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julio 10, 2011
CONDENSADO DE "BEYOND THE ROAD'S END". © 1998 POR MARY CATHERINE FISH. PUBLICADO EN WWW.BEYONDBOOK.COM.Por Mary Catherine FishSi hubiera sabido lo que me esperaba cuando mi esposo cayó enfermo de repente, habría dicho que no iba a poder afrontarlo; pero sí he podido.
Su enfermedad me enseñó, además, la fuerza de las verdades más simples: que la vida no da garantías, que cada momento importa, y que el amor perdura.
HISTORIA DE AMOR
He sabido de parejas que se conocen, se dan cuenta de que están hechos el uno para el otro, salen durante un año, más o menos, y luego se casan. No así Tom y yo. Nosotros nos conocimos en 1987, cuando me entrevistó para un empleo como ingeniera ambiental. El estaba con un pie en alto sobre un sillón y los brazos cruzados sobre la rodilla, y me miraba con ojos radiantes. Llevaba una camisa de cuadros que resaltaba sobre un fondo de libros acerca del reciclaje de las aguas negras. Por cierto, obtuve el empleo.
Años después, Tom le contó a un amigo: "Yo intentaba concentrarme en la entrevista, pero no podía dejar de pensar en que tenía delante de mí a la mujer más hermosa que había visto en mi vida".Pronto empezamos a salir. Fue una época de emociones intensas. Al cabo de varios meses, Tom rompió conmigo, y muchas semanas después regresó diciendo que estaba preparado para comprometerse. Desde entonces ya nunca volvimos a considerar en serio la posibilidad de separarnos.En 1990 ya éramos muy buenos amigos y estábamos perdidamente enamorados, lo cual me parece la combinación perfecta. Cuatro años después decidimos hacer frente a la vida juntos, y nos casamos el 29 de mayo de 1994.Nos establecimos en las afueras de Washington con nuestro perro, Owsley, un hermoso ejemplar de raza indefinida con algo de pastor escocés que Tom había rescatado de la perrera. Tom se hacía cargo de la casa y del jardín (era un jardinero experto), y cocinaba las más de las veces. También se hacía cargo de mí.El primer año nos fue de maravilla: Tom plantó rosales y plantas perennes, yo hice las cortinas y juntos pintamos, amueblamos y decoramos la casa.Los dos trabajábamos como ingenieros ambientales. Tom era vicepresidente de una empresa grande que tenía contratos con el gobierno y en el exterior. Yo me había cambiado a una compañía más pequeña y por las noches asistía a un curso de posgrado. Los dos soñábamos con irnos a vivir a algún lugar exótico con montañas y aire fresco, como Bolivia, Nepal o Suiza.Yo era una chica despreocupada y satisfecha que pensaba que los desafíos de la vida vendrían en forma de hijos y cambios, pero el destino nos deparaba otra cosa.Todo comenzó la mañana del 15 de febrero de 1995. Yo estaba muy atareada llamando a mis clientes. En eso sonó el teléfono.—¡Hola!, soy Mary Catherine —dije al contestar.Era Tom.—Me acaba de pasar algo muy raro —me dijo, preocupado—. Fui a almorzar a la tienda de comida preparada y, mientras me hacían el sándwich, fui por una bebida al refrigerador, pero no pude alzar la mano para abrir la puerta. Podía mover el brazo, pero sentía como si no fuera mío.Le dije para tranquilizarlo que había una racha de gripe y que seguramente la había pescado. Pero al día siguiente fue sin tardanza a ver a su médico, el doctor David Patterson, que, después de someterlo a ciertas pruebas, entre ellas contar de cinco en cinco y deletrear palabras al revés, programó unos análisis de sangre y tomografías de resonancia magnética de la cabeza para la semana siguiente.Tom se pasó el fin de semana angustiado, pero yo estaba demasiado absorta en mi trabajo para inquietarme. Además, no me cabía duda de que, tuviera lo que tuviera, se le pasaría en unos días.Empieza la odisea- Una boda perfecta señaló el principio de los días más difíciles de su juventud.Ahora que lo recuerdo, Tom llevaba un tiempo más callado que de costumbre, y aunque solía practicar la guitarra todos los días (era el bajo de un conjunto), hacía dos meses que no lo hacía. Esto debió bastar para indicarme que algo andaba mal.MONEDAS FATIDICAS
El día de las tomografías llamé por teléfono a Tom cuando volvió a la oficina. Me contó que al tener la cabeza en el tomógrafo le había parecido como estar en una lavadora, pero, fuera de eso, todo había salido bien.
