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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para dar Zoom o Fijar,
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

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    FUEGO ERRANTE 2 (Guy Gavriel Kay)

    Publicado en julio 10, 2011

    El tapiz de Fionavar, Libro Segundo

    PRIMERA PARTE: EL GUERRERO
    SEGUNDA PARTE: OWEIN
    TERCERA PARTE: DUN MAURA
    CUARTA PARTE: CADER SEDAT


    PRIMERA PARTE
    EL GUERRERO

    Capítulo 1


    El invierno se estaba acercando. La nieve que había caído durante la noche había cuajado y los árboles sin hojas estaban adornados de blanco encaje. Toronto se despertó aquella mañana cubierta con un manto blanco y eso que sólo era noviembre.


    Atajando a través de la plaza de Nathan Philips, frente a las dos curvas gemelas del Ayuntamiento, Dave Martyniuk caminaba con el mayor cuidado posible, lamentando no haberse puesto las botas. Al llegar a la puerta del restaurante del otro lado de la plaza, vio con sorpresa que los otros tres ya lo estaban esperando.

    ―¡Dave! ―dijo Kevin Laine con mirada de lince―. ¡Un traje nuevo! ¿Desde cuándo?
    ―¡Hola a todos! ―saludó Dave―. Lo compré la semana pasada. No puedo llevar siempre las habituales chaquetas de pana, ¿verdad?
    ―Desde luego ―dijo Kevin sonriendo. Acababa de terminar en una firma de abogados las prácticas obligatorias que Dave acababa de empezar, y estaba cursando los seis meses igualmente aburridos pero menos formales que le permitirían ingresar en el Cuerpo de Abogados.
    ―Si encima se trata de todo un traje de tres piezas ―continuó diciendo―, la imagen que tengo de ti saltará rota en pedazos.

    Sin decir palabra, Dave se desabrochó la americana y dejó ver un flamante chaleco.

    ―¡Que los ángeles y los arcángeles nos protejan! ―exclamó Kevin, santiguándose con la mano izquierda mientras con la otra hacía el gesto contra el mal de ojo.

    Paul Schafer se echó a reír.

    ―Realmente ―continuó Kevin―, es un traje muy elegante; ¿por qué no te lo compraste de tu talla?
    ―¡Kevin, déjalo en paz! ―dijo Kim Ford―. Es un traje muy bonito, Dave, y te cae perfectamente. Por eso Kevin se siente miserable y celoso.
    ―No es cierto ―protestó Kevin―. Sólo quiero meterme un poco con mi colega. Si no puedo tomarle el pelo a Dave, ¿a quién se lo tomaré?
    ―Muy bien ―dijo Dave―. Soy muy resistente. Podré aguantarlo.

    En aquellos momentos se estaba acordando de la cara de Kevin en una habitación del hotel Park Plaza, la primavera pasada. De la cara y de la voz categórica, sonora y tensa con la que había hablado mientras contemplaba el cuerpo torturado de la mujer que yacía en el suelo:

    «Me vengaré de esto aunque se trate de un dios y la venganza signifique mi muerte»

    Había que tener paciencia, pensó Dave, con una persona que había hecho semejante juramento, aunque su comportamiento fuera la mayoría de las veces molesto. Había que tener paciencia porque aquella noche, y en otras ocasiones también, Kevin había expresado con palabras la rabia muda de su propio corazón.

    ―Está bien ―dijo Kim con voz suave, y Dave sabía que sus palabras eran respuesta a su pensamiento y no sólo a su desenfadada contestación.

    De no haber sido quien era, habría sido inquietante, con los cabellos blancos, el verde brazalete en la muñeca y en el dedo el anillo que los había traído de regreso a casa.

    ―Vámonos ―añadió Kim―. Tenemos muchas cosas que discutir.

    Paul Schafer, el Dos Veces Nacido, se había dado la vuelta y los conducía al interior del restaurante.

    ¿Cuántos matices, estaba pensando Kevin, puede tener la impotencia? Recordaba sus sentimientos un año atrás, cuando veía a Paul cada vez más encerrado en sí mismo en los meses que siguieron a la muerte de Rachel Kincaid. Habían sido malos tiempos. Pero Paul se había salvado; había ido tan lejos en sólo tres noches en el Arbol del Verano, allá en Fionavar, que en la mayoría de las circunstancias estaba fuera del alcance de la comprensión de cualquiera. Pero estaba curado, y Kevin pensaba que su curación era una especie de regalo de Fionavar, una especie de recompensa por lo que Jennifer había sufrido en manos del dios llamado Rakoth Maugrim, el Desenmarañador. Aunque recompensa no era la palabra más acertada; no podía haber compensación alguna ni en este ni en otro mundo; sólo una esperanza de desquite, una llama tan débil, a pesar de lo que él había jurado, que apenas ardía. ¿Qué significaba cualquiera de ellos ante un dios? Nada; ni Kim con sus visiones, ni Paul, ni Dave, que tanto había cambiado entre los dalreis, en la Llanura, y que había encontrado un cuerno en el Bosque de Pendaran.

    ¿Y quién era él, Kevin Laine, para pronunciar un juramento de venganza? Todo parecía patético y ridículo; sobre todo allí, en el comedor del Mackenzie King, ante un filete de lenguado, en medio del sonido de los cubiertos y de las conversaciones de abogados y corteses camareros.

    ―¿Bien? ―preguntó Paul en un tono que al instante convirtió en irrelevante todo lo que los rodeaba. Estaba mirando a Kim―. ¿Has visto algo?
    ―¡Basta! ―dijo Kim― Deja de atosigarme. Si sucede algo, te lo diré de inmediato. ¿Quieres que te lo haga constar por escrito?
    ―Calma, Kim ―dijo Kevin―. Debes comprender qué ignorantes nos sentimos. Tú eres nuestro vínculo.
    ―Pues por ahora no estoy vinculada a nada; es todo lo que hay. Tengo que encontrar un lugar y no puedo controlar mis sueños. Lo único que sé es que está en este mundo, pero no puedo ir a ningún sitio ni hacer nada hasta que lo encuentre. ¿Creéis que esta situación me divierte más que a vosotros tres?
    ―¿Puedes lograr que volvamos allá? –preguntó Dave imprudentemente.
    ―¡No soy ningún maldito metro! ―gruñó Kim―. Os saqué de allí porque el Baelrath de algún modo se desencadenó. Pero no puedo hacerlo a voluntad.
    ―Lo cual significa que estamos clavados aquí –dijo Kevin.
    ―A menos que Loren venga a buscarnos –corrigió Dave.

    Paul sacudió la cabeza.

    ―No lo hará.
    ―¿Por qué? ―preguntó Dave.
    ―Creo que Loren no va a participar en el juego. Puso las cosas en movimiento, pero luego las dejó en nuestras manos, y en las de algunos otros.

    Kim asentía con la cabeza.

    ―Puso un hilo en el telar ―murmuró―, pero no querrá tejer este tapiz.

    Ella y Paul intercambiaron una mirada.

    ―Pero ¿por qué? ―insistió Dave. Kevin captó la frustración en la voz del hombretón―. Nos necesita, o por lo menos necesita a Paul y a Kim. ¿Por qué no iba a venir a buscarnos?
    ―Por causa de Jennifer ―explicó Paul. Después continuó―: Cree que ya ha sufrido bastante. No querrá imponerle ningún sufrimiento más.

    Kevin carraspeó para aclarar su garganta.

    ―Según tengo entendido, sin embargo, cualquier cosa que suceda en Fionavar se reflejará aquí y también en los demás mundos, dondequiera que estén. ¿No es así?
    ―En efecto ―dijo Kim con calma―. Así es. Quizá no de forma inmediata, pero si Rakoth logra dominar Fionovar entrará en posesión de todos los mundos. Sólo hay un Tapiz.
    ―Aunque sea así ―dijo Paul―, tenemos que obrar por propia iniciativa. Loren no nos lo pedirá. Si nosotros cuatro queremos volver allí, tendremos que encontrar el medio de hacerlo por nuestra cuenta.
    ―¿Nosotros cuatro? ―dijo Kevin. El sentimiento de impotencia pesaba demasiado. Miró a Kim y vio sus ojos llenos de lágrimas.
    ―No lo sé ―murmuró ella―. No lo sé. Ella no quiere veros a ninguno de los tres. Nunca sale de casa. Me habla del trabajo, del tiempo y de las noticias, y ella, ella...
    ―Sigue en sus trece ―dijo Paul Schafer.

    Kimberly asintió con la cabeza.

    Había sido de oro puro, recordó Kevin en medio de su dolor.

    ―Está bien ―dijo Paul―. Ha llegado mi hora.

    Era la Flecha del dios.

    En la puerta había una mirilla por la que podía ver quién llamaba. Estaba siempre encerrada en casa, excepto cuando salía por las tardes a dar un paseo por el parque vecino. A menudo llamaban a la puerta: encargos, el hombre del gas, el correo certificado. Durante un cierto tiempo, al principio, habían traído estúpidamente flores. Siempre había creído que Kevin era más delicado que todo eso. No se preocupó de si semejante juicio era o no era justo. Había discutido con Kim por esa causa, cuando una noche su compañera de cuarto había encontrado un ramo de rosas en el cubo de la basura.

    ―¿Es que no puedes hacerte idea de lo que siente? ¿Acaso no te importa? ―le había preguntado Kimberly a gritos.

    La respuesta: no, y otra vez no.

    ¿ Cómo iba ella a experimentar de nuevo un sentimiento tan humano como la preocupación? Se había abierto un abismo insalvable entre ella y los otros cuatro, entre ella y cualquier otra persona. El hedor del cisne se había adherido a todo. Ahora veía el mundo a través de las filtradas tinieblas de Starkadh. ¿Qué voz, qué ojos entrevistos a través de aquella verde distorsión, podían enfrentarse con el poder de Rakoth que había atravesado su espíritu y su cuerpo hasta convertirla a ella, que en otro tiempo había sido amada y había sido una persona en toda su integridad, en una despreciable escoria?

    Sólo sabía que estaba cuerda, aunque no sabía por que.

    Y sólo una cosa la empujaba a seguir viviendo. No era una cosa prometedora, no podría serlo en modo alguno, pero era real, y fruto del azar, y le pertenecía a ella. Nadie podría contradecirla.

    Por eso, cuando Kim se lo comunicó a los otros tres y vinieron a verla en el mes de julio para discutir con ella, se había limitado a ponerse en pie y marcharse de la habitación. No había vuelto a ver a Kevin, ni a Paul, ni a Dave desde aquel día.

    Tendría el hijo, el hijo de Rakoth Maugrim. Se proponía morir al dar a luz.

    No tenía intención de franquearle la entrada, pero vio que estaba solo, y eso era lo suficientemente inesperado como para obligarla a abrir la puerta.

    ―Tengo que contarte una historia ―dijo Paul Schafer―. ¿Querrás escucharme?

    Hacia frío en el porche. Tras un instante de vacilación se hizo a un lado y lo dejó entrar. Cerró la puerta y caminó hacia la sala. El colgó su abrigo en el armario del recibidor y la siguió.

    Ella se sentó en la mecedora. Él en el sofá y la miró; era alta y hermosa, todavía esbelta, aunque ya no estaba delgada, pues cumplía el séptimo mes de embarazo. Mantenía la cabeza muy erguida y la mirada de sus grandes ojos verdes era severa.

    ―Me disgusté contigo la última vez, y lo haré de nuevo, Paul. No podrás convencerme.
    ―Dije que quería contarte una historia ―murmuró él.
    ―Pues cuéntala.

    Entonces por primera vez le habló del perro gris que había visto sobre la muralla de Paras Derval, y de la tristeza insondable que había en sus ojos; le habló de su segunda noche en el Arbol del Verano, cuando Galadan, a quien ella también conocía, había ido a buscarlo, y le contó cómo el perro había aparecido de nuevo y cómo había luchado en el Bosque de Mornir. Le contó cómo, atado en el Arbol del dios, había visto que la luna roja se levantaba en el cielo y que el perro gris expulsaba al lobo del bosque.

    Le habló de Dana. Y de Mórnir. De los poderes que se habían manifestado aquella noche en respuesta a la Oscuridad que se desataba en el norte. Su voz era más profunda de lo que ella recordaba. Parecía tener extrañas resonancias.

    ―No estamos solos en esto ―le había dicho―. Puede rompemos en pedazos al final, pero no será sin que se le oponga resistencia, y sea lo que sea lo que has visto y sufrido en aquel lugar, debes entender que él no puede diseñar el dibujo a su capricho. De otro modo no estarías aquí.

    Ella escuchaba casi en contra de su voluntad. Sus palabras le recordaban otras que ella misma había pronunciado cuando estaba en Starkadh: «No obtendrás nada de mí a menos que lo tomes por la fuerza», había dicho. Pero eso había ocurrido antes. Antes de que él hubiera comenzado a tomar todo por la fuerza, hasta que Kim la había rescatado.

    Alzó un poco la cabeza.

    ―Sí ―dijo Paul sin dejar de mirarla―. ¿Lo entiendes? Es más fuerte que cualquiera de nosotros, más fuerte incluso que el dios que me salvó. Es más fuerte que tú, Jennifer, no hay ni qué decirlo; excepto en una cosa: no puede apoderarse de lo que tú eres.
    ―Lo sé ―dijo Jennifer Lowell―. Precisamente por eso quiero tener su hijo.

    El se recostó en su asiento.

    ―Entonces te conviertes en su servidora.
    ―No. Escúchame ahora, Paul, porque tú no sabes todo lo sucedido. Cuando por fin me dejó..., me entregó a un enano. Se llamaba Blod. Yo era un regalo, un juguete, pero le dijo algo al enano: le dijo que tenía que matarme y que había una razón para ello. –Había una fría resolución en su voz―. Tendré a su hijo porque estoy viva a pesar de que él deseaba mi muerte; el hijo es fruto del azar, está fuera de sus planes.

    Él permaneció en silencio un buen rato. Luego dijo:

    ―Pero aquí estás tú, dentro y fuera de ti misma.

    Su risa estalló de forma brutal.

    ―¿Y quién soy yo, dentro y fuera de mí misma, para responderle? Tendré su hijo, Paul, y él será mi respuesta.

    Paul sacudió la cabeza.

    ―Hay mucha maldad en ese ser, y sólo servirá para probar lo que ya está suficientemente probado.
    ―En modo alguno ―dijo Jennifer.

    Tras un momento, Paul hizo un gesto con la boca.

    ―No voy a insistir más, entonces. He venido por ti, no por El. De todos modos, Kim ya ha soñado su nombre.

    Los ojos de ella relampaguearon.

    ―Paul, entiéndeme. Haría lo que voy a hacer pese a lo que Kim pudiera decir. Pese a lo que Kim pudiera soñar. Y le pondré el nombre que yo elija.

    Paul estaba sonriendo de forma inesperada.

    ―Persiste en tu empeño y hazlo pues. Pero vuelve a nosotros, Jen: te necesitamos.

    Sólo cuando hubo acabado de hablar, ella se dio cuenta de lo que ella misma había dicho. Él la había engañado, decidió, la había incitado deliberadamente a algo que había querido evitar. Pero, por alguna razón, no podía enfadarse con él. Si aquella primera tabla de salvación que él le había tendido hubiera sido un poco mas firme, incluso habría podido sonreír.

    Paul se levanto.

    ―Hay una exposición de pintura japonesa en el Museo de Arte. ¿Te gustaría ir a verla conmigo?

    Durante bastante rato ella siguió balanceándose en la mecedora mientras lo miraba. Era moreno, delgado, frágil, aunque no tanto como en la primavera pasada.

    ―¿Cómo se llamaba el perro? ―preguntó.
    ―No lo sé. Me gustaría saberlo.

    Poco después ella se levantó, se puso el abrigo y dio el primer paso en el primer puente que se le tendía.

    «La tenebrosa semilla de un dios tenebroso», pensaba Paul, mientras trataba de mostrar interés ante los cuadros del siglo XIX traídos de Kyoto y Osaka. Grullas, árboles retorcidos, elegantes damas con largos alfileres en sus tocados.

    Su compañera no hablaba demasiado, pero había ido al museo, y eso ya era mucho. Recordó la derrumbada figura que había sido siete meses antes, cuando Kim los había hecho regresar de Fionavar con la ayuda del deslumbrante poder del Baelrarh.

    Ése era el poder de Kim, lo sabia: la Piedra de la Guerra y sus sueños en los que caminaba por la noche, con sus blancos cabellos, como los de Ysanne, con dos almas en su interior y la experiencia de dos mundos distintos. Debía de ser algo difícil. El precio del poder, recordó que le había dicho Ailell, el soberano rey, la noche en que jugaron al ta’bael. Esa noche había sido el inicio de las tres noches que se habían convertido en su más pesada carga. La puerta de entrada de lo que ahora era: el señor del Arbol del Verano.

    Lo que ahora era. Habían llegado a la sala del siglo XX: más grullas, altas y esbeltas montañas, pequeños botes navegando en anchos ríos.

    ―Los temas no cambian demasiado ―dijo Jennifer.
    ―No mucho.

    Había sido salvado; era la respuesta de Mornir, pero no tenía ningún anillo que ardiera, ni sueños en los que escrutar los secretos del Tapiz, ni siquiera un cuerno como el que había encontrado Dave, ni la ciencia de los cielos de Loren, o una corona como Aileron; ni tampoco ―aunque se estremeció mientras lo pensaba― un niño en su vientre como la mujer que estaba a su lado.

    Y sin embargo... En las ramas del Arbol, dos cuervos se habían posado junto a su hombro: Pensamiento y Memoria eran sus nombres. También había aparecido una figura en el claro del Bosque; le había costado verla, pero había distinguido los cuernos que llevaba sobre su cabeza y que había inclinado ante él. También, en torno a él, se había levantado la niebla y había ascendido hasta el cielo en el que brillaba una luna roja en plena noche de novilunio. Había llovido. Y luego el dios.

    Y el dios todavía estaba con él. Por las noches, a veces, podía sentir su tácita e inconmensurable presencia en el fluir de su sangre y en el amortiguado trueno de su corazón de hombre.

    ¿Acaso él era sólo un símbolo? ¿Una manifestación de lo que había dicho Jennifer: la prueba viviente de las fuerzas que se oponían a los planes del Desenmarañador? Había papeles aún peores, suponía. Por lo menos tenía un papel que jugar en lo que se avecinaba, pero algo en su interior ―y en su interior latía un dios― le decía que había algo más. «Ningún hombre que no haya nacido dos veces podrá ser el señor del Árbol del Verano», le había dicho Jaelle en el templo.

    El era más que un símbolo. La demora en aprender qué y cómo era parecía formar parte del precio.

    Casi habían llegado al final. Se detuvieron ante un cuadro muy grande que reproducía una escena fluvial: barcos movidos con pértigas, otros descargados en muelles concurridos; había bosques en la otra orilla y montañas coronadas de nieve. Pero el cuadro estaba mal instalado; reflejadas en el cristal, Paul podía ver las figuras de dos estudiantes y del dormido guarda. Y de pronto, en el borroso reflejo de la puerta de entrada, vio a un lobo.

    Conteniendo el aliento, se volvió con celeridad y sus ojos se encontraron con los de Galadan.

    El señor de los Lobos había adoptado su apariencia real, y Paul, al oír el grito sofocado de Jennifer, supo que también ella recordaba aquella impresionante fuerza de poder, marcada con una cicatriz y con un mechón de plata en sus oscuros cabellos.

    Cogiendo con fuerza la mano de Jennifer, Paul echó a correr recorriendo a la inversa la sala de exposición. No dejaba de mirar por encima de su hombro: Galadan los seguía con una sarcástica sonrisa en su rostro. No parecía tener prisa.

    Dieron la vuelta a una esquina. Mientras murmuraba rápidamente una oración, Paul empujó una puerta que estaba señalada con el letrero de «SALIDA DE EMERGENCIA». Oyó que un guarda gritaba tras él, pero no sonó ningún timbre de alarma. Se encontraron en un corredor de servicio. Sin decir ni una palabra, siguieron corriendo. Detrás de ellos Paul oyó de nuevo el grito del guarda al tiempo que la puerta se abría por segunda vez.

    El corredor se bifurcaba. Paul abrió otra puerta y empujó a Jennifer, que dio un traspié; Paul tuvo que sostenerla.

    ―¡No puedo correr más, Paul!

    Soltó una maldición para sus adentros. No podían estar más lejos de la salida de lo que lo estaban. La última puerta los había llevado a la sala más grande del museo, destinada a la exposición permanente de las esculturas de Henry Moore. Era el orgullo del Museo de Arte de Ontario, la sala que lo colocaba entre los museos más importantes del mundo.

    Y, según parecía, iban a morir en esa sala.

    Ayudó a Jennifer a alejarse de la puerta. Pasaron junto a enormes esculturas: una maternidad, un desnudo, una figura abstracta.

    ―Espera aquí ―dijo, y la hizo sentar en la ancha base de una de las esculturas.

    No había nadie más en la sala, en aquella mañana de un día laborable de noviembre.

    «Todo tiene sentido», pensó. Y se dio la vuelta. El señor de los Lobos acababa de entrar por la misma puerta que ellos. Y por segunda vez él y Galadan se encararon uno con otro en un lugar donde parecía que el tiempo se había detenido.

    Jennifer susurró su nombre. Sin dejar de mirar a Galadan, la oyó decir con una voz sorprendentemente tranquila:

    ―Es demasiado pronto, Paul. Seas quien seas debes averiguarlo ahora. Si no lo haces, te maldeciré mientras muero.

    Todavía estremeciéndose por esas palabras, vio que Galadan se señalaba con un largo y afilado dedo un rojo verdugón sobre la sien.

    ―Me lo hice ―dijo el señor de los andains― con la raíz de tu Árbol.
    ―Dondequiera que te lo hayas hecho ―dijo Paul―, tienes suerte de estar vivo.
    ―Quizá ―contestó el otro, sonriendo de nuevo―, pero no soy más afortunado de lo que vosotros lo habéis sido hasta ahora. Vosotros dos.

    Tenía en sus manos un cuchillo, aunque Paul no había visto cómo lo había sacado. Recordaba aquel cuchillo. Galadan se acercó unos pasos. Nadie, Paul lo sabía, nadie iba a entrar en la sala.

    Y sabía además otra cosa. Sentía en su interior una extraña agitación, como la del mar, que lo hizo replegarse en sí mismo, lejos de Jennifer, y decir:

    ―¿Acaso quieres combatir con el Dos Veces Nacido de Mornir?

    Y el señor de los Lobos contestó:

    ―Para eso he venido, aunque además mataré a la muchacha cuando tú ya estés muerto. Recuerda quién soy: los hijos de los dioses se han arrodillado para lavarme los pies. Tú ya no eres nada, Pwyll el Dos Veces Nacido, y serás muerto dos veces antes de que yo permita que entres en posesión de tu poder.

    Paul sacudió la cabeza. Su sangre fluía y subía como la marca. Se oyó a sí mismo decir con una voz que parecía venir de muy lejos:

    ―Tu padre se inclinó ante mí, Galadan. ¿Por qué no ibas a hacerlo tú, hijo de Cernan?

    Y sintió una oleada de poder al ver que el otro vacilaba.

    Pero fue sólo un momento. Luego, el señor de los Lobos, que había sido una fuerza de poder y un señor del poder durante mil años, soltó una sonora carcajada y, levantando de nuevo la mano, sumió a la sala en la mas completa oscuridad.

    ―¿Es que has conocido alguna vez a un hijo que siga los pasos de su padre? ―dijo―. Ahora no tienes ningún perro que te proteja, y yo puedo ver en la oscuridad.

    En el interior de Paul cesó la afluencia de poder.

    Pero en su lugar sobrevino algo más: una apacible tranquilidad semejante a la de un estanque en el corazón de un bosque; y supo, instintivamente, que aquello era el verdadero acceso a lo que él era ahora y debería ser. Con aquella calma en su interior, retrocedió hasta donde estaba Jennifer y le dijo:

    ―Conserva la calma, pero agárrate bien a mí.

    Cuando notó que ella asía con fuerza su mano y se colocaba de pie a su lado, habló una vez más al señor de los Lobos; su voz había cambiado:

    ―¡Esclavo de Maugrim! ―dijo―. No puedo vencerte todavía; ni siquiera puedo verte en la oscuridad. Pero nos encontraremos otra vez, y a la tercera va la vencida, como bien sabes. Ahora no puedo perder más tiempo contigo en este lugar.

    Y, al tiempo que profería estas palabras, sintió que iba sumergiéndose en aquel apacible y profundo lugar, aquel estanque interior que había logrado encontrar en la más extrema necesidad. Se deslizó más y más y, sin soltar a Jennifer, a través de un frío ya familiar, a través de los entresijos del tiempo, a través del espacio entre los mundos del Tejedor, logró regresar a Fionavar.


    Capítulo 2


    Vae oyó que llamaban a la puerta. Desde que Shahar había sido enviado al norte, a menudo durante la noche oía ruidos en la casa, que por lo general había aprendido a ignorar.


    Pero aquel martilleo en la puerta de entrada no podía ser atribuido a la soledad del invierno o a los temores propios de los tiempos de guerra. Era un ruido real, e insistente, pero no sentía el menor deseo de saber a qué se debía.

    Sin embargo, su hijo ya había aparecido en el umbral de la puerta de su habitación; se había puesto los pantalones y la abrigada casaca que ella le había hecho cuando empezaron las nieves. Parecía semidormido y muy joven; pero, en realidad, a ella siempre le parecía muy joven.

    ―¿Quieres que vaya a ver quién es? ―preguntó con decisión.
    ―Espera ―dijo Vae.

    Ella misma se levantó y se puso una túnica de lana sobre el camisón. Hacía frío en la casa y era más de medianoche. Su marido estaba muy lejos y ella estaba sola en el frío del invierno con la única compañía de un niño de catorce años y aquel insistente golpeteo en la puerta.

    Vae encendió una vela y siguió a Finn escaleras abajo.

    ―Espera ―dijo de nuevo cuando ya se encontraban en la tienda, y encendió dos velas más a pesar del gasto que eso suponía.

    Nadie podía abrir la puerta en invierno sin disponer de una buena luz que permitiera ver quién llamaba. Cuando las velas hubieron prendido, vio que Finn había cogido de la chimenea del piso de arriba el atizador. Aprobó con la cabeza y abrió la puerta.

    De pie en la nieve estaban dos extranjeros, un hombre y una esbelta mujer a quien aquél sostenía por los hombros. Finn dejó caer el atizador, pues los extranjeros estaban desarmados. Al aproximarse a ellos con la vela en alto, Vae vio dos cosas: que la mujer no le resultaba del todo desconocida y que además estaba embarazada.

    ―¿Del ta’kiena? ―preguntó Vae―. La tercera vez.

    La mujer asintió con la cabeza. Sus ojos se fijaron en Finn y luego de nuevo en su madre.

    ―El está todavía aquí ―dijo―. Me alegro.

    Finn no dijo nada; su juventud rompía en pedazos el corazón de Vae.

    El hombre en la puerta se agitó.

    ―Necesitamos ayuda ―dijo―. Venimos huyendo del señor de los Lobos desde nuestro mundo. Me llamo Pwyll, y ella Jennifer. La primavera pasada hicimos la travesía con Loren.

    Vae asintió, deseando que Shahar estuviera allí con ella en lugar de encontrarse en la Fortaleza del Norte armado con la lanza de su abuelo. Era un tejedor de alfombras, no un soldado; ¿qué sabía él de guerras?

    ―Adelante ―les dijo, franqueándoles el paso. Finn corrió los cerrojos de la puerta tras ellos.
    ―Me llamo Vae. Mi marido está fuera. ¿Cómo puedo ayudaros?
    ―La travesía me ha precipitado el parto ―dijo la mujer llamada Jennifer, y Vae leyó en su cara síntomas evidentes.
    ―Enciende el fuego; arriba, en mi habitación –dijo dirigiéndose a Finn.

    Luego le dijo al hombre:

    ―Ayúdalo. Hervid agua. Finn te enseñará dónde guardamos la ropa blanca. Daos prisa, los dos.

    Se marcharon subiendo las escaleras de dos en dos. Solas, a la luz de las velas, entre la lana sin hilar y las alfombras ya tejidas que llenaban la tienda, las dos mujeres se miraron una a otra.

    ―¿Por qué yo? ―preguntó Vae.

    Los ojos de la otra estaban velados por el dolor.

    ―Porque necesito una madre que sepa cómo amar a un hijo.

    Vae había estado durmiendo hasta poco antes; la mujer que ahora estaba con ella era tan hermosa que podría haber sido una criatura del mundo de los sueños, excepto por los ojos.

    ―No lo entiendo ―dijo Vae.
    ―Tendré que abandonarlo ―dijo la mujer―. ¿Podrás darle tu corazón a otro hijo cuando Finn emprenda el Camino Más Largo?

    A la luz del día, hubiera podido estrangular y maldecir a cualquiera que hubiera mencionado tan llanamente aquello que traspasaba su corazón como una espada. Pero era de noche, todo parecía un sueño, y además la otra mujer estaba llorando.

    Vae era una mujer sencilla; trabajaba y tejía la lana con su marido. Tenía un hijo que por razones que ella no podía alcanzar había sido llamado al Camino por tres veces en el juego infantil de la profecía, el ta’kiena, y luego por cuarta vez antes de que la Montaña estallara en señal de guerra. Y ahora eso.

    ―Si ―contestó Vae con sencillez―. Podría amar a otro niño. ¿Tu hijo?

    Jennifer se enjugó las lágrimas.

    ―Si ―dijo―. Pero aún hay más. Será un andain, y no sé lo que eso significa.

    Vae se dio cuenta de que sus manos temblaban. Un hijo de un dios y una mortal. Eso significaba muchas cosas, la mayoría de ellas olvidadas. Exhaló un profundo suspiro.

    ―Muy bien ―dijo.
    ―Otra cosa más ―añadió la muchacha rubia.
    ―Dime ―dijo Vae cerrando los ojos.

    Los mantuvo cerrados mucho tiempo después de que el nombre del padre fuera pronunciado. Luego, con más coraje del que nunca hubiera imaginado, abrió los ojos y dijo:

    ―Necesitará que lo amen profundamente. Trataré de hacerlo.

    Al ver que la otra mujer rompía en sollozos ante su respuesta, se sintió invadida por una inmensa piedad.

    Poco después, Jennifer recuperaba la calma, pero era sacudida por un doloroso espasmo.

    ―Es mejor que subamos ―dijo Vae―. No será fácil. ¿Podrás subir las escaleras?

    Jennifer asintió. Vae la rodeó con su brazo y subieron juntas. De pronto, Jennifer se detuvo.

    ―Si hubieras tenido otro hijo ―susurró―, ¿cómo lo habrías llamado?

    Era, en efecto, el mundo de los sueños.

    ―Darien ―contestó Vae―. Por mi padre.

    No fue fácil, pero por lo menos fue rápido. Naturalmente, era pequeño, puesto que había nacido dos meses antes, pero no tanto como ella había temido. Al mirarlo por primera vez, Jennifer se echó a llorar, llena de amor y compasión hacia todos los mundos y hacia todos los campos de batalla, pues el niño era muy hermoso.

    Cegada por las lágrimas, cerró los ojos. Luego, y sólo por una vez, con toda solemnidad, tal como debería hacerse y es tradición que se hace, dijo:

    ―Su nombre es Darien. Así es como lo ha llamado su madre.

    Después se recostó en las almohadas y entregó su hijo a Vae.

    Al cogerlo entre sus brazos, Vae se asombró de cuán fácilmente la embargaba de nuevo el amor. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras lo mecía. Y atribuyó a sus lágrimas y a la oscilante luz de las velas el que por un instante ―tan sólo un instante― los ojos azules del niño le parecieron rojos.

    Era todavía de noche cuando Paul salió a la calle; la nieve seguía cayendo y se iba acumulando en las aveni― das de Paras Derval contra los muros de las casas. Pasó junto al reclamo de El Jabalí Negro. La taberna estaba a oscuras y cerrada y el reclamo se balanceaba con el viento que anunciaba el alba. No había nadie en las blancas calles.

    Continuó su marcha hacia el este, hacia los confines de la ciudad, y luego, en marcha más lenta, hacia el norte, ascendiendo por la colina donde se levantaba el palacio. Se veían luces en el castillo; eran como faros de calor en medio del viento y la nieve que caía.

    Paul Schafer sintió un apremiante deseo de ir hacia esas luces, sentarse junto a los amigos ―Loren, Matt, Diarmuid, Kell, incluso Aileron, el severo y barbado soberano rey― y oír sus nuevas en tanto él compartía con ellos la carga de lo que acababa de presenciar.

    Resistió la tentación. El niño era un hilo de Jennifer en ese telar, y estaba en deuda con ella: no podía en modo alguno arrancar ese hilo anunciando a diestra y siniestra que aquel día había nacido el hijo de Rakoth Maugrim.

    Lo había llaniado Darien. Paul se acordó de Kim cuando dijo «Conozco su nombre». Sacudió la cabeza. Ese niño era .algo tan impredecible, tan azaroso, que paralizaba la razón: ¿cuáles serían los poderes de este último vástago de los andains, y al lado de quién, ¡oh!, al lado de quién estaría su lealtad? ¿Había dado a luz Jennifer aquel día no sólo a un lugarteniente sino al heredero mismo de la Oscuridad?

    Las dos mujeres habían llorado, la que lo había parido y la que lo había cogido entre sus brazos. Las dos mujeres, pero no el niño, no aquel hermoso niño de ojos azules hijo de dos mundos.

    ¿Acaso lloraban los andains? Paul buscó la respuesta en el apacible lugar, en la fuente de poder que los había llevado hasta allí, pero no se sorprendió al no encontrar allí nada.

    Salvando el último montón de nieve arremolinada, llegó a su destino, respiró profundamente para tranquilizarse y tiró de la cadena que pendía de la arcada de la puerta.

    Oyó que sonaba un timbre en el interior del Templo abovedado de la Madre; luego se hizo de nuevo el silencio. Permaneció inmóvil en la oscuridad hasta que las enormes puertas se abrieron y el resplandor de una vela trazó un pequeño camino en la noche envuelta por la nieve. Dio un paso adelante para ver y ser visto.

    ―No des un paso más ―dijo una voz de mujer― Llevo una espada.

    El conservó la calma.

    ―No lo dudo ―dijo―. Pero seguro que también tienes ojos, espero, y deberías saber quién soy, porque ya he estado aquí antes.

    Había dos mujeres, una muchacha que llevaba la vela y junto a ella una mujer madura. Se acercaban otras también con luces.

    La muchacha se aproximó a él, levantando la vela para poder ver su rostro.

    ―¡Por Dana de la Luna! ―exclamó la mujer madura.
    ―Sí ―dijo Paul―. Ahora, por favor, ve deprisa a llamar a tu sacerdotisa. No puedo perder tiempo y he de hablar con ella.

    Hizo ademán de entrar en el vestíbulo.

    ―¡Alto! ―dijo de nuevo la mujer―. Todos los hombres deben pagar un precio de sangre por entrar aquí.

    Ante esto, Paul perdió los estribos.

    Avanzó unos pasos, la cogió por la muñeca y se la retorció. El cuchillo sonó al caer sobre el suelo de mármol. Sin soltar a la mujer de túnica gris, Paul dijo con brusquedad:

    ―¡Ve a buscar a la sacerdotisa, ahora mismo!

    Nadie se movió; detrás de él el viento silbaba a través de la puerta abierta.

    ―¡Suéltala! ―dijo la muchacha con calma.

    Se volvió a mirarla; no parecía tener más de trece años.

    ―No va a hacerte ningún daño ―continuó diciendo―. Simplemente no sabe que ya derramaste tu sangre la última vez que estuviste aquí, Dos Veces Nacido.

    Lo había olvidado: las uñas de Jaelle le habían arañado la mejilla mientras él yacía indefenso. Sus ojos escrutaron a aquella criatura tan segura de sí misma. Soltó a la otra sacerdotisa.

    ―Shiel ―dijo la muchacha con la misma calma―, deberíamos llamar a la suma sacerdotisa.
    ―No hace falta ―dijo una fría voz y, avanzando entre las antorchas, vestida como siempre de blanco, apareció Jaelle y se detuvo ante él. Paul vio que iba descalza y que sus largos cabellos rojos caían como una cascada sobre su espalda.
    ―Siento haberte despertado ―dijo él.
    ―Habla ―le replicó ella―, Y ten mucho cuidado. Has maltratado a una de mis sacerdotisas.

    Él no podía permitirse el lujo de perder la calma. Iba a resultar bastante difícil tal como estaban las cosas.

    ―Lo siento ―mintió―. He venido para hablar contigo. Me gustaría hacerlo a solas.

    Ella lo miró de hito en hito. Luego se dio la vuelta.

    ―Llevadlo a mis habitaciones ―dijo.
    ―¡Sacerdotisa! La sangre, él debe...
    ―¡Shiel,cállate aunque sea por una vez! ―dijo con rudeza Jaelle, revelando de forma totalmente inusual en ella una cierta tensión.
    ―Ya se lo he dicho yo ―dijo con suavidad la muchacha―. El derramó su sangre la última vez que estuvo aquí.

    Jaelle hubiera preferido que no se lo recordaran. Tomó el camino más largo, de modo que él tuvo que pasar por la sala abovedada y ver el hacha.

    Se acordaba del lecho. Se había despertado en él una mañana lluviosa. Estaba pulcramente hecho. Convencionalismos, pensó él con ironía, y criados bien enseñados.

    ―Te escucho ―dijo ella.
    ―Por favor, primero dame noticias. ¿Ha estallado la guerra? ―preguntó él.

    Ella caminó hacia la mesa; luego se dio la vuelta y lo miró de frente, apoyando sus manos en la pulida superficie.

    ―No. El invierno llegó muy pronto y es muy crudo. Ni siquiera los svarts alfar caminan bien sobre la nieve. Los lobos han sido un problema, y tenemos escasez de comida, pero todavía no se ha librado ninguna batalla.
    ―Así pues, ¿oísteis el consejo de Kim?

    «¡No ataques, él está esperando en Starkadh!», había exclamado Kimberly mientras iniciaban la travesía.

    Jaelle dudó.

    ―Yo lo oí, en efecto.
    ―¿Y nadie más?
    ―Yo estaba golpeando el avarlith por ella.
    ―Lo recuerdo. Fue algo inesperado.

    Ella hizo un gesto de impaciencia.

    ―Entonces, ¿te hicieron caso? ―continuó él.
    ―Tras muchos esfuerzos ―dijo muy sucintamente.

    Paul, sin embargo, podía adivinar lo que había sucedido, puesto que conocía la desconfianza que debieron de sentir todos los hombres reunidos aquella mañana en el Gran Salón hacia la suma sacerdotisa.

    ―¿Y qué ocurre ahora? ―fue todo lo que él dijo.
    ―Esperamos que llegue la primavera. Aileron delibera con todo aquel que quiere hablar con él, pero todos esperamos la primavera. ¿Dónde está la vidente? ―su voz tenía un tono de urgencia.
    ―También está esperando. Un sueño.
    ―¿Por qué has venido aquí? ―preguntó ella.

    Con una débil sonrisa y con toda seriedad, se lo contó todo: la Flecha de Mornir a la sacerdotisa de la Madre. Todo. En voz muy baja le dijo el nombre del niño, y en voz más baja aún el nombre del padre.

    Ella no hizo el más mínimo movimiento mientras él estuvo hablando; ni un solo gesto reveló su emoción. Paul tuvo que reconocer su valor. Luego ella preguntó de nuevo, pero con voz diferente:

    ―¿Por qué has venido aquí?
    ―Porque la pasada primavera tú recibiste a Jennifer como huésped ―contestó él.

    Ella no esperaba semejante respuesta, y su rostro lo evidenció. En cierto modo era un triunfo para él, pero el momento era demasiado solemne como para llevar la cuenta de insignificantes tantos en el juego del poder.

    ―Loren hubiera desconfiado mucho de esta insensatez ―continuó él para dulcificar el aguijón―, pero creo que tú sabrás arreglártelas. Te necesitamos.
    ―¿Confías en mí en este asunto?

    Ahora fue él quien hizo un gesto de impaciencia.

    ―¡Oh, Jaelle!, no exageres tu propia malevolencia. No estás satisfecha con el equilibrio de poderes que hay ahora aquí; cualquier tonto puede darse cuenta. Pero sólo un grandísimo imbécil confundiría esa insatisfacción con la deslealtad en esta guerra. Tú sirves a la diosa que nos envió aquella luna, Jaelle. Yo soy el menos apropiado de los hombres para olvidarlo.

    Ella parecía muy joven en aquellos momentos. Bajo la túnica blanca se escondía una mujer, una persona, y no sólo un símbolo; él había cometido el error de tratar de decírselo una vez, en aquella misma habitación, mientras fuera caía la lluvia.

    ―¿Qué necesitas? ―preguntó.

    El tono de su voz era crispado.

    ―Que vigiles al niño. Y en el más profundo secreto, que es otra de las razones por las que he acudido a ti.
    ―Tendré que decírselo a las mormae de Gwen Ystrat.
    ―Me lo figuraba.

    Se levantó y comenzó a recorrer la habitación a grandes zancadas mientras hablaba.

    ―¿Esa es la costumbre, según deduzco, entre las mormae?
    ―Así es; es la costumbre en. cualquier tipo de sacerdocio, pero el secreto permanecerá guardado en el círculo interior.
    ―Muy bien ―dijo él y se detuvo muy cerca de ella―. Pero entonces tienes que solucionar un problema.
    ―¿Cuál?
    ―¡Este! ―Y apartándola abrió una puerta interior, sorprendió a la fisgona y la empujó con violencia dentro de la habitación de manera que cayó sobre la alfombra.
    ―¡Leila! ―exclamó Jaelle.

    La muchacha se ajustó la túnica gris y se puso en pie. Había un destello de temor en sus ojos, pero sólo un destello, Paul lo vio perfectamente; su cabeza se erguía con orgullo mientras los miraba.

    ―Merecerías la muerte por lo que has hecho. –El tono de Jaelle era glacial.
    ―¿Es que vamos a discutirlo delante de un hombre? ―dijo Leila con dureza.

    Jaelle pareció dudar, pero sólo por un instante.

    ―Así es ―replicó, y Paul se sorprendió por el cambio de tono de su. voz, ahora amable―. Leila, no debes darme lecciones; no soy Shiel ni Marline. Hace sólo diez días que vistes de gris y deberías comprender cuál es tu puesto.

    La reprimenda era demasiado suave, según creía Paul.

    ―¡Al infierno con todo eso! ―dijo él―. ¿Qué es lo que estaba haciendo? ¿Qué es lo que ha oído?
    ―Lo he oído todo ―respondió Leila.
    ―Lo creo ―dijo Jaelle con sorprendente tranquilidad―. Dime por qué lo has hecho.
    ―Por Finn ―dijo Leila―. Me enteré de que venía por Finn.
    ―¡Ah! ―dijo Jaelle despacio.

    Avanzó hacia la niña y poco después sus dedos rozaron su mejilla en una perturbadora caricia.

    ―Ya lo entiendo ―dijo.
    ―Pues yo estoy totalmente perdido ―dijo Paul.

    Las dos lo miraron.

    ―No deberías estarlo ―dijo Jaelle, que volvía a ser la misma de siempre―. ¿No te habló Jennifer del ta’kiena?
    ―Si, pero...
    ―¿Y no te dijo por qué quiso tener el niño en casa de Vae?, ¿en la casa de la madre de Finn?

    Todo encajaba; miró a la delgada y rubia Leila y preguntó:

    ―¿Es ella?

    Le respondió la propia niña:

    ―Yo llamé a Finn al Camino. Por tres veces, y luego por cuarta vez. Estoy conectada mentalmente con él hasta que se vaya.

    Se hizo el silencio.

    ―Muy bien, Leila ―dijo Jaelle―. Ahora déjanos solos. Ya has hecho lo que tenias que hacer. No digas nunca ni una palabra.
    ―No creo que pueda ―dijo Leila con una débil vocecilla―. Por Finn. A veces siento un océano en mi interior. Creo que me ahogaría si tratara de hacerlo.

    Se dio la vuelta y abandonó la habitación; cerró con cuidado la puerta tras ella.

    Al mirar a la sacerdotisa, a la luz de las velas, Paul se dio cuenta de que hasta entonces jamás había visto piedad en sus ojos.

    ―¿No vas a tomar ninguna medida? ―murmuró él. Jaelle asintió con la cabeza, sin dejar de mirar la puerta por la que había salido la muchacha.
    ―Hubiera matado a cualquier otra que hubiera hecho lo mismo, créeme.
    ―Pero ¿no a ella?
    ―No, a ella no.
    ―¿Por qué?

    Ella lo miró.

    ―Deja que conserve este secreto ―dijo con voz suave―. Hay misterios que es mejor no conocer, Pwyll. Incluso para ti.

    Era la primera vez que lo llamaba por su nombre. Sus ojos se encontraron y esta vez fue Paul quien desvió la mirada. Podía hacer frente a sus pullas, pero aquella mirada en sus ojos evocaba un poder más antiguo e insondable que el que él había experimentado en el Arbol.

    Paul carraspeó y dijo:

    ―Nos marcharemos por la mañana.
    ―Lo sé ―dijo Jaelle―. Ordenaré de inmediato que vayan a buscarla.
    ―Si hubiera podido hacerlo por mí mismo –dijo Paul―, jamás te lo habría pedido. Sé que se agota el avarlirh, la raíz de la tierra.

    Ella sacudió la cabeza; las velas hicieron brillar sus cabellos.

    ―Ya hiciste bastante al conseguir traerla por ti mismo. Sólo el Tejedor sabe cómo lo lograste.
    ―Bueno, yo desde luego no lo sé ―admitió él con humildad.

    Permanecieron un rato callados. Todo era calma en el santuario, en la habitación.

    ―Darien ―dijo ella.

    Él suspiró.

    ―Lo sé. ¿Tienes miedo?
    ―Si ―contestó―. ¿Y tú?
    ―Mucho.

    Se miraron a través del espacio alfombrado que los separaba, una distancia demasiado grande, imposible de salvar.

    ―Sería mejor que nos pusiéramos manos a la obra ―dijo él por fin.

    Ella levantó la mano y tiró de un cordón que tenía a su lado. En algún lugar sonó una campana. Cuando acudieron a su llamada, dio rápidas y terminantes órdenes; y pareció que había transcurrido poco tiempo cuando las sacerdotisas regresaron trayendo consigo a Jennifer.

    Luego todo sucedió deprisa. Entraron en la sala abovedada y le vendaron los ojos a Paul. Ella derramó su propia sangre, lo cual sorprendió a algunas; luego se encaró hacia el este, hacia Gwen Ystrat, para encontrarse primero con Audiart y luego con las otras. Todas fueron puestas al corriente y mostraron su aprobación; viajaron, todas juntas, alcanzaron Dun Maura y sintieron que la raíz de la tierra fluía a través de ellas.

    ―¡Adiós! ―oyó que él le decía, mientras en su interior la raíz de la tierra se transformaba en una corriente como de luna que atravesaba su cuerpo, tal como siempre había ocurrido, desde su misma infancia. Encauzó esa corriente, dio gracias y luego hizo girar el avarlith para enviarlos de vuelta a casa.

    Más tarde, era tal su cansancio que sólo pudo dormir.

    En la casa, junto al césped donde el ta’kiena había sido cantado, Vae sostenía en sus brazos a su nuevo hijo. Las sacerdotisas de túnica gris le habían traído leche, pañales y le habían prometido más cosas. Finn había improvisado con presteza una cuna para Darien.

    Había dejado que Finn sostuviera a su hermano en brazos durante un rato, y su corazón se había henchido de emoción al ver cómo brillaban los ojos de su hijo. A lo mejor, pensaba, eso lo retendría en casa; quizás aquel ser pavoroso era lo suficientemente poderoso para contrarrestar la llamada que Finn había oído. A lo mejor.

    Y le asaltó otro pensamiento: cualquiera que fuese su padre, y ella maldecía su nombre, un niño aprendía el amor de las personas que lo amaban, y ellos podrían proporcionarle todo el amor que necesitara; ella, Finn, y también Shahar cuando regresara a casa. Cómo podría alguien no amar a una criatura tan tranquila y hermosa, con unos ojos tan azules; tan azules como los centinelas de piedra de Ginserat, pensó, y luego recordó que los centinelas se habían roto en pedazos.


    Capítulo 3


    Paul, desde su puesto de observación sobre la carretera, silbó la señal convenida para indicar que el camino estaba libre. Apoyándose con firmeza en un poste, Dave saltó la cerca y farfulló una maldición al tiempo que sus tobillos se hundían en el lodo.


    ―¡Ya está! ―dijo―. Ahora les toca a las chicas.

    Kevin ayudé primero a Jen y luego a Kim a que guardaran el equilibrio sobre la resistente alambrada, de modo que Dave pudiera sostenerlas mientras saltaban. Habían temido que la cerca estuviera electrificada, pero Kevin había comprobado previamente que no lo estaba.

    ―¡Viene un coche! ―exclamó de pronto Paul.

    Se echaron sobre el suelo frío y enlodado hasta que desaparecieron las luces del coche. Luego Kevin se levantó y saltó a su vez la cerca. Esta era la parte más fácil de la operación; sabían que más allá el suelo era más sensible al peso y existía el peligro de que pudiera sonar una alarma en la garita de los guardas mientras ellos avanzaban.

    Paul tomó impulso y salvó con agilidad la valla. Intercambió con Kevin una rápida mirada. A pesar de la gravedad de lo que estaban a punto de hacer, Kevin se sentía invadido por una especie de optimismo. Era magnifico tener de nuevo algo que hacer.

    ―¡Muy bien! ―dijo en voz baja y controlada―. Jen, ven conmigo y prepárate para estar endiabladamente sexy. Dave, Paul, ¿sabéis lo que tenéis que hacer?

    Ellos afirmaron con la cabeza. Luego se dirigió a Kim.

    ―¡Todo listo, corazoncito! Ha llegado tu hora. Y...

    Se interrumpió. Kim se había quitado los guantes. El Baelrath resplandecía en su mano derecha, como si tuviera vida. Kim lo levantó por encima de su cabeza.

    ―¡Ojalá todos los poderes de la muerte me perdonen por lo que voy a hacer! ―dijo, y se dejó conducir por la luz hacia las derrumbadas piedras de Stonehenge.

    Una noche, al principio de la primavera, ella había podido por fin dar el segundo paso. Había tardado tanto que empezaba a desesperar, pero ¿es que acaso podía ordenarle a un sueño que se manifestara? Ysanne no se lo había enseñado. Entre tantos dones como le había concedido la vidente, no se contaba éste. Ella era ahora la soñadora del sueño, pero ésta era una tarea muy lenta, y Kimberly nunca en su vida había sido una persona paciente.

    Una y otra vez, durante el verano de su regreso y durante el largo invierno que siguió ―y que en cierto modo todavía se prolongaba aunque ya corría el mes de abril―, había visto agitarse en sus sueños la misma Imagen. Ya conocía aquel primer paso del camino que llevaba al Guerrero desde que lo había soñado una noche en Paras Derval. Aquel montón de piedras y la yerba agitada por el viento se habían convertido en algo muy familiar para ella, y sabía además dónde estaban.

    Fue el tiempo lo que la había confundido; de otro modo hubiera sido fácil reconocerlas pese a que la visión era borrosa en aquellos primeros sueños, cuando todavía estaba poco familiarizada con su poder: había visto aquel lugar no como era ahora, sino como había sido mil años antes.

    Stonehenge. El lugar donde yacía enterrado un rey, que había sido un gigante en vida, pero que era insignificante al lado de aquel cuyo nombre mantenía en sacrosanto secreto más allá de los muros de la muerte.

    Sacrosanto secreto que ahora, finalmente, le era revelado. Como siempre ocurría, la naturaleza de su poder embargó de pena su corazón: según parecía, ni siquiera los muertos podían en su descanso eterno escapar de ella, de Kimberly Ford, que llevaba en su mano el Baelrath.

    Una vez más había necesitado usarlo, pues el hombre muerto había sido muy poderoso y no hubiera revelado su secreto con facilidad: ella necesitaba conocer el otro lugar, el definitivo, el último. El lugar de la invocación.

    Y, por fin, una noche de abril lo había conseguido. Y otra vez la habría engañado esa imagen tanto tiempo buscada, si no hubiera estado en guardia contra la trampa que podía tenderle el tiempo. La vidente caminaba por los sueños a través de los lazos anudados invisiblemente en el entramado del Tejedor, y había que estar preparada para saber ver lo inexplicable.

    Pero ella estaba preparada para entenderlo, para entender aquella imagen de una isla, pequeña y verde, con un lago quieto como un espejo bajo la media luna creciente. Era una estampa de una paz tan inaccesible que un año atrás hubiera llorado de saber la destrucción que iba a acarrear su presencia allí.

    Ni siquiera un año atrás; mucho menos. Pero había cambiado y, aunque su corazón estaba embargado por la pena, profunda y firme como las mismas piedras, la espoleaba la necesidad, y había tardado demasiado para permitirse ahora el lujo de las lágrimas.

    Se levantó de la cama. La Piedra de la Guerra chispeaba con una luz mortecina cargada de presagios. Sabía que pronto comenzaría a brillar con intensidad. En su mano llevaba fuego. En el reloj de la cocina vio que eran las cuatro de la mañana. También vio que Jennifer estaba sentada junto a la mesa y que la tetera empezaba a hervir.

    ―Has gritado ―le dijo su compañera de casa― Pensé que algo importante estaba ocurriendo.

    Kim. se dejó caer en una de las sillas y se arrebujó en su bata. En la casa hacia frío y además esa clase de viajes la dejaban siempre helada.

    ―Así es ―dijo fatigosamente.
    ―¿Sabes ya lo que hay que hacer?

    Asintió con la cabeza.

    ―¿Está todo bien?

    Se encogió de hombros. Era difícil de explicar. Entendía por qué Ysanne se había retirado a vivir en la soledad junto al lago. En la habitación brillaban dos luces, la que pendía del techo y la que surgía de su mano.

    ―Deberíamos avisar a los amigos.
    ―Ya lo he hecho. Pronto estarán aquí.

    Kim la miró con intensidad.

    ―¿Qué dije en sueños?

    Los ojos de Jen volvían a ser de nuevo dulces; lo eran desde que había nacido Darien.

    ―Pedias perdón ―dijo.

    «Sacaría a los muertos de su descanso y arrastraría a los vivos a su perdición.»

    ―Tengo poquisimas posibilidades de que me perdonen ―dijo Kimberly.

    El timbre de la puerta sonó. Poco después todos la rodeaban, ansiosos, despeinados, medio dormidos. Ella los miró. Estaban expectantes, pero la espera había terminado; había visto una isla y un lago como un espejo.

    ―¿Quién quiere venir conmigo a Inglaterra? ―preguntó con una voz frágil y llena de fingida alegría.

    Todos la acompañaron. Incluso Dave, que tuvo que echar por la borda su puesto de trabajo para marcharse en un plazo tan sólo de veinticuatro horas. Un año atrás había cargado con los apuntes de Procesal en su viaje a Fionavar, pues tenía el firme propósito de hacerse abogado. Había cambiado mucho; todos lo habían hecho. Después de haber visto que Rangat explotaba en aquella garra atroz, todo lo demás se había convertido en pura insignificancia.

    ¿Qué podía ser más insignificante que un sueño? Y sin embargo era sólo un sueño lo que los había llevado a los cinco allende el mar a bordo del vuelo 747 a Londres, y luego hasta Amesbury, junto a Stonehenge, en un Renault alquilado en Heathrow y conducido peligrosa y velozmente por Kevin Laine.

    Kevin estaba de un humor furibundo. liberado por fin de la larga espera, de meses de simular interés por los impuestos, los bienes raíces y los procedimientos civiles, que precedían al acceso al Cuerpo de Abogados, lanzó el coche a toda velocidad en un cruce sin hacer caso del farfulleo de Dave, y frenó con una patinada frente a un vetusto hotel llamado New Inn.

    El y Dave se hicieron cargo del equipaje –ninguno de ellos llevaba más que bolsas de mano―, mientras Paul cumplimentaba el registro. Al entrar pasaron junto a la puerta del bar, lleno de gente pues era la hora de comer, y Kevin echó una rápida ojeada a la linda y pecosa camarera.

    ―¿Sabes ―le dijo a Dave mientras esperaban a Paul para subir a las habitaciones― que no puedo acordarme de cuándo fue la última vez que me acosté con alguien?

    Dave, que con más razón tampoco se acordaba, le gruño:

    ―¡Olvídate aunque sea por una vez de tus malditos jadeos!

    Era una ocurrencia frívola, Kevin lo sabía. Pero no era ningún monje y nunca había pretendido serlo. Pensó que Diarmuid lo habría entendido, aunque se preguntaba si incluso aquel disoluto príncipe podría comprender qué lejos llevaba a Kevin el acto del amor y qué buscaba en realidad al hacerlo. Era poco probable, reflexionó Kevin, puesto que él mismo tampoco lo sabia demasiado bien.

    Se les unió Paul con las llaves de dos habitaciones contiguas. A ruegos de la propia Kim, la dejaron sola en una de las habitaciones, y los demás se dirigieron en coche un kilómetro al Oeste para visitar las ruinas con los autobuses de turistas y sus cámaras fotográficas. Una vez allí, pese a lo pegajoso del día, Kevin se calmó. Había mucho que hacer para preparar lo que sobrevendría aquella misma noche.

    Dave había estudiado el terreno. Era muy tarde, la película había acabado y habían apagado las luces. Jennifer y Paul estaban durmiendo cuando el hombretón se reunió con Kevin y Kim, que estaban despiertos pero en silencio. Kim había permanecido todo el rato callada, perdida en la extraña región nacida de su sueño.

    ―¿Qué tenemos que hacer allí? ―preguntó Dave con timidez, como si temiera imniscuirse en su ensueño.

    Y junto a él la mujer del cabello blanco pareció despertarse para decir:

    ―Vosotros cuatro deberéis hacer lo que sea para darme a mi tiempo suficiente.
    ―¿Para qué? ―dijo Dave.

    Kevin también había vuelto la cabeza para mirar a Kim mientras ella daba aquella respuesta tan poco práctica.

    ―Para despertar a un rey de la muerte y obligarlo a que me diga un nombre. Después, todo corre de mi cargo.

    Kevin miró por encima de ella, por la ventana, y vio inalcanzables estrellas; estaban volando muy alto, por encima de aguas muy profundas.

    ―¿Qué hora es? ―preguntó por cuarta vez Dave, luchando con su propia impaciencia.
    ―Más de las siete ―contestó Paul, sin dejar de dar nerviosos golpecitos con una cuchara. Estaban en el bar del hotel; él, Dave y Jen estaban sentados a una mesa, en tanto que Kevin, increiblemente, charlaba con la camarera en la barra. En realidad no tan increiblemente, dado que conocían a Kevin desde hacía mucho tiempo.
    ―¿Cuándo demonios va a bajar?

    La voz de Dave estaba crispada, muy crispada, y el mismo Paul sentía que su propia ansiedad iba en aumento. Sabía que aquel lugar tendría una apariencia muy distinta por la noche, cuando ya se hubieran marchado los visitantes. Bajo las estrellas, Stonehenge retrocedería en el tiempo. Sentía que un poder latía en aquel lugar y sabia que se manifestaría por la noche.

    ―¿Sabéis todos lo que tenéis que hacer? –preguntó de nuevo
    ―Sí, Paul ―dijo Jennifer, con sorprendente tranquilidad.

    Habían repasado el plan después de cenar, al volver de la visita a las ruinas. Y, desde que habían llegado, Kim no había abandonado su habitación.

    Kevin se acercó a la mesa con una pinta de cerveza.

    ―¿Estás bebiendo? ―le preguntó Paul con brusquedad.
    ―No seas idiota. Mientras vosotros dos estáis mano sobre mano, sentados sin hacer nada, he conseguido averiguar los nombres de dos de los guardas. Kate me ha dicho que el alto con barba se llama Len, y el otro Dougal.

    Dave y Paul permanecían callados.

    ―¡Bien hecho! ―le dijo Jennifer, con una leve sonrisa.
    ―¡Todo listo! ―dijo Kim―. ¡Vámonos!

    Estaba de pie, junto a la mesa, vestida con una cazadora de piel y pantalones. Sus ojos brillaban bajo los mechones de cabellos blancos y su rostro tenía una palidez mortal. Una arruga vertical surcaba su frente. Alzó las manos; llevaba guantes.

    ―Hace cinco minutos que ha comenzado a brillar ―dijo.

    De este modo, Kim había llegado hasta aquel lugar y allí precisamente había llegado la hora de revelarse a si misma, demostrar el Baelrath con todo el poder de su resplandor carmesí. Era la Piedra de la Guerra, encontrada, no fabricada, y poseía una fuerza salvaje; había estallado una guerra y el anillo estaba investido de todo su poder, y a través de las enormes piedras amontonadas, unas caídas, otras inclinadas, la arrastraba a ella hasta el dintel formado por la piedra más grande. Se detuvo junto a esta piedra.

    Oía gritos en su interior, en lo más profundo de su interior. Había llegado la hora. Levantando la mano a la altura de su rostro, Kimberly gritó con una voz fría, muy diferente de la que empleaba cuando le estaba permitido ser sólo ella, sólo Kim, y en medio de la quietud, de la tensa calma de aquel lugar, pronunció las palabras mágicas para llamar a los muertos más allá de los muros de la Noche.

    ―Damae Pendragon! Sed Baelrath riden og veren¡’h. Pendragon rabenna, nisei damael

    Todavía no había aparecido la luna. Entre las piedras milenarias, el Baelrath brillaba más que cualquier estrella, iluminando los gigantescos dientes de piedra misteriosa. En su fuerza no había dulzura, ni delicadeza, ni belleza. Ella había ido allí para coaccionar, por el poder que llevaba consigo y por el secreto que conocía. Había ido allí para llamar.

    Poco después, cuando se levantó un viento que antes no soplaba, supo que lo había conseguido.

    Inclinándose un poco y sosteniendo ante ella el Baelrath, vio, en el centro mismo del monumento, una figura que se erguía sobre el altar de piedra. Era alta y estaba cubierta por las sombras y la niebla como si fueran su mortaja; parecía semiencarnada en la luz de las estrellas y de la piedra. Kim luchó con su peso y su resistencia; él había permanecido muerto durante mucho tiempo y ella lo había obligado a interrumpir su descanso.

    No era momento de compadecerse, y mostrar debilidad habría roto la magia de la invocación. Por eso dijo:

    ―¡Uther Pendragon, escúchame, porque tengo poder sobre tu voluntad!
    ―No tienes poder sobre mi. ¡Yo soy un rey!

    Su voz era potente, forzada por un silencio de centurias, pero todavía imperiosa.

    No era momento de mostrar misericordia. De ninguna clase. Se esforzó por acallar su corazón.

    ―Estás muerto ―su voz sonó fría en el gélido viento―. Y a merced de la piedra que llevo en mi mano.
    ―¿Por qué tendría que ser así?

    El viento arreciaba.

    ―Por el engaño de Ygraine y el hijo alevosamente engendrado.

    La vieja, vieja leyenda.

    Uther se irguió; parecía muy alto sobre su tumba.

    ―¿Acaso no ha pagado él más allá de toda medida?
    ―Aun así ―dijo kimberly, sintiendo un dolor que no podía ocultar―. Aun así, tendría que llamarlo con el nombre que tú sabes.

    El rey muerto extendió sus manos hacia las estrellas.

    ―¿Acaso no ha sufrido bastante? ―su voz se alzó por encima del viento.

    No había réplica posible a esa pregunta, y sin embargo ella dijo:

    ―No puedo perder más tiempo, Uther: lo necesito. Por el resplandor de mi piedra te conjuro a que respondas. ¿Cuál es ese nombre?

    Podía ver la severidad que mostraba su rostro, y se dio ánimos para que él no pudiera leer en el suyo la mas leve irresolución. Él le estaba haciendo frente; sentía que por momentos la tierra lo arrastraba más y más.

    ―¿Conoces el lugar? ―le preguntó Uther Pendragon.
    ―Si.

    Y en sus ojos, como a través de la niebla y el humo, vio que él sabia que era cierto y que con el Baelrath podía dominarlo. Toda su alma se conmovió con él. Era evidente que ella tampoco podía resistir más.

    ―Era muy joven ―dijo él― cuando sucedió todo aquello, el incesto y lo demás. Estaba asustado por la profecía. ¿Es que no pueden compadecerse de él? ¿No hay ninguno que pueda hacerlo?

    ¿Quién era ella para que los orgullosos reyes de los muertos le suplicaran de tal modo?

    ―¡El nombre! ―exclamó Kim entre el susurro del viento, mientras levantaba la mano con el anillo para dominarlo.

    Y, efectivamente dominado, él se lo dijo, y parecía como si las estrellas cayeran por todas partes, como sí ella las hubiera hecho caer del cielo por gracia de lo que era.

    Ella estaba completamente roja y con aspecto indomable; la noche no podía resistírsele. Ella podía alzarse, aún ahora, para luego descender, como la roja luna llena; pero no allí. En otro lugar.

    Era un lugar elevado. Lo suficientemente elevado como para haber sido en otro tiempo una isla en un lago como un espejo. Luego las aguas se habían retirado en Somerset, dejando al descubierto una llanura sobre la que se erguía un cerro con siete puntas. Pero cuando un lugar ha sido antes una isla, permanece el recuerdo de las aguas y de su magia, sin que importe ni la distancia del mar ni el tiempo transcurrido. Eso había sucedido con la colina de Glastonbury, que en otro tiempo se había llamado Avalon y había visto en sus orillas disputar a tres reinas por un rey moribundo.

    Muchas leyendas habían estado cerca de la verdad, pero otras estaban tan lejos de ella que sólo servían para empañarla. Kim miró por encima de la cumbre de Tor y vio que una delgada luna se levantaba en el este por encima de la llanura. El Baelrath comenzaba a debilitarse y con él el poder que la había llevado hasta allí.

    Quedaba algo por hacer mientras todavía brillara, y levantando la mano se volvió, como un faro en la noche, hacia donde se encontraba Stonehenge, a una distancia de varios kilómetros. Extendió la mano como ya había hecho en otra ocasión, aunque era mucho más fácil ahora, pues se sentía mucho más fuerte esa noche; comprobó que los cuatro, Kevin, Paul, Jennifer y Dave, estaban reunidos en torno a ella y, antes de que se apagara la Piedra de la Guerra, los envió a Fionavar con la ayuda de la violenta luz roja que Stonehenge había generado.

    Luego la luz se convirtió en un simple anillo en su dedo, y reinó una absoluta oscuridad sobre la ventosa cumbre de Tor.

    La luz de la luna le bastó para encontrar la capilla que había sido erigida allí hacía unos setecientos años. Estaba temblando, y no sólo por causa del frío. El calor del anillo la había abandonado, su voluntad se había reducido a sus proporciones normales. Ahora sólo era Kimberly Ford, o por lo menos así lo parecía, y se sentía acobardada ante aquel antiguo túmulo que todavía conservaba el aroma del mar en medio de la niebla de Somerset.

    Estaba a punto de realizar algo terrible, de poner una vez más en movimiento los resortes de una maldición que hacía que el viento pareciera joven.

    Sin embargo, en el norte de Fionavar había existido una montaña que había sido prisión de un dios. Luego había sobrevenido una explosión tan impresionante que sólo podía tener un significado, y Rakoth el Desenmarañador se había liberado. Un poder tremendo se estaba desencadenando, y si Fionavar era destruido todos los mundos caerían en poder de Maugrim, e irremediablemente el Tapiz sería desgarrado y arrancado del Telar de los Mundos.

    Se acordó de Jennifer, prisionera en Starkadh.

    Se acordó de Ysanne.

    Con el anillo apagado en su mano, sin ningún otro poder más que el nombre que conocía, terrible e inmisericorde, se sobrepuso a su propia carencia de fuerza y en aquel lugar solitario y oscuro pronunció con su voz habitual el único nombre al que necesariamente el Guerrero había de responder:

    ―¡Asesino de niños!

    Luego cerró los ojos, pues Tor y toda la llanura de Somerset fueron sacudidas por una agónica convulsión. Se oyó un sonido: viento, lamentos, música lejana. Su padre había dicho ―y los muertos dicen la verdad o permanecen en silencio― que era muy joven y que estaba asustado; la profecía de Merlín había tocado a muerto por el resplandor del sueño, y por eso había ordenado la muerte de los niños. ¡Oh!, ¿cómo alguien podría permanecer inconmovible ante eso? La muerte de todos los niños, para que su incestuosa, monstruosa y pronosticada semilla no pudiera vivir y romper así el brillante sueño. El mismo era poco más que un niño, pero un hilo había sido confiado a su nombre, y con él un mundo, y cuando los niños murieron...

    Cuando los niños murieron, el Tejedor lo había condenado a un eterno destino que no tenía fin. Un ciclo de guerra y expiación bajo diferentes nombres, y en mundos diferentes, para que así pagara por los niños y por el amor.

    Kim abrió los ojos y vio la delgada luna muy baja. Vio que las estrellas pendían sobre su cabeza en un cielo de primavera, y no se equivocó al pensar que brillaban más que antes.

    Luego se dio la vuelta y, a la luz de las estrellas, comprobó que no estaba sola en aquel encantado lugar.

    Él ya no era tan joven. ¿Cómo hubiera podido serlo después de tantos años? Su barba era negra, aunque salpicada de gris, y sus ojos tenían todavía una mirada vaga. Se apoyaba sobre la espada y sus manos asían la empuñadura como si fuera la única cosa segura en la vastedad de la noche; luego dijo con una voz tan amable y tan débil que conmovía el corazón:

    ―Yo era Arturo en este mundo, señora, ¿verdad?
    ―Así es ―susurró ella.
    ―He tenido otros nombres en otros lugares.
    ―Lo sé ―farfulló ella―. Pero éste es tu verdadero nombre, el primigenio.
    ―¿No el otro?

    «¡Oh! ¿Qué era ella?»

    ―No. No te volveré a llamar así nunca, no lo volveré a pronunciar otra vez. Te lo juro.

    Lentamente él se enderezó.

    ―Otros lo harán, del mismo modo en que otros lo hicieron antes.
    ―No puedo hacer nada para impedirlo. Te llamé por imperiosa necesidad.

    El asintió con la cabeza.

    ―¿Hay guerra aquí?
    ―En Fionavar.

    Al oírlo se irguió aún más: no era tan alto como su padre, pero también la majestad lo revestía como un manto, y levantaba la cabeza como si escuchara un cuerno lejano.

    ―¿Es, pues, la última batalla?
    ―Si la perdemos, lo será.

    Parecía fundirse con las palabras, como si entenderlas supusiera el fin de su viaje desde Dios sabe dónde. Ya no brillaban las estrellas en la profundidad de sus ojos; los tenía marrones y amables, del color de la anchurosa y labrada tierra.

    ―Muy bien ―dijo Arturo.

    Y esta sencilla aceptación fue lo que acabó de conmover a Kimberly. Cayó de rodillas, escondió su rostro y comenzó a sollozar.

    Poco después notó que la levantaban sin ningún esfuerzo y se sintió tan protegida por su abrazo, en aquella solitaria colina, como si hubiera regresado a casa después de un largo viaje. Apoyó la cabeza en su robusto pecho, escuchó el poderoso latido de su corazón y encontró consuelo en su propia aflicción.

    Luego él retrocedió unos pasos. Ella enjugó sus lágrimas y vio, sin sorpresa, que el Baelrath volvía a brillar. Era consciente, por primera vez, de lo débil que se sentía, pese al río de poder que se canalizaba a través de ella. Sacudió la cabeza: no había tiempo, no era el momento de mostrarse débil. Lo miró.

    ―¿Me perdonas?
    ―Nunca has necesitado mi perdón ―dijo Arturo―. Ni la mitad de lo que yo necesito el tuyo.
    ―Eras joven.
    ―Eran sólo niños ―dijo él con voz débil. Y añadió tras una pausa―: ¿Están los dos allí?

    El dolor que latía en su voz le reveló por primera vez la verdadera naturaleza de la maldición que había caído sobre él. Debería haberse dado cuenta antes, era demasiado evidente. «Por los niños y por el amor»

    ―No lo sé ―dijo penosamente.
    ―Siempre lo están ―dijo él―, porque hice que mataran a los niños.

    No había nada que responder y además no confiaba ni siquiera en poder articular palabra. Entonces lo cogió de la mano y, sosteniendo en alto el Baelrath una vez más, con la última energía que le quedaba, cruzó con Arturo Pendragon, el Guerrero Condenado, hacia Fionavar y hacia la guerra.


    SEGUNDA PARTE
    OWEIN

    Capítulo 4


    Ruana entonó débilmente la melodía, pero sólo Iraima lo secundaba. Si hubiera tenido la más mínima esperanza, habría podido resistir hasta el limite, pero no había nada en que pensar, no había nada que hacer. Por eso permanecía inmóvil en la oscuridad, escuchando cómo los demás iban muriendo a su alrededor, y se limitaba a cantar una y otra vez la canción de amonestación y la canción de salvación. Iraima lo ayudaba todo lo que podía, pero estaba muy débil y apenas se le oía la voz.


    Por la mañana sus captores se dieron cuenta de que Tairei había muerto; se lo llevaron y lo devoraron. Luego, los que estaban fuera quemaron sus huesos para defenderse contra el frío. Ruana sentía que se sofocaba por el humo que desprendía la pita. Habían hecho el fuego en la entrada de la caverna para que les resultara más difícil respirar. Oyó la tos de Iraima. Sabía que no los habían matado enseguida por temor a la maldición de la sangre, pero los habían encerrado en la cueva sin alimentos haciéndoles respirar el humo de los huesos de sus hermanos y hermanas. Ruana se preguntaba que clase de sentimientos deberían de ser el odio o la rabia. Cerró los ojos y cantó el kanior esta vez en honor de Tairei, al tiempo que pedía perdón pues era consciente de que no era lo mis indicado según la ortodoxia de los ritos. Después, comenzó de nuevo a cantar una tras otra la canción de amonestación y la canción de salvación. Iraima, y también Ikatere, lo secundaban de tanto en tanto, pero la mayor parte del tiempo cantaba él solo.

    Subieron hasta Atronel por encima de las verdes llanuras. Antes que Ra―Tenniel, llegaron los principales de las tres Marcas. Sólo faltaba Brendel, que estaba en el sur, en Paras Derval; por eso Heilyn representaba la Marca de Krestel. Galen y Lydan, los mellizos, habían acudido en nombre de la Marca de Brein, y la hermosísima Leyse en nombre de la de Swan, vestida de blanco, según era costumbre en la Marca de Swan en recuerdo de Lauriel. También estaba allí Enroth, el mis anciano desde que Laien el Lanzaniño se había ido en pos de su canción; no representaba a ninguna Marca, pero las representaba a la vez a todas, honor que correspondía sólo al mis anciano y al rey.

    Ra―Tenniel hizo resplandecer el trono con una brillante luz azul; la impetuosa Galen sonrió, aunque era evidente que su hermano lo desaprobaba.

    Leyse le ofreció una flor al rey.

    ―Te la he traído desde Celyn ―murmuró―. Hay allí una hermosa cueva donde crecen rojas y plateadas sylvain.
    ―Me gustaría ir a verlas en tu compañía –replicó Ra―Tenniel.

    Leyse esbozó una esquiva sonrisa, y preguntó:

    ―¿Vamos a descubrir esta noche el cielo, resplandeciente señor?

    El aceptó graciosamente la evasiva, ante la sonrisa de Lydan.

    ―En efecto ―contestó Ra―Tenniel―. ¿Na―Enroth?
    ―Así ha sido entretejido ―corroboró el anciano―. Trataremos de sacarlo de Starkadh.
    ―¿Qué pasará si lo conseguimos? ―preguntó Lydan.
    ―Estallará la guerra ―contestó Ra―Tenniel―. Pero si esperamos, o si la Oscuridad espera tal como parece que se propone hacer, nuestros aliados morirán víctimas del invierno antes de que Maugrim la emprenda con nosotros.

    Heilyn tomó la palabra por primera vez:

    ―¿Ha provocado él el invierno? ¿Está comprobado?
    ―Así es ―respondió Enroth―. Y además es evidente otra cosa: el Baelrath se encendió hace dos noches, aunque no en Fionavar.

    Todos se estremecieron ante la noticia.

    ―¿La vidente? ―aventuró Leyse―. ¿En su mundo?
    ―Eso parece ―dijo Enroth―. Algo nuevo se está entretejiendo en el Telar.
    ―O algo muy antiguo ―corrigió Ra―Tenniel.

    El anciano asintió con la cabeza.

    ―Entonces, ¿por qué esperar más? ―exclamó Galen. Su hermosa voz de soprano se elevó entre las demás por las laderas de Atronel. Junto al trono seis voces resonaron como una melodía.
    ―No esperaremos: estamos todos de acuerdo –dijo Ra―Tenniel―. ¿Acaso no es una amarga ironía que nosotros, que hemos sido llamados Hijos de la Luz, hayamos tenido que cubrir de Sombras nuestra tierra durante mil años? ¿Por qué ha tenido que llamarse Daniloth, el País de las Sombras? ¿No os gustaría contemplar las estrellas sobre Atronel y enviarle nuestra propia luz por toda respuesta?

    La música de la armonía y el deseo resonó en torno a todos ellos, sobre la montaña. Incluso invadió al cauteloso Lydan, que dejó que sus ojos resplandecieran como el cristal mientras Ra―Tenniel hacía que el trono brillara mis y mis, y, pronunciando las palabras de ritual, deshacía el encanto que Lathen, el Tejedor de Nieblas, había tejido después del Bael Rangat. Y los lios alfar, los Hijos de la Luz, entonaron a una la canción de alabanza al ver que las estrellas resplandecían encima de sus cabezas y al saber que en el norte de Fionavar el brillo de Daniloth iluminaría la noche por primera vez en mil años.

    Como era natural, aquella acción los dejaba a ellos inermes, y en eso residía precisamente el valor de su propósito. Se convertían a si mismos en cebo, en el cebo más tentador, para lograr sacar a Maugrim de Starkadh.

    Permanecieron toda la noche en vela. Ninguno habría podido dormir con todas aquellas estrellas por contemplar, y la luna creciente luego. No con sus hermanos expuestos allí en el norte, donde con seguridad el Desenmarañador, en su fortaleza entre el Hielo, estaría contemplando la retadora y resplandeciente luz. Y cantaron en alabanza de la luz, para que sus cristalinas voces llegaran también hasta él; y la más cristalina de todas era la voz de Ra―Tenniel, señor de los lios alfar.

    Por la mañana devolvieron a su lugar las sombras del Tejedor de Nieblas. Los que habían sido enviados a vigilar las fronteras, regresaron a Atronel para comunicar que una inmensa tormenta estaba atronando hacia el sur sobre la desierta y despoblada llanura.

    La luz es más veloz que el viento. En la región al sur del río Rienna, los daireis vieron enseguida el resplandor de Daniloth. La tormenta que se cernía tardaría poco en alcanzarlos.

    No hay ni qué decir el frío que hacia en el puesto de guardia junto a las puertas, donde Navon, de la tercera tribu, cumplía su turno. Ser uno de los jinetes de los dalreis era un gran honor para un muchacho que prácticamente acababa de ver su animal, pero para un chico de catorce años no era demasiado agradable vigilar por si llegaban los lobos mientras en la noche nevada el viento desgarraba su capa de eltor y entumecía sus débiles huesos.

    Mientras la noticia de la luz se extendía allá lejos, en el noroeste, a través de los campamentos, Navon hacía concienzudamente su guardia. Había fracasado en su primera cacería como jinete; su ostentoso intento de matar un eltor había sido uno de los errores que había obligado a Levon a arriesgar su vida intentando emular la suerte de Revor. Lo había intentado y lo había conseguido. Y, aunque el jefe de cacería de la tercera tribu no le había hecho jamás ningún reproche, Navon se había afanado desde entonces por borrar el recuerdo de su locura.

    Tanto más cuanto que cada uno de los miembros de la tercera tribu había sentido que su orgullo y responsabilidad iban en aumento tras los sucesos acontecidos en Celidon cuando la nieve comenzó a caer y los lobos comenzaron a matar eltors. Navon recordaba con horror la primera vez que había visto los cadáveres de aquellos gráciles animales desperdigados en el territorio entre el río Adein y Celidon, irónicamente en el mismo corazón de la Llanura. Los dalreis podían matar en una cacería quince o veinte de aquellas veloces bestias, y siempre ateniéndose a las rígidas restricciones de la Ley, pero aquel día los jinetes de la tercera y de la octava tribu habían cabalgado por un mar de tierra agitada y habían visto que doscientos eltors yacían muertos sobre la nieve; la sangre destacaba escandalosamente roja sobre la blanca Llanura.

    La nieve había sido su perdición, pues los eltors, tan veloces sobre la yerba que los hombres hablaban de bandadas de eltors, no de rebaños, no tenían las pezuñas adaptadas para correr sobre capas de nieve tan espesas. Se hundían en ella y su grácil velocidad degeneraba en torpes y desgarbados movimientos, lo que los convertía en fáciles presas para los lobos.

