¡Dios mío, Dios mío, qué carga tan pesada es el gobierno de los hombres. Después se callaba, y durante horas enteras estaba yo pensando en lo que me había dicho; me figuraba a nuestros soldados en marcha, corriendo para entrar en calor. Pero el recuerdo de Catalina se apoderaba nuevamente de mí; después he pensado muchas veces que a un hombre feliz las desgracias ajenas le conmueven poco, sobre todo en la juventud, cuando son más fuertes las pasiones y aún no se conocen por experiencia las grandes calamidades.
Después de las heladas nevó tanto, que los correos no pudieron pasar de las alturas de Cuatro Vientos. Temí no poder ir a casa de Catalina el día de su santo; pero salieron dos compañías de infantería con palas y abrieron en la nieve endurecida un camino para que pasaran los carruajes, camino que duró hasta el comienzo del mes de abril de 1813.
Entretanto, se acercaba el día del santo de Catalina, y al mismo paso crecía mi felicidad. Ya tenía reunidos los treinta y cinco francos, pero no sabía cómo decirle al señor Gulden que compraba el reloj; hubiera querido guardar en secreto aquellas cosas; me contrariaba mucho hablar de ellas.
Por fin, la víspera del santo, entre seis y siete de la tarde, según estábamos trabajando en silencio, uno a cada lado de la lámpara, tomé bruscamente una resolución y dije:
―¿Se acuerda, señor Gulden, de que le hablé de un comprador del relojito de plata?
―Sí, José ― respondió sin dejar el trabajo ―; pero aún no ha venido.
―Yo soy el comprador, señor Gulden. Entonces alzó la cabeza, asombrado. Saqué los treinta y cinco francos y los puse sobre la mesa. El señor Gulden me miraba.
―Pero ese reloj no es a propósito para ti, José; lo que tú necesitas es un reloj grande, que llene bien el bolsillo y que cuente los segundos. Esos relojitos son para mujeres.
Yo no sabía qué contestar.
El señor Gulden, después de reflexionar unos instantes, sonrió.
― ¡Ah!, bueno ― dijo ―; ahora comprendo; mañana es el santo de Catalina. ¡Por eso trabajabas día y noche! Toma, guárdate ese dinero, no lo quiero.
Yo estaba muy azorado.
―Señor Gulden, se lo agradezco mucho ― le dije ―; pero ese reloj es para Catalina, y mi satisfacción es haberlo ganado. Me daría usted un disgusto no tomando el dinero; preferiría dejar el reloj.
Sin decir más palabras, tomó los treinta y cinco francos; después abrió el cajón y escogió una linda cadena de acero, con dos llavecitas de plata sobredorada, y se la puso al reloj; luego lo encerró todo en una caja, atándola con una cinta rosa. Hizo esto lentamente, como enternecido; al fin me dio la caja.
―Es un bonito regalo, José ― dijo ―. Ya puede estar contenta Catalina de tener un novio como tú. Es una buena muchacha. Ahora, vamos a cenar. Pon la mesa mientras voy a sacar el puchero.
Así lo hicimos; después el señor Gulden sacó del armario una botella de vino de Metz, que reservaba para las grandes ocasiones, y cenamos, por decirlo así, como dos camaradas, pues durante la velada no cesó de hablarme de los buenos tiempos de su juventud, diciendo que antaño había estado enamorado, pero que en 1792 se fue, por el levantamiento en masa, a causa de la invasión de los prusianos, y que a su regreso a Fénétrange se encontró con que la muchacha se había casado, cosa natural, porque nunca se había atrevido a declararle su amor; a pesar de eso, conservaba fielmente aquel dulce recuerdo; hablaba de él con acento grave. Yo le escuchaba pensando en Catalina, y eran ya las diez de la noche cuando, al pasar la ronda que relevaba a los centinelas cada veinte minutos, a causa del frío, nos fuimos a acostar, después de echar en la estufa dos buenos leños.
III
Al siguiente día. 18 de diciembre, me desperté a eso de las seis de la mañana. Hacía un frío terrible; la ventanita de mi cuarto tenía una cortina de escarcha.
La víspera había tenido cuidado de dejar colgado en el respaldo de una silla mi casaca azul celeste de faldón puntiagudo, el pantalón, el chaleco de pelo de cabra, una camisa blanca y la corbata de seda negra, muy bonita. Todo estaba dispuesto; las medias y los zapatos, bien embetunados, se encontraban al pie de la cama; no tenía más que vestirme; pero el frío que sentía en la cara, la vista del hielo en los cristales y el profundo silencio de fuera me hacían tiritar de antemano. Si no hubiese sido el santo de Catalina me habría quedado en la cama hasta mediodía; pero, de pronto, esa idea me hizo saltar de la cama, y corrí hacia la estufa, donde siempre quedaban entre la ceniza algunas brasas de la noche anterior. Encontré dos o tres, y me apresuré a juntarlas y a poner encima unas astillas y dos leños; hecho esto, me volví corriendo a la cama.
El señor Gulden, detrás de los cortinones, arropado hasta las narices y con el gorro de dormir calado hasta los ojos, estaba despierto desde hacía un instante; me oyó y me gritó:
―José, desde hace cuarenta años no ha hecho un frío como éste... Estoy seguro. ¡Qué invierno nos espera!
No le contesté; miraba si el fuego se encendía; la leña prendió bien; oíase el tiro de la chimenea; de pronto comenzó a arder. El zumbido de la llama me alegraba, pero se necesitó media hora larga para sentir que el aire me entibiaba un poco.
Al fin me levanté, me vestí. El señor Gulden no cesaba de hablar; yo no pensaba más que en Catalina. A eso de las ocho estuve listo, y me dispuse a salir cuando el señor Gulden, que miraba mis idas y venidas, exclamó:
―José, ¿en qué estás pensando? Desgraciado, ¿quieres ir a Cuatro Vientos con ese traje? Morirías a la mitad del camino. Entra en mi cuarto y coge el capote, los guantes de abrigo y las botas de doble suela forradas de franela.
Me encontraba yo tan guapo, que dudé si seguir su consejo, y al ver esto dijo:
―Mira; ayer han encontrado un hombre helado en la subida de Wéchem; el doctor Steinbrenner ha dicho que sonaba como un pedazo de leña seca cuando le golpeaban. Era un soldado; había salido del pueblo entre seis y siete; a las ocho le han encontrado; de manera que eso es rápido. Si quieres que se te hielen la nariz y las orejas no tienes más que salir así.
Comprendí que tenía razón; me puse sus zapatones, me pasé por los hombros el cordón de los guantes y me eché encima el capote. Con ese atavío salí, luego de dar las gracias al señor Gulden, que me aconsejó no volver demasiado tarde, por ser mayor el frío durante la noche, y por el peligro de los lobos, que debían de haber pasado en gran número el Rin sobre el hielo.
Aún no había llegado a la iglesia, y ya tuve que levantar el cuello de piel de zorro del capote para poner a salvo mis orejas. El frío era tan vivo, que el aire pinchaba, y tiritaba uno, a pesar suyo, de pies a cabeza.
En la puerta de Alemania vi al centinela, envuelto en el capotón gris, guarecido en la garita como un santo en el fondo de su hornacina; cogía el fusil con la manga del capote, para no helarse los dedos contra el hierro; dos carámbanos le colgaban de los bigotes. No había nadie en el puente ni delante del fielato. Un poco más lejos, pasada la avanzadilla, vi en medio del camino tres carruajes de toldo; estaban brillantes de escarcha; los habían desenganchado y abandonado. Todo parecía muerto en el contorno; los seres vivientes se escondían, se apelotonaban en cualquier agujero; no se oía más que el crujir del hielo bajo mis pies.
Al pasar corriendo junto al cementerio, cuyas cruces y tumbas relucían en medio de la nieve, dije entre mí: «¡Los que duermen ahí ya no tienen frío!» Apretábame el capote contra el pecho y escondía la nariz en el cuello forrado de piel, muy agradecido a la buena idea que había tenido el señor Gulden. Hundía las manos hasta el codo en los guantes y corría por la vasta e inacabable trinchera abierta por los soldados entre la ciudad y Cuatro Vientos. El camino iba entre dos murallas de hielo; desde algunos sitios batidos por el cierzo veíase la barrancada de Fiquet, el encinar y la montaña azulada, tan cerca, que parecían tocarse con la mano, a causa de la transparencia del aire. No se oía ya el ladrar de los perros de las labranzas; también para ellos hacía demasiado frío.
A pesar de todo, el recuerdo de Catalina me escaldaba el corazón, y no tardé en columbrar las primeras casas de Cuatro Vientos. Las chimeneas y los techos de bálago, a derecha e izquierda del camino, apenas sobresalían de las montañas de nieve, y los vecinos habían abierto unas zanjas, pegadas a las paredes, de punta a punta del pueblo, para poder ir de una casa a otra. Pero aquel día cada familia se estaba arrimada al fogón, y en los vidrios redondos de los ventanucos veíase un puntito rojo, a causa de la buena lumbre que ardía en el interior. Delante de las puertas había sendos haces de paja para que el frío no entrase por las rendijas.
Me detuve ante la quinta puerta de la derecha, me quité los guantes, abrí y cerré luego; era la casa de mi tía Grédel Bauer, viuda de Matías Bauer, madre de Catalina.
Entré tiritando, y mi tía, sentada junto al fogón, volvió la cabeza, ya canosa, y miró con asombro mi atavío; pero Catalina, endomingada con una falda a rayas muy linda, el pañuelo de largos flecos cruzado sobre el seno, ceñido el delgado talle por el cordón de su delantal rojo, encuadrado el rostro sonrosado y rubio por un gorrito de seda azul, con caídas de terciopelo negro, muy gracioso, la mirada dulce y la nariz un poco respingada, exclamó: «¡Es José!», y sin más contemplación corrió a besarme y dijo:
― ¡Ya sabía yo que por el frío no dejarías de venir!
Estaba tan contento que no podía hablar. Me quite el capote y lo colgué en la pared con los guantes; me quité también los zuecos del señor Gulden, y sentí que palidecía de felicidad.
Hubiera querido encontrar una frase agradable, pero como no se me ocurría, dije de pronto:
―Toma, Catalina; te traigo un regalo por ser tu santo; pero tienes que besarme otra vez antes de abrir la caja.
Catalina me presentó sus mejillas sonrosadas, y después se acercó a la mesa; mi tía Grédel también se acercó para ver. Catalina desato el cordón y abrió.
Yo estaba detrás de ella, y mi corazón brincaba, brincaba; en aquel punto temí que el reloj no fuese bastante bonito. Pero al cabo de un momento Catalina, juntando las manos, suspiró muy bajito:
―¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué bonito! ¡Es un reloj!
―Sí ― dijo mi tía ―, es precioso. No he visto nunca reloj más bonito. Parece plata.
―¡Y plata es! ― dijo Catalina, volviéndose y mirándome como quien pregunta. Entonces dije:
―¿Se figura usted, tía, que iba yo a regalar un reloj de cobre plateado a la que quiero más que a mi vida? ¡Si fuese capaz de una cosa así, yo mismo me despreciaría como al barro de mis botas!
Catalina, al oírme, me echó los brazos al cuello, y estando así, yo pensaba: «¡Este es el día más hermoso de mi vida!»
No podía soltarme de ella; mi tía preguntaba: ―¿qué tiene pintado en la tapa? Pero yo no tenía frases para responder, y sólo cuando, por fin, nos sentamos el uno al lado del otro, tomé el reloj y dije:
―Esa pintura, tía, representa a dos enamorados que se quieren más que nadie en este mundo: José Bertha y Catalina Bauer; José ofrece un ramo de rosas a su novia, que alarga la mano para recibirlo. Cuando mi tía miró y remiró el reloj, dijo:
―Déjame que te bese yo también, José; veo que has necesitado trabajar y economizar mucho para comprar el reloj, y eso esta muy bien... Eres un buen obrero, y nos haces mucha honra.
La abrace, inundada mi alma de alegría, y desde aquel instante hasta el mediodía no solté la mano de Catalina; éramos felices mirándonos.
Mi tía iba y venía alrededor del fogón para preparar un pfankougen con ciruelas pasas y unos küchlen calados en vino con canela, y otras golosinas, pero no poníamos atención en ello, y hasta que mi tía, luego de ponerse un corpiño encarnado y los zapatos negros, no nos gritó muy contenta: «¡Vamos, hijos míos, a la mesa!», no reparamos en el limpio mantel ni en la vasta sopera, ni en la jarra del vino, ni en el pfankougen, redondo, doradito, puesto en una fuente en el centro de la mesa. Con esto se nos alegró la vista, y Catalina dijo:
―Siéntate ahí, José, de cara a la ventana, para que yo te vea bien. Pero tienes que colocarme el reloj, que yo no sé dónde ponérmelo.
Le pasé la cadena alrededor del cuello, nos sentamos y comimos con buen apetito. Fuera no se oía nada; la lumbre chisporroteaba en el fogón. Daba gusto estar en aquella cocina tan grande. El gato gris, un poco arisco, nos miraba desde lejos, a través de la balaustrada de la escalera del fondo, sin atreverse a bajar.
Catalina, después de comer, cantó la canción Der lieber Gott. Tenía una voz dulce y potente. Yo cantaba a media voz para acompañarla. Mi tía, que no podía estar ociosa ni aun los domingos, se puso a hilar; el zumbido de la rueca llenaba los silencios. Todos estábamos enternecidos. Acabada una canción, empezábamos otra. A las tres, mi da nos sirvió los hucheen con canela; Catalina y yo mordíamos uno al mismo tiempo, riéndonos como dos bienaventurados; mi tía de vez en cuando exclamaba:
―¡Vamos, vamos; parecéis chiquillos! Hacía como que se incomodaba, pero sus ojos no podían disimular la alegría de su alma.
Así estuvimos hasta las cuatro de la tarde. Comenzó a hacerse de noche; las sombras invadían la estancia, y al pensar que ya pronto tendríamos que separarnos, nos sentamos entristecidos cerca del fogón, donde se retorcía la llama roja. Catalina me estrechaba una mano; yo, con la frente inclinada, hubiera dado la vida por quedarme allí.Ya llevábamos así media hora larga cuando mi tía exclamó:
―Mira, José, ya es hora de que te vayas; la luna no sale hasta medianoche, y no tardará en estar el camino más negro que boca de lobo; con este frío puede ocurrirte algo malo...
Estas palabras me anonadaban; Catalina me retenía por la mano; pero mi tía tenía razón.
―Ya basta ― dijo levantándose y descolgando el capote ―; volverás el domingo.
No hubo más remedio que ponerse los zuecos, los guantes y el capote del señor Gulden. Hubiera querido tardar cien años; por desgracia, me ayudaba mi tía. Cuando ya tenía el cuello del capote pegado a las orejas, mi tía dijo:
―Bésanos, José.
La besé a ella primero; después a Catalina, que no decía palabra. Luego abrí la puerta, y el frío terrible que entró de pronto me advirtió que no había tiempo que perder.
―De prisa, José ― me dijo mi tía.
―¡Adiós, José! ¡Adiós! ― gritó Catalina ―. No dejes de venir el domingo.
Me volví para decir adiós con la mano, y luego eché a correr, sin levantar la cabeza, porque el frío era tal, que me hacía llorar a pesar del cuello de piel.
Así fui durante veinte minutos, casi sin respirar, cuando una voz ronca, voz de borracho, me gritó desde lejos: «¿Quién vive?»
Eché entonces una mirada en torno, y en la semiobscuridad grisácea de la noche vi, a cincuenta pasos delante de mí, a Pinacle el cosario, con su cuévano, gorro de piel, guantes de lana y un cayado de punta de hierro. El farol colgado de los tirantes del cuévano esclarecía su rostro de color de vino, su barba erizada de pelos amarillos y su narizota parecida a un apagavelas. Abría desmesuradamente los ojuelos, como un lobo, repitiendo: «¿Quién vive?»
El tal Pinacle era el mayor perdido del país, e incluso había tenido, el año anterior, un asunto feo con el señor Gulden, que le reclamaba el precio de un reloj que Pinacle se había encargado de entregar al señor Anstett, cura de Homert, y cuyo importe se guardó, diciendo que me lo había dado a mí. Pero aunque el ganapán juró ante el juez que decía la verdad, el señor Gulden estaba seguro de lo contrario, porque ni él ni yo habíamos salido de casa aquel día. Además, Pinacle quiso bailar con Catalina el día de la fiesta de Cuatro Vientos, y ella rehusó, porque conocía la historia del reloj, y no se soltaba, sobre todo, de mi brazo.
Aquel pícaro, mal intencionado, me guardaba rencor por todo eso, y el verle de pronto en medio del camino, lejos de la ciudad y sin socorro posible con su garrote de serbal con punta de hierro, no me regocijaba mucho. Por fortuna, el senderillo que rodea el cementerio se hallaba a mi izquierda, y sin responder eché por él corriendo, metiéndome en la nieve casi hasta la cintura.
Entonces, adivinando que era yo, exclamó furioso:
― ¡Ah! Es el cojito. ¡Alto! ¡Tengo que darte las buenas noches! ¡Vienes de casa de Catalina, ladrón de relojes!
Yo saltaba como una liebre por encima de los montones de nieve. Primero intentó seguirme, pero el cuévano le estorbaba; por eso, viéndome ganar terreno, se puso las manos alrededor de la boca y gritó:
―¡No le hace, cojo, no le hace; ya las pagarás! Se acerca la quinta, la quinta grande, la de los tuertos, los cojos, los jorobados. ¡Tú irás también y te quedarás por allá como los demás!
Dicho esto, siguió andando, riéndose como un borracho, y yo, que casi no tenía ya fuerzas para respirar, salí de nuevo al camino, a la entrada de los glacis, dando gracias al cielo por haber encontrado el atajo tan cerca de mí; porque Pinacle, de quien se sabía que tiraba de cuchillo en todas las riñas, hubiera podido darme un golpe.
A pesar de la carrera que acababa de dar, tenía los pies entumecidos, y de nuevo eché a correr.
Aquella noche se heló el agua en los pozos de Falsburgo y el vino en las cuevas, cosa no vista desde hacía sesenta años.
En la avanzada, en el primer puente y en la puerta de Alemania, el silencio me pareció aún mayor que por la mañana; la noche le hacía terrible. Algunas estrellas brillaban entre los nubarrones blancos que se cernían sobre la ciudad. No encontré alma viviente en toda la calle, y cuando llegué al pasadizo de entrada y cerré la puerta me pareció que allí hacía más calor; sin embargo, el albañal que corre por el patio a lo largo de la pared estaba helado. Me detuve un segundo para tomar aliento, y luego subí a obscuras, sin soltar el pasamanos.
Al abrir la puerta de la habitación, el vivo calor de la estufa me deleitó. El señor Gulden estaba sentado junto a la lumbre, en el sillón, con el gorro de seda negro echado hacia atrás y las manos en las rodillas.
―¿Eres tú, José? ― me dijo, sin volverse.
―Sí, señor Gulden ― respondí ―. ¡Qué bien se está aquí! ¡Qué frío hace fuera! No hemos tenido nunca un invierno como éste.
―No ― dijo con voz grave ―. Es un invierno del que nos acordaremos mucho tiempo.
Entonces entré en el gabinete para dejar el capote, los guantes y los zapatos en su sitio.
Pensaba contarle mi encuentro con Pinacle cuando, al volver, me preguntó:
―¿Te has divertido mucho, José?
―Sí, mucho; mi tía y Catalina me han dado expresiones para usted.
―Vamos, me alegro, me alegro. Los jóvenes hacen bien en divertirse, porque cuando se llega a viejo ha sufrido uno tanto, ha visto tantas injusticias y desgracias, tanto egoísmo, que todas las diversiones se corrompen de antemano.
Se decía esas cosas a sí mismo, mirando la lumbre. Nunca le había visto tan triste, y le pregunté: ―¿Está usted enfermo, señor Gulden? Pero él, sin responderme, murmuró: ―Sí, sí; así son las grandes naciones militares... Esa es la gloria.
Movía la cabeza, e incluso el busto, con aire pensativo, fruncidas las espesas cejas grises.
No sabía yo qué pensar de todo aquello, cuando, irguiéndose, exclamó:
―En este momento, José, hay en Francia cuatrocientas mil familias que lloran: nuestro Gran Ejército ha perecido en los hielos de Rusia; todos aquellos hombres, jóvenes y vigorosos, que estuvimos viendo pasar durante dos meses, están sepultados en la nieve. La noticia ha llegado esta tarde; espanta pensar en ello.
Yo permanecía callado; lo que veía más claro era que tendríamos pronto una nueva quinta, como ocurría después de cada campaña, y que esta vez podía tocarles el turno a los cojos. Esto me hacía palidecer, y acordándome de la predicción de Pinacle, el cabello se me erizaba.
―Vete, José; acuéstate tranquilo ― me dijo el viejo ―; yo no tengo sueño, voy a quedarme aquí... Esas cosas me trastornan. ¿Has notado algo en la población?
―No, señor Gulden.
Entré en mi cuarto y me acosté. No pude cerrar los ojos en mucho tiempo, pensando en las quintas, en Catalina, en los millares de hombres sepultados en la nieve, diciéndome que lo mejor sería huir a Suiza.
A eso de las tres oí acostarse al señor Gulden. A poco, me dormí como un santo.
IV
Cuando al siguiente día, a eso de las siete, entré en el cuarto del señor Gulden para ponerme a trabajar, aún estaba en la cama y muy abatido.
―José ―me dijo―, no me encuentro bien; esos terribles sucesos me han puesto malo; no he dormido.
―¿Quiere usted que le haga una taza de té?
―No, hijo mío, no; no hace falta. Arregla un poco la lumbre; me levantaré tarde. Pero ahora habría que ir a dar cuerda a los relojes; hoy es lunes; yo no puedo ir, porque me desesperaría ver a tanta gente honrada, a quien conozco hace treinta años, sumida en tamaña desolación. Mira, José, toma las llaves que están colgadas detrás de la puerta, y ve tú: será lo mejor. Yo voy a ver si me repongo durmiendo un poco. Si pudiese dormir un par de horas me aliviaría.
―Está bien, señor Gulden ― le dije ―; me voy en seguida.
Eché unos leños en la chimenea, me puse el capote y los guantes, corrí las cortinas de la cama del señor Gulden y salí con el manojo de llaves en el bolsillo. La indisposición del maestro me apesadumbraba un poco; pero una idea me servía de consuelo; iba diciendo para mí: «Vas a subir a la torre, y desde lo alto verás la casa de Catalina y de tía Grédel.» Pensando en esto, llegué a casa del campanero Brainstein, que vivía en una casucha decrépita, esquina a la plazuela; sus dos hijos eran tejedores, y en aquel vetusto nido oíase rechinar los telares y silbar las lanzaderas desde la mañana a la noche. La abuela, tan vieja que no se le veían los ojos, dormía en un sillón antiguo, en cuyo respaldo estaba encaramada una urraca. El tío Brainstein, cuando no tenía que tocar las campanas para un bautizo, un entierro o una boda, leía el almanaque, detrás de los vidrios redondos de la ventana. Al lado de su barraca había una casucha, bajo la techumbre del mercado viejo, donde trabajaba el zapatero Koniam, y un poco más allá estaban los mostradores de los carniceros y fruteros. Llegué, pues, a casa de los Brainstein; y el viejo, al verme, se levantó diciendo:
―¿Es usted, José?
―Sí, tío Brainstein; vengo en lugar del señor Gulden, que no está bueno.
―Bien; es lo mismo.
Se puso un abrigo de lana, viejo, y un gorro de lo mismo, echando al gato, que había hecho cama de esas prendas; tomó luego de un cajón la enorme llave de la torre, y salimos, muy contento yo al verme al aire libre, a pesar del frío, porque en aquel antro la atmósfera era espesa e irrespirable; no he comprendido nunca cómo podían vivir de aquella manera seres humanos.
Echamos calle arriba, y el tío Brainstein me dijo:
―¿Sabéis ya la gran desgracia que hemos tenido en Rusia?
―Sí, tío Brainstein; es terrible.
― ¡Ah, sin duda! Pero eso producirá muchas misas en la parroquia, porque todo el mundo mandará decir misas por sus hijos, con tanto más motivo cuanto que han muerto en un país de herejes.
―Sin duda, sin duda ― dije yo. Atravesábamos entonces la plaza, y delante de la Casa Consistorial, frente al cuerpo de guardia, había ya paradas varias personas, campesinos y gente de la ciudad, que leían un cartel. Subimos la escalinata y entramos en la iglesia, donde más de veinte mujeres, jóvenes y viejas, estaban de hinojos en el suelo, a pesar del espantoso frío.
―¿Qué le decía yo? ― dijo Brainstein ―. Ya vienen a rezar, y estoy seguro de que la mitad están ahí desde las cinco de la mañana.
Abrió la puertecilla de la torre por donde se sube a los órganos, y empezamos a trepar en las tinieblas. Una vez en los órganos, tomamos a la izquierda del fuelle y subimos hasta las campanas.
Me alegré de volver a ver el cielo azul y de respirar el aire libre, porque el mal olor de los murciélagos que viven en aquellas cavidades es asfixiante. ¡Pero qué frío tan espantoso en aquella jaula, abierta a los cuatro vientos, y qué deslumbradora la irradiación de la nieve! La vista se extendía en veinte leguas de contorno. Veíase la ciudad de Falsburgo, que es muy pequeña, con sus seis bastiones, sus tres medias lunas, sus dos avanzadas, sus cuarteles, polvorines y puentes, sus glacis y parapetos, su gran plaza de armas y sus casitas bien alineadas, como si estuviese dibujada en un papel blanco. Veíase hasta el fondo de los patios, y como yo no estaba aún habituado a aquello, no me movía del centro de la plataforma, temeroso de que me diese la idea de echarme a volar, como se cuenta de algunas personas que enloquecen en las grandes alturas. No me atrevía a acercarme al reloj, cuya esfera pintada caía detrás de mí; y si Brainstein no me hubiese dado ejemplo, habría permanecido agarrado a la armazón de las campanas; pero Brainstein me dijo:
―Venga, señor José, y mire: ¿Es ésta la hora?
Entonces saqué el cronómetro del señor Gulden, que marcaba los segundos, y vi que el reloj de la torre iba muy retrasado. Brainstein me ayudó a subir las pesas, y también corregimos los toques.
―El reloj se retrasa siempre en invierno ― dijo ―, a causa del hielo.
Después de familiarizarme con aquellas cosas, me puse a mirar los alrededores; las Barracas del encinar, la Barraca de arriba, el Bigelberg, y, por último descubrí Cuatro Vientos en las alturas de enfrente, y la casa de mi tía. Cabalmente, la chimenea dejaba escapar un hilo de humo azul que subía al cielo. Me figuré que veía la cocina y en ella a mi novia, con zuecos y saya corta de lana, hilando junto al fogón, con el pensamiento puesto en mí. Me estremecí de modo que ya no sentía el frío; no podía apartar los ojos de aquella chimenea.
El tío Brainstein, que no sabía lo que yo miraba, dijo:
―Sí..., sí..., señor José; ahora, a pesar de la nieve, todos los caminos están llenos de gente; ya ha corrido el notición, y todos vienen para saber hasta dónde les alcanza la desgracia.
Tenía razón; todos los caminos y senderos estaban llenos de gente que se dirigía a la ciudad; mirando a la plaza, vi que la muchedumbre engrosaba delante, del cuerpo de guardia de la alcaldía y delante del correo. Oíase un gran rumor.
En fin, después de contemplar de nuevo la casa de Catalina, tuve que bajar, y nos pusimos a dar vueltas en la obscura escalera, como en un pozo. Llegados al órgano, vimos desde el balcón que la multitud había aumentado también mucho en la iglesia; todas las madres, hermanas y abuelas, ricas y pobres, estaban de hinojos en los bancos, en profundo silencio, y oraban por los que estaban lejos, ofreciéndolo todo con tal de verlos otra vez.
Al principio no me hice cargo de aquello; pero de pronto pensé que si el año antes me hubiese tocado ir al servicio, Catalina estaría allí también rezando y pidiéndome a Dios; sentí traspasado el corazón, y empezó a tiritarme el cuerpo.
―¡Vámonos, vámonos! ― le dije a Brainstein ―. Esto es espantoso.
―¿El qué?
―¡La guerra!
Bajamos entonces la escalera y salimos a la puerta principal; atravesé la plaza para ir a casa del comandante Meunier, mientras Brainstein se encaminaba a su tugurio.
En la esquina de la Casa Consistorial vi un espectáculo que no olvidaré jamás. Allí había puesto un cartel muy grande; más de quinientas personas, vecinos de la población y campesinos, hombres y mujeres, apretujados unos contra otros, muy pálidos, alargando el cuello, miraban en silencio el cartel, como una cosa terrible. No podían leerlo; y de tiempo en tiempo alguien decía en alemán o en francés:
―Sin embargo, no todos han muerto... Alguno volverá.
Otros gritaban:
―No se ve nada..., no puede uno acercarse.
Una pobre vieja, detrás de todos, levantaba los brazos y gritaba:
―¡Cristóbal! ¡Pobre Cristóbal mío!
Otros, como si el oírla les indignase, decían:
―¡Que se calle esa vieja!
Nadie pensaba más que en sí mismo. No cesaba de llegar gente por la puerta de Alemania, e iba colocándose detrás.
Por fin, Harmentier, guardia municipal, salió del cuerpo de guardia y subió a lo alto de la escalinata, llevando en la mano un cartel igual al que estaba pegado a la pared; seguíanle unos soldados. Entonces todo el mundo se precipitó hacia aquel lado; pero los soldados contuvieron a la gente, y el tío Harmentier se puso a leer en el cartel, que llamaban el Boletín 29, en el que el emperador contaba cómo, durante la retirada, los caballos perecían todas las noches a miliares. ¡No decía nada de los hombres!
El municipal leía con lentitud; nadie profería palabra; la vieja, que no entendía el francés, escuchaba como los demás. Se hubiese oído el vuelo de una mosca. Pero al llegar a este párrafo: «Nuestra caballería estaba de tal modo desmontada, que fue preciso reunir a los oficiales que aún tenían caballos para formar con ellos cuatro escuadrones de ciento cincuenta hombres cada uno. Los generales hacían de capitanes, y los coroneles de suboficiales»; cuando leyó ese párrafo, que decía más acerca de la miseria del ejército que todo lo restante del documento, los gritos y los gemidos estallaron por todas partes: dos o tres mujeres se desvanecieron... Sacáronlas de allí en brazos.
Cierto que el Boletín añadía: «La salud de Su Majestad nunca ha sido mejor»; y esto era un gran consuelo. Por desgracia, eso no podía devolver la vida a los trescientos mil hombres sepultados en la nieve; así es que las gentes se marchaban muy tristes. Luego legaban otras, a docenas, que no habían oído la lectura del Boletín, y de hora en hora Harmentier salía para leerlo de nuevo. Esto duró hasta la noche, y cada lectura producía el mismo efecto. Huí de allí... Hubiera querido no enterarme de aquello.
Subí a casa del gobernador militar; al entrar en el salón vi que estaba almorzando. Era hombre ya viejo, pero fuerte, de faz colorada y de buen apetito.
― ¡Ah!, ¿eres tú? ― dijo ―. ¿No viene el señor Gulden?
―No, señor gobernador; las malas noticias le han puesto enfermo.
― ¡Ah! Bien..., lo comprendo ― dijo, echando un trago ―. Ha sido una gran desgracia.
Y mientras yo levantaba el fanal del reloj, añadió:
― ¡Bah! Dile al señor Gulden que ya tornaremos el desquite. . . No siempre se puede quedar encima, ¡qué diablo! Hace quince años que los hacemos correr a paso de carga; justo es que se les deje un ligero consuelo... Además, el honor se ha salvado; no nos han derrotado; sin la nieve y el frío, esos pobres cosacos habrían visto lo que es bueno.. . Pero paciencia; dentro de poco estarán cubiertas las bajas, y entonces nos veremos.
Di cuerda al reloj; el gobernador, muy aficionado a la relojería, se acercó para verme manipular. Me pellizcó una oreja, bromeando; luego, al retirarme, exclamó, abotonándose el capote, que se había desabrochado para comer:
―Dile al señor Gulden que duerma tranquilo; en la primavera comenzará de nuevo la danza; no siempre van a tener esos kalmucos el invierno a su favor; díselo así.
―Sí, señor gobernador ― respondí al cerrar la puerta.
Su abultado rostro y su aire jovial me habían consolado un poco; pero a todas las casas adonde fui después, en casa de los Harwich, en la de los Frantz-Toni, en la de los Durlach, no oí más que lamentaciones. Las mujeres, sobre todo, estaban desoladas; los hombres no decían nada, y se paseaban arriba y abajo, con la cabeza inclinada, sin mirar siquiera lo que yo hacía.
A eso de las diez no me quedaba por ver más dos personas: el señor de La Vablerie-Chamberlan, de la antigua nobleza, que vivía al final de la calle Mayor con su esposa y su hija Juana. Eran emigrados, que habían vuelto a Francia tres o cuatro años antes. No se trataban con nadie en la ciudad, y no se visitaban más que con tres o cuatro curas de los alrededores, muy viejos. Al señor de La Vablerie-Chamberlan no le gustaba más que cazar; tenía seis perros en el patio de la casa, y un carruaje con dos caballos; el tío Roberto, el de la calle de Capuchinos, le servía de cochero, palafrenero, criado y montero. El señor de La Vablerie llevaba siempre traje de caza, gorra de cuero y botas de montar, con espuelas. Todo el pueblo le llamaba el Podenco; pero nadie tenía qué decir de su mujer ni de su hija.
Muy triste estaba yo en el momento de empujar el portón de la casa: portón con garrucha y contrapeso, cuyo chirrido se prolongaba por el zaguán; no fue pequeña mi sorpresa al oír, en la desolación general, una voz que cantaba con acompañamiento de piano. Era el dueño de la casa, acompañado por su hija. Yo no sabía aún, por entonces, que el infortunio de los unos labra la ventura de los otros, y me dije, con las manos en el picaporte: «Aún no saben las noticias de Rusia.»
En esto se abrió la puerta de la cocina, y Luisa, la criada, asomó la cabeza y preguntó:
―¿Quién es?
―Soy yo.
― ¡Ah! Es usted, José; pase por aquí.
Aquellos señores tenían el reloj en un gran salón, en el que apenas entraba nadie; las grandes ventanas, con persianas que daban al patio, permanecían cerradas; pero había en el salón luz suficiente para lo que yo tenía que hacer. Pasé por la cocina y arreglé el reloj, antiguo y muy bueno, con caja de mármol blanco. La criada estaba delante.
―¿Hay visita en la casa? ― pregunté.
―No; pero el señor me ha dicho que no deje pasar a nadie.
Parece que están muy contentos.
―Sí ― respondió ―; es la primera vez, al cabo de muchos años; no sé qué les pasa.
Coloqué otra vez el fanal y salí, pensando en aquellas cosas, a mi parecer extraordinarias. No se me ocurrió que tales gentes se alegraban de nuestra derrota. '
Al salir de allí volví la esquina de la calle para ir a la casa del tío Feral, a quien llamaban el Abanderado, porque a la edad de cuarenta y cinco años, siendo herrero de oficio, y desde tiempo atrás padre de familia, llevó la bandera de los voluntarios de Falsburgo en la guerra de 1792 y no volvió hasta después de la campaña de Zurich. Sus tres hijos estaban en el ejército de Rusia: Juan, Luis y Jorge Feral. Jorge era comandante de dragones; los otros dos, oficiales de infantería.
De antemano me figuraba la pesadumbre del tío Feral; pero lo que yo temía no era nada comparado con lo que vi al entrar en su habitación. El pobre viejo, ciego y completamente calvo, estaba sentado en un sillón junto a la lumbre, con la cabeza inclinada sobre el pecho y los ojos en blanco, muy abiertos, como si viera tendidos a sus pies los cuerpos de sus tres hijos; no profería palabra; gruesas gotas de sudor caían de su frente sobre sus fláccidas y escuálidas mejillas, y la palidez de su rostro era tal, que parecía a punto de entregar el alma. Cuatro o cinco de sus antiguos compañeros del tiempo de la República: el tío Desmarets, el tío Nivoi, Paradis el viejo y Froissard el largo, habían acudido a consolarlo. Permanecían a su lado en profundo silencio y fumando pipa tras pipa, con cara de duelo.
De vez en cuando alguno de ellos decía:
―Vamos, Feral, vamos. ¿No somos ya los veteranos del ejército de Sambre y Mosa?
O bien:
―¡Ánimo, abanderado, ánimo! ¿No tomamos la gran batería de Fleurus a paso de carga?
Y otras cosas parecidas.
Pero Feral no respondía; tan sólo, con intervalos de un minuto, suspiraba; sus decrépitas mejillas fláccidas se hinchaban; luego inclinaba la cabeza, y sus amigos se hacían gestos, moviendo la cabeza como para decir:
―¡Mal va esto!
Me apresuré a poner el reloj en hora y a marcharme, porque la vista del pobre viejo en tal desolación me desgarraba el pecho.
Al entrar en casa encontré al señor Gulden trabajando.
―¿Ya estás de vuelta? ― me dijo ―. ¿Qué hay?
―Ha hecho usted bien en no salir, señor Gulden; esto es terrible.
Le conté todo, con detalles.
―Sí, ya lo sabía ― dijo tristemente ―; pero eso no es más que el comienzo de mayores desdichas; los prusianos, los autríacos, los rusos, los españoles y todos los pueblos a quienes hemos saqueado desde 1804, se aprovecharán de nuestro infortunio para caer sobre nosotros. Puesto que nos hemos empeñado en darles reyes que no conocían y a quienes no querían, ahora nos traerán otros, con su cortejo de nobles y demás. De manera que, después de sufrir una sangría suelta por los hermanos del emperador, vamos a perder cuanto ganamos con la Revolución. En lugar de ser los primeros, seremos los últimos de loe últimos. Sí; eso es lo que nos espera. Mientras tú andabas por el pueblo, no he cesado de pensar en esto; es casi fatal; puesto que los soldados lo eran todo en nuestro país y ya no tenemos soldados, no somos ya nada.
Entonces se levantó, puse la mesa, y según estábamos comiendo en silencio, las campanas de la iglesia empezaron a tocar.
―Alguien se ha muerto ― dijo el señor Gulden.
―Sí; pero no he oído decir que hubiese nadie enfermo.
Diez minutos después, el rabino Rose entró para que le pusieran cristal al reloj.
―¿Quién se ha muerto? ―preguntó el señor Gulden.
―El Abanderado.
― ¡Cómo! ¿El tío Feral?
―Sí, hace media hora. El tío Desmarets y otros amigos suyos trataron de consolarlo; al fin, les pidió que le leyeran la última carta de su hijo Jorge, el comandante de dragones, que le decía que en la próxima primavera esperaba venir con el grado de coronel a darle un abrazo.
Al oír esto, quiso levantarse bruscamente; pero cayó de nuevo, doblado por la cintura. La carta le había destrozado el corazón.
El señor Gulden no hizo reflexión alguna.
―Aquí tenéis, señor Rose ― dijo, devolviendo el reloj al rabino ―. Son dos reales.
El señor Rose salió, y continuamos silenciosos la comida.
V
Algunos días después, el periódico anunció que el emperador estaba en París y que iba a ser la coronación del rey de Roma y de la emperatriz María Luisa. El alcalde, el teniente y los regidores no hacían más que hablar de los derechos del trono, y hasta se pronunció un discurso, hecho expresamente para el caso, en la sala de la alcaldía. Escribió el discurso el profesor Burguet y lo leyó el barón Parmentier. Pero la gente no se conmovía por tales cosas; el que más y el que menos temía que le alcanzase la quinta; era clarísimo que harían falta muchos soldados; eso es lo que preocupaba a todos y lo que a mí me hacía enflaquecer a ojos vistas. En vano me decía el señor Gulden: «Nada temas, José; tú no puedes ir al servicio; considera, hijo mío que, siendo tan cojo, te quedarías en el camino a la primera jornada.» Mi inquietud no se desvanecía por eso.
Ya nadie pensaba en los de Rusia, a excepción de sus familias.
El señor Gulden, cuando estábamos trabajando solos, me decía a veces:
―Si los que nos mandan, diciéndose enviados por Dios, para hacer nuestra felicidad en este mundo, pudieran figurarse al comenzar una campaña a cuantas pobres viejas e infelices madres van a desgarrar; las entrañas por satisfacer su orgullo; si pudieran ver sus lágrimas y oír sus lamentos en el instante en que les dicen: ¡Tu hijo ha muerto...; no le verás más! Ha desaparecido bajo los cascos de los caballos, o destrozado por una bomba, o en un hospital lejano ― después de sufrir una amputación ―, abrasado de fiebre, sin consuelo, clamando como cuando era niño...; si pudieran imaginarse todo eso, creo que no habría ninguno tan bárbaro que se atreviese a seguir adelante. Pero no piensan en nada; creen que los demás no quieren a sus hijos tanto como ellos: ¡toman a las gentes por bestias! Se engañan: con todo su inmenso genio y todas sus grandiosas ideas de gloria, no son nada, porque un pueblo ― hombres y niños, mujeres y ancianos ― no debe hacer la guerra sino cuando atacan su libertad, como hicimos nosotros en 1792; entonces se muere o se vence juntos; el que se queda atrás es un cobarde, quiere que los demás se batan por él; la victoria no es sólo para unos pocos, es para todos; padres e hijos defienden a la familia; si los matan, es una desgracia; pero mueren en defensa de sus derechos. Esa es, José, la única guerra justa, en la que nadie tiene derecho a quejarse; todas las demás son vergonzosas, y la gloria que acarrean no es la gloria propia del hombre, sino la de una bestia salvaje.