Cuando llegó a casa esa noche, yo estaba en la cocina preparando la cena. Nos abrazamos como siempre, pero esta vez fue distinto. Tom se alejó un poco para mirarme.—El doctor me llamó a la oficina —me dijo—. Las tomografías muestran una anomalía y quiere hacerme otras mañana.—¿Una anomalía? ¿De qué tipo?—Sólo me dijo que tiene forma de mancuerna.Repuse balbuciendo que podía ser cualquier cosa, y terminé de preparar la cena como autómata.Al día siguiente, al ver las imágenes del segundo estudio, el médico dijo que podía tratarse de algo infeccioso. ¡Claro!, pensé. ¡Eso es! No hacía mucho que Tom había ido a Panamá y a Eslovaquia, y allí habría podido pescar alguna infección.Al día siguiente fuimos en coche a Washington para ver al doctor Edward Mancini,* especialista al que nos remitió Patterson. No se nos ocurrió preguntar a éste cuál era la especialidad, pero en la puerta del consultorio decía "neurocirujano" con letras doradas.La recepcionista nos llevó a un cuarto de exploración. Yo me quedé junto a la puerta con cuaderno y pluma en la mano, deseando que el tiempo retrocediera o, por lo menos, se detuviera. ¡Que todo quedara aquí!, pensé.Entonces llegó Mancini, hombre alto y delgado, bien parecido, de pelo ralo, expresión enérgica y ojos castaños de mirada penetrante.De un sobre sacó seis placas negras de 35 por 43 centímetros y las colocó sobre el negatoscopio. En cada placa había seis imágenes de secciones transversales de la cabeza de Tom.Todas las imágenes se parecían, menos una que mostraba, en la parte posterior del cerebro, dos círculos brillantes, uno mayor que el otro.*E1 nombre se ha cambiado para proteger la vida privada del médico.Tiene dos monedas relucientes en el cerebro, pensé.Mancini comentó que, aunque parecía tratarse de dos lesiones, seguramente eran dos partes de una misma lesión, cuya conexión no aparecía en la imagen. Calificó la masa de "enorme".Mientras él hablaba, yo escribía en el cuaderno: la lesión se localizaba en el lóbulo parietal izquierdo, cerca del centro motor. Tom tragaba saliva y paseaba los ojos del médico a las placas y viceversa. Yo no hacía más que pensar: ¡No puede ser!Pregunté si sería una infección, y el médico respondió que era improbable. En su opinión podía ser cáncer que se hubiera propagado desde otra parte del cuerpo, o un glioma. Los gliomas, explicó, son tumores de los órganos nerviosos que se clasifican en cuatro tipos, del I al IV, según la rapidez con que crecen: I los más lentos y IV los más rápidos.—Casi todos se localizan en el cerebro y no salen de allí —dijo—. Eso es bueno porque no hay que atacarlos en otras partes del cuerpo.¿Acaso creía que eso nos tranquilizaba? Yo estaba aterrada, pero me contuve; no podía perder la cabeza. Si resultaba ser un glioma, preferíamos que fuera del tipo I o, a lo más, del II.El médico se volvió hacia Tom.—Será necesario operarlo —dijo—. He programado la operación para principios de la semana entrante. No sabremos qué acciones tomar hasta tener una muestra del tejido.A continuación nos expuso el plan de cirugía. Después de rapar a Tom, le haría una abertura en el cráneo y extirparía a través de ella la mayor porción posible del tumor.Salimos del consultorio consternados, ávidos de aire, luz y vida. Bajamos al estacionamiento, que estaba en un sótano oscuro, y subimos en el todoterreno blanco de Tom. Allí recliné la frente sobre el volante y me eché a llorar."Lo lamento", decía él una y otra vez.UNA ANOTACION EN EL CALENDARIO
Nos pasamos la mayor parte del sábado hablando por teléfono. Yo les comuniqué la noticia a familiares y amigos en tono directo y frío, como el de un locutor que diera instrucciones en una emergencia. "Parece que Tom tiene un tumor en el cerebro", les decía. "Lo van a operar el martes".
Tom llamó a sus hermanos, Ann y John, ambos mayores que él, luego a sus padres y finalmente a sus mejores amigos: Rich Baker, Wayne Logan y Sam Selesnick.Al terminar, anotó "CC" (cirugía de cerebro) en el calendario, en el cuadro correspondiente al martes 28 de febrero.El fin de semana cumplimos un extraño rito de preparación. Yo me mantuve ocupada: lavé la ropa y dejé listas mis prendas más cómodas, como si de llevarlas puestas dependiera estar en paz el día de la operación.La noche del domingo, cuando ya estábamos acostados, Owsley subió de un salto a la cama y se echó entre nosotros. Antes de conocerlo, yo no era muy afecta a los perros, pero él era tan cariñoso y comunicativo, que me hizo cambiar de opinión. Cuando Tom y el perro se quedaron dormidos, fui sigilosamente al estudio, encendí la computadora y me conecté con Internet. Encontré un documento titulado "¿Qué es un tumor cerebral?", que daba la tasa de supervivencia de cinco años de los cuatro tipos de tumor. Las cifras eran negras en el caso de los tipos III y IV, y mucho más alentadoras para los tipos I y II, así que decidí concentrarme en éstos.Nos viene una racha muy dura, pensé, pero la superaremos y saldremos adelante.La mañana de la operación nos besamos cariñosamente en la cama y no nos levantamos hasta que no hubo más remedio. Mientras nos preparábamos para partir, me puse a pensar en algo apropiado que decirle: Te amo. Pronto estaremos de regreso, ya verás. Todo va a salir bien. Entonces recordé que Tom, avezado alpinista, me había explicado una vez lo importante que es encontrar al compañero idóneo para escalar. Tiene que ser alguien en cuyas manos uno esté dispuesto a poner su vida. Así que me volví hacia él y le dije:—Estás a punto de escalar una montaña y yo soy tu compañera.En el hospital, una enfermera sacó el expediente.—Muy bien: craneotomía. Quítese toda la ropa y póngase esto —dijo, entregándole una bata corta, azul, con cierres de presión en la espalda, y señalando una cortina para que se cambiara detrás de ella.La operación sería a las 12:30.Tom se cambió y luego se quitó el anillo de matrimonio. Me pidió que se lo guardara hasta que pudiera volver a ponérselo. A pesar de la cortina, no me gustaba que estuviera medio desnudo en ese lugar tan concurrido y ruidoso. Sentado allí, esperando a que lo llevaran al quirófano, ¡parecía tan indefenso!Al poco rato, un auxiliar abrió la cortina y le ayudó a subir a una camilla rodante. Caminé a su lado hasta que llegamos al sótano, donde lo esperaba el anestesiólogo. Le di un beso y le dije:—Nos vemos pronto. No me moveré de aquí. Te amo.—Yo también te amo. No te olvides de comer algo, ¿eh, mi cielo? —contestó, y apartó la vista.Fui entonces a sentarme a la sala de espera. Cuando llegó Ann, la hermana de Tom, la abracé y rompí a llorar. Ella es de carácter tranquilo y quiere a Tom casi como una madre. Iba a ser buena compañía.Poco después llegó mi hermana, Meg, de Filadelfia. Colocamos las sillas en triángulo y nos pusimos a esperar.A eso de las 6:30 de la tarde alcé la vista y vi entrar al doctor Mancini.—La operación salió bien —me dijo—. Extirpé toda la parte grande del tumor, pero no toqué la pequeña porque habría podido causar una lesión. El histopatólogo hará un informe detallado, pero creo que es del tipo IV. —Me quedé mirándolo asustada y él continuó—: Tratándose de estos tumores, en la mayoría de los casos el enfermo no vive más de dos años, pero sé de algunos que han vivido cinco, siete y hasta nueve.Permanecí unos instantes sin poder respirar, tragar saliva ni parpadear. Luego me dirigí hacia el ala de neurología con una necesidad imperiosa de ver a Tom. Lo encontré en la unidad de terapia intensiva con un vendaje a modo de turbante en la cabeza y una mascarilla de aire que le cubría nariz y boca. Su respiración era un resuello áspero. Me puse a apretarle suavemente el hombro, sabiendo que me reconocería.Me asombraba lo poco que había cambiado pese a la mascarilla y el vendaje. Sus ojos, su piel, su olor y su cuerpo estaban intactos, como cuando, hacía unas horas, nos habíamos separado. En eso abrió los ojos.—Hola, mi cielo —me dijo.—Hola, mi amor. Vas muy bien.Recliné la cabeza en su pecho y él, aletargado por la anestesia, volvió a quedarse dormido.A los pocos minutos despertó de nuevo y preguntó:—¿Hablaste con Mancini?—Sí, pero ahora debes descansar.—¿Qué fue?Me invadió el pánico, pero estaba resuelta a no mentirle.—¿Fue del tipo I o II? —insistió.—No.—¿Del III o IV?—Sí.Entonces se durmió. Esa noche, cuando mi hermana me sacó del hospital, el mundo se había vuelto un lugar inhóspito y frío, muy distinto del que yo conocía.MIERCOLES DE CENIZA
Tom y yo acordamos no hablar de la operación hasta el otro día, cuando Mancini fuera a vernos. Éste llegó poco después de la hora del almuerzo y volvió a hacernos una descripción del tumor que había extirpado.