    Todos los años los eltors emigraban hacia el sur huyendo de la nieve, todos los años los dalreis los seguían en su marcha hacia territorios de clima más suave, en los limites de los pastizales de Brennin. Pero aquel año la nieve había comenzado a caer muy pronto y en gran abundancia, y había atrapado a los animales en el norte. Y entonces habían llegado los lobos.

    Los dalreis soltaron maldiciones volviendo sus rostros llenos de aflicción y rabia hacia el norte. Pero las maldiciones no habían servido para nada ni habían impedido lo peor: el viento había arrastrado la nieve asesina hacia el sur, hacia Brennin; lo cual significaba que ya no había en toda la Llanura un lugar seguro para los eltors.

    Por eso Dhira, de la primera tribu, había convocado en la Gran Asamblea de Celidon a los nueve jefes y a sus chamanes y consejeros. Y el venerable Dhira se había levantado ―todos conocían ahora la historia― y había preguntado:

    ―¿Por qué Cernan el de las Fieras permite esta matanza?

    Y sólo un hombre en aquella reunión se había puesto en pie para responder.

    ―Porque ―dijo Ivor de la tercera tribu― no puede impedirlo. Maugrim es más fuerte que él, y yo deseo ahora llamarlo por su nombre, es decir Rakoth.

    Su voz se había hecho más sonora para acallar el murmullo que había suscitado aquel nombre nunca pronunciado.

    ―Debemos llamarlo por su nombre y conocerlo en su auténtica esencia, pues ha dejado de ser tan sólo el eco de una pesadilla o de un simple recuerdo. Es real y está aquí, y debemos declararle la guerra para defender nuestro pueblo y nuestra tierra, nosotros solos o con nuestros aliados; de otro modo nuestros descendientes no podrán cabalgar por la Llanura en pos de los eltors; de otro modo seremos esclavos de Starkadh, simples juguetes en manos de los svarts alfar. Cada uno de los hombres de esta Asamblea debe jurar sobre las piedras de Celidon, sobre el corazón de nuestra Llanura, que no está dispuesto a vivir para ver ese funesto día. Y no tenemos a Revor entre nosotros, pero somos los hijos de Revor, los herederos de su orgullo y del regalo de la Llanura que le hizo el soberano rey. Hombres de los dalreis, ¿acaso no vamos a mostrarnos dignos de ese regalo y de ese orgullo?

    Navon temblaba en la oscuridad mientras su mente evocaba aquellas palabras. Era del dominio común el clamor que las palabras de Ivor habían suscitado, un clamor que había sobrepasado el recinto de Celidon, como si quisiera extenderse por las blancas tierras del norte, a través de Gwynir y Andarien, y sacudir incluso los muros de Starkadh. Y era también del dominio común lo que había sucedido cuando el pacffico y sabio Tulger de la octava tribu se había levantado a su vez para decir con sencillez:

    ―Desde los tiempos de Revor las nueve tribus no han tenido un señor común, un padre. ¿No os parece que ha llegado la hora de que tengamos un aven?
    ―¡Si! ―exclamó la Asamblea. (Era del dominio común.)
    ―¿Quién podrá serlo?

    Y de este modo Ivor dan Banor de la tercera tribu se había convertido en el primer aven de toda la Llanura desde hacía mil años, y su nombre había sido aclamado en aquel sagrado lugar.

    Todos estaban muy orgullosos, pensaba Navon mientras se arrebujaba en su capa para protegerse del cortante viento. Todos los miembros de la tercera tribu compartían a la vez su gloria y su responsabilidad, e Ivor había dejado muy claro que no contarían con ningún privilegio en el reparto de obligaciones.

    Había decidido que Celidon estaría a salvo. Los lobos no osarían acercarse ni retar el insondable poder que se encerraba en el círculo de piedras en torno a la Casa.

    Los eltors eran la principal preocupación. Los animales habían conseguido avanzar hacia el sur, hasta las cercanías del río Latham, y hasta allí debían seguirlos las tribus; los cazadores debían rodear las bandadas ―aunque ahora ese nombre era una ironía― y los campamentos debían estar en constante alerta.

    Y así se había hecho. Por dos veces los lobos se habían aventurado a atacar una de las protegidas bandadas, y por dos veces los veloces auberei habían conseguido dar la alarma en los campamentos cercanos para poder rechazar a los merodeadores.

    En esos momentos, pensaba Navon mientras escrutaba de norte a sur toda la extensión de la empalizada, en esos momentos Levon, el hijo del aven, estaba fuera del campamento, vigilando el rebaño de la tercera tribu en el helado frío de la noche. Y con él estaba un hombre que se había convertido en el héroe de Navon ―aunque habría enrojecido y lo habría negado si alguien lo hubiera afirmado―. Ningún otro hombre de ninguna tribu, ni siquiera el mismísimo Levon, había matado tantos lobos o había pasado tantas noches de guardia como Torc dan Sorcha. En otro tiempo lo habían llamado El Proscrito, recordaba muy bien Navon sacudiendo la cabeza en lo que él creía un gesto adulto de incredulidad. Pero ya nadie lo llamaba así. Y la silenciosa destructividad de Torc se había convertido en leyenda entre las tribus.

    Pero la tribu necesitaba más que compartir héroes, y Navon estaba decidido a no defraudarlos. Y aquel centinela de catorce años, que no era en modo alguno el más joven, escrutaba minuciosamente la oscuridad que se extendía hacia el sur.

    Pero fuera o no el más joven, fue el primero en ver y oír a un solitario auberei que se acercaba al galope, y así fue Navon el que dio la alarma, mientras el auberei se dirigía al campamento más próximo sin detenerse siquiera a dar descanso a su montura.

    Era indudable que aquel ataque era el más violento.

    Era, sí, el ataque más violento, se dio cuenta Torc, mientras contemplaba las oscuras y escurridizas siluetas de los lobos que se acercaban amenazadoramente al enorme rebaño que guardaban la tercera y la séptima tribus. O trataban de guardar, corrigió para sí, al tiempo que alcanzaba al galope a Levon para recibir las órdenes del jefe de la cacería. El asunto tenía muy mal cariz; los lobos eran muchos esta vez. En medio del caos que se avecinaba, se irguió en su silla y examinó la bandada: los cuatro eltors, líderes del rebaño, permanecían todavía controlados y atados; era un procedimiento desagradable pero necesario, pues si la enorme bandada echaba a volar el caos no tendría remedio. Mientras los líderes estuvieran controlados, la bandada permanecería reunida, y además los eltors tenían cuernos y, por consiguiente, podían luchar.

    Y comprobó que realmente estaban luchando contra la primera avanzadilla de los lobos. Era una escena atroz: gruñidos de lobos, agudos bramidos de los eltors, fantasmales antorchas de los jinetes, y sobre todo la sangre de los eltors que de nuevo teñía la nieve.

    La rabia amenazaba con cortar la respiración de Torc. Esforzándose por conservar la calma, vio que el ala derecha del rebaño se desbandaba y que los lobos irrumpían por allí.

    Levon también lo vio.

    ―¡Doraid! ―le gritó al jefe de cacería de la séptima tribu―. ¡Toma la mitad de tus hombres y resiste!

    Doraid titubeó.

    ―¡No! ―dijo―. Tengo otra idea mejor. ¿Por qué no...?

    Mientras hablaba se cayó del caballo y dio con sus huesos en la nieve. Torc ni siquiera se detuvo para ver dónde caía.

    ―¡Jinetes de la séptima tribu! ―gritó por encima de la algarabía de la batalla―. ¡Seguidme!

    Tabor dan Ivor, que llevaba la antorcha de su hermano, vio que, en efecto, los jinetes de la séptima tribu lo seguían. Su corazón se llenó de gozo, pese a aquella carnicería, al comprobar que la reputación de Torc dan Sorcha forzaba a la ciega obediencia. Ningún hombre de la Llanura sentía un odio tan desafiante contra la Oscuridad como aquel jinete de la tercera tribu, que se defendía de los vientos del invierno con una simple piel de eltor sobre su pecho desnudo. El poder que irradiaba era tan impresionante que incluso los cazadores de otra tribu lo seguían sin cuestionarse nada.

    Torc arremetió contra el flanco de los lobos. Blandiendo a diestra y siniestra las espadas, él y los jinetes de la séptima tribu irrumpieron en plena manada de lobos, la dividieron en dos y rápidamente dieron la vuelta para cortarles el paso por el otro lado.

    ―¡Cechtar! ―dijo Levon, imperturbable como siempre―. Ve con veinte hombres por el otro lado. Que no se muevan los eltors líderes.
    ―¡A la orden! ―gritó Cechtar, radiante como siempre, y salió al galope con un grupo de jinetes en sus talones, envueltos por el polvo de la nieve.

    Al levantarse sobre la silla, Tabor estuvo a punto de caer, pero logró guardar el equilibrio, y volviéndose hacia su hermano le dijo:

    ―Los auberei han logrado pasar. Veo las antorchas que avanzan desde el campamento.
    ―¡Bien! ―gruñó Levon mirando hacia otro lado―. Vamos a necesitar su ayuda.

    Tabor hizo girar a su caballo para seguir la mirada de su hermano y lo que vio le heló el corazón.

    Por el sur se acercaban urgachs.

    Aquellas salvajes criaturas montaban sobre unas bestias que Tabor jamás había visto; eran unos corceles de seis patas, tan monstruosos como sus jinetes, con un horripilante cuerno sobre la cabeza.

    ―Según parece tendremos que luchar ―dijo Levon casi para sí mismo; luego, sonriéndole a su hermano, continuó― Vamos, hermano, ha llegado nuestra hora.

    Y los dos hijos de Ivor, uno alto y rubio, el otro más joven, moreno y delgado, espolearon los caballos y sAileron al encuentro de la avanzadilla de los urgachs.

    Pese a sus esfuerzos, Tabor no podía seguir la marcha de su hermano, que pronto lo dejó atrás. Pero Levon no cabalgó solo durante demasiado tiempo, pues enseguida le salió al paso un jinete que cabalgaba seguro sobre un veloz caballo y que llevaba botas negras y una pelliza de eltor.

    Juntos, Levon y Torc avanzaron hacia la ancha fila de urgachs.

    ―Son muchos ―se dijo Tabor intentando por todos los medios alcanzarlos.

    Estaba muy cerca de ellos, por eso vio mejor que nadic lo que ocurría. A treinta pasos de la avanzadilla de los urgachs, Levon y Torc, sin mediar palabra, hicieron girar sus caballos en ángulo recto y, galopando paralelamente a la línea que formaban aquellos monstruos de seis patas, dispararon tres flechas cada uno a una velocidad vertiginosa.

    Seis urgachs cayeron.

    Pero Tabor no tenía tiempo que perder en aplausos. Salvajemente animado por la acción de Torc y Levon, de pronto advirtió que estaba galopando contra la línea de los monstruos, tan sólo con una antorcha en su mano derecha.

    Oyó que Levon gritaba en vano su nombre. Ahogando un grito de temor propio de sus quince años, enfiló su caballo hacia un hueco en aquella fila apretada. Un urgach, enorme y peludo, le interceptó el paso.

    ―¡Cernan! ―gritó Tabor.

    Arrojó la anrorcha mientras se escurría bajo la panza de su caballo. Oyó el silbido de una espada encima de su cabeza y un gutural aullido de dolor, clara evidencia de que la antorcha arrojada había prendido en cabellos y carne; enseguida se encontró al otro lado de la línea de urgachs alejándose al galope del lugar de la lucha, por la majestuosa belleza de la nevada Llanura, a la luz de las estrellas y de la luna creciente.

    Se detuvo y buscó su pequeña espada en la silla del caballo. Pero no le hacía falta: ningún urgach lo había seguido. Aquellos monstruos estaban atacando con violencia a los aterrorizados eltors, embistiendo y corneando a las chillonas criaturas; luego cambiaron de dirección y atacaron el flanco izquierdo de los dalreis en una embestida brutal. Los refuerzos estaban a punto de llegar; Tabor veía a lo lejos el resplandor de las antorchas que se acercaban desde los campamentos, pero lleno de desesperación pensó que no iban a ser suficientes frente a los urgachs.

    Vio que Levon y Torc se disponían a atacar de nuevo, pero los urgachs habían irrumpido en el grueso de los jinetes y sus espadas estaban causando estragos entre los cazadores, mientras los lobos sembraban el terror entre los eltors con total impunidad.

    Detrás de él oyó ruido de cascos. Desenvainó la espada y lanzó su caballo a frenética velocidad. Y un grito helado salió de su garganta.

    ― ¡Vamos, hermanito! ―gritó alguien.

    Al momento, como un trueno, apareció Dave Martyniuk, blandiendo un hacha de Brennin; junto a él cabalgaba un príncipe rubio y tras ellos treinta hombres más.

    Así fue como los guerreros de Brennin llegaron en ayuda de los dalreis, capitaneados por el príncipe Diarmuid y por un hombre llamado Davor, fornido y salvaje, envueltos por la furia de la batalla como lo estaba la luna creciente por el halo rojo.

    Tabor vio cómo aquellos entrenados soldados de Diarmuid irrumpían en la manada de lobos; las espadas subían y bajaban sin cesar, manchadas de sangre. Luego atacaron la falange de los urgachs donde combatían Torc, Levon y el valiente Cechtar, y, por encima de los bramidos de los moribundos eltors y los gruñidos de los lobos, Tabor oyó una y otra vez la voz de Davor que gritaba ¡Revor!; y su joven corazón se dejó invadir por una oleada de alegría y orgullo.

    Pero, de pronto, sintió que su corazón ya no era joven, que ya no era un muchacho de quince años, un neófito jinete de los dalreis.

    Desde su ventajoso puesto de observación sobre el campo de batalla, Tabor vio aparecer por el este una masa informe que se acercaba a toda velocidad, y se dio cuenta de que no eran sólo los dalreis quienes recibían refuerzos. Si desde semejante distancia podía distinguir a los urgachs, eso quería decir que eran muchos, muchísimos; y, en efecto, lo eran.

    Así pues, había llegado la hora.

    «Querida» El pensamiento tomó forma en su mente.

    «Aquí estoy», oyó al instante. «Siempre estoy aquí. ¿Quieres cabalgar?»

    «Creo que debemos hacerlo», contestó Tabor. «Ha llegado nuestra hora, esplendorosa criatura.»

    «Ya hemos cabalgado antes.»

    Lo recordaba, lo recordaría siempre. «Pero nunca en una batalla. Tendremos que matar.»

    En la voz de su espíritu sonaba algo nuevo: «Me crearon para la guerra. Y para volar. Llámame».

    La crearon para la guerra. Era verdad, pero era una lástima; sin embargo, los urgachs estaban cada vez más cerca.

    Por eso, en su mente, Tabor pronunció su nombre. Imrairh―nimphais, la llamó, colmado de amor; y desmontó del caballo, porque, en cuanto hubo pronunciado su nombre, apareció en el cielo, encima de su cabeza, la criatura de su sueño, más gloriosa que ninguna otra cosa en la Tierra.

    Se posó sobre la tierra. Su cuerno relucía con el mismo color de plata que la luna, aunque su pelo era rojo como la luna que la había creado. Sus pezuñas no dejaban ningún rastro sobre la nieve, tan liviano era su paso.

    Había pasado mucho tiempo. Con el corazón lleno de luz, Tabor alzó la mano; ella inclinó la cabeza y lo acarició con el cuerno, para que él también pudiera a su vez acariciarla.

    «Sólo nos tenemos el uno al otro», la oyó decir, e hizo un gesto de asentimiento y aceptación. Luego ella le dijo: «¿Quieres que volemos?».

    Y Tabor dan Ivor montó sobre la criatura de su ayuno, el regalo de doble filo que Dana le había hecho para que lo llevara por el cielo, lejos del mundo de los hombres. E Imraith―nimphais así lo hizo. Abandonó la Tierra y ascendió por el anchuroso y frío cielo, transportando sobre su lomo al jinete que, el único entre todas las criaturas, había soñado su nombre, y a los hombres de la Tierra les pareció que ambos eran como un cometa desatado entre las estrellas y la Llanura.

    Luego Tabor dijo en su interior: «¿Los ves?».

    Y ella contestó: «Sí».

    Él la condujo hacia los urgachs que se acercaban al campo de batalla, y se cernieron sobre ellos como una luz asesina. Ella cambió a medida que descendían y con su brillante cuerno mató una y otra vez, muchas, muchas veces, obedeciendo el gobierno de su mano. Los urgachs emprendieron la huida y ellos los persiguieron y los aniquilaron; y los lobos también se dieron a la fuga, lejos, hacia el sur, mientras los dalreis y los hombres de Brennin gritaban de entusiasmo, asombrados al ver aquel resplandor que llegaba del cielo en su ayuda.

    Ella no los oía; tampoco él. Siguieron la persecución y la matanza hasta que el cuerno se llenó de sangre coagulada y no quedó por matar ninguna de aquellas repugnantes criaturas de la Oscuridad.

    Por fin, temblando por la fatiga y la conmoción de la batalla, tomaron tierra en un lugar no contaminado por la sangre. Tabor le limpió el cuerno con la nieve. Luego, permanecieron uno junto al otro en el vasto silencio de la noche.

    «Sólo nos tenemos el uno al otro», dijo ella.

    «Sólo el uno al otro hasta el final», le contestó él.

    Después ella, resplandeciente, emprendió el vuelo, y mientras el alba despuntaba sobre las montañas él comenzó el largo camino de retorno hacia los campamentos de los hombres.


    Capítulo 5


    La primera batalla es siempre la peor ―dijo Carde, mientras acercaba su caballo al de Kevin para que nadie pudiera oírlo.


    Sus palabras tenían toda la intención de ser alentadoras, y Kevin esbozó un gesto de asentimiento, pero no era una persona inclinada a engañarse a sí mismo y sabía perfectamente que la conmoción de la batalla, aunque innegable, no era en realidad el problema esencial.

    Tampoco lo era la envidia hacia Dave Martyniuk, aunque con honestidad debía admitir que ese sentimiento explicaba en gran parte su estado de ánimo actual, cuando ya todo había acabado, tras la electrizante aparición en el cielo de aquella resplandeciente y alada criatura. Dave se había portado de un modo magnífico; había estado casi aterrador. Blandiendo la enorme hacha que Matt Soren había conseguido para él en la armería de Paras Derval, se había lanzado a la lucha adelantándose incluso a Diarmuid y sembrando una tremenda mortandad entre los lobos mientras gritaba con toda las fuerzas de sus pulmones. El hombretón se había enfrentado también cuerpo a cuerpo con una de aquellas monstruosas fieras, armadas de colmillos, que llamaban urgachs. Y también la había matado; esquivando traicioneros golpes de espada, había lanzado un golpe de revés con el hacha que le había cortado la cabeza y derribado de su gigantesco corcel. Luego también había matado a aquella bestia de seis patas.

    ¿Y Kevin? El inteligente y astuto Kevin Laine se había limitado todo el tiempo a iluminarle el camino con la antorcha. También a él le habían dado una espada para luchar, pero ¿qué sabía él de luchas con lobos a lomos de un caballo? Mantener el equilibrio sobre el brioso corcel ya era reto suficiente en el enloquecedor infierno de la lucha. Por eso, cuando se hubo dado cuenta de su inutilidad, se tragó el orgullo, enfundó la espada y cogió una antorcha para proporcionarle a Dave luz suficiente para la escabechina. Tampoco había sido demasiado hábil en esta labor y por dos veces había estado a punto de sucumbir él mismo bajo los hachazos de Dave.

    Sin embargo, habían acabado ganando la primera batalla de la guerra, y algo magnífico había aparecido en el cielo. Kevin se había quedado boquiabierto ante el esplendoroso espectáculo del alado unicornio y había tratado por todos los medios de animarse para compartir aquel glorioso momento.

    Con todo, parecía que había alguien más que tampoco se sentía demasiado feliz; había entablado una discusión. El y Carde acercaron sus caballos a un corrillo de hombres que se había formado en torno a un fornido y moreno jinete y Torc, el amigo de Dave, a quien Kevin recordaba haber conocido los últimos días que habían pasado en Paras Derval.

    ―Si vuelves a hacerlo ―decía con tono amenazador el hombre moreno―, te haré pedazos y te empalaré en plena Llanura con miel en los ojos para atraer a los algen.

    Torc, impasible sobre su oscuro caballo gris, no se dignaba responder, y las fanfarronas amenazas del otro resonaban fatuamente en el silencio. Dave sonreía entre dientes, montado a caballo entre Torc y Levon, el otro jinete a quien Kevin también recordaba.

    Y fue Levon quien habló con una voz tranquila imbuida de impresionante autoridad:

    ―Ya es suficiente, Doraid. Y óyeme bien: recibiste una orden en plena batalla, y escogiste precisamente ese momento para discutir cuestiones de estrategia. Si Torc no hubiera hecho lo que yo te había ordenado a ti, los lobos habrían logrado desbandar el flanco de la bandada. ¿Prefieres dar explicaciones de tu comportamiento aquí y ahora, o después, ante el aven y el jefe de tu tribu?

    Doraid se dirigió a él lleno de furia:

    ―¿Desde cuándo la tercera tribu da órdenes a la séptima?
    ―No se trata de eso ―replicó Levon sin perder la serenidad―. Pero yo tengo el mando de este destacamento, y tú estabas presente cuando me fue encomendado.
    ―¡Oh, sí! ―se burló Doraid―. Tú eres el precioso hijo del aven. Hay que obedecerle y...
    ―¡Un momento! ―interrumpió con brusquedad una familiar y bien modulada voz―. ¿He entendido bien lo que ha sucedido? ―siguió diciendo Diarmuid mientras se colocaba en el centro del corrillo―. ¿Este hombre ha desobedecido una orden expresa? ¿Y encima se queja? ―Su voz tenía un tono ácido.
    ―Así es ―Torc hablaba por primera vez―. Y encima se queja. Has entendido la situación perfectamente, príncipe.

    Kevin tuvo un súbito pantallazo de algo que ya había visto antes: un albergue allá en el sur, un granjero que exclamó: «¡Que Mornir os guarde, príncipe!». Y luego algo más.

    ―¡Kell! ―dijo Diarmuid.
    ―¡No! ―gritó Kevin y se lanzó desde el caballo.

    Derribó a su amigo, el fornido lugarteniente de Diarmuid, y ambos cayeron pesadamente sobre la nieve entre las patas de los caballos de los dalreis.

    Pero había llegado medio segundo tarde. Otro hombre yacía sobre la nieve, no muy lejos; era Doraid, con la flecha de Kell clavada profundamente en su pecho.

    ―¡Por todos los infiernos! ―dijo Kevin, sintiéndose enfermo―. ¡ Por todos los sangrientos infiernos!

    Ni siquiera se tranquilizó al oír junto a él una risa sofocada.

    ―¡Magnifico! ―dijo Kell con suavidad, que no parecía en absoluto desconcertado―. Casi me rompes la nariz.
    ―¡Dios! Kell, lo siento.
    ―No importa ―dijo riendo de nuevo―. De hecho, lo estaba esperando. Recuerdo muy bien que no te agrada la justicia de Diarmuid.

    Nadie parecía reparar en ellos. La violenta pirueta había sido completamente inútil. Desde donde estaban, Kevin vio que dos hombres se encaraban en medio de un círculo de antorchas.

    ―Ya habían muerto suficientes dalreis esta noche para aumentar ahora el número de muertos ―dijo Levon sin alterarse.

    La voz de Diarmuid sonó fría:

    ―Habrá suficientes muertos en esta guerra para que podamos arriesgarnos a disculpar acciones como la de este hombre.
    ―De todos modos, no era un asunto que te incumbiera a ti, sino al aven.
    ―No del todo ―replicó Diarmuid elevando la voz―. Permitidme que os recuerde a todos vosotros, y mejor ahora que más tarde, cómo están las cosas. Cuando Revor recibió la Llanura para él y sus descendientes, hizo un juramento de lealtad a Colan. No lo olvidéis. Ivor dan Banor, aven de los dalreis, lleva ese título en la misma medida en que lo llevó Revor: por debajo del soberano rey de Brennin, que es Aileron dan Ailell, y ante quien tú mismo hiciste un juramento, Levon.

    El semblante de Levon se había ruborizado, pero sus ojos expresaban firmeza.

    ―No lo olvido ―dijo―. Pero la justicia no se impone con la violencia de las flechas la misma noche de la batalla.
    ―De acuerdo ―replicó Diarmuid―. Pero en tiempos de guerra, rara vez puede imponerse de otra forma. ¿Cuál es el castigo ―preguntó con voz suave― que la Ley de los dalreis reserva para acciones como la de Doraid?

    Fue Torc quien respondió.

    ―La muerte. Tiene razón, Levon.

    Desde el suelo, junto a Kell, Kevin se dio cuenta de que Diarmuid, que había sido en otros tiempos discípulo de Manto de Plata, conocía perfectamente la respuesta. Poco después vio que Levon inclinaba la cabeza.

    ―Lo sé ―dijo―. Pero soy el hijo de mi padre y no me resulta fácil ordenar una muerte. ¿Querrás perdonarme, príncipe?

    Por toda respuesta, Diarmuid descabalgó de un salto y avanzó hacia Levon. Con un gesto cortés ayudó al otro a desmontar y luego los dos hombres, ambos jóvenes, ambos hermosos, se abrazaron mientras los dalreis y los hombres de Brennin prorrumpían en vítores.

    ―Me siento completamente idiota ―le dijo Kevin a Kell, mientras lo ayudaba a levantarse.
    ―Todos nos sentimos de ese modo alguna vez –dijo con simpatía el hombretón―. En especial junto a Diar. Vamos a emborracharnos, amigo mío. Los dalreis fabrican un licor letal.

    Lo hicieron. Se organizó una gran juerga, que no sirvió, sin embargo, para mejorar el humor de Kevin, como tampoco lo hizo la indulgente broma de Diarmuid sobre su precipitada reacción.

    ―¡No sabía que te gustara tanto Kell! ―había dicho el príncipe, provocando sonoras carcajadas en la enorme cabaña de madera donde se habían reunido.

    Kevin simuló reírse, pero no se le ocurrió ninguna réplica adecuada. Nunca antes se había sentido de más, pero estaba empezando a sentir que lo estaba cada vez mas. Vio que Dave ―Davor, como allí lo llamaban― había formado corro con Levon, Torc y otros dalreis, entre los que se encontraba un adolescente de despeinados cabellos, todo brazos y piernas, que, según le habían dado a entender, había cabalgado sobre el alado unicornio. Vio que Diarmuid se levantaba y se dirigía hacia un grupito de risueñas mujeres. Pensó en hacer lo mismo, sabiendo que sería bien recibido, pero decidió que era inútil. No tenía nada que decir.

    ―¿Más sachen? ―susurró una voz junto a su oreja. Levantó la cabeza y vio a una atractiva muchacha morena que la tendía un vaso de piedra. Kell le guiñó maliciosamente un ojo y se hizo un poco a un lado para dejar sitio en el corro.
    ―Muchas gracias ―le dijo Kevin sonriendo―. ¿Quieres sentarte a mi lado?

    Ella se ubicó con presteza junto a él.

    ―Sólo un ratito ―dijo―. Se supone que tengo que servir. Tendré que levantarme en cuanto aparezca mí madre. Me llamo Liane dal Ivor.

    El no estaba en realidad de buen humor, pero la muchacha era hermosa y graciosa y al fin y al cabo había llevado la iniciativa. Con un cierto esfuerzo, queriéndose mostrar por lo menos educado, Kevin coqueteó un rato con ella.

    Luego apareció la madre, vigilando la reunión con ojos de anfitriona, y Liane tuvo que marcharse, maldiciendo su obligación de servir sachen. Poco después se deshizo la reunión y se le acercó Dave.

    ―Mañana saldremos muy temprano ―dijo con brusquedad―. Levon quiere ir a Paras Derval para ver a Kim.
    ―Todavía no habrá llegado ―arguyó Kevin.
    ―Gereint dice que sí ―replicó el otro, y sin más palabras se alejó en la noche arrebujándose en su manto para protegerse del frío.

    Kevin echó una rápida mirada a Kell. Se encogieron de hombros. Por lo menos el sachen era muy bueno; esto había impedido que la velada fuera del todo un fracaso.

    Más tarde otra cosa también impidió que lo fuera. No llevaba demasiado tiempo acostado, lo justo para sentir que las mantas comenzaban a hacerle entrar en calor, cuando de pronto se abrió la puerta y una esbelta figura con una vela en la mano penetró en la habitación.

    ―Si te atreves a pedirme un vaso de sachen –dijo Liane―, te lo romperé en la cabeza. Espero que ya hayas entrado en calor.

    Dejó la vela sobre una mesita baja junto a la cama y se desvistió. El la contempló un momento a la luz de la vela; poco después ella se deslizaba junto a él bajo las mantas.

    ―Me gustan las velas ―le dijo.

    Fue lo último que se dijeron durante un buen rato. Y de nuevo, a pesar de todo, el vertiginoso acto del amor lo arrastró tan lejos de allí que hasta le pareció que cambiaban los colores de la luz. Antes de que la llama se consumiera del todo, vio que ella se inclinaba sobre él como un arco, como un arco tensado, y le habría dicho algo si hubiera podido articular palabra.

    Luego, en la oscuridad, la oyó decir:

    ―No tengas miedo. Hemos podido ir tan lejos porque estamos cerca de Gwen Ystrat. Las viejas leyendas reflejan al fin y al cabo la verdad.

    Él sacudió la cabeza. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para hacerlo, y todavía aún más para poder hablar.

    ―Siempre es igual, en cualquier lugar ―dijo―. Siempre el abismo.

    Ella se estremeció. Él no había pretendido herirla. ¿Cómo explicárselo? Pero Liane le acarició la frente y le susurró con una voz muy distinta:

    ―¿Es que acaso llevas a Dun Maura en tu interior?

    Luego lo llamó por otro nombre, o al menos así se lo pareció mientras se dejaba ir a la deriva. Quiso preguntarle algo. Se le ocurrían muchas preguntas, pero la marea iba en aumento y lo arrastraba más y más lejos.

    Por la mañana, cuando Levon lo despertó con una sacudida y una sonrisa, ella naturalmente ya se había marchado. Y ya no la vio más antes de que se pusieran en camino los treinta hombres de la banda de Diarmuid, él, Dave y también Levon y Torc.

    Para Dave el viaje hacia el noreste, hacia las regiones del Latham, había significado primero la posibilidad de reunirse con sus amigos, luego también la de vengarse. Desde que se enteró de que los hombres de Diarmuid tenían que ir a buscar a Gereint, el chamán de la tercera tribu, su corazón había empezado a latir anticipadamente de emoción. Nadie habría podido impedirle formar parte de la expedición. Loren necesitaba ver a Gereint, según colegía, por alguna razón que tenía que ver con el problema del invierno. Pero eso no le importaba demasiado; lo que si le importaba era que muy pronto podría estar de nuevo entre los dalreis.

    El camino había sido fácil mientras se dirigían al este, hasta el lago Leman, pero la segunda jornada, a medida que ponían rumbo al norte, se había hecho más y más ardua. Diarmuid había confiado en poder llegar a los campamentos antes de la puesta del sol, pero la marcha se había hecho lenta por culpa de la nieve acumulada y de las ráfagas de viento que soplaban con furia salvaje desde la llanura. En Paras Derval habían provisto a Dave y a Kevin de excelentes ropas de abrigo, que además eran muy ligeras; era obvio que en aquellas latitudes sabían trabajar magníficamente la lana y los tejidos. Sin aquellas ropas habrían pasado mucho frío. Incluso con ellas, cuando se hubo puesto el sol, la marcha se fue haciendo más y más penosa, y Dave no tenía la menor idea de la distancia que aún los separaba de los campamentos.

    Luego la preocupación por el frío desapareció en cuanto vieron la luz de las antorchas en la noche y oyeron los bramidos de los animales que morían en la nieve y los gritos de los hombres en el fragor de la batalla.

    Dave no había esperado a nadie. Había picado espuelas y se había encaramado a un montículo de nieve, desde el cual había divisado ante él el campo de batalla; y, a media distancia entre él y el fragor del combate, había visto a un muchacho de quince años al que recordaba muy bien.

    Diarmuid, el elegante príncipe, se había reunido con él y juntos habían pasado al galope junto a Tabor, montículo abajo; pero Dave apenas era consciente de nada mientras embestía contra la manada de lobos, blandiendo el hacha a diestra y siniestra, y se abría paso hacia la fila de los urgachs, con el recuerdo de los muertos junto al lago Llewen fresco en su memoria.

    Pocas cosas más recordó mientras se dejaba invadir por la furia del combate. Kevin Laine había estado a su lado alumbrándolo con una antorcha, mientras él, según le habían contado después, mataba a un urgach y a su corcel, una de aquellas bestias con seis patas y cuernos a las que llamaban slaugs, según le habían explicado luego.

    Entonces Tabor, ante el asombro de todos, había aparecido en el cielo, montado sobre una alada criatura, armada con un cuerno que resplandecía y mataba.

    Más tarde, cuando los lobos hubieron huido en desbandada y los slaugs se hubieron llevado lejos a los urgachs, él había desmontado y se había quedado inmóvil frente a sus hermanos. Y una tremenda algarabía se había levantado mientras él sentía el apretón de manos de Torc y el abrazo de Levon.

    Se habían vivido momentos de tensión cuando Diarmuid había hecho matar a un dalrei por insubordinación y se había enfrentado con Levon, pero también aquel percance había terminado felizmente. Kevin Laine, por alguna razón que Dave no podía colegir, había tratado de interferir, pero nadie parecía haber dado demasiada importancia a su intervención.

    Luego habían cabalgado hacia el campamento donde se encontraba Ivor, que tenía ahora un título nuevo pero que seguía siendo el mismo hombre canoso y rechoncho que tan bien, recordaba, de mirada profunda y rostro curtido por los elementos. Ivor le había dicho, haciéndolo sentir aún más importante:

    ―Bienvenido a casa, Davor. Un resplandeciente hilo en medio de la oscuridad te trae de vuelta al hogar.

    Luego habían bebido sachen y habían comido carne junto a las fogatas, entre caras amigas, incluida la de Liane.

    ―¿ Cuántas veces voy a tener que bailar en tu honor la muerte de un urgach? ―le había preguntado ella con los ojos brillantes y retadores; luego lo había besado con suavidad en la mejilla antes de alejarse precipitadamente.

    Tabor también se había reunido con ellos poco después; le hubiera gustado abrazar al muchacho, pero había algo en su cara que se lo impedía. Se lo impedía a todos, incluso a su padre. Entonces Ivor le había hecho un gesto para que se reuniera con él junto a un pequeño fuego, a un extremo de la habitación.

    Había allí otras siete personas, a las que poco después se añadió Diarmuid, un poco despeinado y con un vaso en la mano. Dave todavía no estaba seguro de sus sentimientos hacia el príncipe; había recibido mejor impresión de Aileron, el hermano mayor que era ahora el soberano rey. Diarmuid, para el gusto de Dave, parecía demasiado afable; aunque, en verdad, no había habido suavidad ninguna en la forma como había dirigido la expedición y en como se había impuesto a los dalreis al ordenar aquella muerte. Ivor, se dio cuenta Dave, no había sacado a colación aquel asunto.

    Y Diarmuid, pese a lo que había bebido, mostraba su autoridad mientras de forma concisa expresaba el deseo del soberano rey y del primer mago de que Gereint, el chamán, fuera con él a Paras Derval. Allí, en unión de los magos, buscarían el origen de aquel invierno que poco a poco los oprimía entre sus malévolas garras.

    ―En verdad es algo malévolo ―añadió el príncipe con voz apacible desde el lugar que ocupaba frente al ciego Gereint―. Los líos alfar han confirmado lo que todos habíamos adivinado. Me gustaría emprender mañana la marcha, si así le conviene al chamán y a todos vosotros.

    Ivor hizo un gesto de asentimiento ante la cortés solicitud expresada. Pero nadie dijo palabra; todos esperaban que lo hiciera Gereint.

    Dave todavía no se había recuperado de la inquietud que sentía en presencia de aquel arrugado anciano cuyas cuencas vacías parecían, paradójicamente, sondear las almas de los hombres y los abismos del tiempo. Cernan, dios de los seres salvajes, le había hablado a Gereint ―Dave lo recordaba― y había llamado a Tabor a su ayuno, para encontrar el animal que todos habían visto en los cielos. Este pensamiento lo llevó a recordar a Ceinwen y el estanque del bosquecillo de Faelin. Y ésa era su propia y tenebrosa senda.

    Dejó de pensar en ello al oír la voz de Gereint:

    ―También vamos a necesitar a la vidente.
    ―Todavía no ha llegado ―dijo Diarmuid.

    Todos miraron a Dave.

    ―Estaba buscando a alguien ―dijo―. Por eso nos mandó a nosotros primero.
    ―¿A quién estaba buscando? ―preguntó un hombre llamado Tulger que se sentaba junto a Ivor.

    Un extraño sentimiento de discreción llevó a Dave a murmurar:

    ―Eso debe decíroslo ella, no yo.

    Vio cómo Ivor inclinaba la cabeza en señal de aprobación.

    Gereint esbozó una leve sonrisa.

    ―Muy cierto ―dijo el chamán―. Pero yo ya lo sé y a estas horas ya deben de haber llegado. En realidad estaban en Paras Derval antes de que vosotros llegarais aquí.

    Ese tipo de cosas eran las que desconcertaban a Dave frente a Gereint.

    Diarmuid en cambio no parecía impresionado.

    ―Es muy probable que estén con Loren –murmuró sonriendo como si se tratara de una broma, aunque Dave no captó la gracia―. ¿Vendrás entonces con nosotros? ―continuó diciendo el príncipe dirigiéndose al chamán.
    ―No hasta Paras Derval ―contestó con voz calma Gereint―. Mis viejos huesos ya no están para esos trotes.
    ―Bueno, seguramente... ―empezó a decir Diarmuid.
    ―Me reuniré con vosotros ―siguió diciendo Gereint ignorando la interrupción― en Gwen Ystrat. Mañana emprenderé el viaje hacia el Templo de Morvran. Todos vosotros deberéis ir allí.

    Esta vez Diarmuid lo miró desconcertado.

    ―¿Por qué? ―preguntó.
    ―¿Qué dirección han tomado los lobos? –preguntó el chamán volviéndose imperturbable hacia donde se encontraba Torc.
    ―Hacia el sur ―contestó el moreno dalrei, y se hizo un silencio general.

    Desde la fogata más alejada se oyó un estallido de risas. Dave miró involuntariamente hacia allí y vio, con un repentino estremecimiento, que Liane estaba sentada junto a Kevin, y que ambos se susurraban cosas al oído. Su vista se nubló. ¡Maldito fuera aquel chulo perseguidor de faldas! ¿Por qué el astuto e inconsciente Kevin Laine tenía siempre que estropearlo todo? Invadido por la furia, Dave sacó fuerzas de flaqueza para concentrar de nuevo su atención en la reunión.

    ―Todos vosotros deberéis ir allí ―repetía Gereint―. Gwen Ystrat es el lugar más apropiado para lo que debemos hacer.

    Diarmuid clavó los ojos en el ciego chamán durante un buen rato. Luego dijo:

    ―De acuerdo. Le mandaré recado a mi hermano. ¿Hay algo más?
    ―Sólo una cosa ―dijo Levon―. Dave, tú tienes el cuerno.

    El cuerno de Pendaran, que encerraba la nota que era el genuino sonido de la Luz.

    ―Así es ―contestó Dave. Y, en efecto, el cuerno pendía de su costado.
    ―Bien ―dijo Levon―. Así pues, si la vidente está en Paras Derval, yo quiero formar parte de la expedición de regreso. Hay algo que me gustaría intentar antes de ir a Gwen Ystrat.

    Ivor se estremeció al oírlo y se volvió hacia su hijo mayor.

    ―Es una temeridad ―dijo muy despacio―. Lo sabes perfectamente.
    ―No lo sé ―replicó Levon―. Sólo sé que nos dieron el Cuerno de Owein. ¿Por qué no usarlo entonces?

    Sus palabras eran lo bastante razonables como para acallar a su padre. Aunque, en verdad, no eran del todo ciertas.

    ―¿De qué estáis hablando? ―preguntó el príncipe.
    ―De Owein ―contestó Levon, y su rostro estaba resplandeciente―. Quiero despertar a los Durmientes y liberar a la Caza Salvaje.

    Sus palabras sorprendieron a todos, pero sólo por un momento.

    ―¡Valiente diversión! ―dijo Diarmuid, pero Dave vio un destello en sus ojos que era una auténtica réplica al que había en los de Levon.

    Sólo Gereint fue capaz de reír, con un sonido profundo e inquietante.

    ―¡Valiente diversión! ―repetía el chamán riéndose para sus adentros mientras no dejaba de balancearse hacia atrás y hacia adelante.

    Y en ese preciso momento se dieron cuenta de que Tabor se había desmayado.

    Por la mañana se había recuperado y había salido, pálido y alegre, a despedirlos. Dave hubiera preferido quedarse entre los dalreis, pero lo necesitaban por el asunto del cuerno, según parecía; además Levon y Torc tomaban parte de la expedición. Pronto estarían todos en Gwen Ystrat. Morvran era el lugar que Gereint había elegido.

    Todavía seguía pensando en la risa de Gereint mientras se dirigían hacia el sur para alcanzar la carretera de Paras Derval en el punto en que bordeaba por el oeste el lago Leinan. Levon le había dicho que en circunstancias atmosféricas normales, habrían atajado por los pastizales del norte de Brennin, pero era imposible hacerlo con el hielo y la nieve de aquella anormal estación.

    Kevin cabalgaba inusualmente ensimismado, con dos de los hombres de Diarmuid, uno de los cuales era aquel sobre quien había saltado la noche anterior de un modo tan estúpido. Dave ya no quería saber nada de él. Si la gente quería llamar a eso celos, que lo llamaran. Él no iba a perder tiempo en explicaciones. No estaba dispuesto a confesar a nadie que él mismo había tenido que renunciar a la muchacha en el bosque, ante la verde Ceinwen. No estaba dispuesto a contar lo que la diosa le había contestado.

    «Ella es para Torc», había dicho él.

    «¿Es que acaso tiene otra posibilidad de elección?», le había contestado Ceinwen, y se había echado a reír antes de desaparecer.

    Este asunto sólo le concernía a él.

    Por el momento, sin embargo, iba cambiando impresiones con los dos hombres a quienes consideraba sus hermanos desde la ceremonia ritual en el Bosque de Pendaran. Por fin la conversación versó sobre el momento en que, en los fangosos campos en torno a Stonehenge, Kevin había tenido que explicar a los guardas en francés y en un inglés chapurreado por qué él y Jennifer se estaban acariciando en un lugar prohibido. Había sido una representación realmente magistral que había acabado en el momento en que los cuatro se habían sentido invadidos por una repentina sensación de poder que los había empujado a la fría y oscura travesía entre los mundos.


    Capítulo 6


    Al tiempo que sentía remitir el ahora ya familiar frío de la travesía, Jennifer se dio cuenta de que estaba en la misma habitación de la primera vez. No había sucedido, en cambio, como en la segunda travesía, cuando ella y Paul habían cruzado con tanta violencia que habían caído de rodillas sobre los montones de nieve apilados en las calles de la ciudad.


    Allí, mientras Paul, todavía aturdido, se esforzaba por ponerse en pie bajo el bamboleante letrero de El Jabalí Negro, había sentido las primeras punzadas del parto prematuro. Y entonces, mientras trataba de reconocer el lugar adonde quién sabe cómo Paul había logrado llevarlos, había acudido repentinamente a su memoria el recuerdo de una mujer que lloraba a la puerta de una tienda, cerca del césped, y le pareció ver con toda claridad lo que debía hacer. De este modo había ido a casa de Vae y había nacido Darien; y después del parto había sentido que en su interior experimentaba un enorme cambio.

    Desde lo sucedido en Starkadh se había convertido en una criatura de discordes opiniones y confusas reacciones. El mundo, su mundo particular, aparecía siniestramente ensombrecido, y la posibilidad de que alguna vez pudiera volver a vivir como un simple ser humano parecía sólo una absurda abstracción sin esperanzas. Mangrim la había destrozado por completo; ¿qué sentido podía tener lo demás?

    Luego Paul había ido a verla, le había contado lo que le había contado, y el tono de su voz, más que ninguna otra cosa, le había hecho vislumbrar un camino. Por muy grande que fuera el poder de Rakoth, no lo era todo, no lo podía todo; no había sido capaz de impedir que Kím acudiera en su ayuda.

    Y no podía impedir que su hijo naciese.

    O por lo menos así lo había creído hasta que, con una sacudida de terror, había visto en su mundo a Galadan. Y le había oído decir que iba a matarla a ella y por lo tanto también a su hijo.

    Por eso le había dicho a Paul que lo maldeciría si fallaba. ¿Cómo había podido decir semejante cosa? ¿De donde habían brotado sus palabras?

    Le parecía que era otra persona, una mujer totalmente distinta, y quizá lo era. Pues, desde el momento en que el niño había nacido, había recibido un nombre y había sido puesto en los mundos del Tejedor para que sirviera de respuesta a todo lo que ella había sufrido, para que fuera el hilo que ella había entretejido de un modo fortuito en la urdimbre. Desde ese precioso momento, Jennífer había contemplado con asombro qué sencillo era todo.

    Ya no más discordancias ni confusiones. Nada parecía herirla; había llegado demasiado lejos. Se había sentido capaz de relacionarse con los demás, de sorprenderlos agradablemente con su amabilidad. Ya habían dejado de soplar para siempre los tormentosos vientos, ya no se oscurecería el sol nunca más. A veces le parecía que se movía a cámara lenta por un paisaje de color gris, con nubes grises sobre la cabeza; a veces, pero sólo a veces, el recuerdo del color, del sonido, llegaba hasta ella como el sordo rumor del mar en la distancia.

    Y, sin duda, era agradable. No estaba curada del todo; era lo bastante inteligente para darse cuenta, pero por lo menos se encontraba mucho mejor que antes. Si ya no podía ser del todo feliz, por lo menos podía sentírse... tranquila.

    La amabilidad era un inesperado regalo, una especial compensación por el amor, que había sido destrozado en Starkadh, y por el deseo, que había muerto para siempre.

    Le resultaba difícil que la acariciaran; no era desagradable o hiriente, simplemente difícil, y cuando ocurría sentía que en su interior se rebelaba la frágil y atractiva persona que había sido en otro tiempo Jennifer Lowell. Incluso aquella misma noche, pocas horas antes, durante el simulacro en Stonehenge, cuando ella y Kevin habían engañado a los guardas haciéndoles creer que eran amantes galos en busca de la pagana bendición de aquellas piedras, incluso entonces le había resultado difícil sentir sobre su boca la de él poco antes de que los guardas los sorprendieran. Y no había podido evitar que él lo notara, pues no era fácil ocultarle algo a Kevín. Pero ¿cómo, desde ese apacible país gris en el que ella se movía ahora, podía decirle a un antiguo amante, y el más amable de todos, que él se había acostado con ella en Starkadh, bajo una apariencia obscena y deforme mientras de su mano cortada chorreaba una sangre negra que quemaba sus carnes? ¿Cómo explicarle que no podía olvidar ni superar lo que había ocurrido en aquel lugar?

    Había dejado que la abrazara, había simulado desmayarse cuando los guardas los habían sorprendido, y luego había sonreído y había hecho pucheros, mientras, según lo acordado, Kevin prorrumpía en frenéticas e incoherentes explicaciones.

    Luego se había sentido invadida por la sensación de frío, mientras Kim los sostenía, y por fin se había encontrado en esa habitación con los demás, la misma habitación que la primera vez, y también ahora era de noche.

    También el tapiz era el mismo y, a la luz de las antorchas, podía distinguir con claridad el dibujo: era una magnífica representación de Iorweth, el Fundador, en el Bosque Sagrado, junto al Arbol del Verano. Jennifer, Kevin y Dave lo examinaron con atención y luego los tres, siguiendo un impulso, miraron a Paul.

    Sin apenas detenerse a mirar al tapiz, Paul avanzó rápidamente hacia la puerta sin vigilancia; la otra vez había habido un guardia, Jennifer lo recordaba perfectamente, y Matt Sóren le había arrojado su cuchillo.

    Esta vez, Paul dio unos pasos por el pasillo y llamó en voz baja. Se oyó un entrechocar de armas y poco después apareció en el fondo del pasillo un muchacho con aire aterrorizado; vestía unas ropas demasiado grandes para él y su mano sostenía un arco con no mucha firmeza.

    ―Te conozco ―le dijo Paul simulando no ver el arco―. Eres Tan. Eras el paje del rey. ¿Te acuerdas de mí?

    El muchacho bajó el arco.

    ―Sí, mi señor. Del juego del ta’bael. Eres...

    El temor se leía en su rostro.

    ―Soy Pwyll, sí ―dijo Schafer con sencillez―. ¿Es que ahora eres guardia, Tan?
    ―Sí, señor. Ya soy demasiado mayor para ser paje.
    ―Ya veo. ¿Está el soberano rey en el palacio esta noche?
    ―Sí, señor. ¿Quieres que...?
    ―¿Por qué no nos llevas ante él? ―dijo Paul.

    Kevin oyó, y recordó haberlo oído en otra ocasión, el crispado tono de la voz de Paul. Entre él y Aileron había surgido una innegable tensión en su última entrevista. Y al parecer subsistía todavía.

    Siguieron al muchacho a través de intrincados corredores, luego bajaron un tramo de escaleras de piedras y se encontraron ante las hojas de una puerta que sólo Paul recordaba.

    Tan llamó y luego se retiró; un fornido guardia, tras una rápida y vigilante ojeada, les franqueó el paso.

    Paul vio que la habitación había cambiado. Habían retirado las magníficas colgaduras de los muros, y en su lugar pendían gran número de mapas y planos. También habían desaparecido los confortables sillones; había, en cambio, muchas sillas de madera y un banco muy largo.

    No se veía por ningún lado el tablero de ajedrez con sus piezas magníficamente talladas. En el centro de la habitación había una mesa muy grande y, sobre ella, un enorme mapa de Fionavar. Inclinado sobre el mapa, de espaldas a la puerta, se encontraba un hombre de regular estatura, con un sencillo vestido marrón, con una chaqueta de piel sobre la camisa para defenderse del frío.

    ―¿Quién es, Shain? ―preguntó el hombre sin dejar de mirar el mapa.
    ―Si te das la vuelta, podrás verlo por ti mismo ―dijo Paul antes de que el guardia pudiera contestar.

    Al instante, antes de que Paul hubiera acabado de hablar, Aileron se volvió. Sus ojos brillaban con la intensidad que todos recordaban.

    ―¡Mornir sea alabado! ―exclamó el soberano rey avanzando hacia ellos. Luego se detuvo y la expresión de su rostro cambió. Los miró de hito en hito―. ¿Dónde está ella? ―preguntó Aileron dan Ailell―. ¿Dónde está mi vidente?
    ―Está a punto de llegar ―dijo Kevin acercándose un poco―. Trae con ella a alguien más.
    ―¿A quién? ―inquirió con brusquedad Aileron.

    Kevin miró a Paul, y éste respondió:

    ―Ya te lo dirá ella si es que lo logra. Creo que es ella quien debe decírtelo, Aileron.

    El rey miró a Paul como si quisiera añadir algo más, pero luego su rostro se relajó.

    ―Muy bien ―dijo―. ¡Tarda tanto en llegar! Y yo... tengo tanta necesidad de que esté aquí. ―Luego su voz cambió―. No he estado demasiado amable, ¿verdad? Os doy la bienvenida. Tú debes de ser Jennifer.

    Avanzó hacia ella, que se acordó de su hermano y de su primer encuentro. Este, por lo menos, austero y controlado, no la llamaba melocotón ni se inclinaba para besarle la mano. En lugar de eso le dijo con bastante torpeza:

    ―Has sufrido mucho por nuestra culpa, y lo siento. ¿Te encuentras bien ahora?
    ―Bastante bien ―le dijo ella―. Y aquí estoy.

    Los ojos de él sondearon los suyos.

    ―¿Por qué? ―preguntó Aileron.

    Era una buena pregunta que además nadie le había formulado, ni siquiera Kim. Tenía una respuesta, pero no estaba dispuesta a dársela ahora a aquel joven y brusco rey de Brenim.

    ―He venido de muy lejos ―dijo con voz suave mirándolo con sus luminosos ojos verdes―. Resistiré lo que venga.

    Un hombre más experimentado en el trato con mujeres habría sostenido la mirada de Jennifer, pero Aileron desvió la suya.

    ―Bien ―dijo dirigiéndose hacia el mapa que había sobre la mesa―. Puedes servirme de ayuda. Tendrás que decirnos todo lo que recuerdes de Starkadh.
    ―¡Alto ahí! ―dijo Dave Martyniuk―. Eso no está bien. Ella sufrió mucho en ese lugar y está tratando de olvidarlo.
    ―Necesitamos saberlo ―replicó Aileron, que podía muy bien hacer frente a los hombres.
    ―¿Y no te importa cómo conseguirlo? –pregunto Kevin con un tono amenazador en la voz.
    ―En verdad, no ―dijo Aileron―. Por lo menos, no en tiempos de guerra.

    El silencio fue roto por Jennifer.

    ―Está bien ―dijo―. Diré todo lo que recuerdo, pero no a ti ni a ninguno de vosotros; lo siento. Sólo hablaré de eso con Loren y Matt, pero con ninguno más.

    El mago había envejecido mucho desde la última vez que lo habían visto. Las canas se entremezclaban con los pelos grises en su barba y en su cabellera, y profundas arrugas surcaban su rostro. Sin embargo, sus ojos eran los de siempre: autoritarios y compasivos a un tiempo. En cambio Matt Soren no había cambiado en absoluto; ni siquiera había perdido la mueca que pasaba por sonrisa.

    Todos reconocieron en ella su auténtico significado, y después de la fría acogida de Aileron el caluroso recibimiento del mago y su fuente supuso para todos ellos el verdadero retorno a Fionavar. Cuando Matt cogió entre sus callosas manos las de Jennifer, ella rompió a llorar.

    ―Nunca supimos con certeza ―dijo Loren Manto de Plata con voz alterada por la emoción― si ella había logrado sacarte de allí. Sólo Jaelle oyó su último consejo relativo a Starkadh. Eso salvó muchas vidas, pues hubiéramos atacado.
    ―Y luego llegó el invierno ―agregó Aileron― y ya no hubo posibilidad de atacar. No hemos podido hacer nada.
    ―Deberíamos ofrecer vino a nuestros huéspedes ―dijo el enano con aspereza.
    ―Shain, trae copas y sirve a cada uno lo que desee ―ordenó Aileron con aire ausente―. Necesitamos a Kim con urgencia ―siguió diciendo―. Tenemos que averiguar de qué forma controla Maugrim el invierno; es algo que jamás había hecho. Los lios alfar lo han confirmado.
    ―¿Es que lo está haciendo más crudo? –preguntó Paul con sencillez.

    Se hizo un silencio. Loren lo rompió:

    ―No lo entiendes ―contestó con suavidad―. En realidad lo está haciendo. Ha trastocado por completo las estaciones. Hace nueve meses que nieva, Pwyll. Dentro de seis noches estaremos en el solsticio de verano.

    Todos miraron por la ventana. Había hielo en los cristales. Estaba nevando y un fuerte viento soplaba contra los muros. Pese a las dos chimeneas y a las antorchas, hacía mucho frío en la habitación.

    ―¡Oh, Dios mío! ―exclamó de pronto Dave―. ¿ Qué les ha sucedido a los dalreis?
    ―Se han congregado cerca del río Larham –dijo Loren―. Las tribus y también los eltors.
    ―¿Todos en ese lugar? ―dijo Dave―. ¡Toda la Llanura les pertenece!
    ―Ya no ―dijo Aileron, y en su voz había una angustia desesperada―. No mientras dure el invierno.
    ―¿Podemos detenerlo? ―preguntó Kevín.
    ―No hasta que sepamos cómo lo está haciendo –le contestó Loren.
    ―¿Por eso necesitáis a Kim? ―dijo Paul, y se alejó de los otros para acercarse a la ventana.
    ―Y a alguien más. Necesito que venga aquí Gereint, el chamán de Ivor. Así veremos si entre todos podemos atravesar la cortina de hielo y nieve y encontrar así su origen. Si no lo conseguimos ―dijo el mago―, habremos perdido la guerra antes de empezarla. Y no podemos perder esta guerra.

    Aileron no decía nada. Sus ojos hablaban por él.

    ―Muy bien ―dijo Jennifer despacio―. Creo que Kim llegará pronto. Así lo espero. Entretanto, creo que tengo cosas que decir a Loren y a Matt.
    ―¿Ahora? ―preguntó Kevín.
    ―¿Por qué no? ―sonreía, aunque en realidad era una sonrisa forzada―. Tomaré un poco de este vino, Shain. Si no os importa.

    Ella, el mago y su fuente se marcharon a una habitación contigua. Los demás se quedaron mirándose unos a otros.

    ―¿Dónde está Diarmuid? ―preguntó de pronto Kevin.
    ―¿Dónde imaginas que puede estar? ―fue la respuesta de Aileron.

    Hacía media hora, poco antes de que Matt y Loren se hubieran marchado al palacio, Zervan de Seresh se había retirado a su dormitorio en la residencia del mago, aunque no dormía.

    No había dejado nada por hacer: había encendido el fuego en la habitación principal de modo que ardiera toda la noche, y sabía que si Brock regresaba antes que los otros lo avivaría.

    No era una mala vida ser criado de los magos. Lo había sido durante veinte años, desde el momento en que le habían dicho que no tenía madera de mago, lo cual no había sido una sorpresa: lo sabía desde mucho tiempo atrás. Pero les tenía afecto a los tres, incluso ―aunque recordarlo le producía una enorme amargura― a Metran, que había sido un hombre inteligente hasta que se hizo viejo y se convirtió en un traidor. También le gustaba Paras Derval, con el bullicio de la ciudad y la proximidad del palacio. Era muy agradable estar en el meollo de las cosas.

    Por eso cuando Teyrnon se lo pidió, Zervan había aceptado complacido quedarse con los magos y servirles como criado.

    Después de veinte años, el afecto se había ido convirtiendo en algo parecido al amor. Los cuatro que habían quedado, Loren y Teyrnon, Matt y Barak, eran para Zervan lo más parecido a una familia, y él velaba por ellos con su mirada exigente y atenta a todos los detalles.

    Había fruncido el entrecejo cuando Brock de Banir Tal se había quedado a vivir con ellos, hacía ya un año. Pero, aunque era obvio que el enano era un personaje de rango entre su pueblo, era discreto y muy poco exigente, y Zervan observaba con aprobación su manifiesta devoción hacia Matt Sóren. Zervan había pensado siempre que Matt era demasiado duro consigo mismo y se alegraba de que Brock estuviera a su lado para compartir la carga.

    Gracias a Brock, Zervan había llegado a comprender la causa de la profunda melancolía en que caía Matt cada tanto y del silencio que invadía a aquel ser ya de por sí taciturno. Ahora lo entendía: Matt Sóren, que había sido rey en Banir Lok, permanecía silencioso y ceñudo cuando luchaba con la incesante llamada de Calor Diman, el lago de Cristal. Brock le había explicado que todos los reyes de los enanos velan durante una noche de plenilunio junto al lago, entre las dos montañas gemelas. Si sobreviven a lo que ven y conservan todavía el juicio pueden ser coronados con la Corona de Diamante. Y Brock había añadido que ya nunca más pueden librarse de la llamada de Calor Diman. Zervan comprendió entonces que era esa llamada la que obligaba a la fuente de Loren a permanecer en vela las noches de plenilunio, recorriendo sin descanso la habitación hasta que rompía el alba.

    Pero esa noche era Zervan quien no podía dormir. Matt estaba en el palacio con Loren. Brock, diplomáticamente, había dicho que se marchaba a El Jabalí Negro. A menudo lo hacia para dejar solos al mago y a su fuente. Zervan, solo en la casa, no podía dormir porque por dos veces había oído un ruido fuera, al otro lado de la ventana.

    La tercera vez que lo oyó, saltó de la cama, se vistió y salió a echar una ojeada. Al pasar por la habitación principal, echó algunos troncos más al fuego y cogió un sólido leño para que le sirviera de defensa. Abrió la puerta y salió a la calle.

    Hacía un frío terrible. El aliento se le helaba y pese a que llevaba guantes sentía congeladas las puntas de los dedos. Fuera sólo se oía el viento y aquella nieve que seguía cayendo anormalmente. Dio la vuelta a la casa, pues los dormitorios daban a la parte trasera, de donde le había parecido que procedía el ruido.

    Debía de ser un gato, que hacía crujir la nieve que había entre la casa y la puerta contigua. Sí, con seguridad se trataba de un gato. No se veían huellas sobre la nieve. Un poco más tranquilo, dobló la esquina de la parte de atrás de la casa.

    Tuvo tiempo de ver de qué se trataba, de sentir que su mente se paralizaba de estupefacción, de entender por qué no había huellas sobre la nieve.

    No tuvo, sin embargo, tiempo de gritar o de dar, de alguna forma, la voz de alarma.

    Un largo dedo lo alcanzó. Y con sólo tocarlo lo mató.

    Después de sufrir los efectos del entumecedor viento y el peligro de las calles heladas, el calor que se desprendía de El Jabalí Negro le pareció a Kevin un infierno. La taberna estaba atiborrada de un público estridente y sudoroso. Había cuatro enormes chimeneas y en lo alto de los muros ardían varias antorchas.

    Estaba tal como lo recordaba: el denso humo, el olor de la carne que se asaba sobre el fuego, el constante y ensordecedor ruido. En cuanto hubieron franqueado el umbral, Kevin se dio cuenta de que El Jabalí parecía mas concurrido que nunca porque la mayoría de los parroquianos se habían congregado en torno a un ancho circulo en medio de la taberna. Habían retirado las mesas de los caballetes y apartado los bancos para dejar más espacio libre.

    Usando a Dave como un ariete, Kevin y Paul se abrieron paso entre la multitud que se apiñaba cerca de la puerta, dando codazos y derramando cerveza. Entonces Kevin vio que un hombre corpulento de rojos cabellos estaba en medio del corro formado por la multitud. El hombretón llevaba sobre sus hombros a otro menos fornido.

    Frente a ellos, rugiendo en beligerante desafío para poder ser oído en aquel estruendo, se alzaba la enorme mole de Tegid de Rhoden, y sobre sus hombros, riendo a carcajadas, estaba Diarmuid, príncipe de Brennin.

    Kevin se echó a reír y vio que entre el público se cruzaban apuestas mientras los contrincantes tomaban cautelosamente posiciones. ¡Incluso en tiempos de guerra!, pensó, mirando al príncipe. La gente se había subido a las mesas para poder ver mejor; otros se habían encaramado a las escaleras para ver la lucha desde arriba. Kevin vio que Carde y Erron dirigían las apuestas de pie sobre la barra. Junto a ellos reconoció a Brock, el enano que había traído la noticia de la traición de Eridu. Era más viejo que Matt; su barba era más clara y reía a carcajada limpia, cosa que Matt pocas veces hacía. Todas las miradas estaban pendientes de los combatientes, por eso nadie había reconocido a ninguno de los tres.

    ―¡Rendios, intrusos.de la Fortaleza del Norte! ―rugía Tegid.

    De pronto, Kevin se dio cuenta de una cosa.

    ―¡Son los hombres de Aileron! ―les gritó a Dave y a Paul, mientras Tegid tropezaba e iba dando tumbos hacia los otros dos.

    El otro contrincante resistió limpiamente la embestida y Diarmuid, que no cesaba de reír, apenas pudo esquivar el golpe del otro jinete que trataba de derribarlo. Tegid se estrelló contra una mesa al otro lado del corro, derribó a varios espectadores y por poco hizo caer a su jinete.

    Se dio la vuelta despacio respirando con dificultad. Diarmuid inclinó la cabeza y susurró una serie de instrucciones al oído de su inestable montura. Esta vez avanzaron con mas cautela y Tegid mantuvo sus piernas abiertas para guardar el equilibrio sobre el suelo de

    juncos.

    ―¡Ballena borracha! ―se mofó el otro jinete.

    Tegid detuvo su cauteloso avance y lo miró con la cara roja de ira. Luego, aspirando profundamente, gritó con atronadora voz:

    ―¡Cerveza!

    Al momento una joven se precipitó hacia ellos con dos pintas de cerveza que Tegid y Diarmuid apuraron de un trago.

    ―¡Doce! ―gritaron a la vez Erron y Carde desde la barra.

    Era evidente que la lucha venía durando un buen rato. Diarmuid devolvió su jarra a la camarera mientras Tegid arrojaba la suya por encima de su hombro. Un parroquiano agachó con agilidad la cabeza y volcó la mesa sobre la que él y otros cuatro hombres estaban de pie. Mejor dicho, habían estado de pie.

    Era demasiado para Kevin Laine.

    Un momento después, el dúo de la Fortaleza del Norte fue derribado en un ataque por detrás. No había sido un ataque demasiado sutil: simplemente, habían sido arrollados. Mientras los aullidos y los gritos alcanzaban un tono sin precedentes, Kevin, encaramado con firmeza sobre los hombros de Dave, se dirigió contra la pareja de El Jabalí.

    ―¡Ahora vais a ver! ―gritó.

    Pero las intenciones de Tegid eran otras. Dando un grito de alegría, corrió con los brazos abiertos hacia Dave y lo envolvió en un apretado y prolongado abrazo de oso; luego, incapaz de algo tan complejo como detenerse, dio con los cuatro en el suelo en un amasijo informe y empapado de cerveza.

    Una vez en el suelo comenzó a abofetearlos a ambos con salvajes golpes que sólo pretendían expresar su afecto y su alegría; Kevin no lo ponía en duda, pero eran tan violentos que la habitación empezó a dar vueltas a su alrededor. Reía hasta perder el aliento y pretendía protegerse de la euforia de Tegid, cuando oyó que Diarmuid le susurraba al oído:

    ―¡Bien hecho, amigo Kevin! ―dijo el príncipe, que no había recibido el menor daño―. No me habría gustado perder. Pero aquí abajo tenemos otro problema.
    ―¿Cuál? ―el tono de su voz había impresionado a Kevín.
    ―Subido sobre Tegid, he estado vigilando durante la última hora a alguien que está junto a la puerta. Creo que es un extranjero. No me preocupaba demasiado pues casi prefería que hubiera informado de que no estamos preparados para la guerra.
    ―¿Qué clase de extranjero?
    ―Esperaba poder averiguarlo luego. Pero cambia las cosas el hecho de que hayáis llegado. No quiero que informe de que Kim y Paul están con nosotros.
    ―Kim no ha llegado. Paul, sí.
    ―¿Dónde está? ―preguntó el príncipe apresuradamente.
    ―Junto a la puerta.

    Mucha gente los rodeaba: Carde y Erron, Kall y algunas mujeres. Por eso, cuando lograron abrirse paso hacia la puerta ya era demasiado tarde para poder hacer algo.

    Paul contemplaba la lucha con aire divertido. Según parecía no había nada que pudiera infundir en Diarmuid el sentido de la responsabilidad. Sin embargo, el príncipe era algo más que un simple juerguista; la primavera pasada lo había probado un número sobrado de veces como para poder ponerlo todavía en duda.

    En la primavera. En la primavera del año pasado, dado que se estaba acercando el verano; y en esto estaba pensando Paul, en el significado de aquel salvaje y artificial invierno. En especial, pensaba en algo que había notado mientras recorrían el camino que separaba a la taberna del palacio.

    Estaba muy abstraído en sus elucubraciones y reflexiones, incluso en medio de aquel pandemónium. Por el rabillo del ojo vio que Kevin montaba sobre los hombros de Dave y que los dos cargaban contra los de la Fortaleza del Norte por detrás. La algarabía que se formó a continuación atrajo su atención y lo hizo sonreír. El travieso Kevin Laine era casi tan irresponsable como Diarmuid y, como él, estaba lleno de vida.

    Su sonrisa se convirtió en franca carcajada cuando vio que Tegid se precipitaba contra Dave y lo abrazaba, y no pudo evitar un estremecimiento cuando vio caer a los cuatro al suelo.

    De este modo, primero preocupado, luego entretenido, no se dio cuenta de que una figura cubierta con un manto y una capucha, pese al tórrido calor de El Jabalí, se abría paso hacia él.

    Sin embargo, también otra persona lo hacía. Alguien que había visto a Kevin y a Dave y que había adivinado que también Paul debía de estar allí. Y, justo en el momento en que la encapuchada silueta llegaba junto a el, la otra se interpuso.

    ―¡Alto ahí, hermana! Yo tengo preferencia –dijo Tiene, una muchacha de cabellos castaños―. Éste es para mi. Puedes llevarte a los otros a la cama, quienquiera que seas, pero éste, esta noche, es sólo para mi.

    Paul se volvió y vio a la frágil y hermosa muchacha cuyas lágrimas, hacia un año, le habían impedido hacer el amor y lo habían empujado al Arbol del Verano, huyendo de aquella noche estrellada, después de haber oído una canción que en modo alguno quería oír.

    Y precisamente porque él había estado en el Árbol de Verano y había sobrevivido, precisamente porque el dios le había permitido volver, precisamente por eso aquella silueta encapuchada, que era en efecto una mujer, pero en modo alguno hermana de ningún mortal, había venido a matarlo.

    Pero aquella pobre e insensata mujer se había interpuesto entre ambos. Una mano emergió del manto y tocó a Tiene con su largo dedo. Sólo eso, y la muchacha dio un grito sofocado mientras un gélido y paralizante dolor entumecía su brazo en el lugar donde el dedo le había tocado. Se sintió caer, y mientras caía logró alargar el brazo que aún no había sido invadido por el frío y quitarle a la otra la capucha.

    Era una cara humana, pero no del todo. La piel era tan blanca que era casi azul; era evidente que su simple tacto produciría un efecto gélido. No tenía cabellos y sus ojos eran del color de la luna sobre el hielo, sobre el hielo helado, y suficientemente fríos para causar el invierno en el corazón del que los mirara.

    Pero no en el de Paul. El encaró su mirada y vio que ella retrocedía ante algo que leyó en la profundidad de sus ojos. En torno a ellos nadie parecía haber reparado en nada, ni siquiera en la caída de Tiene. Era normal que la gente cayera al suelo aquella noche en la taberna.

    Sólo un hombre oyó el mensaje de los cuervos: Paul. Pensamiento, Memoria. Aquéllos eran sus nombres, él lo sabía, pues ambos habían estado allí, en el Arbol, cuando por fin había llegado la diosa y también el dios.

    Y en el momento en que aquella aparición se repuso y avanzó para tocarlo como había hecho con Tiene, Paul oyó a los cuervos y recitó las palabras que le inspiraron y que decían así:

    Blanca es la niebla que se levantó a través de mí,
    más blanca que la tierra de tu morada.
    Tu nombre te atará,
    pues yo puedo pronunciarlo.


    Se detuvo. Alrededor de ambos, que eran poderes del primero de los mundos y por lo tanto de todos los mundos, continuaba el enloquecedor griterío. Nadie les prestaba la más mínima atención. La voz de Paul había sonado en un tono muy bajo, pero ella se había estremecido con cada palabra. Luego, en tono igualmente bajo, pero remarcando cada una de las silabas, pues se trataba de una fórmula mágica tan antigua como insondable, dijo:

    ―Yo soy el señor del Árbol del Verano, no hay ningún secreto para mi nombre, nada que pueda atarlo.

    Si hubiera tenido la oportunidad, habría avanzado para tocarlo y congelar su corazón, pero esas palabras la detuvieron. Sus ojos de hielo se clavaron en los de él mientras él agregaba:

    ―Estás lejos de los Páramos y lejos de tu poder. ¡Maldito sea quien te envió aquí! ¡Márchate de una vez, Reina del Hielo, pues yo te nombro con tu nombre y te llamo Fordaetba de Ruk!

    De su garganta que era humana y a la vez no lo era salió un grito que no era un simple grito. Fue tomando altura como si diera vueltas, se dio impulso en monstruoso vuelo y ensordeció casi por completo todos los ruidos de El Jabalí Negro.

    Cuando por fin se acalló el último gemido de aquel sonido vibrante y reinó la más terrorífica de las calmas, sólo quedó en el suelo, junto a Paul, un manto vacío. Su rostro estaba pálido por la tensión y la debilidad, y sus ojos daban testimonio de haber visto la verdadera maldad.

    Kevin, Diarmuid, Dave y los demás lo rodearon mientras toda la taberna rebullía asustada sin saber qué había sucedido. Nadie hablaba; todos miraban a Paul.

    Paul se agachó en el suelo junto a la muchacha. Estaba toda azul, de los pies a la cabeza, víctima de una muerte gélida que había estado destinada a él.

    Por fin se levantó, y los hombres del príncipe le abrieron paso. Luego, a una señal de Diarmuid, dos de ellos levantaron a la joven muerta y se internaron con ella en la noche, que, aunque fría, no lo era tanto como la muchacha. Paul dijo:

    ―Frutos del invierno, mi señor príncipe. ¿Has oído hablar de la Reina de Ruk?

    El rostro de Diarmuid sólo mostraba una profunda concentración.

    ―Si, Fordaetha. Las leyendas dicen que es la fuerza más antigua de Fionavar.
    ―Una de ellas.

    Todos se volvieron a mirar la ceñuda cara del enano, Brock.

    ―Uno de los más antiguos poderes ―continuó diciendo el enano―. Pwyll, ¿cómo ha podido venir Fordaetha desde los Páramos?
    ―Con los hielos ―contestó Paul y de nuevo repitió con acritud―: Frutos del invierno.
    ―¿La has matado, Paul? ―preguntó Kevin, y en su cara se leía una vívida emoción.

    Poder, estaba pensando Paul mientras se acordaba del anciano rey cuyo lugar había ocupado junto al Arbol del Verano.

    ―No la maté ―dijo con sencillez―. La nombré con una invocación y eso la obligó a huir. Durante un tiempo no volverá a adoptar ninguna otra apariencia, ni volverá a dejar los Páramos, pero no está muerta. Ella sirve a Maugrim. Si hubiéramos estado más al norte, no habría podido con ella, no habría tenido tanta suerte.

    Se sentía muy cansado.

    ―¿Por qué le sirven? ―oyó que preguntaba Dave con voz anhelante.

    Conocía la respuesta a esta pregunta: la había leído en los ojos de ella.

    ―Le prometió Hielo. Hielo aquí en el sur; y por tanto todo un mundo de invierno que ella podrá gobernar.
    ―Bajo sus órdenes ―dijo Brock en voz baja―. Lo podrá gobernar bajo sus órdenes.
    ―Desde luego ―asintió Paul.

    Pensó en Kaen y Blod, los hermanos que habían obligado a los enanos a servir a Maugrim. Se dio cuenta de que Brock estaba pensando lo mismo.

    ―Bajo sus órdenes y para siempre jamás. No podemos perder esta guerra.

    Sólo Kevin, que tan bien lo conocía, captó la desesperación en la voz de Paul. Lo miró ―todos lo hicieron―, mientras Schafer se daba la vuelta y se dirigía a la puerta. Allí se detuvo, se quitó la chaqueta y la arrojó al suelo. Debajo sólo llevaba una camisa con el cuello sin abrochar.

    ―Una cosa más ―dijo Paul―. No necesito chaqueta alguna. El invierno no me afecta. Por si a alguien le interesa saberlo.
    ―¿Por qué? ―preguntó Kevín en nombre de todos. Schafer avanzó unos pasos sobre la nieve antes de volverse y decir:
    ―Porque ya lo experimenté en el Arbol, junto a otros tipos de muerte.

    La puerta se cerró tras él, impidiendo la entrada del viento y de la nieve que seguía cayendo. Todos permanecieron en la iluminada y ruidosa taberna, sintiendo el calor y la camaradería. No podía haber cosas más estimulantes que éstas en ningún mundo.

    Y, al tiempo que Paul abandonaba la taberna, Loren Manto de Plata y su fuente caminaban de regreso a su casa. Ninguno de los dos era inmune al frío y, aunque la nieve ya no caía, el viento no había cesado y había formado enormes montones de nieve tan altos que llegaban al pecho del enano. Sobre sus cabezas las estrellas del verano brillaban sobre un mundo invernal, pero ninguno de los dos miraba hacia arriba ni pronunciaba palabra.

    Habían escuchado la misma historia y por lo tanto compartían las mismas emociones: rabia por lo que había sucedido a la joven que acababan de dejar en palacio; compasión por la herida que ellos no podían sanar; y amor hacia la belleza que había puesto a prueba su capacidad de desafío en el más tenebroso de los lugares. En Matt Soren había además otro sentimiento, pues había sido un enano, Blod, quien la había torturado cuando Maugrim hubo acabado con ella.

    No habían tenido noticia de la existencia de Darien. Por fin llegaron a su residencia. Teyron y Barak habían salido, y también Brock, que seguramente estaba con Diarmuid; por lo tanto disponían de tiempo para ellos solos. Por cuestiones de estricta política dormían siempre en la ciudad, demostrando así al pueblo de Paras Derval que los poderosos del reino no se escondían detrás de los muros del palacio. Zervan había avivado el fuego antes de acostarse y hacía un calor muy agradable; Loren avanzó hasta detenerse frente a la enorme chimenea de la habitación principal, en tanto que Matt servía dos vasos de un licor ambarino.

    ―Usheen para calentar los corazones ―citó Matt mientras le alargaba a Loren la bebida.
    ―El mío está helado esta noche ―dijo el mago. Bebió un sorbo e hizo una mueca―. Es un amargo calor.
    ―Te hará bien.

    El enano se dejó caer en una silla baja y comenzó a quitarse las botas.

    ―¿Te parece conveniente, quizá, que hablemos con Teyrnon?
    ―¿Qué vamos a decirle? ―dijo Matt levantando la cabeza.
    ―Lo único que sabemos.

    Se miraron uno a otro en silencio.

    «El Cisne Negro le dijo a Metran que tenía la caldera y él se disponía a marchar al lugar de la espiral», les había dicho Jennifer, muy pálida y tensa mientras recordaba los sucesos junto a la cabaña del leñador cuando Ayala había llegado a buscarla. Eso era lo único que sabían.

    ―¿Qué pensará hacer con los muertos? –preguntó Matt. Un odio profundo como una caverna latía en la pregunta.

    La expresión del mago era hosca.

    ―No lo sé ―dijo―. Según parece no sé absolutamente nada. Excepto que no podremos hacerle frente hasta que venzamos al invierno, y no podemos vencerlo.
    ―Lo venceremos ―dijo el enano―. Lo venceremos porque es nuestra obligación. Lo lograrás, no me cabe la menor duda.

    El mago sonrió y la rígida expresión de su rostro se suavizo.

    ―¿No estás cansado ―le preguntó― después de haberme aguantado durante veinte años?
    ―No –contestó Matt Soren con sencillez, y enseguida sonrió con aquella mueca tan característica.

    Loren apuró el usheen, torciendo de nuevo el gesto.

    ―Muy bien –dijo―. Hablaré con Teyrnon antes de irme a dormir. Debe saber que Metran posee la Caldera de Khath Meigol y que se la ha llevado.., a Cader Sedat.

    Lo dijo de la forma más natural que pudo, pero al pronunciar el nombre de la isla ambos se estremecieron; ninguno de los dos podía evitarlo. Amairgen Rama Blanca, el primero de los magos, había muerto en ese lugar hacía mil años.

    Matt se preparó y Loren cerró los ojos. Encontraron a Teyrnon a través de Barak, a una jornada de caballo, con los hombres de la Fortaleza del Norte. Le comunicaron lo que había sucedido y cambiaron entre los cuatro impresiones que no debían salir del Consejo de los Magos.

    Luego rompieron el vinculo.

    ―¿Te encuentras bien? ―preguntó Manto de Plata a su fuente al cabo de un momento.
    ―Si ―contestó Matt―. Esto me ayudará a dormir.

    En ese instante oyeron llamar con violencia a la puerta. No podía tratarse de Brock, pues tenía llave. De forma premonitoria intercambiaron una rápida mirada; no en balde eran quienes eran y lo habían sido durante mucho tiempo. Luego se dirigieron juntos a la puerta principal.

    Fuera, en la noche, con las estrellas y la media luna brillando detrás, se erguía un hombre con barba, ancho de hombros, no demasiado alto; en sus ojos podía sondearse la profundidad de los tiempos y entre sus brazos yacía una mujer inconsciente.

    La quietud era absoluta. Loren tenía la sensación de que incluso las estrellas y la luna recién aparecida se habían detenido. El hombre dijo con voz profunda y baja:

    ―Creo que sólo está rendida. Me habló de esta casa antes de desmayarse. ¿Sois Loren Manto de Plata y Matt Sóren?

    Ambos, el mago y su fuente, eran hombres orgullosos y afamados en todo Fionavar. Pero los dos se arrodillaron en el umbral con humilde y reverencial respeto ante Arthur Pendragon y ante la mujer que había logrado llamarlo, y así rindieron homenaje tanto a la mujer como al hombre.