Así me hablaba el bueno del señor Gulden, y yo participaba de su opinión.
Pero de pronto, el 8 de enero, pusieron en la alcaldía un bando, por el que se hacía saber que el emperador iba a llamar a las armas, mediante un senado-consulto, como entonces se decía, primero 150.000 quintos de 1813; después, 100 cohortes del primer cupo de 1812, que ya se creían libres; luego, 100.000 quintos de 1809 a 1812; y así sucesivamente, hasta rellenar todos los huecos, e incluso hasta tener un ejército más numeroso que antes de ir a Rusia.
Cuando el tío Fouze, el vidriero, vino una mañana a darnos la noticia, casi me desmayé, porque entre mí pensaba:
―Ahora se llevan a todos, hasta los casados en 1809; ¡estoy perdido!
El señor Gulden me roció el rostro con agua; estaba yo pálido como un muerto, con los brazos colgando.
Por lo demás, no era el único a quien el bando de la alcaldía produjo tan mal efecto; aquel año, muchos mozos se negaron a ir al servicio; unos se rompían los dientes para no poder morder el cartucho; otros se abrasaban el pulgar de un pistoletazo, para no poder empuñar el fusil; otros se fugaban a los montes; llamábanlos refractarios, y no había bastantes gendarmes para perseguirlos.
También en aquella época las madres de familia se armaron de valor y se insubordinaron, animando a sus hijos a desobedecer a los gendarmes: ayudábanles de mil maneras, vociferaban contra el emperador; los curas de todas las religiones las sostenían; al fin se había colmado la medida.
El mismo día que se publicó el bando, fui a Cuatro Vientos; mas no con ánimo alegre, sino como un infortunado a quien van a quitar el amor y la vida. Apenas podía tenerme en pie; y cuando llegué allá, sin saber cómo anunciar nuestra desgracia, vi, al entrar, que ya lo sabían todo, porque Catalina lloraba copiosas lágrimas y mi tía estaba pálida de indignación.
Nos besamos en silencio, y la primera palabra que me dijo mi tía, echándose bruscamente hacia atrás los cabellos grises, fue:
―¡No te irás! ¿Qué nos importan a nosotros esas guerras? Hasta el cura me ha dicho que ya es demasiado; que se debe hacer la paz. Te quedarás. ¡No llores, Catalina; te digo que no se irá!
Estaba verde de cólera, y empujaba las cacerolas mientras hablaba.
―Hace ya mucho tiempo que esa carnicería me repugna ― continuó ―. Nuestros pobres primos Kasper y Yokel tuvieron que ir a dejarse romper la crisma en España por el emperador, y ahora viene a pedirnos los más jóvenes; no está satisfecho con haber sacrificado trescientos mil en Rusia. En lugar de pensar en la paz, como haría un hombre de buen juicio, sólo se le ocurre llevar al matadero a los que quedan... ¡Veremos, veremos!
―En nombre del cielo, tía, cállese; hable más bajo ― dije yo, mirando a la ventana ―; si nos oyeran estábamos perdidos.
―Bueno, hablo para que me oigan; tu Napoleón no me asusta; empezó por no permitirnos hablar, para hacer lo que se le antojara..., pero eso se va a concluir. Sólo en nuestro pueblo, cuatro recién casadas se quedan sin marido, y diez mozos tienen que abandonarlo todo, a pesar de sus padres, de la justicia, de la ley de Dios y de la religión... ¡Es abominable!
Como viera que me disponía a contestar, añadió:
―Calla, José, calla; ese hombre no tiene corazón; acabará mal. Dios nos ha castigado ya este invierno: ha visto que tenían más miedo a un hombre que a Él; que hasta las madres, como en tiempos de Herodes, no se atrevían a defender la carne de su carne cuando el emperador la reclamaba para la matanza; entonces Dios nos ha enviado el frío, y el ejército ha perecido; todos los que van a marchar ahora están muertos de antemano. ¡Dios está cansado! ¡Tú no irás! ¡No quiero que vayas! Te escaparás al monte con Juan Kraft, Luis Béme y los mozos más valientes del pueblo; os iréis por las montañas a Suiza, y Catalina y yo iremos a buscaros y estaremos allí hasta que termine le exterminación.
Mi tía se calló. En lugar de hacernos la comida ordinaria, nos obsequió con otra aun mejor que la del domingo anterior, y nos dijo con tono resuelto:
―Comed, hijos míos; no tengáis miedo; las cosas van a cambiar.
A eso de las cuatro entraba yo en Falsburgo, un poco más tranquilo que cuando salí. Pero al subir por la calle del Repuesto oí, hacia la esquina del colegio, el tambor del municipal Harmentier, y vi un gran grupo de gente en torno suyo. Corrí para escuchar el pregón, y llegué en el preciso momento que comenzaba.
Harmentier leyó que, en virtud del senado-consulto del día 3, el sorteo sería el 15. Estábamos a 8; sólo quedaban siete días. El golpe me desconcertó. Cuantos estaban allí se fueron, cada uno por su lado, en profundo silencio. Volví a casa muy triste, y le dije al señor Gulden:
―El sorteo es el jueves.
― ¡Ah! ― exclamó ―, no pierden tiempo... Les corre prisa.
Fácil es imaginarse cuál sería mi pesar todos aquellos días. No podía parar; a cada momento me veía a punto de abandonar el país. Ya me parecía que estaba en el monte huyendo de los gendarmes, que llegaban a mis alcances y gritaban: ¡Alto!, ¡alto! Después me imaginaba la desolación de Catalina, de mi tía y del señor Gulden. Ya me parecía que iba formado en batalla con otros desdichados, y que nos gritaban: ¡Adelante!, ¡a la bayoneta!, mientras la metralla se llevaba filas enteras. Oía zumbar las bombas y silbar las balas; en fin, estaba en una situación lastimosa.
―Ten calma, José ― me decía el señor Gulden ―; no te atormentes así. Piensa que acaso no hay en todo el reemplazo diez mozos que puedan alegar tan buena razón como tú para quedarse. Tendría que estar ciego el médico para admitirte. Yo veré, además, al gobernador militar... ¡Tranquilízate!
Estas palabras bien intencionadas no lograban calmarme.
Pasé una semana entera en angustia y sobresaltos extraordinarios, y cuando llegó el día del sorteo, el jueves por la mañana, estaba yo tan pálido, tan descompuesto, que los padres de los reclutas envidiaban mi mala cara para sus hijos. «Lo que es ése ― decían ―, tiene suerte. Con un soplo se le tira al suelo. ¡Hay gentes que nacen con estrella!»
VI
¡Había que ver al Ayuntamiento de Falsburgo en la mañana del 15 de enero de 1813, durante el sorteo! Hoy es aún grave contratiempo caer soldado y verse en la necesidad de abandonar padres y amigos, pueblo, vacas y tierras, para ir a aprender, sabe Dios dónde: ¡Un. . . dos! ¡Un. . . dos! ¡Alto! Media vuelta a la derecha. .. Media vuelta a la izquierda... ¡Firmes! ¡Armas al hombro!, etc. Sí: es un contratiempo, pero del que al fin uno se salva; puede uno decirse con cierta confianza: «Dentro de siete años volveré a encontrar mi antiguo nido y también a mis padres y quizás a mi novia. Habré visto mundo y tendré condiciones para que me nombren guarda forestal o gendarme.» Y esto es un consuelo para las personas sensatas. Pero en aquellos tiempos, cuando uno caía soldado, ya podía darlo todo por perdido; a veces, de cien quintos no volvía ni uno; la idea de marcharse para siempre le entraba a uno difícilmente en la cabeza.
Aquel día, los de Hasberg, los de Garburg y los de Cuatro Vientos iban a sortear los primeros, después los de la ciudad y luego los de Wéchem y Mittelbronn.
Me levanté muy de mañana, y puesto de codos sobre el mostrador estuve viendo pasar a toda aquella gente: mozos de blusa, viejecillos con gorros de algodón y anguarina, viejas con faldas y corpiños de lana, encorvados, descompuesto el semblante, con un garrote o un paraguas debajo del brazo. Llegaban por familias. El subprefecto de Sarreburg, con insignias de plata, y su secretario, que habían llegado la víspera y se hospedaban en la fonda de El León de Oro, miraban también por la ventana.
A eso de las ocho el señor Gulden, después de almorzar, se puso al trabajo; yo no probé bocado y seguía mirando, hasta que el señor Parmentier, alcalde, y su teniente, llegaron en busca del subprefecto.
El sorteo empezó a las nueve, y no tardamos en oír sonar por las calles el clarinete de Pfifer-Karl y el violín de Andreson. Tocaban la marcha de los Suecos; al son de esa música millares de infelices han abandonado Alsacia para siempre. Los reclutas bailaban; se balanceaban cogidos del brazo, atronaban el espacio con sus gritos, taconeaban y tiraban al aire los sombreros, tratando de parecer alegres, cuando en realidad llevaban la muerte en el alma..., pero así es la costumbre; y Andreson, tan flaco y tieso, amarillo como un palo, junto con su compañero, rechoncho, con las mejillas hinchadas a fuerza de soplar, se parecían a esas personas que acompañan a los muertos hasta el cementerio hablando de cosas indiferentes.
La música y los gritos me entristecían.
Acababa de ponerme la casaca de cola puntiaguda y mi castora para salir, cuando mi tía y Catalina entraron diciendo:
―¡Buenos días, señor Gulden! Venimos a ver el sorteo.
En seguida vi que Catalina había llorado mucho; tenía los ojos enrojecidos; lo primero que hizo fue arrojarse en mis brazos, mientras su madre daba vueltas en torno mío.
El señor Gulden les dijo:
―Ya pronto les tocará el turno a los de la ciudad.
―Sí, señor Gulden ― respondió Catalina con voz débil ―. Los de Harberg han concluido.
―Bueno, bueno. Vamos, José; es hora de que te vayas ― dijo ―. Pero no te entristezcas; no se asusten. Estos sorteos son una pura fórmula; hace mucho tiempo que nadie se libra, o al que se libra le llaman dos o tres años después; todos los números son malos. Cuando se reúna el consejo de revisión veremos lo que puede hacerse. Lo de hoy es una especie de satisfacción que se otorga al público, permitiéndole jugar a esa lotería..., pero todos pierden.
―Lo mismo da ― dijo mi tía ―; José ganará.
―Sí, sí ― respondió el señor Gulden sonriendo ―; no puede por menos de ser así.
Entonces salí con Catalina y mi tía, y subimos hacia la Plaza Mayor, donde se agolpaba la multitud. En todas las tiendas, docenas de quintos que iban a comprar lazos se apretujaban contra los mostradores; vélaseles llorar mientras cantaban como endemoniados. Otros, en las tabernas, se abrazaban sollozando, sin dejar de cantar. Dos o tres músicas de los alrededores, la del gitano Waldteuíel, la de Rosselkasten y la de Jorge Adam llegaron también, y mezclaban sus sones en una algarabía desgarradora y terrible.
Catalina se apretaba contra mi brazo; mi tía nos seguía.
Frente al cuerpo de guardia vi, de lejos, al cosario Pinacle, que había puesto sobre una mesa una caja abierta y al lado un colgador guarnecido de lazos, para vendérselos a los quintos. Quise pasar de largo, pero me gritó:
―¡Hola, cojo! ¡Alto! Ven acá.. . Te reservo un lazo muy hermoso... Necesitas uno magnífico..., ¡el de los que ganan!
Agitaba en alto un gran lazo negro, y a pesar mío palidecí. Pero al mismo tiempo que subíamos nosotros las gradas del Ayuntamiento, las bajaba un quinto: era Klipfel, el herrero de la puerta de Francia; acababa de sacar el número 8, y desde lejos gritó:
― ¡El lazo negro, Pinacle, el lazo negro! ¡Tráele, cueste lo que cueste!
Tenía el rostro sombrío, pero reía. Su hermanito Juan iba detrás llorando, y gritaba:
―¡No, Jacobo, no; el lazo negro, no!
Pero ya Pinacle estaba colocando el lazo negro en el sombrero del herrador, mientras éste decía:
―Éste es el que nos corresponde.. . Todos estamos muertos; debemos llevar luto por nosotros mismos.
Y con furioso acento gritó:
―¡Viva el emperador!
Por mi parte, prefería ver el lazo negro en su sombrero antes que en el mío, y me escabullí veloz entre la gente para librarme de Pinacle.
Mucho trabajo me costó entrar en el zaguán del Ayuntamiento y subir por la vetusta escalera de encina, por la que subía y bajaba un hormiguero de gente. En el salón del primer piso, el gendarme Kelz se paseaba, manteniendo el orden lo mejor que podía, En la sala de sesiones contigua, donde está pintada la Justicia con los ojos vendados, se oía vocear los números. De vez en cuando salía un quinto con el rostro inyectado de sangre, prendiendo el número en la gorra, y se iba cabizbajo a través de la multitud, como un toro bravo, ciego de furor, que fuera a romperse los cuernos contra un muro. Otros, al contrario, iban pálidos como muertos.
Las ventanas del salón estaban abiertas; oíanse las cinco o seis músicas que tocaban a un tiempo en la calle. Era espantoso.
Yo apretaba la mano de Catalina, y poco a poco llegamos, a través de la gente, a la sala donde el subprefecto, los alcaldes y los secretarios, en su estrado, Proclamaban los números en voz alta, como quien publica un fallo; y en efecto, todos los números eran verdaderas sentencias.
Esperamos mucho tiempo.
Cuando me llamaron no me quedaba ya sangre en las venas.
Me adelanté sin ver ni oír, metí la mano en el bombo y saqué un número. El subprefecto gritó: ―Número 17.
Sin proferir palabra me retiré, seguido de Catalina y de mi tía. Salimos a la plaza, y al respirar el aire libre, recordé que había sacado el número 17.
Mi tía parecía anonadada.
-―Sin embargo, yo te había puesto una cosa en el bolsillo ― me dijo ―; pero ese miserable Pinacle te ha hecho mal de ojo.
Al decir esto, sacó de mi bolsillo un pedazo de cuerda. Gruesas gotas de sudor me corrían por la frente. Catalina estaba muy pálida, y así volvimos a casa del señor Gulden.
―¿Qué número tienes, José? ― me preguntó en seguida.
―El 17 ― respondió mi tía, sentándose con las manos sobre las rodillas.
El señor Gulden pareció turbarse un momento, pero dijo en seguida:
―Lo mismo da uno que otro... Se los llevarán a todos... Hay que cubrir las bajas. Eso no le importa nada a José. Iré a ver al alcalde y al gobernador militar... No será para contarle una mentira; todo el pueblo sabe que José es cojo; pero con las prisas pudieran pasar por alto ese defecto. Por eso iré a verlos. De modo que no se asusten; recobren las esperanzas.
Esas palabras del buen señor Gulden tranquilizaron a mi tía y a Catalina, que se volvieron a Cuatro Vientos llenas de esperanza; en cuanto a mí, fue muy distinto; desde aquel momento ya no tuve, ni de día ni de noche, un instante de tranquilidad.
El emperador tenía la buena costumbre de no permitir que los quintos se aburriesen en sus casas. Inmediatamente después del sorteo llegaba el consejo de revisión, y unos días más tarde la orden de marcha. No hacía como esos sacamuelas que primero le enseñan a uno las pinzas y los gatillos y después están un buen rato mirándole a uno la boca, de suerte que al enfermo le da un calambre antes que el operador se decida; el emperador despachaba pronto.
Tres días después del sorteo, el consejo de revisión estaba en el Ayuntamiento, con todos los alcaldes del distrito y algunas personas notables para dar informes si eran necesarios.
La víspera, el señor Gulden se puso el abrigo marrón y su magnífica peluca para ir a dar cuerda a los relojes del alcalde y del gobernador militar. Volvió muy risueño y me dijo:
―Todo va bien... El alcalde y el gobernador saben que eres cojo; no es ningún secreto, ¡qué diablo! Los dos me han contestado sin vacilar: «Pero, señor Gulden, ese joven es cojo. ¿Para qué hablarnos de él? No paséis cuidado; lo que necesitamos no son enfermos; son soldados.»
Esas palabras fueron un bálsamo para mi sangre, y aquella noche dormí como un bienaventurado. Pero al siguiente día el miedo me ganó otra vez: recordé de pronto cuántos mozos acribillados de defectos iban al servicio, y cuántos otros cometían la indignidad de fingirlos para engañar al Consejo, ya ingiriendo sustancias nocivas para estar pálidos, ya ligándose una pierna para formarse varices o haciéndose los sordos, los ciegos o los imbéciles. Al pensar en estas cosas, temí no ser bastante cojo, y resolví presentarme con cara de enfermo. Había oído decir que el vinagre hace daño al estómago, y sin decírselo al señor Gulden bebí, impulsado por el miedo, todo el vinagre que había en las vinagreras. En seguida me vestí, pensando que tendría cara de desenterrado, porque el vinagre era muy fuerte y me producía gran desazón. Pero al entrar en el cuarto del señor Gulden mi maestro me dijo en cuanto me vio:
―¿Qué tienes, José? ¡Estás colorado como una amapola!
Mirándome en el espejo vi que estaba encarnado hasta las orejas. Entonces me aterré; pero en vez de palidecer me puse aún más colorado, y exclamé con la mayor desolación:
―¡Ahora sí que estoy perdido! ¡Pareceré un mozo sin defectos e incluso de buena salud! ¡El vinagre se me ha subido a la cabeza!
―¿Qué vinagre?
―El de las vinagreras; me lo he bebido para estar pálido, como dicen que hace la señorita Sclapp, la organista. ¡Dios mío! ¡Qué maldita ocurrencia he tenido!
―No dejarás de ser cojo por eso ― dijo el señor Gulden ―; sólo que te proponías engañar al consejo y eso no está bien. Pero ya son las nueve y media; Werner vino ayer a decir que te reconocerían a las diez; de modo que no te descuides.
Tuve, pues, que ir en aquel estado; el calor del vinagre me encendía las mejillas. Cuando me encontré a mi tía y a Catalina, que me esperaban en el zaguán del Ayuntamiento, casi no me conocieron.
―¡Qué aspecto tan satisfecho y alegre tienes! ― me dijo mi tía.
Al oír esto de seguro que me hubiese desmayado si el vinagre no me hubiera sostenido a pesar mío.
Subí, pues, la escalera muy turbado, sin poder mover la lengua para contestar; ¡tan horrorizado estaba de mi tontería!
Arriba, más de veinticinco quintos que alegaban estar enfermos habían sido declarados útiles; y más de otros tantos, sentados en un banco junto a la pared, miraban al suelo con cara muy triste, esperando turno.
El gendarme Kelz, un viejo con sombrero de picos, se paseaba arriba y abajo; en cuanto me vio se detuvo, al parecer maravillado, y después exclamó:
― ¡Enhorabuena! Al menos éste no se asusta de la guerra; en sus ojos brilla el amor a la gloria.
Y poniéndome la mano en el hombro:
―Bien, José; te pronostico que al fin de la campaña serás cabo.
―¡Pero si soy cojo! ― exclamé indignado.
―¡Cojo! ― dijo Kelz guiñando un ojo y sonriendo ―. ¡Cojo! No importa, con esa cara de salud se puede ir a campaña.
Apenas había dejado de hablar se abrió la puerta de la sala del consejo de revisión, y el otro gendarme, Werner, asomándose, gritó con voz áspera:
―¡José Bertha!
Entré cojeando cuanto pude, y Werner cerró la puerta. Los alcaldes del distrito estaban sentados en sillas formando semicírculo, y el subprefecto y el alcalde de Falsburgo en medio, en sendos sillones; el secretario Freylig ocupaba una mesa. Un quinto del Harberg estaba vistiéndose; el gendarme Descarmes le ayudaba a ponerse los tirantes. Aquel quinto, con los largos cabellos obscuros caídos sobre los ojos, desnudo el cuello y abierta la boca para respirar, tenía el aspecto de un hombre a quien llevan a la horca. El director del Hospital militar y otro médico vestido de uniforme hablaban en el centro de la sala. Se volvieron hacia mí diciendo:
― ¡Desnúdese!
Me desnudé hasta la camisa, que Werner me quitó. Los demás me miraban. El subprefecto dijo:
―Es un mozo muy sano.
Tales palabras me encolerizaron; a pesar de esto, respondí cortésmente:
―Soy cojo, señor.
Los médicos me reconocieron, y el del Hospital, a quien sin duda había hablado de mí el gobernador militar, dijo:
―La pierna izquierda es un poco corta.
―¡Bah! ― dijo el otro ―, pero es robusta. Luego, poniéndome una mano en el pecho:
―La conformación es buena; ¡tosa usted! Tosí lo menos fuerte que pude; pero así y todo, le pareció que tenía muy buen timbre, y añadió:
―Vean qué colores; está rebosando salud. Entonces, viendo que iba a declararme útil si no decía nada, respondí:
―He bebido vinagre.
―¡Ah! Eso prueba que tiene buen estómago.
― ¡Pero soy cojo! ― exclamé desconsolado.
― ¡Bah! No hay que apurarse por eso; la pierna es robusta, yo lo aseguro.
―Sea como quiera ― dijo entonces el alcalde ―, este joven es cojo de nacimiento; todo Falsburgo lo sabe.
―No hay duda ― añadió el médico del Hospital ―; la pierna izquierda es demasiado corta; es caso de exención.
―Sí ― repuso el alcalde ―, estoy seguro de que este muchacho no soportaría una larga marcha; se quedaría en el camino a la segunda etapa.
El primer médico no decía ya nada.
Me creía salvado, cuando el subprefecto me preguntó:
―¿Es usted José Bertha?
―Sí, señor.
―Pues bien, señores ― dijo, extrayendo una carta de una cartera ―; escuchen esto.
Se puso a leer una carta en la que se contaba que seis meses antes había apostado ir a Saverne y volver más de prisa que Pinacle; que habíamos andado juntos el camino en menos de tres horas y que yo había ganado.
Por desgracia, era verdad. El perdido de Pinacle me llamaba siempre cojo, y enojado, hice una apuesta con él. Todo el mundo lo sabía, y no era posible sostener lo contrario.
Quedé confuso, y el primer médico dijo:
―Eso resuelve la cuestión. Vístase.
Y volviéndose al secretario, exclamó:
―¡Útil para el servicio!
Me vestí presa de una desesperación espantosa.
Werner llamó a otro. Yo no fijaba la atención en nada... No sé quién me ayudaba a ponerme la ropa. De pronto me vi en la escalera, y al preguntarme Catalina lo que había pasado rompí en un sollozo terrible; habría rodado hasta el zaguán a no sostenerme mi tía.
Salimos por la puerta trasera y atravesamos la plazuela; Catalina y yo llorábamos como chiquillos. Al atravesar el mercado, que estaba en sombras, nos detuvimos y nos abrazamos:
Mi tía gritaba:
―Esos ladrones... se llevan hasta los cojos..., ¡hasta los enfermos! Necesitan todo. ¡Que nos lleven también a nosotras!
Se reunía gente, y Sépel, el carnicero, que estaba partiendo carne en su tabla, dijo:
―Tía Grédel, en nombre del cielo, cállese; serían capaces de llevarla a la cárcel.
―Pues bueno, que me lleven, que me descuarticen; digo que los hombres son unos cobardes permitiendo estos horrores.
Al acercarse un municipal proseguimos nuestro camino llorando. Doblamos la esquina del café Hemmerlé y entramos en casa. La gente nos miraba desde las ventanas y decía: «¡Otro que se va!»
El señor Gulden, sabiendo que mi tía y Catalina comerían con nosotros, había mandado llevar de El León de Oro un capón asado y dos botellas de vino bueno de Alsacia. Estaba convencido de que me declararían inútil en el acto; así que no fue pequeña su sorpresa al vernos entrar juntos tan contristados.
―¿Qué es esto? ― dijo, echándose hacia atrás el gorro de seda y abriendo desmesuradamente los ojos.
Yo no tenía fuerzas para contestar; me arrojé en el sillón, deshaciéndome en llanto. Catalina se sentó a mi lado, me echó los brazos al cuello y nuestros sollozos aumentaron.
Mi tía dijo:
―Esos ladrones se lo llevan.
―¡No es posible! ― exclamó el señor Gulden, dejando caer los braztfs.
―Sí; no se concibe mayor picardía ― dijo mi tía Grédel ―. Bien se ve que todos son unos malvados.
Animándose cada vez más, gritaba:
―¿Y no vendrá una revolución? ¿Van a ser siempre nuestros amos esos bandidos?
―Vamos, vamos, señora Grédel, cálmese ― decía el señor Gulden―. En nombre del cielo, no grite usted así. José, cuéntanos con orden lo que ha pasado; han debido equivocarse... no puede ser por menos. ¿No han dicho nada el alcalde ni el médico del Hospital?
Conté entre gemidos la historia de la carta, y mi tía Grédel, que no sabía nada de aquello, empezó a gritar, enarbolando los puños:
―¡Ah! ¡Qué bandido! ¡Quiera Dios que vuelva una vez por casa! ¡Le abro la cabeza con el hacha!
El señor Gulden estaba consternado.
―¡Cómo! ¿No has gritado que eso era falso? ¿Entonces es cierto?
Y como incliné la cabeza sin contestar, juntó las manos y añadió:
―¡Ah! La juventud no piensa en nada... ¡Qué imprudencia..., qué imprudencia!
Se paseaba por el cuarto, y después se sentó para enjugar los lentes; la tía Grédel dijo:
―De todos modos, no nos lo quitarán; sus picardías serán inútiles. Esta noche José estará ya en la montaña, camino de Suiza.
El señor Gulden, al oír esto, se puso serio, frunció las cejas, y al cabo de un instante respondió:
―Es una desgracia.. . una desgracia muy grande... José es cojo, ciertamente; tendrán que reconocerlo así más adelante; no podrá hacer una marcha de dos días sin rezagarse y sin caer enfermo. Pero no tiene usted razón para hablar así, tía Grédel; le ha dado usted un mal consejo.
―¡Un mal consejo! ― replicó mi tía ―. ¿Entonces usted también es partidario de matar gente?
―No ― respondió ―; a mí no me gustan las guerras, y menos aún las que cuestan la vida a cientos de miles de hombres para labrar la gloria de uno solo. Pero esas guerras se han acabado; si ahora piden soldados no es para conquistar glorias ni reinos, sino para defender al país, comprometido a fuerza de tiranía y de ambición. ¡Ahora sería muy bien recibida la paz! Por desgracia, los rusos avanzan, los prusianos se alían con ellos, y nuestros amigos los austríacos no esperan más que una ocasión para caer sobre nosotros; si no vamos a su encuentro, vendrán a nuestra casa, porque vamos a tener a toda Europa enfrente, como en 1793. Esta guerra es muy diferente de nuestras guerras en España, en Alemania y en Rusia, y yo, tía Grédel, viejo y todo como soy, si el peligro aumenta y si hay necesidad de los veteranos de la República, me avergonzaría de ir a hacer relojes a Suiza mientras otros vertían su sangre en defensa del país. Además, fíjese bien en esto: los desertores son despreciados en todas partes. Después de dar un paso semejante no se tiene raíces en parte alguna, no se tiene ya padre, ni madre, ni pueblo, ni patria. Uno mismo se declara incapaz de cumplir el deber primordial, que es amar y sostener a su país, aun cuando no tenga razón.
No dijo más por el momento, y se sentó a la mesa pensativo.
―Comamos ― añadió después de un leve silencio ―. Están dando las doce; tía Grédel, Catalina, siéntense ahí.
Se sentaron y comimos. Yo pensaba en las palabras del señor Gulden, que me parecían justas. Mi tía selló sus labios, y de vez en cuando me miraba como para adivinar lo que pensaba. Al fin dijo:
―Lo que es yo, me río de un país que se lleva a los padres de familia, luego de haber acabado con los mozos. En lugar de José, yo me marcharía en el acto.
―Mire usted, tía ― respondí ―, usted sabe que lo que más me gusta es la paz y la tranquilidad; pero no quisiera huir como un heirnathlóss a un país extranjero. A pesar de todo, haré lo que quiera Catalina; si me dice que me vaya a Suiza me iré.
Entonces Catalina, bajando la cabeza para ocultar sus lágrimas, dijo por lo bajo:
―No quiero que puedan llamarte desertor.
―Pues bien: haré lo que todos ― exclamé ―. Puesto que los de Falsburgo y los de Dagsberg van a la guerra, yo también iré.
El señor Gulden no hizo objeción alguna.
―Cada cual es libre de hacer lo que guste ―dijo― pero me contenta ver que José piensa como yo.
Se restableció el silencio, y a eso de las dos mi tía se levantó y tomó la cesta que había traído. Muy abatida, me dijo:
―No quieres hacerme caso, José, pero es igual. Con la ayuda del Señor, esto pasará; volverás, si Dios lo quiere, y Catalina te esperará.
Catalina, echándome los brazos al cuello, rompió a llorar de nuevo, y yo aún más que ella; de manera que ni el propio señor Gulden pudo contener las lágrimas.
Al fin, Catalina y su madre bajaron la escalera, y desde abajo mi tía gritó:
―Haz por venir una o dos veces a casa, José.
―Sí, sí ―respondí cerrando la puerta. No me podía tener en pie; nunca me había sentido tan desgraciado, y aún cuando pienso en ello me da un vuelco el corazón.
VII
Desde aquel día no tuve cabeza para nada. Al pronto traté de ponerme a trabajar, pero mis pensamientos volaban hacia otros lugares. El propio señor Gulden me dijo:
―José, deja eso... Aprovecha el poco tiempo que te queda por pasar a nuestro lado; ve a ver a Catalina y a tu tía. Sigo creyendo que te excluirán, pero ¡quién sabe! Tienen tanta necesidad de gente, que el caso puede retrasarse mucho.
Todas las mañanas iba a Cuatro Vientos y pasaba el día con Catalina. Estábamos muy tristes, y, sin embargo, nos sentíamos muy felices al vernos juntos; nos queríamos aún más que antes, si era posible. Algunas veces Catalina intentaba cantar, como en los buenos tiempos; pero de pronto rompía a llorar; entonces llorábamos los dos, y mi tía volvía a maldecir las guerras, causa del infortunio de todos. Decía que el consejo de revisión merecía la horca, que todos aquellos bandidos se entendían para envenenarnos la existencia. Oírla gritar nos aliviaba un poco, y nos parecía que tenía razón.
Por la noche volvía a la ciudad entre ocho y nueve, a la hora de cerrar las puertas, y al pasar veía las tabernas llenas de quintos y de soldados veteranos licenciados que bebían juntos. Los quintos eran los que pagaban; los otros, con la mugrienta gorra del cuartel echada sobre una oreja, roja la nariz y el collarín de cerdas en lugar de camisa, se retorcían los bigotes, contando con acento majestuoso sus batallas, sus marchas y sus desafíos.
Nada más abominable que aquellos tugurios llenos de humo, alumbrados por un quinqué colgado, de las vigas negruzcas, y aquellos espadachines y mozalbetes bebiendo, gritando y aporreando ciegamente las mesas; detrás, en la sombra, la vieja Aba Schnaps, o María Héring, con la pelambrera retorcida sobre la nuca y una peineta de tres púas atravesada, observaban esas cosas rascándose la cadera o bien vaciando un jarrillo a la salud de los valientes. Triste cosa era que los hijos de los campesinos, de gentes de bien y trabajadoras, llevasen una existencia parecida; pero nadie tenía ya gana de trabajar; se hubiera dado la vida por dos cuartos. A fuerza de gritar, de beber y de desolarse por dentro, acababan por dormirse de bruces sobre la mesa, y los veteranos vaciaban los jarros cantando:
¡La gloria nos llama!...
Al ver esas cosas, bendecía yo al cielo, que, en mi miseria, me había puesto junto a personas cabales que sostenían mi ánimo, impidiéndome caer en tales manos.
Esto duró hasta el 25 de enero. Unos días antes había llegado a la ciudad gran número de reclutas italianos: genoveses y piamonteses; los unos, saboyanos alimentados con castañas, gordos y recios, con el sombrerote puntiagudo sobre la cabellera crespa, pantalón de buriel, de tinte verde obscuro, y chaquetilla de lo mismo, color de ladrillo, con ceñidor de cuero. Llevaban zapatos muy grandes, y comían mucho queso, sentados a lo largo del mercado viejo. Los otros, secos, flacos, morenos, tiritaban sólo con ver la nieve en los tejados, y con sus grandes ojos negros y tristes contemplaban a las mujeres que pasaban. Todos los días hacían instrucción en la plaza; enseñábanles a marchar al paso; iban a cubrir bajas al 6° ligero, en Maguncia, y descansaban unos días en el cuartel de infantería.
El capitán de los reclutas, llamado Vidal, se alojaba encima de nuestra habitación. Era hombre macizo, muy firme y al mismo tiempo honrado y bueno. Vino a que le arreglásemos la repetición y al saber que yo era quinto y que temía no volver más, me animó, diciendo «que todo es cuestión de costumbre...; que al cabo de cinco o seis meses se bate uno y anda como si tal cosa, y que muchos incluso se habitúan a disparar tiros y cañonazos sobre el prójimo, hasta el punto de considerarse muy desgraciados cuando no disfrutan de tal diversión».
No me gustaba su modo de discurrir, tanto menos cuanto que en una mejilla del capitán veíanse cinco o seis granos de pólvora, bastante gruesos, que habían entrado muy adentro; me dijo que provenía de un tiro que un ruso le había soltado casi en sus narices. Semejante oficio me desagradaba cada vez más, y como ya habían pasado varios días sin que llegasen noticias, empecé a creer que se olvidaban de mí, como se olvidaron de otro quinto llamado Jacobo, de quien aún se habla en el pueblo, a causa de su insólita fortuna. Mi tía misma me decía cada vez que iba a su casa: «Bueno, bueno; al parecer, nos dejan en paz.» Pero una mañana, el 25 de enero, cuando me disponía a ir a Cuatro Vientos, el señor Gulden, que trabajaba con aire pensativo, se volvió, y con los ojos llenos de lágrimas me dijo:
―Mira, José: he querido que durmieras aún tranquilamente una noche; pero tienes que saberlo, hijo mío: anoche vino el sargento de los gendarmes a traerte la hoja de ruta. Te vas con los piamonteses y genoveses y cinco o seis mozos de aquí: Klipfel, Loerig, Juan Furst y Gaspar Zebedeo; partís para Maguncia.
Al oír esto me flaquearon las piernas, y me senté sin poder responder palabra. El señor Gulden sacó del cajón la hoja de ruta, extendida con muy buena letra, y se puso a leerla despacio. Todo lo que recuerdo es que José Bertha, natural de Dabo, cantón de Falsburgo, distrito de Sarreburgo, iba destinado al 6° ligero, y debía incorporarse a su Cuerpo el 29 de enero, en Maguncia.
Aquella carta me produjo tan mal efecto como si nada hubiese sabido de antemano: me pareció una novedad, y me indigné.
El señor Gulden, tras un breve silencio, añadió:
―Los italianos se van hoy a las once.
Entonces, como si despertase de una pesadilla, exclamé:
―¿Entonces ya no veré a Catalina?
―Sí, José, sí ―dijo con voz temblorosa―; he mandado avisar a tu tía y a Catalina; vendrán aquí, hijo mío, y podrás darles un abrazo antes de marcharte.
Al observar su pesadumbre, me enternecía yo más; de suerte que me costaba infinito trabajo no deshacerme en llanto.
Un minuto después añadió:
―No tienes que ocuparte de nada; todo lo he preparado ya. Cuando vuelvas, José, si quiere Dios que aún esté yo en el mundo, cuenta conmigo, como siempre. Yo me voy haciendo viejo; mi mayor ventura hubiese sido tenerte a mi lado como a un hijo, porque encuentro que tienes la rectitud de sentimientos y el buen natural propio de un hombre honrado. Te hubiera cedido la tienda...; hubiéramos vivido muy unidos... Catalina y tú hubieseis sido mis hijos. Pero, puesto que las cosas van de otro modo, resignémonos. Todo esto no puede durar; te excluirán del servicio, estoy seguro; no tardarán en convencerse de que no puedes hacer grandes caminatas.
Mientras hablaba el señor Gulden estuve yo ahogando mis gemidos, hundida la cabeza entre las manos.
Al fin se levantó y sacó del armario un morral de soldado en piel de vaca, que colocó sobre la mesa. Yo le miraba, abatidísimo, sin pensar más que en la desgracia de mi partida.
―Aquí tienes el morral ― dijo ―; en él he puesto todo lo necesario. Dos camisas de lienzo, dos chalecos de franela y lo demás que puede hacerte falta. En Maguncia recibirás dos camisas; no necesitarás más. Pero te he mandado hacer unos zapatos, porque los de contrata son malísimos; casi siempre son de piel de caballo, que da un calor terrible. Ya que no tienes las piernas muy fuertes, al menos te evitaremos ese dolor más. En fin, aquí lo tienes todo.
Puso el morral en la mesa y se sentó. Fuera oíanse las idas y venidas de los italianos, que se preparaban para el viaje. En la habitación de arriba, el capitán Vidal daba órdenes. Su caballo estaba en el cuartel de gendarmería, y decía a su asistente que fuese a ver si le habían limpiado bien y dado el pienso.
Todo aquel ruido y aquel movimiento me producía un efecto extraño, y aún no acababa de creer que iba a dejar el pueblo. Estando en tan gran abatimiento se abrió la puerta, y Catalina se arrojó en mis brazos gimiendo, y mi tía exclamó:
―Ya te decía yo que te escaparas a Suiza..., que esos pillos acabarían por llevarte... Ya te lo decía yo...; no has querido hacerme caso.
―Tía Grédel ― respondió en el acto el señor Gulden ―: ir a la guerra por cumplir con su deber es menor desgracia que verse despreciado por las gentes de bien. En lugar de todos esos gritos y reproches, que para nada sirven, mejor sería que consolase y animase a José.
―¡Ah!, no le hago ningún cargo, no; aunque es horrible ver estas cosas.
Catalina no se apartaba de mí; se había sentado a mi lado y nos abrazábamos.
―Volverás ― decía, estrechándome en sus brazos.
―Sí, sí ― respondía yo en voz baja ―; y tú pensarás siempre en mí, no querrás a otro.
Entonces sollozaba, diciendo:
―¡Oh!, no; no querré a nadie más que a ti.
Un cuarto de hora duraba ya esta escena, cuando se abrió la puerta y entró el capitán Vidal, con el capote arrollado, en banderola.
―¡Bueno, bueno! ― dijo ―. ¿Y el joven?
―Ahí está ― respondió el señor Gulden.
―¡Ah, vamos! ― añadió el capitán ―. Están desconsolados; es natural... Recuerdo esas cosas..., siempre deja uno algo en su tierra.
Luego, alzando la voz:
―¡Vamos, joven, ánimo! ¡Ya no somos niños, qué diablo!
Miró a Catalina.
―Bueno; comprendo que no quiera marcharse.
El tambor redoblaba en todas las esquinas; el capitán Vidal añadió:
―Aún tenemos veinte minutos.
Y lanzándome una mirada:
―No hay que faltar a la lista, joven ― dijo estrechando la mano del señor Gulden.
Salió. Oíase al caballo piafar en la calle.
El tiempo estaba nublado; la tristeza me abrumaba; no podía separarme de Catalina.
De pronto comenzó un redoble de tambores; se habían reunido todos en la plaza. El señor Gulden tomó en seguida el morral, y dijo con acento grave:
―José, abrázanos. Ya es la hora.
Me puse en pie, muy pálido, y me ató el morral a los hombros. Catalina, sentada, oculto el rostro en ,el delantal, lloraba. Mi tía, en pie, me miraba sin desnegar los labios.
El redoble continuaba; de súbito cesó.
―Van a comenzar la lista ― dijo el señor Gulden, abrazándome.
Sin poderse contener ya, rompió a llorar, llamándome su hijo y diciéndome:
―¡Ánimo!
Mi tía se sentó. Al inclinarme-hacia ella, me tomó la cabeza entre las manos y, besándome, gritaba:
―Siempre te he querido, José; desde que eras niño; siempre te he querido. Nunca nos has dado disgustos, y, sin embargo, tienes que separarte de nosotros... ¡Dios mío, Dios mío, qué desgracia! Yo había cesado de llorar.
Cuando me soltó mi tía, miré a Catalina, que no se movía, y, acercándome, la besé en el cuello. No se levantó, y me iba precipitadamente, ya sin fuerzas, cuando empezó a gritar con voz desgarradora:
―¡José, José!
Entonces me volví; nos arrojamos el uno en los brazos del otro y así estuvimos unos instantes sollozando. Catalina no podía tenerse en pie; la dejé en el sillón, y salí sin atreverme a volver la cabeza.
Estaba ya en la plaza, en medio de los italianos, y de una muchedumbre de gentes que gritaban y lloraba al despedirse de sus hijos, y no veía ni oía nada.
Cuando el redoble comenzó de nuevo, miré y vi que estaba entre Klipfel y Furst, los dos con el morral al hombro; sus padres, delante de nosotros en medio de la plaza, lloraban como si fuesen a enterrar a sus hijos. A la derecha, cerca del Ayuntamiento, el capitán Vidal, montado en una yegua torda, hablaba con dos oficiales de infantería. Los sargentos pasaban lista y los quintos íbamos respondiendo.
Llamaron a Zebedeo, a Furst, a Klipfel, a Bertha y contestamos como los demás; luego el capitán mandó: «Marchen», y de dos en dos nos encaminamos hacia la puerta de Francia.
En la esquina donde está la panadería de Spitz, una vieja, desde una ventana del primer piso, gritó con voz ahogada.
―¡Kasper! ¡Kasper!