—¿Qué procede ahora? —preguntó Tom.—Quizá radioterapia y quimioterapia —contestó Mancini y, luego de repetir que había quienes vivían varios años tras haber tenido un tumor de ese tipo, se dispuso a marcharse.—Espere —dijo Tom—. Quiero decirle que he estado en muchos apuros, ninguno tan grave como éste, pero de todos he salido. —Y con voz quebrada añadió—: Amo a mi esposa. Amo la vida.—Entonces, tiene buenas razones para salir adelante, y eso cuenta mucho —dijo el médico, y se marchó.Más tarde Tom me preguntó por qué algunas personas llevaban manchas negras en la frente. Le expliqué que era miércoles de ceniza, el primer día de cuaresma.Dijo entonces que quería rezar, cosa que no solíamos hacer. Le propuse que repitiéramos los votos que nos habíamos hecho al casarnos, y que nosotros mismos habíamos redactado. Mientras yo me afanaba por recordarlos, él empezó a hablar con voz clara y segura:—Yo, Tom, te tomo a ti, Mary Catherine, tesoro de mi corazón y compañera amada, por esposa, amante y amiga, para recorrer juntos el camino de la vida hasta el final y más allá. Prometo amarte, consolarte y honrarte en las buenas y en las malas todos los días de mi vida.Esa noche dormí en un catre a su lado, sin soltarle la mano.Al otro día fui a casa y llamé por teléfono a mi tía Marcella y mi tío Hank, el hermano mayor de mi madre. A Tom y a mí nos gustaba ir a pasar el fin de semana con ellos, a una casa que tenían a la orilla del mar. Nos atendían a cuerpo de rey.Tía Marcella, que era enfermera con muchos años de experiencia, sabía qué es un glioblastoma; o sea, un glioma del tipo IV. También conocía el cáncer, pues lo había padecido ella misma en un seno hacía 20 años.Le dije que quería rezar, pero que no sabía cómo.—La mejor oración es lo que llevas en el alma —respondió—. Tómalo y ofréceselo a Dios. No importa si estás desesperada o enojada. Él te oirá. Ya te está oyendo. Ya estás rezando.¡Qué alivio me dieron sus palabras, y qué razón tenía! En efecto, ya estaba yo rezando.De vuelta en el hospital, llevé a Tom a dar un paseo.—Ya me siento bien —me dijo—. En realidad no me da miedo morir, sino lo que pueda ocurrir antes.—¿Te refieres a estar enfermo, al dolor o a quedar inválido?—Sí. Tengo mucho miedo.—Yo también —reconocí—, pero si ocurre, sabremos sobrellevarlo.Le conté lo que me había dicho mi tía Marcella y le pregunté si quería rezar. Él asintió, así que nos tomamos de la mano, cerré los ojos y dije:—Tengo miedo. Ayúdame a mantener el corazón abierto. Enséñanos qué hacer. Tú sabes cuánto nos queremos Tom y yo; no nos separes y cuídanos. Afrontaremos lo que venga, pero quisiéramos hacerlo juntos. Estamos dispuestos a luchar. Por favor, ayúdanos. Amén.EL CUARTEL GENERAL
La tasa de supervivencia va del dos al diez por ciento —dijo Sam del glioblastoma.