    Otra llamada resonó en otra puerta. En su habitación del palacio, Jennifer estaba sola y todavía no se había dormido. Estaba ensimismada contemplando el fuego; el vestido que le habían dado caía sobre las tupidas alfombras que cubrían el suelo. Se había bañado y se había lavado los cabellos; luego se los había cepillado frente al espejo mientras examinaba su rostro que le resultaba extraño y sus verdes ojos que habían visto lo que habían visto. Llevaba mucho tiempo, no sabia cuánto, junto al fuego, cuando oyó que llamaban a la puerta y que una voz decía:

    ―No tengas miedo. Soy tu mejor amigo.

    La voz sonaba como un campanilleo, casi como una melodía. Abrió la puerta y se encontró frente a Brendel de los lios alfar. Ella había recorrido un largo camino antes de reencontrarse con aquella gracia esplendorosa y esbelta.

    ―Entra ―le dijo―. Pero ya es demasiado tarde para llorar.

    Jennifer cerró la puerta tras él, maravillándose de cómo las llamas de la chimenea y aquellas velas junto al lecho parecían brillar y danzar más vivamente ante aquella presencia en la habitación. Los lios eran los Hijos de la Luz; su nombre significaba luz, la luz les hablaba y ellos le respondían con su genuina esencia.

    Y la Oscuridad los odiaba con un odio tan absoluto que hacía que todo lo demás careciera de importancia. Daba una idea exacta de lo que era la maldad, pensó ella ―que de todos los mortales era la única que no precisaba hacerse tal idea―, el hecho de que se pudiera odiar tan profundamente a la criatura que se alzaba ante ella, con los ojos ahora sin lágrimas y coloreándose como el ámbar mientras la miraba.

    ―Sin duda hay cierta gentileza en el rey –dijo Brendel―, aunque alguien pueda pensar lo contrario. Él me hizo llegar la noticia de que estabas aquí.

    Kevin le había contado lo que Brendel había hecho: cómo había seguido a Galadan y a los lobos y también el juramento que había proferido en el Gran Salón.

    ―No debes echarte la culpa de lo que me sucedió ―le dijo―. Me han dicho que hiciste más de lo que cualquier otro hubiera podido hacer.
    ―No fue suficiente. ¿Qué puedo decirte?

    Ella sacudió la cabeza.

    ―También me proporcionaste felicidad. Mi último recuerdo de auténtico placer es haberme quedado dormida mientras oía las canciones de los lios.
    ―¿Podremos proporcionártelo otra vez ahora que de nuevo estás entre nosotros?
    ―No sé si seré capaz de disfrutarlo, Brendel. No estoy... entera.

    De alguna forma la situación era más cómoda para ella que para él. Se hizo un largo silencio, durante el cual ella sintió que los ojos de él la miraban con fijeza. Pero no sondeó en su interior aunque ella sabía que podía hacerlo; tampoco Loren había intentado un examen con ella. Ninguno de los dos había osado entrometerse; por eso ella podría ocultar la existencia de Darien, y lo haría.

    ―¿Podrás olvidar aquello? ―le preguntó él, y su voz era una música profunda y compasiva.
    ―¿Acaso puedo mentirte?

    Él le dio la espalda y se dirigió a la ventana. Incluso sus vestiduras parecían entretejidas de innumerables colores que cambiaban de tono cuando caminaba. La luz de las estrellas iluminaba su cabello color de plata y lo hacía brillar más aún. ¿Cómo podía mentirle a alguien que podía encerrar entre sus cabellos a las estrellas?

    ¿Y cómo podía dejar de mentirle? «Te lo quitaré todo», le había dicho Rakoth, y había estado muy cerca de conseguirlo.

    Brendel se dio la vuelta. Sus ojos eran ahora dorados; parecía ser su genuino color.

    ―He permanecido aquí durante mucho tiempo –le dijo―, por deseo de Ra―Tenniel y por el mío propio. El deseaba que pudiera así aconsejar al joven rey y enterarme de los planes de los hombres de Brennin; yo deseaba volver a verte para ponerme a tu servicio y hacerte un ruego.
    ―¿Cuál?

    Se mantenía muy erguida, más hermosa que nunca, y la sombra de la desgracia que se había cernido sobre ella le confería algo muy especial.

    ―Desearía que vinieras conmigo a Daniloth para ser de nuevo la que eras. Si eso es posible, sin duda allí lo lograrás.

    Ella lo miró como si lo hiciera desde una gran altura o una insondable profundidad; en suma, desde una gran distancia.

    ―No ―le dijo mientras veía que en sus ojos ardía el dolor como si fuera una llama―. No ―repitió―. Prefiero seguir siendo como soy. Paul logró hacerme vivir de nuevo, él y otra cosa más. Dejémoslo así. Ahora estoy aquí y no me siento infeliz y temo que si trato de obtener más luz sólo consiga mayor oscuridad.

    El no pudo alegar nada a tal respuesta; ella no le dejaba ninguna posibilidad. Antes de marcharse le acarició una mejilla, y ella soportó la caricia lamentando que tal gesto no pudiera aportarle ningún placer, pero así era y ¿qué más podía hacer o decir ella?

    Ya desde la puerta, el lios volvió a hablar; la música había casi desaparecido de su voz.

    ―Así pues, sólo queda la venganza ―dijo Brendel de la Marca de Krestel―. Sólo queda eso y siempre será así.

    Cerró la puerta con suavidad detrás de él.

    Juramentos, pensó ella dirigiéndose otra vez hacia la chimenea. Kevin, Brendel; se preguntó quién más juraría vengarse en su nombre. Se preguntó si eso en realidad significaba algo para ella.

    Y, mientras ella permanecía quiera en aquella región gris de silencio y de sombras, Loren y Matt abrían la puerta y se encontraban frente a dos siluetas sobre la nieve con las estrellas y la luna como telón de fondo.

    Una última puerta se abrió tarde, en la fría noche. En las heladas calles había muy pocos viandantes. El Jabalí hacía rato que había cerrado sus puertas. Kevin y Dave se habían marchado a los cuarteles de la Fortaleza del Sur con Diarmuid y sus hombres. En aquella hora próxima al alba, cuando el norte parecía más cercano y el viento más salvaje los centinelas se agrupaban en los puestos de guardia inclinándose sobre las pequeñas fogatas que les estaba permitido encender. Nadie atacaría, nadie podía hacerlo; para todos estaba claro que aquel viento y aquella nieve, que aquel invierno de malignas intenciones era un ataque suficiente. Era suficiente para matar, y, en efecto, lo hacía. Además se iba haciendo más y más crudo.

    Sólo había un hombre que no lo sentía. En mangas de camisa y con pantalones tejanos, Paul Schafer caminaba completamente solo por las calles y callejas de la ciudad. El viento movía sus cabellos pero no lo afectaba, y su rostro se mantenía erguido cuando encaraba el norte.

    Caminaba a la ventura, más por estar solo en la noche que por ninguna otra cosa, para comprobar su extraña inmunidad y familiarizarse con la distancia que se abría entre él y los demás. Una distancia insalvable.

    ¿ Cómo podía ser de otro modo para un hombre que había saboreado la muerte en el Arbol del Verano? ¿Acaso había esperado ser uno más en la banda de Diarmuid? ¿Un camarada de Carde y de Kell, del mismísimo Kevin? Él era el Dos Veces Nacido; había visto a los cuervos en el bosque, había oído sus palabras, así como las de Dana, y había sentido en su interior a Mornir. Era la Flecha de Dios, la Lanza. Era el señor del Arbol del Verano.

    Y, por otra parte, era dolorosamente ignorante de lo que todo esto significaba. Se había podido hacer la travesía con Jennifer. Había necesitado la ayuda de Jaelle para regresar a su mundo y sabia que ella habría llevado las de ganar en aquella conversación apenas empezada sobre la diosa y el dios. Aquella misma noche, no se había apercibido de la proximidad de Fordaetha; sólo la muerte de Tiene le había permitido oír a los cuervos; ni siquiera había sido él quien los había llamado, ni sabía de dónde habían venido o cómo podía hacerlos volver de nuevo.

    Se sentía como un niño. Como un niño desafiante que camina en pleno invierno sin abrigo. Y había demasiadas cosas en juego; todo, en realidad.

    Como un niño, pensó de nuevo, y de pronto se dio cuenta de que su caminata no carecía de objetivo. Estaba en la calle que desembocaba en el césped. Ante una puerta que recordaba muy bien. La tienda estaba en la planta baja; la vivienda, encima. Miró hacia allí. No se veían luces; claro, era demasiado tarde. Debían de estar durmiendo los tres, Vae, Finn y Darien.

    Dio media vuelta para marcharse y de pronto se quedó helado, frío por primera vez en aquella noche, al tiempo que la luz de la luna le mostraba algo.

    Avanzó unos pasos y empujó la puerta de la tienda que se abrió sin esfuerzo crujiendo sobre los goznes. Dentro todavía estaban los estantes de tejidos y lanas, y por todas partes se amontonaban alfombras. Pero la nieve se había acumulado en el espacio que quedaba entre los mostradores. Notó, mientras subía, que las escaleras estaban heladas. Todos los muebles en su sitio, tal como los recordaba, pero la casa estaba abandonada.

    Oyó un ruido y se volvió lleno de terror. Entonces vio lo que había producido el ruido. Movida por el viento que penetraba por las destrozadas ventanas, una cuna vacía se mecía sin cesar de un lado a otro.


    Capítulo 7


    Por la mañana muy temprano el ejército de Cathal atravesó el río Saeren y se internó en el Soberano Reino. Su general en jefe se permitió un leve gesto de satisfacción. Todo había sido planeado en sus más mínimos detalles y calculado con gran cuidado. Había llegado a Cynan por la noche, con todo silencio; luego, por la mañana habían enviado mensajeros al otro lado del río, sólo media hora antes de que las barcazas especialmente construidas para tal fin llevaran al ejército al otro lado del río, hasta Seresh.


    Habían contado con que la carretera que llevaba a Paras Derval estuviera expedita de nieve, y así había ocurrido. En medio del cortante frío y bajo el cielo azul se pusieron en camino hacia Paras Derval a través del nevado paisaje. Los mensajes enviados al nuevo soberano rey sólo podían llevarles unas dos horas de ventaja; Aileron no iba a tener tiempo de hacer ningún preparativo.

    Y ésa era precisamente la intención. Habían enviado mensajes a uno y otro lado del Saeren, habían cruzado en barcazas desde Cynan a Seresh, habían mandado señales con luces a través del río, hacia el este; era indudable que la corte de Brennin sabía que el ejército de Cathal se había puesto en marcha, pero no sabía con cuántos hombres contaba ni cuándo llegaría.

    Los hombres de Brennin darían la sensación de desharrapados y mal pertrechados cuando el espléndido ejército de dos mil quinientos hombres llegara galopando desde el suroeste. Y no sólo llegarían los jinetes. ¿Qué dirían los hombres del norte cuando vieran entrar por las puertas de Paras Derval a doscientos de aquellos legendarios carros de combate de Cathal? Y en el primero de ellos, tirado por cuatro corceles de Faille, no iba a ir un simple general o capitán de los eidolaths, la guardia real, sino el propio Shalhassan en persona, el supremo señor de Sang Marlen, de Larai Rigal, de las nueve provincias del País del Jardín.

    A ver cómo se las iba a apañar el joven Aileron, si es que podía.

    Pero no se trataba de una vulgar exhibición. Shalhassan se las había tenido que ver durante demasiado tiempo con un país desgarrado por las intrigas, para caer en una simple extravagancia. Un frío cálculo guiaba cada uno de los pasos de aquella maniobra; un firme propósito se evidenciaba en la velocidad que exigía a sus carros de combate, y había incluso una razón que explicaba el esplendor de su apariencia física, desde la rizada y perfumada barba hasta el manto de pieles artísticamente diseñado para que pudiera echar mano de la espada, primorosa y ricamente trabajada.

    Hacía mil años que Angirad había capitaneado a los hombres del sur en la guerra contra el Desenmarañador, y habían combatido y cabalgado bajo la bandera de Brennin, con la luna y el roble, a las órdenes primero de Conary y luego de Colan. Pero entonces no existía realmente Cathal, ni la enseña de la flor y la espada; sólo existían nueve provincias mal avenidas. A su regreso, imbuido por la gloria de haber estado en Andarien y en Gwynir, de haber participado en la última y desesperada batalla ante el puente Valgrind y de haber cooperado en el encadenamiento de Rakoth bajo Rangar, Angirad se sintió capaz de mostrar con orgullo el centinela de piedra que le habían encomendado, de fundar un reino y de construir una fortaleza en el sur y luego un palacio de verano, junto al lago, en Larai Rigal.

    Había conseguido todas esas cosas. El sur ya no seria nunca más un nido de principados mal avenidos. Ahora era Cathal, el País del Jardín, y ya no era un reino bajo el dominio de Brennin, por mucho que los herederos de Iorweth así se empeñaran en considerarlo. Cuatro guerras en otras tantas centurias así lo habían demostrado. Si Brennin tenía su Arbol, en el sur se jactaban de que en Larai Rigal había diez mil.

    Y también tenía un auténtico gobernante, un hombre que se había sentado en el trono de Marfil hacía ya veinticinco años, un hombre sutil, inescrutable, familiarizado con la guerra, pues había combatido contra Brennin treinta años atrás, cuando el joven rey Aileron ni siquiera había nacido. Con Ailell todavía hubiera podido tener diferencias, pero no con su hijo, que había regresado del exilio apenas hacia un año para ocupar el trono de Roble.

    Las batallas se ganaban sobre la marcha, pensó Shalhassan. Un sabio pensamiento: hizo un peculiar gesto con la mano y poco después se le unió Raziel, poco habituado a galopar, y el supremo señor de Cathal hizo que lo escribiera. Delante, los cinco miembros de la escolta de honor, enviados a toda prisa por el sorprendido duque de Seresh, fustigaban los caballos para mantenerse a la cabeza de los carros de combate. Por un momento pensó en adelantarlos, pero luego cambió de opinión. Sería más agradable, y en cierto modo él se permitía el lujo de disfrutar con tales cosas, llegar a Paras Derval pisando los talones de la escolta de honor como si fuera él quien los espoleara.

    Era mucho mejor, decidió. En Sang Marlen, Galienth supervisaría las decisiones de su hija. Había llegado el momento de que pusiera en práctica el arte de gobernar que había estado aprendiendo desde la muerte de su hermano. El ya no podía tener otro heredero. Escapadas como la de la última primavera cuando ella siguió los pasos de la embajada a Paras Derval, ya no podían ser toleradas. En realidad, él todavía no había recibido ninguna explicación satisfactoria de tal suceso. Aunque no tenía por qué esperarla, dada la naturaleza de su hija. Su madre había sido igual. Sacudió la cabeza. Ya había llegado el momento de casarla, pero siempre que él abordaba ese asunto, ella le salía con evasivas. Incluso en su última entrevista, ella le había dirigido una falsa sonrisa de respeto (él la conocía perfectamente pues era la sonrisa de su madre) e, inclinándose sobre su plato de m’rae frío, había murmurado que si seguía insistiendo en aquel asunto se casaría.., y elegiría como esposo a Venassar de Gath.

    Sólo décadas en el ejercicio del autodominio le habían impedido pegar un bote de su asiento y mostrar ante la corte y los eidolaths su confusión. Peor que la imagen de aquel blandengue y desgarbado proyecto de hombre sentado en el trono junto a su hija fue pensar en la ladina influencia que su padre, Bragon de Gath, ejercería sobre él.

    Había desviado la conversación hacia cómo se las iba a arreglar ella con los impuestos durante su ausencia. Aquel invierno sin precedentes, que había helado el lago de Larai Rigal y había devastado los anchurosos jardines de T’Varen, causaba la muerte por doquier, le explicó él, y ella debería caminar por el resbaladizo sendero entre la compasión y la indulgencia. Ella lo escuchaba aparentando la mayor atención, pero la vio sonreír en el fondo de los ojos. El jamás sonreía; pues las sonrisas traicionaban siempre. Tampoco había sido nunca atractivo y, en cambio, Sharra lo era en grado sumo. En ella la belleza era un instrumento, pensó él mientras se esforzaba por guardar la real compostura.

    Incluso la sonrisa de superioridad de su indomable hija. Se dijo a sí mismo que ahí se encerraba otro pensamiento y poco después lograba formularlo. Levantó de nuevo la palma de la mano semicerrada y al instante acudió Raziel, puso el caballo a la par del suyo y tomó nota. Luego Shalhassan alejó de su pensamiento a su hija y mirando hacia el sol del atardecer decidió que ya estaba muy cerca de su destino. Se enderezó, arregló su manto, se mesó la barba y se dispuso a conducir a los jinetes y los carros de combate de Cathal, en una espléndida formación, por las calles de la caótica capital de sus desprevenidos aliados. Ahora verían lo que era bueno.

    Pero aproximadamente a una legua de Paras Derval sus planes comenzaron a torcerse.

    Para empezar, la carretera estaba bloqueada. La guardia de avanzadilla aminoró el paso, y los carros de combate tuvieron que hacer lo mismo. Shalhassan agudizaba la mirada esforzándose por ver a través de la luz del sol que reverberaba sobre la nieve. Poco después todos hubieron de detenerse, mientras los caballos pateaban y piafaban por frío y él prorrumpía en maldiciones con una intensidad que hasta ahora jamás se había insinuado bajo su apariencia de serenidad.

    Ante ellos, una veintena de jinetes, vestidos con esmero en marrón y oro, presentaban armas con altiva ceremoniosidad. Tras la formación se oyó el sonido armonioso e inconfundible de un cuerno, y los soldados se colocaron a ambos lados de la carretera para dejar paso a seis niños cuyas vestiduras rojas resaltaban sobre la nieve. Dos de ellos pasaron ante la escolta de honor de Seresh, sin hacer el más mínimo caso a las coces de los caballos, y le entregaron a Shalhassan flores de Brennin en señal de bienvenida.

    Con gesto severo las acepió. ¿Cómo demonios conseguían flores en semejante invierno? Luego vio que los otros cuatro niños alzaban con pértigas un tapiz y que ante él se desplegaba una magnífica obra de arte acorde a su realeza: en aquella carretera, abierta a la inclemencia de los elementos, sostenían ante sus ojos una magnífica escena del Bael Rangat. En evanescentes colores y formas, obra maestra del arte de tejer, contempló la batalla del puente Valgrind. Y no cualquier momento de la batalla, sino aquel, cantado y celebrado desde entonces en Cathal, en que Angirad, el más resplandeciente héroe de aquella hueste, hollaba el puente sobre el río Ungarch para abrir la marcha triunfal hacia Starkadh.

    Era un doble homenaje el que le estaban ofreciendo. Mientras bajaba la vista, conmovido pese a sus esfuerzos, Shalhassan vio que una figura avanzaba desde el tapiz para detenerse en la carretera frente a él, y se dio cuenta de que el homenaje era triple y de que había fallado en sus cálculos.

    Cubierto con un manto del más puro color blanco que le caía espléndidamente hasta las botas también blancas, se erguía Diarmuid, el hermano y heredero del rey; ¡El perdulario!, pensó Shalhassan, logrando apenas sobreponerse al efecto que le había causado su natural elegancia. Diarmuid llevaba guantes y un gorro de piel blanca sobre sus dorados cabellos, y la única nota de color en aquel apuesto príncipe de la nieve era una roja pluma de djena en el tocado; y el rojo tenía la misma tonalidad que las vestiduras de los niños.

    Era una escena de tan estudiada magnificencia que ningún hombre vivo podía malinterpretar su significado, y ninguno de los presentes, de ninguno de los países, podía equivocarse al contarlo.

    El príncipe movió un dedo, no más, y sobre aquel paisaje cubierto por la nieve se alzaron las conmovedoras notas exquisitamente interpretadas del renabael, la llamada a la guerra de los lios alfar, compuesta hacía mucho tiempo por Ra―Termaine, el más grande de sus señores, el mis grande de sus tejedores de música.

    Luego el príncipe hizo otro gesto, un simple movimiento de un dedo, y mientras la música cesaba y sus ecos se perdían en el frío e inmóvil aire, el intérprete de la música avanzó, mis grácil que el propio príncipe, y por primera vez en su vida, casi sin dar crédito a sus ojos, Shalhassan de Cathal vio a uno de los lios alfar.

    El príncipe se inclinó. El lios se inclinó también. Sobre sus cabezas se alzaba Angirad, cubierto de sangre hasta las rodillas y reclamando el puente Valgrind en nombre de la Luz.

    Shalhassan de Cathal bajó de su carro y se inclinó a su vez.

    Los cinco guardias que desde Seresh habían venido en avanzadilla se sintieron sin duda aliviados al ser relevados. En la última legua camino a Paras Derval, el ejército de Cathal fue conducido por la guardia de honor del príncipe Diarmuid; a un lado del carro de Shalhassan caminaba el propio Diarmuid, y al otro Na―Brendel, el señor de la Marca de Krestel, de Daniloth.

    Sólo podían ir al paso, pues a medida que se acercaban a la capital, una enorme multitud de entusiastas espectadores se alineaba a ambos lados de la carretera, entre montones de nieve, y Shalhassan se veía obligado sin cesar a saludar con la cabeza y con la mano en mesurada y digna respuesta.

    En los arrabales de la ciudad esperaban los soldados. En la tortuosa y ascendente senda hacia la plaza del palacio, se alineaban a intervalos regulares soldados, arqueros y jinetes, con espléndidos uniformes.

    Cuando llegaron a la plaza, llena hasta rebosar de una clamorosa multitud, el príncipe Diarmuid le presentó con impecable cortesía al primer mago de Brennin, a su fuente y a otro enano a quien llamó Brock de Banir Tal; a la suma sacerdotisa de Dana, también soberbiamente vestida de blanco y coronada de rojo con la magnífica cascada de su cabellera; y por fin a un hombre moreno, delgado y no muy alto de quien ya había oído hablar y al que el príncipe llamó Pwyll, el Dos Veces Nacido, señor de Arbol del Verano.

    Y Shalhassan pudo oír el clamor de la multitud al tiempo que se encontraba con los ojos de color gris azulado de aquel joven de otro mundo que había sido el elegido del dios.

    Sin pronunciar palabra los cinco se unieron al príncipe y al lios. Shalhassan descendió del carro, pues la entrada no tenía suficiente amplitud, y franqueó a pie las puertas del palacio para reunirse con Aileron el soberano rey, que había organizado aquello, todo aquello, en tan sólo dos horas.

    En Sang Marlen, Sharra lo había puesto al corriente, lo había ayudado a hacerse una idea de lo que podía esperar. Pero había sido sólo una idea aproximada, pues, mientras Aileron salía a su encuentro, Shalhassan, a quien se le había mostrado de lo que Brennin era capaz si elegía, vio lo que Brennin había elegido.

    Bajo los despeinados y oscuros cabellos, los ojos del soberano rey eran agudos y escudriñadores. Su severo y barbado rostro ―no tan juvenil como él esperaba― era tan impasible y adusto como el de Shalhassan. Estaba vestido en tonos marrones y pardos, y un modo un tanto descuidado. Sus botas estaban manchadas y sus pantalones gastados. Llevaba una camisa sencilla y encima un chaleco de abrigo, casi sin adornos. De su costado pendía no una espada de ceremonia, sino una de combate con larga empuñadura.

    Avanzó hacia él con la cabeza descubierta y los dos reyes se encontraron uno frente al otro. Shalhassan oyó el clamor de la multitud y en él leyó algo que jamás había leído en los veinticinco años de su reinado, y comprendió lo que el pueblo de Brennin entendía: el hombre que estaba frente a él era un gran rey guerrero.

    Había jugado con él, pero reconocía perfectamente el enorme control que subyacía en semejante juego. El esplendor del hermano menor contrastaba ahora con la buscada austeridad del mayor que era el rey. Y Shalhassan de Cathal se dio cuenta en aquel preciso momento de pie entre el hermano rubio y el moreno, de que no iba a ser él quien comandara la guerra.

    Aileron no había pronunciado palabra.

    Los reyes no tienen por qué inclinarse uno ante otro, pero Shalhassan no era ningún tonto. Tenían un enemigo común, y además muy poderoso. Lo que le habían mostrado no había sido con la intención de colocarlo en su lugar, sino de tranquilizarlo, al entenderlo así se sintió, en efecto, muy tranquilizado.

    Dejando a un lado, pues, la estrategia que habían preparado para ese día, Shalhassan dijo:

    ―Soberano rey, aquí están a tu disposición el ejército y los carros de combate de Cathal; son tuyos. Y también cualquier consejo que de mí solicites. Me siento honrado por el recibimiento que me has ofrecido y conmovido por el recuerdo de las hazañas de nuestros antepasados, tanto los de Brennin como los de Cathal.

    Ni tan siquiera tuvo el leve placer de leer en los ojos del otro alivio o sorpresa. Sólo la mis inexpresiva aceptación.

    Aileron se limitó a contestar:

    ―Gracias. Dieciocho de tus carros tienen las ruedas desequilibradas, y necesitaremos, por lo menos, mil hombres más.

    Había visto las tropas en Seresh y aquí en Paras Derval, y tenía noticias de las guarniciones de Rhoden y de la Fortaleza del Norte.

    Sin titubear un momento, Shalhassan respondió:

    ―Antes del novilunio tendremos dos mil más.

    Sólo faltaban tres semanas; podría conseguirse, pero Sharra tendría que darse prisa. Además tenía que mandar azotar al encargado de los carros.

    Aileron sonrió.

    ―Muy bien ―dijo.

    Luego el joven rey se acercó al anciano, tal como dictaban las conveniencias, y lo abrazó con el ademán de un soldado, mientras los dos ejércitos y el populacho prorrumpían en atronador griterío.

    Aileron retrocedió con los ojos ahora brillantes. Levantó sus brazos para recabar silencio y, cuando lo consiguió, su seca voz surcó limpiamente el aire glacial:

    ―¡Pueblo de Paras Derval! Como podéis ver, Shalhassan de Cathal ha venido en persona hasta nosotros con dos mil quinientos hombres y nos ha prometido dos mil más. ¿Les daremos la bienvenida entre nosotros? ¿Los acogeremos en nuestros hogares y los alimentaremos?

    El griterío que se levantó no ocultaba la gravedad de la situación y, profundamente conmovido, Shalhassan decidió que había llegado la hora de hacer un gesto para que aquellos norteños no malinterpretaran el verdadero esplendor de Cathal. Levantó la mano ―el anillo en su dedo pulgar refulgía a la luz del sol― y cuando se hubo hecho de nuevo el silencio, dijo:

    ―Te lo agradecemos, soberano señor. Necesitaremos cobijo, pues estamos muy lejos de nuestros jardines, pero el pueblo de Cathal alimentará a los soldados de Carhal y a tantos del pueblo de Brennin como permitan las reservas de nuestros graneros de invierno.

    Veamos sí este rey norteño encuentra palabras para despertar una ovación que iguale a ésta, pensó triunfalmente Shalhassan sin dejar que su rostro trasluciera nada. Se volvió hacia Aileron:

    ―Mi hija arreglará lo necesario tanto para las provisiones como para la nueva leva.

    Aileron asintió con la cabeza; el clamor de la multitud aún no había cesado. Por encima de éste, Shalhassan oyó una voz suave y burlona:

    ―¿Hacemos una apuesta? ―dijo Diarmuid.

    Shalhassan sorprendió un repentino brillo de enfado en los ojos del joven rey antes de volverse y encararse con el príncipe.

    ―¿Sobre qué? ―preguntó.

    Díarmuid sonrió.

    ―No me cabe la menor duda de que las provisiones y los soldados estarán pronto entre nosotros, pero tampoco me cabe la menor duda de que se encargarán de eso el valiente Galienth, o quizá Bragon de Gath. Estoy seguro de que no será vuestra hija.
    ―¿Y por qué ―dijo Shalhassan en voz baja, ocultando una repentina mueca al oír el nombre de Bragon― crees semejante cosa?
    ―Porque Sharra ha venido con tus tropas –replicó el príncipe con absoluta seguridad.

    Iba a ser un placer, el único que podría permitirse, amansar la insolente seguridad del príncipe. Y podía hacerlo sin duda alguna; el temor de que pudiera suceder tal cosa lo había llevado a registrar dos veces su ejército en la ruta desde Seresh a Paras Derval, buscando a la rebelde princesa disfrazada. Sabía que su hija era perfectamente capaz de hacer semejante cosa. Pero no estaba entre las tropas.

    ―¿Qué quieres apostar? ―preguntó con suavidad el señor de Sang Marlen para no asustar a su víctima.
    ―Mi manto por el tuyo ―respondió el otro con presteza. Sus ojos azules brillaban con picardía.

    El manto blanco era el mejor y ambos lo sabían. Así se lo dijo Shalhassan.

    ―Quizá ―contestó Diarmuid, pero no tengo intención de perder.

    Sería un verdadero placer amansarlo.

    ―Acepto la apuesta ―dijo Shalhassan, mientras la nobleza a su alrededor rompía en murmullos―. Bashraí ―llamo, y el nuevo capitán de la guardia avanzó hacia él rápidamente. Echaba de menos al capitán que tenía antes y recordaba muy bien cómo había muerto Devorsh. Bien, que Sharra estuviera ahora en Sang Marlen le compensaría de aquella pérdida―. Ordena que los hombres avancen en grupos de a cincuenta.
    ―Y que se quiten el sombrero ―añadió Diarmuid.
    ―Eso es ―confirmó Shalhassan.

    Bashrai se apresuró a ejecutar las órdenes.

    ―Esto es una completa frivolidad ―dijo Aileron con una fría mirada a su hermano.
    ―Podemos permitirnos alguna de vez en cuando ―opinó una melodiosa voz.

    Brendel de los lios alfar sonreía con satisfacción. Sus ojos eran dorados, notó Shalhassan con emoción, mientras lograba impedir que su boca esbozara una sonrisa.

    El rumor de la apuesta se había extendido entre la multitud y las risas resonaban anticipadamente en la plaza. Podía verse que las apuestas garabateadas con precipitación corrían de mano en mano. Sólo la pelirroja sacerdotisa y el adusto soberano rey permanecían ajenos a aquel buen humor contagioso.

    No se perdió el tiempo. Bashrai era muy eficiente y poco después todo el ejército de Cathal había desfilado con la cabeza descubierta ante las puertas del palacio donde estaban los dos reyes. Los hombres de Diarmuid registraban a conciencia, pero también lo había hecho antes el propio Shalhassan.

    Sharra no estaba entre los soldados.

    Shalhassan se dirigió despacio hacia el príncipe vestido de blanco. Diarmuid había logrado conservar la sonrisa.

    ―¿Los caballos, quizá? ―preguntó.

    Shalhassan se limitó a levantar una ceja con un movimiento que su corte conocía muy bien, y Diarmuid, con elegante gesto, se despojó de su magnifico manto. Debajo vestía de rojo, a juego con la pluma y los niños.

    ―¿También el sombrero? ―dijo ofreciéndole ambas cosas.

    Shalhassan hizo un gesto a Bashrai pero, mientras el sonriente capitán daba unos pasos hacia el príncipe en nombre de su rey, Shalhassan oyó que una voz demasiado familiar gritaba:

    ―No lo cojas, Bashrai. El pueblo de Cathal sólo reclama las apuestas que gana con limpieza.

    Demasiado tarde lo vio todo con claridad meridiana. La guardia de honor, formada al alba aprisa y corriendo en Seresh, estaba integrada por cinco hombres. Uno de ellos avanzaba ahora desde el lugar que ocupaban a un lado de la plaza. Mientras se acercaba, se quitó la gorra que cubría su cabeza, y le cayó hasta la cintura la espléndida cabellera negra que tanta fama le había dado.

    ―Lo siento, padre ―dijo Sharra, la Rosa Oscura de Cathal.

    La multitud prorrumpió en gritos y risas ante tan inesperado acontecimiento. Incluso algunos de los soldados de Cathal aplaudían estúpidamente. El rey dirigió una mirada glacial a la hija de sus entrañas. ¿Cómo, pensaba, había podido cubrirlo de vergüenza de un modo tan insensato en una tierra extraña?

    Pero cuando ella habló de nuevo, no se dirigió a él, sino a Diarmuid, y en un tono glacial:

    ―Creí mis conveniente esta vez hacerlo por mí misma.

    La expresión del rostro de Diarmuid era difícil de interpretar. Pero, sin hacer ni una pausa siquiera, Sharra se dirigió hacia su hermano y le dijo:

    ―Mí señor rey, siento mucho tener que denunciar ante ti una cierta laxitud entre tus tropas, tanto en las de Seresh como en las de aquí. No habría podido formar parte de esta guardia si no hubiera sido por el caos que reinaba allí aquella mañana. Y debería haber sido descubierta durante el viaje a Paras Derval. No me atañe daros consejos, pero debo remitirme a los hechos.

    El tono de su voz era inocente y muy claro y llegó a todos los rincones de la plaza.

    En el corazón de piedra de Shalhassan se encendió una hoguera de reconfortante llama. ¡Espléndida mujer! ¡Era una auténtica reina, merecedora de su reino! Había logrado que un momento de apremiante vergüenza para él se transformara en una desventaja para Brennin y en un triunfo para ella y para Cathal.

    Intervino para consolidar aquella victoria.

    ―¡Vaya! ―exclamó Shalhassan―. Según parece, mi hija nos aventaja a todos nosotros. Si alguien ha ganado hoy una apuesta ha sido ella.

    Y con la ayuda de Bashrai se despojó de su manto, ignorando la crudeza del viento, y lo extendió a los pies de su hija.

    Justo a su lado, ni mis adelante ni más atrás, estaba Diarmuid. Se arrodillaron a un tiempo y, cuando se alzaron, los dos mantos, uno oscuro, el otro claro, yacían en la nieve ante ella y la atestada plaza coreaba su nombre.

    Shalhassan dulcificó como pudo la mirada para que ella supiese que, de momento, se sentía complacido. Pero ella no lo estaba mirando.

    ―Creía que te había salvado el manto ―le dijo a Diarmuid.
    ―Lo hiciste. ¿Qué mejor empleo podría darle que para un regalo? ―Algo extraño brillaba en sus ojos.
    ―¿Puede la galantería compensar la incompetencia? ―le preguntó con dulzura Sharra―. Tú eres el responsable del Sur, ¿no es así?
    ―La expresión de mi hermano te lo está confirmando ―asintió él con gravedad.
    ―¿Acaso no tiene motivos suficientes para estar descontento? ―le preguntó Sharra abusando de la ventaja.
    ―Quizá ―replicó el príncipe con aire ausente.

    Se hizo el silencio: algo sumamente extraño. Y entonces, antes de que hablara de nuevo, ese algo brilló maliciosamente en sus ojos, y en aquella boca que se abría enorme ante ellos padre e hija vieron una hilaridad que ya no podía contener por más tiempo.

    ―Averren ―dijo Diarmuid.

    Todos los ojos convergieron en una figura que se destaca entre los cuatro jinetes de Seresh. Se descubrió mostrando sus cortos cabellos del color del cobre.

    ―Informa ―añadió Diarmuid con una voz intencionadamente inexpresiva.
    ―A la orden, mi señor. Cuando llegó el rumor de que el ejército de Cathal se desplazaba hada el oeste, te envié recado desde la Fortaleza del Sur, tal como habías ordenado. También siguiendo tus órdenes, marché hacia el oeste, a Seresh, y ayer por la tarde llegué a Cynan. Esperé allí la llegada de las tropas, y después, disfrazado con el uniforme de Cathal, busqué a la princesa. Vi cómo sobornaba al dueño de una barcaza para que la llevara al otro lado del río, y yo hice lo mismo.
    ―Malgastando mi dinero ―dijo el príncipe. Un completo silencio reinaba en la plaza―. Sigue.

    Averren aclaró su garganta.

    ―Quería averiguar cuánto costaba el viaje de ida, señor... En Seresh encontré sin dificultad su rastro. Casi lo perdí por la mañana, pero... comprobé lo que tú sospechabas y la encontré con el uniforme de Seresh esperando junto a los guardias. Hablé con el duque Niavin y luego con los otros tres guardias, y nos limitamos a cabalgar con ella delante del ejército. Tal como habías ordenado.

    Tras un silencio, un sonido. El sonido de un nombre gritado en notas cada vez mis altas, tan altas que parecían querer traspasar la bóveda del cielo sobre la tierra, para que Mornir y Dana pudieran oír cómo Brennin amaba a su brillante y bromista príncipe.

    Shalhassan, haciendo cábalas lleno de furia, logró salvar unas escasas migajas de comida de entre las cenizas de aquella tarde: ellos lo habían sabido todo desde el principio y, aunque eso no lo dejaba en buen lugar, por lo menos hacia más comprensible tan espléndido recibimiento, pues que hubieran podido prepararlo todo ente sólo dos horas, casi sin aviso, habría sido demasiado maravilloso.

    Luego miró a Aileron y, mientras atribuía mentalmente el triunfo de aquel día a la cuenta de Diarmuid, se dio cuenta de que Aileron también intentaba salvar unas migajas de las cenizas. Se leía con claridad en la expresión del soberano rey: Aileron no se había enterado de nada.

    Diarmuid estaba mirando a Sharra con expresión benevolente.

    ―Te dije que el manto era un regalo, no la ganancia de una apuesta.

    Ella, sonrojada, le preguntó:

    ―¿Por qué te comportaste así? ¿Por qué fingiste que no sabías nada?

    Sonriendo abiertamente, Diarmuid respondió, remedando a su hermano:

    ―Por simple frivolidad.

    Luego, sin dejar de sonreír, encaró la negra mirada, casi asesina, del soberano rey. Era quizá mis de lo que él mismo esperaba. Poco a poco la sonrisa desapareció de sus ojos. Por fin, pensó Shalhassan, aunque él mismo no había podido borrarla. El clamor continuaba sin cesar.

    Aileron dijo:

    ―Estabas al corriente de todo. ―Era una afirmación, no una pregunta.
    ―Sí ―contestó con sencillez Diarmuid―. Hacemos las cosas con distinto estilo. Tú estabas ocupado con los mapas y los planos.
    ―No me dijiste nada.

    Los ojos de Diarmuid se agrandaron; había en ellos una pregunta y, para quien supiera sondear en ellos, un anhelo. De todas las personas que había en la plaza, sólo Kevin Laine, un simple espectador entre la multitud, había visto antes aquella mirada, pero estaba demasiado lejos para poder discernirla ahora, la voz de Diarmuid sonó muy baja mientras formulaba las siguientes preguntas:

    ―¿De qué otro modo habrías podido saberlo? ¿De qué otro modo habrías podido poner a prueba tus planes? Esperaba que triunfaras, hermano. Simplemente lo conseguiremos por distintos caminos.

    Se hizo un largo silencio, demasiado largo, mientras la mirada de Aileron, velada tras los párpados, permanecía fija en su hermano. El clamor había remitido. Pasó un momento y luego otro. El viento, más y más frío, era estremecedor.

    ―Espléndidamente entretejido, Diar ―dijo por fin Aileron, deslumbrando a todos con el calor de su sonrisa.

    Luego comenzaron a entrar en palacio. Por distintos caminos, estaba pensando Shalhassan presa del aturdimiento. Lo sabían desde el principio y lo habían preparado en tan sólo dos horas. ¿Qué clase de hombres eran aquellos dos hijos de Ailell?

    ―Demos gracias ―oyó que decía una voz a su lado―. Están de nuestra parte.

    Se dio la vuelta y vio que los ojos del libro le hacían un guiño y que junto a él le sonreía Brock, el enano. Y, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, Shalhassan sonrió a su vez.

    Paul había esperado poder abordar enseguida a la sacerdotisa, pero ella lo precedía en el cortejo y en cuanto entro en palacio torció a la izquierda y desapareció de su vista en el atestado vestíbulo. Luego, mientras luchaba por abrirse paso y seguirla, Kevin salió a su encuentro y no tuvo mis remedio que detenerse.

    ―Estuvo genial, ¿verdad? ―le dijo Kevin sonriendo.
    ―¿Diarmuid? Si, mucho.

    Paul se alzó de puntillas tratando de ver por encima de la multitud que los rodeaba. Se estaban llevando a cabo los preparativos del banquete; sirvientes y cortesanos se atropellaban unos a otros al atravesar el vestíbulo. Vio a Gorlaes, el apuesto canciller, que se ocupaba de la expedición que había venido de Cathal y de la cual, inesperadamente, formaba parte una princesa.

    ―No estás escuchándome ―dijo Kevin.
    ―¡Oh! ¿Cómo? ―Paul exhaló un suspiro―. Lo siento. ¿Qué dices? ―Continuó esforzándose por sonreír amablemente.

    Kevin le dirigió una mirada escrutadora.

    ―¿Te encuentras bien, después de lo sucedido anoche?
    ―Estoy muy bien. Estuve caminando largo rato. ¿De que me estabas hablando?

    De nuevo Kevin pareció dudar, aunque ahora su expresión era diferente y un tanto desvalida.

    ―Te quería decir que Diarmuid se va a poner en marcha dentro de una hora para ir a buscar a ese chamán de los dalreis. Dave va a ir con él, y yo también. ¿Quieres venir con nosotros?

    ¿Cómo explicarle que deseaba ardientemente ir con ellos? Para saborear, incluso en tiempos de guerra, el caudal de camaradería y alegría que tanto el príncipe como Kevin sabían crear. ¿Cómo explicárselo aun en el caso de disponer del tiempo suficiente?

    ―No puedo, Kev. Tengo mucho que hacer aquí.
    ―Umm. Bien. ¿Puedo ayudarte en algo?
    ―Por ahora no. Quizá mis adelante.
    ―Muy bien ―dijo Kevin fingiendo despreocupación―. Estaremos de regreso dentro de tres o cuatro días.

    Paul vio de pronto unos cabellos rojos bajo una de las arcadas.

    ―Muy bien ―le dijo a su amigo mis íntimo―. Cuídate.

    Debería haberle dicho algo mis, pensó, pero no podía estar en todo; ni siquiera estaba seguro de cuál era exactamente su deber.

    Dio unos golpecitos en el hombro de Kevin y salió deprisa al encuentro de Jaelle que en aquel momento cruzaba entre la multitud arremolinada. No miró hacia atrás; sabía muy bien que la expresión del rostro de Kevin le habría obligado a volver junto a él y darle explicaciones, y no se sentía en modo alguno capaz de explicar el miedo que inundaba su corazón.

    A mitad del camino se dio cuenta con sorpresa de que Jennifer estaba con la sacerdotisa. Las alcanzó adoptando un aire severo.

    ―Os necesito a las dos ―dijo.

    Jaelle fijó en él una gélida mirada.

    ―Tendrás que esperar ―y su voz tenía un tono extraño.
    ―No puedo ―dijo Paul.

    Y, agarrándola con brusquedad de la mano, mientras con la otra asía con algo más de suavidad a Jennifer, las empujó hacia la entrada del vestíbulo, mientras sonreía artificiosamente al gentío; siguieron por un pasillo y casi sin aliento entraron en la primera habitación que encontraron.

    Por fortuna estaba vacía. Algunos instrumentos musicales descansaban sobre las mesas y sobre el poyete de la ventana. En el centro de la habitación había una espineta y junto a ella algo parecido y un arpa apoyada en un soporte de tres patas.

    Paul cerró la puerta.

    Las dos mujeres lo miraron. En otro momento se hubiera detenido a admirar la belleza de la habitación, pero nunca aquel par de ojos verdes lo habían mirado con tan extremada frialdad, en tanto que los de la otra mujer, muy negros, relampagueaban de cólera. Sabía que le había hecho daño a Jaelle, aunque ella no estaba dispuesta a demostrarlo.

    ―Sería mejor que nos dieras una explicación –dijo Jaelle con rudeza.
    ―¿Dónde está él? ―dijo Paul, arrojando la pregunta como si fuera una espada.

    Y se sintió confundido y desarmado, cuando, tras un instante en blanco, las dos mujeres sonrieron y se intercambiaron una mirada indulgente.

    ―Estabas asustado ―aseguró Jaelle en tono terminante.

    Él no se molestó en negarlo.

    ―¿Dónde? ―repitió.
    ―Está muy bien, Paul ―contestó Jennifer―. Precisamente Jaelle me lo estaba contando. ¿Cuándo lo averiguaste?
    ―Anoche. Fui a la casa.

    La cuna meciéndose por efecto del viento helado... en la casa abandonada.

    ―Preferiría que me hubieras consultado a mí o a Jaelle antes de hacer semejante cosa ―dijo Jennifer con voz apacible.

    Sintió que se acercaba la explosión; procuró dominarla y lo logró, aunque a duras penas. Ninguna de las dos mujeres tenía aire de suficiencia mientras lo miraban. Pronunciando con cuidado las palabras, les dijo:

    ―Parece haber un malentendido. No sé si sois capaces de entender un punto importantísimo, pues no estamos hablando de un mimoso bebé que babea su barbilla; nos las tenemos que ver con el hijo de Rakoth Maugrim y yo debo saber dónde se encuentra.

    Se dio cuenta de que su voz temblaba por el esfuerzo que había hecho para impedir que sonara como un grito.

    Jaelle había palidecido, pero fue de nuevo Jennifer quien respondió con tono áspero:

    ―No hay ningún malentendido, Paul. Es poco probable que olvide quién es su padre.

    Fue como un jarro de agua en su cara; sintió que su cólera desaparecía y dejaba detrás tan sólo un profundo dolor.

    ―Lo sé ―dijo al cabo de un momento―. Lo siento. Anoche me asusté mucho, y la casa sólo fue el segundo motivo.
    ―¿Cuál fue el primero? ―preguntó Jaelle, y esta vez sin aspereza.
    ―Fordaetha de Ruk.

    Con cierta satisfacción vio que las manos de ella comenzaban a temblar.

    ―¿Aquí? ―susurró―. ¿Tan al sur?

    Ocultó las manos en los bolsillos de su túnica.

    ―Sí ―dijo él despacio―. La obligué a marcharse, pero no antes de que matara a alguien. Hablé con Loren esta mañana. Su criado, Zervan, murió. Y también una joven de la taberna. ―Se volvió hacia Jennifer―. Un antiguo poder del invierno estuvo anoche en Paras Derval. Trató de matarme... pero falló. Se ha desencadenado el mal. Por eso debo saber dónde está Darien, Jennifer. ¡Escúchame por favor! ―Ella sacudía la cabeza―. No puede ser sólo tuyo, Jen. No puede serlo. Hay mucho en juego, y nosotros en realidad ni siquiera sabemos cómo es.
    ―Existe por puro azar ―replicó ella con calma, erguida y hermosa entre los instrumentos de música―. No ha nacido para ser utilizado.

    Lo veía todo velado por la oscuridad; ¿dónde estaban ahora los cuervos? Era muy duro, muy cruel, pero tenía que decirlo:

    ―Esa es precisamente la cuestión. La cuestión es si debemos o no detenerlo.

    En el silencio que siguió, se oyeron con claridad unos pasos en el corredor y, no muy lejos, el zumbido de la multitud. Había una ventana abierta. Para no ver el efecto que sus palabras habían producido en Jennifer, Paul se dirigió hacia allí. Pese a estar en la planta baja del palacio la altura era considerable. Allá abajo, hacia el sur, un grupo de unos treinta hombres abandonaba Paras Derval. Era la banda de Diarmuid. Con ellos iba Kevin, quien seguramente habría podido entenderlo, si Paul hubiera sabido con certeza lo que quería explicarle.

    Tras él Jaelle aclaró su garganta y le habló con insólita timidez.

    ―Todavía no tenemos el menor indicio de eso que acabas de decir, Pwyll ―dijo―. Así lo han dicho Vae y su hijo y nosotras lo hemos comprobado. No soy tan insensata como crees.
    ―No te considero en modo alguno una insensata ―dijo él dándose la vuelta.

    Aguantó la mirada de ella, quizá más de lo necesario, antes de dirigirse a la otra mujer.

    Jennifer había palidecido; desde hacía casi un año había recuperado su color saludable, pero nunca la había visto tan blanca como ahora. Durante un confuso instante le recordó a Fordaetha. Pero ella era sólo una mujer mortal a quien le había hecho mucho daño. Por debajo de la palidez de su piel los pómulos destacaban de forma anormal. Se preguntó por un momento si iba a desmayarse. Ella cerró los ojos, y luego los abrió de nuevo.

    ―El le dijo al enano que yo tenía que morir. Le dijo que había una razón ―su voz era un crispado carraspeo.
    ―Lo sé ―dijo Paul con toda la suavidad posible―. Me lo explicaste.
    ―¿Qué razón podía tener para matarme fuera de mi hijo? ¿Qué otra razón? ¿Es que puede haber otra?

    ¿Cómo podía alguien consolar el alma de quien tanto había sufrido?

    ―No lo sé ―murmuró Paul―. Es probable que estés en lo cierto, Jen. Por favor, cálmate.

    Ella trataba de hacerlo; se enjugó las lágrimas con ambas manos. JadIe se acercó y le tendió con torpeza un pañuelo. Jennifer la miró.

    ―Pero, si tengo razón..., si él tenía miedo del niño, entonces... ¿acaso Darien no podría ser bueno?

    Había un profundo anhelo en la pregunta, demasiado para su alma. Kevin mentiría, pensó Paul. Todos los que él conocía mentirían.

    Pero Paul Schafer contestó en voz muy baja:

    ―Bueno, o un rival, Jen. No podemos saberlo. Por eso debo saber dónde está.

    En algún lugar de la carretera, Diarmuid y sus hombres galopaban. En la guerra habría que blandir espadas y hachas, habría que disparar flechas y arrojar lanzas. Habría que ser valiente o cobarde, habría que matar o morir, habría que unirse codo a codo con todos y cada uno de los hombres.

    El, en cambio, tendría que actuar de otra manera. Caminaría solo en medio de la oscuridad para librar su última y personal batalla. El, que había logrado regresar, tendría que decir las verdades más crudas y amargas, tendría que hacer llorar a una pobre mujer aunque se rompiera lo poco que en su corazón restaba todavía entero.

    A dos mujeres, pues también brillantes lágrimas corrían sin control por las mejillas de Jaelle.

    ―Se han marchado al lago. Al lago de Ysanne ―dijo―. La casita estaba abandonada, por eso los enviamos allí.
    ―¿Por qué?
    ―Es un andaín, Pwyll. Se lo estaba contando a Jennifer antes de que tú llegaras: no crecen como nosotros. Tan sólo tiene siete meses y ya parece un niño de cinco años. Y sigue creciendo más y más.

    Los sollozos de Jennifer remitían. Paul se dirigió hacia ella y se sentó a su lado. Con sincera vacilación le cogió la mano y se la besó.

    ―Nunca he conocido a nadie más digno de admiración que tú. Todo el daño que te hago lo sufro yo mucho más; debes creerme. Yo no elegí ser lo que ahora soy. Y ni siquiera estoy seguro de lo que soy.

    Se dio cuenta de que ella lo estaba escuchando.

    ―Estás llorando porque tienes miedo de haberte equivocado, o de haber dado a luz un monstruo ―continuó diciéndole―. Sólo puedo decirte que no lo sabemos. Es incluso posible que Darien sea nuestra última, nuestra más poderosa esperanza de luz. Recordemos ―levantó la vista y vio que Jaelle se había acercado―, recordemos los tres que Kim soñó su nombre; por lo tanto tiene un lugar, forma parte del Tapiz.

    Había dejado de llorar y su mano seguía entre las de él. Al cabo de un rato alzó la vista y le preguntó a Jaelle:

    ―Dime, ¿cómo lo vigilas?

    La sacerdotisa parecía incómoda.

    ―Leila ―se limitó a decir.
    ―¿Aquella jovencita? ―preguntó Paul sin comprender―. ¿Aquella que nos espiaba?

    Jaelle asintió con la cabeza. Dio unos pasos hacia el arpa y tensó dos de sus cuerdas antes de responder.

    ―Está sintonizada con el hermano ―susurró―. No sé exactamente cómo, pero ve a Finn que está casi siempre con Darien. Una vez a la semana les llevamos comida.

    Paul sintió que su garganta estaba otra vez seca por el miedo.

    ―¿Qué ocurrirá en caso de que los ataquen? ¿No pueden apoderarse de él?
    ―¿Por qué iban a ser atacados una madre y sus dos hijos? ―replicó Jaelle tocando con suavidad el arpa―. ¿Quién puede saber siquiera que están allí?

    Paul respiró profundamente. Sonaba a locura, a indefensa y desprotegida locura.

    ―¿Y los lobos? ―siguió preguntando―. ¿Los lobos de Galadan?

    Jaelle sacudió la cabeza y dijo:

    ―Nunca irán allí. Nunca lo han hecho. Hay un poder en el lago que se lo impide.
    ―¿Qué clase de poder? ―preguntó él.
    ―No lo sé. En verdad no lo sé. Nadie en Gwen Ystrat lo sabe.
    ―Apuesto a que Kim sí ―dijo Jennifer.

    Permanecieron callados un rato escuchando el arpa que tocaba la sacerdotisa. Las notas surgían en desorden una tras otra, como si tocara un niño.

    De pronto llamaron a la puerta.

    ―¿Quién es? ―preguntó Paul.

    La puerta se abrió y Brendel entró en la habitación.

    ―He oído música ―dijo―. Estaba buscándote ―añadió dirigiéndose a Jennifer―. Ha llegado alguien. Es mejor que vengas.

    No dijo nada más. Sus ojos estaban muy oscuros.

    Todos se levantaron. Jennifer se secó el rostro, se alisó los cabellos y enderezó los hombros. A Paul le pareció una reina. Juntos él y Jaelle la siguieron fuera de la habitación. Luego salió el lios y cerró la puerta.

    Kim estaba nerviosa y asustada. Habían planeado llevar a Arturo ante Aileron por la mañana, pero después Brock había descubierto sobre la nieve el helado cuerpo de Zervan. Y, antes de que hubieran podido reaccionar, les habían hecho saber la inminente llegada de Shalhassan desde Seresh, y el palacio y la ciudad habían estallado en febril actividad.

    Febril, pero controlada. Loren, Matt y Brock, los tres con expresión severa, se habían marchado, y Kim y Arturo, solos en la residencia de los magos, subieron al piso de arriba para presenciar los preparativos desde una ventana del segundo piso. Era evidente tanto para la novata mirada de ella como para la más avisada de él que un propósito claro subyacía en el caos que reinaba allá abajo. Kim reconoció a muchos de los que pasaban corriendo o a caballo: Gorlaes, Kell, Brock, Kevin ―que desapareció tras una esquina con una bandera en las manos― e incluso la inconfundible figura del lios alfar Brendel. Se los iba mostrando al hombre que estaba junto a ella procurando que su voz fuera lo más inexpresiva e uniforme posible.

    Pero era difícil. No sabia, en efecto, qué iba a ocurrir cuando los hombres de Cathal hubieran sido recibidos y hubiera llegado la hora de llevar a Arturo Pendragon ante Aileron, y el soberano rey de Brennin. Durante tres estaciones ―otoño, invierno y una primavera semejante al invierno― había estado esperando el sueño que le permitiría llamar a aquel hombre que, imperturbable y observador, estaba a su lado. Había sabido, con la profunda convicción con que ahora sabia las cosas, que aquella llamada era imprescindible; de otro modo no habría tenido el coraje y la sangre fría de recorrer el camino que la noche anterior había hollado en plena oscuridad iluminada sólo por la llama que ella llevaba.

    Ysanne lo había visto en sueños; lo recordaba perfectamente, y eso le daba seguridad. Pero también recordaba otra cosa que no la tranquilizaba en absoluto. «Esta tiene que ser mi guerra», había dicho Aileron muy al principio de todo, durante su primera conversación, antes de que él fuera rey y ella su vidente. Él se había dirigido cojeando hacia la chimenea como Tyrth, el criado lisiado, y había vuelto como un príncipe dispuesto a matar por una corona. Y ahora se preguntaba con ansiedad qué haría o diría ese joven, orgulloso e intolerante rey cuando se encontrara frente a frente con el Guerrero que ella había traído. Un Guerrero que también había sido rey, que había combatido en muchas batallas contra muchas y diferentes formas de oscuridad, que había venido desde su isla, desde sus estrellas, armado con su espada y su destino, para luchar en una guerra que Aileron llamaba suya.

    No iba a ser fácil. Desde que había logrado llamarlo, no había vuelto a ver nada más y ahora se sentía incapaz de hacerlo. Era preciso responder a Rakoth, que se cernía libre sobre Fionavar. Por esta razón y no por ninguna otra, lo sabía perfectamente, se le había encomendado el fuego que llevaba en la mano. Ella tenía en su poder la Piedra de la Guerra y había traído al Guerrero. Pero no sabía para qué ni con qué fin. Todo lo que sabía era que había llamado a un poder desde más allá de los muros de la Noche y que por eso sentía una losa sobre el corazón.

    ―Hay una mujer en ese primer grupo ―dijo él con voz sonora.

    Ella miró hacia allí. Los cathalianos estaban llegando. Los hombres de Diarmuid, a quienes por primera vez veía correctamente uniformados, habían relevado a la guardia de honor de Seresh. Miró de nuevo con atención. El primer grupo era precisamente la escolta de Seresh y, sin poder creer lo que veía, reconoció a uno de los guardias.

    ―¡Sharra! –murmuró―.... ¡Otra vez! ¡Oh, Dios mío!

    Dejó de mirar a la princesa disfrazada con quien tan buenas migas había hecho hacía ya un año, para contemplar con asombro al hombre junto a ella que había sido capaz de distinguir un disfraz en uno de tantos jinetes de aquella abigarrada multitud.

    Él la miró también con sus grandes, oscuros y amables ojos.

    ―Es mi responsabilidad ―dijo Arturo Pendragon― ver cosas así.

    Era mediodía. El aliento de los hombres y de los caballos levantaba una humareda en el aire helado. El sol, alto en el cielo claro y azul, reverberaba sobre la nieve. Mediodía, y junto a la ventana Kimberly pensó de nuevo, al ver los ojos de él, en las estrellas.

    Reconoció al fornido guardia que abrió la puerta: la había escoltado hasta el lago de Ysanne la última vez que estuvo allí. Leyó en sus ojos que él también la reconocía. Luego su expresión cambió al ver al hombre que estaba junto a ella.

    ―¡Hola, Shain! ―le dijo antes de que pudiera hablar―. ¿Ha llegado ya Loren?
    ―Si, y también el lios alfar, señora.
    ―Bien. ¿Quieres llevarme ante ellos?

    Él saltó hacia atrás con una ligereza que le habría hecho reír si hubiera estado de humor. Parecía tener miedo de ella, del mismo modo en que en otro tiempo habían tenido miedo de Ysanne. Sin embargo, no resultaba divertido, ni siquiera irónico; pero no eran ni el lugar ni el tiempo apropiados para entretenerse en disquisiciones.

    Exhalando un profundo suspiro, Kim se quitó la capucha, sacudió su blanca cabellera y salió de la habitación. Vio primero a Loren y recibió de él un gesto de ánimo que no pudo disimular la tensión que el mismo sentía. Luego vio a Brendel, el lios alfar de cabellos de plata, a Matt con Brock, el otro enano, y a Gorlaes, el canciller.

    Luego se dirigió hacia Aileron.

    No había cambiado, a menos que el cambio consistiese simplemente en reafirmar, en el plazo de un año, lo que siempre había sido. Estaba en pie, junto a una mesa sobre la que se extendía un enorme mapa de Fionavar. Tenía las manos en la espalda, mientras se balanceaba sobre sus piernas muy separadas, y sus ojos hundidos, que tan bien recordaba, parecían taladrarla. Sin embargo ella lo conocía muy bien: era su vidente, la única.

    Vio que su rostro expresaba alivio.

    ―¡Hola! ―dijo ella con calma―. Me han dicho que seguiste mi último consejo.
    ―Así es. Bienvenida ―dijo Aileron, y continuó tras una pausa―: Loren y Matt han estado caminando de puntillas a mi alrededor. ¿Quieres decirme por qué y a quién has traído contigo?

    Brendel ya lo sabía; ella pudo leer en sus ojos de plata el asombro. Elevando la voz para lograr la claridad y la seguridad obligadas en una vidente, dijo:

    ―He usado el Baelrath tal como Ysanne lo soñó hace tiempo. Aileron, soberano rey, aquí tienes a Arturo Pendragon, el Guerrero de las antiguas leyendas, que ha venido para unirse a nuestra causa.

    Sus palabras llenas de orgullo se levantaron y cayeron en el más absoluto silencio, como olas que fueran a romperse contra el pétreo rostro del rey.

    Cualquiera de los que están en la habitación lo habría hecho mejor, pensó, dolorosamente consciente de que el hombre junto a ella no había hecho ninguna reverencia. No podría esperarse que lo hiciera ante ningún hombre vivo, pero Aileron era joven, hacía poco que era rey, y...

    ―Mi abuelo ―dijo Aileron dan Ailell― se llamaba, en tu honor, como tú; y si algún día tengo un hijo también le pondré ese nombre.

    Mientras los hombres y la mujer presentes en la habitación sofocaban un grito de asombro, el rostro del soberano rey se iluminó con una sonrisa de alegría.

    ―Ninguna visita ―continuó el rey―, ni siquiera la de Conary o Colan, podría hacerme más feliz, mi señor Arturo. ¡Oh, espléndidamente entretejido, Kim!

    Le golpeó con energía el hombro mientras avanzaba para abrazar con fuerza, como a un hermano, al hombre que ella había traído.

    Arturo le devolvió el abrazo y, cuando Aileron se retiró, los ojos del Guerrero mostraban por primera vez un fulgor divertido.

    ―Ellos me dieron a entender ―dijo― que era posible que no te agradara mucho mi presencia.
    ―Estoy rodeado ―dijo Aileron con énfasis― de consejeros de limitadas capacidades. Es una triste verdad que...
    ―¡Alto ahí! ―exclamó Kim―. No es justo, Aileron. No es... justo.

    Se interrumpió porque no sabía qué más decir y porque comprendió que se estaba riendo de ella.

    ―Lo sé ―dijo Aileron―. Sé que no lo es –controló su sonrisa y continuó―: No quiero saber cómo te las arreglaste para traernos a este hombre, aunque de niño fui discípulo de Loren y puedo aventurarme a adivinarlo. Sed bienvenidos los dos. No podrías haber hecho nada mejor.
    ―Bien dicho ―dijo Loren―. Mi señor Arturo, ¿has combatido alguna vez en Fionavar?
    ―No ―contestó una voz profunda―. Ni tampoco contra Rakoth, aunque he visto muchas veces las sombras de su sombra.
    ―Y las derrotaste ―dijo Aileron.
    ―Nunca puedo saberlo ―replicó Arturo con calma.
    ―¿Qué quieres decir? ―preguntó Kim en un susurro.
    ―Siempre muero antes del final ―contestó él con calma―. Creo que es mejor que lo entendáis bien ahora: no estaré aquí hasta el final. Eso forma parte de la maldición que recae sobre mí.

    Se hizo el silencio. Luego Aileron habló otra vez.

    ―Me han contado la leyenda de que, si Fionavar cae, también los demás mundos caerán, y no mucho después, víctimas de las sombras de la sombra, como tú mismo has dicho.

    Kim lo entendió: quería alejarse de las simples emociones para llegar a algo más abstracto.

    Arturo sacudió la cabeza con expresión grave.

    ―Así se contaba también en Avalon ―dijo― y entre las estrellas del verano.
    ―Y así lo cuentan también los líos alfar ―añadió Loren.

    Todos volvieron los ojos hacia Brendel y sólo entonces notaron que se había ido. Kim sintió un estremecimiento, una débil y apenas discernible anticipación, aunque demasiado tardía, de lo único que no había podido saber.

    Na―Brendel de la Marca de Kresrel sintió la misma sensación de tardía conciencia, pero de forma más lúcida, pues los lios alfar tienen tradiciones y recuerdos que se remontan mucho más allá que los de las videntes. Ysanne antes, y ahora Kim, podían caminar por el futuro o ver en sueños algunos de sus hilos, pero los lios vivían lo suficiente para conocer el pasado y a menudo eran lo bastante sabios como para comprenderlo. Y Brendel, el señor de Kresrel, no era entre ellos el menos importante en edad y sabiduría.

    Una vez, hacía un año, en un bosque al este de Paras Derval, la sensación de un acorde apenas percibido lo había invadido, y ahora lo había sentido de nuevo con mayor claridad. Con pena y asombro siguió los ecos de un arpa hasta otra puerta, la abrió y les pidió a los tres que lo acompañaran; a uno en nombre del dios, a otra en nombre de la diosa, y a la tercera en nombre de los niños y en el del más amargo de los amores.

    No se equivocó, y tampoco Kimberly. Al entrar en la habitación del rey con Pwyll y las mujeres, Brendel leyó en el rostro rígido del mago que él también lo había entendido. Loren, su fuente y Brock de Banir Tal estaban de pie con Kim junto a la ventana. Aileron, Arturo y Gorlaes estaban inclinados sobre un mapa desplegado.

    El rey y el canciller se dieron la vuelta cuando entraron. Pero no así Arturo. Sin embargo, Brendel vio que levantaba la cabeza como si oliera u oyera algo imperceptible para los demás, y se dio cuenta de que las manos de Arturo que descansaban sobre el tablero se habían puesto de repente muy blancas.

    ―Se nos ha otorgado una ayuda más allá de toda medida ―les dijo a los tres que había conducido hasta aquella habitación―. Os presento a Arturo Pendragon, a quien Kimberly ha llamado en nuestra ayuda. Mi señor Arturo, os presento...

    No pudo añadir nada más. Brendel había vivido mucho, había visto muchos acontecimientos durante su vida, había compartido los recuerdos de los ancianos de Daniloth. Pero, jamás, había captado lo que ahora veía en los ojos de Arturo. Ante esa mirada, su voz desfalleció; no había palabras que pudieran expresarla, ni piedad lo suficientemente profunda que pudiera comparársele, ni tan siquiera parecérsele.

    Kim también vio los ojos de aquel que ella había llamado desde una isla evanescente, desde las estrellas del verano. Y lo había llamado para la guerra porque lo necesitaban. Pero, al comprender en aquel instante el peso de la maldición que había recaído sobre él, Kim sintió que su corazón se hundía más y más como si cayera en un abismo. Un abismo de dolor, del más profundo amor, profundamente correspondido, profundamente traicionado, la historia más triste de todas las historias contadas. Se volvió hacia la otra protagonista. «Oh, Jen», pensó. «Oh, Jennifer.»

    ―¡Oh, Ginebra! ―dijo Arturo―. ¡Oh, mi bienamada!

    Había recorrido con calma los largos pasillos y subido por la escalera de piedra. La piedra de los muros con sus mudas sombras hacían juego con la serenidad gris que ella había construido en su interior. Todo saldría bien o, de otro modo, aquello no tenía ningún significado. Había una esperanza de que Darien pudiera ser como ella había deseado fervientemente que fuera, días atrás cuando las cosas la afectaban en lo más profundo. Había una oportunidad; había personas que se cuidarían de que así fuera. Ella había hecho cuanto estaba en su mano, tanto como había podido.

    Entró en la habitación y sonrió al ver a Kim y al ver que parecía haber conseguido traer a aquel que había estado buscando. Luego Brendel pronunció su nombre y Arturo se volvió muy despacio; vio sus ojos y oyó que la llamaba con un nombre distinto, y sintió fuego, luz, recuerdo, un inmenso amor y deseo: una explosión en su corazón.

    Luego otro recuerdo, otra explosión. El fuego de Rangar que subía para trazar un signo en los cielos, y la mano, la mano seccionada, la sangre negra, como negra era su fortaleza, una luz verde, y los ojos rojos de Rakorh en Srarkadh.

    Y también aquí. Estaban aquí. Y, oh, se interponían brutalmente. Sólo tenía que avanzar hacia la mesa junto a la que se erguía Arturo, que la había amado, que todavía la amaba, y estaría a salvo. Pero el Desenmarañador se interponía.

    No podría llegar jamás a alcanzar tan perfecto amor; tampoco había podido la primera vez, ni ninguna de las otras veces. Pero no por aquella razón. Nunca antes había sucedido en Fionavar. Se habían alzado las sombras de la sombra, y la otra espada de la luz, el otro amor, el más espléndido y el más amargo. Pero nunca antes se había interpuesto Rakoth. No podría salvar, no podría atravesar aquella llama, la quemadura de aquella sangre sobre su cuerpo, nunca; ¡oh! no podría pasar por encima de la Oscuridad y de todo lo que había sufrido.

    Ni siquiera para alcanzar la orilla donde estaba Arturo.

    Necesitaba lo gris. No quería fuego ni sangre, tampoco explosiones de deseo, ni éxtasis de amor. Entonces dijo en voz muy clara:

    ―No puedo llegar hasta ti. Es mejor así. He sido mutilada, pero, por lo menos, no te traicionaré. Él no está aquí. No hay un tercero. Que los dioses guíen tu espada en el combate y te concedan el descanso eterno.

    Había innumerables estrellas errantes en sus ojos, y seguían cayendo más.. Se preguntó con asombro si quedarían algunas en el cielo.

    ―Que también te concedan a ti el descanso ―le dijo él al cabo de un rato.

    Tantas estrellas que caían, tantas estrellas errantes... Giró sobre sus talones y abandonó la habitación.


    Capítulo 8


    Ella, naturalmente, era la única culpable; Shalhassan lo había dejado bien claro. Si la heredera del trono de Cathal había elegido presentarse en el escenario de la guerra, debería haberse conducido de manera acorde con su realeza. Había además la cuestión de salvar como se pudiera la dignidad después del desastre de la víspera.


    Por eso durante toda la mañana y toda la tarde Sharra tuvo que conformarse con sentarse a una mesa en la antecámara del soberano rey, mientras se llevaba a cabo la tediosa organización del aprovisionamiento de las tropas. Su padre estaba allí, y también Aileron, frío y eficiente. Bashrai y Shain, los capitanes de la guardia, permanecían de pie para recibir órdenes y transmitírselas a los emisarios que esperaban en el pasillo.

    El otro hombre, a quien ella examinaba con extrema atención, era un personaje que provenía del tenebroso reino de los cuentos infantiles. Recordaba que su hermano Manen cuando tenía diez años pretendía ser el Guerrero, y arrancar al Rey Lanza de las montañas. Marlen había muerto hacia cinco años y ante ella se erguía ahora Arturo Pendragon, dando consejos con su profunda e inconfundible voz y mirándola y sonriéndole amablemente una y otra vez. Pero sus ojos no sonreían. Nunca había visto ojos como aquéllos; ni siquiera los de Brendel, el lios alfar, podían equiparárseles.

    De esta manera continuaron durante toda la tarde. Comieron junto a los mapas y los planos que Aileron había dispuesto en número incontable. Comprendía que todo eso era necesario, pero en cierto modo también le parecía inútil. La verdadera guerra no estallaría hasta que no terminara el invierno. Rakoth estaba fabricando aquel invierno en medio del verano, pero no sabían cómo y por lo tanto no podían tampoco defenderlo. El Desenmarañador no tenía necesidad de arriesgarse en una batalla, no tenía por qué hacerlo. Los congelaría hasta que murieran, o los mataría de hambre, cuando se hubieran agotado las provisiones de reserva. En realidad el desastre ya había empezado: los ancianos y los niños, siempre las primeras víctimas, habían empezado a morir en Cathal, en Brennin y en la Llanura.

    Ante esa brutal realidad, ¿de qué servían los planes para utilizar los carros de combate como barricadas en el caso de que Paras Derval fuera atacada?

    Sin embargo, no decía nada. Permanecía callada y escuchaba y, a media tarde, había permanecido en silencio durante tanto tiempo que los demás se olvidaron de ella y pudo así escaparse para ir en busca de Kim.

    Gorlaes, el sabelotodo canciller, la orientó. Fue a su habitación a buscar un manto y comprobó que el blanco se adaptaba perfectamente a su talla. Muy contenta se lo puso y corriendo escaleras arriba llegó a un torreón que se elevaba entre los demás. Allí estaba Kim con un manto de pieles y guantes, pero sin capucha, de modo que sus blancos cabellos le caían sobre los ojos. Por el norte, una larga línea de nubes cubría el horizonte y empezaba a soplar el viento del norte.

    ―Se acerca una tormenta ―dijo Sharra asomándose al parapeto junto a la otra joven.
    ―Entre otras muchas cosas. ―Kim intentó sonreír pero sus ojos estaban enrojecidos.
    ―Cuéntame ―le pidió Sharra.

    Y se dispuso a escuchar mientras las palabras salían de la boca de Kim como una inundación contenida. El sueño. El rey muerto y su hijo inmortal. Los niños asesinados, Jennifer destrozada en Starkadh. Y lo único que jamás había podido prever: Ginebra. El amor traicionado. El dolor que eso producía en el corazón, en el corazón de todas las cosas.

    Heladas bajo el azote del viento permanecieron inmóviles después de que el relato hubo acabado. Heladas y calladas, con los ojos clavados en el norte. Ninguna de las dos lloraba, pero el viento dejaba caer heladas lágrimas en sus mejillas. El sol se inclinaba poco a poco hacia el oeste. Frente a ellas las nubes se espesaban en el horizonte.

    ―¿Está él aquí? ―preguntó Sharra. ¿El otro? ¿El tercero?
    ―No lo sé. Ella dice que no.
    ―¿Dónde está ella ahora?
    ―En el templo, con Jaelle.

    De nuevo el silencio; sólo se oía el viento. Sin embargo, mientras todo esto sucedía, por diferentes razones los pensamientos de ambas estaban lejos, en noreste, hacia donde cabalgaba el rubio príncipe al mando de treinta hombres.

    Poco después el sol se puso tras los árboles del bosque de Mornir y el frío arreció. Entonces entraron en el palacio.

    Tres horas después volvieron a la torre con el rey y casi toda la corte. Reinaba la oscuridad y hacia mucho frío, pero nadie parecía notarlo.

    Lejos, hacia el norte, muy, muy lejos, una luminosa luz nacarada ascendió hacia el cielo.

    ―¿Qué es eso? ―preguntó alguien.
    ―Danilorh ―respondió Loren Manto de Plata con suavidad. Junto a él estaba Brendel y sus ojos eran del color de la luz.
    ―Lo están intentando ―suspiré el lios alfar―. Durante mil años Daniloth ha permanecido cubierta. Esta noche no hay sombras sobre la Tierra de la Luz. Permanecerán mirando las estrellas hasta que se extinga su brillo. Lucirán las estrellas sobre Atronel.

    Tan hermosa era su voz, tan cargada de nostalgia, que parecía casi una melodía. Todos contemplaron aquel chorro de luz y comprendieron, asombrados, que así había surgido todas las noches, antes de que Maugrim hubiera llegado, y con él el Bael Rangat, antes de que Lathen tejiera la niebla que convertiría a Daniloth en el País de las Sombras.

    ―¿Por qué? ―preguntó Sharra―. ¿Por qué están haciendo eso?

    De nuevo fue Loren quien respondió:

    ―Por nosotros. Están tratando de sacarlo de Starkadh y desviar su poder para que deje de causar el invierno. Los lios alfar se están sacrificando para que nosotros nos veamos libres del frío.
    ―Y para librarse también ellos, seguramente ―protestó Gorlaes.

    Nadie separaba la vista del resplandor del norte. Na―Brendel le respondió:

    ―No hay nieve en Daniloth. Las sylvains están floreciendo como cada verano y la yerba crece en torno a Atronel.

    Todos miraban hacia allí, imaginándoselo, llenos de esperanza, pese al cortante frío, por aquel surtidor de resplandor que significaba coraje y dulzura, un juego de luz en el cielo en las mismas puertas de la Oscuridad.

    Mientras lo contemplaba, Kim quedó aturdida por un sonido muy tenue, casi una sacudida que inmovilizaba su mente. Era más que una música e iba en aumento; venía de muy lejos, del este. Levantó la mano: el Baelrath permanecía quieto, lo cual era una bendición. Comenzaba a tener miedo de su resplandor. Rechazó aquel sonido lejos de ella ―no le resultó difícil― y concentró todo su ser en la luz de Daniloth, tratando de extraer de ella fuerza y algún alivio para la culpabilidad y el dolor. Sólo habían pasado cuarenta y ocho horas desde que estuviera en Stonehenge y se encontraba cansada, completamente rendida por la cantidad de cosas que todavía había que hacer.

    Según parecía había que empezar de inmediato.

    Cuando regresaron al Gran Salón, una mujer vestida de gris los estaba esperando, con el ropaje gris de las sacerdotisas. Jaelle, adelantándose a los reyes, se acercó a hablarle.

    ―Aline, ¿qué ocurre?

    La mujer de gris se inclinó en una profunda reverencia ante Jaelle; luego le dedicó otra mucho más leve a Aileron. Dirigiéndose a la suma sacerdotisa le dijo muy despacio, como si lo hubiera aprendido de memoria:

    ―Debo trasmitiros el saludo de los mormae y las excusas de Audiart. Os las envía mediante una persona porque creyó que los hombres que aquí están comprenderían mejor la urgencia del asunto que si usáramos el vínculo.

    Jaelle permanecía inmóvil. Su rostro expresó un lúgubre estremecimiento.

    ―¿Qué urgencia? ―preguntó; una velada amenaza se encubría en su voz.

    Aline enrojeció. No me gustaría por nada estar en sus zapatos, pensó de pronto Kim.

    ―De nuevo, las excusas de Audiart, suma sacerdotisa ―murmuró Aline―. Es como guardiana de Gwen Ystrát y no como segunda de las mormae que me envía ante ti. Me ordenó que así te lo dijera.

    De modo casi imperceptible Jaelle se relajó.

    ―Muy bien... ―comenzó a decir, pero fue interrumpida antes de que pudiera acabar.
    ―Si has sido enviada por mi guardiana, deberías hablar conmigo ―dijo Aileron, y su voz era tan fría como había sido la de Jaelle.

    La suma sacerdotisa permaneció inmóvil e impasible. No iba a ayudarla, pensó Kim. Se compadeció de Aline que tan sólo era el peón de un complejo juego. Pero sólo por un momento; en cierta manera los peones se las sabían arreglar.

    Aline se decidió; se inclinó hasta el suelo ante el rey. Luego, levantándose, dijo:

    ―Te necesitamos, soberano rey. Audiart te ruega que recuerdes qué pocas veces te pedimos ayuda y que tú siempre te compadeces de nuestra situación.
    ―¡Al grano! ―gritó el rey.

    Detrás de él Shalhassan se hacía cargo con ansia de lo que ocurría. No se podía hacer nada más que mantener la calma.

    De nuevo Aline miró a Jaelle, sin encontrar en ella ayuda alguna. Apretó los labios.

    ―Lobos ―dijo―. Más grandes de lo que jamás hemos visto. Hay miles, miles de ellos, soberano rey, en el bosque al norte del lago Leinan y por la noche merodean en torno a las granjas. Las granjas de tu pueblo, mi señor rey.
    ―¿Y en Norvran? ―preguntó con aspereza Jaelle―. ¿Qué les está ocurriendo a las nuestras?

    Aline sacudió la cabeza.

    ―Han sido vistos cerca de la ciudad, pero todavía no en el territorio del templo, suma sacerdotisa. Si hubieran sido vistos allí, debo decirlo, entonces...
    ―Entonces las mormae habrían usado el vínculo para decírmelo. Audiart ―murmuró Jaelle― da muestras de su inteligencia.

    Sacudió la cabeza y sus rojos cabellos cayeron por su espalda como un río.

    Los ojos de Aileron brillaban a la luz de las antorchas.

    ―¿Quieres que vaya y haga una batida? ¿Y qué dice la suma sacerdotisa?

    Jaelle no se dignó mirarlo.

    ―Se trata ―dijo― de tu guardiana, no de mi segunda.

    Se hizo el silencio; luego se oyó una educada posecilla y Paul Schafer avanzó hacia la mensajera de Audiart.

    ―Un momento ―dijo―. Aileron, hablaste de una batida de lobos, pero puede ser más que eso. –Hizo una pausa y continuó―: Aline, ¿está Galadan en el bosque de Leinan?
    ―No habíamos pensado en ellos. No lo sé ―dijo con el temor en los ojos.

    Había llegado la hora. Si tenía que intervenir, ése era el momento. Kim recompuso su rostro y, mientras lo hacia, sintió sobre ella la mirada de Aileron.

    ¿Se acostumbraría alguna vez a aquello? ¿Había Ysanne logrado acostumbrarse a aquella lanzadera que iba y venía en el telar del tiempo? Precisamente la noche pasada, inquieta y preocupada por Jennifer, había caído en un sueño inquieto, y de forma confusa e informe había soñado con una cacería en un bosque, en algún lugar, y con un trueno que se precipitaba sobre la tierra.

    Encaró la mirada a Aileron.

    ―Algo hay allí ―dijo procurando que su voz pareciera decidida―. O alguien. He visto una cacería.

    Aileron sonrió. Se volvió hacia Shalhassan y hacia Arturo que estaba a su lado.

    ―¿Queréis que vayamos los tres a cazar los lobos de la Oscuridad en Gwen Ystrat?

    El severo rey de Cathal asintió con un. movimiento de cabeza.

    ―Me satisfará mucho tener un enemigo a quien matar en estos momentos ―dijo Arturo.