Era la abuela de Zebedeo; temblábale la barba.
Zebedeo la saludó con la mano, sin hablar; estaba también muy triste e inclinaba la cabeza.
Yo temía pasar por delante de mi casa. Al llegar allá se me doblaban las piernas. Oí que alguien gritaba desde la ventana, pero miré hacia otro lado; el ruido de los tambores ahogó los gritos.
Los chicos corrían detrás de nosotros gritando:
―¡Ya se van, ya se van! ¡Mira a Klipfel, mira a José!
En la puerta de Francia, la guardia, formada y arma al brazo, nos vio desfilar. Atravesamos la avanzada; calláronse los tambores, y volvimos a la derecha. No se oía más que el ruido de los pasos en el fango, porque se estaba derritiendo la nieve.
Habíamos pasado la granja de Gerberhoff, e íbamos a bajar la cuesta del puente, cuando oí que me hablaban: era el capitán, que me gritaba desde el caballo:
―¡Muy bien, muchacho; estoy contento de ti!
Al oír esto, no pude por menos de llorar otra vez, y aquel mocetón de Furst hizo lo mismo; marchábamos llorando. Los demás, pálidos como muertos, no decían nada. En el puente, Zebedeo sacó la pipa y se puso a fumar. Delante, los italianos hablaban y reían entre sí, habituados ya desde hacía tres semanas a aquella vida.
Una vez en lo alto de Metting, a más de una legua de la ciudad, y cuando íbamos a bajar otra vez, Klipfel me tocó en el hombro y, volviendo la cabeza, me dijo:
―¡Mira allá, a lo lejos!
Miré, y a mucha distancia vi Falsburgo, los cuarteles, los polvorines y el campanario, desde donde seis semanas antes había visto la casa de Catalina, en compañía del tío Brainstein; todo tenía un tono gris, con la mancha obscura de los bosques en torno. Hubiera querido detenerme allí unos instantes; pero la columna continuaba marchando, y no había más remedio que seguir. Descendimos a Metting.
VIII
El mismo día llegamos a Bitche; al siguiente, a Hornbach y a Kaiserslautern. El tiempo volvió a meterse en nieve.
¡Cuántas veces, durante aquella caminata, eché de menos el abrigo del señor Gulden y sus zapatos de suela doble!
Atravesábamos aldeas innumerables, ya en el llano, ya en la montaña. A la entrada de cada pueblo, los tambores requerían la caja y tocaban marcha. Entonces erguíamos la cabeza y marcábamos el paso, para tener aspecto de veteranos. La gente se asomaba a los ventanillos y salía a la puerta diciendo: «Son los quintos».
Por la noche, al hacer alto, nos sabía muy bien dar descanso a nuestros pies fatigados, a mí más que a nadie.No puedo decir que me doliese la pierna, pero los pies... ¡Ah, jamás había sentido tan gran fatiga! La boleta de alojamiento nos daba derecho a sentarnos a la lumbre; pero la gente nos hacía además un hueco en la mesa. Casi siempre nos daban leche cuajada y patatas; a veces tocino fresco, temblando en un plato de verdura. Los niños venían a vernos; las viejas nos preguntaban de qué país éramos y lo que hacíamos antes de ir al servicio; las muchachas nos miraban con aire triste, acordándose de sus novios, que se habían marchado al servicio cinco, seis o siete meses antes. Luego nos llevaban a la cama del hijo de la casa. ¡Con qué gusto me estiraba entre las sábanas! ¡Con qué placer hubiese dormido doce horas! Pero de madrugada, al rayar el día, me despertaba el redoble del tambor; miraba las vigas ahumadas del techo, los vidrios del ventanillo, cubiertos de escarcha, y me decía: «¿Dónde estoy?» De pronto se me encogía el corazón y respondía: «¡Estás en Bitche, en Kaiserslautern..., eres quinto!» Y a toda prisa tenía que vestirme, echarme el morral a cuestas y correr a pasar lista.
―¡Buen viaje! ― decía la patrona, ya despierta a tales horas.
―¡Gracias! ― respondía el quinto.
Y se iba.
―¡Sí, sí!... ¡Buen viaje! Ya no te veremos más, pobre diablo. ¡Cuántos han seguido el mismo camino!
No olvidaré nunca que en Kaiserslautern, dos días después de mi partida, abrí el morral para sacar una camisa limpia, y descubrí entre la ropa un paquetito bastante pesado; lo abrí, y encontré cincuenta y cuatro francos en monedas de a seis libras, y en el papel estas palabras de mano del señor Gulden: «Sé bueno siempre y honrado en la guerra. Piensa en tus parientes, en todas las personas por quien darías la vida, y trata con humanidad a los extranjeros, a fin de que hagan otro tanto con los nuestros. ¡Que el cielo te guíe... y te saque de los peligros! Aquí tienes un poco de dinero, José. Conviene, estando lejos de la familia, tener algún dinero. Escríbenos lo más a menudo que puedas. Te abrazo, hijo mío, y te estrecho contra mi corazón.» Al leer esto, vertiendo lágrimas, pensé: «No estás del todo abandonado en la tierra... Hay gentes de bien que piensan en ti. ¡No olvidaré nunca sus buenos consejos!»
En fin, al quinto día, a eso de las diez de la noche, entramos en Maguncia. No se borrará de mi memoria ese recuerdo mientras viva. Hacía un frío terrible; habíamos emprendido la marcha de madrugada, y mucho antes de llegar a Maguncia atravesamos varias aldeas llenas de soldados: caballería e infantería, dragones de guerrera corta, con los zuecos llenos de paja, disponiéndose a romper el hielo de un abrevadero para dar agua a los caballos; otros que arrastraban fardos de forraje hasta la puerta de las cuadras; convoyes de pólvora y balas, blanqueados por la escarcha; correos, destacamentos de artillería pontoneros que iban y venían por la campiña blanca, y que nos hacían tan poco caso como si no existiéramos.
El capitán Vidal, para entrar en calor, echó pie a tierra y andaba a buen paso; los oficiales y los sargentos nos daban prisa, porque íbamos retrasados. Cinco o seis italianos se habían quedado atrás en las aldeas, sin poder seguir adelante. Yo tenía mucho calor en los pies, que me dolían; en la última parada me costó trabajo volver a ponerme en pie. Los otros falsburgueses iban bien.
Llegó la noche; las estrellas hormigueaban en el cielo. Todos mirábamos hacia adelante y nos decíamos: «¡Ya estamos cerca, ya estamos cerca!»; porque sobre el fondo del cielo, una línea obscura, masas negras y ráfagas luminosas, nos anunciaban una gran ciudad. Al fin entramos en las avanzadas, por unos bastiones de tierra trazados en zig-zag. Entonces nos hicieron estrechar las filas, y marcamos el paso como siempre que nos aproximábamos a una plaza fuerte. Todos callábamos. Desde el ángulo de una especie de media luna vimos el foso de la ciudad cubierto de hielo, los parapetos de ladrillo encima, y frente a nosotros, una puerta antigua y sombría, con el puente levantado. Desde lo alto, un centinela, con el fusil preparado, nos gritó:
―¿Quién vive?
El capitán, que iba solo delante, respondió:
―¡Francia!
―¿Qué regimiento?
―Reclutas del sexto ligero.
Reinó un silencio profundo. El puente levadizo se abatió; la guardia se adelantó a reconocernos. Un soldado traía un farol grande. El capitán Vidal se adelantó unos pasos para hablar con el jefe de la guardia, y luego nos gritaron:
―¡Cuando quieran!
Los tambores comenzaron a tocar; pero el capitán los hizo echarse otra vez la caja al hombro, y entramos, atravesando un gran puente y una segunda puerta semejante a la primera. Entonces nos encontramos en la ciudad, pavimentada con gruesos pedruscos relucientes. Todos hacíamos lo posible para no cojear, pues, aunque era de noche, todas las tabernas y tiendas estaban abiertas; sus grandes ventanales estaban iluminados, y centenares de personas iban y venían como en pleno día.
Doblamos cinco o seis esquinas, y no tardamos en llegar a una placita delante de un cuartel muy alto, donde nos gritaron: «¡Alto!»
En una esquina del cuartel había un porche, y allí estaba una cantinera sentada detrás de una mesilla, debajo de un tendal tricolor, del que colgaban dos faroles.
Casi al momento llegaron varios oficiales: eran el comandante Gémeau y algunos otros que conocí después. Dieron la mano al capitán, riéndose; nos miraron, y se pasó lista. Hecho esto, nos dieron a cada uno un pan de munición y una boleta de alojamiento. Nos advirtieron que al día siguiente se pasaría lista para distribuir el armamento, y nos gritaron: «¡Rompan filas!» Los oficiales subieron por la calle de la izquierda y entraron en un café grande, al que se llegaba por una escalinata.
¿Pero adónde ir con nuestras boletas de alojamiento en una población desconocida, y qué iban a hacer los italianos, que no sabían una palabra de alemán ni de francés?
Mi primera idea fue preguntar a la cantinera. Era una vieja alsaciana rechoncha y mofletuda, y cuando le pregunté dónde estaba la Capuzigner Strasse respondió: «¿Qué te pagas?» Tuve que tomar con ella una copita de aguardiente, y entonces me dijo:
―Mira: delante de nosotros, volviendo la esquina a la derecha, encontrarás la calle; adiós, recluta.
La cantinera se reía.
Furst y Zebedeo tenían también el alojamiento en la Capuzigner Strasse; fuimos allá, dándonos aún por muy contentos al vernos juntos en aquella ciudad desconocida.
Furst encontró su casa el primero; pero estaba cerrada, y mientras llamaba a la puerta, di yo con la mía, cuyas dos ventanas brillaban a mano izquierda. Empujé la puerta, que se abrió, y entré en un corredor obscuro, en el que olía a Pan caliente, cosa que me alegró; Zebedeo siguió su camino. Yo grité: «¿No hay aquí nadie?»
Casi al instante, una vieja apareció en lo alto de una escalera de madera, resguardando con la mano la luz.
―¿Qué desea? ― preguntó.
Le dije que iba alojado a su casa; bajó la escalera, leyó la boleta, y me dijo en alemán:
―Venga usted.
Subí la escalera; al pasar junto a una puerta abierta, vi a dos hombres desnudos hasta la cintura que amasaban en dos artesas. Estaba en casa de un panadero, y por eso la vieja no se había acostado: tenía que trabajar, sin duda. Llevaba un gorro de lazos negros, los brazos desnudos hasta el codo, una gruesa falda de lana azul sostenida por unos tirantes, y parecía triste. Una vez arriba, me condujo a una habitación bastante grande, en la que había una estufa y una cama.
―Tarde habéis llegado ― me dijo la mujer.
―Sí; todo el día hemos estado andando ― respondí, casi sin poder hablar ―. Me caigo de hambre y de fatiga.
Entonces me miró, y oí que decía: ―¡Pobre muchacho, pobre muchacho! Me hizo sentar junto a la estufa y me preguntó:
―¿Tiene usted los pies malos?
―Sí; hace tres días.
―Quítese las botas y póngase estos zuecos. Vuelvo. Dejó la luz en la mesa y bajó la escalera. Me quité el morral y las botas; tenía ampollas y pensaba: «¡Dios mío, Dios mío! ¡Cuántos sufrimientos! ¿No valdría más morirse?»
Cien veces se me había ocurrido por el camino esa idea; pero entonces, junto a una buena lumbre, me sentía tan cansado, tan desgraciado, que hubiera querido dormirme para siempre, a pesar de Catalina, de mi tía, del señor Gulden y de cuantos me querían bien. Sí; ¡no podía con tanto infortunio!
Mientras pensaba en estas cosas, se abrió la puerta y entró un hombre alto, recio, con el pelo canoso. Era uno de los que había visto trabajando abajo. Se había puesto una camisa y traía en la mano un jarro y dos vasos.
―¡Buenas noches! ― me dijo, mirándome con rostro, grave.
Hice una inclinación de cabeza. Detrás del hombre entró la vieja; llevaba un lebrillo, y poniéndolo el suelo, cerca de mí:
―Tome un baño de pies ― dijo ―; eso le sentará bien.
Viendo esto, me enternecí. «Aún hay buenas almas en el mundo», pensaba. Me descalcé. Como las ampollas estaban abiertas, sangraban, y la buena vieja repitió:
―¡Pobre muchacho, pobre muchacho!
El hombre me preguntó:
―¿De dónde es usted?
―De Falsburgo, en Lorena.
―¡Ah! ¡Bueno!
Después, al cabo de un momento, dijo a su mujer:
―Trae una torta; este joven beberá un vaso de vino, y le dejaremos en seguida dormir en paz, que bien lo necesita.
Empujó la mesa cerca de mí, de suerte que, sin sacar los pies del lebrillo, que tanto bien me hacía, tuve el jarro a mi alcance. Llenó los dos vasos de vino blanco, bastante bueno, y me dijo:
―¡A su salud!
La vieja había salido. Volvió con una torta todavía caliente, untada de manteca fresca, medio derretida. Entonces me di cuenta del hambre que tenía; casi me desmayé. Al parecer, aquellas gentes tan buenas lo notaron, porque la mujer me dijo:
―Antes de comer, hijo mío, hay que sacar los pies del agua.
Y me enjugó los pies con su delantal antes de que pudiera darme cuenta de lo que intentaba hacer.
Entonces exclamé:
― ¡Pero, señora, por Dios, me trata usted como a un hijo!
Al cabo de unos instantes me respondió:
―Tenemos un hijo en el ejército.
Percibí que su voz temblaba al decir esas palabras, y mi corazón se acongojó; pensé en Catalina, en mi tía, y no pude responder palabra.
―Coma y beba ― me dijo el hombre, cortando la torta.
Así lo hice, con más deleite que nunca. Los dos me miraban gravemente. Cuando acabé, el hombre se levantó.
―Sí ― dijo ―, tenemos un hijo en el ejército; el año pasado le enviaron a Rusia, y aún no hemos tenido noticias suyas. . . ¡Estas guerras son terribles!
Hablaba para sí, paseándose con aire meditabundo, cruzadas las manos a la espalda. Yo sentía que se me cerraban los ojos.
De pronto el hombre dijo:
―Vamos, buenas noches.
Salió; su mujer le siguió, llevándose el lebrillo.
―Gracias ― exclamé ―. ¡Que Dios les devuelva su hijo!
Luego me desnudé, me acosté y me dormí profundamente.
IX
Al siguiente día me desperté a eso de las ocho. Un trompeta tocaba llamada en la esquina de la Capuzigner Strasse; el movimiento era grande; oíase pasar caballos, carros y gente. Aún me dolían un poco los pies, pero no era nada en comparación con los otros días; en cuanto me puse unas medias limpias me pareció que renacía; encontrábame firme de piernas, y decía entre mí: «José, si esto continúa, te vas a hacer un atleta; a todo se habitúa uno.»
Con tan buen ánimo me vestí.
La mujer del panadero me había puesto los zapatos a secar cerca del horno, después de llenarlos de ceniza caliente, para que no se encogiesen. Estaban bien engrasados y lustrosos. En fin, cerré el morral, y bajé, ya sin tiempo de dar las gracias a aquellas gentes tan buenas por su cariñoso recibimiento; pensaba cumplir este deber después de pasar lista.
Al final de la calle, en la plaza, muchos italianos esperaban ya, tiritando junto a la fuente. Furst, Klipfel, Zebedeo, llegaron un momento después.
Un lado de la plaza estaba atestado de cañones en sus afustes. Llegaban al abrevadero caballos conducidos por húsares badenses; entre ellos venían soldados de administración y dragones.
Frente a nosotros había un cuartel de caballería, tan alto como la iglesia de Falsburgo, y en los otros tres lados de la plaza se elevaban casas antiguas, de fachada puntiaguda, adornada con esculturas, como en Saverne, pero mucho más grandes. Nunca había yo visto nada parecido, y cuando estaba mirándolo embelesado, los tambores empezaron a redoblar. Todos entramos en filas. Llegó el capitán Vidal, con el capote al hombro. De un cocherón salieron unos carros, y primero en italiano, en francés después, nos gritaron que iban a distribuirnos las armas, y que debíamos salir de la fila al oír nuestro nombre.
Los carros se detuvieron a diez pasos, y comenzó la lista. Uno por uno fuimos saliendo de la fila, y recibimos una cartuchera, un sable, una bayoneta y un fusil. Nos colgábamos todo eso encima de la blusa o de la casaca; con los gorros y sombreros de paisano y las armas, parecíamos verdaderos bandidos. Me dieron un fusil tan grande y tan pesado, que apenas podía sostenerlo; y como la cartuchera me llegaba casi a las pantorrillas, el sargento Pinto me enseñó la manera de acortar las correas. Era un buen hombre.
El correaje, que me cruzaba el pecho, me molestaba de un modo terrible, y entonces comprendí que nuestras desdichas estaban muy lejos de concluir.
Recibidas las armas, avanzó un armón, y nos dieron cincuenta cartuchos a cada uno, lo que no anunciaba cosa buena. Luego, en lugar de romper filas y de mandarnos a nuestros alojamientos, como yo creía, el capitán Vidal desenvainó el sable y gritó:
―¡Por la derecha.. .; adelante, marchen! ― y los tambores empezaron a tocar.
Me desolaba no poder, cuando menos, dar las gracias a mis huéspedes por lo bien que me habían tratado; decíame: «¡Te tomarán por un ingrato!» Pero eso no me impedía seguir la fila.
Íbamos por una larga y tortuosa calle, y de pronto fuera de los glacis, nos encontramos cerca del Rin, helado hasta donde alcanzaba la vista. Espectáculo magnífico y deslumbrador.
Todo el batallón descendió al Rin, que atravesamos. No éramos los únicos que pasaban el río: a quinientos o seiscientos pasos delante de nosotros, un convoy de pólvora se dirigía hacia el camino de Francfort. El hielo no era escurridizo; estaba cubierto de una especie de escarcha.
Al llegar a la otra orilla, nos metieron por un camino que daba un rodeo entre dos altozanos.
Anduvimos cinco horas. íbamos descubriendo pueblos, ya a la derecha, ya a la izquierda, y Zebedeo, que marchaba junto a mí, decía:
―Ya que hemos tenido que dejar el pueblo, prefiero que sea para ir a la guerra; al menos, todos los días veremos algo nuevo. Si tenemos la suerte de volver, no nos faltarán cosas que contar.
―Sí; pero yo preferiría mucho más no saber tanto ― respondí ―; preferiría vivir por mi cuenta, y no por cuenta de otros que están en su casa tranquilos, mientras nosotros trepamos por la nieve.
―Porque tú no miras la gloria ― contestaba ―; sin embargo, la gloria ya es algo.
―La gloria no es para nosotros, Zebedeo; es para los que viven bien, comen bien, duermen bien. Esos bailan y se divierten, como cuentan los papeles, y, por añadidura, se quedan con la gloria que nosotros ganamos a fuerza de sudores, de ayunos y de rompernos los huesos. Los infelices como nosotros, que van por fuerza a la guerra, si al fin vuelven a su casa, perdido el hábito de trabajar y acaso algún miembro, no saborean la gloria. Durante los siete años de servicio, muchos de sus antiguos camaradas, que valían lo mismo que ellos, y que incluso no trabajaban tan bien, han ganado dinero, han abierto una tienda, se han casado con las novias de los soldados, han tenido hijos, son hombres de posición, concejales, personas importantes, y cuando los que vuelven de buscar gloria matando hombres pasan con sus galones en la manga, los miran por encima del hombro; y si, por desgracia, tienen colorada la nariz a fuerza de beber aguardiente para sostener el ánimo en las lluvias, en la nieve, en las marchas forzadas, mientras los otros bebían buen vino, dicen: «¡Son unos borrachos!» Y aquellos reclutas que no deseaban más que permanecer en sus casas, y trabajar, se convierten en unos mendigos. Eso es lo que pienso, Zebedeo; no encuentro que eso sea justo, y preferiría que los amigos de la gloria fuesen a batirse en persona y nos dejasen tranquilos a los demás.
Entonces me decía:
―Eso mismo pienso yo; pero, como estamos cogidos, vale más decir que combatimos por la gloria. Hay que defender siempre la situación personal y hacer creer a la gente que está uno bien; sin eso, José, aún serían capaces de reírse de nosotros.
Departiendo sobre estas y otras muchas cosas, llegamos a un río muy grande, que, según supimos por el sargento, era el Mein; junto al río había una aldea, cuyo nombre ignorábamos; allí hicimos alto.
Entramos en las casas y pudimos comprar aguardiente, vino y carne.
Los que no tenían dinero hincaron el diente en el pan negro, mirando a los demás.
Aquella tarde, a eso de las cinco, llegamos a Francfort. Es una ciudad aún más antigua que Maguncia, llena de judíos. Nos llevaron a un sitio llamado Saxenhausen, donde se encontraban acuartelados el 10° de húsares y cazadores badenses. Oí decir que aquel edificio tan viejo había sido en otro tiempo hospital, y lo creo, porque en el interior había un gran patio con arcadas tapiadas; bajo las arcadas habían alojado los caballos, y encima a los hombres.
Llegamos a nuestro alojamiento por innumerables callejuelas, tan estrechas, que apenas veíamos las estrellas entre los aleros. El capitán Florentin y los dos tenientes, Clavel y Bretonville, nos esperaban. Pasada lista, los sargentos nos condujeron por pelotones a los dormitorios, en el piso superior al que ocupaban los badenses. Eran unas salas grandes, con ventanucas, entre las que se encontraban las camas. El sargento Pinto colgó el farol en el poste del centro; todos colocamos las armas en el armero; nos desembarazamos del saco, de la blusa y de los zapatos sin decir palabra. A Zebedeo le tocó ser mi compañero de cama. ¡Dios sabe si teníamos sueño! Veinte minutos después dormíamos todos como troncos.
X
En Francfort aprendí a conocer la vida militar. Hasta entonces no había sido más que un simple recluta: allí me hice soldado. No me refiero aquí al ejercicio, no. La manera de dar media vuelta a la derecha, media vuelta a la izquierda, marcar el paso, llevar la mano a la primera o a la segunda abrazadera para cargar el fusil, apuntar y levantar el arma a la voz de mando, son cosas que con un poco de buena voluntad se aprenden en un par de meses. Lo que aprendí fue la disciplina, o sea que el cabo tiene siempre razón cuando habla al soldado; el sargento, cuando habla al cabo; el sargento mayor, cuando habla al sargento; el subteniente, cuando habla al sargento mayor, y así sucesivamente, hasta el mariscal de Francia, aunque digan que dos y dos son cinco, o que la Luna brilla al mediodía.
Con dificultad le entra a uno eso en la cabeza; pero hay una cosa que ayuda mucho a ello: es un cartel colgado en los dormitorios, y que de vez en cuando le leen a uno para refrescarle la memoria. El cartel supone todo lo que a un soldado puede ocurrírsele hacer; por ejemplo: volverse a su pueblo, faltar al servicio, resistir a su jefe, etc., y todo eso concluye siempre en muerte, o, cuando menos, cinco años de cadena.
Al día siguiente de llegar a Francfort escribí al señor Gulden, a Catalina y a mi tía Grédel, con la ternura que es fácil de adivinar. Me parecía, al escribirles, que aún me encontraba a su lado; les contaba mis fatigas, lo bien que me habían tratado en Maguncia y el esfuerzo que había tenido que hacer para no quedarme rezagado. Les decía también que continuaba bien de salud, a Dios gracias; que estaba más fuerte que antes de salir del pueblo, y les mandaba mil y mil besos.
Escribía en el dormitorio rodeado por los compañeros, y los falsburgueses me hacían poner recuerdos para sus familias. En fin, pasamos un rato feliz.
Después escribí a Maguncia, a las gentes tan buenas de la Capuzigner Strasse, que en cierto modo me salvaron de la desesperación. Les dije que el toque de llamada me había obligado a salir de su casa muy temprano, y que esperaba haber vuelto a despedirme y darles las gracias; pero que el batallón se había puesto en marcha para Francfort, y que me perdonasen. Aquel mismo día, por la tarde, recibimos el vestuario del batallón. Docenas de judíos llegaron hasta el patio del cuartel, y les vendimos nuestras ropas de paisano. Sólo me quedé con las camisas, las medias y el calzado. A los italianos les costaba grandísimo trabajo entenderse con aquellos mercachifles, que pretendían llevárselo todo de balde; pero los genoveses eran tan listos como los judíos, y sus discusiones duraron hasta la noche. Nuestros cabos bebieron buenos tragos a cuenta nuestra; había que estar bien con ellos, puesto que mañana y tarde nos enseñaban la instrucción en el patio lleno de nieve. La cantinera Cristina no faltaba nunca de su rincón, apoyados los pies en un braserillo. Trataba con gran consideración a los jóvenes de buena familia, como llamaba a los que no escatimaban el dinero. ¡Cuántos de nosotros se dejaban sacar hasta el último céntimo por oírse llamar hijos de buena familia! Después, ya no eran más que unos miserables; pero ¿qué se le va a hacer? La vanidad es la perdición del género humano, desde el recluta hasta el general.
Todos los días llegaban reclutas de Francia, y carros llenos de heridos, procedentes de Polonia.
¡Qué escenas delante del hospital del Espíritu Santo, al otro lado del río! Era un convoy interminable. Aquellos infelices tenían, los unos, la nariz y las orejas heladas; los otros, un brazo; los otros, una pierna; los metían en nieve para que no se cayeran a pedazos. Jamás se ha visto gente más miserablemente vestida, con sayas de mujer, gorros de pelo raídos, chacos rotos, chaquetas de cosaco, envueltos los pies en pañuelos y camisas retorcidos, Los sacaban de los carros medio a rastras, y miraban como bestias salvajes, con los ojos hundidos, erizados los pelos del rostro. Los gitanos, acampados en un monte, les hubiesen tenido lástima; aún eran los más afortunados, pues se habían salvado de la carnicería, en tanto que millares de compañeros suyos habían perecido en la nieve o en los campos de batalla.
Klipfel, Zebedeo, Furst y yo íbamos a ver a aquellos desventurados; nos contaban el desastre a partir de Moscú, y comprendí entonces que el Boletín 29, tan terrible, sólo había dicho la verdad.
Aquellas noticias nos enfurecían contra los rusos. Muchos decían: «¡Ah, con tal que la guerra vuelva a empezar pronto! Ahora verán lo que es bueno...
¡No se ha concluido, no se ha concluido!» Su cólera se me contagiaba, y a veces me decía: «Pero, José, ¿vas a perder ahora la cabeza? Los rusos defendían su país, sus familias, lo más sagrado para los hombres. Si no lo hubiesen defendido, habría motivo para despreciarlos.»
Por aquellos días ocurrió una cosa extraordinaria. Es de saber que Zebedeo, mi compañero de cama, era hijo del sepulturero de Falsburgo, y que entre nosotros le llamábamos algunas veces sepulturero. Diciéndoselo nosotros, no lo llevaba a mal; pero una tarde, después de la instrucción, cuando atravesaba el patio, un húsar le gritó:
― ¡Eh!, sepulturero, ayúdame a llevar estos fardos de paja.
Zebedeo, volviéndose, respondió:
―Yo no me llamo sepulturero, y lo mejor es que lleve usted la paja solo. ¿Me toma usted por una bestia de carga?
Entonces, el otro gritó más fuerte:
―Recluta, ¿quieres venir?, ¡o prepárate!
Zebedeo ― nariz ganchuda, ojos grises, labios delgados ― era poco sufrido. Se acercó al húsar y le preguntó:
―¿Qué dice usted?
―Te digo que cargues con esa paja, y pronto. ¿Lo oyes?
El húsar era un soldado veterano, bigotudo, con ásperas patillas rojas, recortadas; Zebedeo le agarró por una de las patillas, pero el otro le dio dos bofetones. Zebedeo se quedó con un puñado de pelos de las patillas del húsar en la mano, y como la riña había atraído a mucha gente, el húsar, amenazándole con un dedo, dijo:
―Recluta, mañana tendrás noticias mías.
―Está bien ― dijo Zebedeo ―; ya veremos; yo también tengo cosas que decirle.
En seguida vino a contármelo todo, y como yo sabía que nunca había manejado más arma que la azada, temí por su vida.
―Mira, Zebedeo ― le dije ―: lo que tienes que hacer ahora, puesto que no puedes desertar, es ir a pedir perdón al húsar, porque todos esos soldados viejos saben dar golpes terribles, que han aprendido en España, en Egipto y en otros países. Si quieres, te prestaré dinero para que le convides a beber; eso le conmoverá.
Pero Zebedeo frunció las cejas y no quiso hacerme caso.
―Antes que pedirle perdón, preferiría ahorcarme ahora mismo. Me río yo de todos los húsares juntos. Si él sabe mucho, yo tengo el brazo largo, y mi sable puede romperle un hueso con tanta facilidad como él puede ensartarme.
Aún le duraba la indignación por los bofetones. A poco llegaron el maestro de esgrima Cházy, el cabo Fleury, Klipfel, Furst y Léger; todos le daban la razón a Zebedeo, y el maestro de esgrima dijo que los bofetones debían lavarse con sangre, y que el honor de los reclutas exigía un duelo.
Zebedeo respondió que los falsburgueses no se asustaban de una sangría, y que estaba dispuesto. Entonces el maestro de esgrima fue a ver al capitán de la compañía, llamado Florentin, hombre de gran estampa, alto, seco, ancho de hombros, de nariz recta, y que había sido condecorado por el emperador en persona en la batalla de Eylau. Al capitán le pareció muy natural batirse por un bofetón; dijo incluso que eso sería un buen ejemplo para los reclutas, y que si Zebedeo no se batía sería indigno de continuar en el tercer batallón del 69 ligero.
No pude cerrar los ojos en toda la noche. Oyendo roncar a mi compañero, pensaba: «¡Pobre Zebedeo, mañana a la noche no roncarás!» Me estremecía al verme acostado junto a un hombre en tal situación.
En fin, acababa de dormirme, ya de madrugada, cuando de pronto sentí un frío muy vivo; abro los ojos, y ¿qué es lo que veo? Al húsar rojo, que había levantado las ropas de nuestra cama y decía:
―Vamos, arriba, holgazán; yo te enseñaré cómo las gasto.
Zebedeo se levantó tranquilamente y respondió:
―Estaba durmiendo, veterano.
El otro, al oírse llamar veterano, quiso arrojarse sobre mi compañero; pero dos mocetones que servían de testigos le contuvieron; todos los falsburgueses estaban además presentes.
―Vamos, vamos, de prisa ― gritaba el viejo.
Pero Zebedeo se vestía con calma. Al cabo de un instante dijo:
―¿Nos dejarán salir del cuartel?
―Detrás de la prevención hay un sitio a propósito ― dijo uno de los húsares.
Era un sitio lleno de ortigas, detrás de la casilla de la prevención; rodeábalo un muro; desde nuestras ventanas se dominaba muy bien; estaba justamente debajo, por el lado del río.
Zebedeo se puso el capote y, volviéndose hacia mí, dijo:
―José, y tú, Klipfel, venid; os nombro padrinos.
Yo moví la cabeza rehusando.
―Bueno; Furst, ven tú.
Todos juntos bajaron la escalera.
Di por perdido a Zebedeo; esto me afligía mucho, y pensaba: «No sólo nos exterminan los rusos y los prusianos; también los nuestros se ponen a ello.»
Todo el dormitorio se asomó a las ventanas; yo solo, detrás, permanecí sentado en la cama. A los cinco minutos, el ruido de los sables, que venía de abajo, me hizo palidecer: no me quedaba gota de sangre en las venas.
Todo ello duró poco; de pronto, Klipfel exclamó: «¡Tocado!»
Entonces, sin saber cómo, llegué a una ventana, y mirando por encima de los demás, vi al húsar apoyado en la pared y a Zebedeo que se levantaba ensangrentado. Resbaló durante el combate y cayó de rodillas, a tiempo que su contrario se tiraba a fondo; el sable le pasó por encima del hombro, y Zebedeo, sin perder momento, hundió el suyo en el vientre del húsar. Si no hubiera tenido la suerte de resbalar, el otro le hubiese atravesado el corazón.
A la primera ojeada vi al húsar desplomado contra el muro, y a sus testigos sosteniéndole por los sobacos, y a Zebedeo que, pálido como un muerto, contemplaba su sable, mientras Klipfel le tendía el capote.
Casi al instante tocaron diana y bajamos a pasar lista. Esto ocurría el 18 de febrero. El mismo día recibimos orden de arreglar las mochilas y nos fuimos de Francfort a Séligenstadt, donde estuvimos hasta el 8 de marzo. Para entonces todos los reclutas conocían ya el manejo del fusil y el ejercicio de pelotón. El 9 de marzo salimos de Séligenstadt y fuimos a Schweinheim, y el 24 de marzo el batallón se incorporó a la división en Aschaffenbourg, donde nos revistó el mariscal Ney.
El capitán de la compañía se llamaba, como ya he dicho, Florentin; el teniente, Bretonville; el comandante del batallón, Gémeau; el capitán ayudante mayor, Vidal; el coronel del regimiento, Zapfel; el general de la brigada, Ladoucette, y el general de la división, Souham. Todo soldado debe saber estas cosas, para no andar a ciegas.
XI
El 18 ó 19 de marzo empezaron a derretirse las nieves. Recuerdo que durante la gran revista de Aschaffenbourg, en una ancha meseta desde la que se ve el Mein en todo lo que alcanza la vista, no dejó de llover desde las diez de la mañana hasta las tres de la tarde. Teníamos a nuestra izquierda un palacio, cuyos habitantes nos miraban desde los ventanales, muy a sus anchas, mientras las botas se nos llenaban de agua. A la derecha borbotaba el río, que veíamos como a través de una niebla.
Para refrescarnos la memoria, a cada momento nos gritaban: «¡Armas al hombro! ¡Tercien armas!»
El mariscal avanzaba despacio, rodeado de su Estado Mayor. Zebedeo se consolaba pensando que íbamos a ver al valiente entre los valientes. Yo pensaba: «Si le viese al amor de la lumbre me divertiría más».
Al fin llegó frente a nosotros, y aún me parece que le estoy viendo, con su sombrerote empapado de agua, la casaca azul cubierta de bordados y las botas altas. Tenía muy buena estampa; era rubio rojizo, de nariz respingada, ojos vivos, y al parecer de una a robustez extraordinaria. No era orgulloso, porque al pasar frente a la compañía y presentarle armas el capitán, se volvió de pronto en la silla del caballo, de gran alzada, y dijo en voz alta:
―¡Calla! ¡Es Florentin!
El capitán se irguió sin saber qué contestar. El mariscal y él habían sido juntos soldados rasos en tiempos de la República. El capitán respondió al fin:
―-Sí, mariscal; soy Sebastián Florentin.
―A fe mía, Florentin ― dijo el mariscal extendiendo el brazo en la dirección de Rusia ―, me alegro de verte; creí que te habías quedado por allá.
Toda nuestra compañía estaba muy satisfecha, y Zebedeo me dijo:
―Eso es un hombre; me dejaría romper la cabeza por él.
No veía yo por qué Zebedeo quería dejarse romper la cabeza, sólo porque el mariscal había saludado a un antiguo camarada.
Eso es todo lo que recuerdo de Aschaffenbourg.
Por la noche volvimos a Schweinheim, donde cenamos; es un lugar abundante en vinos, cáñamo y trigo, y donde casi todo el mundo nos miraba de reojo.
Nos alojábamos por grupos de tres o cuatro en las casas, y todos los días comíamos carne, fuese de vaca, de cerdo o de carnero. El pan casero era muy bueno y también el vino. Pero muchos de los nuestros aparentaban encontrarlo todo malo, creyendo que así los tomarían por grandes señores; se equivocaban mucho, porque oía a los vecinos decir en alemán:
―¡Estos en su país son unos pordioseros! Si fuésemos a ver, en la cueva de su casa no habrá siquiera patatas.
No se equivocaban nunca; eso me ha hecho pensar muchas veces que las gentes descontentadizas en casa ajena suelen ser unos pobres diablos en la suya.
En fin, por mi parte, me alegraba mucho verme regalado de aquella manera, y hubiera querido que las cosas continuasen así toda la campaña. Dos quintos de Saint-Dié estaban conmigo en casa del jefe de postas del lugar, a quien le habían requisado casi todos los caballos para el servicio de nuestra caballería. Debía de hacerle muy poca gracia, pero no decía nada, y se pasaba el día fumando en pipa junto a la estufa. La mujer era alta y robusta, y sus dos hijas muy lindas. Nos tenían miedo, y se escondían en cuanto volvíamos de la instrucción o de hacer guardia en las afueras del pueblo.
En la noche del cuarto día, al acabar de cenar, llegó a eso de las siete un viejo con capote negro, la cabeza blanca y de aspecto venerable. Nos saludó, y luego dijo en alemán al jefe de postas:
―¿Más reclutas?
―Sí, señor Stenger ― respondió el otro ―; no nos veremos nunca libre de esta gente. Si pudiera envenenarlos a todos, lo haría al momento.
Me volví tranquilamente y le dije:
―Entiendo el alemán... No diga usted esas cosas.
Al oírme casi se le cayó la pipa de la mano.
― ¡Es mucha imprudencia hablar así, señor Kalkreuth! ― dijo el viejo ―. Si le oye alguien menos sensato que este joven, piense en lo que le podría ocurrir.
―Es un modo de hablar ― respondió el hombre gordo―. ¿Qué quiere usted? Después de años y años de quitarle a uno todo, acaba uno por no saber lo que dice y habla a tontas y a locas.
El viejo, que era el pastor de Schweinheim, se acercó a saludarme y me dijo:
―Señor, ha procedido usted como hombre honrado; crea que el señor Kalkreuth es incapaz de hacer daño a nadie, ni aun a nuestros enemigos.
―Así lo creo, señor ― respondí ―. En otro caso, no comería con tanto gusto sus salchichas.
El jefe de postas, al oírme, se echó a reír, con las manos apoyadas en el vientre, y exclamó:
―Nunca hubiese creído que un francés me haría reír.
Mis dos compañeros estaban de guardia y se fueron, dejándome solo. Entonces el patrón fue en busca, de una botella de vino añejo, se sentó a la mesa y me invitó a brindar juntos, lo que hice de buen grado. Desde aquel día hasta que nos fuimos, aquellas gentes tuvieron mucha confianza en mí. Todas noches hablábamos al amor de la lumbre; el pastor llegaba, e incluso las muchachas bajaban para escuchar. Eran rubias, con ojos azules; una tendría dieciocho años, la otra, veinte; las encontraba cierto parecido con Catalina, y esto me emocionaba.
Sabían en la casa que había dejado novia en mi tierra, porque no pude por menos de decírselo, y se enternecían.
El jefe de postas se quejaba amargamente de los franceses.
El pastor decía que éramos una nación vanidosa y poco casta, y que por esos motivos toda Alemania iba a levantarse en contra nuestra; que estaban hartos de las malas costumbres de nuestros soldados y de la codicia de nuestros generales, y que se había formado el Tugend-Bund o Liga de la virtud para combatirnos.
―En los primeros tiempos ― me decía ― nos hablabais de libertad; nos gustaba oírlo, y hacíamos votos por vuestros ejércitos mejor que por los del rey de Prusia o del emperador de Austria. Hacíais la guerra a nuestros soldados, no a nosotros; sosteníais ideas que todo el mundo encontraba justas y grandes, y por eso no teníais que habéroslas con los pueblos, sino con sus amos. Ahora es muy diferente; toda Alemania se pondrá en pie, toda la juventud tomará las armas, y seremos nosotros los que hablen de libertad, de virtud, de justicia a Francia. Quien propugna esas cosas es siempre el más fuerte, porque sólo tiene en contra suya a los perdidos de todos los países, y tiene a su favor la juventud, el valor, las ideas grandes, cuanto ahuyenta del alma el egoísmo, y nos mueve a sacrificar la vida gustosos. Habéis tenido eso a vuestro favor mucho tiempo; pero ya no lo tenéis. Vuestros generales, en otros tiempos, se batían por la libertad y dormían en los pajares como soldados rasos; eran hombres terribles. Ahora necesitan buenos lechos, son más nobles que nuestros nobles y más ricos que nuestros banqueros. En eso consiste que la guerra, tan hermosa antaño ― era un arte, un sacrificio, una abnegación por la patria ―, se haya convertido en un oficio que produce más que una tienda. Sigue siendo cosa muy noble, puesto que se lucen las charreteras; pero hay diferencia entre batirse por ideas eternas y batirse por enriquecer la tienda.
»Hoy nos toca a nosotros hablar de patria y de libertad; por eso creo que esta guerra será funesta para vosotros. Todos los que discurren, sean simples estudiantes, sean profesores de Teología, irán contra vosotros. Tenéis al frente el general más grande del mundo, pero nosotros tenemos la justicia eterna. Creéis contar con los sajones, bávaros y badenses; desengañaos: los hijos de la vieja Alemania saben muy bien que el mayor crimen y la vergüenza más grande son las guerras entre hermanos. Si los reyes contraen alianzas, los pueblos estarán contra vosotros a pesar de esas alianzas; defienden su sangre, su patria: lo que Dios nos manda amar y no puede traicionarse sin cometer un crimen. Todo os va a caer encima; los austríacos os destrozarán si pueden, a pesar de la boda de María Luisa con el emperador; ya se va viendo que los intereses de los reyes no lo son todo en el mundo, y que el genio más grande no puede cambiar la naturaleza de las cosas.»