Sam era cirujano, antiguo compañero de escuela de Tom, y vino de Nueva York al día siguiente de que volvimos a casa. Era un hombre corpulento, de barba poblada y sonrisa tímida, que nos dio todo su apoyo. A su modo de ver, Tom tenía más esperanzas por ser joven (38 años) y deportista, pero aclaró:—Habría sido mejor que se hubiera extirpado más cantidad del tumor.Nos preguntó si sabíamos de otros médicos que pudieran darnos una segunda opinión, y le respondí que nos habían recomendado a uno de la Universidad Johns Hopkins. El, a su vez, nos dio el nombre de otro, del centro de cancerología Sloan-Kettering de Nueva York.—Hagan lo que hagan, no pierdan tiempo —nos advirtió—. El tratamiento debe ser precoz y enérgico.Después nos indicó qué información enviar a los médicos.Yo ya había hecho algunas indagaciones sobre los tumores del cerebro. Llamé por teléfono al Instituto Nacional de Cancerología, y luego a un servicio de investigación para pedir bibliografía reciente sobre el tema.A los pocos días recibí una gruesa carpeta con una cubierta de aspecto muy profesional, que tenía el título: "Glioblastoma multiforme del tipo IV para Tom Gherlein", como si el tumor fuera un regalo.Al revisarla averigüé que el glioblastoma multiforme (GBM) es el tumor cerebral más común entre los adultos. Crece muy deprisa y echa raíces que invaden el tejido circundante. Algunos pueden duplicar su tamaño cada siete u ocho días.El tratamiento normal es quirúrgico, seguido de radioterapia y quimioterapia. Con cirugía sola, el lapso medio de supervivencia va de 12 a 16 semanas; si además se administra radioterapia, el lapso aumenta a 40 semanas y, con quimioterapia, a 50.Decidí usar todos los recursos disponibles para no tener que lamentarnos después. Los médicos de Tom me inspiraban respeto y confianza, pero estaban muy ocupados y debían atender a muchos pacientes. Sólo Tom y yo podíamos dedicarnos al asunto en cuerpo y alma.Estudiamos la información llenos de esperanza. En vez de pensar: "La tasa de supervivencia es de sólo dos por ciento", nos decíamos: "Cientos de personas a las que se les diagnosticará un GBM este año se salvarán, y entre ellas estará Tom".A poco de volver a casa recibimos más ayuda. Rich Baker, uno de los más viejos amigos de Tom, llegó de San Francisco, y juntos decidimos que mi esposo dedicara sus fuerzas a recobrarse de la operación mientras nosotros usábamos las nuestras para combatir el cáncer por él.Llevé al recién llegado al estudio y le anuncié:—Éste será el cuartel general.Necesitábamos un sitio para planificar la lucha, y yo, un refugio contra la anarquía aterradora que se había adueñado de Tom y de mí.Ya había un escritorio y una computadora, y añadimos una estantería y un archivo. Teníamos suficientes documentos sobre los tumores cerebrales para llenar varios entrepaños, pero ése apenas era el principio.A LA GUERRA
Más vale ún ensayo clínico que el tratamiento normal —dijo Rich, recostado en la cama del cuarto de visitas con la carpeta de documentos en el regazo—. Y sea cual sea el tratamiento, debe comenzar dos semanas después de la operación; es decir, dentro de una semana.
Yo estaba de acuerdo. Tomamos la larga lista de ensayos clínicos que encontré en Internet y, con ayuda de unos amigos que hicieron llamadas telefónicas a todo el país, depuramos la lista hasta dejar sólo 30 o 40. Luego averigüé por teléfono los pormenores de cada uno.Muchos de los médicos y enfermeras con los que hablé se compadecían de nosotros. Una me dijo:Espíritu libre- Tom era un apasionado de las actividades al aire libre, como el campismo y el alpinismo.—Por su voz debe de ser usted muy joven.—Tengo 31 años.—¡Ay, Dios mío! —se lamentó en voz baja.Lo que más le interesaba a Tom eran las terapias alternativas. Conforme Rich y yo ordenábamos los informes médicos, le íbamos pasando los que se referían a teorías alternativas para que los estudiara.Rich tuvo que volver demasiado pronto a California para estar con su familia. Cuando se fue sentí un gran vacío en casa. Además, estaba descorazonada. Me había convencido de que, a fuerza de perseverancia, acabaría por hallar el remedio, pero a pesar de todos nuestros afanes, ninguna opción me parecía lo bastante promisoria.Un viernes por la mañana sonó el teléfono. Era el doctor Mark Malkin, del Hospital Sloan-Kettering, adonde habíamos enviado el expediente de Tom. Le grité a éste que tomara el otro teléfono.El médico nos explicó que todos los miércoles se reunía con sus colegas para revisar casos.—Al estudiar el suyo concluimos unánimemente que necesita otra operación.Esta noticia me produjo primero alivio y luego inquietud.—Si se podía extirpar más cantidad del tumor, ¿por qué no se hizo desde el principio? —pregunté.—Porque cada médico tiene su opinión. Nuestros neurocirujanos extirpan tumores del cerebro todos los días, no así la mayoría de los demás —contestó, y terminó aconsejándonos que hiciéramos una cita lo antes posible.En cuanto colgamos llamamos a Sam a Nueva York, y él nos prometió hacer indagaciones. Menos de una hora después llamó.—Les tengo buenas noticias —dijo—: Los médicos están convencidos de que pueden extirpar otra porción sin causar lesiones. Acudan al doctor Arbit. He trabajado con él y es magnífico.Después de otras varias llamadas conseguí una cita con el doctor Ehud Arbit para el lunes siguiente.El sábado salimos a pasear con Owsley por el camino que bordea el Canal Chesapeake y Ohio. Era un día de principios de primavera, pletórico de vida: la tierra húmeda despedía un aroma acre; las ramas desnudas estaban punteadas de yemas verdes, y el sol se filtraba por entre el follaje nuevo. Empezamos a andar balanceando los brazos. El canal, que es de aguas mansas, corría a nuestra derecha, mientras que a la izquierda espejeaba el torrente turbio del río Potomac. Owsley iba sin correa y de cuando en cuando se adentraba en la espesura para perseguir alguna ardilla.Tom y yo íbamos llenándonos los pulmones de aire fresco y hablando del viaje a Nueva York y de la segunda operación.—A mi me parece bien —dijo—. me sentía muy mal antes de la llamada. Además, anoche hubo luna llena.En efecto, la víspera había habido luna llena y yo había comentado que, cuando la hay, invariablemente ocurre algo, a veces bueno, a veces malo, pero siempre inesperado.—En general, yo no soy de los que creen en... —agregó, quedándose a la mitad de la frase. Cerró los ojos para concentrarse y yo esperé a que terminara, pero en vez de eso entonó una canción—: "Cuando crees en cosas que no entiendes..." —No pudo pronunciar lo que seguía y repitió—: "Cuando crees en cosas que no entiendes... Superfisión".—Andas cerca —le dije, como si fuera un juego, disimulando la angustia creciente que sentía.—Super... fisión.—Superstición —lo corregí por fin—. ¿Puedes decirlo?—Superstición. Superfisión. ¡Rayos!