    Kim sabia que quería decir mucho más de lo que Aileron había oído, pero no podía perder el tiempo compadeciéndose, pues un elemento más de su sueño había encajado al oír las palabras del rey.

    ―Será más que una simple cacería ―murmuró, pues no era necesario que una vidente hablara en voz demasiado alta―. Yo también iré, y Loren, y Jaelle, si así lo desea.
    ―¿Por qué? ―preguntó desafiante Paul, que también tenía que soportar su propia carga.
    ―En mi sueño vi al ciego ―explicó ella―. Gereint de los dalreis llegará mañana a Morvran.

    Sus palabras levantaron un murmullo. Sabía que debía de resultar perturbador para la gente oír semejantes cosas. Pero ella no podía hacer otra cosa ni preocuparse por tener que hacerlo. Se sentía muy cansada y su tarea no parecía que fuera a aligerarse.

    ―Así pues, mañana nos pondremos en marcha ―dijo Aileron en tono resuelto. Loren la estaba mirando.

    Ella sacudió la cabeza, y luego despejó de su cara los cabellos.

    ―No ―dijo, demasiado cansada para preocuparse por ser diplomática―. Esperaremos a Diarmuid.

    No, por mucho tiempo su tarea no se aliviaría, y quizá nunca lo haría.

    Los acontecimientos se le estaban escapando de las manos. Desde hacía tiempo sabía que así ocurriría, y en cierto modo lo había deseado, pero a Loren Manto de Plata le resultaba arduo ver cómo sus responsabilidades iban pasando a otros. Y resultaba más arduo todavía porque Podía leer en sus rostros el precio que pagaban por ello. Se hizo evidente en Kim desde el momento en que comenzaron a manifestarse sus poderes: una vidente en posesión del Baelrath y a la que se le había concedido el don del alma de otra persona; sin duda se tambalearía bajo el peso de todo eso.

    Aquel día estuvo marcado por los preparativos. Quinientos hombres, la mitad de Brennin y la mitad de Cathal, iban a salir a caballo hacia Gwen Ystrat tan pronto como llegara Diarmuid. Estaban esperándolo porque así lo había ordenado la vidente. En otros tiempos ese tipo de consejos hubieran corrido a cargo de los magos, pero ahora los acontecimientos se les estaban escapando de las manos. Loren había puesto todo en marcha al traer a aquellos cinco, pero era lo suficientemente sabio, pese a las reprochadoras miradas de Matt, para dejar que aquello siguiera su curso sin interferir, en la medida de lo posible. Su corazón era lo bastante compasivo para apiadarse de ellos: de Kim, y también de Paul que llevaba la carga del nombre de Dos Veces Nacido, con todo lo que implicaba, pero que todavía no era capaz de ahondar en su propio poder. Lo poseía, cualquiera podía darse cuenta, y debía de ser más grande de lo que cualquiera pudiera imaginar, pero por ahora permanecería latente. Era un poder que lo aislaba penosamente de sus semejantes y que sin embargo no le ofrecía compensación alguna, pues no sabía dominarlo.

    Y estaba además Jennifer, y por ella incluso podía llorar. Para ella no había compensaciones, ni sueños, ni oportunidad de actuar; sólo el dolor en sus más variadas facetas. Lo había visto desde un principio, antes de hacer la travesía ―¡cuánto tiempo parecía haber transcurrido!―, cuando había leído el mensaje de su belleza y el tenebroso futuro que asomaba a sus ojos. Sin embargo la había traído, diciéndose a sí mismo que no tenía otra elección; y no había sido una simple frase altisonante, como lo había demostrado la explosión de Rangar.

    Pero eso no mitigaba la desgracia. Ahora comprendía él su belleza; todos la comprendían y sabían también cuál era su antiguo nombre: ¡Oh, Ginebra, había exclamado Arturo, ¿y había en el mundo un destino más cruel que el de aquellos dos? Y que el del tercero.

    Pasó el día sumido en inquietantes pensamientos. Matt y Brock habían ido a la armería para aportar el beneficio de su experiencia a los dos capitanes de la guardia. Teyrnon, cuyo pragmático sentido común habría resultado de gran ayuda, estaba en la Fortaleza del Norte. Esa misma noche lo llamarían; él y también Barak tendrían su puesto en la expedición a Gwen Ystrat.

    Si es que se podía decir que un mago, un investigador de la ciencia de los cielos, tenía algún puesto tan cerca de Dun Maura. El mago sacudió la cabeza y arrojó otro leño al fuego. Tenía frío, y no sólo a causa del invierno. ¿Qué había sucedido para que en Brennin sólo hubiera ahora dos magos? Nunca habían podido ser más de siete, pues así lo había decretado Amairgen cuando fundó el Consejo. Pero ¿dos, sólo dos, y en semejantes tiempos? Según parecía, los acontecimientos se les estaban escapando de las manos, y en más de un aspecto.

    Sólo había dos magos en Brennin para combatir contra Maugrim; antes había habido tres magos en Fionavar, pero el tercero se había aliado con la Oscuridad. Estaba en Cader Sedat, aquella isla encantada, maldita desde hacía mucho tiempo. Allí estaba y poseía la Caldera de Khath Meigol, de modo que podría resucitar a los recién muertos.

    Por mucho que los acontecimientos se les escaparan de las manos, aquel asunto era de su exclusiva incumbencia. De él y de Matt. «Libraremos nuestra batalla al final», le había dicho el enano.

    Si es que el invierno acababa. Metran.

    La noche llegó y con ella una tormenta peor que ninguna otra. El viento aullaba y silbaba soplando desde la Llanura hacia el Soberano Reino y arrastrando un verdadero muro de nieve, que enterraba a las granjas y a los granjeros. Cubría los bosques y ocultaba la luna, y en aquella inhumana oscuridad parecía que fantasmas de terror se movieran dentro de la tormenta y que el ulular del viento fuera su risa.

    Darien permanecía en la cama escuchando. Creyó primero que tenía una pesadilla, pero luego se dio cuenta de que estaba despierto. Muy asustado, se cubrió la cabeza con las mantas para amortiguar las voces que oía en el viento.

    Lo estaban llamando. Lo llamaban para que saliera a jugar afuera en la tenebrosa oscuridad, danzando con la tormenta. Para que se les uniera en aquel golpeteo de viento y nieve. Pero él era sólo un niño y estaba asustado; moriría si salía afuera. Incluso aunque la tormenta no fuera tan violenta donde ellos vivían.

    Finn se lo había explicado. Aunque su madre verdadera no pudiera estar allí con ellos, lo protegía a él constantemente y hacia que en torno a su cama el frío fuera más soportable porque lo amaba. Todos lo amaban; Vae, su madre, y Shahar, su padre, que había regresado a casa de permiso sólo una vez antes de que se trasladaran a vivir al lago. Había cogido en sus brazos a Darien y lo había hecho reír. Luego había dicho que Dar sería pronto más fuerte que Finn y había sonreído para sí mismo, aunque no había sido una sonrisa feliz.

    Fínn era su hermano; quería a Darien más que los demás, era la más maravillosa persona del mundo y sabía además muchísimas cosas.

    Finn le había explicado lo que su padre había querido decir cuando Dan acudió llorando a él, porque había algo extraño en aquello de que él sería más fuerte que Finn. Pronto, había dicho el padre.

    Fínn le había puesto el abrigo y las botas y se lo había llevado a dar un paseo. Eso le gustaba a Dan más que ninguna otra cosa. Finn lo arrojaría en la nieve, sólo donde era blanda y reciente; luego se tiraría él mismo y ambos rodarían, blancos, y Darien reiría tanto que le daría hipo.

    Pero, aquella vez, Finn estaba muy serio. A menudo se ponía serio y hacía que Darien lo escuchase. Le dijo que Dan era diferente de los otros niños. Era distinto porque su verdadera madre era distinta; por eso iba a ser más alto, más fuerte y más apuesto que los otros niños. Más incluso que Finn, le dijo Finn. Y eso quería decir, continúa Finn, que Dan tenía también que ser mejor, más amable y más valiente, de modo que se hiciera merecedor de lo que su madre le había concedido.

    Debía intentar amar a todas las cosas, le dijo Finn, excepto a la Oscuridad.

    La Oscuridad era quien estaba causando la tempestad que se oía fuera, Dan lo sabía. Casi siempre la odiaba como Finn le había dicho. Trataba de hacerlo siempre para parecerse a Finn, pero a veces oía voces y, aunque casi siempre lo asustaban, en ocasiones no ocurría así. Algunas veces pensaba que le gustaría seguirlas.

    Pero eso habría supuesto abandonar a Finn, y él nunca haría tal cosa. Saltó de la cama y se puso las zapatillas de punto. Apartó la cortina y se deslizó, más allá de donde su madre dormía, hasta llegar a la cama de Finn.

    Finn estaba despierto.

    ―¿Por qué has tardado tanto? ―murmuró―. Ven, hermanito, nos daremos calor.

    Con un gesto de contento, Dan se quitó las zapatillas y se agazapó junto a Finn que se corrió un poco para dejarle a Dan el lugar que su cuerpo había calentado.

    ―Se oyen voces ―le dijo a Finn.

    Su hermano no contestó nada. Se limitó a pasar un brazo por encima de Dan y a abrazarlo con fuerza. Las voces se debilitaban cuando estaba junto a Finn. Mientras comenzaba a quedase dormido, Dan oyó que Finn murmuraba junto a su oído:

    ―Te quiero, pequeño.

    Dan también lo quería. Cuando se quedó dormido soñó de nuevo y en sueños trataba de decir lo que las fantasmales figuras gritaban en el viento.


    Capítulo 9


    Por la tarde, después de la tormenta ―un día tan claro y espléndido que parecía casi una burla―, regresó a Paras Derval Diarmuid, príncipe de Brennin. Lo condujeron, con algunos de sus hombres, a la antecámara del soberano rey, donde se había congregado un considerable número de personas, y allí su hermano Aileron le presentó a Arturo Pendragon.


    No sucedió nada en absoluto.

    Paul Schafer, que estaba al lado de Kim, la vio palidecer cuando el príncipe entró en la habitación. Ahora, mientras el príncipe se inclinaba cortésmente ante Arturo y el Guerrero hacía un gesto de aceptación con imperturbable semblante, oyó que exhalaba un leve suspiro de alivio y murmuraba:

    ―Gracias a Dios.

    Luego intercambió una mirada con Loren que estaba en el lado opuesto de la habitación, y en el rostro del mago Paul vio el mismo alivio. Le sorprendió un poco, pero no le dio demasiada importancia.

    ―¿Creías que era el tercero? ―dijo―. ¿El tercer ángulo del triángulo?

    Ella afirmó con la cabeza, todavía pálida.

    ―Lo temía. No sé por qué. No sé por qué estaba tan segura.
    ―¿Por eso quisiste que lo esperáramos?

    Ella lo miró con sus ojos grises bajo los cabellos blancos.

    ―Así lo creía. Sabía que teníamos que esperarlo antes de emprender la cacería. Pero ahora no sé por qué razón.
    ―Porque ―dijo una voz― eres una verdadera y leal amiga y no querías que me perdiera la diversión.
    ―¡Oh, Kev! ―Se volvió y le dio un abrazo poco propio de una vidente―. ¡Te echaba de menos!
    ―Me alegro ―dijo Kevin muy contento.
    ―Yo también ―añadió Paul.
    ―Pues también me alegro ―murmuró Kevin con algo menos de alegría.

    Kim retrocedió un poco.

    ―¿Creías que no te queríamos, marinero?

    Él le dedicó una media sonrisa.

    ―En cierto modo. Y, además, ahora Dave está luchando con el deseo de cortarme en dos con su hacha.
    ―Eso no es ninguna novedad ―dijo Paul secamente.
    ―¿Por qué? ―preguntó Kim.
    ―Me acosté con la chica equivocada.
    ―No es la primera vez que lo haces ―rió Paul.
    ―Tiene gracia ―dijo Kevin―. No tenía la menor idea de que ella le gustara, y en todo caso fue ella quien vino a buscarme. Las mujeres de los dalreis son así. Disparan salvas con cualquiera que les gusta hasta que deciden casarse.
    ―¿Se lo has explicado a Dave? ―preguntó Kim; tenía ganas de tomarle el pelo, pero Kevin tenía un aire desgraciado. Decidió que debía de haber algún otro motivo.
    ―Resulta difícil explicarle esa clase de cosas a un hombre como él. Por lo menos a mí. Le pedí a Levon que lo hiciera. Ella es su hermana. ―Kevin señaló con un movimiento de cabeza a un hombre.

    Aquélla era, naturalmente, la razón.

    Se volvió hacia el apuesto y rubio jinete que estaba justo tras ellos. Había una razón para demorar la partida, pero no se trataba ni de Diarmuid ni de Kevin. La razón era aquel hombre.

    ―Ya se lo he explicado ―dijo Levon con una sonrisa―. y lo haré tantas veces como sea necesario. ―Luego su expresión se hizo grave mientras le decía a Kim―: Vidente, hace tiempo que te pregunté si podíamos hablar.

    Kim lo recordaba. Aquella mañana, antes de que el Baelrath hubiera empezado a brillar y su cabeza hubiera explotado con los gritos de Jennifer y los hubiera sacado a todos ellos de allí.

    Miró la mano. El anillo estaba latiendo; muy débilmente, pero volvía a estar vivo.

    ―Muy bien ―dijo en tono casi cortante―. Ven tú también, Paul. Kev, ¿quieres ir a buscar a Loren y a Matt?
    ―Y a Davor ―dijo Levon―. También a Diarmuid. Está al corriente.
    ―En mi habitación. Vamos. ―Salió primero, dejando que los demás la siguieran. A ella y al Baelrath.

    La llama despertará de su sueño a los reyes,
    llamados por el cuerno,
    pero, aunque respondan desde las profundidades,
    nunca podréis esclavizar
    a los que vienen cabalgando desde la Fortaleza de Owein
    guiados por un niño.


    La voz de Levon enmudeció. En el silencio, Kim se dio cuenta, molesta, de que experimentaba la misma débil sacudida paralizante que había oído dos noches antes; también provenía del este. Gwen Ystrat, decidió. Estaba sintonizando de alguna forma con los mensajes que las sacerdotisas se enviaban de aquí para allá. Era una insensatez y la alejó de su mente. Ya tenía demasiadas preocupaciones al encontrarse allí reunida con aquellos hombres en su habitación. El sueño de una mujer frustrada, pensó, incapaz de verle la gracia.

    Todos estaban expectantes. Permaneció callada y dejó que esperaran más tiempo. Al cabo de un rato fue el propio Levon quien resumió la historia; al fin y al cabo, había sido idea suya.

    ―Aprendí estos versos cuando era niño, de boca de Gereint. Los recordé la primavera pasada cuando Davor encontró el cuerno. Luego localizamos el árbol y la roca. Así supimos dónde están Owein y los Durmientes. ―A duras penas podía controlar la excitación de su voz―. Tenemos el cuerno que los llama y... adivino que el destello del Baelrath es la llama que los despierta.
    ―Parece encajar ―dijo Diarmuid, que se había quitado las botas y se había echado sobre el lecho―. La Piedra de la Guerra es un poder salvaje también, ¿no es así, Loren?

    El mago, haciendo uso del derecho que la edad le confería, se había sentado en el sillón junto a la ventana. Encendió su pipa y dio unas largas bocanadas antes de contestar.

    ―Encaja ―dijo por fin―. Pero seré honesto y os diré que no sé lo que viene luego.

    La tranquilidad de sus palabras los calmó a todos.

    ―¿Kim? ―preguntó Diarmuid asumiendo el mando desde el lugar donde yacía tumbado.

    Ella estaba dispuesta a ponérselo difícil, pero era demasiado orgullosa para portarse de un modo mezquino.

    ―No lo he visto ―murmuró―. No he visto nada de todo eso.
    ―¿Estás segura? ―le preguntó Paul Schafer desde la puerta donde estaba junto a Mart Soren―. Estabas esperando a Levon, ¿no es así?

    Era tremendamente inteligente. Era su amigo y sin embargo no había logrado borrar de ella la primera mala impresión que había recibido de Diarmuid. Kim asintió con la cabeza y sonrió para sí misma.

    ―Sentí que venía. Y adiviné de antemano lo que quería preguntar. No creo que podamos sacar conclusión alguna de todo esto.
    ―No demasiadas ―asintió Diarmuid―~ Todavía nos queda una decisión por tomar.
    ―¿A nosotros? ―dijo Kevin Laine―. El anillo es de Kim; el cuerno, de Dave. Ellos deben decidir, ¿no crees?

    Levon dijo:

    ―En realidad no son suyos. Sólo...
    ―¿Es que alguno está planeando quitárselos y usarlos? ―preguntó lacónicamente Kevin―. ¿Es que alguno tiene intención de obligarlos a hacerlo? ―continuó, centrando del todo la cuestión.

    Otro amigo, pensó Kim.

    Se oyó una torpe tosecila.

    ―Bien ―dijo Dave―, yo no voy a negarme a hacer lo que aquí se decida, peto me gustaría saber algo más acerca de lo que estamos discutiendo. Ya que he encontrado el cuerno que llama a esos... ah, Durmientes, preferiría saber quiénes son.

    Sin darse cuenta estaba mirando a Loren mientras hablaba. Todos se volvieron hacia el mago. El sol que brillaba tras él impedía verle el rostro. Por eso, cuando comenzó a hablar, su voz no parecía provenir de cuerpo alguno.

    ―Me gustaría mucho ―dijo entre la luz del sol poniente y el humo de la pipa― dar una respuesta concrea a la pregunta de Dave. Pero no puedo. Owein y la Caza Salvaje descansan desde hace muchísimos, muchísimos años. Cientos y cientos de años antes de que Iorweth viniera de allende el mar, de que los dalreis cruzaran las montañas desde el este, o incluso de que llegaran hombres a la verde Cathal procedentes del sureste. Tampoco se tenía noticia de los lios alfar cuando la Caza se transformó en los Durmientes. Brendel me contó, y antes que él Laien el Lanzaniño, que los lios sólo conocen confusas leyendas de lo que la Caza Salvaje era antes de caer en su sueño.
    ―¿Existía alguien aquí? ―murmuró Kevin.
    ―Desde luego ―contestó Loren―, puesto que alguien los encerró bajo esa roca. Dime, Levon, ¿era una roca muy grande?

    Levon asintió sin decir palabra.

    Loren esperaba.

    ―¡Los paraikos! ―dijo Diarmuid, que había sido un niño discípulo del mago. Su voz era suave y estaba llena de asombro.
    ―Los paraikos ―repitió Loren―. Los gigantes. Estaban aquí, y la Caza Salvaje cabalgó por el cielo de la noche. Era un mundo muy diferente, o por lo menos así lo cuentan las leyendas de los lios alfar. Sombríos reyes montados sobre sombríos caballos que podían cabalgar entre las estrellas y entre los mundos del Tejedor.
    ―¿Y el niño? ―preguntó esta vez Kim. Era la pregunta que la estaba corroyendo. Guiados por un niño.
    ―Desearía saberlo ―dijo Loren―. Nadie lo sabe, me temo.
    ―¿Qué más sabemos? ―preguntó con voz calma Diarmuid.
    ―Se dice ―dijo una voz profunda desde la puerta― que movieron la luna.
    ―¿Cómo? ―exclamó Levon.
    ―Así lo cuentan ―continuó Matt― en las entrañas de Banir Lok y Banir Tal. Es nuestra única leyenda sobre la Caza Salvaje. Quería tener más luz para cabalgar y por eso movieron la luna.

    Se hizo el silencio.

    ―Es verdad que aquí está más cerca ―dijo Kevin lleno de admiración―. Al llegar notamos que era más grande.
    ―Así es ―asintió Loren sobriamente―. Los cuentos pueden ser verdad. La mayoría de los cuentos de los enanos lo son.
    ―¿Cómo pudieron ser encerrados bajo la piedra? ―preguntó Paul.
    ―Esa es la cuestión más oscura ―murmuró Loren―. Los lios dicen que fue Connla, señor de los paraikos, y no es imposible que quien fabricó la Caldera de Khath Meigol y venció así casi a la muerte pudiera hacerlo.
    ―Debió de haber estallado un fuerte conflicto –dijo Levon en voz baja.
    ―Así debió de suceder ―asintió Loren―. Pero los paraikos cuentan algo muy distinto. ―Hizo una pausa; su cara estaba casi absolutamente borrada por la luz del sol―. Dicen que no hubo conflicto alguno. Que Owein y la Caza le pidieron a Connla que los encerrara, pero no cuentan por qué.

    Kim oyó un sonido, o pensó que lo había oído, como un aleteo. Miró hacia la puerta.

    Y oyó que Paul Schafer decía con una voz que parecía surgida de su corazón:

    ―Yo lo sé.

    Su expresión era lejana y distante, pero su voz se fue haciendo más clara.

    ―Perdieron al niño. El noveno. Eran ocho reyes y un niño. Cometieron un error y perdieron al niño, y apenados pidieron a los paraikos que como penitencia los encerraran bajo la piedra con las cadenas y la fórmula de liberación que quisieran.

    Se interrumpió con brusquedad y pasó una mano por delante de sus ojos. Luego se inclinó para apoyarse en el muro.

    ―¿Cómo lo sabes? ―preguntó Levon con asombro.

    Paul miró al dalrei con sus insondables y casi inhumanos ojos.

    ―Sé un poco acerca de los que han muerto a medias ―dijo.

    Nadie se atrevía a romper el silencio. Esperaban las palabras de Paul. Por fin dijo con un tono muy parecido al habitual:

    ―Lo siento... Me ha cogido desprevenido y me he sentido arrastrado. Levon, yo...

    El dalrei sacudió la cabeza.

    ―No importa. De verdad. Sé que es un prodigio, no un don, aunque merecido. Me alegro infinitamente de que estés entre nosotros, pero no te envidio.

    Lo cual, pensó Kim, era muy comprensible.

    ―¿Hay algo más, Paul? ―le dijo―. ¿Debemos despertarlos?

    El la miró, cada vez más concentrado en sí mismo. Parecía como si un terremoto hubiera sacudido la habitación. O un trueno gigantesco.

    ―No hay nada más ―dijo―, si es que quieres saber si sé algo más. Pero, por si te sirve de algo, te diré que antes de que abandonáramos la otra habitación vi algo.

    Desde luego era muy inteligente, pensó ella. Pero él se calló y dejó que fuera ella quien hablara.

    ―No te equivocas nunca, ¿verdad? ―murmuro.

    Él no replicó. Ella suspiró y continuó diciendo:

    ―Es cierto. El Baelrath brilló por un momento cuando Levon se acercó a mí. En el momento en que comprendí para qué había venido. Debo decíroslo, como Paul ha dicho ya, por si os sirve de algo.
    ―Naturalmente que nos sirve para algo ―dijo Levon con la mayor seriedad―. Es lo que he estado diciendo: ¿por qué si no nos han entregado el cuerno y mostrado la caverna? ¿Para qué otra cosa sino para despertarlos? Y además ahora la piedra nos lo está diciendo.
    ―De poder salvaje a poder salvaje ―murmuró Loren―. Deben de estar llamándose uno a otro, Levon, pero no por algo que nos conciema a nosotros. Se trata del poder más salvaje. Ya lo dice el verso: nunca podremos esclavizarlos. Owein y la Caza fueron lo bastante poderosos para mover la luna y lo bastante caprichosos para hacerlo para su propio placer. No pensemos que van a servirnos con docilidad y que luego van a marcharse con docilidad.

    Otro silencio. Algo estaba importunando a Kim en su subconsciente, algo que sabía que podía recordar, pero este tipo de cosas se habían hecho últimamente en ella crónicas, y no podía forzar el pensamiento.

    Para sorpresa de todos, fue Dave quien rompió el silencio. Con torpeza, como siempre le ocurría en tales situaciones, dijo:

    ―A lo mejor es una estupidez, no lo sé..., pero se me ocurre que sí algo está llamando al anillo de Kim, es quizá porque Owein está preparado para ser liberado y por eso han puesto a nuestro alcance los medios para hacerlo. ¿Tenemos el derecho de negarnos a hacerlo, aunque no sepamos con seguridad lo que harán una vez libres? Quiero decir si no nos estamos convirtiendo así en sus carceleros o en algo parecido.

    Loren Manto de Plata se levantó como movido por un resorte. Al alejarse de la luz todos vieron que sus ojos estaban fijos en Dave.

    ―Lo que has dicho ―afirmó el mago― está muy lejos de ser una estupidez. Es la mayor verdad que se ha dicho en esta habitación.

    Dave se sonrojó mientras el mago continuaba hablando:

    ―Está escrito en la verdadera naturaleza de las cosas, en la profunda esencia del Tapiz: el poder salvaje debe ser libre, sirva o no a nuestros propósitos.
    ―Entonces, ¿lo haremos? ―dijo Kevin dirigiéndose a Kím.

    Al final, igual que al principio, la responsabilidad recaía sobre ella porque era quien llevaba el anillo. Algo la estaba importunando todavía, pero todos esperaban su respuesta y Dave había dado en lo cierto. Lo sabía perfectamente.

    ―Muy bien ―dijo y a sus palabras el Baelrath brilló como un faro con rojo anhelo.
    ―¿Cuándo? ―preguntó Paul.

    Todos se habían puesto en pie iluminados por la luz matizada.

    ―Ahora mismo, claro ―dijo Diarmuid―. Esta misma noche. Es mejor que nos apresuremos, pues deberemos cabalgar sobre la nieve.

    Habían dejado atrás a Loren y a Matt y habían avisado al otro dalrei, Torc, y a Kell, el lugarteniente de Diarmuid.

    El mago se había quedado atrás por voluntad propia, para poner al corriente a los dos reyes de lo que estaba sucediendo. Torc ―Kevin lo comprendía muy bien― estaba presente cuando encontraron el cuerno y la caverna; le correspondía un lugar en aquel tejido. Kevin no iba a cuestionarIo, viendo que en realidad era él quien no pintaba nada. Kell estaba con Diarmuid sencillamente porque siempre lo estaba.

    Kevin cabalgaba junto a Paul desde la salida, mientras Diarmuid los conducía hacia el noreste a través de un hermoso valle. Era curioso, pero parecía que el frío se había suavizado y que el viento era menos crudo. Desde la cumbre de unas colinas vieron un lago pequeño, como una joya, rodeado de blancas laderas; y el agua del lago no estaba helada.

    ―¿Crees que será porque está protegido del viento? ―le preguntó a Paul.
    ―Más que eso. Es el lago de Ysanne, donde habita el espíritu de las aguas. El que Kim vio.
    ―¿Crees que es por eso?
    ―Quizá.

    Paul tenía un aire ausente. Había refrenado la marcha de su caballo y estaba contemplando una pequeña cabaña que había junto al lago. Iban rodeándolo, cabalgando sobre un alto repecho, pero aun así Kevin pudo distinguir a dos muchachos que se acercaban a ver el paso de los jinetes. Impulsivamente Kevin los saludó con la mano y el chico mayor correspondió al saludo. Le pareció que se inclinaba y que le decía algo a su hermano, y al cabo de un momento también el más pequeño lo saludó.

    Kevin sonrió y se volvió hacia Paul para decirle algo, pero lo que vio en el rígido rostro de Paul heló su sonrisa. Poco después reanudaron la marcha y se dieron prisa por alcanzar a los demás. Paul iba callado, con la cara ceñuda y crispada. No dio ninguna explicación, y esta vez Kevin no le preguntó nada. No estaba seguro de poder aguantar otro rechazo.

    Alcanzó a Kell y cabalgó a su lado el resto del camino. Hacía más frío a medida que se acercaban al lado norte del valle y ya era de noche cuando atravesaron la carretera principal del Rhoden a la Fortaleza del Norte. Llevaba una antorcha, cosa que, según parecía, últimamente le había tocado en suerte. Sin embargo, la luz que los iluminaba, más que de la luna que se levantaba entre las nubes a la derecha, provenía de la luz roja del anillo de Kim. De poder salvaje a poder salvaje, recordó Kevin.

    Y así, conducidos por el Baelrath, llegaron por fin al Bosque de Pendaran. Había allí poderes que los vigilaban, llamados por la presencia y por el poder del anillo. Y había otros poderes por encima de ésos: la diosa cuyo regalo había sobrepasado sus intenciones, y su hermano, dios de las bestias y del bosque. Por encima de ellos esperaba Mornir y también Dana sabía por qué brillaba el anillo. Muy lejos, en el norte, en su sede entre el Hielo, el Desenmarañador prestó atención y se asombró, aunque sin saber demasiado bien de qué y por qué.

    Y lejos, lejos, muy por encima de él, fuera del tiempo, la lanzadera del Telar del Mundo aminoró la marcha hasta detenerse, y el Tejedor también miró para ver cómo tendría que continuar el Tapiz.

    Kimberly avanzó hacia el lindero de Pendaran, conducida por la llama de su mano. Todos esperaban tras ella, silenciosos y asustados. Avanzó sin titubeos, como si ya lo hubiera hecho antes, hasta el lugar donde un gigantesco árbol había sido hendido por el rayo hacia tanto tiempo que ni siquiera los lios affar tenían conocimiento de aquella tormenta. Se detuvo en la horcadura del árbol; un salvaje poder ardía en su mano, y un poder más salvaje estaba dormido detrás de la roca que Connla de los paraikos había colocado allí; y ahora, en el preciso momento de actuar, no sentía pavor en su corazón, ni tampoco asombro. Estaba sintonizada con aquello, con el poder salvaje, con el poder ancestral, que era muy grande. Esperó a que la luna asomara entre un jirón de nubes. Sobre su cabeza había estrellas, estrellas de verano que brillaban sobre la nieve. El Baelrath brillaba más que ninguna de ellas, más que la luna que la Caza había movido mucho tiempo atrás. Exhaló un suspiro y sintió que el corazón de las cosas penetraba a través de ella. Levantó la mano para que el Baelrath pudiera brillar a través del árbol tronchado, y dijo:

    ―¡Owein, despierta! Tienes que cabalgar en la noche. ¿No te despertarás para cazar entre las estrellas?

    Todos cerraron los ojos ante el latido rojo que desencadenaron esas palabras. Oyeron ruidos como de cadenas que cayeran y luego el silencio.

    ―Está bien ―dijo Kim―. Ven, Dave. Te ha llegado el turno.

    Abrieron los ojos y vieron la entrada de una cueva en el lugar donde había estado la roca de Connla, y la luz de la luna iluminaba la yerba ante la cueva. El Baelrath había enmudecido. Todavía brillaba un poco; su color rojo destacaba en la nieve, pero ya no llameaba.

    A la luz de la luna, plateada y familiar, vieron que Dave avanzaba a grandes zancadas, con más gracia de la que él mismo podía suponer, hasta Kim; luego, mientras ella retrocedía unos pasos, se detuvo solo junto a la horcadura del árbol.

    ―El fuego los despierta ―le oyeron decir a Kim―. El cuerno los llama, Dave. Debes liberarlos.

    Sin decir palabra el hombretón echó hacia atrás la cabeza y abrió las piernas para guardar el equilibrio sobre la nieve. Luego, levantando el Cuerno de Owein de modo que brillara bajo la luna, lo llevó a sus labios y, soplando con toda la fuerza de sus pulmones, emitió largamente el sonido de la Luz.

    Ninguno de los hombres que allí estaban, ni tampoco la mujer, olvidaron en toda su vida aquel sonido. Era de noche, y por tanto el sonido que oyeron fue el de la luz que caía desde las estrellas y la luna sobre la nieve junto al lindero del bosque. Se expandía por todas partes, mientras Dave lanzaba las notas para que cielo y tierra desafiaran a la Oscuridad. Sopló una y otra vez, hasta el punto de que parecía que sus pulmones iban a estallar, sus piernas a doblarse y su corazón a romperse por obra de la enorme fragilidad de la belleza que le había sido otorgada.

    Cuando el sonido cesó, el mundo era un lugar diferente, todos los mundos lo eran, y las manos del Tejedor se movieron para utilizar de nuevo una trama largo tiempo abandonada en el tejido del Tapiz.

    Ante la caverna aparecieron entre sombras siete figuras, cada una de las cuales llevaba una corona y montaba un fantasmal caballo; su contorno era borroso, como sí las ocultara el humo.

    Entonces los siete reyes le abrieron paso al octavo y en La cueva de los Durmientes apareció Owein, que había permanecido dormido tanto tiempo. Y en tanto que los reyes y sus fantasmales caballos eran de color gris oscuro, Owein era de un luminoso color gris, casi plata, y su caballo era negro; era más alto que los demás y su corona más brillante. Había piedras rojas, del color del Baelrath, en su corona y en la empuñadura de su espada.

    Avanzó delante de los siete reyes, y su caballo al caminar no rozaba la tierra, como tampoco los grises caballos de los reyes. Y Owein levantó la espada en señal de saludo ante Dave y luego ante Kim que llevaba el fuego. Luego alzó la vista por encima de ellos y examinó escrutadoramente a todo el grupo. Poco después vieron que su frente se oscurecía y el enorme caballo negro se alzó sobre las patas traseras mientras Owein gritaba con una voz que era la voz de los vientos de tempestad:

    ―¿Dónde está el niño?

    Los caballos grises se alzaron también sobre las patas y los reyes levantaron sus voces y gritaron:

    ―¡El niño, el niño!

    Sus voces eran como el gemido del viento; toda la compañía estaba aterrada.

    Fue Kimberly quien se atrevió a hablar aunque en su interior se estaba llamando insensata: aquello, aquello era lo que había estado tratando de recordar durante toda la tarde y durante el camino hacia aquel lugar encantado.

    ―Owein ―dijo―, hemos venido a liberarte. No sabíamos qué otra cosa necesitabas.

    Él espoleó el caballo y con un grito lo hizo encabritarse por encima de ella; el caballo enseñó los dientes y sacudió sus pezuñas junto a su cabeza. Ella cayó al suelo. El se inclinó sobre ella, colérico y enloquecido, y gritó de nuevo:

    ―¿Dónde está el niño?

    Y de nuevo el mundo comenzó a girar. Giraba a una velocidad que ninguno de ellos, ni los mortales, ni los poderes del bosque, ni los dioses que observaban la escena, habían podido predecir.

    Desde el margen del bosque, no muy lejos, una figura avanzaba con lentitud.

    ―No la asustes. Aquí estoy ―dijo Finn.

    Y así comenzó a recorrer el Camino Más Largo.

    Desde que se había levantado por la mañana después de la tormenta había estado inquieto. El corazón le había empezado a latir aceleradamente y tenía las palmas de las manos húmedas. Se preguntaba si estaría enfermo.

    Intranquilo, le puso a Dan las botas, el abrigo y el gorro que su madre había tejido con lana azul del mismo color que sus ojos. Luego llevó a su hermano a dar un paseo por el bosque en torno al lago.

    Había nieve por todas partes, blanda y limpia, colgando de las ramas de los árboles y apilada en los senderos. A Dan le gustaba mucho. Finn lo cogió en brazos y el pequeño sacudía la nieve de las ramas que podía alcanzar. Reía con alegría y Finn lo levantaba una y otra vez para que lo repitiera. Por lo general la risa de Dan le alegraba el ánimo, pero no aquella mañana. Estaba demasiado inquieto. Quizás era por el recuerdo de la pasada noche: Dan parecía haber olvidado las voces que lo llamaban, pero Finn no podía. Ocurría cada vez más a menudo. La primera vez se lo había dicho a su madre. Ella se había puesto a temblar, había empalidecido y se había pasado toda la noche llorando. No le había vuelto a contar nunca más, las otras muchas veces que Dan había acudido a su cama y le había susurrado:

    ―Oigo voces.

    A grandes zancadas se internó con Dan en el bosquecillo, más lejos de donde solían ir, cerca del lugar donde los árboles empezaban a espesarse y se confundían con los del bosque de Mórnir. Comenzaba a sentir frío y sabía que se estaba alejando del valle. Se preguntaba si las voces de Dan serían más sonoras y tentadoras lejos del lago.

    Dieron la vuelta. Comenzó a juguetear con su hermano, empujándolo por los montones de nieve y enterrándolo en ella. Dan ya no era tan ligero como antes. Pero sus gritos de alegría eran todavía los de un niño y se contagiaban; a pesar de todo, Finn comenzó a sentírse contento.

    Había caído rodando a una buena distancia del sendero y se encontraron en un lugar desconocido. Entre la espesa capa de nieve que cubría el suelo del bosque, Finn distinguió una llamarada de color; cogió a Dan de la mano y avanzaron entre la nieve.

    En un pequeño pedazo de increíble yerba verde crecían una veintena de flores. Mirando hacia arriba, Finn vio un claro por donde se colaba el sol entre los árboles. Al observar las flores vio que todas eran de especies conocidas ―narcisos y corandieles―, excepto una. Dan y él habían encontrado en otras ocasiones flores parecidas y las habían cogido para llevárselas a Vae, pero nunca habían encontrado tantas. Y Dan se dispuso a cogerlas porque sabía cuánto le gustaban a su madre los regalos.

    ―No cojas aquélla ―le dijo Finn―. Déjala.

    No sabia muy bien por qué, pero algo le decía que no la debían coger, y Dan siempre le obedecía. Cogieron un ramillete de corandieles con algunos narcisos y volvieron a casa. Vae puso las flores en un jarrón y acostó a Dan para que durmiera la siesta.

    En el bosque, en aquel lugar desconocido, habían dejado sin coger una flor de color azul verdoso y en el centro roja como la sangre.

    Todavía se sentía intranquilo, cada vez más. Por la tarde volvió a salir de paseo, esta vez hacia el lago. Las grises aguas chocaban contra la lisa roca en que siempre se sentaban. Las aguas del lago estaban frías, pero no heladas. Sabía que los otros lagos si estaban helados. Pero éste era un lago protegido. Le gustaba pensar que la historia que le había contado a Dan era cierta: la madre de Dan los protegía. Recordaba que le había parecido una reina, incluso en medio del dolor. Después de que Dan hubiera nacido y hubieran venido a llevársela, les había ordenado que la pusieran un momento en tierra junto a Finn. Nunca lo olvidaría. Le había acariciado el pelo con sus largos dedos y luego, acercando su cabeza a la de él para que nadie pudiera oírla, le había susurrado:

    ―Cuidalo en mi nombre. Tanto tiempo como puedas.

    Tanto tiempo como puedas. Y en ese instante, como si hubiera estado esperando el momento más inoportuno, Leila apareció en sus pensamientos.

    «¿Qué quieres?», le transmitió él, mostrándole que estaba irritado. Al principio, después del último ta’kiena, cuando se dieron cuenta de que podían comunicarse así, lo habían considerado un verdadero placer que les permitía ponerse en contacto sin palabras a cualquier distancia. Pero después Leila había cambiado. Tenía que ser así, Finn lo sabía, pues se había convertido de niña en mujer; pero a pesar de comprenderlo no se encontraba cómodo con las imágenes que ella le enviaba desde el templo. Le quitaban el sueño; y parecía casi que Leila se divirtiera al hacerlo. Era más joven que él, más de un año, pero jamás se había sentido él mayor que Leila.

    Lo único que podía hacer era mostrarle que estaba de mal humor, y no responderle si comenzaba a enviarle mensajes de una intimidad mayor a la que él podía soportar. Cuando él reaccionaba así, al poco rato ella se marchaba. Y entonces él se arrepentía.

    Aquel día estaba de pésimo humor, por tanto cuando se dio cuenta de su presencia le envió una pregunta áspera y poco amable.

    «¿Lo sientes?», preguntó Leila, y él sintió que su corazón daba un brinco porque por primera vez la notaba asustada.

    El miedo en los demás lo hacía sentirse más fuerte para así tranquilizarlos. Le transmitió: «Estoy un poco desasosegado. ¿Qué ocurre?»

    Y en ese momento su vida empezó a acabar. Leila, en efecto, le transmitió: «Oh, Finn, Finn, Finn»; y con el mensaje una imagen.

    La del ta’kiena sobre el césped, cuando ella lo había escogido a él.

    Así pues, se trataba de eso. Por un momento se acobardó y no pudo impedir que ella lo notara, pero el momento pasó. Al contemplar el lago, exhaló un profundo suspiro y se dio cuenta de que el desasosiego había desaparecido. Se sentía muy tranquilo. Había dispuesto de mucho tiempo para aceptar su destino y lo había estado aguardando durante mucho tiempo.

    «Está bien», le transmitió a Leila, sorprendido al comprobar que ella estaba llorando. «Sabíamos que tenía que ocurrir tarde o temprano.»

    «No estoy preparada», le dijo mentalmente Leila.

    Tenía cierta gracia: a ella no se le exigía que hiciera nada. Y siguió diciendo: «No estoy preparada para decirte adiós, Finn. Me sentiré muy sola cuando te marches.»

    «Encontrarás compañía en el santuario.»

    No hubo respuesta alguna. Supuso que no le había llegado el mensaje o que no lo había entendido. No podía ayudarla. Además había alguien que lo iba a echar mucho más en falta.

    «Leila», le transmitió, «cuida de Darien».

    «Cómo», le susurró ella.

    «No lo sé. Pero va a sentirse muy asustado cuando me haya marchado, y... oye voces durante las tormentas, Leila.»

    Ella permaneció en silencio. El sol se escondió tras una nube y el viento arreció. Había llegado la hora de marcharse. No sabia cómo lo sabia ni tampoco adónde tenía que ir, pero había llegado la hora y debía marchar hacia su destino.

    «Adiós», le transmitió.

    «Que el Tejedor proteja tu luz», oyó que le decía ella mentalmente.

    Y desapareció. Al regresar a la cabaña, tenía una ligera intuición de adónde debía ir, pues sabía que era difícil que se cumpliera el deseo que ella le había expresado.

    Hacía tiempo que había decidido no decirle nada a su madre cuando llegara la hora. Seria para ella un golpe terrible, y no había ninguna necesidad de que ambos tuvieran que pasar por semejante trance. Al llegar a casa la besó en la mejilla mientras ella tejía junto al fuego.

    Ella le sonrió.

    ―Estoy tejiendo otra chaqueta para ti, que no dejas de crecer, hijo. Es de color marrón para que haga juégo con tus cabellos.
    ―Gracias ―le dijo él.

    Tenía un nudo en la garganta. Ella era muy frágil y se iba a encontrar muy sola, con el padre lejos, en la guerra. Pero, ¿qué podía hacer él?; ¿quién era él para negarse a cargar con lo que el destino le había deparado? Eran tiempos tenebrosos, quizá los más tenebrosos de todos. Había sido elegido. Sus piernas caminarían solas si el corazón y el coraje le fallaban. Sabia que era mejor tener el corazón y el alma dispuestos, así el sacrificio tendría más valor. Estaba empezando a conocer un montón de cosas insospechadas. Estaba listo para el viaje.

    ―¿Dónde está Dan? ―preguntó, aunque era una pregunta bien tonta―. ¿Puedo despertarlo?

    Vae sonrió con indulgencia.

    ―¿Es que quieres jugar con él? Hazlo, supongo que ya ha dormido bastante.
    ―No estoy dormido ―se oyó la voz somnolienta de Dan detrás de las cortinas―. Te he oído llegar.

    Finn sabia que ahora venía lo más difícil. No podía llorar. Tenía que dejarle a Dan una imagen clara e imborrable de fortaleza de ánimo.

    Corrió las cortinas y se encontró ante los ojos adormecidos de su hermano.

    ―Ven ―le dijo―. Vístete deprisa y ven a dibujar sobre la nieve.
    ―¿Una flor? ―preguntó Dan―. ¿Como la que vimos?
    ―Como la que vimos.

    Estuvieron fuera un buen rato. Una parte de él le gritaba en su interior que no era bastante, que necesitaba más. Dan necesitaba más. Pero ya estaban allí los jinetes, ocho, y la parte de él que ya había emprendido el viaje supo que aquello era el principio y que incluso el número era el adecuado.

    Mientras los miraba, con Dan cogido con fuerza a su mano, uno de los jinetes levantó la mano y lo saludó. Muy despacio, Finn alzó su mano libre en señal de respuesta. Dan lo miraba con la incertidumbre reflejada en su rostro. Finn se arrodilló junto a él.

    ―Saluda, pequeño. Son hombres del soberano rey y nos están saludando.

    Con timidez, Dan levantó la enguantada mano en un intento de saludo. Por un momento, Finn tuvo que desviar la vista.

    Luego pausadamente le dijo a su hermano, que era toda su alegría:

    ―Quiero correr tras ellos y alcanzarlos, pequeño. Tengo que preguntarles algo. Espera aquí e intenta dibujar la flor tú solito.

    Se levantó y se alejó de su hermano para que no pudiera ver las lágrimas que le corrían por el rostro. Ni siquiera pudo decirle te quiero, pues Dan era lo bastante mayor para notar que algo no marchaba bien. Sin embargo, se lo había dicho muy a menudo, pues el amor había sido de suma importancia. Seguramente se lo había dicho las veces suficientes, dado el corto tiempo de que había dispuesto. ¿Se lo habría dicho las veces suficientes?

    Cuando un poco más tarde Vae miró hacia afuera vio que su hijo mayor se había marchado. Dan, en tanto, había hecho algo maravilloso: había trazado él solo sobre la nieve una flor perfecta.

    Ella tenía mucho valor y sabia lo que había sucedido. Intentó desahogarse llorando antes de salir al patio para decirle al niño lo maravillosa que era su flor y que era hora de entrar para comer.

    Pero se sintió desfallecer al ver que Dan, moviéndose en silencio en la nieve, trazaba hábilmente la flor con una delgada rama, mientras en la oscuridad creciente las lágrimas no dejaban de correrle por las mejillas.

    Los siguió en el crepúsculo, y luego a la luz de la luna y de las antorchas. Al principio incluso les tomó ventaja atajando a través del valle, mientras ellos subían por los riscos más altos. Cuando lo hubieran adelantado y la luz de las antorchas y de la llama roja quedaron a su derecha, no se apresuró; se limitó a seguirlos de cerca. De algún modo estaba seguro de que no hubiera podido rezagarse, aunque hubieran aumentado la velocidad. Había comenzado el viaje. Había llegado el día, la noche y muy pronto llegaría la hora.

    Por fin había llegado el día, la noche, la hora. No sentía miedo; a medida que se alejaba más y más de la cabaña también se desvanecía el dolor. Estaba atravesando el círculo de los hombres hacia otro lugar diferente. Sólo haciendo un esfuerzo, mientras se acercaban al bosque, se acordó de rogarle al Tejedor que anudara bien en el Telar el hilo de la mujer, llamada Vae, y del niño, llamado Darien. Lo hizo con esfuerzo, y luego sintió que el suyo era cortado mientras el fuego resplandecía, sonaba el cuerno y veía y reconocía a los reyes.

    Oyó que Owein gritaba preguntando por él:

    ―¿Dónde estd el niño?

    Vio que la mujer que llevaba la llama caía ante las pezuñas de Cargail. Recordaba la voz de Owein y sabía que su tono era amedrentador e intranquilizador. Habían estado durmiendo durante muchísimo tiempo en la cueva. ¿Quién los conduciría de nuevo al cielo iluminado por las estrellas?

    ¿Quién lo haría por fin?

    ―No la asustes ―dijo―. Aquí estoy.

    Avanzó desde los árboles, pasó de largo junto a Owein y se detuvo en el circulo que formaban los siete reyes montados sobre sus caballos. Oyó que gritaban de alegría y que comenzaban a corear el canto de Connla que con el paso del tiempo se había convertido en el ta’kiena, un juego infantil. Sintió que su cuerpo y sus ojos estaban cambiando. Sabia que parecía como de humo. Volviéndose hacia la caverna, dijo con una voz que sabía sonaba como el viento:

    ―Iselen.

    Y vio que salía su blanco caballo. Montó sobre él y sin una mirada atrás condujo a Owein y a la caza hasta el cielo.

    Todo había convergido, pensó Paul, sintiendo que interiormente se desgarraba por el resplandor y el dolor. Los dos cantos habían convergido: el del juego infantil y el de Owein. Miró a su alrededor y vio a la luz de la luna que Kim todavía permanecía de rodillas sobre la nieve; se adelantó hacia ella y, arrodillándose, la estrechó contra su pecho.

    ―Era sólo un niño ―sollozaba―. ¿Por qué tengo que ser yo la causa de tanto dolor?
    ―No has sido tú ―murmuró él acariciándole los blancos cabellos―. Hace tiempo que había sido llamado. No podíamos saberlo.
    ―Yo habría debido saberlo. Tenía que haber un niño. Lo decía la cancion.

    Él no dejaba de acariciarle el pelo.

    ―Oh, Kim, podemos echarnos la culpa en justicia de muchas cosas. Pero no de las que no son justas. No creo que estemos destinados a conocer.

    ¿Qué voluntad capaz de premeditar con tanta anticipación en la sucesión de todos los años, pensó Paul, había sido lo bastante clarividente para determinar lo que había sucedido esa noche? En voz baja dijo para expresar tal pensamiento:

    Cuando el fuego errante
    rompa el corazón de piedra,
    ¿me seguirás?
    ¿Abandonarás tu casa?
    ¿Dejarás tu vida?
    ¿Seguirás el Camino Más Largo?


    El ta’kiena había ido degenerando a lo largo de los años. No se trataba de cuatro niños distintos para cuatro destinos distintos. El fuego errante era el anillo que Kim llevaba. La piedra era la roca que se había hecho pedazos. Y todas las preguntas conducían al Camino que ahora había emprendido Finn.

    Kim levantó el rostro y lo miró con unos ojos grises que parecían los suyos.

    ―¿Y tú? ―le preguntó―. ¿Te sientes bien?

    Ante otro hubiera podido disimular, pero en cierto modo ella era como él, estaba tan aislada como él, aunque por distinto motivo.

    ―No ―dijo Paul―. Me siento tan asustado que podría echarme a llorar.

    Ella lo vio claramente en sus ojos. Paul vio que la expresión de ella cambiaba y reflejaba la suya.

    ―Oh ―dijo ella―. ¡Darien!

    De regreso a casa incluso Diarmuid iba silencioso. El cielo se había despejado y la luna, casi llena, era muy brillante y estaba ya muy alta. No necesitaban la luz de las antorchas. Kevin cabalgaba junto a Kim con Paul al otro lado.

    Al mirarla a ella y luego a Paul, Kevin sentía que la sensación de agravio que había sentido se desvanecía. Era cierto que tenía poco papel en todo aquel asunto, desde luego mucho menos que sus conturbados y afligidos amigos, pero tampoco tenía que soportar lo que era evidente que ellos estaban soportando. El anillo de Kim no era simplemente un regalo resplandeciente y luminoso. No debía de haber sido nada fácil precipitar el destino de aquel muchacho. ¿Cómo un niño de carne y hueso podía haberse transformado, ante sus propios ojos, en algo así como la niebla, tan evanescente como para ascender a los cielos y desaparecer entre las estrellas? Intuía que tenía que ver con los cantos, con los dos cantos que había convergido. Y no estaba seguro de querer averiguar más.

    Sin embargo, Paul no podía hacer esa elección. Él sabia más, no podía ocultarlo; de ahí su tensión y su lucha interior. No, decidió Kevin, no les envidiaba sus palabras, ni lamentaba su propia insignificancia en lo que había sucedido.

    El viento soplaba detrás de ellos, lo cual hacía la marcha más fácil, y, a medida que se acercaban al valle en torno al lago, se hacía menos violento y menos frío.

    De nuevo rodearon la granja, desandando el camino. Al mirar hacia abajo vio que aunque era muy tarde había todavía luz en las ventanas, y luego oyó que Paul lo llamaba.

    Ambos se detuvieron a un lado del camino. Los demás siguieron adelante y desaparecieron tras un recodo en la ladera de la colina.

    Se miraron uno al otro un instante, y luego Paul dijo:

    ―Debería habértelo dicho antes. El hijo de Jennifer vive ahí abajo. Es el pequeño al que vimos antes. Su hermano mayor... por decirlo así.., es el muchacho al que vimos marcharse con la Caza.

    Kevin intentó controlar su voz.

    ―¿Qué sabemos acerca del niño?
    ―Muy poco. Crece muy deprisa. Como todos los andains, según dice Jaelle. Todavía no ha dado señal de... mnguna tendencia ―suspiró y siguió diciendo―: Finn, el mayor, lo vigilaba, y también las sacerdotisas a través de una muchacha que estaba sintonizada con Finn. Ahora él se ha marchado y la madre está sola. Será una mala noche.

    Kevin asintió.

    ―¿Vas a ir? ―le preguntó.
    ―Creo que debo hacerlo. Pero necesito que digas una mentira. Di que he ido al Bosque de Mórnir, al Árbol, por razones personales. Puedes decirle la verdad a Jaelle y a Jennifer; en realidad más vale que lo hagas, pues ya deben de haberse enterado por la muchacha de la marcha de Finn.
    ―¿No vas a venir, pues, hacia el este? ¿A la cacería?

    Paul sacudió la cabeza.

    ―Es mejor que me quede aquí. No sé qué puedo hacer, pero es mejor que me quede.

    Kevin permaneció un momento silencioso. Luego dijo:

    ―Debería decirte que tengas cuidado, pero me temo que eso no sirva de mucho en estos andurriales.
    ―No ―asintió Paul―, pero lo intentare.

    Se miraron de nuevo.

    ―Haré todo lo que me has encargado ―dijo Kevin; luego añadió, como si dudara―: Gracias por habérmelo dicho.

    Paul esbozó una ligera sonrisa. Después dijo:

    ―¿A quién si no iba a decírselo?

    Luego, enderezándose sobre las sillas, los dos hombres se abrazaron.

    ―¡Adiós, amigo! ―dijo Kevin y volviendo grupas picó espuelas y desapareció en el recodo.

    Paul lo vio alejarse. Permaneció un buen rato contemplando inmóvil el sendero y la curva por donde había desaparecido Kevin. El camino no sólo trazaba ahora una curva, sino que se bifurcaba de forma repentina. Se preguntó cuándo volvería a ver a sus amigos. Gwen Ystrat estaba lejos. Entre otras cosas, allí podía estar Galadan. Galadan, a quien había jurado matar cuando se encontraran por tercera vez. Si es que se encontraban.

    Sin embargo, ahora tenía otra misión, menos amenazadora, pero no por eso menos oscura. Sus pensamientos pasaron de Kevin y del señor de los andains, a otro que también era un andain y que podía llegar a ser mas grande que su señor, para bien o para mal.

    Descendió con cuidado la pendiente y dio una vuelta en tomo a la granja a la luz de la luna y del resplandor de la ventana; encontró un sendero que llevaba hasta la puerta.

    Pero había algo cerrando el paso.

    Cualquiera en su lugar se habría quedado paralizado por el terror, pero Paul sintió algo distinto, aunque igualmente intenso. ¿Cuántas veces ha de retorcerse el corazón de dolor esta noche?, pensó. Mientras así pensaba desmontó del caballo y se encontró frente a frente en el camino con el perro gris.

    Había pasado más de un año, pero a la luz de la luna pudo distinguir las cicatrices. Las cicatrices recibidas junto al Arbol del Verano, mientras Paul yacía atado e indefenso ante Galadan, que había venido a reclamar su vida. Y esa vida le había sido negada por el perro que ahora se erguía en el camino que llevaba a la casa de Darien.

    Paul sintió un nudo en la garganta. Dio unos pasos.

    ―¡Bendita sea la hora! ―exclamó mientras caía de rodillas sobre la nieve.

    Por un momento vaciló, pero luego el enorme perro avanzó hacia él y permitió que le pusiera los brazos en torno al cuello. De su garganta surgió un leve gruñido que Paul interpretó como un saludo de igual a igual.

    Se echó hacia atrás para mirarlo. Los ojos eran los mismos que los que él había visto la primera vez, sobre el muro, pero ahora él era su igual; su corazón se había ahondado lo suficiente para poder absorber aquel dolor, y además vio en ellos algo más.

    ―Has estado protegiéndolo ―le dijo―. Debería haberme imaginado que lo harías.

    De nuevo el perro gruñó junto a su pecho, pero fue en el brillo de sus ojos donde Paul leyó otra cosa. Asintió con la cabeza.

    ―Debes marcharte ―le dijo―. Tu puesto está en la partida de caza. Ha sido más que el puro azar lo que me ha traído hasta aquí. Me quedaré aquí esta noche y me las arreglaré con lo que venga mañana.

    Poco después el perro volvió a erguirse ante él; luego, con otro gruñido, se apartó dejando libre el camino hacia la casa. Mientras el perro se alejaba, Paul observó de nuevo sus cicatrices y su corazón se entristeció.

    Se dio la vuelta. El perro había hecho lo mismo. Recordó su último adiós y el aullido que había surgido de lo más profundo del corazón del Bosque de Mórnir.

    ―¿Qué puedo decirte? ―le dijo―. He jurado matar al lobo la próxima vez que nos encontremos.

    El perro levantó la cabeza.

    Paul murmuró:

    ―Quizá sea una promesa temeraria, pero si muero, ¿quién me lo echará en cara? Tú lo ahuyentaste una vez. Ahora me toca a mí matarlo, si es que puedo.

    El perro, que era el Camarada en cada uno de los mundos, regresó al lugar donde él permanecía todavía agachado y le lamió cariñosamente la cara antes de alejarse de nuevo.

    Paul, a quien la incapacidad de llorar lo había llevado al Arbol del Verano, estaba ahora llorando.

    ―¡Adiós! ―le dijo en voz muy baja―. ¡Que tengas suerte! Todavía quedan esperanzas; incluso para ti. La mañana nos traerá luz.

    Vio cómo el perro ascendía la pendiente por donde él había bajado y desaparecía en el recodo por donde había desaparecido Kevin.

    Por fin se levantó y, cogiendo las riendas del caballo, abrió la cancilla y se dirigió hacia el establo. Dejó el caballo junto a un pesebre vacio.

    Cerró el establo y también la cancilla, y caminó por el patio hacia la puerta de atrás de la cabaña; llegó al porche. Antes de llamar miró hacia el cielo: las estrellas, la luna y algunos jirones de nubes empujados por el viento hacia el sur. No se veía nada más. Pero sabía que allá arriba cabalgaban nueve jinetes. Ocho eran reyes, pero el noveno, sobre un caballo blanco, era sólo un niño.

    Llamó a la puerta y para no asustar a la mujer dijo con voz suave:

    ―Soy un amigo. Seguro que me reconocerás.

    Ante su sorpresa, ella abrió esta vez muy rápidamente. Sus ojos estaban hundidos. Se arrebujó entre las ropas.

    ―Sabía que alguien vendría. Por eso dejé la luz.
    ―Gracias ―dijo Paul.
    ―Entra. Por fin se ha dormido. Por favor, no hagas ruido.

    Paul entró. Ella se acercó para ayudarlo a quitarse el abrigo y se dio cuenta entonces de que no llevaba ninguno. Sus ojos se abrieron mucho.

    ―Tengo ciertos poderes ―explicó él―. Si me lo permites, creo que debería quedarme a pasar la noche.
    ―Así pues, ¿él se ha ido? ―Su voz parecía estar más allá de las lágrimas. En cierto modo, era mucho peor.

    Paul asintió con la cabeza.

    ―¿Qué puedo decirte? ¿Quieres saberlo?

    Era valiente; quería saberlo. El se lo contó en voz muy baja para no despertar al niño. Cuando hubo acabado, ella se limitó a decir:

    ―Es un destino muy frío para quien tenía un corazón tan cálido.

    Paul trató de consolarla:

    ―Cabalgará a través de todos los mundos del Tapiz. No puede morir nunca.

    Era una mujer todavía joven, pero aquella noche sus ojos no lo parecían.

    ―Un destino frío ―repitió balanceándose en la mecedora ante el fuego.

    En medio del silencio, Paul oyó que el niño se movía en la cama, al otro lado de las cortinas. Fue a verlo.

    ―Estuvo levantado hasta muy tarde –murmuró Vae―, esperándolo. Hizo algo extraño esta tarde. Dibujó una flor en la nieve. Acostumbraban hacerlo a menudo, como todos los niños, pero esta vez Dan la pintó él solo, después de que se hubiera marchado Finn. Y... la coloreó.
    ―¿Qué quieres decir?
    ―Lo que he dicho. No sé cómo lo hizo pero tiñó la nieve para colorear la flor. Por la mañana la verás.
    ―Quizá la haya borrado al atravesar el patio.
    ―Quizá ―dijo ella―. Ya ha pasado casi toda la noche, pero creo que trataré de dormir un poco. Tú también pareces cansado.

    Paul se encogió de hombros.

    ―Sólo tengo la cama de Finn ―dijo ella.
    ―Me servirá perfectamente ―.respondió, levantándose.

    Algo más tarde, en la oscuridad, Paul oyó dos cosas. Una era el sonido del llanto de una madre por su hijo, y la otra, el viento que siguió soplando con fuerza creciente al amanecer.

    Las voces volvieron y, como siempre, despertaron a Dan. Primero creyó que era un sueño, pero se frotó los ojos y comprobó que estaba despierto, aunque se encontraba muy cansado. Escuchó, y le pareció que esta vez había algo nuevo. Le gritaban para que saliera, como siempre sucedía, pero además las voces en el viento lo llamaban con otro nombre distinto del suyo.

    Sin embargo, tenía frío y, si tenía frío en la cama, fuera moriría. Los ninos pequeños no podían salir cuando había tanto viento. Tenía mucho frío. Soñoliento, se frotó los ojos, se puso las zapatillas y fue arrastrando los pies hasta llegar a la cama de Finn.

    Pero no era Finn quien estaba en ella. Una figura oscura se incorporó en la cama de Finn y le dijo:

    ―Sí, Darien, ¿qué quieres que haga?

    Dan estaba muy asustado, pero no quería despertar a su madre, por eso no lloró. Retrocedió hasta su cama que estaba ahora incluso más fría que antes y permaneció despierto, esperando a Finn, sin entender por qué Finn, que se suponía lo quería mucho, podía haberlo abandonado. Al cabo de un rato sintió que los ojos le cambiaban de color; siempre lo notaba en su interior. Le habían cambiado mientras dibujaba la flor y ahora le estaban cambiando de nuevo; permaneció acostado oyendo en el viento las voces que lo llamaban con mayor nitidez que nunca.


    TERCERA PARTE
    DUN MAURA

    Capítulo 10


    Por la mañana, una radiante expedición abandonó Paras Derval por la puerta este, conducida por dos reyes. Con ellos iban también hijos de reyes: Diarmuid dan Ailell, Levon dan Ivor y Sharra dal Shalhassan; también Matt Soren, que en otro tiempo había sido rey, y Arturo Pendragon, el Guerrero condenado a ser rey para siempre; iban además otros muchos nobles señores, y quinientos hombres de Brennin y de Cathal.


    La mañana era gris bajo las grises nubes que venían del norte, pero Ajíeron el soberano rey tenía un humor excelente, liberado por fin de los ineficaces cálculos de estrategia que lo mantenían encerrado dentro de los muros. Y el optimismo que lo embargaba al sentirse liberado para entrar en acción se expandía entre los dos ejércitos como un hilo de oro.

    Quería avanzar a toda prisa, pues tenía mucho que hacer aquella misma noche en Morvran, pero, apenas la compañía había rebasado los arrabales de la ciudad, se vio obligado a levantar la mano para indicar un alto.

    En la pendiente norte, sobre la carretera, ladraba un perro; los ladridos cortantes y agudos atravesaban el helado aire. Y en cuanto el soberano rey hubo dado el alto, siguiendo un oscuro impulso, todos los hombres de la compañía que conocían a los perros distinguieron en sus ladridos indudables notas de alegría.

    Cuando se hubieron detenido vieron que el perro de caza de color gris se lanzaba precipitadamente por la nieve hacia ellos, dando vueltas de campana en su prisa y sin dejar de ladrar.

    Alíeron distinguió en el rostro de Arturo un destello de alegría. El Guerrero bajó de un salto del caballo y gritó con todas sus fuerzas:

    ―¡Cavalí!

    Se plantó con firmeza sobre las piernas y abrió los brazos, pero igualmente fue arrojado al suelo por el salvaje salto del perro. Rodaron juntos, el perro aullando de alegría y el Guerrero fingiendo gruñidos.

    En toda la compañía comenzaron a oírse sonrisas y luego risas que brotaban como flores en un pedregal.

    Sin preocuparse de sus vestiduras ni de su dignidad, Arturo jugaba en la carretera con aquel perro que llamaba Cavalí, y pasó largo rato hasta que se irguió frente a la compañía. Arturo respiraba con dificultad, pero sus ojos estaban tan radiantes que Kim Ford sintió una tardía dispensa por lo que ella había hecho en la colina de Glastonbury.

    ―¿Es tu perro? ―le preguntó Aileron con divertida ironía.

    Con una sonrisa, Arturo celebró la broma. Pero su respuesta los trasladó a un lugar muy lejano.

    ―Así es ―dijo―. Aunque en realidad lo es de cualquiera. Hace mucho tiempo fue mio, pero ahora Cavalí libra sus propias batallas. ―Miró al animal que estaba junto a él―. Y según parece ha resultado herido en algunas.

    En efecto, cuando el perro se quedó quieto, pudieron ver marcas de cicatrices y desgarrones en la piel que cubría su cuerpo.

    ―Puedo decirte dónde se las ha hecho ―dijo Loren Manto de Plata acercando su caballo a los de los reyes―. Combatió con Galadan, el señor de los Lobos, en el Bosque de Mórnir, para salvar la vida del que llamamos el Dos Veces Nacido.

    Arthur levantó la cabeza.

    ―¿La batalla presagiada? ¿La de Macha y Nemaln?
    ―Sí ―asintió Kim acercándose a ellos.

    Los ojos de Arturo se fijaron en ella.

    ―¿El señor de los Lobos es uno de los que buscan la aniquilación de este mundo?
    ―Así es ―contestó ella―. Por causa de Lisen del Bosque que lo rechazó a él por Amairgen.
    ―No me importa el motivo ―dijo Arturo con gran frialdad en su voz―. ¿Son sus lobos los que vamos a cazar?
    ―Así es ―dijo ella.

    Él se dirigió a Aileron.

    ―Mi señor rey, yo tenía una razón para salir de caza antes: olvidar un pesar. Pero ahora tengo una segunda razón. ¿Hay sitio en tu jauría para otro perro?
    ―Hay un lugar de honor ―respondió Aileron―. ¿Nos guiarás ahora?
    ―Cavalí lo hará ―dijo Arturo montando mientras hablaba.

    Sin mirar atrás el perro empezó a correr.

    Ruana entonó el kanior por Ciroa, pero sin respetar el debido ritual. Tampoco lo había hecho al entonarlo por Taieri, pero al acabar el canto añadió también la coda pidiendo perdón por eso. Estaba muy débil y sabía que no tenía la fuerza necesaria para levantarse y llevar a cabo los consabidos ritos incruentos en la mitad del kanior. Iraima cantaba con él, por lo que daba gracias, pero Ikatere se había sumido en el silencio y yacía en su hueco respirando con esfuerzo. Ruana sabía que su fin estaba cerca y sentía un gran dolor, pues Ikatere había sido un excelente compañero.

    Estaban quemando a Ciroa en la boca de la caverna; entraban el humo y el olor de la carne quemada. Ruana empezó a toser y rompió el ritmo del kanior. Pero Iralma lo sostuvo; de otro modo habría tenido que empezar desde el principio: había una coda para suspender los ritos incruentos, pero no para interrumpir el canto.

    Luego descansó un momento y después, solo, entonó un débil canto: la canción de amonestación y la canción de salvación, una tras otra. Su voz era muy diferente a como había sido en los días en que los de las otras cavernas acudían a pedirle que dirigiera el kanior en honor de los muertos. A pesar de eso seguía cantando: el silencio habría significado la última renuncia. Sólo mientras cantaba podía impedir que su mente se extravíara. No estaba seguro de cuántos quedaban en la caverna, y no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo en las otras. Ninguno había llevado la cuenta durante muchos años, y estaban sumidos en la oscuridad.

    La dulce voz de Iraima se le unió en la tercera estrofa de la canción de amonestación, y entonces su corazon se volvió rojo y dorado por el pesar y el amor al oír que la voz de Ikatere se unía a las suyas por algunos instantes. No hablaban, pues las palabras eran duras, pero Ruana bajó su tono para entrelazarse con el de Ikatere; sabía que su amigo lo entendería.

    Y después, en la sexta estrofa, mientras el crepúsculo iba cayendo fuera, en la colina donde acampaban sus captores, Ruana conectó con otra mente mientras entonaba la canción de salvación. De nuevo estaba cantando solo. Reuniendo lo poco que en él quedaba, dirigió el canto a un punto muy claro, aunque le costó muchísimo, y lo envió como un rayo de luz hacia la mente que había encontrado.

    Luego esa mente se asió con fuerza al rayo de luz que él había arrojado y le devolvió, sin esfuerzo, el sonido de una risa, y el ánimo de Ruana se ennegreció porque supo a quién había encontrado.

    «¡Loco!», oyó decir como si unas lanzas le desgarraran las entrañas. «¿Acaso pensabas que no te envolvería? ¿Adónde crees que han llegado tus débiles cantos?»

    Se alegró de haber cantado él solo, así los demás no tendrían que soportar aquello. Buscó en su interior, deseando poder sentir odio y rabia, aunque debería expiar por tener tal deseo. Transmitió a través del rayo de luz el canto que había compuesto: «Eres Rakoth Maugrirn. Yo pronuncio tu nombre.»

    Se sintió herido por la risa que le golpeaba mentalmente. «Hace tiempo que yo me he nombrado a mí mismo. ¿Qué poder obtendrías de pronunciar mi nombre, loco de una raza de locos? Ni siquiera sois dignos de ser esclavos»

    «No podemos ser esclavos», transmitió Ruana. Y después agregó: «Sathaln». El nombre de escarnio.

    En su mente estalló fuego. Rojo y negro. Se preguntaba si podría conseguir que el otro lo matara. Entonces podría...

    Se oyó la risa otra vez. «No conseguirás proferir una maldición de sangre. Estás perdido. Todos vosotros. Y ninguno entonará el kanior por el último. Si hubieras hecho lo que os pedí, habríais sido de nuevo poderosos en Fionavar. Ahora arrancaré vuestro hilo del Tapiz y lo usaré de bufanda»

    «Nunca esclavos«, transmitió Ruana muy débilmente. Se oyó una risa. Luego se rompió el vinculo del canto.

    Durante mucho tiempo, Ruana yació en la oscuridad, ahogado por el humo de la pira de Ciroa y por el olor de la carne y los ruidos que aquellos impíos hacían mientras la comían.

    Luego, puesto que no tenía nada más que ofrecer, no podía acceder a nada más, y no quería morir en silencio, Ruana comenzó a cantar de nuevo, y con él Iraima y el muy amado Ikatere. Luego su corazón, de negro, se colocó en dorado al oír la voz de Tamure. A cuatro voces entonaron el canto grande, sin esperar que fuera tan lejos como debería ir, pues estaban envueltos por el Desenmarañador y se encontraron sin fuerzas; sin esperar que llegara hasta alguien, sino porque no querían morir en silencio, ni como siervos, ni como esclavos, aunque su hilo fuera arrancado del Telar y se perdiera para siempre en la Oscuridad.

    Jennifer comprendió que su destino era muy distinto del de Arturo, aunque estuvieron eternamente unidos. Ahora lo recordaba. En el momento en que vio su rostro lo había recordado todo; las estrellas de sus ojos no eran nuevas para ella, pues ya las había visto antes.

    Ninguna maldición tan tenebrosa como la de él había recaído sobre ella, pues ni un destino tan alto, ni un hilo en el Tapiz, había sido unido a su nombre. Ella sólo era el agente del destino de él, la hacedora de su amargo pesar. Ella había muerto; había muerto en la abadía, en Amesbury; se extrañaba ahora de no haberse dado cuenta de todo eso en Stonhenge. Había logrado el descanso, el regalo de la muerte, y no sabia cuántas veces había regresado para despedazarlo a él, por los niños y por el amor.

    Intentando recordar aquella primera vida, no tenía idea de cuándo había sido Ginebra, hija de Leodegrance, y había cabalgado para casarse en Camelot, lugar ahora perdido y considerado sólo un sueño.

    Había sido un sueño, pero también algo más que eso. Había llegado a Camelot desde el palacio de su padre, y allí había hecho lo que había hecho, había amado como había amado, había roto un sueño y había muerto.

    Sólo se había enamorado dos veces en su vida, de los dos hombres más esplendorosos del mundo. El segundo no era menos resplandeciente que el primero. No lo era, pese a lo que se hubiera dicho después. Y los dos hombres también se habían amado uno al otro, haciendo así todos los ángulos iguales y perfectamente trazados para la tragedia.

    La historia más triste de todos los cuentos jamás contados.

    Pero, se decía a si misma no podría repetirse de nuevo esta vez, en Fionavar. El no está aquí, había dicho ella, y lo sabía con certeza, pues de ninguna otra cosa estaba más segura que de eso. No había ningún tercero caminando por allí, con sus envidiados y ágiles pasos, con las manos que tanto había amado. He sido mutilada pero, por lo menos, no te traicionaré, le había dicho, mientras caía una lluvia de estrellas.

    Y no lo haría. Todo era muy distinto allí, completamente distinto. Rakoth Maugrim había extendido su sombra entre los dos, a través de la lanzadera del Tejedor en el Telar, y todo se había hundido. No más penas, nunca más, para ella que había visto la tenebrosidad de Starkadh, pero si no podía cruzar esa sombra para amarlo, tampoco le rompería el corazón como antes había hecho.

    Permanecería donde estaba. Rodeada por las sacerdotisas vestidas del mismo tono gris con el que se había recubierto el alma, caminaría entre las mujeres del santuario mientras Arturo luchaba contra la Oscuridad por amor a ella, porque la había perdido, y también por los niños.

    Eso la llevó a pensar en Darien, mientras recorría los apacibles salones del santuario. Y en aquellos con los que al parecer se había reconciliado. En el comportamiento de Paul, a quien nunca había entendido, pero en el que ahora confiaba. Ella había hecho lo que había hecho y ya verían adónde conducía ese camino.

    La pasada noche, Jaelle le había hablado de Finn y habían permanecido juntas un rato. Su corazón se había entristecido por aquel muchacho arrebatado entre las frías estrellas. Luego, muy tarde, Kevin había llamado a las puertas del templo, había ofretido sangre, como debían hacer. todos los hombres, y les había dicho que Paul estaba con el niño y que por tanto todo iba bien, todo lo bien que podía ir.

    Jaelle los había dejado solos, y Jennifer se había despedido de Kevin, que salía por la mañana hacia el este. No podía ofrecerle nada en respuesta a la inquieta intensidad de su mirada, pero ahora su dulzura podía comunicar con la tristeza que ella había visto siempre en sus ojos.

    Luego, por la mañana, Jaelle también se había marchado, dejándola a ella en el apacible templo más serena de lo que nunca soñó llegar a estar, hastael momento en que oyó llorar a alguien con desesperación en una retirada alcoba cerca de la cúpula.

    La alcoba no tenía puerta; al pasar por delante, miró y se detuvo al ver que era Leila quien lloraba. Iba a retirarse, porque el dolor surgía descarnadamente y sabia que la muchacha era muy orgullosa, cuando Leila levantó la vista del banco donde estaba sentada.

    ―Lo siento ―dijo Jennifer―. ¿Puedo hacer algo por ti o prefieres que me vaya?

    La muchacha, a la que recordaba jugando al ta’kiena, la miró con los ojos llenos de lágrimas.

    ―Nadie puede hacer nada por mi ―dijo―. He perdido al único hombre al que amaba.

    Pese a su compasión y a su apacible serenidad, Jennifer tuvo que hacer esfuerzos por no sonreír. La voz de Leila estaba tan sobrecargada por el desespero de la adolescencia que Jennifer recordó las aflicciones por las que ella misma había pasado a esa edad.

    Pero ella jamás había perdido a nadie de la forma en que la joven acababa de perder a Finn, ni jamás había estado sintonizada con alguien de la forma en que lo habían estado Leila y Finn. Se le pasaron las ganas de reír.

    ―Tienes motivos para llorar. Lo siento ―repitió de nuevo―. ¿Te servirá de consuelo el que te diga que el tiempo lo mitiga todo?

    Como si apenas la hubiera oído, la muchacha murmuró:

    ―En el solsticio de invierno, dentro de medio año, me preguntarán si quiero ser consagrada con estos hábitos. Aceptaré. No amaré a ningún otro hombre.

    Era sólo una niña, pero en su voz Jennifer leyó una firme resolución.

    Se sintió conmovida.

    ―Eres muy joven ―le dijo―. No dejes que la pena te aleje tan rápidamente del amor.

    La joven la miró.

    ―¿Y eres tú quien me habla así? ―dijo.
    ―Eso es injusto ―respondió Jennifer tras un crispado silencio.

    Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Leila.

    ―Quizá ―dijo―, pero, ¿cuántas veces has amado tú? ¿Acaso no lo has estado esperando durante toda tu vida? Y ahora que Arturo está aquí, tienes miedo.

    Había sido Ginebra y era capaz de hacerle frente a aquella situación. El enfado tenía demasiados colores, por eso dijo con suavidad:

    ―¿Es eso lo que te parece?

    Leila no esperaba semejante tono.

    ―Si ―dijo, pero esta vez sin aquel tono desafiante.
    ―Eres una niña muy inteligente ―dijo Jennifer―. Quizá no seas sólo una niña. No estás del todo equivocada, pero no debes atreverte a juzgarme, Leila. Hay pesares mayores y menores; estoy tratando de encontrar los menores.
    ―Pesares menores ―repitió Leila―. ¿Y dónde está la felicidad?
    ―No aquí ―contestó Jennifer.
    ―Pero ¿por qué? ―Era la pregunta de una criatura herida.

    Se sorprendió a si misma al contestar:

    ―Porque lo rompí en pedazos una vez, hace tiempo. Y porque yo fui rota en pedazos aquí, la primavera pasada. El está condenado a la infelicidad y a la guerra, y yo no puedo cruzar hasta él, Leila. Aunque lo hiciera, terminaría por destrozarlo. Siempre lo hago.
    ―¿Es que debe repetirse siempre la historia?
    ―Una y otra vez ―dijo ella. La eterna leyenda―. Hasta que se le conceda el descanso.
    ―Entonces, concédeselo ―dijo Leila con sencillez―. ¿Cómo va a redimirse él si no es a través del dolor? ¿De qué otra forma puede ser? Concédele el descanso.

    Al oir estas palabras, pareció que toda la antigua aflicción la alcanzaba de nuevo. El dolor estaba coloreado con todos los mafices de la culpabilidad y de la pena, y también con el recuerdo del amor, del amor y del deseo, y...

    ―¡No soy yo quien puede concedérselo! ―gritó―. ¡Los quiero a los dos!

    Resonó el eco. Estaban muy cerca de la cúpula y el sonido retumbó con fuerza. Leila abrió mucho los ojos.

    ―Lo siento ―dijo―. Lo siento mucho.

    Y corrió para esconder su cabeza en el pecho de Jennifer, que había viajado por mares más profundos que los que ella conocía.

    Mientras acariciaba lentamente sus cabellos, Jennifer vio que las manos le temblaban. Sin embargo era la muchacha la que lloraba y ella la que tenía que consolarla. Una vez, en otro tiempo, ella había estado en el jardín del convento de Amesbury cuando llegó un mensajero, hacia la puesta del sol. Luego, al aparecer las primeras estrellas, ella había consolado a las otras mujeres, que se iban reuniendo con ella en el jardín, llorando ante la noticia de la muerte de Arturo.

    Hacía mucho frío. El lago estaba helado. Mientras llegaba a la orilla norte junto a las sombras del bosque, Loren se iba preguntando si tendría que recordarle al rey la tradición. Pero, una vez más, Aileron lo llenó de sorpresa. Cuando llegaron al puente sobre el río Latham, el mago lo vio dar la señal de alto. Sin mirar atrás, el rey retuvo su montura hasta que se le adelantó Jaelle sobre un caballo gris pálido. Arturo llamó al perro a su lado. Luego la suma sacerdotisa cruzó el puente para conducirlos hacia Gwen Ystrat.

    El río también estaba helado. En cierto modo, el bosque los protegía del viento, pero, bajo las amontonadas nubes grises de la última hora del atardecer, la tierra aparecía severa y triste. Loren Manto de Plata sentía en su corazón una creciente destemplanza a medida que, por primera vez en su vida, se adentraba en la provincia de la Madre.

    Cruzaron el segundo puente, sobre el río Khan, que también desembocaba en el lago Leinan. La carretera torcía hacia el sur y se alejaba del bosque donde estaban los lobos. Los cazadores echaban ojeadas por encima de los hombros a los árboles de invierno. Sin embargo, los pensamientos de Loren estaban muy lejos. Contra su voluntad se dio la vuelta y miró hacia el este. Allí, en la distancia, se levantaban las montañas de la Sierra de Carnevon, helada e impávida guarda de Khath Meigol, donde estaban los fantasmas de los paraikos. Las montañas eran muy hermosas, pero apartó su mirada de ellas y la dirigió hacia otro lugar más cercano, a dos días de caballo, sólo más allá de las colinas más cercanas.