Así hablaba el pastor, con acento grave; no comprendía yo entonces muy bien sus discursos, y pensaba: «Una cosa son los discursos y otra los tiros. Si no tenemos que combatir más que con estudiantes y profesores de Teología, todo irá bien. Y en cuanto a lo demás, la disciplina impedirá que nuestros aliados se vuelvan, como nos obliga a nosotros a batirnos, aunque algunos no tengamos ni pizca de ganas. ¿Por ventura el soldado no obedece al cabo y éste al sargento, y así hasta el mariscal, que hace lo que el rey quiere? Bien se ve que el pastor no sabe lo que es un regimiento; en otro caso sabría que las ideas no son nada y que la consigna lo es todo; pero no quiero contradecirle; el patrón no me daría más vino después de cenar. Piensen lo que gusten; lo que yo deseo es no encontrar más que teólogos.»
De pronto, en la mañana del 27 de marzo, llegó a orden de marcha. El batallón fue a pernoctar en Lauterbach, y al día siguiente en New-Kirchen, y ya no hicimos más que andar, andar de continuo, Los que entonces no se habituaron a llevar la mochila no podían quejarse de la falta de ejercicio, porque, Dios gracias, devorábamos las leguas. Yo, con cinuenta cartuchos en la cartuchera, la mochila y el fusil al hombro, hacía mucho tiempo que no sudaba, y aun no sé si cojeaba.
No éramos los únicos en movimiento. Todo estaba en marcha; por todas partes encontrábamos regimientos en camino, destacamentos de caballería, hileras de cañones, convoyes de pólvora y balas; todo se dirigía hacia Erfurt, como, después de un gran chaparrón, millares de arroyos van por todos los caminos hacia el río.
Los sargentos hablaban entre sí: «Nos acercamos... Vamos a tener danza». Y nosotros pensábamos: «¡Tanto mejor. Esa ralea de prusianos y rusos tiene la culpa de lo que pasa; si se hubiesen estado quietos aún estaríamos en Francia!»
Esa idea nos encorajinaba.
Además, en todas partes hay gente que lo que más le gusta es batirse. Klipfel y Zebedeo no hablaban más que de caer sobre los prusianos, y yo, para no parecer menos animoso que los demás, decía también que eso me gustaba.
El 8 de abril el batallón entró en la ciudadela de Erfurt, lugar muy fuerte y muy rico. No olvidaré nunca que en el momento de romper filas en la plaza, delante del cuartel, el vaguemaestre entregó un paquete de cartas al sargento de la compañía. Entre ellas había una para mí. Reconocí en el acto la letra de Catalina, lo que me produjo tanta emoción que me temblaban las rodillas.
Zebedeo cargó con mi fusil, diciendo:
― ¡Vamos, vamos!
También él se alegraba mucho de recibir noticias de Falsburgo.
Me guardé la carta en el bolsillo, y todos los del pueblo me seguían para oírla leer. Pero yo aguardaba a sentarme tranquilamente en la cama para abrir la carta, y sólo cuando nos acuartelaron y dejé el fusil en el armero rompí el sello. Todos los otros formaban corro, inclinándose sobre mí. Las lágrimas me corrían por las mejillas, porque Catalina contaba que rezaba por mí. Los compañeros, al oírlo, decían:
―¡Estamos seguros de que también rezan por nosotros!
El uno hablaba de su madre, el otro de sus hermanas, el otro de su novia.
Al final, el señor Gulden había escrito unas líneas diciendo que en la ciudad no ocurría nada nuevo, que tuviese ánimo, y que tantos trabajos se acabarían pronto. Me encargaba sobre todo que dijese a los compañeros lo mucho que se acordaban de ellos, y que sus familias estaban quejosas por la falta de noticias.
Aquella carta fue para todos un gran consuelo.
Cuando pienso que estábamos a 8 de abril y que pronto iban a empezar las batallas, la miro como el último adiós de la tierra natal para la mitad de los nuestros; muchos ya no volverían a oír hablar de sus padres, de sus amigos, de las personas que les querían bien en este mundo.
XII
Como decía el sargento Pinto, todo aquello no era más que el principio de la fiesta; el baile iba a empezar.
Mientras tanto, prestábamos servicio en la ciudadela con un batallón del 27° y desde lo alto del parapeto veíamos los contornos llenos de tropas, unas vivaqueando, otras acantonadas en las aldeas.
El 18, al volver de hacer guardia en la puerta de Warthau, el sargento, que se había hecho amigo mío, me dijo:
―Fusilero Bertha, ha llegado el emperador.
Nadie había oído hablar de eso, y le respondí:
―Dispense usted, mi sargento, pero acabo de tomar una copa con Merlin, el zapador, que ha estado esta noche de centinela en la puerta del general, y no me ha dicho nada.
Entonces, guiñándome un ojo, dijo:
―Todo se agita, todo va como en vilo... Tú no comprendes aún esto, recluta; pero está ahí, lo adivino. Antes de llegar él, las cosas van poco a poco; ahora, mira por allá, mira esos correos que galopan por los caminos, todo revive. Espera el primer baile, espera, que ya verás. Los austríacos y los cosacos no necesitan anteojos para saber que está aquí; le olfatean en seguida.
Al hablar así, el sargento se reía.
Tenía yo presentimientos de que podían ocurrirme graves desgracias, pero no tenía más remedio que poner buena cara.
En fin, el sargento no se engañaba; el mismo día, a eso de las tres de la tarde, todas las tropas acantonadas en torno de la ciudad, se pusieron en movimiento, y a las cinco tomamos las armas; el mariscal príncipe de la Moskowa entraba en la ciudad con gran número de oficiales y generales que formaban su Estado Mayor; casi al instante, el general Souham, hombre de seis pies de estatura, canoso, entró en la ciudadela y nos revistó en la plaza. Nos dijo con voz fuerte, que todo el mundo oyó:
―¡Soldados! Vais a formar parte de la vanguardia del tercer cuerpo; acordaos de que sois franceses. ¡Viva el emperador!
Entonces gritaron todos: «¡Viva el emperador!», lo que producía un electo terrible en los ecos de la plaza.
El general se fue con el coronel Zapíel.
Aquella misma noche nos relevó un regimiento de Hesse, y nos fuimos de Erfurt con el 10° de húsares y un regimiento de cazadores de Badén. A las seis o las siete de la mañana estábamos delante de Weimar, y a la luz del sol naciente veíamos los jardines, las iglesias, las casas, con un palacio antiguo a la derecha. Vivaqueamos en aquel sitio, y los húsares se adelantaron a explorar la ciudad. A eso de las nueve, mientras hacíamos el rancho, oímos de pronto un tiroteo lejano; nuestros húsares habían encontrado en las canes a los húsares prusianos y se batían con ellos, disparándoles pistoletazos. Pero estaban tan lejos que no veíamos nada del combate.
Los húsares volvieron al cabo de una hora; habíamos perdido dos soldados. Así comenzó la campaña.
Estuvimos allí cinco días, durante los que avanzó todo el tercer cuerpo. Como éramos la vanguardia, tuvimos que seguir adelante, en dirección de Suiza y de Warthau. Entonces vimos por primera vez al enemigo; eran cosacos, que se retiraban fuera del alcance del fusil, lo que nos envalentonaba.
Pero me incomodaba bastante oír a Zebedeo repetir con acento malhumorado:
―¿No se detendrán nunca? ¿No se detendrán nunca?
Yo pensaba: «Si se van, ¿qué más podemos pedir? Los venceremos sin recibir daño alguno.»
Pero, al fin, hicieron alto al otro lado de un río bastante ancho y profundo; allí nos aguardaban en gran número para acribillarnos, si teníamos la mala ocurrencia de cruzar el río.
Era el 29 de abril; comenzaba a atardecer; no puede imaginarse una puesta de sol más hermosa. Al otro lado del agua se extendía. hasta donde alcanzaba la vista, una planicie, y sobre la franja roja del cielo hormigueaban los jinetes con chacos inclinados sobre la visera, chaquetilla verde, una cartuchera debajo del brazo y pantalones azul celeste; veíanse detrás gran número de lanzas. El sargento Pinto dijo que eran cazadores a caballo, rusos y cosacos. También conocía el río y nos dijo que era el Saal.
Nos acercamos a la orilla cuanto pudimos para hacer fuego sobre la caballería, que se retiró aún más, y acabó por desaparecer en el horizonte enrojecido. Establecimos entonces el vivac junto al río y pusimos centinelas. Habíamos dejado a nuestra izquierda un pueblo grande; enviaron allá un destacamento en busca de carne, pagándola, porque desde la llegada del emperador había orden de pagarlo todo.
Por la noche, cuando estábamos haciendo el rancho, llegaron otros regimientos de nuestra división; establecieron también sus vivaques a la orilla del río, y era magnífico ver los regueros de llamas de las hogueras reflejándose temblorosos en el agua.
Nadie tenía gana de dormir; Zebedeo, Klepfel, Furst y yo comíamos el rancho juntos, nos mirábamos y decíamos:
―Mañana será ella si queremos pasar el río. Nuestros amigos de Falsburgo, que estarán ahora bebiendo en la taberna de El hombre salvaje, no sospechan que estamos sentados aquí al borde de un río, comiéndonos un pedazo de carne, y que vamos a dormir en el suelo, para coger un reuma que nos dure toda la vida, sin contar los sablazos y los tiros que nos esperan, más pronto quizás de lo que pensamos.
― ¡Bah! ― decía Klipfel ―, ¡esa es la vida! Bastante me importa a mí dormir siempre entre sábanas y que todos los días se parezcan. Para vivir hay que estar hoy bien y mañana mal; de ese modo los cambios son agradables, y en cuanto a los tiros, sablazos y bayonetazos, a Dios gracias, podemos devolver tantos como nos den.
―Sí ― decía Zebedeo encendiendo la pipa ―; lo que es yo, antes de rendirme espero haber devuelto todos los golpes que me han dado.
Así pasamos hablando dos o tres horas; Léger se había echado sobre el capote y dormía con los pies cerca de la lumbre; de pronto el centinela, a doscientos pasos de nosotros, gritó:
―¿Quién vive?
―¡Francia!
―¿Qué regimiento?
―¡Sexto ligero!
Era el mariscal Ney y el general Brenier, con oficiales de pontoneros y cañones. El mariscal había respondido sexto ligero porque sabía que estábamos acampados en aquel sitio. Eso nos alegró, e incluso nos enorgullecía. Le vimos pasar a caballo con el general Souham y otros cinco o seis oficiales superiores, y a pesar de ser de noche le reconocimos muy bien. El cielo estaba cuajado de estrellas, la luna subía al cénit y se veía casi como si fuese de día.
Se detuvieron en un recodo del río, donde emplazaron seis cañones, y casi en seguida llegaron los pontoneros con una larga fila de carros cargados de maderos, pilotes y todo lo necesario para echar dos puentes. Nuestros húsares recorrían la ribera para apoderarse de las barcas; los artilleros estaban junto a las piezas, dispuestos a barrer a quien quisiera estorbar la tarea. Mucho tiempo estuvimos viendo avanzar el trabajo. Por todos lados se oía gritar: «¿Quién vive? ¿Quién vive?» Llegaban los regimientos del tercer cuerpo.
Al rayar el día acabé por dormirme; Klipfel tuvo que sacudirme de un brazo para despertarme. Sonaba por doquiera el toque de llamada; los puentes estaban terminados; íbamos a cruzar el Saal.
Caía un rocío muy fuerte; todos nos apresurábamos a secar el fusil, arrollar el capote y atarlo a la mochila. Nos ayudábamos unos a otros, y luego íbamos entrando en filas. Podían ser entonces las cuatro de la mañana. Todo estaba envuelto en la bruma fría que subía del río. Ya dos batallones pasaban los puentes; los soldados en fila, los oficiales y la bandera en medio. Producían un redoble sordo. Los cañones y las cajas de municiones pasaron después.
Acababa el capitán Florentin de hacernos renovar el cebo de los fusiles, cuando llegaron el general Souham, el general Chemineau, el coronel Zapfel y nuestro comandante. El batallón se puso en marcha. Yo no cesaba de mirar si los rusos llegaban a todo galope, pero no se movía nada.
A medida que llegábamos a la otra orilla, cada regimiento formaba el cuadro, descansando sobre las armas. A las cinco había pasado toda la división. El sol disipaba la niebla; veíamos, a unos tres cuartos de legua por nuestra derecha, una ciudad antigua, con los tejados en punta y el campanario esférico, recubierto de pizarra, rematado por una cruz; detrás, a lo lejos, un castillo: era Weissenfels.
Entre nosotros y la ciudad el terreno formaba una hondonada profunda. El mariscal Ney, que acababa de llegar también, quiso saber ante todo lo que allí había. Dos compañías del 27° se desplegaron en tiradores, y los cuadros se pusieron en marcha al paso ordinario: los oficiales, los gastadores y los tambores iban dentro; los cañones, en los intervalos, y los armones, detrás de la última fila.
Todos desconfiábamos de aquellas hondonadas, con tanto más motivo cuanto que la víspera habíamos visto una masa de caballería que no podía haberse disipado en la inmensa llanura que por todas partes descubríamos; así que nunca he tenido mayor desconfianza que en aquel momento; algo iba a ocurrir. A pesar de eso, al vernos en tan buena formación, con el fusil cargado, las banderas al frente, los generales detrás, llenos de confianza, al vernos marchar en buen orden, marcando el paso, nuestro ánimo se robustecía. Yo pensaba: «Quizás al vernos se escaparán; sería lo mejor que a unos y a otros pudiera sucedemos.»
Yo estaba en segunda fila, detrás de Zebedeo, en la línea de frente, e imagínense si abriría los ojos. De tiempo en tiempo echaba una ojeada al otro cuadro, que avanzaba en línea con el nuestro, y veía al mariscal en medio de su Estado Mayor. Todos alzaban la cabeza, atravesado el sombrerote, para ver de lejos lo que pasaba.
Los tiradores llegaban entonces cerca del barranco, bordeado de malezas y de setos vivos. Ya unos momentos antes había visto que al otro lado se movía y relucía una cosa parecida a las espigas cuando las mece el viento; se me ocurrió que acaso los rusos, con sus lanzas y sus sables, estaban allí; sin embargo, me costaba trabajo creerlo. Pero en el momento en que los tiradores se acercaban a los matorrales y en que se abría el fuego de fusilería, vi claramente que eran lanzas. Casi en seguida brilló frente a nosotros un relámpago y tronó el cañón. Aquellos rusos tenían cañones y acababan de tirar contra nosotros; no sé qué ruido me hizo volver la cabeza, y vi a nuestra izquierda un claro en las filas.
Al mismo tiempo oí al coronel Zapfel que decía tranquilamente:
―¡Cerrad las filas! Y el capitán Florentin repetía:
―¡Cerrad las filas!
Se ejecutó con tal rapidez, que no me dio tiempo para reflexionar. Pero cincuenta pasos más adelante brilló otro relámpago y sonó en las filas un ruido parecido ― como una fuerte ráfaga ― y vi un nuevo claro, esta vez a la derecha.
Y como después de cada cañonazo de los rusos el coronel repetía: «¡Cerrad las filas!», comprendí que cada vez se abría en ellas un hueco. La idea me turbó por completo, pero no había más remedio que seguir adelante.
No me atrevía a pensar en eso, y desviaba la atención, aun cuando el general Chemineau, que acababa de entrar en nuestro cuadro, gritó con voz terrible:
― ¡Alto!
Entonces miré y vi que los rusos llegaban en masa.
―¡Primera fila, rodilla en tierra..., cruzad las bayonetas! ― gritó el general ―. ¡Preparen armas!
Como Zebedeo puso una rodilla en tierra, quedé yo, en cierto modo, en primera fila. Aun me parece que estoy viendo avanzar en línea toda aquella masa de caballos y de rusos, inclinados hacia adelante, sable en mano, y que oigo al general decir tranquilamente detrás de nosotros, como si estuviéramos en la instrucción:
―¡Atención a la voz de mando!... ¡Apunten! ¡Fuego!
Disparamos los cuatro cuadros a un tiempo; diríase que el cielo se venía abajo. Apenas se disipó el humo, vimos a los rusos que huían a todo escape, pero nuestros cañones tronaban, y sus balas corrían más que los caballos.
― ¡Carguen! ― gritó el general.
Yo no creo haber sentido en mi vida un placer semejante.
― ¡Anda! ¡Anda! ¡Se van! ― decía entre mí.
Por todas partes resonaban gritos de «¡Viva el emperador!»
Tan contento estaba, que me puse a gritar como todos. Esto duró un minuto. Los cuadros se pusieron en marcha, y creíamos que todo estaba terminado; pero a doscientos o trescientos pasos del barranco sonó un rumor fuerte, y por segunda vez el general gritó:
― ¡Alto! ¡Rodilla en tierra! ¡Cruzad las bayonetas! Los rusos, más ligeros que el viento, salían de la
hondonada para caer sobre nosotros. Venían todos juntos; el suelo retemblaba. Ya no oíamos las voces de mando; pero el buen sentido natural del soldado francés nos advertía que era necesario tirar sobre aquella masa, y las descargas por hileras empezaron a sonar como el redoble de los tambores en las grandes revistas. Estas cosas no puede imaginárselas quien no las haya visto. Algunos rusos llegaban hasta nosotros; se les veía un momento erguirse entre el humo; luego desaparecían.
Al cabo de unos instantes, cuando no hacíamos más que cargar y tirar, la voz terrible del general Chemineau gritó de nuevo: «¡Alto el fuego!»
Casi no nos atrevíamos a obedecer; todos se apresuraban a disparar un último tiro; al disiparse el humo vimos que la gran masa de caballería remontaba la vertiente opuesta de la hondonada.
En el acto se desplegaron los cuadros para avanzar en columnas. Los tambores tocaban paso de ataque, los cañones tronaban.
―¡Adelante, adelante! ¡Viva el emperador!
Descendimos a la hondonada pasando sobre montones de caballos y de rusos que aún se retorcían por el suelo, y subimos a paso ligero la pendiente de Weissenfels. Todos aquellos cosacos y cazadores, con la cartuchera en los riñones y encorvados sobre el cuello de los caballos, galopaban delante de nosotros lo más de prisa que podían. La batalla estaba ganada.
Pero en el momento en que nos acercábamos a los jardines de la ciudad, sus cañones, emplazados detrás de unas huertas, nos enviaron algunas balas, una de las cuales rompió el hacha del gastador Merlin y le llevó la cabeza. Un pedazo de hacha le rompió un brazo al cabo de gastadores Thomé; tuvieron que cortarle el brazo aquella tarde en Weissenfels. Entonces salimos corriendo, porque cuanto más pronto se llega, menos tiempo tienen los otros para tirar; a nadie le cabrá duda de esto.
Llegamos a la ciudad por tres puntos: atravesando los setos, los jardines, los plantíos de lúpulo y saltando las tapias. El mariscal y los generales venían corriendo detrás de nosotros. Nuestro regimiento entró por una avenida bordeada de álamos que corre a lo largo del cementerio; al desembocar en la plaza, llegaba otra columna por la calle Mayor.
Allí hicimos alto, y el mariscal, sin perder minuto, destacó el 27° para ocupar un puente y tratar de cortar la retirada al enemigo. Mientras tanto, llegó el resto de la división y se formó en la plaza. El burgomaestre y los regidores de Weissenfels estaban ya a la puerta del Ayuntamiento para darnos la bienvenida.
Una vez formados, el mariscal príncipe de la Moskowa pasó por nuestro frente de batalla y nos dijo con aire jovial:
―¡Muy bien! ¡Así me gusta! Estoy satisfecho de vosotros. El emperador sabrá vuestro comportamiento. ¡Está bien!
Y no podía por menos de reírse al recordar cómo nos habíamos arrojado sobre los cañones.
El general Souham le dijo:
―¡Esto marcha!
Y el mariscal respondió:
―Sí, sí; está en la masa de la sangre.
Yo estaba muy contento por haber salido ileso de aquel encuentro.
El batallón permaneció allí hasta el siguiente día, nos alojaron en casa de los vecinos, que nos tenían miedo y nos daban cuanto pedíamos. El 27° volvió por la noche; se alojó en el castillo. Estábamos muy cansados. Después de fumar dos o tres pipas juntos, hablando de nuestra gloria, Zebedeo, Klipfel y yo fuimos a dormir a un taller de ebanistería, donde nos acostamos en un montón de virutas; allí estuvimos hasta medianoche, hora en que tocaron llamada. No hubo más remedio que levantarse. El ebanista nos dio aguardiente y salimos. Llovía a torrentes. Aquella misma noche el batallón fue a vivaquear delante de una aldea llamada Clépen, a dos horas del Weissenfelds. La lluvia nos ponía de mal humor.
Otros muchos destacamentos se juntaron con nosotros. El emperador había llegado a Weissenfelds, y todo el tercer cuerpo iba a seguirnos. Durante todo el día no se habló de otra cosa; muchos se alegraban. Pero al día siguiente, a eso de las cinco de la mañana, el batallón volvió a ponerse en marcha, de vanguardia.
Frente a nosotros corría un río llamado Rippach. En lugar de rodear para ir en busca de un puente, lo vadeamos en aquel mismo lugar. El agua nos llegaba a la cintura, y cuando daba tirones para sacar los zapatos del fango, pensaba: «Si te hubieran dicho esto cuando temías constiparte en casa del señor Gulden y te cambiabas de media dos veces por semana, no lo hubieras creído. En la vida ocurren cosas terribles.»
Cuando seguíamos el curso del río por la otra orilla, descubrimos sobre una altura, a nuestra izquierda, una banda de cosacos que nos observaban. Luego nos seguían lentamente, sin atreverse a atacarnos, y entonces vi que el fango era de alguna utilidad.
Así anduvimos más de una hora. Ya era día claro cuando de pronto un terrible fuego de fusilería y el estampido del cañón nos hicieron volver la cabeza hacia Clépen. El comandante, a caballo, miraba por encima de los cañaverales.
Esto duró mucho rato; el sargento Pinto decía:
―La división avanza, y la atacan.
Los cosacos miraban también; al cabo de una hora desaparecieron. Entonces vimos a la división avanzar en columna por la llanura, a nuestra derecha, rechazando masas de caballería rusa.
―¡Adelante! ― gritó el comandante.
Echamos a correr, sin saber por qué, siguiendo el curso del río. Llegamos a un puente viejo, donde se reúnen el Rippach y el Gruna. Allí debíamos detener al enemigo; pero lo cosacos habían ya descubierto nuestro ardid. Todo su ejército retrocedió detrás del Gruna, vadeándolo, y al reunírsenos el grueso de la división supimos que al mariscal Bessieres acababa de matarlo una bala de cañón.
Dejemos el puente para ir a vivaquear más allá de Gorschen. Corría el rumor de que se acercaba una gran batalla, y que todo lo ocurrido hasta entonces no era más que un comienzo, para probar si los reclutas arrostrarían bien el fuego. En vista de esto, cualquier puede figurarse las reflexiones que se haría un hombre sensato como yo, que estaba allí a su pesar, rodeado de seres tan despreocupados como Furst, Zebedeo y Klipfel, que se alegraban, como si tales acontecimientos pudieran traerles otra cosa que tiros, sablazos y bayonetazos.
Todo el resto del día, e incluso una parte de la noche, estuve pensando en Catalina y pidiendo a Dios que preservase mis días y me conservase las manos, tan necesarias a los pobres para ganarse la vida.
XIII
Encendimos las hogueras en la colina, más allá de Gross-Gorschen; un destacamento bajó al pueblo y nos trajo cinco o seis vacas viejas para el rancho. Pero estábamos tan cansados, que muchos tenían más ganas de dormir que de comer. Llegaron otros regimientos con artillería y municiones. A eso de las once estábamos allí diez o doce mil hombres, y en el pueblo dos mil: toda la división Souham. El general y sus ayudantes estaban en un molino grande, a la izquierda, junto a un arroyo que llaman el Floss-Graben.
Los centinelas se extendían en torno de la colina, a tiro de fusil unos de otros.
Acabé por dormirme, a causa del cansancio; pero me despertaba muy a menudo, y oía un gran rumor detrás de nosotros hacia el camino que arranca del puente viejo de Poserna y se dirige a Lutzen y Leipzig; era un imponente rodar de carros, de cañones, de furgones, que crecía y menguaba en el silencio de la noche.
El sargento Pinto no dormía: fumaba en la pipa y se secaba los pies a la lumbre.
Cada vez que alguno se rebullía, intentaba trabar conversación.
―¿Qué hay, recluta? ― decía.
Pero, deseando descansar hacíamos como si no le oyéramos, dábamos media vuelta, bostezando y nos dormíamos otra vez.
El reloj de Gross-Gorschen daba las cinco cuando me desperté; tenía los huesos de las piernas y de las caderas como rotos, por haber andado tanto sobre el fango. Sin embargo, apoyando las manos en el suelo, me senté para calentarme, porque tenía mucho frío.
Las hogueras humeaban; ya no quedaba más que cenizas y algunas brasas. El sargento, de pie, miraba la llanura blanca, en la que el sol trazaba una raya de oro.
Todo el mundo dormía en torno nuestro, unos boca arriba, otros de lado, con los pies arrimados a la lumbre; muchos roncaban y también había quienes soñaban en alta voz.
El sargento, al verme despierto, se acercó en busca de un ascua para encender la pipa; después me dijo:
―¿Qué hay, fusilero Bertha? ¡Ahora estamos a retaguardia!
No comprendí bien lo que quería decir.
―¿Eso te asombra, recluta? ― dijo ―. Pues es bastante claro; nosotros no nos hemos movido, pero el ejército ha dado media vuelta. Ayer estaba detrás de nosotros, sobre el Rippach; ahora está delante, cerca de Lutzen; en lugar de ir a la cabeza estamos a la cola.
Y guiñando un ojo con aire malicioso, echó dos o tres bocanadas de humo.
―¿Qué ganamos con eso? ― le dije.
―Pues que llegaremos a Leipzig los primeros y caeremos sobre los prusianos ― respondió ―. Ya lo comprenderás más adelante.
Entonces me levanté para mirar el paisaje, y vi ante nosotros una vasta planicie pantanosa, atravesada por el Gruna-Bach y el Floss-Graben; unos altozanos de líneas redondeadas bordeaban las dos corrientes, y a lo lejos pasaba un río ancho, que, según dijo el sargento, era el Elster. Las brumas matinales envolvían el panorama.
Al volverme, vi detrás de nosotros, en el valle, la punta del campanario de Gross-Gorschen, y más lejos, a derecha e izquierda, cinco o seis aldehuelas al socaire de las colinas, que allí abundan, y los pueblos de Kaya, Eisdorf, Starsiedel, Rahna, Klein-Gorschen y Gross-Gorschen, que, después de visto, están entre las colinas, al borde de unas charcas donde se crían álamos, sauces y pobos. Gross-Gorschen, donde vivaqueábamos, era el más avanzado en el llano, por el lado del Elster; el más distante, Kaya, detrás del cual pasaba el camino real de Lutzen a Leipzig. No se veía en las colinas más hogueras que las de nuestra división; pero todo el tercer cuerpo ocupaba las aldeas, y el cuartel general estaba en Kaya.
A eso de las seis, los tambores, las trompetas de artillería y del cuerpo de tren tocaron diana. Bajaron soldados al pueblo, unos a buscar leña, otros paja o heno. Llegaron carros de municiones y nos repartieron pan y cartuchos. Debíamos permanecer allí, mientras el ejército desfilaba sobre Leipzig; por eso el sargento Pinto decía que nos quedábamos a retaguardia.
También llegaron del pueblo dos cantineras, y como aún me quedaban cinco o seis escudos de a seis libras, ofrecí una copa a Zebedeo y a Klipfel, para entrar en calor. Me permití convidar también al sargento Pinto, que aceptó, diciendo que el aguardiente con pan reanima el corazón.
Todos estábamos muy contentos, y nadie hubiera sospechado las cosas terribles que iban a suceder aquel día. Creíamos que los rusos y los prusianos estaban lejos, buscándonos detrás del Gruna-Bach; pero sabían dónde estábamos; y de pronto, a eso de las diez, el general Souham, con su Estado Mayor, subió a la colina a galope tendido; acababa de saber algo. Cabalmente, estaba yo de centinela junto a los pabellones de armas; aún me parece que estoy viéndole ― cabeza cana, sombrero de ribete blanco ― adelantarse al borde de la colina, sacar un gran anteojo, mirar y luego volver muy de prisa y bajar al pueblo, gritando que se tocase llamada.
Entonces se replegaron todos los centinelas, y Zebedeo, que tenía vista de lince, dijo:
―Allí, cerca del Elster, veo hormiguear masas de tropas; hay algunas que avanzan en buen orden; otras que salen de los pantanos por tres sitios. Si todo eso nos cae encima, ¡qué chaparrón!
―Eso ― dijo el sargento Pinto, atalayando con una mano sobre los ojos a modo de visera ― es el comienzo de una batalla, o no entiendo nada del oficio. Mientras nuestro ejército desfila sobre Leipzig y ocupa un frente de más de tres leguas, esos canallas de prusianos y rusos quieren cogernos de flanco con todas sus fuerzas y cortarnos en dos. No está mal pensado; ya van aprendiendo los ardides de la guerra.
―¿Y qué vamos a hacer nosotros? ― preguntó Klipfel.
―Muy sencillo ― respondió el sargento ―. Aquí estamos doce o quince mil hombres con Souham, un veterano que no ha retrocedido jamás un palmo. Nos clavaremos al suelo, uno contra seis o siete, hasta que el emperador sepa lo que ocurre y se repliegue para venir a socorrernos. Mira: ya salen los ayudantes con los partes.
Era verdad: cinco o seis oficiales atravesaban la llanura de Lutzen, detrás de nosotros, en dirección de Leipzig; iban como el viento, y supliqué al Señor, desde el fondo de mi alma, que les hiciera la gracia de permitirles llegar a tiempo y de enviar a todo el ejército en nuestra ayuda; porque es espantoso saber que no hay otro remedio que morir, y ni a mi mayor enemigo le deseo una situación semejante. El sargento Pinto nos decía:
―Tenéis suerte, reclutas; si alguno de nosotros se escapa dé ésta, podrá alabarse de haber visto algo que valía la pena. Mirad esas líneas azules que avanzan fusil al hombro, a lo largo del Floss-Graben; cada línea es un regimiento, y hay unos treinta; eso hace sesenta mil prusianos, sin contar las líneas de jinetes; cada línea es un escuadrón, y a su izquierda, cerca de Rippach, aquellas otras que avanzan y relucen al sol, son los dragones y coraceros de la guardia imperial rusa; los vi por primera vez en Austerlitz, donde los dejamos muy bien arreglados. Lo menos hay diez y ocho o veinte mil. Aquellas masas de lanzas que se ven detrás son bandas de cosacos. De suerte que dentro de una hora vamos a tener el gusto de vernos las caras con cien mil hombres, los más tenaces con que cuentan rusos y prusianos. Esta es una batalla para ganarse la cruz, y si no se gana, ya no se debe contar con ella.
―¿De verdad, sargento? ― dijo Zebedeo, que nunca ha tenido dos ideas claras en la cabeza, y que ya se figuraba poseer la cruz. Sus ojos relucían con gozo feroz.
―Sí ― respondió el sargento ―. Nos vamos a ver muy de cerca; supongamos que en el choque ve uno un coronel, un cañón, una bandera, algo que nos llame la atención; se salta sobre ello, pasando por medio de los bayonetazos y sablazos, se coge, y si uno vuelve, ya puede darse por propuesto.
Mientras decía eso, recordé que el alcalde de Felsenburg se había ganado la cruz por haber llevado a sus convecinos en carruajes adornados con flores a recibir a María Luisa, cantando canciones antiguas, y me parecía que tal modo era mucho más cómodo que el del sargento Pinto.
No tuve tiempo de pensar más en ello; por todas partes tocaban llamada; todos corríamos a los pabellones de armas y nos apresuramos a tomar el fusil. Los oficiales nos formaban en orden de combate; llegaban al galope los cañones y los colocaban en lo alto de la colina, un poco retirados, para que la cresta les sirviese de parapeto. Llegaban también las cajas de municiones.
Más lejos, en los pueblos de Rahna, de Kaya, de Klein-Gorschen, reinaba gran agitación; pero nosotros éramos los primeros sobre quienes debía caer aquella masa.
El enemigo se había detenido como a dos tiros de cañón, y su caballería maniobraba en torno de nuestras posiciones para reconocernos. Sólo con ver al borde del Floss-Graben aquella cantidad de prusianos que ennegrecía las dos orillas, y cuyas primeras líneas empezaban a formarse en columnas, dije entre mí:
―Esta vez, José, todo se ha perdido; todo ha concluido; no hay remedio. Lo más que puedes hacer es vengarte, defenderte, no tener piedad. Defiéndete, defiéndete.
Estaba pensando en esto, cuando el general Chemineau pasó solo a caballo por delante de nuestro frente de batalla, gritándonos: «¡Formad el cuadro! »
Todos los oficiales, a derecha e izquierda, delante y detrás, repitieron la orden. Formamos cuatro cuadros, de a cuatro batallones cada uno. A mí me tocó esta vez estar en una de las caras interiores, cosa que me alegró, porque pensaba, naturalmente, que los prusianos, que avanzaban en tres columnas, caerían sobre el frente. Pero apenas se me había ocurrido esa idea, una verdadera granizada de balas atravesó el cuadro. Al mismo tiempo, el estampido de los cañones que los prusianos habían puesto en una colina a la izquierda movió un estruendo mucho mayor que en Weissenfels; aquello no acababa nunca. Habían emplazado en la colina una treintena de piezas de grueso calibre; imagínese los huecos que abrían en los cuadros. Las balas silbaban, tan pronto en el aire como entre las filas, tan pronto hundiéndose en el suelo, que rasgaban con terrible ruido.
Nuestros cañones tiraban también, de tal modo, que no nos dejaban oír la mitad de los silbidos de las balas ni del estruendo de los cañones enemigos; pero no servía de nada: y, además, lo que peor efecto producía era oír a los oficiales que sin cesar repetían: «¡Cerrad las filas, cerrad las filas!»
Nos envolvía una humareda extraordinaria, sin haber hecho fuego aún. Yo me decía: «Si permanecemos aquí un cuarto de hora más, nos destrozarán sin poder defendernos», lo cual se me antojaba extremadamente duro, cuando, de pronto, las primeras columnas de los prusianos aparecieron entre las dos colinas, levantando un rumor extraño, como el de una inundación que sube. En seguida, las eres primeras caras de nuestro cuadro, la primera de frente y las otras dos oblicuando a derecha e izquierda, hicieron fuego. ¡Dios sabe cuántos prusianos quedaron en la hondonada! Pero, en lugar de detenerse, sus compañeros continuaron subiendo, gritando como lobos: ¡Faterland! ¡Faterland!, y haciéndonos descargas cerradas a cien pasos, casi a quemarropa.
Luego empezaron los bayonetazos y culatazos; querían romper el cuadro y parecían frenéticos. Toda mi vida recordaré que un batallón de aquellos prusianos nos atacó de flanco, tirándonos bayonetazos, que nosotros devolvíamos sin salir de las filas, y fue barrido totalmente por dos piezas que estaban en posición a cincuenta pasos detrás del cuadro.
Ninguna tropa más se atrevió a entrar entre los cuadros.
Retrocedieron al pie de la colina, y cargábamos los fusiles para exterminarlos cuando sus cañones volvieron a tirar, y oímos un gran estrépito a la derecha: era su caballería, que llegaba para aprovechar los claros que abría la artillería. No vi nada de aquel ataque, porque se dirigió contra otra división; pero, mientras tanto, las balas nos derribaban a docenas. Al general Chemineau le rompieron una pierna, y todos comprendíamos que aquello no podía durar mucho tiempo, cuando nos dieron orden de retirarnos, y así lo hicimos, con el placer que cualquiera puede adivinar.
Pasamos por las afueras de Gross-Gorschen, seguidos de los prusianos, que nos fusilaban y a quienes fusilábamos. Los dos mil hombres que guarnecían el pueblo detuvieron al enemigo con un fuego graneado desde las ventanas, mientras remontábamos la altura en que se encontraba el segundo pueblo, Klein-Gorschen. Pero entonces toda la caballería prusiana llegó por un flanco, para cortarnos la retirada y obligarnos a permanecer bajo el fuego de los cañones. Esto me produjo una indignación increíble. Oí que Zebedeo gritaba:
― ¡Vamos contra ellos, antes que quedarnos aquí!
El remedio era terriblemente peligroso, porque los regimientos de húsares y de cazadores avanzaban en buen orden antes de tomar carrera. ;
Seguíamos la marcha retrógrada, cuando en lo alto de la cuesta nos gritaron: «¡Alto!» y en el mismo momento los húsares, que ya corrían contra nosotros, recibieron una terrible descarga de metralla que los derribó a centenares. Era la división del valiente general Girard, que venía de Klein-Gorschen a socorrernos; había puesto dieciséis piezas en batería un poco a la derecha. Aquello produjo un buen efecto; los húsares se fueron más de prisa que habían venido, y los seis cuadros de la división Girard se unieron a los nuestros en Klein-Gorschen, para detener la infantería de los prusianos, que continuaban avanzando, las tres primeras columnas delante; las otras tres, no menos fuertes, detrás.
Habíamos perdido Gross-Gorschen; pero esta vez entre Klein-Gorschen y Rahna, el choque iba a ser aún más terrible.
Yo no pensaba más que en vengarme. La cólera y la indignación contra los que querían quitarme la vida, bien que todo hombre debe conservar por los medios que pueda, me habían enloquecido, por decirlo así. Sentía una especie de odio contra aquellos prusianos, cuyos gritos y aire insolente me sublevaban el corazón. Tenía, sin embargo, gran placer viendo aún a Zebedeo a mi lado, y mientras, en espera de nuevos ataques, permanecimos descansando sobre las armas, le estreché la mano.
―Hemos tenido suerte ― me dijo ―. Pero con tal que el emperador llegue pronto, porque son veinte veces más que nosotros...; con tal que llegue con cañones.
Ya no hablaba de ganarse una cruz.
Eché una mirada a un lado por ver si el sargento estaba aún allí, y le vi enjugar tranquilamente la bayoneta; su rostro no se había alterado; esto me alegró. También hubiera querido saber si Klipfel y Furst estaban aún en la fila; pero las voces de mando me hicieron pensar en otra cosa.
Las tres primeras columnas enemigas se habían detenido en la colina de Gross-Gorschen para esperar a las otras tres, que se acercaban fusil al hombro. El pueblo, en el fondo del valle que nos separaba, ardía; los techos, de bálago, eran una llama; el humo subía hasta el cielo; veíamos llegar a una altura a nuestra izquierda, a través de las tierras labradas, una larga fila de cañones para tomarnos de flanco.
A eso del mediodía las seis columnas se pusieron en marcha, y por ambos lados de Gross-Gorschen se desplegaban masas de húsares y de cazadores a caballo. Nuestra artillería, colocada detrás de los cuadros, en lo alto, había abierto un fuego terrible contra los artilleros prusianos, que respondían en toda la línea.
Nuestros tambores, en el interior de los cuadros, comenzaron a tocar para advertir que el enemigo se acercaba; los oíamos como el zumbido de una mosca durante una tormenta, y en el fondo del valle los prusianos gritaban a coro: Faterland! Faterland!
Su fuego por batallones, colina arriba, nos envolvía en humo, porque teníamos el viento de cara, lo que nos impedía verlos. A pesar de eso, habíamos empezado el fuego por descargas. No nos oíamos, ni nos veíamos ya desde hacía lo menos un cuarto de hora, cuando, de pronto, los húsares prusianos se encontraron en nuestro cuadro. No sé cómo ocurrió aquello; pero estaban dentro y se abatían sobre nosotros por derecha e izquierda, inclinados sobre sus caballejos, para acuchillarnos sin misericordia. Nosotros nos defendíamos a bayonetazos, gritábamos, nos disparaban pistoletazos; en fin, era terrible. Zebedeo, el sargento Pinto y una veintena más de la compañía resistíamos juntos. No olvidaré en mi vida aquellos rostros pálidos, con los bigotes prolongados hasta las orejas, y el chacó, pequeño, sujeto por el barboquejo debajo de la mandíbula; los caballos se encabritaban y relinchaban, saltando sobre montones de muertos y heridos. Toda mi vida oiré los gritos que lanzábamos, los unos en alemán, los otros en francés; los prusianos nos llamaban Schweinpelz!; el veterano sargento Pinto no cesaba de gritar: «¡Ánimo, hijos míos, ánimo!»
No he podido comprender nunca cómo salimos de allí; caminábamos entre humo, a la ventura; nos arremolinábamos a merced de los tiros y de los sablazos. Todo lo que recuerdo es que Zebedeo me decía a cada momento: «¡Ven, ven!», y que al fin nos encontramos en un terreno en pendiente, detrás de un cuadro que aún se sostenía, con el sargento Pinto y siete u ocho más de la compañía.
Parecíamos carniceros.
―¡Carguen! ― nos dijo el sargento.
Entonces, al cargar, vi que en la punta de la bayoneta tenía sangre y cabellos, prueba de que en mi furor había descargado golpes terribles.
Un minuto más tarde, el veterano Pinto prosiguió:
―El regimiento se ha desbandado...; esos canallas de prusianos han acuchillado a la mitad...; ya los encontraremos...; ahora, lo que hace falta es impedir que el enemigo entre en el pueblo. ¡Por la izquierda, marchen!
Bajamos por una escalerilla que conducía a un jardín de Klein-Gorschen, y entramos en una casa, cuya puerta de salida al campo obstruyó el sargento con una mesa de cocina muy grande; después, mostrándonos la puerta de la calle, dijo:
―Esta es nuestra retirada.