—Está bien. Volvamos a casa.Lo cogí de la mano y emprendimos el regreso en silencio. Yo iba temblando. Cuando llegamos a nuestra calle, Tom empezó a tambalearse, y al entrar en casa se acostó en el sofá y se durmió.Se hizo de noche y él seguía durmiendo sin moverse. Afligida, llamé por teléfono a un médico para contarle de la repentina dificultad para hablar, y él me contestó que lo llevara sin pérdida de tiempo a la sala de urgencias.En el Hospital de la Universidad Georgetown le hablé sobre la enfermedad de Tom a un residente neurocirujano y le dije que teníamos pensado ir el lunes a Nueva York. El médico pidió a Tom que levantara una pierna y luego la otra, y que se tocara la nariz con una mano y luego con la otra. El lado izquierdo le respondía, pero no el derecho.—Dígame en qué año estamos.—Humm... nueve mil... tres o seis.—¿Qué es esto? —agregó el médico alzando la mano y mostrando su anillo de matrimonio.Tom hizo un gran esfuerzo, pero sólo atinó a decir:—OdasEl médico le hizo en seguida una tomografía computarizada y fue colocando las placas en el negatoscopio conforme salían del tomógrafo.—Hay mucha inflamación alrededor del tumor, y esto ejerce presión sobre el cerebro —dijo.Le pregunté qué opinaba de la operación en Nueva York.—Me parece buena idea —contestó—. Voy a administrarle un antiinflamatorio para dejarlo en las mejores condiciones para el lunes.Esto me reanimó y me infundió nuevos bríos para la lucha.LA SEGUNDA OPORTUNIDAD
Al día siguiente, domingo, entré al cuarto de hospital de Tom y lo encontré devorando unos huevos con pan tostado. Alzando la mano izquierda para mostrarle mi anillo, le pregunté:
—¿Qué es esto?—Un anillo de bodas —contestó como si tal cosa.¡Albricias!, me dije. Noté entonces que estaba comiendo desordenadamente. Aún no recobraba bien el uso de la mano derecha.Además, parecía cansado y titubeaba al decir ciertas palabras. En su expediente habían anotado "afasia moderada" (la afasia es la pérdida de la expresión o de la comprensión verbal).Como Tom no podía viajar en avión, sus padres, su hermana, Ann, y el esposo de ésta, Eric, consiguieron un chofer para que nos llevara a Nueva York. Partimos el lunes temprano y, cinco horas después, el coche se detuvo en la calle 67 Este, en Manhattan.Al poco rato estábamos en un reducido cuarto de exploración con el doctor Arbit, hombre de expresión solemne pero mirada compasiva.—El tumor es muy grave, pero con una operación radical, seguida de radioterapia y quimioterapia, tendría usted esperanzas de contarse entre las pocas personas que viven varios años con esta enfermedad. Aun así, debo advertirle que la cirugía no está exenta de riesgos. El tumor se localiza en las regiones del cerebro que gobiernan el lenguaje y el movimiento del lado derecho, así que la intervención podría dejarlo hemipléjico. Si está decidido, podemos programarla para esta semana.Tom se limitó a asentir con la cabeza.Ya en el hotel, decidimos salir a cenar. El recepcionista nos recomendó un restaurante italiano que había cerca. Una vez que el camarero nos tomó el pedido, me quedé mirando a Tom. Tenía el pelo a medio crecer y una cicatriz con forma de herradura en el cuero cabelludo, y estaba esparciendo migajas por toda la mesa porque había optado por usar la mano izquierda.—Es curioso lo que nos ha pasado —le dije—. Hace unas semanas éramos una pareja joven y prospera como cualquier otra. Salíamos a cenar vestidos con clase, reíamos y brindábamos. Ahora andamos desaliñados, cenamos tomados de la mano y dejamos la mesa hecha un asco. Tom sonrió y me preguntó:—¿Qué opinas del riesgo de que me quede... —pasó saliva— inválido?—Cariño, tú eres lo que más me importa en la vida. Si estás conmigo, soy capaz de soportar lo que sea —le contesté con el corazón en la mano.—Yo también —dijo él—. Está decidido: me opero.Comimos pasta en abundancia y hablamos del futuro. Quizá tendríamos un hijo. Yo trabajaría y Tom cuidaría al niño. A ambos nos gustaba la idea. Esa noche nos fuimos a dormir abrazados, en paz y sin miedo.Un aliado- Rich Baker, viejo amigo de Tom, ayudó a buscar el remedio de su mal.Dos días después, fecha de la operación, salí al aire fresco de marzo y recorrí a pie las dos manzanas que había hasta el Hospital Sloan-Kettering. Fui al vestíbulo a esperar noticias de la intervención y vi que a un lado había una capilla.Era pequeña, con cinco o seis filas de asientos colocados frente a un sencillo altar de madera. Me arrodillé, cerré los ojos y dejé que los recuerdos de Tom me acudieran a la mente, intensos y vivos. Lo imaginé jugando con sus sobrinos, Ben y Chris. Rodaban por el suelo armando un alboroto; los niños chillaban de contento y Tom soltaba escandalosas carcajadas.Luego me lo figuré escalando una pared de roca. Iba asegurado con una cuerda y se movía con gracia, como un felino. Metió la mano en una grieta y se impulsó hacia arriba sin ninguna dificultad.Después me vi con él descendiendo un río, cada uno en un kayak. Yo me puse a descansar en un remanso y él se acercó. Llevaba el remo sujeto con ambas manos. De pronto alzó el brazo derecho, hundió el remo en el agua y su embarcación se deslizó en un círculo perfecto junto a mí. Me dio un beso al pasar y regresó a la corriente.A continuación evoqué el día de nuestra boda. Yo iba bajando una escalinata con un vestido de seda, blanco como el claro de luna. Tom esperaba abajo vestido con un esmoquin gris oscuro, y me miró. Cuando bajé el último escalón, me envolvió en sus brazos y nos besamos.—¡Estás preciosa! Te amo —me dijo mirándome a los ojos.Finalmente visualicé a Tom acostado en el quirófano, y al doctor Arbit esmerándose como nunca para extraer la totalidad del tumor.En eso oí llamar mi nombre. Salí de la capilla y me avisaron que la operación había terminado.Un cariño especial- Tom comparte una cerveza sin alcohol con su querido amigo Owsley.Fui corriendo hasta la sala de recuperación. Tom estaba ojeroso y tenía muy mala cara. Le puse la mano en el hombro.—Aquí estoy, mi vida —le dije.—Hola. Me duele la cabeza —respondió él abriendo los ojos.El corazón me saltó de gozo en el pecho. ¡Podía hablar! Luego una enfermera me pasó el teléfono. Era el doctor Arbit.—Le tengo una excelente noticia —dijo—: la operación fue un éxito.Le pregunté qué porción del tumor había extirpado.—Más del 90 por ciento, quizá el 95, así que no podía ser mejor. Su esposo está en óptimas condiciones.ATAQUES CONVULSIVOS
Cuando nos dimos cuenta ya era abril. Nuestro jardín estaba en flor; los días eran soleados y calurosos, y dejábamos las ventanas abiertas. Tom no cabía en sí de alegría. A raíz de la operación dejó de tener dificultad para hablar y para usar el lado derecho del cuerpo. A todo el mundo le contaba la historia de la milagrosa intervención, y llegó a convencerse de que ya no estaba enfermo.