    Era difícil precisarlo por el oscuro color gris del cielo, pero le pareció que se levantaba humo de Dun Maura.

    ―Loren ―dijo Matt de pronto―, creo que, por causa de la nieve, hemos olvidado algo.

    Loren se volvió hacia su fuente. El enano nunca se sentía cómodo a caballo, pero la expresión ceñuda de su cara mostraba algo más que incomodidad. Y lo mismo mostraba la de Brock, que cabalgaba junto a Matt.

    ―¿De qué se trata?
    ―Maidaladan ―dijo el enano―. El solsticio de verano es mañana por la noche.

    Un juramento se escapó de la boca del mago. Poco después, sin darse apenas cuenta, estaba rogando de todo corazón al Tejedor en el Telar para que Gereint de los dalreis, de quien había sido la idea de que se encontraran allí, supiera lo que estaba haciendo.

    El único ojo de Matt escrutaba con atención y la mirada de Loren examinaba otra vez hacia el este. ¿Humo o las sombras de las nubes? No sabría decirlo.

    Y en aquel momento sintió la primera agitación de deseo.

    Por su entrenamiento estaba preparado para resistir, pero a los pocos segundos supo con seguridad que ni siquiera los seguidores de la ciencia de los cielos de Amairgen serían capaces de negar el poder de Dana en Gwen Ystrat, y mucho menos la noche antes de Maidaladan.

    La compañía seguía a la suma sacerdotisa a través de Morvran mientras caía la nieve. Había gente en las calles. Se inclinaban a su paso, pero no aplaudían. No era un día para aplausos. Más allá de la ciudad estaba el templo, y Loren y Matt vieron que las nueve mormae, vestidas de rojo, los esperaban allí. Detrás, a un lado, estaba Ivor de los dalreis y el ciego chamán, Gereint; más allá, con el alivio pintado en sus rostros, estaban Teyrnon y Barak. Al verlos a ambos, sintió que en parte se disipaba su inquietud.

    Delante de todos se erguía una mujer de un metro ochenta de altura, ancha de hombros y de cabellos grises, con la espalda muy recta y la cabeza alzada con gesto arrogante. También iba vestida de rojo, y Loren supuso que tenía que tratarse de Audiart.

    ―Bendita sea la hora de tu retorno, primera entre las de la Madre ―dijo con fría cortesía.

    Su voz era demasiado profunda para una mujer. Jaelle estaba delante de ellos y Loren no podía verle los ojos. Incluso en aquel encapotado atardecer sus cabellos rojos resplandecían, y en la cabeza llevaba una diadema de plata. Audiart, no.

    Tuvo tiempo de observar todo esto porque Jaelle tardaba en contestar a la otra mujer. De pronto un pájaro salió volando del muro del templo, tras las mormae, y el batir de sus alas se oyó con toda claridad en el silencio.

    Luego Jaelle sacó delicadamente el pie calzado con botas del estribo de la silla y se lo tendió a Audiart.

    A pesar de la distancia, Loren vio que ésta palidecía, mientras un leve murmullo se levantaba entre las mormae. Por un instante, Audiart permaneció inmóvil, con los ojos fijos en el rostro de Jaelle; luego dio dos largos pasos y ahuecó las manos al caballo de la suma sacerdotisa para ayudarla a desmontar.

    ―Sigue ―murmuró Jaelle y, dándole la espalda, entró en el templo entre las mormae vestidas de rojo. Loren vio que, una a una, todas se arrodillaban para recibir su bendición. Juzgó que todas le doblaban la edad. Poder sobre poder, pensó, sabiendo que aún vendría mas.

    Audiart hablaba de nuevo.

    ―Sé bienvenido, Guerrero ―dijo; había timidez en su voz pero no se arrodilló―. Gwen Ystrat da la bienvenida al que fue coronado por tres reinas en Avalon.

    Gravemente y en silencio Arturo asintió con la cabeza.

    Audiart dudó un momento como si esperara alguna otra respuesta. Luego, se dirigió despacio hacia Aileron, cuyo rostro bajo la barba había permanecido impasible mientras esperaba, y le dijo:

    ―Me alegro de que hayas venido. Han pasado muchos años desde la última vez que un rey de Brennin vino a Gwen Ystrat durante el solsticio de verano.

    Había levantado la voz y Loren oyó que un súbito murmullo se levantaba entre los hombres; también vio que Aileron no había caído en cuenta del día en que estaban. Era el momento de intervenir.

    Avanzó hasta situarse junto al soberano rey, y dijo con voz sonora:

    ―No me cabe la menor duda de que los ritos de la diosa se llevarán a cabo como siempre, pero no son de nuestra incumbencia. Tú le pediste ayuda al soberano rey y él ha venido para dártela. Mañana habrá una batida de lobos en el bosque de Leinan.

    La miró fijamente sintiendo que la cólera antigua se despertaba en él, y luego continuó diciendo:

    ―También hemos venido por una segunda razón, que cuenta con la aprobación y el asentimiento de la suma sacerdotisa. Quiero que quede muy claro que los rituales del Maidaladan no deben interferir con ninguna de las dos cosas que hemos venido a hacer.
    ―¿Acaso un mago se atreve a dar órdenes en Gwen Ystrat? ―preguntó ella con voz cortante.
    ―Es el soberano rey quien lo hace. ―Tras recobrarse de la sorpresa, Aileron hablaba en tono contundente―. Y como guardiana de mi provincia de Gwen Ystrat te hago responsable de que todo se llevará a cabo tal como te ha ordenado mi primer mago.

    A Loren no le cupo la menor duda de que ella se vengaría.

    Pero antes de que Audiart pudiera hablar, llegó hasta ellos el sonido de una sonora carcajada. Loren miró hacia allí y vio que Gereint, balanceándose hacia atrás y hacia adelante sobre la nieve, se reía alborozadamente.

    ―¡Ay, joven! ―exclamó el anciano―. ¿Todavía sigues siendo tan impesuoso en tus pasiones? ¡Acércate! Hace mucho tiempo que no palpo tu rostro.

    Loren tardó un momento en comprender que Gereint se estaba dirigiendo a él. Con una añoranza que le hizo retroceder más de cuarenta años, desmontó del caballo.

    En el preciso instante en que tocó el suelo sintió otro estremecimiento de deseo, esta vez aún más profundo. Apenas pudo disimularlo y vio que la boca de Audiart se fruncía de satisfacción. Reprimió el impulso de decirle algo en verdad desagradable. Avanzó hacia donde se encontraban los dalreis y abrazó a Ivor como a un viejo amigo.

    ―Te encuentro espléndido ―le dijo―. Revor estaría muy orgulloso de ti.

    El rechoncho Ivor sonrió.

    ―No tanto como Amairgen lo estaría de ti, primer mago.

    Loren sacudió la cabeza.

    ―Todavía no lo soy ―dijo lacónicamente―. No hasta que el último primer mago haya muerto y yo haya maldecido sus huesos.
    ―¡Siempre tan impulsivo! ―dijo Gereint de nuevo, como si en modo alguno se sintiera defraudado.
    ―¡Ojalá se cumplan mis deseos, anciano! –replicó Loren en voz baja para que nadie, excepto Ivor, pudiera oírlo―. A menos que tú puedas decir que no compartes mi maldición.

    Esta vez Gereint no rió. Sus cuencas vacías se dirigieron hacia Loren y sus nudosos dedos recorrieron la cara del mago. Se le había acercado mucho para hacerlo y por eso habló en un susurro:

    ―Si el odio de mi corazón pudiera matar, Metran estaría muerto más allá del poder resucitador de la Caldera. No olvides que él también fue mi discipulo.
    ―Lo recuerdo ―murmuró el mago mientras sentía que las manos del otro acariciaban su rostro―. ¿Por qué estamos aquí, Gereint, justo en vísperas del Maidaladan?

    El chamán dejó caer sus manos. Loren oyó que en retaguardia se estaban dando órdenes y que los hombres se dispersaban hacia los alojamientos que se les había asignado en el pueblo. Teyrnon se les acercó con una sonrisa en su rostro bonachón de inteligente mirada.

    ―Tenía pereza ―dijo Gereint―. Hacia frío y Paras Derval estaba muy lejos.

    Nadie dijo palabra ni se rió, ni siquiera Ivor. Luego el chamán continuó en tono más solemne:

    ―Te referiste a dos motivos, joven: los lobos y nuestro ruego. Pero sabes tan bien como yo, sin la menor duda, que la diosa siempre actúa de tres en tres.

    Ni Loren ni Teyrnon replicaron nada. Ninguno de ellos miró hacia el este.

    El anillo permanecía tranquilo, lo cual era una bendición. Se sentía completamente exhausta por lo que había tenido que hacer la noche de la víspera. No estaba segura de poder vérselas de nuevo con el fuego tan pronto, aunque lo había estado esperando desde el preciso momento en que atravesaron el primer puente. Latía mucho poder en torno, podía sentirlo, aunque la piedra verde del vellin que llevaba en la muñeca la protegiera del poder mágico.

    Luego, mientras la atractiva Audiart habló del solsticio de verano, la parte de Kim que pertenecía a Ysanne, y que por tanto compartía su sabiduría, comprendió de dónde procedía el poder.

    Sin embargo no podía evitarlo. Aquel lugar, Dun Maura, no tenía nada que ver con el poder de la vidente, ni siquiera con el Baelrath. Cuando la compañía comenzó a disolverse y vio que Kevin se internaba a caballo en Morvran con Brock y dos de los hombres de Diarmuid, Kim siguió a Jaelle y a los magos dentro del templo.

    Bajo la arcada de entrada del templo, había una sacerdotisa con una daga curvada y reluciente, y a su lado una acólita vestida de marrón que sostenía en sus manos una jofaina.

    Kim vio que Loren dudaba, incluso a pesar de que hasta el mismo Gereint alargaba el brazo para sufrir la incisión. Sabía qué duro debía de ser para el mago. Para cualquier seguidor de la ciencia de los cielos, ese ofrecimiento de sangre debía de estar teñido de tenebrosos matices. Pero Ysanne le había dicho algo una vez, en la cabaña junto al lago; por eso puso la mano sobre el hombro del mago y le dijo:

    ―Raederth pasó una noche aquí; creo que lo sabes.

    Incluso ahora, sus palabras estaban preñadas de tristeza. Raederth, como primer mago, había sido el único que había visto a Ysanne entre las mormae en este lugar. Había reconocido que era una vidente y se la había llevado; luego ambos se habían amado hasta que él murió, asesinado por un rey traidor.

    La expresión del rostro de Loren se suavizó.

    ―Es cierto ―dijo―. Y supongo que por eso yo debería ser también capaz. ¿Crees que podría dar un paseo esta noche y encontrar una acólita para compartir mi lecho?

    Ella lo miró fijamente y captó la tensión que le había pasado por alto.

    ―Maidaladan ―murmuró―. ¿Te está resultando muy duro?
    ―Bastante ―contestó él, antes de avanzar tras Gereint para ofrecer a Dana su sangre de mago, como un hombre cualquiera.

    Profundamente sumida en sus pensamientos, Kim pasó de largo junto a la sacerdotisa de la daga y entró en la subterránea sala abovedada. Había allí un hacha, de doble filo, instalada sobre una base de madera tras el altar. Permaneció un momento junto a la entrada, mirándola, hasta que una mujer se acercó a ella para mostrarle su habitación.

    Viejos amigos, pensó Ivor. Si había algún hilo brillante en el tejido de la guerra era ése: a veces se entrecruzaban en la urdimbre senderos que no se habían cruzado durante muchos años y que no lo habrían hecho a no ser en tiempos de oscuridad. Era agradable, incluso en días como aquéllos, estar sentado junto a Loren Manto de Plata y escuchar la reflexiva voz de Teyrnon, la risa de Barak y las prudentes sentencias de Matt Soren. También era agradable conocer a hombres y mujeres de los que había oído hablar pero a los que nunca había visto: Shalhassan de Cathal y su hija, tan bella como contaban los rumores; Jaelle, la suma sacerdotisa, tan hermosa y tan orgullosa como la propia Sharra; Aileron, el nuevo soberano rey, que sólo era un niño cuando Loren lo había llevado a pasar quince días entre los dalreis. Ivor recordaba que era un niño callado y muy hábil en todas las cosas. Ahora, según parecía, era un rey taciturno, pero se decía que seguía siendo hábil en todo.

    Había además ahora un elemento nuevo, otro producto de la guerra: entre todos esos hombres, él, Ivor de los dalreis, se movía ahora como un igual. No era simplemente uno de los nueve jefes de la Llanura, sino un señor, el primer aven desde los tiempos del mismísimo Revor. Era muy difícil acostumbrarse a eso. Leith se había aficionado a llamarlo aven en casa, e Ivor sabia que sólo lo hacia medio en broma. Era evidente que se sentía orgullosa, aunque la Llanura podía ser inundada por el mar antes de que su mujer lo confesase.

    Al pensar en Leith lo asaltó otro pensamiento. Al cabalgar hacia el sur, camino de Gwen Ystrat, y sentir el súbito golpe del deseo en su cuerpo, había empezado a comprender lo que significaba el Maidaladan y a dar gracias a Gereint, una vez más, por haberle aconsejado que llevara consigo a su esposa. La próxima noche en Morvran sería una noche salvaje, y no se sentía del todo contento de que Liane también hubiera venido con ellos al sur. Las mujeres solteras de los dalreis no soportaban la autoridad de los hombres en esos temas. Y Liane, se lamentó Ivor, en muy pocas circunstancias soportaba tal autoridad. Leith decía que él tenía la culpa; y probablemente así era.

    Su mujer debía de estar esperándolo en las habitaciones que les habían asignado en el templo. De eso se ocuparía más tarde. Por ahora tenía una única tarea que hacer, bajo la cúpula, entre el olor del incienso quemado.

    En aquel lugar estaban reunidos los dos magos que quedaban en Brennin con sus fuentes, el más anciano de los chamanes de la Llanura ―y con mucho el más poderoso―, la vidente de blancos cabellos del Soberano Reino y la suma sacerdotisa de Dana en Fionavar. Los siete iban a sondear las sombras del espacio y del tiempo para tratar de abrir una puerta: la puerta tras la que se escondía el secreto de los vientos invernales y de la helada en pleno solsticio de verano.

    Los siete iban a intentar el viaje y cuatro más iban a servir de testimonio: los reyes de Brennin y Cathal, el aven de los dalreis y Arturo Pendragon, el Guerrero, que era el único de los hombres que no había tenido que ofrecer su sangre en aquel lugar.

    «¡Alto!», le había dicho Jaelle a la sacerdotisa de la entrada, e Ivor se estremeció al simple recuerdo de su voz. «Este no. Ha caminado junto a Dana en Avalon»

    Y la sacerdotisa de túnica gris había inclinado la daga y había dejado pasar a Arturo.

    Luego había entrado, junto a Ivor y los demás, en la abovedada sala subterránea. Había llegado la hora de Gereint, pensó Ivor, sintiendo a la vez orgullo y recelo. En efecto, se encontraban allí reunidos a instancias del chamán, y fue él el primero en tomar la palabra, aunque no de la forma en que Ivor había supuesto.

    ―Vidente de Brennin ―dijo Gereint―, estamos reunidos aquí para obedecer tus órdenes.

    De nuevo recaía todo el peso sobre ella. Incluso en aquel lugar, como tantas otras veces había ocurrido. En otro tiempo, y no demasiado lejano, se habría sentido vacilar, sorprendida de que así ocurriera. Si habría preguntado en su interior, o quizás en voz alta, quién era ella para que todos aquellos poderes allí reunidos se pusieran a su órdenes; ¿quién era ella ―habría preguntado la voz interior― para que así ocurriera?

    Pero las vacilaciones habían quedado atrás. Lainentando débilmente, en lo más recóndito del corazón, la pérdida de su inocencia, Kim aceptó la deferencia de Gereint como correspondía a su condición de única vidente presente en la habitación. Si Gereint no le hubiera ofrecido tal responsabilidad, habría tenido que arrogársela. Estaban en Gwen Ystrat, en el territorio de la diosa, y también de Jaelle, pero el viaje que iban a emprender era competencia de Kim y de nadie más, y, sí había algún peligro, a ella le correspondería hacerle frente en nombre de todos.

    Con plena conciencia de Ysanne y de sus propios cabellos blancos, dijo:

    ―En otra ocasión, con la ayuda de Loren y de Jaelle, pude sacar a Jennifer de Starkadh. ―Le pareció que las velas del altar vacilaban con la mención de ese nombre―. Haremos lo mismo de nuevo, con la ayuda además de Teyrnon y Gereint. Voy a encerrar una imagen del invierno y trataré de seguirla para internarme en la mente del Desenmarañador, con ayuda, espero, de la piedra vellin. Necesitaré vuestra ayuda cuando lo haga.
    ―¿Y qué pasará con el Baelrath? ―preguntó Jaelle, nerviosa y concentrada, pero sin el menor rastro de amargura en su voz.

    Kim contestó:

    ―Se trata simplemente de una habilidad de vidente. No creo que la piedra se encienda.

    Jaelle asintió con la cabeza. Teyrnon preguntó a su vez:

    ―¿Qué ocurrirá cuando consigas ir tras la imagen?
    ―¿Podréis ayudarme? ―preguntó ella a los dos magos.

    Loren asintió:

    ―Creo que si. ¿Te refieres a que debemos hacer un truco?
    ―Si. Como el del castillo que nos mostraste la primera vez que vinimos.

    Luego se dirigió a los reyes. Eran tres, y además un cuarto que lo había sido y lo sería siempre; pero le habló a Aileron:

    ―Señor mio y soberano rey, te resultará muy duro lo que vas a ver, pero quizá todos nosotros quedemos cegados por obra del poder. Por eso, si los magos logran dibujar algo, tú debes observar con atención de qué se trata.
    ―Así lo haré ―dijo con voz firme e inexpresiva.

    Luego ella miró al chamán.

    ―¿Algo más, Gereint?
    ―Siempre hay algo más ―contestó él―. Pero no sé qué es. Quizá necesitemos el anillo, después de todo.
    ―Quizá. No puedo evitarlo ―replicó ella secamente, pues el simple recuerdo de su color le hacía daño.
    ―Desde luego no puedes ―le dijo el chamán―. Condúcenos. No estaré muy lejos de ti.

    Se dio a sí misma ánimos y echó una ojeada a todos los demás que habían formado un círculo en torno a ella. Matt y Barack mantenían sus piernas muy abiertas. Jaelle había cerrado los ojos; vio que Teyrnon hacía lo mismo. Se encontró con la mirada de Loren Manto de Plata.

    ―Estaremos perdidos si esto falla ―le dijo―. Condúcenos, vidente.
    ―¡Adelante, pues! ―gritó ella cerrando los ojos y empezando a descender más y más a través de los estratos de la conciencia. Sintió que, uno tras otro, todos penetraban en su interior: Jaelle golpeando el avarlirh, Loren impetuoso y apasionado, Teyrnon prudente e ingenioso, y luego Gereint que llevaba consigo su tótem, la keia que de noche vuela en la Llanura; era un regalo que le ofrecía a ella y a los demás: el regalo de su nombre secreto.

    Gracias, le transmitió ella; luego todos, acompasados, siguieron adelante, como en una prolongada zambullida, y se sumergieron en el sueño revelador.

    La oscuridad era total y hacia mucho frío. Kim se debatía contra el miedo. Podía perderse; podría muy bien suceder. Pero si ella fallaba todos los demás estarían perdidos. Loren había dado en el clavo. En el corazón se le encendía una irreprimible cólera, un odio tan luminoso por la Oscuridad que podía utilizarlo para esbozar una imagen en el abismo, aquel lugar silencioso al que habían accedido, el fondo de la piscina.

    No había preparado nada de antemano, pues había preferido dejar que el sueño reprodujese su más auténtica forma. Y así sucedió. Sintió que los otros lo registraban, en todas sus sombras de aflicción y amor doliente ante la destrucción, y que veían aquella clara imagen de Daniloth que ardía desafiante, desprotegida e indefensa en medio de un extraño paisaje de hielo y nieve.

    Se adentró aún más. No hacia la luz, aunque la anhelaba con todo su corazón, sino directamente hacia el crudo invierno que la rodeaba. Armada de todo su poder, buscó la fuerza de los otros y se convirtió a si misma en una flecha disparada por un arco de luz que caía como un rayo en el dibujo del invierno. Y se abrió camino.

    La oscuridad. La imagen desapareció. Entraba en barrena. No controlaba su vuelo; se precipitaba a toda velocidad y no había nada que la detuviera, nada a lo que agarrarse, nada...

    «Aquí estoy» Era la voz de Loren.

    «Yo también» Era Jaelle.

    «Siempre a tu lado» Era el valiente Teyrnon.

    Pero reinaba la oscuridad e iba en aumento. Ninguna sensación de espacio, de muros, nada a lo que asirse, a pesar de que los otros estaban allí. No eran ayuda suficiente. No en aquel lugar adonde había llegado, adentrándose en los dominios de Maugrim. La Oscuridad era demasiado poderosa. Ya la había visto antes, cuando entró en ella y logró sacar a Jennifer... Pero ahora había llegado demasiado lejos para poder salir.

    Entonces oyó que hablaba una quinta persona.

    «El anillo» Oyó la voz de Gereint como si fuera la keia quien hablara, aquella criatura de la noche, guardiana de camino que lleva al mundo de los muertos.

    «¡No puedo!», contestó, pero en el preciso instante en que tal pensamiento tomaba forma, Kim sintió el terrible fuego y un rojo resplandor en su mente.

    También dolor. No se dio cuenta de que estaba gritando en voz alta en el templo. Tampoco se dio cuenta de que la luz estaba brillando salvajemente bajo la cúpula.

    Se sentía arder. Estaba tan cerca... Había llegado tan lejos en la red de la Oscuridad, tan cerca del corazón del poder... La llama ardía en rededor y el fuego hacía algo más que iluminar: quemaba, y ella estaba en su interior. Ella estaba...

    De pronto un bálsamo, un aliento refrescante como la brisa de la noche otoñal en las praderas de la Llanura. Gereint, y algo más: la luna llena rielando sobre Calor Diman, el lago de Cristal. Era Loren, a través de Matt.

    Y entonces una voz de ánimo: «¡Vamos!» Gritaba Jaelle. «Estamos muy cerca.»

    Y la fuerza de Teyrnon, tan reconfortante: «Creo que un poco lejos, pero aquí me tienes.»

    Así pudo reanudar su camino. Hacia adelante y hacia abajo, ahora, casi perdida en la distancia que tenía que recorrer. Ardía el fuego, pero ellos la estaban protegiendo. Podría soportarlo, lo haría; era un poder salvaje, pero no era la Oscuridad, que estaba al final de todo.

    Ya no era una flecha, sino una piedra y seguía cayendo. Conducida por la necesidad, por un apasionado deseo de Luz, se adentraba en la Oscuridad; era una piedra roja que caía en lo más recóndito del corazón, en las cavernas infestadas de gusanos de los designios de Maugrim. Cayó en aquel vacío, habiendo soltado todas las amarras excepto una, mediante la cual podría transmitir, antes de morir y perderse para siempre, una única y clara imagen para que los magos la esbozaran en la habitación abovedada que estaba infinitamente lejana.

    Demasiado lejana. La profundidad era insondable y ella se precipitaba cada vez más deprisa. Su propia esencia era una impresión imprecisa, una sombra; ellos no podían sostenerla. Sintió que uno tras otro iban quedando atrás. Dando un grito de desesperación, Loren, que era el último, sintió que ella se alejaba.

    Sólo quedaban, pues, el fuego y Rakoth, nadie más, ni tan sólo uno de ellos. Estaba sola y perdida.

    O debería haberlo estado. Pero cuando caía a plomo, ardiendo, otra mente la alcanzó allí tan abajo en la Oscuridad que ella a duras penas podía creer que la había alcanzado.

    Las llamas menguaron otra vez. Podía existir, podía resistir el dolor, y, como si fuera el recuerdo de un apacible lugar, oyó una profunda voz que cantaba.

    La rodeaban las tinieblas, como una criatura de alas negras que ocultara aquella voz. Casi estaba perdida. Casi, pero no del todo. Había sido una flecha roja, luego una piedra. Ahora se convirtió en una espada, también roja. Se dio la vuelta. En aquel mundo sin dirección, de alguna forma se volvió y, con el último resplandor de su corazón, rasgó la cortina que le ocultaba la otra voz y logró trazar una imagen para transmitirla. Lo tuvo que hacer ella sola, porque los magos habían desaparecido. Con los postreros resortes de su poder, y usando el fuego como si fuera amor, envió la visión, a una distancia inimaginable, hasta el santuario de Gwen Ystrat. Luego la invadieron las tinieblas.

    Era una vasija rota, un junco con el que podría jugar el viento si hubiera podido soplar. Era un alma sin forma. El anillo se había apagado por completo y ella había hecho todo lo que había podido.

    Pero con ella había alguien más, que seguía cantando.

    «¿Quién?», transmitió ella mientras todo comenzaba a desvanecerse.

    «Ruana», contestó él, «sálvanos, sálvanos».

    Y entonces ella comprendió. Y, al comprender, supo que no podía abandonar. Todavía no le había llegado la hora del descanso. En aquel lugar no existían direcciones, pero aquel canto venía del noreste.

    De Khath Meigol, donde en otro tiempo habían vivido los paraikos.

    «Todavía vivimos», le transmitió él. «Sálvanos.»

    El anillo se había apagado. Con sólo aquel suave canto como guía en las tinieblas, comenzó el largo ascenso hacia la luz.

    Cuando el Baelrath se encendió, Ivor cerró los ojos, más por el dolor que le causó el grito de la vidente que por el rojo resplandor. Sin embargo, se les había requerido como testigos, y, haciendo un esfuerzo, logró abrirlos de nuevo.

    Resultaba difícil mirar el deslumbrante brillo de la Piedra de la Guerra. Apenas podía vislumbrar a la joven vidente y a los demás en torno a ella; se dio cuenta de la tremenda tensión que reflejaban los rostros de Matt y Barak. Expresaban una lucha imponente, un esfuerzo casi demoledor. Jaelle estaba temblando, y Gereint parecía una máscara mortuoria de Eridu. El corazón de Ivor se encogió por ellos, que estaban viajando tan lejos en combate tan silencioso.

    Mientras lo asaltaban tales pensamientos, la cámara fue sacudida por ecos de voces, y Jaelle y Gereint, casi simultáneamente, comenzaron a gritar de desesperación y dolor. Por un momento Matt Soren permaneció callado con el rostro inundado por el sudor; luego la fuente de Loren empezó a gritar con desgarradores ayes y cayo al suelo.

    Mientras Arturo y Shalhassan corrían a socorrerlo, Ivor oyó que Loren murmuraba con voz sorda:

    ―Demasiado lejos. Fue demasiado lejos. Todo ha terminado.

    Ivor cogió en sus brazos al sollozante Barak y lo llevó hasta un banco junto a la pared. Luego volvió e hizo lo mismo con Gereint. El chamán se estremecía como la última hoja de un árbol bajo el viento de otoño. Ivor temía por su vida.

    Aileron, el soberano rey, no se había movido de su sitio ni había apartado sus ojos de Kim. La luz todavía brillaba y ella permanecía de pie. Ivor miró su rostro y apartó enseguida la vista: tenía la boca completamente abierta en un interminable grito insonoro. Parecía como si la hubieran quemado viva.

    Volvió al lado de Gereint, que respiraba con desesperados estertores y cuyo rostro, incluso en medio de aquel rojo resplandor, era grisáceo. Y entonces, mientras Ivor se arrodillaba junto al chamán, la luz explotó de nuevo de forma tan salvaje que hizo que el primer resplandor pareciera sólo un destello. En torno a ellos latía el poder como una desencadenada furia. A Ivor le pareció que todo el templo se estremecía.

    Oyó que Aileron gritaba:

    ―¡Aparece una imagen! ¡Mirad!

    Ivor trató de hacerlo. Se dio la vuelta a tiempo de ver que la vidente caía al suelo, a tiempo de ver que junto a ella se dibujaba una borrosa imagen; pero la luz era demasiado roja, demasiado brillante. Estaba cegado, deslumbrado. No podía ver nada.

    Luego se hizo la oscuridad.

    O así lo pareció. Había antorchas en los muros y velas en el altar de piedra; pero, después de la enloquecedora luminosidad del Baelrath, que todavía cegaba su mente, Ivor se sintió rodeado por las tinieblas. Lo invadió una sensación de debilidad. Algo había ocurrido; de alguna forma, sin la ayuda de los magos, Kim había transmitido una imagen y ahora yacía en el suelo mientras el rey se inclinaba sobre ella. Ivor no tenía ni idea de lo que les había transmitido con lo que parecía haber sido el supremo esfuerzo de su alma. No podía ver si seguía respirando. Apenas podía ver nada.

    Una sombra se movió. Matt Sóren se había puesto de pie.

    Se oyó una voz.

    ―Ha sido demasiado deslumbrador ―decía Shalhassan―. No he podido ver nada.

    El dolor latía en su voz.

    ―Yo tampoco ―murmuró Ivor, que estaba recuperando la vista cuando ya era demasiado tarde.
    ―Yo si lo vi ―dijo Aileron―. Pero no comprendo su sentido.
    ―Era una Caldera ―la voz de Arturo Pendragon estaba llena de tranquila seguridad―. Lo vi con toda claridad.
    ―Una Caldera, sí ―dijo Loren―. En Cader Sedat. Ya sabemos algo.
    ―Pero no tiene sentido ―protestó débilmente Jaelle, que parecía al borde del colapso―. Sirve para resucitar a los recién muertos. ¿Qué tiene que ver la Caldera de Khath Meigol con el invierno?

    En efecto, ¿qué tenía que ver?, pensó Ivor, y entonces oyó que Gereint decía con voz áspera y casi inaudible:

    ―Joven, ha llegado la hora de los magos. Para esto has nacido y vivido. Primer mago de Brennin, ¿qué está haciendo él con la Caldera?

    «La hora de los magos», pensó Ivor. Nada menos que en el templo de Gwen Ystrat. El Tejido del Tapiz estaba desde luego fuera del alcance de cualquier comprensión.

    Consciente de la suplicante mirada de todos, Loren se volvió muy despacio hacia su fuente. Mago y enano se miraron como si no hubiera nadie más en la habitación, en todo el mundo. Incluso Teyrnon y Barak los contemplaban y estaban a la espera. Conteniendo el aliento, Ivor se dio cuenta de que tenía húmedas las palmas de las manos.

    ―¿Te acuerdas ―dijo de pronto Loren, e Ivor oyó en su voz el timbre de poder que se encerraba en la de Gereint cuando hablaba en nombre del dios―, te acuerdas del libro de Nilsom?
    ―Maldito sea su nombre ―replicó Matt Sóren―. Nunca lo he leído, Loren.
    ―Yo tampoco ―dijo Teyrnon en voz baja―. Maldito sea su nombre.
    ―Yo si ―dijo Loren―. Y también Metran.

    Tras una pausa continuó:

    ―Sé lo que está haciendo y cómo lo está haciendo.

    Con un jadeo, Ivor expulsó el aire de sus pulmones y tomó de nuevo aliento. Oyó que a su alrededor los demás hacían lo mismo. En el único ojo de Matt leyó destellos del mismo orgullo que a veces tenía Leith cuando lo miraba. Con gran calma, el enano dijo:

    ―Sabia que lo conseguirías. Así pues, ¿libraremos una batalla?
    ―Así te lo prometí hace tiempo ―respondió el mago. A Ivor le pareció que había crecido a la vista de todos.
    ―¡Que el Tejedor sea loado! ―exclamó de pronto Aileron.

    Todos lo miraron al instante. El soberano rey se había agachado y sostenía entre sus manos la cabeza de Kim; Ivor se dio cuenta de que ella respiraba otra vez con normalidad y de que el color había vuelto a sus mejillas.

    Todos esperaban en un silencio tenso. Ivor, a punto de llorar, advirtió qué joven era aquel rostro enmarcado por los blancos cabellos. Sabía que era propenso a las lágrimas. Por ese motivo a menudo Leith se mofaba de él. Pero ahora tenía motivos. Vio lágrimas en el rostro del soberano rey y un sospechoso brillo en los ojos del duro Shalhassan de Cathal. En tal compañía, pensó, ¿qué podía hacer un dalrei sino llorar?

    Al cabo de un momento ella abrió los ojos. Había dolor en su gris mirada, y un gran cansancio, pero cuando habló su voz sonó firme.

    ―Encontré algo ―dijo―. Traté de trasmitíroslo. ¿Lo conseguí? ¿Fue suficiente?
    ―Lo conseguiste y fue suficiente ―contestó con rudeza Aileron.

    Ella sonrió con la inocencia de un niño.

    ―Me alegro ―dijo―. Entonces ahora podré dormir. Soy capaz de dormir varios días seguidos.

    Y cerró los ojos.


    Capítulo 11


    ―Ahora ya sabes ―dijo Carde con un guiño― por qué los hombres siempre parecen cansados en Gwen Ystrat.


    Kevin sonrió y vació su vaso. La taberna estaba incomprensiblemente desierta, dadas las energías imperantes en la noche. Era evidente que tanto Aileron como Shalhassan habían dado órdenes terminantes. Sin embargo, la banda de Diarmuid, como siempre, parecía gozar de inmunidad respecto a las órdenes disciplinarias.

    ―Eso ―le dijo Erron a Carde― es tan sólo una verdad a medias. ―Levantó la mano para pedir otra jarra de vino de Gwen Ystrat, y luego se dirigió a Kevin―. Te está tomando el pelo. En cierto modo esa sensación se experimenta todo el año, según me han dicho, pero sólo en parte. Esta noche es diferente, o mejor dicho, mañana, sobre todo cuando caiga la noche. Lo que ahora estamos sintiendo sólo sucede en Maidaladan.

    El posadero les llevó más vino. Oyeron que una puerta se abría en el piso de arriba, y poco después se asomaba Kell por la baranda de la escalera.

    ―¿Quién es el siguiente? ―preguntó con una sonrisa.

    Kevin sacudió la cabeza.

    ―Yo paso ―dijo mientras Kell bajaba saltando las escaleras.

    Carde levantó una ceja.

    ―Nunca segundos platos ―dijo―. Bueno, yo no soy tan generoso, no con tan pocas mujeres.

    Kevin se echó a reír.

    ―Diviértete ―le dijo levantando el vaso que Erron le había llenado.

    Kell se dejó caer en el asiento de Carde. Se sirvió un vaso, lo apuró de un trago y luego contempló a Kevin con escrutadora mirada.

    ―¿Estás nervioso por lo de mañana? ―le preguntó en voz baja, para que no pudieran oírlo en las otras mesas.
    ―Un poco ―dijo Kevin.

    Le resultó muy fácil decirlo, y al instante se dio cuenta de que eso le proporcionaba una excusa.

    ―Para hacer honor a la verdad ―continuó―, bastante mas que un poco. Esta noche estoy de mal humor. Creo que voy a ir a acostarme.
    ―No es mala idea, Kevin ―coincidió Erron―. De todos modos lo bueno vendrá mañana. Lo que ahora sentimos mañana será diez veces más fuerte. Con el trofeo de un lobo en tu cinturón, tendrás con seguridad una sacerdotisa en tu cama, o tres.
    ―¿Es que salen del templo? ―preguntó Kevin sorprendido.
    ―Sólo esa noche en todo el año ―dijo Erron―. Forma parte de los ritos de Liadon. La única parte buena.

    Le sonrió con ironía y Kevin le devolvió la sonrisa.

    ―Entonces esperaré a mañana. Nos veremos a primera hora.

    Golpeó a Kell en el hombro y, tras ponerse la chaqueta y los guantes, se dirigió hacia la puerta y se internó en el frío de la noche.

    Era penoso, iba pensando, tener que mentir a los amigos. Pero la realidad era ardua, enajenante y además intransferible. Que pensara que tenía miedo de la cacería; siempre seria mejor que la verdad.

    La verdad era que no había senrido ni el más leve síntoma del deseo que estaba asaltando a los demás. Sólo por lo que le habían dicho había colegido que algo anormal estaba sucediendo. Fuera cual fuese la carga de erotismo inherente en el solsticio de verano, tanta que incluso las sacerdorisas de la diosa salían del templo para hacer el amor, fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo, no se estaba tomando la molestia de afecrarlo a él.

    El viento era muy molesto. Peor que el que había soplado un mes de diciembre durante unas vacaciones que había pasado en las praderas. Cortaba como un afilado cuchillo pese al abrigo que llevaba. No iba a poder resistir mucho tiempo a la intemperie. Nada podía resistir. ¿Cómo, pensaba Kevin, combatir con un enemigo que podía hacer semejante cosa? Había jurado vengar a Jennifer y al recordarlo su boca se torcía con amarga ironía. ¡Qué temerario había sido! Ni siquiera había una guerra en la que luchar; Rakoth Maugrin los estaba aplastando con el martillo del viento y del hielo. Además ―y la evidencia de esa realidad lo había estado torturando desde que llegaron a Stonehenge― él no iba a servir de gran ayuda aunque de algún modo acabaran con el invierno y estallara por fin la guerra. Aún le dolía el recuerdo de su propia inutilidad durante la batalla en la llanura hacía tres noches.

    No había tardado demasiado en vencer los celos, pues no formaban parte de su carácter. Sin embargo, siempre había servido para algo. Ya no sentía envidia por los tenebrosos y excesivos poderes de Kim y de Paul; la aflicción de Kim la noche antes junto al Bosque de Pendaran y la soledad de Paul habían convertido la envidia en un cierto sentimiento de piedad.

    No envidiaba sus papeles ni la fuerza de Dave al blandir el hacha; ninguna persona en su sano juicio envidiaría tampoco ni un ápice del hado que le había correspondido a Jennifer. Lo único que deseaba era contar para algo; encontrar la manera, aunque fuera mínima, de llevar a cabo lo que sinceramente había jurado.

    A decir verdad, por dos veces. La primera, en el Gran Salón cuando Brendel había llevado la noticia de la muerte de los lios alfar y del rapto de Jennifer. La segunda vez cuando Kim los había llevado de vuelta a casa y había visto lo que le habían hecho a la mujer que amaba; en aquel momento se había obligado a sí mismo a no desviar la vista de ella para que aquella imagen doliente estuviera siempre presente en él si alguna vez le fallaba el coraje.

    Todavía tenía presente aquella imagen y, examinando a conciencia su alma, en modo alguno le faltaba coraje. No sentía temor por la cacería del día siguiente, pese a lo que los otros pudieran pensar; sólo le hacía daño la amarga y honesta conciencia de que él estaba de más en la cabalgada.

    Y eso era, para Kevin Laine, lo más difícil de soportar en el mundo. Según parecía, en Fionavar era totalmente impotente. Otra vez, en medio del frío reinante, su boca se torció con amargura, pues no podía haber encontrado una palabra que describiera con más precisión su situación. Todos los hombres estaban sintiendo ahora en Gwen Ystrat el impulso de la diosa. Todos excepto él, en quien, desde que era adulto, los arrebatos de deseo habían sido profundos e insaciables, cosa que sólo sabían las mujeres que habían pasado con él alguna noche.

    Si el amor y el deseo pertenecían a la diosa, era evidente que también ella lo abandonaba. ¿Qué le quedaba?

    Sacudió la cabeza, compadeciéndose de si mismo. Lo que quedaba era Kevin Laine, a quien se suponía brillante y hábil, una estrella en la Facúltad de Derecho y en los procesos, cuando llegó a los tribunales. Gozaba de respeto y amistad y había sido también amado, más de una vez. Había nacido con estrella, le había dicho una mujer hacia muchos años. Era una curiosa expresión que siempre había recordado.

    No había, se dijo a sí mismo, lugar para la autocompasión en una vida con semejante curriculum.

    Sin embargo, el esplendor de tales habilidades sólo tenía cabida en su mundo. ¿Cómo podría disfrutar otra vez de falsos triunfos judiciales? ¿Cómo podría poner su mira en las excelencias legales después de todo lo que aquí había visto? ¿Qué podría tener sentido en su mundo después de haber visto surgir del Rangat aquella mano de fuego y haber oído en el viento del norte la risa de Rakoth?

    Muy poco, casi nada. De hecho, una sola cosa; pero él la tenía, y pensó en su padre sintiendo en el corazón la punzada que siempre lo asaltaba cuando había pasado un tiempo sin hacerlo.

    »Fur gezunter heit, und cum gezunter heitx», le había dicho en yiddish Sol Laine cuando Kevin le había comunicado que tenía que volar a Londres en un plazo de diez horas. «Ve enhorabuena y regresa enhorabuena» Nada más. En esas palabras se escondía una confianza ilimitada. Si Kevin se lo hubiese querido decir, le habría explicado las razones del viaje. Si no se las explicaba, era porque tenía sobrados motivos para no hacerlo.

    ―Oh, Abba ―murmuró en voz alta en la desapacible noche.

    Y en el país de la Madre su homenaje al padre se convirtió en un talismán que lo llevó, al abrigo de la cortante acometidadel viento, hasta la casa que le habían asignado a Diarmuid en Morvran.

    Había ciertas prerrogativas de realeza. Sólo Kell, Kevin y Brock compartían aquel lugar con el príncipe. Kell estaba en la taberna, el enano dormía y Diarmuid estaría Dios sabe dónde.

    Con el divertido pensamiento de lo que haría el príncipe la noche siguiente, y la tranquilidad que le proporcionaba siempre acordarse de su padre, Kevin se metió en la cama. Soñó, pero de forma tan confusa que a la mañana siguiente había olvidado sus sueños.

    A la salida del sol comenzó la cacería. El cielo se cernía muy azul sobre sus cabezas, y los primeros rayos del sol se reflejaban sobre la nieve. Latía algo salvaje, pensó Dave, como si de alguna forma se evidenciara la energía del solsticio de verano. Entre los cazadores había una carga eléctrica que casi se podía ver. Los impulsos eróticos que habían comenzado en cuanto hubieron entrado en Gwen Ystrat, se sentían ahora de forma más profunda. Dave no había experimentado en su vida nada parecido y, según decían todos, las sacerdotisas saldrían aquella noche a su encuentro. Se sentía débil con sólo pensarlo.

    Intentó concentrarse en lo que tenían que hacer aquella mañana. Había querido participar en la cacería con el pequeño contingente de los dalreis, pero los caballos iban a ser de mucha utilidad en el bosque y Aileron había rogado a los jinetes que se unieran a los arqueros, quienes iban a rodear el bosque para cortar la retirada de los lobos. Dave vio que el fornido lugarteniente de Diarmuid, Kell, blandiendo un enorme arco, cabalgaba más allá del puente, hacia el norte, con Levon y Torc.

    Supuso que esto lo dejaba en libertad de movimientos y, con cierto reparo, avanzó hacia el lugar donde Kevin estaba bromeando con algunos de los miembros de la banda del príncipe. Había rumores de que la noche anterior habían estado celebrando con anticipación los festejos del solsticio de verano, desafiando así las órdenes de los dos reyes. Dave no podía afirmar que se sintiese impresionado por eso. Una cosa era correrse juergas en la ciudad y otra muy distinta divertirse la víspera de una batalla.

    Sin embargo, ninguno de ellos parecía resentirse de la juerga y no conocía en realidad a nadie más con quien poder luchar, así que con cierta timidez se acercó al príncipe y esperó a que su presencia fuera notada. Diarmuid estaba echando una rápida ojeada a las órdenes que su hermano le había dado por escrito. Cuando hubo acabado elevó la mirada y sus desconcertantes ojos azules notaron la presencia de Dave.

    ―¿Hay sitio para uno más? ―preguntó Dave.

    Esperaba una pulla, pero el príncipe se limitó a decirle:

    ―Naturalmente. ¿No recuerdas que te vi combatir? ―Luego levantó la voz y unos cincuenta hombres lo rodearon en silencio.― Venid, pequeños, os contaré una historia. Mi hermano se ha superado a sí mismo preparando esta cacería. Aquí está escrito lo que tenemos que hacer.

    A pesar de su tono frívolo, sus palabras eran cortantes. Tras el príncipe, Dave vio que los eidolaths, la guardia de honor de Cathal, se alejaba cabalgando deprisa hacia el norte tras Shalhassan. Muy cerca, Aileron comandaba otro grupo de hombres y, más allá, Arturo estaba haciendo lo mismo. Coligió que la estrategia consistía en un movimiento de pinza, con los dos ejércitos moviéndose a la vez uno desde el sudeste y otro desde el noreste.

    Unos cien arqueros iban a rodear el bosque. Los cathalianos ocupaban ya la línea del río Khan, en su orilla este, hasta el lindero del norte a la altura del río Latham. Los arqueros de Brennin estaban apostados desde las orillas del Latham, en el norte y también a intervalos hacia el sur y el oeste. Las espesas arboledas al este del río Khan habían sido rastreadas y, según explicó Diarmuid, no se había encontrado nada. Los lobos estaban en el área del bosque de Leinan y, si todo salía según lo planeado, pronto estarían dentro del cerco trazado por los dos ejércitos. Iban a soltar los perros para que empujaran a los lobos al corazón mismo del bosque.

    ―A menos que los malvados lobos tengan la osadía de desobedecer los planes del soberano rey, nos encontraremos con las fuerzas de Shalhassan en pleno bosque y los lobos quedarán apresados entre nosotros. Si no ocurre así ―concluyó Diarmuid―, podremos echar las culpas a cualquier cosa, excepto a los planes trazados. ¿Alguna pregunta?
    ―¿Dónde están los magos? ―preguntó Kevin Laine.

    «Siempre con sus preguntas», pensó Dave. No podía remediarlo.

    Pero Diarmuid le contestó con toda seriedad:

    ―Iban a venir con nosotros. Pero algo sucedió anoche en el templo y las fuentes están completamente agotadas. Sólo podemos contar esta mañana con nuestras espadas y nuestros arcos.

    «Y con las hachas», pensó Dave con ánimo siniestro. No necesitaban nada más. Todo estaba más claro ahora que no contaban con la ayuda de los magos. No había más preguntas, ni tampoco tiempo que perder con ellas; Aileron había comenzado a avanzar con su compañía. Diarmuid, a marchas forzadas, los condujo más allá del puente del Latham, hacia el flanco izquierdo, en tanto que fa compañía de Arturo, según vio Dave, se dirigía hacia la derecha.

    Estaban en el limite suroeste del bosque, en una franja de tierra entre la espesura y el lago helado. Por el oeste y el norte, Dave distinguió a los arqueros que, sobre sus caballos, preparaban los arcos allí donde el bosque empezaba a clarear.

    Luego Aileron indicó algo a Arturo, y Dave vio que el Guerrero hablaba con su perro. Con un aullido el perro gris echó a correr en dirección al bosque de Leinan y la jauría lo siguió. Dave oyó débiles ecos de respuesta por el límite del norte que indicaban que también habían soltado la otra jauría. Los hombres esperaron un poco; luego el soberano rey emprendió la marcha y todos se internaron en el bosque.

    La oscuridad se iba haciendo cada vez más intensa, pues incluso sin hojas los árboles eran tan enormes que ocultaban el sol. Avanzaban hacia el noroeste, antes de empezar a torcer hacia el este, por eso el flanco de Diarmuid, en el que él iba, estaba en primera línea. De pronto Dave percibió el olor de los lobos, áspero e inconfundible. En torno a ellos los perros ladraban, pero no con demasiada insistencia. Dave, con el hacha preparada y la larga correa anudada a su muñeca, cabalgaba tras Diarmuid, con Kevin a su izquierda y a su derecha el enano llamado Brock, que también iba armado con un hacha.

    Luego, por la derecha, se oyeron los ladridos de Cavalí, tan agudos que incluso los que jamás habían participado en una cacería sabían lo que significaban.

    ―¡Media vuelta! ―gritó Aileron detrás de ellos―. ¡Desplegaos y dad la vuelta hacia el río!

    Dave había perdido el sentido de la orientación, pero siguió tras Diarmuid, y con el corazón palpitante se dispuso a encontrarse con los lobos.

    Ellos los encontraron primero.

    Antes de que pudieran alcanzar el río y a los hombres de Cathal, aquellas fieras negras, grises y manchadas se les echaron encima. Resistiéndose a ser simplemente cazados, los lobos gigantes pasaron al ataque, y en el momento en que blandía el hacha, Dave oyó los ecos de otra batalla .en el este. Los hombres de Cathal también habían entrado en combate.

    Ya no tuvo tiempo para pensar nada más. Hurtando el cuerpo hacia la derecha esquivó el ataque de los colmillos de una bestia negra y sintió que las fauces del animal le desgarraban el abrigo. No tuvo tiempo de mirar atrás; otro se acercaba. Lo mató de un violento tajo y luego se agachó con presteza, casi hasta tropezar con las rodillas, mientras otro animal le saltaba a la cara. Ese fue el último momento que pudo recordar con cierta claridad.

    La batalla se convirtió en una caótica confusión mientras se dirigían hacia los árboles, persiguiendo y perseguidos. En el fondo de su corazón sintió que surgía una furia destructora que, al parecer, se apoderaba siempre de él durante el combate, y avanzó a través de la nieve enrojecida por la sangre blandiendo y descargando el hacha una y otra vez. Delante de él vio al príncipe que manejaba con destreza su mortífera espada sin dejar de cantar .mientras iba sembrando la muerte por doquier.

    Perdió la noción del tiempo; no podía decir cuánto tiempo había transcurrido desde que empezaron a abrirse camino el príncipe y él con Brock en sus talones. Delante distinguió las siluetas de los cathalianos al otro lado del río helado. Sin embargo, a la derecha había más lobos que abordaban el grueso de las filas de Brennin y también el flanco de las de Arturo. Dave dio la vuelta para acudir en su ayuda.

    ―¡Espera! ―le dijo Diarmuid apoyando la mano en su brazo―. ¡Mira!

    Kevin Laine los alcanzó, sangrando por una herida en el brazo. Dave se volvió para contemplar la última parte de la batalla en aquella orilla del río Latham.

    No muy lejos, Arturo Pendragon, con el perro gris a su lado, estaba sembrando una sistemática destrucción entre los lobos. Dave tuvo de pronto la inesperada impresión de cuántas veces había blandido el Guerrero su espada y en cuántas guerras.

    Pero Diarmuid no miraba a Arturo. Siguiendo la mirada del príncipe, Dave y Kevin vieron algo que Kim ya había visto hacía un año en el recodo de un camino al oeste de Paras Derval.

    A Aileron dan Ailell y su espada.

    Dave había visto luchar a Levon y a Torc; había visto cómo Diarmuid sembraba despreocupadamente la muerte a su alrededor, y también los impecables golpes de espada que asestaba Arturo sin desperdiciar ningún esfuerzo; también conocía su propia forma de combatir, inundado por una imparable marca de rabia. Pero Aileron combatía de la misma forma en que vuela un águila o corre un eltor sobre la llanura en verano.

    Al otro lado todo había acabado. Shalhassan, cubierto de sangre pero triunfante, conducía a sus hombres río Latham abajo y también ellos pudieron contemplar la escena.

    Quedaban siete lobos. Sin mediar palabras, se los dejaron al soberano rey. Dave vio que seis eran negros y uno gris y que embestían por tres lados. Vio que caía muerto el gris y dos de los negros, pero ni siquiera vio el golpe de espada que mató al cuarto.

    En el bosque reinaba un silencio casi absoluto. Dave oyó jadeos dispersos a ambos lados del río; un perro ladraba de vez en cuando con nerviosismo; un hombre, no muy lejos, juraba en voz baja por el dolor que le producían las heridas. Pero Dave no podía apartar los ojos del soberano rey. De rodillas sobre la nieve pisoteada, Aileron limpió con cuidado la espada antes de enfundarla. Echó una fugaz mirada a su hermano y luego se volvió con una expresión casi tímida hacia Arturo Pendragon, quien le dijo con tono admirativo:

    ―Sólo he visto hacer a un hombre lo que tú has hecho.

    La voz de Aileron sonó en tono bajo pero firme.

    ―Yo no soy él. No formo parte de esa historia.
    ―No ―dijo Arturo―, no formas parte de esa historia.

    Luego Aileron se dirigió hacia el río.

    ―Espléndidamente entretejido, hombres de Cathal. Sólo le hemos dado una pequeña bofetada a la Oscuridad esta mañana, pero es mejor que haya sido así y no al revés. La gente podrá dormir tranquila esta noche gracias al trabajo que hemos realizado en el bosque.

    Shalhassan de Cathal estaba cubierto de sangre desde los hombros hasta las botas, y también había sangre en su trenzada barba, pero le hizo un austero gesto con la cabeza.

    ―¿Haremos sonar el maron para poner fin a la cacería? ―le preguntó Aileron cortésmente.
    ―Desde luego ―dijo Shalhassan―. Sólo cinco notas porque han muerto seis hombres en este lado del río.
    ―También aquí ―dijo Arturo―. Si te place, soberano rey, Cavalí puede ladrar tanto por nuestro triunfo como por esas muertes.

    Aileron asintió, y Arturo le dijo algo al perro.

    Cavalí se abrió camino hacia un lugar junto al río donde la nieve no había sido hollada ni teñida de rojo con la sangre de lobos, perros u hombres, y en aquel lugar, entre los desnudos árboles, alzó la cabeza.

    Pero su aullido no era un sonido de triunfo ni un lamento por las muertes.

    Dave no pudo averiguar nunca lo que lo hizo volverse, si el gruñido del perro o el temblor de la tierra. Se dio la vuelta más veloz que el pensamiento.

    Ocurrió en un instante; menos que eso, en una centella de tiempo entre el breve intervalo de dos segundos: algo estalló en su memoria. Otro bosque. Pendaran. Flidais, aquella criatura parecida a un gnomo con sus misteriosas salmodias: «Guárdate del jabalí, guárdate del cisne; el salado mar se llevó su cuerpo»

    Guárdate del jabalí.

    No había visto nunca una criatura igual a la que surgió de pronto entre los árboles. Debía de pesar cuatrocientos kilos por lo menos; tenía los colmillos curvos y los ojos ciegos de rabia, y era albino, blanco como la nieve que los rodeaba.

    Kevin Laine, en medio del camino de la bestia, con su espada y un hombro herido, no iba a ser capaz de esquivarla, y él no tenía maldita esperanza de detener la acometida de aquel monstruo.

    Se había dado la vuelta para hacerle frente. Con bravura, pero demasiado tarde, y armado tan sólo con el hacha. Mientras le asaltaba el extraño recuerdo de Flidais y oía el grito de alarma de Diarmuid, Dave cogió carrerilla, soltó el hacha y se lanzó en un enloquecido y desarmado salto.

    Acertó con el ángulo. Golpeó al jabalí en un costado y concentró en el golpe toda la contundencia de su peso y su fuerza.

    Rebotó como una pelota de ping―pong contra una pared. Sintió que salía volando, antes de estrellarse dando volteretas contra los árboles.

    ―¡Kevin! ―gritó mientras trataba imprudentemente de incorporarse.

    El mundo se tambaleó Se llevó la mano a la frente y la retiró cubierta de sangre. Sentía los ojos llenos de sangre y no podía ver nada. Se oyó un grito y el aullido de un perro, y algo sucedió dentro de su cabeza. Había alguien tendido en el suelo y la gente se agolpaba a su alrededor; alguien se le acercó, luego otra persona. Trató de ponerse en pie de nuevo, pero lo obligaron a echarse. Le hablaban y no les entendía.

    ―¿Kevin? ―trató de preguntar.

    Pero no pudo pronunciar el nombre. La boca se le llenó de sangre. Se dio la vuelta para escupirla y se desmayó, lejos ya del dolor.

    No se había tratado de valentía, ni de loca temeridad tampoco; no había tenido tiempo para reacciones tan complejas. Estaba de espaldas y había oído un gruñido y ruido de pisadas; se había vuelto antes incluso de que el perro ladrara y la tierra empezara a temblar bajo la acometida del jabalí blanco.

    Por un segundo, Kevin había pensado que la bestia se dirigía contra Diarmuid y gritó para llamar su atención. Pero no hacía falta, pues el jabalí iba en su búsqueda.

    Tuvo la extraña impresión de que el tiempo se detenía, cuando en realidad todo ocurrió en segundos. «Por fin alguien me quiere», fue el primer hilarante pensamiento que se le ocurrió. Fue rápido, siempre lo había sido, aunque no sabía cómo utilizar la espada. No tenía sitio por dónde huir ni manera de matar a aquel monstruo. Así, mientras el jabalí se le acercaba como un rayo, gruñendo enloquecido y alzando los colmillos con la fría determinación de arrancarle las entrañas, Kevin, calculando con sangre fría, dio un salto hacia delante para apoyar sus manos sobre la blanca y hedionda piel del lomo del enorme jabalí y así saltar por encima, como los danzarines de los toros de Minos, para aterrizar luego en la blanda nieve.

    En teoría, claro.

    Teoría y práctica comenzaron a divergir en forma radical en el momento en que la volante figura de Dave Martyniuk se estrelló contra el jabalí.

    Se desvió quizás unos cinco centímetros, según dijeron todos. Fue suficiente para que su brazo derecho herido fallara mientras él intentaba encontrar un punto de apoyo que le permitiera saltar por encima del jabalí. Nunca lo consiguió. Se encontró tumbado sobre el animal, exhalando la última molécula de aire que quedaba en sus pulmones; pero un postrer mecanismo de supervivencia le gritó ¡rueda!, y su cuerpo obedeció.

    Fue suficiente para que el colmillo del animal, con perverso y cortante movimiento, desgarrara de un modo superficial la carne de su ingle en vez de atravesarla mortalmente. Logró dar un salto mortal y cayó, como Dave, sobre la nieve.

    Sintió un tremendo dolor y la nieve se llenó de gotas de sangre como si de rojas flores se tratase.

    Brock logró alejar de él al jabalí y Diarmuid fue el primero en clavarle la espada. Vio que otros muchos desenvainaban las espadas, pero fue imposible decir quién remató al animal.

    Todos fueron muy amables con él cuando llegó el momento de trasladarlo; hubiera sido casi de mala educación por su parte gritar, de modo que se agarró con fuerza a las ramas de la improvisada camilla hasta que le pareció que desgarraba la madera y no gritó.

    Trató de bromear cuando el rostro de Diarmuid, inusitadamente blanco, se asomó a mirarlo.

    ―Si hay que escoger entre el niño y yo ―murmuró―, salvad al niño.

    Diar no se rió, y Kevin se preguntó si habría entendido el chiste; se preguntó también dónde estaba Paul, que si lo habría entendido.

    Pero no gritó; no lo hizo hasta que uno de los hombres que llevaban la camilla tropezó con una rama mientras abandonaban el bosque.

    Cuando Kevin volvió en sí vio que Martymiuk, con un vendaje ensangrentado en la cabeza, lo estaba mirando desde la cama vecina. No lo distinguía demasiado bien.

    ―Estás muy bien ―le dijo Dave―. Sano y salvo.

    Intentó bromear, pero no pudo, tanta era la sensación de alivio que sentía. Cerró los ojos y respiró profundamente: apenas sentía dolor. Cuando volvió a abrir los ojos vio que había más gente en la habitación: Diar, Kell y Levon. También estaban Torc y Erron. Amigos. El y Dave estaban en la habitación principal de los cuarteles del príncipe, y habían acercado sus camas a la chimenea.

    ―Me encuentro muy bien ―aseguró―. ¿Y tú?
    ―Muy bien, aunque no entiendo cómo es posible.
    ―Los magos estuvieron aquí ―dijo Diarmuid―. Los dos. Ellos os curaron, aunque costó un poco.

    Kevin recordó algo.

    ―Espera un momento. ¿Cómo lo hicieron? Creía...
    ―...que las fuentes estaban agotadas ―acabó de decir Diarmuid con ojos serios―. Lo estaban, pero tuvimos suerte. Ahora están descansando los dos, Matt y Barak, en el templo. Pero no podrán gozar del Maidaladan. Vosotros tendréis que hacerlo por ellos. De algún modo.

    Todos rieron. Kevin se dio cuenta de que Dave estaba mirándolo.

    ―Dime una cosa ―le dijo el hombretón despacio― ¿salvé tu vida o casi te maté?
    ―Quedémonos con lo primero ―le contestó Kevin―. Pero es una suerte que no me quieras mucho pues, si hubiera sido así, habrías bloqueado a aquel animal en lugar de fingirlo. Y en ese caso...
    ―¡Hey! ―exclamó Dave―, ¡hey! Eso no es... eso no es...

    Se detuvo porque todos se habían echado a reír. Bueno, ya encontraría más tarde algo que decir. Kevin siempre lo dejaba con la palabra en la boca.

    ―Hablando de cerdos ―dijo Levon, ayudando a Dave a encontrar una salida―: estamos asando al jabalí para la cena de esta noche. Supongo que oléis su aroma.

    Kevin olisqueó y, en efecto, percibió el aroma.

    ―Era un enorme animal ―dijo desde el fondo del alma.

    Diarmuid estaba riéndose.

    ―Si quieres nos las arreglaremos para reservarte el mejor bocado.
    ―¡No! ―gruñó Kevin imaginando lo que se avecinaba.
    ―Pues sí, creo que debes saborear la parte que casi te arranca el jabalí.

    Reinaba un generaf optimismo y una gran alegría, alimentados por la excitación de cada uno de ellos y también por algo más. Kevin cayó en la cuenta de que era el Maidaladan, el solsticio de verano; se evidenciaba en cada uno de los hombres que estaban en la habitación. Se levantó consciente del milagro que suponía poder hacerlo. Estaba vendado, pero podía moverse, y también Dave. En el hombretón, Kevin adivinaba la misma excitación apenas controlada que invadía a los demás. A todos excepto a él. Pero ahora parecía que de lo más profundo de su ser surgía algo persistente, algo que parecía ser importante. No un recuerdo, algo mas...

    La alegría y el bullicio iban en aumento. Se dejó llevar, disfrutando del ambiente de camaradería. Cuando entraron en la casa de reuniones de Morvran, convertida aquella noche en comedor, un espontáneo aplauso estalló entre los hombres de Brennin y de Cathal, y cayó en la cuenta de que los estaban aplaudiendo a él y a Dave.

    Se sentaron con los hombres de Diarmuid y con los dos dalreis. Antes de empezar a cenar, Diarmuid, fiel a su palabra, se levantó de su asiento, cogió ceremoniosamente una fuente que había frente a él y se dirigió hacia Kevín.

    En medio de la hilaridad general y al ritmo de los puños de quinientos hombres hambrientos que golpeaban sobre las largas mesas de madera, Kevin se dijo a sí mismo que tales demostraciones debían tomarse como una delicadeza. Con un vaso lleno de vino en la mano, se levantó, se inclinó ante Diarmuid y se comió los testículos del jabalí que casi lo había matado a él.

    A decir verdad, estaban bastante buenos.

    ―¿No hay más? ―preguntó en voz alta, y todos estallaron en carcajadas. Incluso Dave, que disfrutaba de la general animación.

    Aileron pronunció un pequeño discurso, y también Shalhassan; los dos eran demasiado prudentes para tratar de hablar demasiado, dado el humor que reinaba en la sala. Además, pensó Kevin, los reyes también debían de estar sintiendo aquello. Las camareras ―hijas de los aldeanos, según colegía― estaban risueñas y a la vez esquivas. Sin embargo, no parecían preocuparse. Se preguntó qué efectos producía el Maidaladan en las mujeres: en Jaelle, en Sharra, en aquel acorazado que parecía Audiart en la cabecera de la mesa. La cosa se animaría cuando las sacerdotisas salieran del templo.

    Había altas ventanas en las cuatro paredes de la habitación. En medio de aquel pandemónium, Kevin vio que fuera había oscurecido. El ruido y la animación eran demasiado febriles para que alguien advirtiera su insólita calma.

    Fue el único en la sala que se fijó en la luna cuando ésta apareció por las ventanas que daban al este. Era llena; había llegado el solsticio de verano y en el fondo de su conciencia algo, cada vez más intenso, estaba esforzándose por tomar forma. Se levantó en silencio y salió; no era el primero en hacerlo. A pesar del frío reinante, varias parejas se abrazaban estrechamente ajenas al bullicio de la sala del banquete.

    Pasó de largo junto a ellas; la herida le dolía un poco. Se detuvo en medio de la calle helada mirando la luna. Y en ese preciso momento un pensamiento consciente se estremeció en su interior y tomó, al fin, forma. No se trataba de un deseo, pues, fuera lo que fuese, venía de más allá del propio deseo.

    ―No es una noche apropiada para estar solo –dijo una voz a sus espaldas.

    Se dio la vuelta y vio a Liane. En sus ojos había timidez.

    ―¡Hola! ―le dijo―. No te he visto en el banquete.
    ―Es que no he ido. Estaba con Gereint.
    ―¿Cómo se encuentra?

    Echó a andar y ella acompasó su paso al de él por la ancha avenida. Otras parejas se les adelantaron riendo y corriendo para entrar en calor. Todo parecía brillar sobre la nieve a la luz de la luna.

    ―Bastante bien. Aunque no se siente feliz, por lo menos de la manera en que los demás se sienten.

    Él la miró y luego, puesto que parecía lo más adecuado, la cogió de la mano. No llevaba guantes y tenía los dedos helados.

    ―¿Por que no se siente feliz?

    En una casa vecina resonó una carcajada y brilló en la ventana el resplandor de una vela.

    ―No está seguro de que podamos conseguirlo.
    ―¿El qué?
    ―Detener el invierno. Parece ser que han averiguado que Metran está fabricándolo, no sé cómo, en aquel lugar en espiral, Cader Sedat, en el mar.

    La calle estaba ahora muy tranquila. En lo más profundo de su ser, Kevin sintió una tranquila intuición y un repentino terror.

    ―No pueden llegar hasta allí ―dijo en voz muy baja.

    Los ojos de ella estaban sombríos.

    ―No mientras dure el invierno. No pueden hacerse a la mar. No pueden acabar con el invierno mientras dure el invierno.

    Entonces a Kevin le pareció que veía todo su pasado, un sueño constante y esquivo que tanto despierto como dormido había tenido todas las noches de su vida. Las piezas iban encajando cada una en su sitio, y sentía en su alma una profunda paz.

    ―Cuando estuvimos juntos ―le dijo― me dijiste que yo llevaba en mi interior Dun Maura.

    Ella se detuvo con brusquedad en medio de la calle y lo miro.

    ―Lo recuerdo ―dijo.
    ―Bien ―dijo él―, está sucediendo algo extraño: no siento nada de lo que esta noche está sacudiendo a los demás. Siento algo diferente.

    Bajo la luz de la luna los ojos de ella se abrieron desmesuradamente.

    ―El jabalí ―susurró―, has sido marcado por el jabalí.

    Además aquello. Kevin asintió con la cabeza. Todo había llegado a la vez. El jabalí, la luna, el solsticio de verano, el invierno que ellos no podían detener. Todo había llegado a la vez. Y, con aquella profunda paz interior, Kevin por fin comprendió.

    ―Es mejor que te vayas ―le dijo con toda la suavidad que pudo.

    Tardó un momento en darse cuenta de que ella estaba llorando. No se había esperado tal cosa.

    ―¿Liadon? ―le preguntó ella.

    Aquél era precisamente el nombre.

    ―Si ―contestó él―, así parece. Es mejor que te vayas.

    Ella era tan joven que Kevin pensó que quizá se negaría a marcharse. Pero la subestimaba. Se enjugó las lágrimas con las manos. Luego se puso de puntillas, lo besó en los labios y se alejó por donde había venido, hacia el resplandor de las luces.

    La miró mientras se alejaba. Luego se dio la vuelta y siguió caminando hacia el lugar donde estaban los establos. Buscó su caballo. Mientras lo ensillaba, oyó las campanillas del templo y se detuvo un momento. Las sacerdotisas de Dana debían de estar saliendo.

    Acabó de ensillar el caballo y montó. Condujo con sigilo el caballo por la avenida y se detuvo en las sombras, en el lugar donde desembocaba la calle que llevaba de Morvran al templo. Al mirar hacia el norte vio que, en efecto, las sacerdotisas estaban saliendo del templo. Algunas corrían, otras caminaban. Todas llevaban mantos grises para protegerse del frío y los cabellos sueltos sobre la espalda; todas parecían brillar a la luz de la luna. Pasaron de largo y, al volver la cabeza hacia la izquierda, vio que desde la ciudad los hombres salían a su encuentro; la luna resplandecía sobre la nieve, sobre el hielo y sobre los hombres y mujeres que se entremezclaban en la calle.

    Poco después la calle quedó desierta y las campanillas enmudecieron. No muy lejos se oían gritos y risas, pero él sólo sentía una inmensa paz interior; enfiló su caballo hacia el este y comenzó a cabalgar.

    Kim se despertó muy entrada la tarde. Estaba en la habitación que le habían asignado y sentada junto a su lecho estaba Jaelle.

    Kim se incorporó y estiró los brazos.

    ―¿He dormido todo el día? ―preguntó.

    Jaelle le sonrió, lo cual era algo inusitado.

    ―Estabas en tu derecho.
    ―¿Cuanto tiempo llevas ahí mirándome?
    ―No demasiado. Todos te hemos estado velando por turnos.
    ―¿Todos? ¿Quién más?
    ―Gereint. Y las dos fuentes.

    Kim se sentó en la cama.

    ―¿Todos os encontráis bien?

    Jaelle asintió.

    ―Ninguno de nosotros llegó tan lejos como tú. Las fuentes estuvieron recuperando sus fuerzas para volver a emplearlas de nuevo.

    Kim la interrogó con la mirada y la pelirroja sacerdotisa le contó lo relativo a la cacería y al jabalí.

    ―Nadie resultó herido de gravedad ―concluyó―, aunque Kevin estuvo muy cerca.

    Kim sacudió la cabeza.

    ―Me alegro de no haberlo visto ―dijo dando un suspiro de alivio―. Aileron me dijo que pude transmitiros algo. ¿Qué fue, Jaelle?
    ―La Caldera ―contestó la otra mujer. Luego, mientras Kim aguardaba expectante, siguió diciendo―: El mago llamado Metran está fabricando el invierno con la Caldera, en Cader Sedat, allá lejos en el mar.

    Se hizo el silencio mientras Kim se esforzaba por entender. Cuando por fin lo logró, se sintió invadida por la desesperacion.

    ―Entonces todo ha sido inútil. No podemos hacer nada. ¡No podemos llegar hasta allí mientras dure el invierno!
    ―Excelentemente planeado ¿verdad? –murmuró Jaelle con una sangre fría que no podía ocultar el temor.
    ―¿Qué haremos?

    Jaelle se estremecio.

    ―Esta noche, no mucho. ¿Es que no lo sientes?

    Al oír la pregunta, Kim cayó de pronto en la cuenta.

    ―Creí que eran las consecuencias de mi estado ―murmuró.

    La sacerdotisa agitó la cabeza.

    ―Maidaladan. Nos invade más tarde que a los hombres, y es más una sensación de intranquilidad que de deseo, creo, pero al fin y al cabo casi se ha puesto el sol; ha llegado el solsticio de verano.

    Kim la miró.

    ―¿Vas a salir?

    Jaelle se levantó con brusquedad y se dirigió hacia el muro más alejado. Kim creyó que la había ofendido, pero al cabo de un momento la esbelta sacerdotisa se volvió hacia ella.

    ―Perdona ―dijo sorprendiéndola por segunda vez―. Una vieja respuesta. Iré al banquete y luego regresaré. Las sacerdotisas de gris deben salir a la calle esta noche y reunirse con los hombres que deseen. Pero las mormae vestidas de rojo nunca lo hacen, aunque es una costumbre, no una ley. ―Dudó un momento―. A la suma sacerdotisa vestida de blanco no le está permitido tomar parte en el Maidaladan o estar con un hombre, sea el tiempo que sea.
    ―¿Por alguna razón en especial? ―preguntó Kim.
    ―Tú deberías saberlo ―contestó Jaelle en tono terminante.

    Y al sondear en su interior, en su segunda alma, Kim lo supo.

    ―Ya comprendo ―dijo con calma―. ¿Es difícil?

    Por un momento Jaelle no contestó. Luego dijo:

    ―De una acólita vestida de marrón pasé a vestir el color rojo, y luego el blanco.
    ―Nunca el gris ―dijo Kim acordándose de algo―. Tampoco Ysanne. ―Vio que Jaelle se ponía rígida, y agregó―: ¿La odias mucho? ¿Porque se fue con Raederth?

    No esperaba ninguna respuesta, pero era un extrano atardecer y Jaelle le contestó:

    ―Antes la odiaba, pero ahora todo ha cambiado. Quizá todo mi odio se ha concentrado en el norte.

    Se hizo un largo silencio, que Jaelle rompió con torpeza:

    ―Quisiera decirte..., hiciste algo verdaderamente grande anoche, suceda lo que suceda después.

    Por un instante, Kim dudó; luego dijo:

    ―Me ayudaron. Sólo voy a decirtelo a ti, a Loren y a Aileron, creo, porque no estoy segura de lo que sucederá y tengo ñue proceder con cautela.
    ―¿Qué clase de ayuda? ―dijo Jaelle.
    ―Los paraikos ―contestó Kim―. Los gigantes viven todavía y están cercados en Khath Meigol.

    Jaelle se sentó, sobresaltada.

    ―¡Dana, Madre de todos nosotros! ―susurró―. ¿Qué vamos a hacer?

    Kim sacudió la cabeza.

    ―No lo sé. Ya hablaremos, pero creo que no esta noche. Como tú has dicho, no creo que nada importante suceda esta noche.

    Jaelle torció el gesto.

    ―¡Tener que decir semejante cosa a las sacerdotisas de gris que han estado esperando un año para esta noche!

    Kim sonrió.

    ―Me imagino, pero tú sabes bien lo que quiero decir. También tenemos que hablar de Darien.
    ―Pwyll está ahora con él ―dijo Jaelle.
    ―Ya lo sé. Adivino que así tenía que ser, pero me gustaría que estuviera con nosotros aquí.

    Jaelle se levantó de nuevo.

    ―Tengo que dejarte porque está a punto de empezar. Me alegro de que ya estés mejor.
    ―Gracias ―dijo Kim―, por todo. Quizá vaya a ver a Gereint y a las fuentes, sólo para saludarlos. ¿Dónde están?

    Jaelle se ruborizó.

    ―Los instalamos en unos catres en mi habitación. Pensamos que allí estarían tranquilos; no todas las sacerdotisas salen si hay hombres en el templo.

    A pesar de todo Kim sonrió.

    ―Jaelle ―dijo―, te has llevado a dormir a tu habitación a los tres únicos hombres inofensivos de Gwen Ystrat.

    Por primera vez oyó la risa de la suma sacerdotisa. Cuando se hubo quedado sola, pese a sus buenas intenciones, se durmió otra vez. Ni visiones, ni poderes en movimiento; sólo un sueño profundo y reparador para alguien que había sobrecargado su alma y sabia que tendría que hacerlo aún mas.

    Las campanillas la despertaron. Oyó el roce de las vestiduras en el vestíbulo, los pasos apresurados de las mujeres, sus murmullos y sus risas sofocadas. Luego todo quedó de nuevo en silencio.

    Permaneció acostada, pero completamente despierta, con su mente entretenida en múltiples pensamientos. Por fin, también en ella hizo su efecto el Maidaladan; sus pensamientos retrocedieron a un incidente sucedido la víspera, y, tras sopesarlo mientras aún permanecía acostada, se levantó, se lavó la cara y se puso una larga túnica sin nada debajo.

    Atravesó el vestíbulo y se detuvo a escuchar junto a una puerta en la que aún alumbraba una débil luz. Era el solsticio de verano y estaban en Gwen Ystrat. Llamó a la puerta y cuando le abrieron entró en la habitación.

    ―No es una noche apropiada para estar solo –le dijo mirándolo.
    ―¿Estás segura? ―preguntó él con cierta tensión.
    ―Si ―contestó ella sonriendo―. ¿O quizá preferirías ir en busca de una acólita?

    Él no respondió; simplemente avanzó hacia ella. Kim levantó la cabeza para poder besarlo. Sintió que él le desabrochaba el vestido y, al tiempo que la túnica caía al suelo, los fuertes brazos de Loren Manto de Plata la cogieron en alto y la condujeron hasta el lecho, en aquella noche del solsticio de verano.

    Por fin, pensaba Sharra, empezaba a entender su comportamiento por la forma en que constantemente buscaba divertirse. Ella misma, hacia un año, había sido un simple objeto de diversión, que le había costado a él una cuchillada y casi la vida. Desde su puesto en la cabecera de la mesa del banquete observó con una media sonrisa cómo Diarmuid se levantaba y le llevaba los humeantes testículos del jabalí a aquel hombre que había sido atacado por la fiera. Imitando los gestos de los criados puso ante Kevin la bandeja.

    Se acordaba de aquel hombre: había saltado como ella desde la galería de los músicos hacía un año, pero con intenciones totalmente diferentes. Era apuesto, tan atractivo como el propio Diarmuid, aunque de ojos castaños. A Sharra le parecieron unos ojos tristes. Y no era la única mujer en notarlo.

    Tristes o no, Kevin hizo un comentario que suscitó carcajadas a su alrededor. Diarmuid, todavía riendo, regresó al lugar que ocupaba entre su padre y la suma sacerdotisa, en el extremo opuesto de Aileron. Por un momento la miró, pero ella desvió la mirada con gesto indiferente. No habían intercambiado palabra alguna desde aquel dorado atardecer en el que él había mostrado a todos su superioridad sin esfuerzo alguno. Pero esa noche era el Maidaladan y ella estaba segura de que se le acercaría.

    A medida que transcurría el banquete, que consistía en la carne del jabalí y de los eltors que los dalreis habían traído de la llanura, el ambiente se iba caldeando más y más. Sentía curiosidad, no temor, y experimentaba en su interior un inquietante desasosiego. Cuando sonaron las campanillas, comprendió que las sacerdotisas debían estar saliendo del templo. Ella debería estar ya en el templo, de acuerdo con las órdenes de su padre. Arturo Pendragon e Ivor, el aven de los dalreis, que habían estado charlando animadamente durante toda la velada a su lado, se habían retirado ya al templo. O por lo menos así lo suponía ella.

    Había, pues, sitios vacíos a su lado en el salón cada vez más animado. Se dio cuenta de que Shalhassan comenzaba a rebullir en su asiento con impaciencia. No era propio del carácter del señor de Cathal. De repente se preguntó si su padre estaría sintiendo el mismo inquietante deseo que era evidente que se iba apoderando de todos los hombres que estaban en el salón. Así debía de ser y tuvo que reprimir una sonrisa, pues era difícil imaginar a Shalhassan dejándose llevar por las pasiones.

    Y en ese jnstante, sorprendiéndola muy a pesar suyo, vio que Diarmuid estaba junto a ella. No se sentó. Todos debían de estar observándolos. Se apoyó en el respaldo de la silla que poco antes había ocupado Arturo y le dijo con un tono exquisitamente amable algo que la desconcertó por completo. Poco después, haciendo un educado gesto con la cabeza, se alejó y, tras cruzar el largo salón sin dejar de sonreír y bromear, salió de la habitación.

    Ella era hija de su padre, y ni siquiera el propio Shalhassan, que la estaba mirando con ojos inquisitivos, pudo leer en su rostro la más mínima señal de desconcierto.

    Ella había esperado que se le acercara esa noche y que le hiciera proposiciones. Había pensado que se limitaría a murmurar, como en efecto acababa de hacer, un nos veremos. Encajaba peifectamente en el estilo, en su descarada despreocupación.

    Lo que en absoluto encajaba ―y lo que la había desconcertado― era que había pronunciado esas palabras en tono interrogativo, como una súplica, y se había quedado mirándola en espera de una respuesta. Ella no tenía ni idea de lo que le habían respondido sus ojos; tampoco estaba segura ―y eso era lo peor― de lo que deseaba contestarle.

    Poco después su padre se levantó y, un poco más allá, Bashraí lo imitó. La guardia de honor, excelentemente disciplinada, escoltó al supremo señor y a la princesa de Cathal hasta el templo. En la puerta, Shalhassan les dio las buenas noches con un elegante gesto, aunque sin sonreír.

    Ella no contaba aquí con servidores; Jaelle había asignado a su servicio a una de las sacerdotisas. Cuando entró en la habitación, Sharra vio, a la luz de la luna que se filtraba a través de las cortinas de la ventana, que la mujer le había dispuesto el lecho. La sacerdotisa llevaba un manto con capucha para abrigarse del frío de la calle. Sharra adivinó el porqué.

    ―¿Tocarán pronto las campanillas? ―le preguntó.
    ―Muy pronto, señora ―susurró la mujer.

    En su voz distinguió un tono tenso que la inquietó. Se sentó en una silla jugueteando con el colgante que llevaba en el cuello. Con rápidos y casi impacientes movimientos la sacerdotisa acabó de prepararle el lecho.

    ―¿Desea algo más, señora? Porque si no... Disculpe, pero... pero sólo es esta noche... ―dijo con voz temblorosa.
    ―No ―le contestó Sharra con amabilidad―. Todo está muy bien. Sólo... abre la ventana antes de marcharte.
    ―¿La ventana? ―repitió consternada la sacerdotisa―. ¡Oh, señora, no! No os resultará agradable. Debéis entenderlo, es una noche salvaje y de todos es sabido que los hombres del pueblo...