Hecho esto, subimos al primer piso y ocupamos una habitación muy capaz, que hacía esquina por el lado de la cuesta. Tenía dos ventanas que daban al pueblo y otras dos que miraban a la colina, cubierta de humo, en la que continuaba el chisporroteo de la fusilería y el tronar del cañón. En el fondo, en una alcoba, había una cama deshecha, y al lado, una cuna; los habitantes habían huido, sin duda, al empezar la batalla; pero un perro de frondosa cola blanca, orejas tiesas y hocico puntiagudo, medio escondido entre las cortinas, nos miraba, rehaciéndole los ojos; me acuerdo de esto como de un sueño.
El sargento acababa de abrir una ventana y ya hacía fuego sobre la calle, por donde avanzaban dos o tres húsares prusianos, entre montones de estiércol y carretas; Zebedeo y los demás, en pie detrás de él, observaban con el arma preparada. Yo miraba hacia la colina, para ver si el cuadro se sostenía, y le vi a quinientos o seiscientos pasos, retrocediendo en buen orden, y haciendo fuego por las cuatro caras contra la masa de jinetes que lo envolvía. A través del humo veía al coronel, hombre gordo y bajo, a caballo, en el centro, sable en mano, y junto a él, la bandera, tan desgarrada, que no era ya más que un harapo pendiente del asta.
Más lejos, a la izquierda, una columna enemiga desembocaba en un recodo del camino y marchaba sobre Klein-Gorschen. Aquella columna quería interceptarnos la retirada del pueblo; pero centenares de soldados desbandados habían llegado allí como nosotros, y llegaban aún de todas partes; unos se volvían cada cincuenta pasos para soltar un tiro; otros, heridos, se arrastraban para refugiarse en cualquier sitio. Entraban en las casas, y como la columna se acercaba, cayó sobre ella el fuego graneado que le hicieron desde las ventanas. Eso la contuvo; tanto más cuanto que en el mismo instante empezaban a desplegarse por la derecha las divisiones Brenier y Marchand, enviadas por el príncipe de la Moskowa a socorrernos.
Supimos después que el mariscal Ney había seguido al emperador en la marcha sobre Leipzig y que se había vuelto a oír el cañoneo.
Los prusianos hicieron, pues, alto en aquel sitio; el fuego cesó por ambas partes. Nuestros cuadros y columnas ganaron las alturas enfrente de Starsiedel, y todos los que estábamos en el pueblo nos apresuramos a evacuar las casas para unirnos a nuestros regimientos. El mío estaba revuelto con otros dos o tres; cuando las divisiones quedaron descansando sobre las armas delante de Kaya, nos costó trabajo reagruparnos.
Pasaron lista; de nuestra compañía quedábamos cuarenta y dos hombres. Furst y Légel ya no estaban; pero Zebedeo, Klipfel y yo habíamos salvado el pellejo.
Por desgracia, aún no estaba todo concluido, porque los prusianos, insolentados a causa de nuestra retirada, se preparaban para atacarnos en Kaya: recibían grandes masas de refuerzos, y al ver esto, pensaba yo que, para ser tan gran general, el emperador había tenido una malísima idea al marchar sobre Leipzig, dejándonos sorprender por un ejército de más de cien mil hombres.
Según estábamos rehaciendo nuestra formación detrás de la división Brenier, diez y ocho mil soldados veteranos de la guardia prusiana subían la pendiente a paso de carga, y en señal de victoria llevaban clavados en las bayonetas los chacos de nuestros muertos. Al mismo tiempo, el combate se extendía por la izquierda, entre Klein-Gorschen y Starsiedel. La masa de caballería rusa que habíamos visto brillar al sol por la mañana, detrás del Gruna-Bach, trataba de envolvernos; pero el sexto cuerpo había llegado a cubrirnos, y los regimientos de marina resistían, firmes como postes. Toda la llanura era una nube, en la que brillaban los cascos, las corazas y las lanzas a millares.
Seguíamos retrocediendo, cuando de pronto pasó ante nosotros, como un torbellino, el mariscal Ney, que llegaba a galope tendido, con su Estado Mayor. Jamás he visto rostro como aquél; sus ojos chispeaban; sus mejillas temblaban de cólera. En un segundo recorrió la línea en toda su profundidad, y se encontró en el frente de nuestras columnas. Todo el mundo le seguía como arrastrado por una fuerza extraordinaria; lejos de retroceder, avanzábamos al encuentro de los prusianos, y a los diez minutos el fuego se había generalizado. Pero el enemigo resistía con firmeza; no quería abandonar una victoria de la que ya se creía dueño, tanto más cuanto que recibía refuerzos continuamente, y nosotros estábamos agotados por cinco horas de combate.
Nuestro batallón estaba ahora en segunda línea; las balas pasaban por encima; pero un ruido mucho peor, que me irritaba los nervios, era el tintineo de la metralla en las bayonetas; silbaba con una especie de música terrible, que se oía desde muy lejos.
En medio de los gritos, de las voces de mando y de la fusilería, empezábamos a descender de la colina, salvando montones de muertos. Nuestras primeras divisiones entraban en Klein-Gorschen, donde se batían cuerpo a cuerpo; en la calle principal del pueblo no se veía más que culatas de fusil levantadas, y generales a caballo, espada en mano, como simples soldados.
Aquello duró unos minutos, y en las filas nos decíamos: «¡Esto va bien, va bien! ¡Avanzamos!» Pero a los prusianos les llegaron nuevas tropas, y nos vimos obligados a retroceder por segunda vez, y, desgraciadamente, tan de prisa, que muchos de los nuestros no pararon hasta Kaya. Este pueblo estaba en alto y era el último delante del camino de Lutzen. Consistía en una larga hilera de casas separadas unas de otras por jardincillos, cuadras y colmenares. Si el enemigo forzaba la posición, el ejército quedaba cortado en dos. Según iba corriendo, recordaba las palabras del señor Gulden: «¡Si, por desgracia, los aliados nos derrotan, vendrán a vengarse en nuestra casa de todo lo que les hemos hecho en diez años!» Yo daba la batalla por perdida, porque el mismo mariscal Ney, en medio de un cuadro, reculaba, y los soldados, para zafarse del peligro, se llevaban a los oficiales heridos, poniéndolos sobre los fusiles en parihuelas. En fin, aquello tomaba mal aspecto.
Entré en Kaya por el lado derecho de la aldea, saltando los setos y empalizadas que se ponen para separar los jardines.
Iba a dar la vuelta a la esquina de un cobertizo, cuando, al levantar la cabeza, vi una cincuentena de oficiales a caballo, parados en lo alto de una colina frontera; más lejos, detrás de ellos, masas de artillería acudían a galope tendido por el camino de Leipzig. El grupo me llamó la atención, y reconocí al emperador, que estaba un poco delante de los demás, sentado, como en un sillón, en su caballo blanco. Le veía muy bien sobre el fondo pálido del cielo. No se movía, y miraba con su anteojo la batalla que se desenvolvía a sus pies.
Al verlo me puse tan contento, que empecé a gritar con todas mis fuerzas: «¡Viva el emperador!» Después entré en la calle principal de Kaya por un paseo que se abría entre dos casas. Llegué uno de los primeros, y aún vi a las gentes del pueblo, hombres, mujeres y niños, apresurándose a guarecerse en las cuevas.
Algunas personas a quienes he contado esto me han reprochado que corriese tanto; pero yo respondo que cuando el mariscal Ney retrocedía, José Bertha podía retroceder también.
Klipfel Zebedeo, el sargento Pinto y todos los que yo conocía de mi compañía, no habían llegado aún, y resonaba un estruendo tan espantoso, que no hay modo de formarse idea de él. Masas de humo pasaban por encima de los tejados, rodaban las tejas y caían a la calle, y las balas hundían los muros o rompían las vigas con horrible estrépito.
Al mismo tiempo, por todos lados, por las callejuelas, saltando las empalizadas y cercas de los jardines, entraban nuestros soldados, volviéndose de vez en cuando para disparar. Los había de todos los regimientos, sin chacos, destrozados, cubiertos de sangre, con gesto furioso; y ahora que pienso en ello, al cabo de tantos años, recuerdo que todos eran niños, verdaderos niños; de cada quince o veinte, ni uno solo tenía bigote; pero el valor es innato en la raza francesa.
Y como los prusianos ― guiados por oficiales viejos que gritaban: ¡Forwertz! ¡Forwertz!― llegaban como manadas de lobos, encaramándose los unos sobre los hombros de los otros, para subir más pronto, nos agrupamos veinte o treinta en la esquina de una casa de labor, frente a un jardín donde había unas colmenas y grandes cerezos floridos, que aun me parece estar viendo, y rompimos un fuego graneado sobre aquella canalla que pretendía escalar un pequeño muro a nuestros pies y entrar en el pueblo.
Yo no sé cuántos, al llegar al muro, cayeron sobre la masa asaltante; pero sin cesar aparecían otros. Las balas, a centenares, silbaban en nuestros oídos y se aplastaban contra las piedras; el enlucido se desconchaba; la paja colgaba de las vigas; el portón de la izquierda estaba acribillado; y nosotros, guarecidos detrás de la casa, cargábamos el fusil y salíamos velozmente para tirar sobre el montón; la operación duraba el tiempo justo de apuntar y apretar el gatillo, y, a pesar de eso, cinco o seis de los nuestros habían caído ya de bruces junto al pajar; pero era tal nuestra furia que no parábamos la atención en ello. Cuando salía por décima vez se me cayó el fusil de la mano, en el momento de echármelo a la cara; me bajé para recogerlo y me caí encima: tenía un balazo en el hombro izquierdo; la sangre me corría por el pecho como agua tibia. Traté de levantarme; pero todo lo que conseguí fue sentarme, apoyado contra el muro. Entonces la sangre me corrió hasta los muslos, y al pensar que iba a morirme en aquel lugar me quedé yerto.
Los compañeros continuaban tirando por encima de mi cabeza y los prusianos respondían.
Temeroso de que otra bala me rematase, me aferré de tal modo con la mano derecha a la esquina de la casa, para retirarme de allí, que caí en un pequeño foso, por donde iba el agua desde la calle al jardín. El brazo izquierdo me pesaba como si fuese de plomo; me daba vueltas la cabeza; seguía oyendo la fusilería, pero como en sueños. No sé cuánto tiempo duró aquello.
Cuando abrí los ojos anochecía; los prusianos desfilaban a la carrera por la callejuela. Llenaban ya el pueblo, y en el jardín de enfrente había un general viejo, descubierta la cabeza, de cabellos blancos, montado en un caballo castaño de gran alzada. Gritaba con voz aguda que trajesen cañones, y los oficiales salían a escape llevando órdenes. Cerca de él, subido en un muro bajo, contra el que se amontonaban los muertos, uno de sus cirujanos le vendaba un brazo. Detrás permanecía a caballo un oficial ruso muy delgado: un joven tocado con un sombrero de plumas verdes, que le caían formando un ramo. De una ojeada vi al general viejo: de narices largas, frente ancha y aplastada, ojos vivos y gesto de audacia; y a los otros en torno suyo con el cirujano, un hombrecillo calvo, de lentes; y en el fondo del valle, a quinientos o seiscientos pasos, entre dos casas, a nuestros soldados, que rehacían su formación.
Todo esto lo tengo tan presente como si lo estuviera viendo.
Ya no tiraban; pero entre Klein-Gorschen y Kaya se elevaban gritos horribles... Oíase un rodar pesado, relinchos, juramentos y latigazos. Sin saber por qué, me arrastré fuera del foso y me coloqué arrimado a la pared, y casi en seguida, dos piezas de diez y seis, tirada cada una por seis caballos, doblaron la esquina de la primera casa del pueblo. Los artilleros, a caballo, fustigaban con todas sus fuerzas, y las ruedas se hundían en los montones de muertos y de heridos, como si fuesen montones de paja; los huesos chascaban; de ahí procedían los gritos que había oído; los cabellos se me erizaron.
―¡Aquí!... ― gritó el viejo en alemán ―. Apuntad allá, entre aquellas dos casas, cerca de la fuente.
Las dos piezas quedaron emplazadas al instante; los carros de pólvora y metralla llegaron al galope. El viejo se acercó para ver, con el brazo izquierdo en cabestrillo, y al subir la callejuela oí que le decía en alemán al oficial ruso, con tono breve:
―Diga al emperador Alejandro que estoy en Kaya... La batalla está ganada si me envían refuerzos. ¡Que no deliberen, que obren! Es de esperar un ataque furioso. Napoleón llega, lo conozco... Dentro de media hoja le tendremos encima con su guardia. Cueste lo que cueste, le resistiré; pero, en nombre de Dios, que no pierdan minuto, y la victoria es nuestra.
El joven salió al galope en dirección de Klein-Gorschen, y en el mismo momento oí decir a mi lado: «Ese viejo es Blücher. ¡Ah! Miserable, ¡si tuviese aquí el fusil!»
Volví la cabeza, y vi un sargento viejo, seco, de mejillas rugosas, que se sostenía sentado contra la puerta de la casa, apoyadas ambas manos en el suelo, a modo de muletas, porque tenía atravesados los riñones; sus ojos amarillos miraban torvamente al general prusiano; su nariz ganchuda, ya pálida, se encorvaba como un pico sobre sus poblados bigotes; su aspecto era terrible, fiero.
―Si tuviese el fusil ― repitió ―, ya verías si la batalla está ganada.
Éramos los únicos supervivientes en aquel lugar, atestado de muertos.
Al pensar que tal vez me enterrarían al día siguiente con todos aquéllos en el jardín de enfrente, y que no vería más a Catalina, se me arrasaron los ojos en lágrimas, y no pude por menos de decir:
―¡Ahora todo se ha acabado!
El sargento entonces me miró de través, y viéndome tan joven, me preguntó:
―¿Qué tienes, recluta?
―Un balazo en el hombro, mi sargento.
―En el hombro es mejor que en los riñones; puede uno curarse.
Y después de considerarme de nuevo, añadió, con voz menos ruda:
―No temas nada; ya volverás a tu tierra.
Pensé que tenía lástima de mi juventud y que intentaba consolarme; pero yo sentía tal dolor en el pecho, que me quitaba toda esperanza.
El sargento no dijo nada más; tan sólo de vez en cuando hacía un esfuerzo para levantar la cabeza y ver si llegaban nuestras columnas. Juraba entre dientes, y concluyó por dejarse deslizar, con el hombro en el ángulo de la puerta, diciendo:
―Yo ya estoy despachado; pero el canalla me las ha pagado.
Miraba a la acera de enfrente, donde estaba tendido boca arriba un granadero prusiano, con la bayoneta clavada todavía en el vientre.
Podían ser entonces las seis de la tarde; el enemigo ocupaba todas las casas, los jardines, los huertos, la calle y las callejuelas. Sentía mucho frío y estaba como embotado, apoyada la frente en las rodillas, cuando el tronar del cañón me despertó de nuevo. Las dos piezas del jardín, y otras varias detrás, emplazadas más arriba en el pueblo, tiraban, iluminando con los fogonazos la calle, donde se apretujaban rusos y prusianos. Desde todas las ventanas hacían fuego.
Pero esto no era nada en comparación del fuego que hacían los franceses desde la colina de enfrente. Desde la hondonada subía la guardia joven, en densas columnas, al paso de carga, con los coroneles, los comandantes y los generales en medio de las bayonetas, espada en mano; era una masa gris, iluminada de segundo en segundo por los resplandores de las ochenta piezas que el emperador había mandado poner en una sola batería para apoyar el movimiento. Aquellas ochenta piezas hacían un estrépito horrible, y a pesar de la distancia, la casucha contra la que me apoyaba se estremecía hasta los cimientos. En la calle, las balas se llevaban filas enteras de prusianos y de rusos, como la guadaña siega la hierba; ahora les tocaba a ellos cerrar las filas.
Oía también, detrás de nosotros, la respuesta de la artillería enemiga, y pensaba: «¡Dios mío, Dios mío, haz que los franceses venzan, así, sus pobres heridos tendrán quien los asista, mientras que esos prusianos y rusos pensarían primero en los suyos y nos dejarían morir!»
Ya no hacía caso del sargento; no miraba más que a los artilleros prusianos, viéndoles cargar sus piezas, apuntar y tirar, y maldiciéndolos con toda mi alma; escuchaba con delicia los gritos de «¡Viva el emperador!», que empezaban a subir del valle y que se oían en los intervalos de las detonaciones de la artillería. En fin, al cabo de veinte minutos, rusos y prusianos empezaron a retirarse; repasaban en masa la callejuela donde estábamos, para ganar la vertiente; los gritos de «¡Viva el emperador!» se acercaban; los artilleros trabajaban como desesperados, cuando cayeron tres o cuatro balas, rompiendo una rueda y cubriéndolos de tierra. Una pieza cayó de lado; murieron dos artilleros y otros dos quedaron heridos. Entonces sentí que una mano me oprimía el brazo; me volví, y vi al sargento, medio muerto, que me miraba riendo con un aire feroz. El techo de nuestra barraca se hundía; el muro se desplomaba; pero no hacíamos caso; no veíamos más que la derrota de los enemigos, y no oíamos, entre aquel pavoroso estruendo, más que los gritos, cada vez más próximos, de nuestros soldados.
De pronto, el sargento, densamente pálido, dijo:
―¡Ahí está!
E inclinándose hacia adelante, apoyado en las rodillas y con una mano puesta en tierra, levantada la otra, gritó con voz tonante:
―¡Viva el emperador!
Luego cayó de bruces y no se movió más. Y yo, inclinándome también para mirar, vi a Napoleón, que subía en medio de la fusilería, con el sombrero encasquetado en su abultada cabeza, abierto el capote gris, una banda roja atravesada sobre el chaleco blanco, tranquilo, frío, como iluminado por el reflejo de las bayonetas. Todo cedía ante él; los artilleros prusianos abandonaban sus piezas y saltaban el muro del jardín, a pesar de los gritos de los oficiales, que querían retenerlos.
Estas cosas las he visto yo; quedaron impresas en mi espíritu con caracteres de fuego; pero desde aquel momento no recuerdo nada más de la batalla, porque, mecido por la esperanza de la victoria, perdí los sentidos, y quedé como un muerto en medio de aquellos muertos.
XIV
Me desperté ya de noche; reinaba profundo silencio. Algunas nubes bogaban por el cielo, y la luna miraba el pueblo abandonado, los cañones volcados y los montones de muertos, como desde el comienzo del mundo mira correr el agua, crecer la hierba y caer las hojas en otoño. Los hombres no son nada junto a las cosas eternas; los que van a morir lo comprenden mejor que nadie.
No podía moverme, y sentía vivos dolores; sólo movía el brazo derecho. Sin embargo, conseguí incorporarme, apoyado en un codo, y vi los muertos amontonados hasta el fondo de la calleja. La luna los iluminaba; estaban blancos como la nieve; unos, con la boca y los ojos muy abiertos; otros, de bruces en el suelo, la cartuchera y la mochila a la espalda y la mano crispada en el fusil. Aquel pavoroso espectáculo me hacía dar diente con diente.
Quise pedir socorro, y lancé un grito débil como el de un niño que solloza; me abatió la desesperación. Pero aquel débil gemido lanzado en el silencio despertó otros, que fueron propagándose por todo el campo; los heridos creían que les llegaba algún socorro, y los que aún podían quejarse llamaban. Los gritos duraron unos instantes; después, todo calló, y no oí más que los cansados resoplidos de un caballo, cerca de mí, detrás del vallado. Pugnaba por levantarse, y yo le veía de vez en cuando erguir el cuello larguirucho para dejarse caer de nuevo.
Con el esfuerzo que acababa de hacer se me abrió otra vez la herida, y sentí que la sangre me corría de nuevo por el brazo. Entonces cerré los ojos para dejarme morir, y las cosas lejanas, desde los días de la primera infancia, las cosas de la aldea, cuando mi pobre madre me tomaba en brazos y me cantaba para dormirme, la habitación tan pequeña y la alcoba tan vieja, el perro Pommer que jugaba conmigo y me hacía rodar por el suelo, la llegada de mi padre todas las noches, de tan buen humor, con el hacha al hombro, que me levantaba en brazos para besarme, todas esas cosas se me representaban como en sueños.
Decía entre mí: «¡Ah! ¡Pobre mujer!... ¡Pobre padre! ... Si hubieseis sabido que criabais a vuestro hijo con tanto amor y tanto trabajo para que un día muriese miserablemente, solo, sin socorro, qué desolación no hubiese sido la vuestra y cuántas maldiciones hubieseis echado a los que a tal situación le han traído... ¡Ah!, si estuvieseis aquí...; si al menos pudiera pediros perdón por los disgustos que os he dado.»
Pensando en esto, las lágrimas me inundaban el rostro, se me oprimió el corazón; estuve mucho rato ahogando los sollozos. Luego me asaltó el recuerdo de Catalina, de mi tía y del señor Gulden, y aquéllo fue espantoso. Me parecía estar viéndolos con mis propios ojos: veía su asombro y sus temores al tener noticias de la gran batalla; a mi tía Gredel, que salía todos los días al camino a esperar el correo, mientras Catalina la esperaba rezando, y al señor Gulden, solo en su cuarto, que leía en el periódico que el tercer cuerpo había sufrido más que ninguno; se paseaba cabizbajo y se ponía a trabajar ya tarde, pensativo. Mi alma estaba allá con ellos; esperaba, por decirlo así, delante del correo con mi tía, volvía a la aldea entristecida y veía a Catalina en su aflicción.
Después, una mañana, el cartero Roedig, con su blusa y su cartapacio de cuero, llegaba a Cuatro Vientos, abría la puerta de la sala y entregaba un pliego grande a mi tía, que se quedaba sobrecogida, y Catalina permanecía de pie tras ella, pálida como una muerta; era mi acta de defunción que acababa de llegar. Oía los desgarradores sollozos de Catalina tirada en el suelo, y las maldiciones de mi tía, que, con los cabellos grises en desorden, gritaba que ya no había justicia, y que más les valiera a las gentes honradas no haber nacido, puesto que Dios las abandona. El bueno del señor Gulden llegaba para consolarlas, pero al entrar rompía en sollozos, y todos lloraban con indecible desconsuelo, gritando:
―¡Oh! ¡Pobre José! ¡Pobre José!
Esto me destrozaba el corazón.
Entonces pensé también que treinta o cuarenta mil familias en Francia, en Rusia, en Alemania, iban a recibir la misma noticia, y aún más terrible, puesto que gran número de los infelices tendidos en el campo de batalla tenían padre y madre; y me representaba esto como una abominación, como un gran clamor del género humano que se elevaba hasta el cielo.
Me acordé de aquellas pobres mujeres que rezaban en la iglesia de Falsburgo cuando la retirada de Rusia, y comprendí lo que pasaba por su alma. Pensé que Catalina no tardaría en ir allá, y que año tras año rezaría, acordándose de mí. Sí, creía esto, porque nos queríamos desde la infancia y nunca me habría de olvidar. Estaba tan enternecido que mis lágrimas no se agotaban; servíanme, sin embargo, de consuelo la confianza en ella y la seguridad de que conservaría su amor hasta la vejez, que me tendría presente siempre y que no se casaría con otro.
El rocío de la mañana empezó a caer. Su ruido monótono en los tejados, en el jardín y en la calleja, llenaba el silencio. Pensé en Dios, que desde el comienzo de los tiempos hace las mismas cosas y cuyo poder no tiene límites; que perdona las culpas, porque es bueno, y esperaba que me perdonaría, en mérito de mis padecimientos.
Como el rocío era muy fuerte, acabó por llenar el arroyuelo. De vez en cuando oíase caer un muro en el pueblo, hundirse un techo; los animales espantados por la batalla recobraban confianza y salían de sus escondrijos al rayar el día; una cabra balaba en el establo vecino; un perro de ganado, muy grande, pasó mirando los muertos; el caballo, al verlo, dio un resoplido terrible, tomándolo quizás por un lobo, y el perro se escapó.
Todos estos detalles acuden a mi memoria porque en el momento de morir se ve todo, se oye todo; parece como si uno se dijera: «Mira..., escucha..., porque ya pronto no oirás ni verás nada de este mundo.»
Pero lo que se grabó con fuerza extraordinaria en mi espíritu, lo que no olvidaré jamás, aunque viva cien años, fue la impresión que sentí cuando me pareció oír a lo lejos rumor de palabras. ¡Oh! Cómo agucé los sentidos, cómo escuché... y cómo me incorporé sobre el codo para gritar: «¡Socorro!» Aún era de noche, pero ya el cielo palidecía un poco; a lo lejos, a través de los hilos de lluvia, una luz se movía por el campo, iba de un lado para otro, deteniéndose aquí y allá, y yo veía entonces algunos bultos negros inclinarse alrededor. No eran más que sombras confusas, pero otros las veían como yo, porque de todas partes se alzaban gemidos, lamentos tan débiles como los del niño que llama a su madre.
¡Dios mío! ¿Qué es la vida y qué contiene para que la tengamos en tanta estima? ¿Por qué lo que más tememos perder en el mundo es este hálito vacilante que tanto nos hace llorar y sufrir? ¿Qué nos espera en lo futuro, puesto que el más leve peligro de muerte nos hace temblar?
¿Quién lo sabe? Todos los hombres hablan de esto hace siglos y siglos, todos piensan en ello y nadie puede contestar.
En mi ansia de vivir, miraba yo aquella luz como un náufrago a punto de ahogarse mira la orilla. Me aferraba para verla, y mi corazón latía de esperanza. Quería gritar, pero la voz no salía de mis labios; el rumor de la lluvia en los tejados y en los árboles lo cubría todo, y no obstante, yo me decía: «¡Me oyen..., ya vienen!» Me parecía que el farol remontaba el sendero del jardín y que la luz aumentaba a cada paso; pero, luego de vagar unos momentos por el campo de batalla, entró poco a poco en una hondonada y desapareció.
Entonces perdí otra vez el conocimiento.
XV
Volví en mí, bajo un cobertizo muy grande que sostenían unas pilastras; alguien me daba de beber agua y vino, y yo lo encontraba muy agradable. Al abrir los ojos vi a un soldado viejo, de bigote cano, que con una mano me sostenía la cabeza y con la otra me acercaba a los labios un vaso.
―¡Hola! ― me dijo alegremente ―. ¿Estamos mejor?
No pude por menos de sonreír al darme cuenta de que aún vivía. Tenía el pecho y el hombro izquierdo fuertemente sujeto por el vendaje; sentía el escozor de una quemadura, pero me daba igual: ¡vivía!
Empecé por contemplar las recias vigas que sostenían la techumbre y las tejas, acribilladas de agujeros por donde se metía e] sol; luego, al cabo de unos momentos, volví la cabeza y reconocí que estaba en uno de esos vastos cobertizos en que los cerveceros del país cobijan toneles y carros. Todo alrededor, tendidos en colchones y en montones de paja, estaban colocados muchos heridos, y hacia el centro, un cirujano mayor y dos ayudantes, remangadas las mangas de la camisa, le cortaban una pierna a un herido colocado en una gran mesa de cocina; el paciente gemía. Detrás de ellos veíase un montón de brazos y piernas; fácil es de adivinar los pensamientos que pasaron por mi cabeza.
Cinco o seis soldados de infantería daban de beber a los heridos; llevaban unos cántaros y vasos.
Pero lo que más me impresionó fue ver al cirujano en mangas de camisa que cortaba sin hacer caso de nada; tenía la nariz grande, las mejillas hundidas, y a cada momento se enfadaba con sus ayudantes, que no le daban con bastante prontitud los cuchillos, las pinzas, las hilas, las vendas, o que no quitaban en seguida la sangre con la esponja. Sin embargo, aquello no iba mal, porque en menos de un cuarto de hora había cortado dos piernas.
Fuera, arrimado a las pilastras, había un carromato lleno de paja.
Acababan de colocar en la mesa a un carabinero ruso, de seis pies de alto lo menos, con un balazo en el pescuezo, cerca de la oreja, y el cirujano pedía el bisturí para operarle, cuando pasó por delante del cobertizo otro médico, de caballería, rechoncho y picado de viruelas. Llevaba una cartera debajo del brazo, y se detuvo junto al carro.
―¡Eh! ¡Forel! ― exclamó con tono de buen humor.
―¡Calle! ¡Es Duchéne! ― respondió nuestro médico volviéndose ―. ¿Cuántos heridos?
―Diez y siete o diez y ocho mil.
―¡Diablo! ¿Y cómo vamos hoy?
―Bien; voy a ver si encuentro la cantina.
Nuestro médico salió del cobertizo para estrechar la mano de su compañero; se pusieron a hablar tranquilamente, mientras los ayudantes bebían un trago de vino, y el ruso miraba a todas partes con desesperación.
―No hay más que bajar la calle, Duchéne... Allí, frente a aquel pozo; ¿lo ve usted?
―Perfectamente.
―Pues enfrente está la cantina.
―Muy bien; gracias. Me voy.
El otro se fue, y el nuestro le gritó:
―¡Buen apetito, Duchéne!
Luego volvió junto al ruso, que le esperaba, y comenzó por abrirle el cuello desde la nuca al hombro. Trabajaba con aire de mal humor, diciendo a los ayudantes:
― ¡Vamos, señores, vamos!
E1 ruso lanzaba los suspiros que es fácil imaginar; pero el médico no hacía caso, y, por último, tiró una bala al suelo, le vendó y dijo:
―¡Retírenle!
Quitaron al ruso de la mesa; los soldados le pusieron sobre un jergón, en fila con los demás, y trajeron al vecino.
Yo no hubiese creído nunca que en el mundo pasasen tales cosas; pero aún vi otras cuyo recuerdo me durará toda la vida.
Cinco o seis jergones más allá del mío estaba sentado un cabo ya viejo, con una pierna vendada; guiñando un ojo le decía a su vecino, a quien acababan de cortarle un brazo:
―Recluta, mira ese montón; apuesto a que no reconoces el brazo.
El otro, densamente pálido, pero que había soportado la operación con gran valor, miró, y casi en el. acto perdió el conocimiento.
Entonces el cabo se echó a reír y dijo:
―Por fin lo ha reconocido... Es el que está debajo, que tiene una florecita azul. Eso produce siempre el mismo efecto.
Su descubrimiento le producía gran admiración, pero nadie le veía la gracia. A cada momento los heridos gritaban:
―¡Agua!
Cuando empezaba uno seguían todos. El soldado viejo me había cobrado sin duda cierta simpatía, porque siempre que pasaba me daba de beber.
No estuve en el cobertizo más de una hora; otros carros llegaron y fueron colocándose detrás del primero; unos aldeanos, vestidos de pana y sombrero ancho, con el látigo al hombro, tenían los caballos por la brida, en espera del momento de marchar. No tardó en llegar un piquete de húsares; el sargento se apeó, y entrando en el cobertizo, dijo:
―Dispénseme, mayor. Traigo orden de escoltar doce carros de heridos hasta Lutzen. ¿Es aquí dónde se carga?
―Sí; aquí es ― respondió el médico.
Y en seguida se pusieron a cargar la primera fila.
Los aldeanos y el personal de la ambulancia, antes de transportarnos al carro, nos hacían beber un buen trago.
En cuanto un carro se llenaba, avanzaba un poco y traían otro. A mí me pusieron en el tercero, sentado en la paja, en primera fila, junto a un quinto del 27° que había perdido la mano derecha; detrás iba otro a quien le faltaba una pierna, otro con la cabeza abierta, otro con una mandíbula rota, y así los demás. Nos devolvieron los capotes, y teníamos tanto frío, a pesar del sol, que no se nos veía fuera del cuello más que la nariz, la gorra de cuartel o los vendajes. Nadie hablaba; todos teníamos bastante en qué pensar. Yo sentía unas veces un frío terrible, y otras, de pronto, unas bocanadas de calor que me abrasaban hasta los ojos; era el comienzo de la fiebre. Pero aún al salir de Kaya todo iba bien; veía las cosas con claridad; sólo al llegar cerca de Leipzig empecé a sentirme muy mal.
En fin, nos colocamos de esta manera: los que podían sentarse, sentados en los primeros carros; los otros, tendidos en los últimos, y partimos. Los húsares cabalgaban junto a nosotros, hablaban de la batalla, fumaban y reían sin mirarnos.
Al atravesar Kaya percibí todos los horrores de la guerra. El pueblo no era más que un montón de escombros. Los techos se habían hundido; sólo quedaba en pie, de trecho en trecho, algún caballete; las vigas y tablas estaban rotas; veíanse las reducidas viviendas, con sus alcobas, sus puertas y sus escaleras .Los infelices habitantes, mujeres, niños y ancianos, iban y venían por el interior desolados; subían y bajaban como en jaulas puestas al aire libre.
Algunas veces, en los pisos altos, la chimenea de un cuartito pequeño, el espejillo y las ramas de boj, mostraban que allí vivía una muchacha en tiempo de paz.
¡Ah! ¡Quién podía pensar entonces que llegaría un día en que toda esa felicidad fuese destruida, no por la furia de los elementos o la cólera del cielo, sino; por la rabia de los hombres, mucho más terrible!
Hasta los pobres animales parecían abandonados: en medio de aquellas ruinas. Las palomas buscaban el palomar; las vacas y las cabras el establo; iban por las callejas desorientados, mugiendo y balando tristemente. Las gallinas se encaramaban a los árboles, y en todas, en todas partes veíanse las señales de las balas.
En la última casa, un anciano, con todo el pelo blanco, tenía entre las rodillas a un niño; nos miró pasar sombrío y taciturno. ¿Nos veía? No lo sé; pero su frente surcada por grandes arrugas y sus ojos extraviados denotaban una gran desesperación. ¡Cuántos años de trabajo, de economía y de sufrimientos había necesitado para asegurarse el descanso en la vejez! Ahora, todo estaba destruido; el niño y él no tenían techo dónde guarecerse.
También vi desde lo alto de la colina de Kaya aquellas grandes fosas de media legua de largo, en las que trabajaban afanosas las gentes del país para impedir que la peste acabase la destrucción del género humano; aparté la mirada con horror. Sí, he visto aquellas inmensas zanjas en las que se en tierra juntos a todos los muertos: rusos, franceses, prusianos, como Dios los había hecho para amarse antes de la invención de los uniformes y de los plumeros que los dividen en provecho de quienes los gobiernan. Allí están abrazados; y si, como es de esperar, algo sobrevive en ellos, se amarán y se perdonarán, maldiciendo el crimen que, desde hace tantos siglos, les impide ser hermanos antes de la muerte.
Pero lo más triste de todo era la larga fila de carros donde se llevaban a los pobres heridos, esos infelices de quienes no se habla en los partes como no sea para disminuir su número, y que perecen en los hospitales como moscas, lejos de los suyos, mientras se hacen salvas y se canta el Te Deum en señal de regocijo por haber quitado la vida a miles de hombres. Cuando llegamos a Lutzen estaba la ciudad tan llena de heridos, que nuestro convoy recibió orden de ir a Leipzig. No se veía en las calles más que infelices moribundos, tendidos a lo largo de los muros de las casas, sobre paja. Tardamos más de una hora en llegar delante de una iglesia, donde descargaron a quince o veinte de los nuestros, que ya no podían soportar el viaje.
La escolta, luego de refrigerarse en una cantina que plaza, montó de nuevo, y proseguimos la marcha a Leipzig.
Entonces ya no oía ni veía nada; la cabeza me daba, vueltas, me zumbaban los oídos; los árboles se me figuraban hombres; tenía una sed abrasadora.
Mucho tiempo antes, otros heridos, en sus carros, habían empezado a gritar, a delirar, a llamar a su madre, a incorporarse y a arrojarse al camino. No sé si hice yo otro tanto; pero me desperté como de una pesadilla en el momento en que dos hombres, cogiéndome cada uno por una pierna y sosteniéndome por la espalda, me llevaban a través de una plaza obscura. En el cielo hormigueaban las estrellas, y en la fachada de un gran edificio, cuya masa negra se destacaba en medio de la noche, brillaban innumerables luces: era el hospital de Hall, arrabal de Leipzig.
Los dos hombres subieron la escalera y entraron en una inmensa sala, en lo alto del edificio, en la que había tres filas de camas, que casi se tocaban, y me acostaron en una de ellas. No es posible imaginar los gritos, los quejidos y juramentos que allí se oían; todos aquellos centenares de heridos tenían fiebre. Las ventanas estaban abiertas y la luz de los faroles temblaba. Los enfermeros, los médicos, los ayudantes, con el mandil arrollado a la cintura, iban y venían. El sordo zumbido de las salas de abajo, el subir y bajar de la gente, la llegada de nuevos convoyes a la plaza, los gritos de los carreteros, el restallar de los látigos, el patear de los caballos, nos hacían perder la cabeza.
Allí, por primera vez, mientras me desnudaban, sentí en el hombro un dolor tan horrible, que no pude contener los gritos. Un médico llegó casi al instante, y reprendió a los enfermeros por su falta de cuidado. Es todo lo que recuerdo de aquella noche, pues estaba como loco; llamaba en mi ayuda a Catalina, al señor Gulden, a mi tía, según me contó una tarde mi vecino, un veterano artillero de a caballo, a quien mi delirio; no le dejó dormir.
Hasta el siguiente día, a eso de las ocho, hora del primer reconocimiento, no pude ver bien la sala. Entonces supe también que tenía roto el hueso del hombro izquierdo.
Al despertar me vi rodeado de una docena de cirujanos; uno de ellos, grueso y moreno, a quien llamaban señor barón, me quitaba el vendaje; al pie de la cama, un ayudante tenía una jofaina llena de agua caliente. El mayor me examinó la herida; los otros se inclinaban para oír lo que decía. Les habló unos momentos; pero todo lo que pude entender es que la bala había llegado de abajo arriba, que había roto el hueso y salido por detrás. Vi que sabía su oficio, pues los prusianos tiraban desde abajo, por encima del muro del jardín, y la bala tuvo que subir. Me lavó la herida y volvió a colocarme el vendaje con mucha presteza; así quedé sin poder mover el hombro. Me sentía mucho mejor. Diez minutos después, un enfermero me puso una camisa sin hacerme daño, a fuerza de costumbre.
El médico se había detenido junto a la otra cama, y decía:
―¡Hola! ¡Tú aquí otra vez, veterano!
―Sí, señor barón, otra vez ― respondió el artillero, muy orgulloso de ver que le reconocían ―. La primera vez fue en Austerlitz, un metrallazo; después en Jena, y luego en Smolensk, dos lanzazos.
―Sí, sí ― respondió el médico, casi enternecido ―. ¿Y qué tienes ahora?
―Tres sablazos que me han dado en el brazo izquierdo por defender una pieza contra los prusianos.
El médico se aproximó, deshizo el vendaje, y oí que le preguntaba al artillero:
―¿Tienes la cruz?
―No, señor barón.
―¿Cómo te llamas?
―Cristian Zimmer, brigada en el segundo montado.
―Bien, bien.
Le vendó la herida, y acabó por decir al levantarse:
―Todo se arreglará.
Se volvió, hablando con los ayudantes, y pasada la visita, dio unas órdenes a los enfermeros y se fue.
El artillero veterano parecía muy contento; como al oír su apellido comprendí que era alsaciano, le hablé en nuestra lengua de suerte que aún se regocijó más. Era un mocetón de seis pies, ancho de hombros, de frente plana, nariz grande, bigote rubio rojizo, duro como una piedra y muy buen hombre. Al oír hablar alsaciano entornaba los ojos, aguzaba el oído; en esa lengua podía pedirle cuanto quisiera, y me lo hubiese dado todo, si hubiese tenido algo; pero no podía repartir más que apretones de manos, tan fuertes que hacían crujir los huesos. Me llamaba Josefel, como en nuestra tierra, y me decía:
―Josefel, guárdate de tomar los remedios que te den. No debe uno tomar nada sin saber lo que es. Lo que no huele bien es malo. Si nos dieran todos los días una botella de rikevir nos curaríamos en seguida; pero es más cómodo estropearnos el estómago con un puñado de hierbas cocidas con agua que traernos vino blanco de Alsacia.
Ante los temores que me infundían la fiebre y el espectáculo que presenciábamos, se enfadaba un poco, y mirándome con sus grandes ojos grises, decía:
―Josefel, ¿estás loco? ¿Tienes miedo? ¿Acaso hombres como nosotros pueden morir en el hospital? No; desecha esos pensamientos.
Pero, a pesar de lo que decía, todas las mañanas, al pasar la visita, los médicos encontraban siete u ocho muertos. Unos cogían una fiebre perniciosa, otros un enfriamiento, y acababan siempre por ir a la caja, que veíamos pasar a hombros de los enfermeros; de modo que no sabía uno nunca si para curarse convenía tener frío o calor. Zimmer me decía:
―Todo, Josefel, lo producen las malditas drogas que inventan los médicos. ¿Ves ese alto, flaco? Puede jactarse de haber matado más gente que una pieza de campaña; parece que siempre está cargado de metralla y con la mecha encendida. ¿Y ese pequeño, moreno? Si yo fuese el emperador le mandaría con los prusianos y los rusos; les mataría más gente que un cuerpo de ejército.
Esas bromas me habrían hecho reír si no hubiese visto pasar las angarillas.
A las tres semanas, el hueso roto empezó a unirse; las dos heridas se cerraban poco a poco, y apenas me dolía ya nada. Los sablazos que Zimmer tenía en el brazo y en el hombro iban muy bien. Todas las mañanas nos daban un buen caldo, que nos fortalecía y por la tarde un poco de carne, con medio vaso de vino, cuya sola vista nos regocijaba y nos hacía ver el porvenir de color de rosa.
Por entonces nos dieron permiso para bajar al jardín, poblado de olmos viejos, detrás del hospital. Había unos bancos debajo de los árboles, y nos paseábamos por las calles como unos rentistas, con nuestro capote gris y gorro de algodón.