En todas partes veíamos signos de esperanza. Las plantas de Tom florecían con exuberancia, y hasta a un arbusto que nunca había dado nada le brotaron flores. En su opinión, éste era un buen augurio.La radioterapia ya había comenzado en el Centro Hospitalario de Washington, adonde Tom debía ir todos los días hábiles durante siete semanas.A mediados de abril ya teníamos una nueva rutina. Después de levantarnos hacíamos un poco de yoga, rezábamos y desayunábamos. Luego algún amigo de Tom pasaba por él para llevarlo al hospital y yo me iba a trabajar.Pronto empezó a caérsele el pelo a mechones y a fallarle la memoria, y a fin de mes padecía náuseas y agotamiento.El sábado 29 de abril salí temprano a mi clase de yoga. Cuando, a mediodía, volví a casa, Tom seguía dormido. Lo desperté y le pregunté qué quería para desayunar.—Tráeme "ahogos" —respondió.—¿Agua? —corregí, adivinando—. ¿Quieres agua?—Sí.¡Ay, Dios! pensé. La afasia otra vez. Al atardecer apenas había probado bocado, y no se había movido. Me tenía muy preocupada.Le preparé un batido de frutas y se lo bebió de un trago. Instantes después puso cara de miedo.—¡Ay, no! —exclamó, y el brazo derecho empezó a temblarle, sacudiendo la mesa como un terremoto—, ¡No!Luego el cuerpo se le arqueó violentamente hacia atrás en la silla, y se puso a agitar las extremidades del lado derecho sin control y a lanzar gritos desarticulados.En la sala de urgencias, una tomografía computarizada reveló que tenía edema cerebral. Los médicos le administraron esteroides para reducir la hinchazón y fenitoína para evitar los ataques, y lo dieron de alta.A principios de mayo sus amigos me dijeron que era cada día más difícil llevarlo al hospital. Tom se quedaba trabado con expresiones como "a la izquierda" o "derecho"; se empeñaba en bajar solo del coche, pero a veces se caía en la acera, y empezó a sufrir más ataques.Llamé por teléfono al doctor Malkin, quien me dijo que le enviara las últimas tomografías, que conservara la calma y que esperara al lunes siguiente a que él me llamara.Esa noche no podía conciliar el sueño, embargada como estaba de miedo y dolor. A media noche me volví hacia Tom y le dije:—Cariño, necesito que me abraces.Al ver que no reaccionaba, le cogí el brazo derecho y me lo eché encima esperando que él se acercara y me abrazara como siempre, pero sólo sentí su brazo inerte. ¡Qué soledad tan grande me invadió!UN DIA ESPECIAL
Recibí la llamada del doctor Malkin la tarde del lunes siguiente, tal como me había prometido.
—He revisado las placas —dijo—. El cerebro de Tom ha cambiado de marzo a la fecha porque está en una etapa muy dinámica, pero recuerde que los máximos efectos de la radioterapia no se conseguirán hasta después de seis semanas de que termine el tratamiento.—¿Qué debemos hacer?—Seguir con la radioterapia.A fines de mayo Tom mejoró, y recobramos la esperanza de que el tumor estuviera desapareciendo. Por otra parte, nuestro primer aniversario de matrimonio —29 de mayo de 1995— estaba cerca.Iba a caer en lunes. El año anterior habíamos congelado parte del pastel de bodas, y la habíamos envuelto en cuatro capas de papel de aluminio. También nos quedaba vino, pero no íbamos a tomarlo porque Tom lo tenía contraindicado. Esperábamos la ocasión con ansia, como niños que aguardaran una fiesta de cumpleaños.Nuestros amigos Wayne y Meg llegaron el viernes anterior para quedarse unos días y ayudarnos con los preparativos. La celebración prometía ser magnífica porque Tom llevaba dos semanas de mejoría constante, iba a tener todo el fin de semana para recobrarse de la radioterapia y el lunes no habría tratamiento porque era día de asueto. Dedicamos el domingo a descansar en casa. Al anochecer Wayne nos propuso a Meg y a mí que fuéramos al supermercado. Repuse que no hacía falta nada, pero él insistió y dijo que se estaban terminando el jugo y la leche.Cuando volvimos a casa, entré en el comedor con dos bolsas de víveres y vi la mesa puesta con un mantel blanco, nuestra vajilla más fina, copas de cristal y cubiertos de plata. Tom estaba en la cocina, sonriendo muy ufano y abriendo unos envases de poliestireno que habían enviado de un magnífico restaurante francés.Se me acercó, me dio un beso y anunció:—¡Sorpresa! Como no podíamos ir a L'Auberge, L'Auberge ha venido a nosotros.Me quedé de una pieza. Le pregunté cómo lo había hecho y me contestó que le habían ayudado unos amigos de la oficina.Wayne y Meg se fueron antes de cenar pretextando que tenían un compromiso. Al despedirse nos desearon una velada divertida.Y así fue. Cenamos los deliciosos manjares a la luz de las velas y nos pusimos a evocar nuestra boda, nuestra luna de miel y los viajes que habíamos hecho juntos. Hablamos de las cosas que anhelábamos: el final de la radioterapia (¡ya sólo faltaban tres días!) y quizá ir de vacaciones a algún balneario. Luego nos comimos el trozo de pastel de boda, que era de chocolate con relleno de frambuesa.Después de cenar nos pusimos a lavar la vajilla. Por la ventana entraba una brisa fresca, y en ese momento lavar la vajilla juntos nos parecía lo más fabuloso del mundo.Mal presagio- La primera señal de que Tom estaba enfermo fue cuando dejó de tocar la guitarra.La mañana del lunes, al despertar, nos deseamos feliz aniversario y, al terminar de desayunar en la cama, Tom me entregó una caja envuelta en papel floreado con un enorme moño azul. Era un primoroso alhajero de madera tallada.—Somos el vivo ejemplo de que el primer año de matrimonio es el más difícil de todos —comentó Tom, reclinándose en la cabecera. Luego pronosticó—: Ya verás que el segundo año será mejor.—Lo que no me cabría en la cabeza es que fuera peor —respondí.TENTACULOS
Fue muy molesto oír la alarma del despertador tras sólo cuatro horas de sueño. Lo apagué de un manotazo y fui, aún amodorrada, a la cocina a preparar avena. En eso apareció mi tía Marcella en bata y me relevó de los preparativos del desayuno. Había venido de visita con mi tío Hank y me había ofrecido quedarse para ayudarnos. Yo acepté gustosa y agradecida.