    Le dirigió a la mujer una mirada cortante. Pero era difícil dominar a una sacerdotisa de Dana en Gwen Ystrat.

    ―No creo que ningún hombre del pueblo se atreva a aventurarse hasta aquí ―dijo―. Estoy acostumbrada a dormir con la ventana abierta incluso en invierno.

    Deliberadamente le dio la espalda y comenzó a quitarse las joyas. Sus manos no temblaban, pero sentía que su corazón se aceleraba por las consecuencias de lo que acababa de hacer.

    Si él se echaba a reír cuando entrara o se reía de ella, gritaría; lo tenía bien decidido. Y que él cargara luego con las consecuencias. Oyó el ruido de la ventana al abrirse y un aire helado penetró en la habitación.

    Luego oyó el sonido de las campanillas y a sus espaldas la sacerdotisa dejó escapar un confuso suspiro.

    ―Muchas gracias ―dijo Sharra al tiempo que dejaba el collar sobre la mesa―. Supongo que ésa es tu señal.
    ―En realidad lo era la ventana ―dijo Diarmuid.

    Sin acabar de darse la vuelta ella desenvainó su puñal.

    Él se había quitado la capucha y la miraba con toda tranquilidad.

    ―Recuérdame que algún día te cuente que en otra ocasión hice algo parecido. Es una historia divertida. ¿Has notado ―añadió por decir algo― qué altas son las sacerdotisas? Fue una suerte...
    ―¿Acaso estás tratando de ganarte mi odio? –le lanzó ella como si sus palabras fueran cuchillos.

    Él repuso con toda tranquilidad:

    ―En modo alguno. Ningún hombre por si mismo puede acercarse a esta habitación, y decidí no confiar en nadie. No tenía otro modo de llegar hasta aquí sin ayuda.
    ―¿Qué te hizo suponer que podías venir? ¡Cuánta presunción...!
    ―Sharra, deja ese tono. Yo no supuse nada. Si tú no me hubieras ordenado que abriera la ventana, me habría marchado cuando sonaron las campanillas.
    ―Yo... ―empezó a decir ella. Luego se detuvo: no había nada que decir.
    ―¿Quieres hacer algo por mí?

    Avanzó hacia ella. Sin pensarlo, ella levantó el puñal y, al verlo, él sonrió por primera vez.

    ―De eso se trata ―dijo―. Puedes hacerme una herida. Por razones obvias no ofrecí mi sangre al entrar, y no quiero estar aquí en el Maidaladan sin haber cumplido los ritos. Si Dana puede serme propicia esta noche, merece el sacrificio. Junto a ti hay una jofaina.

    Y, subiéndose las mangas de la túnica y de la camisa azul que llevaba debajo, extendió hacia ella la muñeca.

    ―No soy una sacerdotisa ―dijo ella.
    ―Creo que esta noche todas las mujeres lo sois. Hazlo por mí, Sharra.

    De este modo, y por segunda vez, su puñal lo hirió, mientras ella sostenía su muñeca y le hacía un corte en el dorso. Brotó la sangre y ella la recogió en la jofaina. Sin decir palabra, él le tendió un pañuelo de Seresh que llevaba en el bolsillo. Ella dejó la jofaina y el cuchillo y le vendó la herida con el pañuelo.

    ―Es la segunda vez ―dijo él haciéndose eco de los pensamientos de ella―. ¿Habrá una tercera?
    ―Siempre te pones a tiro.

    Él se alejó hacia la ventana. La habitación daba al este y la luna brillaba. Observó que el terreno trazaba un largo declive desde los lisos muros del templo. Tenía los puños apretados sobre el alféizar de la ventana y miraba hacia el exterior. Ella se sentó en una silla junto al lecho. Cuando él rompió a hablar lo hizo con calma, pero en su voz ya no había ligereza alguna.

    ―Debo ser aceptado tal como soy, Sharra. Nunca seré capaz de actuar por cálculo mesurado ―dijo él mirándola―. De otro modo, ahora sería el soberano rey y Aileron estaría muerto. Tú lo viste con tus propios ojos.

    Si, ella lo había visto. Él así lo había elegido; ninguno de los que aquel día estaban en el Gran Salón podía olvidarlo. Permaneció callada con las manos en el regazo.

    ―Cuando saltaste desde la galería ―siguió diciendo él― pensé que estaba viendo el ataque mortal de un ave de presa. Luego, cuando me arrojaste agua mientras escalaba el muro, pensé que estaba viendo a una mujer que sabía comportarse. Lo mismo vi hace cinco días en Paras Derval. Sharra, no he venido aquí para acostarme contigo.

    Ella soltó una risita de incredulidad.

    Él se había vuelto para mirarla. La luz de la luna se reflejaba en su rostro.

    ―Es cierto. Ayer me di cuenta de que no me gusta la pasión que despierta el Maidaladan. Prefiero la mía. Y la tuya. No he venido para acostarme contigo, sino para decirte lo que acabo de decirte.

    Ella se retorcía las manos con nerviosismo. Pero no pudo evitar burlarse de él y le dijo con frialdad:

    ―¡Naturalmente! Y adivino que la primavera pasada viniste a Laral Rigal para ver los jardines.

    Él no se había movido y sin embargo su voz pareció sonar más cercana y también más áspera.

    ―Sólo para ver una flor ―dijo Diarmuid―. Y encontré más de lo que había ido a buscar.

    A ella le hubiera gustado contestarle algo, responderle con alguna de sus cortantes y sarcásticas pullas, pero tenía la boca seca y no podía pronunciar palabra.

    Él se movió, sólo medio paso, lo súficiente para alejarse de la luz. Esforzándose por verlo en las sombras, Sharra le oyó decir con suma delicadeza y procurando disímular la emoción:

    ―Princesa, corren malos tiempos, porque la guerra impone su ley y además esta guerra puede significar el fin de todo lo que nosotros hemos conocido. No obstante, si tú me lo permites, me gustaría cortejarte con todo el ceremonial que merece una princesa de Cathal, y mañana le diré a tu padre lo que esta noche te digo a ti.

    Hizo una pausa. De pronto pareció que la luz de la luna invadía toda la habitación, mientras ella temblaba con todo su ser.

    ―Sharra ―dijo él―, el sol se levanta en tus ojos.

    Muchos hombres le habían hecho idéntica proposición con ceremoniosas declaraciones de amor. Muchos, pero ninguno la había hecho llorar. Quiso levantarse pero las piernas no le obedecieron. El estaba muy lejos. Con todo el ceremonial, había dicho. Que hablaría con su padre por la mañana, había añadido con cierta torpeza en la voz.

    Y todavía podía oír esa torpeza cuando dijo:

    ―Lo siento mucho, si es que te he asustado. No soy demasiado ducho en estas cosas. Ahora me marcharé. No hablaré con Shalhassan a menos que tú lo permitas.

    Se dirigió hacia la puerta. Y entonces ella reaccionó; él no podía ver su cara pues estaba sentada en las sombras y además hasta ese momento había permanecido callada...

    Se levantó y sus palabras brotaron del fondo de su corazón como transportadas por una ola creciente; con timidez pero con un cierto tono burlón, dijo:

    ―¿Cómo vamos a pretender ignorar que estamos en el Maidaladan? ¿Acaso no vamos a comprobar adónde nos lleva nuestro inadecuado deseo?

    El se volvió con un grito sofocado.

    Ella se puso a la luz para que él pudiera ver su rostro.

    ―¿A qué otro hombre podría yo amar? ―dijo.

    Al instante él estaba a su lado, sobre ella, y su boca besó sus lágrimas, sus ojos, su boca. La luna llena del solsticio de verano caía sobre ellos como un chorro de blanca luz, contrastando con la oscuridad que los rodeaba y la que aún estaba por venir.

    A campo abierto hacía mucho frío, pero la noche no era desagradable, y la luz brillaba sobre la nieve y las colinas. Allá arriba las estrellas más luminosas resplandecían, pero las más débiles parecían eclipsadas por la luz de la luna llena que ya estaba muy alta.

    Kevin cabalgaba con trote firme hacia el este, y poco a poco el caballo comenzó a ascender. No había ningún sendero entre la nieve, pero la pendiente era bastante suave y los desniveles no eran demasiado profundos.

    Las colinas se extendían hacia el norte y hacia el sur, y al cabo de un rato salvó un escarpado risco y se detuvo para mirar hacia abajo. En la distancia las montañas brillaban con una luz plateada, remota y sugerente. No había avanzado mucho.

    A su derecha una sombra se movió entre la nieve y el hielo y Kevin echó una rápida ojeada, consciente de que estaba desarmado y solo en la vastedad de la noche.

    No se trataba de un lobo.

    El perro gris avanzó despacio hasta colocarse frente al caballo. Era un hermoso animal, pese a las cicatrices, y el corazón de Kevin se conmovió. Permanecieron quietos un momento, como un cuadro vivo sobre la colina, entre la nieve y el suave susurro del viento.

    ―¿Me conducirás hasta allí? ―dijo Kevin.

    Cavalí lo miró largamente, como si preguntara algo o necesitara una confirmación del jinete solitario y del solitario caballo.

    Kevin comprendió.

    ―Tengo miedo ―dijo él―. No voy a mentirte. Pero siento una intensa emoción, sobre todo desde que has aparecido. Me gustaría ir a Dun Maura. ¿ Quieres mostrarme el camino?

    Un remolino de viento agitó la nieve sobre la colina. Cuando amainó, Cavalí se había dado vuelta y bajaba por la pendiente hacia el este. Por un instante Kevin miró hacia atrás. Veía las luces de Morvran y del templo y, al aguzar el oído, llegar hasta él débiles gritos y risas. Tiró con brusquedad de las riendas y el caballo siguió tras el perro; al pie de la colina se apagaron las luces y los ruidos.

    Sabia que no debía de estar muy lejos. Aproximadamente durante una hora Cavalí lo guió colina abajo, hacia el noreste. Caballo, jinete y perro eran las únicas cosas vivientes en aquel paisaje invernal entre los árboles cubiertos por la nieve y las esculpidas y plateadas formas de tummocks y barrancos. El aliento se helaba con el aire de la noche, y lo único que se oía era el trote del caballo y el susurro del viento, cada vez más débil a medida que descendían.

    Luego el perro se detuvo y se volvió para mirarlo de nuevo. Tuvo que escudriñar durante un buen rato antes de distinguir la cueva. Estaban justo delante de ella. En la entrada crecían arbustos y parras, y la abertura era más estrecha de lo que se había imaginado, poco más que una fisura. Un tortuoso sendero conducía desde allí hacia lo que parecía ser la última de las suaves colinas. Si no hubiera sido por la luz de la luna, nunca lo habría visto.

    Sus manos no temblaban. Exhaló unos cuantos suspiros lentos y profundos y sintió que los latidos del corazón se regularizaban. Desmontó del. caballo y se detuvo junto a Cavalí, sobre la nieve. Miró la cueva, sintiendo mucho miedo.

    Soltando otro suspiro, se acercó al caballo. Le acarició el belfo y sintió su calor en el rostro. Cogió las riendas y lo encaró hacia las colinas y la ciudad.

    ―¡Vete! ―le dijo mientras le daba una palmada en las ancas.

    Un poco sorprendido por lo fácil que había resultado, contempló cómo el caballo se alejaba galopando retrocediendo sobre sus propias huellas. Lo siguió con la mirada un rato hasta que desapareció tras la curva hacia el sur que trazaba el camino por el que habían venido. Permaneció unos segundos más con la vista fija en aquel lugar.

    ―Bien ―dijo dándose la vuelta―, vamos allá.

    El perro estaba sentado sobre la nieve mirándolo con ojos acuosos, que expresaban una profunda tristeza. Sintió deseos de abrazarlo, pero el perro no era suyo; no habían compartido nada y no debía tomarse esa libertad. Le hizo un gesto con la mano, un gesto en verdad bastante estúpido, y sin decir nada penetró en Dun Maura.

    Esta vez no miró atrás. Sólo hubiera visto a Cavalí, y el perro debía de estar mirándolo, inmóvil sobre la nieve iluminada por la luna. Kevin apartó unos helechos y, avanzando entre arbustos, se internó en la cueva.

    Enseguida lo rodeó la oscuridad. No tenía ninguna luz y tuvo que esperar un instante a que los ojos se acostumbraran a las tinieblas. Mientras aguardaba se dio cuenta de que tenía calor. Se quitó el abrigo y lo arrojó en la entrada, a un lado del camino. Tras un momento de duda hizo lo mismo con el magnifico chaleco que le había regalado Diarmuid. Su corazón se sobresaltó al oir fuera un aleteo, pero era sólo un pájaro. El ave cantó una vez, y luego una segunda, con una nota prolongada, diáfana y vibrante. Poco después cantó por tercera vez en un tono más profundo y no tan sostenido. Apoyando la mano derecha sobre el muro, Kevin echó a andar.

    El camino era practicable y descendía con suavidad. Con las manos extendidas podía tocar ambos muros laterales. Tenía la sensación de que el techo de la cueva estaba muy alto, pero la oscuridad era tan grande que no podía verlo.

    El corazón parecía latirle acompasadamente y las palmas de las manos estaban secas, aunque los rugosos muros estaban húmedos. La oscuridad era lo peor, pero sabía, en la medida en que alguna vez había sabido algo, que no había llegado hasta tan lejos para tropezar y romperse el cuello en un camino tenebroso.

    Avanzó durante bastante tiempo, no sabia cuánto. Por dos veces el camino se estrechó tanto que tuvo que ponerse de lado para poder pasar. Una vez algo pasó volando muy cerca de su cabeza y se agachó con instintivo temor. Pero pasó de largo, todo pasaba de largo. De pronto el pasillo torció a la derecha y descendió, y a lo lejos Kevin vio el resplandor de una luz.

    Hacía calor. Se desabrochó un botón de la camisa y luego, impulsivamente, se la quitó. Miró hacia arriba; pese a la luz, el techo de la cueva estaba tan alto que se perdía entre las sombras. El sendero se ensanchó y desembocó en unos escalones. Los contó sin ninguna razón precisa. El veintisiete era el último y daba acceso a una enorme habitación circular alumbrada por una luz anaranjada cuya fuente no pudo ver.

    Se detuvo en el umbral y se le erizaron los cabellos de la nuca mientras sentía por primera vez el latido de poder ―todavía no una oleada, aunque sabia bien que así sobrevendría luego― en aquel lugar, el más sagrado de todos, y en su interior ese poder se transformó, por fin, en deseo.

    ―Hermosos tus cabellos y hermosa tu sangre― oyo decir. Se volvió con presteza hacia la derecha.

    No la había visto, y no la habría visto si no hubiera hablado. A una distancia de apenas un metro había un tosco asiento de piedra excavado en la roca. Sobre él, doblada casi en dos por el peso de la edad, estaba sentada una marchita y decrépita anciana. Sus cabellos largos y ásperos caían sobre su espalda y a ambos lados de su alargado rostro en despeinadas guedejas de un gris amarillento. Sus manos nudosas, tan deformadas como su espinazo, tejían sin cesar una labor de punto sin forma alguna. Al ver que él se asustaba se echó a reír abriendo una enorme boca desdentada, con una risa sonora y jadeante. Adivinó que sus ojos habían sido en otro tiempo azules, pero ahora, debilitados por las cataratas, eran blanquecinos y legañosos.

    Su túnica debía de haber sido blanca en otro tiempo, pero ahora estaba sucia, salpicada de informes manchas y rasgada en muchos sitios. Por uno de los agujeros vio el fláccido pellejo de su marchito pecho.

    Lentamente, con distinguida deferencia, Kevin se inclinó ante ella, la guardiana del umbral de aquel lugar. Todavía riéndose, ella se levantó. La baba le caía por la barbilla.

    ―Esta noche es el Maidaladan ―dijo él.

    Poco a poco ella dejó de reír, y lo miró desde su asiento de piedra; su espinazo estaba tan torcido que tenía que torcer el cuello para poder mirarlo.

    ―Así es ―dijo―. La Noche del Hijo Bienamado. Han pasado setecientos años desde que un hombre invocó aquí el Maidaladan.

    Señaló con su aguja y Kevin vio en el suelo, junto a ella, un montón de huesos y una calavera.

    ―No lo dejé pasar ―susurró la vieja y se echó a reír.

    El tragó saliva y se esforzó por vencer el miedo.

    ―¿Desde cuándo? ―tartamudeó―. ¿Desde cuándo estás aquí?
    ―¡Loco! ―gritó ella tan fuerte que él dio un respingo.

    Locolocolocoloco, repitió el eco en la sala, y por encima de la cabeza oyó el aleteo de los murciélagos.

    ―¿Acaso crees que estoy viva?

    Vivavivavivaviva, oyó él, y luego sólo su propia respiración. Vio que la anciana había dejado su labor junto a los huesos, a sus pies. Cuando lo miró de nuevo en su mano sólo sostenía una aguja, larga y afilada, dirigida directamente hacia su corazón. Se puso a cantar, con voz clara pero muy baja, de modo que el eco no repetía su canto:

    Hermosos rus cabellos y hermosa tu sangre,
    amarillos los unos y roja la otra en honor de la Madre.
    Dime cuál es tu nombre, Bienamado,
    tu verdadero nombre, y no otro.


    En el momento antes de contestar, Kevin Laine tuvo tiempo de acordarse de muchas cosas, de algunas con pena, de otras con amor. Se irguió ante ella; sentía poder en su interior y el deseo volvía a surgir. También él podía provocar el eco en Dun Maura.

    ―¡Liadon! ―gritó.

    Con el eco y el resurgir de la fuerza en su interior, sintió un aliento, una caricia, como la del viento sobre el rostro.

    Muy despacio, la vieja bajó la aguja.

    ―Está bien ―susurró―. Pasa.

    Él no se movió. Su corazón latía ahora apresuradamente, pero ya no tenía miedo.

    ―Siento un anhelo dentro de mí ―dijo.
    ―Siempre ha estado allí ―replicó la anciana.

    Kevin dijo:

    ―Hermosos mis cabellos y hermosa mi sangre. Una vez ofrecí mi sangre, en Paras Derval, pero eso ocurrió muy lejos de aquí y no esta noche.

    Aguardó expectante y por primera vez vio que los ojos de ella cambiaban. Parecían más claros, como si recuperaran el color azul perdido; debía de tratarse de un efecto de la luz anaranjada, pero también la había visto enderezarse.

    Con la misma aguja apuntó hacia adentro, hacia la sala. No muy lejos, casi en el mismo umbral, Kevin vio los elementos necesarios para el sacrificio. No había ninguna daga brillante y pulida, ni tampoco una jofaina exquisitamente labrada para recoger la sangre de la ofrenda. Se encontraba en el lugar más antiguo, en el hogar. Había una roca que se alzaba desde el suelo de la cavema hasta un poco por encima de su pecho; la roca no acababa en una punta uniforme y redondeada, sino en una dentada cresta. Junto a ella había un cuenco de piedra, algo más grande que una copa. En otro tiempo había tenido asas, pero una se había roto. No tenía dibujos ni vidriados; era tosca, apenas funcional, y Kevin no se atrevió ni siquiera a aventurar qué antiguedad podía tener.

    ―Pasa ―repitió la vieja.

    El se dirigió a la roca y alzó con cuidado el pesado cuenco. Se detuvo de nuevo y otra vez lo asaltaron muchos recuerdos, como luces de una lejana orilla, o como luces de una ciudad entrevistas desde una colina en una noche de invierno.

    Al volverse vio que la vieja se había levantado. Sus ojos eran ahora muy azules; la túnica y los cabellos, blancos como la nieve, y sus dedos, delgados y largos. Tenía los dientes blancos y los labios rojos, y había arrebol en sus mejillas, que él comprendió que nacían del deseo.

    ―Siento un anhelo dentro de mi ―dijo él.

    Ella se echó a reír. Era una risa amable, indulgente, tierna; la risa de una madre que acuna a su hijo.

    ―Bienamado ―dijo ella―. Oh, bienvenido seas de nuevo, Liadon. Bienamado Hijo... Maidaladan. Ella te amará, te amará.

    Y la Guardiana del Umbral, anciana pero ya no decrépita, puso un dedo sobre la herida y él sintió que la piel se cicatrizaba y la sangre dejaba de manar bajo su caricia.

    Se puso de puntillas y lo besó en los labios. El deseo se desbordó en él como una ola bajo el viento huracanado.

    ―Mil doscientos años separan la reclamación de mi deuda y el sacrificio libremente consumado ―dijo ella con los ojos llenos de lágrimas―. Ve ahora. La medianoche nos protege. Sabes adónde ir; lo recuerdas. Vierte el cuenco y el deseo de tu corazón, Bienamado. Ella estará allí. Vendrá con presteza a tu encuentro como hizo cuando el primer jabalí señaló al primero de todos sus amantes.

    Mientras hablaba los largos dedos lo despojaban de su ropa.

    Deseo, poder, la cresta de la ola. Él era la fuerza que latía tras la ola y la espuma cuando aquélla rompía. Sin decir palabra, se dio la vuelta, recordando perfectamente el camino, cruzó la cámara llevando la sangre en el cuenco de piedra y llegó hasta el extremo opuesto. Hasta el mismo borde del abismo.

    Desnudo como había estado en el útero, se detuvo un momento allí. Esta vez no dejó que su mente se remontara a las cosas que había perdido, sino que concentró todo su ser en el único deseo de su corazón, en el único regalo que de ella solicitaba a cambio, y derramó la sangre que contenía el cuenco en el oscuro abismo, para pedirle a Dana que acudiera desde las raíces de la tierra en aquella noche del solsticio de verano. Tras él, en la sala, el resplandor se apagó por completo. Aguardó expectante en medio de la oscuridad; sentía en su interior un poder enorme, un inmenso anhelo. El anhelo que había sentido toda su vida lo había conducido a ese lugar, a ese preciso lugar, a esa sima. Dun Maura. Maidaiadan. El deseo de su corazón. El jabalí. La sangre. El perro allí fuera, en la nieve. La luna llena. Todas las noches, todos los viajes a través de todas las noches de amor. Ahora por fin.

    Ahora por fin ella había llegado, y era más que nada en el mundo, más que todo. Ella estaba allí, y estaba allí en la oscuridad por él, suspendida en el aire sobre el abismo.

    ―Liadon ―susurró ella y él se sintió arder en el ronco deseo que latía en aquella voz.

    Luego, para consumarlo, para darle forma, pues ella lo amaba y lo amaría, susurró:

    ―Kevin, ¡oh, ven!

    Y él saltó.

    Ella estaba allí y sus brazos lo abrazaron en la oscuridad mientras lo reclamaba como suyo. Le pareció que flotaba un momento, y luego comenzó la larga caída. Las piernas de ella lo entrelazaron; él buscó y encontró sus pechos. Le acarició las caderas, los muslos; sintió que ella se le abría bajo las caricias como una flor, y se sintió a si mismo penetrándola exultante. Cayeron los dos. No había luz, ni muros. La boca de ella sonaba al besarlo. El empujó y la oyó gemir; oyó sus propios jadeos y sintió que la tormenta estallaba. Sintió el poder y supo que aquello era el destino por el que había vivido; oyó que Dana pronunciaba su nombre, todos sus nombres en todos los mundos, y sintió que explotaba dentro de ella, con el fuego de su semilla. En un éxtasis transfiguranre ella llameó resplandeciente; ardía con lo que él le había dado y, a la luz del deseo de ella, él vio que la tierra se alzaba para recogerlo en su seno, y supo que había llegado a casa, al final de su viaje. El final del anhelo, mientras el suelo se precipitaba a su encuentro y los muros ondeaban. No se arrepentía; sentía mucho amor y poder, una cierta esperanza, deseo saciado y una sola pena por la que entristecerse en el último medio segundo, cuando por fin la tierra se alzó a su encuentro.

    Abba, pensó. Todo había acabado.

    En el templo, Jaelle se despertó. Se incorporó en el lecho y aguardó. Poco después oyó de nuevo aquel sonido, y esta vez estaba despierta, no había posibilidad de error. No para ella, no en aquella noche. Era la suma sacerdotisa, iba vestida de blanco y permanecía inmaculada, pues tenía que haber alguien sintonizada a la Madre para que pudiera oir el grito si se producía. De nueyo volvió a oír el sonido que nunca había esperado oír, un grito que no había sido proferido durante tanto tiempo que ningún ser vivo podía reconocer. ¡Oh!, el ritual había sido cumplido; se había celebrado todas las mañanas tras el Maidaladan, desde que el templo había sido construido enGwen Ystrat. Pero el lamento de las sacerdotisas a la salida del sol era algo diferente; era sólo un símbolo, un recuerdo.

    La voz que había sonado en su mente era completamente distinta. Era un lamento por una pérdida en absoluto simbólica; era el lamento por el Bienamado Hijo. Jaelle se levantó, consciente de que estaba temblando, sin poder creer todavía lo que oía. Pero el sonido era fuerte y convincente, cargado de un dolor atemporal; ella era la suma sacerdotisa y comprendió lo que acababa de suceder.

    Había tres hombres durmiendo en la habitación de al lado, pero ninguno de ellos se movió cuando ella pasó por allí. No salió al corredor, sino que salió por una puerta más pequeña y, descalza pese al frío, recorrió deprisa un estrecho pasillo y abrió otra puerta que había al final.

    Estaba en la sala abovedada, detrás del altar y del hacha. Se detuvo. Pero en su interior resonaba la voz, urgente y exultante; pese al dolor, seguía resonando.

    Era la suma sacerdotisa. Era la noche del Maidaladan, y, aunque pareciera imposible, el sacrificio acababa de consumarse. Puso sus manos sobre el hacha que sólo la suma sacerdotisa podía levantar. La separó de la peana, la alzó y luego la dejó caer sobre el altar. El sonido resonó. Cuando enmudeció, pronunció unas palabras que resonaron en lo más profundo de su ser:

    ―Rahod hedai Liadon ―gritó Jaelle―. Liadon ha muerto de nuevo.

    Sollozó. La pena desbordaba su corazón. Supo que todas las sacerdotisas de Fionavar la habían oído. Era la suma sacerdotisa.

    Todos en el templo se despertaron. Acudieron corriendo somnolientos, y la vieron a ella, con las vestiduras rasgadas, la cara llena de sangre y el hacha levantada de su peana.

    ―¡Rahod hedai Liadon! ―gritó de nuevo Jaelle, sintiendo que las palabras surgían de lo más profundo de su ser.

    Las mormae la rodearon; vio cómo rasgaban sus vestiduras y se arañaban la cara con un dolor desesperado y oyó que alzaban sus voces para proferir los lamentos que ella había proferido.

    Junto a ella lloraba una acólita que le traía su manto y sus botas. Con predpitación, la suma sacerdotisa se los puso. Luego se apresuró a conducirlas a todas hacia el este, hacia el lugar donde se había consumado el sacrificio. Había algunos hombres en la habitación –los dos magos, los reyes―, también con los ojos llenos de lágrimas. Se hicieron a un lado para abrirle paso, pero una mujer no lo hizo.

    ―Jaelle ―dijo Kirn―. ¿Quién ha sido?

    Ella apenas aminoró el paso.

    ―No lo sé. ¡Vamos!

    Salieron del templo. Las luces de Morvran estaban encendidas y por la larga calle que venía de la ciudad vio que las sacerdotisas acudían a su encuentro corriendo. Le trajeron el caballo. Montó y sin esperar a nadie tomó el camino hacia Dun Maura.

    Todos la siguieron. Algunos caballos iban montados por dos jinetes pues los soldados llevaban a grupas a las sacerdotisas que habían saltado de sus camas llorando. Era pleno verano y pronto amanecería. El alba griseaba cuando llegaron frente a la cueva y vieron el perro.

    Arturo desmontó y avanzó hacia Cavali. Por un momento contempló los ojos de su perro; luego se irguió y miró hacia la cueva. En la entrada, Jaelle se arrodilló entre las flores que ahora se abrían rojas sobre la nieve; las lágrimas corrían por sus mejillas.

    El sol salió.

    ―¿Quién? ―preguntó Loren Manto de Plata―. ¿Quién ha sido?

    Se había congregado gran cantidad de gente, y se miraban unos a otros en la primera luz de la mañana.

    Kim cerró los ojos.

    Por doquier las sacerdotisas de Dana entonaban un canto por la muerte de Liadon; primero de forma desordenada, luego todas a coro.

    ―¡Mirad! ―dijo Shalhassan de Cathal―. ¡La nieve se está fundiendo!

    Todos miraron excepto Kim.

    Oh, mí querído amigo, pensó Kimberly. El murmullo se iba convirtiendo en un rugido. Dolor e incredulidad, el comienzo de una desesperada alegría. Las sacerdotisas gemían entre el dolor y el éxtasis. El sol brillaba sobre la nieve derretida.

    ―¿Dónde está Kevin? ―preguntó Diarmuid con voz áspera.

    «Dónde, oh, dónde. Oh, querido amigo»


    CUARTA PARTE
    CADER SEDAT

    Capítulo 12


    Como era el mayor de tres hermanos, Paul Schafer tenía una idea aproximada de cómo tratar con niños. Pero una idea aproximada no iba a servirle de mucho con semejante criatura. Por la mañana, Dan se convirtió en su problema personal, pues Vae ya tenía bastante con sus desgracias: llorar la pérdida de un hijo y escribir una difícil carta a la Fortaleza del Norte.


    Él, tras prometerle su ayuda para que esa carta llegara a destino, se llevó a Dan fuera de la casa para jugar con él. Mejor dicho, para pasear sobre la nieve, porque el muchacho, que aparentaba a juicio de Paul unos siete u ocho años, no tenía humor para jugar y tampoco parecía confiar demasiado en Paul.

    Acordándose de cómo eran sus hermanos quince años atrás, Paul comenzó a hablarle. No intentó forzarlo a decir o a hacer algo, ni intentó cogerlo en brazos; se limitó a hablarle, y no como haría con un niño.

    Le habló de su mundo y de Loren Manto de Plata, el mago que podía viajar de un mundo a otro. Le habló de la guerra, de por qué Shahar, su padre, había tenido que marchase del hogar; de cómo otros hombres habían abandonado también a sus mujeres y a sus hijos para combatir con la Oscuridad.

    ―Pero Finn no era un hombre ―dijo Dan. Y éstas fueron las primeras palabras que pronunció aquella mañana.

    Estaban en pleno bosque, siguiendo un tortuoso sendero. A la izquierda se veían los reflejos del lago, el único ―adivinaba Paul― de Fionavar que no se había helado. Miró al niño, sopesando las palabras.

    ―Algunos muchachos ―dijo― se convierten en hombres antes que los demás. Finn era de ésos.

    Dan, que llevaba un abrigo azul, bufanda, mitones y botas, lo miró pensativo. Tenía los ojos muy azules. Al cabo de un buen rato pareció haber tomado una decisión.

    ―Puedo hacer una flor en la nieve ―dijo.
    ―Lo sé ―dijo Paul sonriendo―. Con un palo. Tu madre me ha dicho que ayer hiciste una.
    ―No necesito ningún palo ―dijo Danien.

    Se alejó unos pasos e hizo con la mano un gesto hacia la nieve no hollada del sendero que se extendía ante ellos. El gesto de la mano en el aire se duplicó en la nieve. Paul vio cómo la silueta de una flor iba tomando forma.

    ―Es... magnífico ―dijo con la mayor calma que pudo, mientras en su cabeza sonaban timbres de alarma.

    Darien ni se volvió a mirarlo. Con otro movimiento, que ya no era un trazo, sino un simple gesto de los dedos, coloreó la flor que había dibujado. Los pétalos eran de color azul verdoso y el botón era rojo.

    Rojo como los ojos de Darien mientras lo hacía.

    ―Es magnífico ―logró repetir Paul.

    Luego se aclaró la garganta y añadió:

    ―¿Quieres que volvamos a casa para almorzar?

    Habían caminado largo rato y de regreso Darien se sintió cansado y le pidió que lo cogiera en brazos. Paul se lo subió a los hombros y lo hizo botar y balancear gran parte del camino. Dan se echó a reír por primera vez con una risa alegre, de niño.

    Después de que Vae le hubo dado de almorzar, Dan durmió casi toda la tarde. Al atardecer estaba muy callado. A la hora de la cena, Vae, sin preguntar nada, dispuso tres servicios en la mesa. Ella tampoco hablaba demasiado; tenía los ojos enrojecidos, aunque Paul no la había visto llorar. Cuando el sol se puso, encendió las velas y avivó el fuego. Paul acostó al niño y lo hizo reír de nuevo haciéndole sombras chinescas sobre la pared, antes de correr las cortinas de la cama.

    Luego le dijo a Vae lo que había decidido hacer y poco después ella comenzó a hablarle en voz muy baja de Finn. El la escuchaba sin decir nada. Por fin comprendió algo, aunque le costó mucho, pues era muy lento para estas cosas; se acercó a ella y la abrazó. Ella dejó de hablar e, inclinando la cabeza, se echó a llorar.

    Pasó esa segunda noche en la cama de Finn. Dan no se levantó. Paul permaneció despierto, escuchando los silbidos del viento del norte en el valle.

    Por la mañana, después de desayunar, se llevó a Dan al lago. Se detuvieron en la orilla y le enseñó cómo hacer saltar piedras sobre el agua. Sólo pretendía ganar tiempo pues todavía se sentía receloso e inseguro de la decisión que había tomado la noche pasada. Cuando por fin había logrado dormirse, había soñado con la flor de Darien y el botón rojo del centro se había convertido en el sueño en un ojo, al que Paul, lleno de miedo, era incapaz de mirar.

    Ahora los ojos del niño eran azules, como el agua, y parecía muy interesado en aprender cómo hacer rebotar las piedras. Era casi posible auroconvencerse de que sólo era un niño y siempre lo seria. Casi posible. Paul se inclinó un poco.

    ―Así ―dijo e hizo rebotar una piedra cinco veces sobre la superficie del lago.

    Al incorporarse vio que el niño corría buscando más piedras para arrojar. Mientras lo seguía con la mirada vio que una figura de cabellos de plata aparecía en la curva de la carretera que venía de Paras Derval.

    ―¡Hola! ―dijo Brendel mientras se acercaba. Luego desmontó y añadió―: ¡Hola, pequeño! Justo detrás de ti hay una piedra y creo que de las buenas.

    El lios alfar se detuvo frente a Paul, y su mirada era serena y sabia.

    ―¿Kevin te lo dijo? ―preguntó Paul.

    Brendel asintió.

    ―Dijo que te enfadarías aunque no demasiado.

    Paul torció el gesto.

    ―Me conoce muy bien.

    Brendel sonrió, pero sus expresivos ojos tenían un color violeta.

    ―Me dijo algo más. Me dijo que, según parecía, en todo este asunto estaba implicada una elección entre Luz y Oscuridad, y que por tanto quizá convendría que estuviera presente un lios alfar.

    Por un momento, Paul permaneció silencioso. Luego dijo:

    ―Es más listo que todos nosotros, ya sabes.

    Allá en el este, en Gwen Ystrat, los hombres de Brennin y de Cathal se internaban en el bosque de Leinan mientras un jabalí blanco se despertaba de su largo sueño.

    Detrás de Brendel, Dan trataba sin demasiado éxito de hacer botar las piedras. Mirándolo, el lios alfar preguntó en voz baja:

    ―¿Qué has decidido hacer?
    ―Llevarlo hasta el Árbol del Verano –respondió Paul.

    Brendel se quedó inmóvil.

    ―¿El poder antes de la elección? ―preguntó.

    Dan logró rebotar tres veces una piedra y se echó a reír.

    ―Muy bien ―lo animó Paul. Luego añadió, dirigiéndose a Brendel―: No puede elegir puesto que todavía es un niño, y mucho me temo que ya tenga poder.

    Le contó a Brendel lo de la flor, mientras Dan corría por la orilla en busca de más piedras.

    El lios alfar era una inmóvil llama de plata entre la nieve. La expresión de su rostro era grave; parecía no tener edad y era muy hermoso. Cuando Paul hubo acabado su historia, le dijo:

    ―¿Podemos arriesgarnos, cuando está en juego el Telar del Mundo?
    ―Por alguna razón, sea cual sea ―contestó Paul―, Rakoth no quería que el niño viviera. Jennifer dice que Darien es fruto del azar.

    Brendel sacudió la cabeza.

    ―¿Qué significa eso? Tengo miedo, Pwyll, mucho miedo.

    Hasta sus oídos llegaba la risa de Dan que buscaba piedras para lanzar.

    ―Con seguridad ningún ser viviente se ha encontrado nunca en tal equilibrio entre Luz y Oscuridad.

    Luego, al ver que Brendel no decía nada, repitió, sintiendo que en su voz latía a la vez la duda y la esperanza:

    ―Rakoth no quería que el níno viviera.
    ―Por alguna razón, sea cual sea ―dijo Brendel.

    La tranquilidad reinaba junto al lago. Las aguas se movían pero sin agitarse. Dan hizo rebotar cinco veces una piedra y se volvió, riendo, para comprobar si Paul lo estaba mirando. Los dos lo hacían.

    ―Que el Tejedor nos ilumine ―dijo Brendel.
    ―¡Bravo, pequeño! ―dijo Paul―. ¿Quieres que le enseñemos a Brendel nuestro sendero en el bosque?
    ―El sendero de Finn ―dijo Dan mientras echaba a andar ante ellos.

    Desde la cabaña Vae los veía alejarse. Vio que Paul era una mancha oscura, que los cabellos del has alfar relucían como la plata y que Darien tenía el color del oro mientras se perdían los tres en la arboleda.

    Paul había tenido siempre la idea de volver solo a aquel lugar en busca de una respuesta, pero, según parecía, todo transcurría por derroteros muy diferentes.

    Mientras se acercaban al lugar donde los árboles de la ribera del lago empezaban a confundirse con la espesura del bosque, Dan fue aminorando la marcha. Brendel se inclinó graciosamente hacia él y se lo encaramó en los hombros como si fuera una pluma. En silencio, Paul se adelantó, como en otra ocasión, por la noche, muy cerca de este lugar, había adelantado a tres hombres. Con la cabeza erguida, sintiendo el latido del poder, se internó por segunda vez en el Bosque del Dios.

    Era un día de invierno, pero la oscuridad reinaba entre los árboles del Bosque de Mórnir, y Paul se sentía vibrar como un diapasón. Su cabeza se llenaba de recuerdos. Detrás de él oía hablar a Brendel con el niño, pero parecían estar muy lejos. Más cerca, en cambio, estaban otras escenas: Alíelí, eí anciano soberano señor, jugando al ajedrez a la luz de las velas; Kevin cantando La canción de Rachel; ese mismo bosque por la noche; música; Galadany el perro; luego la Luna llena en la noche de novilunio, la niebla, el dios y la lluvia.

    Llegó al lugar donde los árboles formaban una doble hilera, que reconoció de inmediato. No había nieve en el sendero. No podía haberla, lo sabía; por lo menos, no tan cerca del Arbol. Tampoco se oía música esta vez, y pese a las sombras no era de noche, pero allí estaba el poder, siempre lo estaba, y él formaba parte de ese poder. Tras él Brendel y el niño se habían callado, y en silencio Paul los condujo por el sendero sinuoso que trazaba la doble hilera de árboles hasta el claro del Arbol del Verano. Estaba tal y como lo había encontrado la noche que lo ataron a él.

    La luz estaba tamizada. El sol en el cenit se filtraba en el claro del bosque. Recordó cómo, hacia un año, lo había quemado sin piedad, en aquel cielo despejado y sin nubes.

    Alejó los recuerdos y dijo:

    ―Cernan, me gustaría hablar contigo.

    Oyó que Brendel exhalaba un sobresaltado suspiro, pero no se volvió. Transcurrió un buen rato hasta que, de los árboles que rodeaban el claro, surgió un dios.

    Era muy alto, de miembros fornidos y piel morena, y no llevaba ninguna vestidura. Tenía los ojos castaños como los de un ciervo, y se movía con la ligereza de un ciervo; también los cuernos de siete puntas sobre su cabeza eran los de un ciervo. Tenía un aire salvaje y una infinita majestad y, cuando habló, el tono indomable de su voz evocaba los bosques más tenebrosos.

    ―No es apropiado que se me llame de esa forma ―dijo y pareció que su voz eclipsaba la luz del claro.
    ―Soy yo quien te llama ―dijo Paul con calma―, y en este lugar.

    Cuando hubo hablado estalló un sordo trueno. Brendel estaba detrás de él. Se daba cuenta de que el niño, alerta pero sin miedo, paseaba por el claro.

    ―Debiste haber muerto ―dijo Cernan, con aire severo e incluso cruel―. Yo me incliné ante ti para honrar tu modo de morir.
    ―Aunque así fuera ―dijo Paul.

    Se oyó de nuevo un trueno. El aire parecía estar sobrecargado de poder. Crujía. El sol brillaba, pero muy lejos, como a través de una neblina.

    ―Aunque así fuera ―repitió Paul―. Pero lo cierto es que estoy vivo y he regresado aquí, a este lugar.

    En el pesado silencio, se oyó otra vez un trueno.

    ―¿Qué querías decirme, pues? ―dijo Cernan
    ―¿Sabes quién es este niño? ―preguntó Paul con su voz de siempre.
    ―Sé que es un andain ―dijo Cernan, el de las Fieras―. Por tanto pertenece a Galadan, a mi hijo.
    ―Galadan ―dijo Paul con aspereza― me pertenece a mi. Cuando nos encontremos la próxima vez, que será la tercera.

    De nuevo se hizo el silencio. El dios astado avanzó unos pasos.

    ―Mi hijo es mdy fuerte ―dijo―. Más fuerte que tú, pues es posible que nosotros no podamos intervenir.

    Hizo una pausa, y luego, con un nuevo matiz en la voz, añadió:

    ―No siempre fue como ahora es.

    «Demasiado dolor», pensó Paul. Incluso en aquelío. Luego oyó sonar amarga e implacable la voz de Brendel:

    ―Mató a Ra―Termaine en Andarien. ¿Cómo puedes compadecerlo?
    ―Es mi hijo ―dijo Cernan.

    Paul se estremeció. Se sentía en la más completa oscuridad, sin las voces de los cuervos para guiarlo. Agobiado por la duda y el miedo, dijo:

    ―Te necesitamos, Señor del Bosque. Necesitamos tu consejo y tu poder. El niño ha entrado en posesión de su fuerza, y esa fuerza es roja. Todos debemos hacer la elección de la Luz, pero su elección es la más grave de todas, me temo, y es sólo un niño.

    Hizo una pausa y añadió:

    ―Es el hijo de Rakoth, Cernan.

    Se hizo el silencio.

    ―¿Por qué? ―susurró el dios con voz desmayada―. ¿ Por qué se le ha permitido vivir?

    Paul se dio cuenta del murmullo que surgía entre los árboles: lo recordaba muy bien.

    ―Para que haga la elección ―dijo―, la más decisiva elección en todos los mundos. Pero no como un niño; ha accedido al poder demasiado pronto.

    Tras él oyó suspirar a Brendel.

    ―Sólo mientras sea un niño ―dijo Cernan― puede ser controlado.

    Paul sacudió la cabeza.

    ―Nada puede controlarlo, Señor del Bosque, ¡él es el campo de batalla y debe ser lo suficientemente mayor para saberlo!

    Al oír sus propias palabras, se dio cuenta de que estaba en lo cierto. No sintió trueno alguno, sino un latido extraño y lleno de presagios que fluía en su interior.

    ―Cernan ―dijo―, ¿puedes hacer que alcance la madurez?

    Cernan el de las Fieras irguió su poderosa cabeza y por primera vez algo en él intimidó a Paul. El dios abrió la boca para decir algo...

    Nunca oyeron lo que había querido decir.

    En el extremo opuesto del claro brilló un destello de luz, casi cegador, en medio del pesado claroscuro que reinaba en el lugar.

    ―¡El Tejedor del Telar! ―gritó Brendel.
    ―Todavía no ―dijo Darien.

    Avanzaba desde el Árbol del Verano, y ya no era un niño. Se detuvo, desnudo como Cernan, rubio, como había sido desde su nacimiento, y casi tan alto como el dios. Paul, con temerosa aprensión, se dio cuenta de que tenía aproximadamente la misma altura que Finn y que parecía de su misma edad.

    ―Dan... ―empezó a decir.

    Pero el diminutivo ya no encajaba, ya no podía aplicarse a aquel hermoso ser que se erguía en el claro del bosque.

    ―Darien ―rectificó―, para esto te traje hasta aquí, pero ¿cómo has podido conseguirlo solo?

    La respuesta fue una carcajada que transformó la aprensión en temor.

    ―Olvidaste algo ―dijo Darien―, todo el mundo lo olvidó. Algo tan simple como el invierno hizo que lo olvidarais. ¡Estamos en una arboleda de robles y es el solsticio de verano! Con semejantes poderes en ciernes, ¿por qué iba a necesitar la ayuda del dios astado para tener acceso a mi poder?
    ―No se trata de tu poder ―replicó Paul con toda la firmeza que pudo, mientras miraba los ojos de Darien que todavía eran azules―. Se trata de tu madurez. Ahora ya eres lo bastante mayor para saber por qué. Tienes que hacer una elección.
    ―¿Acaso tendré que preguntarle a mi padre lo que debo hacer? ―gritó Darien.

    Con un gesto hizo arder a los árboles del claro en un círculo de fuego, rojo como los destellos de sus ojos.

    Paul retrocedió al sentir la llamarada de calor, a pesar de que había sido inmune al frío. Oyó gritar a Cernan, pero, antes de que el dios pudiera actuar, Brendel avanzó unos pasos.

    ―No ―dijo―. Apaga el fuego y escúchame antes de marcharte. Sólo por una vez.

    Su voz sonaba como la música, como las campanas en un lugar iluminado por la luz. Darien movió una mano.

    El fuego se extinguió. Los árboles estaban intactos, y Paul se dio cuenta de que todo había sido una ilusión. Sintió que el calor iba desapareciendo de su piel, y en el lugar de su propio poder sólo pudo encontrar impotencia.

    Etéreo, casi luminoso, Brendel se encaró con el hijo de Rakoth.

    ―Oíste que pronunciábamos el nombre de tu padre ―dijo― pero todavía no conoces el nombre de tu madre, y tienes sus mismos cabellos y sus mismas manos. Aún más: los ojos de tu padre son rojos; los de tu madre, verdes; los tuyos, azules, Darien. No estás predestinado a ningún destino. Nunca ha existido nadie que haya podido elegir tan nítidamente entre la Luz o la Oscuridad.
    ―Así es ―dijo la profunda voz de Cernan entre los árboles.

    Paul no podía ver los ojos de Brendel, pero los de Darien eran de nuevo azules y hermosísimos. Ya no era un niño, pero era todavía muy joven, con el rostro aún imberbe y un enorme poder cerniéndose sobre él.

    ―Si la elección es nítida ―dijo Darien―, ¿por qué no voy a escuchar a mi padre como te estoy escuchando a ti? ¿Acaso hay algo que tejer?

    Se echó a reír al observar algo en el rostro de Brendel..

    ―Darien ―dijo Paul con calma―, has sido muy amado. ¿Qué te dijo Finn de la elección?

    Era un riesgo. Otro más, pues no sabia si Finn le había dicho algo.

    Un riesgo, y al parecer había perdido.

    ―Me abandonó ―dijo Darien mientras un espasmo de dolor se reflejaba en su cara―. ¡Me abandonó! ―gritó de nuevo el muchacho.

    Hizo un gesto con la mano ―una mano como la de Jennifer― y desapareció.

    Se hizo el silencio. Luego se oyó un sonido de algo que se deslizaba por el bosque.

    ―¿Por qué? ―dijo otra vez Cernan el de las Fieras, el dios que se había burlado de Rakoth hacía mucho tiempo y lo había llamado Sarhain―. ¿Por qué se le ha permitido vivir?

    Paul lo miró, y luego al lios alfar que de pronto parecía muy frágil. Apretó los puños.

    ―¡Para elegir! ―gritó con desesperación.

    Sondeando en su interior, en el latido de su poder, buscó una confirmación a sus palabras, pero no encontró ninguna.

    Juntos, Paul y Brendel, abandonaron el claro y luego el bosque. Había sido un largo camino, pero más largo aún parecía el regreso. Cuando llegaron a la cabaña, el sol se estaba poniendo. Vae había visto por la mañana que se iban tres; ahora sólo regresaban dos.

    Salió a su encuentro; el lios se inclinó ante ella y la besó en las mejillas, en un gesto inesperado. Ella nunca había visto a ningún lios. En otro tiempo eso la habría llenado de profunda emoción. En otro tiempo. Ellos se dejaron caer pesadamente en las sillas junto al fuego y, mientras ella les preparaba una infusión, le fueron explicando lo que había sucedido.

    ―No sirvió de nada, pues ―dijo ella cuando hubieron acabado el relato―. Todo lo que hicimos fue peor que nada, si es que se ha ido con su padre. Creí que el amor podría servir de mucho.

    Ninguno de los dos dijo nada, lo cual ya era una elocuente respuesta. Paul arrojó más leña al fuego; se sentía abrumado por los acontecimientos de aquel día.

    ―Ya no hay necesidad de que continúes aquí ―dijo―. ¿Quieres que te llevemos a Paras Derval?

    Ella asintió muy despacio con la cabeza. Luego, como herida por la soledad de la casa, dijo:

    ―Será un hogar vacío. ¿Podrá Shahar volver a Paras Derval?
    ―Desde luego ―dijo Paul con suavidad―. Oh, Vae, siento muchísimo todo lo ocurrido. Haré todo lo posible para que él regrese.

    Entonces ella se echó a llorar. No quería hacerlo. Pero Finn se había ido para no volver, luego también Dan, y Shahar llevaba mucho tiempo fuera de casa.

    Pasaron la noche allí. A la luz de las velas y del fuego de la chimenea, la ayudaron a reunir las pocas pertenencias que había llevado a la cabaña. Luego dejaron que el fuego se consumiera y el lios se echó a dormir en la cama de Dan mientras Paul lo hacía en la de Finn. Pensaban marcharse en cuanto se hiciera de día.

    Pero se despertaron antes. Brendel se estremeció y los otros dos, medio dormidos, lo oyeron levantarse. Todavía era de noche; debían de faltar todavía dos horas para que rompiera el alba.

    ―¿Qué sucede? ―preguntó Paul.
    ―No lo sé ―le contestó el lios―, pero algo sucede.

    Los tres se vistieron y se encaminaron hacia el lago. La luna llena estaba baja, pero resplandeciente. El viento había cambiado; soplaba del sur, desde la otra orilla del lago. Las estrellas en el oeste empalidecían por la luz de la luna, pero hacia el este eran mucho más luminosas.

    Todavía mirando hacia el este, Paul bajó un poco la vista. Incapaz de hablar, tocó a Brendel y a Vae y les señaló algo.

    En las colinas, iluminadas por la luz de la luna, la nieve había comenzado a derretírse.

    No se alejó demasiado ni permaneció mucho tiempo invisible, pues no era capaz de mantenerse en ese estado. Oyó que el dios se marchaba bajo la apariencia de un ciervo, y luego también lo hicieron los otros dos, en absoluto silencio. Sintió el deseo de seguirlos, pero permaneció en su escondite entre los árboles. Poco después, cuando todos se hubieron alejado, Darien se levantó y se marchó también.

    Sentía que algo, como un puño o una piedra, pesaba sobre su pecho. No acababa de habituarse a su cuerpo, que él mismo había hecho desarrollarse. Tampoco se habituaba a la certeza de quién era su padre. Sabía que se acostumbraría al primer peso, e imaginaba que también al segundo. No estaba seguro de sus sentimientos hacia esa realidad, no hacia ninguna. Estaba desnudo, pero no sentía frío. Estaba enfadado con todos y empezaba a adivinar cuán fuerte era.

    Finn había encontrado un lugar, al norte de la cabaña, en la cima de la más alta de las colinas, y le había dicho que en verano sería fácil subir hasta allí. Darien nunca había conocido el verano. Cuando Finn lo había llevado allí, la nieve amontonada llegaba hasta el pecho de Dan; por eso Finn lo había llevado en brazos la mayor parte del camino.

    El ya no era Dan. Ese nombre era algo perdido, algo que se había ido para siempre. Se detuvo junto a una pequeña caverna que había en la ladera de la colina y que lo protegía del viento, aunque en realidad no precisaba de protección alguna. Desde allí podían verse las torres del palacio de Paras Derval, pero no la ciudad.

    También, a medida que aumentaba la oscuridad, pudo distinguir las luces de la cabaña junto al lago. Tenía muy buena vista, y podía ver las siluetas que se movían tras las cortinas. Las contempló con atención. Al cabo de un rato comenzó a sentir frío. Todo había sucedido deprisa y apenas podía encajar en su cuerpo y familiarizase con el espíritu que ahora tenía. En cierta manera todavía era Dan, con el abrigo azul y los mitones. Todavía necesitaba que lo cogieran en brazos y lo llevaran a la cama.

    Era difícil no llorar al ver las luces, y más difícil aún cuando éstas se hubieron apagado. Estaba solo, con la luz de la luna, la nieve y las voces que de nuevo sonaban en el viento. Sin embargo no se echó a llora, sino que se sintió invadido otra vez por la cólera. «¿Por qué se le ha permitido vivir?», había dicho Cernan. Nadie lo quería; ni siquiera Finn, que se había ido para siempre.

    Tenía frío y hambre. Al pensarlo, destelló con luz roja y se convirtió en una lechuza. Voló durante una hora y cazó tres roedores cerca del bosque. Luego regresó a la cueva. Tenía más calor bajo la apariencia de un pájaro y así se quedó dormido.

    Cuando el viento cambió, se despertó, y las voces habían cesado con el viento del sur. Habían sonado de forma clara y seductora, pero ahora ya habían enmudecido.

    Mientras dormía se había transformado de nuevo en Darien. Al salir de la caverna, vio que la nieve se había derretido. Más tarde, a la luz de la mañana, vio que su madre se machaba con el lios y el otro hombre.

    Trató de transformase de nuevo en un pájaro, pero no pudo: todavía no era suficientemente poderoso para lograrlo tan pronto. Descendió por la colina hacia la cabaña y entró en ella. Vae había dejado allí sus. ropas y las de Finn. Estuvo contemplando las menudas prendas que hasta entonces había usado; luego se vistió con la ropa de Finn y se marchó.


    Capítulo 13


    Y así fue como en medio del banquete, aquella noche, Kevin se marchó. Liane lo vio en la calle y dice... ―Dave luchaba por mantener la serenidad―, dice que estaba muy seguro de si mismo y que parecía..., que parecia...


    Paul les dio la espalda y se dirigió hacia la ventana. Estaban en Paras Derval, en el templo, en las habitaciones de Jennifer. El había ido hasta allí para hablarle de Darien, y ella lo había escuchado con un aire remoto y majestuoso, casi indiferente, que lo había irritado. Pero entonces habían oído fuera ruido de gente que se amontonaba en la puerta, y Dave Martymiuk y Jaelle en persona habían entrado en la habitación y les habían contado lo que había sucedido para que el invierno acabara.

    Era la hora del crepúsculo. Fuera la nieve había desaparecido casi por completo. Sin inundaciones, sin peligrosas crecidas de ríos y lagos. Si la diosa podía realizar tal cosa, podía hacerlo sin causar daño. Y podía conseguirlo gracias al sacrificio. Liadon, el bienamado hijo, que era..., que era indudablemente Kevin.

    Sentía un nudo en la garganta y le picaban los ojos. No quería mirar a los demás. Miró en su propio interior y a la luz del crepúsculo dijo:

    Amor, ¿te acuerdas
    de mí nombre? Yo me perdí
    en un verano transformado en invierno
    y recrudecido por la helada.
    Y cuando junio se convierte en diciembre
    el corazón sale perdiendo.


    La letra que Kevin había compuesto hacía un año. La canción de Rachel, la había titulado. Pero ahora, todo había cambiado, y la metáfora devenía dolorosamente real. Tan real, que él no podía colegir cómo podía haber pasado por alto tal cosa.

    Estaban sucediendo demasiadas cosas y con demasiada rapidez, y Paul no estaba seguro de poder superarlas. No estaba en absoluto seguro. Su corazón no podía superarlas. «Llegará una mañana en que llores por mi», había cantado Kevin hacía un año. Lo había cantado refiriéndose a Rachel, cuya muerte por entonces Paul todavía no había llorado. Había cantado refiriéndose a Rachel, no a si mismo.

    Aunque así había resultado.

    A sus espaldas no se oía ruido alguno, y se preguntó si los demás se habrían marchado. Pero entonces oyó la voz de Jaelle. La fría, la fría sacerdotisa, que ya no parecía serlo.

    ―No habría podido hacer eso, no habría podido hacerse merecedor de tal cosa, si no hubiese estado caminando durante toda su vida hacia la diosa. No sé si sirve de algo, pero te lo digo porque es indudable.

    Él se enjugó los ojos y se dio la vuelta. Y vio que Jennifer, que había escuchado impasible lo ocurrido con Darien y había guardado un tenso silencio mientras Dave hablaba, ahora ante las palabras de Jaelle se emocionaba, con el dolor pintado en su rostro, la boca entreabierta y los ojos velados por un profundo dolor; y Paul comprendió que, si aquello la había afectado, todo la volvería a afectar a partir de entonces. Lamentó amargamente la irritadón que poco antes había sentido. Avanzó unos pasos hacia ella, pero, mientras lo hacía, ella emiúó un extraño sonido y salió corriendo.

    Dave se levantó para seguirla, con el rostro transido por un violento dolor, pero alguien en el pasillo le impidió el paso.

    ―Déjala ―dijo Leila―. Es lo que necesitaba.
    ―¡Oh, cierra la boca! ―estalló Paul, sintiéndose invadido por un irreprimible deseo de golpear a aquella niña siempre presente y siempre imperturbable.
    ―Leila ―dijo Jaelle con cansancio―, cierra la puerta y vete.

    La muchacha obedeció.

    Paul se dejó caer en una silla, sin preocuparse, por una vez, de que Jaelle pudiera ver su debilidad. ¿Qué importaba eso ahora? «Ellos envejecerán, en tanto que nosotros que hemos sido abandonados...»

    ―¿Dónde está Loren? ―preguntó de pronto.
    ―En la ciudad ―dijo Dave―. También Teyrnon. Mañana se celebrará una reunión en palacio. Según parece..., según parece, Kim y los demás han averiguado lo que estaba causando el invierno.
    ―¿Qué era? ―preguntó con aire fatigado Paul.
    ―Metran ―contestó Jaelle―, desde Cader Sedat. Loren quiere ir en su busca, a la isla donde murió Amairgen.

    Suspiró: demasiadas cosas estaban ocurriendo. Su corazón no iba a ser capaz de mantener ese ritmo. «Al ponerse el sol y por la mañana... »

    ―¿Está Kim en palacio? ¿Se encuentra bien? ―preguntó, pues de repente le parecía extraño que no estuviera en las habitaciones de Jennifer.

    Leyó algo en las caras de los demás antes de que pudieran hablar.

    ―¡No! ―exclamó―. ¡Ella también, no!
    ―No, no, no ―se apresuró a decir Dave―. No, se encuentra bien. Sólo que... no esta aquí.

    Se volvió a Jaelle como pidiendo ayuda.

    Con calma, la suma sacerdotisa le explicó lo que Kim le había dicho acerca de los gigantes, y le contó lo que la vidente había decidido hacer. No pudo menos que admirar el dominio de Jaelle sobre su voz y su fría lucidez. Cuando hubo acabado de hablar, él no dijo nada, pues no se le ocurría nada que decir. Su mente no parecía funcionar demasiado bien.

    Dave se aclaró la garganta.

    ―Deberíamos marcharnos ―dijo el hombretón.

    Sólo entonces, Paul se dio cuenta de que llevaba la cabeza vendada. Quiso preguntarle por qué, pero estaba demasiado cansado.

    ―Ve yendo ―murmuró―. Enseguida te seguiré.

    No estaba muy seguro de poder ponerse de pie; ni siquiera sabía si quería hacerlo.

    Dave se dispuso a marcharse, pero ya en la puerta se volvió hacia él.

    ―Quisiera ―empezó a decir; luego tragó saliva―, quisiera un montón de cosas.

    Salió de la habitación, pero Jaelle se quedó. Paul no deseaba quedarse a solas con ella. No era el momento apropiado para enfrentarse con ella, de modo que sería mejor irse.

    ―Una vez me preguntaste si podríamos compartir nuestras cargas y yo te respondí que no ―dijo Jaelle.

    El la miró.

    ―Ahora soy más sabia ―continuó sin sonreír― y las cargas son más pesadas. Hace un año aprendí algo de ti, y hace dos noches, de Kevin. ¿Es demasiado tarde para decirte que estaba equivocada?

    El no esperaba tal cosa, no esperaba nada de lo que al parecer estaba sucediendo. El dolor y la amargura se mezclaban en su alma en la misma proporción. «En tanto que nosotros que hemos sido abandonados... »

    ―Me alegro de que te hayamos servido para algo ―dijo Paul―. Ven a yerme otro día en que esté de mejor humor.

    Vio que ella se ponía rígida. Él se levantó y abandonó la habitación para que ella no lo viera llorar.

    En la sala abovedada, las sacerdotisas entonaban un lamento, pero apenas las oyó. En su interior resonaban las palabras que un año atrás había dicho Kevin Laine, como si lloraran por sí mismo:

    El romper de las olas en una orilla interminable,
    la lenta caída de la lluvia en la montaña gris,
    oh amor, acuérdate, acuérdate de mí.


    Salió a la débil luz del crepúsculo. Tenía los ojos nublados y no pudo ver que en la pendiente del templo volvían a crecer la verde yerba y las flores.

    Sus sueños se sucedían unos a otros y en todos ellos estaba Kevin. Atractivo, ingenioso, espontáneo, listo, pero ahora sin reír. Kim veía su rostro con la misma expresión que debía de haber tenido cuando seguía al perro hacia Dun Maura.

    La sobresaltaba el hecho de no poder recordar las últimas palabras que él le había dirigido. En la lenta cabalgata hacia Gwen Ystrat él había puesto el caballo a su paso para contarle lo que Paul había hecho y para comunicarle su decisión de hablarle a Brendel de Darien. Ella lo había escuchado y se había mostrado de acuerdo; incluso había sonreído ante su irónica predicción de la reacción de Paul.

    Sin embargo, pronto se había sumido en sus propias preocupaciones acerca de la tenebrosa jornada que los esperaba en Morvran. Él debía de haberlo notado, porque recordaba que poco después le había acariciado el brazo, le había dicho algo en voz baja y había retrocedido para reunirse con los hombres de Diarmuid.

    Debía de haber sido algo insustancial, una galantería, alguna pequeña broma, pero ahora él se había ido para siempre y ella no podía recordar sus últimas palabras.

    Despertó a medias de sus intranquilos sueños. Estaba en la residencia real de Morvran. No había querido pasar ni una noche más en eí santuario, pues, ahora que Jaelle había regresado con las tropas a Paras Derval, el templo volvía a ser de Audiart y la mirada de triunfo en los ojos de aquella mujer era más de lo que Kim podía soportar.

    Desde luego, algo habían avanzado. La nieve se estaba derritiendo por doquier; por la mañana no quedaría ni rastro y ella podría ponerse en camino también, aun―que no hacia Paras Derval. Detener los designios de la Oscuridad había sido una victoria, una muestra del poder de Dana. Sin embargo, el poder había tenido un precio: lo habían pagado con sangre y con algo más. Flores rojas crecían por todas partes. Eran las flores de Kevin que se había ido para siempre.

    La ventana del cuarto estaba abierta y la brisa de la noche era fresca y apacible, promesa de la primavera. Una primavera como no había habido otra, pues había retornado casi en una noche. Pero no era un regalo: cada flor, cada brizna de yerba había costado un precio que había sido pagado.

    Oyó en la habitación vecina la respiración de Gereint. Era lenta pero no tan irregular como antes. Por la mañana ya estaría del todo repuesto, lo cual significaba que también Ivor podría marcharse. El aven no podía retardar más su partida, pues el fin del invierno hacía de nuevo accesible la llanura hacia el norte.

    ¿Todo lo que hacía la diosa tenía doble filo? Conocía perfectamente la respuesta. Esta vez, sabía también que la pregunta era injusta porque habían necesitado con desesperación esa primavera. Pero a ella no le preocupaba ahora ser justa. Todavía no. Se dio una vuelta en la cama y se quedó dormida y volvió a soñar de nuevo. Pero no con Kevin, aunque sus flores si aparecían en el sueño.

    Era la vidente de Brennin, la soñadora de sueños. Por segunda vez en tres noches vio la misma visión que la había alejado tanto de lo que ella conocía. La había tenido hacía dos noches, en el lecho de Loren, tras una noche de amor que ambos recordarían siempre con agrado. Estaba todavía soñando cuando la despertó la voz de Jaelle que lloraba la muerte de Liadon.

    Ahora la visión volvía otra vez, torturante, como siempre eran tales imágenes, a lo largo de los entresijos del tiempo del Tapiz. Salía fuego de unas boqueras y más allá se entreveían unas siluetas. Había cuevas, pero no como Dun Maura: eran profundas y vastas y estaban en la cima de unas montañas. Luego la imagen se borraba y el tiempo se deslizaba entre las celosías de su visión. Más tarde se vio a sí misma con el rostro y los brazos lacerados, pero por alguna razón no manaba sangre. Fuego. Cantos por doquier. Luego el Baelrath se encendió; como en el sueño de Stonehenge, se sentía casi hecha pedazos por el dolor que sabía que se avecinaba. Pero fue aún peor. Algo monstruoso e inolvidable. Un resplandor tan inmenso, de tan abrumador alcance, que, incluso después de que todo hubiera acabado, su espíritu gritaba en sueños la pregunta torturadora que creía haber dejado atrás: «¿quién era ella para poder hacer tal cosa?».

    No había respuesta para esa pregunta. Sólo la luz del sol que entraba por la ventana y los cantos de innumerables pájaros en la claridad primaveral.

    Se levantó, aunque no de inmediato. El dolor de su corazón se agudizaba con el resplandor de aquel amanecer, y tenía que esperar a que remitiera. Salió. Su escolta la estaba esperando con dos caballos ensillados. Había planeado marcharse sola, pero los magos y Jaelle ―de acuerdo por una vez― habían acudido a Aileron para que lo impidiera. Le habían rogado que aceptara una escolta de hombres, pero ella se había negado. Lo que iba a hacer tenía que ver con el pago de una deuda, no con la guerra; así se lo habían dicho. Pero se había callado otra cosa.

    Había aceptaao una escolta, porque, en parte, no conocía el camino. Deberían contentarse con eso.

    ―Te lo dije desde el primer momento ―le había dicho a Aileron―: no obedezco órdenes demasiado bien.

    Nadie se había atrevido a reírse, ni siquiera a sonreír. Era de esperar. Tampoco ella había sonreído: Kevin estaba muerto y los caminos de todos se separaban. Sólo el Tejedor sabía si volverían a unirse otra vez.

    Y ahora otra separación. Los guardias de Ivor condujeron fuera a Gereint, el chamán ciego; allí lo esperaban el aven con su esposa y su hija. Kim vio que Liane tenía los ojos enrojecidos. ¡Cuántos pequeños dolores se escondían en los grandes dolores!

    Gereint, con su misteriosa manera de hacer, se detuvo justo frente a ella, que recibió la caricia ciega de su mente. Vio que estaba débil, pero no acabado.

    ―Todavía no ―le dijo él en voz alta―. Me encontraré a la perfección cuando haya comido una pierna de eltor sobre la yerba, bajo las estrellas.

    Impulsivamente Kim avanzó hacia él y lo besó en la mejilla.

    ―Me gustaría compartirla contigo ―le dijo.

    La mano huesuda de él se aferró a su hombro.

    ―A mí también me gustaría, soñadora. Me alegro de haberte conocido antes de morir.
    ―Quizá volvamos a vernos ―dijo ella.

    El no contestó. Sólo aumentó la presión sobre su hombro y, acercándose más, le susurró para que sólo ella pudiera oírlo:

    ―Anoche vi la Diadema de Usen, pero no a quien la llevaba.

    La última frase sonó casi como una disculpa.

    Ella suspiró y le dijo:

    ―A Ysanne le correspondía ver eso, y por lo tanto ahora me corresponde a mí. Gereint, vuelve en paz a tu llanura. Bastante tarea te está esperando allí. No puedes cargar con todo lo que nos corresponde a todos nosotros.
    ―Tú tampoco ―dijo él―. Tendrás mis pensamientos.

    Ella repuso, puesto que era quien era:

    ―No. No desearías compartir lo que pienso que tengo que hacer. Envíalos al oeste, Gereint. La guerra es asunto de Loren y de Matt, por ahora. En el lugar donde murió Amairgen.

    Permitió que él escrutara en su interior para ver las dos sombras gemelas de su sueño.

    ―¡Oh, hija mía! ―murmuró.

    Le cogió ambas manos entre las suyas, se las llevó a los labios y las besó. Luego se alejó como si soportara mas peso que el de los años.

    Kim se dirigió al lugar donde la esperaba su escolta. La yerba era verde, y por todas partes cantaban los pájaros. El sol se cernía sobre la sierra de Carnevon. Miró hacia arriba protegiéndose los ojos de la luz.

    ―¿Todo listo? ―preguntó.
    ―Si ―respondió Brock de Banir Tal.

    Ella montó a caballo y emprendió el largo viaje hacia Khath Meigol.

    Jaelle había dicho que Kevin había estado «caminando durante toda su vida hacia la diosa», y de aquellos que se encontraban en la habitación sólo Jennifer había entendido lo que había querido decir. Ni siquiera la suma sacerdotisa podía sopesar la profunda verdad que encerraban sus palabras. Al oírlas, Jennifer sintió de pronto como si en su interior cada nervio hubiese sido arrancado de su vaina y hubiese quedado al descubierto.

    Ahora entendía con terrible claridad todas esas noches en que ella había permanecido acostada a su lado tras hacer el amor, viendo cómo Kevin se esforzaba por regresar desde tan lejos. Aquélla era la única cosa incontrolada en él que ella nunca había entendido y siempre había temido. El se dejaba arrastrar en la descendente espiral de pasión que ella no podía seguir. Muchas noches se había pasado despierta mirando la tranquila belleza de su rostro mientras dormía.

    Ahora por fin lo entendía.

    Era la última noche que ella pasaba sin dormir obsesionada por Kevin Laine. Estaba todavía despierta cuando los pájaros comenzaron a cantar fuera del templo; había descorrido las cortinas para contemplar la llegada de la mañana. La brisa era fresca, llena de aromas primavvrales. En todos los árboles apuntaban las hojas; el mundo volvía a cubrirse de colores, tras las negras ramas y la blanca nieve del invierno. De nuevo reinaba el verde, tan brillante y vivo que era más intenso que la verde tenebrosidad de Srarkadh. Mientras sus ojos contemplaban la primavera, el corazón de Jennifer, que era el de Ginebra, comenzó también a asomarse al exterior. Y no era ése el menor de los legados de Kevin.

    Oyó que llamaban a la puerta. Abrió y vio a Matt; en una mano llevaba un bastón de paseo y en la otra un manojo de flores.

    ―Es primavera ―le dijo―, han salido las primeras flores. Loren tiene una reunión en palacio con gente importante. Pensé que podrías acompañarme a la tumba de Aideen.

    Mientras rodeaban la parte baja de la ciudad y cogían un sendero hacia el oeste, ella iba recordando la historia que hacía tanto tiempo él le había contado. En realidad no parecía que hubiera transcurrido tanto tiempo. La historia de Nilsom, el mago que se había vuelto malvado, y de Aideen, su fuente, que lo había amado: la única mujer desde los tiempos de Lisen que había sido la fuente de un mago. Aideen había salvado a Brennin y al Arbol del Verano de manos de Nilsom y del cruel Vailerth, el soberano rey. Al fin se había negado a seguir siendo la fuente del mago. Le había negado su fuerza y se había suicidado.

    Matt le había contado la historia en el Gran Salón de Paras Derval, antes de que saliera a pasear a caballo y se encontrara con los lios alfar. Antes de que Galadan la encontrara a ella y la entregara al cisne.

    Caminaban hacia el oeste, a través de aquel milagro de la primavera, y Jennifer veía por doquier que la vida retornaba a la tierra. Oía los grillos y el zumbido de las abejas; vio que un pájaro de alas escarlatas echaba a volar desde un manzano y que un conejo marrón salía corriendo de unos arbustos. Vio que Matt lo absorbía todo con su único ojo, como si apagara una sed insaciable. Caminaban en silencio entre aquellos sonidos de esperanza, hasta que Matt se detuvo en el límite del bosque.

    Él le había contado que todos los años el Consejo de los Magos maldecía a Nilsom, cuando se reunían en el solsticio de invierno. Y todos los años, también, maldecían a Aideen, que había roto el más estrecho lazo de la Orden al traicionar a su mago, aunque hubiera sido para salvar a Brennin de la destrucción y al Árbol que se escondía en el corazón del bosque.

    Y todas las primaveras, le había dicho Matt, él y Loren llevaban las primeras flores a su tumba.

    La tumba casi no era visible. Había que conocer el lugar. Un montón de tierra y ninguna lápida; sólo la sombra de los árboles del límite del Bosque de Mórnir. El corazón de Jennifer se colmó de dolor y paz a la vez, al ver que Matt se arrodillaba y depositaba las flores sobre el túmulo.

    Dolor y paz; vio que el enano estaba llorando y sus ojos se llenaron de lágrimas que manaban de lo más profundo de su corazón, que la primavera por fm había abierto. Lloraba por Aideen y por la pérdida de Kevin; por Darien y la elección que tenía que hacer; por Laesha y Drance, asesinados cuando ella fue raptada; por todos los vivos, también, enfrentados al terror de la Oscuridad, enfrentados a la guerra y al odio de Maugrim, por haber nacido en el tiempo de su regreso.

    Y por fin, junto a la tumba de Aideen, en la primavera de Kevin, lloró por ella y por Arturo.

    ―Se respira tranquilidad de espíritu en este lugar ―dijo él.
    ―¿Tranquilidad de espíritu? ―preguntó ella con una sonrisa―. ¿ Con tantas lágrimas como estamos derramando entre los dos?
    ―A veces es la única manera de hallarla –replicó él―. ¿No crees?

    Al cabo de un momento ella sonrió como no había hecho en mucho tiempo y se puso de pie. El la miró y dijo:

    ―¿Dejarás ahora el templo?

    Ella no contestó. Poco a poco la sonrisa se desvaneció de su rostro.

    ―¿Para eso me has traído hasta aquí?

    Su único y oscuro ojo no dejaba de mirarla, pero había cierta timidez en su voz.

    ―Sé muy pocas cosas ―dijo Matt Soren―, pero conozco muy bien algunas. Sé que he visto brillar estrellas en los profundos ojos del Guerrero. Sé que ha sido maldecido y no le está permitido morir. Sé, porque tú me lo dijiste, lo que te había hecho. Y sé, porque lo veo ahora con claridad, que tú no te permites a ti misma vivir. Jennifer, de los dos destinos el tuyo me parece el más desgraciado.

    Ella lo miró con gravedad; el viento agitaba sus cabellos de oro y levantó una mano para apartárselos de la cara.

    ―¿Sabes ―dijo en voz tan baja que él tuvo que hacer esfuerzos por oírla― cuánto sufrí cuando era Ginebra?
    ―Creo que si. Siempre se sufre. Lo raro es ser feliz ―dijo el otrora rey de los enanos.

    Ella no contestó. Ante él se alzaba la Reina del Dolor, junto al Bosque del dios, y Matt tuvo un momento de duda pese a la solemne certeza de sus palabras. Casi para sí mismo, como para darse valor, murmuró:

    ―No puede haber ninguna esperanza en una muerte en vida.

    Ella lo oyó y lo miró.

    ―¡Oh, Matt! ―dijo―. ¡Oh, Matt!, ¿qué esperanza podría tener yo? El ha sido condenado y yo soy el agente de los deseos del Tejedor. ¿Qué esperanza podría tener yo?

    La voz de ella le atravesó el corazón como una espada. Pero el enano reunió todas sus fuerzas y dijo aquelío por lo que la había llevado hasta allí; ya no albergaba duda alguna.

    ―¡No creas nunca eso! ―gritó Matt Sóren―. No somos esclavos del Telar. No eres sólo Ginebra; ahora eres también Jennifer. En tu interior llevas a Kevin, y también a Rakoth, de quien lograste sobrevivir. Estás aquí, e intacta, y cada uno de los sufrimientos que has soportado te ha hecho más fuerte. ¡No tiene necesariamente que suceder ahora lo que sucedió antes!

    Ella lo escuchó y muy despacio asintió con la cabeza. Se dio la vuelta y caminó a su lado de regreso a Paras Derval entre el pródigo regalo de aquella mañana. Él tenía razón, pues los enanos eran muy sabios en semejantes asuntos.

    Sin embargo, mientras caminaban, la mente de ella retrocedió hasta otra mañana de otra primavera; casi tan esplendorosa como ésta, pero no tan largo tiempo esperada.

    Los árboles florecían por doquier aquella mañana en que ella, junto a Arturo, vio entrar por primera vez en Camelor a Lancelot a caballo.

    Oculto entre los árboles de la ladera que se alzaba frente a ellos, una figura observaba su regreso tal como había observado su caminata hasta la tumba. Se sentía muy solo y pensó en bajar hacia ellos, pero no sabía quiénes eran y las palabras de Cernan habían despertado en él una profunda desconfianza hacia la gente. Permaneció donde estaba. Y Darien pensó que la mujer era en verdad muy hermosa.

    ―Él todavía se encuentra allí ―dijo Loren― y tiene en su poder la Caldera. Quizá tenga tiempo de usarla para otra cosa, y de seguro lo hará silo dejamos que disponga de ese tiempo. Aileron, a menos que me lo prohíbas, por la mañana me haré a la mar desde Taerlindel.

    Un tenso murmullo se extendió por la Cámara de Consejos. Paul vio que el soberano rey fruncía el entrecejo con preocupación. Muy despacio, Aileron sacudió la cabeza.

    ―Loren ―dijo―, todo lo que has dicho es muy cierto y los dioses saben cuánto deseo la muerte de Metran. Pero, ¿cómo voy a enviarte a Cader Sedat si ni siquiera sabemos dónde está?
    ―Deja que me haga a la mar ―dijo el mago, imperturbable―. Ya la encontrare.
    ―Loren, ni siquiera sabemos si Amairgen lo consiguió. ¡Todo lo que sabemos es que murió!
    ―No disponía de su fuente ―replicó Loren―, pues Lisen quedd en tierra. Contaba con su sabiduría, pero no con su poder. Yo soy mucho menos sabio, pero Matt estará a mi lado.
    ―Manto de Plata, había otros magos en el barco de Amairgen. Tres, con sus respectivas fuentes, y ninguno regreso.

    Paul vio que era Jaelle quien hablaba. Estaba resplandeciente aquella mañana, más friamente esplendorosa que nunca. Si alguien tenía alguna ascendencia aquel día, era ella, pues gracias a la intervención de Dana había acabado el invierno. No estaba dispuesta a permitir que nadie lo olvidara. Aun así, Paul se arrepentía de lo que le había dicho la tarde pasada. Las palabras de ella, en cambio, no era probable que se repitieran.

    ―Es cierto ―estaba diciendo Aileron―. Loren, ¿cómo voy a permitir que te vayas? ¿Qué será de nosotros si mueres? Lisen vio desde la torre un barco fantasma, ¿a qué marinero podría pedirle que se embarcara en un barco semejante?
    ―A mí.

    Todos se volvieron hacia la puerta con asombro. Kell avanzó unos pasos desde el lugar que ocupaba junto a Shain y dijo con voz clara:

    ―El soberano rey sabe que soy de Taerlindel. Antes de que el príncipe Diarmuid me trajera a este lugar para entrar a su servicio me pasé toda mi vida en el mar. Si Loren necesita un marino, yo seré ese hombre; el padre de mi madre tiene un barco que yo le ayudé a construir. Nos llevará hasta allí con una tripulación de cincuenta hombres.

    Se hizo un silencio. Sobre él, como una piedra en un estanque, cayó la voz de Arturo Pendragon.

    ―¿Tiene nombre tu barco? ―preguntó.

    Kell enrojeció, como si de pronto fuera consciente de quién era.

    ―El nombre en si no tiene significado alguno ―tartamudeó―. Es un nombre que no pertenece a ningún lenguaje que yo sepa, pero el padre de mi madre dijo que había sido el nombre de los barcos de su familia durante generaciones. Lo llamamos Prydwen, señor.

    El rostro de Arturo estaba imperturbable. Lentamente el Guerrero hizo con la cabeza un gesto de asentimiento, y luego se volvió hacia Aileron.

    ―Soberano señor ―dijo―, he permanecido en silencio por temor a entrometerme entre tú y tu primer mago. Pero debo decirte que, si tu preocupación se limita a encontrar Cader Sedat ―nosotros la llamábamos en otro tiempo Caer Sidi y Caer Rigor―, yo he estado allí y sé dónde está. Quizá por esa razón me han traído a ti.
    ―¿Qué es, pues? ―preguntó Shalhassan de CathaI―. ¿Qué es Cader Sedat?
    ―Un lugar de muerte ―dijo Arturo―. Pero vosotros lo sabéis de sobra.