El tiempo era magnífico; contemplábamos el Partha, que, bordeado de álamos, se extendía ante nuestra vista. Ese río va a desembocar en el Elster, a la izquierda, trazando grandes líneas azules. Por el mismo lado se extiende un hayedo, y por enfrente pasan tres o cuatros carreteras blancas, que atraviesan llanuras de trigo, de cebada, de avena, plantíos de lúpulo; en fin, cuanto uno puede imaginarse de más rico y agradable, sobre todo cuando el viento mueve las mieses y ondulan al sol.
El calor del mes de junio prometía un buen año. A menudo, mirando aquel hermoso país, pensaba en Falsburgo y rompía a llorar. Zimmer decía:
―Quisiera saber por qué diablos lloras, Josefel. En lugar de haber cogido una fiebre de hospital, o de haber perdido un brazo o una pierna, como a tantos les ha sucedido, estamos aquí sentados tranquilamente a la sombra; nos dan caldo, carne y vino; hasta nos permiten fumar, cuando tenemos tabaco; ¿y aún no estás contento? ¿Qué te falta?
Entonces le hablaba de mis amores con Catalina, de mis idas a Cuatro Vientos, de nuestras risueñas esperanzas, de nuestras promesas de matrimonio; en fin, de todo aquel tiempo dichoso que ya no era mas que un sueño. Me escuchaba fumando una pipa.
―Sí, sí ― respondía ―. No deja de ser triste. Antes de la quinta de 1798, yo también iba a casarme con una muchacha de mi pueblo llamada Margrédel, a quien yo quería como a la niña de mis ojos. Nos habíamos hecho mil promesas, y durante toda la campaña de Zurich no dejé ni un solo día de pensar en Margrédel. Pero cuando obtuve la primera licencia y fui al pueblo me encontré con que se había casado con un zapatero del lugar llamado Passauf. . »Ya puedes imaginarte mi cólera, Josefel; perdí el juicio, y quería echarlo todo a rodar; supe que Passauf estaba en la cervecería de El Ciervo, y allí fui derecho. Llego, y le veo sentado al extremo de una mesa, cerca de una ventana del patio, junto a la bomba. Estaba con otros tres o cuatro tunantes riendo y bebiendo. Me acerco, y se pone a gritar: «¡Calle, es Cristian! ¿Cómo va, Cristian? ¡Margrédel me ha dado memorias para ti!» y guiñó un ojo. Al oír eso, me apoderé de un jarro y se lo estampé en la cabeza, diciendo: «Llévale esto de mi parte, Passauf; es mi regalo de boda.» Naturalmente, los otros se me echaron encima; derribé a dos o tres, tirándoles jarros, y, subiéndome a una mesa, salté por la ventana a la plaza, y toqué retirada
»Pero apenas llegué a casa de mi madre, se presentaron los gendarmes y me prendieron. Atado en un carro, me llevaron de puesto en puesto hasta Estrasburgo, donde estaba mi regimiento. Estuve preso seis semanas, y tal vez me hubieran condenado a presidio si no hubiésemos pasado entonces el Rin para ir a Hohenlinden. El comandante Courtaud me dijo: «¡Agradece a que eres buen apuntador; pero si vuelves a pegar otra vez a alguien con un jarro lo pasarás mal! ¿Es ese modo de batirse, animal? ¿Para qué tenemos el sable sino para usarlo y honrarnos con él?» No tenía nada que contestar.
»Desde entonces, Josefel, perdí la afición al matrimonio. No me hables de los soldados que piensan en su mujer; es una desdicha. Fíjate en los generales que se han casado; ¿acaso se baten como antes? No; sólo tienen una idea: engrosar su caudal, y, sobre todo, aprovecharse de él viviendo cómodamente con sus duquesas y sus duquesitos al amor de la lumbre. Mi abuelo Yeri, que era guarda de campo, decía que el buen perro de caza debe estar flaco; salvo la diferencia de categoría, pienso lo mismo de los generales y de los soldados. Nosotros estamos siempre con arreglo a la ordenanza; pero nuestros generales engordan, y eso procede del buen trato que se dan.»
Así me hablaba Zimmer, con toda la sinceridad de su alma; mas no por eso estaba yo menos triste.
En cuanto pude levantarme, escribí al señor Gulden, diciéndole que estaba en el hospital de may, en uno de los arrabales de Leipzig, a causa de herida leve en un brazo; pero que no pasaran cuidado por mí, pues iba cada vez mejor. Le rogaba que enviase mi carta a Catalina y a mi tía, a fin de infundirles confianza en medio de una guerra tan terrible. Le decía también qué mi mayor ventura sería recibir noticias del pueblo y de la salud de las personas que me eran caras.
Desde entonces yo no tuve momento de reposo; todas las mañanas aguardaba la respuesta, y cuando veía al vaguemaestre repartir en la sala veinte o treinta cartas, y ninguna era para mí, el corazón se me desgarraba; me apresuraba a bajar al jardín para dar suelta a las lágrimas. En él había un rincón obscuro, donde se arrojaban los cacharros rotos; lugar sombrío, que me agradaba porque los enfermos no iban allí nunca. En tal sitio pasaba yo horas y horas, sentado en un banco carcomido, meditando. Ideas negras cruzaban por mi mente; llegaba a pensar que Catalina podía olvidarse de sus promesas, y exclamaba: «¡Ah!, ¡mejor hubiese sido morir en Kaya! Todo estaría ya acabado. ¿Por qué no me abandonaron allí? Mejor valdría eso que sufrir de este modo.»
Mi ánimo llegó a tal estado, que deseaba no curarme, cuando una mañana el vaguemaestre, entre otros nombres, pronunció el mío. Entonces alargué la mano sin poder hablar, y me entregaron un abultado pliego cuadrado, lleno de sellos innumerables. Al reconocer la letra del señor Gulden me puse pálido.
―¡Vamos ― dijo Zimmer riendo ―, todo llega! No le contesté; me vestí, y metiéndome la carta en el bolsillo, bajé, para leerla solo en el rincón del jardín, a donde iba a diario.
Al abrirla vi dos o tres florecillas de manzano, que aparté, y una libranza con unas líneas del señor Gulden. Pero lo que me emocionaba más y me hacía temblar de pies a cabeza era la letra de Catalina; miraba yo su carta con los ojos arrasados, sin poder leerla, porque mi corazón latía con una fuerza extraordinaria.
Por fin me calmé un poco, y leí despacito la carta, deteniéndome de tiempo en tiempo, para asegurarle de que no me engañaba, que era mi querida Catalina quien me escribía y que no era un sueño.
He conservado la carta, porque hasta cierto punto me devolvió la vida; hela aquí, tal como la recibí el 8 de junio de 1813.
«Mi querido José: La presente es para decirte, al empezar, que te quiero cada vez más y que no querré a nadie más que a ti.
»Sabrás también que mi mayor sentimiento es saber que estás herido en un hospital y que no puedo cuidarte. Es una pena muy grande. Desde que se fueron los quintos no hemos tenido ni una hora de tranquilidad. Mi madre se enfadaba, diciendo que yo estaba loca, porque no hacía más que llorar día y noche; pero ella lloraba tanto como yo en cuanto se quedaba sola a la lumbre por la noche, y yo la oía muy bien desde arriba; le tenía mucha rabia a Pinacle, que no se atrevía a ir al mercado, porque mi madre llevaba un martillo en la cesta.
»Pero la pena mayor fue, José, cuando se empezó a decir que se había dado una gran batalla en la que habían muerto miles y miles de hombres. Ya no vivíamos; mi madre iba todas las mañanas al correo, y yo no podía moverme de la cama. Al cabo de mucho esperar, llegó tu carta. Ahora voy mejor, porque lloro a mis anchas, bendiciendo al Señor, que ha preservado tu vida.
»¡Cuando pienso lo felices que éramos en otros tiempos, José, en que venías todos los domingos y estábamos sentados juntos, sin movernos, sin pensar en nada! ¡Ah!, no conocíamos nuestra felicidad; no sabíamos lo que podía sucedemos; pero que se cumpla la voluntad de Dios. ¡Con tal que te curen y podamos esperar estar otra vez juntos como antes!
» Mucha gente habla de paz; pero hemos tenido ya tantas adversidades y al emperador Napoleón le gusta tanto la guerra, que no se puede confiar en nada.
»Lo único que me alegra es saber que tu herida no es peligrosa y que aún me quieres. ¡Ah! José, yo te querré siempre; no puedo decirte otra cosa; eso es todo lo que hay en el fondo de mi corazón, y sé que mi madre también te quiere.
»E1 señor Gulden va a poner unas palabras. Recibe mil y mil besos. Aquí hace muy buen tiempo; tendremos buen año. El manzano grande está todo blanco de flores; voy a coger unas para enviártelas con esta carta, en cuanto el señor Gulden haya concluido. Tal vez quiera Dios que volvamos a comer juntos sus magníficas manzanas. Bésame, como yo te beso; adiós, adiós, José.»
Al leer esto, me deshacía en llanto, y como Zimmer llegó, le dije:
―Mira: siéntate, voy a leerte lo que me escribe mi novia; ya verás si es como Margrédel.
―Espera que encienda la pipa ― respondió. La encendió y dijo:
―Puedes empezar, Josefel; pero te advierto que soy perro viejo y no creo en cartitas: las mujeres son más listas que nosotros.
A pesar de eso, le leí despacio la carta de Catalina. No decía nada, y cuando concluí la tomó y la miró un rato largo con aire pensativo; después me la devolvió, diciendo:
―Esa es una buena muchacha, muy discreta, que no se casará con otro.
―¿Crees que me quiere?
―Sí; de eso puedes estar seguro; no se casará nunca con un Passauf. Antes desconfiaría yo del emperador que de una muchacha así. De buena gana le hubiese abrazado, y le dije:
―Me han mandado de casa una libranza de cien francos, que cobraré en correos. Con eso, tendremos vino blanco; procuremos ahora salir de aquí.
―Está bien pensado ― dijo, atusándose los bigotazos y guardándose la pipa en el bolsillo ―. No me gusta enmohecerme en un jardín habiendo dos tabernas fuera. Hay que pedir un permiso.
Nos levantamos muy contentos, y subíamos la escalera del hospital, cuando el vaguemaestre, que bajaba, detuvo a Zimmer, preguntándole:
―¿No es usted Cristian Zimmer, artillero del segundo montado?
―Con su permiso, vaguemaestre, soy yo.
―Pues bien, esto es para usted ― dijo, entregando un paquetito y un pliego abultado.
Zimmer se quedó estupefacto; no había recibido nunca nada de su casa ni de ninguna otra parte. Abrió el paquete, en el que venía una caja, y vio la cruz de la Legión de Honor. Se puso muy pálido, se le nublaron los ojos y tuvo que apoyarse un momento en la balaustrada; pero en seguida gritó: «¡Viva el emperador!», con voz tan terrible, que resonó en todo el edificio.
El vaguemaestre le miraba sonriendo.
―¿Está usted contento?
―¡Que si estoy contento! ¡No me faltaba más que una cosa!
―¿Cuál?
―Un permiso para dar una vuelta por la población.
―Diríjase usted al señor Tardieu, médico mayor del hospital.
Bajó riéndose, y como era hora de visita, subimos cogidos del brazo a pedir permiso al mayor, viejo canoso que acababa de oír gritar: «¡Viva el emperador!» y nos miraba con aire grave.
―¿Qué es eso? ― preguntó.
Zimmer le enseñó la cruz y dijo:
―Dispense, mayor; me encuentro a las mil maravillas.
―Lo creo ― dijo el señor Tardieu ―. ¿Quieres un permiso?
―Si tuviese usted esa bondad, para mí y mi compañero José Bertha.
El médico me había reconocido la víspera. Sacó del bolsillo una cartera y nos dio los dos permisos. Bajamos, muy ufanos los dos, Zimmer por su cruz, yo por la carta.
Abajo, en el zaguán, el portero nos gritó:
―¡Eh! ¿Adonde vais?
Zimmer le enseñó nuestros pases, y salimos, respirando con alegría el aire libre. Un centinela nos indicó el camino del correo, donde iba yo a cobrar los cien francos.
Ya más serenos, ganamos la puerta de Hall, a dos tiros de fusil, a mano izquierda, al extremo de una larga avenida de tilos. Cada arrabal está separado de las antiguas fortificaciones por una de esas avenidas, y alrededor de Leipzig corre otra avenida muy ancha, también de tilos. Los baluartes son construcciones viejas ― como las de San Hipólito del Alto Rin ―, muros decrépitos donde la hierba crece, a no ser que los alemanes los hayan reparado después de 1813.
XVI
¡Cuántas cosas íbamos a saber aquel día! En el hospital nadie se ocupa de nada; cuando uno ve llegar por las mañanas los heridos a cincuentenas y ve sacar todas las noches otros tantos muertos, el universo antojase muy chico, y uno piensa: «¡Después de mí, que se acabe el mundo!»
Pero fuera las ideas cambian. Al ver la gran calle de Hall, ciudad vieja, con sus almacenes, sus puertas cocheras obstruidas por las mercancías, sus techos antiguos saledizos, sus carretas bajas cargadas de fardos, en fin, todo el espectáculo de la vida activa de los comerciantes, quedé maravillado. Nunca había visto cosa semejante, y me decía:
―Esta es una ciudad comercial, tal como uno se la imaginaba: llena de gentes industriosas que se afanan por ganarse la vida, de comodidades y de riquezas; donde cada cual quiere engrandecerse, no en detrimento de los demás, sino trabajando, discurriendo noche y día los medios de labrar la prosperidad de su familia; lo que no es obstáculo para que todo el mundo pueda aprovecharse de sus descubrimientos e invenciones. Estas son las venturas de la paz, en medio de una guerra terrible.
Mucha lástima me daba ver a los heridos que pasaban con un brazo en cabestrillo, o renqueando, apoyados en las muletas.
Me dejé llevar, muy pensativo, por mi amigo Zimmer, que conocía los lugares por donde íbamos pasando, y me decía:
―Esta es la iglesia de San Nicolás; aquel gran edificio es la Universidad; aquel otro, el Ayuntamiento.
Se acordaba de todo lo que había visto en Leipzig en 1807, antes de la batalla de Friedland, y no dejaba de repetirme:
―Aquí estamos como en Metz, Estrasburgo o cualquier otro punto de Francia. La gente nos mira bien después de la campaña de 1806, nos agasajaron todo lo posible. Los vecinos nos llevaban por grupos de tres y de cuatro a cenar con ellos. Hasta nos daban Mies y nos llamaban los héroes de Jena. ¡Ahora verás cómo nos quieren! Dondequiera que entremos, nos recibirán como a bienhechores del país; nosotros nombramos a su elector rey de Sajonia, y le dimos también un buen pedazo de Polonia.
De pronto Zimmer se detuvo ante una puertecilla baja, exclamando:
― ¡Calla! ¡Esta es la cervecería de El Carnero de Oro! La fachada da a otra calle, pero podemos entrar por aquí. ¡Ven!
Le seguí por una especie de tubo tortuoso que nos indujo pronto al fondo de un patio viejo rodeado de altos muros de adobes, con galerías carcomidas debajo del alero y la veleta encima, como en la Cava de Curtidores, de Estrasburgo. A la derecha estaba la cervecería; veíanse los toneles con aros de hierro sobre las viguetas negruzcas, montones de lúpulo y cebada ya cocidos, y en un rincón, una rueda grande, movida por un perro, para impulsar la bomba, que mandaba la cerveza a todos los pisos.
El chocar de los vasos y de los jarros de estaño % oía en una sala de la derecha, que daba a la calle de Tilly, y debajo de las ventanas de la sala se abría una profunda cueva, donde sonaban los martillazos del tonelero. El aroma de la cerveza nueva de marzo Cenaba el aire, y Zimmer, alzando la vista, dilatado el rostro por el contento, exclamó:
―Sí; aquí era donde veníamos Ferré, Roussillon e1 gordo y yo. ¡Dios del cielo, cuánto me alegro de Volver a ver esto! Ya han pasado seis años. El pobre Roussillon se dejó los huesos en Smolensk el año pagado, y Ferré debe de estar ahora en su pueblo, porque perdió la pierna izquierda en Wagram. Ahora que pienso en ello, parece que lo estoy viendo.
Al mismo tiempo empujó la puerta, y entramos en una sala alta de techo, llena de humo. Tardé un momento en ver, a través de aquella nube gris, una larga fila de mesas rodeadas de bebedores, la mayor parte vestidos con levita corta y gorra, y los demás con uniforme sajón. Eran estudiantes, hijos de familia, que van a Leipzig a estudiar Derecho, Medicina y muchas cosas más, vaciando jarros de cerveza y llevando una vida alegre, que en su lengua llaman Fuchscommerce. A menudo se baten entre sí con espadas romas y con sólo una línea de filo, de suerte que se dan tajos en la cara, como me contó Zimmer, sin que su vida corra peligro. Eso demuestra el buen sentido de aquellos estudiantes, que saben muy bien que la vida es cosa preciosa, y que vale más tener cinco o seis costurones en el rostro, que perderla.
Zimmer se reía al contarme estas cosas; le cegaba el amor a la gloria; decía que batirse con espadas romas es lo mismo que si se cargase los cañones con patatas cocidas.
En fin, entramos en la sala, y vimos al estudiante más viejo de todos los presentes ― alto, seco, de ojos hundidos, barba rubia, que empezaba a amarillear a fuerza de bañarse en cerveza ―; le vimos en pie sobre una mesa, leyendo en alta voz un periódico que tenía desplegado en la mano derecha. En la izquierda tenía una larga pipa de porcelana.
Todos sus compañeros, de largos cabellos rubios, que les caían en rizos sobre el cuello de sus levitillas, le escuchaban con los jarros en alto. Al entrar les oímos repetir:
―¡Faterland! ¡Faterland!
Bebían con los soldados sajones, en tanto que el estudiante alto y flaco se bajaba para tomar también un jarro, y el cervecero, hombre gordo, de pelo canoso y crespo, chato, de ojos redondos y carrillos como calabazas, gritaba con voz ronca:
―¡Gesoundheit! ¡Gesoundheit!
Apenas dimos cuatro pasos en la sala, todos se callaron.
―Vamos, vamos, camaradas ―exclamó Zimmer―; no tengáis reparo; continuad leyendo, ¡qué diablo! También a nosotros nos gustará saber novedades.
Pero aquellos jóvenes no quisieron aprovecharse de nuestra invitación, y el viejo descendió de la mesa, doblando el periódico, que se metió en el bolsillo.
―Ya habíamos concluido ― dijo.
―Sí; habíamos concluido ― repitieron los demás, mirándose con expresión singular. Dos o tres soldados sajones salieron al instante, como si fueran al patio a tomar el aire, y desaparecieron.
El tabernero gordo nos preguntó:
―-¿No sabéis que la sala principal da a la calle de Tilly?
―De sobra lo sabemos; pero prefiero ésta. Aquí veníamos en otros tiempos des antiguos compañeros y yo a beber unos jarros en honor de Jena y Auerstaedt. Esta sala tiene para mí buenos recuerdos.
―¡Ah! Como queráis, como queráis ― dijo el cervecero ―. ¿Queréis cerveza de marzo?
―Sí, dos jarros y el periódico.
―Bueno.
Nos sirvió los dos jarros, y Zimmer, que no se enteraba de nada, trató de entablar conversación con los estudiantes, que se excusaban, marchándose uno tras otro. Comprendí que aquella gente nos tenía un odio tanto más terrible cuanto que no se atrevían a manifestarlo.
En el periódico, que venía de Francia, no se hablaba más que del armisticio ajustado el 6 de junio, después de dos nuevas victorias en Bautzen y Wurtsehen; supimos que habían comenzado en Praga las conferencias para la paz.
Naturalmente, aquello me alegró; esperaba que, al menos, licenciarían a los heridos. Pero Zimmer, con su costumbre de hablar a voces, hacía a toda la sala partícipe de sus reflexiones; a cada línea me interrumpía para decir:
―¿Un armisticio? ¿Acaso tenemos necesidad de armisticio? ¿No es mejor destruir por completo a los prusianos y a los rusos después de haberlos aplastado en Lutzen, Bautzen y Wurtschen? ¿Acaso nos concederían un armisticio si nos hubiesen vencido? Eso, José, viene del carácter del emperador; es demasiado bueno. Es su único defecto. Lo mismo hizo después de Austerlitz, y tuvimos luego que volver a empezar. Te digo que es demasiado bueno. ¡Ah! Si no fuese tan bueno, seríamos los amos de Europa.
Al mismo tiempo miraba a derecha e izquierda, para solicitar la opinión de los demás. Pero nos ponían cara de vinagre y nadie quería responder. Por fin, Zimmer se levantó.
―Vámonos, José ― dijo ―. Yo no entiendo de política; pero sostengo que no deberíamos conceder un armisticio a esos canallas; puesto que están caídos, debemos pasarles por encima.
Después de pagar salimos, y Zimmer me dijo: ―No sé lo que tiene hoy esa gente; hemos venido a estorbarles.
―Bien puede ser ― respondí ―; no me han parecido tan simpáticos como decías.
―No ― respondió ―. Esos jóvenes están muy por bajo de los estudiantes que conocí antaño. Aquéllos se pasaban la vida en la cervecería. Bebían veinte y aun treinta jarros al día; yo mismo, José, no podía competir con ellos. Había cinco o seis, a quienes llamaban sénior, con barba canosa y de aspecto venerable. Cantábamos juntos Fanjan-la-Tulipe y el Rey Dagoberto, que no son canciones políticas; éstos de ahora no pueden comparárseles.
Después he pensado muchas veces en lo que vimos aquel día, y estoy seguro de que aquellos estudiantes formaban parte de la Tugend-Bund.
Al entrar en el hospital, luego de comer bien y de beber sendas botellas de buen vino blanco en el parador de El Racimo, calle de Tilly, supimos que aquella misma noche iríamos, Zimmer y yo, a dormir al cuartel de Rosenthal. Era una especie de depósito de los heridos de Lutzen, cuando entraban en convalecencia. Allí se hacía la vida de guarnición; pasábamos lista mañana y tarde; lo demás del tiempo estábamos libres. Cada tres días el médico nos pasaba visita, y los que ya estaban curados recibían la hoja de ruta para incorporarse a sus regimientos. Imagínese la situación de mil doscientos o mil quinientos pobres diablos, vestidos con capotes grises con botones de plomo, tocados con los enormes chacos en forma de tiestos, y calzados con zapatos rotos por las marchas y contramarchas, pálidos, macilentos, casi sin un cuarto, en una ciudad rica como Leipzig. No hacíamos muy buen papel entre aquellos estudiantes, aquellos buenos burgueses, aquellas risueñas mujeres, que, a pesar de nuestra gloria, nos miraban como a descamisados.
Todas las cosas agradables que mi compañero me había contado hacían aquella situación aún más triste para mí.
Es verdad que en otros tiempos nos habían recibido bien; pero nuestros predecesores no se habían conducido siempre honradamente con una gente que los trataba como hermanos, y ahora nos daban con las puertas en las narices. No teníamos más recurso que contemplar desde la mañana a la noche las plazas, las iglesias y los escaparates de salchicherías, que son muy hermosos en aquel país.
Tratábamos de distraernos como podíamos; jugábamos a diversos juegos; delante del cuartel jugábamos al ratón y al gato. El juego consistía en hincar en tierra una estaquilla, a la cual van atadas dos cuerdas; el ratón tiene una y el gato otra; los dos llevan los ojos vendados; el gato va armado de un zurriago y trata de encontrar al ratón, que aguza el oído y le huye como puede. Así, toda la compañía se divierte con sus tretas.
Zimmer me decía que en otros tiempos los buenos alemanes venían en masa a presenciar el espectáculo, y que desde media legua se oían sus risotadas cuando el gato le daba al ratón un zurriagazo. Pero los tiempos habían cambiado; la gente pasaba sin volver siquiera la cabeza; querer interesarla en nuestro favor era trabajo perdido.
Durante las seis semanas que estuvimos Zimmer y yo en Rosenthal, dimos muchas veces la vuelta a la ciudad para combatir el aburrimiento. Salíamos por el arrabal de Randstatt, y llegábamos hasta Lindenau, en el camino de Lutzen. Todo se volvía puentes, lagunas e isletas frondosas. Allí, en el merendero de La Carpa, comíamos una tortilla de tocino, regada con una botella de vino blanco. Ya no nos fiaban, como después de Jena; creo, por el contrario, que el tabernero nos hubiera hecho pagar doble o triple, en honor de la patria alemana, si mi compañero no hubiese sabido el precio de los huevos, del jamón y del vino como un hijo del país.
Por la tarde, cuando el sol se pone detrás de los cañaverales del Elster y del Pleisse, volvíamos a la ciudad oyendo el melancólico croar de las ranas, que viven a millares en aquellas lagunas.
A veces hacíamos alto, y apoyando los brazos en la balaustrada de un puente, contemplábamos las vetustas fortificaciones de Leipzig, sus iglesias, sus antiguos edificios y el castillo de Plessemburgo, enrojecido por la luz del crepúsculo; la ciudad avanza en punta hacia la confluencia del Pleisse y del Partha, que se juntan a sus pies. Se extienden en forma de abanico; el barrio de Hall está en la punta, y los otros siete barrios forman las varillas del abanico. Mirábamos también los mil brazos del Elster y del Pleisse, que formaban una red entre las islas ya ensombrecidas, mientras el agua brillaba como el oro, y todo aquello nos parecía muy hermoso.
Pero si hubiésemos sabido que un día tendríamos que atravesar aquellos ríos bajo el fuego del cañón enemigo, después de perder la batalla más sangrienta y terrible, y que regimientos enteros desaparecerían en aquellas aguas que entonces alegraban nuestra vista, creo que su contemplación nos hubiera entristecido mucho.
Otras veces íbamos por la orilla del Pleisse, río arriba, hasta Mark Kléeberg. Era un paseo de más de una legua, y por todas partes la llanura estaba cubierta de mieses, que se apresuraban a recoger. La gente se encaramaba en sus grandes carros; parecía no vernos, y si preguntábamos algo, aparentaban no entendernos. Zimmer se enojaba, y yo le contenía, diciéndole que aquellos bribones no buscaban más que un pretexto para acometernos, y que además teníamos orden de tratar bien a los paisanos.
―¡Está bien! ― decía Zimmer ―. Si la guerra se acerca por aquí..., ¡que se preparen! Les hemos colmado de bienes, y ya ves cómo nos reciben.
Pero lo que aún demuestra mejor la malquerencia de aquella gente para con nosotros, es lo que nos sucedió al siguiente día de expirar el armisticio. Ese día, a eso de las once, quisimos bañarnos en el Elster; ya nos habíamos desnudado, cuando Zimmer, viendo venir un aldeano por el camino de Connewitz, le gritó:
―¡Eh, amigo!: ¿hay aquí peligro?
―No; entra sin miedo; es un buen sitio. Zimmer entró sin desconfianza, y se encontró sumergido en quince pies de agua. Nadaba bien, pero aún tenía débil el brazo izquierdo; la corriente le arrastró, sin darle tiempo de agarrarse a las ramas de los sauces, inclinadas sobre el agua. Si, por fortuna, no hubiese habido una especie de vado un poco más lejos, que le permitió hacer pie, se hubiera metido entre dos islas de fango, de donde no hubiera podido salir.
El aldeano se había parado a ver lo que pasaba. La cólera se apoderó de mí y me vestí a escape, amenazándole con el puño; pero se echó a reír y entró en el pueblo a buen paso.
Zimmer no podía contener su indignación; quería correr a Connewitz y buscar al bribón; por desgracia, era imposible. ¿Cómo encontrar a un hombre escondido entre trescientas o cuatrocientas barracas? Y aunque lo hubiéramos encontrado, ¿qué podíamos hacer?
En fin, nos bañamos en un sitio donde se hacía pie, y el frescor del agua nos calmó.
Recuerdo que al volver a Leipzig, Zimmer no hablaba más que de venganza.
―Todo el país está en contra nuestra ― decía ―; las mujeres nos vuelven la espalda, los taberneros no nos fían, los aldeanos quieren ahogarnos, como si no los hubiéramos conquistado tres o cuatro veces; todo eso viene de nuestra bondad extraordinaria; debíamos haber proclamado que los amos somos nosotros. Hemos dado a los alemanes reyes y príncipes; hemos hecho duques, condes y barones con los nombres de sus pueblos; los hemos colmado de honores, y ¡véase cómo nos pagan!
»En lugar de mandarnos respetar a la población, deberían darnos carta blanca; entonces todos esos bandidos cambiarían de cara, y nos las pondrían tan buena como en 1806. La fuerza lo es todo. Primero se hacen quintos a la fuerza; a los quintos se les convierte en soldados por fuerza, explicándoles la disciplina; con los soldados se ganan batallas por fuerza, y entonces la gente lo da todo por fuerza, levantan arcos de triunfo y le llaman a uno héroe, porque tienen miedo. Eso es todo. Pero el emperador es demasiado bueno... Si no fuese tan bueno no hubiera corrido yo hoy peligro de ahogarme; sólo con ver mi uniforme, al campesino le hubiese dado miedo decirme una mentira.
Así hablaba Zimmer; esas cosas aún no se han borrado de mi memoria; ocurrían el 12 de agosto de 1813.
Al volver a Leipzig vimos la alegría pintada en el rostro de los habitantes; no se manifestaba abiertamente; pero los vecinos, al encontrarse en la calle, se detenían y se daban la mano; las señoras se visitaban; una especie de satisfacción interior brillaba hasta en los ojos de las criadas, de los criados y de los obreros más miserables.
Zimmer me dijo:
-―Parece que los alemanes están contentos; todos tienen cara de buen humor.
―Sí ― le respondí ―; es por el buen tiempo que hace y por la recolección.
Era verdad; el tiempo estaba hermoso; pero al llegar al cuartel de Rosenthal vimos a nuestros oficiales que discutían con viveza en el zaguán. Los soldados de guardia escuchaban, y los transeúntes se acercaban para oír. Nos dijeron que se habían roto las conferencias de Praga, y que los austríacos acababan de declararnos también la guerra, lo que nos echaba encima doscientos mil hombres más.
He sabido después que éramos entonces trescientos mil hombres contra quinientos veinte mil, y que entre nuestros enemigos se encontraban dos antiguos generales franceses, Moreau y Bernadotte. Todo el mundo ha leído esto en los libros; pero nosotros lo ignorábamos aún, y estábamos seguros de vencer, puesto que nunca habíamos perdido una batalla. Por lo demás, la mala cara que nos ponían no nos preocupaba: en tiempo de guerra, burgueses y campesinos no cuentan para nada; no se les pide más que dinero y vivares, y siempre lo dan, porque a la menor resistencia les quitaríamos hasta el último cuarto.
Al siguiente día de aquella gran noticia hubo reconocimiento general, y mil doscientos heridos de Lutzen, casi curados, recibieron orden de incorporarse a sus regimientos. Se iban por compañías, con armas y bagajes, siguiendo unos el camino de Altenburg, que remonta el Elster, y otros el de Wurtzen, más a la izquierda. Zimmer se fue con ellos, porque él mismo lo pidió. Le acompañé hasta fuera de puertas, y luego nos abrazamos enternecidos. Yo me quedé, porque aún tenía el brazo demasiado débil.
Ya no quedábamos más que quinientos o seiscientos, entre ellos cierto número de maestros de esgrima, de baile y de maneras francesas; tipos de esos que forman generalmente el fondo de todos los depósitos. No tenía interés en conocerlos, y mi único consuelo era pensar en Catalina, y a veces en mis antiguos compañeros, Klipfel y Zebedeo, de quienes no había vuelto a tener noticias.
Aquella existencia era muy triste; las gentes nos miraban con malos ojos; no se atrevían a decir nada, sabiendo que el ejército francés estaba a cuatro jornadas, y Biücher y Schwartzenberg poco más lejos. A no ser por eso, nos hubieran acogotado.
Una tarde corrió el rumor de que habíamos alcanzado una gran victoria en Dresde. La consternación fue general; los vecinos no salían de sus casas. Yo iba a leer el periódico al parador de El Racimo, en la calle de Tilly; los periódicos franceses permanecían todos sobre la mesa; nadie más que yo los abría.
Pero a la semana siguiente, al comenzar septiembre, observé en las fisonomías el mismo cambio que el día en que los austríacos se declararon contra nosotros. Pensé que alguna desgracia nos había ocurrido, y era verdad, como supe más tarde, porque los periódicos de París no decían nada.
Desde fines de agosto el tiempo era lluvioso; el agua caía a cántaros. Ya no salía del cuartel. A menudo, sentado en la cama, mirando por la ventana, contemplaba el hervor del Elster bajo las chaparradas, y doblegarse los árboles de las isletas a impulsos del huracán. «Pobres soldados ― pensaba ―. ¿Por dónde andáis ahora? ¿Qué hacéis? ¡Por esos caminos a campo raso!»
Y a pesar de mi triste vida, encontrábame menos digno de lástima que ellos. Pero un día el médico Tardieu pasó visita y me dijo:
―El brazo está ya fuerte...; veamos, levántalo... ¡Bueno..., bueno!
Al día siguiente, cuando pasamos lista, me hicieron entrar en una sala donde había efectos de vestuario, mochilas, cartucheras y calzado en abundancia. Me dieron un fusil, dos paquetes de cartuchos y una hoja de ruta para el sexto ligero, en Gauernitz, junto al Elba. Era el 19 de octubre. Nos pusimos en marcha doce o quince juntos, al mando de un furriel del 27°, llamado Poitevin.
Por el camino, tan pronto uno como otro de los compañeros cambiaba de dirección para incorporarse a su regimiento; pero Poitevin, cuatro soldados de infantería y yo continuamos juntos hasta Gauernitz.
XVII
Íbamos por la carretera de Wurtzen, con el fusil en bandolera, el capote remangado, doblegada la espalda por el peso de la mochila y las orejas gachas, como puede imaginarse. Llovía; el agua escurría desde el chacó sobre la nuca; el viento sacudía los álamos, cuyas hojas amarillas revoloteaban en torno nuestro, anunciando el invierno; y así durante horas.
De tarde en tarde, encontrábamos un pueblo, con cobertizos, sus estercoleros, sus jardines rodeados de empalizadas. Las mujeres, de pie detrás de los cristales de las ventanas ―cristales pequeños, turbios―, nos miraban pasar; ladraba un perro; un hombre que partía leña a la puerta de su casa se volvía para seguirnos con los ojos, y continuábamos la marcha, llenos de barro hasta el cuello. Al salir del pueblo veíamos otra vez la carretera, que se prolongaba hasta perderse de vista; las nubes grises cernerse sobre los campos desnudos, y unos cuervos flacos que se alejaban lanzando un melancólico graznido.
Nada más triste que semejante espectáculo, sobre todo al pensar en la proximidad del invierno y en que sería preciso dormir al raso en la nieve. Ninguno decíamos nada, salvo el furriel Poitevin. Era un soldado viejo, amarillo, arrugado, hundidos los carrillos, roja la nariz y los bigotes de a vara, como todos los bebedores de aguardiente. Empleaba un lenguaje elevado, salpicado de expresiones de cuartel; y cuando la lluvia arreciaba, exclamaba, riendo de un modo particular: «¡Sí, sí, Poitevin...; así aprenderás a silbar!»
Aquel borracho viejo se había a percatado de que yo tenía unos cuartos en el bolsillo; iba siempre a mi lado diciendo:
―Joven, si la mochila te pesa, dámela. Pero yo me limitaba a darle las gracias por su bondad.
A pesar de mi fastidio de ir con un hombre que no hacía más que mirar las muestras de las tiendas cuando atravesábamos un pueblo, y que decía: «Una copita vendría muy bien con el tiempo que hace», no pude por menos de pagarle algunos tragos; de modo que no se separaba de mí.
Nos acercábamos a Wurtzen; la lluvia caía a cántaros, cuando el furriel exclamó por vigésima vez:
―Sí, sí, Poitevin... ésta es la vida. Así aprenderás a silbar.
―¿Qué diablo de refrán es ése, furriel? ― le pregunté ―. Quisiera saber cómo la lluvia puede enseñarle a silbar.
―No es un refrán, joven; es un pensamiento que se me ocurre siempre que me divierto. Al cabo de un instante dijo:
―Has de saber que en 1806, época en que hacía mis estudios en Rouen, silbé una obra teatral, con muchos otros jóvenes como yo. Unos silbábamos, pero otros aplaudían; surgió una riña, y la policía nos llevó detenidos por docenas. El emperador, al enterarse de lo sucedido, dijo; «¡Puesto que tienen tanta gana de pelea, que los incorporen a mis ejércitos! ¡Así satisfarán sus gustos!»; y, naturalmente, nos incorporaron; nadie se atrevió a protestar, ni siquiera los padres ni las madres.
―¿Entonces era usted recluta?
―No; mi padre acababa de comprarme un sustituto. Fue una broma del emperador...; una de esas bromas de las que no se olvida uno fácilmente; veinte o treinta de aquellos jóvenes han muerto de sufrimientos. Otros, en lugar de ocupar puestos honrosos en su país como médicos, jueces, abogados, se han convertido en borrachos inveterados. ¡Fue una buena broma!
Entonces se echó a reír, mirándome con el rabillo del ojo. Yo me quedé muy pensativo, y dos o tres veces, antes de llegar a Gauernitz, le pagué unas copas al pobre diablo.
A eso de las cinco de la tarde, al acercarnos a un pueblo llamado Risa, vimos a la izquierda un molino viejo, con su puente de tablas, al que se llegaba por un atajo. Echamos por él, y estábamos ya a doscientos pasos del molino, cuando oímos unos gritos muy grandes. Al mismo tiempo, dos mujeres, una vieja, otra más joven, atravesaron un jardín, arrastrando en pos de sí unos niños. Trataban de refugiarse en un bosquecillo al borde del camino, en el altozano de enfrente. Casi en seguida vimos a varios soldados nuestros salir del molino cargados con sacos, y a otros subir en hilera de una cueva con barriles pequeños, que se apresuraban a cargar en una carreta, cerca de la esclusa, y otros, en fin, sacaban del establo vacas y caballos, mientras un ciego, delante de la puerta, levantaba las manos al cielo, y cinco o seis de aquellos bribones rodeaban al molinero, muy pálido y con los ojos fuera de las órbitas.
Todo aquello: el molino, la presa, las ventanas rotas, las mujeres que huyen, los soldados con gorra de cuartel y aspecto facineroso, el ciego que los maldice y las vacas que cabecean para soltarse de sus aprehensores, mientras otros las pinchan en las ancas con la bayoneta..., todo está aquí..., ante mis ojos..., ¡me parece que lo veo!
―Estos son merodeadores ― dijo Poitevin ―. Ya no estamos lejos del ejército.
― ¡Pero eso es abominable! ― exclamé ―. ¡Son unos bandidos!
―Sí ― respondió el furriel ―; es contrario a la disciplina; si el emperador lo supiera, los fusilaría como perros.
Cruzamos el puentecillo. Acababan de horadar uno de los toneles, detrás de la carreta, y los soldados se agrupaban presurosos alrededor, con un jarro, bebiendo por turno. El espectáculo indignó al furriel, que exclamó con acento majestuoso:
―¿Con qué derecho os entregáis al pillaje?
Algunos volvieron la cabeza; y al ver que no éramos más que tres, porque los otros habían seguido por el camino sin detenerse, nos respondió uno de ellos:
―¡Vamos! No gastes bromas..., quieres tu parte..., es natural. Pero no hay que retorcerse tanto los bigotes para eso. Toma, bebe un trago.
Le ofreció el jarro, el furriel lo tomó, y, mirándome de través, bebió.
―Vamos, joven ― dijo en seguida ―; si te lo pide el cuerpo... Es muy bueno este vinillo.
―Gracias ― le respondí.
Varios de los presentes exclamaban:
―¡En marcha, en marcha! Ya es hora.
―No, no; esperad, hay que ver aún...
―Bueno, compañeros ― repuso el furriel con acento bonachón ―; hay que tener consideración...
―Sí, sí ― respondió un tambor mayor, que llevaba atravesado el sombrero y sonreía con aire burlón, entornados los ojos ―; sí, descuida, veterano; pelaremos la gallina conforme a las reglas del arte. ¡Tendremos miramientos..., tendremos miramientos!
El furriel no dijo ya nada; estaba como avergonzado por mi presencia.
―¿Qué quieres, joven? ― me dijo, alargando el paso para reunirse a nuestros compañeros ―. Así es la guerra... ¡No puede uno dejarse morir!...
Creo que se hubiera quedado en el molino, a no ser por miedo de que lo prendieran. Yo, entristecido, me decía: «¡Así son los borrachos! Pueden tener un buen impulso; pero en viendo un jarro de vino se olvidan de todo.»
En fin, a eso de las diez de la noche, descubrimos las hogueras del vivac en un altozano sombrío, a la derecha del pueblo de Gauernitz y de un palacio viejo, donde brillaban también algunas luces. Más lejos, en la llanura, temblaban otras hogueras en gran número.
La noche era clara. Las lluvias habían lavado el cielo. Al acercarnos al vivac nos gritaron:
―¿Quién vive?
―¡Francia! ― respondió el furriel.
Mi corazón latía con fuerza al pensar que a los pocos minutos iba a encontrar a mis antiguos compañeros, si aún estaban en el mundo.
Los soldados de la guardia salían ya de una especie de cobertizo, a medio tiro de fusil del pueblo, para venir a reconocernos. Llegaron junto a nosotros. El jefe del puesto, un subteniente viejo, canoso, con el brazo en cabestrillo debajo del capote, nos preguntó de dónde veníamos, adonde íbamos y si habíamos encontrado partidas de cosacos por el camino. El furriel respondió por todos. El oficial nos advirtió entonces que la división Souham había dejado los alrededores de Gauernitz aquella mañana, y nos mandó que le siguiéramos, para ver nuestras hojas de ruta; y así lo hicimos en silencio, pasando entre las hogueras del vivac, donde los soldados, cubiertos de barro seco, dormían por veintenas; ni uno se movió.