La radioterapia había terminado en la fecha prevista, pero una tomografía posterior reveló que el tumor no sólo estaba aproximadamente del mismo tamaño, sino que había cambiado de lugar. El doctor Malkin nos recomendó comenzar la quimioterapia cuanto antes, sin esperar las seis semanas de rigor. Añadió que había de 30 a 40 por ciento de probabilidades de reducir el tumor por este medio.Hicimos cita para el tratamiento con el doctor Alien Mondzac, oncólogo que tenía su consultorio en el centro de Washington. Entre tanto, Tom se sometió a varias tomografías más para vigilar el avance del cáncer.En la primera sesión, mi tía Marcella se quedó con él mientras yo iba a comer algo en un restaurante que había en la planta baja del edificio. No bien había dado el último bocado, se presentó el portero para decirme que me llamaban del consultorio con urgencia.Subí corriendo a la sala de quimioterapia. Tía Marcella me tomó de los hombros y me dijo que ya no había de qué preocuparse, que Tom había sufrido un ataque convulsivo de dos minutos, pero que ya había pasado y él se encontraba a salvo.Fui a sentarme a su lado y lo tomé de la mano, y al poco rato los ojos se le pusieron en blanco, y el cuerpo, rígido.Contuve la respiración, esperando a que cesara el ataque, pero continuó. ¡Por favor, Dios mío, haz que pase!, recé.Fue necesario que un equipo de urgencias se llevara a Tom en ambulancia al hospital. Cuando llegaron, el ataque persistía. Los médicos le administraron anticonvulsivos que lo dejaron temporalmente paralizado. Me dijeron que las convulsiones podían deberse a que el tumor se hubiera extendido a otras regiones del cerebro.Mientras me encontraba en la sala de espera rodeada de familiares, mi tío Hank comentó que tal vez fuera conveniente otra operación.—No habrá más operaciones —dije tajantemente.Al ver que todos me miraban azorados, cogí el portafolio negro donde llevaba las tomografías de Tom y saqué la más reciente.—Esto es de hace diez días —dije.Al sostenerla en alto para que la vieran, escuché exclamaciones. Una de las imágenes mostraba que el tumor se extendía desde un oído hasta la nuca. Era una mancha borrosa con tentáculos.—Y los médicos dicen que ha crecido más —agregué.Los especialistas desaconsejaban interrumpir la quimioterapia, alegando que no había sido la causa del ataque, pero yo no lo creía así.Quería sacar a Tom del hospital y librarlo del tratamiento, pero antes debía cerciorarme de que eso era lo correcto. Así pues, fui a consultar al doctor Mondzac, quien me aseguró que las probabilidades de reducir el tumor con quimioterapia eran, a lo más, de 30 por ciento.—¿Y qué probabilidades hay de eliminarlo totalmente?—Casi cero.—Yo creo que puedo cuidarlo mejor en casa.—Muy bien. En ese caso, firmaré la orden de salida —dijo Mondzac con voz grave.Fui entonces a recoger a Tom al hospital.VUELTA AL HOGAR
Al volver a casa encontramos una cama de hospital recién hecha. Mis suegros lo habían dispuesto todo para nuestro regreso. Tom no se había restablecido totalmente del ataque; había perdido la movilidad del lado derecho. Su hermano, John, me ayudó a recostarlo en la cama, que estaba orientada hacia el jardín. Hacía sol y el tiempo estaba fresco para ser principios del verano.