    Una quietud total reinaba en la sala.

    ―Estará defendida ―dijo Aileron―, y la muerte estará aguardando también en el mar.

    Pensamiento, Memoria. Paul se levantó.

    ―Con toda seguridad ―dijo mientras todos se volvían a mirarlo―, pero creo que podré arreglármelas en este asunto.

    Después todo transcurrió con rapidez. Con la sensación de un propósito inexorable, todos abandonaron la sala tras Aileron y Shalhassan cuando hubo acabado el consejo.

    Paul aguardaba junto a la puerta. Junto a él pasó Brendel con expresión preocupada, pero no se detuvo. Dave también lo miró mientras salía en compañía de Levon y Torc.

    ―Luego hablaremos ―le dijo Paul.

    Sabía que Dave se iba a marchar al norte con los dalreis. Si estallaba la guerra durante la travesía del Prydwen, con seguridad empezaría en la Llanura.

    Niavin de Seresh y Mabon de Rhoden salieron a continuación, enfrascados en la conversación; y luego Jaelle, con la cabeza erguida y sin dirigirle la mirada. Otra vez su mirada era fría a pesar de que había vuelto la primavera. Pero tampoco la estaba esperando a ella. La habitación se había quedado prácticamente vacía; sólo quedaba en ella un hombre.

    Paul y Arturo se miraron uno a otro.

    ―Tengo que hacerte una pregunta ―dijo Paul mientras Arturo alzaba la cabeza―. Cuando estuviste allí la última vez, ¿cuántos de tus hombres sobrevivieron?
    ―Siete ―dijo Arturo en voz muy baja―, sólo siete.

    Paul asintió con la cabeza. Era como si lo estuviera recordando. Uno de los cuervos había hablado. Arturo se le acercó.

    ―¿Quedará entre nosotros? ―dijo su voz profunda.
    ―Entre nosotros ―respondió Paul.

    Juntos salieron de la Cámara de Consejos y recorrieron los pasillos. Pajes y soldados corrían en todas las direcciones; el palacio se agitaba con la fiebre de la guerra. Ellos, sin embargo, estaban tranquilos, mientras caminaban en medio de la confusión general.

    Se detuvieron junto a la puerta de la habitación de Arturo. Paul dijo en voz muy baja, como si no quisiera que lo oyeran:

    ―Dijiste que quizás habías sido llamado para esto. Antes habías dicho que nunca veías el fin de las cosas.

    Se interrumpió. Por un momento Arturo permaneció callado, luego asintió con la cabeza.

    ―Es un lugar de muerte ―dijo por segunda vez.

    Luego, tras dudar un momento, añadió:

    ―No me disgustaría morir, tal y como se han desarrollado los acontecimientos.

    Paul abrió la boca para decir algo, pero luego lo pensó mejor. Se dio media vuelta y se dirigió a su habitación. La suya y la de Kevin, hasta hacía dos días. Oyó que tras él Arturo abría la puerta de la suya.

    Jennifer vio que la puerta se abría y tuvo tiempo de suspirar, al tiempo que él entraba en la habitación trayendo consigo todas las estrellas del verano.

    ―¡Oh, amor mío! ―dijo ella con voz al fin emocionada―. Necesito que me perdones muchas cosas. Temo...

    No pudo decir nada más. Un sonido salió de lo más profundo del pecho de Arturo; en tres zancadas atravesó la habitación, se arrodilló y hundió la cabeza en los pliegues del vestido de ella, repitiendo una y otra vez su nombre.

    Ella lo abrazó y le acarició los cabellos, grises y castaños. Trató de hablar, pero no pudo. Apenas podía respirar. Le alzó la cabeza para poder mirarlo y vio que corrían por su rostro lágrimas de antigua amargura.

    ―¡Oh, amor mio! ―susurró ella.

    Inclinó la cabeza tratando de besarlo. Ciegamente buscó su boca, como si ambos hubieran estado ciegos y perdidos, el uno sin el otro. Temblaba como enfebrecida y apenas podía mantenerse de pie. El se levantó y la atrajo hacia él y, después de tanto tiempo, la cabeza de ella reposó de nuevo sobre el pecho de él; ella sintió la fuerza de sus brazos y oyó el poderoso latido de su corazón, que había sido en otro tiempo su hogar.

    ―¡Oh, Ginebra! ―le oyó decir al cabo de un rato―. Te necesito.
    ―Y yo ―contestó ella, sintiendo que las últimas redes de Starkadh se hacían pedazos mientras ella se abría al deseo―. ¡Oh, sí! ―dijo―. ¡Oh, si, amor mío!

    Él la condujo hasta el lecho, bañado por la luz del sol, y ambos se alzaron por encima de su hado durante buena parte de la tarde.

    Después él le contó adónde tenía que ir y ella sintió que todo el dolor de los mundos se le venía encima. Pero se sentía tranquila; se había librado de Rakoth y, tal como había dicho Matt, su fuerza había aumentado con todas y cada una de las cosas a las que había sobre vivido. Se levantó y permaneció en pie a la luz del sol que inundaba la habitación, cubierta sólo por sus cabellos.

    ―Debes volver a mi. Lo que te dije antes es cierto: aquí no está Lancelot. Todo ha cambiado, Arturo. Ahora sólo estamos nosotros dos aquí, sólo los dos.

    A la luz del sol vio las estrellas que resplandecían en los ojos de él. Las estrellas del verano, desde las que había venido. Sacudió la cabeza muy despacio y ella se condolió de sus años y de su cansancio.

    ―No puede ser ―dijo él―. Yo maté a los niños, Ginebra.

    Ella no supo qué contestar. En el silencio casi podía oír la paciente e inexorable lanzadera del Telar.

    La historia más triste jamás contada.


    Capítulo 14


    Por la mañana, Arturo y Ginebra salieron juntos de Paras Derval y se dirigieron a la gran plaza que había a las puertas del palacio. Allí estaban reunidos dos ejércitos: uno iba a dirigirse al norte, el otro al oeste, hacia el mar. No hubo ningún corazón de los allí reunidos que no sangrara de gozo al verlos a los dos juntos.


    Dave Martymiuk, que esperaba junto a Levon la señal de partir, vio desfilar a los quinientos hombres que Aileron les había dado para que los acompañaran a la Llanura, y, al mirar a Jennifer, un recuerdo llameó en su memoria.

    El recuerdo de la primera tarde, cuando Loren les había confesado a ellos cinco quién era en realidad, Dave, incrédulo y hostil, se había precipitado hacia la puerta. Lo había detenido Jennifer llamándolo por su nombre; y luego lo había detenido la majestad, que al volverse hacia ella, había visto en su rostro. Entonces no había podido identificar aquella expresión, ni tampoco ahora encontraba las palabras precisas para nombrarla, pero en esa mañana la veía otra vez en su rostro, y ya no era una expresión transitoria o efímera.

    Ella, vestida con una túnica verde como sus ojos, abandonó el sirio que ocupaba junto a Arturo, y se detuvo junto a él. Debió de ver cierta irresolución en su rostro, porque la vio reír mientras se acercaba a él; luego le dijo:

    ―Si intentas una reverencia o algo por el estilo, Dave, te pegaré. Te juro que lo haré.

    Era agradable oír su risa. En lugar de ensayar la reverencia que, en efecto, estaba a punto de hacer, se inclinó y la besó en la mejilla, sorprendiéndose a sí mismo y también a ella.

    ―Gracias ―le dijo ella y le cogió una mano entre las suyas.

    El sonrió con timidez y, por una vez, no se sintió ni torpe ni avergonzado.

    Paul Schafer se reunió con ellos y Jennifer le cogió también una mano. Así, por unos instantes, permanecieron los tres enlazados.

    ―Bien ―dijo Dave.

    Paul lo miró con gravedad.

    ―Vas a meterte en plena meollo.
    ―Lo sé ―replicó Dave―. Pero si tengo algún papel en este asunto, creo que está junto a los dalreis. Tampoco..., tampoco será más llevadero el papel que te ha tocado a ti.

    Se quedaron silenciosos en media del bullicio y la animación que reinaban en la plaza. Luego Dave se volvió hacia Jennifer.

    ―He estado pensando en algo ―dijo―. Hace tiempo, cuando Kim te rescató de..., de aquel lugar, Kevin hizo algo. Quizá no lo recuerdes, pues estabas inconsciente, pero juró vengarse por lo que te habían hecho.
    ―Yo s lo recuerdo ―dijo Paul.
    ―Bien ―contínuó Dave―, debió de preguntarse durante mucho tiempo cómo lo haría, pero... he llegado a la conclusión de que por fin encontró la manera.

    El sol brillaba en un cielo adornado con nubes dispersas. Hombres en mangas de camisa iban arriba y abajo en torno a ellos.

    ―Hizo algo más ―dijo Jennifer con los ojos brillantes―. Me mostró la salida. Acabó de hacer lo que Kim había empezado.
    ―¡Maldita sea! ―dijo Paul con suavidad―. ¡Y yo que creí que habían sido mis encantos!

    No eran palabras suyas, eran palabras preñadas de recuerdos.

    Lágrimas, risas; luego se separaron.

    Sharra contemplaba cómo el apuesto hijo del aven abría la marcha hacia el norte al frente de quinientos hombres. De pie junto a su padre, cerca de los carros de combate, vio que Paul y Jennifer se unían a la compañía que iba a dirigirse hacia el oeste. Shalhassan iría con ellos hasta Seresh. Como se había derretido la nieve, había que reunir con urgencia tropas adicionales y el rey quería dar personalmente las órdenes en Cynan.

    Aileron estaba dispuesto ya sobre su caballo negro, y ella vio que Loren también montaba sobre el suyo. Su corazón latía con prisa.

    La noche pasada, Diarmuid había acudido al pie de su ventana y le había regalado flores. Esta vez, ella no le había arrojado agua y había puesto especial cuidado en hacérselo notar. El le había dado las gracias y luego, con tono diferente, le había dicho muchas cosas mas.

    Después había añadido:

    ―Me voy a un lugar peligroso, amor mío; para llevar a cabo algo también peligroso. Quizá sea mejor que hable con tu padre si..., cuando regrese. No quisiera atarte con promesas mientras yo...

    Ella le había tapado la boca con su mano, y luego, volviendo a la cama, retiró la mano como si fuera a besarlo, pero en lugar de hacerlo le mordió el labio inferior.

    ―¡Cobarde! ―le dijo―. Sé muy bien que tienes miedo. Desde el momento en que me prometiste un galanteo oficial, me ataste a ti.
    ―Bueno, pues será oficial ―dijo él―. ¿También quieres un Intermediario?
    ―¡Naturalmente! ―contestó ella.

    Luego, como estaba llorando y ya no podía seguir fingiendo, añadió:

    ―Diar, estoy comprometida contigo desde aquella noche en Larai Rigal.

    Él la besó, primero con dulzura, luego con pasión; después su boca empezó a recorrer su cuerpo y ella perdió la noción del tiempo y del espacio.

    ―Con toda ceremonia ―había dicho él luego con extraño tono.

    En esos momentos, a la luz del día, en medio de la plaza abarrotada, una figura se abrió paso entre la multitud y se dirigió ceremoniosamente hacia su padre. Sharra sintió que se ruborizaba. Cerró un momento los ojos, deseando con desesperación haberle mordido más fuerte, mucho más fuerte. Y en otro lugar. Luego, a pesar de sí misma, se echó a reír.

    Con toda ceremonia, le había prometido él. Incluso con un Intermediario, que hablaría en su nombre, según la antigua costumbre. En Gwen Ystrat ya le había advertido él que nunca actuaría con cálculo mesurado: siempre tendría que bromear.

    Por eso Tegid de Rhoden era su Intermediario.

    El gordinflón ―era en verdad enorme― estaba milagrosamente sobrio. Incluso se había recortado la excéntrica barba y se había puesto un atuendo de tonos rojizos adecuado para su augusta misión. Su redonda cara tenía una seria expresión. Tegid se detuvo frente a su padre. Su caminata había sido notada y coreada por gritos y risas. Tegid esperó con paciencia que se hiciera el silencio. Con aire distraído se rascó el trasero, pero al recordar dónde estaba cruzó enseguida las manos sobre el pecho.

    Shalhassan lo miraba con expresión tranquila y curiosa, que se convirtió en una mueca cuando Tegid atronó su título.

    ―Supremo señor de Cathal ―repitió Tegid, en tono más bajo, pues el primer grito de sus potentes pulmones había logrado que se hiciera el silencio―, ¿podéis concederme vuestra atención?
    ―Desde luego ―respondió su padre con seria cortesía.
    ―Entonces debo deciros que me envía aquí un señor de infinita nobleza, cuyas virtudes podría estar enumerando hasta que se levante la luna y se ponga de nuevo. Me envía a deciros, en este lugar y ante el pueblo aquí reunido, que el sol se levanta en los ojos de vuestra hija.

    Se levantó un murmullo de asombro.

    ―¿Y quién ―preguntó Shalhassan, con tono todavía cortés― es ese señor de infinita nobleza?
    ―Es una figura retórica ―dijo Diarmuid, destacándose de entre el grupo que estaba a su izquierda―. Y eso de la luna ha sido una idea totalmente suya. Pero es mi Intermediario y el corazón de su mensaje es sincero, y es el eco de mi propio corazón. Quisiera casarme

    con tu hija, Shalhassan.

    El ruido en la plaza era ahora incontrolable. Era difícil poder oir algo. Sharra vio que su padre le dirigía una mirada interrogadora y en sus ojos leyó algo más que tardó en reconocer como ternura.

    Asintió con un simple gesto de cabeza y dibujó en sus labios una respuesta afirmativa para que su padre la leyera.

    El bullicio llegó a su apogeo y luego se apagó poco a poco mientras Shalhassan esperaba junto a su carro, grave e impasible. Miró a Diarmuid que tenía ahora una expresión seria, y luego miró a su hija.

    Y sonrió. ¡Sonrió!

    ―¡Bendito sea el Tejedor y todos los dioses! ―exclamó Shalhassan de Cathal―. ¡Por fin se ha comportado como una mujer adulta!

    Avanzó unos pasos y abrazó a Diarmuid como a un hijo, según la costumbre.

    Así fue como, entre risas y alegría, la compañía se puso en marcha hacia Taerlindel, donde un barco esperaba para llevar a cincuenta hombres a un lugar de muerte.

    Eran los hombres de Diarmuid, naturalmente. No se había discutido el asunto. Si Kell iba a tripular el barco, Diarmuid lo comandaría y todos los hombres de la Fortaleza del Sur irían a Cader Sedat.

    A caballo, solo, en la retaguardia, Paul los veía reír, bromear e incluso cantar, con la promesa de entrar en acción. Contemplaba a Kell y al pelirrojo Averren, los lugartenientes; a Carde, al canoso Rothe, al flaco y ágil Erron y a los otros cuarenta que el príncipe había elegido, y se preguntaba si sabían adónde se dirigían; se preguntaba si él mismo lo sabía.

    En la vanguardia de la partida, Diarmuid se volvió para mirar la compañía, y por un momento la mirada de Paul se cruzó con sus ojos azules. Sin embargo, Paul no hizo el menor gesto de adelantarse y Diarmuid tampoco se rezagó. Sentía la ausencia de Kevin como un vacío en su corazón. Se sentía muy solo. Al pensar en Kim, cabalgando muy lejos hacia el este, se sintió aún peor.

    Shalhassan los dejó por la tarde en Seresh. Cruzaría hacia Cynan de inmediato. La beneficiosa y apacible luz del sol era una señal constante de la necesidad de darse prisa.

    Torcieron hacia el norte en la carretera de Rhoden, y algunos hombres los acompañaron para verlos zarpar: entre ellos, Aileron y Na―Brendel de Daniloth. También Sharra, que volvería a Paras Derval con Aileron y esperaría allí el regreso del hermano. Vio a Teyrnon y Barak enfrascados en una conversación con Loren y Matt. Sólo estos últimos se iban a hacer a la mar; el mago más joven se quedaría con el rey. Todos, pensó Paul, se estaban separando poco a poco.

    En realidad no podían hacer otra cosa.

    Delante, no muy lejos, vio a Tegid dando botes en uno de los carros de combate de Cathal, y por un momento esa imagen lo hizo sonreír. Shalhassan, después de todo, era un ser humano, y tenía sentido del humor. Detrás del gordinflón cabalgaba Jaelle, también sola. Pensó por un momento en alcanzarla, pero no lo hizo; tenía demasiado en que pensar para intentar además excusarse ante la sacerdotisa. Podía adivinar cómo reaccionaria ella. Era, sin embargo, un poco sorprendente que ella los acompañara: las competencias de Dana llegaban hasta el mar y terminaban en él.

    Eso lo llevó a reflexionar a quién competía lo que ahora comenzaba y a pensar en lo que él había dicho en el Consejo de la última mañana.

    ―Creo que podré arreglármelas en este asunto ―había dicho con reposado tono el Dos Veces Nacido.

    Reposado, si, pero un tanto temerario. Y ellos contarían con eso ahora.

    Llegaron a Taerlindel a última hora de la tarde, todavía con la luz del sol, que se ponía en el mar. La brisa era salada y fresca, la marca estaba subiendo y las olas coronadas de blanco rompían a lo largo de las playas que se extendían hacia Seresh y hacia la desembocadura del río Saeren.

    Frente a ellos se extendía el puerto de Taerlindel, orientado hacia el norte, protegido del viento y de la rompiente por un promontorio. Había algunas barquichuelas de pesca ancladas meciéndose en el agua, otras algo más grandes, y un solo barco, pintado de rojo y oro, que debía de ser el Prydwen.

    En otro tiempo, le había dicho Loren, toda una flota había anclado en el puerto. Pero la última guerra con Cathal había diezmado los navíos de los dos países, y después de la tregua no habían vuelto a construirse más barcos. El mago le había explicado que, como Andarien se había convertido durante mil años en un yermo, ya no había necesidad de navegar hasta la bahía de Linden.

    Algunas casas se alineaban junto al puerto, y algunas más en laspendientes de las colinas que ascendían desde el puerto. La ciudad estaba muy hermosa a la luz del atardecer. Sin embargo, Paul, sólo le echó una fugaz ojeada, antes de detener su caballo y dejar pasar a toda la retaguardia. Desde el camino que dominaba Taerlindel su mirada se dirigió, tan lejos como pudo, hacia el mar de color gris verdoso.

    Dejaron que de nuevo brillara la luz de Atronel durante tres noches, para celebrar y honrar el retorno de la primavera. Ahora, al atardecer del cuarto día, Leyse de la Marca de Swan caminaba, vestida de blanco en honor del cisne blanco, Lauriel, junto a la resplandeciente figura de Ra―Tenniel; estaban solos, junto al lago Celyn, recogiendo sylvains, rojas y plateadas.

    Entre las sombras entretejidas de Daniloth, sombras que torcían el tiempo por cauces desconocidos, nunca había habido invierno. El hechizo de Lathen el Tejedor de Nieblas había demostrado su poder frente al frío. Sin embargo, durante mucho tiempo, los lios habían observado desde los movedizos y confusos límites del País de las Sombras cómo caía la nieve sobre la Llanura y la yerma desolación de Andarien. Habían sido como una isla de mudos colores en un mundo de blanca maldad.

    Pero ya no lo serían por más tiempo. El siempre valeroso Ra―Tenniel tomó la larga y delgada mano de Leyse ―y por una vez ella permitió que lo hiciera― y la condujo más allá de las silenciosas sombras de Lathen, hacia los abiertos espacios donde el río confluía en el lago Celyn.

    A la luz del crepúsculo, el lugar estaba lleno de encantos y serenidad. Junto al río crecían sauces y árboles de aum de hojas tempranas. El extendió su manto, verde como la piedra de vellin, sobre la yerba, y ella se sentó sobre él con los brazos llenos de sylvains. Tenía los ojos dotados como la luz del sol poniente y los cabellos del color del bronce bruñido.

    Él la miró, y luego al sol, a los árboles de aum y a la tranquila corriente del río que fluía a sus pies. Con un tono cercano a la tristeza, como era propio en los lios alfar, elevó su voz en un lamento, por la destrucción de Andarien mil años atrás, entre el vespertino zumbido de las abejas y el ruido del agua al estrellarse contra las piedras.

    Ella escuchaba con aire grave y los brazos cargados de flores, mientras él cantaba la larga balada de un largo dolor. El sol se estaba poniendo. En el crepúsculo, una ligera brisa agitaba sobre sus cabezas las hojas, cuando él acabó su canción. En el oeste, sobre el lugar por donde se había puesto el sol, brillaba una estrella solitaria, llamada desde hacía mucho tiempo Lauriel, asesinado por el negro Avaia durante el Bael Rangar. Durante largo rato estuvieron contemplándola; luego regresaron al País de las Sombras, desde donde las estrellas se veían más débiles.

    Por encima de su hombro, Ra―Tenniel echó una mirada sobre Andarien. Entonces se detuvo, se dio la vuelta y volvió a mirar con la aguda vista de los lios alfar.

    Siempre, desde el principio, la impaciencia de su odio había marcado los designios de Rakoth. El invierno que acababa de pasar era un punto de partida, terrible por sus implícitos e implacables propósitos de destrucción.

    Pero el invierno había acabado por fin, y al mirar al norte con unos ojos cuyo color se iba transformando en violeta, Ra―Termiel, señor de los lios alfar, vio una oscura horda atravesando las ruinas de Andarien. Pero no se dirigían hacia ellos. En el momento en que Leyse se volvía también a mirar, el ejército de Rakoth torció hacia el este, rodeando Celyn para descender a través de Gwyrur a la Llanura.

    Si hubiera esperado a que se hiciera de noche, Rakoth habría podido hacerlos pasar casi inadvertidos mientras cabalgaban bajo el novilunio No había esperado, y Ra―Tennicí dio las gracias por ello. Rápidamente él y Leyse regresaron a Atronel. Esa noche no elevaron al cielo su luz, no con el ejército de la Oscuridad tan cerca de su territorio. Se reunieron, en cambio, todos los notables de las Marcas en el montículo de Artonel. Como había esperado el rey, la valiente Galen se ofreció en seguida para ir a Celidon. Y tain bien, como había esperado Lydan, pese a lo cauteloso que podía ser, no permitió ~ue su hermana partiera sola. Se levantaron en cuanto Ra―Tennieí les dio permiso Este, sin embargo, los, detuvo con un gesto de la mano.

    ―Tendréis que daros prisa ―dijo~, mucha prisa. Coged los raithen. Ya va siendo hora de que los caballos oro y plata de Danilorh sean vistos de nuevo en Fionavar.

    Los ojos de Galen se volvieron azules, y poco después también los de su hermano. Luego partieron a caballo.

    Con la ayuda de los que quedaban, Ra―Tenníeí hizo que el cristal de llamada envíara un aviso urgente para que el cristal de las habitaciones del soberano rey pudiera también avivarse

    No fue culpa de ellos que aquella noche el soberano rey estuviera en Taerlindel y no pudiera responder a la llamada del cristal en llamas hasta la tarde del día siguiente.

    No podía dormir. Muy entrada la noche, Paul salió de la casa de la madre de Kell junto al puerto. La luna, menguante, estaba alta y dejaba un rastro de plata en el mar. La marea estaba bajando y la arena se extendía hacia el promontorio. Soplaba el viento del norte. Sabía que hacía frío, pero él parecía ser todavía inmune al frío, tanto natural como sobrenatural. Era una de las pocas cosas que caracterizaban lo que ahora era. Eso, los cuervos, y la tácita y alerta presencia en su pulso.

    Prydwen estaba apaciblemente anclado. Lo habían cargado a última hora de la tarde y el abuelo de Kell había afirmado que estaba listo para hacerse a la mar. A la luz de la luna la pintura dorada de su casco parecía plateada y brillaban las blancas velas recogidas.

    Todo estaba en calma. Caminaba sobre el muelle de madera y, a excepción del chapoteo del mar contra los botes, sólo se oían sus pisadas. No había luces encendidas en Taerlindel. Sobre su cabeza brillaban las estrellas a pesar del resplandor de la luna.

    Al alejarse del puerto, caminó por el malecón de piedra hasta el final y rebasó la última casa de la ciudad. Un sendero que torcía hacia el este seguía la curva de la bahía. Había bastante luz y decidió seguirlo. A unos doscientos pasos el camino dibujaba una cresta y luego descendía en dirección norte, y poco después, se encontró sobre la arena, en una larga playa abierta al mar.

    El impulso y el susurro de las olas era más fuerte allí. Casi oía algo en ellas, pero ese casi no bastaba. Se quitó las botas y los calcetines, los dejó sobre la arena y siguió paseando. La arena estaba húmeda en los lugares donde había bajado la marea y las olas brillaban con un fosforescente color de plata. Sintió que el mar bañaba sus pies; sabía que el agua debía de estar fría, pero no lo notaba. Siguió caminando un poco más y luego se detuvo, con los tobillos hundidos, para sentirse presente pero sin atreverse a estarlo. Permaneció en pie muy tranquilo, tratando, aunque sin saber cómo, incluso entonces, de poner orden en quien era. Escuchó. No oía nada, sólo el profundo sonido del mar.

    Y luego, en su interior, sintió el fluir de la sangre. Humedeció los labios y esperó; volvió a sentirlo. La tercera vez creyó que incluso tenía ritmo, que no era el del mar porque no venía del mar. Miró hacia las estrellas, pero no hacia la tierra.

    ¡Mornir!, rogó.

    ―¡Liranan! ―gritó cuando sintió el cuarto impulso, mientras oía el estallido de un trueno en su propia voz.

    Con el quinto impulso, gritó otra vez el nombre, y por última vez cuando el sexto impulso se desencadenó en su interior. Sin embargo, el séptimo golpe de sangre permaneció callado y expectante.

    Mar adentro vio una ola blanca que se encrespaba mas alta que las demás que eran arrastradas por la marca. Cuando la ola chocó con la espuma de la rompiente y se precipitó, alta y brillante, oyó una voz que gritaba:

    ―¡Cógeme si puedes!

    Y en su mente se zambulló tras el dios del mar.

    El mar no estaba ni frío ni oscuro. Parecía haber luces por doquier, de pálido color; era como si se moviera entre constelaciones de estrellas sumergidas.

    Algo brilló: un pez de plata. Lo siguió y el pez se volvió para esquivarlo. El se volvió también entre las estrellas marinas. Había corales en el fondo, verdes y azules, rosados y anaranjados, dorados. El pez de plata se deslizó bajo un arco de coral y, cuando llegó hasta allí, había desaparecido

    Esperó. Sintió otro impulso.

    ―¡Liranan! ―llamó y sintió que un enorme trueno se precipitaba en las profundidades

    Cuando se apagaron los ecos, de nuevo vio al pez, ahora más grande, con los colores del arco iris y del coral resplandeciendo en sus aletas. Nadaba a toda velocidad, y él lo siguió.

    Se dirigía hacia el fondo del mar, y él fue detrás. Se sumergieron más allá de las Imponentes amenazas que acechaban en las profundidades, donde las estrellas marinas eran más débiles y no llegaban los colores.

    Luego ascendió como si se precipirara hacia la luz. Sobrepasó las estrellas sumergidas y surgió del agua con un salto inundado de luna; desde la playa, con los tobillos sumergidos en el agua, Paul lo vio brillar y caer.

    Luego echó a correr, sin torcer el rumbo. Mar afuera huía de la voz del trueno. Y fue seguido. Se alejaron tanto del recuerdo de la tierra que Paul creyó oír en las olas el hilo de una melodía. Sintió miedo, pues adivinaba qué era lo que estaba oyendo. No volvió a llamarlo. Delante vio el pez de plata. Pensó en los muertos y en la extrema necesidad de los que aún vivían, logró alcanzar a Liranan en mar abierto y lo tocó mentalmente con un dedo.

    ―¡Te cogí! ―dijo en voz alta, casi sin respiración, en la playa de donde no se había movido―. Ven y deja que hable contigo, hermano.

    Entonces el dios adoptó su verdadera forma, se alzó sobre el mar plateado y avanzó hacia la playa, resplandeciente con el agua que le chorreaba. Cuando se hubo acercado, Paul se dio cuenta de que los chorros de agua eran el ropaje de Liranan, el vestido de su majestad, y con el agua chorreaban también los colores de las estrellas marinas y del coral.

    ―Me has llamado hermano ―dijo el dios con una voz que silbaba como las olas a través de las rocas.

    Llevaba una barba larga y blanca, y sus ojos tenían el mismo color que la luna.

    ―¿Cómo te has atrevido? ¡Dime cómo te llamas! ―añadió.
    ―Tú ya sabes cómo me llamo ―dijo Paul, sintiendo que el impulso interior había muerto.

    Ahora hablaba con su propia voz.

    ―Sabes cómo me llamo, señor del mar ―repitió―, de otro modo no habrías acudido a mi llamada.
    ―No hice tal cosa. Oí la voz de mi padre, pero ahora ya no la oigo. ¿Quién eres tú que puedes hablar con el trueno de Mórnir?

    Paul avanzó con el reflujo de las olas y se encaró de pleno con la mirada del dios del mar.

    ―Soy Pwyll, señor del Árbol del Verano ―dijo.

    Liranan hizo que las olas del mar se rompieran en torno a los dos.

    ―Había oído hablar de eso ―dijo el dios del mar―. Ahora ya entiendo.

    Era muy alto. Era difícil distinguir si las chorreantes aguas de su vestidura estaban cayendo en el mar a sus pies o si se levantaban del mar, o ambas cosas a la vez. Era hermoso, terrible y poderoso.

    ―¿Qué quieres, pues? ―dijo
    ―Por la mañana navegaremos a Cader Sedat ―contestó Paul.

    Del dios salió un sonido como el de las olas cuando chocan contra los escollos. Luego permaneció en silencio, mirando a Paul a la luz de la luna. Tras largo rato dijo:

    ―Es un lugar prohibido, hermano.

    En su voz había un dejo de dolor, que Paul ya había oído antes en el mar.

    ―¿Acaso esa prohibición puede prevalecer sobre ti? ―preguntó.
    ―No lo sé ―dijo Liranan―, pero no me está permitido interferir en el Tapiz. Tampoco a los otros dioses. Dos Veces Nacido, tú deberías saberlo.
    ―Sí puedes en el caso de que seas llamado.

    De nuevo se hizo el silencio, sólo roto por el murmullo sin fin del reflujo y de las olas.

    ―Ahora estás en Brennin ―dijo el dios― y cerca del bosque de tu poder. Pero luego estarás lejos, en el mar, mortal hermano. ¿Cómo podrás obligarme?
    ―No nos queda más remedio que hacernos a la mar. La Caldera de Khath Meigol está en Cader Sedar –dijo Paul.
    ―No puedes ohligar a un dios en su propio elemento, Dos Veces Nacido.

    La voz era orgullosa pero en absoluto fría; casi emocionada.

    Paul hizo un gesto con las manos que Kevin hubiera reconocido.

    ―Trataré de hacerlo ―dijo.

    Liranan se quedó un buen rato mirándolo; luego dijo algo en voz muy baja. Sus palabras se mezclaron con el murmullo de las olas y Paul no pudo entenderlas. Antes de que pudiera preguntárselo Liranan levantó un brazo y los colores ondearon en sus vestiduras de agua. Extendió sus dedos sobre la cabeza de Paul y desapareció.

    Paul sintió la salpicadura del mar en su rostro y en sus cabellos; luego miró hacia abajo y vio que estaba descalzo sobre la arena, no en el agua. Había transcurrido bastante tiempo. La luna, en el oeste, estaba ya baja. En su estela plateada vio un pez de plata que saltaba sobre el agua y luego se zambullía entre las estrellas marinas y los colores del coral.

    Cuando se volvió para emprender eí regreso, tropezó y se dio cuenta de lo cansado que estaba. La arena parecía no acabar nunca. Dos veces estuvo a punto de caerse. Se detuvo y permaneció quieto respirando profundamenre durante un rato. Sentía la cabeza ligera como si hubiese estado aspirando un aire demasiado puro. Tenía un lejano recuerdo de la canción que había oído lejos, en el mar.

    Sacudió la cabeza y regresó a donde había dejado las botas. Se arrodilló para ponérselas pero se dejó caer en la arena, con los brazos sobre las rodillas y la cabeza inclinada. La canción se iba desvaneciendo poco a poco y sintió que la respiración se acompasaba de nuevo, aunque no había recuperado aún las fuerzas.

    Vio que una sombra sobre la arena cubría la suya.

    Sin mirar dijo con acritud:

    ―Debe satisfacerte el verme en tal estado. Pareces aprovechar todas las oportunidades.
    ―Estás temblando ―dijo Jaelle.

    Le puso sobre los hombros su manto que conservaba su perfume.

    ―No tengo frío ―dijo él.

    Pero al mirarse las manos comprobó que, en efecto, estaba temblando.

    Ella se separó un poco y él la miró. Llevaba en su frente una diadema, que le retiraba del rostro los cabellos agitados por el viento. La luna acariciaba sus pómulos, peto los verdes ojos estaban entre sombras.

    ―Os vi a los dos iluminados por una luz que no procedía de la luna. Pwyll, seas lo que seas, sigues siendo mortal y no es ése un resplandor en el que podamos vivir.

    Él no replicó.

    Al cabo de un momento ella continuó:

    ―Hace tiempo, cuando te fui a buscar al Árbol del Verano, me dijiste que ante todo éramos humanos.
    ―Y tú dijiste que estaba equivocado ―respondió él.
    ―Entonces lo estabas.

    En la quietud las olas parecían muy lejanas, aunque incesantes.

    ―Venía pedirte disculpas aprovechando la ocasión.
    ―Pero siempre pareces cogerme en mal momento ―dijo él.
    ―¡Oh, Pwyll! ¿Cuál podría ser el momento oportuno? ―De repente su voz parecía la de una anciana.

    Él la escuchaba esperando alguna pulla, pero no oyó ninguna.

    ―No lo sé ―admitió él―. Jaelle, si no regresamos de este viaje, será mejor que les cuentes a Teyrnon y a Aileron lo de Daríen. Jennifer no querrá hacerlo, pero no veo que tú puedas hacer otra cosa. Tendrán que estar preparados para lo que él pueda hacer.

    Ella se movió un poco y él pudo verle los ojos. Le había dado su manto y sólo llevaba un largo camisón. El viento soplaba del mar. Se levantó, le colocó el manto sobre los hombros y se lo anudó en el cuello.

    Al mirarla, al ver su salvaje belleza agobiada por lo que habia visto, se acordó de algo y, consciente de que ella tenía acceso por su condición a ciertos conocimientos, le preguntó:

    ―Jaelle, ¿cuándo oyen los lios su canción?
    ―Cuando están listos para hacerse a la mar ―respondió ella―. Normalmente es la debilidad lo que los lleva tan lejos.

    Tras él todavía oía el lento reflujo de la marca.

    ―¿Y qué hacen?
    ―Construir un barco en Danilorh y hacerse a la mar por la noche, hacia el Oeste.
    ―¿Hacia dónde? ¿A una isla?

    Ella sacudió la cabeza.

    ―No está en Fionavar. Cuando uno de los lios alfar navega muy íejos hacia el oeste, cruzan a otro mundo, uno dibujado por el Tejedor sólo para ellos. No sé con qué propósito, ni creo que tampoco ellos lo sepan.

    Paul permaneció callado.

    ―¿Por qué lo preguntas? ―dijo ella.

    El dudaba. Siempre la vieja desconfianza, desde la primera vez que hablaron, cuando ella lo fue a buscar al Árbol del Verano. Sin embargo, poco después, mirándola a los ojos, le dijo:

    ―Oí una canción hace un momento, mar adentro, cuando perseguía al dios.

    Ella cerró los ojos. La luz de la luna la convertía en una estatua de mármol, pálida y austera.

    ―El mar no es dominio de Dana ―dijo―. No sé lo que eso significa.

    Abrió los ojos de nuevo.

    ―Ni yo ―dijo él.
    ―Pwyll ―preguntó ella―, ¿podréis conseguirlo?, ¿podréis llegar a Cader Sedar?
    ―No estoy seguro ―dijo él con sinceridad―. Ni siquiera sé sí podremos conseguir algo en el caso de que lleguemos allí. Pero sé que Loren está en lo cierto: hemos de intentarlo.
    ―Sabes que si pudiera iría...
    ―Lo sé ―dijo Paul―. Pero tendrás bastante, demasiado que hacer aquí. Compadece a los que, como Jennifer y Sharra, sólo pueden esperar y amar, y ruega para que el viaje sirva para algo más que para sufrir.

    Ella abrió la boca como si fuera a decir algo, pero permaneció callada. Inesperadamente acudió a su memoria la letra de una balada y casi sin aliento la recitó

    a la brisa de la noche y al mar:
    ¿Qué es una mujer para que la abandones,
    y el fuego del hogar y el jardín de la casa,
    para marcharte con el canoso anciano Hacedor de Viudas?


    ―Que el Tejedor te proteja ―dijo Jaelle, y se alejó.

    El la siguió por el estrecho sendero que llevaba a Taerlindel. Mientras avanzaban, a la derecha la luna se hundía en el mar; cuando llegaron, la ciudad estaba solo iluminada por la luz de las estrellas.

    Cuando el sol se levantó, la compañía se dispuso a hacerse a la mar en el Ptydwen. Aileron, el soberano rey, subió a bordo para despedirse de su primer mago, de Paul Schafer, de Arturo Pendragon, de los hombres de la Fortaleza del Sur que tripularían el barco y de Kell de Taerlindel que lo capitanearía.

    En último lugar se encaró con su hermano. Se miraron uno a otro con ojos serios: los castaños de Aileron estaban casi negros, y los de Diarmuid más azules que el cielo.

    Desde el puerto, sin preocuparse de las lágrimas, Sharra vio que Diarmuid hablaba y asentía con la cabeza. Luego lo vio besar a su hermano en la mejilla. Poco después Aileron se dio la vuelta rápidamente y bajó por la pasarela. Su rostro no tenía expresión alguna, y sintió cierto odio hacia él.

    Las velas del Prydwen se desplegaron y se hincharon. Retiraron la pasarela. El viento soplaba del sudeste: podrían navegar con él.

    Na―Brendel de Danílorh estaba junto al soberano rey y su guardia. Había además tres mujeres contemplando cómo el barco levaba anclas y empezaba a alejarse. Una mujer era la princesa, otra la suma sacerdotisa; junto a ellas se erguía una que había sido reina, y Brendel no podía apartar de ella sus ojos.

    Los ojos de Jennifer eran claros y brillantes mientras miraba el barco y el hombre que de pie en la popa la contemplaba. Ella se despedía de él con valor y orgullo, Brendel lo sabía muy bien, y él la estuvo mirando hasta que el Prydwen fue sólo un punto blanco en el lugar donde mar y cielo se confundían.

    Sólo entonces ella se volvió hacia el soberano rey, sólo entonces la pena embargó su rostro. Y algo más también.

    ―¿Podrías proporcionarme una escolta? ―dijo―. Me gustaría ir a la torre de Lisen.

    Había compasión en los ojos de Aileron como si también él hubiera oído lo mismo que Brendel: los círculos del tiempo dando vueltas de nuevo, un dibujo trazándose en el Telar.

    ―¡Oh, querida mía! ―dijojaelle con una voz extraña.
    ―Anor, la torre de Lisen, ha permanecido abandonada durante mil años ―dijo amablemente Aileron―. Pendaran no es un lugar donde podamos internarnos sin peligro.


    Capítulo 15


    «Por encima de todo lo demás», pensaba Ivor, «están Tabor y Gereint».


    El aven cabalgaba trazando un vasto círculo en torno a los reunidos campamentos. Había regresado de Gwen Ystrat la tarde anterior. Habían tardado dos días de lenta cabalgata, pero Gereint no había podido soportar una marcha más rápida.

    Hoy inspeccionaba por primera vez los campamentos y por fin se sentía cautelosamente satisfecho por algo. Pendiente de que Levon, a quien esperaban por la noche, le informara de la decisión del Consejo de Paras Derval, él, sin embargo, había trazado el plan de dejar a las mujeres y a los niños con una guardia en el. protegido territorio al este del Latham. Los eltors ya habian comenzado a emigrar al norte, pero quedarían los suficientes para asegurar una caza abundante.

    Llegó al más septentrional de los campos y saludó con la mano a su amigo Tulger, de la octava tribu. Pero no podía detenerse a charlar con él; tenía muchas cosas en que pensar.

    En Tabor y en Gereint, sobre todo.

    La víspera, a su retorno, había escrutado con atención a su hijo menor. Tabor le había sonreído, lo había abrazado y le había comunicado todo lo que debía saber. Incluso teniendo en cuenta el largo invierno que habían soportado, estaba anormalmente pálido, con su piel blanca casi transparente. El aven había tratado de convencerse a sí mismo de que su habitual y excesiva preocupación por sus hijos lo estaba llevando a conclusiones erróneas, pero aquella misma noche, en la cama, Leith le había dicho que estaba preocupada y el corazón de Ivor se había sobresaltado.

    Su mujer hubiera preferido morderse la lengua antes que preocuparlo sin causa justificada.

    Por eso por la mañana temprano había salido a pasear por la orilla del río con su hijo menor, mientras la frescura de la primavera inundaba la verde yerba de la Llanura. El hielo del Latham se había derretido durante la noche. El río fluía, centelleante y frío, de las montañas; a la luz de la mañana era de un azul brillante. Ivor, pese a sus preocupaciones, sintió que su espíritu se alegraba al ver y formar parre de aquella resurrección.

    ―Padre ―había dicho Tabor antes de que él pudiera preguntarle nada―, no puedo hacer nada por evitarlo.

    El momentáneo goce de Ivor había desaparecido de golpe. Había mirado a su hijo: el menudo Tabor tenía sólo quince años, nada más, y ahora estaba tan pálido que parecía aún más joven. Ivor no dijo nada: sólo aguardaba.

    ―Me lleva con ella ―había explicado Tabor―. Cuando volamos, y en especial la última vez, cuando sembramos la muerte. Padre, en el cielo es diferente. No sé cuántas veces seré capaz de regresar.
    ―Entonces debes tratar de no cabalgar sobre ella ―había dicho Ivor lleno de pena.

    Estaba recordando la noche en el lindero de Pendaran, cuando contempló cómo Tabor y la alada criatura de su sueño volaban entre las estrellas y la Llanura.

    ―Lo sé ―había respondido Tabor junto al río―. Pero estamos en guerra, ¿cómo podría no cabalgar?
    ―Estamos en guerra y yo soy el aven de los dalreis ―había dicho con brusquedad Ivor―. Tú eres uno de los jinetes a mis órdenes y debes dejar que sea yo quien decida cómo aprovechar mejor esa fuerza de que disponemos.

    Sí, padre ―había dicho Tabor.

    «De doble filo», estaba pensando ahora Ivor mientras se dirigía hacia el sur a lo largo de la orilla occidental del Latham, hacia donde estaba acuartelada la cuarta tribu de Callion. Los dones de la diosa tenían siempre doble filo. Trató, sin éxito, de no amargarse por eso. La esplendorosa criatura alada con su cuerno de reluciente plata era un instrumento de guerra tan poderoso como cualquiera de los que disponían, y ahora sabía que el precio que debía pagar por usarlo era la progresiva pérdida de su hijo más joven.

    Callion, de rostro anguloso y ojos suaves, le salió al paso a caballo e Ivor se vio forzado a detenerse y esperarlo. Callion era muy joven para ser jefe de una tribu, pero era sensato e inteligente, e Ivor confiaba más en él que en la mayoría de los jefes.

    ―Aven ―dijo Callion sin preámbulos―, ¿cuándo nos marchamos? ¿Debo organizar una cacería o no?
    ―Hoy no ―contestó el aven―. Cechtar lo hizo ayer; ven a nuestro campamento si necesitas carne de eltor.
    ―Iré. ¿Y qué pasa...?
    ―Pronto llegará un auberei. Celebraremos consejo esta noche en nuestro campamento. Lo he aplazado hasta última hora porque estoy esperando que Levon regrese con noticias de Paras Derval.
    ―Bien. Aven, he estado presionando a mi chamán desde que la nieve comenzó a fundirse...
    ―No lo presiones ―dijo Ivor.
    ―Pero es que no dice nada en absoluto. ¿Y Gereint?
    ―Nada tampoco ―dijo Ivor alejándose a caballo.

    Ya no era joven cuando lo cegaron. Había estado aguardando su turno en Celidon durante años, antes de que los auberei llevaran la noticia de que había muerto Colynas, el chamán de Banor y de la tercera tribu.

    Ahora ya era viejo y quedaba muy lejos el día en que lo habían cegado, pero lo recordaba con toda claridad. No era raro: las antorchas, las estrellas y el corro de hombres de la tribu de Banor eran las últimas cosas que había visto.

    Había tenido una vida plena, pensó; más rica de lo que podría haber soñado. Si hubiera acabado antes de la explosión del Rangat, habría podido afirmar que había vivido y muerto como un hombre feliz.

    Desde el momento en que había sido elegido por los Ancianos de Celidon, donde vivía siempre la primera tribu, el destino de Gereint había sido muy diferente del de los otros jóvenes llamados a su ayuno.

    Solo por este motivo había dejado Celidon. Sólo los elegidos de la primera tribu lo hacían. Había aprendido a cazar, pues los chamanes tenían que familiarizarse con la caza y los eltors. Había viajado de tribu en tribu, permaneciendo una temporada con cada una de ellas, porque los chamanes tenían que conocer las costumbres de todas las tribus, sin saber nunca previamente con qué tribu se iban a reunir o a qué jefe iban a servir. También se había acostado con mujeres, en las nueve tribus, para esparcir su semilla por toda la Llanura. No tenía ni idea de cuántos hijos había engendrado en los años de espera, aunque recordaba muy bien algunas noches. Así habían pasado los años, unas temporadas viajando y otras en Celidon con los pergaminos de la Ley y otros fragmentos que no pertenecían a la Ley pero que los chamanes debían conocer.

    Había creído que disponía de bastante tiempo, de más del que tenían la mayoría de los chamanes, y había empezado a aprovecharlo viendo una keia como su tótem, lo cual lo había señalado interiormente como un elegido, incluso entre los elegidos.

    Había creído que estaba preparado cuando llegara el momento de la ceguera. Preparado para el cambio, aunque no para el dolor. Nunca se está preparado para el dolor: se tenía acceso al poder a través de la agonía, y nunca se estaba preparado para eso.

    Sin embargo, había reconocido lo que después sobrevino y había dado la bienvenida a la vista interior como se recibe al amante largo tiempo esperado. Había servido al bondadoso Banor durante más de veinte años, aunque siempre había habido una cierta distancia entre los dos.

    No así con Ivor. Entre ellos nunca había habido distancias, sino amistad, basada primero en el respeto y luego en algo más profundo. Decepcionar al jefe de la tercera tribu, que ahora era además aven de todos los dalreis, había desgarrado el corazón de Gereint.

    Y así estaba sucediendo ahora.

    Pero ahora que había estallado la guerra entre los poderes, no tenía otra elección. Dos días antes, en Gwen Ystrat, la muchacha le había dicho que no la siguiera a donde se dirigía. «Mira al oeste», le había dicho, y había abierto su mente para enseñarle a él a la vez adónde se dirigía y qué había visto ella de la empresa de Loren. La primera visión le había causado tanto dolor como no conocía igual desde que lo habían cegado. La segunda le había mostrado dónde estaba su propia carga y le había revelado una impotencia totalmente inesperada.

    Había dispuesto de muchos años, antes de que lo cegaran, para encontrar la vista más auténtica. Muchos años para viajar por la Llanura de acá para allá, observar las cosas del mundo visible y aprender su naturaleza. Había creído que los había aprovechado, y nada hasta ahora le había hecho pensar lo contrario. Nada hasta ahora. Peró ahora sabía dónde había fallado.

    Nunca había visto el mar.

    ¿Cómo un dalrei, por muy sabio que fuese, iba ni siquiera a imaginar que ese simple detalle podía hacerle perder el desafio más importante de toda su vida? Los dalreis conocían a Cernan el de las Fieras y a Ceinwen la Verde. El dios que abandonó su sede en Pendaran para correr con los eltors por la llanura, y la diosa de la caza, su hermana. Pero ¿qué sabían los jinetes de Liranan, la criatura del mar?

    El barco debía de estar navegando en dirección oeste, tal como la muchacha le había mostrado. Y al ver la imagen en la mente de ella, Gereint había comprendido otra cosa, algo más de lo que la vidente de Brennin sabía. El nunca había visto el mar, pero tenía que encontrar ese barco entre las olas dondequiera que estuviese.

    Por eso se encerró en si mismo. Privó al aven de la ayuda que debía ofrecerle, y en tiempos difíciles, los peores; pero realmente no tenía otra salida. Le dijo a Ivor lo que iba a hacer, pero no dónde ni por qué. Redujo a una simple chispa interior la fuerza que todavía conservaba con vida su decrépito cuerpo. Entonces, sentado sobre la estera de la casa del chamán, en el campamento junto al Latham, con las piemas cruzadas, transmitió esa chispa lejos, muy lejos de su hogar.

    Cuando aquella noche la confusión y el alboroto se extendieron por los campamentos, él ni se enteró. Al día siguiente, en medio del caos trasladaron su cuerpo ―le había dicho a Ivor que podían trasladarlo―, pero él tampoco se enteró. En esos momentos estaba más allá de Pendaran.

    Había visto el Bosque. Podía situarse y verse a sí mismo gracias a la memoria que guardaba de la espesura y a las siluetas que se iban formando en su mente. Había sentido la oscura e implacable hostilidad del Bosque y luego algo más. Había pasado de largo sobre Anor, la torre de Lisen, que también conocía. Brillaba una luz en la torre, pero ni siquiera se dio cuenta. En cambio, sí captó allí una presencia y tuvo un instante de asombro.

    Sólo un instante, porque después rebasó los confines de la tierra y experimentó encima de las olas un súbito y desesperado pánico. No tenía formas que darle al mar, ni recuerdos; apenas un nombre para abarcarlo. Viejo y frágil, en la oscuridad de su ceguera, Gereint ordenó a su espíritu abandonar la tierra que siempre había conocido, para internarse en la inconmensurable vastedad del rugiente mar, nunca visto y nunca imaginado.

    ―No puedes ―dijo Mabon de Rhoden, dándoles alcance― conducir a quinientos hombres sin permitirles un solo descanso en todo el día.

    Su tono era apacible. Aileron había dejado muy claro que a Levon le correspondía comandar la compañía, y Mabon no había tenido nada que objetar. Dave vio que Levon sonreía con timidez.

    ―Lo sé ―le dijo al duque―. Tenía la intención de hacer un alto, pero estábamos tan cerca...

    El duque de Rhoden sonrió.

    ―Comprendo. Yo también siento lo mismo cuando me estoy acercando a casa.

    Dave pensó que Mabon tenía razón. El duque había dejado atrás sus mejores años y cargaba con más peso del que le correspondía, pero no había tenido problema alguno en seguir la marcha de los demás y había dormido sobre el duro suelo en el saco de dormir como cualquier soldado.

    Levon sacudía la cabeza, molesto consigo mismo. Cuando coronaron un pequeño montículo sobre la vasta Llanura, levantó una mano para ordenar un alto. Dave oyó que tras él, por toda la compañía, se levantaban expresivos suspiros de alivio.

    También él agradecía un poco de descanso. No había nacido para cabalgar, como Levon y Torc, o como los jinetes de los territorios del norte de Brennin, y en los últimos días se había pegado un buen hartón de cabalgatas.

    Desmontó y estiró las piernas. Hizo algunas flexiones, se tocó las puntas de los pies y describió amplios círculos con los brazos. Sorprendió una mirada de Torc y sonrió. No le importaba que aquel moreno dalrei se burlara de él: Torc era un hermano. Dio unos cuantos saltos junto a la manta sobre la que Torc estaba disponiendo las provisiones. Oyó que el otro gruñía algo y reía sorprendido.

    Se dejó caer de espaldas; pensó en levantarse, pero cambió de opinión y se dispuso a comer algo. Cogió una tira de carne seca de eltor y un bollo de pan de Brennin. Los untó con la mostaza que tanto les gustaba a los dalreis y se echó otra vez en el suelo masticando con aire satisfecho.

    Era primavera. Los pájaros revoloteaban y la brisa del sur era agradable y templada. La yerba le cosquilleaba en la nuca; se incorporó para coger un trozo de queso. Torc yacía a su lado con los ojos cerrados. Era capaz de quedarse dormido en veinte segundos. De hecho ya estaba dormido.

    Era casi imposible creer que sólo cinco días antes todo aquello hubiese estado cubierto por la nieve y barrido por el viento. Al pensarlo, Dave se acordó de Kevin y sintió que su buen humor se desvanecía entre los dedos como el viento. Su pensamiento abandonaba el ancho cielo y los vastos pastizales para internarse en regiones más tenebrosas. En especial en aquella a donde Kevin había ido: la caverna de Gwen Ystrat, con la nieve semiderretida en su entrada. Recordaba muy bien las flores rojas y el perro gris, y se sentía morir al rememorar el lamento de las sacerdotisas.

    Se incorporó de nuevo. Torc se movió pero sin despertarse. Allá arriba brillaba un sol reconfortante. Era un hermoso día para sentirse vivo, y Dave obligó a su mente a abandonar los recuerdos. Sabia, por amarga experiencia familiar, cuán inestable podía llegar a sentirse cuando se dejaba llevar por emociones como las que ahora lo estaban estremeciendo.

    No podía permirírselo. Quizá, sólo quizá, cuando pudiera disponer de tiempo suficiente para reflexionar, podría sentarse durante uno o dos días y comprender entonces por qué había llorado por Kevin Laine como jamás había llorado por nadie desde que era un niño.

    Pero ahora, no. Era un terreno demasiado resbaladizo para él. Con cierto pesar, puso a Kevin Laine en el mismo lugar que a su padre ―a quien no había olvidado pero del que no se quería acordar por el momento― y fue al encuentro de Levon que estaba sentado junto al duque de Rhoden.

    ―¿No descansas? ―le preguntó Levon con una sonrisa.

    Dave se sentó sobre sus pantorrillas.

    ―Torc si lo hace ―dijo.

    Mabon rió entre dientes.

    ―Me alegro de que por fin uno de vosotros de muestras de reacciones naturales. Creí que teníais la intención de cabalgar de una tirada hasta el Latham.

    Levon sacudió la cabeza.

    ―Yo hubiera necesitado un descanso. Pero Torc hubiera sido capaz de hacerlo. No está cansado; es sólo que es más listo que nosotros.
    ―Tú lo conoces bien. Creo que tienes razón –dijo Mabon.

    Luego se dio la vuelta, se cubrió los ojos con un pañuelo de encaje y en pocos minutos ya roncaba.

    Levon sonrió e hizo un gesto con la cabeza. Se levantaron y caminaron alejándose de los otros.

    ―¿Cuándo llegaremos? ―preguntó Dave.

    Miró en todas direcciones: por doquier se extendía la Llanura.

    ―Por la noche ―contestó Levon―. Quizá lleguemos hasta los puestos de avanzadilla antes de que oscurezca. Perdimos bastante tiempo ayer con las obligaciones de Mabon en la Fortaleza del Norte. Creo que por eso me he estado dando tanta prisa.

    El duque se había visto forzado a retrasar la marcha para llevar una serie de instrucciones de Aileron a los cuarteles de la Fortaleza del Norte. Dave había quedado impresionado por la imperturbable calma de Mabon, cualidad de la que, según le habían contado, se enorgullecían los hombres de Rhoden. En cambio se había dado cuenta de que los de Seresh eran bastante más impacientes.

    ―También yo hice que os entretuvierais allí. Lo siento ―dijo.
    ―Tenía la intención de preguntártelo. ¿De qué se trataba?
    ―Un favor que había solicitado Paul. Aileron me lo ordenó. ¿Te acuerdas del muchacho que apareció cuando llamamos a Owein?

    Levon asintió con la cabeza.

    ―No es probable que pueda olvidarlo ―dijo.
    ―Paul quería que su padre volviera a Paras Derval. Tenía una carta para él. Por fin pude encontrarlo, aunque me costó un poco.

    Dave se vio a si mismo de pie, incómodo, junto a Shahar que lloraba por lo ocurrido a su hijo. Había tratado de encontrar algo que decirle, pero no se le había ocurrido nada, como siempre. Suponía que nunca sería capaz de salir airoso de semejantes circunstancias.

    ―¿No te recordó aquel muchacho a Tabor? ―le preguntó de pronto Levon.
    ―Un poco ―dijo Dave tras pensarlo.
    ―A mí bastante más que un poco ―dijo Levon―. Creo que deberíamos ponernos en marcha.

    Regresaron. Dave vio que Torc ya se había levantado. Levon le hizo un gesto y el moreno dalrei se llevó los dedos a la boca y emitió un agudo silbido. La compañía se dispuso a cabalgar de nuevo. Dave tomó su caballo, montó y se apresuró hacia la vanguardia donde aguardaban Levon y Mabon.

    Los hombres de Brennin estaban en sus puestos y montaron con presteza. Aileron les había asignado hombres que conocían muy bien su deber. Torc se acercó e hizo un gesto con la cabeza. Levon le dirigió una sonrisa y levantó una mano para ordenar la marcha.

    ―Mornir ―exclamó el duque de Rhoden.

    Dave vio una sombra y olió a podrido.

    Oyó el silbido de una flecha, al tiempo que volaba por los aires derribado del caballo por la acometida de Mabon. El duque cayó en la yerba junto a él. Esto, pensó absurdamente Dave, es lo que Kevin hizo con Kell,.

    Luego vio lo que el cisne negro le había hecho a su caballo. Ante el hedor de putrefacción y el dulzón olor nauseabundo de la sangre, hizo esfuerzos para no vomitar.

    Avaia ya se alejaba de ellos, volando hacia el norte. El corcel castaño de Dave tenía el espinazo roto por la destructora fuerza del ataque del cisne. Sus garras le habían destrozado la carne y casi habían desgajado la cabeza del caballo. La sangre manaba a borbotones del cuello.

    Levon había sido detribado del caballo por el golpe de las gigantescas alas. Se incorporó al instante entre los relinchos de los animales desbocados y los gritos de los hombres. Torc miraba al cisne sosteniendo el arco entre sus dedos pálidos. Dave vio que temblaban: nunca antes había visto a Torc en tal estado.

    Por fin las piernas le obedecieron y pudo ponerse en pie. Mabon de Rhoden se levantó despacio con el rostro congestionado; apenas podía respirar.

    Durante un momento nadie dijo palabra alguna. Avaia ya se había perdido de vista. Dave estaba pensando en Flidais, mientras trataba de tranquilizarse. «Guárdate del jabalí, guárdate del cisne...»

    ―Me has salvado la vida ―dijo.
    ―Lo sé ―dijo con calma Mabon, sin ninguna afectación―. Estaba comprobando la posición del sol y lo vi descender en picado.
    ―¿Lo alcanzaste? ―preguntó Levon a Torc.

    Torc sacudió la cabeza.

    ―Quizás en un ala. Quizás.

    Había sido un súbito, terrorífico y brutal ataque. El cielo estaba de nuevo despejado y el viento soplaba sobre la yerba tan apaciblemente como antes. Pero junto a ellos había un caballo muerto con las tripas fuera, y un persistente olor a putrefacción que no provenía del caballo.

    ―¿Por qué? ―preguntó Dave―. ¿Por qué a mí?

    El estupor de la expresión de Levon dejó paso a la certeza,

    ―Sólo puedo encontrar una razón ―dijo―. Se arriesgo mucho con ese descenso en picado. Debió de haber percibido algo y decidió que valía la pena arriesgarse para ganarlo.

    Hizo un gesto con la mano.

    Dave se llevó una mano al costado y tocó la curva forma del Cuerno de Owein.

    A menudo, en su mundo, había sucedido que el equipo rival ~en los partidos de baloncesto consideraban a Dave Martymiuk como el más peligroso jugador de su equipo. Por eso debían tratarlo con especial atención: doble marcación, provocaciones verbales, frecuentes intimidaciones que distaban mucho de la legalidad. A medida que había crecido y se había convertido en un jugador cada vez mejor, eso había ocurrido cada vez mas a menudo.

    Y nunca esa táctica había obtenido resultado alguno.

    ―Enterremos el caballo ―dijo Dave con un acento tan inflexible que sorprendió a los dos dalreis―. Dame otra silla para que pueda montar otro caballo, Levon, y vámonos de una vez.

    Avanzó unos pasos y sacó el hacha de lo que quedaba de la antigua silla. Estaba cubierta de sangre. La limpió con cuidado hasta que brilló de nuevo al blandirla.

    Enterraron el caballo; le dieron una silla y otro caballo.

    Y cabalgaron de nuevo.

    Ivor estaba en casa del chamán a la puesta de sol cuando le llegaron las noticias.

    Al atardecer había ido a ver a su amigo y había permanecido con él, impotente y aterrado por lo que leía en el rostro de Gereint. El cuerpo del chamán estaba tranquilo e inmóvil sobre la estera, pero la boca se torcía con mudo terror e incluso las cuencas vacias de los ojos ofrecían testimonio de una terrible visión. Compadecido y asustado por el anciano chamán, Ivor permanecía a su lado como si en calidad de mero espectador pudiera de algún modo ayudarlo en su viaje. Ivor se daba cuenta de que el anciano se había perdido y con todo su corazón anhelaba llamarlo para que regresara a casa.

    Pero, en lugar de hacerlo, se limitaba a mirarlo.

    Entonces entró Cechtar.

    ―Levon está a punto de llegar ―dijo desde la puerta―. Trae con él al duque de Rhoden y a quinientos hombres. Y hay algo más, aven.

    Ivor lo miro.

    La cara del fornido jinete tenía una extraña expresión.

    ―Dos más han llegado del norte. Aven..., son lios alfar y... ¡ oh, sal a ver sus monturas!

    Nunca había visto a los lios. De todos los dalreis sólo Levon y Torc los habían visto. Y Levon también estaba de vuelta con quinientos hombres del soberano rey. Con el corazón acelerado, Ivor se levantó. Dirigió una larga mirada a Gereint y luego salió.

    Levon llegaba con sus hombres desde el sudoeste; aguzando la vista pudo ver que sus siluetas se recortaban sobre el crepúsculo. Pero, en la explanada que se abría ante él, esperando tranquilamente, había dos lios alfar montados sobre sendos raithen. Ivor no había imaginado en su vida que algún día llegaría a verlos.

    Ambos lios tenían los cabellos de plata y eran esbeltos, de largos dedos y grandes ojos que cambiaban de color, tal como había oído decir. Pero nada de lo que había oído habría podido hacerle imaginar su esquiva y humilde belleza y su gracia, incluso cuando permanecían inmóviles.

    Por encima de todo, los raithen llamaron la atención de la estupefacta mirada de Ivor. Los dalreis eran jinetes y vivían para cabalgar. Los raithen de Daniloth eran a los caballos lo que los dioses eran a los hombres, y ante él veía dos de ellos.

    Tenían el cuerpo de color dorado como el crepúsculo, pero la cabeza, la cola y las cuatro patas eran de color de plata, como el de la luna a punto de levantarse. Tenían los ojos muy azules, llenos de inteligencia, e Ivor los amó desde aquel instante con toda su alma. Sabía que a todos los dalreis les ocurría lo mismo.

    Se sintió inundado por una ola de felicidad. Pero la felicidad se rompió en pedazos cuando los lios le comunicaron que un ejército de la Oscuridad se acercaba cruzando por el norte de la Llanura.

    ―Dimos la voz de alarma en Celidon ―dijo la mujer―. Lydan y yo iremos ahora a Brennin. Alertamos al soberano señor con el cristal de llamada anoche. Ahora debe de estar en la Llanura, camino de Daniloth. Le saldremos al paso. ¿Adónde quieres que se dirija?

    Ivor logró hablar en medio de un informe murmullo.

    ―Hacia el Adein ―dijo con voz crispada―. Trataremos de vencer á las fuerzas de la Oscuridad junto al río y detenerlas hasta que llegue el soberano rey. ¿Podemos hacerlo?
    ―Si os ponéis en marcha ahora mismo y os dais prisa, podréis conseguirlo ―dijo el lios llamado Lydan―. Galen y yo saldremos al encuentro de Aileron.
    ―¡Espera! ―gritó Ivor―. Debéis descansar. Por lo menos los raithen deben hacerlo. Si habéis venido sin deteneros desde Danioth...

    Los lios debían de ser hermanos pues se parecían mucho. Sacudieron a la vez la cabeza.

    ―Han tenido mil años para descansar –dijo Galen―. Los dos son de la época del Bael Rangat, y desde entonces no han corrido libremente.

    La boca de Ivor se quedó muy abierta. Luego la cerró.

    ―¿Cuántos tenéis? ―oyó que susurraba Cechtar.
    ―Estos dos y otros tres más. No han sido embridados desde la guerra contra Maugrim. Muchos murieron entonces y algo ha cambiado en ellos. Cuando estos cinco hayan desaparecido, ningún raithen volverá a dejar atrás al viento.

    La voz de Lydan tenía acordes de nostalgia.

    Ivor miró a los raithen con amarga pena.

    ―Id, pues ―dijo―. Hacedlos correr. Que la luna brille para vosotros, y sabed que no os olvidaremos.

    Como sí fueran uno, los lios levantaron las manos abiertas a modo de saludo. Luego volvieron grupas a los raithen, les dijeron algo y los dalreis vieron que dos cometas, de oro y plata, cruzaban volando la oscura Llanura.

    Aileron, el soberano rey, acababa de regresar a Paras Derval desde Taerlindel. En el camino de vuelta le habían informado de que el cristal de llamada se había encendido. Acababa de dar las órdenes de partida al ejército. Pero tenían que ir muy lejos. Demasiado lejos.

    En la llanura, Levon se reunió con su padre. Mabon de Rhoden estaba a su lado.

    Ivor le dijo al duque:

    ―Habéis cabalgado durante dos días. No puedo pedirte ni a ti ni a tus hombres que nos acompañéis. ¿Protegerás a las mujeres y a los niños?
    ―Puedes pedir lo que debas pedir ―dijo Mabon con calma―. ¿Qué puedes hacer sin mis quinientos hombres?

    Ivor dudaba.

    ―No ―dijo una voz de mujer―. No podemos permitirlo. Llévatelos a todos, aven. No debemos perder Celidon.

    Ivor miró a su mujer y en su cara leyó una resolución inquebrantable.

    ―Tampoco podernos perder a nuestras mujeres ―dijo―. Ni a los niños.
    ―Quinientos hombres no nos salvarán ―dijo Liane, de pie, junto a su madre―. Si ellos os derrotan, quinientos hombres no nos servirán para nada. Llévatelos a todos, padre.

    Tenía razón, lo sabía. Pero ¿cómo podía él dejarlos sin protección alguna? Tuvo una idea. Por un momento se amedrentó, pero luego dijo:

    ―¡Tabor!
    ―Si, padre ―contestó su hijo menor dando un paso al frente.
    ―Si me llevo a todos, ¿podrás proteger los campamentos? ¿Vosotros dos?

    Oyó suspirar a Leirh y sintió pena por ella, por todos ellos.

    ―Sí, padre ―dijo Tabor, pálido como la luz de la luna.

    Ivor se acercó a él y lo miró a los ojos. Lo sentía muy lejos de él ya.

    ―Que el Tejedor te proteja, querido mío ―murmuro―. Que os proteja a todos vosotros.

    Luego se dirigió al duque de Rhoden.

    ―Nos pondremos en marcha dentro de una hora ―dijo― y no nos detendremos hasta llegar al Adein, a menos que nos encontremos con un ejército. Ve con Cechtar: tus hombres necesitarán caballos de refresco.

    Dio órdenes a Levon y también a los reunidos auberei, que ya habían montado para llevar mensajes a las otras tribus. El campo exploró por doquier.

    Encontró un momento para mirar a Leith y halló un infinito solaz en sus ojos. No hablaron. Ya se lo habían dicho todo, en uno u otro momento,

    Poco menos de una hora después entrelazó los dedos entre sus cabellos y se inclinó en la silla para besarla como despedida. Ella no lloraba; su rostro mostraba calma y fuerza, como el de él. Él podía llorar con facilidad por alegría, penas domésticas o por amor, pero era el aven de los dalreis, el primero desde que le asignaron la Llanura a Revor, el que ahora se erguía en la silla rodeado por la oscuridad. En su corazón sentía la muerte, un amargo odio y la más violenta y fría resolución.

    Necesitarían antorchas hasta que saliera la luna. Envió por delante a los auberei para que les iluminaran el camino. A su lado cabalgaba su hijo mayor, el duque de Rhoden y los siete jefes, todos menos el Más Anciano, que estaba en Ceidon, a donde ellos se dirigían. Tras ellos, a caballo y expectantes, iban quinientos hombres de Brennin y todos los jinetes de la Llanura, excepto uno. Se prohibió a sí mismo pensar en ese uno. Vio a Davor y a Torc y reconoció el brillo de los ojos del moreno dalrei.

    Se irguió en la silla.

    ―¡En nombre de la luz! ―gritó―. ¡Hacia Celidon!
    ―¡Hacia Celidon! ―rugieron todos a una.

    Ivor dirigió el caballo hacia el norte. Delante los auberei lo estaban mirando. Les hizo una seña con la cabeza.

    Emprendieron la marcha.

    En silencio, Tabor cedió el paso a los reunidos chamanes, quienes a su vez lo cedieron a su madre. Por la mañana, siguiendo las instrucciones del aven, comenzaron a trasladarse al otro lado del río, hacia el último campamento, en el confín mismo de la Llanura, donde el terreno comenzaba a ascender hacia las montañas. El río les proporcionaría una cierta protección, y las montañas, un lugar donde esconderse si fuera necesario.

    Se trasladaron deprisa, sin apenas llorar, ni siquiera los más jóvenes. Tabor pidió a algunos jóvenes que lo ayudaran con Gereint, pero sintieron miedo del rostro del chamán, y en verdad no podía culparlos de eso. El mismo montó una hamaca, y pidió a su hermana que lo ayudara a trasladar a Gereint. Vadearon el río por un lugar poco profundo. Gereint no parecía darse cuenta de nada. Liane se porró muy bien y él se lo hizo saber así. Ella le dio las gracias. Cuando se hubo marchado, permaneció un rato junto al chamán en la oscura vivienda donde lo habían instalado. Pensó en el elogio que le había hecho a Liane y en las gracias que ella le había dado,y en lo mucho que había cambiado.

    Más tarde, fue a ver a su madre. No surgieron problemas. Por la tarde todos estaban ya instalados en el nuevo campamento. Estaba lleno, pero como los hombres se habían marchado había sitio suficiente en un campamento construido para cuatro tribus. Todo estaba dolorosamente en silencio. Tabor cayó en la cuenta de que ni siquiera los niños reían.

    Desde las laderas de la montaña, hacia el lado este del campamento, un par de ojos los vieron aquella mañana. Y mientras las mujeres y los niños de los dalreis se instalaban llenos de inquietud en el nuevo campamento, con sus pensamientos puestos en el norte, en Celidon, el espía se echó a reír. Estuvo riendo largo rato, sin que nadie lo oyera excepto las salvajes criaturas de las montañas que ni lo entendían ni se preocupaban por eso. Luego ―le sobraba el tiempo― el espía se levantó y se dirigió hacia el este, para transmitir la noticia. Y todavía seguía riéndose.

    Había llegado la hora en que debía ser Kim quien guiara. Habían ido cambiando de dirección después de cada descanso desde que dejaron los caballos y empezaron a escalar. Era la cuarta jornada de viaje, la tercera en las montañas. Todavía no era demasiado duro, allí, en el desfiladero. Brock le había dicho que al día siguiente sería más duro y que entonces ya estarían cerca de Khath Meigol.

    Él no le había preguntado nada de lo que sucedería después.

    Ella le estaba muy agradecida por su camaradería y admiraba el estoicismo con que la estaba llevando hacia un lugar más encantado que ningún otro en Fionavar. Sin embargo, había tenido fe en ella, le había creído cuando le dijo que los fantasmas de los paraikos no erraban por el desfiladero de la montaña con su maldición de sangre.

    Eran los paraikos en carne y hueso quienes estaban allí, en las cavernas, vivos y prisioneros, aunque de algún modo ella aún no lo había visto.

    Miró atrás. Brock caminaba animosamente tras ella, cargando con la mayoría de los pertrechos: una batalla que ella había perdido. Según parecía, los enanos eran aún más testarudos que los Ford.

    ―Es hora de descansar ―le dijo ella―. Parece que ahí arriba hay una especie de reborde llano desde donde parte un sendero.

    Empezó a trepar; un par de veces tuvo que usar las manos, pero no era demasiado difícil. Había acertado: había un reborde llano, más ancho incluso de lo que había imaginado. Un lugar ideal para detenerse a descansar.

    Por desgracia, estaba ocupado.

    La agarraron y amordazaron antes de que pudiera gritar. Sin sospechar nada, Brock subió tras ella y en pocos segundos ambos habían sido desarmados, ella de su daga y el de su hacha, y atados con fuerza.

    Los obligaron a sentarse en medio de la meseta que poco a poco se poblaba con sus raptores.

    Al cabo de un momento otra figura saltó desde el sendero por el que habían escalado. Era un hombre fornido de espesa barba negra. Era calvo, con un tatuaje verde en la frente y las mejillas, y también bajo la barba. Al darse cuenta de su presencia se echó a reír.

    Nadie decía nada. Eran aproximadamente cincuenta los hombres que los rodeaban. El hombre calvo de los tatuajes avanzó con autoridad y se detuvo frente a Kim y Brock. Los miró un momento. Luego le dio al enano una violenta patada en la sien y Brock se derrumbó sangrando por el cuero cabelludo.

    Kim gritó y él la golpeó en un costado. Mientras hacia esfuerzos agónicos por respirar, lo oyó reír de nuevo.

    ―¿Sabes ―preguntó el hombre calvo a un compañero con voz gutural― lo que han hecho los dalreis allá abajo?

    Kim cerró los ojos. Se preguntaba cuántas costillas tendría rotas. Y si Brock estaría muerto.

    «Sálvanos», oyó dentro de su mente. Un débil canto.

    «Oh, salvanos»

    Durante un tiempo, Dave había considerado que aquel asunto no le concernía en absoluto. Pero luego todo había cambiado y no por una teórica toma de conciencia de los entretejidos hilos de todos los mundos. Le había hecho cambiar el recuerdo de Ivor y de Liane mientras cabalgaba hacía un año hacia Paras Derval. Después de la terrorífica explosión de la Montaña, había convivido estrechamente con Torc y Levon y había tenido lugar la batalla junto al lago de Llewen, en la que hombres que conocía muy bien habían muerto asesinados por unas repugnantes criaturas a las que no podía menos que odiar. Había encontrado unos verdaderos hermanos en el Bosque de Pendaran y, por fin, había tenido que enfrentarse con lo que le habían hecho a Jennifer.

    Ahora aquélla era una guerra que le concernía a él también.

    Siempre había sido un excelente atleta y se había sentido orgulloso de ello, además de haberle servido para soportar la dureza de los estudios de Derecho. Nunca había dejado de entrenarse y ejercitarse; cuando de vuelta a casa aguardaban, para regresar a Fionovar, que Loren fuera a buscarlos o que Kim encontrara por fin su sueño tan largo tiempo anhelado, había seguido entrenándose con más ahínco que antes. Se imaginaba lo que con seguridad iba a sobrevenir. Por eso Dave estaba en plena forma física, como nunca en su vida.

    Pero nunca le habían dolido tanto los músculos y los huesos o se había sentido tan brutalmente exhausto. Nunca en su vida.

    Habían cabalgado durante toda la noche; primero a la luz de las estrellas y luego al resplandor de la luna cuando por fin apareció. También los dos días antes los había pasado a caballo y a marchas forzadas, en el viaje desde Paras Derval. Pero esa marcha, por la que con tanta amabilidad Mabon había regañado a Levon, no era nada comparada con aquella noche a caballo con los dalreis, de camino hada el norte, guiados por el aven.

    Durante la noche, y sobre todo ahora que el sol estaba apareciendo a su derecha, se preguntaba cuánto tiempo resistirían los caballos aquella velocidad. Sin embargo la soportaban, incluso la aceleraban, cubriendo sin descanso de polvo la yerba de la Llanura. No eran raithen, pero cada uno de los caballos había sido criado, entrenado y amado por los dalreis en sus abiertos espacios, y después de mil años había llegado la hora decisiva. Dave acarició las ondeantes crines de su corcel y sintió los latidos de la vena de su cuello. Era negro, como el de Aileron. Dave rogó que el soberano rey estuviera también cabalgando sobre su negro corcel, tras ellos, alertado por los lios alfar.

    Levon hizo que su padre detuviera la marcha antes de que el sol estuviera alto. Y les ordenó a todos que estiraran las piernas y comieran, y que soltaran los caballos y los dejaran beber de las aguas del Rienna, junto al lago Cyn, adonde acababan de llegar. Si los hombres estaban agotados por la fatiga, no podrían librar ninguna batalla. Además tenían que alcanzar aún la carretera hacia Ceidon y el Adein, si es que podían. Dave comió un poco de carne y pan, bebió de las frescas aguas del río, hizo algunas flexiones y se recostó en la silla de montar en espera de que acabara el tiempo de descanso. Vio que lo mismo hacía cada uno de los hombres del ejército.

    Pronto, emprendieron de nuevo la marcha.

    Sería tema de leyendas y canciones, si es que alguna generación los sucedía para contar viejas historias y cantar sus alabanzas. Cantarían la cabalgata de Ivor que se había dirigido a Celidon al frente de los dalreis en una noche y un día agotadores para enfrenrarse con el ejército de la Oscuridad y combatir con ellos en la misma Llanura, en nombre de la Luz.

    Dave dejó que su caballo negro se pusiera en cabeza, como había hecho durante toda la jornada. Sintió la agitada fuerza de sus flancos, incansable, pese a la carga que llevaba, y del coraje de su corcel extrajo una resolución si cabe aún más firme.

    Estaba justo detrás del aven y de los jefes cuando vio que un solitario auberei venía hacia ellos a toda velocidad. El sol estaba ahora sobre el oeste y comenzaba a ponerse. Ante ellos se detuvo el solitario auberei, que hábilmente volvió grupas y comenzó a correr acompasando su caballo con el corcel gris de Ivor.

    ―¿Dónde están? ―gritó el aven.
    ―¡Están llegando al río!

    Dave dio un suspiro de alivio: el ejército de Rakorh aún no había llegado a Celidon.

    ―¿Les haremos ftente allí? ―oyó que gritaba Ivor.
    ―¡No lo sé! ―replicó el auberei con tono desesperado.

    Dave vio entonces que Ivor se erguía en su silla.

    ―¡En el nombre de la Luz! ―rugió el aven mientras espoleaba el caballo.

    Todos hicieron lo mismo y los caballos aceleraron aún más su velocidad. Dave vio que el corcel gris de Ivor adelantaba al auberei que íes servía de guía, y lanzó tras él el suyo negro, sintiendo que el caballo respondía con un coraje que casi lo humilló. Eran como truenos precipitándose sobre la Llanura, como una enorme bandada de eltors.

    Vio que Celidon quedaba a su derecha. Vislumbró unos monolitos como los de Sronehenge, aunque todavía no se habían caído. Echó una ojeada tras las piedras hacia el enorme campamento en plena Llanura que había sido durante mil años el corazón de la tierra de los daireis. Pronto lo sobrepasaron y se precipitaron volando hacia el río mientras caía la tarde; al ver que Torc, junto a él, había desenfundado la espada, Dave sacó el hacha que pendía de su silla de montar. Su mirada se cruzó durante un segundo con la de Torc. Buscó delante a Levon y lo vio blandiendo la espada y mírándolos mientras cabalgaba.

    Salvaron una elevación de terreno y vio el Adein, que centelleaba a la luz del sol. Vio a los svars alfar, aquellas repugnantes criaturas verdes que ya conocía, y también a otras más grandes de color pardo, que estaban empezando a vadear el río. Sólo empezando. Ivor había llegado a tiempo; algo digno de ser cantado para siempre si es que alguien sobrevivía para cantarlo.

    Muchos, numerosísimos enemigos se precipitaban contra ellos. La Llanura al norte del Adein estaba oscurecida por la vastedad del ejército de Rakoth. Violentos gritos cortaron el aire: primero de alarma al distinguir a los dalreis y luego de burla y triunfo al ver qué pocos eran.

    Blandiendo el hacha, Dave se precipitó contra ellos detrás de Ivor. El corazón le dio un vuelco al ver que las filas de las svarts se abrían para dejar paso a los urgachs montados sobre sus slaugs; detrás venían cientos y cientos más, entre miles y miles de svarts alfar.

    Pensó en la muerte. Luego, por un momento, se acordó de sus padres y de su hermano, que quizá nunca sabrían nada de él. Pensó en Kim y Jennifer, en los dos hermanos que estaban ahora con él y en los muertos junto al lago Llewen hacía un año. Vio al jefe de los urgachs, el más enorme de todos ellos, vestido irónicamente de blanco, y su alma y su corazón se colmaron de odio.