Llegamos al cobertizo. Era una ladrillera; la vasta techumbre, en forma de apagaluces, descansaba sobre unos pilares, a seis o siete pies del suelo. Detrás se amontonaban grandes provisiones de leña. Daba gusto estar allí. Habían encendido lumbre; el olor a la tierra cocida se esparcía en torno. La habitación del horno estaba atestada de soldados que dormían como bienaventurados, con la espalda apoyada en la pared; el resplandor los iluminaba bajo la sombría techumbre. Aún me parece estar viendo aquellas cosas; siento el dulce calor que me penetra en el cuerpo; veo a mis camaradas, cuyos uniformes humean a pocos pasos del horno, y que esperan gravemente a que el oficial concluya de leer las hojas de ruta a la luz rojiza de la hoguera. Un soldado viejo, seco y tostado, estaba despierto; sentado sobre las piernas cruzadas, tenía entre las rodillas una bota, que estaba arreglando con una lezna y un cabo.
El primero a quien el oficial devolvió la hoja de ruta fue a mí.
―Mañana te incorporarás a tu batallón, que está a dos leguas de aquí, cerca de Torgau.
Entonces el soldado viejo, que me miraba, posó la mano en el suelo, para mostrarme que allí había sitio, y fui a sentarme junto a él. Abrí la mochila, me mudé de calcetines y me puse unas botas nuevas que me habían entregado en Leipzig, y eso me descansó mucho.
El viejo me preguntó:
―¿Te incorporas?
―Sí, al sexto, en Torgau.
―¿Vienes. . . ?
-―Del hospital de Leipzig.
―Ya se conoce; pareces un canónigo. Te han cebado con muslos de pollo, mientras comíamos nosotros vaca rabiosa.
Miré a los durmientes; tenía razón; aquellos pobres quintos no tenían ya más que huesos y pellejo; estaban amarillos, plomizos, arrugados como veteranos; hubiérase dicho que no podían ya tenerse en pie.
Al cabo de un instante el viejo añadió:
―¿Te han herido?
―Sí, en Lutzen.
―¡Cuatro meses de hospital! ― dijo, estirando los labios ―. ¡Qué suerte! Yo llego de España. Creía encontrarme aquí con los kaiserlicks de 1807; unos borregos..., verdaderos borregos. ¡Ah!, sí, sí; son peores que las guerrillas. Esto va mal, va mal.
Hablaba para sí, en voz baja, sin hacerme caso, y tiraba del cabo como un zapatero, apretando los labios. De vez en cuando se probaba la bota, para ver si la costura le hacía daño. Finalmente, guardó la lezna en el saco, se puso la bota y se tendió de lado, apoyando la cabeza en un haz de paja.
Estaba yo tan cansado, que me costaba trabajo dormirme; sin embargo, al cabo de una hora, caí en profundo sueño.
Al día siguiente me puse de nuevo en camino con el furriel Poitevin y otros tres soldados de la división Souham. Ganamos primero el camino que bordea el Elba. El tiempo era húmedo; el viento, que barría el río, salpicaba de espuma la carretera.
Caminábamos a paso largo hacía una hora, cuando el furriel dijo: «¡Atención!»
Se había detenido, y estaba alerta, como un perro de caza que olfatea. Escuchábamos los demás sin oír nada, a causa del ruido del agua contra la orilla y del fragor del viento en las arboledas. Pero Poitevin tenía un oído más experto.
―Por allí hay tiroteo ― dijo, señalando un bosque a nuestra derecha ―. El enemigo puede estar de este lado; cuidemos de no caer en sus manos. Lo mejor será que nos metamos en el bosque y continuemos avanzando con prudencia. Veremos, al llegar a la otra orilla, lo que pasa.. . Si los prusianos o los rusos están allí, tocaremos retirada sin que nos vean; si son franceses, avanzaremos.
A todos nos pareció que el furriel tenía razón, y en el fondo de mi alma admiré la agudeza de aquel borracho. Bajamos, pues, al bosque. Poitevin delante, nosotros detrás, con el fusil preparado. íbamos despacio, deteniéndonos cada cien pasos para escuchar. Los tiros sonaban más cerca; sucedíanse uno a uno, resonando en las hondonadas. El furriel dijo:
―Son tiradores que observan a una partida de caballería, porque los otros no responden.
Así era; diez minutos después percibimos entre los árboles un batallón de infantería francesa disponiéndose a hacer el rancho en los brezos, y muy lejos, en la llanura parda, los cosacos iban en patrulla de un pueblo a otro; algunos tiradores, en la linde del bosque, disparaban contra ellos; pero estaban casi fuera de tiro.
―Vamos, ya estás en tu casa, joven ― dijo Poitevin sonriendo.
Buena vista necesitaba para leer el número del regimiento- a tal distancia. Yo, por más que miraba, no veía sino seres desgarrados y macilentos, con la nariz afilada, los ojos relucientes, las orejas despegadas del cráneo a causa del hundimiento de las mejillas. Los capotes les estaban anchísimos; parecían capas, de tanto como se les plegaban debajo de los brazos y en la espalda; del barro no digo nada: era cosa siniestra.
Aquel día iba yo a saber por qué los alemanes parecían tan contentos después de nuestra victoria de Dresde.
Nos encaminamos hacia dos tiendas pequeñas, junto a las que tres o cuatro caballos mordisqueaban la hierba mala. Vi allí al coronel Lorain, destacado en la orilla izquierda del Elba con el tercer batallón. Era un hombre alto, flaco, de bigote castaño, con cara de pocos amigos. Nos miraba venir, frunciendo las cejas, y cuando le presenté mi hoja de ruta, no me dijo más que esto:
―¡Reúnase a su compañía!
Me alejé pensando encontrar algún conocido de la cuarta; pero después de Lutzen, las compañías, los regimientos y las divisiones se habían fundido de tal suerte, que al llegar al pie de la cuesta donde acampaban los granaderos no conocí a nadie. Los soldados, al verme, me miraban de través, como diciendo:
―¿Acaso viene éste a pedir una ración de rancho? ¡Un momento! ¡Veamos antes lo que trae para la olla!
Vergüenza me daba tener que preguntar dónde estaba mi compañía, cuando una especie de veterano huesudo, de nariz larga y ganchuda como el pico de un águila, ancho de hombros, de los que pendía un capote viejo y raído, alzó la cabeza, y después de observarme, dijo con voz tranquila:
―¡Calle! ¡Eres tú, José! Yo te creía enterrado desde hace tres meses.
Entonces conocí a mi pobre Zebedeo. Parece que al verme se enterneció, porque, sin levantarse, me estrechó la mano exclamando:
― ¡Klipfel! ¡Aquí está José!
Otro soldado, sentado junto a la olla próxima, volvió la cabeza y dijo:
―¿Eres tú, José? ¿No te has muerto?
Tales fueron los cumplidos que recibí. La miseria había vuelto tan egoístas a todos aquellos hombres, que sólo les importaba su pellejo. A pesar de eso, Zebedeo conservaba su buen fondo de siempre; me dijo que me sentara cerca de su olla, lanzando a los otros una de aquellas miradas suyas que infundían respeto, y me ofreció la cuchara, que llevaba en un ojal del capote. Rehusé, dándole las gracias, porque el día antes había tenido la feliz idea de entrar en la salchichería de Risa y de poner en la mochila una docena de salchichas, con un buen pedazo de pan y un frasco de aguardiente. Abrí, pues, la mochila, saqué el cordón de salchichas y le di dos a Zebedeo, a quien casi se le saltaron las lágrimas. Tenía la intención de regalar también a los compañeros, pero Zebedeo lo adivinó, y poniéndome una mano en el brazo con gesto expresivo, dijo:
―Lo que es bueno de comer, bueno es de guardar.
Entonces se apartó del corro y comimos, bebiendo unos tragos de aguardiente; los otros no decían nada, y nos miraban de reojo. Klipfel percibió el olor del ajo, y volvió la cabeza exclamando:
― ¡Eh, José! Ven a comer con nosotros. Los compañeros son los compañeros, ¡qué diablo!
― ¡Bueno, bueno! ―respondió Zebedeo―; para mí los mejores compañeros son las salchichas; siempre llegan a tiempo.
Después me cerró, por su mano, la mochila y me dijo:
―Guarda eso, José... ¡Hace más de un mes que no comía tan bien! ¡No perderás nada; estáte tranquilo!
Media hora después tocaron llamada; los tiradores se replegaron, y el sargento Pinto, que estaba entre ellos, me reconoció:
― ¡Hola! Parece que te has salvado... Me alegro mucho... Pero llegas en momentos difíciles... ¡Mala guerra, mala guerra! ― decía moviendo la cabeza.
El coronel y los comandantes montaron a caballo, y nos pusimos en marcha. Los cosacos se alejaban. Llevábamos el fusil a discreción. Zebedeo iba junto a mí, y me contaba lo que había ocurrido después de Lutzen: primero, las grandes victorias de Bautzen y de Wurtschen, las marchas forzadas para dar alcance al enemigo que se retiraba; la alegría de ir sobre Berlín. Después, el armisticio, durante el que habían estado acantonados en los pueblos; luego, la llegada de los veteranos de la guerra de España, hombres terribles, habituados al saqueo, que enseñaban a los novatos a vivir sobre el país.
Por desgracia, al acabarse el armisticio, todo el mundo se había puesto contra nosotros; la gente nos miraba con horror; cortaban los puentes a retaguardia nuestra; advertían a los prusianos, a los rusos y a los demás de todos nuestros movimientos, y cada vez que nos ocurría una catástrofe, lejos de socorrernos, trataban de hundirnos más en el fango. Las grandes lluvias sobrevinieron para rematarnos. El día de la batalla de Dresde llovía tanto, que los dos picos del sombrero del emperador le caían sobre los hombros. Todavía, cuando se sale victorioso, esas cosas hacen reír; no falta dónde calentarse ni qué comer; lo peor de todo es cuando se lleva la peor parte, y hay que huir por el fango, con los húsares, dragones y otras gentes de la misma calaña a los lances, y no se sabe, cuando descubre uno a lo lejos una luz, si debe encaminarse a ella o perecer en el diluvio.
Zebedeo me contaba esas cosas con detalles. Me dijo que después de la victoria de Dresde el general Vandamme, que debía cortar la retirada a los austríacos, se metió por la parte de Kulm en una especie de embudo, a causa de su extraordinario ardimiento, y los que habíamos derrotado la víspera cayeron sobre él por la derecha, por la izquierda, por vanguardia y retaguardia, y le cogieron con otros muchos generales y destruyeron su cuerpo de ejército. Dos días antes, el 26 de agosto, le ocurrió cosa semejante a nuestra división, así como a los cuerpos 59, 69 y 119 en las alturas de Lowenberg. Debíamos haber aplastado a los prusianos, pero, por una falsa maniobra del mariscal Macdonald, el enemigo nos sorprendió en la cavidad de un barranco, con nuestros cañones empantanados, nuestra caballería en desorden y nuestra infantería que no podía tirar, a causa de la lluvia densísima; se habían defendido a bayonetazos; el tercer batallón, acosado por las cargas de los prusianos, había llegado a meterse en el río Kaltzbach. Allí un granadero le dio a Zebedeo dos culatazos en la frente. La corriente le arrastró cuando sostenía al capitán Arnould, y los dos hubiesen perecido si por fortuna el capitán, en la noche negra, no hubiese asido una rama de un árbol en la otra orilla y salídose del agua. Me dijo que aquella noche, a pesar de la sangre que echaba por la nariz y los oídos, anduvo hasta el pueblo de Goldberg, muerto de hambre, de cansancio y de dolores; que un ebanista se compadeció de él, y que el buen hombre le dio pan, cebollas y agua. Me contó después que al siguiente día toda la división, seguida por otros cuerpos, anduvo a campo traviesa, diseminada en grupos, cada uno por su cuenta, sin recibir órdenes, porque los generales, los mariscales y todos los oficiales montados habían huido lo más lejos posible, temerosos de que los cogieran. Me aseguró que cincuenta húsares hubieran podido prenderlos a todos, pero que, por suerte, Blücher no pudo atravesar el río desbordado, de manera que concluyeron por reunirse en Wolda, donde los tambores de los cuerpos tocaban la marcha de su respectivo regimiento en las cuatro puntas del pueblo. Por ese medio, cada soldado se arregló solo dirigiéndose en busca de su tambor.
Lo más venturoso en tal desbandada fue que, un poco más lejos, en Buntzlau, los oficiales superiores se encontraron también congregados, muy sorprendidos de tener aún batallones bajo su mando.
Tal fue el relato de mi compañero, sin hablar de la desconfianza que debíamos tener de nuestros aliados, quienes de un momento a otro no podían por menos de caer sobre nosotros. Me dijo que el mariscal Oudinot y el mariscal Ney habían sido derrotados también, el uno en Gross-Beeren, y el otro en Dennewitz. Era una cosa muy triste, porque en las retiradas los reclutas morían de agotamiento, de enfermedad y de toda suerte de miserias. Sólo los veteranos de España y de Alemania, curtidos por las intemperies, podían soportar tan grandes fatigas.
―En fin ― me dijo Zebedeo ―, todos están en contra nuestra: el país, las lluvias continuas y hasta nuestros generales, cansados de todo esto. Los unos son duques, príncipes, y les fastidia estar siempre entre barro, en lugar de sentarse en cómodos sillones; y otros, como Vandamme, tienen prisa por llegar a mariscal dando un gran golpe. Nosotros, pobres diablos, que no tenemos que ganar aquí nada, como no sea quedar estropeados para toda nuestra vida, y que somos hijos de los campesinos y de los obreros que se batieron para abolir la nobleza, hemos de perecer para que esa gente constituya otra nueva.
Entonces comprendí que los más pobres, los más infelices, no son siempre tontos de remate, y que a fuerza de sufrimientos se acaba por ver la triste verdad. Pero no dije nada, y supliqué al Señor que me diese fuerzas y ánimo para soportar las miserias que tantas torpezas e injusticias nos anunciaban de lejos. Nos encontrábamos entre tres ejércitos que pretendían reunirse para aplastarnos de un golpe: el del Norte, mandado por Bernadotte; el de Silesia, mandado por Blücher, y el de Bohemia, mandado por Schwartzenberg. Tan pronto se creía que íbamos a pasar el Elba para caer sobre los prusianos y los suecos, como que íbamos a correr contra los austríacos, del lado de las montañas, como habíamos hecho cincuenta veces en Italia y en otras partes. Pero los enemigos habían concluido por darse cuenta de ese movimiento, y cuando parecía que intentábamos acercarnos se iban más lejos. Sobre todo, desconfiaban del emperador, que no podía estar a la vez en Bohemia y en Silesia, y de ahí resultaban marchas y contramarchas incomprensibles.
Los soldados no pedían más que batirse, porque a fuerza de marchas y de dormir en el barro, a fuerza de estar a media ración y roídos por la miseria, aborrecían la vida. Todos pensaban: «Con tal que se acabe esto, sea como quiera... Es demasiado... ¡No puede durar!»
Al cabo de pocos días, yo también me encontré cansado de aquella vida; estaba tronzado y me extenuaba a ojos vistas.
Todas las noches teníamos que estar alerta, a causa de un tunante llamado Thielmann, que sublevaba a los campesinos contra nosotros; nos seguía como si fuese nuestra sombra; nos observaba de pueblo en pueblo, desde las alturas, por los caminos, en la cavidad de los valles; su ejército se componía de todos los que nos querían mal, y siempre contaba con bastante gente.
Por entonces también los bávaros, los badenses y los wurtemburgueses se declararon enemigos nuestros, de modo que toda Europa se nos echó encima.
Al fin, tuvimos el consuelo de ver que el ejército se reunía como para una gran batalla; en lugar de encontrar en las cercanías de los pueblos a los cosacos de Platow o a los partidarios de Thielmann, encontrábamos húsares, cazadores, dragones de España, artillería y pontoneros en marcha.
Llovía a torrentes; los que ya no tenían fuerzas para arrastrarse se sentaban en el barro, al pie de un árbol, y se abandonaban a su triste suerte.
El 11 de octubre vivaqueamos cerca del pueblo de Lousig; el 12, cerca de Grafenheinichen; el 13, pasábamos a Muida y veíamos desfilar por el puente la guardia veterana con La Tour-Maubourg. Decían que iba a pasar el emperador, pero partimos con la división Dombrowski y el cuerpo de ejército de Souham.
En los momentos en que cesaba la lluvia y un rayo de sol de otoño brillaba entre en las nubes, veíase todo el ejército en marcha; la caballería y la infantería avanzaban por todas partes sobre Leipzig. Al otro lado del Muida brillaban también las bayo-netas de los prusianos; pero aún no veíamos a los austríacos ni a los rusos; sin duda venían de otras partes.
El 14, nuestro batallón fue otra vez destacado para hacer un reconocimiento en el pueblo de Aaken; el enemigo lo ocupaba; nos recibió a cañonazos, y estuvimos al raso toda la noche, sin poder echar lumbre a causa de la lluvia. Al siguiente día nos fuimos de allí, para unirnos a la división, a marchas forzadas. No sé por qué decían todos:
―Se acerca la batalla, se acerca la batalla.
El sargento Pinto pretendía que olfateaba la presencia del emperador. Yo no olfateaba nada, pero veía que marchábamos sobre Leipzig, y pensaba: «¡Si se da la batalla, con tal que no recibas un golpe como en Lutzen y puedas volver a ver a Catalina.. . ! »
La noche siguiente, el tiempo se serenó un poco; miríadas de estrellas esclarecían el cielo y continuábamos marchando. Al otro día, a eso de las diez, cerca de un pueblecito cuyo nombre he olvidado, acababan de mandarnos «¡Alto!», para respirar un peco, cuando todos a un tiempo oímos un fragor muy grande. El coronel, aún a caballo, escuchaba, y el sargento Pinto dijo:
―¡Ha empezado la batalla!
Casi en el mismo momento el coronel, levantando la espada, gritó:
― ¡Adelante!
Entonces echamos a correr: las mochilas, las cartucheras, los fusiles, el barro, todo saltaba; no hacíamos caso de nada. Media hora después percibimos, como a mil pasos delante del batallón, la cola de una columna interminable: armones, cañones, infantería, caballería; detrás de nosotros, por el camino de Du-ben, venían más, y todos galopaban. Aun a campo traviesa, regimientos enteros llegaban a paso de carga.
Al final del camino veíanse los dos campanarios de San Nicolás y Santo Tomás de Leipzig, destacándose en el cielo, mientras a derecha e izquierda, por ambos lados de la ciudad, se elevaban grandes nubes de humo, iluminadas por relámpagos. El fragor aumentaba; estábamos aún a una legua de la ciudad, y teníamos que hablar a voces para oírnos; muy pálidos, nos mirábamos, como diciendo:
―¡Esto sí que es una batalla!
El sargento Pinto gritaba:
―¡Esto es más serio que lo de Eylau!
Nadie reía; ni Zebedeo, ni yo, ni ninguno; pero corríamos a más y mejor, y los oficiales repetían sin cesar:
―¡Adelante, adelante!
Véase cómo los hombres pierden la cabeza; el amor a la patria nos poseía, pero más aún el furor de batirnos.
A eso de las once descubrimos el campo de batalla, a una legua delante de Leipzig. Veíamos también las torres de la ciudad llenas de gente y los vetustos baluartes por donde tantas veces me había paseado pensando en Catalina. Frente a nosotros, a 1.200 ó 1.500 metros, estaban formados dos regimientos de lanceros rojos, y un poco a la izquierda dos o tres regimientos de cazadores a caballo, en las praderas del Partha. Entre aquellos regimientos desfilaban los convoyes procedentes de Duben. Más lejos, a lo largo de una ladera, estaban escalonadas las divisiones Ricard, Dombrowski, Souham y otras varias. Daban la espalda a la ciudad. Cañones y cajas de municiones enganchados, y los artilleros y soldados del tren, a caballo, estaban prontos a partir. En fin, completamente detrás, en lo alto de la colina, en torno de una de esas granjas viejas de techo plano y grandes cobertizos, que abundan en aquel país, brillaban los uniformes del Estado Mayor.
Era el ejército de reserva, al mando del mariscal Ney; su ala izquierda comunicaba con Marmont, apostado en el camino de Hall, y su ala derecha con el gran ejército, mandado por el emperador en persona; de suerte que nuestras tropas formaban, por decirlo así, un gran círculo en torno de Leipzig, y los enemigos, llegando por todos lados, trataban de darse la mano para formar un círculo aún mayor en torno nuestro y encerrarnos en la ciudad como en una ratonera.
Entretanto, librábanse tres batallas terribles a un mismo tiempo. Una contra los austríacos y los rusos, en Wachau; otra contra los prusianos en Mokern, en el camino de Hall, y la tercera en el camino de Lutzen, para defender el puente de Lindenau, atacado por el general Giulay.
Estas cosas las supe más tarde; pero cada cual debe contar lo que ha visto por sí mismo; de ese modo el mundo conocerá la verdad.
XVIII
El batallón empezaba a descender de la colina delante de Leipzig, para unirse a la división, cuando vimos a un oficial de Estado Mayor atravesar la pradera que había a nuestros pies y dirigirse hacia nosotros a todo galope. En dos minutos se halló a nuestro lado; el coronel Lorain corrió a su encuentro, cambiaron unas palabras y el oficial partió de nuevo. Otros oficiales, a centenares, corrían también por la llanura llevando órdenes.
― ¡Flanco derecho! ― gritó el coronel, y tomarnos la dirección de un bosque que había a retaguardia y bordeaba el camino de Duben como una media legua. Era un bosque de hayas, donde había también abedules y encinas. Llegados a la linde, nos hicieron renovar el cebo de los fusiles, y el batallón se desplegó en guerrilla por el bosque. íbamos escalonados a veinticinco pasos uno de otro, y avanzábamos ojo alerta, como puede suponerse. El sargento Pinto nos decía a cada minuto:
―¡Poneos a cubierto!
Pero no tenía necesidad de advertírnoslo tanto; todos aguzábamos el oído y nos apresurábamos a escondernos detrás de los troncos para mirar despacio antes de avanzar. ¡Qué cosas pueden verse obligadas a hacer en la vida las gentes más pacíficas!
En fin, marchábamos así desde hacía diez minutos, sin ver nada, lo que empezaba a darnos confianza, cuando sonó un tiro..., luego otro, y dos, tres, seis, por todos lados, a lo largo de nuestra línea, y en el mismo instante veo a mi compañero de la izquierda que cae, tratando de apoyarse en un árbol. Aquello me despabiló. Miro hacia el otro lado, y ¿qué es lo que veo a cincuenta o sesenta pasos? Un soldado prusiano viejo, con un chacó pequeño con carrilleras, arqueado el brazo y los bigotazos bermejos sobre la caja del fusil, que me apuntaba guiñando un ojo. Me bajé ligero como el viento; en el mismo instante oigo la detonación, y siento que algo se ha roto encima de mi cabeza; llevaba en el chacó el cepillo, el peine, un pañuelo y otros útiles; la bala del bribón lo rompió todo. Me quedé frío.
―De buena te has librado ― me gritó el sargento, echando a correr; y como no quería quedarme solo en tal lugar, le seguí a escape.
El teniente Bretonville, con el sable bajo el brazo, repetía:
―¡Adelante, adelante!
Más lejos, a la derecha, continuaba el tiroteo. De pronto llegamos al borde de una explanada, donde había cinco o seis troncos gruesos derribados, una charca poblada de hierbas altas y ni un árbol para guarecernos. A pesar de eso, algunos avanzaban resueltamente, cuando el sargento nos dijo:
―¡Alto! De seguro están los prusianos emboscados por aquí; mucho ojo.
No lo había dicho, cuando una docena de balas silbó en nuestros oídos y resonaron las detonaciones; al mismo tiempo, un pelotón de prusianos se alejaba a paso largo, escondiéndose en la espesura.
―Ya se fueron. En marcha ― dijo Pinto.
Pero el balazo del chacó me había vuelto tan cauto, que, en cierto modo, veía a través de los árboles; y como el sargento se disponía a atravesar la explanada, le contuve por un brazo, mostrándole el cañón de un fusil que sobresalía de una espesa maleza al otro lado de la charca, a cien pasos más adelante.
Los compañeros se acercaron y lo vieron también; por eso el sargento dijo en voz baja:
―Tú, Bertha, quédate aquí...; no le pierdas de vista. Nosotros vamos a rodear la posición.
En seguida se alejaron por derecha e izquierda, y yo, detrás del árbol, aguardé con el fusil preparado, como un cazador en acecho. A los dos o tres minutos, el prusiano, que ya no oía ruido, se levantó despacio; era muy joven, con bigotito rubio, de buen talle, alto, delgado. Hubiera podido dejarlo en el sitio; pero me causó tal impresión la idea de matar a mansalva a aquel hombre, que me dio miedo. De pronto me vio y dio un salto hacia un lado; descerrajé el tiro, y respiré contento al ver que corría como un gamo entre las matas.
Al mismo tiempo sonaron por derecha e izquierda cinco o seis tiros; el sargento Pinto, Zebedeo, Klipfel y los otros pasaron veloces, y cien pasos más lejos encontramos al joven prusiano caído en tierra, con la boca llena de sangre. Nos miraba espantado, alzando los brazos como para guarecerse de los bayonetazos. El sargento le dijo con aire jovial:
―Nada temas; ya tienes lo bastante.
Nadie tenía intención de rematarlo; sólo Klipfel se apoderó de una pipa que asomaba de un bolsillo del herido, diciendo:
―Hace tiempo que deseaba yo una pipa; por fin, ya la tengo.
―Fusilero Klipfel ― exclamó Pinto, verdaderamente indignado ―, ¿quieres dejar esa pipa? Despojar a los heridos está bien para los cosacos; el soldado francés es hombre de honor.
Klipfel arrojó la pipa, y al punto nos fuimos de allí sin volver la cabeza.
Llegamos a la linde del bosque, que se acababa a los tres cuartos de la altura de la colina; matorrales bastante espesos se extendían aún a doscientos pasos hasta la cima. Los prusianos que habíamos perseguido estaban allí ocultos. Se les veía levantarse aquí y allá para disparar sobre nosotros, y luego se escondían rápidamente.
Hubiéramos podido permanecer tranquilamente donde estábamos; teníamos orden de ocupar el bosque; las malezas no nos importaban; guarecidos por los árboles, poco daño podían hacernos los tiros de los prusianos. Oíamos al otro lado de la colina una batalla terrible; los cañonazos se sucedían sin interrupción, y a veces tronaban a un tiempo, como una tempestad; razón de más para quedarnos donde estábamos. Pero nuestros oficiales se reunieron, y decidieron que las malezas formaban parte del bosque, y que habíamos de rechazar a los prusianos hasta la cima. Eso fue causa de que allí perdiese la vida mucha gente.
Recibimos, pues, orden de desalojar a los tiradores enemigos, y como hacían fuego a medida que nos acercábamos y se escondían en seguida, todos salimos corriendo hacia ellos, para no darles tiempo a cargar por segunda vez. Nuestros oficiales corrían también, llenos de ardor. Creíamos que en lo alto de la colina se acabarían las malezas, y que entonces fusilaríamos a los prusianos por docenas. Pero en el momento en que llegábamos a lo alto, casi sin aliento, el veterano Pinto exclamó:
―¡Los húsares!
Alzo la cabeza, y veo surgir y crecer, detrás de aquella especie de espinazo que formaba la cresta de la colina, los colbacks de los húsares; llegaban ligeros como el viento. Apenas vi aquello, sin pararme a reflexionar, me volví y comencé el descenso, dando saltos de quince pies, a pesar del cansancio, de la mochila y de todo. Delante de mí veía al sargento Pinto, a Zebedeo y a los demás, que se apresuraban y saltaban, alargando las piernas cuanto podían. Detrás, la masa de los húsares hacía tal ruido, que ponía carne da gallina; los oficiales daban voces en alemán; los caballos resoplaban; las vainas de los sables chocaban contra las botas; el suelo temblaba.
Yo había tomado el camino más corto para llegar al bosque; ya creía estar en él cuando, muy cerca de la linde, me encuentro con una de esas zanjas que los campesinos abren para sacar arcilla. Tenía más de veinte pies de ancho y cuarenta de largo; la lluvia de aquellos días había puesto los bordes muy resbaladizos; pero como cada vez oía más cercano el resoplido de los caballos y se me ponían los pelos de punta, sin pararme en nada, tomé impulso para saltar y caigo de riñones en aquel agujero, con la cartuchera y el capote vuelto casi sobre la cabeza; otro fusilero de mi compañía estaba allí tratando de levantarse; también había querido saltar. En el mismo segundo, dos húsares, lanzados a escape, resbalaban por aquella pendiente escurridiza, a lomos de sus caballos. El primero de aquellos húsares asestó un sablazo sobre la oreja a mi compañero, jurando como un endemoniado; y al verle levantar el brazo para rematarlo, le hundí con toda mi fuerza la bayoneta en un costado. Pero al mismo tiempo el otro húsar me daba en el hombro tal sablazo, que, a no ser por la charretera, me hubiese partido en dos; iba ya a atravesarme, cuando, por suerte, un tiro, disparado desde arriba, le rompió la cabeza. Miré, y vi a uno de nuestros soldados hundido en el barro hasta media pierna. Había oído los relinchos de los caballos y los juramentos de los húsares, y se acercó al borde de la zanja para ver lo que ocurría.
―¿Qué tal, compañero? ― me dijo riendo ―. ¿He llegado a tiempo?
No tenía fuerzas para contestarle; temblaba como una hoja. Desarmó la bayoneta y me tendió el fusil para ayudarme a subir. Entonces le estreché la mano y le dije:
― ¡Me ha salvado usted! ¿Cómo se llama usted?
Me dijo que su nombre era Juan Pedro Vicente. Muchas veces he pensado después que si llegase a encontrarle otra vez me consideraría feliz siéndole útil; pero a los dos días se libró la segunda batalla de Leipzig; luego la retirada de Hanau, y no le he vuelto a ver más.
El sargento Pinto y Zebedeo llegaron un instante después.
―También esta vez hemos tenido suerte tú y yo, José; ya somos los últimos falsburgueses del batallón. .. A Klipfel le han acuchillado los húsares.
―¿Lo has visto? ― pregunté, palideciendo.
―Sí; le dieron más de veinte sablazos, y gritaba: «¡Zebedeo, Zebedeo!»
Un momento después añadió:
―Es cosa terrible oír pedir socorro a un compañero de la infancia sin poder valerle... Eran demasiados...; le rodeaban...
Esto nos entristeció, y el recuerdo de nuestra tierra nos asaltó de nuevo. Me figuré el momento en que la abuela de Klipfel recibiría la noticia, y esa idea me hizo pensar también en Catalina.
Desde la carga de los húsares hasta la noche, el batallón se mantuvo en su posición tiroteándose con los prusianos. Nosotros no les dejábamos ocupar el bosque; pero ellos nos impedían subir a la cima. Al día siguiente supimos por qué. Aquella altura domina todo el curso del Partha, y el gran cañoneo que oíamos procedía de la división Dombrowski, que atacaba el ala izquierda del ejército prusiano y trataba de socorrer al general Marmont, en Mockern; allí, veinte mil franceses, apostados al borde de un barranco, detenían a los ochenta mil hombres de Blücher; y por la parte de Wachau, ciento quince mil franceses se batían contra doscientos mil austríacos y rusos; más de mil quinientas piezas de cañón tronaban. Nuestra pobre fusilería, en la altura de Witerich, era como zumbido de abeja en una tempestad. E incluso a veces dejábamos de tirar unos y otros para escuchar.. . Me parecía aquello una cosa espantable, y, por decirlo así, sobrenatural: el aire estaba lleno de humo de pólvora; el suelo temblaba bajo nuestras plantas; los soldados viejos, como Pinto, decían que nunca habían visto nada semejante.
A eso de las seis, un oficial de Estado Mayor llegó por nuestra izquierda a traer una orden al coronel Lorain, y casi en seguida tocaron retirada. El batallón había perdido sesenta hombres por la carga de los húsares prusianos y el tiroteo.
Era noche cerrada cuando salimos del bosque y en la orilla del Partha, entre las cajas de municiones, los convoyes de toda especie, los cuerpos de ejército en retirada, los destacamentos, los carros de heridos que desfilaban por los puentes, tuvimos que aguardar más de dos horas a que nos llegase el turno. El cielo estaba obscuro; el cañoneo sonaba aún de vez en cuando; pero las tres batallas habían concluido. Decíase que habíamos derrotado a los austríacos y a los rusos en Wachau, al otro lado de Leipzig; pero los que volvían del lado de Mockern estaban sombríos; nadie gritaba «¡Viva el emperador!», como después de una victoria.
Una vez en la otra orilla, el batallón descendió el curso del Partha como media legua larga hasta la aldea de Schcenfeld; la noche era húmeda; marchábamos pesadamente, con el fusil al hombro, cerrados los ojos por el sueño e inclinada la cabeza.
Detrás de nosotros, el gran desfile de cañones, de cajas de municiones, de bagajes y de tropa que se retiraban de Mockern, prolongaba su trepidación sorda; y, en algunos momentos, los gritos de los soldados del tren y de los conductores de la artillería para abrirse paso se elevaban sobre el tumulto. Pero aquellos ruidos se debilitaban insensiblemente, y al fin llegamos a un cementerio, donde rompimos filas y pusimos los fusiles en pabellones.
Sólo entonces levanté la cabeza, y a la luz de la luna reconocí Schoenfeld. ¡Cuántas veces había ido allí a comer buenas fritangas y beber vino blanco con Zimmer, en el merendero de El Ramo de Oro, bajo el emparrado del tío Winter, cuando el sol caldeaba el aire y el verdor de las frondas brillaba en torno! ¡Pasaron aquellos tiempos!
Pusieron centinelas; algunos soldados entraron en el pueblo en busca de leña y víveres. Me senté apoyado en la pared del cementerio, y me dormí. Hacia las tres de la mañana me despertaron.
―José ― me decía Zebedeo ―, ven a calentarte; si te estás ahí vas a coger unas fiebres.
Me levanté vacilante, como un ebrio, a causa del cansancio y los padecimientos. La llovizna temblaba en el aire. Mi compañero me llevó junto a la lumbre que humeaba bajo la lluvia. Aquél fuego alegraba la vista, pero no daba calor; Zebedeo me hizo beber un sorbo de aguardiente, y sentí menos frío; miré las hogueras de vivac que brillaban al otro lado del Partha.
―Los prusianos se calientan ― me dijo Zebedeo ―. Ahora están en nuestro bosque.
―Sí ― le respondí ―; y el pobre Klipfel está allí también; ése ya no tiene frío.
Daba diente con diente. Aquellas palabras nos entristecieron. Instantes después Zebedeo me preguntó:
―¿Te acuerdas de la cinta negra que llevaba en el sombrero el día del sorteo? Gritaba: «¡Todos estamos condenados a muerte como los de Rusia!... Quiero una cinta negra... Tenemos que llevar luto.» Y su hermanito decía: «No, Jacobo, no quiero.» Lloraba, pero Klipfel se puso la cinta negra. ¡Había visto los húsares en sueños!
A medida que hablaba Zebedeo, iba yo recordando aquellas cosas, y veía al bribón de Pinacle en la plaza del Ayuntamiento, que me gritaba agitando el lazo negro sobre su cabeza: «¡En, cojo! Tú necesitas un lazo bonito..., el lazo de los gananciosos... ¡Ven!»
Aquella idea, y el frío terrible que me llegaba hasta los tuétanos, me hacían estremecer. «De ésta no escapas ― pensaba yo ―, Pinacle tenía razón; se ha concluido.» Pensaba en Catalina, en mi tía, en el señor Gulden, y maldecía a quienes me habían traído a tal estado.
A las cuatro de la mañana, cuando clareaba el día, llegaron unos carros de víveres; nos dieron raciones de pan, de vino y de aguardiente.
La lluvia había cesado. Hicimos allí el rancho; pero nada me hacía entrar en calor; allí fue donde cogí las fiebres. Tenía frío interiormente, y mi cuerpo ardía. No era yo el único del batallón que estaba así; las tres cuartas partes padecían y se extenuaban del mismo modo; desde hacía un mes, los que no podían ya andar se tiraban al suelo llorando y llamaban a su madre como niños pequeños. Aquello destrozada el corazón. El hambre, las marchas forzadas, la lluvia y la pesadumbre de saber que no verá uno más a su país ni a las personas queridas, eran las causas de la enfermedad. Por fortuna, los padres no ven a sus hijos morir al borde de los caminos; si los viesen sería demasiado terrible; muchas gentes verían que no hay misericordia ni en el tierra ni en el cielo.
A medida que iba entrando el día, descubríamos a la izquierda ― al otro lado del río y de un gran barranco lleno de sauces y de pobos ― los pueblos quemados, los montones de muertos, los armones, los cañones volcados y la tierra arrasada en cuanto alcanzaba la vista de los caminos de Hall, de Lindenthal y de Dolitzch; era peor que Lutzen. Veíamos también a los prusianos desplegarse en aquella dirección y avanzar a millares por el campo de batalla. Iban a dar la mano a los austríacos y a los rusos, y a cerrar el gran círculo en torno nuestro; nadie podía ya impedírselo, tanto menos, cuanto que Bernadotte y el general ruso Beningsen, que estaban a retaguardia, llegaban con ciento veinte mil hombres de tropas de refresco. Así, nuestro ejército, después de haber librado tres batallas en un solo día, y reducido a ciento treinta mil combatientes, iba a verse cogido en un círculo de trescientas mil bayonetas, sin contar cincuenta mil caballos y mil doscientos cañones.
El batallón salió de Schoenfeld para reunirse a la división en Kohlgarten. Por todo el camino veíamos fluir lentamente los convoyes de heridos; todos los carros del país habían sido requisados para el servicio, y en los intervalos caminaban centenares de infelices, con el brazo en cabestrillo, vendado el rostro, pálidos y abatidos, medio muertos. Todos los que aún podían arrastrarse no subían a los carros, y trataban de llegar de cualquier modo a un hospital.
Pasábamos mil trabajos para atravesar por entre aquella multitud, cuando de pronto, al acercarnos a Kohlgarten, una veintena de húsares que llegaban a galope tendido y pistola en mano hicieron apartar a todos fuera del camino. Gritaban con voz vibrante:
―¡El emperador! ¡El emperador!
Inmediatamente se formó el batallón al hilo de las cunetas, presentando armas, y unos segundos después los granaderos a caballo de la guardia, verdaderos gigantes, con sus botas altas y sus inmensos gorros de pelo, que casi les llegaban a los hombros, no dejando ver más que la nariz, los ojos y bigotes, pasaron al galope, apretando contra la cadera el puño del sable. Todos pensábamos con satisfacción: «Estos están con nosotros...; son unos hombres terribles».
Apenas desfilaron, apareció el Estado Mayor... Figuraos ciento cincuenta o doscientos generales, mariscales, oficiales superiores o de órdenes ― montados en verdaderos ciervos, y cubiertos de tantos bordados de oro, que apenas se veía el color de sus uniformes―: unos, altos, delgados, de aspecto altanero; otros, bajos, gruesos, de rostro encarnado; otros, más jóvenes, erguidos como estatuas sobre sus caballos, con ojos relucientes y narices aguileñas: ¡era una cosa magnífica y terrible!
Pero lo que más me impresionó, en medio de aquellos capitanes que desde hacía veinte años infundían pavor a Europa, fue Napoleón, con su sombrero viejo y su levitón gris; aún le veo pasar ante mis ojos, contraída la ancha barba y la cabeza metida entre los hombros. Todo el mundo gritaba: «¡Viva el emperador!», pero él no oía nada..., ni hacía más caso de nosotros que de la llovizna que temblaba en el aire..., y miraba, fruncido el ceño, extenderse el ejército prusiano a lo largo del Partha, para dar la mano a los austríacos. Tal le vi aquel día, y así se me quedó en la memoria.
El batallón se había puesto ya en marcha hacía un cuarto de hora, cuando Zebedeo me dijo:
―¿Le has visto, José?
―Sí, le he visto bien, y me acordaré mientras viva.
―Es extraño ― dijo mi compañero ―; parece que no está contento... En Wurtschen, al día siguiente de la batalla, parecía muy alegre cuando nos oía gritar ¡Viva el emperador!, y los generales tenían también cara de risa. ¡Hoy llevan todos cara de perro! Sin embargo, el capitán decía esta mañana que hemos alcanzado una victoria al otro lado de Leipzig.
Otros muchos pensaban lo mismo, en silencio; la inquietud se apoderaba de nosotros.
Encontramos el regimiento vivaqueando a dos tiros de fusil de Kohlgarten. El batallón tomó posiciones a la derecha del camino, en una colina.
En todas direcciones veíase elevarse al cielo las humaredas de las innumerables hogueras de los ejércitos. Seguía lloviznando, y los soldados, sentados en las mochilas, de cara a la lumbre mortecina, parecían muy pensativos. Los oficiales se reunían entre sí. Por todos lados se oía decir que jamás se había visto una guerra como aquélla; que era una guerra de exterminio..., que al enemigo no le importaba que le venciéramos, pues sólo se proponía matarnos gente, sabiendo que al final le quedarían cuatro o cinco veces más hombres que a nosotros y sería el amo.