Lo conseguimos, pensé. Al fin estamos en casa. Como Tom estaba lúcido, al día siguiente estudiamos las opciones de tratamiento. Él no quería seguir con la quimioterapia, pero estaba dispuesto a probar el tamoxifeno, un fármaco sobre el que habíamos leído. El doctor Mondzac nos dio una receta.En junio vinieron de visita unos amigos de Tom, y a instancias suyas fuimos todos a un centro comercial. Nos divertimos tanto, que me propuse que Tom y yo viviéramos una aventura cada día.Sacarlo de casa me costaba un triunfo —pasarlo de la silla de ruedas al coche y viceversa, estar atenta a los desvanecimientos y pequeños ataques, descifrar las palabras incomprensibles—, pero siempre valía la pena. Era un alivio ya no tener que ir a terapias ni a consultorios.La vida transcurrió apaciblemente los primeros días de julio. En una ocasión fuimos a un museo de arte. En otra, a comprar un sillón reclinable porque Tom ya no estaba cómodo ni acostado ni sentado.Una de nuestras actividades preferidas era ir a un balneario. Nos bañábamos en una piscina de un metro de profundidad que tenía una rampa para sillas de ruedas.La primera vez que fuimos bajé a Tom lentamente por la rampa. Ya habíamos llegado a la mitad de la piscina cuando me di cuenta de que Tom estaba sollozando.—¿Qué tienes? —le pregunté.—Asustado.Había perdido la capacidad de construir frases completas.—¿Crees que te vas a ahogar?Dijo que sí con la cabeza.Me aparté de él para mostrarle que el agua no era profunda, pero el sollozo se transformó en grito. Volví de inmediato a su lado y comprendí lo que tanto lo aterraba: estar sentado con el agua al cuello y sin poder moverse.—No hay ningún peligro, te lo aseguro. Aunque te hundieras, yo podría sacarte. Mira —dije, alzándolé las piernas.Tom,emPezó a tranquilizarse.¿Te quieres levantar? —le dije.Él sonrió.Me coloqué entonces delante de él y lo ayudé a ponerse en pie. Hacía varias semanas que no lo hacía. Nos pusimos a bailar en el agua, muy juntos.—Bonito —dijo, con una sonrisa aún más ancha.Me habría gustado que siguiéramos así para siempre: una actividad al día, la rutina de dormir, comer, vivir, sentir; pero la vida se nos escapaba a pasos agigantados.Yo sabía que Tom se estaba muriendo, aunque todavía lo tuviera a mi lado y pudiera tocarlo, hablarle y oír su corazon.Mis deseos para él habían ido cambiando en el curso de su enfermedad. Al principio habría queridoque se restableciera por completo; luego lo acepté con su invalidez y me conformaba con que viviera. Más adelante me hice a la idea de que se iba a morir y ya sólo quería que estuviera cómodo. Finalmente comprendí que no era mucho lo que yo podía hacer por su comodidad; no me quedaba sino desear ayudarlo espiritualmente.El miércoles 19 de julio, el padre Dan Riley, franciscano y viejo amigo de la familia, vino a decir misa a nuestra casa. Tom ya había conversado muchas veces con él durante su enfermedad.Era una tarde agradable y nos acompañaban algunos familiares. El padre Dan empezó la misa con plegarias y bendiciones. Yo leí una meditación budista y el sacerdote nos guió en la renovación de los votos bautismales. Tomó agua bendita, roció unas gotas en la frente de Tom y luego nos invitó a los demás a rociarnos.Durante la misa Tom estuvo consciente a ratos. A veces se le cerraban los ojos, pero él se obligaba a abrirlos. Yo lo tenía tomado de la mano y de vez en cuando sentía que me apretaba.Mi tía Marcella leyó el Salmo 23, que dice: "Sólo bondad y benevolencia me acompañarán todos los días de mi vida". Esto me hizo pensar que nosotros, en efecto, habíamos recibido más bondad y benevolencia de lo que yo esperaba.Al día siguiente mi esposo estaba muy cambiado, con mucha tranquilidad. El tiempo era espléndido y, para disfrutar del sol con él, lo llevé en la silla de ruedas a la terraza que había en la parte trasera. Los altos árboles del jardín se mecían haciendo murmurar el follaje, y los pájaros volaban de un lado a otro por el prado, que ya estaba cubierto de hierba. El sol, al atravesar el emparrado que sombreaba la terraza, se deshacía en motas de luz blanca y amarilla.Le alcé la cabeza a Tom para que pudiera admirar el jardín. Luego me arrodillé delante de él, apoyé la cabeza en su regazo y puse mis manos en las suyas. Le di las gracias por haberme dado más de lo que nunca soñé, y le aseguré que yo iba a estar bien. Le agradecí una y otra vez que me hubiera amado tanto.Me di cuenta de que me había escuchado. Luego cerró los ojos.El lunes 24 de julio ya no quiso tomar ningún alimento ni bebida. Uno de sus rosales, el blanco, floreció. Corté una docena de botones, los puse en floreros y los coloqué en su cuarto, donde se convirtieron en esplendorosas flores.Ese día Owsley se colocó en guardia, medio sentado y medio echado, ante la puerta del cuarto de Tom. No salió, ni ladró ni comió en todo el día. A ratos iba a meterse debajo de la cama de Tom o saltaba a la silla conmigo.La noche del martes cogí a Tom de la mano y me agaché a darle un beso.—Son las 11 y ya me voy a dormir —le dije—. Buenas noches. Te amo.A las 3 de la mañana me despertó un tironcito en la ropa. Abrí los ojos de golpe y vi que estaba sola en el cuarto. Me levanté y fui a ver a Tom. Le miré el rostro y lo vi respirar lentamente. Luego respiró una vez más, casi inaudiblemente, y se quedó inmóvil. Le tomé la muñeca con delicadeza. Ya no tenía pulso.Me quedé meditando y rezando junto a su cuerpo. Me figuré su espíritu como una luz que ascendía hacia una claridad más grande y luego se fundía con la luz infinita. También tuve una sensación que nunca había tenido; no sé cómo llamarla, pero creo que lo más preciso es misterio. Sentí como si Tom se elevara, y me embargó un temor reverente.Más o menos una hora después empecé a hacer las necesarias llamadas telefónicas. Al poco rato llegaron dos empleados de la funeraria. Owsley y yo seguimos el cuerpo en procesión por el vestíbulo y el jardín del frente hasta la calle. Allí nos quedamos mirando a los hombres meterlo en una camioneta y alejarse despacio hasta perderse de vista.Volví adentro y me detuve junto al rosal blanco de Tom. Estaba amaneciendo, y el cielo era un espectáculo de nubes grisáceas orladas de rosa y violeta. El índigo que aún cubría el poniente empezaba a disolverse por el oriente en celeste y marfil.En aquella quietud experimenté una sensación de unidad con Tom, con la Tierra y con Dios.El amor perdura- Para la autora, éste es el sentido de la muerte de su esposo.No puedo ponerle fin a mi historia porque, si bien la vida de Tom en esta tierra ha terminado, la mía no. Desde su muerte, conforme he ido superando el dolor, mi vida ha sido un constante ir y venir entre la luz y las sombras; los tiempos oscuros han sido más negros de lo que suponía, pero los momentos de luz han sido más brillantes.Ahora, cuando miro atrás, comprendo claramente el reto que el destino me planteaba: he ahí tu vida, acéptala o recházala. Aprendí que la clave está en aceptarla, aun a ciegas... y en explorarla hasta sus últimas consecuencias.Al mismo tiempo aprendí que el amor es más perdurable que el dolor. Si nos fuera dado escoger lo que hubiera de durar más que todo lo demás, ¿qué mejor elección que el amor?