    ―¡Revor! ―gritó junto con todos los dalreis―. ¡Ivor! ―gritó de nuevo con todos ellos.

    Luego llegaron al Adein. El cansancio había desaparecido; en su lugar surgía como un torrente un delirio sanguinario. Y comenzó la batalla.

    No cruzaron el río; la orilla era el único accidente en aquellos llanos pastizales que les proporcionaba alguna protección. Los svarts alfar eran bajos, incluso los pardos, e iban a pie; tenían que vadear el Adein y escalar sus bancales para encontrarse con las espadas de los dalreis. Dave vio que Torc enfundaba la espada y blandía el arco, y enseguida las flechas de los jinetes volaron sobre el río para sembrar la muerte en la orilla opuesta. Sólo de pasada vislumbró lo que ocurría, pues se encontraba en medio del caos, chorreando sangre, haciendo correr el negro corcel por la orilla del río, blandiendo el hacha una y otra vez, golpeando, cercenando, alcanzando por fin a un svart cuando apenas había sitio para moverse. Sintió que el esternón del svart crujía bajo el hachazo.

    Trataba de mantenerse junto a Levon e Ivor, pero el terreno era resbaladizo por la sangre y el agua del río, y lo separó de ellos un grupo de urgachs a lomos de los terroríficos slaugs de seis patas; de pronto se encontro luchando por pura supervivencia.

    Se vieron obligados a retroceder desde el río; no podían mantener la posición y a la vez luchar con los urgachs. A la luz del atardecer el Adein fluía rojo por la sangre y en el cauce del río había tantos svarts muertos o moribundos que los vivos cruzaron caminando sobre los cadáveres tras los urgachs y los slaugs.

    Junto a Dave, Torc luchaba de nuevo espada en mano. Un fornido guerrero de la Fortaleza del Norte estaba a su lado, y los tres trataban con desesperación de resistir cerca del río, pues sabían que estarían perdidos si retrocedían más de lo debido. Un urgach atacó a Dave. Olió el fétido aliento del astado slaug; el corcel negro se encabritó. La pesada espada del urgach silbó encima de la cabeza de Dave y, antes de que pudiera repetir el golpe, Dave se inclinó y con toda su fuerza clavó el hacha en la horrible y peluda cabeza. Luego la sacó y dio un golpe de revés al slaug mientras el urgach se derrumbaba como un árbol sobre la tierra ensangrentada. Lo habia matado, pero antes de que pudiera recuperar el aliento, vio que otra de aquellas enormes criaturas se precipitaba sobre él y supo que no podría resistir en su puesto, no podría mantener la posición. Torc también había matado a uno y se enfrentaba con otro enemigo a lomos de su slaug. Los svarts estaban cruzando el río en masa y, con el corazón desfallecido, Dave vio que eran numerosísimos y que usaban cuchillos y espadas cortas para despanzurrar los caballos de los jinetes.

    Sin darse cuenta empezó a gritar y lo invadió de nuevo la furia del combate; espoleó el caballo y salió al encuentro del slaug. Lo alcanzó con tanta prontitud que el urgach no tuvo tiempo de blandir la espada. Con la mano izquierda le vació salvajemente los ojos y lo mató de un hachazo.

    ―¡Davor! ―oyó gritar.

    El aviso llegó demasiado tarde. Sintió un agudo dolor en el costado izquierdo y, al mirar hacia abajo, vio que un svart lo había apuñalado. Torc lo mató. Jadeando, Dave se sacó la daga de las costillas y empezó a sangrar. Otro urgach se le acercaba y dos más estaban detrás de Torc. El hombre de la Fortaleza del Sur había caído. Estaban prácticamente solos los dos junto al río; los dalreis habían retrocedido, e incluso el aven estaba replegándose. Dave miró a Torc y vio que tenía una profunda cuchillada en la cara; en sus ojos leyó una amarga desesperación.

    Entonces, desde la orilla norte del río llegaron altos y claros los ecos de una canción. Mientras el urgach vacilaba, Dave se dio la vuelta y retuvo el aliento con alegría y asombro.

    Por la Llanura, desde el noroeste, los lios alfar acudían al combate. Avanzaban magníficos y triunfantes tras su señor, cuyos cabellos brillaban con reflejos de oro; cantaban mientras por fin dejaban el País de las Sombras.

    Veloces eran sus caballos, que precedían veloces a sus espadas, y audaz era el fuego que ardía en los corazones de los Hijos de la Luz. Con esplendoroso valor irrumpieron entre las filas de los svarts, y la infantería de la Oscuridad gritó con odio y temor al apercibirse de su llegada.

    Los urgachs estaban todos en el flanco sur. El terrible gigante vestido de blanco rugió una orden, y gran número de ellos volvieron grupas hacia el flanco norte, pisoteando las líneas de los svarts, tanto vivos como muertos.

    Gritando de alegría, sin hacer caso del dolor de su costado, Dave se apresuré a perseguirlos para matarlos mientras se replegaban para alcanzar de nuevo los bancales del río. Cuando ya estaba junto a la orilla, oyó que Torc gritaba:

    ―¡Oh, Cernan, no!

    Al mirar al cielo sintió que en su boca la alegría se convertía en amargas cenizas. Sobre su cabeza, como una movediza nube de muerte, Avaia descendía y con ella venían trescientas de sus crías, grises y negras, oscureciendo el cielo con su vuelo. Los cisnes de Maugrim atacaban inexorables desde las alturas y los lios alfar eran eclipsados por la oscuridad y comenzaban a morir.

    El urgach de blanco gritó de nuevo, esta vez con brutal tono de triunfo, los slaugs volvieron grupas otra vez, dejando a los lios en manos de los cisnes y de los envalentonados svarts, mientras ellos atacaban de nuevo a los dalreis en masa.

    Abriéndose paso hacia el este, donde Ivor, todavía a caballo y todavía espada en mano, había alcanzado el río, Dave vio que Barth y Navon combatían hombro con hombro junto al aven. Luego vio que el enorme cabecilla de los urgachs se precipitaba contra ellos y un desgarrado gritó de aviso salió de su garganta. Eran los niños que Torc y él habían protegido juntos en el bosque. La espada del gigantesco urgach dibujó un arco que pareció herir incluso al propio aire. Segó el cuello de Barth como a una flor de su tallo, y Dave vio que la cabeza del muchacho volaba manando sangre e iba a caer en el pisoteado lodo junto al Adein. El mismo golpe de espada alcanzó brutalmente el costado de Navon, y vio que el muchacho caía del caballo al tiempo que oía un terrorífico sonido.

    Se dio cuenta de que había sido él quien lo había emitido, y advirtió que su costado estaba lleno de sangre. Vio que Torc, con ojos llenos de salvaje odio, se adelantaba para atacar el urgach de blanco. Trató de seguirlo pero tres svarts le impedían el paso. Mató a dos con el hacha y oyó que la cabeza del tercero crujía bajo las patas de su caballo negro.

    Miró hacia el norte y vio que los lios combatían con Avaia y los cisnes. Pero no eran suficientes. Nunca habian sido suficientes. Habían salido de Danilorh porque no querían permanecer quietos mientras morían los dalreis. Y ahora estaban muriendo ellos también.

    ―¡Oh, Cernan! ―oyó que alguien gritaba con desesperación; era la voz de Cechtar―. Esta hora conoce nuestro nombre.

    Dave siguió la mirada del fornido jinete hacia el este y vio con toda claridad: se acercaban los lobos, por el norte y el sur del río. Al frente iba un animal gigantesco, negro con una mancha plateada entre las orejas; y comprendió, pues así se lo habían contado, que era Galadan de los andains, el lugarteniente de Maugrim. Era verdad: la hora conocía sus nombres.

    Oyó que una voz interior lo llamaba por su nombre. No era la llamada de la muerte como creían los dalreis, no era la llamada de la hora final. Aunque pareciera absurdo, la voz interior que oía sonaba como la de Kevin Laine.

    ¡Dave!, oyó de nuevo. ¡Eres un idiota. Hazlo de una vez!.

    Y al acordarse de pronto buscó el Cuerno de Owein y, llevándoselo a los labios, lo hizo sonar con las últimas fuerzas que le quedaban.

    El sonido era otra vez de Luz y la Oscuridad no podía oírlo. Sin embargo, detuvieron su avance. Mientras soplaba tenía la cabeza echada hacia atrás. Vio que Avaia lo miraba y que alzaba el vuelo hacia las alturas. Escuchó el sonido que emitía y ya no era el mismo que antes. No era el sonido de la luz de la luna sobre la nieve, ni el de la salida del sol, ni el de las velas junto a la chimenea. Era el del ardiente fuego, el de las antorchas que llevaban en la cabalgata nocturna, era el del frío y poderoso resplandor de las estrellas.

    Y entre las estrellas apareció Owein. Y con él la Caza Salvaje se abalanzó sobre los cisnes; todos los fantasmales reyes blandían las espadas, y también el niño que los conducía.

    Se precipitaron entre la falange de las crías de Avaia, como humo sobre caballos voladores, como sombras de la muerte en el oscuro cielo; nada en el cielo podía resistirseles y sembraron la muerte por doquier. Dave vio que Avaia abandonaba a sus hijos y hermanas a su suerte y desaparecía en veloz vuelo hacia el norte. Oyó la risa salvaje de los reyes que él había desencadenado, y vio que trazaban un círculo en torno a él y levantaban las espadas en señal de saludo.

    Cuando los cisnes hubieron muerto o huido, la caza descendió en Fionavar por primera vez en miles de años. También huían los lobos de Galadan, los svarrs y los urgachs sobre los slaugs, y Dave, mientras las lágrimas le corrían por su tiznada cara, vio que los fantasmales reyes los perseguían y los mataban.

    Luego vio que la caza se dividía en dos y cuatro reyes y el niño que había sido en otro tiempo Finn se alejaban en aérea persecución tras el ejército de la Oscuridad. Los otros reyes, entre ellos Owein, se detuvieron junto al Adein y a la luz del atardecer comenzaron a matar uno tras otro a los lios y a los dalreis.

    Dave Martymiuk se puso a gritar y bajó de un salto del caballo.

    Empezó a correr a lo largo de los bancales.

    ―¡No! ―aullaba―. ¡No, no, oh, no! ¡Por piedad!

    Tropezó y cayó en el lodo. Un cuerpo se movió bajo el suyo. Oyó la enloquecida carcajada de la caza. Miró hacia arriba. Vio que Owein, gris como el humo sobre su negro y fantasmal caballo, se cernía sobre Levon dan Ivor que estaba junto a su padre, y oyó resonar de nuevo la risa de Owein con el más puro regocijo. Trató de levantarse y sintió que algo se le escapaba por el costado.

    En medio del griterío oyó una voz semirrecordada:

    ―¡Rey del Cielo! ¡Enfunda tu espada! ¡Te lo ordeno!

    Luego se desmayó, sangrando y con el corazón roto, en el sucio lodo y ya no oyó nada mas.

    Se despertó a la luz de la luna. Estaba limpio y vestido. Se levantó. No sentía dolor alguno. Se tocó el costado y, a través de la camisa que llevaba, se palpó la herida cicatrizada. Lentamente miró en torno. Estaba sobre un montículo, en la Llanura. Lejos en el norte, quizás a una distancia de un kilómetro, vio el resplandor plateado del río bajo la luz de la luna. No recordaba el montículo, ni haber estado en aquel lugar. Al este brillaban luces: Celidon. No se oían ruidos en la noche ni se distinguía movimiento alguno junto al río.

    Se llevó la mano a la cadera.

    ―No te lo he quitado ―la oyó decir.

    Se volvió hacia el Oeste, donde estaba ella, y cuando se hubo dado la vuelta se dejó caer de rodillas e inclinó la cabeza.

    ―Mírame ―dijo ella, y él obedeció.

    Estaba vestida de verde, como en aquella ocasión junto al estaxique en el Bosquecillo de Faelinn. Su rostro estaba iluminado, pero no demasiado, por lo que pudo mirarla. A su espalda llevaba un arco y un carcaj y sus manos le tendían el Cuerno de Owein.

    Lleno de miedo, dijo:

    ―Diosa, ¿cómo voy a tener valor para llamarlos otra vez?

    Ceinwen sonrió y le dijo:

    ―No debes hacerlo nunca más, a menos que cuentes con alguien más poderoso que la caza para dominarlos. No debería haber hecho lo que hice, y pagaré por ello. No nos está permitido intervenir en el Tapiz. Pero yo te entregué el cuerno, aunque no para que lo usaras así, y no podía asistir impasible al desenfreno de Oweín.

    El tragó saliva. Ella se erguía ante él hermosísima, esbelta y esplendorosa.

    ―¿Cómo puede una diosa estar obligada a pagar? ―preguntó.

    Ella se echó a reír. Él se acordaba de su risa.

    ―Nemain la Roja encontrará la manera, y si no lo hará Macha ―dijo―. No te preocupes.

    Estaba recuperando la memoria, y con ella un desesperado dolor.

    ―Estaban matando a todos ―tartamudeó―. A todos nosotros.
    ―Claro que lo estaban haciendo ―dijo Ceiwen la Verde, resplandeciente sobre el montículo―. ¿Cómo esperabas que el poder mágico más salvaje se supeditara dócilmente a tus deseos?
    ―Demasiados muertos ―murmuró él con el corazón sobrecogido.
    ―Los he reunido a todos ―dijo Ceiwen y en su voz había amabilidad.

    Y Dave comprendió de pronto de dónde procedía el montículo y en qué consistía.

    ―¿Levon? ―preguntó temeroso―. ¿El aven?
    ―No todos tienen que morir ―dijo ella.

    Ya le había dicho lo mismo en otra ocasion.

    ―Los he adormecido junto al río ―añadió―. También duerme toda Celidon, aunque las luces estén encendidas. Se despertarán por la mañana, aunque con heridas.
    ―Yo no ―dijo él con dificultad.
    ―Lo sé ―dijo ella―. No quería que sufrieras.

    Él se levantó. Sabía que ella quería que lo hiciera. Permanecieron en pie sobre el montículo a la luz de la luna. Ella brillaba para él con dulzura, como la luna. Se le acercó y lo besó en los labios. Hizo un gesto con la mano y él quedó prácticamente cegado por el esplendor de su desnudez. Ella lo acarició. Temblando él alzó una mano hacia sus cabellos. Ella gimió y lo volvió a acariciar.

    Luego él se acostó con la diosa sobre el verdor de la yerba.


    Capítulo 16


    A media tarde de la segunda jornada, Paul sorprendió una significativa mirada de Diarmuid y se levantó. Juntos se dirigieron a la popa del barco, donde estaba Arturo con el perro. Los hombres de la Fortaleza del Sur tripulaban el Prydwen con singular habilidad, y Kell, al timón, mantenía el rumbo hacia el oeste. Siempre hacia el oeste, había ordenado Arturo, y le había dicho a Kell que ya le avisaría cuando llegara el momento de virar y le indicaría hacia adónde. Navegaban hacia una isla que no aparecía en ningún mapa.


    No estaban seguros de lo que allí iban a encontrar. Los tres hombres, con Cavalí correteando ágilmente sobre los oscuros tablones de la cubierta, se dirigieron hacia la proa, donde se erguían juntas dos figuras, que habían permanecido allí todo el tiempo de vigilia desde que el Prydwen había zarpado.

    ―Loren ―dijo Diarmuid con calma.

    El mago desvió la vista del mar para mirarlo, y lo mismo hizo Matt.

    ―Loren, debemos hablar ―continuó el príncipe, todavía con calma pero no sin cierta autoridad.

    El mago lo miró fijamente durante largo rato; luego dijo con voz áspera:

    ―Lo sé. ¿Sabes que quebrantaré nuestra Ley si te lo digo?
    ―Sí ―respondió Diarmuid―, pero debemos saber lo que él está haciendo, Loren. Y cómo. La Ley de tu Consejo no debe servir a la Oscuridad.

    Matt, con rostro impasible, desvió la mirada para contemplar de nuevo el mar. Loren siguió encarándose con los tres.

    ―Metran ―dijo― está usando la Caldera para resucitar a los svarts en Cader Sedat después de que han muerto.

    Arturo asintió con la cabeza.

    ―Pero ¿qué los está matando? ―preguntó.
    ―Él ―respondió Loren Manto de Plata.

    Los tres permanecían expectantes. La mirada de Matt seguía fija en el mar pero Paul vio que sus manos se crispaban sobre la baranda del barco.

    ―Tenéis que saber ―dijo Loren― que en el libro de Nilsom...
    ―¡Maldito sea su nombre! ―dijo Matt.
    ―...en ese libro ―continuó Loren― está escrita una monstruosa manera según la cual un mago puede obtener todavía más fuerza que sólo con su fuente.

    Nadie decía palabra. Paul sintió la brisa mientras el sol se escondía tras una nube.

    ―Merran está usando a Denbarra como un conducto ―dijo Loren esforzándose por dominar el temblor de su voz―, como un conducto para la energía que obtiene de los svarts.
    ―¿Por qué mueren? ―preguntó Paul.
    ―Porque él los exprime hasta la muerte.

    Diarmuid asintió con la cabeza.

    ―Y los muertos reviven con la Caldera, ¿no? Una y otra vez. ¿Así fue como fabricó el invierno? ¿Así fue como consiguió la suficiente fuerza para hacerlo?
    ―Sí ―respondió Loren lacónicamente.

    Se hizo un silencio. El Prydwen navegaba por un mar en calma.

    ―¿Cuenta con la ayuda de otros para hacer eso? ―preguntó Arturo.
    ―Por fuerza ―contestó el mago―. Los que usa como fuente son incapaces de moverse.
    ―Denbarra ―dijo Paul―, ¿es tan malvado? ¿Por qué lo ayuda?
    ―¡Porque una fuente jamás traiciona a su mago! ―exclamó Matt con una amargura que todos pudieron captar. Loren apoyó su mano en el hombro del enano.
    ―Así de sencillo ―dijo―. En cualquier caso, no creo que ni siquiera pueda hacerlo ahora. Lo comprobaremos si es que llegamos allí.

    Si es que llegamos allí. Diarmuid se alejó pensativo para hablar con Kell junto al timón. Poco después, Arturo y Cavalí volvieron sobre sus pasos para dirigirse de nuevo a popa.

    ―¿Puede fabricar otra vez el invierno? –preguntó Paul a Loren.
    ―Creo que sí. Puede hacer casi cuanto desee con semejante poder.

    Ambos se reclinaron sobre la baranda junto a Matt y contemplaron en silencio la inmensidad del mar.

    ―Llevé flores a la tumba de Aideen ―dijo el enano al cabo de un rato―. Con Jennifer.

    Loren lo miró.

    ―No creo que Denbarra tome la misma decisión que ella ―dijo poco después.
    ―Al principio lo hizo ―gruñó el enano.
    ―Si yo fuera Metran, ¿qué habrías hecho tú?
    ―Te habría sacado el corazón ―dijo Matt Soren.

    Loren miró a su fuente con una sonrisa bailándole en los labios.

    ―¿De veras? ―pregunto.

    Durante largo raro, Matt lo miró con ferocidad. Luego sonrió con una mueca y sacudió la cabeza. Volvió a mirar al mar. Paul experimentó cierto alivio en su corazón. No un alivio total, sino una resignada aceptacion. No sabía por qué se había sentido reconfortado por la respuesta del enano, pero así había sucedido, y sabia que necesitaba reunir fuerzas para los acontecimientos que se avecinaban.

    Había dormido mal desde la muerte de Kevin; por esa razón se había prestado voluntariamente a hacer las guardias en las horas que precedían al alba. Le proporcionaban la oportunidad de pensar y recordar. Sólo interrumpían el silencio los crujidos del barco y el chapoteo de las olas en la oscuridad. Arriba, las velas del Piydwen se hinchaban con el viento y empujaban el navío con suavidad En la cubierta había otros cuatro centinelas y el pelirrojo Averren estaba al timón.

    Sin nadie a su lado, gozaba de esos momentos de soledad, llenos casi de paz. Se dejaba invadir por los recuerdos. La muerte de Kevin nunca dejaría de causarle dolor, pero siempre sería un hecho asombroso, incluso glorioso. Mucha gente moría en la guerra, muchos habían muerto ya en ésta, pero nadie había descargado un golpe semejante contra la Oscuridad, al atravesar los umbrales de la Noche, Y nadie, estaba seguro, podría hacerlo. «Rahod hedai Lindon», había sido el lamento de las sacerdotisas en el templo de Paras Derval, mientras fuera, en la noche, volvía a brotar la verde yerba. Por eso, a través del nudo de dolor que le atenazaba el corazón Paul pudo sentir que comenzaba a brillar una luz. Ahora Maugrim se llenaría de temor y todos en Fionavar ―incluso la fría Jaelle― reconocería lo que Kevin había conseguido y las alturas a donde su alma había ascendido.

    Y, en efecto, para ser justos, Jaelle lo había reconocido por dos veces. Sacudió la cabeza. La suma sacerdotisa de ojos verdes era más de lo que ahora podía soportar. Pensó en Rachel y se acordó de la melodía. Su melodía, y la de Kevin, en la taberna. Ambos, para siempre, la compartirían en su corazón, aunque era algo difícil de asumir.

    ―¿Molesto?

    Paul miró hacia atrás y negó con la cabeza.

    ―Pensamientos nocturnos ―dijo.
    ―No podía dormir ―murmuró Kell dirigiéndose hacia la baranda Creí que podría ser de alguna utilidad en el puente, aunque es una noche apacible y Averren conoce su trabajo a la perfección

    Paul sonrió de nuevo. Escuchaba el apacible sonido del barco y del mar.

    ―Es una hora extraña ―dijo―. Realmente me gusta mucho. Nunca había navegado hasta ahora.
    ―Yo crecí entre barcos ―dijo Kell con voz calma~. Me siento de nuevo en casa.
    ―¿Por qué los dejaste?
    ―Diar me lo pidió ―contestó el hombretón con sencillez.

    Paul permaneció callado y poco después Kell, apoyando con firmeza las manos en la barandilla, conrinuó hablando:

    ―Mi madre trabajaba en la taberna de Taerlindel. Nunca supe quién era mi padre. Todos los marineros se hicieron cargo de mí; así ocurre a veces. Me enseñaron todo lo que sabían. Mis recuerdos más lejanos se remontan a los días en que era cogido en brazos porque era demasiado pequeño para llegar a la caña del timón.

    Su voz sonaba lenta y profunda. Paul se acordó de otra ocasión en que los dos habían estado hablando una noche. Del Arbol del Verano. ¡Cuántos años parecían haber transcurrido desde entonces!

    ―Tenía diecisiete años ―continuó Kell― cuando Diarmuid y Aileron vinieron por primera vez a pasar el verano en Taerlindel. Yo era mayor que ellos y estaba dispuesto a despeinar a aquellos dos mocosos. Pero Aileron... lo hacía todo con imposible rapidez y con imposible perfección, y Diar...

    Hizo una pausa. A medida que le invadían los recuerdos, una sonrisa le bailaba en el rostro.

    ―Y Diar lo hacía todo a su manera, e igualmente bien; me ganó en una pelea junto a la casa de mi abuelo. Luego, para hacerse perdonar, me disfrazó, se disfrazó él mismo y me llevó a la taberna. Puedes imaginar que tenía prohibido ir. Ni siquiera mi madre me reconoció aquella noche; todos creyeron que era un caballero de Paras Derval con una dama de la Corte.
    ―¿Una dama? ―preguntó Paul.
    ―Diar iba disfrazado de mujer. Entonces era muy joven, no lo olvides.

    En la oscuridad, los dos se echaron a reír.

    ―Ya entonces comencé a admirarlo un poco. Luego convenció a dos muchachas de la ciudad para que fueran a dar un paseo por la playa, más allá del muelle.
    ―Me lo imagino muy bien ―dijo Paul.

    Kell lo miró.

    ―Vinieron con nosotros porque creyeron que Diarmuid era una mujer y yo un señor de Paras Derval. Pasamos tres horas en la playa. Nunca me he reído tanto en mi vida como cuando él se quitó la camisa para nadar y vi sus caras de asombro.

    Los dos estaban sonriendo. Paul comenzaba a entender algo, aunque no demasiado todavía.

    ―Más tarde, cuando murió su madre, fue nombrado guardián de las Fronteras del Sur; creo que más que nada querían alejarlo de Paras Derval. En aquella época era aún más salvaje que ahora. Era muy joven y amaba mucho a la reina. Vino a Taerlindel y me pidió que fuera su lugarteniente, y yo me marché con él.

    La luna estaba al oeste, como si los estuviera guiando. Paul la miró y dijo:

    ―Tiene suerte de tenerte a su lado, como lastre. Y también a Sharra. Creo que hacen muy buena pareja.

    Kell afirmó con la cabeza.

    ―Yo también lo creo. La quiere mucho. Y él ama con toda la fuerza de su corazón.

    Paul se esforzó por asimilar aquello y poco después comenzó a aclarársele el único enigma que aún no había entendido.

    Miró a Kell. Vislumbraba su rostro cuadrado y honesto y su nariz tantas veces rota.

    ―Aquella noche que hablamos a solas, me dijiste que si hubieras tenido algún poder habrías maldecido a Aileron. Entonces ni siquiera podías pronunciar su nombre. ¿Lo recuerdas?
    ―Desde luego ―contestó Kell con toda calma.

    En torno a ellos, los sordos ruidos del barco parecían sólo aumentar la serenidad de la noche.

    ―¿Era porque había acaparado todo el amor de su padre?

    Kell lo miró conservando todavía la tranquilidad.

    ―En parte ―respondió―. Desde el primer momento has sido singularmente hábil en adivinar. Pero hay algo más, y deberías adivinarlo también.

    Paul reflexionó un momento.

    ―Bien... ―empezó a decir.

    El eco de un cántico llegó hasta ellos desde el mar.

    ―¡Escuchad! ―dijo Averren, aunque la advertencia era innecesaria.

    Los siete centinelas del Prydwen estaban escuchando. El cántico venía de mar adentro por estribor, y Averren movió el timón para poder acercarse. Los cantos eran esquivos y débiles, tenues y hermosos. Como si una frágil tela de araña hubiera sido entretejida en la oscuridad ante ellos, con tristeza y fascinación. El canto era entonado por varias voces a la vez.

    Paul ya había oído esa melodía antes.

    ―Tenemos problemas ―dijo.

    Kell se volvió.

    ―¿Qué ocurre?

    La cabeza del monstruo surgió del agua por estribor. Subió y subió alzándose por encima de los mástiles del Prydwen. La luna iluminó aquella enorme cabezota: ojos sin párpados, fauces abiertas con gesto feroz, piel viscosa moteada de gris y verde. El Piydwen rozó con algo. Averren luchaba a brazo partido con el timón y Kell acudió en su ayuda, mientras uno de los centinelas daba el grito de alarma.

    A la incierta luz de la luna, Paul vio el resplandor de algo blanco, eomo un cuerno, entre los ojos del monstruo. Todavía oía los cánticos, tan hermosos que encogían el corazón. Lo invadió una tenebrosa premonición, y se volvió con brusquedad: a babor se alzaba la curva cola del monstruo que oscurecía el cielo, a punto de abatirse contra el Ptydwen.

    Las alas del cuervo. Se dio perfecta cuenta.

    ―¡Traficante de Almas! ―gritó Paul― ¡Loren, procúranos protección!

    Vio que la enorme cola estaba del todo alzada y que iba a abatirse sobre ellos con la fuerza maligna de la muerte. Luego observó que se estrellaba contra nada, sólo contra el aire. El Prydwen se balanceó como un juguete con el golpe, pero la protección del mago lo salvo. Loren venía corriendo por la cubierta, y Diarmuid y Arturo sostenían a Matt Soren. Paul vislumbró la abrumadora tensión de la cara del enano, pero se esforzó por no dejarse llevar por ninguna sensación. No podía perder tiempo. Buscó en su interior el latido de Mornir.

    Y lo encontró, aunque desesperadamente débil, como la luz de las estrellas junto al resplandor de la luna. Pero de cualquier modo, allí estaba, aunque demasiado lejos. Liranan había estado en lo cierto. ¿Cómo podía él imponerse al dios del mar en el mar?

    Trató de hacerlo. Sintió en su interior el tercer latido y gritó al tiempo que sentía el cuarto:

    ―¡Liranan!

    Sintió, más que vio, que el dios lo esquivaba sin esfuerzo. La desesperación amenazaba con ahogarle. Se zambulló con la mente, como lo había hecho en la playa. Oyó por doquier los cánticos, y luego, en las profundidades, muy lejos, la voz de Liranan:

    ―Lo siento, hermano. De verdad lo siento.

    Lo intentó de nuevo, poniendo toda su alma en la llamada. Como si estuviera en el fondo del mar vio sobre su cabeza la sombra del Prydwen, y aprehendió la enorme magnitud del monstruo que guardaba CaderSedar. Traficante de almas, pensó otra vez. Lo invadió una rabia arrolladora y concentró esa fuerza ciega en su llamada. Sintió que rodo él se rompía con el frenético esfuerzo. Pero no era suficiente.

    ―Te dije lo que sucedería ―oyó que le decía el dios del mar.

    A lo lejos vio que un pez de plata se perdia entre las oscuras aguas. No había estrellas marinas. Sobre su cabeza el Prydwen se balanceó de nuevo de modo peligroso y comprendió que Loren había conseguido otra vez detener el ataque de la cola del monstruo. No podrá hacerlo por tercera vez, pensó. No podrá.

    Y en su mente oyó que le decían:

    «No debe haber un tercer ataque. Dos Veces Nacido, soy Gereint:. Repite tu llamada a través de mi Mis raíces están en la tierra»

    Paul se conectó con el chamán al que nunca había visto, y sintió que de él surgía el poder, eí pulso de Mornir latiendo con más fuerza que en su interior. Mentalmente bajo el agua, se asió a su mano a través de la oscuridad del océano. Sintió la explosión de su poder, alimentado por Gereint en la Llanura. Sintió que crecía y crecía, y vio con desesperación que la cola se alzaba de nuevo sobre su cabeza.

    ―¡Liranan! ―gritó Paul por última vez.

    Sobre la cubierta del Prydwen todos oyeron aquella voz como sí fuera un trueno.

    Y apareció el dios del mar.

    Paul lo sintió como si surgiera del mar. Oyó que el dios gritaba de alegría porque se le permitía intervenir. Luego sintió que se deshacía el vínculo con Gereint; antes de que pudiera decirle algo, de que pudiera trasmíorle algún pensamiento, el espíritu de Gereint lo había abandonado. Qué lejos, pensó Paul. Qué lejos había llegado. Y qué lejos tenía que volver.

    Luego se encontró de nuevo en el barco y contempló con sus propios ojos, a la tenue luz de la luna, cómo el Traficante de Almas de Maugrim combatía con Liranan, el dios del mar. Y durante todo este tiempo los cánticos continuaron sonando.

    Loren había retirado la protección. Matt yacía sobre la cubierta y Kell, al timón, se esforzaba por mantener el rumbo del Prydwen pese al oleaje que los titanes levantaban a estribor. Paul vio que un hombre caía por la borda mientras el barco corcoveaba como un caballo sobre el espumoso mar.

    El dios combatía bajo su apariencia real, con sus resplandecientes vestiduras de agua; podía alzarse como una ola, podía formar remolinos en el mar; y así lo estaba haciendo.

    Por efectos de un poder que Paul apenas podía aprehender, de pronto un abismo se abrió en el mar. El Prydwen se balanceaba y se mecía en el borde mismo, mientras el maderamen crujía. Vio que el vértice del abismo giraba más y más deprisa, y, mientras la velocidad iba en salvaje aumento, se dio cuenta de que ni siquiera la enorme masa del Traficante de Almas iba a resistir la fuerza de la furia del mar.

    El monstruo se sumergía más y más. La batalla se libraría en las profundidades y Paul comprendió que eso sería la salvación de todos ellos. Contempló cómo el dios, luminoso y resplandeciente, suspendido en la cresra de una ola, tomaba la forma de un poderoso remolino para arrastrar al otro bajo el mar. El Traficante de Almas inclinó la viscosa cabeza llena de espuma, que era casi tan grande como el barco. Paul vio que cerraba los ojos sin párpados y que enseñaba con furia los dientes del tamaño de un hombre.

    De pronto Diarmuid dan Ailell saltó desde la cubierta del Prydwen sobre la plataforma lisa de la cabeza del monstruo. Kell gritó, mientras los cánticos resonaban por todas partes, incluso en el rugido del mar. Con ojos incrédulos Paul observó cómo el príncipe tropezaba y luchaba por mantener el equilibrio; luego fue dando tumbos hasta colocarse entre los ojos del Traficante de Almas y, de un tirón, le arrancó de la cabeza el cuerno blanco.

    Con el tirón perdió el equilibrio. Paul vio que el monstruo comenzaba a hundirse, mientras el mar se cerraba en torno a él. Entonces Diarmuid se dio la vuelta y saltó hacia el Piydwen.

    Se agarró con una mano a la cuerda que Arturo Pendragon le había lanzado, y lo izaron a bordo antes de que el mar se cerrara. Paul se volvió a tiempo de ver cómo Liranan se dejaba caer desde la ola y se zambullía tras la criatura con la que ahora podía luchar porque había sido llamado y obligado.

    Los cánticos cesaron.

    Durante mil años, pensó Paul con el corazón encogido. Desde que por primera vez Rakorh había utilizado Cader Sedat en el Bael Rangar. Durante mil años el Traficante de Almas había estado al acecho en las profundidades del océano, sin que nadie pudiera oponérsele, invenciblemente enorme.

    Paul cayó de rodillas, sollozando por las almas que habían sido capturadas. Por las voces de todos los hermosos lios alfar que habían zarpado siguiendo su canción para encontrar un mundo tejido por el Tejedor para ellos solos.

    Pero ahora sabía que ninguno de ellos había llegado allí. Durante mil años los lios, solos o en parejas, se habían internado en un mar sin luna.

    Y se habían encontrado con el Traficante de Almas. Y se habían convertido en su voz.

    Los más odiados por la Oscuridad porque su nombre era Luz.

    Largo tiempo estuvieron llorando aquellos ojos que, en otro tiempo secos, habían causado mucho dolor, y luego, más tarde, habían producido la lluvia. Después se dio cuenta de que estaba brillando una especie de luz y miró hacia arriba. Se sentía muy débil, pero Kell estaba a su lado y también Diarmuid, que cojeaba un poco.

    Vio que todos los hombres del Prydwen, incluido Matt, estaban reunidos a estribor. En respetuoso silencio le abrieron paso. Asomándose a la baranda, vio que Liranan se alzaba sobre la superficie del mar, con el resplandor de la luna enredado entre las innumerables gotitas de su vestidura de agua.

    El y el dios se miraron de hito en hito; luego Liranan dijo con voz sonora:

    ―Está muerto.

    Un murmullo se levantó y se extendió por todo el barco.

    Paul se acordó de los cantos y de los hermosos lios en sus pequeños botes. Mil años de singladuras hacia las ineludibles y dulces llamadas de sus canciones. Mil años, y ninguno de ellos se había dado cuenta.

    ―Ceinwen te dio un cuerno ―dijo con frialdad― Pudiste haberles avisado.

    El dios del mar sacudió la cabeza.

    ―No podía hacerlo ―dijo―. Cuando el Desenmarañador llegó por primera vez a Fionavar nos fue impuesto no intervenir sólo por nuestro propio deseo. La Verde Ceinwen tendrá que responder dentro de poco, y por algo más que por el regalo de un cuerno, pero yo nunca rransgrediré los deseos del Tejedor.

    Hizo una pausa y luego continuó.

    ―De todos modos, ha sido muy amargo. Ahora está muerto, hermano. No creí que pudieras llamarme. Las estrellas marinas volverán a brillar gracias a ti.
    ―Conté con ayuda ―dijo Paul.

    Enseguida Liranan se inclinó ante él, como también lo había hecho hacía tiempo Cernan. Luego el dios desapareció en las profundidades del mar.

    Paul miró a Loren y vio huellas de lágrimas en su cara.

    ―¿Lo sabes? ―preguntó.

    Loren asintió temblando.

    ―¿Qué? ―dijo Diarmuid.

    Tenían que saberlo. Desbordado por el dolor, Paul dijo:

    ―Los cánticos eran los lios alfar. Los únicos que se hacían a la mar. Desde el Bael Rangar no pasaron de aquí. Ninguno de ellos.

    Brendel, estaba pensando.~¿Cómo se lo diré a Brendel?

    Oyó la rabia desesperada de los hombres de la Fortaleza del Sur. Miró a Diarmuid.

    ―¿Qué fuiste a buscar? ―preguntó al príncipe.
    ―Sí, ¿qué? ―repitió Loren.

    Diarmuid se volvió hacia el mago.

    ―¿No lo viste?

    Soltó el brazo de Paul y subió cojeando los escalones que llevaban al timón. Volvió con algo blanco que relucía a la luz de la luna y se lo tendió al mago.

    ―¡Oh! ―dijo Matt Soten.

    Loren no dijo nada, pero la expresión de su rostro era elocuente.

    ―Primer mago de Brennin, mi señor ―dijo Diarmuid controlando a duras penas la emoción―, ¿querras aceptar como regalo algo de inapreciable valor? Este es el bastón de Amairgen Rama Blanca, el que Lisen hizo para él hace muchísimos años.

    Paul apretó los puños. Demasiados abismos de dolor. Según parecía había alguien más que tampoco había pasado de allí. Ahora ya sabían lo que le había pasado al primero y más grande de todos los magos.

    Loren cogió el bastón y lo sosruvo meciéndolo entre sus manos. Como había pasado. tantos años en el mar, la madera blanca estaba nueva e inmaculada, y Paul comprendió que en ella se encerraba un enorme poder.

    ―¡Empúñalo, Manto de Plata! ―oyó que decía Diarmuid―. Vengalo a él y a todos los muertos. Que su bastón sea usado en Cader Sedar. Para eso fui a buscarlo.

    Los dedos de Loren se ciñeron a la madera.

    ―Que así sea ―fue todo lo que dijo, pero el eco del destino resonó en su voz
    ―Qué así sea, pues ―repitió una voz profunda.

    Todos se volvieron.

    ―El viento ha cambiado ―añadió Arturo.
    ―Sopla del norte ―dijo Kell enseguida.

    Arturo miraba sólo a Loren.

    ―Llegaremos a Cader Sedar navegando en dirección norte con viento del norte. ¿Podrás hacerlo, mago?

    Loren y Matt se miraron uno a otro, como Paul los había visto hacerlo en otra ocasión. Intercambiaron una mirada parsimoniosa, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo. Paul sabía que Matt estaba terriblemente agotado y que también debía de estarlo Loren, pero sabía asimismo que eso ya no importaba.

    Vio también que Loren miraba a Kell, con una feroz sonrisa.

    ―Tripula el barco ―oyó que decía Loren― y pon rumbo al norte.

    No se habían dado cuenta de que había llegado el alba. Mientras Kell y los hombres de la Fortaleza del Sur se aprestaban a obedecer, el sol surgió tras ellos por encima del mar.

    Luego quedó a la derecha, mientras Kell de Taerlindel encaraba el barco al fuerte viento del norte. Loren había desaparecido. Cuando reapareció llevaba el manto de resplandeciente color plata que le había valido su nombre. Alto y erguido, pues había llegado por fin su hora, la suya y la de Matt, se dirigió hacia la proa del Prydwen llevando en su mano el bastón de Amairgen. Junto a él, también erguido y orgulloso, caminaba Matt, que en otro tiempo había sido rey de Banir Lok y había abandonado ese destino para seguir el del hombre que ahora los conducía a la isla.

    ―¡Cenolan! ―gritó Loren, extendiendo el bastón―. Sed amairgen, sed remagan, den sedath iren!

    Gritó esas palabras por encima de las aguas, y el poder surgió de ellas como una encrespada ola. Paul oyó el rugido de los vientos como si éstos se levantaran desde los confines del mar. Soplaron en torno al Prydwen como el remolino de Liranan que se había abierto ante él, y, tras un caótico y enloquecedor momento, Paul vio. que estaban navegando sobre un silencioso y calmado mar, casi inmóvil, como un espejo, mientras a ambos lados del barco rugían los vientos.

    Frente a ellos, no muy lejos, alumbrada por la luz de la mañana y coronada por un castillo, apareció una isla que giraba sobre el resplandeciente mar. Las ventanas y los muros del castillo estaban ennegrecidas y manchadas.

    ―En otro tiempo brillaban ―dijo Arturo con calma.

    Del punto mis alto del castillo se alzaba un negro hilo de humo, derecho como una vara. La isla era rocosa y no tenía vegetación alguna.

    ―En otro tiempo era verde ―dijo Arturo―. ¡Cavalí!

    El perro gruñía e iba de un lado a otro enseñando los dientes, pero se calmó en cuanto hubo oído la voz de Arturo.

    Loren permanecía inmóvil con el bastón rígidamente extendido ante él.

    No había centinelas pues el Traficante de Almas había sido suficiente. Cuando se hubieron acercado más, la isla dejó de dar vueltas. Paul adivinó que debían de estar dando vueltas con ella, pero no tenía ni idea de dónde se encontraban. Todo lo que pudo entender fue que no estaban en Fionovar.

    Kell ordenó echar las anclas.

    Loren bajó el brazo y miró a Matt. El enano asintió una vez con la cabeza y buscaron un lugar donde sentarse. Anclaron en un mar sin vientos a poca distancia de Cader Sedat.

    ―Bien ―dijo Loren Manto de Plata―. Diarmuid, Arturo, no me preocupa cómo lo hagáis, pero voy a deciros lo que necesito.

    Es un lugar de muerte, le había dicho Arturo. Al acercarse, Paul se dio cuenta de lo que había querido decir: el castillo parecía una tumba. Las puertas ―Arturo había dicho que eran cuatro― se abrían en las mismas laderas del montículo gris sobre el que se alzaba Cader Sedar. Los muros eran muy altos, pero la entrada estaba a ras de tierra.

    Se detuvieron ante una de las grandes puertas de hierro, y por una vez Paul vio que Diarmuid dudaba. Loren y Matt habían seguido otro camino hacia otra puerta. No había centinelas y el profundo silencio era inquietante. Paul vio que en aquel lugar no había nada vivo y sintió miedo.

    ―La puerta se abrirá ―dijo Arturo con toda tranquilidad―. La última vez lo más diflcil fue salir.

    Diarmuid sonrió, pareció que iba a decir algo, pero avanzó unos pasos y empujó la puerta de Cader Sedat. Se abrío sin ruido. Diarmuid se echó a un lado y con un gesto rogó a Arturo que les indicara el camino. El Guerrero desenvainó la espada y entró. Cuarenta hombres lo siguieron para internarse en la oscuridad dejando a sus espaldas la luz del sol.

    Hacía mucho frío; incluso Paul lo notaba. Aquel frío estaba fuera de la protección de Mórnir y no estaba inmunizado contra él. Los muertos, pensó Paul, y luego se le ocurrió otra cosa más: aquel lugar donde estaban era el centro; todo daba vueltas en torno a aquella isla. Dondequiera que estuviera. En cualquiera de los mundos.

    El pasillo estaba polvoriento y mientras avanzaban se enredaban con las telas de araña. Por todas partes había vestíbulos que se ramificaban, y casi todos ellos descendían. No había luz alguna y Paul no podía ver nada a través de lOs pasillos. El que estaban siguiendo también descendía en suave pendiente y, después de lo que les pareció un buen raro, vislumbraron un resplandor verde.

    Muy cerca, a algo más de un metro, se abría un pasillo ascendente a la izquierda y por él venía un svart alfar.

    El svart tuvo tiempo de verlos. Tuvo tiempo de abrir la boca. Pero no tuvo tiempo de gritar: seis flechas cayeron sobre él. Extendió los brazos y expiró.

    Deprisa, sin pensarlo siquiera, Paul se tiró en plancha por puro instinto. Extendió con desesperación la mano y cogió la redoma que llevaba el svart antes de que cayera al suelo. Luego rodó por el suelo tan silenciosamente como pudo. Todos aguardaron expectantes. Poco despues Arturo hizo una seña con la cabeza. No se había dado ninguna voz de alarma. Paul se levantó y volvió con los demás. Sin palabras, Diarmuid le devolvió la espada.

    ―Lo siento ―murmuró Paul, pues al saltar la había arrojado con un movimiento brusco.
    ―Sangraré hasta morir ―susurró Diarmuid mostrándole el rasguño que se había hecho en la mano―. ¿Qué llevaba?

    Paul le tendió la redoma. Diarmuid la destapó y olió. Levantó la cabeza con visible asombro pese a la pálida luz verde.

    ―¡Por el río de sangre de Lisen! ―musitó el príncipe―. ¡Vino de la Fortaleza del Sur!

    Levantó la botella y bebió un trago. Luego pregunto con cortesía:

    ―¿Alguien quiere?

    Desde luego nadie quería, pero hasta el mismo Arturo se permitió una sonrisa.

    La expresión de Diarmuid cambió.

    ―¡Bien hecho, Pwyll! ―dijo con voz crispada―. Carde, aparta el cadáver del pasillo. Mi señor Arturo, ¿vamos a ver al mago renegado?

    Paul creyó ver entre las sombras el resplandor de una estrella en los ojos del Guerrero y miró a Cavalí acordándose de algo. En silencio siguió a los dos jefes corredor adelante. Muy cerca del final se arrodillaron y avanzaron a rastras. Díarmuid le hizo sitio y Paul, culebreando sobre el vientre, avanzó hasta la puerta junto al príncipe. Allí permanecieron los tres quietos, con los hombres de la Fortaleza del Sur en sus talones, y contemplaron una escena que no podía menos que aterrorizarlos.

    Cinco escalones descendían desde la puerta arqueada donde ellos estaban. La cámara tenía otras entradas. El techo estaba tan alto que se perdía en la oscuridad. Pero el suelo estaba iluminado: en los muros había antorchas que ardían con la misteriosa luz verde que habían visto desde el pasillo. La puerta por la que habían entrado daba casi en el centro de la gran sala de Cader Sedar. En un extremo, sobre un estrado, estaba Metran, que había sido el primer mago de Brennin, y junto a él la Caldera de Kharh Meigol, sobre un fuego rugiente.

    Era enorme. Paul recordó que la habían hecho los gigantes y si no lo hubiera sabido lo habría podido adivinar. Era de color negro, o al menos así lo parecía con aquella luz; en la parre superior había grabadas unas palabras y estaba manchada y cubierta de mugre. Por lo menos quince svarts estaban en pie sobre una plataforma junto a la Caldera, y sostenían una red en la cual yacían otros de su misma raza que uno a uno eran arrojados sin vida a la Caldera Apenas se podía ver con la luz verdusca, pero Paul aguzó la mirada y distinguió cómo una de aquellas horribles criaturas era sacada del agua. Sus compañeros lo izaron con cuidado desde la boca de la Caldera y lo pusieron en pie.

    Y Paul vio que aquel ser que poco antes estaba muerto caminaba a trompicones con la ayuda de los otros y se detenía junto a un hombre.

    El hombre era Denbarra, la fuente de Marran Y, al contemplar la fláccida y babeante mandíbula de la fuente, Paul comprendió lo que Loren había dado a entender cuando dijo que Denbarra no tendría ya posibilidad de elección en todo aquel asunto.

    Tras él había un centenar de svarts alfar, que estúpidamente entregaban sus vidas para alimentar el poder de Metran mientras Denbarra estúpidamente les servía de conducto. Mientras contemplaba la escena, Paul vio que dos svarts se derrumbaban en el mismo sitio donde estaban. Al momento fueron recogidos por otros, que no formaban parte de aquel entretejido de poder, y llevados hacia la Caldera, y vio que otros eran conducidos desde allí al lugar que detrás de Denbarra ocupaban los dos que habían caído.

    Sintió que el odio lo invadía. Procurando dominarse. miró por último hacia el mago que había fabricado el invierno por cuyo fin se había sacrificado Kevin.

    Cuando llegaron a Fionavar por primera vez Metran le había parecido un torpe y vacilante anciano barbudo. Pero aquello era una impostura perfecta para ocultar la más inveterada traición. Ante ellos se erguía ahora el hombre que controlaba todo aquello entre las luces verdes y el humo de la Caldera. Paul comprobó que ya no parecía un anciano. Estaba salmodiando palabras que leía de las páginas de un libro.

    Nunca había sabido que su corazón pudiera abrigar tanto odio.

    Pero parecía un odio impotente.

    ―No podemos hacerlo ―oyó que gruñía Diarmuid, mientras él llegaba también a la misma conclusión.
    ―Esto es lo que necesito ―les había dicho Loren mientras el Prydwen anclaba junto a la isla.

    En cierto sentido no era mucho, pero en otro lo era absolutamente todo. Pero entonces Paul recordó que había pensado que ninguno de ellos había llegado hasta allí con la esperanza segura de volver.

    Loren les había explicado con una brusquedad ajena a su naturaleza que Metran debía de estar haciendo dos cosas. Estaría aplicando la inmensidad de su poder para preparar otro ataque contra Fionovar. Pero también estaría reservando algunas de sus fuerzas para proregerse a él mismo, a sus fuentes y a la Caldera. Por eso no iban a encontrar demasiados centinelas, si es que encontraban alguno, porque la protección de Metran seria suficiente, como lo había sido la de Loren para lograr detener dos veces al Traficante de Almas.

    Para que Loren pudiera tener la oportunidad de destruir la Caldera, ellos tenían que conseguir que Mertan debilirara su protección. Y sólo se les ocurría una manera: tendrían que pelear con los svarts. No con los que estaban siendo empleados como Fuentes, sino con los otros, que debían de ser muchos.

    Si lograban sembrar el pánico y el caos entre los svarts, Mertan tendría que retirar su protección para hacer frente al ataque de los invasores de la Fortaleza del Sur.

    ―Cuando lo haga ―había añadido Loren con una mueca―, si no me equivoco en mis cálculos y todavía no se ha dado cuenta de que estoy con vosotros, Matt y yo tendremos la oportunidad de destruir la Caldera.

    Nadie preguntó que pasaría si el poder de Metran, aumentado por los svarts y por el poder inherente a Cader Sedar, lograba vencer a los hombres de la Fortaleza del Sur.

    En realidad no había nada que preguntar. Y además para eso habían ido todos ellos a la isla.

    Y ahora se encontraban con que no podían hacer nada. Con la precavida astucia con la que durante años había preparado sus planes en secreto, Metran había previsto incluso esa desesperada estratagema. No había contingentes de svarts alfar a los que pudieran atacar. Ante sus ojos podían ver la protección resplandeciente como el calor del verano ante los campos en barbecho La protección cubría por entero la parte delantera de la sala y los svarts estaban dentro.

    Sólo cada tanto uno de ellos, como el que habían matado llevando la redoma de vino, debía de hacer rápidas incursiones fuera de la sala,

    Y ellos no suponían una amenaza seria contra tan pocos enemigos No podían hacer nada. Si atacaban precipitándose en la sala, los svarts se divertirían mucho disparándoles flechas desde el otro lado de la protección y Metran ni siquiera se molestaría en levantar la mirada del libro.

    Paul examinaba frenéticamente la sala, y vio que Diarmuid hacía otro tanto

    ¡Para eso habían venido desde tan lejos, para eso se había sacrificado Kevin, para eso Gereínt se había esforzado en enviarles la ayuda de su propia alma! ¡Todo para nada! Detrás de aquella cortina protectora no había puertas, ni tampoco ventanas sobre el estrado donde estaba la Caldera, Metran y los svarts alfar.

    Paul nunca había visto en su rostro una expresión como la que ahora tenía, suponía que él debía de tener una parecida, y se dio cuenta de que estaba temblando Lo asaltó el repentino recuerdo del oscuro pasillo y miró más allá de Diarmuid. Tendido junto al príncipe mirando hacia atrás en dirección a Paul, estaba Arturo. En un susurro le oyó decir:

    ―Creo que por eso me trajo Kim. Nunca, en ningún caso, reconozco que ha llegado el final.

    En su rostro se leía algo intolerable. Paul oyó que Diarmuid exhalaba un agudo suspiro y vio que Arturo retrocedía a rastras desde la entrada para poder incorporarse sin ser visto Paul y el príncipe lo imitaron.

    El Guerrero se agachó junto al perro y Paul se dio cuenta de que Cavalí lo había entendido todo. La rabia que sentía dejó paso a un dolor como no había percibido desde que había contemplado los ojos del perro gris desde el Arbol del Verano.

    Arturo acarició el cuello del perro cubierto de cicatrices. Se miraron uno a otro, el perro y el hombre; a Paul le resultaba difícil contemplar la escena. Desviando la vista, oyó que Arturo decía:

    ―Adiós, mi valiente alegría. Sé que querrías acompañarme, pero no puede ser. Te necesitarán, corazón arrogante... Quizá llegue un día en que no tengamos que separarnos.

    Paul no podía mirarlos. Sentía un nudo en la garganta y le resultaba incluso difícil y doloroso respirar. Oyó que Arturo se levantaba y vio que apoyaba su ancha mano sobre el hombro de Diarmuid.

    ―Que el Tejedor te conceda el descanso ―dijo éste.

    Sólo eso, pero estaba llorando. Arturo se volvió hacia Paul. Las estrellas del verano le brillaban en los ojos. Paul no lloró: había estado en el Arbol y el mismo Arturo le había advertido que aquello podía ocurrir. Le tendió ambas manos y Arturo se las estrechó.

    ―¿Qué debo decir ―preguntó―, si tenemos la oportunidad de volver?

    Arturo lo miró. Muchas canas se entremezclaban en sus cabellos y en su barba.

    ―Dile... ―comenzó a decir, y se interrumpió.

    Luego sacudió la cabeza muy despacio y añadió:

    ―No. Ella conoce perfectamente todo lo que le pueda decir.

    Paul asintió con un gesto. Pese a todo estaba llorando. ¿Qué podía haberlo preparado para aquello? De nueyo sintió frío en las manos y las estrellas se alejaron. Vio que Arturo desenvainaba la espada en el corredor y descendía los cinco escalones que lo separaban de la sala.

    Era el único precio que podía destruir la fuerza mortal de poder de Metran.

    Avanzó con rapidez y se detuvo a mitad de camino hacia el estrado. Paul y Diarmuid se adelantaron gateando para presenciar la escena. Paul vio que Metran y los svarts estaban tan absortos que no se habían percatado de su presencia.

    ―¡Esclavo de la Oscuridad, escúchame! ―gritó Arturo Pendragon con una voz estentórea que había sido oída en muchos mundos.

    Su voz resonó por todo Cader Sedar y los svarts gritaron asustados. Paul vio que Metran levantaba con gesto brusco la cabeza, pero también vio que el mago permanecía impasible.

    Sus ojos, bajo las cejas blancas y la frente huesuda, examinaron detenidamente a Arturo con mirada escrutadora. Y Paul pensó con amargura que lo miraba al abrigo de su protección.

    ―Trararé de escucharte ―dijo Metran con toda tranquilidad―. Antes de morir me dirás quién eres y cómo has llegado hasta aquí.
    ―No hables con tanta ligereza de la muerte en este lugar ―replicó Arturo―. Estás en el mismo centro de los mundos, y pueden despertarse. En cuanto a mi nombre, has de saber que soy Arturo Pendragon, hijo de Uther, rey de Bretaña. Soy el Guerrero Condenado, he sido llamado para combatir contigo, ¡y no puedo morir!

    Sólo una flecha, pensó Paul lleno de temor. Sólo una flecha podía matarlo. Pero los svarts farfullaban invadidos por el pánico, e incluso la mirada de Metran parecía menos segura.

    ―Nuestros libros de ciencia ―dijo― cuentan una leyenda diferente.
    ―No lo dudo ―replicó Arturo―. Pero antes de que recurras a ellos, has de saber algo: te ordeno que abandones este lugar en una hora, o en caso contrario yo mismo baj aré y despertaré la cólera de los muertos para que te arrojen al mar.

    Los ojos de Metran mostraban indecisión. Se separó con lentitud de la mesa, dudó un momento y luego dijo con voz aguda y débil:

    ―Cuentan que puedes morir. Una y otra vez has sido muerto. Haré ofrenda de tu cabeza ante el trono de Starkadh.

    Levantó una mano por encima de la cabeza y Cavalí emitió un profundo gemido. Arturo aguardaba con la cabeza erguida. Todo ha acabado, pensó Paul y comenzó a rezar.

    Luego Metran bajó la mano muy despacio y se echó a reír violentamente.

    La risa se prolongaba, corrosiva y desdeñosa.

    Es un actor, recordó Paul, estremeciéndose por la humillación de aquella mofa. Los estuvo engañando durante mucho tiempo.

    ―Loren, Loren, Loren ―dijo por fin Metran, retorciéndose de risa―. ¿Sólo porque eres un loco me tomas a mí por tal? Ven y cuéntame cómo eludiste al Traficante de Almas; luego te pondré fuera de combate.

    La risa cesó. Su rostro sólo reflejaba maldad.

    Desde el otro lado de la sala, Paul oyó la voz de Loren:

    ―Metran, tuviste un padre, pero no turbaré su descanso pronunciando tu nombre completo. Has de saber que el Consejo de los Magos te ha condenado a muerte y también el soberano rey de Brennin. Has sido maldecido en el Consejo y vas a morir. Has de saber también que no eludimos al Traficante de Almas: lo matamos.
    ―Ja! ―ladró Metran―. ¿Todavía te atreves a fanfarronear, Manto de Plata?
    ―Nunca lo he hecho ―dijo Loren.

    Con Matt a su lado avanzó hacia las verdes luces de la gran sala.

    ―Contempla como prueba el bastón de Amairgen ―añadió mientras sostenía en alto la Rama Blanca.

    Metran retrocedió y Paul vio que su rostro empalidecía, pero sólo por un momento.

    ―¡Espléndidamente entretejido! ―dijo Metran con sarcasmo~. Una hazaña digna de ser cantada. Y, como recompensa, te permitiré permanecer aquí y mirar, Loren. Tú y los que contigo hayan venido, contemplad con impotencia cómo yo extiendo una lluvia de muerte desde Eridu, donde ha estado cayendo durante tres días, hasta las montañas del Soberano Reino.
    ―¡En nombre del Tejedor! ―exclamó Diarmuid horrorizado.

    Metran se dio la vuelta y regresó junto a la mesa al lado de la Caldera. Otra vez los svarts reanudaron el ciclo de vivir y morir. Entretanto Denbarra permanecía inmóvil con los ojos perdidos en el vacío y la boca abierta, babeante y silenciosa.

    ―Mira ―dijo Paul.

    Matt le decía con urgencia algo a Loren. Vieron que el mago permanecía un momento sin saber qué hacer mirando al enano; luego Matt le dijo algo más y Loren asintió con la cabeza.

    Se dirigió hacia el estrado, blandiendo el bastón de Amairgen y apuntándolo hacia la Caldera. Metran lo miró de reojo y sonrió. Loren pronunció una palabra, luego otra. Cuando hubo pronunciado la tercera, un rayo de luz plateada surgió del bastón y de inmediato los deslumbró a todos.

    Las piedras de Cader Sedar se estremecieron. Paul abrió los ojos y vio que Metran se tambaleaba. Todo el castillo temblaba. Advirtió que la inmensa Caldera de Khath Meigol oscilaba y se balanceaba sobre el fuego.

    Luego vio que se quedaba quiera como antes.

    La protección había actuado. Matt se levantó despacio del suelo y, a pesar de la distancia, se dio cuenta de que el enano temblaba por la fuerza que aquella oleada de poder había extraído de él. Y, de pronto, recordó que aquel mismo día Matt había proporcionado la fuerza necesaria para fabricar la protección contra el Traficante de Almas, y que luego había reunido los vientos de todos los mundos para que pudieran llegar hasta la isla. No podía ni siquiera intuir lo que el enano estaba soportando. ¿Qué podían la palabra y el pensamiento frente a cosas como aquélla? ¿Cómo reconocer que ni palabra ni pensamiento bastaban?

    ―Habéis encontrado la muerte que vinisteis a buscar ―dijo, ya sin traza alguna de frivolidad―. Cuando hayáis muerto, podré volver a fabricar la lluvia de muerte; al fin y al cabo ya os importará poco. Reduciré tus huesos a polvo y usaré tu calavera de almohada, Loren Manto de Plata, esclavo de Ailell.

    Cerró el libro sobre la mesa y comenzó a hacer gestos con los brazos.

    Paul se dio cuenta de que estaba haciendo acopio de poder. Iba a usarlo contra Loren y Matt. Había llegado, pues, el final. Y si era así...

    Desde la entrada salvó de un salto las escaleras y fue a caer junto a Matt. Se arrodilló.

    ―Mi hombro puede servirte de ayuda ―dijo―. Apóyate en mí.

    Sin decir palabra, Matt le obedeció y Paul sintió que Loren lo tocaba en señal de despedida. Luego vio que levantaba de nuevo la Rama Blanca y apuntaba hacia Metran, que se interponía entre ellos y la Caldera. Vio que Metran levantaba un largo dedo y los señalaba a los tres.

    Los dos magos hablaron a la vez y la gran sala se estremeció hasta los cimientos mientras los dos rayos de poder explotaban uno contra otro. Uno era plateado, como la luna, como el manto de Loren; el otro de un siniestro color verde como las luces de aquel lugar. Se encontraron a medio camino entre los magos y levantaron al chocar una llamarada en el aire.

    Paul oyó que Matt se esforzaba por mantener la respiración y vio que Loren sostenía rígidamente el bastón, luchando por canalizar el poder que le estaba proporcionando el enano. Sobre el estrado vio que Metran, alimentado por tantos svarts alfar, extraía de ellos el mismo poder con el que había fabricado el invierno en pleno verano. Lo hacia sin ninguna dificultad, sin ningún esfuerzo.

    Sintió que Matt empezaba a temblar. El enano se apoyaba cada vez con más fuerza sobre su brazo. No podía ayudarlos. Tan sólo con su hombro. Su compasión. Su amor.

    Con un crujido salvaje, los dos rayos de poder se enredaron uno con otro, mientras el castillo entero se estremecía con aquella fuerza desatada. El rayo verde y el plateado seguían resistiendo, llameando, mientras los mundos pendían de esa balanza. Tanto resistían que Paul tenía la impresión de que el tiempo se había detenido. Ahora sostenía al enano con ambos brazos y con toda su alma dirigía sus oraciones a lo que él sabía que

    era la Luz.

    Se dio cuenta de que nada eta bastante. Ni el valor, ni la sabiduría, ni las plegarias, ni la urgente necesidad. Nada de todo eso bastaba contra tanto poder. Muy despacio, con brutal claridad, el rayo plateado de poder perdía terreno. Luchando amargamente centímetro a centímetro, Paul vio que Loren se veía obligado a ceder. Sentía su respiración jadeante y desigual. Lo miró; ríos de sudor le surcaban el rostro. Junto a él, Matt todavía se sostenía en pie, todavía luchaba, aunque todo su cuerpo se estremecía como sacudido por una fiebre letal.

    Un hombro. Compasión. Amor. ¿Qué más podía darles en la hora final?

    ¿Con quién mejor morir que junto a ellos?

    Matt Soren empezó a balbucear. Con un esfuerzo supremo que casi rompió el corazón de Paul, el enano luchó por articular las palabras.

    ―Loren ―susurró con el rostro contraído por la tension―, Loren..., hazlo ahora.

    El rayo verde de Metran debía de estar a una distancia de quince centímetros. Paul podía sentir el calor del fuego. Loren permanecía en silencio, con la respiración entrecortada.

    ―Loren ―balbuceó de nuevo Matt―, para esto he vivido. Hazlo.

    El único ojo de Matt se cerró. Temblaba sin cesar. Paul cerró los ojos y abrazó a Matt tan estrechamente como pudo.

    ―Matt ―oyó que decía el mago―. Oh, Matt.

    Sólo su nombre. Nada más.

    Luego el enano se dirigió a Paul.

    ―Gracias, amigo. Es mejor que te marches.

    Afligido, muy afligido, Paul le obedeció. Miró a Loten y vio que tenía el rostro deformado por el odio. Luego oyó que el mago gritaba, reunía el último poder alimentado por el enano Matt Sóren y lo canalizaba a través de la Rama Blanca de Amairgen; en el grito y en la sacudida que le siguieron se concentraron el corazón y el alma de Loren Manto de Plata.

    Sobrevino un replandor de destructora luz. Toda la isla osciló, y con la sacudida de Cader Sedat el temblor se extendió por cada uno de los mundos del Tejedor.

    Metran emitió un grito agudo y corto, como abortado. De los muros comenzaron a caer piedras sobre sus cabezas. Paul vio a Matt tendido en tierra y a Loren que se inclinaba sobre él. Luego miró al estrado y vio que la Caldera de Khath Meigol se rompía en pedazos como el alud de una montaña.

    La protección estaba vencida. Sabía que Metran estaba muerto y sabia también algo más. Vio que los svarts, engendrados para matar, se precipitaban contra ellos con espadas y cuchillos, y gritando se levantó y desenvainó su espada para proteger a aquellos que habían hecho lo que habían hecho.

    Los svarts no pudieron llegar hasta él. Les salieron al paso cuarenta hombres de Brennin, conducidos por Diarmuid dan Ailell, y los soldados de la Frontera del Sur avanzaron a guadañadas de pura furia por entre las filas de la Oscuridad. Paul se precipitó en la lucha blandiendo la espada con un amor que le inundaba el corazón como la marea, y con un deseo de destrucción que iba más allá del dolor.

    Los svarts alfar eran muchos y tardaron mucho tiempo en aniquilarlos, pero los mataron a todos. De repente Paul se encontró en uno de los pasillos que salían de la gran sala, sangrando por numerosas heridas, junto a Kell y a Diarmuid. No quedaba ningún svart a quien perseguir y regresaron otra vez.

    A la entrada se detuvieron para contemplar la carnicería que había tenido lugar. Estaban cerca del estrado y se acercaron. Metran yacía de espaldas con el rostro descompuesto y el cuerpo desfigurado por horribles heridas. Cerca estaba Denbarra. Durante la lucha la fuente había estado barbullando, con la mirada perdida de los locos sin remedio, hasta que Diarmuid le había clavado la espada en el corazón y lo había dejado muerto cerca de su mago.

    No lejos de ellos, todavía ardiendo, estaban esparcidos los mil pedazos de la destrozada Caldera de Khath Meigol. Como un corazón, pensó Paul, alejándose de allí. Tuvo que caminar sobre los cadáveres de los svarts y sobre las piedras que se habían derrumbado de los muros y del techo en el cataclismo final. Ahora todo estaba en calma. Las luces verdes se habían apagado y los hombres de Diarmuid estaban encendiendo antorchas en torno a la sala. Al resplandor de su luz, Paul distinguió, a medida que se acercaba, una silueta de rodillas que acunaba sin cesar en medio de aquella devastación una cabeza morena que yacía en su regazo.

    Para esto he vivido, había dicho Matt Soren; y había obligado al mago a extraer de él el último y mortal poder. Y había muerto.

    Al mirarlo en silencio, Paul vio en el rostro del enano algo que nunca había observado en él mientras vivió: Matt Sóren sonreía en medio de las ruinas de Cader Sedat, y no era la mueca que tan bien conocían sino la sonrisa del que ha conseguido lo que más deseaba.

    Mil pedazos, como un corazón. Paul miró a Loren que seguía arrodillado.

    Lo tocó como el mago lo había tocado a él poco antes; luego se alejó. Al volverse, vio que Loren se había cubierto el rostro con el manto.

    Distinguió a Arturo junto a Diarmuid y se acercó a ellos. En torno a la sala resplandecían las antorchas.

    ―Tenemos tiempo, todo el que necesitemos –dijo Arturo―. Dejémoslo solo un rato.

    Juntos los tres descendieron con Cavalí por los pasillos desmoronados de Cader Sedat. Hacía frío y humedad. Parecía que entre las piedras caldas soplaba un frío viento de desconocida procedencia.

    ―¿No hablaste de los muertos? ―murmuró Paul.
    ―Si ―dijo Arturo―. El Castillo en Espiral esconde, bajo en nivel del mar, los más poderosos de los muertos en todos los mundos.

    Doblaron un recodo y apareció otro corredor más oscuro aun.

    ―Hablaste de despertarlos ―dijo Paul.

    Arturo sacudió la cabeza.

    ―No puedo. Sólo trataba de asustarlo. Sólo pueden ser despertados si se los llama por su nombre, y la última vez que estuve aquí era muy joven y no se...

    Se interrumpió y guardó silencio.

    ¡No!, pensó Paul. Ya hay bastante. Ya ha habido bastante, sin duda.

    Abrió la boca para decir algo, pero no pudo. El Guerrero exhaló un lento suspiro, como aspirándolo de su lejano pasado, de su más íntima esencia. Luego asintió con un gesto, sólo una vez, con esfuerzo, como si moviera la cabeza bajo el peso de los mundos.

    ―Vamos ―dijo con sencillez.

    Paul miró a Diarmuid y en la oscuridad adivinó la misma rígida aprensión en el rostro del príncipe, pero siguieron a Arturo y al perro.

    Siguieron bajando. El pasillo que había tomado Arturo descendía con brusquedad y tenían que apoyarse en las paredes para mantener el equilibrio. Las piedras estaban muy húmedas al tacto. Sin embargo había luz, una débil fosforescencia que procedía del mismo corredor. La túnica blanca de Diarmuid brillaba con ese reflejo.

    Comenzaron a oír un ruido machacón al otro lado de los muros.

    ―El mar ―dijo Arturo con calma.

    Luego se detuvieron frente a una puerta que Paul no había visto, y el Guerrero se volvió hacia los dos hombres.

    ―Quizá prefiráis aguardar aquí.

    El silencio era denso.

    Paul sacudió la cabeza.

    ―Ya he probado antes el sabor de la muerte ―dijo. Diarmuid sonrió con un gesto que era un tenue reflejo de su antigua sonrisa.
    ―Conviene que uno de nosotros sea totalmente normal, ¿no?

    Dejaron, pues, el perro en la puerta, y los tres entraron entre el golpeteo incesante del mar.

    Había menos de los que había imaginado Paul. No era una habitación demasiado grande. El suelo era de piedra, sin ningún adorno. En el centro se erguía una columna con una vela que ardía con una llama inmóvil. Los muros brillaban pálidamente. En torno a la habitación, en nichos iluminados por la débil luz de la vela y el resplandor de los muros, yacían unos veinte cuerpos en lechos de piedra. Sólo veinte, pensó Paul, de todos los muertos de todos los mundos. Quería acercarse a ellos y observar los rostros de los elegidos, pero lo invadió la timidez, la sensación de ser un intruso en su descanso. Luego sintió que Diarmuid le ponía la mano en el brazo, y vio que Arturo se había detenido junto a uno de los nichos y se cubría la cara con las manos

    ―¡Ya es suficiente! ―gritó Paul avanzando hacia Arturo.

    Junto a ellos, como si estuviera dormido, salvo que no respiraba, yacía un hombre de mediana estatura, de cabellos negros y rostro rasurado. Tenía los ojos cerrados y muy separados bajo una frente despejada. La boca y la barbilla eran firmes, y Paul vio que tenía las manos cruzadas sobre la empuñadura de la espada y que eran muy bellas. Parecía haber sido un señor entre los hombres y Paul sabía que, si descansaba en aquel lugar, sin duda lo había sido.

    También sabía quién era.

    ―Mi señor Arturo ―dijo Diarmuid apesadumbrado―, no tienes que hacerlo. No está escrito ni ordenado.

    Arturo bajó las manos. No podía apartar la vista del hombre que yacía sobre el lecho de piedra.

    ―Lo necesitaremos –dijo― Siempre se le necesita, no puede ser de otro modo. Debí comprender que era demasiado pronto para que yo muriera.
    ―Estás labrándote tu propia desgracia –susurró Paul.

    Arturó lo miró y sus ojos eran compasivos

    ―Me la labré hace mucho tiempo.

    Al mirar el rostro de Arturo Pendragon, Paul vio la nobleza más pura que jamás había visto en toda su vida. Más incluso que en Liranan o en Cernan el de las Fieras. En su rostro distinguió la quintaesencie de la nobleza y su corazón se rebeló contra el hado que obligaba a Arturo a tan monstruosa elección.

    Vio que Diarmuid había desviado su mirada.

    ―Lancelot ―gritó Arturo dirigiéndose a la figura que yacía sobre el lecho de piedra.

    Tenía los ojos castaños y era más alto de lo que Paul había creído. Su voz era apacible, profunda e inesperadamente amable La otra sorpresa fue el perro. Paul había creído que la lealtad de Cavalí lo haría mostrarse hostil, pero el perro se acercó al hombre moreno dando muestras de alegría. Lancelot se había arrodillado para acariciar la desgarrada piel gris y Paul vio que le tocaba las cicatrices. Luego había caminado en silencio entre Paul y Diarmuid de regreso al mundo de los vivos.

    Sólo había hablado en el primer momento, después de haberse levantado obedeciendo a Arturo. En realidad se había levantado como si sólo estuviera dormido y no muerto desde hacía tanto, tantísimo tiempo.

    ―Bienvenido ―le había dicho Arturo―. Estamos en guerra contra la Oscuridad en Fionavar, que es el primero de todos los mundos. Yo he sido llamado y por eso ahora lo eres tú también.

    Y Lancelor había replicado con cortesía y dolor:

    ―¿Por qué nos has hecho esto a los tres?

    Arruro había cerrado los ojos. Luego los abrió y dijo:

    ―Porque hay otras muchas cosas en peligro aparte de nosotros tres. Veré si puedo conseguir que combatamos en compañías diferentes.

    Y Lancelot había repuesto con suavidad:

    ―Arturo, sabes perfectamente que no combariré salvo a tus órdenes y a tu lado.

    Entonces Arturo había girado sobre sus talones para marcharse, y Diarmuid y Paul habían salido de un estupor y, junto con Lancelot, habían seguido al Guerrero y se habían alejado de la cámara de los muertos, entre el chapoteo del mar.

    Loren se había levantado. Su manto cubría el cuerpo de Matt Soren. El mago, con el rostro desfigurado por la debilidad y la tensión, escuchaba cómo Diarmuid y Arturo planeaban el regreso. Apenas se había percatado de la presencia de Lancelor, aunque los hombres de la Fortaleza del Sur no cesaban de murmurar llenos de temor.

    Paul coligió que fuera todavía era de día. Poco más de mediodía. Sin embargo, le parecía que habían estado en la isla desde siempre. En cierto modo suponía que una parte de él se quedaría en la isla: habían sucedido demasiadas cosas. Según parecía iban a marcharse muy pronto, pues nadie estaba dispuesto a pasar una noche en semejante lugar.

    Loren se dio la vuelta y se dirigió hacía una de las antorchas. Se detuvo allí con las páginas del libro en las manos, mientras una a una las iba quemando en la llama. Paul se le acercó. Tenía en el rostro las huellas de las lágrimas y el sudor que se deslizaban entre el hollín y la suciedad provocados por la descaiga del último rayo. El ultimo para Matt, pensó Paul. Y también para Loren. Su fuente había muerto. El ya no era un mago.

    ―El libro de Nilsom ―le dijo el mago que les había rogado que hicieran con él la travesía, hacía mucho tiempo.

    Le dio a Paul algunas páginas y juntos las estuvieron quemando.

    Les llevó mucho tiempo hacerlo y las quemaron con todo cuidado. Aliviado en cierto modo por haber compartido aquella simple tarea, Paul estuvo observando cómo ardía la última hoja. Luego los dos juntos se reunieron con los demás.

    Todos tenían sus miradas fijas en un lugar de la gran sala.

    Eran unos cuarenta hombres, pero Paul no oía la respiración de ninguno de ellos. Al avanzar hacia Lancelot entre el corro de hombres, leyó en sus ojos una inflexible determinación. Vio que el color estaba volviendo a su rostro y empezó a vislumbrar la grandeza de aquel hombre que estaba tratando de vencer, sólo con la voluntad, el movimiento de la rueda del tiempo y de la lanzadera del Telar. Se detuvieron a su lado y vieron todo perfectamente

    A su lado, Loren emitió un ahogado gemido e hizo un gesto de negación. Paul oyó el aleteo. Incluso en aquel lugar. Pensamiento, Memoria

    ―Loren, espera ―dijo―. Ya lo hizo antes otra vez. Y estamos en Cader Sedat.

    Lentamente el mago se aproximó, y Paul con él, para estar más cerca. Más cerca del lugar donde Lancelot del Lago, que acababa de despertar de su propia muerte, estaba arrodillado sobre el suelo de piedra sosteniendo las manos de Matt Sóren entre las suyas y llevándoselas a la frente.

    Y como estaban más cerca que los demás, fueron los primeros en ver que el enano comenzaba a respirar.

    Paul no pudo recordar nunca lo que gritó en ese momento. Se dio cuenta de que el griterío que se levantó entre los hombres de Brennin derrumbó aún más piedras de los muros de Cader Sedat. Loren cayó de rodillas, con la cara iluminada, al lado de Matt, frente a Lancelot. Este estaba pálido pero tranquilo y la respiración de Matt se iba haciendo cada vez más regular.

    Luego el enano los miró.

    Miró largo rato a Loren y luego a Lancelor. Vio sus manos todavía entre las de él y Paul comprendió que adivinaba lo ocurrido. Matt miró uno a uno todos los rostros iluminados por las antorchas, y torció la boca con aquel gesto tan familiar.

    ―¿Qué le ha sucedido a mi otro hijo? –preguntó Matt a Lancelor, y todos se echaron a reír y a llorar de alegría.

    Lancelot les explicó que había podido hacerlo porque estaban donde estaban y porque hacía poco que él mismo se había despertado de la muerte y porque Matt no había sufrido ninguna herida mortal sino que simplemente se le habían agotado las fuerzas de la vida. Y añadió además en tono cortés y tímido que ya lo había hecho en otra ocasión en Camelot.

    Matt asintió con la cabeza. Volvía a sostenerse en pie y todos se apiñaban a su alrededor, sin querer alejarse de él ni dejarlo solo. El rostro de Loren resplandecía, y los corazones de todos saltaban de alegría al verlo.

    ―Bien ―dijo Diarmuid―, ahora que ya hemos recuperado a nuestro mago y a su fuente, ¿podremos hacernos a la mar?

    Se levantó un rumor de asentimiento.

    ―Deberíamos hacerlo ―dijo Loren―, pero deberíais saber que Teyrnon es ahora el único mago en Fionavar.
    ―¿Cómo dices? ―dijo el enano.

    Loren sonrió con tristeza.

    ―Entiéndeme, amigo mío. ―Todos vieron que lentamente el rostro de Matt empalidecía―. Tranquilizate ―lo animó Loren―, tranquilízate.

    Luego se dirigió a los demás:

    ―Que nadie se entristezca. Cuando Matt murió se rompió nuestro vínculo y yo dejé de ser un mago. Su vuelta no pudo soldar de nuevo lo que se había quebrado.

    Se hizo un silencio.

    ―¡Oh, Loren! ―dijo Matt débilmente.

    Loren acudió a su lado con fuego en la mirada.

    ―¡Escúchame! ―se dio de nuevo la vuelta y miró a toda la compañía―. Antes de ser un mago era sólo un hombre. Desde niño odié a la Oscuridad y la sigo odiando. ¡Y todavía puedo empuñar una espada!

    Se volvió hacia Matt y añadió con voz profunda:

    ―Hace tiempo abandonaste tu destino para atarte al mío y yo te llevé muy lejos de tu casa, amigo mío. Ahora parece que el circulo se ha cerrado. ¿Querrás aceptarme? ¿Soy un compañero aconsejable para el legítimo rey de los enanos que debe regresar a Calor Diman para reclamar la corona?

    Y todos quedaron humillados y confundidos por el resplandor que surgió de la figura de Loren en el momento en que se arrodilló ante Matt sobre el duro suelo de piedra.

    Acabaron de reunir lo que tenían que reunir y se dispusieron a abandonar la sala. Habían sucedido demasiadas cosas, demasiadas cosas. Todos estaban rendidos y tambaleantes, y Paul pensó que podría dormir varios días seguidos.

    Parecía que él y Arturo eran los últimos. Los otros avanzaban por el corredor adelante. Fuera debía de ser de día, aunque costaba creerlo. Allí sólo quedaban antorchas y los rescoldos sin llamas del fuego que había ardido bajo la Caldera de Khath Meigol.

    Vio que Arturo se había detenido en la puerta para echar una última ojeada hacia atrás. Paul también se volvió. Y se dieron cuenta de que en realidad no eran los últimos en abandonar aquel recinto. En medio de las ruinas de aquel lugar destruido se alzaba una figura de cabellos oscuros que los miraba.

    En realidad sólo miraba a uno de los dos. Vio que Arturo y Lancelor se miraban fijamente uno a otro y que algo profundo que nunca hubiera acertado a nombrar pasaba de uno a otro. Luego habló Arruto y en su voz latía el dolor y también el amor.

    ―¡Oh, Lance, vámonos! ―le dijo―. Ella te está esperando.


    Fin del libro 2

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