Decíase también que el emperador había ganado la batalla de Wachau contra los austríacos y los rusos; pero que de nada servía eso, pues los otros no se iban, y aguardaban masas de refuerzos. Sabíamos que habíamos perdido en Mockern, a pesar de la brillante defensa de Marmont; el enemigo nos había aplastado con la superioridad numérica. No habíamos alcanzado más que una verdadera ventaja aquel día, que fue conservar nuestro punto de retirada sobre Erfurt; Giulay no había podido tomar los puentes del Elster y del Pleisse. Todo el ejército, desde el soldado raso al mariscal, pensaba que era menester retirarse lo antes posible, y que nuestra situación era mala. Por desgracia, el emperador pensaba lo contrario: ¡había que quedarse allí!
Todo el día 17 estuvimos en las posiciones sin disparar un tiro. Algunos hablaban de la llegada del general Reynier con diez y seis mil sajones; pero la defección de los bávaros nos había enseñado qué confianza podíamos tener en nuestros aliados.
Al anochecer se dijo que el ejército del Norte asomaba ya por la meseta de Breitenfeld; eran sesenta mil hombres más para el enemigo. Aún me parece oír las maldiciones que se levantaban contra Bernadotte, los gritos de indignación de los que le habían conocido de simple oficial en tiempo de la República, y decían: «¡Nos lo debe todo; le hemos hecho rey con nuestra propia sangre, y ahora viene a darnos el golpe de gracia! »
Por la noche hicimos un movimiento general de retroceso; nuestro ejército se apretó más y más en torno de Leipzig, y luego todo quedó en calma. Pero esto no aquietaba nuestras reflexiones; al contrario, cada cual pensaba para sí:
«¿Qué va a suceder mañana? ¿Acaso veré a esta misma hora la luna pasar entre las nubes como hoy la veo? ¿Brillarán aún las estrellas para mis ojos?»
Y al mirar en la noche sombría el gran círculo de fuego que nos rodeaba a una extensión de casi seis leguas, decía uno entre sí: «Ahora todo el universo está en contra nuestra, todos los pueblos piden nuestro exterminio...: ¡están hartos de nuestra gloria!»
Y pensaba uno en seguida que, a pesar de todo, tenía el honor de ser francés, y que era preciso vencer o morir.
XIX
Absorto en estos pensamientos, me sorprendió el día. Todo estaba tranquilo, y Zebedeo me dijo:
―¡Qué suerte si el enemigo no se atreviese a atacarnos!
Los oficiales hablaban entre sí de un armisticio. Pero de pronto, a eso de las nueve, nuestros exploradores volvieron a todo galope, gritando que el enemigo se ponía en movimiento en toda la línea, y casi en seguida tronó el cañón a nuestra derecha, a lo largo del Elster. Estábamos ya sobre las armas, y marchábamos a campo traviesa, del lado del Partha, para volver a Schoenfeld. Tal fue el comienzo de la batalla.
Sobre las colinas, delante del río, dos o tres divisiones, con las baterías en los intervalos y la caballería en los flancos, esperaban al enemigo; más lejos, por encima de las puntas de las bayonetas, veíamos a los prusianos, a los suecos y a los rusos, avanzar en masas profundas por todos lados; aquello no se acababa nunca.
Veinte minutos después nos poníamos en línea, entre dos colinas, y veíamos ante nosotros cinco o seis mil prusianos que atravesaban el río gritando a un tiempo: ¡Faterland! ¡Faterland! Hacían un tumulto inmenso, semejante al de las nubes de cuervos que se congregan para emigrar a los países del Norte.
En el mismo momento rompióse el fuego de fusil de una orilla a otra, y el cañón empezó a tronar. La hondonada por donde fluye el Partha se llenó de humo; los prusianos estaban ya sobre nosotros, y apenas los veíamos; era su mirar furioso, contraída . la boca, y su aspecto de fieras salvajes. Entonces lanzamos un grito inmenso de «¡Viva el emperador!», y nos precipitamos contra ellos. La refriega fue espantosa. En dos segundos, nuestras bayonetas se cruzaron a millares; avanzábamos, retrocedíamos, disparábamos a boca de jarro, nos batíamos a culatazos, las filas se mezclaban..., marchábamos sobre los que caían, tronaba el cañoneo, y el humo que se cernía sobre el agua sombría entre las colinas, el silbido de las balas, el chisporroteo de la fusilería, daban al barranco la semejanza de un horno donde los hombres se abismaban como leños para ser consumidos. A nosotros nos empujaba la desesperación, la rabia de vengarnos antes de morir; a los prusianos el orgullo de decirse: «¡Esta vez vamos a vencer a Napoleón!» Esos prusianos son los hombres más orgullosos del mundo; sus victorias de Gross-Beeren y de Katzback los habían enloquecido. ¡Pero cuántos quedaron en el río!... ¡Cuántos! Tres veces pasaron el agua y corrieron en masa contra nosotros. No teníamos más remedio que retroceder, a causa de su gran número, y entonces, ¡qué gritos daban! ¡Parecía que nos querían comer!... ¡Son muy mala casta! Sus oficiales, con la espada en alto entre las bayonetas apretadas, repetían cien veces: ¡Forwertz! ¡Forwertz! y todos avanzaban como un muro, con gran valor, no puede decirse lo contrario. Nuestros cañones los segaban, y seguían avanzando; pero en lo alto de la colina cobrábamos nuevo aliento, y los empujábamos hasta el río. Los hubiéramos exterminado si una de sus baterías, emplazada delante de Mockern, no nos hubiese cogido de flanco, impidiéndonos perseguirlos lo bastante lejos.
Aquello duró hasta las dos; la mitad de nuestros oficiales estaban fuera de combate, el comandante Gémeau herido, muerto el coronel Lorain, y a lo largo del río no se veía más que montones de muertos y heridos que se arrastraban para zafarse de la refriega; algunos, furiosos, se incorporaban aún sobre las rodillas para descargar un bayonetazo o disparar un último tiro. No se ha visto nada igual. En el río flotaban hileras de muertos, enseñando unos el rostro, otros la espalda, otros los pies. Se sucedían como balsas de madera, y ni siquiera parábamos en ello la atención; cualquiera hubiera dicho que no podía sucedemos la misma cosa de un momento a otro.
Aquella gran carnicería ocurrió a orillas del Partha, en todo el trayecto entre Schoenfeld y Grossdorf.
Los suecos y los prusianos acabaron por subir río arriba para envolvernos por un punto más alto, y masas de rusos vinieron a substituir a aquellos prusianos, nada pesarosos de ir a probar fortuna en otra parte.
Los rusos se formaron en dos columnas, descendieron a la hondonada arma al brazo, con orden admirable, y nos dieron dos asaltos con gran valor, pero sin lanzar gritos salvajes como los prusianos. Su caballería trataba de apoderarse del puente viejo que hay más arriba de Schoenfeld; el cañoneo arreciaba. En todo lo que abarcaba la vista, no se veía, a través del humo, más que enemigos que se estrechaban; cuando habíamos rechazado una columna, llegaba otra de tropas de refresco: y había que volver a empezar.
Entre dos y tres de la tarde se supo que los suecos y la caballería prusiana habían pasado el río más arriba de Grossdorf, y que venían a cogernos por retaguardia; eso les parecía mucho mejor que atacarnos de cara. En seguida, el mariscal Ney hizo un cambio de frente, dejando a retaguardia el ala derecha. Nuestra división siguió apoyada en Schoenfeld, pero las otras se retiraron del Partha para desplegarse en la llanura, y todo el ejército no formó más que una línea en torno de Leipzig.
Los rusos, detrás del camino de Mockern, preparaban el tercer ataque a eso de las tres de la tarde; nuestros oficiales tomaban nuevas medidas para resistirlos, cuando una especie de estremecimiento pasó por el ejército, de punta a punta, y todo el mundo supo en pocos minutos que los diez y seis mil sajones y la caballería wurtemburguesa ― en el centro de nuestra línea ― acababan de pasarse al enemigo, y que, aun antes de llegar a distancia, habían cometido la infamia de volver contra sus - antiguos hermanos de armas de la división Durutte los cuarenta cañones que llevaban.
Esa traición, en lugar de abatirnos, aumentó nuestro furor de tal modo, que si nos hubiesen hecho caso habríamos atravesado el río para exterminarlo todo. Esos sajones dicen que obraban en defensa de su patria; pues bien: es falso. No tenían más que habernos dejado en el camino de Duben; ¿quién se lo impedía? No tenían más que imitar a los bávaros y retirarse antes de la batalla. Podían permanecer neutrales o rehusar el servicio; pero nos hacían traición porque la suerte nos era adversa. Si hubiesen visto que íbamos a ganar, habrían seguido siendo buenos amigos nuestros, para llevarse su parte, como después de Jena y Friedland. Eso es lo que pensábamos todos; por su conducta, los sajones serían tenidos por traidores en los siglos de los siglos. No sólo abandonaron en el infortunio a sus amigos, sino que los asesinaron para ser bien recibidos por los otros. Dios es justo: sus nuevos aliados los despreciaron tanto, que se repartieron la mitad de su país, después de la batalla. Los franceses se regocijaron al ver la gratitud de los prusianos, de los austríacos y de los rusos.
Desde aquel momento, hasta la noche, ya no nos hicimos una guerra humana, sino una guerra de venganza. El número nos aplastaba, pero a los aliados iba a costarles cara la victoria.
Al anochecer, mientras dos mil cañones tronaban a un tiempo, recibimos el séptimo ataque en Schoenfeld; por un lado los rusos y por otro los prusianos, nos empujaban hacia el pueblo. Defendíamos casa por casa, calle por calle; los techos y los muros se desplomaban. Ya no se gritaba como al principio de la batalla; estábamos fríos y pálidos de rabia. Los oficiales habían cogido sendos fusiles y puéstose la cartuchera, y mordían el cartucho como los soldados. Después de las casas defendimos los jardines y el cementerio, donde había dormido la víspera; ahora había más muertos encima que debajo de tierra. Los que caían no se quejaban; los restantes se reunían detrás de un muro, de un montón de escombros, de una tumba. Cada pulgada de terreno costaba una vida. Era ya de noche cuando el mariscal Ney trajo refuerzos, no sé de dónde: lo que quedaba de la división Ricard y de la segunda de Souham. Los restos de nuestros regimientos se reunieron, y echamos a los rusos al otro lado del vetusto puente, que ya no tenía barbacana, a fuerza de haberlo ametrallado. Pusieron sobre el puente seis piezas de a doce, y hasta las siete nos cañoneamos en aquel sitio. Los restos de mi batallón y de algunos otros detrás, sostenían las piezas, y recuerdo que sus fogonazos se propagaban por debajo del puente como relámpagos, y veíamos entonces cómo los arcos sombríos engullían caballos y hombres muertos en revuelta confusión. ¡Terrible visión que duraba un segundo!
A las siete y media avanzaron por nuestra izquierda masas de caballería que hostilizaban a dos grandes cuadros, que retrocedían paso a paso; entonces nos dieron orden de retirada. No quedaban ya más que dos o tres mil hombres en Schoenfeld con las piezas. Volvimos a Kohlgarten sin ser perseguidos, y fuimos a vivaquear en torno de Rendnitz. Zebedeo vivía aún, y según íbamos caminando juntos en silencio, escuchando el cañoneo, que continuaba por el lado del Elster, a pesar de la noche, me dijo de pronto:
―¡Mentira parece que estemos aún aquí, José, cuando tantos miles de hombres han muerto a nuestro lado! ¡Ahora ya no podemos morir!
Yo no contesté.
―¡Qué batalla! ― exclamó ―. ¿Será posible que se haya batido alguien de este modo antes de nosotros? No lo creo.
Tenía razón; era una batalla de gigantes. Desde las diez de la mañana hasta las siete de la tarde, habíamos hecho cara a trescientos sesenta mil hombres, sin retroceder ni un palmo, ¡y no éramos más que ciento treinta mil! No se había visto nunca nada igual. Dios me libre de hablar mal de los alemanes; combatían por la independencia de su patria; pero encuentro que hacen mal en celebrar todos los años el aniversario de la batalla de Leipzig: eran tres contra uno; no tienen motivo para alabarse.
Al acercarnos a Rendnitz pisábamos montones de muertos; a cada paso veíamos cañones desmontados, cajas de municiones volcadas, árboles tronchados por la metralla. Aquél era el sitio donde una división de la guardia joven y los granaderos a caballo, al mando de Napoleón en persona, habían contenido a los suecos, que avanzaban a ocupar el hueco abierto por la traición de los sajones. Dos o tres barracas viejas que estaban acabando de arder a la entrada del pueblo, iluminaban la escena. Los granaderos a caballo estaban aún en Rendnitz; pero una multitud de otras tropas desbandadas iban y venían por la calle principal del pueblo. No se había hecho reparto de víveres; cada cual buscaba por su lado algo de comer y beber.
Cuando desfilábamos por delante de una gran casa despostas, vimos detrás de la cerca de un patio a dos cantineras, que daban de beber, subidas en sus carros. Allí había cazadores, coraceros, lanceros, húsares, infantería de línea y de la guardia, todos revueltos, destrozados, con los chacos y los cascos abollados, sin plumas, acribillados a balazos. Toda aquella gente parecía hambrienta.
Dos o tres dragones, en pie sobre la cerca, junto a una olla de pez ardiendo, con los brazos cruzados debajo de sus largas capas blancas, estaban cubiertos de sangre, como carniceros.
En seguida Zebedeo, sin decir nada, me dio con el codo, y entramos en el patio, mientras la columna proseguía su camino. Necesitamos un cuarto de hora para llegar al carro. Enseñé un escudo de seis libras; la cantinera, arrodillada detrás de un tonel, me tendió un gran vaso de aguardiente con un pedazo de pan blanco, y se guardó el escudo. Bebí y ofrecí luego el vaso a Zebedeo, que lo vació. Nos costó luego algún trabajo salir de entre aquella turba; cruzábanse miradas torvas, se abría uno paso a codazos; allí sí que al ver semblantes tan duros, aquellos ojos hundidos y aquella feroz catadura, propia de gentes que acaban de afrontar mil muertes para volver a empezar al siguiente día, podía uno decir: «¡Cada cual mire por sí... y Dios por todos!»
Al salir del pueblo, Zebedeo me dijo:
―¿Tienes pan?
―Sí.
Partí el pan en dos pedazos y le di la mitad. Comimos, caminando a paso vivo. Aún se oía tiroteo lejano. A los veinte minutos alcanzamos la cola de la columna, y reconocimos nuestro batallón por el capitán ayudante Vidal, que marchaba al lado; nos metimos en las filas sin que nadie hubiese notado nuestra ausencia.
Cuanto más nos acercábamos a la ciudad, más numerosos eran los destacamentos, los cañones y los bagajes que encontrábamos, apresurándose a meterse en Leipzig.
A las diez atravesábamos el arrabal de Rendnitz. Si general de brigada Fournier tomó el mando de nuestra columna y nos dio orden de oblicuar a la izquierda. A medianoche llegamos a los grandes paseos que hay a lo largo del Pleisse, e hicimos alto bajo los añosos tilos desnudos. Pusimos las armas en pabellones. Una larga hilera de hogueras temblaba en la niebla, hasta el arrabal de Ranstadt. Cuando la llama subía, alumbraba grupos de lanceros polacos, filas de caballos, cañones y furgones, y de trecho en trecho, algunos centinelas, inmóviles en la bruma, como sombras. Grandes rumores venían de la ciudad, y parecían aumentar a cada momento, confundiéndose con el fragor sordo de nuestros convoyes sobre el puente de Lindenau. Era el comienzo de la retirada. Entonces cada cual puso la mochila al pie de un árbol y se tendió con el brazo doblado bajo la oreja. Un cuarto de hora después todo el mundo dormía.
XX
Ignoro lo que ocurrió hasta el amanecer; los bagajes, los heridos y los prisioneros continuarían sin duda desfilando por el puente; pero a tal hora una detonación espantosa nos despertó; nadie permaneció acostado, porque todos creíamos que se trataba de un ataque, hasta que llegaron al galope dos oficiales de húsares gritando que un furgón de pólvora había volado fortuitamente en la gran avenida de Ranstatít, al borde del río. El humo, de un rojo sombrío, se arremolinaba aún en el cielo, disipándose; el suelo y las vetustas casas temblaban.
Se restableció la calma. Algunos volvieron a tenderse con propósito de dormir, pero ya amanecía; al echar una mirada hacia el grisáceo río, veíamos a nuestras tropas extenderse en cuanto alcanzaba la vista por los cinco puentes del Elster y del Pleisse, que se suceden en hilera y no forman, por decirlo así, más que uno. Ese puente, por el que tenían que desfilar tantos miles de hombres, nos sugería ideas tristes. La operación exigiría mucho tiempo, y todos pensábamos que hubiera sido mejor echar varios puentes sobre los dos ríos, puesto que el enemigo podía atacarnos de un momento a otro, y entonces sería muy difícil la retirada. Pero al emperador se le había olvidado dar órdenes y nadie se atrevía a hacer nada; ningún mariscal de Francia se hubiera atrevido a tomar sobre sí la responsabilidad de afirmar que dos puentes valían más que uno. A ese extremo había reducido a todos aquellos viejos capitanes la terrible disciplina de Napoleón; obedecían como máquinas, y no se preocupaban de otra cosa por temor de desagradar al amo.
Al ver aquel puente inacabable, pensé en seguida: «¡Con tal que ahora nos dejen desfilar, porque, a Dios gracias, ya estamos hartos de batallas y de carnicerías! ¡Una vez al otro lado, nos encontraremos en buen camino para Francia, y acaso pueda volver a ver a Catalina, a mi tía y al señor Gulden!» Al pensar en esto me estremecía, y miraba con envidia a los millares de artilleros a caballo y soldados del tren, que hormigueaban a lo lejos, y a los «gorros de pelo» de la guardia veterana, inmóviles al otro lado del río sobre la colina de Lindenau, descansando sobre las armas. Zebedeo, que pensaba en lo mismo, me dijo:
―¡Dime, José, si estuviésemos en su puesto!
De esa manera, cuando a las siete de la mañana vimos acercarse tres furgones que nos repartieron cartuchos y pan, sentí gran amargura. Era evidente que nos dejaban en la retaguardia, y a pesar del hambre hubiera estampado de buena gana el pan contra la pared. Momentos después pasaron dos escuadrones de lanceros polacos, que remontaban el río; detrás de los lanceros, cinco o seis generales, entre ellos Poniatowski, Era un hombre de cincuenta años, bastante alto, delgado, de aspecto triste. Pasó sin mirarnos. El general Fournier se destacó de su Estado Mayor, gritándonos:
― ¡Por el flanco izquierdo!
Nunca he sentido mayor desesperación; hubiera dado mi vida por dos cuartos; pero no había más remedio que marcar el paso y volver la espalda al puente.
Al final del paseo hay un sitio llamado Hinterthór; es una especie de puerta sobre el camino de Connewitz; a derecha e izquierda se extienden las antiguas fortificaciones y detrás se levantan las casas. Nos apostaron en los caminos cubiertos, cerca de esa puerta, sólidamente barreada por los zapadores. El capitán Vidal mandaba el batallón, reducido a trescientos veinticinco hombres. Algunas empalizadas viejas y podridas nos servían de atrincheramientos, y por todos los caminos del frente avanzaba el enemigo. Esta vez eran tropas con uniforme blanco y chacos aplastados sobre la nuca, con una especie de placa grande delante, donde se veía el águila bicéfala de los Kreutzers. Pinto, el veterano, los reconoció en seguida, y nos dijo:
―¡Esos son los kaiserlicks! Los hemos derrotado más de cincuenta veces desde 1793; pero eso no importa: si el padre de María Luisa fuese hombre de corazón estaría con nosotros.
Hacía unos instantes que había empezado el cañoneo; al otro lado de la ciudad, Blücher atacaba el arrabal de Hall. Poco después, el fuego se extendió por la derecha. Bernadotte atacaba el barrio de Kohlgartenhór, y casi al mismo tiempo las primeras bombas austríacas cayeron en nuestros caminos cubiertos; sucedíanse sin interrupción; algunas, pasando por encima de Hinterthór, estallaban en las casas y en las calles del arrabal.
A las nueve, los austríacos se formaron en columnas de ataque en el camino de Connewitz. Por todos lados nos envolvían; no obstante, el batallón resistió hasta las diez. Entonces tuvimos que replegarnos detrás de las fortificaciones viejas, donde los kaiserlicks nos persiguieron, metiéndose por las brechas bajo los fuegos cruzados del 29 y del 14 de línea. Aquellos pobres diablos no tenían la furia de los prusianos; sin embargo demostraron verdadero valor, porque a las diez y media coronaban los baluartes, y nosotros los fusilábamos desde todas las ventanas inmediatas, sin poder echarlos de allí. Seis meses antes aquellas cosas me hubiesen horrorizado, ¡pero había visto ya tanto! Entonces era ya insensible como un soldado viejo, y la muerte de un hombre o de ciento me parecía sin importancia.
Hasta aquel momento había ido bien todo; pero ¿cómo salir de las casas? El enemigo dominaba todas las salidas, y, a menos de encaramarnos a los tejados, no había ya retirada posible. Aquél fue uno de los momentos de apuro, cuyo recuerdo conservo. De pronto se me ocurrió que nos iban a coger allí como alimañas, a las que se da humazo en la madriguera; me acerqué a una ventana de la espalda de la casa, y vi que daba a un patio y que el patio no tenía salida más que por delante. Me figuraba que los austríacos, después del estrago que habíamos hecho en ellos, no darían cuartel; era lo natural. Pensando en esto, volví a la habitación donde estábamos hasta una docena, y vi al sargento Pinto sentado, con la espalda apoyada en la pared, muy pálido, caídos los brazos. Acababa de recibir un balazo en el vientre, y decía entre el ruido de la fusilería:
―¡Defendeos, reclutas, defendeos! Que vean esos kaiserlicks que aún valemos más que ellos... ¡Ah, bandidos!...
Abajo resonaban contra la puerta unos golpes que parecían cañonazos. No cesábamos de tirar, sin esperanza, cuando resonó en la calle gran estrépito de caballos. Cesó el fuego, y a través de la humareda vimos cuatro escuadrones de lanceros, que pasaron como una banda de leones por en medio de los austríacos. Todo cedía ante ellos. Los kaiserlicks corrían, pero las largas lanzas azuladas, con sus banderolas rojas, corrían más que ellos y se les clavaban en la espalda como flechas. Eran lanceros polacos, los soldados más terribles que he visto en mi vida, y, para llamar las cosas por su nombre, nuestros amigos y hermanos. Éstos no volvieron la casaca en el momento del peligro; nos dieron hasta su última gota de sangre... Y nosotros, ¿qué hemos hecho por su desventurado país?... ¡Cuando pienso en nuestra ingratitud, se me destroza el corazón!
En fin, una vez más los polacos nos sacaban del apuro. Viéndolos tan valientes y arrojados, salimos de nuestros parapetos y nos precipitamos sobre los austríacos a la bayoneta, echándolos a los fosos. Quedamos victoriosos, pero ya era tiempo de tocar retirada, porque el enemigo ocupaba Leipzig; las puertas de Hall y de Grimma habían sido forzadas, y la de Péters-Thor entregada por nuestros amigos los badenses y por nuestros no menos amigos los sajones. Soldados, estudiantes y vecinos nos hacían fuego desde las ventanas.
No tuvimos más que el tiempo preciso para rehacer la formación y encaminarnos a la gran avenida que bordea el Pleisse. Allí nos aguardaban los lanceros; desfilamos por detrás de ellos, y como los austríacos nos hostigaban de cerca, dieron otra carga para rechazarlos. ¡Qué hombres tan valientes y qué magníficos jinetes! ¡Ah! Cuantos los han visto dar una carga los admiran, sobre todo en momentos como aquéllos.
La división, reducida de ocho mil hombres a mil quinientos, se retiraba, pues, delante de más de cincuenta mil enemigos, no sin volver la cara y responder aún al fuego de los kaiserlicks.
Nos acercábamos al puente; no necesito decir con cuánta alegría. Pero no era fácil llegar a él, porque en toda la longitud de la avenida, peones y jinetes se precipitaban para pasar; de todas las calles adyacentes llegaba una turba que formaba un sólo bloque, en el que se tocaban las cabezas, avanzando lentamente, con una especie de lamento y de rugido sordo que se oía desde un cuarto de legua, a pesar de la fusilería. Desdichados los que se encontraban al borde del puente: caían al agua sin que nadie les hiciese caso. En medio, hombres y caballos iban en volandas; no necesitaban moverse; avanzaban solos... ¿Pero cómo llegar allá? El enemigo hacía progresos a cada segundo. Cierto que había unos cañones emplazados a cada lado para barrer los paseos y la calle principal; también había aún tropas en línea para rechazar los primeros ataques; pero los prusianos, los austríacos y los rusos tenían también cañones para barrer el puente, y los que se quedasen los últimos, después de proteger la retirada de los demás, recibirían todas las granadas, las bombas y la metralla; no hacía falta mucha agudeza para comprenderlo así; era harto claro; por eso todos querían pasar a la vez.
A doscientos o trescientos pasos del puente se me ocurrió perderme entre la multitud y dejarme llevar a la otra orilla; pero el capitán Vidal, el teniente Brettonville y otros veteranos, decían:
―¡Al primero que se aparte de las filas, fuego en él!
¡Qué maldición tan terrible, verse tan cerca del puente y pensar!: «¡Tengo que quedarme!»
Esto ocurría entre las once y media y el mediodía. Aunque viviera cien años, me sería imposible olvidar aquel momento; el fuego de fusilería se aproximaba por derecha e izquierda; algunas bombas empezaban a zumbar en el aire, y por el lado de Hall veíase a los prusianos desembocar revueltos con nuestros soldados. De las cercanías del puente se elevaban gritos espantosos; los jinetes, para abrirse paso, acuchillaban a los peones, que respondían a bayonetazos; era un ¡sálvese quien pueda! general. A cada paso de la muchedumbre se caía alguien del puente, y al querer agarrarse arrastraba a cinco o seis más en racimo.
Y cuando la confusión, los alaridos, el fuego de fusilería, las zambullidas de los que caían aumentaban por momentos y formaban un conjunto tan abominable que parecía increíble que pudiera suceder nada peor, resonó de pronto un trueno, y el primer arco del puente se hundió con cuantos estaban encima; centenares de infelices desaparecieron, y otros muchos quedaron mutilados, aplastados, hechos pedazos por la lluvia de piedras.
¡Un gastador de ingenieros acababa de volar el puente! Al ver aquello, se alzó un clamor en toda la extensión de las avenidas. «¡Estamos perdidos!... ¡Traición!» No se oía más que eso...; era un vocerío inmenso, espantoso. Unos, poseídos por la rabia de la desesperación, se revolvían contra el enemigo como fieras acorraladas que ya nada ven y no tienen más idea que la de vengarse; otros, rompían las armas, acusando a cielo y tierra de su infortunio. Los generales y oficiales a caballo se echaron al río, para atravesarlo a nado; muchos soldados hicieron lo mismo, sin tomarse tiempo para quitarse la mochila. La idea de que habíamos podido retirarnos, y que ahora, en el último minuto, había que dejarse acuchillar, me ponía como loco. Muchos cadáveres había yo visto la víspera arrastrados por el Partha; pero ahora era más terrible; todos aquellos infelices se debatían lanzando desgarradores gritos, se aferraban unos a otros; todo el río estaba lleno de brazos y cabezas que hormigueaban en la superficie.
En aquel momento, el capitán Vidal, hombre tranquilo y que con su ademán y su golpe de vista nos había mantenido disciplinados, pareció desalentarse también; envainó el sable, riéndose con risa extraña, dijo:
―¡Vamos..., se concluyó!
Le toqué en el brazo, y mirándome con gran dulzura, me preguntó:
―¿Qué quieres, hijo mío?
―Capitán ― le respondí ―: he pasado cuatro meses en el hospital de Leipzig, me he bañado en el Elster y conozco un vado.
―¿Dónde?
―A diez minutos más arriba del puente.
Al instante desenvainó el sable, gritando con voz de trueno:
―Muchachos, seguidme, y tú ve delante.
Todo el batallón, que sólo contaba ya doscientos hombres, se puso en marcha; otro centenar de soldados, al vernos partir tan resueltos, se nos unieron, sin saber a dónde íbamos. Los austríacos estaban ya sobre la terraza de la avenida; por bajo se extendían los jardines hasta el Elster. Reconocí el camino que Zimmer y yo habíamos recorrido en julio, cuando todo aquello era un ramillete de flores. Nos hacían fuego, pero no contestábamos. Entré el primero en el río, detrás el capitán Vidal; después los otros, de dos en dos. El agua nos llegaba a los hombros, porque el río estaba crecido con las lluvias de otoño; a pesar de eso, pasamos felizmente; nadie se ahogó. Al llegar a la otra orilla, conservábamos casi todos los fusiles, y echamos en derechura a campo traviesa. Más lejos, encontramos el puentecillo de madera que lleva a Schleissig, y desde allí tomamos la vuelta de Lindenau.
Íbamos en silencio. De vez en cuando mirábamos a lo lejos, al otro lado del Elster, la batalla, que continuaba en las calles de Leipzig. Por mucho tiempo, los clamores furiosos y el retumbar del cañoneo llegaron hasta nosotros; eran ya las dos cuando descubrimos la inmensa fila de tropas, de cañones, de bagajes que se extendía en cuanto alcanzaba la vista por el camino de Erfurt; entonces aquellos ruidos se confundieron con el rodar de los carros.
XXI
Hasta ahora he contado las cosas grandes de la guerra: batallas gloriosas para Francia, a pesar de nuestras culpas, de nuestras desdichas. Cuando, tras de pelear contra todos los pueblos de Europa ― siempre uno contra dos, y a veces contra tres ―, se concluye por sucumbir, no por el valor ni el genio del enemigo, sino por la traición y el número, haría uno mal avergonzándose de tal derrota, y los vencedores harían peor envaneciéndose de ella. Lo que constituye la grandeza de un pueblo y de un ejército no es el número, sino la virtud. Así lo pienso con toda sinceridad, y creo que los hombres generosos, los hombres sensatos de todos los países, pensarán como yo.
Pero ahora tengo que contar las miserias de la retirada, y eso me parece más penoso.
Se dice que la confianza crea la fuerza, y es mucha verdad, sobre todo tratándose de franceses. Mientras avanzan, mientras esperan vencer, están unidos como los dedos de la mano; la voluntad de los jefes es ley para todos; comprenden que sólo pueden vencer mediante la disciplina. Pero en cuanto se ven obligados a retroceder, ninguno tiene ya confianza más que en sí mismo, y no se hace caso del mando. Entonces, unos hombres tan altivos, unos hombres que acometían alegremente al enemigo, se van por derecha e izquierda, ya solos, ya en manadas. Los que temblaban en su presencia, se envalentonan; avanzan primero con timidez, y en seguida, viendo que nada les sucede, se insolentan. Se abaten sobre los rezagados en grupos de tres o cuatro para capturarlos, como se ve a los cuervos, en invierno, caer sobre un pobre caballo muerto, cosa a la que no se hubieran atrevido a mirar desde media legua cuando aún andaba.
Esas cosas las he visto yo... He visto a los miserables cosacos ― verdaderos mendigos, vestidos de harapos, con un gorro viejo de piel raída encasquetado, que no se habían hecho la barba nunca, roídos de miseria, montados en jamelgos viejos y flacos, sin silla, metidos los pies en una cuerda a guisa de estribo, con una pistola mohosa y vieja por arma de fuego, y un clavo de hierro en la punta de una pértiga por lanza―; he visto a tales bribones, parecidos a judíos viejos, amarillos y decrépitos, detener a diez, a quince, a veinte soldados, y llevárselos como borregos.
Y los campesinos, altos y flacos, que unos meses antes temblaban como liebres si los mirábamos de reojo, trataban con arrogancia a los soldados veteranos, coraceros, artilleros, dragones de España; gentes que los hubieran derribado de un puñetazo; los he visto sostener que no tenían pan que vender, cuando el olor del horno nos daba en la nariz, y que no tenían vino, cerveza ni nada, cuando oíamos tintinear los jarros como las campanas de sus aldeas. Y nadie se atrevía a tocarlos; nadie se atrevía a hacer entrar en razón a unos tunantes que se reían al vernos en retirada, porque éramos menos en número, porque cada cual no miraba más que por sí, porque ya no hacíamos caso de los jefes y no había disciplina.
Y además el hambre, la miseria, las fatigas, las enfermedades, nos abrumaban; el cielo estaba gris; llovía de continuo; el viento otoñal nos helaba. ¿Cómo unos pobres reclutas imberbes, tan flacos que hubiese podido verse la luz por entre sus costillas como a través de un farol, cómo seres tan infelices podrían resistir tales calamidades? Perecían a millares; no se veía otra cosa por los caminos. La terrible enfermedad que llaman tifus nos seguía los pasos; los unos dicen que es una especie de peste, engendrada por los muertos cuando no los entierran a bastante profundidad; los otros, que procede de los sufrimientos excesivos, superiores a las fuerzas humanas: yo no sé nada; pero los pueblos de Alsacia y de Lorena, adonde llevamos el tifus, no lo olvidarán jamás; de cada cien enfermos, se salvaban diez o doce todo lo más.
En fin, puesto que hay que continuar esta triste historia, el 19 por la noche vivaqueamos en Lutzen, donde los regimientos se rehicieron de cualquier modo. Al día siguiente, muy temprano, cuando marchábamos hacia Weissenfelds, nos tiroteamos con los westfalianos, que nos siguieron hasta Eglaystadt. El 22 vivaqueamos en los glacis de Erfurt, donde nos dieron zapatos y vestuario nuevo. Cinco o seis compañías desbandadas se unieron a nuestro batallón; casi todos eran reclutas, apenas sin alientos. Los uniformes nuevos y el calzado nos estaban muy anchos; pero eso no era obstáculo para gozar del agradable calor de la ropa; nos parecía que revivíamos.
Tuvimos que ponernos otra vez en marcha el 22; y los días siguientes pasamos cerca de Gotha, de Teitlébe, de Eisenach, de Salsmunster. Los cosacos nos observaban encaramados en sus jamelgos; algunos húsares les daban caza, huían como ladrones y volvían en seguida.
Muchos de nuestros camaradas tenían la mala costumbre de merodear por las noches, mientras estábamos en el vivac; muchas veces capturaban algo; pero siempre faltaba alguno a la lista del día siguiente, y los centinelas recibieron la consigna de hacer fuego sobre los que se alejasen.
Yo tenía fiebre desde que salimos de Leipzig, que iba aumentando; tiritaba día y noche. Estaba tan débil, que apenas podía ponerme en pie por las mañanas para emprender la caminata. Zebedeo me miraba con aire triste, y a veces me decía:
―¡Ánimo, José, ánimo! Ya llegaremos a nuestra tierra, a pesar de todo.
Sus palabras me reanimaban, se me abrasaba el rostro.
―Sí, sí; volveremos a nuestra tierra ―decía yo―. ¡Tengo que volver allá!
Me echaba a llorar. Zebedeo me llevaba la mochila; cuando me cansaba demasiado, me decía:
―¡Apóyate en mi brazo! Ahora ya nos acercamos todos los días un poco. ¡Una quincena de etapas no es nada!
Me reanimaba el corazón; pero yo no tenía fuerza para llevar el fusil, que me pesaba como si fuera de plomo. No podía comer; me temblaban las rodillas; no obstante, aún no desesperaba, y decía entre mí: «Esto no es nada... En cuanto veas el campanario de Falsburgo, se te quita la fiebre. Respirarás aire sano, te cuidará Catalina... Todo se arreglará; nos casaremos.»
Veía que otros como yo se quedaban en el camino; pero yo estaba lejos de encontrarme tan enfermo como ellos.
No había perdido la confianza, cuando a tres leguas de Fulda, en el camino de Salsmunster, durante un alto, supimos que cincuenta mil bávaros acababan de atravesarse en nuestra línea de retirada, apostándose en unos grandes bosques que teníamos que atravesar.
Esta noticia fue para mí el golpe de gracia, porque yo no me encontraba con fuerzas para avanzar, ni para apuntar, ni para defenderme con la bayoneta, y todos mis trabajos para llegar hasta allí iban a resultar estériles.
Sin embargo, hice un esfuerzo para levantarme, cuando nos dieron la orden de marchar.
― Vamos, José ― me decía Zebedeo ―; vamos, ánimo...
Pero yo no podía más y rompí en sollozos, exclamando:
―¡No puedo!
―¡Levántate!
―¡No puedo..., Dios mío..., no puedo!
Me aferraba a su brazo. A Zebedeo le corrían las lágrimas a lo largo de las narizotas. Trató de cargar conmigo; pero no le quedaban fuerzas para tanto... Entonces le detuve, gritando:
―¡No me abandones, Zebedeo!
El capitán Vidal se acercó, y mirándome con tristeza, dijo:
―Vamos, muchacho; los carros de la ambulancia pasarán dentro de media hora y te recogerán.
Pero yo sabía bien lo que eso quería decir, y atraje hacia mí a Zebedeo, para estrecharle en mis brazos. Le dije al oído:
―Oye, darás un beso de mi parte a Catalina... ¿Me lo prometes?.. . Le dirás que muero pensando en ella y que le llevas un beso de adiós.
― ¡Sí ―decía, ahogando los sollozos―, sí, se lo diré..., pobre José!
No podía desasirme de él; me colocó en el suelo y se fue muy de prisa, sin volver la cabeza. La columna se alejaba...; la miré mucho rato, como se mira la última esperanza de vida que desaparece... Los rezagados del batallón se ocultaron tras un repliegue del terreno... Entonces cerré los ojos, y sólo una hora después, o quizá más, me despabiló el ruido del cañón; vi pasar por el camino una división de la guardia, a paso acelerado, con furgones y artillería. En los furgones iban algunos enfermos, y grité: ―¡Llevadme a mí..., llevadme! Pero nadie hacía caso de mis gritos. Continuaban pasando y aumentaba el cañoneo. Más de diez mil hombres desfilaron, caballería e infantería; ya no tenía fuerzas para llamar.
En fin, llegó la retaguardia de la columna; vi alejarse las mochilas y los chacos hasta llegar a un descenso del terreno, y luego desaparecer; ya iba a tenderme para siempre, cuando de nuevo oí gran ruido en el camino. Eran cinco o seis piezas que galopaban, tiradas por robustos caballos, y a derecha e izquierda los artilleros, sable en mano; detrás iban las cajas de municiones. No tenía más esperanza en éstos que en los de antes; pero continuaba mirando, cuando junto a una de las piezas vi que venía un artillero alto, flaco, bermejo, condecorado; era un brigada, en quien reconocí a Zimmer, mi antiguo compañero de Leipzig, porque anteponía la satisfacción de su orgullo a la felicidad de Francia.
Volviendo a mi relato, quince días después de la batalla de Hanau, millares de carros, llenos de enfermos y heridos, empezaron a desfilar por el camino de Estrasburgo a Nancy. Formaban una inmensa fila desde el fondo de Alsacia hasta Lorena.
Mi tía y Catalina, a la puerta de su casa, miraban pasar el convoy fúnebre; no necesito decir cuáles serían sus pensamientos. Más de mil doscientos carros habían pasado ya, y yo no iba en ninguno. Millares de padres y madres, venidos de veinte leguas a la redonda,, miraban así a lo largo del camino... ¡Cuántos se volvieron sin haber encontrado a su hijo!
Al tercer día, Catalina me descubrió en uno de los carros, en medio de otros miserables, pegada la piel a los huesos, hundidas las mejillas y hambriento.
―¡Es él, es José! ― gritó.
Pero nadie quería creerlo; mi tía tuvo que mirarme mucho tiempo para decir:
―¡Sí, es él! ¡Que le saquen de ahí; es nuestro José!
Me hizo llevar a su casa y me veló día y noche. Yo no quería más que agua; no cesaba de gritar: «¡Agua, agua!» En la aldea nadie esperaba que me curase; sin embargo, la dicha de respirar los aires de mi país natal y de volver a ver a las personas queridas me salvó.
Unos seis meses después, el 8 de julio de 1814, Catalina y yo nos casamos. El señor Gulden, que nos quería como hijos, me asoció a su comercio; vivíamos todos juntos en el mismo nido; en fin, éramos los seres más felices del mundo.
Las guerras se habían concluido; los aliados se volvían por etapas a sus países; el emperador había salido para la isla de Elba, y el rey Luis XVIII nos había otorgado libertades razonables. Volvía el buen tiempo de la juventud, el tiempo del amor, del trabajo y de la paz. Podía confiarse en el porvenir, y creer que con economía y buen orden llegaría uno a crearse una posición, a ganar la estimación de las personas honradas y a educar a su familia, sin temor de verse cogido por el servicio militar siete y hasta ocho años después de haber salido libre.
El señor Gulden no veía con gusto el retorno de los antiguos reyes y de sus nobles; pero pensaba que esas gentes habían sufrido en los países extranjeros lo bastante para comprender que no lo eran todo en el mundo y respetar nuestros derechos; pensaba también que el emperador Napoleón tendría el buen sentido de permanecer tranquilo...; pero se engañaba: los Borbones volvían con sus ideas de antaño y el emperador no aguardaba más que un momento propicio para tomar el desquite.
Todo eso iba a acarrearnos aún muchas calamidades, y os las contaría con gusto si este relato no me pareciese ya harto largo para una vez. Lo dejaremos pues, aquí por ahora. Si las personas prudentes me dicen que he hecho bien escribiendo mi campaña de 1813, y que eso puede ilustrar a la juventud sobre la vanidad de la gloria militar y mostrarle que la verdadera dicha sólo se encuentra en la paz, la libertad y el trabajo, entonces reanudaré el hilo de los sucesos y os contaré Waterloo.
FIN